A lo largo de la trayectoria de Mateo Bendesky, algunos de su films lidian con la visión del realismo mágico y el autor se interesa en esta vertiente proveniente de la literatura para contar una historia. Según palabras del mismo, existen en esta obra elementos autobiográficos basados en propias experiencias, lo que convierte a “Los Miembros de la Familia”, quizás en su film más personal, no obstante la huella autoral puede rastrearse a lo largo de sus anteriores obras. En este film en particular, el enfoque parte desde el momento de la vida que sus personajes atraviesan, una instancia de dolor y pesar en donde el realismo mágico cobra vida y el lazo entre lo real y lo imaginado comienza a diluirse. Bajo este verosímil, ese mundo de fantasía se hace realidad validándose como una acertada forma para contar una historia que recurrirá a variados registros genéricos. Aquí la trama toma lugar en un ámbito pueblerino de la costa argentina. Filmado en siete diferentes locaciones que recrean un lugar ficticio y arquetípico, el desafío autoral consiste en inventar un nuevo pueblo y dotarlo de vida propia: el aire melancólico de la costa argentina es trasladado a este ámbito, un submundo que representa el refugio veraniego da la clase media argentina turística, de allí también proviene su carácter especial. En épocas de invierno, una atmósfera de misterio rodea estos parajes, en donde observamos, con un dejo de tristeza, la ciudad costera desierta. Utilizando como metáfora la idea de ‘un lugar que fue hecho para otro fin’, a través de ese sentimiento de despojo se prolonga dicha inquietud a sus personajes y su inconformismo. A través de una variada gama de sensaciones, se potenciará su emotividad desde el escenario físico hacia la hostilidad y la proyección de sentimientos encontrados. Existe un particular abordaje al género de la comedia, el cual funciona de forma eficiente cuando la seriedad de una situación dramática es connotada con el absurdo. Bajo este tono lúdico, el director trabaja una marca personal que busca descontracturar los tradicionalismos de la comedia dramática, apelando a una cadencia de tonos y una precisión de climas y humores que afectan positivamente al relato. Desde el personaje de Lucas, una serie de observaciones enriquecen la mirada sobre el film y sus texturas. Resulta particular el acercamiento que se hace desde su postura y sobre la tecnología a través de la cual la gente se comunica, como lazo indispensable para establecer vínculos en nuestro tiempo. Viviendo inmersos en un mundo de redes y teléfonos -un símil de mundo paralelo que genera una segunda vida dentro de la rutina social que atravesamos-, percibimos en este personaje la timidez propia de la adolescencia, el descubrimiento de los vínculos y la sexualidad y el culto a la estética desde la mirada de un coming of age afectado por lógicos conflictos. Potenciar la herramienta virtual para acercarse a las personas refleja la forma en que las generaciones jóvenes viven y se comunican hoy día, resultando éste un factor al que el autor presta suma atención. Pensando en ‘la vida en línea como un lugar que antes no existía’ permite indagar en cuestiones filosóficas complejas de asimilar. Bajo esta posible teoría de ver el mundo de hoy y conectarse con el, “Los Miembros de la Familia” captura el tema principal de su búsqueda: construir las necesidades para el mundo en que vivimos. Otra interesante observación de matiz social resulta el deporte desde la mirada sesgada de la masculindad, como tradición cultural en Argentina. Desde el absurdo del prototipo conservador y como una critica social a la pacatería de antaño, el film se cuestiona sobre el alcance del pensamiento radical en otros tiempos menos progresivos como un indudable llamado de atención y un compromiso para las nuevas generaciones. Bajo una óptica similar, la recreación en el uso de drogas y esteroides como vía de escape a la insatisfacción cotidiana se revela como un acertado retrato de la juventud y los excesos, algo que está presente en las generaciones que están en contacto aquí, persiguiendo una forma de realismo emparentada al mundo que los rodea. La relación entre los hermanos (Lucas y Gilda) resulta un aspecto esencial de la narración y en donde convergen una serie de tópicos de fructífero análisis. En los abordajes que se realiza sobre cuestiones como la depresión y la salud mental, el director denota una absoluta franqueza en evidenciar cuestiones muy presentes en la vida de adolescentes que están atravesando un duelo. Como esencial tramo del proceso, el abordar verbalmente estas cuestiones termina por liberarlos, si bien en realidad es el autor (como un auténtico demiurgo cinematográfico) quien suelta a sus personajes de dicha carga estigmatizada. A través de la profundidad de análisis que brinda, el film nos invita a reflexionar (sin despojarse de una mirada tierna) acerca de la vulnerabilidad y las debilidades que refleja esta etapa de la juventud, en plena búsqueda de la identidad, del destino y de su lugar en el mundo. La complejidad de los sentimientos expuestos facilita un acercamiento psicoanalítico: como se expresan aquella relación fraternal tamizada por la culpa, el hermetismo, la confusión y el enojo. Esta mixtura de sensaciones nos interpela acerca de las elecciones que tomamos y como nuestras experiencias afectan la forma en que procesamos/exteriorizamos los sentimientos: el misterio que rodea a cada relación y su extrañeza constituye la exclusividad de cada vínculo. Subjetivizando la mirada hacia una bienvenida libertad interpretativa de esta obra, el mensaje llegará al espectador para completar un posible sentido intelectual dentro de tantos probables, adquiriendo allí vida propia. ¿Se trata, finalmente, del suicidio de su madre? Los espacios de la casa que parecen vedados nos inclinan a pensar que sí . Otorgar la cantidad de espacios inconclusos a su desarrollo resulta una apuesta atractiva para que la película crezca notablemente en la mente del espectador.
Todas las películas sobre duelos, esa experiencia tan singular por la que el mundo se revela inesperadamente endeble, trabajan sobre el tiempo suspendido en el que los vivos tienen que asimilar una ausencia irreversible. La muerte de un amigo, un familiar o cualquier ser amado exige un laborioso ajuste en el invisible orden afectivo. Los eslabones afectivos que sujetan la vida íntima de alguien se trastocan, y lleva un tiempo hallar un nuevo equilibrio. Esa experiencia es la que filma con precisión Mateo Bendesky en su segunda película, Los miembros de la familia.
Sostenes. Una prótesis viene a ocupar un vacío. También puede pensarse como un complemento o sostén de un cuerpo incompleto. Y una familia es como un cuerpo desde lo orgánico hasta lo jerárquico. Los miembros de un cuerpo son los brazos y los brazos de una familia los hijos. Por eso el segundo opus de Mateo Bendesky juega desde el título con el término miembro y desplaza el significado para concentrarse en una familia fantasma. Esa entidad la representa una madre recién fallecida de la que sólo queda la prótesis de su mano, elemento concreto y simbólico que carga tanto con una maldición a los hijos como con un mandato que conecta a dos hermanos en una vieja casa de verano en la costa. El distanciamiento entre ellos es algo del pasado y la interesante manera de descubrir el misterio del porqué se distanciaron Lucas y Gild es uno de los condimentos de una rica experiencia donde se mezcla el humor sutil y negro con el desencanto propio de un duelo. En medio de ese proceso por ponerle una instancia el azar obliga a que los hermanos se tengan que quedar en la casa y en la costa más tiempo del esperado a raíz de un dato de absoluta actualidad y vigencia: paro de transporte de larga distancia por tiempo indeterminado. Entre la espera y las charlas banales surgen nuevas maneras de reconocerse y para el caso de Lucas, el menor, el descubrimiento de nuevas experiencias, nuevas amistades y las posibilidades de una libertad sexual impensada. Lo interesante de la película no es la trama en sí, la idea de los vínculos que se recomponen y de la familia disgregada y ya rota juegan sus mejores cartas en la partida. Con el tiempo justo para desarrollar la psicología y los conflictos de los personajes en un marco más que apropiado donde el mar, la playa, la casa y las soledades compartidas acompañan un proceso de pérdida que no sólo obedece a la muerte de un ser querido sino a otras pérdidas como la infancia, la primera adolescencia y la de una familia como las de antes de la que parece solamente haber quedado una prótesis.
La segunda película de Mateo Bendesky protagonizada por Tomás Wicz y Laila Maltz, explora la relación de dos hermanos que viajan a la costa para cumplir con el último deseo de su madre. Lo sobrenatural, lo exótico y algunos sucesos inesperados harán que cada uno de ellos comience un viaje de conocimiento interior y exploración hacia lugares insospechados. Bendesky se afirma como un autor que busca narrar desde el soporte jugando con elementos técnicos y estructurales.
En su anterior corto Nosotros solos (estrenado en el BAFICI 2017 y con posterior paso por los festivales de Toronto y Rotterdam), Mateo Bendesky había demostrado una sensibilidad especial para construir relaciones entre hermanos adolescentes de un verismo y carnadura ciertamente poco habituales. También quedaba claro una manera muy inteligente de dosificar la información, de jugar con lo elidido, con el fuera de campo. Entramos a las historias en el medio de la acción y el realizador confía en que unos pocos elementos, más aludidos que mostrados o explicados, bastan para que la empatía con los personajes vaya creciendo. El tono y el vocabulario que utilizan Gilda (Laila Maltz) y Lucas (Tomás Wicz) es tan real o creíble como funcional a la dosificación de la información. Sabemos que los hermanos están solos en una casi vacía e indeterminada ciudad balnearia de la costa argentina durante el invierno; sabemos también que están atravesando el duelo de la muerte de su madre. Que la muerte ha sido trágica o en circunstancias confusas, que los hermanos han estado distanciados, que una cosa así como una mala racha viene acompañando a la familia es algo que se percibe desde el comienzo mismo de la narración y que pequeños detalles irán confirmando. En una road movie en la que mucho no se viaja (el paro de transporte que los deja varados en la costa deja eso bien en claro), Bendesky sabe eludir la lógica duelo-sanación propia del psicologismo o la auto-ayuda. La referencia a distintos tipos de creencias (por disparatadas que sean), la aparición de lo mágico o lo onírico, apuntan a otro tipo de sensibilidad que sabe que la falta de certidumbre es consustancial con la vida. Es emocionante el trabajo de Tomás Wicz y Laila Maltz tratando de aferrarse a algo en un momento tan difícil. Si la adolescencia en sí misma tiene una fuerte dosis de dolor e inseguridad, el duelo por la muerte de la madre multiplica esos elementos que le resultan comunes. Coming of age y duelo no parecen territorios tan distantes y Bendesky los conjuga con una elegancia tal que le permite incluso contrabandear unos cuantos elementos que en otras manos podrían ser vistos como extremos (la llegada a la costa de los hermanos tiene que ver con intentar cumplir con el deseo materno de que sus cenizas se tirasen al mar cuando la ausencia de un cuerpo, al menos de la parte humana de él, hace que ello sea imposible). Y si ese prodigio se logra es por el cariño puesto en la construcción de esos personajes que, por más que los conozcamos sólo por esos retazos a los que podemos acceder, terminamos sintiendo que tienen vida más allá del rectángulo de la pantalla grande.
Dos contra el mundo El cine argentino trabajó el mundo de la adolescencia desde diferentes ópticas hasta casi convertirlo en un subgénero más dentro de su filmografía. Pero Los miembros de la familia (2019) de Mateo Bendesky no es otra película sobre adolescentes abúlicos buceando en un mar oleado que les resulta adverso, sino que es una película sobre la construcción de la identidad a partir del duelo y donde el humor no está ausente. Lucas (Tomás Wicz) y Gilda (Laila Maltz) son don hermanos de 17 y 20 años que viajan a un pueblo de la costa argentina para arrojar al mar las cenizas de la madre que acaba de morir. Pero como no tienen las cenizas y solo les entregaron una mano ortopédica eso será lo que arrojarán. “Total lo que importa es el deseo”, le dice Gilda a Lucas. Él, obsesionado con el fitnnes, y ella, con las terapias alternativas y la astrología, deberán quedarse en el pueblo a raíz de un paro de transporte. Ambos volverán a encontrarle un sentido a la vida en esos días donde el tiempo parece no avanzar, lejos del mundo y cerca de ellos mismos, descubriendo quienes en realidad son y lo que quieren en el futuro cercano. Bendesky realiza una inteligente película de iniciación sobre la adolescencia y el duelo a través de la construcción de un universo cargado de metáforas y símbolos donde la muerte, como en la astrología, significa un renacer, una nueva vida. Ambos explorarán, en esa convivencia obligada, nuevos mundos, formas de conectarse consigo mismo y con los demás. Lucas se enfrentará a su sexualidad, mientras que Gilda, recién salida de un centro de rehabilitación, encontrará el sentido que necesita para vivir. Pero lo interesante es la forma en que el realizador construye una historia donde el golpe bajo es reemplazado por la ironía y el sarcasmo, forjando un mundo donde los adultos están ausentes y los jóvenes son los que deben hacerse cargo de los problemas que heredaron: desde una casa que no paga alquiler hace meses hasta las consecuencias originadas por un paro de transporte por tiempo indeterminado Los miembros de la familia podría haber sido un drama existencialista new age pero se convierte en una comedia donde el humor sutil, inteligente y elegante se entrecruza con una puesta en escena delicada de planos centrados, colores fríos y una atmósfera opresiva en un espacio donde se respira a libertad.
Recuerdos arrojados al mar Lucas y Gilda, dos hermanos de diecisiete y veinte años respectivamente, irrumpen en una casa clausurada que perteneció a sus padres en pleno invierno en la inclemente costa argentina durante la noche, después de un largo viaje en micro, para cumplir el último deseo de su madre recientemente fallecida. Un paro sorpresivo de transporte de larga distancia los deja varados en la costa en una casa con diversos problemas legales que los inunda de recuerdos. Allí se reencuentran con su pasado y con ellos mismos en un lugar que los retrotrae a sus traumas y miedos, cuestión que los une y los separa a la vez. Esta es la trama del segundo largometraje del joven director argentino Mateo Bendesky, Los Miembros de la Familia (2019). Entre sueños y sensaciones a flor de piel desencadenadas por los recuerdos, los jóvenes intentan recomponer su relación fraterna, tensionada por cuestiones que se van revelando a lo largo de la propuesta. Distanciados por la rehabilitación de Gilda de su adicción a las drogas y la fascinación de Lucas por los deportes de combate y las artes marciales, la muerte de la madre los une nuevamente para despedirla de una forma extraña y poco convencional. Mientras indagan en el pasado de sus padres y descubren algunas miserias que no esperaban ambos reencauzan su propia relación y se encuentran a sí mismos en los comienzos de la formación de la identidad. Las drogas, las relaciones amorosas, las mentiras, una internación voluntaria producto de una sobredosis, el duelo, el descubrimiento de la sexualidad, una tragedia de la que nadie quiere hablar, un baño al que nadie quiere entrar, una habitación en la que ninguno quiere dormir y las filosofías orientales tamizadas por la mercantilización de las nuevas espiritualidades posmodernas son algunos de los elementos narrativos que inundan este film sobre las tensiones entre las certezas y las dudas de la adolescencia que acontecen contra el viento y las olas de la costa argentina mientras las ensoñaciones parecen cubrir todo de una espesa niebla que impide dilucidar qué es sueño y qué es realidad. Los Miembros de la Familia es un film contemplativo con muchas escenas de recogimiento que indaga en la adolescencia como importante instancia de transición hacia la adultez, etapa que marca la vida y la identidad de las personas. Mateo Bendesky narra así una historia de elusiones y alusiones sobre cuestiones de un ayer enterrado para que los personajes exhumen su pasado y se enfrenten a un presente conflictivo unidos. La narración es pesada adrede dado que el relato se revela lentamente para introducir nueva información de a poco y sorprender con una historia sobre la vida como una constante toma de decisiones cotidianas pequeñas que parecen no tener un sentido trascendente, pero que la distancia pone en su lugar a lo largo de los años.
El segundo largometraje de Mateo Bendesky, "Los miembros de la familia", es un simple pero potente retrato de dos hermanos buscando el modo de seguir adelante frente a decisiones que los desbordan. Nuevamente tendríamos que hablar de casualidades de las fechas de estreno. Casualmente, la misma semana, el mismo día y hasta compartiendo ámbitos, se estrenan "Traslasierra", tercer película de Juan Sasiaín y "Los miembros de la familia"; dos películas con tanto en común, como polos opuestos de una postura. Si en el film de director de "Choele", el protagonista es un joven que regresa a su casa natal para rencontrarse con su padre (su familia), y allí decidir qué modo de familia quiere para sí mismo en el futuro inmediato; en el film del director de "Acá adentro" las cosas son un poco más complicadas o áridas. También tendremos que hablar de un salto de edad o etapa en la vida. En "Traslasierra" hacia la bienvenida adultez definitiva; en "Los miembros de la familia", de la adolescencia hacia la madurez, o adolescentes asumiendo responsabilidades tempranas. Lucas y Gilda son dos hermanos que no tienen la mejor de las relaciones. Entre ellos parece haber una conexión que se perdió hace rato. Ambos deben unirse para viajar hacia La costa. No piensen en vacaciones, verano, y felicidad. La madre de ellos acaba de fallecer en una casa que hace rato alquilaba ahí, y ellos deben ir para recoger todas sus cosas, y cerrar las cuentas; en invierno, con viento y nubes. Para complicar aún más las cosas, ni bien llegan, en Buenos Aires se inicia un paro de transporte por tiempo indefinido que los deja varados en esa localidad. A partir de entonces, las cosas comenzarán a tomar un cause distinto. Lucas y Gilda no tienen buena relación, y no la caretean. Si bien se nota que hay química y complicidad, entre los dos afloran permanentemente los reproches y las rivalidades. Cuanto menos trato haya, mejor. Cada uno está en su mundo, y el puente que los unía parece que acaba de fallecer. Por supuesto, también habrá reproches que hacerle a esa figura ausente (en más de un sentido). Ambos son adolescentes; en el umbral de la mayoría de edad él, apenas pasada para ella; pero tienen conductas que los hacen ver como adultos, y el tener que afrontar con esta pérdida y reconstrucción será decisivo para completar el círculo; o no, seguir siendo adolescentes que fingen, desbordados frente a la situación. Gilda se saca fotos desnuda, mantiene una relación oculta, ¿clandestina? con alguien que parece mayor que ella, y que trata de ocultar a su hermano. Parece haberse vuelto tan dependiente de esa figura masculina protectora, como su madre lo era de la nueva pareja que había formado y que la había alejado de sus hijos. Lucas hace dieta, se ejercita, y también consume. Por un lado tiene una impostura de ser controlador y más serio que su hermana algo más libidinosa; y por otro lado, acude a fiestas en las que suele perder el control. A su vez, Lucas se encuentra en la encrucijada de descubrir o asumir su sexualidad. Ejercitando conoce a un chico, quizás algo mayor que él, que inmediatamente demuestra un interés especial por él; aunque primariamente Lucas lo rechaza. "Los miembros de la familia" es entonces una película sobre pulsiones, deseos, sexualidad latente; más provocativa en su postura que en su nulo exhibicionismo. Lucas y Gilda son adolescentes ¿cómo cualquiera? Titubeantes, caprichosos, inseguros, contradictorios, sexualizados. Pero ellos deben sumarle el hecho de una pérdida y darse de frente con la realidad de que están solos, no saben qué les depara, y apenas se tienen el uno al otro. La localidad desolada del La Costa en invierno, y el hecho de estar usurpando una vivienda (en la que pasaron veranos infantiles, pero ya no); plaga de simbolismos una película muy atenta en los detalles de todo tipo. Bendesky otorga un gran ritmo, y un sentido del humor negro y sarcástico que desacartona y hace plena la experiencia de este film que, a diferencia de otros del ámbito indie local, se olvida de retratar al adolescente como alguien abúlico y aburrido de sí mismo. Tomás Wicz y Laila Maltz siguen construyendo una carrera brillante con estos personajes a los que llenan de tics y personalidad propia. Ambos hacen creíble la química de rechazo y hermandad entre Gilda y Lucas. En la comparación, los ejes están algo desbalanceados. Lucas pareciera ser quien lleva el relato adelante, tiene más capas, y una historia con más aristas. Así y todo, ambos intérpretes utilizan todas sus armas para sobresalir. Los miembros de la familia habla de los modos no tradicionales de construir vínculos con la familia impuesta. No edulcora, ni ofrece una visión rosa. Pero no por eso es una propuesta pesada o sumida en la oscuridad. Si en la escena abundan las nubes, en el dinamismo del relato (que no deja de ser una historia chica pero siempre ocurrente) aparecen las luces. Bendesky acierta como una joven promesa con una visión propia sobre temas ya transitados. "Los miembros de la familia" es, sin dudas, una película que logra destacarse.
Una localidad balnearia de la costa atlántica bonaerense fuera de temporada: en este escenario caro a los afectos de tantos jóvenes cineastas argentinos transcurre Los miembros de la familia. Pero si bien se inscribe en esa tradición de historias mínimas protagonizadas por personajes con cierto grado de apatía, el segundo largometraje de Mateo Bendesky se despega de esa genealogía esquivando la solemnidad y apelando a un sutil sentido del humor. Los que llegan a una invernal casita cercana a la playa son Gilda y Lucas, que emprendieron el viaje para cumplir con la última voluntad de su fallecida madre: que sus restos sean arrojados al mar. Pero una huelga de transportes los obliga a permanecer anclados en ese lugar por tiempo indeterminado. Una situación por demás incómoda, porque entre ellos dos el vínculo está roto y ahora estarán obligados a reconstruirlo. Y porque en esa casa flota el fantasma de una muerte trágica. Una de las virtudes de la película es que poco de lo que les sucedió a este adolescente y su hermana mayor está verbalizado: casi nada se explica, sino que tenemos que ir deduciéndolo o imaginándolo. Y como entre sí son poco más que extraños, van descubriéndose uno a otro -y a sí mismos- al mismo tiempo que los espectadores. La intriga no sólo es cuál es el pasado de esta dupla sino, en definitiva, quiénes son. Algo que ni ellos mismos saben. Este viaje de autoconocimiento -se trata, al fin y al cabo, de una historia de iniciación- está enriquecido por elementos que le dan vuelo a la gris cotidianidad. Las escenas oníricas de Lucas, el esoterismo de Gilda y algunos jugueteos con la tecnología son los condimentos que le dan un sabor diferente, menos convencional, a las peripecias de los hermanos. El humor -negro, absurdo, seco- surge tanto de la extrañeza de esos elementos como por la incomodidad de los personajes, que nunca pisan sobre seguro. Se mueven en un terreno donde nada está garantizado, ni siquiera los lazos familiares.
Lidiar con la muerte, cumplir con los últimos deseos de una madre que se fue en circunstancias que se revelaran de a poco, arrojar al mar un objeto que la representa, con toque siniestro, y dos hermanos que quedan varados en un pueblo costero indeterminado por una huelga de choferes. Ellos deben batallar con el dolor del duelo, con el afecto que se tienen, pero también con los secretos familiares. Muchos elementos se interponen en esa relación. El chico obsesionado por sus límites físicos pero que descubrirá o estará dispuesto a explorar su sexualidad. La mayor que viene de situaciones de adicción, de deseos de destrucción, con un amor “salvador” que su hermano sospecha puede no ser real. Y entre ellos un mundo de sueños, secretos, creencias en medicinas alternativas pero por sobre todo la durísima elaboración de un dolor que los partió al medio. Más una presencia fantasmal que se manifiesta con ciertos ruidos. Sin embargo en la dirección y el guión de Mateo Bendesky hay mucho de sensibilidad, pero también de humor, de delirio, de situaciones de juego, de creatividad deslumbrante, de equilibrio al mismo tiempo. Cuenta con dos muy buenos actores, Tomas Wicz y Laila Maltz que se permiten la intensidad y el brillo en esos dos personajes que buscan una salida a dolores, recuerdos, amores y el difícil acceso a un mundo adulto que puede ser prometedor o no.
Los miembros de la familia parte del dolor de la muerte y va transitando por el duelo, no hacia una felicidad plena y artificial, sino hacia la posibilidad de libertad. Para cuando la película llega a su fin nada está realmente solucionado para los hermanos Lucas y Gilda, pero el reencuentro forzoso les permite restablecer su vínculo. La descripción de la trama suena a una película ya vista mil veces, pero la sorpresa es que no lo es. Lucas (Tomás Wicz) y Gilda (Laila Maltz) viajan a un pueblo de la costa a cumplir con el último deseo de su madre y tirar sus cenizas al mar. Un paro de transporte los obliga a permanecer en el pueblo y en la casa en la que vivía su madre por más tiempo del que esperaban. Bendesky envuelve de misterio la historia de los hermanos, generando un clima enrarecido, incluyendo secuencias oníricas y jugando con ideas esotéricas. La fotografía melancólica, el tono de los diálogos y el registro particular de las actuaciones, que mantiene distancia pero no puede evitar la empatía, están combinados de manera inesperada. Pero, sobre todo, la maniobra más arriesgada y exitosa del film es el uso de un humor seco que le agrega otra capa de sentido y provoca la extraña sensación de una media sonrisa.
Silencios y miradas para un relato El concepto narrativo de Los miembros de la familia no es a priori muy alentador: desde que al cine argentino se le antepuso el rótulo “Nuevo”, deben haberse filmado un millón de películas que giran alrededor de un viaje hacia una ciudad balnearia fuera de temporada. Ya sea por la voluntad de su(s) protagonista(s) de esconderse o de hacer un borrón y cuenta nueva, la mayoría de estas películas se ciñen a ensalzar las virtudes purgatorias y curativas del mar, como si una buena inmersión en agua salada fuera el inicio –o la clausura– de una etapa. Pero el segundo largometraje de Mateo Bendesky va a contramano de esos lugares comunes, usando el viaje como disparador para una profunda e inteligente reflexión no exenta de humor –negro, negrísimo– sobre el asentamiento de los pilares de una identidad, el duelo y la (re)cons0trucción del vínculo entre dos hermanos distanciados por circunstancias que ninguno de los dos eligió pero que están allí, esperando para salir a la luz. El mar, entonces, como escenografía para confesar lo que, por temor o vergüenza, nunca se dijo. Bendesky había debutado en la realización de largometrajes con Acá adentro. Vista en la Competencia Internacional del Bafici de 2013, aquella película tenía como protagonista a un joven director de cine neurótico e inseguro cuyo universo era construido a través de un largo e intenso monólogo interior que representaba el cauce arremolinado de sus pensamientos: todo lo que pasaba por su cabeza estaba ahí, a la vista –y sobre todo al oído– del espectador. Con Los miembros de la familia el director ensaya una aproximación opuesta, definiendo los procesos internos de modo solapado, a través de acciones minúsculas, de silencios y miradas. Toda una rareza para un cine argentino en el que todos dicen lo que piensan y sienten con una facilidad y claridad conceptual que el 99 por ciento de los humanos no tiene. A ese naturalismo ayuda un manejo inteligentísimo de la información, que llega cuando lo impone la fluidez del relato y siempre de manera lo–fi y sin grandes estridencias, lo que a su vez habla de a) un guión de hierro, sin fisuras y b) un control absoluto del tono interpretativo de la pareja protagónica por el cual hasta las respiraciones se convierten en elementos comunicacionales. Depurado ejemplo de película armada con el oído y el corazón antes que con el diccionario y la cabeza, Los miembros de la familia arranca con la llegada de Lucas y Gilda (Tomás Wicz y Laila Maltz, extraordinarios) a un pueblo costero innominado con el objetivo de cumplir el último deseo de su madre recientemente fallecida: tirar sus restos al mar. O, mejor dicho, “el” resto, dado que lo único que tienen es una mano ortopédica. También hay una casa con una faja de clausura que rompen al llegar, en lo que es el primer indicio que esa muerte no fue precisamente natural. A esa tensa convivencia con espacios cargados de recuerdos –habrá peleas por no dormir en la habitación, además de una negación a usar el baño– se le suma un paro de transporte que los deja varados en el pueblo. Varados, sin plata, ocupando ilegalmente una casa y con la mano de plástico de mamá: lindo escenario para esos hermanos que, además, no parecen llevarse del todo bien. Lo que les queda es simplemente pasar el tiempo. Convencida de ser víctima de una maldición metafísica, Gilda encuentra refugio en el estudio de teorías sobre las cargas energéticas, mientras que Lucas explora los límites de su cuerpo con gimnasia y revientes nocturnos. Mente y alma en un caso, cuerpo y materia en el otro; búsqueda de sentido y explicaciones contra la pulsión vital de sentirse vivo: dos de las mil formas posibles de elaborar un duelo. Dos formas contrarias aunque complementarias que Bendesky puntea sin subrayados, como si quisiera limitarse a registrar las aristas más profundas de ese proceso universal a la vez que individual. El último tramo de Los miembros..., filmado en largos planos secuencia fijos, se revela como la coronación de un coming of age intimista e introspectivo, un relato que registra la parte final de la maduración de dos adolescentes que cuando regresen habrán dejado de ser quienes fueron, aceptando lo que les tocó en suerte, al otro como es y a ellos mismos. De aceptar y aceptarse habla está película que, ya en mayo, tiene un lugar asegurado entre lo mejor del cine argentino de 2019.
“Los miembros de la familia”, de Mateo Bendesky Por Gustavo Castagna Gilda y Lucas, dos hermanos. La madre acaba de morir. Una casa en un paisaje balneario, acaso como herencia. Un cuerpo que no es tal, menos un puñado de cenizas, reemplazadas por una mano ortopédica. 17 años tiene Lucas y la sexualidad inestable o a punto de estallar o descubrirse. 20 tiene Gilda, que anduvo por algún instituto de rehabilitación y que representaría la voz cantante frente a la ¿timidez? del hermano. Dos hermanos, una geografía de balneario de verano fuera de época, algunos pocos personajes (secundarios) y nada más. Con solo eso el director Mateo Bendesky conforma su segunda película (opera prima: Acá adentro, 2013) profundizando la relación de dos hermanos que ante la ausencia (aunque parece no definitiva) deben construir su propia existencia, su manera de afrontar el duelo. Un duelo que nunca se atraviesa desde el realismo sino que Los miembros de la familia arriesga un tono acorde al fantástico, al sonido fuera de campo, a una voz que atemoriza (o no) a Lucas en más de una ocasión. Ejemplo más que contundente de un cine que mixtura con elegancia la información que presenta el guión con certeros logros en la puesta en escena, la película de Bendesky acumula situaciones de interés, personajes novedosos y pequeños hechos que poco a poco modifican a Gilda y Lucas en un paisaje de soledades afectivas y búsquedas. Los miembros de la familia es un film de cuerpos, por ejemplo el de Lucas, que hará culto al fisicoculturismo como obsesión imperiosa. Y también está el de Gilda, permeable a sus inseguridades, intentando sustituir el cuerpo ausente de su madre, aconsejando y preguntando a su hermano por cada uno de sus pasos. Lo notable es que esa relación que se establece entre ambos y la aparición de personajes satelitales alrededor de los dos (cerca del final, el gran actor Sergio Boris personifica a la pareja de Gilda) nunca comulga con la psicología, ni la rendición de cuentas con el pasado, ni menos con un ajuste típico entre hermanos. Sí, en una primera instancia la travesía familiar de Gilda y Lucas (extraordinarias caracterizaciones de Laila Maltz y Tomás Wicz) puede insertarse en aquello tan fagocitado como “una historia que refleja un viaje iniciático” Pero solo desde los bordes, desde la superficie del asunto. En ese punto, Los miembros de la familia es una película de espectros, uno que da vueltas por la casa y otros dos que intentarán evadirse del tema. Y una casa fantasmal donde el baño no es usado por los hermanos. Pero el movimiento le ganará a la quietud y los cuerpos que circulan al final vencerán a la muerte. Uno de ellos en moto y ahora acompañado; el otro, en auto junto a su pareja. Acaso se rompa la unión de los hermanos pero el dolor (y el desconcierto frente a esa ausencia) parece haber quedado atrás. O ya está: hundido en el mar y para siempre. LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA Los miembros de la familia. Argentina, 2019. Dirección y guión: Mateo Bendesky. Fotografía: Roman Kasseroller. Edición: Ana Godoy. Música: Santiago Palenque. Sonido: Santiago Fumagalli. Intérpretes: Tomás Wicz, Laila Maltz, Alejandro Russek, Sergio Boris. Duración: 85 minutos.
Dos hermanos, Lucas y Gilda, de veinte años respectivamente, vuelven a la casa que fue de sus padres, ubicada en la costa argentina, fuera de temporada. En pleno invierno, se meten en la casa, luego de haber llegado en micro. Buscan cumplir el último deseo de su madre fallecida, pero cuando aparezca un paro de transporte, no tendrán manera de volver a sus casas. Varados en la costa, deberán buscar la manera de regresar, a la vez que se enfrentarán a los recuerdos, los conflictos pendientes y sus propias dudas. Los jóvenes en ciudades balnearias fuera de temporada son casi un sub género dentro del cine argentino. Películas con jóvenes que han perdido el rumbo, parajes solitarios, momentos sin aparente conflicto, todo esto se ha multiplicado en muchos títulos a lo largo de las décadas. Tampoco esto fue inventado por el cine argentino, aunque claramente tuvo su primer auge en la década del sesenta. Si bien es un espacio interesante y ha dado grandes títulos, la mayor parte de las veces lo que produce es la sensación de falta de pulso dramático e interés por la narración cinematográfica con conflictos. Depende mucho de los actores y la puesta en escena que los guiones no se vuelvan lánguidos y repetitivos. En el caso de Los miembros de la familia, las situaciones cotidianas y diálogos triviales no se despegan de la inmensa mayoría de esta clase de títulos. Aun así, algunas escenas muestran inspiración y originalidad, mostrando las posibilidades de una película que no termina de funcionar.
Un mundo que funciona en espejo muchas veces cómico y amable de los deseos y miedos de una generación. Premiada en el último festival de Berlín, esta comedia con premisa triste –un par de hermanos debe ir a una localidad de la costa a arrojar los restos de su madre fallecida, restos que se reducen a una mano ortopédica– elude los lugares comunes de un asunto trillado para crear un universo propio de sus personajes. Un mundo que funciona en espejo muchas veces cómico y amable de los deseos y miedos de una generación.
El fondo del mar Una excelente fantasía con momentos oníricos, otras veces sensuales, y hasta borders, acerca de la relación de dos hermanos Lucas (17) y Gilda (20) en busca del último contacto con su madre recientemente fallecida. Un viaje que nunca se termina de consumar, una familia rota por las circunstancias de una vida que no se puede predecir por más que se busquen respuestas en los misterios del universo o las cartas del tarot. El contexto de la realidad no les impide a estos dos hermanos (interpretados por Tomás Wicz y por Laila Maltz) ver magia en sus vidas, casi sin querer. La película por momentos parece caminar por ese fino sendero que recorren algunas historias de nuestro cine que bordean lo anodino, las largas siestas narrativas en que nada pasa. En cambio, Los miembros de la familia ofrece una historia que parece no arrancar, pero puso en realidad primera y modificó las velocidades varias veces sin que nos percatemos de ello hasta que ya estamos arriba del auto sacudiéndonos con el movimiento cambiante del traslado. Frases dichas a medias mientras tratan de entenderse, pequeñas obsesiones sobre el físico (algunas sutiles) y la necesidad de reencontrarse y comunicarse entre ellos (y con la madre que ya no está, pero siempre aparece de una u otra manera) en el espacio que alguna vez fue refugio para ella, y lo es ahora para sus hijos, al menos por un instante detenido en el tiempo. Momentos y elementos de poesía dispersa pero interesante, una construcción y una electricidad, una conexión que parece no decir ni dar mucho entre los únicos representantes sobrevivientes de esta familia que seguro ofreció toda la disfuncionalidad que fue posible entregar, son lo que podemos ver en una película que aporta inteligente delirio y desafío imaginativo de parte del director Mateo Bendesky al cine argento nuestro de cada día.
ESCALERA A LA FAMA Algunas circunstancias traumáticas pueden provocar que una persona tome valor y decida encarar aspectos trascendentales de su vida que antes de ese momento no se animaba a transitar. Quizás esta sea la “piedra fundamental” de Los miembros de la familia, film en el cual Lucas y Gilda viajan a un pequeño pueblo costero para intentar cumplir la última voluntad de su madre recientemente fallecida: depositar sus restos en el mar. Listos para volver a casa, un paro nacional de transporte los deja varados en el pueblo. Lucas, obsesionado con el fisicoculturismo y las peleas de contacto, encuentra en la costa tierra fértil para explorar su sexualidad y los límites de su cuerpo. Gilda, aún afectada por su reciente estadía en un centro de rehabilitación y obsesionada con su “mala energía”, pone a prueba innumerables terapias y métodos de adivinación para intentar encontrar algún sentido en el mundo que la rodea. Este contexto sombrío y apesadumbrado, de luto y duelo, es la atmósfera constante de la película, que se centra más en mostrar lo que siente y le pasa a Lucas que a su hermana, que termina relegada a un rol secundario, casi de acompañamiento del joven. Esto implica que el film se vuelva desparejo, ya que se conoce más la personalidad de uno por sobre el otro, quedando Gilda muy desdibujada y casi sin un valor cierto para el relato. Más allá de este desbalance, las confusiones y dudas de Lucas se encuentra bien planteadas, principalmente por una sólida tarea actoral de Tomás Wicz que resulta ser el punto más alto de esta producción. Sin embargo, a pesar de este acierto al mostrar el conflicto interno del personaje, el resto de la trama resulta confusa y extraña. Nunca se llega a dilucidar la muerte de la madre de estos hermanos; hay personajes que son nombrados pero nunca se aclara su vínculo o mención; y se presentan determinadas situaciones paranormales que nunca terminan de expresar alguna conjetura cierta. Es decir, el film posee un montón de elementos que supuestamente intentan enriquecer la historia pero lo único que hacen es confundir, convirtiendo al relato en un producto raro e incierto. En definitiva, Los miembros de la familia es una producción trunca, que nunca logra posicionarse como un film sólido, ya que navega a la deriva transitando diferentes aspectos y que sólo es sostenido por la labor de su protagonista.
Una mano y una voz en la marea del mar Dos hermanos sumidos en angustia, con una mano que es herencia materna y una voz que vigila en silencio. El film logra un clima que perturba y redime. Los minutos iniciales de Los miembros de la familia comparten un extrañamiento que perturba. Lucas y Gilda son hermanos, viajan a un pueblo costero. La casa los recibe con un cartel que dice "clausurado", pero Lucía igualmente lo rompe. El baño no se usa porque mejor aguantarse. Se lavan los dientes en la cocina: lo que sucede allí es bien raro. La relación entre ellos parece rota. Luego, Lucas camina profundo, va a la playa. Dialoga con una voz silente (una voz que habla sin sonidos, que se subtitula). Y se hunde en un agujero, dentro del vientre de la arena. El raccord se revela falso. Parece ser un sueño. La voz sin voz sería de la madre. ¿Desde un más allá? La relación traumática entre el ámbito diurno y el onírico siembra una sugestión que el film acentúa. Pero tomar lo visto como expresión de lo soñado no anula el realismo de esas imágenes. Es decir, no agrega tranquilidad alguna. Menos aún cuando la transición entre las secuencias guarda correlato. A pesar de que la percepción temporal se extrañe, hay una lógica causal rara, que permanece. Se trata de una sensación desajustada, como si lo que se muestra estuviera a punto de develar algo más. De este modo, las imágenes dicen algo diferente a las palabras. Como si uno y otro registro corrieran en direcciones encontradas, mientras hay algo, algo más, que insiste en permanecer escondido. Este enrarecimiento -que hace de la primera parte del film el mejor disfrute- tiene rúbrica cuando los hermanos deban cumplir con el mandato materno: arrojar las cenizas al mar. Ahora bien, ¿qué ocurrió con la madre?, ¿dónde está el padre?, ¿hay padre? Mientras, algún libro, fotos y un llavero, delatarán paulatinamente algo respecto de ese y otros temas. Lo que surge es una mezcla no del todo clara entre religión, autoayuda, evangelismo, y un tiempo que ha sucedido pero que todavía permite escarbar entre sus cenizas. Es así cómo se habla de un accidente, también de un templo. En fin, pistas (des)encontradas, que la película de Bendesky prefiere dispersar y dejar que sea el espectador quien arme algo más o menos parecido a un rompecabezas. Como centro de este laberinto de arena -la arena es émulo del tiempo, y el tiempo, como la arena, es inasible, se escurre entre los dedos- surge una mano. Mejor no dar más detalles, pero sí señalar el vínculo entrañable que entre la caja que guarda esta mano se establece cinéfilamente junto a aquella otra que Luis Buñuel y Salvador Dalí cortaran y guardaran en otra cajita en Un perro andaluz: mano que se replicaba y volvía hormiguero o estigma cristiano; sangre negra (como la de Psicosis, de Hitchcock) u hormiguitas. Nada casualmente, ambas cuestiones aparecen en Los miembros de la familia, ya desde un título de semánticas cruzadas: así, el hormiguero que la playa guarda como ombligo, donde se sumerge (y emerge) de forma embrionaria Lucas; tanto como las alusiones evangelistas (o de autoayuda, como sinonimia) que atraviesan a la película, junto a chakras y tarot. Hay toda una simbología (no necesariamente críptica, sino recubierta de una pretendida pátina de ironía nada superficial) que convive y se retroalimenta, como salidas inmediatas a las preguntas de siempre, respuestas rápidas para dudas que carcomen, sean metafísicas o más tangibles. De esta manera, el paro de transporte que aqueja el regreso de los hermanos se vuelve tanto reclamo social -sinécdoque de una sociedad con conflictos palpables- como circunstancia que expresa el trauma que los personajes atraviesan: obligados a permanecer, tendrán entonces que lidiar con los fantasmas que quieren evadir. En medio de todo esto, Gilda y Lucas procuran sacarse de encima una carga que se traduce en una casa que acumula deudas, una mano que reaparece, una voz que todavía habla (mano y voz que demandan), y una historia trágica que guarda algún secreto en el baño que se evita. Gilda, además, parece que no hace mucho quiso suicidarse. Lucas, en tanto, se escribe con una chica que tiene apellido que es, también, nombre masculino. De esta manera, la ambigüedad persigue todo el tiempo al film de Mateo Bendesky, y se acentúa con un registro que es dramático y tal vez risible. Es decir, las sonrisas están sugeridas, porque hay situaciones cómicas y gags en forma de modismos verbales: apócopes que sugieren frases largas, y estados de ánimo que no terminan de aparecer de modo pleno. También porque se trata de un universo adolescente, suspendido en una incertidumbre con la cual sus protagonistas lidian como pueden. Es por esta caracterización y viabilidad estética cómo Los miembros de la familia guarda afinidad con el cine de Gus Van Sant (Mi mundo privado, Paraonid Park) y la sensibilidad que despiertan las historietas de Charles Forsman (The End of the Fucking World) y Pedro Mancini (Felicidad): personajes cuasi sonámbulos, más o menos caricaturescos, enmarañados en peripecias que no terminan de entender, pero con la claridad suficiente para saber qué es lo que no quieren. Hieren y aman por igual. Los sentimientos están a flor de piel así como las ganas de experimentar un subidón por la nariz tanto como un puñetazo. Una situación compleja, porque en tanto hermanos "en trance", Lucas y Gilda lidian con un entorno que les adormece y con las ganas internas de despertar. Lo expresa la música -reiterativa, electrónica, sumida en sí misma- y las tonterías que la web dispersa y a las que tantos encuentran apego: la realidad sería el resultado de un cálculo digital. Todos y todas, meros títeres numéricos de un software. Es más, Bendesky lleva esta situación al límite, y logra en un momento traspasar la barrera entre lo real y lo virtual. La transición entre estas escenas -analógicas y digitales- es por corte directo. La imbricación entre el sentir analógico (nostalgia cinematográfica) y la "realidad digital" es total. ¿Y si todo fuera en verdad consecuencia de un sueño numérico? Hay una pista que deja entrever algo diferente: los sentimientos aparecen. Justamente, son ellos los que sabrán cómo salir airosos del entuerto, y encontrar un cauce redentor en las vidas de cada uno de los personajes.
Todo va girando en torno a la relación de estos dos hermanos adolescentes, ellos deben cumplir el deseo de su madre fallecida, en una estadía que se prolonga inesperadamente y en la que reaparecen viejos conflictos. Se van generando momentos relacionados con lo psicológico a través de imágenes, gestos y acotados diálogos. Entre ellos surge: el redescubrirse, liberar miedos, mandatos, asperezas, hasta su búsqueda sexual y el duelo entre otras situaciones. La historia se encuentra llena de símbolos, con cierto toque melancólico y de humor, de estos jóvenes que ya no son niños pero tampoco adultos y donde todo se encuentra envuelto bajo un marco despoblado (en un lugar fuera de temporada), que marca tristeza, entre sus grises y el vacio que sienten estos personajes.
Espacios Vacíos. Crítica de “Los Miembros de la Familia” de Mateo Bendesky Dos hermanos viajan a un pequeño pueblo costero para intentar cumplir la última voluntad de su madre recientemente fallecida: depositar sus restos en el mar. El único resto con el que cuentan es su mano prostética. Por Bruno Calabrese El duelo por la muerte de algún familiar o ser amado ha sido un tema abordado muchas veces en el cine. Todo ese proceso por la pérdida afectiva requiere un trabajo complicado para elaborar y no caer en lugares comunes dramáticos que terminan haciendo un producto lacrimógeno. Mateo Bendesky logra salir de esos esquema y nos entrega un film que sale del molde de ese tipo de películas. Gilda (Laila Maltz) y Lucas (Tomás Wicz), llegan a un pueblo costero para despedir simbólicamente a su madre. La forma no es la típica, los hermanos no tienen otra cosa más que una mano ortopédica. Lucas tiene 17 años y cierta inestabilidad sexual; Gilda de 20 años, emocionalmente frágil, trata de comunicarse con su hermano, pero este la rechaza. En la casa ninguno de los dos se atreve a entrar al baño. Lo que se suponía iba a ser un trámite expeditivo, por el cual solo iban a pasar una noche se termina transformando en algo más largo, ya que un paro de micros los obliga a quedarse más días hasta que cese el paro. El paisaje balneario fuera de época y algunos personajes más sirven para que el director profundice la relación de dos hermanos que ante la ausencia deben reconstruir su propia su relación y su existencia. La hermana basa todo lo que le ocurre en cuestiones metafísicas, mientras que el hermano busca en lo corporal cubrir esa soledad afectiva, ya sea practicando ju-jitsu o físicoculturismo como consumiendo drogas. En el medio de ese proceso aparecen algunos personajes secundarios, que, al igual que esa madre aun presente en sus memorias funcionan como espectros que entran y salen de sus vidas. Todo confluye para que los hermanos se empiecen a acercar, muchas veces diciendo las cosas a medias, con frases inconclusas. Pero el acercamiento entre ellos dos se va produciendo de manera más clara con el correr de la película. Con ello salen a la luz reproches y sentimientos que de alguna manera sirve para cerrar heridas. Con algunos gags notables, como esa charla entre seres pertenecientes a un juego en red. La película recurre muchas veces al humor y la ironía para descomprimir ese tono abúlico propio de una ciudad costera fuera de temporada. También para burlarse de ciertos recursos propios del universo evangélico que, se supone sirven para atenuar el dolor, pero que en este caso no dan resultado. Los Miembros de la Familia es una película sobre el dolor. Sobre jóvenes que tratan de evadirse pero que a medida que van enfrentándose a sus miedos y exteriorizando sus sentimientos pueden superar esa pérdida, para poder conectarse con sus deseos. PUNTAJE: 85/100
Cumplir la última voluntad de una persona que se está por morir, es el deber de sus deudos. Ese es el encargo que tienen que llevar a cabo dos hermanos que viajan en micro hacia un pueblo costero de la provincia de Buenos Aires, donde vivía la madre de ellos, luego de enviudar del padre de los chicos, con un hombre dueño de una Iglesia que se lo nombra, pero nunca aparece. Es invierno, la playa está desierta y Gilda (Laila Maltz) que tiene 20 años, junto a su hermano menor, de 17, Lucas (Tomás Wicz) llegan con un mínimo equipaje a la casa de su madre. Lo único que tienen para arrojar al mar es la prótesis de una mano, porque el cuerpo todavía no fue liberado por la justicia para cremarlo y Gilda no puede, ni quiere, esperar más. En su segundo largometraje Mateo Bendesky cuenta una historia en dos planos. Porque los adolescentes no pueden volver a Buenos Aires, ya que hay un paro indeterminado de los choferes de los micros de larga distancia, y quedan varados unos días, a la espera que se resuelva el conflicto. Y por el otro, hay un pasado turbio que no se termina de dilucidar y que justamente empaña la totalidad del relato. Lo mejor logrado son la concepción de las escenas, donde la acción depende de lo que haga Lucas. Él va y viene de la casa, entrena en la playa, sale de noche y conoce a un joven llamado Guido (Alejandro Russek), quiien le provocará sensaciones nuevas a su vida. Mientras que Gilda, tiene una actitud más pasiva, no está cómoda y lo hace notar constantemente. Lo más valioso es ver cómo pasan los días los hermanos, que se redescubren luego de que la chica estuviera internada en un centro de rehabilitación por drogadicción y el chico, que todavía va a el colegio, no tiene muchas intenciones de volver. Cómo fue descripto previamente, donde tambalea la historia es en lo que pasó antes, tanto con la madre, que no se esclarece de qué murió, sólo sabemos que es un tema policial y judicial únicamente, y además con quién viven los hermanos, ya que el padre falleció hace tiempo y ninguno de los dos trabaja, porque durante la estadía en la playa nunca reportan a nadie que van a quedarse allí, sólo Gilda intercambia mensajes con un novio. Pero la gacetilla de prensa explica mucho mejor, y esclarece el panorama, de lo que tendría que haber sido plasmado en imágenes. Los momentos y climas intimistas avanzan a un ritmo tranquilo, y se mantienen así a lo largo del film. El director se toma todo el tiempo que cree necesario en desarrollar una narración austera, donde Lucas aprovechó mejor el tiempo para comenzar a vivir una vida de adulto y encontrarse a sí mismo.
Escrita y dirigida por Mateo Bendesky, Los miembros de la familia es un pequeño drama sobre dos hermanos distanciados que se reúnen en un pueblo costero con el fin de despedir a su madre. Gilda y Lucas viajan a un pueblo de la costa en pleno invierno, es decir, a un lugar casi desolado y frío. Entran a una casa ahora clausurada donde supo vivir su madre y que ni siquiera tiene un baño para ofrecerles. No importa, la idea es que sea una estadía muy breve. Llegan a ese lugar para arrojar al mar los restos de su madre fallecida en circunstancias aún poco claras para el espectador pero que se presienten complicadas. No obstante no son sus cenizas lo que tienen para esparcir sino su brazo ortopédico. Los miembros de la familia deambula entre el humor y el drama pero apostando siempre a la melancolía. De repente, ese viaje que sólo iba a ser de un día se alarga a causa de un imprevisto paro de transporte nacional. Esperando poder volver al día siguiente, cada uno de estos dos hermanos que hoy apenas se conocen intentan pasar el tiempo que les queda. Ella buscando un poco de sentido en libros o cartas de tarot que no logran brindar ninguna respuesta clara. Él, obsesionado con ejercicios corporales, conociendo gente y explorando una parte quizás desconocida suya con otro joven del lugar. A la larga, son dos hermanos en medio de esa transición entre la niñez y la adultez que parecen escapar de algo o de alguien. ¿De qué? De la vida, probablemente, o de relaciones fallidas y expectativas truncadas. Y ese pueblo balneario les sirve como un marco, a veces deprimente y otras casi surrealista, para explorar y explorarse. El film que escribe y dirige Mateo Bendesky opta mayormente por el punto de vista del hermano masculino. Este muchacho que duda de que el famoso novio de su hermana (quien estuvo un tiempo internada en un centro de rehabilitación) exista, que se escapa de ella para salir a deambular solo. Además de los buenos protagónicos de Laila Maltz y Tomás Wicz (quienes se desenvuelven con una gran química entre ellos), la película cuenta con pequeñas pero imprescindibles participaciones de los actores Sergio Boris y Edgardo Castro. La fotografía aprovecha los escenarios de este lugar que podría ser cualquiera y a la vez no es ninguno, con sus cielos grises, su mar tempestuoso y sus playas vacías.
“Los miembros de la familia” muestra tiene como punto de partida la idea de que la adolescencia es un período de errancia o inseguridades en muchos aspectos, desde el lugar en la familia hasta la sexualidad. Así ocurre en esta película que acompaña a dos hermanos, Lucas y Gilda, en un viaje desde Buenos Aires hasta algún lugar en la costa bonaerense. Allí tendrán que cumplir con el último deseo de su madre que consiste en arrojar sus restos al mar, aunque lo único que tienen, por el momento, es una mano prostética. Concluido el ritual, estos dos chicos taciturnos, de pocas palabras y escasa gestualidad se encuentran con un segundo conflicto: un paro de transporte que los deja varados en una ciudad casi desierta, además de ser desalojados de la casa que suponen suya. Solos y a la deriva, aprovechan para conocerse mejor y experimentar sensaciones inexploradas. La película se ciñe así a lo que es casi un subgénero en el cine argentino: el viaje a la costa o al campo para encontrar el sentido de la existencia.
Sabemos que siempre presenta una dificultad el hecho de volver a los lugares que alguna vez fueron de alegría, sobre todo si esos instantes resultan lejanos en espacio y tiempo. A Lucas (Tomas Wicz) y Gilda (Laila Maltz) les toca una tarea aún más difícil: ir a la ciudad y a la casa donde su madre falleció de forma trágica. Convencidos de que será express su pasada por ese lugar, los hermanos se pelean para decidir quién duerme en la habitación de la mujer y quién en el sillón mientras se niegan a usar el baño donde el hecho ocurrió, asegurando que “pueden aguantar”, total cuando llegue el día, irán a desprenderse de los restos de su madre y ya podrán irse tranquilos, con la ilusión de que no les sigan sucediendo cosas malas. Pero cuando el sol sale, los contratiempos comienzan también, en especial, al enterarse de que un obstáculo entorpece su plan.