Contra la obediencia debida Corneliu Porumboiu es un descubrimiento de la Quincena de Realizadores (muestra paralela del Festival de Cannes), ya que desde allí ganó nada menos que la Cámara de Oro (distinción a la mejor opera prima) de la edición 2006 con la satírica Bucarest 12:08, estrenada luego en los cines argentinos. Con su segundo largometraje, Policía, adjetivo, este notable exponente del nuevo cine rumano fue uno de los premiados en la sección oficial Un Certain Régard de Cannes 2009. Esta gema también llega ahora a las salas locales, aunque sólo en proyección digital. Police, Adjective describe los dilemas éticos y morales de un detective al que le encargan vigilar a un estudiante secundario que todos los días consume cigarrillos de marihuana en un parque. Su superior y un procurador quieren que investigue quién le provee la droga, con quién la comparte y desbaratar así el "tráfico". Pero el protagonista está convencido de que se trata de un muchacho cualquiera y va dilatando el caso para no tener que detenerlo por una simple tenencia, delito que en Rumania -al contrario que en el resto de Europa, donde está despenalizado- tiene un mínimo de tres años y medio de prisión. Porumboiu se sumerge en los problemas de conciencia, filma la cotidianeidad del policía (los diálogos con sus compañeros de trabajo y con su esposa) y su obsesivo seguimiento del caso, mientras va descubriendo las miserias burocráticas y la tendencia represiva de una sociedad que todavía no ha podido quitarse del todo la pesada carga de su pasado comunista. El film tiene una puesta en escena precisa, un nivel de observación y de detalle que lo hace implacable, un humor que la platea festeja a cada minuto, y un nivel actoral sublime. Pero lo más importante de todo es la inteligencia con que Porumboiu construye y deconstruye el relato, cómo va agregando capas y niveles de lectura, cómo el final aumenta y resignifica todo lo que se ha visto hasta entonces. Una película pequeña y enorme a la vez.
Con solamente dos largos en su haber, podemos observar que el cine de Porumboiu funciona como ficción, pero además funciona como documental. Y es justamente como documental que comienza Police, Adjective. Mas allá que comenzamos a ver al policía interpretado magistralmente por Dragos Bucur seguir a unos jóvenes que tienen drogas en su poder, Porumboiu se pone el traje nouvellevaguense , saca la cámara a la calle y se toma todo el tiempo del mundo para filmar la gélida y grisácea Rumania como había ocurrido en Bucharest 12:08 recorriendo los barrios periféricos a las ciudades y reflexionando sobre los cambios económicos ocurridos en su país posteriores al año 2007 cuando Rumania ingreso a la Comunidad Europea y cambio su moneda por el Euro. Mientras en Bucharest 12:08, filmada en el año 2006, veíamos un parque automotor compuesto en su gran mayoría por automóviles Dacia, copias baratas del Renault 12 producidas en serie durante la existencia de la Unión Soviética, en Police, Adjective , podemos observar una existencia de automóviles importados y de todas las marcas en barrios de clase media. Si el director rumano reflexionaba en su opera prima sobre las consecuencias de la revolución, en Police, Adjective lo sigue haciendo mediante la puesta en escena, observando y mostrando simplemente el avance del capital sobre su país. Volviendo a la ficción, retomemos en la persecución del policía Cristi (Dragos Bucur) a los jóvenes que tienen drogas para consumo personal: el relato gira en la ambigüedad del personaje del policía que por un lado sabe que los jóvenes están cometiendo un delito, pero por otro lado considera injusto que en Rumania la tenencia simple no este despenalizada como en el resto de Europa y no quiere de ninguna manera encarcelar a los jóvenes por tres años y medio que es la condena minima por este delito. Cristi va dilatando la situación en la cual vemos la burocracia cotidiana que tiene que convivir con su trabajo de policía, haciendo informes inútiles sobre unos jóvenes que Porumboiu muestra a la distancia y parecen sencillos y amables e inevitablemente el espectador se ubica en una situación empática con el sentimiento del policía de no pretender encarcelar a estos jóvenes. Cristi y su mujer, maestra ella, hablan de las arbitrarias decisiones de la Academia de lengua Rumana, algunas ridículas, el director reflexiona sobre la arbitrariedad por encima de la razón y la lógica. Y si este policía ambiguo, casi un personaje salido del manual baziniano del cine objeta las reglas impuestas y le reconoce las dos caras posibles , la aparición de Vlad Ivanov ( aquel que creara un personaje detestable en la extraordinaria película 4 meses, 3 semanas, 2 días) como jefe de la policía en la escena crucial de la película pone los pelos de punta y otra vez Corneliu Porumboiu logra un personaje de ficción salido del molde, como había ocurrido con el genial viejo Piscoci (Mircea Andreescu) en Bucharest 12:08. Ivanov viene a apagar cualquier dualidad y termina poniendo a la institución policial en la antípoda perfecta al sueño cinematográfico. Pareciera ser que a Porumboiu no le gustan los policías. Lo que si sabemos que le gusta y ama con pasión es el cine, y nosotros ya amamos sus películas.
Policía, adjetivo, de Corneliu Porumboiu (el mismo de Bucarest 12:08) es muy diferente a La pivellina, aunque el paisaje urbanístico sea similar (la diferencia, en este caso, es que en La pivellina sabemos que fuera de estos monoblocks está la ciudad de Roma, mientras que la Bucarest que muestra Policía, adjetivo no parece tener ni una cuadra con la más mínima belleza). El protagonista es Cristi, un policía cuya rutina es mostrada una y otra vez, una rutina con mínimas variaciones: el seguimiento de un caso ínfimo (un joven que fuma hachís), los silencios, las cenas y las conversaciones con su mujer, las charlas y la burocracia en su trabajo. Policía, adjetivo es un policial implosivo, uno en el que la tensión se construye no como la promesa de una acción trepidante sino como un razonamiento. Esta es una película sobre ideas, sobre política, sobre una sociedad impregnada de décadas de manipulación y de usos perversos del poder. Cristi será puesto a prueba por mirar un poco, apenas, más allá de la grisalla y los límites de esta telaraña absurda (burocrática y kafkiana; por más gastado que esté este último adjetivo, aquí se aplica). Policía, adjetivo es un policial que tensiona por lo asfixiante y desarma por el pesimismo (o más bien la lucidez) con la que examina una sociedad. La secuencia final –en la que la acción y la violencia se ponen en escena en una oficina y mediante palabras–, es sencillamente memorable. No se la pierdan, y vayan preparados para una experiencia dura pero que premia a los espectadores atentos, pacientes, dispuestos no a ver una película genial (esa oscura mala palabra que Borges aplicaba a El ciudadano) sino a enfrentarse a una película cabalmente inteligente.
Ante la ley En el Bafici circulaba un rumor bastardo, infundado: decía que a Police, adjective le sobraba la primera hora y media. No escuché lo mismo de películas que hacían un uso excesivo de planos fijos donde no había mucho para mirar, sino de la que para mí fue la mejor de todas de todas las que vi. Es raro, pero así son los rumores y nadie tendría que prestarles atención. Con seguridad, éste había surgido de la boca de quienes siguen disociando la forma del contenido. ¿De qué otra manera se podría contar una historia donde lo fundamental es el tiempo en todas sus dimensiones? El tiempo como pasado, presente y futuro, y como algo relativo que en el día a día se estira o se acorta según el grado de acción. Cristi, el protagonista, es un joven policía que tiene la misión de seguir a un grupo de chicos de secundaria que fuman hachís. En su deambular moroso, que nada tiene que ver con las investigaciones policiales que podemos ver en Hollywood, la película impone, a su vez, otro seguimiento: el que hace el espectador de Cristi. Tal vez es ahí donde se engendra el absurdo rumor que, sin dudas, es signo de una falta de atención al andar del protagonista, a los pasillos y recovecos de la institución policial y a los pequeños diálogos que va manteniendo con diferentes personajes. Todo está ahí desde los primeros minutos. Mientras se van anidando unos temas con otros, la burocracia, la repetición, el absurdo, la ley, la moral y las instituciones dilatan el tiempo y generan el nudo que provoca la espera. Porque Cristi siempre está a la espera. Vigila la casa de uno de los chicos y espera. Los observa fumar porro frente a la escuela y espera que tiren la tuca para recogerla como indicio del delito. Sobre todo, espera encontrar una prueba que demuestre que alguno de los investigados está traficando, porque sabe que la ley de su país puede mandarlos varios años a la cárcel sólo por consumir y eso va a pesar en su conciencia. Pero no hay peor espera que la de algo que, ya se sabe, no va a llegar. De cualquier forma, Cristi retarda la investigación y pospone el encuentro con su jefe mientras intenta dirimir sus dudas. Y si bien el policía forma parte de la institución, su problema es con la autoridad. Cuando en una maravillosa escena de la convivencia de una pareja discute con su mujer sobre una palabra mal escrita en uno de sus informes, Cristi se termina preguntando quién decide cómo se debe escribir y pone cara de desconfianza cuando la respuesta es “la Academia Rumana”. El conflicto de la película está, más que nada, en su cabeza. A minutos del comienzo mantiene otro diálogo con un compañero de trabajo en el que discuten la posibilidad de que éste pueda unirse a los partidos de fútbol-tenis que practica Cristi una vez a la semana. El protagonista se rehúsa a invitarlo. Le dice que ya lo vio jugar al fútbol y que es malo, y que si juega mal al fútbol tiene que jugar mal al fútbol-tenis, que eso es una ley, que no está escrito pero que es una ley. Porumboiu pone todo el tiempo en la boca del protagonista las dificultades que tiene su personaje para disociar sus creencias del significado de un código escrito. En esa lucha constante contra los mandatos externos, Cristi se niega a arrestar los chicos por consumo porque cree que en el futuro cercano esa legislación, que les deparará varios años de prisión y que ya no rige en otros países de la Unión Europea, va a ser modificada. Lo que no puede es detenerse a pensar que si para los antiguos romanos lo jurídico se fundaba en las Mores maiorum, las costumbres de los ancestros, la tradición, en el presente de la Rumania que le toca vivir a Cristi habita el pasado cercano de una larga dictadura como la de Ceau?escu. Y aunque las leyes ya no estén talladas en piedras inmutables, es seguro que ese cambio que tanto desea se va a demorar más de lo que la institución policial (a la que no le importa más que el presente) le permita estirar su investigación. El tiempo de la película, ese que llegó a incomodar en su cadencia a algunos espectadores, se presenta también como el tiempo de la vida y de la Historia. Police, adjective no los divorcia, al contrario, los reúne junto a su estructura para que su personaje principal tenga la posibilidad de vacilar y preguntarse sobre sí mismo mientras el reloj avanza lento pero implacable hacia un final. Ese final tan mentado, que los rumores festivaleros extirpaban del resto, no acelera el ritmo. Sí se abandonan los silencios prologados en esa extensa charla que mantienen Cristi, un compañero y su jefe, pero se conservan el humor, el compás y el tipo de planos fijos que los encuadran a media distancia. Lo que hace Porumboiu en esta escena es explicitar todo lo que vino desarrollando hasta ese momento, algo que muchas veces puede terminar por destruir una buena película. Sin embargo, lo hace de una manera tan inteligente que éste debe ser uno de los pocos casos en que la pura exhibición, la puesta en práctica de toda esa proposición formal que se venía desarrollando, acaba por hacerle ganar a la película una potencia descontrolada. En esos dos últimos planos donde la estrella que habla y manda es un diccionario -esa ley de la lengua un poco absurda- Porumboiu termina de pasar su aplanadora sobre el concepto de libre albedrío y, claro, también sobre los cuerpos del protagonista y de los que estábamos en la sala.
El dilema del deber ser En Rumania por fumar un cigarrillo de marihuana pueden meterte preso por 3 años, ya que es uno de los pocos países de la órbita europea donde el consumo de drogas no está despenalizado. Tal vez esto sirva como explicación de la conducta poco institucional del protagonista de este segundo opus del realizador rumano Corneliu Porumboiu, Policia, Adjetivo, presentado en la última edición del Bafici y que ahora se estrena en dvd ampliado en algunos cines locales. Como se anticipaba al comienzo de esta nota, Cristi es un policía a quien se le encarga la tarea de hacer un trabajo de inteligencia para seguir los pasos y actividades de un joven estudiante secundario que cometió el pecado de fumar marihuana al aire libre con un par de amigos. Investigación que, al entrar en las redes burocráticas de la propia institución policial y en los dilemas éticos que invaden la conciencia del protagonista, se va dilatando a niveles de inercia insoportables. Esta densidad que se apodera de la trama subrepticiamente -a partir de un cúmulo de tiempos muertos- también contagia el espíritu de este antihéroe que a veces pasa desapercibido en un segundo plano permanente, que recuerda al personaje de Julio Chávez en El Custodio, de Rodrigo Moreno. Sin embargo, a diferencia de aquel custodio que en un momento determinado estallaba en cólera, el policía rumano implota sutilmente acopiando interrogantes y reflexiones que acentúan la brecha entre el ser y el deber ser. El director de Bucarest 12:08 vuelve a cargar las tintas sobre las secuelas morales dejadas tras la caída del régimen de Nicolae Ceauþescu, apelando al humor desesperanzado en diálogos filosos o situaciones cotidianas y utilizando como puesta en escena la geografía urbana de una ciudad monótona y de construcciones descascaradas, para reflejar un estado de situación y de ánimo particulares. Si bien la lentitud y densidad que atraviesan de manera constante el universo mínimo de Policía, adjetivo pueden jugarle en contra frente a un público poco paciente, resulta notable el juego de deconstrucción sobre el policial de investigación clásico que plantea el film, así como su fuerte carga ideológica y filosófica detrás. Corneliu Porumboiu, con esta segunda radiografía sobre la Rumania actual, se convierte en uno de los directores jóvenes europeos con más proyección internacional y una prometedora carrera que por el momento cumple con creces frente a las expectativas generadas, cada vez que su nombre aparece en algún festival.
En su segundo opus Corneliu Porumboiu vuelve a emplear la misma estructura narrativa desmitificadora de su muy interesante ópera prima Bucarest 12:08 (12:08 East of Bucharest, 2006). Ayer el devenir de la periferia, hoy la burocracia policial: el cineasta ofrece un retrato de las miserias cotidianas a través de un minimalismo riguroso que atenta conscientemente contra los resortes hollywoodenses. Tan cíclica como discursiva, la película ataca con dureza la cobardía, inoperancia y corrupción de nuestros patéticos funcionarios públicos…
La mano invisible Bucarest 12:08 (2006) había tenido una muy buena recepción en los festivales de cine internacionales, incluyendo al BAFICI. En Policía, adjectivo (2009) el realizador rumano Corneliu Porumboiu ratifica su talento y vuelve a un cine lleno de tiempos muertos cargados de sentido, de actuaciones parcas pero convincentes. Un cine político, que reflexiona sobre las grietas que ha dejado la dictadura de Nicolae Ceausescu. La película se centra en la irritante tarea de Cristi, policía asignado para seguir los pasos de tres adolescentes que fueron vistos fumando hachís, con la finalidad de saber cuál de ellos es el proveedor, apresarlo y que el sistema lo condene. Una suerte de camino “anti-heroico” en el que se topará con oficinas tristes, personajes patéticos y mucha burocracia. Abundan los pasos procedimentales y la asfixia, que una fotografía grisácea se encarga de potenciar, llevando al espectador a un estado de abulia y desazón a tono con lo que le ocurre a Cristi. Mediante el empleo de planos generales y fijos, el realizador jamás elude el contexto. Como si todo se tratara de un juego de cajas chinas, en el film siempre hay una estructura dominante. Más que haber acción, hay una estética del vaciamiento de la misma. Lo paradójico es que en Policía, adjectivo están todos los componentes que remiten al policial. A saber: un policía, una tarea, un plan de investigación y posibles sospechosos. Pero ninguno de ellos moviliza a la trama, pareciera que hay una suerte de mano invisible que pone en funcionamiento un mecanismo opresivo al cual nadie puede vencer. Allí está el mayor espesor político del film de Porumboiu, que señala la herencia de la dictadura que finalizó en 1989 sin hacer uso de sentencias ni subrayados ideológicos. Pese a su ascetismo, el humor está presente en todo el metraje, incluyendo algunas secuencias de antología. Cabe como ejemplo aquella en la que –diccionario en mano- el superior de Cristi remite a términos del ámbito filosófico y jurídico para aleccionarlo. La extensa secuencia condensa el valor oficialista-dogmático que traza el destino de la sociedad rumana, aún apegada a normas y valores propios del régimen fenecido. La clave de la construcción dramática está en la oprobiosa cotidianeidad del diálogo, en la gestualidad minimalista con la que cada rol queda definido, y –finalmente- en la aceptación de los preceptos normativos de nuestro anti-héroe, al que le robaron hasta la perplejidad.
La cámara observa al observador, no propone un misterio sobre el fuera de campo ni sobre la implicancia del policía en la investigación. Habla de cómo lo que ocurre en el ámbito de lo policial, puede ser mirado con una narrativa alejada del misterio. Esta es una película de sustantivos. El director evita cualquier adjetivación en el relato. Entendiendo por esto la falta, de todo juicio de valor por lo que ocurre y por los personajes. El título alude, de algún modo, a la conversación que tienen Cristi, el protagonista, con su esposa, quien le explica las normas de uso del lenguaje dictadas por la academia rumana de lengua. Pero también al diálogo de la secuencia final entre el mismo joven policía y su jefe, en relación con el significado de algunas palabras, y en especial con la palabra policía. La trama cuenta los días en que Cristi, un joven oficial, es asignado a seguir a un adolescente que convida a dos amigos de su edad a fumar unos porros. La mañana en camino al colegio, la salida hacia el repetido rincón donde se juntan a fumar y el regreso a casa, casa de una familia acomodada y armónica, es el recorrido reiterado en toda la película. El adolescente fue denunciado por su compañero y debe ser seguido para descubrir al proveedor. En caso de no poder detectarlo, la estrategia propuesta por el jefe policial es hacerles una redada y detener al adolescente, intentando hacerlo confesar. Esta acción podría acarrearle al joven varios años de cárcel. Cristi se opone al procedimiento, porque sabe que el consumo de drogas no está penalizado en el resto de Europa, y supone que pronto dejará de estar penado también allí, en Rumania. Lo que intenta es estirar al máximo la pesquisa, con la intención de desviar la atención y lograr cerrar el caso. Lo que hace el realizador, más allá de contar estrictamente lo que hace el protagonista y circunstancialmente aquellos a quienes observa, y el relato de esa observación, se encarga de observar a Cristi, de mirar al que mira. El seguidor es observado, y no en un plan de descubrir secretos o establecer juicios. El resultado de la paciente mirada sobre Cristi es recuperar la idea de la acción del policía fisgón, como una práctica burocrática, y a su vez tan vinculada a la vida doméstica, que se despoja a la trama de toda la tradición del relato policial. Y en esta idea de lo policial despojado de toda condición calificativa, de lo policial como adjetivo, como género, como condición de relato, es que Porumboiu realiza la operación más interesante del film. Más allá de poner la discusión sobre la penalización del consumo de drogas, como algo muy alejado de la lógica del relato policial clásico, a la vez que lo acerca a lo burocrático, la película refiere a la condición del género del relato e impone sus propias lógicas. La cámara que observa al observador, propone no un misterio sobre lo que ocurre fuera de campo, o sobre las propias implicancias del policía en la cuestión investigada, sino que habla de cómo lo que ocurre en el ámbito de lo policial, puede ser mirado (y de hecho lo es), con una narrativa completamente alejada del misterio, de la condición esencial de lo policial en el cine. Y es en esa ruptura con el hecho policial, que el hecho investigado pierde el sentido de lo delictivo. Y lo punible se transforma en un fenómeno de otro orden. Lo que finalmente se impondrá será lo policial como adjetivo, propio de la tradición narrativa del género cinematográfico clásico – y cuya referencia es explícita -, sino un orden estatal burocrático, que es el ámbito de lo cotidiano policial. El lenguaje, sus construcciones, los relatos y sus lógicas, son lo que pone en juego el realizador en esta película, cuestionándolas. Aprovechando, como al pasar, para dar cuenta de las distancias que separan a la Rumania actual del resto de la Europa soñada.
Entre la ley y el deber moral El rumano Corneliu Porumboiu retrata ácidamente a la sociedad de su país Puede conducir a algún equívoco la palabra policía en el título de este inteligente y sardónico examen de una sociedad -la rumana- en la que todavía perduran las huellas de la dictadura. Aquí no hay enigmas detectivescos que deban ser resueltos en el último cuarto de hora, ni mucho menos acción vertiginosa, persecuciones, tiroteos u otros elementos habituales del thriller. Sí hay violencia, aunque se manifiesta no en términos físicos sino psicológicos y morales. Y tampoco falta el suspenso, si bien cuando éste se vuelve más intenso es en la escena crucial en que también el absurdo (elemento presente en toda la película) ha sido llevado al extremo: la animan tres hombres que discuten en torno de un diccionario el significado de palabras como ley, conciencia o moral. No hace falta más para comprender que este nuevo film de Corneliu Porumboiu ( Bucarest 12.08 ) está lejos del nervio del policial y que su propósito no es precisamente generar adrenalina sino echar una mirada lúcida y ácidamente irónica sobre conductas, hábitos, estructuras de pensamiento, formas de comunicación y aun instituciones en cuya burocrática parálisis se perciben las marcas del pasado. La acción es mínima, y son largos los silencios (o los tiempos de tensa espera) que se alternan con las escenas de diálogo. Los que abordan cuestiones éticas y deberes profesionales o los que suenan triviales y rutinarios: todos tienen aquí su lógica y su razón de ser. Presiones El protagonista es Cristi, un joven policía encargado de investigar a un estudiante que diariamente, a la salida de clases, fuma y comparte hachís con sus amigos. Según la ley, es un delito, y el jefe presiona en busca de pruebas incriminatorias; exige la identificación de un culpable para castigarlo y quizá también para disipar la responsabilidad colectiva. Cristi, que vive un dilema moral -se niega a cargar con la culpa de haberle arruinado la vida a un muchacho por una falta que pronto, como en el resto de Europa, dejará de ser penada-, intenta demorar la investigación con evidencias nimias e informes tan prolijos como banales y hasta risibles. Lo que naturalmente conducirá a un conflicto con la superioridad. En una escena doméstica, Cristi discute largamente con su esposa -profesora de lengua- el sentido de las palabras de una canción popular. Ella le habla de imágenes, de símbolos. Cristi no tiene paciencia para metáforas, prefiere un lenguaje más directo. Al final, en la admirable escena del diccionario vuelve a hablarse de palabras y conceptos. Es un tema central del film porque es en el lenguaje (y su significado, o la ausencia de éste), donde mejor se traduce la disyuntiva del personaje y, sobre todo, el estado de una sociedad en transición.
Contra la tiranía semántica El director de Bucarest 12:08 vuelve a proponer un film simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– plantea una sofisticada reflexión sobre las formas de pensamiento autoritario. ¿Qué quiere decir realmente la palabra “policía”? Este sustantivo, ¿puede acaso ser también un adjetivo? Y de ser así, ¿a qué palabras sirve y califica? ¿A Estado, Ley, Orden, Conciencia? Estas son algunas de las preguntas que están en el centro de Policía, adjetivo, un segundo largometraje que ratifica el talento y la originalidad del director rumano Corneliu Porumboiu. Ganador de la Cámara de Oro a la mejor ópera prima de Cannes 2006 por la notable Bucarest 12:08, Porumboiu vuelve a proponer un film increíblemente simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– plantea una sofisticada (y por momentos angustiosamente divertida) reflexión sobre las formas de pensamiento autoritario que siguen enquistadas, aún muchos años después, en una sociedad que atravesó la experiencia de la dictadura. En este sentido, que el film transcurra en una pequeña ciudad de Rumania no impide leerlo también en clave local, donde es fácil reconocer ciertos personajes y conductas que bien podrían ser, por qué no, argentinos. El protagonista se llama Cristi (Dragos Bucur, de La noche del señor Lazarescu), es un policía joven, que ronda los treinta años y que está recién casado con una profesora de lengua. Ambos son trabajadores estatales y llevan una vida más que modesta en una triste, gris localidad de provincia que no se menciona pero que se sabe es Vasliu, la ciudad natal de Porumboiu, donde también rodó Bucarest 12:08. El pobre Cristi ha sido asignado por sus superiores a un caso que él mismo considera menor y estúpido, pero que por ley entra dentro de los delitos que deben ser perseguidos: investigar si un adolescente fuma cigarrillos de marihuana y, eventualmente, si les provee también a sus amigos. Así, Cristi se convertirá en la sombra del muchacho: lo seguirá a la entrada y a la salida del colegio y lo esperará todo lo que sea necesario en la puerta de su casa, por lo que también registrará informaciones supuestamente pertinentes acerca de sus padres y sus ocasionales visitantes. Las horas-hombre dedicadas al asunto –que incluyen olisquear las colillas que el sospechoso deja en su camino y redactar, al final de cada día, minuciosos informes mecanografiados sobre las novedades, aunque no las hubiera– son inversamente proporcionales a la importancia del caso. Pero en el laberinto burocrático-kafkiano que es el sistema del que forma parte Cristi ese trabajo está allí para llevarse a cabo. Al fiscal no le importa que Cristi le cuente la experiencia de su luna de miel en Praga, donde vio que los jóvenes fumaban marihuana por la calle sin que nadie se molestara por ello. En la mentalidad provinciana y resentida de ese funcionario, eso en todo caso es problema de los checos. En Rumania se cumple con las leyes y, además, hay lugares tan bellos para visitar como en Praga... o los habría si estuvieran un poco mejor conservados. En un film que trabaja deliberadamente con los tiempos muertos y con las interminables esperas de Cristi a la intemperie (lo que acentúa la naturaleza ridícula de su misión), hay dos escenas clave, magistrales en muchos sentidos, que proveen una tensión dramática que está en las antípodas de lo que se podría esperar de las convenciones de una película policial, en caso de que Policía, adjetivo lo fuera, algo más que improbable. La primera escena transcurre a la noche, en la casa de Cristi: acaba de volver del trabajo, es tarde, su mujer ya ha cenado y mientras él se dispone a comer algo, ella escucha en la computadora una canción popular particularmente cursi. La canción se repite una y otra vez, hasta el hartazgo, pero en vez de brotar de furia Cristi, por el contrario, se interesa por la letra, que no llega a comprender, más allá de su obvio mensaje romántico. “Es un símbolo, una metáfora”, le explica su mujer. Parecería que en el mundo esencialmente prosaico de Cristi –que el realismo seco y sucio del film no hace sino resaltar– una metáfora es algo impensable. La otra escena es una que ya ha adquirido estatus de culto en todo el mundo, desde que la película volvió el año pasado de Cannes con el premio de la crítica y el galardón mayor de la sección Un Certain Regard. Hacia el final, cuando Cristi pide ser relevado de esa misión por razones de conciencia (si fuera detenido el chico podría pasar hasta 15 años en la cárcel y “le arruinaríamos la vida”, reconoce), su superior lo convoca a su despacho y manda pedir a su secretaria un... diccionario. Con este único instrumento, el comisario (interpretado por Vlad Ivanov, el mismo actor que en 4 meses, 3 semanas, 2 días, de Cristian Mungiu, encarnaba al siniestro abortista) lo humilla y somete bajo el peso de su tiranía dialéctica. Hay un humor tan paradójico como angustiante en esta situación (y en la película toda), que viene a recordar que el dramaturgo Eugène Ionesco, padre del llamado “Teatro del Absurdo”, también era rumano. Las nociones que enuncia Cristi sobre conceptos tan abstractos como “ley” y “conciencia” no necesariamente coinciden con las que aporta el diccionario. Y la tortura semántica a que lo somete su jefe (que a diferencia de su esposa, no acepta símbolos ni metáforas) está dirigida a ejercer sin contemplaciones el poder inapelable que otorga la palabra impresa. Si en el final de Bucarest 12:08, uno de los personajes, refiriéndose a su improbable rol en la caída del régimen de Ceaucescu, señalaba que “se hace la revolución que se puede, cada uno a su modo”, aquí Cristi viene a comprobar en carne propia que, veinte años después de la caída de la dictadura, esa revolución todavía está muy lejos de concretarse.
Las palabras y las cosas El filme de Corneliu Porumboiu se centra en un policía que no está de acuerdo con la tarea que le encomendaron: detener a un joven por consumo de droga. Si jugás mal al fútbol, vas a jugar mal al fútbol-tenis”, le dice un oficial a otro al comienzo de Policía, adjetivo , la premiada película del rumano Corneliu Porumboiu. “Es una ley”, agrega. Y si bien habrá una escena de fútbol-tenis más adelante, ni la conversación ni ese deporte tienen, aparentemente, importancia alguna dentro del filme. Lo que sí hace esa escena es establecer una de las rutinas que ocupan buena parte del filme: las discusiones casualmente filosóficas (semiológicas, lingüísticas, etc.) que se plantean entre los personajes mientras siguen su rutina cotidiana. En este caso, Cristi (Dragos Bucur) tiene una tarea policíaca bastante rutinaria y tediosa (que el filme se esmera en mostrar como tal, tal vez generando cierta impaciencia del público, pero completamente a tono con la evolución del personaje y la situación): debe seguir a un adolescente que fuma hachís con sus amigos en la puerta del colegio y averiguar quién le provee las drogas. Todo parece indicar que el “dealer” sería su hermano mayor. Pero Cristi no logra avanzar demasiado en la investigación y todo parece indicar que sus días y horas de seguimiento y espera terminarán sirviendo para atrapar al chico por consumo y hacerlo pasar hasta ocho años en prisión. Y Cristi no quiere hacer ninguna de las dos cosas “No quiero obligarlo a denunciar a su hermano, no quiero eso en mi conciencia”, dice. Y luego, cuando el asunto parece limitarse sólo al consumo, es para él aún peor: “No quiero arruinarle la vida por una ley que no estará mucho tiempo en vigor: ya no existe en ningún lugar de Europa”, le dice a un superior. Policía, adjetivo es un policial, digamos, diferente. La tensión se va acumulando de a poco, como en buena parte del nuevo cine rumano ( La noche del Sr. Lazarescu, o bien 4 meses, 3 semanas, 2 días ), y no hay escenas de acción ni tiroteos. Es un caso menor, de esperar, seguir, observar, humorísticamente retratados en los largos y detallados informes que Cristi entrega a sus superiores relatando cada uno de sus pasos. Una tarea que al policía le parece inútil y que, a la vez, le genera problemas de conciencia. Entre rutina y rutina policial (muchas escenas podrían llevarse a cabo en una comisaria del Gran Buenos Aires y las diferencias serían mínimas), aparecen las conversaciones que van llevando el tema hacia uno de los finales más curiosos en mucho tiempo, en el cual Cristi y su superior discuten, diccionario de por medio, cuestiones como la conciencia, la ley y la ética en el marco de la tarea policíaca. Antes de eso, Cristi tendrá conversaciones con su mujer sobre anáforas y metáforas en canciones melódicas, lectura de prospectos de remedios, una discusión sobre la función de la Academia Rumana de Letras y cosas así. Los diálogos no son tan libres y espontáneos como uno quisiera: intentan ir cerrando el círculo de lecturas y significaciones que derivarán en el final. Policial metalingüístico, entonces, extraño, ambiguo y fascinante en su construcción, Policía, adjetivo tiene un final abierto a diversas interpretaciones. El eje sería hasta qué punto un funcionario (en este caso, un policía) puede decidir, de acuerdo a su conciencia, si está bien o no cumplir una determinada ley. Relacionando el filme con la actualidad local (el caso de los jueces que dijeron que se negarán a oficiar matrimonios entre personas del mismo sexo, por ejemplo, aunque el sesgo ideológico sea casi opuesto), Policía, adjetivo se torna aún más rica y compleja para ser analizada. Es un filme sobre palabras, sobre ideas, sobre la relación entre la ética, la conciencia, la ley y la justicia. No todos los días uno encuentra películas así. Que sea un policial, es casi secundario. La palabra clave en ese título es “adjetivo”.
Sistema y mediocridad vs. ética y conciencia Cristi es un joven policía que pasa días enteros persiguiendo a un adolescente, porque sospecha que vende drogas. Hay algunas evidencias de ello, como las colillas que quedan en los lugares públicos o sitios valdíos en los que el sospechoso se reúne a fumar con dos amigos más. Cristi las analiza, y algunas de ellas corresponden a sustancias tóxicas. Pero el policía no tiene certezas de nada y su conciencia no lo deja arrestar al chico, ya que si lo hace por error, el perjudicado pasaría los mejores años de su vida encerrado en la cárcel. El film remite a lo que llaman algunos “realismo documental”; el director pone el interés en seguir, con pocas cámaras, al protagonista en sus largas caminatas por las calles (Cristi, en una muy buena representación de Dragos Bucur, quien protagonizara también La Muerte del Señor Lazarescu). Sin decorados ni iluminación que remita a ningún otro significado que el de la vida real, las tomas –larguísimas algunas- muestran el panorama de una ciudad fría, con habitantes de clase media y baja que luchan por sobrevivir día a día. Pocos actores y cortos diálogos van construyendo una realidad en la que prima un sistema mediocre con una administración burocrática cuyos empleados parecen estar muy solos, cada uno cumpliendo con su trabajo sin que a los demás les importe; solamente hay que seguir los reglamentos. En una primera y superficial visión, la historia transcurre sin que pase nada; sin embargo, ese es el punto: parece que no pasara nada, pero mientras tanto Cristi lucha internamente por tomar la decisión correcta (arrestar o no al joven) y externamente, por convencer a sus superiores de que no es momento de tomar medidas drásticas porque no hay pruebas suficientes. Lo novedoso de Policía, Adjetivo reside en el climax, que ocurre casi al final durante una discusión lingüística en la que se debate no solamente el significado de las palabras (tales como conciencia, ley, policía, etc) sino también el poder de decisión de cada uno de los que la protagonizan (el policía y su superior, quien representa al sistema). Además de la visible inacción en la que solamente se ve al protagonista caminando por las calles, el problema que presenta este film es el sonido, que en lugar de ir coordinado se adelanta a las imágenes. Por ello, entender qué dice quién se hace dificultoso; sobre todo si se tiene en cuenta que los actores no hablan un idioma familiar.
La trampa semántica de la ley Representante de una nueva corriente de cine rumano que cuenta entre sus nombres los de Cristian Mungiu y Cristo Puiu, de quienes se han visto 4 meses, 3 semanas, 2 días y La muerte del sr. Lazarescu respectivamente, Corneliu Porumboiu (1975, Vaslui, Rumania) suma ahora su segundo largometraje, Policía, adjetivo, luego de su curiosa ópera prima Bucarest 12:08, en la que mostraba el impacto producido por la caída de Caeucescu desde el interior de un estudio televisivo. En Policía, adjetivo, a considerable distancia del tema de su ópera prima, Porumboiu intenta explorar el férreo y perverso mecanismo de los estamentos represivos de los que se vale la (in)justicia de su país para castigar el consumo y suministro de una de las llamadas drogas livianas, el haschisch. Para ello, Porumboiu se vale de un relato en el que un detective policial sigue a un par de adolescentes que no hacen otra cosa que fumar algunos porros protegidos por las altas paredes de los edificios de la escuela secundaria a la que asisten (los típicos edificios que identificaban a la arquitectura en serie de los países de los países de Europa del este) y brinda informes escritos a sus superiores, quienes lo presionan para que desbarate cuanto antes lo que consideran un tráfico de drogas (a juzgar por lo que queda expuesto en el film, a diferencia de otros países europeos donde se flexibilizaron las leyes de tenencia, consumo y suministro, en Rumania la ley parece seguir penando estas prácticas). Podría decirse, y en esto los realizadores rumanos conocidos aquí parecen adscribir a una misma línea discursiva, que Policía, adjetivo muestra los ramalazos de la kafkiana burocracia que tantos males produjo en los países que supieron estar bajo la órbita soviética, sus estructuras inamovibles donde lo que cuenta a la hora de juzgar a un individuo es la fría letra de la ley, en este caso la fría letra de los informes, obviando cualquier dato que aluda a los contextos, a las singularidades, a todo aquello que considere la humanidad del individuo. Ramalazos porque en el caso de este relato, el detective afectado a la investigación dice una y otra vez que las leyes que penan el consumo pronto cambiarán, tal como viene sucediendo en los países vecinos (lo ejemplifica con Praga, donde, apunta, los jóvenes fuman públicamente sin problemas). Así, Porumboiu pone a jugar cierta conciencia en el detective, pese a que él mismo se siente una pieza más de ese engranaje vetusto e inamovible, y finalmente nada pueda contra ese sistema de cosas. Cabe preguntarse: ¿es una visión, la de este realizador, que aporte particularidades de los estamentos de gobierno de estos países que, muchas veces desangrándose, pasaron de un sistema malo a otro peor? No hay nada nuevo bajo el sol en Policía, adjetivo, cualquiera de las situaciones planteadas en el relato se reproduce infinitamente en las policías de cualquier lugar del mundo, incluída la Argentina, que todavía sigue penando consumidores y mira para otro lado cuando tiene delante a los traficantes. El protagonista de Policía, adjetivo carga con su dilema ético, percibe que esos jóvenes no hacen mal a nadie, ni siquiera a sí mismos, y que castigarlos implicaría arruinarles la existencia. Una y otra vez, el detective busca antecedentes en las oficinas policiales para dar con vestigios del pasado de los investigados que los pinten como delincuentes, pero nada importante encuentra. Y en extensión, podrá verse que aun en su vida civil, el detective tampoco encuentra motivación para que alguna cosa se concrete, su vida de pareja es insustancial y su conciencia pasa aquí por leyes gramaticales que dicen cómo deben ser las cosas, tal como paralelamente él se siente eslabón de un engranaje circular como agente de la ley. Tal vez lo más destacable de Policía, adjetivo se encuentre en las finas líneas irónicas por momentos recostadas sobre un humor absurdo contenido, que atraviesan el relato: la secuencia en el departamento del detective cuando pregunta a su mujer por el significado de la letra de una canción romántica, las tribulaciones por las oficinas del destacamento policial donde debe casi rogar que le recaben los informes necesarios para su investigación, la imposibilidad de sacarle más datos al soplón en la mesa de un bar, el ilustrativo encuentro entre los dos detectives con su capitán donde queda expuesto, en toda su crudeza, lo inviable de cualquier planteo ético y la inexistencia de cualquier subjetividad, formulado a través de un diccionario que enlaza los derechos individuales con las obligaciones hacia el Estado, todo un resabio de antiguas y malas prácticas. En el aspecto estético, Porumboiu utiliza demorados travellings o planos quietos para mostrar al detective mientras ve fumar a los jóvenes y luego correr presuroso a recoger las colillas que arrojaron. El director se vale de un tipo de recursos narrativos que podría verse deudor del cine contemplativo, observador, consustanciado con un tiempo más real y preciso en su economía (que aunque en algún momento pudo haber inaugurado el cine iraní, al menos en un sentido más amplio, tampoco es privativo de ese origen, y hoy se encuentra esparcido y no se identifica con ninguna geografía en particular, pese a que la crítica quiera atribuirles, en general, rasgos oreintales). En Policía, adjetivo la morosidad de la acción puede verse como el espejo de las tribulaciones de su protagonista; de la conciencia que va tomando acerca de la inutilidad del caso al que lo han afectado, de su falta de humor, de su gesto hosco que va hundiéndole la cabeza entre sus hombros y, por último, en su aceptación como apenas un servidor del Estado y sus leyes. Aspectos que por traslación dan título al film, el sustantivo policía también puede ser un adjetivo, es decir ¿se es un policía o el policía debe ser como…?, casi como una especie de lúdica semántica. Lejos formal y temáticamente de antecesores como Radu Mihailenau y Lucian Pintilie, dos grandes nombres del cine rumano, Porumboiu fue “descubierto” en la Quincena de Realizadores de Cannes 2006, en el que Bucarest 12:08 fue considerada mejor ópera prima. Luego sería premiado en Un Certain Regard de Cannes 2009, con Policía, adejtivo, y en el BAFICI 2010 se llevó los galardones de mejor director y mejor actor. Como se sabe, las premiaciones no siempre son sinónimo de un cine indiscutiblemente logrado, y Policía, adejtivo cuenta con algunos hallazgos que lo hacen atractivo, pero, por el momento, es dable pensar que es parte de un camino que Porumboiu está recorriendo.
Obra curiosa y singular por donde se la mire, Policía, adjetivo desafía el formato clásico del policial desde su mismo y significativo título, que encierra una cuestión mucho más semántica que policial. Porque casi nada que tenga que ver con este género ligado a la acción, está presente en este film rumano, más allá de su semblanza de un puntilloso trabajo de investigación. Un joven policía, de costumbres solitarias aún viviendo en pareja, pasa días enteros persiguiendo y espiando a un estudiante sospechado de consumir y distribuir sustancias prohibidas. En medio de esa pesquisa metódica y rigurosa, sufrirá una crisis de conciencia al recibir una orden de detención sin pruebas decisivas, casi como un coletazo de épocas despóticas en ese país. Discutirá la situación con su superior y su compañero de tareas, llegando a un debate en el que se verán involucrados la ética, la conveniencia, la burocracia y el sentido del deber. La lectura de un diccionario volverá todo una experiencia semiótica. Vale como interesante acercamiento a un cine prácticamente desconocido, en el que el espectador accede a una idiosincrasia aparentemente despojada de expresividad, empatía y energía vital. Las actuaciones logran una notable verosimilitud, pero los largos planos del seguimiento, carentes de elipsis alguna, extienden innecesariamente la propuesta.
Un diccionario de moral. No sin antes advertirle a los pochocleros que esto no es Hollywood, es necesario remontarse a 2005, cuando comenzó a verse por estas tierras el nuevo cine rumano. “La muerte del Sr. Lazarescu”, “4 meses, 3 semanas y 2 días” y “Bucarest 12:08” pusieron en el mapa a Cristi Puiu, Cristian Mungiu y Corneliu Porumboiu, directores que despuntaron relatos íntimamente atados a las cicatrices dejadas por la dictadura de Nicolae Ceau?escu. Anacronismo, autoritarismo y arbitrariedad pesan sobre los hombros de un joven policía que persigue a jóvenes por el crimen de fumar hachís. Objetor de la ley, deberá responder ante sus superiores. Con escenarios decadentes, acciones minúsculas, largas secuencias estáticas y sin música, el filme es exasperante en su lógica temporal y moral. Sobre todo si la vida se lee a través de un diccionario.
Autoridad y moral Nada peor que perder la fe y el sentido de lo que uno hace en la vida. Ese es el problema de Cristi, un joven policía que en el medio de una misión pierde el norte, se empieza a preguntar que está haciendo y siente que su misión está mal y que carece de sentido. La misión de Cristi es seguir a un adolescente que supuestamente fuma marihuana algo que según la ley rumana se castiga con una cantidad de años de cárcel que a Cristi le parecen demasiados. Los días van pasando y Cristi va plasmando en el informe que debe escribir para su jefe las impresiones que le causa el seguimiento del adolescente. Pero poner en duda esa parte de su vida afecta el resto de la vida de Cristi. Todo se va desarrollando hasta llegar a un increíble debate dialéctico con su jefe que le hace traer un diccionario a su secretaria para discutir con Cristi aspectos morales, legales y linguísticos que se disparan a partir de las dudas que lo asaltan al policía. Dudas que introducen el germen del caos en la sociedad rumana. Hay que ver la película para enterarse que decisión toma Cristi. El cine rumano hoy es toda una garantía de novedad y de rigor y el director de esta notable historia es Corneliu Porumboiu, el mismo que hace un par de año nos deslumbró con Bucarest 12:08 y este año se llevó todos los elogios posible en el Bafici por ésta películas.
Si usted cree que el cine rumano es otra moda impuesta por la crítica, acérquese a ver este film y ponga en duda tal lugar común. Segundo largometraje de Corneliu Porumboiu (el de la recordada y excelente “Bucarest 12:08”), el film apela a planos largos, a momentos cotidianos y casi aburridos para contar el absurdo de una sociedad dominada por los lugares comunes de la burocracia. No es cierto que en esos planos “no pase nada”, sino que lo que pasa es mucho: la tragedia de la ridiculez de un estado que oprime –a partir de un lenguaje que podría pasar por políticamente correcto– al ciudadano. La historia gira alrededor de un policía que debe vigilar a un joven sospechado de traficar drogas. En realidad, el crimen –si lo hay– es mínimo, y lo que ese trabajo cuestiona es sobre todo el discurso arbitrario de un estado que, incluso luego de la caída del muro, permanece policial. En esos planos aparentemente nimios de pronto estalla el absurdo jocoso, la idiotez humana, la incapacidad de los poderes públicos (anquilosados en un discurso monolítico) de comprender a sus ciudadanos. De comprender –como lo hace a su pesar el protagonista– el verdadero sentido de las libertades civiles. Rumania, país periférico al poder económico (como la Argentina, que de algún modo se transparenta en estos films precisos), es aquí metáfora de un estado del mundo mucho más amplio, donde “policía” y “política” demuestran tener la misma raíz etimológica. Las actuaciones tienen esa enorme potencia cinematográfica de hacernos creer –milagro absoluto en la pantalla grande– que esos personajes atados a un guión son seres de carne y hueso, nuestros semejantes.
El individuo sometido a la dialéctica. El lenguaje, los términos y su definición desempeñan un papel central en Policía, adjetivo. El director funda su obra sobre una pequeña anécdota entre adolescentes despreocupados, potenciando el contraste con una burocracia absurda que reduce los comportamientos humanos a textos fijos. La película describe algunos días de la vida de Cristi, un policía que se interroga sobre su oficio mientras investiga a un estudiante que fuma hachís con un par de amigos a la salida del colegio. Cristi se resiste a detener al joven por un acto ilegal tan vano, pero él es sólo una pieza de un mecanismo oxidado de procedimientos automáticos. La moral y la subjetividad se oponen al yugo legislativo rígido que funciona como metáfora de un país poco propenso a la idea de evolución por la jurisprudencia. La búsqueda de nuevas formas cinematográficas facilita una narración pertinente. La película comprime los códigos del policial, reduciendo el suspenso a un árido seguimiento peatonal. Las largas secuencias en las que Cristi sigue los pasos del estudiante revelan su profundo cansancio y al mismo tiempo generan una atmósfera metafísica. Porumboiu centra su mirada sobre el ritual de este falso flâneur que sigue escrupulosamente su objetivo, regresa cada tanto a la comisaría para hacer su reporte y vuelve a salir. El director lo filma en tiempo real, a menudo de espalda, y al disecar su vagabundeo y sus deslucidos gestos cotidianos, nos introduce en los meandros de su espíritu. La investigación sobre el adolescente se convierte en un acto de introspección que nos invita a compartir los pensamientos del personaje, a pesar de la distancia que genera una puesta en escena heredera de los grandes maestros del cine moderno. El encuadre orientado hacia la separación de los cuerpos y el uso del plano secuencia combinado con un montaje que se retrasa justo sobre el tiempo muerto, remiten al cine de Antonioni. Cuando el director se detiene en el detalle de los movimientos de su antihéroe, en su manera de caminar por la calle, de abrir las puertas, de examinar los pasillos y de recoger los restos de cigarrillos que dejan los jóvenes en el suelo, evoca el viaje obsesivo de Pickpocket. Pero las comparaciones se terminan pronto, porque el rumano encuentra un tono propio gracias al humor negro incluido en su personal interpretación del absurdo. El sentido del humor particular de Porumboiu ya era evidente en Bucarest 12:08, cuando ironizaba sobre los mentirosos, los oportunistas y los que se daban vuelta como panqueques a la hora de la revolución contra Ceausescu. En medio de aquel debate extravagante acerca de la hora exacta a la cual cada uno había celebrado el final del tirano, la película adelantaba los temas centrales de Policía, adjetivo: el poder de la dialéctica y la imposibilidad de una rebelión individual. En este caso, el director hace foco sobre el comportamiento hipócrita apuntalado por un vocabulario absurdo. Cristi está casado con una profesora que le da lecciones sobre ejercicios de estilo y lo invita a filosofar sobre el sentido de las palabras de una canción popular. La incomunicación de la pareja, la oposición de cuerpos e ideas, simboliza perfectamente el proyecto del director, que encuentra su punto culminante en una demoledora secuencia final en la que el superior de Cristi lo obliga a buscar la definición de la palabra conciencia en un diccionario, y el joven policía debe respetar el sentido literal del término, que difiere de su propia versión del concepto. La sesión de humillación, filosofía moral y reflexión semántica a la que lo somete su jefe nos lleva a un final digno de Ionesco. A diferencia de su personaje, Corneliu Porumboiu no está limitado por el sentido oficial de las palabras o del lenguaje cinematográfico y concibe un cine libre e innovador.
EL SER DE LA BUROCRACIA Una de las grandes películas de la década se estrena en nuestro país; un prodigio formal y conceptual, en síntesis: una obra maestra. Desde su estreno en Cannes en mayo de 2009, en donde se llevó el premio especial del jurado, el segundo filme de Corneliu Porumbiou (Bucarest 12:08) es, junto con La noche del señor Lazarescu, una de las obras maestras de llamado Nuevo Cine Rumano. No hay duda que en la tierra de Drácula los cineastas saben filmar. Narrativamente minimalista y filosóficamente maximalista, Policía, adjetivo se estructura a propósito de una larga tarea de espionaje y dos interludios (uno mejor que el otro) en donde la densidad humorística y política del film aparece en todo su esplendor. Cristi es policía. Investiga (y persigue a la distancia) a un joven que puede estar ligado a una red de narcotráfico. Cada tanto escribe un informe, que suele verse en un primer plano, lo que permite entender cómo el oficial arriba a sus conclusiones de la pesquisa: detener al sospechoso es un error. Su reporte jurídico posee un fundamento político, que se revela casi al final del film y será malditamente deconstruido por su superior. Porumbiou elige planos extensos y fijos, su cámara se mueve solamente cuando la acción lo precisa y, en su versión idiosincrásica de cinéma vérité, la película carece de música y subrayados. Policía, adjetivo alcanza su maestría en un pasaje extenso y preciso, con algunos cambios de encuadre, aunque siempre sin movimiento, en donde Cristi, un compañero y el jefe del departamento de policía discuten el significado de la palabra ‘conciencia’. Como si se tratara de un diálogo platónico, sin por esto subscribir a la filosofía del griego, el jefe refuta las objeciones de Cristi, quien, auxiliado por un diccionario, entiende cómo las leyes cambian con el tiempo y cómo lo que hoy está prohibido mañana será permitido. ¿Es Cristi un relativista? ¿Es su superior un sofista? Por las definiciones circulares del libro, un manipulado Cristi redefinirá su postura, y nosotros, los espectadores, entendemos en pocos minutos el funcionamiento micropolítico y semántico de la burocracia, un sistema institucional que induce imperceptiblemente comportamientos y subordina cualquier surgimiento de autoconciencia. Se trata de que la identidad del agente esté definida por una subjetividad colectiva y cerrada que funciona y se compone por oposición de un gran Otro, el civil. En el nombre del bienestar general y del orden simbólico, se impondrá una lógica. El último plano del film es lúcido y secretamente violento: un pizarrón y Cristi con una tiza en su mano condensa un estilo (y estigma) de vida: la burocracia piensa por nosotros.
Este ultimo film de Corneliu Porumbiu es una excelente comedia negra, con un manejo maravilloso de la ironía y una descripción exhaustiva en tiempo real, de la cotidianeidad tanto privada como pública. Elplanteo desde el inicio, es el dilema ético de un joven policía llamado Cristi, quien, en su recorrido habitual por las calles de Rumania descubre a un estudiante fumando marihuana. Hecho que comunica a su jefe, generando a posteriori, un juego dialéctico entre saber, deseo y poder. Saber concentrado en un diccionario, deseo del policía, de intentar ser fiel a su conciencia y, poder representado por la figura de su superior y de un procurador (pasivo) los cuales quieren investigue, sobre quién le provee la droga, con quién la comparte y de este modo, desbaratar así el "tráfico". Pero el protagonista está convencido de que se trata de un muchacho común y corriente, y va postergando el caso todo lo que puede, para no tener que detenerlo por una simple tenencia, delito que en Rumania tiene un mínimo de tres años y medio de prisión, a diferencia de los países del resto de Europa. La gramática será el pretexto utilizado, para hacer que se cumpla la ley, del caduco sistema al que pertenece. Mediado por un inteligente diálogo, doble pretexto, con el cual dará cuenta, de una Rumania represiva, que todabía vive con la carga de un pasado alimentado por el miedo. Corneliu Porumboiu, exponente del nuevo cine rumano surge como un director reconocido, a partir de la satírica Bucarest 12:08 donde la discusión, que se entabla en dicha oportunidad, gira alrededor, de si ese día la gente del pueblo fue a protestar a la plaza antes o después de la caída del régimen comunista. Porque si alguien efectivamente estuvo protestando en la plaza antes de las 12:08 significaba que hubo revolución popular... pero si todo el mundo fue a la plaza después de las 12:08 entonces no la hubo, con la síntesis de que, “Cada uno en última instancia hace la revolución que puede…” Film donde también se destaca la construcción de los diálogos y un humor agudo basado en una excelente actuación, con el que obtuvo la Cámara de Oro (distinción a la mejor ópera prima) de la edición 2006, dentro de la Quincena de Realizadores, muestra paralela del Festival de Cannes. Con Policía, adjetivo, fue uno de los premiados en la sección oficial de un Certain Régard de Cannes 2009. A Porumboiu le interesa ahondar sobre los problemas de conciencia, adoptando la estrategia de escuchar todas las voces, o sea todos los puntos de vista sobre un mismo acontecimiento, para que el espectador construya a través de las imágenes, y fundamentalmente del discurso que las sostienen, su propia versión &“verdad” sobre los hechos. Por eso filma la cotidianeidad del policía (los diálogos con sus compañeros de trabajo y con su esposa) y su obsesivo seguimiento del caso. El film tiene una puesta en escena precisa y, un humor con varias instancias de lectura que utiliza tanto la ironía como la parodia. Pero la instancia de mayor relevancia es la habilidad con que arma y desarma el relato de este gran film construido en parte por palabras, y por una tensión irónica y aguda, que recae en la función, de la semántica y la pragmática. Hay dos escenas imperdibles que se entrelazan finalmente. Cuando su mujer Anca está en la computadora escuchando una canción de Angela Smilea, que habla del amor, del no abandono y "de qué sería la vida sin ti…." Él está comiendo y no entiende el sentido de la misma y la mujer le explica, que es una anáfora o sea una figura retórica. Luego en la penúltima escena, (la historia del análisis de la situación a través de la lectura de un diccionario). Porumboiu muestra la maravillosa capacidad de reírse del propio tiempo de la escena, y a la vez de momentos extraños que surgen entre los protagonistas; así hace surgir el sarcasmo por ejemplo con la canción que ha tenido que escuchar entera dos veces el protagonista, donde éste se ríe de la letra que tenía, y empieza a hacerse preguntas existenciales en tono de burla, que apuntan a subrayar: hasta donde se es posible ser el dueño de nuestra propia existencia y de nuestra genuina forma de pensar. Lo que se podría sintetizar, hasta donde somos dueños, de nuestro supuesto “libre albedrío”. Un juego paródico entre las reglas y principios que rigen y regulan el uso de una lengua, y aquellas reglas y principios que rigen a una sociedad y que se arrogan el poder, de absolver o condenar injustamente. Uno de los films más inteligentes del año!
Una obra de doble contemplación “Policía, adjetivo” fue para mí, sin dudas, unas de las mejores producciones presentadas en el BAFICI de este año. A menudo aparecen realizaciones rumanas en la tradicional muestra anual de Buenos Aires que suelen no pasar desapercibidas. El año pasado, fue el caso de “Elevator” de George Dorobantu y, principalmente, de “Hooked” de Adrián Sitaru. Con “Policía, adjetivo” Corneliu Porumboiu (ganador en la Selección Oficial Internacional como mejor director) nos propone contarnos la historia de Cristi, un joven policía algo cansado y descreído del trabajo que realiza. Se trata de un film de contemplación, de doble contemplación. De la que realiza el protagonista siguiendo a un estudiante sospechoso de proveer drogas a sus compañeros, y de la que realizamos nosotros sobre Cristi a través de planos largos que evidencian su tedio. En su momento no resultó extraño que el actor Dragos Bucur, protagonista del film, se alzara con el premio a mejor actor en la muestra porteña de 2010. Alejada de todo imaginario, la función real de un policía aparece apática y minimizada, dentro de una estructura mayor, que casi lo cosifica. Y si aún así la obrfa logra mantener nuestra atención y curiosidad se debe al tratamiento escénico que propone Porumboiu, pero también a la performance desplegada por Bucur queien dota a Cristi del carisma suficiente para que su hastío no se torne una molestia. Muy por el contrario, motiva nuestro interés de cómo terminarán dándose las cosas. “Bucarest 12:08” fue la ópera prima de Corneliu Porumboiu - para algunos comedia-dramática y para otros sátira política- que recordaba la huída del dictador Nicolae Ceausescu, por parte del dueño de un pequeño canal de TV de Bucarest, quien conformaba junto a un jubilado y un profesor de historia un bizarro trío que debatía a cerca de los hechos ocurridos en 1989. Desde allí, el director rumano parece incluir diccionarios que sus personajes consultan. En este caso, uno de mitología, del cual uno de los protagonistas saca citas. En “Policía, adjetivo”, uno de palabras buscando la definición de entre otros términos, el de policía. Cuenta con un guión soberbio donde los diálogos de Cristi con sus compañeros, su esposa, y sus superiores, resaltan por sobre el resto. Propuesta altamente recomendable de Porumboiu, especialmente por tratarse de un policial que atrapa sin caer en obviedades, ni en el acto innecesario de remedar elementos propios del género.
Sobre el poder y la toma de conciencia En la Rumania actual, un joven policía debe investigar a un chico de su edad acusado de consumir marihuana. Pero a medida que lo conoce, empieza a cuestionarse la validez de su deber e incluso del supuesto delito. Hace tres años se estrenó Bucarest 12.08, una irónica radiografía sobre los últimos tiempos de la dictadura de Ceaucescu. Ese sutil humor negro que manifestaban algunas escenas del opus inicial de Corneliu Porumboiu continúa en Policía, adjetivo, pero las ambiciones temáticas y formales, y la mirada del director exceden cualquier marco geográfico determinado. En efecto, Ceaucescu ya es un recuerdo pero los ciudadanos están custodiados aún en sus mínimos movimientos. Hay un caso que resolver entre expedientes, archivos y seguimientos que hasta parece de rutina para Cristi, el joven policía civil que cumple órdenes impartidas por sus superiores. Un ciudadano fue descubierto con hachís, pretexto para que Porumboiu narre su historia en oficinas, pasillos y expedientes –supuestamente– legales que condenarían al infractor y que obligarían al policía a responsabilizar al sospechado. Sin embargo, Policía, adjetivo es una película donde todo el mundo parece controlado por el poder de la ley, alimentando una insoportable paranoia que hasta se traslada al ámbito familiar, como ocurre en la discusión entre Cristi y su novia por un tema musical que a ella la complace. En este mundo de perseguidos y vigilados, nadie alza el tono de voz, los personajes susurran, gesticulan sólo lo necesario, como si se estuviera viviendo (¿sobreviviendo?, ¿resistiendo?) dentro de un thriller paranoico con una puesta en escena kafkiana. Las virtudes de la película, como todo gran film, no solamente se circunscriben a su importancia temática. Los recursos cinematográficos son amplios y plenamente justificados: minuciosos fuera de campo (el sospechoso no aparece en imagen), rigurosos tiempos muertos donde se procesa el estado paranoico de Cristi, silencios que ocupan el lugar de las palabras y explicaciones redundantes. Como si un moderno Joseph K de El Proceso no encontrara respuestas para sus enigmas. En este punto, la última medida resulta agobiante para Cristi y otro policía, quienes escuchan atentamente a su superior, que habla y justifica el proceder de la justicia a través del diccionario. Allí Porumboiu gana su propia batalla dialéctica, donde las palabras adquieren un nuevo significado o, en todo caso, aquel que sólo entiende el poder. El de Rumania o el de cualquier otra parte del mundo.
Rumania, esta época. Hace veinte años que Nicolae Ceaucescu ha sido ejecutado y sin embargo en Bucarest y alrededores las cosas no han cambiado tanto. Cristi es policía y en misión secreta debe investigar a un chico que fuma marihuana, un grave delito para las leyes de ese país. Pero Cristi no cree que sea para tanto; recién casado vio en su luna de miel en Praga que la gente fuma marihuana en las esquinas y nadie parece preocupado por eso. Entonces se niega a encarcelar al chico y que le caigan siete años a ese chico por semejante estupidez, y a él toda la desdicha en la conciencia por haber actuado sin convicciones verdaderas. Su jefe, pues, lo obliga a buscar la palabra conciencia en el diccionario de la lengua rumana, y luego policía. De acuerdo a este argumento se construye una de las grandes películas que se hayan producido en el mundo en los últimos años, cuya pureza cinematográfica capta el verosímil del presente y lo proyecta más allá de su época a través de larguísimos planos secuencia sin tiempos muertos ni recursos manieristas, con sentido del humor, rigor político y voluntad de despertar conciencias sin discursos ni demagogia, utilizando el lenguaje (el del cine y el del habla) como arma de defensa y no como estandarte en batallas ajenas.
La ley con sangre entra Muchos se han cuestionado si la “nueva ola rumana” fue tan sólo una afortunada casualidad y poco más que una moda pasajera o si realmente tendría la solidez necesaria para perpetuarse un poco más en el tiempo. Llega el momento en que sus tres principales directores hacen entrega de nuevas obras, y seguramente en estos tiempos se podrá extraer una firme conclusión al respecto. Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días) ya estrenó en festivales y en cines de Europa sus Cuentos de la edad de oro, y Cristi Puiu (La muerte del Sr. Lazarescu) está terminando de filmar Aurora. A juzgar por esta nueva obra de Corneliu Porumboiu (Bucarest 12:08) podría decirse que, por ahora, las cosas van bien. Centrada en acciones mínimas y tiempos muertos, con pocos diálogos, nada de música, planos largos y poco dinámicos, esta película pondrá a prueba la paciencia de unos cuantos. Pero cierto es que los que puedan lidiar con la extrema morosidad del planteo también podrán llevarse a sus casas material suficiente como para meditar durante semanas. Otra vez hay un cuadro de estancamiento, otra vez se ve una Rumania desgastada, estructuras edilicias avejentadas y descascaradas, casilleros oxidados, monitores de computadoras obstruidos por rayas molestas, cajas de correo rotas. La gente trae el desgastamiento dentro, y las relaciones laborales son ríspidas, díficiles y extenuantes. La burocracia impone su presencia y entorpece el flujo vital. La anécdota puede recordar a algunas películas de los iraníes Kiarostami o Panahí, ya que un abordaje micro arroja reflexiones profundas sobre la sociedad y los mecanismos de represión imperantes. Se trata de un policía joven encargado de vigilar un chico que se encuentra bajo sospecha de consumir y traficar hachís. A diferencia de la mayoría de los países de Europa, en Rumania todavía está penado el consumo de marihuana y, al igual que en muchos otros (como Uruguay) convidar a un amigo con unas pitadas es interpretado como suministro. El protagonista no tarda en darse cuenta que el adolescente en cuestión no sólo no es una amenaza social, sino que además es un individuo sencillamente inocuo, que lleva una vida simple y que va de la casa al colegio y viceversa. El policía también tiene sus vicios -aunque sean legales- y lleva asimismo una vida rutinaria y monótona, por lo que puede intuirse que se ve reflejado y que el chico llega hasta a simpatizarle. De esta manera, surge en él un serio dilema ético ya que es consciente que podrían darle al muchacho hasta ocho años de prisión, y no pretende arruinarle la vida y cargar con ese lastre en la conciencia. Sabe además que esa ley está al borde de caducar y que incluso podría ser modificada prontamente. Los residuos del totalitarismo pesan sobre los individuos y en muchos casos generan un daño social real, parece decir Porumboiu, y así establece un paralelismo entre la forma en que el lenguaje determina las formas de pensamiento y de vida, como lo hacen las leyes y la burocracia. Policia, adjetivo es una película sobre la arbitrariedad. El protagonista protesta casualmente por la forma en que la academia rumana impone reglas gramaticales ridículas, y asimismo las leyes parecen estar más basadas en definiciones preconcebidas que en la moral y el sentido común. Como en Bucarest 12:08, la escena más sobresaliente de la película es un plano fijo en el cual interactúan tres personajes; una situación tensa, incómoda y no carente de cierta hilaridad. Se trata de un diálogo con el capitán -interpretado por Vlad Ivanov, en un papel tan odioso como el que concibió como abortista en 4 meses, 3 semanas, 2 días- donde se regodea aleccionando a sus subordinados, haciendo un despliegue de autoritarismo y apelando a leyes inalterables de la semántica para quebrantar al protagonista. Palabras como “policía” y “ley” convertidas en sentencias. El tercer interlocutor, otro policía, podría ser el mismo protagonista luego de quince o veinte años: un hombre perezoso y resignado, entregado a la desidia. Y uno de los mayores aciertos de este filme es el de generar un personaje que, a pesar de su desaprobación por como se dan las cosas, parece condenado a reproducir las taras del sistema. Él, ante todo, respeta los procedimientos y construye la investigación; podría haber mentido en sus informes, pero quedó atado al reglamento. En una conversación informal con un compañero de trabajo, él mismo se muestra intransigente y hasta llega a hablar de leyes inquebrantables. Podemos ver en su accionar diario las repercusiones de un empleo sumamente insatisfactorio y extenuante: se lo ve malhumorado, irritable y por momentos hasta abúlico. Su mujer le pide que por favor se cambie el buzo, ya que lo lleva puesto hace cuatro días, y se dejan ver indicios de una relación marital que, pese a estar recién conformada, parece condenada al fracaso. Lo que cabe cuestionar de esta película es si es realmente necesario expresar la monotonía con más monotonía, si hay que exponer la burocracia con una obra igualmente burocrática. Existe una gran distancia entre este filme y la sofocante intensidad de 4 meses, 3 semanas, 2 días, la desesperación kafkiana de Lazarescu, el ludicismo sarcástico de Bucarest 12:08 o de California dreamin'. Policia, adjetivo no deja de ser buena y profunda, pero realmente requiere un gran esfuerzo para ser vista.
Ese otro cine Sorpresivamente, agosto se convertirá en un mes lleno de cine en la docta, una ciudad que tímidamente parece volver a querer justificar su histórico apodo, y que alberga una comunidad cinéfila joven y fuerte, en franca expansión. Acaso la razón esté en el crecimiento exponencial que viene experimentando el circuito de exhibición independiente, y para muestra basta un botón: el fin de semana se estrenaron dos de las mejores películas del año, La Pivellina, de los italianos Tizza Covi y Rainer Frimmel, y Policía, adjetivo, el gran filme del rumano Corneliu Porumboiu. La primera continuará en exhibición en el Complejo Showcase al menos por dos días más, mientras que la segunda ya pasó por el Cine Teatro Córdoba, que planea festejar su mes aniversario con todo (el jueves estrenará la argentina La Tigra, Chaco, de Federico Godfrid y Juan Sasiaín; y el 26 de agosto Independencia, del filipino Raya Martin, y Z-32, del israelí Avi Mograbi). Se trata de un programa heterogéneo y sofisticado, que reivindica al cine como un arte mayor, y al que se agrega la Muestra de Cineclubes de Córdoba, que durante todo agosto repasará documentales argentinos, con la visita de sus directores. El banquete está entonces servido, estimado lector; esperemos estar a la altura. Calificado por los especialistas como el estreno más importante de 2010, Policía, adjetivo es una fina e implacable disección de la actual sociedad rumana, que confirma no sólo que los resabios del autoritarismo siguen campantes en aquel pequeño país, sino también que su cine es uno de los más lúcidos y originales del mundo en los últimos años. Formalmente soberbia, la película sigue los pasos de Cristi (Dragos Bucur), un joven policía que ha sido asignado a una tarea tan absurda como rutinaria: investigar a un adolescente que está sospechado de fumar y distribuir marihuana. Cristi comprende que su misión es vana, pues sabe que en toda Europa el consumo ha sido despenalizado e imagina que pronto ocurrirá lo mismo en Rumaria, pero cumple con su tarea y persigue a su objetivo a todos lados. La pesquisa, empero, confirmará sus temores: el joven no es más que un consumidor, y Cristi comprenderá que si lo arresta le arruinará la vida por nada (podrían darle hasta 8 años de cárcel). El protagonista se convertirá así en un personaje auténticamente kafkiano: su cruzada será contra las leyes e instituciones vetustas que lo rigen, para convencer a sus superiores del carácter absurdo de la pesquisa. Filmada con planos medios y fijos, en virtuosos planos secuencia, el filme de Porumboiu es un ejemplo excelso de cómo utilizar el espacio arquitectónico en términos cinematográficos, pues tanto en sus escenas al aire libre como en el interior explora y revela un hábitat aún dominado por la herencia cultural de la dictadura comunista (con sus omnipresentes bloques de edificios siempre grises, que en su interior fungen como metáforas de los laberintos burocráticos que enfrenta Cristi). Más importante aún, el filme es una lúcida deconstrucción del discurso legal, o de cómo las instituciones imponen conductas a sus subordinados y asfixian cualquier posibilidad de reflexión individual, eje que tendrá su punto más alto en una escena magistral donde Cristi discutirá con su jefe sobre la pertinencia de la obediencia a la ley cuando choca con su conciencia particular. La perspicacia política del filme se refleja también en un humor absurdo pero sutil, siempre presente, una marca acaso autoral del propio Porumboiu, que ya se vio en Bucarest 12:08, su anterior filme. El lector interesado, empero, deberá buscar próximamente el filme en su videoclub especializado o en el circuito de exhibición independiente. Por Martín Ipa
La segunda película de Corneliu Porumboiu, después de la genial Bucarest 12:08, es un policial atípico. Principalmente porque no hay tiros, ni persecuciones vertiginosas, ni momentos de tensión extrema. Pero sobre todo porque abundan las discusiones filosóficas, ocultas detrás de conversaciones rutinarias. Cristi es un joven policía cuya principal acción es deambular. Lo hace por los espacios cerrados de una central para concretar trámites burocráticos y encargarle otros a sus compañeros de trabajo. También lo hace por los espacios abiertos de una Bucarest gris tras los pasos de un adolescente. La misión parece colosal pero es ridícula: desbaratar la ínfima red de narcotráfico que supuestamente lidera el joven. Uno de los grandes méritos de la película es extender los tiempos a partir de largos planos que le otorgan densidad contemplativa a la espera. La misión requiere de mucha paciencia porque los resultados son cada vez menores y cada vez más dudosos: lo único que hace el perseguido es juntarse con sus amigos a la salida de la escuela para fumarse un porro. Ese mínimo dato y la declaración de otro joven sustentan la tarea que lleva adelante Cristi con visible incomodidad. Lo que más altera al protagonista no es la falta de certezas ni los eternos trámites burocráticos en busca de información fehaciente, sino el cargo de conciencia que le genera saber que dentro de unos años no se penalizará el consumo de marihuana. Eso se comprende por primera vez cuando le comenta a un superior que durante su luna de miel en Praga descubrió que la gente fumaba en cualquier lado y nadie hacía nada. Pero nadie lo entiende. Porque las leyes son las leyes y adquieren el peso de lo inmutable, aunque constantemente demuestren lo contrario, como las palabras. El punto está en determinar quién tiene el poder para definirlas. Al final, en una de las grandes escenas de los últimos años, el jefe de Cristi, el superior de los superiores, increpa al joven policía por su malestar. Cristi le confiesa su cargo de conciencia y agrega su postura frente a esta ley. Para resolver el problema el superior manda a pedir un diccionario, elemento clarificador e irrefutable. El lapso de silencio que separa la orden hasta la llegada del diccionario está resuelto con un solo plano general, en el que se observa a Cristi y a su superior mirando hacia una ventana. Unos minutos después, a través del diccionario, el poder destruirá cualquier cuestionamiento conceptual, pero el silencio en la ventana será el reflejo perfecto de lo que Cristi no puede explicar y que desbarranca ante la prepotencia de su superior. Policía adjetivo es, en ese sentido, una genial película meditativa que reúne con la fluidez de una mirada ideas como la conciencia, la ley, la justicia y la ética. No es poca cosa y algunos podrían calificarla de pretenciosa, pero sería un grueso error. Corneliu Porumboiu nos entrega con lucidez y una cuota de angustiante humor, una de las grandes películas de los últimos años.