El suicidado por la sociedad Tratar de reconstruir la vida de Vincent van Gogh y/ o capturar su esencia es siempre desde el vamos un intento artístico condenado al fracaso porque su obra pictórica de por sí superará cualquier croquis historiográfico/ psicológico que pretenda resumir su sentir y su atribulado paso por este mundo. Aclarado ese punto podemos afirmar que las tentativas más eficaces en el campo de las biopics fueron Sed de Vivir (Lust for Life, 1956) de Vincente Minnelli, encarada desde la arquitectura dramática altisonante del Hollywood Clásico, Vincent & Theo (1990) de Robert Altman, enmarcada en el naturalismo semi experimental típico del realizador, y la reciente Loving Vincent (2017) de Dorota Kobiela y Hugh Welchman, una epopeya animada constituida en un cien por ciento por cuadros realizados por un centenar de artistas imitando el estilo y las diversas variantes de la inflexión estética del pintor holandés. Van Gogh en la Puerta de la Eternidad (At Eternity's Gate, 2018), la flamante adición a la lista y el último film de Julian Schnabel, cae unos escalones debajo de aquellas -todas muy buenas propuestas- pero incluso así resulta una experiencia interesante. Schnabel, un artista plástico él mismo y director de trabajos atractivos como Antes que Anochezca (Before Night Falls, 2000) y La Escafandra y la Mariposa (Le Scaphandre et le Papillon, 2007) y de opus algo escuálidos como Basquiat (1996) y Miral (2010), adopta el mismo enfoque cinematográfico de siempre en lo que atañe al devenir del neerlandés, el de centrarse en el último período de su vida en general y en su estancia en Arlés -en el sur de Francia- en particular, haciéndola suya vía una fotografía bien intrusiva/ reflexiva -hoy a cargo de Benoît Delhomme- plagada de cámaras en mano, primeros planos poéticos, tomas subjetivas desde el punto de vista del protagonista e instantes varios de quietud que pasan de repente al éxtasis doloroso. La insólita decisión de elegir a Willem Dafoe, actor norteamericano de 63 años, para interpretar a un hombre que al morir en 1890 tenía 37 años le sirve de maravillas a la película para acercarse aún más a ese tono entre abstracto y lírico que tanto busca el realizador mediante la sutil presentación de una andanada de episodios relacionados a los vaivenes emocionales y mentales del Van Gogh más ajado y crepuscular. La historia nos entrega todos los motivos clásicos del rubro como su cariñosa relación con su hermano Theo (Rupert Friend) y su tortuosa amistad con Paul Gauguin (Oscar Isaac), además de reconstruir las circunstancias de célebres cuadros o series de cuadros como La Arlesiana, retrato de Madame Ginoux (la gran Emmanuelle Seigner), esposa del dueño de un café al que solía asistir. Como todos los estudios sobre la figura del pintor, el film está fuertemente influenciado por Van Gogh, el Suicidado por la Sociedad, aquel famoso ensayo de 1947 de Antonin Artaud, una crítica muy lúcida a la psiquiatría y a la comunidad en su conjunto en lo referido al tratamiento/ incomprensión de la genialidad detrás de la locura, haciéndolas responsables a ambas de la muerte del holandés por el desprecio, la falta de reconocimiento y ese constante lavaje mental orientado a “normalizar” el intelecto fracturado del pintor; un planteo que queda de manifiesto en las escenas del encuentro con una maestra bien boba (Anne Consigny) y sus insoportables alumnos, quienes molestan al protagonista mientras pretendía trabajar tranquilo, y en las excelentes secuencias centradas en sus conversaciones con el Doctor Félix Ray (Vladimir Consigny), al que derivan porque se cortó el lóbulo de la oreja izquierda luego de una discusión con un Gauguin que deseaba abandonar Arlés, y con un sacerdote (el sublime Mads Mikkelsen), cabeza de otra de las tantas instituciones psiquiátricas en las que lo encerraron a lo largo de su vida y con el cual mantiene uno de los intercambios más atrapantes y sinceros de todo el metraje en torno a su condición de eterno mártir y la subvaloración de la época para con su producción artística. Como suele ocurrir en el cine de Schnabel, al señor se le va un poco la mano en materia de unos excesivos 111 minutos de duración que en algunas ocasiones se sienten repetitivos y algo automatizados en su catálogo de paneos minimalistas etéreos a la Terrence Malick o Víctor Erice aunque en versión “cámara hiper movediza”, varias veces sin lograr llegar al nivel de los susodichos en el terreno de la sublimación ideal de las minucias cotidianas vía el andamiaje de lo estético visual austero. Curiosamente, y a pesar de lo que deben haber sido las intenciones originales del cineasta, los verdaderos puntos fuertes de Van Gogh en la Puerta de la Eternidad son las charlas del neerlandés no sólo con los personajes ya mencionados sino también con otro paciente de un manicomio (Niels Arestrup), con el Doctor Paul Gachet (Mathieu Amalric) y sobre todo con el mismo Gauguin, un intercambio caracterizado por la idea de ambos pintores de cierto aburguesamiento tecnicista del movimiento impresionista y la necesidad de llevar el postulado de base -filtrar la naturaleza desde la matriz personal del artista- hasta sus últimas consecuencias saliendo de las tristes ciudades y recorriendo lo agreste indómito (de todos modos, el Gauguin de Schnabel le dice directamente a Vincent que los arlesianos -léase el pueblo en general- son “estúpidos, malvados e ignorantes”, por ello pretende abandonar el lugar en pos de otros aires, casi tratando de convencer al protagonista de que haga lo mismo y deje de someterse a la indiferencia popular del momento). Como Loving Vincent, la película retoma la hipótesis contemporánea -pero con más ímpetu- de que Van Gogh fue asesinado accidentalmente por los hermanos René y Gaston Secrétan, dos tarados importantes que andaban jugando con una pistola, sin embargo el trasfondo retórico continúa pegado al concepto del suicidio tácito por un cansancio producto de aquello mismo que decía Artaud: hablamos de una sociedad vanidosa, conformista y mediocre que lo empujó a dejar de luchar porque no supo comprender que el artista había alcanzado en su misantropía la plenitud de una belleza en la que el espíritu estaba por encima de la superficialidad corporal, logrando llegar a la esencia de la vida natural a partir de esas trivialidades que casi todos los mortales omiten a diario…
Van Gogh ha sido una figura que siempre despertó interés en el cine, de la misma manera que ocupa un lugar clave en el imaginario mundial. Su figura, las leyendas a su alrededor, los detalles de su vida, de su muerte y su obra, siempre han llamado la atención. Cualquier cinéfilo que se precie, cualquier que sepa en serio sobre cine, sabe que es imposible superar la biografía cinematográfica que hizo sobre Van Gogh el realizador Vincente Minnelli en 1956. Sed de vivir (Lust for Life) contaba con un inolvidable Kirk Douglas en el rol de Vincent y con Anthony Quinn como Gauguin, la película era de una belleza y una complejidad que se quedará por siempre como la obra maestra que es. No hay porque preocuparse, eso no impide que haya muchos otros films, algunos buenos, otros no tanto, sobre el célebre pintor. El director Maurice Pialat realizó Van Gogh (1991) y también merece un lugar destacable en las aproximaciones al personaje. Akira Kurosawa eligió a Martin Scorsese para interpretar a Vincent en uno de los episodios de su film Sueños (1990). En este nuevo acercamiento al personaje recurre a biografías más modernas y –si acaso esto es necesario- plantea datos biográficos muy diferentes a las versiones anteriores. Es emocionante ver una “nueva” biografía de Van Gogh, casi una sorpresa. En cuanto a los elementos estéticos vuelve a quedar clara la desesperación por los cineastas por evocar la obra en cada encuadre, por luchar para que la película sobre Van Gogh se vea en muchos aspectos como un cuadro de Van Gogh. Claro que después del titánico esfuerzo del film de animación Loving Vincent (2017) y de los cineastas mencionados, es mejor ir a buscar por otro lado, porque lo estético difícilmente pueda ser igualado. Julian Schnabel, director especializado en biografías, busca darle una impronta propia al film, pero en este aspecto hay que decir que el resultado dista de ser perfecto. Un exceso de cámara en mano, los destellos en el lente, todas cosas que subrayan la presencia de un equipo de rodaje y un camarógrafo, le quitan a la película potencia, la vuelven inútilmente forzada hacia la modernidad que en muchos otros aspectos no tiene. Las subjetivas, las miradas a cámara, todo eso empantana a la historia, distrae del drama. La que rescata a At Eternity´s Gate es la mencionada actualización de la biografía y un elenco sólido de actores. Pero por supuesto, toda la película se deposita sobre ese gigante que es Willem Dafoe, actor de muchísimas grandes actuaciones, un imprescindible que acá consigue llevar a la película al siguiente nivel. Su actuación es más Van Gogh (haya sido así o no en la realidad) que todo lo que se arme alrededor del personaje. Su angustia, su pasión, sus miedos, su energía, todo está en Dafoe y un trabajo enorme, entre los mejores que ha hecho en su carrera.
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El incomprendido Van Gogh: En La puerta de la eternidad (At Eternity’s Gate, 2018) es una película biográfica dramática sobre los últimos años de la vida del pintor Vincent Van Gogh. Coproducida entre Estados Unidos, Francia y Reino Unido, la dirección corre por parte de Julian Schnabel, quien también se ocupó del guion junto a Jean-Claude Carrière y Louise Kugelberg. Protagonizada por Willem Dafoe (Bajo la misma estrella, Aquaman), el reparto se completa con Oscar Isaac, Rupert Friend, Mads Mikkelsen, Emmanuelle Seigner, Amira Casar, Mathieu Amalric, entre otros. Tuvo su premiere mundial en el Festival Internacional de Cine de Venecia, donde Dafoe ganó la Copa Volpi por su interpretación. Además, el actor estuvo nominado en la categoría de Mejor Actor de los Globos de Oro y los Oscars. El film nos muestra cómo el artista holandés conoció y forjó una amistad con Paul Gauguin (Isaac), la relación con su generoso hermano Theo (Friend), su recorrido y estadía en Arles (pueblo al sur de Francia), el contacto que tuvo con la naturaleza, sus diversas crisis y su paso por rehabilitación. Por otro lado, también seremos testigos de cómo Vincent era maltratado por los niños de la comunidad, a la vez que los adultos lo consideraban una persona peligrosa por su obsesión hacia el arte, la cual en ese momento no era para nada valorada e incluso muchos la consideraban burda. La historia de Van Gogh ya fue llevada al cine en bastantes ocasiones, siendo esta última la excelente película Loving Vincent, producción polaca hecha a partir de pinturas al óleo que también cuenta con actores reales. En esta nueva representación de la vida del pintor, lo innovador que logra aportar Schnabel consiste en que la mayoría de escenas están construidas a partir de la visión del protagonista, dándonos cuenta de esto gracias al recurso del silencio y la decisión de que la mitad inferior de la pantalla se vea borrosa, aparte de que es el mismo Van Gogh el que relata lo acontecido cuando la pantalla pasa al negro. Es gracias a la preciosa fotografía a cargo de Benoît Delhomme que la película logra escapar del sopor, en especial porque, a pesar de que Dafoe brinda una contundente actuación, la película requiere de una paciencia extra por parte del espectador. La belleza visual está presente no solo en los cuadros, sino también en la búsqueda del pintor por encontrar el atardecer perfecto, la ubicación ideal para retratar el paisaje, los verdes pastos, las coloridas flores y las imponentes montañas. Al ya conocer la mayoría de sucesos en la vida de Vincent, para muchos la película puede tornarse pesada, aburrida y excedida en su duración. Aunque está bien retratado el hecho de que Van Gogh fue incomprendido e ignorado por la sociedad, el escaso guion no ayuda a conectarnos con la trama. Van Gogh: En La puerta de la eternidad no es una película para cualquiera, sin embargo la labor de su protagonista y el trabajo de fotografía logran destacarse por sobre lo demás.
“I’m not there” Van Gogh en la puerta de la eternidad es una película de artista. No es un biopic (si lo fuera, a lo sumo sería una película sobre un artista), como el protagonizado por Kirk Douglas en los 50; pero tampoco es una aproximación realista, cruda, como la de Pialat, que hace todo lo que puede para tomar distancia de la imagen oficial del pintor. En la puerta de la eternidad, en cambio, es una película de Julian Schnabel; y el tema no es tanto Van Gogh como la visión que tiene de él tiene el director. Un retrato de artista donde la presencia del autor domina la obra y eclipsa al retratado. Van Gogh se vuelve un instrumento con el que Schnabel pone a prueba ideas de puesta en escena, como pasa en las excursiones del pintor por el campo, que le sirven al director para experimentar con el uso de los colores y de la luz. Lo que antes se llamaba “película vehículo”, básicamente, solo que acá el cine no trabaja para el lucimiento de una estrella sino del director. Van Gogh y otros personajes dicen cosas un poco pomposas sobre el arte, la pintura y la vida, mientras que Schnabel hace sentir el peso de planos temblorosos y que se despegan del protagonista para encuadrar paisajes, como si fuera el director el que pintara, como si la cámara dibujara trazos sobre la pantalla. La película nos acostumbra rápidamente a ese gesto: cada vez que se habla de algo importante, la puesta sugiere que no hay que prestar atención únicamente a la palabra, sino que debemos mirar lo demás, comprender que las reflexiones que brotan de la boca de los protagonistas se trasladan a las decisiones formales. El pensamiento, por llamarlo de alguna manera, no está en los diálogos ni en los personajes, podría decirnos Schnabel, sino en las imágenes, en el trabajo de dirección. El cine, tal como lo entiende Schnabel, se va todo en ese jueguito. Más allá de eso, la película es un desorden de ideas, frases y recursos que nunca se estabiliza. Se tiene la impresión de que el director puede hacer cualquier cosa en cualquier momento, que es como decir que, en el fondo, no puede hacer mucho. Van Gogh puede hablar como un humanista convencido o como un desequilibrado que se aferra a los vestigios de la cordura, da lo mismo; el tono de la película puede ir de la exploración libre de los espacios y los colores a una meditación lúgubre acerca del hundimiento del protagonista. Antes dije que Schnabel era el único que realmente pintaba en la película: ahora habría que decir que lo suyo se parece más a un collage, a una suma de fragmentos de orígenes muy distintos que alguien reúne sin disimular las costuras. Pero se trata de un collage amable, lánguido, que no ofende ni molesta a nadie. La prueba de esto es que en la película conviven como pueden el dato y la invención, la información y el grotesco, y nadie se escandaliza. El corte de la oreja, por ejemplo, se narra sin estridencias: el hecho ocurre en el off, y después hay un diálogo largo de Van Gogh con un médico en el que trata de explicarle (y de explicarse a sí mismo) el corte como si estuviera en una sesión de terapia. Ese tratamiento suave, light, del momento choca con el del final, más brutal, donde se sugiere una hipótesis nueva sobre su muerte (la idea toma como base un estudio de 2011). Este ir y venir, que en otra película habría supuesto un quiebre del verosímil, acá funciona como un desbalanceo más del amontonamiento que realiza Schnabel. El resultado es una especie de Van Gogh ATP, multipropósito, que puede funcionar como entrada a la biografía del pintor para los neófitos y, al mismo tiempo, es capaz proveer alguna controversia módica (como la de su muerte) que sirva a los conocedores como tema de discusión a la salida del cine o el lunes en la oficina.
Van Gogh en la puerta de la eternidad: Expiación, reconocimiento y maestría. Un verdadero tour de force para Willem Dafoe (el cual le significó una nominación al Oscar como Mejor Actor), que hace un trabajo excelso al componer al pintor holandés y sus tribulaciones. El alma torturada del artífice, la catarsis a través del hecho artístico y la búsqueda de identidad en todo proceso creativo. Todos elementos comunes a la vida y obra de los diferentes autores y creadores, en especial aquellos consternados y atormentados espíritus que vagaron a lo largo de la historia de la humanidad en la búsqueda de reconocimiento. El pintor holandés post-impresionista, Vincent Van Gogh (Willem Dafoe), se mudó en 1886 a Francia, donde vivió un tiempo conociendo a miembros de la vanguardia pictórica, incluyendo a Paul Gauguin (Oscar Isaac). Una época en la que pintó las espectaculares obras maestras que son reconocibles en todo el mundo hoy en día; y lo que se propone Julian Schnabel (La Escafandra y la Mariposa -2007) es contar ese periodo en el cual Van Gogh tuvo que luchar contra la pobreza, el anonimato y su desequilibrado estado mental. Como era de esperar, el director nos ofrece un relato sentido y emocionante sobre uno de los artistas más importantes de la historia, lo cual no hubiese sido posible si no hubiera contado con un protagonista tan destacado y talentoso como Willem Dafoe (The Florida Project -2017). Una interpretación exquisita, medida e inescrutable. Igualmente, cabe destacar el trabajo a nivel guion que hizo el director junto con Jean-Claude Carrière y Louise Kugelberg, en el cual narra los acontecimientos desde el punto de vista de Vincent y con las lagunas mentales o la subjetividad de su propia persona. Eso enriquece la narración al hacer uso de ese narrador poco confiable que tiene una aparente bipolaridad o limitación psíquica. Por otro lado, ese estupendo trabajo de fotografía de Benoît Delhomme (The Theory of Everything – 2014) reproduce esa paleta de colores cálida característica del pintor expresionista, y embellecida por las subjetivas, la cámara en mano y esa visión distorsionada por medio del gran angular que nos mete de lleno en la percepción y la cabeza del pintor holandés. Un acertado trabajo visual que eleva todo el relato aún más. Puede que la segunda mitad se sienta algo más pesada y que se pierda un poco el rumbo en el final, cuando no se le dedique demasiado tiempo de pantalla al desarrollo de su muerte y los acontecimientos que la rodearon. No obstante, esto es funcional a la reproducción de esa desorientación que presenta el personaje principal en su vida personal y juega a reproducir ese sentimiento en el espectador. Como biopic resulta bastante refrescante e innovadora en lo que respecta a la narración, y también resulta ser conmovedora y emotiva a nivel humano. Algo similar a lo que ocurrió con Loving Vicent (2017), que además de ser estéticamente impresionante representaba un film más que correcto en términos narrativos y dramáticos. Así es como At Eternity’s Gate (titulo original de la cinta) representa un atractivo e interesante film que nos muestra el sinuoso sendero que transitó Van Gogh en su camino hacia el reconocimiento. Un reconocimiento que (como en todo gran artista) llegaría de forma póstuma e ingrata para el que fue uno de los grandes pintores del siglo XIX. Tal como lo dice el autor en una de las escenas más complacientes y sinceras del film: “El motivo representado desaparece, se esfuma pero la obra artística es eterna, inmortaliza lo efímero y transitorio”.
Todo film biográfico termina irremediablemente esclavo de la figura histórica que deside explorar. Lo ideal, por supuesto, es que también acabe atado a una interpretación a la altura, por lo que un gran Willem Dafoe nominado al Oscar como Mejor Actor no viene nada mal. El brillo de la nominación le viene bien a una película que, en una de las ediciónes del Oscar con mayor promedio de taquilla en la historia, destaca entre otras nominadas por la poca cantidad de ojos que acabarán disfrutandola en la gran pantalla. No es un proyecto que aspire a cientos de millones ni mucho menos, y viene apenas dos años luego del estreno de (la también nominada al Oscar) “Loving Vincent”. Pero afortunadamente se trata de un film diferente en todo sentido posible, que logra evocar el espíritu de Van Gogh de una forma única. Su director, Julian Schnabel, es también pintor. Aunque, por supuesto, es fácil olvidarlo cuando durante los 00s se cansó de recibir los más grandes galardones cinematográficos en Cannes (donde ganó Mejor Director en el 2007), los Oscars, BAFTAs y hasta cuatro nominaciones por el León de Oro en Venecia. Pero su pasión y renombre en el circuito artístico terminó manteniendo viva la idea de esta película durante muchos años, hasta que finalmente se decidió a volver al ruedo tras casi una década desde su último film. El resultado es un retrato íntimo, errático y de una belleza incontrolable. Anclada por supuesto en un maravilloso Willem Dafoe, que logra poner en crueles términos terrenales la figura emblemática e inmortal del artista que hasta hoy en día representa no solo la idea del artista torturado sino también del éxito póstumo. La presencia de Oscar Isaac e incluso un cameo del gran Mads Mikkelsen sirven para condimentar un proyecto que de todas maneras no está interesado en virar mucho de su protagonista. Incluso el estilo visual del film se encarga no solo de retratar de forma apropiada vivencias ya bastante conocidas, sino también ensuciarlas con el realismo justo como para que el contraste logre hacer brillar lo máximo posible toda su tragedia y esperanza. Es un film realizado con un estilo particular que referencia los trabajos de Van Gogh, combinando un realismo ultraestilizado, cómodo con sus propias imperfecciones. La ambición visual y la interpetación protagónica son dos faros que se encargan de iluminar la película en todo momento, pero de todas maneras se encuentra perdido en muchas ocasiones debido a un guion pretensioso por de más. A pesar de ello, es realmente una experiencia que consigue triunfar por sobre el producto final, entregando un proyecto a la altura del espíritu salvaje de su trágico protagonista. Aquellos que logren conectar con las cualidades tan particulares del film van a encontrar una biopic con el valor suficiente para atreverse a ir más allá de lo ordinario, algo que todas las películas sobre gente extraordinaria deberian tener como prioridad.
Pintando una vida. Centrado en la vida del pintor del post-impresionismo Vincent Van Gogh (Willem Dafoe), el nuevo film de Julian Schnabel, director de Basquiat y La escafandra y la mariposa (entre otros), opta por narrar exclusivamente a través de la visión del artista. De esta manera, el realizador norteamericano transmite al espectador los sentimientos e inquietudes que el pintor trabaja desde su arte, depositando a la cámara como el punto subjetivo por medio del cual busca —y logra— acercarse y entender al artista en cuestión. Si bien el film no deja de ser una biopic más, lo interesante del mismo y lo que hace que se diferencie del resto, es la manera en que opta por narrar las vivencias y la locura del artista plástico. Por un lado, gracias al mencionado uso del punto de vista subjetivo, con el cual se aprecian tanto las inspiraciones que dan forma y color a sus cuadros como también el virado de tonos azules, el cual refuerza sus períodos de depresión e inestabilidad mental y emocional. Por el otro, los movimientos bruscos, al relacionarse con el mundo de ciudad o la nublada visión, dan cuenta de sus estados alterados que paulatinamente van cobrando mayor lugar en el campo cinematográfico como en la mente de un Van Gogh que pierde el juicio rodeado de belleza —la misma a la que acude el director para contar su historia. Schnabel construye la vida del artista dando lugar a la introspección y al proceso creativo con grandes silencios y momentos de reflexión con la mirada del protagonista embriagado por la belleza sin igual de la naturaleza, la cual se presenta como la vida misma siendo la fuente de su inspiración. La relación de pintor y naturaleza es el centro del film, ya que el director se ve interesado en la comunión que se forma entre la exploración artística y los paisajes del sur de Francia que estimulan la visión de Van Gogh. A la vez, ello lo somete a la locura nacida de la incomprensión de aquellos que no ven de la misma forma que él —o que mucho menos logran comprenderlo. La relación de Van Gogh con su hermano Theo (Rupert Friend) y especialmente la fuerte amistad con su colega Paul Gauguin (Oscar Isaac), y razón del famoso corte de oreja, le brindan contexto y mayor profundidad a la creación y el pesar del protagonista. Es a través de las interacciones con cada uno de los personajes que se puede apreciar la soledad que asolaba al personaje y que le supo dar tanto inspiración como incomprensión por el público en general como también por sus seres más queridos y cercanos. Haciendo uso de dichas interacciones, las mismas son siempre remarcadas y trabajadas con una belleza estética como elemento que subraya los diferentes estados y pasajes de la vida del artista, preponderando al igual que en su arte los tonos azules o amarillos, dependiendo de los sentimientos que el film escoge retratar. Así, el último trabajo de Julian Schnabel logra destacarse gracias a los recursos estéticos que brinda, para indagar acerca del genio artístico de un pintor que, adelantado a su época, creó obras para un público que no le era contemporáneo, sino que llegaría mucho tiempo después. Ese público es el que ahora puede seguir disfrutando de su arte en la forma de un film que habla sobre el hombre y su obra, y lo hace inspirado en el trabajo del pintor holandés. De esta manera, la obra de Van Gogh logra ser eterna e incluso transformarse en otra expresión de arte como lo es el cine.
ChapeauCINE: “Van Gogh, En la Puerta de la Eternidad” CHAPEAU ARGENTINA·MIÉRCOLES, 3 DE ABRIL DE 2019Leída 5 veces La vida de Vincent Van Gogh no fue fácil, eso lo sabemos y lo sufrimos los que amamos su obra, y es una pena que no haya sido reconocido ni un poco su increíble talento. Su anterior film del 2017, "Loving Vincent" nos mostraba sus trabajos de otra manera. Esta película, en cambio, muestra su vida en Francia en la época que pasó en el pequeño pueblo de Arlés. Aquí vemos un Van Gohg (Willem Dafoe) muy atormentado, apreciamos sus pinturas cuando nadie más lo hace, recibe visitas de su amigo Paul Gauguin (Oscar Isaac) con el que tiene una relación con algunos vaivenes, y de su hermano Theo (Rupert Friend) con quien sí tenía una relación cariñosa y quien lo protegía y admiraba. Es una incógnita actualmente si su deceso se produjo a causa de una depresión y profunda tristeza o si fue asesinado por dos hermanos que jugaban con una pistola. El rol de Vincent Van Gogh le fue acordado a un gran actor que logra con su versatilidad a los 63 años poder holgadamente recrear la vida de un hombre de 37 sin que la diferencia influya en la actuación. Esta coproducción entre Estados Unidos, Francia y el Reino Unido hizo que éste grande ganara el Premio al Mejor Actor en el Festival de Cine de Venecia y fuera nominado al Oscar también en el mismo rubro. Destaco asimismo la fotografía y vestuario, así como la dirección de Julián Schnabel ---> https://www.youtube.com/watch?v=14fW4mhFkfg TITULO ORIGINAL: At Eternity's Gate DIRECCIÓN: Julian Schnabel . ACTORES: Willem Dafoe, Rupert Friend, Oscar Isaac. ACTORES SECUNDARIOS: Mads Mikkelsen, Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner. GUION: Julian Schnabel . FOTOGRAFIA: Benoît Delhomme. MÚSICA: Tatiana Lisovkaia. GENERO: Nominada al Oscar , Drama , Biográfica . ORIGEN: Estados Unidos. DURACION: 110 Minutos CALIFICACION: Apta mayores de 13 años PAGINA WEB: http://www.ateternitysgate-film.com/ DISTRIBUIDORA: Diamond Films FORMATOS: 2D. ESTRENO: 04 de Abril de 2019 ESTRENO EN USA: 16 de Noviembre de 2018TITULO: Van Gogh: en la puerta de la eternidad TITULO ORIGINAL: At Eternity's Gate DIRECCIÓN: Julian Schnabel . ACTORES: Willem Dafoe, Rupert Friend, Oscar Isaac. ACTORES SECUNDARIOS: Mads Mikkelsen, Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner. GUION: Julian Schnabel . FOTOGRAFIA: Benoît Delhomme. MÚSICA: Tatiana Lisovkaia. GENERO: Nominada al Oscar , Drama , Biográfica . ORIGEN: Estados Unidos. DURACION: 110 Minutos CALIFICACION: Apta mayores de 13 años PAGINA WEB: http://www.ateternitysgate-film.com/ DISTRIBUIDORA: Diamond Films FORMATOS: 2D. ESTRENO: 04 de Abril de 2019 ESTRENO EN USA: 16 de Noviembre de 2018
De aquí a la eternidad Willem Dafoe suma otra interpretación magistral con Van Gogh, en la puerta de la eternidad (At Eternity’s Gate, 2018) en el rol del pintor post-impresionista holandés Vincent van Gogh. El actor está en su elemento cuando hace de enfants terribles, figuras trágicas que desafían la ortodoxia de sus tiempos con su arte o filosofía. Su actuación es una extensión natural de su intensa versión de Jesús en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988). El film de Julian Schnabel es una biopic en el sentido estricto del género. Sigue los erráticos pasos van Gogh durante sus últimos años, concentrándose en su fatídico peregrinaje hacia el sur de Francia en busca de inspiración. Más que dramatizar los eventos canónicos de su vida, la película provee una experiencia (valga la expresión) impresionista de la turbulencia sensorial que dominaba al artista. El resultado es una aproximación convincente de lo que debe haber sido su estado emocional hacia el final de su corta y miserable vida. Propulsado por su hermano Theo, Vincent se interna en la campiña francesa y entra en comunión con la naturaleza en escenas que exacerban sus epifanías - por no decir su estilo - con un trabajo de cámara accidentado y desenfocado. El resultado no es disimilar a sus obras, en esencia sino en estilo. La primera escena, súbita y sin contexto, simula la perspectiva de van Gogh en primera persona al aproximarse a una campesina que quiere retratar en medio de un brote de locura. Varias escenas tienen algo de la inmediatez y energía que emanan sus obras. Van Gogh es rodeado de objetos y personajes que reflejan elementos críticos de su vida o personalidad. Los personajes y los conflictos parecen materializarse de la nada y volver a la nada, respetando la perspectiva de un pintor tan obsesivo que no comprende la definición del fuera de campo. La realidad de Vincent es caprichosa y aleatoria porque refleja su propio inestable id. “Subjetiva indirecta libre” la llamaba Pier Paolo Pasolini, el cineasta que solía plasmar este tipo de perspectivas en su cine y a quien Willem Dafoe interpretó en Pasolini (2014) - otro enfant terrible tan adelantado como trágico. El elenco está repleto de excelentes actores en pequeños papeles que más que participar en la vida de van Gogh la atestiguan a distancia, siempre con una mezcla de desprecio, perplejidad o indiferencia. Oscar Isaac compone al más importante, Paul Gauguin, el amigo que Vincent admira y quiere tener pero que sólo aparece en los buenos momentos y nunca en los malos. Emmanuelle Seigner es su hotelera, llena de asco y desdén. Mads Mikkelsen es un cura que, al final de una excelente escena, debe decidir si liberar al pintor de su prisión o no. Hermosa, conmovedora y turbulenta, la película tiene la energía de una caída libre, como si supiera que la puerta de la eternidad del título aguarda al final. En un raro momento de claridad van Gogh acepta su destino como un artista que trabaja no para su generación sino para las que siguen. Resignado a un rol mesiánico e incomprendido, Vincent se queda corto de recitar “Perdónalos, no saben lo que hacen”. Pero la verdadera tragedia es que nadie hizo nada.
En no pocas entrevistas, muchos directores alegan que en cuestiones de diseño y composición de encuadre sostienen que tienen lo que se dice un “ojo de pintor”. A la hora de hacer una película sobre uno de los pintores más relevantes de la historia del arte, ¿quién más apropiado para contar su historia que un cineasta con antecedentes en dicho ramo? Esa es la mirada que nos va a dar Julian Schnabelcon Van Gogh en la puerta de la eternidad. Un Ojo de Pintor El término no es arrojado de forma gratuita. No es traído a colación por, obviamente, cómo la película utiliza el color, sino por cómo utiliza la cámara. Una cámara en mano agitada y de grandes angulares que se hace camino al andar, que piensa la composición del encuadre mientras lo está rodando, no pocas veces sin cortar. Este modo en apariencia desprolijo no es muy distinto al de un pintor abstracto que tira la primera pincelada en su lienzo. Es acá donde el Schnabel pintor se posesiona del Schnabel cineasta. Esta también es una cámara que adopta la vista subjetiva en el más extremo sentido de la palabra. En ocasiones con la belleza de un chiaroscuro, y en muchas otras a través de un filtro amarillo con bifocales para las escenas más turbias, en particular el episodio de la oreja, una historia tan famosa como cualquier cuadro de Van Gogh. Este no es un biopic ordinario; no se propone mostrar la vida y obra de Vincent Van Gogh como una sucesión de eventos clave. Lo que se propone es mostrar algo más cotidiano, incluso si eso significa ingresar en momentos de tedio que prolongan demasiado su bienvenida, tales como Van Gogh corriendo por el campo acariciando el trigo, para luego arrojarse a la tierra y echársela en la boca. Si el espectador puede aceptar esto o incluso dejárselo pasar a pesar de sus falencias, tiene mucho que ver con la entrega en la labor interpretativa de Willem Dafoe. Van Gogh en la puerta de la eternidad tiene una mirada de la intimidad en cuanto a amistad y relaciones familiares muy europea, en cuanto a cómo se percibe el contacto. Esto se ve claramente ejemplificado en una escena con Van Gogh en cama y con su hermano Theo abrazándolo y conteniéndolo como si estos fueran dos niños muy pequeños. Algunos podrán tildarlo de homoerotismo, pero no hay escena en todo el film que sintetice más contundentemente la fuerza del vínculo que unía a los dos hermanos. También hay espacio para el desafío hacia las instituciones religiosas. Estén atentos a una escena entre el Van Gogh de Dafoe y un desesperanzador sacerdote interpretado por Mads Mikkelsen. Un duelo más que interesante donde el segundo pretende darle una lectura sobre el arte, solo para que el primero luego cuestione todo lo que ese sacerdote creía entender sobre la religión.
En la puerta de la eternidad es un film de Julian Schnabel sobre los últimos años de la vida de Vincent Van Gogh. La película se centra en el sufrimiento de un alma torturada por la enfermedad mental y por la soledad de un ser incomprendido que, paradójicamente a casi 130 años de su muerte, se ha convertido en uno de los artistas más populares y reconocibles de nuestra época. Prueba de ello es que el Museo Van Gogh el segundo más concurrido en Amsterdam, la muestra itinerante multimedia Van Gogh Alive es la más visitada del mundo, y la extraordinaria Loving Vincent, película de animación donde cada uno de los 65.000 fotogramas es una pintura al óleo realizada a mano usando el mismo estilo del pintor holandés, le rindió en 2017 un deslumbrante homenaje. Esta biopic de Schnabel, que es también coautor del guión, constituye un nuevo tributo, basado en lo mucho que se conoce sobre la vida de Van Gogh, especialmente a través de las cartas que intercambió con su hermano Theo y con su contemporáneo Gauguin, pero pasado por el tamiz del director, que plasma su percepción del genio del artista a través de “lo que surge directamente de mi respuesta personal a sus pinturas”. Para ello cuenta con una bella fotografía a cargo de Benoît Delhomme que recrea la paleta de colores de Van Gogh, con una expresiva dirección de arte y edición que logran transmitir al espectador la particular mirada y los estados de la mente, por momentos obnubilada y caótica del artista, encarnado magistralmente por Willem Dafoe quien le pone el cuerpo (y su extraordinario parecido físico) y el alma a este papel que mereció su primera nominación al Oscar y el premio al Mejor Actor en el Festival de Venecia 2018. Este largometraje, que se estrena en Argentina a casi una semana del aniversario del nacimiento de Van Gogh (30 de marzo de 1853) es un testimonio póstumo, como si se tratase de una carta del director que dialoga con el artista para confirmarle que, a pesar de los cuestionamientos que sufrió en el final de sus días recluido en una institución mental del sur de Francia por ser considerado un loco, la posteridad le dio la razón y lo reconoce como un adelantado a su época, como “un pintor que pintaba para gente que todavía no había nacido”. PD: Hay que quedarse hasta el final, ya que después de los títulos hay un bonus track: una carta de Gauguin como epílogo, con el fondo de la hermosa música de Tatiana Lisovkaia.
Una película que renuncia de antemano a todas las biografías tradicionales que se hicieron sobre ese genio de la pintura que es Vincent Van Gogh. Lo que hace el director y también pintor Julian Schnabel es arriesgar una teoría sobre el arte e intentar meterse en la cabeza de un hombre talentoso, que la leyenda quiso etiquetar en la anécdota de su oreja cortada y su suicidio, algo ya descartado en la actualidad. Para el realizador, basándose en las también legendarias cartas del holandés, el grado de locura es aceptado, pero también esa plenitud, esa conciencia de su talento en el momento de crear, esa certidumbre de la posteridad más que de un reconocimiento futuro. No es como aseguró el director una “biografía” forense, sino una experiencia inmersiva que puede resultar exagerada, desagradable, provocar mareos en el espectador. Sin embargo no deja de ser una aproximación extremadamente jugada y creativa como elección. Además de tratamiento del color, de la recreación de algunos de su cuadros más famosos a cargo del director, lo mejor del film es la actuación conmovedora de Daniel Dafoe que fue nominado por primera vez al Oscar por este trabajo, mucho más profundo y sensible que el que realizo el ganador en “Bohemian Rapsody. Dafoe hasta aprendió a pintar por exigencias del realizador y su entrega es total y conmovedora. Igual que las actuaciones de Oscar Isaacs (hace de Paul Gauguin) y de “Tal vez Dios me hizo pintor para las personas que todavía no están aquí” dicen en una línea de guión que remarca un egocentrismo difícil de creer. Un rasgo de un hombre racional que para la sociedad era un loco. Un film provocador que interpela al espectador y lo desafía. (G.M.)
Nada nuevo bajo el sol en esta difícil, por lo básica, puesta al día de la historia del pintor prefirió luchar contra sus fantasmas en un mundo que le era hostil y adverso. Dafoe sorprende en un film sostenido por el recurso de una constante cámara en movimiento que rompe la magia de la cuarta pared.
La vida del atribulado pintor holandés Vincent van Gogh ha despertado curiosidad desde hace años, y ya en contadas ocasiones el cine ha revisitado su tristemente célebre historia, cada una con distintos enfoques sobre los aspectos biográficos y la obra de este artista, y centradas en distintas etapas de su vida. Sin ir mas lejos en 2017 tuvimos la preciosa y poco convencional película animada Loving Vincent, y ahora es el turno del laureado pintor devenido en director Julian Schnabel de darle una nueva pincelada, específicamente sus últimos años de vida, donde finalmente su legado se forjó a fuego. Por desgracia, At Eternity’s Gate no aporta nada a quienes conocen la vida y la obra de van Gogh y muy poco a quienes no la conocen, a excepción de una polémica teoría sobre la muerte de Vincent con la que cierra la película.
La interesante y trágica vida del pintor holandés tuvo más de cinco biopics siendo el ultimo Loving Vincent, con formato de cine de animación en el que todas sus secuencias estaban pintadas por un grupo de artistas imitando la técnica y los colores que utilizaba Van Gogh. En este nuevo film Van Gogh en la puerta de la eternidad, el pintor y cineasta Julian Schnabel nos sumerge en la vida de Vincent van Gogh durante su exilio auto impuesto en Francia, específicamente en Arlés y Auvers-sur-Oise, los últimos meses de su vida, enfermo, pobre y encerrado en un asilo mental. Schnabel elige momentos clave en la vida del pintor, conversaciones con su hermano Teo y la cámara en mano que se transforma en un compañero de viaje que presenta los estados de excitación o de profunda depresión del pintor, su nula capacidad de congeniar con las personas a su alrededor, y el terrible dolor que le significa perder a Paul Gauguin, una de las pocas personas que pudo comprenderlo. La minuciosidad técnica y el interés del director por los detalles sumado a la cámara en mano nos hace mirar con los ojos de Van Gogh, para intentar entender que el artista No pintaba el objeto o la persona que tenía delante sino la experiencia que vivía con ellos, el momento que compartían, el recuerdo que le quedaría. Willem Dafoe hace una memorable interpretación, que la valió una merecida nominación al Oscar, del pintor, dotando de profundidad, matices y naturalidad a su personaje y sumergiendo al espectador en la mente atormentada de este artista castigado por la incomprensión del mundo, su creatividad excepcional, su inconsolable sensación de fracaso al no conseguir vender ni uno solo de sus cuadros, sus estancias en manicomios, su exaltación ante los paisajes y su consecuente suicidio. El simple sonido de la naturaleza y sonidos muy cercanos al silencio, combinados con destacados diálogos que logran cuestionar temas tan ambiguos como la existencia de Dios, el arte y la muerte, son algunos de los méritos de este film que reflexiona sobre el arte, sobre la creación y su innegable aspiración de dejar un legado. Pero cuyo mayor logro es conocer mas sobre el brillante y tortuoso Van Gogh y devolver a este icono de la pintura y el arte el valor de genio que merece.
"Ve al sur, Vincent", le dice Paul Gauguin a un Van Gogh atrapado en las fauces de una París extraña e incomprensible. De allí a Arlés, y a los sueños de un pintura concebida como destino irremediable, solo queda un viaje. El neoyorquino Julian Schnabel concibe su película como ese prolongado viaje del pintor hacia una naturaleza que se convierte en fuente y razón de su inspiración, y al mismo tiempo en el abismo de trascenderla. El pulso sensorial que evocan las pinceladas de Van Gogh es el mismo que persigue la incansable cámara del director sobre los pliegues de su personaje, de su rostro tempranamente ajado. Ese recorrido febril y definitivo consigue ser recreado de manera inusual, guiado por los acordes de la música de Tatiana Lisovskaya y por ese designio espiritual que Van Gogh presiente como impulso de su arte. Van Gogh, en la puerta de la eternidad es, en última instancia, una película sobre el tiempo. Schnabel consigue -con un Willem Dafoe en su mejor forma- materializar en el errante movimiento de su personaje la experiencia de un tiempo que nunca le pertenece, de un entorno que lo expulsa. Consigue medirse con obras notables como las de Vincente Minnelli y Maurice Pialat, las que mejor entendieron el sustrato maldito de ese destino. Su mirada escapa a los mandatos del biopic, recoge la prosa de las cartas del pintor y expresa su esencia, justa en su desnudez.
Willem Dafoe ganó como Mejor Actor en la Mostra de Venecia 2018 y estuvo nominado al premio Oscar por su interpretación de Vincent Van Gogh y, aunque cualquier cinéfilo tiene derecho a presumir que muchos galardones se definen cuando una figura de renombre encarna a una torturada figura de la vida real, en este caso habrá que darles la razón a todos quienes eligieron al protagonista de La última tentación de Cristo como merecedor de tantos reconocimientos. Es que Dafoe no da vida al mito sino al hombre de carne y hueso, a un ser vulnerable, en muchos aspectos decepcionado, resentido y desilusionado con la vida, capaz de tener los peores arranques de furia o caer en la autoflagelación, un ser incomprendido en su época e incompetente para procurarse ingresos mínimamente dignos (en ese sentido su hermano Theo, interpretado aquí por Rupert Friend, funcionó un poco como agente, mecenas y salvador). Con el aporte de un elenco notable integrado -entre otros- por Oscar Isaac, Mads Mikkelsen, Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner y Niels Arestrup (aunque la cámara se despega muy poco del rostro curtido del Vincent de Dafoe), Schnabel y sus coguionistas construyen un relato fascinante y desgarrador, que es también una inteligente reflexión sobre los vericuetos, las contradicciones, las injusticias y los sufrimientos de y en el arte hasta convertirse en algo realmente trascendente. Van Gogh murió con mucha más pena que gloria en 1890, a los 37 años. Su vida fue un padecimiento casi continuo, pero incluso con su inestabilidad mental supo retratar como pocos (sobre todo cuando se instaló en el sur de Francia) la belleza, el lirismo, las sutilezas y matices de su época (el trabajo con el color en su obra es proverbial). Atributos que, en varios momentos, fragmentos e impresiones, también aparecen en este valioso regreso detrás de cámara del neoyorquino Schnabel.
Retratar a un artista como Vincent Van Gogh y salir bien del esfuerzo es una labor ciclópea, enorme si no se desea mostrar solamente reverencia al talento del pintor. Julian Schnabel tiene entre sus películas varias biografías notables, como la del pintor neoexpresionsita Basquiat, y también Antes que anochezca, sobre Reinaldo Arenas, y La escafandra y la mariposa, acerca de Jean-Dominique Bauby, el periodista que quedó cuadripléjico. Y al abordar al genio de Van Gogh se anima y esfuerza por apresar su presencia. Van Gogh en la puerta de la eternidad toma los últimos años de la, no cuesta decirlo, infeliz vida del holandés postimpresionista, más que nada en Auvers-sur-Oise, en Francia. La combinación de lo que ve Van Gogh y lo que refleja en sus lienzos, pintando de pie, rodeado de paisajes con una luz que resplandece y brilla y hace una especie de juego simbólico, es quizá lo que mejor brinda el director en esta historia. Tan cierto como que la relación que Van Gogh tiene con los objetos es más impactante aquí que la que mantiene con los personajes con los que se cruza y dialoga, ya sea su hermano Theo (Rupert Friend), su médico o hasta Paul Gauguin (Oscar Isaac) con menos espesor, volumen, densidad. O por ejemplo, cuando crea una imitación de las imágenes de Van Gogh en escenas en sí mismas, las pinturas del doctor Paul Gachet y de Madame Ginoux (Mathieu Amalric y Emmanuelle Seignier). El filme es por momentos algo declamatorio (no es necesario y resultan redundantes las expresiones en off de Van Gogh sobre algo que acabamos de ver en imágenes), y si bien Schnabel opta por no dramatizar más de la cuenta con el corte de la oreja de su protagonista, la película da por sentado, por hecho y por verídico que no se suicidó, sino que fue asesinado por un joven, igual que hacía la no menos brillante animación Loving Vincent. Y el filme sobresale cuando se muestra la locura por la inspiración, más que el desquicio que parece apoderarse del personaje, ese arrebato y desenfreno que tan bien sabe reflejar en su rostro y sus actitudes Willem Dafoe (fue candidato al Oscar este año, perdió con Rami Malek por Bohemian Rhapsody) Allí, Van Gogh en la puerta de la eternidad es todo un placer.
Pintura sobrenatural. Muchos son los artistas que fueron reconocidos tras su fallecimiento. Este es el caso de un pintor: Vincent van Gogh, quien se consideró un privilegiado por ver lo que otros no pueden ver o por hacerlo de una manera totalmente diferente. Sus visiones se acercan más a la realidad y, aunque internado en un manicomio, relata con lucidez que tiene la firme convicción de transmitir estas visiones a través de sus pinturas, con la noble intención que las demás personas se sientas vivas. At Eternity´s Gate (2018) es un viaje en la mente y el universo de Vincent Van Gogh (Willem Dafoe), pintor holandés post-impresionista que, a pesar del escepticismo, el ridículo y la enfermedad, ha creado una de las obras más increíbles y admiradas del mundo. Sin ser una biopic oficial, ya que la película está inspirada en las cartas de Vincent Van Gogh, eventos en su vida, rumores y momentos reales, y algunas alucinaciones durante el tiempo en el que logró sus mejores obras en Arles, en el sur de Francia. Theo Van Gogh (Rupert Friend), su hermano, sostén económico y quien lo apoyó. Paul Gauguin (Oscar Isaac), un colega y amigo que lo acompaña por pedido de Theo, al comprender el grave estado mental de Vincent. Gauguin le propone iniciar una revolución para delinear una nueva relación entre la naturaleza y la pintura, y así cambiar el vínculo entre la pintura y la realidad, ya que los impresionistas no tienen nada nuevo para ofrecerle al mundo. El director Julian Schnabel se compromete con la visión y la humanidad del pintor, con un trabajo impecable en cuanto a fotografía, que bien podría trasladarse a un cuadro del propio Van Gogh -por momentos nos sentimos dentro de una de sus pinturas- por la paleta de colores, sus contrastes, paisajes y, además el movimiento de cámara, los fuera de foco, cámara en mano, elección de primeros planos y siempre contar la historia desde el punto de vista del pintor, excelentemente pensados para acompañar su estado de locura. Con respecto al guion -del que también participa Schnabel- sólo cabe decir que es impecable, muy inteligente a la hora de narrar los estadios que vivencia el pintor, generando en el espectador una empatía natural y credibilidad. Los diálogos son exquisitos y poéticos. Cabe destacar una brillante labor de edición; la música, sonidos y silencios situados en el momento perfecto, logrando una íntegra armonía en el filme y reflejando de esta manera el altruista y brillante espíritu de este artista que quiere mantenerse fuera de control, sólo se calmaban pintando rápido y a quien no le interesaron las “razones”. Las actuaciones son maravillosas en general; sin lugar a dudas el talentoso Willem Dafoe fue el indicado para interpretar a Van Gogh, constituyéndose en una de sus mejores actuaciones. “Tal vez Dios eligió el tiempo equivocado para mí, quizás me dio el don para pintar para personas que aún no han nacido”. Esta frase de Van Gogh es un excelente resumen del film y que resonará en nuestro interior. El final de At eternity´s gate es sublime, de una poética que le hace honor al visionario Vincent Van Gogh.
Hay un factor que eleva este film sobre otras biografías de Vincent Van Gogh, y eso que hay muchas, incluyendo la que le dio el Oscar a Anthony Quinn por su papel de Gauguin, “Sed de vivir” (“Lust for life”) de Vincente Minnelli. Es el factor Jean-Claude Carrière, el mítico guionista de las mejores películas de Luis Buñuel que, en el siglo XXI, sigue siendo un maestro ineludible del buen cine. “En las puertas de la eternidad” se centra en la estada de Van Gogh en una pequeña localidad del sur de Francia, donde era visto como un bicho raro por los naturales del lugar, y salvo cuando lo acompaña su amigo Paul Gauguin la pasa bastante mal, lo que impide que trabaje allí con sus pinturas. Hay un recurso del guion que ya había sido esbozado por Minnelli, pero que aquí ocupa un lugar central en todo el film, que son los flashbacks repetidos de frases y situaciones que atormentan al protagonista, lo que apoyado por el frenético estilo visual del director Julian Schnabel le da al film un aire espectral que conmueve al espectador por una vía distinta de la de la mera narración de una biografía muy conocida. Hay diálogos brillantes, por ejemplo, los que sostiene Van Gogh con otros pacientes del manicomio en el que es recluido. Y además de las imágenes más atractivas que provocan un contrapunto entre el cine y las pinturas del artista holandés, hay una actuación formidable, la del nominado al Oscar Willem Dafoe, que logra uno de sus máximos trabajos. Su absorbente mirada en algunos de los momentos culminantes del film seguirá en la mente del público mucho después de haber salido del cine.
¿Cómo filmar a un loco que también era un genio? La película protagonizada por Willem Dafoe, premiado por este trabajo en la Mostra de Venecia, se plantea este interrogante pero nunca termina de encontrar una respuesta. Toda película sobre Vincent Van Gogh enfrenta dos problemas, en principio insolubles: reflejar a un genio y abordar a un loco. En ambos casos hay que estar a la altura. Quizás es más difícil lo primero, ya que a un loco se lo puede construir por medios dramáticos, y además en el caso de Van Gogh es secundario: que haya estado internado y medicado es apenas anecdótico. Pero la genialidad es esencial: este nativo de los Países Bajos no hubiera sido nada si no hubiera sido un genio. Ahora bien: ¿cómo filmar a un genio? Dos alternativas: de manera “normal”, de acuerdo al dispositivo estándar del cine, narrándolo en tercera persona y con la gramática tradicional. No muy aconsejable: la genialidad no va a aparecer. La otra alternativa es tratar de hacerlo desde su interior, para ver el mundo de la manera en que él podría haberlo visto, recurriendo a los procedimientos que la inteligencia o imaginación del realizador dicten. Esta última modalidad fue la elegida por el neoyorquino Julian Schnabel (La escafandra y la mariposa, Antes que anochezca), pero, como lo indica la época, confiando más en el recurso que en la sensibilidad. El comienzo presenta a Vincent (Willem Dafoe, Mejor Actor en el Festival de Venecia y nominado al Oscar) presenciando, junto a su hermano Teo (Rupert Friend), una multitudinaria reunión del establishment pictórico parisino en un bistró de la ciudad. En otra mesa, un hombre acusa a todos de burócratas, se levanta y se va. Vincent lo sigue. Es Paul Gauguin (Oscar Isaac), quien anuncia su deseo de partir a Madagascar y, cuando el colega le confiesa su ahogo de París y su niebla, le aconseja: “Andá al sur”. La siguiente secuencia muestra a VVG recorriendo los sembrados de Arlés, y lo que viene de allí en más lo conoce todo el mundo: el rechazo de la gente del lugar, la compañía única de la camarera Gaby (Emmanuelle Seigner), el cuartito con la camita y los zapatos, el taburete para pintar en exteriores, la producción y las dudas, la llegada de Gauguin y la partida, a la que Vincent responderá como un amante traicionado, cortándose la oreja izquierda. Después la internación y la absurda muerte, un episodio poco conocido. Más que los hechos en sí, Schnabel --que contó con la colaboración del mítico Jean-Claude Carrière en el guion-- prioriza las sensaciones, intentando llegar por esa vía a la interioridad de VVG. Una caminata se hace más larga que lo que indica cualquier lógica dramática y algunas líneas de diálogo se repiten, tal vez con la intención de comunicar el disturbio mental. Otro tanto cuando Vincent visita sobre el final a Teo y las voces resuenan, preludiando alguna sobreimpresión tímidamente psicodélica, preludio del derrumbe tal vez. Es más difícil interpretar por qué motivo se incluye, en dos ocasiones además, un encuentro con una pastora, al borde del camino. O la razón de un viraje al blanco y negro en una escena. El recurso más utilizado por Schnabel --que había abordado con anterioridad la figura del pintor Jean-Michel Basquiat-- es sin embargo el más tradicional a la hora de narrar desde la interioridad de un personaje, que consiste en hacerlo mediante subjetivas. Lo raro es que las subjetivas de Van Gogh tienen una zona de bruma, en la parte inferior de lo que serían los ojos, y esa bruma no se explica. Con respecto a las subjetivas en sí, pasa algo: resultan muy eficaces en los planos en los que VVG es observado o interpelado por otro personaje en primer plano (los doctores Rey y Gachot, éste interpretado por el irresistible Mathieu Amalric, y sobre todo un sacerdote que intenta comprender qué hay en la cabeza del paciente, encarnado por el siempre inquietante danés Mads Mikkelsen). Finalmente el genio se va y se lleva el secreto, sin que nadie haya logrado penetrarlo. Afuera, sus cuadros siguen exhibiéndolo, para que cada observador procure empaparse de él, en soledad.
Hablar de Vincent van Gogh nos direcciona directamente a la pintura. Nos transporta, por ejemplo, a la Galería Nacional en Londres y nos sitúa frente a sus "Girasoles", y nos aleja inmediatamente al saber que tal imagen costaría una cifra de muchos pero muchos millones de dólares. También nos remite a los libros de Historia del Arte, donde este pintor holandés ocupa como mínimo un capítulo entero, tal vez un fascículo. Además de su recordada oreja, claro. Sin embargo, el filme del director y documentalista Julian Schnabel ("La escafandra y la mariposa", 2007, y "Miral", 2010) nos lleva a su época, al momento en que decide exiliarse en Arles y Auvers-Sur-Oise (ambas ciudades de Francia), donde tiene su etapa creativa más luminosa. Tiempo en que, aún lejos de la eternidad, sus cuadros empapelaban la habitación de su hermano Theo -marchante de arte, confidente y protector- porque no los podía vender. Willem Dafoe, nominado al Oscar como Mejor actor por este papel, interpreta de manera magnífica al hoy talentoso e inolvidable pintor, pero en su momento bastardeado artista. Papel reconstruido a partir de las miles de cartas que le escribía a diario a su hermano y a pintores como Paul Gauguin, con quien tuvo una revulsiva amistad. Entre sus elevadas discusiones, el artista francés le recriminaba que sus creaciones, por la densidad y volumen de sus óleos, eran más esculturas que pinturas. Y este último, ante su sentida ausencia ya en el epílogo de la relación, se corta su oreja para dejársela como ofrenda. TONO BIOGRAFICO El filme de Schnabel recrea todos los puntos distinguidos del artista holandés, la creación de sus cuadros más importantes, su desdoblamiento de la realidad, sus épocas de locura y sus extraños vínculos personales, hasta el confuso episodio que causa su muerte, que hasta hoy se desconoce con certeza. Todo, con una clase magistral de cine, que incluye todas las destrezas que un director puede realizar con una cámara registradora. Primeros planos que no agobian, una fotografía en sintonía con la obra del pintor, secuencias que responden al ánimo del protagonista y el mensaje claro de saber que Vincent van Gogh era consciente de que estaba construyendo la historia, a pesar de que un cardenal, con el mayor de los respetos, en una charla informal le dice que lo que hacía era ""una basura"". "Van Gogh en la puerta de la eternidad" es el típico filme necesario que le da relieve e imagen personal a todo lo leído y visto sobre uno de los artistas holandeses más importantes de todos los tiempos.
Esta versión es episódica, a la manera de una recorrida por cuadros, y tiene como eje un trabajo superlativo de Willem Dafoe La historia de Vincent Van Gogh es de las más –y mejor– transitadas por el cine (“Sed de vivir”, de Minelli o “Van Gogh”, de Pialat, por ejemplo). Esta versión de Julien Schnabel, que trabaja la relación cine-plástica (lo hizo en Basquiat hace más de dos décadas) es episódica, a la manera de una recorrida por cuadros, y tiene como eje un trabajo superlativo de Willem Dafoe, que actúa –y sobreactúa– a puro gusto al pintor holandés.
“Van Gogh: En la puerta de la eternidad”, de Julian Schnabel Por Mariana Zabaleta Retrato de un exiliado, peregrino del siglo XX el fantasma de Vincent van Gogh sigue apasionando a espectadores y artistas. Una vez más, desde otro foco, con tantos otros metadiscursos rondando, Julian Schnabel nos entrega su Van Gogh. A grandes rasgos el guion podría ser descripto como un retrato del mencionado personaje. Ya todos conocemos el rechazo y la tortura al que fue sometido sobre todo en los múltiples asilos psiquiátricos donde vivió. Tragedia aparte su vida fue marcada por varios eventos entre grotescos y miserables. El abandono y la desidia inscriben un Van Gogh que tranquilamente podría ser un personaje de Dickens. Más allá de la triste historia el guión tiene momentos de gran lucidez donde reflexiona sobre el acto y la contemplación creativa. Mucho “libre juego de las facultades” señalan a un Vincent rodeado y Uno con la naturaleza. Escenas cargadas de un misticismo ya poco retratado. Se destaca un gran esfuerzo en la puesta en valor del carácter expresivo del paisaje, tímidamente imitando al maestro (a su manera), la propuesta Schnabel se torna caprichosa y gestual. Ponerse en serie es como hacerse familia, de ello discuten apasionadamente Vincent y Gauguin en múltiples viñetas. La búsqueda de una comunidad donde las libertades sean espacios de discusión y propuesta. Todo aquello que la institución artística como academia, ya por ese entonces, no contemplaba: la puesta en crisis de sus normas y modelos como indicio de un nuevo paradigma visual. La respuesta es el exilio, Gaugen apostaba por mudarse a Madagascar, Van Gogh no pudo escapar de la tiranía de los burócratas. Nunca vendió ninguna de sus obras. Como contrapartida la cámara en mano presente emprende con valentía el señalamiento de lo maravilloso en lo común, la expresividad de los sucios zapatos de Vincent. El sonido y la luz tienen gran protagonismo en la composición de los paisajes retratados, sin condicionamientos ni artificialidad en la edición, la cámara pretende captar la experiencia del instante. El viento nunca sopla de la misma manera ni agita las hojas en una misma dirección, los pastos marcan un surco indefinido ante el paso del artista. En el paisaje llano él ve la eternidad, la relación del espacio y el tiempo se complejiza hasta rozar lo onírico. La máscara de Dafoe sonríe en éxtasis ante el atardecer, descubre la luz mutando la paleta de colores. VAN GOGH EN LA PUERTA DE LA ETERNIDAD At Eternity’s Gate. Suiza/Irlanda/Reino Unido/Francia/Estados Unidos, 2018. Dirección: Julian Schnabel. Guión: Julian Schnabel, Jean-Claude Carrière y Louise Kugelberg.Interpretes: Willem Dafoe, Rupert Friend, Oscar Isaac, Mads Mikkelsen, Emmanuelle Seigner, Mathieu Amalric, Anne Consigny, Niels Arestrup, Vladimir Consigny, Vincent Pérez. Duración: 111 minutos.
Este es un estreno, que, a la hora de analizarlo, viene a mi mente una palabra en inglés que no tiene una traducción literal acertada y concisa: tricky. En este caso se aplicaría como que es un truco o algo engañoso. Porque, desde lo formal, la cinta es buena y tiene una actuación muy poderosa, pero está en un código que es para pocos e incluso puede llegar a aburrir. Hay que tener en cuenta esto a la hora de elegir ir a verla. Ahora bien, una vez que entraste en sintonía, la cinta avanza bien. Pero más allá de su guión y narrativa, es la dirección de arte la que llama la atención. Parecería una obviedad que esto sea así en un film sobre Van Gogh, pero casi nunca sucede en las biopics de pintores. Sus paisajes, colores y texturas están bien representados en la pantalla, y llaman mucho la atención. Gran acierto por parte del director Julian Schnabel, que crea una atmosfera un tanto desoladora. Aún así, la atracción principal de la película es la tremenda performance de Willem Dafoe, por la cual fue nominado a un Oscar. No es lo mejor que hizo en su carrera, y ni siquiera podemos compararlo con el verdadero Van Gogh porque -obviamente- no existe material de archivo. Solo hay relatos, mitos y leyendas compilados por historiadores del arte. Lo cierto es que Dafoe compone un personaje muy tridimensional y, a la vez, muy lejano. Es difícil identificarte. Sucede eso con los genios. Sus miradas, su forma de pararse y hablar. Un conjunto grandilocuente de un verdadero maestro. Y eso es At Eternity´s Gate (título original), el disfrute se encuentra en ver a un gran actor componiendo un ícono de manera magistral, y no mucho más de eso.
ENTRE EL CINE Y EL MUSEO Entre los pintores que han marcado un estilo, sin dudas que Vincent van Gogh es el que más ha fascinado al mundo del cine. Ya sea porque se trata de una figura reconocida para el público incluso en su vida privada, como también porque precisamente su vida es la que ofrece una serie de elementos dramáticos que habilitan la curiosidad de la ficción. Su personalidad, la forma en que bordeó (o no) la locura, lo trágico de algunos de sus actos, el misterio alrededor de su muerte y, obviamente, su propio arte y la forma de llegar a él son detalles que una biografía cinematográfica utiliza como combustible. Y entre todas las posibilidades que tenía a mano, el director Julian Schnabel merodea en Van Gogh: en la puerta de la eternidad la cuestión estética hasta abrumar; trata de asimilar desde lo formal las pinturas del artista y fundamentalmente su uso de la luz, hasta terminar rindiéndose ante su elemento principal y más potente: Willem Dafoe y una actuación perfecta. Schnabel ha sabido construir una carrera retratando algunos personajes vinculados con el hecho artístico, pero su mirada se ha posado fundamentalmente en cómo esos personajes se han enfrentado de alguna u otra manera a un contexto complejo. Basquiat, Antes que anochezca o, a su manera, La escafandra y la mariposa dan cuenta de procesos dolorosos donde la creación es lo que termina justificando el pasaje. El problema con Schnabel es que suele ser un director de la forma ampulosa y de preocuparse por imprimir su sello en cada plano, elementos que terminan distrayendo y, en ocasiones, convirtiéndose en la única motivación de las imágenes en la pantalla. Por largos pasajes, Van Gogh: en la puerta de la eternidad no puede escapar de eso, es un merodeo refinado por paisajes, precioso desde lo visual pero vacío argumentalmente. Allí, Schnabel, pretende retratar el hecho artístico, estar en el preciso instante en que a Van Gogh se le ocurre tal o cual idea visual. Pero la película no se termina de definir entre el biopic tradicional y el cine disruptivo con tendencia a lo observacional, convirtiéndose sobre todo, y muy a su pesar, en un cuadro para admirar en un museo antes que en una película. Es recién en su última parte, cuando Van Gogh comienza a mostrar algunas fisuras en su salud mental, cuando la película debe ceñirse al dato biográfico y la narración toma una lógica más homogénea, que el film de Schnabel comienza a interesar entre tanta dispersión audiovisual. Tampoco es que Van Gogh: en la puerta de la eternidad se vuelva una película demasiado interesante, pero al menos sus ideas sobre el arte y el hecho artístico, y el vínculo de todo esto con el artista y su experiencia de vida, le da sustento al drama. En todo caso, la presencia de Dafoe siempre resulta intrigante, su forma de acercarse a la locura es realmente visceral y posee el magnetismo para que nuestra mirada se dirija hacia la pantalla. Es lo único que parece tomar vida, entre diálogos un poco pomposos y una solemnidad bastante tediosa.
La turbulenta vida de Vincent van Gogh fue retratada por el cine muchas veces. Tal vez la más memorable sea "Sed de vivir" ("Lust For Life", de 1956), de Vincente Minnelli, con Kirk Douglas y Anthony Quinn. Ahora el director Julian Schnabel, especializado en biografías ("Antes que anochezca", "Basquiat"), se acerca a la figura del artista con un tono propio, concentrándose en la mirada subjetiva del pintor. "Van Gogh, en la puerta de la eternidad" no es una biopic en el sentido estricto del género. La película refleja sólo sus últimos años, cuando fue a buscar inspiración al sur de Francia, y pasó sus días entre la creación febril, los paisajes a cielo abierto, el alcohol y las internaciones en psiquiátricos. Schnabel recurre mucho a la cámara en mano, los monólogos internos y los primerísimos planos. Su cámara intenta ser el ojo errático y atribulado del mismo Van Gogh. El problema es que el director a veces abusa de estos recursos y la narración se torna reiterativa. Además, sobre el final, su protagonista parece demasiado autoconsciente de su genio incomprendido. De todas maneras, la gran carta ganadora de esta biopic es el trabajo enorme y definitivo de Willem Dafoe. Dafoe (nominado al Oscar por este papel) no se permite ni un segundo de impostación. Todo su desborde y sufrimiento es creíble. Además está rodeado por un elenco de lujo que acompaña en pequeños papeles: Oscar Isaac, Mads Mikkelsen y Emmanuelle Seigner.
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En París o en Rotterdam, en Buenos Aires o en Caracas, todo aquel que conozca el nombre de Vincent van Gogh estará dispuesto a adjudicarle al pintor holandés que apenas vivió 37 años el título de genio. Tal vez la naturaleza de su arte desborde el consenso, pero después de su muerte y tras algunas décadas ya nadie se atrevió a discutir la hermosura de sus cuadros. Van Gogh, quien se apropió del amarillo, vindicó los girasoles, adiestró el viento e incluso pactó con los cuervos para que estos posaran como amables criaturas conscientes en sus pinturas, es el emblema platónico de un pintor, su perfección irrepetible. Dudar de él es como desestimar una misa de Bach, los sonetos de Shakespeare o las figuras extraídas de la piedra de Rodin.
El director de “La escafandra y la mariposa”, Julian Schnabel, había debutado con la biopic “Basquiat” regresa con otro retrato de un pintor, esta vez cruzando el océano (a la larga además de director él es pintor y por lo tanto es mundo que le resulta mucho más que cercano). Escrita junto a Jean-Claude Carrière y Louise Kugelberg y con un elenco de reconocidos nombres, “Van Gogh: en la puerta de la eternidad” retrata la última etapa del pintor que sucede mayormente en la localidad francesa de Arlés. Willem Dafoe (que llegó a estar nominado al Oscar por la interpretación en cuestión) se convierte en el Van Gogh que deambula buscando dónde pintar, que se inspira a través de la naturaleza, y que de a poco comienza a dejarse caer en ese espiral descendente al que lo lleva sus crisis psiquiátricas, de confusión y de angustia, y su soledad, pero al mismo tiempo lo empieza a conectar con esa búsqueda de la eternidad a la que alude el título, la necesidad de trascender. Por ahí también ronda la relación que arma con otro pintor que intenta sobrevivir a base de sus obras, Gauguin (acá interpretado por Oscar Isaac) y con su hermano Theo (Rupert Friend), a quien le ha escrito tantas bellas palabras en uno de los libros más editados. Schnabel intenta retratar su intimidad, sus largos paseos, sus momentos de lectura (“Mi Dios, qué bello es Shakespeare. ¿Quién es tan enigmático como él? Sus modos y sus palabras equivalen a un pincel trémulo de emoción y de fiebre. Sin embargo, hay que aprender a leer, como se debe aprender a ver y a vivir.”, ha escrito y acá el escritor inglés funciona como nexo con el personaje que interpreta Emmanuelle Seigner, Madame Ginoux). Pero también, de a poco se va apoderando de él una percepción especial de lo que sucede alrededor suyo, allí los planos se vuelven más cerrados y se apuesta a la repetición de diálogos escuchados por el pintor. Tampoco se deja de lado el famoso episodio de la oreja, retratado con cuidado y sin caer en lo espectacular, que sería el camino más sencillo. El elenco no sólo está compuesto por los reconocidos actores mencionados. También está ahí Mads Mikkelsen, que aparece como un sacerdote en una de las escenas más interesantes, y el francés Mathieu Amalric, como el doctor Paul Gachet que protagoniza uno de sus famosos retratos. Como resultado nos encontramos ante un film cuidado y más ambicioso de lo que aparenta su forma. Incluso al final se permite jugar con una teoría menos popular sobre su muerte. Dafoe le brinda mucho corazón a su personaje y logra transmitir ese caudal de emociones y pensamientos que pasaban por su cabeza sin apelar a histrionismos. No es un retrato imprescindible pero sí uno disfrutable y que se percibe que está hecho con amor y admiración.
Fuera de todo su desarrollo que resulta interesante, uno de los puntos más altos es la extraordinaria actuación, prolija, conmovedora está encarnada por Daniel Dafoe (fue nominado por primera vez al Oscar por este trabajo), lo acompaña un elenco secundario Oscar Isaacs (interpreta a Paul Gauguin, se luce) y Rupert Friend (Theo Van Gogh interesante personaje), entre otros. Su trama está más enfocada a sus sentimientos, en la mirada, en el interior del artista, como observaba a su alrededor, donde está marcada su soledad, su angustia y su fragilidad. Sufría el bulling de cierta parte de la sociedad, murió a los 37 años, a pesar que era un adelantado a su época, no tuvo un gran reconocimiento. Se recrea con estupendos colores, vestuario, una fotografía y locaciones bellísimas, aclaran ciertos mitos y está lleno de metáforas. Uno de los puntos en contra son: planos largos, silencios extensos, momentos estáticos, diálogos algo repetitivos y su ritmo un tanto lento.
Viaje a la soledad de un artista “Theo, hoy no tengo cinco francos para poder comer…”, decía en una de sus cartas Van Gogh a su hermano. En la actualidad sus pinturas valen millones de dólares. Pero que existió más allá de esas telas colgadas en alguna pared de galerías o colecciones particulares, un alma hipersensible que sufrió los avatares de su tiempo, la incomprensión de sus pares y de una sociedad que lo consideraba loco. “Loco” es el apodo que se coloca a todo aquel que no se puede encasillar dentro de los estándares convencionales de la sociedad. Y como van Gogh no encajaba en ellos, para el común denominador de esa sociedad de principios a finales del XIX y “aún en la actual”: era un loco. Van Gogh fue el pintor de la metamorfosis, en vez de líneas y formas pintaba objetos de la naturaleza inerte que parecían movidas por convulsiones. Antonin Artaud en su libro “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”, decía: “Lo que más asombra de Van Gogh, el pintor de todos los pintores, es que, sin escapar de lo que se llama y es pintura, sin dejar de lado el tubo, el pincel, el encuadre del motivo y de la tela, sin apelar a la anécdota, a la narración, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza propia del tema y del objeto, logró infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal grado que cualquier cuento fantástico de Edgar A. Poe, de Hernan Melville, de Nathaniel Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim d’Armin o de Hoffmann, no aventajan en nada dentro del terreno psicológico y dramático, a sus telas de dos centavos, sus telas, por otro lado, casi todas de dimensiones sobrias, como respondiendo a un fin determinado”. Julian Schnabel, más plástico que cineasta (“Basquiat” (1996) sobre Jean Michel Basquiat poeta, músico, dibujante y pintor que muere a los 28 años, “Antes que anochezca” (2000), sobre el escritor cubano Reinaldo Arenas, “La escafandra y la mariposa” (2007), “Berlín” Documental (2007), “Miral” (2010) sobre su expareja la periodista y escritora palestina Rula Jebreal ) , se anima a bucear en la historia de Vincent Van Gogh desde la mirada de un pintor, que sabe cuántos tonos de azul o amarillo puso en cada cuadro el artista. Y a partir de ellos hacer un retrato de un hombre que luchó contra la incomprensión. Van Gogh expresaba: “En el estudio del color, siempre tengo la esperanza de encontrar algo allí dentro. Expresar el amor de dos enamorados por la unión de dos complementarios, su mezcla y sus oposiciones, las vibraciones misteriosas de tonos aproximados. Expresar la esperanza por alguna estrella. El ardor de un ser por la radiación del sol poniente”. Julian Schnabel en su filme “Van Gogh: En la puerta de la eternidad” rescata ese sentimiento de Van Gogh e introducirá al espectador en el universo de dos complementarios, en su mezcla y oposiciones, en las que brillará con luz propia un actor-objeto: Willem Dafoe. Julian Schnabel además de pintar grandes lienzos mixtos, está claramente obsesionado con hacer películas sobre los límites de la creación, la adversidad y la vida de los artistas. Con sus pinturas, Schnabel se resiste a los encasillamientos; como cineasta, está interesado en invitar a los espectadores a conocer el espacio más íntimo de estas figuras culturales de todos los tiempos. Schnabel no es el primero en ir en busca del alma de Van Gogh, y moverse por un camino que ya transitaron Vincente Minnelli – George Cukor (Sed de Vivir, 1956), Maurice Pialat (Van Gogh, 1991), Akira Kurosawa (Los sueños de Akira Kurosawa, 1990), Robert Altman Vincent Theo (1990), o más recientemente la bellísima película de animación “Loving Vincent” (2018). Schnabel a diferencia de ellos va en busca del espacio íntimo de un hombre cuya revolucionaria soledad e incomprensión en parte elegida, pero sobre todo obligada por una sociedad que castigaba sin conmiseración su extravagancia. Van Gogh pintaba como alucinado, a través de un trance que lo obligaba pintar como por orden divina. El filme traduce esa intensa comunión entre el artista y la naturaleza, en una serie de secuencias bucólicas y líricas rodada en los campos de Provenza. “En la puerta de la eternidad” (At Eternity's Gate) es el título de una obra de Van Gogh que finalizó meses antes de su trágica muerte. Jean –Claude-Carrière en una entrevista sostiene: “En el cuadro, que se titula “A la puerta de la eternidad”, y le da el título al filme, aparece un anciano sentado en una silla, encerrado en sí mismo, ocultándose del exterior, con los puños apretados sobre los ojos. Casi una proyección del alma del artista, a menudo puesta a prueba por el conflicto total entre su alma y la sociedad que no lo entiende y lo relega a los márgenes. La idea del filme surgió frente a ese cuadro que observábamos en silencio con Julian. Allí germinó el concepto de ir más allá de filmar una biografía, Schnabel decidió concentrarse en las posibilidades del quehacer artístico. “At Eternity’s Gate” es una reflexión sobre ¿Cómo hizo van Gogh esas pinturas? ¿Cómo se hace ese tipo de arte? ¿Qué tan lejos de la sociedad tenía que ir para lograrlo? ¿Cuánto necesitaba de la naturaleza y el entorno? “En la puerta de la eternidad” (At Eternity's Gate) es un filme plagado de elipsis, que escapan al ojo del espectador, pero están ahí, agazapadas tras una leve imagen, como el puro goce libertino de los placeres sexuales y la puesta en práctica de una virilidad basada en la potencia y la violencia. El origen de la mutilación de la oreja es borroso. Schnabel, ayudado por Jean-Claude Carrière, deja en un increíble fuera de campo la más famosa anécdota del pintor. Schnabel no se pierde ni regodea en sus imágenes, las ofrece claras y potentes y para ello sigue a Dafoe/ van Gogh con una cámara incisiva que se acerca o aleja de su rostro, ofreciendo no sólo el aspecto exterior, sino el interior del personaje en esos arrebatos de pasión y locura que lo caracterizaban. En una de esas secuencias se produce el encuentro con Gauguin (Oscar Issac), el único entre todos los artistas parisinos que parecía estar en consonancia con sus ideales pictóricos y su visión sobre una estética diferente. En una de las cartas que Vincent van Gogh envió a su hermano Theo, refiriéndose a su modo de ver la pintura en el remitente escribió que: “un grano de locura puede ser el origen del mejor arte”. Esas discusiones sobre arte –en particular acerca del movimiento impresionista– que Van Gogh mantendrá con Gauguin le cederán el lugar a una serie de imágenes cinematográficas expresionistas (algún guiño a Murnau, en particular el de El último hombre -1924), un detalle para nada fuera de lugar ya que vincula la obra del holandés con una de las expresiones pictóricas más importantes del futuro cercano. Desde luego, varias de las pinturas/copias que pueden apreciarse en la película no fueron realizadas por Dafoe, sino por la mano de Schnabel. Vincent van Gogh en la actualidad se conoce que fue asesinado y que no se suicidó como se creía. También se sabe que su existencia fue un calvario a semejanza del personaje de Albert Camus en “El extranjero” que sentía esa angustia del vacío de la vida y fue apuñaleado por el absurdo cotidiano.
En el fragor de una luz que se escapa Nominado como mejor actor en los últimos premios Oscar, Willem Dafoe regala una interpretación alucinada, transformadora, en un film que va derecho al asunto. La cámara subjetiva, la mirada alterada, el foco extrañado, con demasiado para ver, sentir y pintar. El arrojo (del pintor, de la película, del espectador) sobre el lienzo es demoledor. No hay tiempo para nada más. Un arrebato que es un impulso constante. La luz se percibe y se escapa, irremediablemente. En ese intento desesperado se ahonda el Van Gogh de Willem Dafoe. Sucedía también en otra y célebre encarnación, a través de Kirk Douglas. A la manera de espasmos en continuado, llamados repentinos de una vida evanescente. Como la luz. En aquella oportunidad, era Vincente Minnelli el director y Sed de vivir la película. Ahora -y entre tantos referentes más, como Robert Altman y Akira Kurosawa- es el norteamericano Julian Scnabel quien dedica su mirada de cine a ese mundo de un amarillo que palpita. (Ojo, porque no todo amarillo, por amarillo, palpita. Bien podría ser un color muerto. Lamentablemente, abundan ejemplos). Lo hace en el intento de inundarse, de ensimismarse, en esa verdad revelada. ¿Cuál es el misterio tras la luz del pincel? Van Gogh: en la puerta de la eternidad no ensaya respuesta alguna, sino que se detiene en la formulación de la pregunta. Se trata de emular una fiebre creadora que no puede perder oportunidades ni tiempo. Toma por asalto lo que le rodea Pregunta que se reviste de un ahogo existencial, para el que utiliza la virtud del relato. Un relato apocado, que prescinde de demasiadas explicaciones. Va directo al asunto, al hecho, al fragor de la luz que huye. Desde el inicio, condensa ya el deseo, el impulso, con la bella campesina encontrada al paso. El viento, la naturaleza, ella. La cámara prácticamente se arroja, no contiene la excitación. Para la resolución del hecho habrá que esperar, más importa que sea desencadenante de la película. En todo caso, se trata de emular una incontinencia creadora, que se sabe finita y no puede perder oportunidades, tampoco tiempo. Así, toma por asalto lo que le rodea. Y su arma no es otra más que el color. Visiones. Tal vez, justamente, de eso se trate. De un mundo que se desdobla o repliega, que desoculta por momentos otras posibilidades o se quita de encima la hojarasca inútil con la que empecinadamente es recubierto. El Van Gogh de Defoe parece capaz de atisbar lo que asoma y por eso el desespero, el pincel sobre el blanco con el fin de iluminar el secreto que algún viento le susurra. Una mirada, podría decirse, enfermiza. Felizmente, tristemente enfermiza. Lust for Life es el título de la película de Minnelli. Lujuria por la vida. Por allí ronda también este Van Gogh, situado ahora en el umbral de lo eterno. De modo sonámbulo, preso de un trance que alguien tiene que sobrellevar porque, de lo contrario, no habría girasoles, cuervos ni trigales. Tampoco botas embarradas para que Heidegger, un siglo después, dejara vagar otra lujuria, la intelectual. El Van Gogh de Dafoe/Schnabel corre sin rumbo aparente, hacia él entonces las fuerzas represivas que lo encierran y, presumiblemente, equilibran. Entre ellas, el diálogo ambivalente que habrá de sostener con el sacerdote. Nadie mejor que Mads Mikkelsen para encarnar al hombre de hábito y su mirada siniestra. Mirada que el actor ha cultivado entre varios personajes perversos. Un comentario iconográfico ladino, que la película, como metonimia evidente, enuncia. A la vez, las palabras van y vienen y desnudan lo maleables que resultan ser. El artista las abre hacia el conflicto. La justa verbal -"en el principio ya existía el Verbo", viene bien recordar- tiene en el pintor al mejor esgrimista. Como si la imagen se sobrepusiera a una palabra que presume preeminencia. Imagen que es, vale recordar también, el cine mismo. Y aquí con uno de sus mejores guionistas de todos los tiempos: Jean-Claude Carrière. De su imaginería compartida con Luis Buñuel y Pierre Etaix a la luz que hace posible a las imágenes que encarnan en el nunca mejor Willem Dafoe. Dafoe es el film, hace propia la sensibilidad de este hombre alucinado, que vaga con la mirada puesta en algo más, situado a la vista de cualquiera, pero invisible. Dafoe pinta de verdad. Es su pulso el que busca el color escondido. La entrega del actor es dolorosa. Y eso es algo que la cámara captura. No sucede lo mismo con el Gauguin de Oscar Isaac, evidentemente caracterizado, de interpretación correcta y diálogos bien pronunciados. No hay encarnación ostensible. ¿Será, tal vez, por lo devorador del propio Dafoe, cuya impronta tiende a denunciar lo que no aparece igual de transformado? Sí hay una luz igual de viva, refulgente, en las miradas de Emmanuelle Seigner -de seducción imperturbable- y Mathieu Amalric, como el doctor Paul Gachet. (Amalric, a su vez, ya había encarnado a otro dolor vivificante en La escafandra y la mariposa, del propio Schabel.) Ente que transforma todo lo que toca, este Van Gogh es demasiado poderoso. También frágil. Contenido al estar encerrado, su aparente calma equilibra un interior que explota. Un balance que procura escapar a las previsiones y castigos sociales. Van Gogh es un ánima peligrosa. Lo fue en su momento, lo es ahora. Al respecto, vale la manera desde la cual Schnabel retrata el momento fúnebre, rodeado de sus cuadros, amados hijos. La muerte conoce una transmigración que se reparte entre todas las pinturas, como el vuelo de esos cuervos en el que tal vez sea el último de sus cuadros. Mientras, los mercaderes acuden solícitos. Es el turno del mercado -esos otros cuervos-, poderoso en su simbología, de efectos devastadores. El manicomio antes, el valor económico ahora. El film de Schnabel permite contradecir lo habitual del asunto y precisar que no se trata de pensar si la suerte económica le fuera esquiva en vida al gran pintor, sino que fue su ardid de vida el que lo mantuvo decididamente al margen de tamaña banalidad. Hoy el pleito continúa.
Ambiciosa pero problemática, visualmente ingeniosa pero narrativamente bastante obvia, esta nueva biografía del mítico pintor gana mucho a partir de la extraordinaria composición de Willem Dafoe. Difícil, a esta altura, hacer una biografía sobre un pintor tan célebre como Vincent Van Gogh. Ya hubo varias y, en algún punto, su vida responde a tantos clichés del artista torturado que es casi imposible hacer algo original. Schnabel, en cierto modo, lo intenta. Y por momentos parece que lo va a conseguir, por el arriesgado acercamiento visual que propone. Y, especialmente, porque lo ayuda mucho la personificación de Willem Dafoe, actor que parece nacido para el papel, y que logra internalizar –al menos en la primera hora del relato cuando el pintor está un poco más entero psíquicamente– las complicadas emociones y pulsiones del personaje. Pero la película termina siendo un poco menos que sus mejores momentos. Y un poco mejor que la biografía convencional que uno podía temer. Viniendo de Schnabel –también artista plástico y con varios films biográficos en su haber– era esperable que el planteo visual fuera a ser por lo menos particular. Y de alguna manera lo que intenta con la ayuda del director de fotografía francés Benoit Delhomme es que la película tenga una mirada sobre el mundo que en cierto modo esté alineada con la del personaje. Esto se logra a través del uso de una cámara en mano nerviosa, planos inclinados, cortes sobre el eje, juegos con el color y otros recursos que si bien parecen obvios (una película sobre “un loco que pinta raro” casi que debería estar filmada así) están bien usados, se incorporan con fluidez al relato. Y el relato en sí es breve y específico, centrado en los últimos años de vida del pintor, su estancia en Arles, sus entradas y salidas de un manicomio y, especialmente, en su desarrollo estilístico a partir de la confrontación de su mirada con los escenarios locales. Es, en buena medida, una suerte de unipersonal de Dafoe y en eso reside lo mejor de la película. A sabiendas que es una historia conocida y contada muchas veces, Schnabel decide que el espectador más que acceder a una sesión de Wikipedia visual debe experimentarla. Y logra muy bellos, electrizantes y tristes momentos en ese deleite y lucha de Vincent entre su mirada, la naturaleza y su trazo. Pero la película no puede evitar tener un guion y, como dicen por ahí, “contar una historia”. Y cuando lo hace todo se banaliza. Los actores (incluyendo Oscar Isaac como Gauguin, Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner, entre otros) sobreactúan, pasan absurdamente del francés al inglés acentuado, recitan líneas que van de lo más obvio a lo que podría llamarse “el diario del lunes” (“Tal vez nací antes de tiempo”, le dice Van Gogh a un sacerdote encarnado por Mads Mikkelsen en una larga y curiosa escena de debate religioso) y hacen consideraciones sobre el arte que no responden a ninguna lógica del diálogo: les hablan a los espectadores. Ahí la magia visual de la película pasa a segundo plano y la parte más plana y banal de la película toma forma y se adueña de ella. Y también es discutible la decisión del director de modificar los cuadros del autor para que luzcan parecidos a los actores que interpretan a los personajes representados, como en el caso de Amalric/Gachet, entre otros. Pero esas escenas no arruinan la película por completo. Mientras muestra el paso del tiempo y la decadencia mental del pintor, Schnabel es inteligente para dejar literalmente “en negro”, como blackouts, los accesos de violencia del pintor –incluyendo el famoso corte de oreja– y empieza a arriesgar con una paleta de colores más propia de esa locura: alucinada, borrosa y sí, un tanto obviamente… amarilla. Pese a sus evidentes problemas, la película es respetable ya que la presencia sufrida de Dafoe –en un rol que me hizo un poco acordar al de LA ULTIMA TENTACION DE CRISTO— le da gravedad al silencio, peso a las escenas y densidad a los diálogos más banales. Es la carta de triunfo de esta película ambiciosa pero problemática.
Trazos íntimos El retrato de Julian Schnabel sobre Van Gogh es una película sensorial, no un melodrama; bocetos de su vida que desembocaron en cuadros. En la primera escena de Van Gogh: en la puerta de la eternidad no vemos al artista que pintó los girasoles más bellos de lo que parecen. Una cámara subjetiva e inquieta nos invita a ubicarnos en los zapatos de Vincent Van Gogh, descubriendo en una mujer que guía a un rebaño de ovejas una futura obra. “¿Por qué?”, le pregunta ella cuando quien, sin nunca saberlo, se convertiría en uno de los pintores más famosos del mundo le dice que quiere dibujarla. El sexto largometraje de Julian Schnabel intenta una y otra vez contestar preguntas, animándose a patear mitos que siguen girando alrededor de la vida de Van Gogh. Para el director de La escafandra y la mariposa (2007) y Antes que anochezca (2000) reconstruir la imagen de Van Gogh no es hacer un retrato más. Su ópera prima, Basquiat, estrenada en 1996, comienza con un personaje hablando sobre Vincent, en 1979: “Todo el mundo quiere subirse al carro de Van Gogh. No existe un viaje tan horrible que nadie quiera hacer. La idea del genio no reconocido sudando tinta en un desván es deliciosamente absurda. (…) Iba a ser el más moderno de los pintores, pero todo el mundo lo odiaba. Nos avergüenza tanto su vida que la historia del arte es una compensación al abandono a Van Gogh”. En aquella película, incluso, actúa William Dafoe, interpretando a un escultor que trabaja como electricista en galerías de arte. Agujereaba paredes con el taladro y quien hacía de Basquiat le sostenía la escalera. “Ya llegarás, ya llegarás”, le decía a Basquiat cuando éste miraba admirado los lienzos gigantes apoyados sobre las paredes. Veintitrés años, después William Dafoe se convierte en Vincent Van Gogh sin necesidad de cubrir su rostro de prótesis o ponerse una barba postiza. Más allá del parecido físico del actor con el artista, Van Gogh: en la puerta de la eternidad esquiva caer en la caricaturización del personaje, como suelen hacer la mayoría de los biopics de pintores. A Schnabel no le interesa el artificio, tampoco el realismo encorsetado en los supuestos hechos reales. Su preocupación reside en acercarse y acercarnos con su película a la experiencia emocional que vivimos al pararnos frente a un cuadro de Van Gogh: sensaciones que son complejas de traducir en palabras. “¿Se puede escribir todavía algo sobre Van Gogh?”, se preguntaba el escritor, artista y crítico de arte John Berger. La misma pregunta me hago yo respecto a Van Gogh retratado por la cámara: ¿se puede mostrar en el presente algo sobre él que todavía no conocemos? La historia del cine se ha hecho cargo del pintor de cabello color fuego una y mil veces: bajo la dirección de Vincente Minnelli en Lust For Life (1956), con un Kirk Douglas enérgico y viril; a través de la sensibilidad de Maurice Pialat y la interpretación de Jacques Dutronc en Van Gogh (1991); con el retrato de pocos minutos en blanco y negro que realizó Alain Resnais en 1948 con su singular estilo brutal; a partir de la mirada abarcativa y sentimental de Robert Altman, quien decidió en 1990 incluir a Theo en el título de la película, entendiendo que no hay Van Gogh sin su hermano Theo. Tim Roth fue Vincent, y también lo fue Benedict Cumberbatch. En 2017 los directores Dorota Kobiela y Hugh Welchman demostraron que no se había hecho todo en cine alrededor del nombre de Van Gogh: mientras todos los directores hasta la fecha miraron al artista holandés desde afuera, la película animada Loving Vincent se atrevió a mirar a través de los ojos de Van Gogh. Una anomalía que está fuera de la representación. Y lo que ningún biopic pudo hacer lo hizo la ciencia ficción: justicia. En el capítulo 10 de la quinta temporada moderna de Doctor Who, el guionista Richard Curtis, el director Jonny Campbell y el productor Steven Moffat, le dieron a Vincent ese momento que cierra una historia, una vida, una necesidad del atribulado pintor. Frustrado hasta el dolor por la indiferencia y el rechazo a su obra que experimentaban sus contemporáneos, y gracias a la capacidad de viajar en el tiempo del Doctor, su máquina poderosa, la Tardis, Van Gogh aparece hoy en un museo, en plena muestra de sus obras. Admiradas y disfrutadas por una multitud, que las entiende y las valora. Desbordado por un llanto que por primera vez no se apoya en la tristeza. En una de las más conmovedoras escenas de Van Gogh: en la puerta de la eternidad, el artista le dice a un cura, dentro del manicomio, que tal vez Dios lo hizo pintar para gente que aún no nace. Ese desfasaje en el que cree Vincent es tacleado por Doctor Who. Entonces, ¿por qué hacer otra película sobre Van Gogh? En principio porque Van Gogh: en la puerta de la eternidad no es una película más. La mirada de Schnabel es distinta a los largometrajes y cortometrajes, algunos valiosas y otros indefendibles, que narraron un costado del artista. La primera respuesta al interrogante lanzado es que en la película de Julian Schnabel vemos a Van Gogh pintar de principio a fin. Sean zapatos, flores o un ser humano. Más allá de que el director tiene una idea de la pintura más performática que clásica, el acto de mirar un objeto o un sujeto y trasladarlo al lienzo es protagonista en el relato. Dibuja con caña y tinta, mancha la tela blanca con óleo amarillo, retrata con pinceladas rápidas hasta lograr una imagen que no se parece a lo que ven los demás. Solo es fiel a su percepción de lo que tiene enfrente. Van Gogh: en la puerta de la eternidad es una película sensorial, donde importa más el ritual obsesivo que la acción. No es un melodrama como lo han sido todas las películas de Van Gogh. Son bocetos de momentos en la vida del artista que desembocaron en cuadros. La trama pesa menos que la caja de pinturas que carga diariamente Vincent por el campo a la búsqueda de la luz perfecta para pintar. En la última carta que Vincent le escribió a Theo le dijo “solo podemos hacer que sean nuestros cuadros lo que hablen”. Y Schnabel comprende más que nadie esa frase, porque antes de ser cineasta fue pintor, uno de los artistas neoexpresionistas más llamativos de la escena neoyorquina de los años 80. Sus obras están presentes en el Metropolitan y en el Pompidou en París. No es necesario ser artista para entender cómo veía el mundo Van Gogh, pero sin dudas su mirada será desde otro lugar. En Van Gogh: en la puerta de la eternidad, Schnabel elige darle más espacio a Paul Gaughin (Oscar Isaac) que al hermano marchand (Rupert Friend). Porque quien se convertiría en referente máximo del fauvismo ocupa el rol de antagonista que envenena y vitaliza, al mismo tiempo, a Van Gogh. La soledad es palpable pero la competencia artística con Gaughin es protagonista en esta historia que, para sorpresa de todos, impacta con su desenlace. Tal vez esto ocurre porque Schnabel se siente cerca de ese conflicto a causa de la rivalidad que tuvo él mismo con Basquiat. Y aun con la inmensa distancia que separa a la primera película del director con la última prevalece la preocupación del vínculo entre el artista y su obra. “Nadie ve lo que yo veo y eso me asusta”, le dice Van Gogh a un médico luego de cortarse la oreja. A Schnabel le importa poco y nada el escándalo de la oreja cortada y todas las leyendas que colgaron del lóbulo que pretendió volverse más relevante que las imponentes pinturas de su dueño. El director filma Van Gogh: en la puerta de la eternidad para recordarnos que nadie ve de la misma forma un objeto o sujeto. Vincent representaba a su manera un árbol en papel, y Schnabel traslada a Vincent a la pantalla grande a través de su mirada intimista. Porque a la hora de narrar, de justificar hacerle espacio a otra historia, lo importante no es el tema sino lo que se quiere decir sobre él.
Todos los Vincent, el Vincent Una nueva película sobre Van Gogh nos recuerda todas las versiones que el célebre pintor tuvo en la pantalla grande. ¿Por qué habrá pintado un solo lirio blanco?. —Porque se sentía solo. Este diálogo pertence a la película Mentes que brillan (Little Man Tate), la gran opera prima de Jodie Foster que gira en torno a un niño genio y en ese diálogo específico lo que se está comentando es un cuadro de un paisaje dibujado por Vincent Van Gogh. Little Man Tate es la historia de un genio triste, cuyo talento gigantesco parece ser uno de los causantes de su soledad y su condición marginal. Van Gogh es, al menos en el imaginario colectivo, un sinónimo de eso: el genio angustiado, incomprendido por un mundo que se burla de él. No es que Van Gogh sea el más sufrido de todos los artistas, de hecho ni siquiera es el más sufrido de todos los pintores geniales holandeses (Rembrandt, sin ir más lejos, sufrió tragedias horrorosas a lo largo de su vida), pero sí en algún punto el más identificado con el fracaso. Antes de ponerse a pintar, Van Gogh se caracterizó por hacer todo mal: quiso ser pastor y terminó rechazando y siendo rechazado por la propia Iglesia; su vida amorosa fue un desastre tras otro, y había fracasado incluso en cualquier puesto administrativo en el que se había desempeñado. Cuando empezó, sospechó (acertadamente) que tenía un talento realmente grande para ese arte, algo que puso de manifiesto en varias cartas a su hermano Theo, pero al mismo tiempo no pudo vender en vida más que un cuadro, lo que hizo que empezara a dudar más de una vez de su habilidad. Lejos de lo que se cree, no es que haya sido un artista totalmente incomprendido: poco antes de su muerte, su nombre ya empezaba a ser conocido en el ambiente pictórico y había recibido una crítica laudatoria de uno de los más importantes críticos de la época. Al punto tal es así que más de un biógrafo especuló que si hubiera vivido un poco más, Van Gogh hubiera podido recibir el reconociminento que merecía en vida. Pero eso no pasó: muerto a los 36 años en circunstancias sospechosas (pudo haber sido perfectamente un suicidio, pero hay teorías que dicen que pudo ser un homicidio accidental), uno de los pintores más grandes que dio el SIXX terminó siendo velado en un pequeño salón, rodeado de las muchas pinturas que había dibujado en los últmos meses. De esta manera, es tan trágica la vida de este hombre que podría decirse que su primera muestra íntegra fue en su velorio. A esto se le suma un aspecto, claro, que es el de la locura. La que incluye su automutilación (aunque de nuevo, al igual que su muerte, está rodeada de un aura de sospecha), y un encierro en un manicomio. O sea, si uno quisiera buscar un estereotipo de artista genial, loco y trágico, Van Gogh no pareciera ser otra cosa que su ejemplo más perfecto. Sus pinturas, por otro lado, parecen más de una vez reflejar esto. Aquella frase esbozada por el nene genio de Mentes que brillan es bastante cercana a lo que uno siente frente a una obra de Van Gogh. El chico ve una pintura llena de color, que exalta la naturaleza, y tiene sin embargo la sensación de que hay algo de deprimente en esa obra. No es la única pintura de Van Gogh que da esa sensación de desconcertante angustia. Su célebre pintura “La noche estrellada” posee esa rara cualidad en la que Van Gogh nos presenta un cielo alunado y estrellado hermoso, lleno de azules y amarillos refulgentes, pero al mismo tiempo basta con ver el pueblo de abajo (aquel en el que habitan los hombres) para ver apenas un par de luces prendidas y una oscuridad omnipresente sobre la que la luz del cielo no parece llegar. En sus aún más célebres girasoles, Van Gogh usa distintos tonos de amarillos que le dan a la pintura una vitalidad admirable; así y todo, basta con observar que esos girasoles están marchitos para adivinar en esos cuadros una cualidad mortuoria, un pesimismo secreto. Estas pinturas se entregan a una interpretación fácil sobre un artista y su obra. Van Gogh, pintor vital como pocos (su actividad como pintor duró apenas ocho años, lapso en los que realizó más de 900 cuadros y 1600 dibujos), era también un alma muy torturada; y no es difícil ver en sus cuadros el reflejo de ese choque entre esa energía desbordante y ese espíritu autodestructivo. Una de las primeras de las adaptaciones cinematográficas de la vida de Van Gogh tuvo algo de ese rasgo formal, al menos en lo que a tratamiento del color se refiere. El film en cuestión se llamó Lust for Life, conocida aquí en la Argentina como Sed de vivir y en España con el insólito título de El loco de pelo rojo. Un título bastante inadecuado porque el protagonista de esta película no está precisamente loco, más bien tiene instantes de locura por un espíritu desbordado y ávido de hacer algo trascendente en la vida (sea un servicio abnegado por los pobres, sea pintar). En todo caso, lo que es Sed de vivir es menos una reflexión sobre Van Gogh que una reflexión sobre la construcción de un genio en base a persistencia y aprendizaje permantente. En este sentido, la gran habilidad de este biopic del pintor (acaso el que mejor que se hizo junto con el de Pialat del ´92), es la de desestimar la idea de Van Gogh como alguien dueño de un don innato, casi mágico, para concentrarse en la idea de un trabajador incansable y dueño de una cantidad de mutaciones gigantescas a lo largo de su obra. Estará en esta película lo típico que encontramos en las películas sobre Van Gogh: su tormentosa relación con Gaughin, su internación en el manicomio, su automutilación, su relación con su hermano Theo y la idea consensuada de que murió tras dispararse en el abdomen. Casi uno diría que como película sobre Van Gogh parecería bastante convencional desde lo narrativo. Y sin embargo, lo extraño de Lust for Life es que sigue siendo al día de hoy una película fascinante y raramente distinta de cualquier adaptación que se hizo después. Primero, por su extraordinaria síntesis narrativa (la cantidad de cosas que pasan a lo largo de dos horas de relato en este film es sorprendente); en segundo lugar, por una actuación hipnótica de Kirk Douglas (que asombró entre otros a John Wayne, quien no podía creer que un “duro” de la pantalla como él haya hecho un personaje tan sufrido y frágil); y en tercer lugar y sobre todo, por el extraordinario uso del color de la película. Allí, el enorme director Vincente Minnelli inundó la película de colores dueños de una intensidad desesperante, acorde justamente a ese cromatismo tan rabioso de las pinturas de Van Gogh. Además, con el material de base que tuvo, Minnelli construyó un biopic alejado de las convenciones de las historias de vida de Hollywood. Si desde el 30 en adelante Hollywood gusta de presenar sus biopics como historias de personas que contra viento y marea superaron todo tipo de aflicciones, Sed de vivir es justamente la historia de alguien marcado por la frustración constante y por una felicidad que no parece venir nunca. Luego de esta película la figura de Van Gogh volvería a la gran pantalla con Vincent y Theo, de 1990 y dirigida por Robert Altman. Una película sufrida con gente sufriente, con un Tim Roth haciendo del célebre pintor en clave altisonante y furiosa, con una forma de caminar que parece más propia de una estrella de rock que de la persona tímida y temerosa que habían imaginado Minnelli y Kirk Douglas décadas atrás. La cuestión furiosa incluso se transmite en la propia música inicial con la que abre la película: allí escuchamos una guitarra eléctrica haciendo sonidos estridentes mientras contemplamos colores perturbadores. La escena siguiente encuentra a un hombre de una subasta vendiendo en plena década del 90 el cuadro de los girasoles de Van Gogh a millones de dólares, y de pronto un corte al SIXX, donde encontramos un Van Gogh con la cara sucia de trabajar en una mina, y durmiendo en un espacio paupérrimo. La idea es evidente: este pintor marcado por los pocos ingresos producirá cuadros que después de su muerte se venderán a millones de dólares. Justamente la idea de Altman es tomar la célebremente desgraciada de Van Gogh,para agregarle más desgracia todavía; de ahí que nunca hubo quizás otro Van Gogh más dispuesto a gestiular su dolor que este, ni una escena del corte de oreja (que normalmente los directores dejan pudorosamente fuera de campo) más explícita. El camino que toma Robert Altman en esta película de agregar negrura sobre una vida negra no parece ser el más adecuado, y de hecho parece ser el camino que tomaron hasta ahora todas las películas que se hicieron en este joven SXXI. Fueron cinco en total: un número sorprendente de biopics hechos para una sola persona. El Van Gogh de Tim Roth, más furioso que tímido Intentemos no explayaranos mucho sobre el vergonzoso telefilm que protagonizó Benedict Cunterbacht en el año 2010 (Van Gogh: painter with words), ejemplo de cine academicista e intrascendente. Tampoco en las precarias The Eyes of Van Gogh (del 2005) o The Yellow House (del 2017). A lo sumo, concentrémonos en Loving Vincent, una película de animación en la que cientos de dibujantes se encargaron de animar los cuadros del pintor para contar algunos aspectos de la vida del artista. De este modo vemos los afamados cuadros de Van Gogh moverse y hablar. El efecto es rarísimo y bastante deprimente. Los cuadros de Van Gogh, que suelen exudar tristeza, al ser animados se vuelven todavía más perturbadores, y el film no parece tener ni un solo respiro, ni un solo momento luminoso en sus escasos 90 minutos, volviendo todo excesivamente gris. Por si esto fuese poco, la propia figura de Van Gogh es vista de forma excesivamente lastimosa. Lejos del pintor-rockero furioso de Altman, este Van Gogh no hace durante toda la película otra cosa que no sea sufrir y sufrir. Porque le hacen bullying en el pueblo, porque su hermano sufre al mantenerlo, porque el Dr. Gachet le dice alguna que otra cosa fuera de lugar. Así es como durante buena parte de la película, el Van Gogh de este largometraje no hace otra cosa que pasearse con cabeza gacha recibiendo insultos, envuelto en un halo de sufrimiento que le da hasta una característica de santo pagano. Algo de eso hay en En las puertas del paraíso, la recientemente estrenada película de Julian Schnabel con Willem Dafoe en el papel de Van Gogh. El propio título del film sugiere un costado místico detrás del protagonista, y quizás por eso es que Schnabel elige para filmar la vida de Van Gogh una estética que parece remitir y mucho al cine de Terence Malick, con planos detalle de dedos tocando sembrados y cierta narrativa dispersa, que parece conjugar lo real con lo onírico. Que Schnabel elija hacer esto tiene que ver con la propia figura del pintor y las creencias religiosas que desarrolló al abandonar la Iglesia metodista. En esa creencia había una exaltación de Dios a partir del mundo de lo natural que hizo que sus pinturas de paisajes se volvieran especialmente potentes. Este misticismo natural es exaltado en una película que justamente es la que más se destaca por querer crear una puesta en escena que se adapte todo lo posible a la visión del mundo del pintor -de ahí, por ejemplo, la cantidad de planos subjetivos que tiene este largometraje-. El problema en todo caso de la película de Schnabel es que este tipo de visión sobre el pintor termina volviendo a Van Gogh una figura demasiado plúmbea, demasiado idealizada, que durante demasiados tramos parece tener una excesiva claridad sobre el mundo de la pintura, su entorno y sí mismo. Es como si la adoración de Schnabel por su protagonista fuese tal que cualquier rasgo falible termina siendo ahogado, volviendo a este Van Gogh demasiado inalcanzable. Acaso el mejor contraejemplo para este y tantos otros Van Gogh sea aquel filmado por Pialat en su obra maestra de 1992. La película, titulada sencillamente Van Gogh, es la historia de los últmos días del artista. O sea, acá no está Gauguin, ni la internación en el manicomio, ni sus primeros encuentros con los pintores impresionistas. De hecho, casi que acá tampoco hay locura. Van Gogh sólo posee una personalidad excéntrica cada tanto, y sus actos irracionales no son menos caprichosos que los de otros personajes que habitan esta película. En un momento de este film, el protagonista le dice a una mujer que toca el piano que le gusta verla tocar porque no pone las caras afectadas de los pianistas virtuosos. Acaso allí se toma secretamente una posición en la película: el virtuoso de la pintura Van Gogh está en las antípodas de todos los Van Gogh imaginados, justamente por su sobriedad y discresión. De hecho, nunca se vio a un Van Gogh como este ejecutar sus pinturas con tanta naturalidad, y sin ninguna cámara que quiera detallar el uso del color, o una música solemne de fondo que destaque el momento sublime del artista. Acaso el Van Gogh de Pialat no sea más que la perfecta contracara del imaginado décadas atrás por Minnelli. Si en el último la figura de lo genial se lograba gracias al talento pero también a la persistencia y a una necesidad espiritual, en el Van Gogh de Pialat el gesto de genio viene para quien lo ejecuta como algo completamente mecánico. Desde este punto de vista, no parece haber en Pialat ninguna mirada admirada con respecto a un personaje que rechaza cualquier característica altisonante o espectacular. De hecho, la propia puesta en escena de Pialat es por lejos la menos preciosista y estilizada de cualquier película hecha sobre el pintor, optando más por una estética de lo natural y una mirada distante hacia los usos y costumbres del SIXX. Así y todo, junto con toda esta estética de lo natural, se encuentra un detalle absolutamente genial: que este Van Gogh se pasea por la película con las dos orejas intactas, una confesión clara por parte de Pialat de que este largometraje, por más sobrio y naturalista que sea, no intenta ser una descripción precisa del artista y su entorno. Más bien, lo que nos dice Pialat, es que este Van Gogh no es otra cosa que en el fondo su Van Gogh. Es un razonamiento lógico después de todo: cualquier intento por describir fehacientemente hechos y personas que nunca conocimos y de los que nunca supimos fehcientemente cómo pensaban no puede dar como resultado otra cosa que una aproximación imprecisa y subjetiva hacia un pasado y una figura. En el fondo, todos los que imaginamos un Van Gogh somos Pialat: tomamos una persona y a partir de allí la imaginamos del modo en que mejor nos parezca. Quizás, aquellas asociaciones de Van Gogh como alguien torturado, esas especulaciones constantes que existen con la relación entre su personalidad y su obra, no sean otra cosa más que meras sospechas que elucubramos, al querer saber quién fue verdaderamente el responsable de algunas de las noches estrelladas más impresionantes y los girasoles más tristes que se hayan dibujado nunca.
ETERNIDAD LIGERA Se sienta con la mirada perdida en un horizonte inabarcable de amarillos, verdes, naranjas, azules y celestes. Corre entre los pastizales para sentir la brisa y aspirar ese ambiente casi mágico. Se acuesta en el suelo con los ojos cerrados, sube la mano y deja caer, de a poco, la tierra sobre la cara como una forma de apropiarse de la naturaleza, de las sensaciones y completar la experiencia sobre el lienzo. Eso busca emular Julian Schnabel con la cámara, volverlo su instrumento artístico. Primero desde la subjetiva expone unos paisajes maravillosos con la promesa de un recorrido exhaustivo entre la vegetación, alguna cascada, las copas de los árboles o la textura de los troncos y los resquicios más solitarios. Luego, exhibe varios recursos como vaivenes o tomas fijas en primer plano de los rostros, el movimiento permanente o en mano, la caminata como motivo temporal o el juego entre luces y sombras. Todos ellos pretenden no sólo rendirle culto a Vincent van Gogh, sino también amalgamarse con sus tormentos y estados febriles. Sin embargo, no hacen más que evidenciar que el tema actúa como mera excusa y la prioridad es mostrar cierto virtuosismo y punto de vista personal. Existe un fuerte contraste en la puesta en escena. Mientras explora con detenimiento la belleza natural, detalles, florecimientos, contraste de colores, variaciones climáticas y lo inconmensurable del espacio frente a los humanos como los campos o esa suerte de iglesia /monumento en ruinas donde Paul Gauguin le confiesa su partida de Arles, se contiene en los interiores como el bar, la habitación o el psiquiátrico con planos más cerrados –asfixiantes por momentos– o zoom in en tonos más oscuros, como si la presencia de otras personas oprimiera el cuadro o lo volviera incómodo, al igual que los gestos o miradas que los personajes le devuelven. El vínculo entre hermanos también resulta distante, correcto, en lugar de protector y amoroso. Además, el uso de la música y los fundidos a negro con cortes repentinos tampoco le otorgan un carácter orgánico ni ritmo; por el contrario, se presentan como quiebres caprichosos e intentos vanos de dramatismo que no terminan de explotar y entorpecen el despliegue visual. Ocurre algo similar en la construcción narrativa de Van Gogh: en la puerta de la eternidad. Al comienzo surge la necesidad de explayar el contexto artístico para argumentar el recorte del relato y los recursos técnicos, es decir, el impulso de una comunidad, de nuevas miradas, concepciones, técnicas y modos de producción, mercado y exhibición ante un público fragmentado e ideas efervescentes. Sin embargo, esa búsqueda se torna inconsistente y peca de ambiciosa. En principio por la falta de armonía entre un inicio con más desarrollo, rico en lo visual y pausado –tal vez en exceso– y un final abrupto valiéndose del fuera de campo como si no pudiera sostener sus elecciones. En sintonía con esto, Schnabel condensa datos y cartas con teorías e impresiones. Apuesta, por ejemplo, por el homicidio como causa de muerte legítima –por ahora sólo una posibilidad– pero no acompaña su decisión desde lo visual con escenas difusas, fragmentadas y distantes. También un realce, a veces, arbitrario del nexo de admiración entre ambos pintores y un despliegue bastante tenue de la pelea en Arles que los distancia. Un Gauguin contradictorio que busca libertad sin ataduras comerciales pero que termina rindiéndose a ellas cuando su reputación queda establecida o cierta reivindicación con el pedido de una obra o la carta de los créditos, donde detalla el encanto del holandés por el amarillo y destaca su manera de ver el mundo. Por último, un vínculo forzado o excesivo con el término eternidad abordado desde la trascendencia, es decir, de la perennidad de la belleza, juventud y estilo por sobre el contenido en sí y la analogía un tanto desatinada entre el artista y Jesús ya que ambos fueron desconocidos e incomprendidos en su época, por cierta forma de ver el mundo y, tal vez, una creencia o admiración posterior. De esta forma, el director termina por imponer su perspectiva y búsqueda por sobre la vida de van Gogh, quien queda reducido a un buscador de belleza, a un niño atormentado que pierde la consciencia de sí, a alguien criticado por sus obras, colores, mirada y métodos carente de peso en su propia historia. Un artista abandonado hasta por quien pretende rendirle tributo. Por Brenda Caletti @117Brenn
Julian Schnabel, director de La escafandra y la mariposa, presenta su última obra Van Gogh en la puerta de la eternidad, un recorrido por la obra del pintor interpretado por Willem Dafoe. Vincent Van Gogh se exilia al sur de Francia en Arles, para encontrar el lugar perfecto y plasmar su arte único en el lienzo. La naturaleza es su espacio y única compañera, ya que muchas veces es incomprendido por las personas del pueblo. Su hermano Theo trata de ayudarlo, pero Vincent se recluye aun más en sus trastornos y delirios. El film también relata la amistad que tuvo con otro pintor de la época Paul Gauguin (Oscar Isaac). Después de la asombrosa Loving Vincent, iba a ser muy difícil recrear nuevamente el espectáculo visual que imperaba en la vida y obra de Vincent Van Gogh. Pero Julian Schnabel logra volcar el estilo que ya lo hizo conocido en La escafandra y la mariposa. Planos en primera persona con distorsiones de colores y enfoques, cortes abruptos y movimientos de cámara desenfrenados son sólo algunos recursos que el director utilizó para poder transmitir la sensación que tiene un pintor a la hora de realizar su trabajo. Este tour de force está reforzado por la magnifica interpretación de Willem Dafoe. El actor pone su cuerpo y su voz en ambas posiciones de la cámara. Cuando vemos el mundo a través de sus ojos y sentimos esa voz interna que lo lleva a la creación de sus obras, pero también a apartarse de la sociedad. Y por otro lado, cuando nos pone desde el punto de vista de los demás que lo ven con desdén y rechazo. La puesta en escena se construye desde varios lugares. Reforzando por momentos el fuera de campo (aunque estrecho) y por otros la naturaleza estática o en movimiento que influyó en la obra de Van Gogh.
Los mundos de las artes plásticas y el cine se han unido en numerosas ocasiones, brindando retratos en la pantalla grande de notorios artistas y de los más diversos estilos de la historia del arte. Esta comunión creativa ha permitido recrear, en la gran pantalla, una vasta cantidad de pintores, entre los que Vincent Van Gogh no ha estado exento. En 1990, pudimos conocer la versión en formato miniserie titulada “Vincent y Theo” dirigida por Robert Altman y protagonizada por Tim Roth. Más cerca en el tiempo, conocimos una brillante recreación animada de arte digital, titulada “Loving Vincent” (2017) dirigida por Dorota Kobiela y Hugh Welchman, bajo la singular compaginación de fotogramas pintados a mano. En aquella ocasión, el largometraje animado recreaba el intercambio epistolar entre Vincent y su hermano Theo, durante su estadía en el pueblo ubicado al sur de Arles, al tiempo que el artista se internaba en su incesante última etapa creativa. Posteriormente, se sucedería su antológica rivalidad con Gauguin -de la cual se han tejido un sinfín de polémicas- y se vería inmerso en un confuso episodio que culminaría con su trágica muerte y que, al día de hoy, sigue permaneciendo un misterio sometido a numerosas hipótesis (ocurrida en Auvers-sur-Oise, un 29 de julio de 1890). El desenlace de la trágica vida de Van Gogh estuvo precedido por una etapa creativa sumamente prolífica, durante su estancia en el citado pueblo rural. Este resulta el lapso de vida que Julian Schnabel elige llevar a la gran pantalla, bajo el nombre de “Van Gogh, a las puertas de la eternidad”. El universo de la pintura no es ajeno al director de “La escafandra y la mariposa” (2009), quién se encargó de la biografía sobre el artista J.B. Basquiat en 1996 (película en la que David Bowie interpretara el papel de Andy Warhol) y es, a su vez, un reconocido artista plástico vanguardista, autor de obras como “Cuadro cabalístico”. La mayor virtud de esta biopic, llevada a cabo por el bueno de Schnabel, es la singularidad estética con la que lleva a cabo su propuesta, abrevando en ciertos conceptos visuales, referentes al tratamiento de la imagen que remiten al impresionismo francés. Dicho estilo impuso el film psicológico e impresionista, donde se consideraba primitivo situar un personaje en una situación determinada sin entrar en el ámbito de su vida y donde se pasaba a comentar la interpretación del actor con la simbolización de los pensamientos y de las sensaciones visualizadas. La corriente intelectual impresionista -liderada por Louis Delluc- intentaba liberar a la imagen mostrando el alma de los personajes. Para ello, existen un conjunto de procedimientos estilísticos que se utilizaron como técnicas para expresar lo interior, es decir la subjetividad de los personajes, para expresar visualmente lo psicológico, faceta a la que la presente biopic recurre como indudable referencia estética. Si el impresionismo, con el acento puesto en estudiar la imagen como objeto y explotar al máximo sus posibilidades en el aspecto poético que esta transmite, utilizaba diferentes elementos de la puesta en escena cinematográfica para expresar estados de ánimo, el film que aquí nos ocupa recrea con notable originalidad y sutileza las emociones interiores que describan la compleja psicología de su protagonista. La cámara distorsionada de Schnabel, a menudo, nos muestra un punto de focalización situado desde la mirada trastornada del artista, lejos de cualquier retrato objetivo o realista. Es decir, esas lentes tamizadas por la mirada personal nos sirven para expresar como la subjetividad de un personaje deforma el objeto observado, brindando el punto de vista de un personaje alucinado, exaltado o angustiado con un estado de ánimo en particular. En este caso, la subjetividad traumática de un Van Gogh que siente la segregación social y percibe la extrañeza del mundo que lo rodea. Bajo esta forma expresiva se recrea la fascinada alteración de un Van Gogh que produjo en esta etapa de su vida -apenas 10 años- una cuantiosa obra creativa que habla a las claras de un talento prolífico y de una llama creativa incombustible. En la piel del artista se encuentra Willem Dafoe; el destacado intérprete brinda su enésima brillante composición, engrosando la extensa lista de protagónicos que lo han consagrado como uno de los actores más fenomenales de su generación, entre las que se incluyen “Pelotón” (1986), “La Sombra del Vampiro” (1999) y “The Florida Project” (2017) , papeles por los que fuera nominado al Premio Oscar. La versatilidad del actor que brillara a las órdenes de Martin Scorsese (“La última Tentación de Cristo”) o Lars Von Trier (“Anticristo”) queda patente en el certero retrato que lleva a cabo “Las puertas de la eternidad” (en cuyas labores de guión participa el histórico Jean-Claude Carriére), film que nos permite concebir el aura de un artista maldito, eternizado en la pluma de Antonin Artaud, en su manifiesto “El suicidado por la sociedad”. Ese genio díscolo e incomprendido, relegado, que no pudo gozar del reconocimiento ni de la aceptación social de su tiempo. Una postergación lo llevó a la marginación permanente, a ser ignorado por los circuitos académicos del arte y a verse sometido bajo rigurosos tratamientos médicos de rehabilitación, traumática escena que el film plasma, como síntoma del conservadurismo y la crueldad que caracterizaban a una sociedad hipócritca. Internado en el hospital psiquiátrico de Saint Paul, esta experiencia sería retomada por el propio Artaud en el citado ensayo, elaborando una propia manifestación de denuncia sobre el sistema médico (el poeta francés había permanecido casi una década de reclusión en el manicomio de Rodez), bajo terapia de electroschok. Al ser criticado por la dudosa moral imperante y las buenas costumbres aristocráticas, incomodadas ante el agresivo estilo de un visionario, padre del post-impresionismo y autor de obras cumbres como “La Noche Estrellada” y “Trigal con Cuervos”, la propia segregación genera en Van Gogh un estado alternativo de locura, sellando un destino fatalista. La historia del arte se encargaría de rescatar, haciendo justicia en el tiempo, la importancia de un artista prolífico, dueño de una obra enigmática y plagada de simbolismos. Autor de más de 900 cuadros (entre autorretratos y acuarelas) y más de 1600 dibujos, a través de sus lienzos y sus misteriosos sentidos se puede concebir la fulgurante cosmovisión de un ser atormentado que, acaso, predijo a través de pinceladas maestras su propia muerte. Atrapado bajo los designios de una sociedad que lo sometía, Van Gogh encarna la transgresión de todo genio que no pertenece a los encorsetados moldes sociales de su tiempo cronológico. Schnabel nos persuade a adentrarnos en el fascinante viaje mental de un adelantado, cuya obra aún nos sigue fascinando.