Ver más Claire 35 rhums puede describirse como una bellísima y respetuosa relectura de Banshun, de Yasujiro Ozu. Un film cálido y luminoso, sólo soterradamente trémulo. Según el catálogo del Festival de Venecia 2008, la película cuenta la historia de “Lionel (enorme Alex Descas), un viudo que ha criado a su hija Josephine solo. Ahora su vida en común empieza a parecerse a la de una pareja. Se cuidan mutuamente como si el tiempo fuera inacabable”. Sin embargo, la sinopsis del catálogo descuida las caricias entre Lionel y Josephine, sus miradas cómplices, sus constantes gestos de atención, encarnación de un afecto profundo y de temores compartidos, moldeados por las hipnóticas melodías de la banda sonora compuesta por Stuart Staples (como ya hiciera en Trouble Every Day y L’intrus), esta vez junto a sus Tindersticks. Tampoco hay mención en el catálogo a los trenes, auténtica imagen-fetiche de 35 rhums, otro recurso poético que, como ya hiciera Hou Hsiao-hsien en Café Lumière, nos devuelve súbitamente al imaginario de Ozu. Materialización del transcurso del tiempo, evocación de la fuerza primigenia de la imagen fílmica: el movimiento. Como es norma habitual en el cine de la Denis, la imagen se embriaga de cuerpos y rostros entre los cuales circulan afectos y rencores, mientras las brechas elípticas de la narración abren el filme a la experiencia interactiva total. Cada escena de la película se revela como un caldo de cultivo de emociones cargadas de sentido, desatadas en ambientes interiores y urbanos que rememoran los de películas como Nenette et Boni o Vendredi soir. También brillan con luz propia los objetos, como por ejemplo una máquina para hacer arroz al vapor que se torna metáfora del cariño, o los 35 vasos de ron que sirven para festejar aquello que pasa una sola vez en la vida. Tampoco pueden olvidarse las referencias de la película al contexto social, los únicos momentos en que el film so torna algo discursivo (para hablar de la deuda externa internacional, el cierre de las facultades de antropología –un fenómeno en alza en Europa– o el drama del desempleo). Acompañando a la Denis encontramos a sus aliados habituales: la directora de fotografía Agnès Godard y el guionista Jean-Pol Fargeau, además del actor Grégoire Colin (cuya imperfecta interpretación de Noe, amigo de Lionel y Josephine, es un auténtico deleite de estudiada sobreactuación). Texto 2 35 rhums es una película de las que ya no existen porque casi nadie sabe hacerlas. Es de esa clase única de trabajos que suelen generar dudas en muchos espectadores y críticos porque parece demasiado simple. Y ya sabemos que lo que parece demasiado simple suele confudirse con lo vulgar y lo pedestre. Anecdóticamente, muestra a un puñado de personajes que vive en el mismo edificio, en el banlieue parisino. Hay un padre llamado Lionel y su hija veinteañera llamada Josephine, negros. El hace años que se gana la vida manejando un subte y ella estudia Antropología y trabaja en una disquería. Está también Gabrielle, una vecina solitaria, que conduce un taxi y pasa la mayor parte del tiempo mirando por la ventana la vida de los otros, o fumando en el corredor. Otro vecino. Noé, parece quererse mucho y silenciosamente con Josephine, pero pasa poco tiempo en la casa. Y hay también un compañero de trabajo de Lionel, que acaba de jubilarse. Pero en realidad esa es solo la piel de las cosas y las vidas de personajes despojados del menor miserabilismo y que jamás rozan el heroísmo altruísta bienpensante, cuyas historias se deslizan sin el menor énfasis, por esas vías de tren que se unen y entrecruzan, gracias a ese dominio extraordinario de Denis para dejar asomar el segundo plano en un primer plano, a partir de detalles, gestos, breves miradas y escasas palabras, que son los instrumentos que revelan a los cineastas trascendentes. El poder no está en que Denis vuelve simple lo complejo porque no hay aquí un intento de traducción del mundo, sino en que hace simple lo simple y en que los personajes no representan a ninguna clase, o ghetto, o grupo, y a pesar de eso logra construir una idea de comunidad y pertenencia hecha de mezclas, afectos, entendimientos y diferencias que los hermana y que integra al espectador a ese mundo, incluyéndolo. Parece tan simple ver a Lionel que llega a su casa, se saca las botas y las pone en un estante, y que Josephine llega y hace lo mismo. O ver que el padre y la hija compraron la misma olla para hacer arroz pero ella no le dice nada y la guarda. Es como si la emoción tejiera un hilo invisible que nunca es expedido por las reacciones de los personajes, sino que ellos emanan sutilmente sobre las escenas, como un perfume apenas abierto cuya translúcida densidad ha impregnado los ambientes y la sala en la que el espectador está viendo la película, sin necesitar que un personaje salga de la pantalla y cruce al otro lado, como hacen otros autores con más prestigio e ingenio pero con menos corazón. Con una fluidez que el cine parece haber olvidado solo para que Claire Denis la recupere, 35 rhums es una película que nunca ambiciona la perfección, que pulveriza la noción de obra maestra. A cambio, prefiere dos o tres escenas en bares donde la cercanía con lo que vemos y oímos se vuelve tangible y sensorial. La distancia entre actores y personajes, o entre personajes y decorados va desapareciendo de un modo imperceptible y sostenido, borrando las huellas del guión para conseguir que percibamos esos momentos como si los hubiera extraído de los lugares, en vez inyectarlos en ellos. Alejado del formalismo frío (Bella tarea/Beau travail) o del decididamente alegórico (Trouble Every Day), el cine de Denis se volvió bello y verdadero. Difícil no ver la mayoría del resto del cine contemporáneo como falso, después de 35 rhums… Consigue lo más difícil que puede lograr un cineasta: que después de salir del cine miremos con sus propios ojos. Y que recordemos aquello de que una gran obra es la que nos reencuentra con la emoción de la especie.
Dulzura melancólica La sutil realizadora Claire Denis entrega con 35 Rhums (2008) un relato sobre el paso del tiempo, la soledad, los amores relegados y la amistad. Temas que fusiona con la interioridad de los personajes protagónicos, a los que filma con su conocida maestría. Si debiéramos resumir los núcleos narrativos de 35 Rhums (¿para qué?), nos alcanzaría con un párrafo. Más que desarrollar una trama, el cine de Claire Denis habita mundos, a los que en varios momentos enviste con una atmósfera de suspenso. Basta con recordar los planos secuencias que seguían a un ominoso Vincent Gallo en Trouble Every Day (2001), o la sensorialidad que transmitía el interior del auto de Vendredi soir (2002), para rememorar instantes cargados de enigma. Las criaturas melancólicas que tan bien delinea la realizadora portan una especie de “sentido en sí”, generan empatía a partir de su deambular, sus miradas, sus deseos. La historia se revela como una recolectora de esas individualidades, a las que la directora de fotografía Agnès Godard (habitual colaboradora de Denis) le aporta toda su inspiración. Lionel (Alex Descas) es un conductor de trenes que vive con su bella hija adolescente, Josephine, una estudiante de antropología. Durante buena parte de la película no sabemos qué ocurrió con la madre, pero es indudable que ambos tienen una relación de tierna cercanía. En el amplio edificio en donde viven han cultivado una amistad con Gabrielle, solitaria taxista que se satisface con hablar con sus pasajeros. “No tengo la mirada de un jefe detrás de mí, conozco gente interesante”, le dirá a uno de ellos. También vive Noé, un joven que aspira a crecer profesionalmente y que expone cierto grado de desapego con lo emocional. Y completa el grupo René, que no vive en el edificio, pero es un ex-compañero y amigo de Lionel. Recientemente se ha jubilado y es el único que manifiesta su malestar de forma más discursiva. El hecho de que la película tenga como protagonistas a actores negros no dice, al menos explícitamente, que estamos frente a un relato que tematice sobre esa característica. No obstante, esta cualidad le aporta al relato una especie de mirada colectiva jamás pintoresca, que impregna a la historia de una sensorialidad única. En ningún momento los personajes explicitan sus soledades y anhelos, sin embargo están allí; en las miradas, en los gestos, en las posturas. Y alcanzan un momento de belleza embriagadora en la secuencia del baile, cuando Lionel baila primero con Josephine, luego invitada por Noé (que no es negro, pero tiene ascendencia asiática). Con un trabajo de cuadro que roza lo pictórico, la directora construye un momento revelador, en donde evoca el enamoramiento de Noé (el más parco de todos), y el inevitable paso del tiempo que extrae del seno familiar a los hijos para que construyan sus propios universos. El tema del viaje, no por nada, está presente en buena parte del metraje; en el oficio de Lionel, Gabrielle y René, en los viajes de Noé, en esa casa rodante en la que padre e hija tienen un último encuentro solitario. La delicadísima banda sonora que compuso Stuart Staples (dan ganas de tener el soundtrack) acompaña varias secuencias en donde vemos el transitar de los trenes, como ocurría en Café Lumière, de Hou Hsiao-Hsien, con la que 35 Rhums tiene un tono afín. Las máquinas en pleno movimiento, las vidas en estado de reposo, las ansias de trasladarse pero la seguridad de quedarse en el mismo lugar. En síntesis: la belleza con la que Claire Denis nos reconcilia con un cine posible, aquel en donde la poesía no es una mala traducción de un género literario, sino la exploración más personal de un mundo a través de las herramientas del cine.
Todo es sustancial, sucinto, medular en 35 rhums . Como si cada escena, cada plano, cada línea de diálogo hubieran sido cincelados al máximo, con paciencia de artesano, para despojarlos de todo lo superfluo, hasta llegar a lo esencial. Una sonrisa que apenas se insinúa cuando un timbre anticipa la inminente llegada de la persona amada; un fugaz vistazo al espejo donde se refleja la imagen del ser querido estrechando un cuerpo ajeno en el abrazo del baile; el tenso silencio que precede a las palabras que no hace falta decir porque se explicitarán en un gesto; un objeto (la arrocera) que cobra el peso, y la elocuencia, de un personaje más. Todos los sentimientos caben en esos trazos finísimos, sutiles, en esos instantes furtivos que la extraordinaria sensibilidad de Claire Denis capta y expone con mano maestra. La delicadeza narrativa de la directora francesa ( Bella tarea , Trouble Every Day ) alcanza aquí la plenitud. Lo que cuenta es sencillo: la estrecha relación afectiva entre un viudo apuesto y de mediana edad y la hija a la que ha criado y con la que comparte una rutina armoniosa y cálida ("Tenemos todo aquí, para qué buscar en otra parte", se los oye decir), y los distintos momentos que atraviesa cada uno: él, Lionel, cerca del retiro de su puesto de conductor de una línea de trenes suburbanos; ella, Joséphine, estudiante de antropología, dependiente en un local de venta de discos y quizá deseosa de experimentar cómo es el mundo al que conducen las múltiples vías que ve desde su ventana, más allá del barrio parisino casi suburbano donde residen. Una rutina que necesariamente deberá alterarse, más tarde o más temprano, para que la muchacha haga sus propias elecciones. Una rutina de la que participa también el pequeño mundo que los rodea: Gabrielle, la vecina taxista que sigue pendiente de Lionel aunque hace rato que han vuelto a ser solamente vecinos; el joven Noé, vacilante y tristón y el único no descendiente de africanos, que no ha podido sortear las barreras que Joséphine impone a sus avances y ahora está pensando en vender su departamento y salir en busca de otro lugar para vivir. De la muy fina trama que han tejido esos lazos familiares habla la mejor secuencia de la película, cuando el programa que el grupo ha previsto -asistir a un concierto después de mucho tiempo sin salidas en familia- se ve frustrado por una avería del taxi de Gabrielle. El grupo encuentra refugio en un bar donde baile y gestos más que palabras dejarán expuestos muy sutilmente los lazos que los unen, los afectos que los vinculan y las soledades que los separan. Difícil recordar una escena más cálida y más delicadamente conmovedora en un film de Claire Denis; difícil no reconocer en su tono sereno, meditativo, sosegado, en la importancia que cobra cada detalle y en la extraordinaria economía de sus recursos expresivos la intención -declarada- de rendir un homenaje a Yazujiro Ozu. Pero también hay que señalar que el admirable equilibrio que el film expone en la concepción integral de cada escena -la imagen, el sonido, los silencios, los personajes, los objetos y también el ritmo de la cámara- es muy propio del cine de Denis y quizá refleja la propia armonía de un equipo -directora, coguionista, fotógrafa, músicos y actores como el enorme Alex Descas o Grégoire Colin- que funciona con el compromiso artístico y la exquisita precisión de una orquesta de cámara.
Una orgía de miradas En 35 rhums, hasta los dolores más profundos parecen surgidos de los más nobles sentimientos. Y sus personajes parecerían suspendidos en un raro estado de calma perfecta. En el cine de Claire Denis, lo que se entiende por “conflicto” no se construye como lo indican los manuales de dramaturgia. Difícilmente se produzcan enfrentamientos explícitos y visibles. Los conflictos se mantienen subyacentes, quedando a cargo del espectador establecer las asociaciones necesarias entre una imagen y otra, entre un plano y otro. El cuerpo transpirado del sargento Galoup y la mirada del comandante Forestier, en Bella tarea, las dudas que asaltan a la chica que está por cambiar de vida en Vendredi soir, aquello que liga al protagonista de L’intrus con su corazón en jaque y su hijo distante. Habría algo de “teoría del iceberg” en ese modo narrativo (una punta de sentido que asoma a la superficie, permitiendo inducir qué hay debajo), si no fuera que en su dramaturgia las puntas del iceberg asoman apenas, y luego vuelven a sumergirse. Basada en un film de Yasujiro Ozu (Primavera tardía, 1949), 35 rhums tal vez sea, de sus películas, la que presenta una superficie más serena. Por lo tanto, corrientes más agitadas. Agitadas y cálidas: como el film en que se inspira (como todos los de Ozu, habría que decir), en 35 rhums hasta los dolores más profundos parecen surgidos de los más nobles sentimientos. Un primer desafío de 35 rhums (35 vasos de rhum hubiera sido una traducción más apropiada) es plantear, en plena época de la sospecha, la posibilidad de una relación amorosa, intensa y hasta física entre padre e hija (que además viven solos bajo el mismo techo, siendo la hija una muchacha veinteañera), sin sugerir asomo de disfuncionalidad. Viudo silencioso y meditabundo, más cerca de los 60 que de los 50, Lionel (el morocho Alex Descas, veterano de la escudería Denis) da la impresión de sonreír sólo cuando vuelve a casa y se reencuentra con Joséphine (la debutante Mati Diop). Se diría que Lionel y Josephine funcionan como pareja en todas las instancias... salvo a la hora de ir a la cama. Alrededor de ellos –que parecerían suspendidos en un estado de calma perfecta– orbitan un par de vecinos simétricos y sendos grupos de pertenencia. Los vecinos son Gabrielle (Nicole Dogue), una taxista que vive esperando, notoriamente, alguna señal de Lionel que nunca llega, y Noé (Grégoire Colin, otro denisiano histórico), a quien le ocurre lo mismo en relación con Joséphine, que es tan gentil como hermética. Un espacio dominante es, entonces, el del edificio donde todos ellos cohabitan. Edificio que –segunda excepción a la regla, en este caso sociológico-política– no es uno de esos monoblocks de las afueras (la banlieue), donde se supone que inevitablemente deberían apiñarse los inmigrantes del Magreb o las Antillas, sus hijos y nietos, sino una torre impecable, que casi parece más de Palermo Soho que del centro. Los otros espacios dramáticos son, por un lado, las vías del ferrocarril (Lionel es conductor de trenes) y los bares donde los ferroviarios suelen hacer sentir su camaradería (una camaradería tal vez algo idealizada) y, por otro, la facu. Es que Joséphine reparte su tiempo entre atender el local de Virgin y estudiar ciencias políticas: estamos en presencia de una clase media, eventualmente ilustrada, integrada por descendientes de inmigrantes. De modo característico, Denis dispone las piezas del rompecabezas, dejando el armado en manos del espectador. Véase por ejemplo el modo en que presenta el tema de la jubilación, que preocupa a Lionel, mostrando, en las imágenes iniciales, trenes que pasan y que él observa a la distancia, fumando como para dentro. Se fuma mucho en este film entre brumoso y nocturno. Tal vez porque el cigarrillo es una de las formas de la soledad. Significativamente, los que fuman no son Joséphine y Noé, sino Lionel y Gabrielle. Lo otro que se hace mucho en 35 rhums es comer. Quizá porque ése es uno de los ritos básicos de la domesticidad compartida, o tal vez como homenaje de Denis a Hong Sang-soo. Aunque aquí se beban varios hectolitros menos que en los films del realizador coreano. Salvo, eso sí, los treinta y cinco vasos del título, centro de un tan parco como emotivo ritual de despedida. Atravesada por un sentimiento de duelo que aparece característicamente desplazado (no se alude a la viudez del protagonista ni, casi, a la pérdida que hace de Noé poco menos que un enterrado vivo; el que se jubila no es Lionel, sino un compañero que funciona como su doble), la cámara de Agnès Godard vuelve a operar, más que como simple ojo, como un centro de gravedad emocional. Tanto por el tempo pensativo y melancólico que impone cada vez que Lionel y Gabrielle están en cuadro, como por esa gran escena –una verdadera orgía de miradas cruzadas– en la que, sin que medie palabra, el protagonista y su vecina renuncian a lo que más aman, sabiendo que eso ya no será para ellos.
Una sutil combinación de sentimientos Cerca del maestro japonés Yazujiro Ozu, y del neorrealismo italiano, Claire Denis narra la historia de un padre y su hija, más cercana al corazón que a la reflexión. Con una puesta en escena de tinte melancólico y de gran impacto. Historia de un padre y su hija, con otros personajes solitarios alrededor, y trenes y bares también como protagonistas. Con sólo esos elementos, la directora francesa Claire Denis narra una historia que apunta a los sentimientos, al paso del tiempo y a la cálida relación entre un progenitor y su única hija. Pero Denis va más allá del rudimentario argumento, ya que elabora una puesta en escena que elige tonos melancólicos y asordinados para narrar conflictos mínimos pero de indudable impacto. Las referencias cinematográficas aluden al maestro japonés Yazujiro Ozu, en especial a uno de sus clásicos de los 50, Primavera tardía, minuciosa exploración sobre el Japón ancestral y el Japón moderno, es decir, el de los abuelos y padres y el de los hijos y nietos. Pero también, de acuerdo a las palabras de la cineasta, la historia de 35 rhums alude a su familia y a sus recuerdos, que en manos de semejante artista se transforman en la reconstrucción de hechos reales a través de la puesta en escena. Por esos caminos y elecciones estéticas, Denis expone las grietas que marcan el paso del tiempo –el padre a punto de jubilarse, la hija en pleno noviazgo–, convirtiendo a la trama en una sutil combinación de película japonesa de los años cincuenta (Ozu, Kurosawa) y film neorrealista italiano que no necesita caer en miserabilismos y sentencias lacrimógenas. Desde esa relación afectiva que vive su ocaso, aparecen otros personajes, vecinos de la pareja central, pero también habitantes solitarios de bares que compiten por el récord etílico al que alude el título. Curiosa y ecléctica directora Denis, ya es un nombre prestigioso que aparece en competencias de festivales de clase A. Pocas relaciones se establecen entre la morbosidad vampírica de Trouble Every Day, la sexualidad a flor de piel de Vendredi Soir y la intertextualidad que refiere al Godard de los ’60 como se observan en las imágenes de Beau Travail, por nombrar tres títulos de la directora estrenados en la Argentina. En 35 rhums, acaso por única vez, toma distancia de las invocaciones teóricas y de las referencias puntuales de los directores que admiró en su etapa cinéfila para contar una simple historia de sentimientos entre dos personajes opuestos y complementarios. Lejos de la reflexión y más cerca del corazón, 35 rhums es una vuelta de tuerca impensada para una directora de culto dentro del divagante panorama del cine francés.
Vidas y vías Resulta más que gratificante el estreno con retraso de esta gran película de la realizadora francesa Claire Denis que se había proyectado en nuestro territorio durante el Bafici 11, donde la directora en persona explicaba el difícil proceso de filmar 35 Rhums (2008), obra coral y de una belleza poco habitual. Denis se las ingenia para abordar pequeños trozos de vidas y verdades de una galería de personajes entrañables que comparten en común el hábitat de un condominio en París y su condición de extranjeros ya afincados en Francia. Rasgos del colonialismo que propone esta mirada personal de la realizadora para adentrarse en el micro clima y en el mini universo de una comunidad donde la mayor carga recae en la figura de Lionel (Alex Descas), quien vive con su hija Joséphine (Mati Diop) en uno de los departamentos donde comparten todas las noches cuando Lionel regresa de trabajar y ella de estudiar antropología para después atender una disquería, lugar que para Lionel resulta peligroso. El resto del cuadro lo componen Noé (Grégoire Colin), el vecino por quien Joséphine siente atractivo pero que no puede penetrar en el estrecho vínculo afectivo con su padre y Gabrielle (Nicole Dogue) que maneja un taxi y contempla taciturna y en secreto al viudo Lionel, quizás esperanzada de que alguna vez él se fije en ella. Sin embargo, como uno de los elementos distintivos de esta deliciosa película lo que aparece en un segundo plano cobra sentido en un primer plano y así ocurre con el personajes de René (Julieth Mars Toussaint), compañero de trabajo de Lionel a punto de jubilarse y reflejar en el protagonista aquella cara del espejo que no quiere ver: su propio tránsito hacia la jubilación; el paso del tiempo que lleva a que los padres deban despojarse de sus hijos para que ellos continúen con la vida cuando la estación del final se acerca y el tren se detenga. Entre esas vías que se cruzan en la existencia también se cruzan las vidas de estos seres de carne y hueso, que dicen muchísimas cosas desde el silencio o la mirada perdida sin necesidad de diálogos altisonantes. Basta capturar desde la cámara atenta de la directora de Bella tarea (1999) esos climas íntimos acompañados de buena música, sensualidad, melancolía y sabor a eternidad que se hacen tangibles cuando el poder de su cine emerge con vigor y en perfecta sintonía con la vida. Los 35 tragos del título tal vez se refieran a degustar las pequeñas cosas que nos pasan, convencidos de que pasarán y no se volverán a repetir, igual que aquellos viajes que se hacen sin equipaje y sin rumbo definido.
La celebrada directora Claire Denis vuelve esta vez con una obra sobre el amor, la soledad, las transiciones en la vida. Esta película estrena en la sala Lugones del C.C. Gral. San Martín, y en el Sunstar de San Isidro. Lionel (Alex Descas) y Josephine (Mati Diop) son padre e hija. Viven solos en un departamento, en un edificio en los suburbios de Paris. El amor, el cuidado que se tienen mutuamente, es manifestado por Denis desde las primeras escenas. Sin parlamentos innecesarios, sólo basta verlos mirarse, preocuparse cada uno por el otro, para saberlo. Se observa también en el cuidado de la casa, que Josephine, a pesar de ser estudiante y trabajar, mantiene impecable para su familia. En el mismo edificio, viven otras personas, todas solas, que se acercan a ellos, casi esperando recibir como por contagio algo del amor que abunda en esa casa. Gabrielle (Nicole Dogué), la taxista que se considera parte de la familia, y que espera hace años que Lionel sienta algo más hacia ella, y Noé (Grégoire Colin), un muchacho que viaja mucho, y deja a cargo de sus vecinos a su gato cada vez que sale. El vivó en ese lugar con sus padres, ya fallecidos, y se resiste a cambiar, a pintar el departamento, a vender los muebles. Está aferrado a sus afectos pasados, y es evidente que está enamorado de Josephine. Denis trabaja mucho los aspectos estéticos y visuales del film, y los acompaña con una muy interesante banda de sonido. Hay en particular una escena en un bar, en la que se vislumbra de forma clarísima la red de afectos que se teje entre los cuatro personajes principales del relato. Y sólo lo hace mediante el baile, los gestos, y las miradas de los actores. Lionel es empleado de la red de trenes y subtes parisina. Allí trabaja como maquinista, y cada vez está más cerca de la edad de la jubilación. Si bien él se mantiene aparentemente bien, es a través de la historia de un compañero que se jubila que Denis nos muestra las angustias que surgen en ese momento de la vida, si no se tiene algo más que le dé sentido. A pesar de ser una película sobre historias personales, también está atravesada por referencias a problemáticas sociales actuales, como el debate en la facultad sobre la deuda externa de los países del sur (es una universidad para franco-africanos, así que la problemática es más sentida, ya que se refiere a los propios países de origen de sus comunidades), o el cierre de la carrera de Antropología de la universidad. Un film interesante, que aporta una mirada diferente a la de otras películas más masivas. Una película que requiere a un espectador atento y voluntario a interpretar lo que se muestra. Celebración de la vida en las pequeñas cosas, en especial de esas que pasan una única vez, y que merecen ese brindis de leyenda (existente o inventada) con 35 vasos de ron.
Pálida copia de un clásico film de Ozu Hubo hace mucho una hermosa película de Yasujiro Ozu, «Primavera tardía» (Banshun, 1949), donde la devota hija de un traductor viudo insiste en seguir cuidando a su padre, aun a riesgo de quedar hecha una solterona. Unión familiar, lealtad filial, soledad, aceptación de los cambios lógicos propuestos por la naturaleza y la sociedad, se exponen aquí en el ámbito de la posguerra, donde las cicatrizaciones y los progresos anímicos y materiales se valoran especialmente. Y todo eso está contado en forma placenteramente calma, dulcemente triste, con música suave y expresiones controladas. Ozu estaba entonces a las puertas de su gran película, «Una historia de Tokio» (Tokyo Monogatari, 1953). Wim Wenders habla de estas obras, y de semejante autor, a través de su documental «Tokio Ga», donde el viejo actor Chishu Ryu visita la tumba de su maestro y luego, en un andén, es reconocido por varias señoras, pero no por su participación en aquellos poemas, sino porque está apareciendo en una telenovela. En fin, basta de hablar de cosas lindas. El asunto es que Claire Denis, sobrevalorada directora francesa, ex asistente de Wenders en «Paris, Texas» y «Las alas del deseo», un día vio «Primavera tardía», recordó que su madre tenía devoción por el abuelo, al punto de ponerla celosa, y decidió hacer algo parecido, pero en vez de japoneses puso negros actuando como japoneses que tomaron calmantes, y para resaltar el carácter de homenaje ahora el padre es conductor de trenes, ya que en algunas famosas películas de Ozu suelen pasar trenes. El resultado es una sucesión de climas apacibles donde no pasa nada o tarda bastante en que pase algo que nos deja medianamente afuera. ¿Cómo lograba Ozu tensionar y emocionar con películas sencillas donde aparentemente tampoco pasaba demasiado? Pues, porque precisamente en cada escena pasaba algo, y por el corazón de los personajes pasaba mucho, que afloraba en sus ojos y sus hombros y estallaba en los ojos de los espectadores. En lo que ahora vemos, solo hay forma, tono, y, por suerte, una linda música de fondo, suave y entradora. No mucho más, salvo una escapada a una pequeña y bonita ciudad alemana para incluir de algún modo a Ingrid Caven, actriz de la tribu Fassbinder. Por ahí, y por una escena donde el padre empieza a tomarse 35 tragos seguidos de ron, podría haber una clave: éste es un Ozu apagado a la manera de un Fassbinder distante. Puede interesar a curiosos y seguidores de Denis, que hay algunos, y también a personas que sufran de insomnio.
Canciones tristes para sentirte mejor Un muy sensible y delicado filme sobre un padre y su hija. El secreto está en los detalles. En un regalo doméstico. En una mirada que la cámara nota cuando nadie está viendo. En un gato viejo que no se mueve. En una canción que dice más que muchos diálogos, especialmente cuando los protagonistas la bailan o se miran unos a otros bailar. Hablan poco Lionel y su hija Josephine. No hace falta más. Llevan mucho tiempo viviendo juntos y su relación parece establecida y apacible, sin conflictos. De hecho, si uno desconoce su relación, podría parecer una pareja de larga data, más allá de la diferencia de edad. El trabaja como conductor de trenes suburbanos y ella estudia en la universidad. La madre no está, luego sabremos qué fue de ella. Las otras dos personas del cuarteto central son Gabrielle y Noé. Ambos viven en el mismo edificio que Lionel y Josephine, y mantienen relaciones con cada uno, respectivamente. Pero ninguno parece poder alterar ese orden de cosas que padre e hija mantienen. Ni siquiera cuando en medio de un baile -central, como en todas las películas de Claire Denis, en este caso al ritmo de Nightshift , un éxito de The Commodores de 1985- les hace repensar su situación. En 35 rhums , Claire Denis hace su personal homenaje al cine de Ozu en una película que parece trabajar varios de los temas del realizador japonés, en especial el de la relación entre padre solo e hija devota, a lo que habría que sumar la icónica presencia de trenes, que vuelve aquí como figura central de la experiencia sensorial que en buena medida es la película. Si la historia es corta en despliegue argumental, es porque a Denis le alcanza con contar lo básico. La relación de Lionel y un compañero de trabajo que se jubila. Las miradas desde el balcón de Gabrielle. El gato de Noé. Josephine hablando sobre la deuda del Tercer Mundo en la Universidad. Los ejes están planteados y el desarrollo es vía tono e imágenes: los recorridos por las vías de tren con música de Tindersticks, una salida nocturna que se complica, las reuniones de compañeros de trabajo de la que surge el título del filme, dos hechos trágicos que se resuelven de manera seca y directa. Y así… Sin vueltas, sin subrayados, Claire Denis crea una historia de amor entre padre e hija, y entre una familia y la comunidad (laboral, étnica, de clase social) que la contiene. Y lo hace apelando a las sensaciones (la fotografía de Agnes Godard es tan magnífica como central) y a la emoción que se dispara cuando esos personajes silenciosos, contenidos, toman una decisión o son partícipes de algo que, en alguna medida, les cambia la vida. Un gato que muere. Un último shot de ron. O una canción que te recuerde que “al final de un largo día, todo va a estar bien”.
Gris, el color de París. Denis confiesa directamente haber copiado para este film al genial director japonés Yosujiro Ozu. No son casuales entonces las vías del tren que se bifurcan. En otro homenaje a Ozu menos abordable como “Café Lumiere” estaban más que presentes. Claire Denis, invitada especial al BAFICI en el 2009, vino con dos películas, “35 Rhums” fue una de las delicias de ese festival. El próximo 10 de mayo se estrena exclusivamente en la Sala Lugones. Con varios puntos de contacto con su film de 1999 “Bella Tarea”, no tanto en su argumento sino en el desarrollo de los mismos. Esa manera francesa tan pausada de relatar lo cotidiano, donde todo ocurre casi sin darse cuenta y el espectador va sabiendo sobre los personajes de a cuenta gotas, por una frase dicha al pasar, por una carta, por algo pequeño… Lionel, ya cercano a jubilarse como conductor de trenes, y su hija Josephine tienen una relación tan cercana y tan marcada por la vida, que los separa y diferencia de los demás. Gabrielle, enamorada de él los “acecha” de cerca y Noé, otro vecino joven, aspira a entrar definitivamente en la vida de Josephine. París, es bella, pero al mismo tiempo fría y gris en “35 Rhums”, no por nada, Prevert dijo que “gris es el color de París, el color de la inteligencia y la melancolía”. En los suburbios, mirando desde las ventanas a las mismas vías por donde Lionel transita, ocurre gran parte del metraje. Ellos son de raza negra y son parte de Francia pero al mismo tiempo se sienten extranjeros. El título refiere a una anécdota de los 35 pequeños tragos que sólo en casos especiales Lionel toma, contados uno a uno sobre la barra del bar. Denis logra la poderosa virtud del buen cine que con pequeños gestos y estados de ánimo transmite no sólo una gran potencia si no que se reserva hasta la posibilidad de un final redentor. Publicado en Leedor el 2-04-2009
Retrato de la Francia negra Amèlie, una de las películas francesas más exitosas de las últimas décadas, cuenta una bellísima historia enfundada en ropas pop y un aire de cine independiente salpicado por la industria y la cultura de masas. La fórmula fue sin duda impecable en sus resultados estéticos y narrativos, aunque la realidad de una París multiracial como la que se estaba gestando en el momento de su realización (año 2001) brilló por su ausencia. Y no se trata de un concepto exagerado, ya que la población negra de la ciudad luz se vio oscurecida por el recorte, por el total borramiento de esa parte de la ciudadanía del país galo. Los conflictos de las minorías llegan al cine francés Los conflictos de las minorías llegan al cine francés En parte, películas como 35 Rhums vienen a gritar que hay un sector de París que también late al ritmo de sus arterias plagadas de bares chic y el irresistible sonido del lenguaje de su gente. Este trabajo de Claire Denis, en ese sentido, es un trazo de marcador flúo sobre el no retratado, sobre el marginado, a la vez que un grito lanzado en plena era Sarkozy (el film es de 2008, año de su asunción al poder). Claire Denis es una artesana del cine francés, en la línea de lo mejor de la narrativa audiovisual de ese país y responsable de excelentes títulos como Trouble Every Day (2001) o Bella tarea (1999). En este caso la directora ratifica esa pertenencia y lo hace contando varias historias, entrelazadas por el escenario y algunas articulaciones que las unen más allá de la París que sirve como denominador común. Vivencias, pasiones, miserias, temores y algunas pocas certezas conforman a un puñado de personajes queribles, llanos y al mismo tiempos de una gran riqueza. Denis redondeó aquí un relato breve y certero, en el que la otredad se hace regla pero a la vez incluye, por el contraste, con aquello que la pantalla grande francesa nos acostumbró a ver. Viva la diferencia, si es que nos iguala. Ahí el discurso, ahí el mensaje. Simple y claro.
Buenas maneras a la francesa Claire Denis (París, 1948) ha visitado más de una vez la Argentina. Estuvo en varias oportunidades en el Bafici, y de ella se vio una película original, "Bella tarea", que giraba en torno a la Legión Extranjera. Para "35 rhums" Denis dice que se inspiró en un filme de Yasujiro Ozu y a la vez en la relación entre su abuelo y su madre. Su título hace referencia a que en las grandes ocasiones, su protagonista bebe treinta y cinco pequeños vasos de ron, uno detrás de otro. Los personajes principales de la película, en su mayoría son de raza negra, con excepción de Grégoire Colin. Eso no es casual porque Denis, hija de un funcionario del gobierno francés, vivió varios años en Senegal, en Africa. Lo que ella cuenta es en esencia la relación entre un padre viudo y su hija. Ambos viven en un bien tenido departamento de las afueras de París. El es conductor de trenes y la chica además de estudiar ciencias políticas, trabaja partime en una disquería. MUNDO VECINAL Pero además de Lionel (Alex Decas), el padre, y de Josephine (Mati Diop), la hija, el filme incluye a una vecina que maneja un taxi, vive sola y de algun modo quisiera estar junto al padre de la joven, a la que conoce desde niña y a Noé, un vecino. Al cuarteto se suma, René, un compañero de trabajo del padre, que terminará suicidándose. La historia ofrece una mirada intensa, profunda, sobre lo que cada uno de estos personajes, de acuerdo a su cercanía, sienten uno por el otro, aunque nunca pierde de vista el eje padre-hija. A la realizadora no le importa demasiado seguir la historia cronológicamente, lo que le interesa son las sensaciones a transmitir al espectador. Lo que comunica es la ternura, la complicidad entre los personajes y en un momento, señalar el esfuerzo que significa para un viudo decirle a su hija mayor, que lo quiere y admira: "No creas que necesito que me cuides. Quiero que pienses en vos". Casi sobre el tramo final aparece el desapego -la hija se despide- y con esa nueva situación en la vida de todos los personajes surge un cambio, se diría que doloroso y silencioso a la vez, pero se lo acepta como parte del transcurrir de la vida. La historia va captando situaciones, no tiene demasiados diálogos, pero devela a los personajes en momentos íntimos: uno llega y se quita los zapatos, se ducha y se dispone a comer, la otra sonríe y comparte la comida, en un silencio que a través de las miradas y los leves gestos deja imaginar que esas dos personas se admiran, se quieren, se comprenden. Claire Denis hizo su película como si hubiera querido "acariciar al espectador con sus imágenes", pero a la vez muestra lo inevitable, las separaciones, el dolor, lo que ya no sucederá y todo lo hace con una fotografía y una cámara admirables. A esto hay que destacar las muy valiosas actuaciones de Alex Decas y Mati Diop, padre e hija y de los vecinos Nicole Dogué y Grégoire Colin.
Los trenes, la familia, el amor... Película coral, creada a partir de pequeñas historias de inmigrantes, e integrantes de la clase obrera y media baja. Situaciones cotidianas, familiares que la realizadora nunca trata de que terminen en el sentimentalismo, y a pesar de un par de golpes bajos, no apuesta al golpe bajo. Claire Denis hace una pelicula sencilla, pero muy bien filmada. Humilde, bella, elegante, con encuadres simétricos, prolijos, nada pretenciosa. Denis, se calma un poco a pesar de tener una filmografia de irregular tono.
Entre el lirismo y el erotismo Se estrena por fin en Buenos Aires 35 Rhums, un film tan particular como toda la filmografía de Claire Denis, atravesada por una concepción sensitiva de la narración, incluso en sus trabajos como documentalista. Luego de trabajar como asistente de Wim Wenders, Jim Jarmusch y Costa Gavras, entre otros, decide realizar su primer film, Chocolat, 1988, una reflexión semi-autobiográfica, donde una francesa criada en Camerún regresa después de 20 años, a un país ya independiente. Allí la tensión (una evidente y reprimida atracción sexual) estaba focalizada entre la madre y el criado. Siempre en un clima emotivo, sobrio e íntimo con actuaciones impecables. Porque las temáticas sobre la que reflexiona Denis son aquellas que implícitamente aluden a los miedos ancestrales y a los tabúes. Y por ende a los cuerpos. Cuando se habla de sobriedad es porque su estrategia narrativa está basada en cómo y dónde coloca la cámara, en su trabajo con los silencios, siempre llenos de tensiones contrapuestas- como los cuerpos- en un juego insistente y sutil, que socava el imaginario de las obligadas formalidades de las relaciones humanas. Interpretada por Alex Descas (su actor fetiche) un hombre viudo, que vive con su hija Joséphine. (Mati Diop) en un clima de convivencia casi perfecto basado en el amor que ambos se tienen y que demuestran en las pequeños actos de la cotidianeidad, -partiendo de la compra de la arrocera-, en una convivencia marcada por el respeto, y la repetición maravillosa y obsesiva -por momentos- de sus rituales privados. Esta vez la historia se encuentra focalizada en la relación entre un padre y su hija quien transita el final de su adolescencia: ambos van a enfrentarse a cambios en sus vidas, el se encuentra próximo a su jubilación, y ella comienza a sentirse atraída por el sexo opuesto. Por una parte está la visión del padre como maquinista de un tren, quien tiene entre sus amigos, a uno muy cercano, que se suicida luego de su jubilación. Ella es una estudiante de sociología muy conciente de sus capacidades oratorias. Y por otra parte están “los otros”: una mujer solitaria amiga de ambos desde hace muchos años, quien sueña con el amor del padre y un joven también solitario, quien esta enamorado de Joséphine. Pero padre e hija viven en un mundo casi impenetrable, en su propio, intimo y perfecto mundo…cuya escena emblemática son ambos enfocados de atrás durmiendo improvisadamente en el camino con una frazada tirada en el pasto, mientras el padre asiente con su silencio a una frase con cual la hija sintetiza esa relación. Podríamos quedarnos todo el tiempo de este modo y sería feliz. Por su parte la mirada fascinada de la cámara se detiene durante todo el film en unos primerísimos planos, en sus cuerpos, en sus manos… ya en Beau Travail, 1999 esta misma actitud contemplativa se posaba en el cuerpo de los soldados, objeto uno de ellos del deseo de dos de sus superiores, que Denis lleva al extremo en Every Day, 2001. Una historia maravillosamente narrada, que en este caso se mueve entre el lirismo y el erotismo, de una directora, que trabaja con su mismo coguionista Jean Pol Fargeau, con Agnes Godart en la fotografía y con Stuart Staples y Tindersticks en la música. La escena en el bar da cuenta del quiebre necesario en la relación padre e hija, en un festín de miradas y cuerpos que se rozan al compás de la música. Del mismo modo que en el ámbito de lo cotidiano lo ocupa la presencia de una segunda arrocera en la casa. Un film para no dejar de ver! Unite al grupo Leedor de Facebook y compartí noticias, convocatorias y actividades: http://www.facebook.com/groups/25383535162/ Seguinos en twitter: @sitioLeedor Publicado en Leedor el 11-05-2012
La delicada filigrana de las relaciones padre e hija expuesta con sutilezas y contundencias. Un hombre viudo y su hija conviven con queridos vecinos, se arman una familia. Pero se acercan tiempos de cambios e independencias. Actuada como los dioses, con climas muy logrados, con grandes cuotas de melancolía pero con la esperanza a la vuelta de la esquina. Delicada y tierna.
Una gran película de la francesa Claire Denis (a quien, de no mediar festivales, nos perderíamos) muestra la vida de un hombre a punto de jubilarse, de su hija, de una pequeña comunidad en las afueras de París. Aquí se trata de la construcción sin subrayados de lazos familiares, de una pequeña sociedad que vive entre tensiones y solidaridades, y que se retrata como algo esencial y esencialmente bello. Denis tiene un enorme ojo para los detalles conmovedores o irónicos, y un notable oído para el diálogo.
Thirty-five shots of rhum drunk at a gulp French director Claire Denis may be best-known for Beau Travail (1999), a remarkable tribute to masculinity as a rite of passage, as a beautifully choreographed and perfectly executed portrait of men living alone and flexing Nature’s muscle in the fading days of the Foreign Legion. That same fascination with gender (which does not necessarily refer to sex) permeates her lauded 35 Shots of Rhum (2008), which has a belated, limited release in BA this week.
El mundo de la materia Resulta que la mejor película en lo que va del año data de cuatro años atrás. Peor para el 2012: en realidad, la notable paradoja de esta maravilla que le debemos a Claire Denis constituye no solo un repetido indicio de los avatares impredecibles de la distribución cinematográfica sino también, en cierto modo, del estado general del cine que nos toca en suerte por estos días. Película tras película, Denis parece empeñada en restituir como si se tratara de un sistema de huellas toda una desvanecida dimensión política que el cine deja normalmente de lado, por acción u omisión, con una insistencia digna de esfuerzos mejor orientados. Esa obcecada vocación política que habita en sus películas es la del cine pero también la del mundo, nada menos que la clase de materia espinosa y difícil de asir a la que el arte mayormente aparenta haber renunciado con una mezcla de tosca altivez y de un escepticismo disfrazado de resignación. Denis se muestra abocada a reconstruir la relación entre los personajes y su entorno con una inspiración que le pertenece solo a sí misma. Si en las películas que más nos gustan a menudo tenemos que preguntarnos qué es lo que está pasando delante de nuestras narices, qué estamos viendo realmente en ese rectángulo de luz y sombra que tiembla y nos interroga a su vez, estableciendo casi sin que nos demos cuenta una intimidad no exenta de malicia, la violenta y al mismo tiempo exquisita materialidad de los planos creados por Denis se nos impone con una convicción que parece forjada directamente en el cuerpo de los personajes. Las escenas de la directora suelen estar atravesadas por la energía básica y primordial que circula alrededor y a partir de los cuerpos en movimiento (el solitario baile desquiciado del actor Denis Lavant en el final de Bella tarea irradia una fuerza misteriosa, sutilmente cómica y conmovedora que parece reacomodar las piezas de la película de un modo sorprendente). El deseo amoroso o erótico guía las acciones, restringe un movimiento o lanza los cuerpos en un frenesí que puede culminar en la insatisfacción o la muerte pero al que la moral no vigila ni controla del todo (Vincent Gallo negándose a tocar a su joven esposa y embarcándose enseguida en un encuentro sexual sangriento con la camarera del hotel en Trouble Every Day). Las escenas de Denis son pródigas en abruptos cambios de clima y de tono, como herencia del cine moderno de la que ella es fértil continuadora por otros medios, pero el ritmo emocional del conjunto se mantiene siempre con una armonía y una fluidez musical arrolladoras. Es difícil saber si los planos se acomodan a la música o al revés, casi siempre de la mano invisible del grupo de rock Tindersticks que acompaña las imágenes como una sombra. Incluso en medio de las tramas más oscuras y en apariencia desencantadas es posible encontrar el resto de un verdadero optimismo en el cine de la directora, una cosa de verdad muy rara de ver, probablemente generado por la belleza visual poco usual de los planos, la entusiasta calidez con la que se dedica a construir cada escena y el espléndido sentido del tempo con el que están ensambladas. El evidente sentimiento de lo trágico en sus películas no escapa a la condición material y palpable del mundo: así como se diseña un encuadre, se lo llena quizá de luz y se lo exprime hasta que despida una emoción reconocible, humana incluso en su carácter terrible, la naturaleza de aquello que rodea a los personajes, los moldea y con frecuencia los oprime, no es una mera fantasmagoría sino que también tiene su origen rastreable y su razón de ser. 35 rhums se declara como un homenaje a Ozu, pero su aliento excede largamente la unción o el entusiasmo celebratorio del caso. Para describir un universo cambiante y dar cuenta del modo en que se ven afectados quienes lo integran, Denis tiene su propio sistema cargado de sensualidad y nerviosismo, un recorrido extrañamente cercano cuya esencial ferocidad se ve primorosamente atenuada por sucesivas dosis de afecto y empatía. Sus personajes son negros de clase obrera en Francia, personas con capacitación laboral que aspiran todavía a una ciudadanía plena que aparenta haberse vuelto la cifra secreta de una ilusión perdida y una derrota anunciada en sordina. 35 rhums no hace realismo social, sin embargo. Denis observa a través de las hendijas de un orden injusto y descubre las corrientes de vitalidad desplegadas por los hombres y mujeres de su película en medio del descalabro social. Como pocas veces en su cine, la hostilidad de la vida es amortiguada por la cadencia incesante de los flujos de emoción mediante los que se relacionan los personajes: hay todo un programa de política microscópica en 35 rhums consistente en afirmar la vida mientras se toma nota dramáticamente de su estado de precariedad. Los lazos afectivos no ofrecen un refugio invulnerable pero alcanzan para iluminar un trance de tiempo presente –el tiempo preferido del cine– que resulta ser el más apto para el orgullo silencioso y la resistencia. Además de los planos de trenes que engalanan varios momentos de la película (el guiño directo a Ozu), la habitual belleza y el virtuosismo formal de Denis tienen particular lucimiento en las escenas de conjunto: la directora es capaz de volver pertinente cualquier detalle –un gesto imperceptible de la mano, el movimiento brevísimo de un labio o un parpadeo que se demora apenas un segundo más de lo corriente– para convertirlo en contraseña de un estado de ánimo y sumarlo con lucidez a una visión integral que permita apreciar, como una placa de rayos x, el mapa mental y anímico de los protagonistas. Pero como en 35 rhums también hay personajes blancos, el breve escándalo de la cruza y la aleación ofrece un alerta permanente que recorre parte de la filmografía de Denis, formulando preguntas sin cesar sobre la inserción de los individuos en las sociedades post-coloniales –cuestión capital en White Material– pero, también (y sobre todo), acerca de esos mismos individuos en relación con el otro. Es que hay un borde extraño, indescifrable, a partir del cual el cine de la directora aparenta desentenderse de su intención de discernimiento y exploración a nivel global para volverse inquietantemente íntimo y personal: en el fondo, la película luce menos como una oda a los grupos cohesionados por el afecto común, levantados a modo de protección contra los embates de un ambiente externo cargado de hostilidad, que como una indagación provisoria y no concluyente acerca de la frontera tras la cual dejo de ser yo y aparece mi semejante.
Claire Denis es una cineasta parisina que apela a un cine de fuerte contenido sentimental marcado a su vez por temáticas relacionadas con la inmigración, el colonialismo y la confrontación cultural, sin dejar de lado los apuntes políticos. Y en 35 rhums recurre nuevamente a estos ingredientes, aunque en este caso prevalezca el aspecto afectivo. Fundamentalmente el intenso vínculo entre un padre y una hija en un contexto edilicio humilde pero compensado por permanentes dosis de afectividad y cuidado por el otro. La mayoría de los personajes son afro franceses y a través de su conducta, sus grandezas y miserias, veremos la semblanza de un pueblo silencioso dentro de una gran urbe. Pese a que la directora focaliza en la relación y la convivencia de ambos, sin una madre misteriosamente ausente, de él que se gana la vida manejando un subte-tren y ella que estudia antropología y trabaja en una disquería hasta altas horas de la noche, lo social y político se dan alguna vuelta por la historia. Se habla de la deuda externa de los países del Tercer Mundo, se lucha contra el desempleo y el cierre de facultades, pero las relaciones humanas vuelven a aflorar como el tema esencial de 35 rhums (o la cantidad de copas que hay que tomar para volver inolvidable un encuentro). Entrañables interpretaciones de Alex Descas, Mati Diop y Nicole Dogué.
Lo que importa es la mirada Cuando en algún festival de Mar del Plata vi Café Lumiére de Hou Hsiao-hsien, recuerdo haberme aburrido como una ostra, a contracorriente de mis colegas que la celebraron como una de las mayores obras de aquella edición. Entendí la referencia al cine de Ozu, adoré algunas imágenes como aquella que comparaba el mapa de líneas ferroviarias con una entraña donde podía residir la vida. Ahora, el cuidado aspecto formal se me hizo frío, distante, alejado del atisbo de vida, incluso se me hizo bastante antojadiza su búsqueda de supresión emocional. Estaba claro que no había sustancia en una película que, para colmo, quería homenajear a un director emblemático, humanista, genial en su trabajo que era tanto formalista como político en lo que su cine dejaba interpretar de la sociedad de su país. Y Café Lumiére asoma ahora por asociación, tras el estreno de 35 rhums, esta cálida y sensible película de Claire Denis, que es también un homenaje a Ozu pero que incorpora algunos elementos de su historia personal. Y tal vez, será por eso, que la película contiene toda la respiración que faltaba en la película Hsiao-hsien. Mientras veía 35 rhums, me acordaba de Ozu y me acordaba de Café Lumiére. Luego, leyendo una entrevista a la directora publicada en el diario Página/12, viene a enterarme que efectivamente la directora francesa había querido homenajear al director japonés y especialmente a su película Primavera tardía, donde también se daba la relación particular entre un padre viudo y su devota hija. Incluso, Denis citaba en aquella entrevista a Café Lumiére, que fue la película que le permitió aceptar que podía abordar el universo del realizador asiático. Entonces nació 35 rhums, film donde un hombre y su hija comparten departamento y mantienen una relación tan especial, que en los primeros minutos parece más el vínculo de una pareja que el de padre-hija, no por ninguna sordidez sexual sino por la fisicidad que adquiere el lazo. Luego, irán apareciendo otros personajes, la mayoría habitantes del mismo edificio, que tienen algún tipo de relación con los dos protagonistas. Es curioso el universo que retrata la directora: a pesar de ser París la ciudad, casi no aparecen personajes blancos, incluso no hay dramas de clase, y todos pertenecen a un sector que se podría definir como burgués e intelectual Como buen homenaje, aparecen tanto las citas explícitas como las susurradas. Obviamente por tratarse de Ozu hay trenes en 35 rhums, y una mirada sobre la mujer y la sociedad de su tiempo, pero además hay un clima, una respiración, un tono, que se vale de la sugerencia, de lo simbólico, de lo que no se dice, por sobre todas las cosas. Pero no es un “no decir” esteticista y formalista, por lo tanto vacuo y fetichista (como el de Café Lumiére), sino un “no decir” que puede ser reemplazado con acciones, con gestos. Más allá de ir descubriendo los personajes progresivamente, y no cerrarlos del todo cuando la película termina, 35 rhums permite que conozcamos a los personajes, entendamos sus motivaciones y aceptemos que aunque no digan nada, están diciendo mucho. Por otra parte, la dinámica de los vínculos que se van gestando es tan física que el silencio se vuelve una consecuencia lógica y tiene una relación directa con la vida. Ese verosímil que logra Denis y que no es fácil de conseguir. Y si en 35 rhums se filtra la vida, no lo es tanto algo aleatorio como sí lo es porque ella forma parte del proceso que construye el film. Denis piensa la relación del padre y su hija (excelentes Alex Descas y Mati Diop) como fue la de su madre y su abuelo. Esto no quiere decir que todo lo que esté basado en la realidad sea bueno, sino que evidentemente el compromiso de la directora con su obra es muy diferente al de Hou Hsiao-hsien: no hay aquí un regodeo esteticista para conformar a programadores de festivales e intelectuales del mundo, sino más bien un sentido humanista que busca comprender y querer a sus personajes, para luego parir una película. En esa tensión es donde la película logra sus mejores momentos, y donde aparece la respiración necesaria para que los conflictos nos involucren. De lo que habla el film es del final de una relación entre un padre y una hija, pero también de los finales, de esos momentos que preceden a la toma de una decisión, de la suspensión de la espera interminable. Para definir esto, hay una notable secuencia dentro de un bar, en una noche lluviosa y con un baile entre erótico y reprimido, que integra a todos los personajes con sus deseos y frustraciones. Lo que hacen los personajes es mirar y mirarse hacia adentro, actuando en consecuencia. Y esto, seguramente, es lo mismo que hace la directora, porque lo que deja en claro 35 rhums es que lo que importa, conclusivamente, es la mirada. Y tenerla o no tenerla (lo que diferencia a 35 rhums de Café Lumiére, por ejemplo), es clave para que el arte tenga vida y nos interese. 35 rhums es una película simple, casi convencional en su muestrario de personajes que habitan un mismo ambiente y se relacionan entre ellos, pero la calidad y calidez de la directora la convierten en una propuesta excepcional.
Lionel es un maduro conductor de trenes que vive con su hija Josephine, estudiante de antropología. En el mismo complejo residen Gabrielle, una taxista que conoce a ambos desde hace años, y Noe, un joven que acusa un extraño y desconocido trabajo y tiene una obsesión sana por Josephine. Las historias de estas cuatro personas se entrecruzan íntimamente en 35 Rhums, una historia firmada por Claire Denis que poco necesita mostrar para contar una sucinta fábula urbana con profundidad. Junto con el ojo intruso de Denis es que vemos como la vida cotidiana de estos cuatro personajes se desenvuelve con tranquilidad y una pasmosidad perceptible; hay un sentimiento familiar entre los cuatro, aunque solo dos son familia directa. Hay algo en el aire que no se dice, pero que se siente. Las miradas lo transmiten todo, y es a través de ellas que uno debe armar la historia de a poco. Si bien la trama no tiene muchos giros ni sorpresas, es más bien leve el tono impreso a la misma; todos los datos están ahí, en las motivaciones y los miedos del cuarteto, miedos de parte de algunos que no permiten que el resto avance en sus vidas. ¿Están justificados dichos temores? Quizás sí, quizás no, pero la magia de 35 Rhums está en descifrar el juego de miradas, en el que menos es más. Este juego sutil queda en manos del elenco, grupo en el cual sobresalen los veteranos Alexa Dascas como Lionel y Nicole Dogue como Gabrielle: más que presentirse, se sabe que han tenido una historia juntos, lo que hace que su relación de cortesía y compañerismo resalte más. Por otro lado la dupla joven, la Josephine de Mati Diop y el eterno tímido Noe de Gregorie Colin forman una atípica pareja, cuyo futuro se va develando a medida que transcurre el film. El cuarteto tiene su momento para brillar en la hermosa escena del bar a la madrugada, en donde todos dejan aflorar sus temores y esperanzas en una escena brillante. Claire Denis ha logrado con esta una película lenta pero segura, que va conquistando al espectador, atrayéndolo a su historia, tan cotidiana como honesta.
Es una historia fuerte que habla de los lazos familiares y el amor; cálida, vibrante y conmovedora Se desarrolla en los suburbios de París, donde se encuentran esas viviendas donde viven los inmigrantes pobres, allí conocemos a los distintos personajes que son parte de esta historia, una de ellas es la principal, la que habla de la relación entre un padre e hija, él es un viejo conductor de tren Lionel (Alex Descas) viudo y su hija Josefina (Mati Diop) una estudiante de antropología. Otro de los personajes que viven en ese edificio es una taxista Gabrielle (Nicole Dogue), quien durante la niñez de Josefina cuidó de ella como una madre, y otro de los vecinos es Noé (Grégoire Colin), para quien desde la muerte de sus padres todo se detuvo en el tiempo, en su casa quedaron los muebles antiguos, hasta su gato es viejo, tiene diecisiete años. Estos personajes tienen algo en común, el amor, Gabrielle por Lionel y Noé por Josefina, pero no se atreven. Por otro lado tenemos a René (Julieth Mars Toussaint), un compañero de Lionel, que se siente perdido cuando tiene que retirarse de su trabajo, el se encuentra solo y el interior de su vida se encuentra vacio, algo muy similar le sucede al personaje del film “El extraño Sr. Horten, 2007” cuando Odd Horten de 67 años, ingeniero ferroviario, luego de 40 años de servicio de retirarse y debe buscarle un sentido a su vida. En la trama predominan las miradas, los silencios, los gestos, está llena de metáforas y símbolos pequeños, con montajes largos de las vías y los trenes, son sus vidas que van y vienen y representan la comunicación y las distancias entre los personajes, su ritmo por momentos es lento, tiene nostalgia no solo a través de sus personajes, sino que también se encuentra reflejada en los colores y la música. Finalmente conocemos como son esos 35 Rhums, un ritual de despedida que consiste en beberse 35 copas de esa bebida sin interrupción.
La comunidad invisible En ciertas ocasiones, sobre todo cuando se trata de grandes cineastas, el plano inicial es una revelación de la película completa, un holograma del porvenir. Aquí se ven un par de planos generales de las afueras de París al anochecer: los trenes van y vienen mientras suenan los tersos acordes de Tindersticks. Sobre esas imágenes se podrán leer los nombres de todo el elenco al unísono. Es un signo del filme, su secreto sociológico. Sucede que 35 rhums no es un filme de individuos aislados, algunos de ellos descendientes de inmigrantes africanos y todos proletarios, sino el retrato amoroso de una comunidad mínima en la que existe entre sus miembros un cuidado tácito. Hay aquí un modelo social a contracorriente: el egoísmo brilla por su ausencia, la solidaridad es un ethos, un modo de vida. El drama es mínimo. La cotidianidad de Lionel, un maquinista de un tren público, y su hija mayor, Joséphine, que estudia sociología, las apariciones ocasionales de un posible pretendiente, Noé, que vive en el piso de arriba, y una vecina que vive sola y trabaja en un taxi, Gabrielle, y que está enamorada del maquinista. No son precisamente las condiciones necesarias para el escándalo y la explosión dramática, pero habrá un compañero de trabajo de Lionel que sí tomará una decisión extrema. Jubilarse no siempre significa un tiempo de júbilo. Como en Bella tarea y Chocolate, Claire Denis retoma discretamente la diáspora africana en el viejo continente y la inviste, oblicuamente, de una lectura política sobre el orden mundial, lo que se explicita en una clase universitaria y en una protesta posterior. La novedad aquí pasa por sugerir un modelo elástico de familia, más allá de los vínculos sanguíneos, aunque Edipo es una presencia diluida pero tangible. Muchos dirán que 35 rhums es un filme menor de Denis, aunque una mirada más atenta descubrirá que esta obra es ocultamente magistral y soberbia. La dignidad con la que se presenta a los trabajadores ferroviarios y los placeres de quienes simplemente se limitan a cumplir un horario es extraña al cine. Más inusual aún resulta filmar el ejercicio mismo del afecto, incluso como si se tratara de una fuerza de resistencia frente a la injusticia de todos los días.
Vías invisibles Hay películas que aparecen en voz baja, con pudor, tardíamente incluso: es el caso de este film de Claire Denis (1948, París, Francia) que se estrena en algunas salas de nuestro país cuatro años después de haberse realizado, como un lejano perfume que asoma para quienes estén dispuestos a advertirlo. Esa falta de estridencias de su presentación en público caracteriza a la misma obra, que despliega la trama de sentimientos que unen y desunen a Lionel (viudo taciturno y conductor de trenes suburbanos) con su hija Josephine y un par de vecinos: Gabrielle, una mujer taxista que fuma y espera, y Noé, un joven que un día encuentra la excusa para dar a su vida un golpe de timón, quebrando la rutina a la que el grupo -una suerte de familia abierta- se ha malacostumbrado. Como las vías que Lionel observa desde su cabina, los lazos invisibles que vinculan a estos seres sensibles se entrelazan e interponen. El espectador habrá de distinguirlos por sus miradas, sus silencios y sus gestos de afecto o distanciamiento, nunca destemplados. Compartir una comida, entregar un modesto regalo, reconocer una melodía por detrás de una puerta, son hechos que dejan de ser triviales en esta película cuya persistente melancolía proviene, en cierta manera, de la intención de recordar el cine sereno y vívido de Yasujiro Ozu (1903/1963). Como en Bella tarea (1999), la realizadora francesa registra los desplazamientos de los personajes con delicados travellings, y si recurre reiteradamente a primeros planos, éstos duran más de lo que recomienda la estética televisiva y trasuntan calidez, con la ayuda de sus expresivos actores y de la fotografía de Agnés Godard. Contrariamente a lo que puede suponerse, la tristeza que trasuntan Lionel, Josephine, Gabrielle y Noé (y los demás) no convierte a 35 rhums en un retrato desapasionado. La atracción física, las caricias y los abrazos le dan carnalidad: el film elude las lágrimas y prefiere el calor de los cuerpos que se desean o se buscan. Una demostración de esto es la hermosa secuencia en la que todos ellos, con el pelo mojado por la lluvia y algunas copas de más, bailan improvisadamente en un bar, al ritmo de canciones de Harry Belafonte y The Commodores. Los planos generales sobre la París nocturna, con sus ventanas titilando, hacen que las vivencias de este cuarteto de solitarios disconformes sean representativas de otras en la gran ciudad. Y es que 35 rhums sugiere que la incomodidad existencial del grupo es un reflejo de la crisis de valores de la Europa actual. La depresión que asalta a un compañero de Lionel que se jubila y la indiferencia con la que profesores y estudiantes universitarios hablan de la deuda de los países del sur (con la excepción de un joven que posteriormente se ve participando de una manifestación de protesta), son acotaciones perspicaces sobre gente que no parece sufrir carencias materiales y, sin embargo, no sabe cómo salir de su estado de insatisfacción. El título responde a un hábito que, según Lionel, debe cumplirse cuando se está ante un acontecimiento digno de ser festejado. En el transcurso de 35 ruhms eso ocurre dos veces, pero la película parece sugerir que todo sería distinto si encontráramos más a menudo motivos para brindar y celebrar.
Publicada en la edición digital de la revista.
Una película de Claire Denis en la cartelera rosarina siempre es motivo de festejo. La talentosa y aquí poco conocida directora francesa construye este trabajo (visto hace unos años en el BAFICI) a partir de los gestos de afecto de sus personajes, casi todos inmigrantes africanos aferrados a sus rutinas. Un empleado ferroviario a punto de jubilarse que vive muy apegado a su hija, y su familiar relación con sus vecinos y compañeros de trabajo son el punto de partida y de llegada de esta historia contada con nobleza y calidez. Todos ellos conforman una suerte de comunidad que vive en un delicado equilibrio y que se resiste al cambio. Denis tiene una mirada certera para encadenar sin énfasis detalles mínimos, y encontrar belleza en los rituales cotidianos. Postales suburbanas de vidas que se unen o se bifurcan como las vías de un tren.
En un momento en que el cine francés parece haber perdido un poco el rumbo, las propuestas de Claire Denis (“Bella tarea”, “El intruso”) bucean en las actitudes de gente común que, de pronto, se iluminan con un gesto y patean el tablero. Porque precisamente, no hay “gente común”. Todos pueden sorprender. Lionel, viudo de mediana edad, trabaja como conductor de trenes y vive con su hija Josephine en un modesto edificio en las afueras de París. En el lugar, tiene como vecinos a Gabrielle, quien mira a Lionel con buenos ojos y algunas secretas ilusiones, y Noé, muchacho inquieto decididamente atraído por Josephine. Los lazos sentimentales y los familiares van a cruzarse, no siempre de manera armónica. Dentro de un cine que en apariencia apunta al realismo, Denis se las ingenia para que sus criaturas se aparten de la rutina cuando es necesario, armando otro libreto. Una opción que habrá que respetar.
Conflictos humanos narrados de una manera muy especial La directora Claire Denis nació en París en 1948, hija de un funcionario colonial. Gran parte de su infancia transcurrió en Africa y esa experiencia la volcó en sus películas. De ellas se puede mencionar, por la calidad de su historia y su forma fílmica, a Bella tarea, de 1999. En 35 rhums rinde homenaje a Yasujiro Ozu, pues la película está inspirada en Primavera tardía , que el cineasta japonés filmó en 1949, sobre la relación afectiva entre un padre y su hija, como ocurre en este filme de Denis, ambientado en un suburbio de París. Aquí el padre se llama Lionel, es descendiente de africanos, viudo, extremadamente parco y meditabundo. Trabaja como conductor de trenes --una tarea solitaria-- y está pensando en su inminente jubilación. La hija, Josephine, vive con el padre, trabaja en un negocio de artículos musicales y estudia Antropología en la universidad. De la madre se proporciona alguna noticia hacia el final de la historia. Y hay otros dos personajes claves, habitantes del mismo edificio de Lionel: Gabrielle, también africana, quien oficia de taxista; y Noé, un especialista en computación, francés y que viaja con mucha frecuencia por cuestiones laborales. La película trata sobre la cotidianeidad de esos personajes, una rutina sólo quebrada por la despedida de un compañero de trabajo de Lionel, un accidente, un viaje a Alemania y el frustrado intento de asistir a un concierto. En esta última circunstancia, los cuatro personajes terminan, de noche, en un bar, donde quedan expuestas --sin palabras, con apenas algunos gestos, comportamientos y miradas-- las relaciones de ese grupo humano, las del pasado y las del presente. Una asombrosa economía temática y narrativa que también se percibe en cada uno de los planos, organizados con extrema minuciosidad, donde no falta ni sobra nada, fruto del estilo de la directora y del excelente trabajo de su habitual iluminadora Agnes Godard. Y eso es así porque Claire Denis entiende los conflictos humanos de una manera muy especial, y no como lo sugieren los manuales de la dramaturgia. Además de la relación padre-hija y la perspectiva más o menos cercana de una inevitable separación, la directora también pasa revista a temas como la edad, el paso del tiempo, la amistad, la jubilación y un posible quiebre de la armonía familiar por el propio imperio de la vida. El sentido del título --algo así como 35 vasos de ron-- se explica en la última secuencia de la película y eso permite entender el espíritu que sobrevuela muchos de los segmentos previos.