Elegía de la fotografía polaca. La República Popular de Polonia, constituida en 1945 una vez finalizada la guerra mundial, tuvo un período de relativa estabilidad y prosperidad bajo el liderazgo del líder comunista Wladyslaw Gomulka (que había sido encarcelado en 1951 por oponerse a la colectivización agraria forzosa propuesta por Stalin, y liberado después del ascenso de Nikita Krushchov al poder en la U.R.S.S.) que se prolongó hasta mediados de los años sesenta. Su política permitió el surgimiento de movimientos estéticos vanguardistas y el desarrollo de un cine de gran calidad, cuyos principales exponentes fueron Andrzej Wajda y Andrzej Zulawski. Ida es un drama sobre la memoria, la verdad y la identidad de un país que se debate entre su herencia católica, la ocupación alemana, el holocausto, su raigambre sindical combativa y su pasado comunista. La película intenta trazar un recorrido sobre este abismo que se cierne sobre esta nación desde antaño en la órbita del poder político ruso, ya sea zarista o soviético. Una joven monja católica a punto de tomar sus votos sacramentales en un convento polaco en la década del sesenta, Anna, se entera que tiene una tía y que antes de comprometerse con su vocación religiosa debe ir a conocerla y reconstruir el pasado familiar. Sin demasiada información, la muchacha en enviada por primera vez fuera del convento en que fue criada desde que era un bebé en pleno invierno hacia la casa de la desconocida tía. Ya en compañía de su tía, una ex jueza de los tribunales populares soviéticos devenida prostituta, Anna descubre que fue bautizada como Ida por sus padres judíos y juntas deciden enfrentar la verdad enterrada por la guerra y partir en la búsqueda del origen de la tragedia familiar. Este recorrido las lleva hacia la historia de la resistencia contra la ocupación nazi, las contradicciones del régimen comunista polaco y la herencia católica de una nación que soportó el gran peso del horror nacionalsocialista. Con estoicas y sencillas actuaciones resaltadas por los primeros planos de las expresiones de dolor y entereza de las protagonistas, una dirección brillante y una fotografía en blanco y negro de alta definición que homenajea la estética soviética- polaca de los clásicos de Wajda y Zulawski, la película es una manifestación de belleza grácil y encantadora que perturba e incómoda. Ida recupera una estética de etéreas fisonomías, ingrávidos gestos y sutiles movimientos imperceptibles que relatan las amarguras de la vida. El guión de Pawel Pawlikowski y Rebecca Lenkiewicz ofrece una calidez inusitada en medio de la desdicha de un horror que pugna por salir a la luz para definir la identidad y memoria desenterrando los fantasmas de un pasado demasiado cercano. La indagación política y social de Ida sobre la historia de Polonia en el Siglo XX nos coloca como espectadores identificados con la juventud de la protagonista en la bisagra de las protestas sociales que comenzaron a transformar a Europa del Este y su forma de entender el comunismo para enfrentarnos a las tensiones de los acontecimientos, a las tragedias familiares y la miseria de personas consumidas por el miedo y los fantasmas de sus crímenes.
El director polaco Powel Pawlikowski, decide rodar su quinta película en su propia tierra para llevar adelante una historia cargada de pasado y la búsqueda de un presente irremediable. Ida, una novicia criada en un convento, tiene que visitar a su familia antes de tomar los votos y volver al encierro. En el afuera, su tía Wanda, es su único lazo sanguíneo que siempre le dio la espalda. Ida, es una joven que lo único que conoce en la vida es Dios y su vocación hacia Él. En tanto, Wanda, es una mujer resquebrajada, alcohólica y fiscal del Estado, que ha dado todo para encerrar a los culpables partícipes de la ocupación. Cuando ambas mujeres se encuentran emprenderán un viaje, así la película se convierte en una road movie en busca de encontrar la verdad o hallar los restos de su familia asesinada durante la invasión nazi. Entonces, comprendemos porqué su tía nunca respondió a las cartas de su sobrina. Ida es el pasado vivo que Wanda nunca quiso afrontar. Pero por más que se lo evite siempre estará presente. El judaísmo y el catolicismo, dos polos opuestos que enfrentan sus pensamientos y la manera de canalizar la tragedia. Por un lado, la búsqueda de la verdadera identidad; por el otro, la redención del pasado. Ambos personajes llevan la carga de su propia cruz. La película, filmada en blanco y negro, acentúa la dureza de los personajes rodeados de nieve o niebla, representa la década en la que está ambientada (los sesenta) y también, la carencia de brillo en las pupilas de la protagonista, en ese rostro enmarcado por su atuendo. Solo algunas notas musicales suenan durante el metraje como para deslizar algún sutil gesto pero nada que enfatice las emociones. Cada plano, perfectamente compuestos poseen una carga emocional tan intensa que se proyecta en la pantalla como si el fondo se cayera sobre sus espaldas.
Cambio de hábito Desde la transversalidad y con una estética particularmente relacionada con el cine polaco del pasado, el director y también guionista Pawel Pawlikowski junto a Rebecca Lenkiewicz indaga y escudriña sobre las profundidades de la historia de su país a partir de un relato concentrado en la búsqueda de la identidad y el rescate doloroso y traumático de la memoria histórica. La Polonia antisemita; la Polonia católica; la Polonia de la post guerra se encuentra retratada de manera descarnada en este film, rodado enteramente en blanco y negro y ambientado en los años 60, cuya protagonista Anna (Agata Trzebuchowska) vive desde pequeña en un convento y se dispone a tomar los hábitos sacramentales una vez saldada la deuda moral con su pasado familiar al enterarse que en realidad ella es hija de judíos y que su nombre real es Ida, de ahí el título original del film. Para ello, la intervención de una tía, Wanda (Agata Kulesza), ex jueza con la que retomará su pasado -pero también intentará conocer desde otro lugar- abre el camino hacia una road movie convencional en la que la información se siembra a cuenta gotas y con enorme sutileza para dar lugar a los tiempos muertos y los climas de agobio, en sintonía con la imagen y sus contrastes de claro oscuros. Se puede encontrar en este opus del director radicado en Gran Bretaña una fuerte carga estética en el tratamiento de la imagen y la impecable dirección de un elenco sólido en el que destaca el duelo actoral de las dos principales actrices, quienes se complementan de manera extraordinaria. Es muy interesante la transformación de Ida, un personaje calibrado y bien construido desde la ausencia del pasado y la paulatina metamorfosis a medida que toma contacto con sus orígenes, sus muertos y la necesidad de conocer la verdad a pesar de la dureza de Wanda. Sin trazo grueso o bajada de línea hacia un costado u otro, la película del director Pawel Pawlikowski es un buen ejemplo de revisionismo histórico contemporáneo, sin discursos grandilocuentes o rimbombantes pero que sobre todas las cosas no descuida la condición humana y el drama causado por las heridas de la guerra y el horror del holocausto.
El peso del pasado Ida (2013) aborda las consecuencias del régimen nazi a través de una historia en donde convergen la religión y la identidad. Pawel Pawlikowski ofrece un relato conciso, sobrio, con un notable esmero puesto en lo formal. Polonia. 1960. En un mismo día, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia que está por tomar los votos religiosos, conoce a su tía Wanda (Agata Kulesza), su verdadero nombre y su religión original: la judía. Todo ello de forma sorpresiva, sin previo aviso. La muchacha (Ida, de allí en más) sale por primera vez del convento para conocer a la única familiar que sobrevivió al horror nazi; una mujer liberal que integró los tribunales del pueblo y que alza la voz cuando lo cree necesario; y fuma y bebe con total naturalidad. Es decir; su antítesis perfecta. Como relato de viaje, el de Ida lo es tanto material como espiritual. Pawlikowski parece inspirarse en el cine de Robert Bresson, comparación que al mismo tiempo nos lleva a la formidable Entre la fe y la pasión (Hadewijch) de Bruno Dumont (por más que el director se niegue a reconocer esa influencia). El parangón está dado por la ausencia sonora y el tono ascético, pausado, alejado de actuaciones sobrecargadas. El nítido blanco y negro no sólo esboza una época, además genera una depuración de la imagen que la acerca al registro documental. El de Ida no es el triunfo de la forma por sobre el contenido; es el de la consumación de uno en el otro. Sírvase como ejemplo la amplia cantidad de planos en donde la cabeza de las dos mujeres está muy por debajo de la mitad del cuadro, generando en el espectador la idea de que el espacio (¿el histórico?) les pesa mucho. Una vez fuera del convento, tanto Ida como su tía (comprometida políticamente con el régimen comunista) irán a la búsqueda de los cuerpos de los padres y el hermano, quienes se habían refugiado con la protección de un hombre que pudo haberlos traicionado. Ambas mujeres irán conociéndose mutuamente, y al mismo tiempo ampliarán su mirada sobre aquella parte del mundo que desconocían. La mayor se encuentra aún conmovida por el aquel pasado que la llevó a comprometerse con una causa; la menor, atravesada por las revelaciones, asumirá estoicamente su destino, y se enfrentará a la exposición de los cuerpos que la religión le ha negado. Revelaciones, por otra parte, en donde emergen las contradicciones de toda sociedad sometida a crímenes de lesa humanidad. Por fortuna, la película nunca se encarga de “explicar” el conflicto interno; más bien de ponerlo en pantalla a través de los comportamientos de los personajes, enrarecidos mediante las tomas picadas y contrapicadas que señalan el momento excepcional en el que viven. Habrá un punto de giro hacia el final que profundizará esta idea, con sus consecuencias en la lectura tanto de Ida como de su tía. Finalmente, ese “momento bisagra” en la vida de Ida promoverá en ella un nuevo descubrimiento: el de su feminidad hasta entonces clausurada. Cuando la veamos soltar su cabello asistiremos a uno de los planos más bellos y más sencillos que el cine más reciente nos ha ofrecido.
El pasado me (nos) condena Después de haber vivido y filmado en Gran Bretaña, el polaco Pawel Pawlikowski ((Last Resort, La mujer del quinto, Mi verano de amor) regresa a su tierra natal con Ida, una historia que presenta la situación de Polonia durante los años ´60, las consecuencias de la guerra y la vida durante el régimen comunista. Anna (Agata Trzebuchowska) es una novicia en un convento de la muy católica Polonia que está a punto de hacer sus votos. Antes de tomar los hábitos, su superiora le ordena visitar a su tía Wanda (Agata Kulesza), a quien la joven no conoce. Por primera vez, la inocente protagonista sale del ámbito donde ha transcurrido pacíficamente toda su vida y en la ciudad encuentra su contracara: Wanda es una mujer durísima, ex integrante de la resistencia, jueza de los tribunales del pueblo que han enviado a muchos a la muerte, y que ahora lleva una vida tan disipada como solitaria, mientras bebe y fuma sin cesar. Pero lo más perturbador del encuentro es que la tía le revela a la joven que en realidad se llama Ida, es judía e hija de su hermana y su marido, los Lebenstein, desaparecidos durante la ocupación y la masacre de los nazis. La necesidad de enterrar a sus muertos y conocer la verdad lleva a esas mujeres al pueblo natal, donde todos prefieren olvidar el pasado. Todo resulta aún peor de lo imaginado por el taimado accionar de los vecinos durante la guerra, que recae con consecuencias en el presente. Así, Ida emprende un viaje iniciático que la obliga a tomar contacto con una realidad hasta entonces desconocida y lacerante, que la introduce violentamente en la madurez, la pone en contacto con su verdadera identidad y la obliga a tomar decisiones sobre su vida. El viaje de Ida y Wanda es también una evocación del paso de Polonia de uno a otro sistema. Pawlikowski ha sabido individualizar en la peripecia de esas dos mujeres, con síntesis, sutileza y estilo, la oscura historia de ese país, que incluye nazismo, antisemitismo, estalinismo y traición. Sin contemplaciones, enfrenta a la joven (la luminosa Trzebuchowska) con el negado pasado común, que conserva sus heridas abiertas. A juzgar por el estado de Wanda, los ideales comunistas ya se están relajando. Kulesza realiza una admirable performance de esa mujer que ha participado del horror y lo ha sobrevivido por su autodeterminación y hoy se sostiene a base de furia, rencor, culpa y alcohol. Su actuación ha merecido varios premios, así como el film, que obtuvo dos premios FIPRESCI de la crítica internacional, entre varios otros. El aspecto más admirable de la película es la fotografía en blanco y negro a cargo de Lukasz Zal y Ryszard Lenczewski (también DF de Mi verano de amor, un film anterior de Pawlikowski que trataba la entrada en la adultez de manera muy diferente). La composición suele ubicar a los personajes en el borde inferior del cuadro, con un gran espacio detrás, destacando su soledad, su individualidad, el vacío circundante. Esas sugerentes imágenes, con una sutil iluminación lateral a la manera de la antigua pintura holandesa, evocan el fundante cine polaco de los ´60. Los tonos grises y la música resultan tan expresivos como las casi silenciosas protagonistas. La estética ascética, los diálogos escasos y los tiempos demorados remiten al mejor cine clásico europeo, y entre los contemporáneos, a las películas del húngaro Béla Tarr.
Buscar los rastros del pasado El film de Pawel Pawlikowski retoma la estética del cine polaco durante el comunismo para narrar la historia de una “monja judía” en busca de su identidad, a la vez que reflexiona sobre la dolorosa historia reciente del país, sin dar demasiadas explicaciones. Las primeras imágenes de Ida encuentran a una joven novicia, Anna, mientras se prepara para un viaje, uno de los pocos de su corta vida, que ha transcurrido por completo dentro del claustro del convento. Las razones no son otras que una visita a su único pariente vivo, una tía directa a quien nunca ha visto. Anna es huérfana y fue criada por las monjas desde muy temprana edad. “Te quedarás con ella el tiempo que sea necesario”, le dice la Madre Superiora, a sabiendas de que esa interrupción de la vida religiosa antes de tomar los primeros votos es absolutamente necesaria. Es que Anna, como descubrirá rápidamente al llegar a la casa de su tía Wanda en Lodz, es también Ida, hija de padres judíos asesinados durante los años de la ocupación alemana. Una “monja judía”, como la llama su tía con algo de crueldad. La identidad y los rastros del pasado, que se resisten a permanecer ocultos, ocuparán el centro de un relato concentrado en algunos días de búsqueda. Pesquisa de datos y de verdad, pero también de un orden o equilibrio luego de la confrontación con los hechos más terribles. Y, eventualmente, de una elección de vida que podrá ser muchas cosas pero nunca será sencilla. Le llevó más de dos décadas a Pawel Pawlikowski, nacido en Varsovia en 1957, filmar su primera película polaca. Sus años como documentalista de la BBC londinense parecen haberlo preparado para lanzarse al largometraje de ficción con cierta confianza (de sus tres películas británicas previas, solamente Mi verano de amor, de 2006, tuvo un acotado lanzamiento local). Ida es, entonces, no sólo un regreso al terruño, sino también una visita al pasado del cine de Polonia y países comunistas vecinos. Lejos del capricho estético, con su contrastada fotografía en blanco y negro y estricto formato de pantalla 1.37, Ida imita el posible aspecto que un film de la época en la cual transcurre la acción (1961) podría haber tenido en las pantallas de cine polacas, checas o húngaras. Y es el marco visual ideal para una película que abandona las calles de la gran ciudad para mudarse a un pequeño poblado rural, con sus amplios espacios naturales, pero también sus apretadas habitaciones de hoteles de pueblo, bares y centros comunitarios, encuadrados por Pawlikowski y el director de fotografía debutante Lukasz Zal en planos usualmente fijos y obsesivamente compuestos, en muchos casos con poco ortodoxos espacios vacíos por encima de los personajes. También primeriza es la jovencísima Agata Trzebuchowska, la actriz no profesional –descubierta por un colega del realizador en un bar de Varsovia– que interpreta con acertada introspección a Anna/Ida. Su tocaya Agata Kulesza, en cambio, es una experimentada actriz de cine y teatro, encargada de interpretar a la tía Wanda, ex fiscal del Estado polaco y la estrella de grandes casos públicos a comienzos de los años ’50. Responsable, asimismo, de “llevar a varios enemigos del pueblo a la muerte”, según confiesa en una escena particularmente incisiva. La muerte es, entonces, uno de los temas centrales de Ida: la muerte de habitantes judíos traicionados por sus vecinos cristianos y la muerte de ciudadanos insumisos a manos del aparato legal estalinista. En el rostro de Wanda pueden adivinarse la profunda amargura y cruel sarcasmo de años de muertes ajenas y propias, de dolores aplicados por otros y también autoinfligidos. Alcohólica, en busca de un cariño que nunca surge en las sesiones de sexo al paso, parece la imagen de una Polonia que resiste como puede a pesar de los golpes y los reveses. En el semblante de Ida, en cambio, generalmente duro e inexpugnable, pueden verse reflejadas algunas certezas que comienzan a tambalear y ciertas dudas que no dejan de picar como un afilado aguijón. Particularmente luego de conocer a un joven músico de jazz que le acerca la posibilidad de abrir nuevas puertas y ventanas. La mejor película de Pawlikowski a la fecha es también una particular road movie, un viaje de descubrimiento que tiene preparado para sus últimas estaciones más de una sorpresa. Es también un film conciso y compacto (apenas 80 minutos) que reflexiona sobre la dolorosa historia reciente de un país sin necesidad de recurrir a demasiadas explicaciones, simplemente a partir de la compleja pintura de un par de personajes y sus circunstancias.
Con el espíritu del mejor cine polaco Quien acceda a esta película polaca sin saber nada de ella, fácilmente podría creer que es de comienzos de los 60, de esa época notable de Andrzej Munk, Jerzy Kawalerowicz, Rosewicz, Skolimowski, Zanussi, cuando la brecha abierta por el gran Andrzej Wajda permitió dejar atrás el "realismo socialista" y mostrar, o al menos sugerir, con un tono propio ciertas cosas hasta entonces imposibles de decir. Y ese tono era, en varios casos, de una enorme y fascinante tristeza, una amargura cargada de reproches que sólo podían deslizarse en voz baja y frases breves, una desconfianza de soledades vigiladas. Con una impresionante fotografía en blanco y negro. Ocurre que esta película se ambienta en esa época, tiene ese mismo nivel y estilo de fotografía, con un formato propio de aquel entonces, y recoge su espíritu. No lo hace por experimentalismo ni mero antojo. Lo hace para meter al público más de lleno en el drama que quiere contarnos. Un drama de unas pocas personas, con un asunto que apenas parece trascender. Y del que poco se habla. Todo comienza en un convento. La madre superiora envía a una novicia al mundo exterior. Antes de tomar los votos, ella debe conocer a su única parienta, una tía que la dejó vivir olvidada en el orfanato, pero que tiene algo que decirle. Algo relacionado con su origen, y con el destino de los suyos. La tía es una jueza medio alcohólica y viciosa, ya curtida, que como fiscal de Estado supo mandar al cadalso a varios "enemigos del pueblo", como llamaban los comunistas a los opositores ("al enemigo, ni justicia", decía por aquí un general, pero esa es otra historia). La tía es eso que vemos. Pero tiene cierta dignidad. Y la novicia, es judía. Recién se entera. Cuando chiquita, alguien la salvó del Holocausto. El asunto es saber entonces qué fue de sus padres, y de su hermano. El asunto, en esta historia, es ver cuánta cola de paja tuvieron los propios polacos en eso del Holocausto, y cuánto de esa mentalidad mantuvieron los comunistas durante su largo regimen. Casi todo está sobreentendido, o dicho en voz baja. Incluso las confesiones de los culpables, que son confesiones a medias y medio desafiantes. Y envolviéndolo todo, el silencioso invierno. Película de climas, de evocaciones, de dolor aceptado pero injusto. Intérpretes, la jovencita Agata Trzebuchowska y Agata Kulesza (cuyo protagónico en el drama posbélico "Rosa" bien recordarán los habitués de Pantalla Pinamar y otros ciclos especiales). Fotografía, Ryszard Lenczewski, maestro. Coguionista, Rebecca Lenkiewicz, dramaturga. Realizador, Pawel Pawlikowski, un tipo que emigró a Oxford como estudiante, dirigió documentales durante diez años en la BBC, e hizo "Mi verano de amor" y otras historias inglesas. Curiosamente, ésta es su primera película polaca. Tremendamente polaca.
Hemos tenido pocas noticias del cine polaco en los últimos años. Lejos de la época en la que la obra de directores como Krzysztof Kieslowski y Andrzej Wajda circulaba con más asiduidad por Buenos Aires, llega por fin una película de ese origen, gran ganadora del Festival de Gijón y premiada por los críticos de Fipresci en el de Toronto el año pasado. Quinto largometraje de Pawel Pawlikowsky, Ida tiene dos protagonistas femeninas, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia a punto de hacer sus votos finales en el mismo convento católico donde fue abandonada en 1945, cuando era un bebé, y Wanda Gruz (Agata Kulesza), una mujer dura, misántropa, castigada por la vida, aficionada al tabaco y el alcohol. Wanda es la única pariente viva de Anna y el encuentro entre ambas es el disparador de una road movie seca y minimalista motorizada por una noticia familiar que la futura monja no esperaba. Filmada en blanco y negro en el formato cuadrado de 4:3 (el que usó Michel Hazanavicius en El artista y hoy está en boga en el cine con aspiraciones de vanguardia), en lugar del habitual panorámico, la película no oculta sus referentes: Bergman, Bresson y sobre todo Dreyer, otro obsesionado por el asunto de la fe, aquí encarnado en los sacrificios de la vida religiosa y en los crudos efectos finales de una existencia entregada a la aplastante burocracia comunista. Pawlikowsky le otorga una importancia capital a la fotografía y el encuadre, al límite del preciosismo, pero la sangre de la historia que cuenta y las poderosas interpretaciones de las dos protagonistas obturan reclamos por la frialdad propia de los meros ejercicios de estilo. Cuando sale al mundo, Anna explora cada detalle, sorprendida por todo aquello que le fue vedado en la gris reclusión del convento. Se encuentra con la gélida Polonia controlada por la URSS de los 60, todavía abrumada por la devastación de la Segunda Guera Mundial, pero también con atisbos de una mundanidad que resulta para ella tan reveladora como su vocación religiosa. Independientemente de la resolución algo barroca de los conflictos que plantea su argumento, Ida encuentra en esa relación, trabajosa pero llena de cálidas vibraciones, entre dos mujeres de vidas completamente distintas su fortaleza, un corazón que late intensamente.ß Hemos tenido pocas noticias del cine polaco en los últimos años. Lejos de la época en la que la obra de directores como Krzysztof Kieslowski y Andrzej Wajda circulaba con asiduidad por Buenos Aires, llega por fin una película de ese origen, gran ganadora del Festival de Gijón y premiada por los críticos de Fipresci en Toronto el año pasado. Quinto largometraje de Pawel Pawlikowsky, Ida tiene dos protagonistas femeninas, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia a punto de hacer sus votos finales en el mismo convento católico donde fue abandonada en 1945, cuando era una beba, y Wanda Gruz (Agata Kulesza), una mujer dura, misántropa, castigada por la vida, aficionada al tabaco y el alcohol. Wanda es la única parienta viva de Anna, y el encuentro entre ambas es el disparador de una road movie seca y minimalista, motorizada por una noticia familiar que la futura monja no esperaba. Filmada en blanco y negro en el formato cuadrado de 4:3 (el que usó Michel Hazanavicius en El artista y hoy está en boga en el cine con aspiraciones de vanguardia), en lugar del habitual panorámico, la película no oculta sus referentes: Bergman, Bresson y, sobre todo, Dreyer, otro obsesionado por el asunto de la fe, aquí encarnado en los sacrificios de la vida religiosa y en los crudos efectos finales de una existencia entregada a la aplastante burocracia comunista. Pawlikowsky les otorga una importancia capital a la fotografía y el encuadre, al límite del preciosismo, pero la sangre de la historia que cuenta y las poderosas interpretaciones de las dos protagonistas obturan reclamos por la frialdad propia de los meros ejercicios de estilo. Cuando sale al mundo, Anna explora cada detalle, sorprendida por todo aquello que le fue vedado en la gris reclusión del convento. Se encuentra con la gélida Polonia controlada por la URSS de los 60, todavía abrumada por la devastación de la Segunda Guerra Mundial, pero también con atisbos de una mundanidad que resulta para ella tan reveladora como su vocación religiosa. Independientemente de la resolución algo barroca de los conflictos que plantea su argumento, Ida encuentra en esa relación, trabajosa pero llena de cálidas vibraciones, entre dos mujeres de vidas completamente distintas, su fortaleza, un corazón que late intensamente.
La vida fuera del convento Magnífica película, en blanco y negro, sobre los coletazos del Holocausto. Es difícil que a esta altura una película de temática vinculada a los horrores del Holocausto aporte algo diferente, pero Ida lo consigue. “Quería hacer una película sobre la historia que no pareciera una película histórica; que fuera moral, pero sin lecciones que dar; quería contar una historia en la que ‘todos tengan sus razones’; una historia más cercana a la poesía que al argumento”. Pawel Pawlikowski -un cineasta polaco residente en Gran Bretaña, formado en Oxford en literatura y filosofía- cumplió todos los objetivos que se propuso con esta película, tan sutil como dura. La acción transcurre en la Polonia comunista de principios de los años ‘60. Antes de ordenarse monja, una novicia sale del convento en el que se crió para conocer a una tía que es su única pariente viva. Una pasó toda su vida entre muros y es virgen en todos los aspectos de la vida; una suerte de tabula rasa. La otra, ya curtida, trata de paliar la amargura de su experiencia vital entregándose casi compulsivamente a los placeres mundanos. Las dos mujeres tienen caracteres antagónicos y plantean cosmovisiones contrapuestas. Ellas encarnan dos posibles respuestas a la famosa frase sartreana acerca de que “lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Tía y sobrina están atravesadas por la Historia con mayúsculas. A partir de sus vivencias, Ida reflexiona sobre las heridas sin cicatrizar que dejó la Segunda Guerra Mundial; las actitudes de colaboracionismo o resistencia que tomó la población civil ante la invasión nazi; las miserias personales que no dejan de aflorar, aun en las circunstancias más terribles. También, sobre las persecuciones ideológicas en el comunismo. Pero con la virtud de no caer en la santificación de las víctimas ni la demonización de los victimarios. Además de agregar belleza visual, la filmación en blanco y negro sirve para retratar la melancolía, la chatura, la opresión de la Polonia que estaba detrás de la Cortina de Hierro. Un recurso que no por remanido -en el cine, casi siempre el comunismo es gris burócrata- deja de ser efectivo. Y que se condice con el tono y la economía narrativa de una película que deja repicando mucho más que lo que se ve en la pantalla.
En busca de la identidad A través de los numerosos premios ganados en festivales, el film polaco Ida parecería volver a posicionar a los países del Este en la consideración del público y la crítica. Tal como ocurriera en los años '60, cuando las cinematografías de aquellos países se ubicaban entre las mejores, esta historia vuelve a explorar el tema de la Segunda Guerra Mundial, no desde el campo de batalla, sino a través de las secuelas que manifiestan la memoria y la búsqueda de la identidad luego del desastre. A través de los numerosos premios ganados en festivales, el film polaco Ida parecería volver a posicionar a los países del Este en la consideración del público y la crítica. Tal como ocurriera en los años '60, cuando las cinematografías de aquellos países se ubicaban entre las mejores, esta historia vuelve a explorar el tema de la Segunda Guerra Mundial, no desde el campo de batalla, sino a través de las secuelas que manifiestan la memoria y la búsqueda de la identidad luego del desastre. Pawlikowski filma en un riguroso blanco y negro un relato breve y conciso que une a una joven a punto de consagrarse monja (Ana, luego Ida) y su tía (Wanda), una mujer en contra de los horrores del post-stalinismo, ya que el centro de acción de sitúa en los inicios de los años '60. Como si se tratara de una película polaca de esos años dirigida por Wajda o Kawalerowicz, Ida amplía el abanico temático desde múltiples facetas: confrontación moral entre el dúo de personajes, una asordinada crítica al sistema comunista, el clásico retorno al pasado para comprender el presente y la búsqueda del origen familiar a cargo de ambas mujeres, un clan asesinado durante el enfrentamiento bélico. El tono es gris y meláncolico, con pocos movimientos de cámara hasta el extenso travelling del final, en tanto, los rubros técnicos actúan con un peso dramático importante dentro de la trama. Ida es una buena película, acaso demasiado calculada para el universo de los festivales, con un estupendo trabajo de la dupla actoral y una historia contada más que nada a través de susurros. Ida, en cambio, dentro del cine polaco de los años '60, sería poco más que un film menor.
Relatos del pasado Anna (Agata Trzebuchowska) es una joven novicia que se encuentra a pocos días de tomar los hábitos cuando en el convento le informan que antes de hacerlo debe contactarse con el único familiar que tiene, una tía que nunca fue a visitarla y a la que no conoce, pero a quien debe ir a ver como condición para poder tomar los votos. Su tía Wanda (Agata Kuleszka) es una jueza a la que le gustan mucho el alcohol y los hombres, una mujer dura e independiente, que al principio es reticente ante la visita; trata a Anna con frialdad y apenas le informa un par de datos sobre su vida; pero luego, esa fría mujer comienza a abrirse y a contarle la historia de su familia. Así Anna descubre que es judía, y que sus padres fueron asesinados durante la ocupación nazi en Polonia, pero ninguna de las dos mujeres sabe ahora más que eso. Por lo que deciden ir al pueblo donde vivía la familia para saber un poco más, dónde están enterrados sus padres y cómo llego Anna al convento. Ambas mujeres deben enfrentarse con su pasado, la más joven por una necesidad de conocer su identidad y la mayor para enfrentarse con el dolor que encapsuló durante años y así tratar de cerrar heridas. Durante la búsqueda de su identidad Anna se encuentra también con un afuera que le es totalmente desconocido, criada en orfanatos y conventos Anna debe descubrir quien es fuera de allí, y todas las circunstancias que ahora la rodean ponen a prueba su fe. El viaje de ambas mujeres para conocer el pasado, muestra también la realidad de Polonia luego de la segunda guerra, el hermetismo del régimen, las heridas aun no cerradas, esa necesidad impuesta de continuar y no mirar hacia atrás, y el dolor que siempre encontrara la manera de filtrarse para salir a la superficie. La fotografía en blanco y negro es sublime, por momentos casi pictórica y completa esta obra dándole desde la estética el clima de pesadumbre, de dolor, de melancolía, sin necesidad de palabras. Ida es una historia compleja y dolorosa, sobre la necesidad de conocer el pasado para tomar decisiones sobre el futuro.
Una película inteligente, profunda, sobre temas tan dolorosos como la memoria, la necesidad de saber dónde estan nuestros muertos, la indagación sin concecsones sobre una sociedad polaca castigada por el nazismo, el stalinismo, el antisemitismo. Una novicia que está a punto de tomar los hábitos es obligada por la madre superiora a conocer a su único familiar, una tía, que es jueza. Allí descubre que es judía, que sus padres fueron asesinados por un vecino, que la indiferencia puede ser tan lacerante como la acción violenta y que las heridas abiertas de la injusticia no cierran. Una calidad estética en blanco y negro excepcional, con encuadres estudiados y logrados.
It’s the 1960s in Poland, and young Ida (Agata Trzebuchowska) is a noviatiate nun a few steps away from taking her vows. But she is told she has to go to visit her aunt Wanda (Agata Kusleza), her only relative alive. Such news comes as a big surprise to Ida, but nonetheless she goes to visit her. Little does expect that Wanda is so different from everybody she’s met before — granted, given she lived almost her entire life in a convent, her view of the world is utterly limited. Wanda is a woman in her 40s with a taste for cigarettes, booze and sex — but not necessarily in that order. She has no sentimental companion, and no next of kin. Not only is she a loner, but she’s also a bit of a doubter — as the film unfolds, it becomes clear that she has more than enough reasons to be unhappy. In any case, even if she’s not very welcoming, she never mistreats Ida. It’s the news that she tells the noviatiate that’s really disturbing. It turns out thata Ida is, of all things, Jewish by birth. Her parents were killed by the Nazis, or perhaps Jewish collaborators, or they just died during WWII. Nobody seems to know for sure. But somehow she survived (precisely why and how is not to be disclosed yet). And while Ida doesn’t have a single reminiscence of her parents, she now strongly feels she must know where they are buried and visit them. As for Wanda, she has reasons of her own to accompany her niece on a trip of painful discoveries. So off they go. Ida, the new film by Polish director Pawel Pawlikowski, is a sensitive, subtle approach to a complex scenario in the shape of a historical drama, a character study, and also of a journey of revelations and transformations. If not of the history itself (for that’s impossible), then transformations are to be found in the ways these two women will connect with their past, which still casts a dark shadow on their present. Ida is a superb emotional, spiritual and an aesthetic experience like those of Bergman or Rossellini. From a very moving (but never sentimental) perspective, viewers are meant to be fully immersed into the story, largely thanks to the nearness and intimacy shared with the leads. Not to mention the stunning performances by Kulesza and Trzebuchowska, who fully flesh their characters out in unforeseen manners. Ida’s tone is many times contemplative, and rightfully so, for it allows meanings to sink deeper. Starkly filmed in enticingly melancholic black and white, with a soft focus, powerful compositions in every single shot, and an enveloping sense of time and space, Pawel Pawlikowski’s delicate, yet heartbreaking outing is a small gem not to be missed.
Notables interpretaciones en film que rescata lo mejor del cine polaco de antaño Son escasas las producciones de países de Europa Oriental que se estrenan en nuestro país últimamente. Hubo una época algo lejana en que nuestras pantallas exhibían con cierta frecuencia films de Polonia, la ex Checoslovaquia, Rusia y Hungría. Eran también tiempos distintos cuando estos países tenían regímenes políticos similares, todos impuestos por el comunismo soviético. Con la caída del muro de Berlín los tiempos cambiaron y la producción cinematográfica de dichos países se resintió un poco. Quizás Rumania sea la excepción al surgir varios directores exitosos cuyas películas ganan festivales y encuentran distribuidores ansiosos de estrenarlas. Pawel Pawlikowski nació en Varsovia en 1957, pero gran parte de su no tan prolífica carrera se desarrolló en Gran Bretaña. “Ida”, su quinto largometraje es el primero que filma en su país natal. En Argentina sólo se estrenó “Mi verano de amor”, su tercera y muy inglesa película que permitió conocer a la prácticamente debutante Emily Blunt y le sirvió de trampolín para poco después protagonizar grandes éxitos como “El diablo viste a la moda”, “La joven Victoria” y la actualmente en cartel “Al filo del mañana”. En “Ida” hay otra actriz en su primer rol artístico: Agata Trzebuchowska y es posible que Pawlikowski haya descubierto una nueva figura con futuro escénico aunque quizás limitado por su idioma eslavo. El tiempo lo dirá pero lo suyo es admirable al componer a una joven novicia a punto de tomar los votos. Algo sin embargo retrasa dicho proceso cuando la madre superiora la insta a tomar antes contacto con Wanda, una tía que la joven no conocía. Ésta le hará descubrir quienes eran en realidad sus padres y que les sucedió durante la Segunda Guerra Mundial. Y también que su verdadero nombre no es Anna sino Ida y que fue depositada cuando niña en el convento para salvar su vida. Filmada en blanco y negro, en un formato cuadrado no muy habitual (1,33:1) y con economía de recursos, “Ida” trasciende por la gravedad de su temática, subrayando la diferencia generacional entre Wanda y su sobrina. Mientras que la primera cede con facilidad a los placeres mundanos, la joven parece inmune a los mismos y decidida a llevar una vida casta dentro de la religión. Ello pese a que su tía le expresa textualmente un: “no dejaré que desperdicies tu vida” Un tercer personaje, joven músico de una banda de jazz, se les agregará haciendo autostop y se sorprenderá “con la pareja muy graciosa” que forman ambas mujeres. Un guión extremadamente ajustado y preciso irá develando secretos que incidirán en el destino de ambas mujeres. Inevitablemente el espectador cinéfilo asociará el cine de Pawlikowski al de otros realizadores de su país como Wajda o Polanski y también al de Bresson (“Los ángeles del pecado”, “Diario de un cura rural”). Para quien añore el cine polaco de antaño ésta es la oportunidad de disfrutar de un film con notables interpretaciones y un guión inteligente cuyas revelaciones están sabiamente dosificadas.
Si fuera necesaria una regla, Pawel Pawlikowski no es la excepción sino, más bien, uno de los máximos cultores del reino visual del este europeo. Y ocurre esto a tal extremo que sus imágenes, desgarradoras de belleza, corren el riesgo de causar cierta sangría en sus films. Ida representa quizás el trabajo más emblemático y destacado de Pawlikowski, conocido por la producción inglesa Mi verano de amor (2004), protagonizada por Emily Watson. De padres desconocidos, Ida (Agatha Trzebuchowska) es una novicia de un convento rural; una tarde su tía Wanda (Agata Kulesza) la lleva por unos días a su casa en Lodz. En la estancia, Ida contempla los vicios de posguerra de Wanda, las noches de jazz y alcohol, las tardes de Beethoven y una atmósfera nihilista que contrasta con su fe, así como la revelación, troncal en el film, de que su familia era judía y, casi como silogismo, cayó víctima del Holocausto. Afirmadas, envalentonadas por la unión, Ida y Wanda persiguen las huellas de la desaparición familiar, con un ascetismo de blanco y negro que no tiene referente en films sobre el Holocausto sino, más apropiadamente, en los tesoros clásicos de Bresson y Bergman. Pero el Holocausto no es el único foco para el director, cuyo rigor va de la mano con el entorno de una Polonia escindida bajo el control soviético. Hay gran belleza en la utópica relación de Ida con un joven saxofonista, a quien conoce en el night club favorito de Wanda (un encuentro dispar pero secular; ella sigue a Dios, él a John Coltrane). El blanco y negro opalescente, que convierte a las escenas en una secuencia de logros fotográficos, muestra a Ida bajo la luz de Vermeer y luego como la Juana de Arco de Carl Dreyer. Pero en este trabajo deslumbrante, sin embargo, Pawlikowski comete un pequeño sabotaje, revelando una ambición a contramano con la morosidad y austeridad que son logros inobjetables del film.
Conocer la vida duele Polonia, en los años sesenta. Todo es gris, tormentoso, triste y desolado. Sus personajes, también. Aquí se cuenta el acercamiento a la realidad de una muchacha huérfana criada en un convento y a punto de tomar los hábitos. Una tía lejana quiere conocerla. Ida viaja y se encuentran. La tía, una jueza prueblerina, borrachita y casi promiscua, le contara que la muchacha es judía y que sus padres y su hermano fueron asesinados durante el nazismo. Esa revelación enseñará a Ida a desandar el camino, preguntarse sobre su futuro, aprender a dudar y probar el sabor de la realidad. Mientras, va conociendo su pasado, desenterrando todo y aprender a sepultar el ayer para empezar otra vez. Film seco, austero, silencioso, que recuerda la rigurosa caligrafía de Bresson y que se torna monótono y a veces lánguido, pero que entre sus susurros nos habla del mandato religioso, de la fe, de los años tristes de la Polonia comunista, de los delatores y de los cómplices vecinos y de cómo la guerra saca a la superficie lo peor de todos. Ida y la tía se van conociendo y se van comprendiendo. La desaparición de una apresura el deseo de la otra de inmolarse en el convento. No hay amor. Todo es sospecha, delación, malos recuerdos. “Ida” es una película desapacible, sin salida, con mucha soledad, mustia y desesperanzada. No hay una sonrisa ni un minuto de dicha. La realización es sobria pero convencional. Ida aprenderá que hasta en el convento se vive mejor que en esos pueblos afligidos.
Una sutileza exquisitamente elocuente y una contención interpretativa abrumadora Pawel Pawlikowski elige espeluznantemente bien la imagen de apertura de su película: unas novicias tallan una imagen -por supuesto, rígida- de Cristo y lo sacan al patio nevado del convento. La metáfora, una vez terminada la proyección, es clara. Sacar la inamovible fe de la seguridad monótona del convento para probar la salvaje e inhóspita vida del exterior. Eso es lo que vive la protagonista. Anna, una novicia que del horfanato pasó directamente al convento, se ve obligada a salir de él porque su tía, única familiar viva, la invita a conocer la verdad. Y ahí empieza la vida. Y la película. La búsqueda de la verdad, el sufrimiento de llegar a saberla y la valentía de enfrentarse a ella. El detonante es la revelación brusca y descarnada que le hace su tía Wanda sobre su origen judío: “eres una monja judía”, le dice. Con el conflicto sembrado, comienza un viaje físico y metafísico que las cambia a las dos. Pues, aunque la película lleve por título el nombre de la monja, el papel de la tía por momentos la supera en importancia y, desde luego, en personalidad. Su objetivo es firme “no permitiré que desperdicies tu vida”, pero la oposición supera cualquier razonamiento, deseo o sentimiento: la fe mueve montañas. Pero la verdad no deja impasible. En el viaje ocurre todo, la vida se condensa en unos pocos días, toda la vida que Ida no vivió durante 20 años, toda la vida a la que está dispuesta a renunciar para recibir sus votos. ¿Por qué murieron sus padres, dónde están enterrados, por qué ella no está allí con ellos, por qué su tía no la sacó del horfanato y la llevó a vivir con ella? De una sutileza exquisitamente elocuente y una contención interpretativa abrumadora, la realización habla de todo a partir de dos hermosos personajes contrapuestos: una mujer pasional, libre, valiente, sufriente, independiente, y una niña ingenua, delicada, manipulada y anulada por una institución que la priva de los sufrimientos de la vida, pero también de sus placeres. Una fe aplastante que se manifiesta plásticamente en el encuadre deformado: un aire superior siempre descompensado que hace pensar en la omnipresencia de ese Dios omnipotente. De hecho, Wanda lo menciona con la ironía atea que la contrapone a su sobrina: ¿”Y si vas (al lugar donde murieron los padres) y Dios no está?” Un silencio elocuente donde la mirada del cuestionamiento y de la fe se cruzan y una sentencia rotunda: “Dios está en todas partes”. Sin obviar una fotografía hermosa, elegido con acierto el blanco y negro, y unos planos deliciosos que se enhebran en la retina de una forma orgánica y elegante, la grandeza de la obra está en el mundo que se abre con cada gesto contenido, con cada palabra no dicha y con cada mirada desviada. El juego de la sutileza, del subtexto, del decir todo sin hablar nada. Y el final es sorprendente porque, aunque la narración se cierra rotundamente, las posibles motivaciones que expliquen ese final se amontonan en el entendimiento del espectador e incitan a volver a ver la película buscando una justificación más convincente a tal comportamiento de la novicia. Otra grandeza es que sugiera distintas lecturas sin hacer trampa con un final abierto que el imaginario del espectador tenga que rellenar. “Ida” es la historia de una monja que sale del convento a probar la vida. Y la vida la seduce de una forma tan arrebatadora que la idea del sufrimiento, por supuesto intrínseco a la misma, la hace volver al convento con el rabo entre las piernas y el remordimiento de no tener la valentía de vivirla.
La vida en la tierra Es casi del orden del milagro que se estrene Ida, la primera película polaca de Pawel Pawlikowski: filme en blanco y negro y en formato 4:3, austeridad estética, circunspección dramática, laconismo expresivo y un tema que no es frecuente en nuestras salas pletóricas de superhéroes y monstruos (los efectos a largo plazo del fascismo antisemita de la Segunda Guerra Mundial en la intimidad de sus sobrevivientes). El plano inicial transmite la perfección pictórica del filme, que será la regla magna de esta película hermosa y triste. Ida, una joven pelirroja que está por tomar sus votos como monja católica, está terminando de pintar una escultura de Cristo. El encuadre es soberbio: en la parte inferior del plano el rostro de Ida luce puro mientras mira la figura del Altísimo. Es una constante distintiva, porque el orden proporcional de lo que se ve en el plano será extraño en la mayoría de los encuadres: la figura humana aparecerá absorbida por el espacio, una marca de la mirada del director, difícil de interpretar, pero placentera de contemplar. No mucho después, sabremos que Ida es una sobreviviente. Sus padres y su hermano terminaron en una fosa. Ida es judía de nacimiento, pero desde muy pequeña fue educada en el mismo convento en el que ahora pretende ofrendar su vida a Dios. Algo cambiará para ella cuando responda a los requerimientos de un familiar suyo, más precisamente su tía, Wanda Cruz. Alguna vez procuradora del estado y gran luchadora por la justicia, según las palabras de un conocido en un tramo muy particular del filme. Como sea, el encuentro con su tía será tan traumático como parcialmente liberador. Ida y Wanda viajarán hasta el corazón de las tinieblas, allí donde reposan los huesos de sus seres queridos. Lo paradójico es que al mismo tiempo que confrontan ese pasado ominoso que las convirtió en huérfana y alcohólica, respectivamente, también se reconocen y en poco tiempo aprenden a quererse. La tía será también el ejemplo de otro modelo de vida para su sobrina, aunque dadas las circunstancias elegir retirarse del mundo y sublimar la decepción de la vida terrenal confiando en la superioridad de otro mundo es casi comprensible. Para los sobrevivientes del mal, una noche de amor y el placer de un par de notas de John Coltrane no alcanzan para conjurar la desconfianza por este mundo. Extraño contrasentido de Ida. Siendo un filme sobre sujetos que quieren abandonarlo, la sensualidad del mundo resulta una revelación constante y una fuente de placer óptico. Desde el plano del living de una casa con una ventana abierta hasta la postración mística de las religiosas en el momento de tomar los votos, todo lo que se ve denota cierta magnificencia del mundo material. En esa tensión entre dos mundos, este filme nos da una tregua frente a la invasión de efectos digitales. No hay nada más excitante que un plano bien filmado, a la vieja usanza.
Dos familiares que se reencuentran después de varios años, van en busca de la verdad y quieren darles una sepultura digna a sus familiares. La protagonista de esta historia es Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia que se encuentra a punto tomar los votos en un convento católico en 1960, allí fue abandonada en 1945, cuando era un bebé. Pero antes que esto suceda la madre superiora tiene varias cartas de su tía Wanda Gruz (Agata Kulesza) sin responder y la autoriza para que visite a su única pariente viva. Su tía fue una funcionaria muy importante del partido comunista y debido a su conducta algo irregular la redujeron a ejercer de magistrada local. Ella es una mujer dura, huraña, melancólica y alcohólica, entre otras adicciones. Ellas mantienen un diálogo mientras su tía se encuentra borracha, en ese momento le cuenta a Anna que sobrevivió al horror de los nazis, que nació en Piaski y su verdadero nombre es Ida Lebenstein, le dice “sos una monja judía” y comienzan haciendo una revisión de la vida a través de las fotos familiares, donde Anna conoce a su hermosa madre Roza. A partir de ese momento ambas emprenden un viaje de distintas búsquedas, además de encontrar donde fueron sepultados los padres y un hermano varón durante la ocupación nazi, saber quien los mato y revelar algunos misterios. En ese viaje por las carreteras de Polonia, van conviviendo y esto les servirá para conocerse más. Wanda tiene todo un pasado, Ida quiere conocer un poco más de la vida fuera de los muros y de las religiones que la atraparon durante varios años. Resulta una historia bien contundente, con enfrentamientos generacionales y de la fe, un agudo choque religioso entre católicos y judíos, los resentimientos por la guerra, los enfrentamientos políticos, un pueblo sacudido en la Polonia de 1960, en un país que ha vivido el horror de la guerra, nos habla de la postguerra y las distintas situaciones políticas. Se encuentra muy bien narrada, esta es la quinta película del director polaco Pawel Pawlikowski, afincado en Londres, dirigió dos películas británicas "Last Resort" (2000) y "My Summer of Love" (2004). Esta película se encuentra filmada toda en blanco y negro, y cuenta con la bella fotografía de Lukasz Zal y Ryszard Lenczewski. En algunos pasajes se le rinde un sincero homenaje al cine de: Ingmar Bergman; “Andrei Rublev” (Andrei Tarkovsky, 1966); “Pickpocket” (Robert Bresson, 1959); entre otros. Las actrices protagonistas estupendas: Agata Trzebuchowska casi debutante en el cine, su rostro perfecto, pálido, sus ojos grandes y oscuros resultan fascinantes, y Agata Kulesza viene de la televisión polaca, el personaje de Wanda está lleno de defectos, antipatías y rencores; ambas trabajan muy bien frente a cámara y tienen varios momentos muy conmovedores. Los actores secundarios son: Dawid Ogrodnik seductor, aporta fortaleza, alegría mientras trascurre la tristeza y melancolía, y otros personajes que aportan bastante a la historia.
Almas grises Las bellas imágenes, la precisión formal y la estética austera instalan el aroma de un pasado olvidado: el cine de los años sesenta en Polonia. Pawel Pawlikowski se ubica en el tiempo y en el espacio a mitad de camino entre la nueva ola de Wajda y las rupturas formales de Skolimowski. Ida es una película atemporal: su estilo ascético, minimalista y abierto surge como una reacción al frenesí contemporáneo. La sofisticada fotografía en blanco y negro parece teñida de forma imperceptible. Los retratos se ponderan por la elección del formato de pantalla 1.37. Los largos planos fijos, las composiciones elegantes, los singulares encuadres y la maestría desconcertante para el manejo de los distintos tonos de luz, consiguen transmitir con gestos mínimos una terrible cuestión existencial. Anna es una novicia huérfana criada desde muy pequeña en un convento en el campo. Sus días transcurren entre tareas repetitivas, el ruido de las botas que resuenan en los pasillos, las comidas marcadas por el mutismo y el ojo inevitablemente severo de la madre superiora cuando percibe la menor señal de distracción. Sin embargo, la religiosa le permite a la joven abandonar el convento unos días para visitar a su tía en la ciudad, como último contacto con el mundo exterior antes de pronunciar sus votos definitivos. La otra protagonista es Wanda, la tía en cuestión, conocida como “la roja”. Una mujer diabólicamente moderna, acostumbrada a los grandes vasos de vodka, a los cigarrillos y a los hombres de una noche. En el pasado reciente, Wanda tuvo una labor destacada contra los “enemigos del pueblo” y ahora parece caída en desgracia. Como si se tratase de un ajuste de cuentas, en el primer encuentro la tía le revela a la joven monja su verdadera identidad: en realidad se llama Ida Lebenstein, es judía y su familia fue asesinada durante la ocupación alemana. A partir de ese momento, la pareja, con su choque de creencias a cuestas, sale en busca de sus raíces, su identidad y los rastros del pasado. La road movie que emprenden representa un viaje de iniciación para una y la última batalla para la otra. Wanda e Ida, casi sin hablar y sin llegar a comprenderse, van a buscar las respuestas que en el fondo no quieren escuchar. En su camino se cruzarán con el horror de una pesadilla todavía cercana que la atmósfera colectiva tiende a ocultar. Polonia con sus complejos puestos al desnudo por la guerra, atrapada entre posturas ideológicas y un pasado vergonzoso. Pero también encontrarán signos que alguien menos desesperado podría tomar como una promesa de felicidad. La forma radical de la película pone la distancia justa con el tema, lejos de los sentimentalismos y los golpes bajos. El retrato de Ida evita el lugar común de la joven inmaculada, su rostro inexpugnable transmite una experiencia de vida previa. La actriz no profesional que la encarna con un estilo casi bressoniano entrega una actuación memorable. Recién sobre el final del viaje, Ida se abre de un modo sutil a un universo de sensualidad desconocido a través de la música. La histriónica tía Wanda es su complemento ideal: una mujer madura, libre, comunista y desilusionada que esconde bajo un aparente cinismo su propia tragedia. En apenas ochenta minutos, Pawlikowski reflexiona sobre la dolorosa historia reciente de su país sin necesidad de recurrir a lecturas políticas, dogmatismos ni demasiadas explicaciones. La puesta en escena es pertinente con la historia que se narra. La austera belleza de las imágenes, la ausencia de movimientos de cámara y el impactante uso del sonido y la música diegética, están en concordancia con el resto de elementos. El formato casi cuadrado potencia los primeros planos de los rostros como en el cine de Bergman; pero cuando se trata de paisajes, la composición de los encuadres deja a los personajes perdidos, descentrados, generalmente en un rincón inferior del cuadro con un inquietante espacio vacío sobre ellos. Ida es una película maravillosa en la que cada plano parece una fotografía: la instantánea del alma del pueblo polaco, la búsqueda de las zonas grises en un mundo blanco y negro.
Exquisitez formal y rigor estético Pawel Pawlikowski es un director de origen polaco, radicado en Londres, donde ha desarrollado su filmografía. “Ida” es su primera película rodada en su país natal, a través de la cual aborda una temática muy sensible a la experiencia desgarradora vivida por el pueblo de esa nación durante la Segunda Guerra Mundial. Pawlikowski, autor también del guión junto a Rebecca Lenkiewic, se toma solamente 80 minutos para contar una historia dramática que se ubica en el año 1960, cuando Polonia estaba bajo el régimen comunista de posguerra. El estilo adoptado es una mezcla de despojamiento y condensación, puesto que con un lenguaje mínimo en un tiempo también mínimo se habla de sucesos que en el pasado marcaron la vida de los personajes para llevarlos a este presente que no es fácil de entender. La protagonista es Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia que se encuentra a punto de hacer sus votos finales. Una semana antes de celebrarse esa ceremonia, la hermana superiora le pide que vaya a ver a su única pariente, una tía que vive en una localidad cercana. Anna es una muchacha de una belleza calma, ensimismada, transmite serenidad pero también lejanía, como si las cosas del mundo, literalmente, no la afectaran en absoluto. Hace un par de preguntas a la superiora y obedece. Al encontrarse con su tía, Wanda Gruz (Agata Kulesza), la primera impresión es de frialdad y rechazo. Wanda es una mujer dura que trata de sacarse de encima rápidamente a esta visitante inoportuna. Sin embargo, pronto se arrepiente y la acepta. Anna hace preguntas sobre su origen y por qué su tía nunca la buscó en el convento donde se crió, y así se entera de que fue abandonada allí cuando era bebé porque en medio de la guerra, fue la única manera en que pudieron salvarle la vida. El gran secreto que su tía le revela de pronto y sin anestesia es que su verdadero nombre es Ida Lebenstein y que es judía, que a sus padres los mataron los nazis y que ella sobrevivió porque la abandonaron en un convento católico. Ida quiere saber dónde están enterrados sus padres para ir a visitar la tumba. Entonces Wanda, que fue una reconocida militante comunista que luchó contra la invasión alemana, que fue fiscal de Estado y actualmente es jueza regional, decide acompañar a su sobrina en la búsqueda de las respuestas a sus preguntas. Pero Wanda también esconde sus propios secretos y tiene sus asuntos que resolver. En una suerte de road movie por paisajes nevados, tía y sobrina llegan al lugar donde vivió la familia hasta los desgraciados hechos que provocaron la muerte de los padres de Ida y de alguien más, muy querido para Wanda. En este viaje que sólo dura un par de días, ambas mujeres tienen experiencias profundas que van a modificar su manera de ver las cosas y las impulsarán a tomar decisiones difíciles, como un modo de cerrar las cuentas que habían quedado pendientes y como paso necesario para empezar una vida nueva. Lo que impacta y también desconcierta de esta película no es el relato en sí sino la manera de contarlo. Pawlikowski manifiesta un marcado rigor esteticista, usa película en blanco y negro, muchos planos fijos con un encuadre que deja un gran espacio al entorno físico que rodea a los personajes y otros detalles técnicos sólo para especialistas. También la banda sonora cobra un protagonismo importante, estableciéndose un contrapunto entre la música clásica con su rigor formal-institucional y el jazz, con su impronta de improvisación y libertad. “Ida” es una película de una exquisitez visual irreprochable que se destaca por su originalidad para abordar varios temas de enorme trascendencia, sin tomar partido por ninguna de las posturas expuestas, evidenciando una significativa influencia de la tradición cinematográfica del este europeo y también nórdica, con su estética inclinada al tema social y a la tragedia humana-espiritual, pero invitando a la reflexión y al distanciamiento.
Una misteriosa verdad Planos maravillosamente concebidos, que duran y muestran lo justo. Pocas y precisas palabras. Inteligentes elipsis. Personajes definidos a partir de trazos certeros y de la fotogenia de los intérpretes. Una luz que permite sentirse próximo a ellos e intuir sensaciones. Revelaciones dramáticas y cambios anímicos asomando como raptos poéticos. Un aliento narrativo seguro, sin aceleraciones ni torpezas, con un cierre bello y sugestivo. ¿De cuántas películas, de las que llegan a las salas de los cines en estos últimos tiempos, puede decirse todo esto? Filmada en blanco y negro y en formato 4:3, el film de Pawel Pawlikowski (1957, Varsovia) logra sortear todos los obstáculos que asalta a cierto cine europeo engañosamente valioso que transita por festivales. Ni demagogia, ni sordidez, ni aires pretensiosos: Ida cuenta, simplemente, la historia de una joven monja (la bellísima Agata Trzebuchowska) en la Polonia de principios de los ’60, quien, al conocer a su tía (Agata Kulesza, impecable como una jueza decadente arrastrando al mismo tiempo signos de debilidad y fortaleza), descubre que es judía de nacimiento y necesita saber cómo ha muerto el resto de su familia. El planteo no oculta una mirada áspera sobre actitudes asumidas por distintos sectores de su país en el pasado, sin caer en simplismos. El interior de una iglesia o de una humilde cocina, escaleras y caminos rurales, le sirven a Pawlikowski para trazar gráciles diseños con su cámara. Es prodigiosa la manera con la que filma un suicidio, y, del mismo modo, cómo integra a la trama algunas piezas musicales (incluyendo 24 Mila Baci, que también se cantaba en un modesto club en Te acuerdas de Dolly Bell?, la primera película de Kusturica) o esculpe, con la ayuda de sus actores, gestos y miradas de las que se desprenden intuiciones. El espíritu de Robert Bresson asoma en Ida, premiada en el London Film Festival, entre otras cosas, por su “lenguaje visual inmersivo que crea un impacto emocional duradero”. Efectivamente, tal como Anna/Ida en su azarosa travesía, este singular film polaco también emprende una búsqueda –desde ya fructífera– en pos de una misteriosa, inquietante, liberadora verdad.
El espacio vacío Un buen narrador es que el que puede explicar lo mismo con cinco palabras que con cien. Un buen realizador cinematográfico es aquel que confía en la sugestión de las imágenes, en el poder de un encuadre para narrar mejor que cualquier diálogo, en la expresividad minimalista de un actor para contar con solo una mirada o una sutil contorsión facial, aquellos que otros necesitan expresar a los gritos. Ida, del polaco Pawel Pawlikowski, es una gran ejemplo de buena narración audiovisual. La economía de recursos visuales de su director complementado por un guión que dosifica la información por escenas, brindando lo necesario para comprender el relato, y confiando en la inteligencia y comprensión del espectador para llenar los espacios vacíos, es lo más interesante de este film que se sostiene gracias a las potentes interpretaciones de las actrices Agata Kulesza y Agata Trzebuchowska. Filmada en formato fílmico blanco y negro, Ida nos lleva al cine polaco/soviético de los años 60. Con influencias de los primeros Andrzej Wajda o Andrei Tarkovski – hay planos que parecen inspirado por La Infancia de Iván – la película del director de Mi Verano de Amor narra la historia de Anna, una novicia aspirante a monja de un convento aislado del mundo urbano, rodeado por la fría nieve del invierno europeo, cuya misión antes de tomar los votos, es conocer a una tía de la ciudad, único pariente que le queda vivo. La tía Wanda, una jueza depresiva y alcohólica, le informa a su sobrina que su verdadero nombres es Ida, y que sus padres eran judíos asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. La joven Anna/Ida, que hasta el momento era sumisa y callada, pretende descubrir su pasado y visitar la tumba de sus progenitores. Su tía la acompañará al pueblo donde nació, para descubrir el destino de sus cadáveres, supuestamente desaparecidos. De dramón con implicancias religiosas/existencialistas al mejor estilo Bruno Dumont, Ida se va transformando en una road movie con pequeños momentos humorísticos y románticos, incluso, para derivar en un thriller acerca de un pasado que todavía estaba muy fresco dentro de la mente polaca de la década del 60, fecha en la que supuestamente sucede el relato si se tiene en cuenta la música y el vestuario El contraste entre ambas mujeres, una que vive en la reclusión, la negación y la represión religiosa, y la otra que ya ha vivido todo tipo de excesos y atraviesa la soledad, como única alternativa, es un motor para dejar de lado la excusa narrativa y fijarse en los personajes. Personajes que descubren nuevas facetas en su interior – el despertar sexual en el caso de Anna/Ida, un perfil maternal del lado de Wanda – permite que exista una necesaria tensión entre ambos personajes, que previsiblemente se van a ir retroalimentando uno con el otro, y también, reencarnando. Además de la fría y preciosista fotografía que es similar a la de otro film reciente, La Cinta Blanca, de Michael Haneke, un detalle muy interesante de la puesta en escena y la construcción de encuadres es el “aire” o “espacio vacío” que existe sobre la cabeza de los personajes. En general, se intenta no dejar demasiado espacio libre en las escenas de planos cerrados. Es desprolijo. Pero aca, Pawlikowsky lo utiliza en términos poéticos/metafóricos, como si quisiera subrayar la presencia o ausencia de un ente, fantasma o figura religiosa por encima de los protagonistas. Es cierto que existe un desbalance en el equilibrio estético de cada encuadre, pero por alguna razón esto no influye en la visualización de la película. Por el contrario, incrementa la sensación de que hay muchas cosas que no son explicadas, y a veces es mejor no buscar esa explicación, esa respuesta. Apelando a la sensualidad de la austeridad y la expresión facial mínima de Trzebuchowska, que le aporta a su Anna/Ida, frescura e inocencia dentro de una mirada inteligente, en un cuerpo que madura al tiempo que se desarrolla el relato, Pawel Pawlikowski consigue que un drama histórico no caiga en sentimentalismos ni moralina o regodeos de golpes bajos – que los tiene, pero nunca son subrayados – se dice lo necesario para impactar mas no crear escenas efectistas. Todo lo que sucede delante del camino de Ida, incluso el contexto político-social que la rodea, la ayudan a cuestionar su ideología y creencias, poner a prueba su fe, descubrir sentimientos y sensaciones, madurar. El resto es decorado. Un buen narrador es que aquel que convierte lo clásico en moderno sin pretender resaltar por eso. Aquel que reduce el drama grandilocuente en un pequeño verso reflexivo. Aquel que deja un espacio vacío, para que el interlocutor pueda
Ida, quinta ficción del director polaco Pawel Pawlikowsky (Last Resort, My summer of love), muestra las desventuras de una joven novicia cuando deja por unas semanas el convento, en el año 1960. Cambio de hábito Corre el año 1960 en Polonia. Anna (Agata Trzebuchowska) es huérfana y vivió toda su vida en un convento de monjas. Es novicia y está a pocas semanas de tomar los votos para convertirse en monja. Finalmente, después de muchos años de no recibir respuesta, llega una carta de su tía Wanda (Agata Kulesza), la única familiar con quien cuenta Anna. En el convento le recomiendan tomarse unas semanas para ir a conocerla. Wanda le revela a Anna que sus padres eran judíos -por ende, ella también- y que su verdadero nombre es Ida. Juntas emprenden un viaje para conseguir información de los últimos días de los padres de Ida y recuperar sus restos. También los hombres se cruzan en el camino y el viaje en sí será un duro golpe de realidad para estas dos mujeres, que las marcará a fuego por el resto de sus vidas. No es otra película de monjas ida“Una película sobre una novicia polaca” quizá no parezca una propuesta tan atractiva como realmente lo es. Jamás en sus 80 minutos aburre, tampoco es lenta, no hay golpes bajos, olvídenlo. Una vez escuché a una docente recomendarle a alguien “un baño de arte”. Bueno, Ida califica tranquilamente como un baño de arte. Visualmente es magistral, la composición de cada plano es realmente exquisita. Es una clase de dirección de fotografía. Dan ganas de ver todo en blanco y negro después de esta película. Lo importante, más allá del “caramelo visual”, es que Pawlikowsly vuelve a lo básico, contar una historia con imágenes. La escena de la ventana (no puedo decir más sin arruinar la sorpresa) es de las mejores de la película. La historia es sencilla, pero no por eso menos contundente. Y las actuaciones entregadas por sus dos protagonistas están a la altura de las circunstancias. El personaje de Ida es un enigma, prácticamente no habla, pero podemos intuir qué le pasa. Conclusión Ida es una excelente propuesta, atípica, muy distinta a lo que acostumbramos a ver en la cartelera porteña. Pawlikowsky nos trae una historia sencilla, pero fuerte y contundente y muy bien llevada a la pantalla, acompañada de grandes interpretaciones. No necesita recurrir a golpes bajos ni a sentimentalismos para que nos zambullamos en el drama. Es un film parejo en todos sus aspectos, pero es necesario destacar que visualmente es un espectáculo. Mis ojos agradecen películas como esta.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Viaje iniciático de una monja judía En la Polonia de los años 1960, Anna (Agata Trzebuchowska), una huérfana criada en un convento, está a punto de profesar sus votos. Antes de que decida sustraerse definitivamente del mundo profano, su madre superiora le revela que tiene un pariente vivo, una tía, Wanda (Agata Kulesza), y la manda a conocerla. Anna irá de revelación en revelación. En su primer encuentro, su tía le anunciará que es “una monja judía”. En realidad, se llama Ida Lebenstein -en alemán, Leben significa vida y Stein piedra, y esto no es casual-. Sus padres desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial. Las dos emprenderán entonces un viaje por las rutas de un campo helado y gris, donde el drama se originó, buscando las tumbas de sus padres. Se enfrentarán a la amnesia voluntaria de los campesinos polacos y de la propia Iglesia Católica. Para Wanda, que ya volvió de todos sus ideales, será como un último combate para saber lo que pasó. Para Ida será un viaje iniciático. Descubrirá la mediocridad de la sociedad que la rodea, la venalidad que empuja algunos a cometer horrendos crímenes para acapararse bienes, casas, terrenos. Pero explorará también la libertad que le deja entrever su tía. A través de estos dos personajes, se dibujan los dos rostros de la sociedad polaca de la época: un país católico, tradicional, con Ida que se resiste a abandonar su vestido de monja, y otro mucho más moderno, con Wanda, que fuma, toma vodka y acumula las aventuras de una noche. Gracias a un blanco y negro bellísimo y un formato cuadrado en desuso, el director Pawel Pawlikowski logra resucitar en Ida esta Polonia triste, que se debate entre la tradición y la modernidad, pero que está al mismo tiempo aplastada entre la cruz y la hoz y donde los crímenes de los nazis y de sus cómplices polacos están aún escondidos -literalmente: enterrados-. En una sucesión de planos fijos sin mucho diálogo, los pocos personajes aparecen siempre cortados, al borde del marco, como si fueran aplastados por el peso de la historia, como si estuvieran luchando para existir. Al final del camino, Ida y Wanda decidirán quedarse fuera de esta sociedad, cada una a su manera, cada una siguiendo su destino. Sin embargo, a pesar de la sensación de ahogo que la habita, Ida es una película muy depurada que logra mostrarnos, ayudada en esto por su delicada fotografía y el talento de sus dos actrices, que frente a la fealdad de la sociedad siempre se puede encontrar destellos de belleza en el mundo.
El cineasta polaco Pawel Pawlikowski, radicado en Gran Bretaña, es conocido por películas como LAST RESORT y MI VERANO DE AMOR, dos muy buenos filmes que no nos preparaban para el radical cambio estilístico y temático de IDA, su nueva y sorprendente película. Los cambios son bastante llamativos e impactarán al espectador de entrada, con solo ver un fotograma: IDA luce como una película del más puro y duro cine de autor europeo hecha en la época en que transcurre, a principios de los ’60. En su blanco y negro franco y frontal, su cuadro de 4:3 y su iluminación rigurosa, parece ser una película redescubierta hecha por alguien estilísticamente hermanado con nombres como Wajda, Bresson, Tarkovski o Bergman, por citar solo algunos nombres que la precisión formal de esta película evoca. Además, IDA marca el reencuentro del cineasta con su país natal, a la vez que un brutal recorrido por la historia más cruenta de Polonia. En 1961, el filme nos muestra a Anna, una joven que vive en un convento y que está a punto de ordenarse monja. Antes de dar ese paso, la Madre Superiora le recomienda visitar a una tía suya que vive en Lodz, a la que no conoce. Ida lo hace, casi a regañadientes (su expresión es tan seca durante toda la película que resulta muy difícil saber lo que piensa), y allí se encuentra con Wanda, la tía en cuestión, una jueza del Estado con sus propios problemas personales y políticos, que la “desayuna” con una noticia inesperada: Anna se llama en realidad Ida Lebenstein, es judía y es la única sobreviviente de una familia cuyos otros miembros murieron durante la Segunda Guerra. ida 2La película toma entonces la forma de una seca road movie en la cual la inocente monja y la cínica veterana viajan al lugar de los hechos: a saber qué pasó exactamente con la familia de ella (Wanda nunca quiso conocer demasiados detalles, algo casi ligado a la forma en la que Polonia lidió en esos años con la herencia del Holocausto) y, de ser posible, saber donde están enterrados. El viaje servirá para eso, sí, pero también para conocer más a estos dos personajes y las maneras que tienen de lidiar con ese pasado. Conocerán a gente que estuvo con la familia que preferirá evitarlos o agredirlos, se toparán con un músico de jazz que parece mostrar una posible cara nueva para el país, autoridades que mirarán para otro lado y una atmósfera general de desentendimiento, olvido o, más bien, ocultamiento. Para Ida será, además, un choque directo y violento con el mundo real, tras vivir toda su vida en un convento. No sólo conocerá su pasado específico sino también pondrá en contexto su devoción religiosa, enfrentada a los personajes –devotos pero siniestros– que encuentra en su camino por los pueblos de Polonia. Para Wanda, que fue una ferviente stalinista hoy descreída, será enfrentar un pasado que ha preferido olvidar –su sistema para hacerlo parece ser el alcohol y las compañías casuales–, con consecuencias imprevisibles para ambas. Si bien por momentos la película peca de un guión acaso demasiado sistemático en su fórmula de descubrimientos y oposiciones, demasiado armado en función de motivaciones psicológicas algo simplistas, no hay dudas que IDA es una obra mayor en lo que respecta no sólo al tema que trata sino a la precisión de su forma. Los planos largos y fijos, los encuadres inusuales (el preferido por el director es el de encuadrar a los personajes muy abajo dejando un inmenso espacio simbólicamente vacío arriba), el uso del sonido y la música diegética, los personajes tomados de muy lejos (o de muy cerca) en escenarios casi vacíos de gente son las formas visuales que toma el filme y las que más impactan. ida 3Uno podría pensar que hay algo demasiado “preciosista” en el cuidado del encuadre, como si la película se preocupara más por transmitir su austera belleza que por lo que está contando, pero en todo momento se tiene la sensación que el clima que esa puesta en escena propone está en total consonancia con lo que se narra, tanto en los enfrentamientos con los habitantes del pueblo como en las rutas y en el hotel/bar donde tienen lugar sus encuentros con el joven músico de jazz y una nueva cultura que parece emerger. IDA es una película que sorprende por su poderosa calma, por la manera que tiene de atrapar al espectador con mínimos gestos y con sus elegantes composiciones. Hay un choque de estilos actorales (la actriz no profesional que encarna a Ida lo hace en un estilo casi “bressoniano” y austero, mientras que la Tía Wanda tiene un modelo más de actriz teatral) que, en lugar de jugar en contra del filme, lo hace a su favor, casi poniendo en contraposición dos formas de acercarse al mundo y de experimentarlo. Más cerca del final, cuando Ida se permita un gesto más claro, una sonrisa, una pequeña reacción, sabremos que el mundo habrá cambiado definitivamente para ella y que nada volverá a ser lo mismo.
“Ida”(Polonia, Dinamarca, 2013), de Pawel Pawlikowski, arranca cuando, a punto de tomar los votos para convertirse en monja, Anna/Ida (Agata Trzebuchowska) ,una joven dedicada a su pasión por la fe, recibe la directiva de la madre superiora de pasar un tiempo con su tía (Agata Kulesza) que vive en la ciudad. Este pedido es recibido con mucho disgusto por la joven, ya que lo único que le interesa en el mundo es poder servir a la Iglesia, sin ningún tipo de condicionamiento social o de su entorno. A regañadientes asume el viaje, y debido a que hace mucho tiempo que no sale del convento, en el que sigue una estricta rutina, todo será novedoso, desde subirse a un bus hasta caminar por las destruidas calles del pueblo de su tía. El encuentro con Wanda (Kulesza) será obviamente un juego de contrastes, ya que la tía es una libertina jueza que de día ejerce su tarea de legislar y juzgar a quienes hayan participado del exterminio nazi en colaboración con los civiles, pero de noche es un alma descarriada que encuentra en el alcohol y el sexo una vía de escape para liberar la pesada tarea y rutina y olvidar algunos detalles de su pasado que iremos conociendo al avanzar la acción. Entre ambas no habrá posibilidad alguna de congeniar, pero a medida que el encuentro se profundiza, y que a Ida se le revela su verdadera identidad, de hija de judíos desaparecidos en la guerra, su mundo de creencias religiosas se comienza a derrumbar. En el derrotero que se desprende de la necesidad de encontrar los cuerpos de sus padres, se estructurará una dinámica digna de las mejores road movies protagonizadas por mujeres, a la que se suma un interés por revisar una de las etapas más sangrientas y crueles de la historia universal. Pawlikowski genera un film que en la belleza de una fotografía en blanco y negro, nostálgica, envolvente, con planos detalles y escenarios naturales que respiran vida, más allá de las miserias que en los encuadres se van mostrando, que derrumba cualquier cliché sobre películas que intentan analizar algunas cuestiones propias de la dignidad humana, como el amor, la muerte, los asesinatos, la colaboración con causas nefastas. Ida de a poco comenzará a relacionarse con el mundo. El salir del claustro y de las estructuradas rutinas a las que se sometió para poder superar su orfandad, van dejando lugar a una incipiente liberación de su ser, dando lugar hasta la necesidad de encontrar un amor. Así, el diálogo, el alcohol, la música, la comida chatarra, todo comenzará a mostrarle algo del mundo que hasta el momento le estaba velado por una cuestión de necesidad imperante de unos votos a los que sólo se sometía para poder encontrarle sentido a su vida. En cada paso que da, cada viaje, es una oportunidad de ver con otros ojos al mundo, hasta claro está, el momento de la revelación sobre el destino de sus padres y la manera en la que los hicieron pasar a una mejor vida. Película de contrastes, con excelentes interpretaciones, y un mensaje positivo que supera el dramatismo de algunas de las situaciones que plantea, “Ida” resulta de visión imprescindible.
YO QUIERO SER Polonia, 1960. Una novicia recibe una orden de su madre superiora: antes de hacer los votos que la convertirán en monja es necesario que vaya al encuentro de su tía, el único familiar vivo que le queda. Reticente y circunspecta, Anna escucha. Intenta evadir el mandato pero no lo consigue. Como un Buda que abandona su palacio, Anna deja la seguridad del convento y sale al mundo junto a sus hábitos y una valija. El primer dualismo entre el silencio del claustro y el murmullo de la ciudad no tarda en aparecer. El segundo, entre Anna y Wanda Gruz, la impulsiva hermana de su madre, tampoco, solo que este viene acompañado de una verdad conmovedora. Anna no es Anna sino Ida Lebenstein. Fue abandonada en 1945, cuando todavía era un bebé en el monasterio donde se crió. Sus padres, judíos los dos, murieron perseguidos por el nazismo. El lugar donde fueron enterrados es un misterio. Ser hija de desaparecidos. Ser una monja judía. Ser la sobrina de una exfiscal del Estado polaco que ha sentenciado a muerte a hombres y a mujeres en nombre del pueblo. Como pocos, el rostro de esa actriz no profesional que es Agata Trzebuchowska sabrá condensar un mundo y un país heridos por el devenir de la historia. En esta bellísima interrupción de la vida religiosa de Anna/Ida a la que el director permite que nos asomemos, tía y sobrina se unirán, no sin obstáculos, para intentar desenterrar (en un sentido literal) lo que queda del pasado de ambas. Al igual que ocurría con “La cinta blanca” y “Nebraska”, el blanco y negro adquiere en “Ida” una importancia primordial. Acaso una de las road movies más sobrias que se han visto en mucho tiempo, el breve largometraje de Pawlikowski parece tener un carácter tan divino como material. Como toda buena película, sabe plantear numerosas incógnitas: ¿quiénes son los habitantes de este mundo “puertas afuera”?, ¿quiénes, estos vecinos que sugieren que es mejor no hablar de ciertas cosas?, ¿cuáles son sus ideas y sus ideales?, ¿qué tienen para ofrecer los que han optado por la vida terrenal?, ¿vale la pena este otro orden? Desde sus encuadres certeros y una duración óptima de ochenta minutos “Ida” es la historia de una metamorfosis. La que resulta de mirar de frente a la verdad para luego aceptarla, rechazarla… elegir.
El viaje de Ida Ida, la obra maestra del director polaco Pawel Palikowski, articula dos grandes temas que resumen la inquietud de la posguerra: la memoria y el miedo a la libertad. Dividida en dos partes claramente delimitadas por la bisagra de la muerte, el film narra el viaje de Ida, novicia de un convento que está a punto de hacer los votos medievales de castidad, pobreza y obediencia, en compañía de su tía, Wanda Gruz, en búsqueda de los restos de sus padres asesinados durante los años de la ocupación nazi de Polonia. La estructura narrativa de Ida pertenece a lo que Roland Barthes analizaba desde el eje de la comunicabilidad: el sujeto de la acción, en este caso Ida, asume un mandato, una tarea que un destinador le ha encomendado. Ida deberá viajar a Piaski, una población rural, para averiguar el sitio donde fueron enterrados sus padres: Roza y Haim Libenstein, asesinados durante la guerra. Primera sorpresa: la monjita católica es de origen judío. Wanda Gruz, su tía, le advierte los peligros a los que se enfrenta: ¿Qué pasa si descubres allí que Dios no existe? Ante la mirada perpleja de su sobrina, finalmente Wanda se permite una ironía: Dios está en todas partes, lo sé. La ironía -además de enfatizar que Dios también estuvo en el lugar de la matanza de los Libenstein- inaugura el combate entre el cuerpo y el espíritu librado entre estas dos mujeres. El cuerpo de Ida es un cuerpo de clausura, hasta el cabello lleva cubierto, sus hábitos anulan la posibilidad de ceder a la tentación; el cuerpo de Wanda, en cambio, está abierto al exceso de tres grandes placeres: el tabaco, el alcohol y el sexo (voracidad que pretende, vanamente, taponar el vacío). La película de Palikowski trata sobre el cuerpo sometido a dos campos de tensiones: la memoria y la libertad. Dos núcleos se anudan en la primera parte del filme: la búsqueda de Szimon Skika, el asesino de los Libenstein que usurpó la vivienda familiar luego de explotar, hasta los límites de la tragedia, la farsa de mantenerlos a salvo de la cacería nazi; y el despertar del deseo de Ida al conocer, en la carretera, a un joven saxofonista de una banda de jazz que se hospedará en el mismo hotel que ella. El primero de esos núcleos debe analizarse tomando en cuenta el contexto de la posguerra. Esos años, como es sabido, fueron atravesados por la urgencia de ajustar cuentas con la memoria. Y la memoria, es un mandato cuya voz está en la sangre. Wanda, conoce bien ese oficio aprendido durante los años en que se desempeñó como fiscal del Estado y tuvo a su cargo el juicio a los criminales de guerra, a los que envió al patíbulo acusados de ser “enemigos del pueblo”. Sin embargo, el interrogatorio de Wanda al hijo de Szimon revela más su temple que su pericia. Palikowski, en esta escena, decidió dejar fuera del campo visual al acusado para extraer de su cuerpo sólo la voz. El testimonio no sirve más que para afirmar que este hombre lacónico, áspero y pletórico de odio, vive a la sombra de su fervor antisemita. Cuando, finalmente, Ida y Wanda se enfrenten a Skika, ya moribundo, el viejo confirmará que conoció a los Libenstein y se limitará a decir -¿cínico descargo de una conciencia en trance de agonía?- que eran buena gente. Agregará sin pudor: Los escondí en el bosque. Les daba de comer… ¡Y luego los mató! replicará Wanda enfurecida. Frente a la pregunta: ¿cómo hizo para matarlos?, Szimon guardará silencio. Su hijo será quien, a cambio de que dejen a su padre morir en paz y no le reclamen la propiedad usurpada, entregará los restos de los Libenstein y disipará las dudas de Ida. Encerrado en el hoyo que ha cavado para desenterrar los residuos óseos -tumba precaria donde confiesa el mayor de sus pecados, cediendo al mesurado clamor de Ida- recordamos una frase de Albert Camus: un hombre al que no se puede persuadir es un hombre que da miedo. La frialdad con que este aldeano tosco y primitivo se abre a esa sórdida confesión exhumada entre las raíces pútridas del pozo, nos produce pavura: No lo hizo mi padre. Yo los maté, declara. Y admite haber matado al niño -hermano de Ida- no sin antes aclarar que estaba circuncidado. Ida salvó su vida de puro milagro: no había modo de comprobar que era judía. El plano general en el que Ida saca su valija del baúl para poner en su lugar los huesos de su familia, resume la tensión total de ese capítulo. El pasado desaloja al presente y el baúl se convierte en tumba. El segundo núcleo de la película pone en tensión la libertad. Ya hemos mencionado el violento contraste entre Ida y Wanda. A ese Jesús tuyo le gustaba la gente como yo, murmura la tía refiriéndose al episodio bíblico de María Magdalena. Ida se dejará vencer por la atracción y bajará hasta esa versión elegante del infierno donde la música se mezcla con la seducción, el alcohol, los cuerpos desatados en la pista de baile. La aparición del saxofonista andariego cautivó la atención de Ida. Una melodía le tocó la fibra más sensible del corazón: Naima de John Coltrane. Palikowski no eligió al azar la obra, Naima era el nombre adoptado por Juanita Grubbs, el gran amor de Coltrane, al abrazar la religión musulmana. La relación de Ida con el saxofonista quedará en suspenso hasta su resolución en la segunda parte del film. Una vez sepultados los restos de los Libenstein en unas parcelas que la familia poseía en el cementerio de Lublin, se abre el segundo capítulo de la película. Ida vuelve al convento con la sensación de haberse perdido algo de esa vida ruidosa que conoció, y Wanda retorna a las certezas de su existencia burda. Una vez restituida la memoria de los muertos, la fuerza de atracción de la tragedia es más fuerte que los lazos que la atan a la vida. La misión cumplida acelera la sensación del vacío y, finalmente, luego de comprobar que ya nada la conmueve, Wanda elegirá su muerte no sin antes escuchar la Sinfonía Júpiter de Mozart. La música que antes estaba unida a la vida (el baile, la seducción, la embriaguez del jazz) ahora expresa el marco sensible del salto al vacío, se mezcla con la muerte. Otra vez la muerte -en este caso de Wanda- motivará una nueva salida del convento. Ida deberá, esta vez, hacer lugar a un nuevo mandato para sellar esa partida: el viaje hacia el cuerpo propio (en oposición al anterior, marcado por la búsqueda de los cuerpos ajenos). Los tacos, el vestido escotado que antes había despreciado, el cigarrillo, el alcohol y la iniciación sexual regirán las coordenadas de ese itinerario. Ida presta su cuerpo para que Wanda siga viviendo, de algún modo, en esa violenta expurgación de las pasiones que había marcado su vida. Naima, otra vez, el saxo y el sexo unidos en el mismo trazo y el proyecto vagamente esbozado por su improvisado amante: una vida estable, la casa, los hijos, la unión familiar. Ida se animó a dar el salto que tanto reclamaba su tía solamente para comprobar que su primera elección no había sido equívoca. La experiencia vivida reafirma su vocación religiosa. El plano final -¿que otra cosa podía ser que un escrupuloso travelling, tratándose de una película de viajes?- es el peregrinar de Ida con su valija y su atuendo religioso hacia la única libertad posible para ella: la fe cristiana. Naima ha dado paso a Ich ruf zu dir, Herr Jesus Christ; Coltrane se funde en Bach. La memoria -tristemente revelada- lejos de ser una derrota, termina siendo un largo camino hacia la libertad.