Dos personajes, Rosa y Marcelo. Una mujer con las manías de quien tiene 80 y tantos años de edad que vive sola con un canario, cuya salida principal es ir a tomarse la presión y un joven estudiante de medicina oriundo de La Pampa que busca changuitas para bancar sus estudios de medicina. Con la evidente brecha generacional entre ambos, es evidente pensar que sus universos no tienen nada que ver. Sin embargo tienen más coincidencias de las que quisieran. En principio viven en el mismo edificio, frente a frente en el noveno piso y se cruzan recurrentemente en el palier y en el ascensor. Pero la que resulta su convergencia más profunda consiste en que están solos, solos de toda soledad, ensimismados en sus propios mundos como esos que las grandes ciudades devoran y reproducen con igual intensidad. Cuando despiden a Marcelo de uno de sus trabajos, le será imposible solventar el alquiler del departamento, deberá abandonar sus estudios y volver a su pueblo. En un nuevo viaje en ascensor se produce el encuentro y la propuesta de Rosa: darle casa y comida a cambio de un poco de charla y compañía. Comienzan a vivir juntos pero nunca se relacionarán. La vieja de atrás, desde su título, asume la perspectiva del joven y ese punto de vista es la de un chico de pueblo que viene a la ciudad, que se ha adaptado pero aun no se ha integrado a ella. Las calles y los transportes públicos de Buenos Aires son constante telón de fondo del personaje, escenarios sin pertenencia, anónimos, lugares de ocasión. En esta ciudad no se vive, se pasa, se transita. Las relaciones en ese contexto también le son esquivas; las que entabla son apenas funcionales a su subsistencia. En el film sobresalen las actuaciones, principalmente la de Adriana Aizemberg quién encarna una vieja desde lo gestual y corporal sin alteraciones en la voz o en la manera de decir lo que resulta un evidente acierto. Martín Piroyansky no desentona en su estilo de actuar no actuando y en esa persistente lejanía con la que mira el mundo. Ambos actores están en un punto justo. La entonada marcación de los actores por parte de director es uno de los puntos más fuertes de la película. También es interesante el trabajo narrativo efectuado a través de los encuadres en varias de las escenas principales; la imagen cuenta lo profundo mientras la acción y el diálogo lo demás. En el encuentro del ascensor, el punto de inflexión del film cuando Rosa hace la propuesta, la cámara colocada por encima de los personajes compone un plano fijo cruzado por las rejas de la puerta. Es el presagio de la imposibilidad. En pequeños gestos aunque cada vez más evidentes, se evapora la vocación por la medicina de Marcelo, motivo principal para quedarse en Buenos Aires. Esa desmotivación profundiza al personaje, evita la linealidad y enriquece el relato. Lo mismo vale en la relación que entablan los protagonistas, no hay condescendencias ni sentimentalismos. El punto más flojo de La vieja de atrás es la resolución de dos subtramas (la del florista y la cita con la chica que se cruza en un subte) pero no logra empañar los aciertos de este buen film en competencia Latinoamericana en el Festival de Mar del Plata, la segunda obra del director Pablo Meza.
Para el desarrollo de la trama Meza ha elegido tres elementos para contar esta historia sencilla y mínima: Un guión costumbrista y sencillo, repleto de vueltas inteligentes (Mejor Guión en la 38vo Festival Iberoamericano de Gramado 2010), digno heredero de las novelas de Manuel Puig, las actuaciones de los dos protagonistas que logran retratar la enorme distancia que hay entre ellos, pese a la cercanía física de los espacios cerrados; y varias secuencias de imágenes, escenas carentes absolutamente de guión y con pocos elementos. Podría decirse que son postales sociales y urbanas o haikus visuales que muestran la cotidianeidad en la cual se mueven los protagonistas. Al comenzar la película somos testigos de varias escenas que nos situarán en la situación propia de cada personaje. Rosa (Aizemberg) es una anciana mañosa que vive en una extrema soledad y es quien le propondrá un interesante trato a Marcelo (Piroyansky), su vecino, un estudiante de medicina proveniente del interior del pais, al cual la vida en la ciudad de Buenos Aires no se le está haciendo nada fácil. Las situaciones que rodean al personaje de Marcelo son sumamente gráficas con respecto a los obstáculos y conflictos típicos de aquellos jóvenes que provienen del interior de nuestro país para poder realizar sus estudios en la gran ciudad. Buenos Aires, para ellos, representa la fiera que todos quieren acariciar y que todos necesitan domar. Entrar en la Capital Federal para un alguien proveniente del interior es como aceptar que sobre él cuelga una soga invisible con un gran nudo que le rodea el cuello y,.que, a medida que las cosas se compliquen, esa soga apretará cada vez más. La fuerza de voluntad puede existir, pero su existencia corre constante peligro cuando la ciudad presenta su silenciosa hostilidad. En esta situación (según el desarrollo del guión y de las éscenas tan claramente gráficas y representativas) se encuentra el protagonista masculino, en un estado de búsqueda de su propia identidad, cultivando su templanza, armando su coraza en un ardiente y doloroso contacto con su soledad. Piroyansky, en mi humilde opinión, no logra desenvolverse satisfactoriamente de acuerdo a la situación de vida que presenta su personaje, no otorga credibilidad, ni logra representar el complicado dilema que el guión contiene para poder ofrecérselo al espectador. En cambio, es un excelente partenaire para las escenas con Adriana Aizemberg, la gran joya de esta película. Su actuación (Mejor Actriz- Festival Iberoamericano de Cine de Huelva 2010-36ta edición) es de una perfección asombrosa. Ha sabido construir un personaje muy sólido, atípico para el concepto que se tiene de ella. Las partes del guión, que la tienen como protagonista, se deslizan sobre su lengua con una capacidad de oratoria maravillosa, un gran manejo del humor, y una impronta en las facciones de su cara para decir muchas cosas cuando habla, pero sobre todo, otras cosas cuando calla y congela su mirada. En ella la película encuentra su punto de apoyo, su pilar, su gran calidad. Esta vieja que solo quiere matar a la soledad, que quiere echarla de su vida, prohibirle que se siente a su mesa logra tener momentos de humor memorables y nada tiene que envidiarle al personaje de Chus Lampreave en La Flor de mi Secreto de Almodóvar. El film se empieza a percibir denso, con un ritmo demasiado lento, cuando las conversaciones se reducen y solo queda una escena atrás de otra sobre una crisis, poco creíble, del protagonista masculino, hasta un final completamente previsible. En resumidas cuentas, y destacando lo positivo, La Vieja de Atrás es una interesante muestra del costumbrismo de la mano de Pablo José Meza. Y aunque , por momentos, la película, es una linda opción para ver la sobresaliente actuación de Adriana Aizberg quien nos demuestra que con un repasador en la mano, un yeso en el brazo, su cabello peinado arcaicamente, su paso lento de anciana, su desconfianza hacia los supermercados chinos, su visión de la vida, el collar rojo que pierde a cada rato, su obsesión con las persianas y su lengua filosa, puede construir un personaje inolvidable.
Quédate conmigo El director de la promisoria Buenos Aires 100 km propone ahora un universo mucho más cerrado y concentrado con la relación que se establece entre un joven de La Pampa (Martín Piroyanski), que intenta sin suerte costearse sus estudios de medicina en Buenos Aires con trabajos precarios, y una solitaria y frustrada jubilada (Adriana Aizenberg), que vive entre la soledad y las manías/fobias de la vejez. Cuando Marcelo está a punto de volverse, derrotado, a su provincia, su vecina lo convence de quedarse en su departamento y tener, así, alguien con quien charlar. La anécdota, por cierto, es bastante menor y las viñetas que traza el director pendulan entre el costumbrismo y una exaltación algo obvia de la comunicación, del entendimiento más allá de las diferencias de edad y de intereses. Los dos intérpretes son lo mejor del film y principales responsables de sostener la discreta propuesta de Meza.
Algo en común El film argentino La vieja de atrás (2010) de Pablo José Meza es un desencantado retrato sobre la soledad en la vida citadina. Dos personajes que pasaron sus vidas ignorándose mutuamente –a pesar de vivir en el mismo piso del mismo edificio- descubren que se necesitan y tienen más de una cosa en común. A pesar de haber participado del Festival de Mar del Plata y llevarse el premio a la mejor actriz en Huelva sólo se estrena en los cines Gaumont y Showcase Norte. La vieja de atrás se centra en la relación entre una anciana de ochenta años (Adriana Aizemberg) y un joven de la Pampa que vive al final del pasillo (Martín Piroyanski). Sus vidas empiezan a fusionarse por una falta que compete a ambos: su soledad en el mundo. La narración lenta, por momentos tediosa, remarca la falta de reacción de sus protagonistas ante la vida en el film de Meza, que peca de contar con una cantidad de frases y situaciones inverosímiles. La relación entre protagonistas resulta forzada en algunos pasajes. Por ejemplo la anciana pasa de cascarrabias a bondadosa bruscamente. Aunque, y más allá de lo mencionado, el segundo film de Pablo José Meza (Buenos Aires 100 km) se destaca por la descripción de pequeños momentos y climas y por priorizar los gestos de sus protagonistas ante cada situación, logrando inmiscuirnos en la tediosa rutina de dos seres que se encuentran en la soledad de la vida en la ciudad, ese extraña circunstancia que produce el vivir rodeado de una multitud de gente. Con esta simple pero atractiva premisa La vieja de atrás sostiene su extenso metraje gracias a una gran actuación de Adriana Aizemberg y la continua confrontación con el personaje –habitual- de Martín Piroyanski.
Creatividad se busca Me pregunto cada vez con mayor frecuencia ¿en que se basa la creatividad de los realizadores nacionales? ¿cuáles son los criterios de elección de guiones para producir, financiar, subvencionar? ¿no se tienen en cuenta renovados impulsos estéticos, o al menos un estilo visual refrescante, renovador? Han pasado diez años, de la llamada nueva ola de cine argentino. Esta ola de realizadores jóvenes en su mayoría provenientes de la Universidad del Cine, se propuso “renovar” la manera de visualizar la sociedad nacional. Se trataba de una mirada más cruda y realista, acorde a los tiempos que corrían. La crisis del año 2001, fue una fuente de inspiración, una motivación para la nueva generación de cineastas saliera a la calle a filmar con lo que tenía a mano, con actores no profesionales, con escenarios reales y una mínima puesta en escena. Durante un lapso de tiempo este “neorrealismo” argentino influenciado por el cine nacional de finales de los ’50 y principios de los ’60… fue interesante. Los trabajos de Daniel Burman, Adrián Caetano, Pablo Trapero y especialmente Lucrecia Martel llamaron la atención no solo en territorio autóctono sino también en el extranjero. Tras varios años de somnolencia, el cine argentino volvía a decir presente. Y no solo triunfaba afuera en festivales, sino que también adentro podíamos disfrutar de cine genérico pero con fuerte impronta nacional, y sobretodo, creíble, verosímil, palpable. De ahí, el éxito de Nueve Reinas y el legado Bielinsky. Ahora bien, los artistas del neorrealismo como De Sica o Rosselini supieron como renovar su estilo con el correr de los años, adaptarse y dejar atrás el estilo cuando se hizo cansador. Entonces, yo me pregunto, cuál es la necesidad de una película como La Vieja de Atrás, que parece retrasar varios años. Estamos ante una obra inerte y fría, que se fortalece en una observación seudo realista de la vida cotidiana en pleno centro porteño, tomando como ojos de esta “realidad” a dos personajes típicos de vida social contemporánea: una pensionada quejosa (una versión “seria” de Mamá Cora con un trabajo monumental de Adriana Aizemberg), solitaria, cuyas buenas intenciones van de la mano del interés de encontrar alguien que la escuche, y apoye en las decisiones cotidianas mínimas que debe tomar, y la de un estudiante de medicina un poco vago, cobarde proveniente del interior del país que se banca sus estudios y departamento siendo volantero y trabajando en un locutorio (Martín Pirayonsky). Pronto Rosa y Marcelo, vecinos, terminarán conviviendo en un mismo departamento cuando a Marcelo lo echen del locutorio, y sin plata para seguir pagando el alquiler es tentado por Rosa para que vivan juntos. Él no tiene que pagar un centavo. Solo prestar su oreja y atención. Pablo Meza (Bs As 100 Km) retrata con bastante verosimilitud el mundo cruel porteño, desagradable, repulsivo y expulsivo, deprimente, en donde se mueven Rosa y Marcelo. También es un acierto que ninguno de los dos personajes sea del todo agradable. Entre el perfil discriminativo y petulante de Rosa, y la estupidez de Marcelo no se hace una. Tanto las interpretaciones de Aizemberg como de Pirayonsky, ayudan a aumentar la verosimilitud de los personajes. El problema de la película está básicamente en el desarrollo de la historia y la puesta en escena. Además hay una notable falta de equilibrio en la participación de los personajes: Marcelo tiene cierta profundidad dramática, tiene al menos un conflicto notable que lo acompaña durante toda la película, incluso en algunas subtramas como una insulsa historia de amor (desaprovechada Marina Glezer), mientras que Rosa empieza teniendo protagonismo, pero pronto queda olvidada, y no hay mayor profundidad en ella. Es un personaje superficial, banal y obvio. Aizemberg le aporta un trabajo físico increíble, y por eso el personaje se destaca más que nada, pero hay más de la actriz que de lo que el guión propone sobre la misma. Sabemos muy bien que de buenas intenciones no se puede hacer una buena película, y aunque un buen elenco la puede hacer más digerible, como este caso, eso no garantiza un material final satisfactorio. En primer lugar, la monotonía de la acción contagia al espectador, principalmente por la previsibilidad de la puesta de cámara. Los planos simétricos, rígidos, ya no son dignos de admiración en ciertos caso. Y la fotografía no ayuda a lograr el clima perfecto en este sentido. La creación plástica de los encuadres es vaga y simplona. A través de la puesta en escena, uno va decodificando cuál va a ser el final de la obra. Con cierta melancolía irónica que nunca toma protagonismo, uno se va preguntando ¿adonde va la película? Pero se trata de una retórica: todos sabemos que en el tono seco que venimos viendo, vamos a terminar con el final abierto, ambiguo e inmutable que nos tiene acostumbrado hace tiempo el cine nacional. Otra vez, el tema de las sorpresas va acompañado de la falta de originalidad en los guiones. Los pocos méritos narrativos de la película desaparecen ante la evolución del patetismo de los personajes y el poco ingenio de una puesta en escena muy básica, peor que sí la hubiese hecho un estudiante de primer año de la carrera de cine. Hay errores básicos y una alarmante falta de interés por parte de su realizador por querer sacarse de encima el material. 110 minutos, es demasiado tiempo para sostener una acción basada en planos contraplanos. La cámara nunca se mueve del lugar, no toma un punto de vista y la narración cae en algunos lugares comunes. Si bien no se trata, a mi criterio, de un film fallido, es cierto que deja una sensación de desazón y depresión. Aquel que vive en el centro porteño, sabe lo que es ser expulsado por la ciudad, y de eso trata la obra. Ser expulsado. No pertenecer más. Aunque la sensación final es que a menos que cambien las políticas a la hora de elegir proyectos, los cinéfilos y realizadores, nos veremos obligados a autoexpulsarnos, no pertenecer, dejar el monopolio incaico y registrarnos en los circuitos alternativos y under, que filman con poco presupuesto, pero con muchas ideas. En cambio, si uno sabe lo que cuesta escribir, filmar y post producir una obra, uno se pregunta: ¿tanto esfuerzo y años de trabajo para un guión tan mediocre y visto, que solo va a ser exhibido en el Cine Gaumont un par de semanas ante jubilados que no difieren demasiado en carácter a la protagonista? Como dice David Lynch… atrapar una idea original es como atrapar un pez dorado, es muy inusual que suceda. A Pablo Meza, parece que el anzuelo se le quedó atrapado en el año 2001.
El chico de al lado Una grata sorpresa resulta este film nacional dirigido por Pablo José Meza (el mismo de Buenos Aires 100 km) que echa luz sobre la vejez y coloca su mirada en una anciana que habita un departamento que parece haberse detenido en el tiempo. Allí sólo se escucha el sonido de un canario y del televisor. Rosa (Adriana Aizemberg) es una mujer de 81 años que habita el noveno B. Su vida cambia para siempre cuando el ascensor queda trabado y conoce a Marcelo (Martín Piroyanski, el prometedor actor de XXY y El frasco). Ella le ofrecerá casa y comida a cambio de "charlas" y el joven estudiante, que trabaja en una fotocopiadora y como volantero, acepta gustosamente. El relato tiene puntos de contacto con Besos en la frente (que protagonizaron China Zorrilla y Leonardo Sbaraglia); y La vieja de atrás arriesga que la comunicación entre dos personas de diferentes edades es posible. Y el realizador lo hace pausadamente (pero no aburre), con el ritmo que impone el oscuro departamento y lo contrasta con el caos que viene del exterior. Es el retrato de alguien en el ocaso y del "chico de al lado" que comienza a dar sus pasos en la gran ciudad. Adriana Aizemberg convence en su rol de anciana desprotegida y tiene un protagónico más que merecido luego de A través de sus ojos (2006). El elenco se completa con Marina Glezer, una estudiante que trabaja como secretaria de su madre. Y cuyas flores parecen marchitarse.
Los viejitos tienen sus mañas, algunas de las cuales pueden resultarnos tan perversas como estúpidas. Del mismo modo, aunque a través de otras expresiones, vemos que también la actitud de los jóvenes provoca ese mismo sentimiento. En La vieja de atrás, de Pablo José Meza, aparecen estas dos posturas, reflejo de una unión generacional de desesperados. Por un lado, Marcelo (Martín Piroyansky) es un estudiante de medicina provinciano que ya no puede lidiar entre el alquiler de su departamento y el constante pedido de su madre de que acuda a ayudarla a La Pampa en las tareas campestres y, por otro, Rosa (Adriana Aizenberg), anciana quien invita al chico sin miedo -y más allá del nulo diálogo cotidiano previo- a quedarse en su hogar, del otro lado del pasillo. A cambio, ella le exige una fluida charla cotidiana, que el parco Marcelo no sabrá retribuir con demasiado entusiasmo. La presente obra tiene un importante componente de "costumbrismo" citadino, el cual no podemos reprochar, tratándose particularmente de un film en el cual se describen las vidas de habitantes de nuestro Buenos Aires querido. Además, los arquetipos son útiles para reforzar ideas y atraer conceptos que, de otro manera, perturbarían al espectador. En este sentido, el director puso tanto cuidado como simpleza en las escenas, con ayuda de su montajista, Claudio Fagundes, y de su fotógrafa, Carla Stella. Estos detalles quizá técnicos, confiesa el director mismo, han sido buscados y por eso debe destacárselos como correctos. Ahora bien, como suele ocurrir, hay en el guión cierta opacidad que no impide al espectador tener algún tipo de experiencia espiritual-artística con la película. A esto debe agregársele, a modo de excusa, que el mensaje transmitido es comprensible y la empatía con esos solitarios personajes se muestra certera a través de la identificación con muchas de nuestras experiencias de vida. No obstante, el resultado de esta pulcra película -aun cuando las aserciones de los protagonistas pudieran llegar a parecer dudosas- es constituirse meramente en un relato, más o menos profundo, que redunda en el desinterés. Pablo José Meza pudo haber aprovechado varias experiencias ciertamente exóticas del protagonista masculino para pulir el aura de misticismo citadino, pero su decisión es rechazar esas oportunidades y optar por que la historia hable por sí sola. Y eso es lo que queda: la relación entre Marcelo y Rosa, las mañas de cada uno y sus respectivas diatribas sentimentales. Personajes interesantes, fugazmente pasan y, así, se evaporan en una historia que jamás deja de ser correcta.
Para saber lo que es la soledad Adriana Aizenberg y Martín Piroyansky, vecinos parecidos y disímiles. Dos personajes tan disímiles y parecidos entre sí, viven en un mismo edificio de departamentos. Una debe andar cerca de los 80, el otro es universitario. Rosa no tiene amigos ni parientes; Marcelo, pampeano, estudia Medicina, tampoco tiene amigos y sus padres no le mandan ayuda económica, por lo que está a punto de quedarse por dormir en la calle. Pero... Las vueltas de la vida, o del ascensor descompuesto que comparten, hacen que uno y otro terminen viviendo bajo un mismo techo, el del departamento de la anciana en esta segunda película de Pablo José Meza, luego de Buenos Aires 100 kilómetros , filme con el que había concursado y ganado en varios festivales internacionales. Ya no son historias corales sino prácticamente la de Marcelo (Martín Piroyansky), por más que se titule La vieja de atrás . Meza lo pinta como un joven que parece que quiere estudiar, pero que en el aula de la Facultad hace garabatos en vez de tomar apuntes. Que se enamora como en un flash de una desconocida (Marina Glezer), pero que no hace nada por prolongar la primera cita. Pero si hay algo que se destaque en la película es la vieja de atrás (o Adriana Aizenberg). La actriz, que prácticamente no había tenido papeles protagónicos sino de sotén en el cine argentino, demuestra con creces el porqué de su elección. Paradita en una esquina, sin que sepamos qué espera o qué mira, bien arreglada para la ocasión, Rosa es un símbolo de la soledad mejor entendida. Meza la traza de mejor manera en la oscuridad de su casa, cuando no quiere levantar las persianas “para que no nos miren” o cuando le quiten ese yeso en su brazo. “Siento que me falta algo”, dice, y desde la platea se entiende a la perfección lo que el director quiere expresar. Maza opta por algunos encuadres llamativos. Luego de arrancar con varios minutos de planos detalles, coloca a los personajes en los bordes, a veces casi cayéndose del cuadro, sin motivo ni necesidad específica (en el contraplano entre Rosa y Marcelo en la cocina, por ejemplo). Si en Buenos Aires 100 kilómetros despertaba curiosidad ver qué camino seguía, cuatro años más tarde la pregunta sigue siendo la misma.
La vieja de atrás Adriana Aizenberg, en un destacado papel que retrata la soledad y la frustración A veces la soledad se convierte en una pesada carga difícil de resistir. Ello es, precisamente, lo que le ocurre a Rosa, una anciana colmada de frustraciones. Marcelo, por su parte, un muchacho taciturno y callado que llegó desde su tierra pampeana a Buenos Aires para estudiar, halla aquí algunos trabajos sin ningún futuro trata de graduarse de médico. Ambos son vecinos en el piso de un mismo edificio, pero poco o nada los vincula. Ella, sin embargo, necesita de alguien que le preste atención a sus palabras y que la aleje del televisor que, en definitiva, es su única compañía. Un día, Rosa se decide a hablar con Marcelo y le propone, a cambio de casa y comida, una fluida conversación cotidiana. El muchacho, escaso de dinero para pagar el alquiler de su departamento, acepta la proposición de mudarse a la casa de la anciana, y así ambos irán entretejiendo una amistad que, en definitiva, será testigo de la gran distancia que existe entre ellos. La historia, sin duda humana y compasiva, va encaminándose demasiado monótonamente en torno de esos dos seres carentes de cariño, y así la reiteración se apodera bien pronto de este entretejido que el director y guionista Pablo José Meza procuró retratar con simplicidad y ternura. Con una cámara que acierta en algunas de sus escenas, el realizador se dejó tentar por la temática de su film y alargó demasiado algunas situaciones e insertó, casi como una excusa, un frustrado romance de Marcelo. Con un metraje menor, La vieja de atrás se hubiese convertido en un cálido reflejo de esas dos existencias que, a pesar de todo, se necesitan una a otra. De la historia sobresale netamente la composición de Adriana Aizenberg como esa anciana necesitada de cariño, en tanto que Martín Piroyansky apenas pudo salir indemne de su papel, que sobrelleva con escasa convicción. Los rubros técnicos aportaron calidad a esta entrega que habla de la soledad, aunque lo hace con sopor.
Dos que son solos El noventa por ciento de quienes hacen películas en la Argentina sabe que, dadas las actuales condiciones de mercado, deberá resignarse a que el éxito se reduzca a conseguir una segunda o tercera semana de proyección. Lo cual, en muchos casos, es una lástima. Sin ser un gran film en el balance general, La vieja de atrás, segunda película de Pablo José Meza, se destaca como un trabajo digno que ofrece por lo menos un par de motivos muy sólidos para hacerla atractiva: Adriana Aizemberg y Martín Piroyansky. No es que no tenga otros méritos, pero las actuaciones de sus dos protagonistas son el alma de La vieja de atrás. En primer lugar, la Aizemberg (quien hace muy poco también se había destacado en Elegía de abril, último film del banfileño Gustavo Fontán) compone a una vieja que es el retrato de todas las viejas de Buenos Aires y sus amplios alrededores. No habrá quien no tenga en su vida una abuela, una tía o una vecina tan quejosa, desconfiada y entrometida como la Rosa que ella interpreta para la película de Meza. Confinada en su departamento del noveno piso, Rosa “es” sola. Apenas la acompaña una televisión omnipresente, que permanece encendida aun cuando ella sale. Aizemberg ha sabido capturar y reproducir con gracia los tics que en tantas señoras grandes son menos consecuencia de la soledad que del abandono en que se encuentran. Rosa vive pendiente de lo otro, lo que la rodea: las noticias alarmistas de los informativos, la mugre de los chinos que (según ella) invaden Buenos Aires, de denunciar al perro que se instaló en la puerta del edificio y no se quiere ir, de no levantar las persianas de su casa para que no la vean de afuera. La presencia nebulosa de esos otros es lo único que la justifica y tal vez sólo por ella sigue viva. El caso de Marcelo no es muy distinto: es un chico de un pueblito pampeano, que está en la ciudad casi obligándose a sí mismo a continuar la universidad. Sus padres se niegan a ayudarlo y le piden que vuelva a colaborar con el trabajo en un campo ajeno. Marcelo, que sobrevive con trabajos miserables que sin embargo no es capaz de conservar, es la apatía hecha persona, un modelo de joven moderno que no sabe lo que quiere y mientras más demore en saberlo, parece ser mejor para él. Cuando consigue entablar una relación, lo único que consigue es vincularse con una chica tan fría y repelente como él. Marcelo y Rosa viven en el mismo noveno piso, pero apenas se tratan. Hasta el día en que él, resignado a no poder afrontar los gastos de su vida de estudiante, emprende el regreso al hogar. Rosa, metida como es, le ofrece casa y comida a cambio de charla. Al principio esto parece fácil, pero no lo es tanto. Marcelo y Rosa son los dos extremos de una misma línea de discapacitados emotivos que, ella por haber quedado fuera del mundo y él por no poder entrar, permanecen impares, sin nadie con quien compartir o soñar la más mínima experiencia de vida. Sin nadie a quien ver “como uno de nosotros”, como dirían los protagonistas de Freaks (Tod Browning, 1932), también discapacitados, pero en otro sentido. Más allá de las buenas actuaciones y de algunas escenas en las que el humor consigue decir con cruda simplicidad lo que otras largas y silenciosas no terminan de redondear, es obvio que La vieja de atrás no necesita de casi dos horas para ser contada. Y ahí reside su debilidad. Por momentos, la película se contagia los vicios de Rosa y queda presa de una serie de reiteraciones y ciclos que la alargan más allá de lo necesario. Aun así, Meza confirma su calidad como director de actores, un mérito para nada despreciable.
Cansados y aburridos Los protagonistas de La vieja de atrás son dos personajes que, en extremos opuestos, se terminan pareciendo (como nos hace saber la película) en una cosa: los dos están solos, abandonados, desamparados y sin nadie que los acompañe. La vieja de atrás es una viuda que está peleada con su familia y nunca tuvo hijos. El joven de adelante es un estudiante de La Pampa que está en Buenos Aires para seguir la carrera de Medicina pero que no tiene amigos ni parientes y que pronto se queda sin la plata que su familia le solía pasar. Sus historias se unen cuando le vieja invita al joven a vivir con ella, así él podrá seguir viviendo en Buenos Aires para continuar con su carrera y ella tendrá alguien con quien conversar. Esa es la idea básica. La vieja de atrás no ofrece más que eso. Preocupada por demostrar cuán solos están sus personajes, la película se queda vacía. Tenemos planos largos, espacios desiertos, miradas perdidas. Todo contribuye al aburrimiento del espectador, pero no a construir una película. El tono distanciado y cuasi sociológico se pierde cada tanto con personajes absurdos (como la chica histérica que invita a salir al protagonista), diálogos absurdos ("entre tantas fotocopias se pierde el original"), situaciones absurdas (la amistad entre la vieja y el florero) y una saña que cada tanto se cuela en contra del personaje de la vieja y que termina despertando nuestra compasión en contra de lo que parecerían ser las intenciones de la película. Por momentos uno puede creer que la distancia fría es el tono que se quiere imprimir a esta obra, pero entonces se nos zampa una metáfora horrenda (el yeso, las fotocopias), escenas que sólo sirven para aumentar el patetismo, encuadres que refuerzan (una vez más) una idea que ya se nos dijo infinitas veces. Que los personajes no hablen mucho no quiere decir que una película no sea discursiva.
Anexo de crítica: La soledad, la vejez y la sensación de no pertenecer a ninguna parte son los tópicos que sutilmente se ponen en juego en la trama de esta segunda película del director Pablo José Meza (Buenos Aires 100 kilómetros), quien apela al detalle y a una narración que se apoya fundamentalmente en sus dos protagonistas Adriana Aizemberg y Martín Piroyansky para retratar con melancolía y sutileza el mundo de dos almas solitarias. Tal vez por la mínima anécdota la duración le juega en contra. No obstante, Meza demuestra habilidad para manejar los tiempos muertos y para dirigir actores. …
Un brazo enyesado. Tenía un recuerdo vago de Buenos Aires 100 kilómetros, la película inmediatamente precedente del director. En mi memoria aparecía una de esas obras modestas y simpáticas del cine argentino reciente ubicadas un poco a la vera del NCA (aunque formaran parte del paquete de pleno derecho), quizás sencillamente porque su acción se desarrollaba fuera de la Capital Federal. La vieja de atrás carece de simpatía alguna y su pretendida modestia se expresa en los laboriosos silencios y en el estatismo automático del montaje que parecen ofrecerse como garantías de un supuesto espesor dramático. En el mismo piso de un edificio conviven, prácticamente sin saber nada uno del otro, un chico estudiante y una anciana jubilada. Para que la oposición entre los dos se vea más clara, los departamentos están cada uno en una punta del pasillo. La vieja de atrás tiene para empezar un problema de enunciación, porque el título hace pensar que alguien se refiere a ella del modo en el que allí se indica; sin embargo mediante escenas paralelas se distribuye al principio de la película el protagonismo entre el estudiante y la jubilada, y queda claro que el punto de vista predominante no es en absoluto el del chico como para habilitar la suposición de que es él quien caracteriza a la mujer de esa manera. Por otro lado, nadie en ningún momento de la película, ni antes ni después, habla de “la vieja de atrás”. Más raro todavía es que la vieja (llamémosla así, ya que entramos en confianza) mantiene cerrada la persiana del living para que no la vean desde el edificio de enfrente, por lo que presumiblemente no está atrás de ningún lado sino más bien adelante. A estos detalles, que expresan un descuido del conjunto de la película, se les suma el hecho de que La vieja de atrás luce revestida con el protocolo establecido como base desde la aparición del Nuevo Cine Argentino en adelante (exhibe una factura técnica impecable), pero no se priva de ráfagas de un costumbrismo remilgado, avergonzado de sí mismo, especialmente en las subidas de tensión en las conversaciones entre los dos protagonistas. La combinación de largos pasajes sin diálogo y abruptos ingresos de palabras suena esta vez impostado y falso, como si el director no encontrara jamás el tono para su fábula sobre la soledad y el desamparo urbanos. En ese panorama se suceden situaciones de una torpeza flagrante ambientadas en lugares reconocibles de la ciudad de Buenos Aires: hay varias, pero se lleva las palmas el encuentro entre el personaje del chico estudiante y una chica con la que se cruza repetidas veces en el subte, resuelto con una falta de gracia y de timing notable. Parece una broma, pero en contraposición, la escena en la que le quitan el yeso a la mujer (un meticuloso plano largo que permite apreciar el proceso completo) se erige sin dudas como el momento más auténtico de toda la película.
De generaciones Hay algo subterráneo en La vieja de atrás que es muy interesante, pero que parece involuntario o que no terminó de cuajar para que trascienda a la propia película que es, sí -y lo decimos de entrada-, muy floja. Los protagonistas son Adriana Aizenberg, como la vieja del título, la metida vecina que no quiere a nadie y desprecia a esos otros porque les teme; y Martín Piroyanski, el joven vecino de la vieja, que anda sin un mango y tendrá que convivir con aquella por obligación. Aizenberg y Piroyanski representan, por qué no, lo mejor de dos generaciones bien diferenciadas de artistas nacionales. Y conviven en un film que, además, hace de los géneros cinematográficos una rara mezcolanza, de la que es cierto que el director Pablo José Meza no sabe sacar un rédito. Pero generaciones y géneros, fusionados, son todo un experimento. Veamos: el cuerpo de Aizenberg es pura tensión dramática, puro rito actoral nutrido -de manera efectiva- de tics sociales prestados de la realidad. Por el contrario, Piroyanski es invención de la ficción, casi del dibujo animado podríamos decir: cuerpo desgarbado, languidez, sus silencios parecen un caricatura de los silencios que emplean algunos actores del nuevo cine argentino. Pero La vieja de atrás no es nuevo cine argentino o, si lo es, está totalmente revestida de los códigos del cine nacional costumbrista, incluso de algunas películas de los ochentas que no eludían gritar tres o cuatro verdades. La curiosidad y, la extrañeza, surgen entonces de ver una actuación de Aizenberg tan de método incrustada en los arrabales del más despojado nuevo cine argentino; mientras que Piroyanski respira y escupe nuevo cine argentino para aminorar los excesos dramáticos y las alegorías. Es cierto que en este contexto, sólo es posible tener una apreciación personal del film y nunca una mirada general, porque es en cada espectador donde terminará de completarse: en qué busque y qué necesite aquel que se enfrente a esta película se definirá la efectividad o el fracaso de esta propuesta. Para ser claros: aquellos que busquen la historia de la vieja reaccionaria o una película de actores, se encontrarán con algunos pasajes algo arduos, unos tiempos muertos difíciles de atravesar, mucho más porque a veces resultan innecesarios y, otras tantas, redundantes. Mientras que los que generacionalmente se encuentren más cerca de Piroyanski y del cine que se mamó por estos tiempos, tendrán que saber que el film no evitará decir algunas cosas (los chinos, el perro de la puerta, las persianas que no se levantan) para connotar la metáfora y hacer evidente su crítica a la sociedad encerrada, y no sólo en un departamento. El problema de La vieja de atrás es que no pareciera que Meza se dé cuenta de los diferentes niveles que se superponen en su película: al menos el film no demuestra ser consciente de ello. Por el contrario, el director se queda con una sola de las posibles películas que tiene ahí dentro, y es aquella que en la que un joven estudiante le dice a una vieja que vive en un edificio que es una persona algo detestable y que tiene que dejar de tenerle miedo a los demás, que nada le van a hacer. Ni la comedia negra que el choque de ambas personalidades prometían, ni una interesante exploración dramática sobre la soledad en el mundo posmoderno. La vieja de atrás termina siendo como los noticieros que se escuchan en off durante el film y que son el alimento habitual de la vieja que vive atrás: sensacionalismo costumbrista.
Esta realización, sugestivamente promocionada, empezando por el titulo, traducción literal del original en ingles, pasando por los afiches con una imagen seductora para la platea masculina pero con un discurso atemorizador dando lugar, de esta manera, a instalarla dentro del genero del terror. En realidad podría decirse que, desde el comienzo del filme, hay uno primeros intentos narrativos de colocarlo como un thriller psicológico, con mucha violencia implícita para terminar en un juego perverso de violencia explicita glamorosa y excitante. De terror nada. Si imágenes perturbadoras visualmente El primer gran defecto de esta remake esta en relación directa con la original, en el que una mujer hacia uso de las armas de seducción características del genero femenino en pos de lograr el objetivo de vengarse. En esta, nuestra heroína se constituye de buenas a primera, y sin una justificación desde la instalación del verosímil como una nueva Ellen Ripley (la heroína de “Alien el octavo pasajero” de 1979), pero su adversario no es un extraterrestre, sino seres humanos de la más baja calaña, es entonces que realiza acciones que no dan con el fisic du rol. O sea, nadie podría creer que esta linda y bella joven tenga desde el vamos la fuerza física para realizar lo que realiza, y tampoco construyen al personaje como para hacernos creer de su entereza psicológica, pero, bueno, ya que estamos creámosle. La historia, también bastante incoherente, a partir que uno la piensa, es de una joven escritora que decide irse a vivir al medio de un bosque para inspirarse y escribir una novela, donde alquilara una casa perdida, cerca de un pueblo chico, muy alejado de alguna gran ciudad. Algunos verán elementos del subgénero llamado gore, pues hay imágenes de violencia explicita que no trata de insinuar nada, lo muestra. Posiblemente lo mejor de este texto este en el trabajo que se toma nuestra heroína en castigar a cada uno de sus atacantes con aquellos componentes que le dan placer. En cuanto a su construcción y diseño, digamos que es una producción clásica, con una buena banda de sonido y dirección de arte al servicio del relato, principalmente la fotografía. Desde un punto de vista caviloso, y por ende peligroso, deja entrever la posibilidad de la justicia por mano propia como algo sustentable, todo esta puesto de manera tal que el espectador sienta empatía con el personaje principal, cuando en el filme se produce el último giro narrativo y se precipita el desenlace. Sólo la última imagen deja abierta dos interpretaciones, una es la posibilidad de una continuación, la segunda vea la película para saberlo. Los amantes de este tipo de propuestas, estarán de parabienes.
A Pablo José Meza le interesan los estados extremos de la vida: la niñez y la vejez. Y en ambos casos se ocupa de hablar tanto de la comunicación, como de la incomunicación entre las personas. Aquello que los aglutina, quizás como una marca para toda la vida, y aquello a lo que sólo la soledad y la necesidad de sobrevivir los acerca, no sabemos por cuento tiempo. Me refiero a la temática de sus dos films, Buenos Aires 100 Kms (2005) y ahora su segundo largo La vieja de atrás o (la vieja del 9 B). Un joven de La Pampa intenta seguir estudiando medicina en Buenos Aires, mientras busca trabajo y reparte volantes. En frente del departamento que alquila vive una mujer mayor con un pájaro. Un desperfecto en el ascensor dará lugar a un ofrecimiento: la mujer canjeará al joven, alojamiento y comida, por un poco de charla al levantarse y un poco más, antes de dormir. Una cámara lenta, morosa muestra la cotidianeidad con inmensos primeros planos, que se detienen en un fuego, una jaula, una pava, mientras el relato avanza (sin música extradiegética) cruzando el ámbito oscuro de lo privado, con el bullicio de la gran ciudad, sumado a un obsesivo trabajo, focalizado en la descripción de la imagen y el sonido. El adentro y el afuera son implacables y ambos dan cuenta, de que la comunicación cuesta y mucho. Que encontrar interlocutores válidos es casi una utopía, y Meza lo hace mostrando estos universos casi irreconciliables, con verosimilitud y un cuidadoso manejo de cámara, pero apoyándose en dos excelentes actuaciones, donde se ve claramente un inmenso esfuerzo, para que el espectador pueda sentir, la sicología de sus personajes. Sus dudas, sus temores, sus resquemores, las sensaciones de asco hacia lo desconocido, su naturalidad y sus necesidades. Marcelo quiere continuar su carrera y Rosa pretende llenar el vacío de su vida con la presencia de éste. Pero la distancia entre ambos deseos se acrecienta. Una familia que espera al joven para ayudar en el campo y una anciana frustrada con demasiadas neurosis, tantas como tiene la vida misma traducida sin artificios, más aún, con una descarnada austeridad. Mientras un televisor permanece prendido con la información de un noticiero, como un modo de hablar de la realidad y de “la realidad” de estos y otros seres humanos con vidas semejantes, Ay Soledad suena y se escucha, que…la vida es un destino sin vuelta…
Focalizando en el vínculo entre un adolescente y una señora mayor, ambos aislados -casi rechazados- del mundo, el director Pablo José Meza en su segunda película establece un singular paralelismo entre dos seres en apariencia distantes e incompatibles. Un joven proveniente de La Pampa que trata de costearse dificultosamente sus estudios de medicina en Buenos Aires, a punto de ser desalojado del apartamente que alquila, recibe la sorpresiva propuesta de su vecina, una jubilada que desea compañía a esa altura de su vida, a cambio de alojamiento y comida. A través de esa trama simple pero matizada por diversas situaciones y personajes aleatorios, el realizador de Buenos Aires 100 km ( interesante y ópera prima pueblerina protagonizada por niños) ofrece su mirada a dos seres frágiles y vulnerables, más parecidos que diferentes pese al abismo generacional y los contrapuestos objetivos de vida. Los buenos y sucintos diálogos sostienen una historia de vida atrayente, magníficamente interpretada por Adriana Aizenberg y el ascendente Martín Piroyanski, con buenas participaciobnes de Marina Glezer y Atilio Pozzobón.
Hay una vieja en mi piso El segundo film del director argentino Pablo José Meza, presentado a fines del año pasado en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, nos cuenta la historia de Rosa, una anciana que vive sola en un departamento de un típico barrio de la Capital Federal -con sus 80 años a cuestas y con un carácter cascarrabias y particular- quien termina ofreciendo a un jóven vecino, estudiante de medicina que está a punto de regresar a su provincia por falta de dinero para costearse sus estudios y subsistir en Buenos Aires, una temporada de alojamiento en su modesto departamento. Con la posibilidad de seguir sus proyectos en la gran ciudad, Marcelo, su joven vecino, aceptará el alojamiento "gratuito" teniendo que "pagar" en contraprestación con momentos diarios de conversación con la anciana solitaria: a cambio de casa y comida, ella sólo necesita alguien para charlar. La historia narra el lento acercamiento que surge del cruce de las vidas de los dos personajes, obviamente con vivencias y universos completamente diferentes y no solamente por un tema generacional. El guíón privilegia el detenerse con rigurosa observación dentro del microcosmos de cada uno de ellos, lo que dificulta encontrar momentos de acción en la trama y resiente el interés a través de sus extensos 110 minutos, con dificultad en ir encontrando un crecimiento dramático a medida que se desarrolla. Evidentemente, Meza hizo una apuesta fuerte en las actuaciones y evidentemente "La vieja de atrás" gana interés básicamente por la composición exhaustiva y detallista que hace Adriana Aizemberg de Rosa, revalidando de esta forma nuevamente su enorme talento para encarar cualquier papel. A su lado, Marcelo está compuesto en cuerpo y alma por Martín Piroyansky quien da en el tono preciso del joven dubitativo que soporta estoicamente los torrentes verbales de Rosa, quien al haber encontrado un compañero de charlas, lo abarrota de diálogos que quizás no conducen a ninguna parte, pero que para ella, son la fuente de su vida cotidiana, de su vitalidad. Más allá de estas dos composiciones sobresalientes, la historia no tiene mucho más para contarnos, incluso no termina de delinear exactamente lo que quiere lograr de sus personajes secundarios, depositando en algunos de ellos una cuota de incógnita que finalmente no se termina de resolver. Todo el peso del éxito de la propuesta recae en las actuaciones brillantes de Aizemberg y Piroyansky y en la firmeza del director para transmitir climas y sentimientos profundos de dos vidas tan opuestas. Faltó encontrar un poco de síntesis en lo que quería expresar y jugar un poco con las nuevas formas que tienen los guionistas de hoy de presentar y contar una historia, sin aferrarse tanto a un esquema de cine más tradicional que tampoco aporta demasiada vitalidad a la trama desde lo estético. Sin embargo, "La vieja de atrás" cuenta a su favor con excelentes actuaciones y nos permite asomar a un universo no muchas veces transitado por el cine nacional. Pero no hay mucho más que eso....