La presencia de la actriz argentina Luz Cipriota (Naturaleza muerta [Gabriel Grieco, 2014]; Luis Miguel, la serie [2021]) en la última película de Woody Allen –aunque con un personaje brevísimo, genérico, sin nombre– puede marcar el estado de emergencia de casting en el que se encuentra la carrera del director neoyorkino, en franco e irreversible declive desde que éste se viera obligado a dedicarle más horas a sus abogados que a su terapeuta. En España, donde se rodó Rifkin’s Festival, todo es menos imposible para los argentinos. Al menos hay más posibilidades que en Hollywood. Incluso hay más que en Nueva York, la sede originaria de Hollywood antes de que los fundadores de la Meca fueran a Los Angeles en busca de un mejor clima, tanto atmosférico como impositivo; Nueva York es Hollywood sin sol ni desierto, suplidos por rascacielos y taxis. Y la escenografía de la casi totalidad de la obra alleniana. Allí, en ese microcosmos elitista que muchos estados de los Estados Unidos se obstina en reconocer como parte del país, reinó Woody Allen desde fines de la década de los sesentas, cuando era una estrella de las columnas satíricas en medios gráficos al mismo tiempo que ascendía en el mercado de pases del agitadísimo y competitivo mundo de la comedia stand up, hasta hace tan pocos años que podríamos contarlo por meses: Wonder Wheel, del 2017, fue la última película de Woody Allen en estrenarse sin obturaciones de nubes sensacionalistas en el horizonte. A partir de Un día lluvioso en Nueva York, estrenada al año siguiente, la nueva etapa de tránsito pesado jurídico en la vida de Allen no pudo disociarse más de su obra: la última película que Allen filmó en su ciudad natal, su casa-cuna imbatible, su alter ego urbano, su diégesis narrativa inamovible, llegó a los cines acompañada en un sidecar por el comentario oportunista del imberbe insoportable y sobrevalorado de Thimothée Chalamet respecto a su arrepentimiento de haber trabajado con Allen, acto de contrición que manifestó, por supuesto, no con una negativa antes de sumarse al rodaje, como hubiera sido verdaderamente honorable, sino una vez finalizada la película, quedándose con todo: con el dinero del sueldo y con dos prestigios simultáneos: el de haber participado en la filmografía de Allen (en ese entonces seguía siendo prestigioso) y el prestigio a posteriori de artista sensible, el que le dio su rémora de conciencia, probablemente dictada al oído por sus representantes. Por eso el estreno de Rifkin’s Festival es casi un milagro. Hoy. Quizás se deba a que Allen siempre fue local en Argentina, que tiene un público intelectual amplio, sumado a la modalidad wannabe del argentino medio pelo que aspira a la ciudadanía neoyorkina comprando ropa cara por Mercado Libre. El milagro sería completo si Rifkin’s Festival fuera una película excitante y glamorosa, como lo fue Medianoche en París, la última obra maestra de Allen (Blue Jasmine es grandiosa, pero debido al soliloquio psíquico de Cate Blanchett), y, de alguna manera, su canto de cisne vincular en lo que respecta a sus espectadores. A partir de aquí, “el sueño terminó” como terminó el Clan Manson con el Flower Power. En la actualidad, Allen proyecta la preproducción en París. De vuelta a París, donde sigue siendo local, como en el resto de Europa. Ignoramos con qué reparto contará esta vez. No faltarán franceses. Como Louis Garrel en Rifkin’s Festival, que interpreta al estereotipo del joven director de cine-estrella insufriblemente ensoberbecido por el apoyo crítico. Garrel, que interpreta al vanidoso Philippe como si él mismo lo fuera, con luz odiosa propia, le quiere robar la esposa a Wallace Shawn, que es Rifkin, que es marido de Sue, interpretada por la gran Gina Gershon, una de las actrices con talento nato y cinegenia más sexys de las últimas tres décadas, apriorismo lúbrico que la privó de protagonizar otro tipo de roles que no sean mujeres-vampiro, viudas negras fatales o ígneas y leales socias del crimen. La prueba de su condición de víctima de una falocracia sistémica es la reducción de su momento de gloria a apenas dos películas, consecutivas, de temática sexual: Showgirls (1995), de Paul Verhoeven, y Bound (1996), de Lana y Lilly Wachowski. Para decirlo tajantemente, lo más grande en esta película de Woody Allen es la presencia generosa de Gina Gershon, que seguramente no habría sido casteada o siquiera convocada para la ocasión si Allen estuviera en la cima del carisma industrial, y no en el sótano de los insultos callejeros. Al borde de cumplir sesenta años –en junio del 2022–, Gershon, si bien esgrime su talento frente a un personaje calculador, por infiel, le arrebata el centro de foco al resto de sus compañeros con la fibra sensual de una piel que empieza a ajarse por la experiencia, una boca con avidez de salivación erógena no habitual y una mirada que rubrica un linaje de voluptuosidad y desapego romántico; Gershon es así desde que debutó como una bailarina no acreditada en Beatlemanía (1981). El paso del tiempo en el cine se cronometra con el mapa dibujado en los pergaminos faciales de las estrellas. Rifkin’s Festival está entre lo menos estimulante de la obra de Allen. Pero la escasez de estímulos en la obra de Allen, como es sabido, significa un acopio mayor de estímulos que los aportados por los estrenos estruendosos que vampirizan la cuota de pantalla en la alarmantemente mediocre actualidad de la programación de cines comerciales. Al esplendor hormonal cuasi-sexagenario de Gershon, podemos añadir el homenaje blanquinegro a El séptimo sello, una de las obras más representativas del legendario cineasta Ingmar Bergman. Allen se inclina ceremonialmente ante el maestro sueco y lo viste a Christoph Waltz de la Muerte; pese a ser un homenaje a un cineasta no caracterizado por el sentido del humor, la escena con Waltz es hilarante y pertinente y remite al viejo Woody Allen cinéfilo, el de los setentas. En la película de Bergman, la Muerte era un aguafiestas que venía a liquidar con todo; en Rifkin’s Festival la Muerte luce igual, pero es comprensible, humana, un poco holgazana y, si le respondés sabiamente, no sólo te deja ganar el partido de ajedrez, sino que hasta te aconseja sobre el amor.
Woody Allen siempre parece tener una nueva historia en su tintero. Esta vez el cineasta se aleja de las calles de Nueva York para llevarnos de paseo por San Sebastián, donde el amor, el cine y el arte se encuentran en RIFKIN 'S FESTIVAL. La sinopsis oficial grita Woody Allen por donde la mires: "Un matrimonio norteamericano acude al Festival de Cine de San Sebastián y quedan atrapados por la magia del festival, el encanto de España y del cine. Ella tiene un romance con un director de cine francés y él se enamora de una bella española". La película es eso, sin muchas vueltas, y suma una nueva historia de crisis existencial de pareja a la filmografía del director… pero ¿es simplemente “una más” o logra destacarse? El elenco está encabezado por Wallace Shawn (“Melinda y Melinda”, 2004), quien colabora nuevamente con Allen (ahora en un rol protagónico) interpretando a Mort Rifkin, un ex profesor de cine que sueña con escribir una gran novela. Shawn es un gran actor, lamentablemente encasillado como actor secundario, que aquí hace uso de su sensibilidad y humor para llevar adelante la película. La dupla protagónica la completa Gina Gershon, como su sensual y atareada esposa, y a lo largo del filme vemos varias caras conocidas del cine español (incluida una participación del genial Christoph Waltz). Mort Rifkin constituye un nuevo alter ego de Allen, un hombre neurótico y apasionado que usa su travesía por la ciudad para escapar de sus problemas. El protagonista a su vez se debate sobre el cine como arte vs. el cine como mero entretenimiento, entendible preocupación en tiempos de Spiderman. En la película se dice que “Los amantes del cine somos bichos raros con otra mirada del mundo. Todo nos remite a alguna película, algún diálogo, una música”. A esos bichos raros (que encima todavía preferimos ver estos filmes en el cine) parece hablarnos Allen. Por momentos el personaje de Mort recurre a su fantasía, donde la imagen se torna blanco y negro y se generan diversos homenajes al cine clásico europeo tenidos de un aire de parodia. No faltan ‘El ciudadano Kane’, ‘8 y ½’ de Fellini, ‘El ángel exterminador’ de Buñuel, ‘Persona’ de Ingmar Bergman, entre otros. Si bien el recurso está lejos de ser novedoso, estos minutos le dan un aire fresco a la acción y logran sacar más de una sonrisa. Sería errado intentar separar la última etapa de la carrera de Allen de su vida privada ya que eso impacta en la calidad de su trabajo. La búsqueda por financiación y distribución no le está siendo nada fácil. En esta ocasión eligió San Sebastián como locación porque Mediapro puso ‘rodar en España’ como condición para financiar la película. Esto se nota en el largometraje en los momentos que el bello trabajo de fotografía se ensucia al asemejarse a un programa turístico, sin por eso dejar de regalarnos increíbles imágenes de la ciudad cargadas de la identidad del director. Respondiendo el interrogante que planteé al comienzo de la review, creo que a pesar de que sus trabajos más notables parecen haber quedado atrás, es injusto decir que esta película es “una más” cuando en realidad es “una menos” de un director que increíblemente a sus 86 años sigue eligiendo poner en marcha su creatividad y amor por el cine para regalarnos nuevas historias. RIFKIN 'S FESTIVAL es una película ejecutada con mucho oficio y fiel a su estilo. Por Matías Villanueva
Un Woody Allen en piloto automático que se repite a cada instante. En esta comedia rememora a varios de sus formadores con su clásica postura snob. Se aleja de sus trabajos más inspirados, pero no deja de ser una alternativa dentro de la oferta actual.
La vida del cine Durante el nuevo milenio Woody Allen dejó de lado toda pretensión de verdadera novedad y se dedicó a una suerte de ceremonias cinematográficas autoindulgentes de resistencia en medio del generoso vacío ya no sólo de lo que el séptimo arte contemporáneo tiene para ofrecer sino de la cultura global en general, esa que muy de vez en cuando nos entrega una obra mínimamente valiosa y que nos satura con basura que viene desde todas las vertientes del espectro industrial, desde el mainstream inflado de siempre hasta un indie cada día más castrado que pareciera que lo único que desea es, precisamente, trepar cuanto antes al nivel del mainstream para también someterse a la lógica de la uniformidad y la repetición ad infinitum de las mismas fórmulas reincidentes. Al ver una película como El Festival de Rifkin (Rifkin’s Festival, 2020) uno comprende que Allen extraña tanto la heterogeneidad y la riqueza de antaño como los grandes autores individuales europeos de mediados del Siglo XX, esos que hicieron madurar al cine llevándolo a la comarca de los adultos pensantes y suprimiendo tácitamente los “finales felices” del Hollywood Clásico, uno que provocó que generaciones y generaciones de norteamericanos viviesen engañados y creyeran que la vida real es de hecho como en las películas más acartonadas, estúpidas y maniqueas del acervo estándar de los grandes estudios yanquis. Aquí el querido director y guionista recupera sus latiguillos y obsesiones con el objetivo de por un lado pegarle a rasgos atemporales del entramado productivo y de las muchas vidas vinculadas al cine, como el narcisismo y la banalidad de ciertas estrellas, directores y hasta periodistas, y por el otro lado ridiculizar la enorme hipocresía de hoy en día en materia de realizadores de cuarta que la van de genios y en realidad constituyen otra estafa conservadora más entre tantas de la actualidad, amén de unos festivales de cine que dicen seguir defendiendo el arte por sobre el negocio cuando en la praxis ocurre lo contrario ya que la taquilla y la vanidad tragicómica instauran las reglas. La trama sigue los patrones retóricos predilectos de Woody y nos presenta el devenir de un profesor de cine veterano y escritor frustrado llamado Mort Rifkin (Wallace Shawn), señor que siempre quiso publicar una novela eterna a lo Fiódor Dostoyevski y que le relata a su ignoto analista (Michael Garvey) su reciente viaje al Festival Internacional de Cine de San Sebastián con vistas a acompañar a su esposa Sue (Gina Gershon), una agente de prensa unos años menor que representa a varios artistas pero parece dedicar todo su tiempo a un director de cine de pacotilla, el francés Philippe (Louis Garrel), el cual estrena en el festival su nueva y muy alabada película, La Guerra es el Infierno, y viene de un escándalo público porque embarazó a la esposa de un importante ministro galo. Pronto se hace evidente que Sue está enamorada de Philippe y ello le coloca otro clavo al ataúd del matrimonio, una pareja que está en crisis desde hace tiempo al punto de que Mort también pretende buscar el amor por otras regiones y mientras su esposa comparte el festival con su cliente, Rifkin empieza a salir con una hermosa médica española a la que conoce cuando la visita por un dolor en el pecho que resulta inofensivo, Joanna “Jo” Rojas (Elena Anaya), fémina a su vez casada con un pintor bohemio que la engaña, Paco (Sergi López), con el que mantiene una relación conyugal abierta que en la praxis derivó en la frustración de ella y en la felicidad egoísta de él. Apodado “El Grinch” por Philippe en referencia al célebre personaje creado por Theodor Seuss Geisel alias Dr. Seuss, Mort defiende a los maestros europeos de antaño mientras el francés prefiere el Hollywood muchísimo más light de La Adorable Revoltosa (Bringing Up Baby, 1938), de Howard Hawks, Qué Bello es Vivir (It’s a Wonderful Life, 1946), de Frank Capra, y Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, 1959), de Billy Wilder, planteo que conduce a su eventual separación de Sue y la imposibilidad de formar un nuevo vínculo con Joanna debido a que la susodicha continúa prendida del triste vividor de Paco. El Festival de Rifkin es uno de los films más redondos, coherentes, entretenidos y cinéfilos que haya entregado Allen en mucho tiempo, en términos concretos hoy retomando aquel paradisíaco contexto español de Vicky Cristina Barcelona (2008), los dardos sarcásticos al culto a la celebridad y al ecosistema de los artistas de Broadway Danny Rose (1984) y Celebrity (1998) y desde ya las ironías acerca de los festivales de cine, su fauna variopinta y especialmente los realizadores de Recuerdos (Stardust Memories, 1980) y La Mirada de los Otros (Hollywood Ending, 2002), esta última permitiendo un punto de comparación porque a principios del Siglo XXI Woody todavía creía en una partición tajante y atemporal entre directores europeos y sus homólogos estadounidenses en materia del sustrato más adulto y pesimista de los primeros en contraposición con la idiosincrasia aniñada y baladí de los segundos, recordemos para el caso que el cineasta que se quedaba ciego en aquella, Val Waxman (el propio Allen), terminaba creando una película que resultaba un fracaso en Estados Unidos y un hit en Francia, no obstante en El Festival de Rifkin el nihilismo cuenta con un alcance universal y ya no se salvan de la mediocridad ni siquiera los europeos, cuya risible idiotez se confunde con la de los paisanos del protagonista. Una vez más tomando como molde principal a la comedia dramática de enredos acerca de la crisis de la vejez, las frustraciones superpuestas del corazón, los desvaríos creativos, la antítesis entre arte y lucro capitalista y un desencanto cada vez mayor para con el espantoso mundo en el que vivimos, el neoyorquino aquí se sirve del genial y poco apreciado en su justa medida Wallace Shawn para edificar otro de sus álter egos hipocondríacos, ultra cultos, verborrágicos e histéricos como ya hiciese en el pasado con Jesse Eisenberg, Larry David, Jason Biggs y Kenneth Branagh, entre muchos otros que aceptaron la siempre difícil responsabilidad de sustituir al artífice máximo en un papel decididamente concebido a su imagen e hilarante semejanza. Aprovechando la nacionalidad del Philippe de Louis Garrel, él asimismo director e hijo del afamado Philippe Garrel, el norteamericano le dedica loas a la Nouvelle Vague que se suman a su cariño infinito hacia Ingmar Bergman y Federico Fellini y a graciosas parodias/ homenajes directos a películas como El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, El Ángel Exterminador (1962), de Luis Buñuel, Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), de François Truffaut, Un Hombre y una Mujer (Un Homme et une Femme, 1966), de Claude Lelouch, 8½ (1963), del gran Fellini, y finalmente una trilogía antojadiza de obras maestras de Bergman, El Séptimo Sello (Det Sjunde Inseglet, 1957), Cuando Huye el Día (Smultronstället, 1957) y Persona (1966), todo a través de secuencias en blanco y negro que toman la forma de sueños, fantasías o hasta simples ideas del personaje de Shawn, como decíamos antes un intérprete estupendo que es ayudado por la semi frialdad de Gina Gershon y Garrel y por la sensibilidad extasiada de los maravillosos Sergi López y Elena Anaya, ésta recordada por Frágiles (2005), de Jaume Balagueró, Cuenta Atrás (À Bout Portant, 2010), de Fred Cavayé, y La Piel que Habito (2011), de Pedro Almodóvar. Apoyada además en la belleza de San Sebastián y la Bahía de La Concha y en el sublime desempeño de Stephane Wrembel en la música incidental y los arreglos de composiciones ajenas y el mítico Vittorio Storaro en lo que hace a la fotografía, toda una leyenda y quizás el mejor profesional de la historia del cine en lo que al rubro se refiere, El Festival de Rifkin es en simultáneo una carta de amor a un tiempo desaparecido, el de los grandes cineastas con pretensiones vanguardistas y/ o disruptivas, y un estudio humanista pero no menos meticuloso sobre la oquedad de un presente cultural/ artístico/ simbólico que achata aquella experiencia enriquecedora de antaño para transformarla en un envase superficial y ya carente de garra y peso discursivo propio por fuera de la mera cita…
Woody Allen vuelve una vez más sobre sus obsesiones, revisita sus propias neurosis y las expone dentro del mundo del cine, en medio de un festival en donde pululan productores, agentes, directores, actores y actrices, entre otros tantos profesionales del séptimo arte y así como en “Hollywood ending / La mirada de los otros” situaba toda la acción haciendo centro en el Festival de Cannes, en “RIFKIN’S FESTIVAL” se pasea por el Festival de San Sebastián y así como ha visitado Roma, Manhattan, Barcelona y París, ahora nos pasea por una de las ciudades más deslumbrantes del país vasco. Apenas abre la película, sabemos que el alter ego elegido para Woody en esta oportunidad es Mort Rikfin (Wallace Shawn) un profesor de cine que visitará el festival para acompañar a su esposa (Gina Gershon) quien deberá trabajar allí, acompañando a un director en ascenso (Philippe, a cargo de Louis Garrel) con quien Mort presume que ella tiene un romance. Cuando Shawn aparece en pantalla podremos adivinar que después de haber fracasado con la elección de Colin Firth en “Magia a la luz de la luna”, o haberlo logrado sólo parcialmente con Jesse Eisenberg en “Café Society” o Joaquin Phoenix en “Hombre Irracional”, nuevamente Woody ha encontrado al actor ideal para hacer de él mismo y desgranar sus rumiantes pensamientos sobre religión, las mujeres, la pareja, la fidelidad y los fracasos e infelicidades matrimoniales, además de la infaltable presencia de la hipocondría, las enfermedades y la muerte, absolutamente omnipresentes, en diversas formas, en toda la filmografía alleniana. Si bien los abundantes y sobrecargados diálogos no aportan ninguna mirada demasiado novedosa Woody encuentra, en este caso, un nuevo artificio para deslumbrarnos: recorrer algunas de las escenas más clásicas de la historia del cine, recreadas en un radiante blanco y negro a través de los sueños de Mort, desplegando una idea lúdica y creativa que oxigena este último trabajo de Allen y lo hace diferente a sus últimas películas. “RIFKIN’S FESTIVAL” es un verdadero goce cinéfilo, ambientada en el contexto del vértigo de un festival de cine, desnuda a la industria cinematográfica y rinde un profundo homenaje a directores que han dejado su marca personal en la historia del séptimo arte: así desfilan los nombres de Rohmer, Fellini, Godard, Bergman, Pasolini, Bertolucci, Lelouch, Buñuel entre tantos otros y se recrean icónicas escenas de “El Ciudadano/Citizen Kane” “Jules et Jim” “Persona” “Amarcord” o “Sin Aliento” –destacándose un mano a mano con Christoph Waltz a la manera de “El séptimo Sello”-, citándose inclusive a sí mismo cuando aparecen referencias indirectas a sus trabajos como “Interiores” “Crímenes y Pecados” o “Recuerdos/Stardust Memories”. Una vez más por medio del humor, la sátira y el sarcasmo, Woody se debate en la dicotomía entre “cine comercial hollywoodense vs. Cine europeo de autor” como si fuese imposible combinar lo autoral con lo comercial, la taquilla con un cine de calidad o la maquinaria de Hollywood versus el cine de autor. Así como se ha enamorado de otras ciudades, en esta oportunidad los paseos por San Sebastián son realmente deslumbrantes donde Woody se da el gusto de tener en su elenco a figuras españolas de trayectoria internacional como Elena Anaya, Sergi López y cuenta con las participaciones de Natalie Poza, y los televisivos Enrique Arce (“La casa de papel”) y Georgina Amorós (“Vis à Vis” “Élite”). Allen logra que “RIFKIN’S FESTIVAL” se separe ampliamente del pelotón de sus últimas creaciones porque aun cuando vuelve a los problemas de pareja, los amores contrariados, el deseo no correspondido y la pulsión sexual que rodea todos sus relatos, tiene un aire festivo, fresco y novedoso a través de los homenajes que realiza, con esta nueva mirada que vuelve los pasos sobre aquella “Hollywood Ending” pero ente caso se distancia de aquella ceguera para adentrarse en los problemas de corazón de su personaje en el sentido más literal y más metafórico de la palabra. Las ruedas de prensa, los productores, los críticos y una mirada divertida pero profunda sobre la concepción del arte en general y del mundo del cine en particular, hace que neurosis allenianas mediante, volvemos a disfrutar de los grandes clásicos del cine de autor, de la mano de uno de los cineastas más prolíficos y destacados de su generación como es el gran Woody que vuelve a brillar en esta comedia ideal para los cinéfilos empedernidos.
Una vez más España será el escenario para que Woody Allen despliegue su verborragia en “Rifkin’s Festival”, producción que esta semana desembarca a los cines argentinos con un elenco de estrellas que incluye a Gina Gershon, Louis Garrel, Elena Anaya, Sergi Lopez, Christoph Waltz, nuestra Luz Cipriota y Wallace Shawn, que oficiará, cuándo no, de alterego de Allen. A diferencia de sus propuestas anteriores, en donde había una exploración mucho más aceitada de los vínculos afectivos y encuentros casuales, el freno que se ha impuesto el mismo, para evitar seguir en el ojo de la tormenta, lo llevan a explorar, como en este caso, el universo de los Festivales de cine, y, adicional, realizar un bello homenaje a clásicos de la historia del séptimo arte. Mort (Shawn), un profesor de cine, llega a San Sebastián, acompañando a su mujer (Gerson), quien oficia de representante y publicista de la estrella francesa Phillippe (Garrel). Ante las sospechas que Mort posee sobre un posible romance entre ambos, sus días en San Sebastián terminaran acercándolo a una misteriosa mujer (Anaya), con quien compartirá sus impresiones y deseos. Entre esos dos universos, el físico y real, del Festival, con sus funciones, ruedas de prensa, y belleza particular, y el onírico, en donde son “recreadas” escenas de clásicos como «Citizen Kane», «Jules et Jim», «Amarcord», «Persona», «El séptimo sello», para dar cuenta de las neurosis de Mort, «Rifkin’s Festival» termina por configurar su narrativa, sin sobresaltos, a paso firme y seguro. Allen, además, realiza una dura crítica, solapada de celebración, sobre el cine, los festivales, la prensa especializada, los productores, y demás. Ya en la primera escena se disparan sentencias como “los festivales de cine no son lo que solían ser”, o sobre cómo él “enseñaba el cine como arte, a los grandes maestros europeos”, o en ese pasaje en donde un productor le dice a una blonda y esbelta mujer “en mí nueva película sobre el juicio de Eichmann serías perfecta para interpretar a Hannah Arendt”. Un Woody Allen más melancólico, nostálgico, pensante sobre aquello que ya no es más pero que igualmente ofrece, lejos, algunos pasajes bellos rememorando a esos grandes directores europeos que lo y nos formaron.
Hasta hace unos años el estreno de una película de Woody Allen era un acontecimiento en buena parte del mundo, sobre todo en Europa y Sudamérica -en Estados Unidos nunca logró convencer al gran público-, pero los problemas de su vida privada y el cambio de época fueron relegando la carrera del director neoyorquino. Estos conflictos hicieron que muchas de las estrellas que apenas cobraban un cachet simbólico para participar en cualquiera de sus sus films, poco a poco dejaron de tener interés e incluso manifestaron su rechazo a que se los asociara al director de películas inolvidables como Manhattan, Hannah y sus hermanas, Annie Hall, Crímenes y pecados, Maridos y esposas, entre muchas otras. Esta situación hizo que además, las fuentes de financiación para sus proyectos se fueran reduciendo drásticamente y Woody Allen no tuvo más remedio que salir al mundo y hacer películas “por encargo” en Roma, Londres y París, con recursos de productores locales que pusieron como condición de que los relatos transcurrieran en esas ciudades. Así es como la historia de Rifkin’s Festival se desarrolla en San Sebastián, sede del festival de cine más importante de España y uno de los certámenes top del mundo. Por supuesto que la ciudad vasca es protagonista de la película, un envase hermoso que contiene un relato que gira en torno a las obsesiones de Allen, es decir, los mismos temas de siempre aunque hay que decirlo, sin la originalidad de otras épocas. Porque el protagonista es Mort Rifkin (Wallace Shawn), un hombre maduro, profesor de cine retirado, empeñado desde hace años en escribir una novela única. Mort está casado con Sue (Gina Gershon), una jefa de prensa que tiene por delante encuentros con periodistas, cócteles, cenas y todo tipo de reuniones para potenciar a su principal cliente, Philippe (Louis Garrel), un joven realizador que pretende que su película sirva para solucionar el conflicto árabe-israelí (¿?). Así que mientras el eterno escritor novel sospecha con razón que su esposa tiene un romance con el director es ascenso, somatiza y empieza a tener todo tipo de dolencia menores que son atendidas por Jo (Elena Anaya), una médica española de la que por supuesto, Mort se enamora casi al instante. Entre las postales de Donostia que son una maravilla y que ni necesitan la fotografía extraordinaria de Vittorio Storaro, el desarrollo un tanto esquemático del mundillo de los festivales como contexto, los homenajes a Ingmar Bergman en El Séptimo sello (juego de ajedrez incluido y la muerte a cargo de Christoph Waltz), François Truffaut, Federico Fellini, Jean-Luc Godard y Luis Buñuel; la habitual culpa alleniana, junto con las consabidas infidelidades (o al menos la intención) y las reflexiones sobre lo absurdo de todo, Rifkin’s Festival transcurre, no deja huella pero tampoco molesta. Y sí, tal vez genere la reflexión sobre la obra de Allen -y de cualquier creador- que en el caso de que no haya más para decir, ya es tiempo de dar un paso al costado. RIFKIN’S FESTIVAL Rifkin’s Festival. España/Estados Unidos, 2020. Guion y dirección: Woody Allen. Elenco: Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Louis Garrel, Christoph Waltz y Sergi López. Música: Stephane Wrembel . Fotografía: Vittorio Storaro . Edición: Alisa Lepselter. Distribuidora: Digicine. Duración: 92 minutos.
Llega a las salas de cine la última película de Woody Allen. Se podrá ver en todas las salas de cine a partir del próximo jueves 20 de enero. Al igual que antaño, cuando se canso de ser rechazado en América, cruzó el charco, específicamente a España, para rodar “Rifkin ‘s Festival”. Apostando por los amores equivocados y denotando el imparable paso del tiempo y como este genera cambios. Una pareja estadounidense viaja al Festival de San Sebastián. Ella debe trabajar como encargada de prensa del director francés del momento. El sospecha que ella la engaña y por esta razón la acompaña hasta España. Pero sus preocupaciones pasan rápidamente a segundo plano, cuando conoce a una joven doctora que comparte sus exigentes gustos. Todo mientras observamos varios homenajes a las clásicas películas de los grandes directores europeos: Fellini, Godard, Bergman y Truffaut. Como en muchos de los personajes escritos por Woody Allen, Rifkin refleja varias de sus preocupaciones personales. El hipocondrismo, miedo a la muerte, amor por el cine clásico o la preferencia del cine arte sobre el comercial. Por lo tanto, podríamos definir al protagonista como un snob, judio de clase media, de edad avanzada, el cual no se reconoce como tal. Lo cual no solo le traerá problemas para socializar en las reuniones sociales, sino que además sus relaciones afectivas también serán víctimas. Sumándole a todo esto una serie de discusiones dialécticas entre las grandes obras del cine clásico y las nuevas obras magnas del hoy. Achacándole a las nuevas exponentes, la intención de lograr ganancia y éxito comercial,en lugar de una búsqueda artística que no intente complacer al espectador. Al tiempo que se muestra como en sus inicios, el cine americano encontraba su inspiración en el revolucionario cine europeo. Aunque ahora los roles se intercambian y los europeos tratan de empapar sus películas con los rasgos taquilleros de la industria americana. Una película más, aunque correcta, en la amplia filmografía de Woody Allen. “Rifkin’s Festival”, se convierte en una sesión de terapia para el director. Al igual que su protagonista, utiliza a los espectadores como testigos de aquellas molestias que lo acomplejan. Sin duda Wallace Shawn realiza espléndidamente su trabajo. Pero en ocasiones, si uno no tiene nada importante para decir, es mejor no decir nada. O, más acorde, no hacer una película.
Rodada en San Sebastián, la película 49 del realizador neoyorquino vuelve sobre los problemas románticos de un escitor y cineasta frustrado. Con Wallace Shawn, Gina Gershon, Louis Garrel y Elena Anaya. Por más que uno quiera, es imposible separar lo que está sucediendo en la vida real de Woody Allen con las películas que realiza. No me refiero acá, estrictamente, a los controvertidos temas que se discuten respecto a su vida privada y cómo esos aparecen, o no, en sus ficciones. Sino a la propia existencia de su cine hoy, a las limitaciones que tiene a la hora de producir y filmar. Por los motivos conocidos y ampliamente debatidos, Allen está casi «exiliado» cinematográficamente en los Estados Unidos: no hay compañía que quiera distribuir sus nuevos films en salas o en plataformas, no tiene donde conseguir dinero para hacerlas, hasta muchos actores que antes se desvivían por trabajar por un sueldo mínimo con Allen hoy lo rechazan y hasta en algunos casos se arrepienten públicamente de haber filmado con él. ¿Qué posibilidades reales tiene de hacer el cine que quiere? Pocas, evidentemente. Una de ellas, que ya usó en el pasado pero por otros motivos, es la de aceptar invitaciones de productoras y de países que, por decirlo de algún modo, no lo han «cancelado» e irse a filmar allí. Décadas atrás lo hizo con VICKY CRISTINA BARCELONA, MEDIANOCHE EN PARIS y DE ROMA CON AMOR, entre otras. Y RIFKIN’S FESTIVAL, una coproducción española e italiana íntegramente filmada en San Sebastián, es un regreso, obligado, a esos formatos. Pero las circunstancias son muy distintas y da la impresión, viendo la película, que lo que Allen hoy puede hacer es lo opuesto a lo normal en un escritor/realizador: pensar ideas a partir de las condiciones de producción y no al revés. No sé si Allen tenía el germen de la historia de RIFKIN’S FESTIVAL de antes o si la armó sobre la marcha a partir de la idea de hacer una película con el marco del Festival de San Sebastián. Lo cierto es que, viéndola, se nota que es un trabajo limitado por las circunstancias, una suerte de entremés de rápida resolución y ligera digestión que bien podría –considerando la ciudad en la que transcurre– compararse a comerse unos «pintxos» al paso en algún bar de la ciudad vieja con una caña. Aunque, convengamos, estaríamos hablando de unos bocadillos que vieron tiempos mejores y que ahora están, por decirlo de algún modo, un poco rancios… En una ciudad que es bellísima y que no necesitaba estar sobreiluminada y convertida en tarjeta postal por Vittorio Storaro como lo está aquí, RIFKIN’S FESTIVAL narra el viaje de Mort Rifkin (Wallace Shawn) al Festival de San Sebastián acompañando a Sue (Gina Gershon), su esposa, que se encarga de la prensa de películas que estarán allí. Rifkin es un académico, ex profesor de cine, estudioso y fanático de los grandes autores europeos y asiáticos que asegura que «los festivales ya no son lo que eran» y que el cine que ahí se presenta tiene apenas una pátina de prestigio pero está pensado básicamente desde lo comercial. El suyo es un análisis bastante certero y lo que Allen hace aquí, por un lado, es tratar de mostrar el mundo que rodea a los festivales como uno bastante falso, lleno de personas que hablan de dinero y que se relacionan de una manera puramente especulativa y banal. El principal «cliente» de Sue es Philippe (Louis Garrel), un director francés pedante y pretencioso que está haciendo una película sobre el conflicto israelí-palestino con la que, dice, espera ayudar a solucionarlo. Pero el problema principal de Mort es que Sue no solo se la pasa todo el día con este joven y apuesto cineasta sino que todo parece indicar que algo más hay entre ellos. Solo, frustrado y un tanto aburrido, Rifkin va y viene por la ciudad hasta que una molestia física lo lleva a consultar a un doctor local. El doctor en cuestión es, para su sorpresa (se ve que le cuesta a Allen imaginar algo así), una mujer. Y muy atractiva. Interpretada por Elena Anaya (la actriz de LA PIEL QUE HABITO), Jo lo atiende muy amablemente y él queda prendado de su belleza y su calidez. A tal punto que, para matar su aburrimiento y su fastidio con su mujer y con el mundo que rodea al festival, empieza a poner cualquier excusa para visitarla una y otra vez. En paralelo a los paseos turísticos que Allen/Rifkin hace por Donosti y alrededores –recorridos que, a los que vamos habitualmente al festival y ahora no podemos hacerlo por la pandemia, nos generan una tremenda nostalgia–, el realizador inserta unos sueños cinéfilos de Rifkin en los que lidia con sus problemas en medio de escenas famosas de películas clásicas del cine de autor europeo y asiático. Usando los íconos más reconocibles de la historia del cine –cineastas de los que Allen es confeso fan–, los sueños de Rifkin recorren escenas de películas en blanco y negro de Fellini, Bergman, Truffaut, Godard, Buñuel y Renoir, entre otros, en los que aparecen sus conflictos de pareja, algunas historias familiares complicadas, su interés romántico por Jo, sus fracasos como escritor, sus miedos y sus celos. El problema de RIFKIN’S FESTIVAL es que se la siente como una película perezosa, como un primer borrador de guión (bueno, muchas de las de Allen se sienten así) en la que un montón de temas, conflictos y situaciones que el director viene planteando hace décadas en su cine tienen una vuelta más sobre el mismo eje, sin demasiada novedad en el frente. Los personajes secundarios están dibujados con un trazo gruesísimo (el de Garrel, sí, pero luego hay otros peores aún, como uno que encarna Sergi López), los diálogos tienen apenas trazos de la chispa que supieron tener algún día y ni hablar del uso casi adolescente de las escenas de cine clásico. Definirla como «rohmeriana», solo porque hay parejas caminando y hablando de amor, más que un lugar común es un exceso. Quizás lo más interesante de la película es algo que no se puede revelar acá pero que modifica (al menos un poco) uno de los temas más criticados y conflictivos del cine de Allen, que es el ligado a las brutales diferencias de edad entre los protagonistas masculinos y femeninos que tienen relaciones románticas. Tomando en cuenta que Rifkin es claramente un alter-ego del director, al menos este es uno que es (un poco) más consciente de ese hecho. Obviamente, los que quieran buscar otros detalles que les permitan hacer combinar ficción y realidad seguramente los encontrarán. A propósito o no, Allen parece dejar pistas de sus obsesiones a cada paso. RIFKIN’S FESTIVAL es un pasatiempo menor, de las películas más flojas de Allen en este último tiempo (en mi opinión, las tres anteriores eran bastante mejores, especialmente CAFE SOCIETY), de esas que parece hacer para seguir ejercitando el músculo de escribir y de filmar. En medio de la difícil situación que atraviesa quizás lo único que puede seguir haciendo es eso: conseguir dinero, escribir y filmar. Donde pueda y como pueda. Y así, hasta que la escena esa famosa de la película de Bergman le toque en suerte a él mismo. ¿Hará grandes películas en todo ese tiempo? Quizás no. Quizás sea, simplemente, su manera de sobrevivir.
A Woody Allen se lo viene castigando desde hace ya varios años (décadas) por el accionar en su vida privada más que por la calidad su filmografía. Lejos estoy de adscribir a la cultura de la cancelación y esta aclaración tiene que ver con que no hay en este texto un prejuicio animado por la dictadura de la corrección política: simplemente Rifkin's Festival me parece una de las películas más torpes, esquemáticas, remanidas, desganadas, previsibles y poco graciosas de la carrera de quien alguna vez fuera el máximo emblema de la intelectualidad neoyorquina. Desde hace tiempo a Woody (justamente por el bombardeo mediático que prácticamente ha determinado su lapidación y cancelación) se le hace imposible conseguir financiamiento y por eso ha vagado mucho por Europa para filmar en Londres, París, Roma y varias zonas de España con el objetivo de justificar con historias allí ambientadas los aportes de los productores locales. Este nuevo proyecto con The MediaPro Studio lo ha llevado ahora a San Sebastián y, más precisamente, al prestigioso festival que allí tiene sede. Mort Rifkin (Wallace Shawn), un escritor que acarrea un largo bloqueo creativo que le impide escribir una novela “a la altura de Dostoievski”, llega a ese paradisíaco enclave costero del País Vasco para acompañar a su esposa Sue (Gina Gershon), una agente de prensa que tiene mucho trabajo por delante en el marco del festival (hay un cameo del propio director de la muestra de San Sebastián, José Luis Rebordinos) y en las lujosas instalaciones del tradicional hotel María Cristina. No tardaremos mucho en darnos cuenta de que ella tiene un affaire con Philippe (Louis Garrel... ¿parodiando a su padre?), un arrogante director francés con tantas ínfulas autorales como caprichos que tiene una película en competencia, mientras que él empieza a obsesionarse cada vez más con Jo (Elena Anaya), una atractiva y frustrada médica local que está casada con un despótico y desaforado artista plástico (Sergi López). La tentación, la infidelidad y la culpa han sido temáticas recurrentes en la obra de Allen, pero su 49º largometraje es una mera acumulación de clichés en la que cada nueva escena resulta más subrayada y grotesca que la anterior, casi como subestimando a un público al que hay que darle todo digerido y sobreexplicado cuando justamente se supone que los fans de Woody tienen un nivel intelectual que les permitiría decodificar conflictos y resoluciones más sutiles, inquietantes e inteligentes. Hasta el homenaje al Ingmar Bergman de El séptimo sello, con una participación especial de Christoph Waltz, resulta obvio y frustrante. Como la experiencia general de acercarse a Rifkin's Festival.
Las carreras de varios directores de cine consisten en tocar los mismos temas una y otra vez, utilizando los mismos recursos estilísticos. Woody Allen es uno de esos autores cinematográficos que han dedicado su obra a la construcción de un universo propio, centrado en un personaje que funciona como alter ego del director y en el que los problemas amorosos se mezclan con cuestionamientos filosóficos, todo bajo una mirada humorística. Con su régimen de escribir y dirigir una película por año, la repetición en los films de Allen resulta aún más acentuada. Casi que pareciera que el público asiste a la proyección de múltiples borradores de una futura película, mejor que la que está viendo en la pantalla. Esta sensación creció en los últimos años, en los que films más sólidos (como Medianoche en París o Café Society) son una excepción entre muchos otros que parecen copias deslucidas de la obra del autor, que alcanzó su cenit en los 70 y 80. Alejarse de Nueva York, escenario principal de ese universo alleniano durante 30 años (apenas un puñado de las 30 películas que hizo hasta principios de este siglo fueron ambientadas en otros lugares), le abrió nuevas oportunidades estéticas y narrativas. Pero Allen se convirtió en un turista cinematográfico, llevándose su universo neoyorquino a Europa, donde le resulta más fácil conseguir financiación para filmar y está alejado del escrutinio de la prensa por las acusaciones de abuso sexual de su hija. La nostalgia de Nueva York se siente especialmente en Rifkin’s Festival, una nueva incursión del director en varios de los temas que le interesan: los enredos amorosos, la búsqueda del éxito profesional y la cinefilia. La belleza natural, la elegancia edilicia de San Sebastián y el glamour del festival de cine, subrayados por la fotografía de Vittorio Storaro, ofrecen un contrapunto con la situación del protagonista, Rifkin (Wallace Shawn), un escritor sumido en una crisis personal y profesional que lo hace extrañar aún más Nueva York. Mientras su esposa publicista (Gina Gershon) se acerca demasiado a su cliente, un joven y admirado director de cine francés (Louis Garrel), Rifkin se entrega a su hipocondría. Los síntomas lo llevan al consultorio de Jo (Elena Anaya), una médica que tiene sus propios conflictos. Hay varias puntas interesantes en Rifkin´s Festival que Allen no explora demasiado, ciñéndose a lo que está acostumbrado. El director sigue los pasos propios de su estilo de comedia, alimentando el diálogo de Rifkin con sentencias humorísticas, una detrás de la otra. Pero los chistes no consiguen el impacto deseado. Tal vez se debe a que hay una tristeza y melancolía inherente en la historia del protagonista que no logra borrarse con un comentario gracioso. Hay una pulseada de tonos entre lo que emana de la historia y la forma que Allen elige para contarla. Rifkin está en crisis con su profesión y con la idea de alcanzar un éxito literario, que tal vez ni siquiera le interesaba tanto. Al mismo tiempo, ve cómo su matrimonio se hace pedazos. A través de una serie de sueños nocturnos y ensoñaciones diurnas, moldeados, según sus preferencias cinéfilas, con citas a Bergman y Buñuel, analiza su pasado para poder encontrar su futuro. Claro que esta crisis puede presentarse en forma de comedia: Allen filmó obras maestras a partir de situaciones similares, pero aquí los intentos del director –incluidas las parodias de films clásicos– no son suficientes. El espectador mira y escucha pasar los intentos de comicidad, apenas sonriendo con alguna escena. La melancolía termina ganándole a la comedia y Allen no parece ignorarlo del todo; incluso la elección de Shawn como alter ego es una apuesta por un actor con un sentido cómico brillante pero también dueño de una sensibilidad que le aporta suavidad a sus papeles. Una fuente de comedia desaprovechada es el festival de cine, sus personajes y situaciones, que pueden resultar curiosas para quien no suele asistir a ellos y un chiste interno para los que conocen bien sus secretos. Sin embargo, el guionista y director apenas ensaya algunos gags superficiales, más cercanos a los prejuicios que existen sobre este tipo de eventos y sobre los cineastas, que a una mirada aguda que descubre las falsedades del mundo del cine. Detrás de todo esto hay una posición de Allen sobre el cine actual, desconectada y desilusionada. A través de Rifkin, Allen reafirma que su cinefilia está asentada en Bergman y Godard y nada nuevo puede sorprenderlo y satisfacerlo. Tal vez por eso, cada vez le cuesta más lograr esos objetivos con sus propias películas.
Ya hemos dicho que hay muchos grandes cineastas que pasaron los 70 años -o más- y siguen en actividad, y cómo algunos de ellos siguen tan pujantes como en sus comienzos. Ejemplos hay, de Martin Scorsese a Steven Spielberg. Y ya en breve ahondaremos en otros pasos en falsos que han dado figurones como Ridley Scott o Clint Eastwood, el año pasado, o Francis Ford Coppola hace ya un tiempo. Pero si hay alguien desparejo en sus últimas obras, ése es Woody Allen. Cuando rodó Rifkin’s Festival, que llega con cierto atraso a las pantallas argentinas, ya tenía al movimiento #MeToo encima, y a muchas estrellas que trabajaron con él -Kate Winslet, Timothée Chalamet, Rebecca Hall- jurando que nunca volverían a trabajar con él, tras ser acusado de haber abusado de su hija Dylan cuando tenía 7 años. Hasta ahora, el director de Manhattan fue absuelto de toda culpa. Y al escribir el guion de Rifkin’s Festival, el neoyorquino que hoy tiene 86 años parece que no escuchó ni le importa lo que digan. Como hace Quentin Tarantino, que no fue acusado de nada, pero si uno de sus personajes tiene que masacrar a una mujer, como hacía hace unos años, lo hace. Como sea, de nuevo Woody Allen vuelve sobre temas recurrentes en su filmografía, de la que Rifkin’s Festival está, claramente, entre lo más flojo. No, no solamente la neurosis, sino una relación de pareja que se resquebraja. No tanta risa Pero no es en tono dramático, porque Rifkin’s Festival pretende que nos riamos, seguramente no a carcajadas. El asunto es que sólo nos brotan sonrisas, la mejor de las veces, y un gesto de, no preocupación, pero sí de pesadumbre. O descontento Algo impensado hasta hace unos años. El Rifkin del título es un personaje que bien pudo haber interpretado -como casi siempre en sus películas- el propio Woody. Mort (Wallace Shawn) es un académico del cine y un novelista frustrado, que acompaña a su esposa al Festival de San Sebastián. La ciudad, como en su momento Barcelona, o Roma o Venecia, pagó buena parte de la producción, dándole libertad absoluta a Woody para crear lo que quisiera, y mostrar turísticamente los encantos de la ciudad vasca. Su mujer (Gina Gershon, de la lejana Showgirls) es publicista, y viaja para apoyar la presentación de la nueva película de un cineasta, joven, pretencioso y francés (Louis Garrel). De nuevo, el protagonista masculino le lleva casi 20 años a su esposa, quien también es mucho mayor que su amante. Ella lo coquetea efusivamente y disimula poco. Por supuesto que la desconfianza de Mort tiene en qué basarse, pero él, hipocondríaco como cualquier personaje de Allen, cree que debe buscar ayuda médica, y se enamora de una cardióloga (Elena Anaya, de La piel que habito, de Almodóvar). El principal problema, si es que hay uno, es que Rifkin’s Festival se desarrolla, sí, pero no arranca nunca. Los gags, para quienes somos seguidores del director de Dos extraños amantes, se adivinan antes de que algún personaje mueva los labios. Tampoco en la edición Woody se ha esforzado por agilizar el asunto, hay escenas rodadas con un solo plano, a la película le falta ritmo, humor, no ya digamos sustancia. El gran Vittorio Storaro rodó en blanco y negro las secuencias de sueños que imitan momentos icónicos de grandes cineastas, y que van de Fellini a Truffaut y a, por supuesto, Bergman. Pero eso, que podría ser una ventaja, queda como un recurso suelto, inconexo. La falta de inspiración, esta vez, le ha jugado en contra. Ah. Por si ven otra cara conocida en la pantalla, es Luz Cipriota, como la periodista que le hace una pregunta al cineasta francés en el hotel.
Es difícil y hasta extraño hacer un juicio valorativo de una película de Woody Allen hoy en día. Su figura ligada a las denuncias de abuso sexual por parte de su hija adoptiva Dylan Farrow hacen que sea bastante complicado separar a la obra del autor. Teniendo en cuenta sus últimas (y accidentadas) producciones, se puede ver como actores y actrices que actuaron en sus películas más recientes comienzan a arrepentirse de sus participaciones (más por demagogia que por verdadero arrepentimiento), como diversas productoras ya no quieren financiar sus films y otras yerbas que probablemente terminan influyendo de alguna u otra manera en sus creaciones recientes. Con esto no estoy buscando justificar sus películas, pero sí expresando lo difícil que es «valorarlas» de manera objetiva. No obstante, cabe destacar que hace varios años (incluso antes de que se reflotaran las acusaciones en su contra), Allen parece haber comenzado un camino directo hacia la repetición de ciertos elementos y a producir varias historias que carecían de la frescura que destacaban sus largometrajes más recordados y elocuentes. Algunos podrán decir que desde «Blue Jasmine» (2013) o «Midnight in Paris» (2011) que el realizador neoyorkino no hace un film memorable, e incluso algunos más duros podrán decir que su último trabajo notable fue «Match Point» (2005). Lo cierto es que hace años que parece ir produciendo películas de forma con las clásicas obsesiones verborrágicas de siempre, y buscando intérpretes que emulen sus viejas apariciones exteriorizando su habitual hipocondría, las catarsis continuas y aquellos soliloquios tan particulares que solía brindar. «Rifkin’s Festival» no es la excepción y el cine de Allen sigue andando viejos caminos, pero cada vez con menos posibilidades a nivel casting, producción y locaciones. Más allá de las limitaciones presentadas, la obra parece retomar los conflictos de siempre y las dinámicas ya conocidas que podemos ver a lo largo de toda la filmografía del director. Algunos pequeños recursos y situaciones dotan al relato de cierta originalidad (especialmente en las recreaciones de clásicos europeos) pero en líneas generales no hay nada nuevo bajo el sol. Nuevamente, la fotografía de Vittorio Storaro le da cierto carácter y distinción a la puesta en escena de «Rifkin’s Festival», al igual que en sus colaboraciones previas, dándole un estilo visual interesante, y cierto dinamismo desde la puesta de cámara que le venían faltando a las historias de Woody. La ciudad de San Sebastián es retratada de manera sublime mientras Mort Rifkin (Wallace Shawn) deambula por sus calles y mientras va reimaginando varios clásicos del cine europeo como «Sin Aliento», «El Angel Exterminador», «8 1/2», «Persona», “El Séptimo Sello”, entre varios otros films de Buñel, Bergman, Truffaut y Godard. Esto aporta cierta frescura a la comedia dramática convencional que propone, pero tampoco sería la primera vez que vemos recursos similares (hay cuestiones análogas en «Midnight in Paris» y «The Purple Rose of Cairo»). «Rifkin’s Festival» es un film correcto y disfrutable con un par de buenas ideas y varias algo anticuadas que ya vimos varias veces en la filmografía de Allen. Se puede observar algo del amor que tiene el cineasta neoyorquino por el cine (tanto por el cine clásico como por el cine europeo), pero también están presentes varios de sus fantasmas del pasado y del presente que influyen tanto directa como indirectamente en el resultado.
El turismo cinematográfico de Woody Allen La película del realizador neoyorkino filmada en San Sebastián durante el festival de cine hace un repaso por los ‘clásicos europeos’ para abordar nuevamente el conflicto existencial de pareja tan recurrente en su filmografía. Rifkin’s festival (2020) es otra interesante vuelta de tuerca que Woody Allen le da a su ya clásico relato de crisis amorosa. En esta oportunidad es Mort Rifkin (Wallace Shawn, Melinda Melinda), un ex profesor de cine quien viaja al evento cinematográfico vasco para acompañar a su mujer Sue (Gina Gershon) que se dedica a la publicidad del último film de la joven promesa Philippe (Louis Garrel). Entre celos y el intento de hacer una pretensiosa novela, el neurótico e hipocondríaco protagonista -álter ego de Allen- asiste al médico y mantiene un platónico romance con la doctora Jo Rojas (Elena Anaya). A la manera de las simpáticas comedias de Allen, Rifkin’s festival hace un recorrido turístico por la bella ciudad de San Sebastián, fotografiada con estilo idílico por Vittorio Storaro como en Café Society (2016), La rueda de la maravilla (Wonder Wheel, 2017) y Un día lluvioso en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019). El recorrido al igual que en sus otros films europeos, le sirve para describir la ciudad mientras narra la aventura amorosa del personaje principal y la posterior crisis con su pareja, aunque también para recrear escenas de los clásicos del cine europeo que van desde 8 y 1/2 de Fellini, El ángel exterminador de Buñuel, Persona de Ingmar Bergman, Jules et Jim de Truffaut y hasta El séptimo sello, también de Bergman. La cámara se tiñe de blanco y negro y entramos en esa dimensión cinematográfico que rinde homenaje -y parodia al mismo tiempo- a las emblemáticas películas. Esa añoranza por el cine de antaño se contrapone con la frivolidad y glamour del evento cinematográfico anclado en el artista en ascenso -y de dudoso talento- que promueve su mujer, y que el protagonista desprecia. Con estos elementos autorreferenciales respecto a la historia del cine y su propia obra, Woody Allen entrega otra agradable película que no tiene otra pretensión que seguir buceando con coloridos paisajes y melancólicas referencias, por sus propias inquietudes como artista: la irracionalidad del amor y el sentido de la vida.
Volvió Woody Allen, con una película que tiene dos años y que se trata de una humorada amable sobre el universo de los festivales de cine y del cine mismo. No podemos decir que se trate de una mala película (Allen tiene películas realmente pésimas y tiene, también, obras maestras; evitemos señalarlas para no enemistarnos con nadie) porque hay un placer por filmar y por registrar un lugar bello que provee un aire epicúreo a la realización. Tampoco podemos decir que sea una buena película porque muchas de sus ironías sobre el universo de las estrellas y los festivales no solo son repetidos: también son falsos. Como dijo alguna vez Louis B. Mayer: tráigannos clichés nuevos. Lo importante en todo caso es que ese gran comediante, siempre secundario en el cine estadounidense, llamado Wallace Shawn, tiene un protagónico y sabe sacarle provecho (es, como suelen serlo todos los protagonistas de las películas de Woody Allen, un avatar de Woody y de Allen). Lo demás, ligero como una pluma, dulce como un copo de azúcar, y nutritivo como el aire.
Las turbulencias de su vida privada, la ruptura de su contrato con Amazon y, finalmente, la pandemia, atentaron contra el disciplinado y casi milagroso ritmo de Woody Allen de filmar una película por año. Y aunque el gran director estadounidense, de 86 años, dice no sentirse víctima de la cultura de la cancelación, pues sigue trabajando y escribiendo (así se lo comentó al periodista Marcelo Stiletano en una entrevista reciente para La Nación), Rifkin’s festival, que se filmó en 2019 en España y recién ahora llega a nuestras salas, es su último film. Leé también: Woody Allen negó que haya cometido abusos: “Es absurdo lo que dice Dylan Farrow” Por las calles de la bella ciudad del País Vasco, en pleno festival de cine, deambula sin mucho qué hacer Mort Rifkin (Wallace Shawn). Escritor, amante el cine clásico, llegó hasta ahí para acompañar a su mujer (Gina Geershon). Ella es una agente de prensa ocupadísima, pues está a cargo de un lanzamiento protagonizado por Philippe (Louis Garrel). Un actor joven que lanza todo tipo de lugares comunes en las entrevistas y se hace tiempo para seducirla sin disimulos. Invisibilizado por el juego de seducción entre su mujer y el actor francés, que Garrel interpreta con evidente placer de jugar al estereotipo, Rifkin, alter ego de Allen, encuentra otros espacios. Y descubre que su hipocondría, que ya no interesa a su esposa, es buen pretexto para visitar a una atractiva médica de la ciudad, la doctora Jo Rojas (Elena Anaya). Que, a su vez, está infelizmente casada con un artista (Sergi López) y agradece la atención del visitante. Como Vicky Cristina Barcelona, Rifkin’s festival cruza romances destemplados con el tour por las bellezas de una ciudad española (está producida por una empresa de ese país). Pero es mucho más redonda y menos pretenciosa que aquel film, que le ganó un Oscar a Penélope Cruz. Y fluye con la liviandad, la inteligencia y la simpatía esperables, y disfrutables. Con momentos muy graciosos que tienen a Rifkin como contrapunto entre ese cine clásico que se niega a morir y la burbuja de sobrevalorados nuevos talentos. Como vehículo para la mirada de Allen: ácida, hacia el circo de los festivales de cine -en el que el personaje no ve ninguna película- y melancólica, en tanto consciente de su propio anacronismo. Anacrónico a mucha honra, parece decir Allen a través del anticuado Rifkin. Que prefiere huir hacia sus propias ensoñaciones en blanco y negro: el mundo de Fellini, de Bergman, de El Ángel Exterminador de Buñuel o del Truffaut de Jules et Jim. Es que el hombre, acaso como el director, está de vuelta. Cumple con su rol, pero no necesita quedar bien con un mundo que desprecia.
Rifkin´s Festival es la nueva película de Woody Allen, estrenada en un momento crítico de su filmografía. Luego de que las viejas acusaciones en su contra aparecieran una vez más, Amazon Studios quiso cajonear su largometraje anterior, Un día lluvioso en Nueva York (2018), lo que terminó en tribunales con una victoria de Woody Allen que recibió la indemnización correspondiente. Por ese motivo ocurrió algo raro: En el 2018 no hubo un largometraje de Woody Allen en salas. Pero si bien varios artistas salieron a condenarlo, otros los defendieron y ninguna de las nuevas acusaciones llegó a la justicia. Allen seguía con su carrera. Rifkin´s Festival se estrenó en el 2020, pero la pandemia afectó su circulación mundial. En el 2021 no hubo, una vez más, película de Woody Allen, una mala noticia para sus admiradores y para la carrera de cualquier director veterano. Entre tanta incertidumbre esta película es la suma de todos los lugares seguros para el realizador. Tiene referencias concretas y homenajes a sus films favoritos, tiene problemas de pareja, tiene una mirada misántropa del mundo, está filmada en una ciudad preciosa y el protagonista, Wallace Shawn, es uno de los actores que más veces ha trabajado con Woody Allen. Rifkin´s Festival transcurre durante el festival de San Sebastián y Allen lo filma con absoluta devoción, llenando la película de postales turísticas de la ciudad fotografiada espléndidamente por el gran Vittorio Storaro. La felicidad del entorno se siente y a esta altura queda claro que Woody Allen también busca disfrutar de la experiencia del rodaje. Pero eso no altera el guión, una clásica historia suya. Mort Rifkin (Wallace Shawn) es un profesor de cine que lleva mucho tiempo sin terminar una libro. Su mujer Sue (Gina Gershon), es la agente de prensa de un joven realizador (Louis Garrel) que está de moda y es la estrella del festival. Mort está fastidiado con el cine actual, mira con recelo la relación más que amistosa entre Sue y el joven director y, como era de esperar, tiene algunas angustias de salud. Esto lo lleva a cruzarse con una joven doctora local llamada Jo Rojas (Elena Anaya) que le hace olvidar de sus problemas físicos y le despierta un interés romántico inesperado. Los mismos personajes que Allen ha escrito desde hace más de cincuenta años. Empujado por la sensación de ser engañado, nostálgico del cine que más ama, Rifkin pasea por la ciudad con sueños de sus películas favoritas, recreadas por el propio Woody Allen, desde El ciudadano (1941) a Persona (1966) vemos escenas parodiadas y homenajeadas por el director. Siempre disfrutó Allen el hablar de sus cineastas favoritos. La parodia y la sátira fueron los modos en los cuales él eligió moverse al comienzo de su filmografía y nunca abandonó eso del todo. Como ocurrió luego de su película de quiebre, Annie Hall (1977), que lo llevó a ganar el Oscar y lo dejó en un lugar inesperado en su carrera. Allí comenzó una búsqueda entre arriesgada y caótica, como con un sentimiento de culpa por ser prestigioso que lo llevó a imitar a Ingmar Bergman en Interiores (1978) y a Federico Fellini en Recuerdos (1980). Filmó en blanco y negro varios títulos mientras seguía explorando. El desenlace de este período fue Zelig (1983) donde fue capaz de burlarse de su propia condición camaleónica, entre muchas otras cosas. No solo era una película compleja, también era muy pero muy divertida y graciosa. Algo de aquella búsqueda aparece nuevamente aquí, acompañado con otro tema recurrente: la sensación de no estar a la altura de los grandes. La lealtad y coherencia de Woody Allen es una rareza en la historia del cine. Puede que no sea uno de los grandes maestros, pero nadie puede negarle una mirada y un camino firme y constante. Esta película, más allá de los siempre efectivos chistes, posee una delicada y resignada melancolía. Una pequeña historia con una mirada muy profunda de la vida. Cada película de su cine es una pincelada más de su obra. Acá toca una cuerda un poco más amarga, pero no todos sus films son así. Ya no tiene tantas estrellas a su alrededor, porque más allá de lo ideológico, cada uno cuida su carrera. Los actores que aún siguen con él lo hacen con la alegría que hace treinta años hacía que todos formaran fila para acompañarlo. Europa lo ayuda a seguir filmando y ya tiene un proyecto listo para volver a París. Lejos han quedado las obras maestras del director, aunque la película más taquillera de toda su carrera ha sido Medianoche en Paris (2012) lo que muestra un recambio generacional en su público. Veremos si el siguiente proyecto lo vuelve a poner otra vez en la primera línea, pero mientras tanto Allen sigue haciendo cine por encima del promedio de lo que vemos a diario.
"Rifkin's Festival": otra comedia de enredos a la Woody Allen. La histórica discusión sobre la separación del artista de su obra encuentra en Woody Allen un caso que divide aguas con más fuerza que Moisés con el Mar Rojo. Por la relevancia del personaje, por lo aberrante de los delitos sexuales que se le imputan hace décadas –el último capítulo fue cuando una de sus hijas adoptivas, Dylan Farrow, aseguró que abusó de ella cuando era niña– y por los cimbronazos que generó en la industria (actrices y actores arrepintiéndose de trabajar con él, una demanda a Amazon por 68 millones de dólares luego de que diera de baja el contrato para filmar varias películas). Ese contexto empujó aún más a Allen a la condición de paria en Hollywood, de expatriado que continúa filmado por cortesía de fondos europeos, tal como ocurre con la demorada Rifkin’s Festival, rodada en el Festival de San Sebastián de 2019 y con un estreno internacional varias veces postergado a raíz de la pandemia. Pero Rifkin’s Festival no es una película “sobre” festivales, aunque se hablé de ellos y la acción transcurra entre charlas, entrevistas y cócteles a la vera del Golfo de Vizcaya que baña la ciudad vasca. El evento costero opera como disparador de una historia que aborda múltiples dimensiones del cine conjugando las obsesiones allenianas con un recorrido por su educación audiovisual, con hincapié en el señalamiento de aquellos directores que admira. Al igual que en La rosa púrpura del Cairo, el cine y la vida configuran una unidad de límites difusos, con la diferencia que aquí conviven en distintos planos narrativos. Como casi siempre en sus comedias, luego de los clásicos créditos en letras blancas sobre una placa negra aparece quien encarna al alter ego del director. Mort Rifkin (Wallace Shawn) es la típica criatura neurótica y pesimista de verba irrefrenable e hiperbólica, un académico, exprofesor de cine, estudioso y fanático de los grandes autores europeos y asiáticos que, sentado frente a su psicólogo, se dispone a rememorar sus recientes vacaciones europeas con su esposa publicista. Vacaciones para él, en tanto viajó a San Sebastián para acompañar a Sue (Gina Gershon), a cargo de la agenda de un director francés con ínfulas de grandeza (“mi próxima película intentará proponer una solución para el conflicto entre árabes e israelíes”, dice ante la prensa embobada). Rifkin debe lidiar con que Philippe (Louis Garrel) es pintón y lo que para él es un evidente circuito cerrado de deseo con Sue, una teoría que las escapadas a solas no harían más que confirmar. Para Rifkin “los festivales ya no son eran”, sino apenas un reservorio de prestigio efímero para un cine contemporáneo que funciona como una cadena de mandatos industriales. Los sueños representan un terreno para la imaginación sin límites, un espacio de libertad regido por referencias a Buñuel, Fellini y Bergman, entre otros tantos realizadores a los que “homenajea” replicando escenas de sus películas más famosas. El único atisbo de ensoñación terrenal aparece cuando, aquejado por una dolencia que probablemente exista solo en su imaginación, pide por un médico y le pasan el contacto de Jo Rojas. Menuda sorpresa se lleva cuando vea que Jo no es el hombre maduro que esperaba sino una joven doctora (Elena Anaya) a la que empieza a visitar con frecuencia, movido más por el interés personal que por cuestiones profesionales. La chica, desde ya, tiene sus propios problemas, y Mort sintoniza perfecto con ellos. Y así se plantea esta comedia de enredos leve como las brisas durante la ola de calor, una en la que Allen, consciente de su cuarto de hora pasó hace rato y que su costumbre de filmar una película por año es parte del pasado, hace nulos esfuerzos por exhibirse como un realizador moderno. A cambio, propone una amable y melancólica reflexión sobre la vejez y los vínculos humanos, sobre el amor en los distintos estadios de la vida, con la pasión ocupando el centro en la juventud de la doctora y el acompañamiento en su relación con Sue. Una película felizmente anacrónica sobre personas enamoradizas y cambiantes. Una película a contramano de casi todo, menos de la lógica del propio Allen.
Rifkin´s Festival es la última película escrita y dirigida por Woody Allen. En esta ocasión protagonizada por Wallace Shawn, Gina Gershon, Louis Garrel, Elena Anaya y Christoph Waltz, entre otros. La historia transcurre en la ciudad española de San Sebastián, durante su prestigioso festival de cine. Y es allí donde asiste Mort Rifkin, profesor universitario que enseña a los maestros del cine europeo, con su esposa (Gershon), que trabaja como representante de un director francés (Garrell). Y su hipocondría, sumada a la sospecha de infidelidad, lo hacen conocer a una doctora (Anaya), con quien entabla una relación afectiva. Mientras sus pensamientos se ven reflejados en diversas escenas que imitan al cine clásico, en las que se parodian escenas clásicas de películas de Truffaut, Godard y Bergman. Es necesario destacar que el Mort Rifkin de Wallace Shawn funciona como un alter ego de Woody Allen, porque como él, es hipocondríaco, verborrágico y se siente incómodo fuera de Nueva York, como el Alvy Singer de Annie Hall en Los Ángeles. Sumándose así a la larga lista de actores de diferentes edades, que lo suplantan en algunas de sus películas que no protagoniza, que cuenta también con Thimothée Chalamet y Owen Wilson, por ejemplo. Un párrafo aparte merece la fotografía, a cargo del tres veces ganador del Oscar Vittorio Storaro, quien se luce en las secuencias surrealistas, copiando a la perfección el estilo visual de los grandes directores clásicos a los que homenajea en las secuencias en blanco y negro. Pero que en el resto de la película se limita a mostrar postales turísticas de la ciudad de San Sebastián, en diversos planos funcionales a la historia en los que no se luce su enorme talento. En conclusión, Rifkin´s Festival es una película que Woody Allen filma en piloto automático, abordando una vez más la temática de las crisis matrimoniales desde la óptica de la comedia. Resultando una de sus obras menos inspiradas, que seguramente será recordada por el homenaje en forma de parodia a los grandes directores europeos.
Nadie ignora los problemas jurídicos, las acusaciones de abuso de su hija, el repudio que vive Woody Allen en su país, y en el mundo. Por eso se lo ve refugiado en Europa y aceptando una película que parece por encargo, pensada después de la propuesta de mostrar San Sebastián. Lo cierto es que el sigue filmado compulsivamente, como única razón de su vida, donde encuentra ofertas, actores disponibles, distribuidores. Todo lo que les es negado en los EE.UU. Pero este film donde un gran actor como Wallace Shawn hace de su alter ego, si bien no es uno de los más brillantes, entre las 49 películas que hizo, tiene chispazos y atractivos que permanecen. Humor, cultura, cierta acidez pronunciada por el mundo de los festivales de cines donde se pondera el dinero y las inversiones por sobre todo. Pero aún en películas menores, el realizador deja su sello. Y eso es bastante más que la media de la mayoría de los realizadores. Rifkins pasea su desesperanza por la imposibilidad de escribir una gran novela, por la indiferencia y fin de la relación con su esposa, por la pedantería sin límite de jóvenes realizadores. Frente a eso queda anclado en homenajes a sus grandes admirados desde Fellini a Bergman, de Truffaut a Buñuel y siguen los nombres. Gina Guershon esta fantástica en su rol. Un paseo melancólico y leve por una bella ciudad como es San Sebastián, y un creador que no puede hacer otra cosa con su vida que seguir filmando empecinadamente, aunque muchas veces fascina y otra no.
UN HOMBRE HABLANDO SOLO Hay un chiste recurrente en Rifkin’s Festival que es bastante sintomático de la película y hasta del momento personal de Woody Allen. Bueno, no sé si es un chiste, porque es muy poco gracioso, pero sí al menos una situación curiosa que se repite: Mort (Wallace Shawn) observa cómo su esposa Sue (Gina Gershon) charla muy íntimamente con el director Philippe (Louis Garrel), y empieza con un monólogo como para llamar la atención, cosa que no logra. Entonces Mort se queda hablando solo, dejando sus ideas a medio terminar, sin lograr conectar con el entorno. Y Rifkin’s Festival es un poco eso, un viaje al mundo interior de un tipo cuyas ideas ya no le interesan a nadie, alguien pasado de moda, que entra en crisis por eso mismo y que debe encontrar nuevas motivaciones. Si hacemos la traslación habitual, de que los protagonistas de las películas de Allen son avatares del propio director, sin dudas que en Mort el autor parece exorcizar su presente: marginado de los Estados Unidos, sin productores que le pongan dinero para filmar, con películas que se estrenan a destiempo (si se estrenan) y alejado ya del centro de la escena para un público que antes lo cobijaba como un tótem cinéfilo. Esa amargura, que puede ser consciente o no y que en verdad surge de algo externo y no del material, le da a la película una rugosidad o al menos una intención, algo que la perezosa historia y sus diálogos desangelados no logran por propio peso. Como cada vez que Allen ha hecho un run for cover europeo, parece tomar viejas ideas, desordenarlas y reacomodarlas como para disimular un poco. Pero no, por más esfuerzo que haga, se nota. Lo que sucede en Rifkin’s Festival es como un remedo de Recuerdos, aquella en la que interpretaba a Sandy Bates, un director que acudía a un festival donde lo homenajeaban, y que entraba en crisis respecto de su carrera y su propia existencia. Lo que cambia, lo diferente, es que ahora el alter ego alleniano no es el protagonista de la escena, sino un comentador, alguien lateral: Mort acude al Festival de San Sebastián no como figura venerada del cine, sino como acompañante de su esposa, que trabaja como encargada de prensa. Desde ese lugar es que mira y acota, que opina, sin que sus comentarios logren efecto alguno. Si en Recuerdos se filtraba el imaginario cinéfilo de Allen, expresado fundamentalmente a partir de una relectura de 8 y ½ de Federico Fellini, aquí sucede algo similar: cuando profundiza la idea de que su matrimonio se está muriendo, Mort comienza con sueños recurrentes, pesadillas, que tienen las formas de películas de sus ídolos, Fellini, Bergman, Rohmer y más… Son procedimientos habituales en el cine del director, y aquí funcionan como signo distintivo, como aquello que saca a la película de su perezosa trama de amores cruzados, expresada sin mucho entusiasmo y con bastante tedio. El gesto de Allen, por otra parte, muestra lo fatuo de toda la película. Si en 1980 la reescritura de una película de Fellini presentaba su osadía, Recuerdos no dejaba de ser además una obra autorreferencial interesantísima plagada de ideas y narrada con energía y mucho humor. En contrapartida, pensar en Fellini o Bergman, al menos en la forma y el marco en que Mort/Allen lo hacen en Rifkin’s Festival, es un poco reflexionar sobre letra muerta, casi desde un espíritu museístico que se da la mano con el esnobismo insufrible del personaje, cuyas ideas sobre el cine del presente son reduccionistas y miserables. Pero además hay una mirada que excede al personaje y que es de la propia película, que permite una relación entre fondo y forma que no resulta satisfactoria. Y por más que Mort caiga en cuenta hacia el final de que ha sido un viejo bastante pelotudo, la película no termina de hacer carne ese proceso del personaje porque en lo concreto es sumamente autoindulgente: no le da voz a los otros personajes, impide los cuestionamientos externos y hasta incluso en la sesión de terapia donde surge el flashback que construye el relato, Mort habla 90 minutos sin parar y cuando le toca el diagnóstico al terapeuta, Allen decide dejarlo en off, cerrando la historia. Rifkin’s Festival es, por lo tanto, la imagen esa de Mort hablando solo y un poco a los gritos. Un poco patético.
Ya se estrenó RIFKIN’S FESTIVAL, UN ROMANCE EQUIVOCADO, EN EL LUGAR ADECUADO, la nueva película escrita y dirigida por Woody Allen. El protagonista de esta historia Mort Rifkin (Wallace Shawn) es un intelectual que acompaña a su esposa Sue (Gina Gershon) a un festival de cine en San Sebastián. La pareja norteamericana tras largos años de matrimonio atraviesa por una crisis, pues Mort sospecha que ella tiene un romance con su cliente Philippe, un joven y exitoso director de cine (interpretado por Louis Garrel, hijo del reconocido director Philippe Garrel), a quien Mort considera un snob. En el acontecer del festival, la pareja protagonica se irá abriendo a nuevas aventuras y nuevos personajes aparecerán convirtiendo al relato en una típica comedia de enredos (screwball comedy). Las reflexiones pesimistas del protagonista Rifkin, sobre que todo tiempo o arte pasado fue mejor (lo cual nos recuerda a la formidable Midnight in Paris) hacen que el protagonista funcione como una especie de alter-ego del propio Woody Allen. Del mismo modo, el título de la película remite a que producto del imaginario de Mort, a través de sus fantasías, él realizará su propio festival de cine en donde sus sueños tendrán la estética de grandes hitos de la historia del cine como el Film noir, Orson Welles, Federico Fellini, Jean-Luc Godard, Luis Buñuel e Ingmar Bergman. Al respecto la relación intertextual con el mito de Sísifo cobra relevancia, en un relato que es cíclico y se divide estructuralmente en tres partes, donde la primera y la última encuadran el relato. La vida de Mort parece repetirse de forma frustrante y absurda. Hace años tengo la hipótesis de que la gran producción que mantiene Allen quien prácticamente realiza una película por año, quizás sea el mismo problema de por qué la mayoría de sus obras no resultan al mismo nivel que nos tenía acostumbrados, pues lo importante no es la cantidad sino la calidad. Igual que el mito de Sísifo que cita, últimamente su trabajo es algo repetitivo y carece de originalidad. En conclusión, el film es entretenido pero poco sorprendente.
Existe una hermosa tradición en el cine en la que una película puede invocar a otras películas. La cita es un motivo de alegría, una invocación a algo o alguien que representa un acuerdo compartido, acaso una glosa amorosa de un saber o un parecer.
La nueva película de Woody Allen no es más que otra película de Woody Allen. ‘Rifkin’s Festival’ tuvo el privilegio de estrenarse el año pasado en el Festival de Cine de San Sebastián. Por lo que un sector seleccionado pudo disfrutar del nuevo film de Allen. Es en ese mismo festival donde ocurre la historia. Este evento, reúne estrenos y proyecciones especiales de películas mayormente europeas. Toma lugar en España, más específicamente en el municipio de San Sebastián. Una semana al año, la ciudad se llena de cultura cinematográfica y es testigo de la llegada de artistas del cine y productores importantes. Woody Allen toma San Sebastián y lo hace suyo. Como ya lo había hecho antes, con ‘Midnight in Paris’ (2011), Allen no solo hace enamorar al espectador de una ciudad, sino que la pone como un personaje más. El lugar donde toman las acciones de sus películas es importantísimo a lo largo de su filmografía. Mayormente Nueva York, pero ya sabemos que el director no le hace asco a ninguna ciudad, y si viene con oportunidades de filmar, mejor. El film nos cuenta la historia de Mort Rifkin, un exprofesor de cine aspirante a escritor que acompaña a su mujer al reconocido Festival de Cine de San Sebastián. Allí, empieza a sospechar que su esposa está teniendo una aventura con Phillipe, un joven director que es representado por la mujer de Mort. La película está protagonizada por Wallace Shawn, y es acompañado por Gina Gershon, Louis Garrel, Elena Anaya y la participación especial de Christoph Waltz. Con este cast, Woody Allen entrega -como lo hizo en toda su carrera- una historia fresca y nueva. Retoma la comedia dramática mezclada con el romance y crea otra película que sigue sorprendiendo. San Sebastián sirve como centro y lugar donde transcurre toda la acción, no se puede ver otra ciudad en la película. Woody Allen aprovecha la ubicación de la película y hace de su película algo que pocas veces vimos tan explícito: homenajea al cine europeo. Ahora, si bien Allen se encargó de demostrarnos su afición a las películas europeas en toda su filmografía, en ‘Rifkin’s Festival’ toma los recursos de Tarantino y “roba” de otras películas. Las claras referencias al cine de Ingmar Bergman, Federico Fellini, Jean-Luc Godard y demás, se introducen al film como parte de sueños de su personaje principal. Además de ser importantes para la trama, la aparición de estos fragmentos de película que Allen hace propios, sirven como un homenaje de su parte hacia el cine europeo, que tantas alegrías le ha dado. Recordemos que el director siempre tuvo oportunidades en Europa, mientras que en Estados Unidos lo pueden llegar a despreciar, cada vez que Allen filma en Europa, es todo una fiesta. La película presenta dos puntos de vista muy claves que dan a entender el modo en el que Woody Allen se envuelve en la actualidad. El personaje de Wallace Shawn es un defensor puro del cine clásico, al igual que al director, sus más grandes aficiones son las películas de la nouvelle vague francesa, de directores como Jean-Luc Godard y François Truffaut, para nombrar los más conocidos. En contraparte, el personaje de Louis Garrel -el director con el que la mujer de Shawn lo engaña- se presenta a sí mismo como un artista impoluto, culto y refinado. De más está decir que este tipo de personajes se repiten en la filmografía de Allen, nunca falta el creído. Pero el director del film no se decide. Presenta los dos puntos: el snob y el culto. Al principio, tenemos el personaje del director creído como los nuevos directores de la actualidad que más bien ven al cine como un negocio. Por el lado de Wallace Shawn, el snob culto que defiende el cine clásico y aborrece todas las películas actuales. ¿Por qué “no se decide”? Porque, si bien presenta los dos puntos para que el espectador se identifique, al final el personaje de Shawn se da cuenta que quizás él está haciendo un gran lío de todo y quizás se tiene que tranquilizar más. Clara alusión a los críticos de todo, muy presentes hoy en día. La actualidad con la que se maneja Woody Allen da a entender que no es un director que se quedó en el tiempo. Como claro está, supo avanzar a medida que pasaban los años y, consigo mismo, los pensamientos. Woody Allen presenta una dirección muy actual y dinámica. Perfecta del modo en que los personajes se mueven, de un lado para el otro, no quedan nunca quietos. La dirección de fotografía va de la mano de Vittorio Storaro, como lo hizo en ‘A Rainy Day in New York’ (2019). Conocemos a Storaro por el embellecimiento natural de la imagen y su narración a través del color. Para las afueras, se apoyó en la belleza que ofrece San Sebastián y pudo descansar durante el día, ya que se utiliza la luz natural en todas las escenas en exteriores. Para los interiores, el reconocido director de fotografía merece una nota aparte. Cada personaje tiene su color y su lugar, cada cual ocupa también, un estado de ánimo al momento. Para finalizar, el film contiene la calidad que se espera de una película de Woody Allen: una historia fresca, una dirección remarcable y unos diálogos y chistes -o gags– que marcan la experiencia y la nota autoral del director. Es una película para disfrutar en una tarde cualquiera, abierta para cualquier conocedor promedio de cine. Claramente, es difícil darse cuenta de las claras referencias a ‘Citizen Kane’ (1941), ‘Persona’ (1966), ‘Breathless’ (1960) y el hermoso final en homenaje a ‘El Séptimo Sello’ (1957). ‘Rifkin’s Festival’ es, claramente, una película de festival. Pero qué película.
Quienes siguen mis reseñas hace una década, saben que me encanta el cine de Woody Allen. No es que me parezca puramente original, en general y mucho más sobre esta última época, sus producciones son rodadas en tierras europeas y versan sobre los mismos tópicos con algunos matices. Siempre encontramos a un culto, misógino, verborrágico y ácido protagonista, que se relaciona, fallidamente, con su medio, cualquiera que sea. Y en esa vuelta, se encuentra siempre el interés romántico puntual, que fracasa, o se quiebra, o se resignifica en un contexto dinámico donde predominan los movimientos parsimoniosos y los escenarios bellos. Lejos del Allen neoyorkino puro de los 70/80/90, en el cual hemos visto sus manías obsesivas en lo urbano y las relaciones complejas. Esta nueva entrega, primero, es celebrada porque se estrena luego de casi dos años de espera (fue filmada antes de la pandemia) y después porque no podemos dejar de decir que estamos viendo la obra de un cineasta de 86 años. Maduro, incisivo y con un humor intelectual y sutil que ya no se encuentra en esta generación, Allen ha construido una carrera que seguramente será rescatada por su coherencia y destacada por haber conseguido los servicios de cientos de actores prestigiosos por pocas monedas. Ha hecho films memorables (y no hago una lista porque sería discutible y no viene al caso) y este, en particular, puede colarse en su top 10, según mi opinión. ¿Es «Rifkin’s festival» una obra maestra? No, desde ya que no. Es otra aguda mirada sobre un hombre experimentado, entrado en años, culto, preparado y frustrado, que debe enfrentarse a una nueva generación de artistas con valores distintos, quienes además, interfieren dramáticamente en su vida. Caldo ideal donde Woody Allen cocina sus personajes, desde ya. La historia es más de lo mismo. Bien hecho, pero no esperen nada demasiado novedoso. Rifkin (Wallace Shawn) es un docente de cine y escritor que nunca pudo concretar su gran anhelo (publicar una novela a la altura de los grandes literatos de este tiempo) y que visita el festival de cine de San Sebastián junto a su esposa, Sue (Gina Gershon), una agente de prensa que ya no está tan unida a su marido como debería. Es más, la pareja está en franca crisis y su llegada a un ambiente festivalero, empeora las cosas. Claro, ahí aparecerá el galo Philippe (Louis Garrel) quien es un cineasta de moda que presenta una producción muy esperada por el público. Fundamentalmente porque tiene un seguimiento medíatico fuerte al haber estado involucrado con la mujer de un ministro francés. Pueden imaginarse el resto. Sue y Philippe se relacionarán y empujarán a Rifkin a analizar no sólo esa circunstancia, sino todo el ambiente que lo rodea en función a la fragilidad de ese mundo donde todo es vano, fugaz y sin brillo. Porque Allen quiere dejar claro que su personaje principal, obsesivo e inconformista, es quien mejor ve las cosas, aunque claro, necesita un analista para ponerlo en blanco sobre negro. Hay más, porque el director quiere que Ritkin tenga también su perfil ganador, así que lo involucrará sentimentalmente, mientras corre de fondo el ritmo de un festival real (San Sebastián) y toda su magia, bien descripta para quienes desconocen ese ambiente. En síntesis, una clásica cinta de autor. En lo personal, sin embargo, destaco el esmero de Allen por dejar todas sus ideas expuestas bajo un manto de fino humor. Incluso las situaciones dramáticas están resueltas con mucha altura y distinción, todo dentro de la perspectiva de sujetos preparados, con mucho mundo y predispuestos a caer siempre, bien parados, suceda lo que suceda. La mirada sobre el ritmo festivalero y algunas actuaciones destacadas (Shawn me parece una revelación en un protagónico), sumado al encanto de un cine que no se hace habitualmente (y no se volverá a hacer cuando Allen deje de rodar), hacen de esta propuesta una de las delicatessen que este verano porteño ofrece en cartelera. Yo, iría por ella sin dudar.
Una pequeña joya del realizador Frente a su terapeuta, Mort (Wallace Shawn) relata sus vivencias en España, más particularmente en el Festival de San Sebastián, para acompañar en el trabajo a su esposa Sue (Gina Gershon) en un matrimonio que viene de capa caída y con sospechas de infidelidades. Desde allí nos sumergimos en la nueva historia presentada por Woody Allen, que llega a las salas con Rifkin´’s Festival: Un romance equivocado, en el lugar adecuado (Rifkin´´´’s Festival, 2021). Con una estructura característica propia del director –hoy en el ojo de la tormenta y con el público dividido producto de las diversas denuncias de abuso- a la hora de los títulos y con una buena fotografía sobre la ciudad española pero que no logra conmover –al igual que la musicalización-, Allen nos ambienta en esta ocasión en el universo del cine pero con una doble vertiente: tanto desde la crítica y su visión a la industria como desde una mera contextualización para presentar una historia de amor y de crisis existencial, que viene sufriendo el protagonista. En materia narrativa, el punto más novedoso en este nuevo proyecto pasa por las referencias a diferentes películas clásicas –desde Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) hasta Jules y Jim (Jules and Jim, 1961) pasando por el cariño a directores como Ingmar Bergman o Federico Fellini– en las que sueña el propio Mort y que sirven como problematización a la trama, y que es el recurso donde mejor se refleja la importancia y el espacio que hay para dichos artistas. Sin embargo, ese espacio de influencia se va quedando a mitad de camino, con una crítica poderosa desde el inicio pero que se va desinflando, personificado ese pesimismo sobre el cine moderno y la dualidad de arte/comercialización en el personaje del director francés Philippe (Louis Garrel), con un mensaje sobre la importancia del cine en la vida social que aparece borrosamente. En sentido contrario, la historia le da mayor espacio a la relación de Mort con la doctora Rojas (Elena Anaya), que roza entre lo romántico y el encuentro de dos personas solitarias en el mundo. Pensando en el protagonista, y con cincuenta películas en su haber por parte del director, encontramos algunas características similares a situaciones de otros personajes, si bien tienen sus propias particularidades, creados por el propio Allen como el de Owen Wilson en Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011) como puede ser la falta de inspiración artística, aunque en este caso entramos a un terreno más existencialista. Lo más notorio en cada uno de estos trabajos son las interpretaciones de un casting que cambia en cada ocasión, esta vez presentando un reparto con nombres no tan rutilantes. Sin embargo, lo realizado por Shawn logra que empaticemos con su personaje y está acompañado por buenos trabajos de Gershon y Anaya principalmente. Sobre el final podemos disfrutar de la grata pero mínima presencia de Christoph Waltz, con un personaje clave para el climax que le permite mostrarse desde el costado más humorístico del actor. Con tantas películas en su currículum –y más precisamente en los últimos años-, podríamos dividir sus proyectos en diferentes listas; desde destacadas como Match Point (2006), Blue Jasmine (2013) o Café Society (2016) a olvidables como Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight, 2014) o Día de lluvia en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019), en este nuevo trabajo si bien brinda un buen entretenimiento y aspectos interesantes, no logra posicionarse entre los trabajos más relevantes de Woody Allen, aunque logra estar en un escalón más arriba de las nombradas anteriormente. *Review de Ignacio Pedraza
Llamen a Woody Allen porque no aparece Woody Allen "rasca la olla" de la creatividad y eso queda traducido en Rifkin´s Festival, flojísima comedia romántica sin gracia, en sintonía con algunos de sus últimos trabajos. La calidad y riqueza de historias que hay en la filmografía de Woody Allen viene cayendo a pique -específicamente, en los últimos doce años- a pesar de notables excepciones como Blue Jasmine (2013) y Medianoche en París (2011). Y Rifkin´s Festival, su nueva película, sigue la línea de descenso. Allen "rasca la olla" de la creatividad, repitiendo fórmulas y dejando de lado los giros propios de su sello autoral que tanto le gustan al público más cinéfilo. Mort Rifkin (Wallace Shawn), un profesor de cine jubilado, acompaña a su esposa publicista Sue (Gina Gershon) al Festival de Cine de San Sebastián en España. Él no va por las películas, sino porque le preocupa que la fascinación de Sue por su joven cliente director de cine, Philippe (Louis Garrel), pueda ser más que profesional. Las relaciones entre la tríada se vuelven tensas hasta la aparición de Jo Rojas (Elena Anaya), una médica con problemas matrimoniales, que llega para mejorar el estado de ánimo de Mort. En Rifkin's Festival, Allen toma un puñado de conceptos (amor, desamor, infidelidad, monogamía, culpa) y sobre esa base construye protagonistas estereotipados, planos -algo rarísimo en el cine del director- y poco atractivos para la mirada; a su vez, los arcos cómico-románticos se sienten demasiado forzados. Pero las repeticiones no terminan ahí: la cinta intenta ser una carta -bastante perezosa- de amor al séptimo arte, algo que puede apreciarse en las breves recreaciones de secuencias clásicas del cine (que salen de los pensamientos de Mort). Particularmente, quien escribe no se sintió conmovido por estos homenajes. La nueva obra de Woody Allen se siente apagada, demasiado ligera para el nivel de talento que yace en Woody Allen, creador de gemas como Annie Hall y Manhattan. Apenas si hay destellos de originalidad en alguna línea ácida del personaje de Wallace Shawn. No hay atributos que la salven del ojeo superficial en el espectador promedio.
Quedaron atrás los tiempos en donde Woody Allen estrenaba a razón de un film por año. Acontecieron litigios judiciales, polémicas con la industria, su vida privada entregada al escarnio del ojo público y la última de las pandemias que azotó al planeta. Casi nada…Sin embargo, y más allá de la periodicidad perdida, el eterno Woody sigue regresando a la gran pantalla. Desde «Un Lluvioso Dia en New York», la platea cinéfila no había vuelto a saber de él. Presto a su enésimo exilio europeo, aquel que destinara gemas como «Vicky Cristina Barcelona», «Medianoche en Paris» y «A Roma con Amor», el realizador de 86 años de edad retorna con «Rifkin’s Festival», rodada íntegramente en tierras ibéricas. Una sesión de terapia esclarecedora abundará en sueños y fantasías, miedos y cavilaciones, en igual proporción. El juego está en marcha y ya estamos dentro. Un elenco estelar, que cuenta con intérpretes de la talla de Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Sergi López y Christoph Waltz, da vida a la nueva fábula alleniana. En la piel del frustrado escritor y nostálgico ex profesor de cine que protagoniza la historia encontramos al enésimo Woody reencarnado en pantalla. Ese que no nos aburre jamás. Somos participes voyeurs de las obsesiones, filias y temores que se alternan en el imaginario de este diletante cinéfilo. Estamos ante un film que nos habla, entre sus abundantes inquietudes existenciales, acerca de vínculos de pareja crepusculares. Él desconfía de ella. Ella no vacila en dejarlo en ridículo frente al director que la ha encandilado. Discuten. Affaires amorosos y coartadas comprobables mediante, como rutina de día de festival para los amantes, sazonan la propuesta. Una cita al doctor agravará el síntoma para luego replicarse, repetirse. Una joven y atractiva profesional cumple la ley del deseo y se convierte en objeto de devoción. El horizonte alleniano se llena de interrogantes. El extraordinario Allen escribe y se calza los zapatos de Mort. Un judío común y corriente que no teme reflexionar acerca de la liturgia cristiana y los resabios del nazismo con igual agudeza. Deliciosamente filoso, el nativo de Manhattan está de regreso y en gran forma. Ensaya la nunca perimida teoría sobre el pesimismo. Irremediablemente cotidiano, observa el reflejo de su moral tendida en el piso. Borra con el codo lo escrito con la mano. Sus neuras y fobias le impiden concretar su próxima novela. Quiere estar a la altura de las grandes plumas literarias, cita a Sthendal. Admira a Shakespeare, mide la vara lo suficientemente alta. Será Dostoievski o nada. Fatalista, pero dueño de una cabal noción de lo real. Su mujer lo engaña y no puede confrontarla. La radiografía examina a un Allen de pura cepa. La nula autoestima, el gen hipocondriaco, la faceta existencialista, el matiz trágico. Omnipresentes. Allen, incansable, pone en marcha la última ilusión prestidigitadora sin arruinar el truco, tiñendo la pantalla de onírico blanco y negro. A rienda suelta, sin timidez, a la hora de echar mano a toda una serie de guiños cinematográficos y recreación de escenas clásicas que llevan su vibrante cinefilia a un borde paroxístico. No vamos a culparlo. El pequeño gran hombre neoyorkino muta bajo la piel de Wallace Shawn, su alter ego en pantalla, y recuerda que todo tiempo pasado fue mejor. Abundan citas cinéfilas al cine vanguardista y a la estirpe de autor, afines al buen paladar de su gestor. La fantasía cinematográfica trama su forma bendita, recreando bajo preciosas postales, paradigmáticas escenas del cine de Orson Welles, Truffaut, Bergman, Fellini, Buñuel y Lelouch. Son sus grandes mentores y el homenaje nunca acaba por agotarse. El cine se presta a su misión más lúdica con tal de complacer los inconscientes deseos de este neurótico intelectual, perdido en su propio laberinto kafkiano. El homenaje permanente y jamás recatado al mundo del cine cobra vida en Rifkin’s Festival. Son las proyecciones ficticias de un autor confrontando su íntimo propósito de vida. Una mirada de postal turística para nada liviana, un abordaje a la ciudad desde un inconfundible sesgo de admiración. Emprende una critica el dudoso gusto por el auténtico cine por parte de los jurados de festivales prestigiosos. Donde queco la verdadera cinefilia, enterrada bajo arcaicos preceptos, al fin, hoy, la mayor apuesta radica en éxitos de taquilla de nulo buen gusto. Brillante, Woody. La mirada panorámica ensaya un recorrido por las más atractivas vistas de la fotogénica San Sebastián. Vista al inmenso mar, caminata por antiguas callecitas o paisaje campestre en plan picnic romántico. Es la otra cara de una urbe paralizada por el acontecimiento anual. Flora y fauna de todo festival de cine. ¿Por qué no puedo ser del jet set? Ruedas de prensa superfluas, agasajos y galardones, premieres vespertinas, alfombra roja de ocasión, bebida y comida en derroche. Eso si, una proyección de homenaje a aquel clásico incombustible y un premio en honor al genio surrealista proveniente de Calanda… Citas y más citas, abuso del recurso. Fascinación que no perece. De John Ford a Howard Hawks. De Visconti a Godard. Cita de memoria el cine japonés, pero nadie parece escucharlo. A riesgo de aburrir a sus interlocutores, se decanta por el menú de un lujoso restaurant. Parece pertenecer a un tiempo lejano, parece no ser dueño de su propio espacio. Transcurren los días de festival, mientras Allen ensaya una y otra reflexión sobre el ambiente. Dispara dardos venenosos. No se salva nadie. Directores superstar, petulantes y engreídos, jóvenes que se creen que vienen a reformular las bases del arte cinematográfico, hoy más business que arte, acota Allen mirando a Hollywood con desconfianza y desdén. La nueva generación en tiempos de selfies e insulsa pose para tapas de revista que no son Cahiers du Cinema, precisamente. ¿Sabrán de que hablamos cuando hablamos de Capra? Aunque, en el fondo, ¿a Allen le gustara? El sueño no avisa cuando va a terminar. Tampoco la sesión de terapia cuando la pregunta final nos llena de interrogantes, aunque ahora es el paciente quien la pronuncia, interpelando a su analista. Y a nosotros, espectadores. Créditos finales y los sentidos en plenitud de forma. Nos embelesan sus clásicas melodías de jazz. Inconfundible, volvió Allen. Lo vimos en el cine, no está tan mal el mundo, al fin y al cabo. No hay nada de qué preocuparse, al menos hasta que la pantalla emita el último resplandor.
Persona Una película que transcurre en un festival de cine. Pero Woody Allen no le pone a su última película -hasta el momento- el nombre de ese festival -San Sebastián- sino que la llama Rifkin's Festival, el festival de Rifkin. Mort Rifkin (Wallace Shawn) es el protagonista de la película y su punto de vista es el dominante pero no el único. Hay algún momento en el que asistimos al avance del romance entre su mujer y su cliente, el director de cine francés, y es imposible que ahí esté el punto de vista de Rifkin. Hay otros momentos que analizados a las apuradas podrían pensarse como ajenos al punto de vista -a cuánto puede conocer, a la focalización- de Rifkin pero son sus sueños, y ahí hay punto de vista inapelable, o punto de sueño. Estos detalles, sin embargo, pueden ser más que ociosos para acercarse a la -hasta el momento- última película de Woody Allen. Que si el título…, que si la focalización…, que si el saber de Rifkin…, minucias para Allen, que está en otros lados, en otros paseos ya y desde hace ya muchos años y no tanto en pensar cejijunto en si sus películas son sólidas. En ocasiones intentó mayor “solidez” y enjundia y le salieron desastres como Match Point; a veces se despreocupó pero con trasfondo grave y jodido y le salieron desastres como El sueño de Cassandra. De todos modos, o de otros modos, incluso en el siglo XXI se ha enfocado y le salieron relatos admirables como Blue Jasmine. Y eso no fue hace tanto. Pero en otras ocasiones, muchas en el siglo XXI, ha tenido ganas de promocionar algún lugar en Europa -o de pasear por ahí- y de hacer estas liviandades como Rifkin’s Festival tendientes mayormente hacia lo placentero, hacia el hallazgo actoral frecuente, hacia el chiste que parece repentino, quizás falsamente encontrado ahí mismo, a veces debilitado por otros chistes que no logran disimular su escritura -demasiado- cavilada, demasiado pendiente de transmitir una cosmovisión que ya conocemos y que ya conocíamos. Al cine de Allen hoy se llega casi siempre -bueno, habrá gente que vea esta como primera película de Allen en su vida, porque aunque traten de encerrarlos sigue habiendo niños y jóvenes-, con el territorio ya recorrido, con el mapa ajustado, desajustado y cambiado varias veces, con enojos diversos y diversas reconciliaciones. A Rifkin’s Festival se puede llegar ya casi extrañando el cine de Allen. ¿Cuántas películas más de Allen habrá? El señor nació en 1935 y a cada rato notamos que buena parte de los grandes directores vivos ostentan fechas de nacimiento en la primera mitad del siglo XX. Pero esos son otros lamentos, o parientes de los lamentos de Mort Rifkin. Mort extraña el momento de los grandes directores europeos: Fellini, Bergman, Truffaut, Godard… y hasta incluye a Claude Lelouch al hablar de la Nouvelle Vague. ¿Un chiste sobre la pedantería inconducente del personaje? ¿O no? Allen, o el personaje de Allen -actuado por él o por otros- del cine de Allen siempre prefirió a Bergman y a Fellini por sobre Hawks, Capra y Ford. Pero no vamos a discutir acá acerca de esas cosas, o a decir que El séptimo sello está entre lo peor de Bergman sino apuntar que es citada, como también son citadas -en sueños- El ciudadano, Une partie de campagne, Ocho y medio, Jules y Jim, El ángel exterminador y Persona. Allen se vuelve insolente, claro, y también felizmente impune. Y todo el asunto gana en liviandad y capricho placentero. Y otra vez los problemas de pareja, desde donde parte la película apenas iniciada, y la posibilidad del romance, y la música de las películas de Allen y las actuaciones de la gente con Allen. Louis Garrel demuestra, con esta película y con la última -hasta el momento- de Polanski que es uno de los grandes actores europeos del momento. Y el exitoso director francés que interpreta es una de las mayores creaciones cómicas del cine de Allen de estos tiempos. Una creación fulminante, artera y harta de tanto cine -del que circula por fuera pero también del habitual en festivales- meramente hecho por entes dispuestos a agradar a las corrientes de opiniones del momento y no creado por personas. Allen sigue siendo una persona, seguramente en homenaje a Bergman.
Critica emitida en radio. Escuchar en link.
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