Un mundo (in)feliz Es imposible hablar del Teorema Cero sin hacer referencia a Brazil, la gran película de Terry Gilliam (Brazil, Monty Python, 12 monos, Pánico y Locura en las Vegas), no porque sea la distopía por excelencia, sino por el paralelismo con el mundo dominante contemporáneo en el cual ambas películas fueron producidas. En palabras simples, Brazil es a la burocracia lo que Teorema Cero es al sistema consumista y ultramediatizado actual, aunque ambas parezcan preocuparse por el futuro, en realidad le hablan al presente, critican a la sociedad del momento. Qohen Leth (Christoph Waltz) es un sociopata que puso el sentido de su vida en una llamada, toda su existencia se reduce a ello, el resto es pura infelicidad, a pesar de ser uno de los empleados más eficientes de una corporación poderosa que programa teoremas como si fueran videojuegos. Qohen ignora todo lo que le rodea, y el mundo, principalmente su supervisor, también ignora sus pedidos y demandas, su deseo de trabajar en casa para estar atento a esa famosa llamada. Ten cuidado con lo que deseas que se puede cumplir, luego de un encuentro inesperado, la Dirección, representada por Matt Damon, le da el visto bueno a su deseo dejar de asistir a la oficina para resolver un teorema imposible y difícil de sobrellevar, por eso empezarán a vigilar las acciones de Qohen en su hogar. Allí aparecen distintos personajes como Bob (Lucas Hedges), el inteligente hijo del director, o Bainsley (Mélanie Thierry), una especie de prostituta que seduce y íntima con Qohen para relajar toda la tensión que le demanda este arduo trabajo. Los personajes, los planos, el desarrollo de las acciones y la estética que arma Terry Gilliam son tan característicos de su filmografía que aquellos que odian y aman al director norteamericano se podrán sentir satisfechos por reconfirmar sus pensamientos. Está claro que si tenés una idea hecha del universo Gilliam, aquí no vas a encontrar un cambio, por eso Teorema Cero es tan criticable como podría ser elogiada. A pesar de que cuesta sacarle el rotulo de hermana menor de Brasil, los personajes están bien construidos. Para aquellos que conocimos a Christoph Waltz con Tarantino, nos encontramos con una caracterización completamente opuesta a aquellos personajes. Hay ciertos diálogos que son muy interesantes que atrapan a cualquier persona preocupada por la humanidad y el rumbo que adquirió en los últimos tiempos. Se trata de una película para ver varias veces para poder analizarla correctamente. Bah, sucede eso con la mayoría de las películas de Terry Gilliam. Como también sucede con los finales que construye, que nunca terminan de cerrar del todo. Aunque claramente de lo último que produjo este director, es lo mejor que pudimos ver. CUIDADO MINI – SPOILER En la crítica a la sociedad, lo interesante es la vuelta argumentativa que tiene el film sobre el final acerca como “el sistema” utiliza a sus empleados para potenciar su rendimiento. Una digitación a lo Truman Show pero corporativa, aunque claramente con una naturaleza totalmente distinta, ya que Truman decide escapar de ese mundo por descubrir su perversidad, en cambio aquí Qohen no sospecha en ningún momento lo que está sucediendo. Dentro de “Teorema Cero” todos los elementos de ayuda están para potenciar el rendimiento, nada ni nadie se preocupa por la persona. La liberación se puede ver en la soledad, en el paraíso interno. En definitiva todo lo que moviliza a las personas está en lo que cada uno se construye a sí mismo. La película hace pensar por la forma en la cual se construyen las relaciones en el mundo moderno y en la deshumanizada relación de trabajo, aunque ésta última vinculada con la virtualidad de nuestra producción, y como toda distopía no es una reflexión feliz. Por Germán Morales
El caos encapsulado. Definitivamente las películas de Terry Gilliam no existirían sin esa ansiedad que podríamos catalogar como “vorágine utópica”, la que a su vez está conectada con un sarcasmo pomposo, el humanismo más intransigente y una euforia ludista que se rebela contra todo indicio de una organización tecnocrática de la sociedad. Más allá de sus consabidos problemas de producción, para los que el señor parece tener un imán, el norteamericano es uno de los últimos grandes autores cuya coherencia ideológica le impide caer en las trampas y/ o desatinos del mainstream hollywoodense, escapándole a la infantilización y a ese conservadurismo insoportable, “preceptos” que muchos de sus colegas suelen aceptar de inmediato porque sólo tienen en cuenta el número total de ceros del cheque en cuestión. Hoy el director nos presenta el eslabón final de la “trilogía orwelliana” comenzada con Brazil (1985) y continuada con Doce Monos (Twelve Monkeys, 1995): en buena medida, Un Mundo Conectado (The Zero Theorem, 2013) funciona como una suerte de “nota al pie” de aquellas, un apéndice profundamente existencialista y con un carácter un poco más introvertido. La falta de una actitud crítica para con la supremacía estupidizante del mercado y la cosificación de los individuos en esta fase oligopólica del capitalismo constituye el eje principal del convite, el que por cierto emparda a las comunidades virtuales contemporáneas con una estafa similar a la que anidaba en el seno de las religiones mitómanas de antaño, así el egoísmo va de la mano de un positivismo rancio que se autodefine como “omnipresente”. Aquella pesquisa en pos del “sentido de la vida” de la realización homónima de los Monty Python regresa para ocupar el núcleo de una tragedia de ciencia ficción narrada a través de los resortes de la farsa y el inigualable arsenal de Gilliam (destreza oblicua, contrapicados muy imaginativos, travellings varios, una fotografía basada en tonalidades furiosas, etc.). En un futuro indeterminado, Qohen Leth, interpretado maravillosamente por Christoph Waltz, se refiere a sí mismo como “nosotros”, habita una capilla que perteneció a una orden de monjes y está obsesionado con una llamada telefónica que le esclarecerá la razón del ser. El bizarro protagonista trabaja para una compañía que le exige la resolución del teorema del título original, una fórmula matemática vinculada también al “imperativo absoluto” de la existencia. Cuando finalmente logra convencer a las autoridades de la megacorporación, su supervisor Joby (David Thewlis) y el misterioso “Management” (Matt Damon), para que le permitan trabajar desde su hogar, la anhelada quietud se revela bastante escurridiza: así las cosas, no sólo descubrirá las dificultades de su tarea sino que además será interrumpido por Bainsley (Mélanie Thierry), una “distracción” erótica, y Bob (Lucas Hedges), una especie de “asistente”. Un Mundo Conectado combina el minimalismo poético de Tideland (2005) y la angustia sutil de Pescador de Ilusiones (The Fisher King, 1991), mixtura que deriva en un andamiaje formal luminoso y preciosista que se contrapone a un sustrato temático de una densidad casi esquizoide, siempre en diálogo abierto con la anarquía y el “fluir” metafísico. El opus juega con la posibilidad de un “big crunch” íntimo, esa destrucción que se opone al “big bang” ontológico, y analiza la futilidad laboral, la mecanización de las relaciones afectivas, la permeabilidad de los pueblos al discurso publicitario, las falsas promesas detrás de la virtualidad, la miniaturización de las tecnologías de control, la previsibilidad actual de los “anaqueles” estancos simbólicos, la alienación generalizada y el intento por reducir el azar a un esquema patético destinado al lucro. Las referencias a ese “caos encapsulado”, el vórtice del desconocimiento que toma la apariencia de un agujero negro, apuntan tanto al personaje central como al propio Gilliam, quien propone una serie de alternativas a la oquedad: el amor, la amistad y una retirada psíquica hacia el solipsismo…
Un mundo conectado es una propuesta fílimica con mucho colorido, locura, confusión, delirio y bastante humor, que tendrá opiniones muy dispares que oscilarán seguramente entre la genialidad y el aburrimiento total. La excelente actuación de Christoph Waltz y su interesante personaje realzan en sobremanera a este ....
El (sin)sentido de la vida Hubo una vez un director que hacía películas vanguardistas y provocativas. Hoy, Terry Gilliam es apenas una sombra, un fantasma o simplemente una mala imitación de sí mismo. En este sentido, Un mundo conectado es una suerte de “grandes éxitos” de sus films anteriores (sobre todo de su clásico Brazil), sólo que esta vez nada funciona (salvo, si se quiere, el vistoso diseño de producción). Gilliam nunca fue un director sutil (la ampulosidad es una de sus marcas de fábrica), pero en los últimos año se volvió cada vez más y más obvio, redundante… ¡y menos gracioso! Pese a los conmovedores esfuerzos del aquí pelado Christoph Waltz por sostener el material que le toca en suerte (o en desgracia) casi ninguna situación resulta inteligente, inquietante ni divertida. Así, la película genera un efecto bola de nieve irritante en su acumulación de situaciones torpes y subrayadas. ¿De qué va Un mundo conectado? De las desventuras de Qohen Lethun (Waltz), un científico (o experto en tecnología, o algo así), un pobre tipo, neurótico, traumado hasta la médula, con problemas de personalidad (habla siempre de “nosotros”), tímido hasta lo fóbico, que trabaja a destajo para una corporación explotadora. Este antihéroe solitario espera que un llamado le explique el sentido de la vida… mientras lleva una vida sin sentido. Embarcado por decisión de su supervisor (David Thewlis) y su patrón (Matt Damon) en un proyecto denominado The Zero Theorem, empieza a vincularse con una psicóloga a distancia (Tilda Swinton), con la bella y seductora Bainsley (Mélanie Thierry) y con un entusiasta y joven asistente (Lucas Hedges), pero pronto descubrirá que todos forman parte de la misma confabulación. En esta distopía bastante berreta (la alienación, las omnipresentes publicidades, la realidad virtual que lo lleva a una playa paradisíaca) se hablará de “una abeja en un panal” y otras frases por el estilo que explican lo que ya queda suficientemente claro desde el primer fotograma. Gilliam parece haberse quedado sin ideas originales y cae demasiado seguido en la auto indulgencia y el piloto automático. Un film que, en definitiva, no me animo a recomendárselo ni siquiera a los más fieles seguidores del ex Monty Python.
Híper estimulados La rutina laboral y el tratar de encontrarle un sentido a su vida lo tiene a maltraer a Qohen Leth (Christoph Waltz) en Un mundo conectado (The Zero Theorem, 2013), de Terry Gilliam, un film que profundiza de manera irónica sobre muchos de los males que la hiperconectividad y el retraimiento individual han repercutido sobre las relaciones sociales. Qohen no concibe tener que salir de su casa para cumplir un horario en la empresa Mancom, dirigida por el "gerente" (Matt Damon), a quienes todos ven como la respuesta a algunos problemas existenciales. A regañadientes va, pero principalmente para que una junta médica pueda determinar su incapacidad, no para la tarea en sí, sino para acercarse a la empresa, algo que a él le disgusta y estresa. Se sumerge en algo que lo contamina y lo rechaza. El contacto con el otro (físico y mental) es algo que ha perdido, y mientras combate sus miserias y fantasmas, aparece en su vida Bainsley (Mélanie Thierry), una joven y bella mujer, fresca y desinhibida (lo opuesto a él) con quien creara un vínculo que con el correr de los días se fortalecerá y lo hará cuestionar sobre sus principios y creencias. Del encierro y el silencio pasara de un día para el otro a la apertura y la dicha, algo que para sus arcaicos esquemas no será algo viable. Porque hay otra razón por la que Qohen no desea salir de su casa, la inminencia de un llamado que le dé la respuesta exacta a su existencia, también es su más recurrente pesadilla, la de no estar ahí para atender. El amor por un lado y la comunicación latente, son las dos cosas que desvelaran a Qohen y que además determinaran sus decisiones, muy a pesar suyo. Un mundo conectado habla de la soledad en el acompañamiento y de la necesidad de estar todo el tiempo conectado a algún dispositivo. No importa si el contacto real no está presente, porque en la inmensidad del vacío del mundo virtual el otro inexistente me completa. Película que deambula entre la denuncia sobre una realidad que abruma, exagerados mecanismos de control y la búsqueda de respuestas a una existencia cada vez más vacía, Gilliam aprovecha su maestría y punto de vista particular para poder profundizar sobre aspectos de la condición humana y su relación con la tecnología. Año de películas que desarrollaron conceptos bastante particulares sobre este último ítem (Ella, La Corporación), Terry Gilliam, con su surrealismo, exageración y desbordes, brinda respuestas puntuales a la dualidad planteada desde el primer momento que el hombre encendió una máquina. El hombre, ¿domina a la tecnología o viceversa?
"Retratos de una obsesión" Plagada de verborragia sin sentido y protagonizada por un elenco reconocido y exitoso que pasa más tiempo en los carteles promocionales del film que en el propio metraje, el nuevo trabajo del siempre arrogante realizador Terry Gilliam no cumple con todas las expectativas puestas en él. Gilliam, del que no hace falta nada más que recordar su pasado en “Monthy Python” y alguna película excelsa dentro de su filmografía como lo fue “Brazil”, regresa después de un largo tiempo a la pantalla grande para ofrecer una irregular y bizarra historia de ciencia ficción protagonizada casi por completo por un único actor (el gran Christoph Waltz) y apoyada en un colorido y llamativo diseño de producción. La premisa de “Un mundo conectado” nos propone seguir de cerca la vida de Qohen Leth (Waltz), un extraño sujeto plagado de fobias que también es adicto a su llamativo trabajo: destruir elementos metafísicos que le permiten resolver problemas existenciales necesarios para el correcto andar de una inmensa compañía liderada por un sospechoso gerente (Matt Damon con un personaje intrascendente). A medida que la trama (por llamarla de algún modo) avanza, nos convertimos en testigos de cómo Leth empieza a sufrir otros martirios además del bloqueo mental que le impide resolver el denominado “Teorema cero”. Básicamente, la aparición de una infartante y provocadora mujer denominada Bainsley (la bella Mélanie Thierry) y un desfile de peculiares personajes que se denominaran “sus amigos” serán el punto de partida de una aventura para la cual nuestro “héroe” no está preparado. Intentando erigirse como profunda, cuando en realidad su principal característica es ser ambiciosa, “The Zero Theorem” se agita constantemente al ritmo de situaciones no muy claras, conflictos con poco peso y un eje central que promete ser digno de la ciencia ficción pero termina aproximándose demasiado a una historia de amor más del montón. Waltz, con una actuación que transmite de forma perfecta la incomodidad cotidiana que atraviesa su personaje debido a las frustraciones que castigan su desprolija vida, es quizás el único gancho que mantiene en vilo al espectador a medida que avanza el relato. Alguna que otra aparición de Tilda Swinton y ese tono sexy y payasesco que caracteriza al personaje de Mélanie Thierry también ayudan, aunque en menor medida, a levantar un poco los niveles de calidad del triste contenido que ofrece esta propuesta. De todas formas, y como ya ha pasado en otras oportunidades este año, el desembarco en la pantalla grande del más reciente trabajo de un artista de la talla de Gilliam parece motivo suficiente para que, aquellos que verdaderamente disfrutan de sus alocados mensajes y su exuberante poderío visual, tengan una cita en su cine más cercano. En cambio, si todavía no disfrutaste del humor, el sarcasmo y las siempre eficaces críticas sociales que definen el cine de este director, lo mejor será que arranques con producciones más indispensables como ”Los caballeros de la mesa cuadrada”, “El sentido de la vida“, “Doce Monos” u “Pánico y locura en Las Vegas”. “Un mundo conectado” puede esperar.
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Como “Brazil”, pero descremada El universo de Terry Gilliam es más vasto y fecundo que el del resto de los integrantes de Monty Python, el grupo inglés que integró, y con el que, además de programas de TV, realizó películas. Pero Gilliam, estadounidense que renunció a su ciudadanía y abrazó la bandera británica, fue mucho más feroz cuando inició su carrera como cineasta solista. Tanto, que J. K. Rolling, que lo quería como director de la primera Harry Potter, obtuvo un no rotundo de Warner Bros. Con Brazil como eje - Un mundo conectado tiene hasta tomas copiadas-, Gilliam volvió a remachar sobre la alienación, la búsqueda del sentido de la vida, el amor, el autoritarismo y la desesperanza, en un filme ciertamente mucho menos logrado, por momentos caótico y redundante, pero con la imaginería visual que se le conoce al egocéntrico realizador. Gilliam tiene en el centro a Qohen Leth (un rapado Christoph Waltz, coproductor del filme), algo así como un hacker que quiere descubrir, en un futuro tal vez no muy lejano, el sentido de la vida el que hablábamos antes. Trabaja para una compañía que lo explota, y aguarda una llamada telefónica que le diga para qué vive. Así de simple. Lo complejo es todo el andamiaje al que echa mano el director de 12 monos, rodando prácticamente en los interiores de una iglesia abandonada (el refugio y vivienda de Qohen), con personajes anecdóticos circulándole a su alrededor. Puede ser su supervisor (David Thewlis), el dueño de la empresa (Matt Damon), la psicóloga a distancia (Tilda Swinton) o, mucho más cercanos, una joven seductora (Mélanie Thierry) que de tanto seducir al tímido le dirá que no podrá poseerla, y un asistente (Lucas Hedges) que, aparentemente, lo quiere ayudar. Es que en el mundo de las apariencias es donde más se va desarrollando la trama. Pueden pronunciar mal su nombre (¿alguien volvió a decir Brazil?), habrá sueños y pesadillas y un ser tan solitario como temeroso y valiente, que al escuchar “estoy tan necesitada de que necesiten de mí” no sabrá qué responder. ¿Un Gilliam menor? Y, esperen a la última toma, después de los títulos.
Raquítica reflexión sobre el aislamiento Terry Gilliam, un director cuyo siglo XXI no ha sido particularmente brillante -por usar una fórmula que es puro eufemismo- une su película Brasil, de 1985, con Un mundo conectado. Un hombre, prisionero del sistema y de sus propios fantasmas y traumas, sueña con una mujer. La línea precedente describe ambas películas del cineasta, aunque la burocracia orwelliana de Brasil se ha convertido en una corporación colorinche (aunque igualmente opresiva) y la mujer soñada ahora es física y también virtual. Pero habrá que olvidarse de Brasil, o de lo que recordemos de ella, o de lo influyente y venerada que pudo haber sido. Un mundo conectado ofrece un planteo raquítico alrededor del intento de resolución del "teorema del cero" del título original. En eso, y en lo atormentado del protagonista, que vive en una iglesia fuera de uso y quiere salir lo menos posible, hay una conexión con Pi, de Darren Aronofsky. El mundo lleno de publicidad y de comunicación escasamente neuronal remite a la imprescindible Idiocracy, de Mike Judge, una de las películas clave del siglo XXI. Y la posibilidad de sexo virtual con trajes brillosos dialoga con El demoledor (con Sylvester Stallone y Sandra Bullock). Pero en toda comparación, en toda conexión, Un mundo conectado se diluye. Y se diluye y se destruye también sin esas conexiones: es un pantano cinematográfico vestido con muchos colores, diseño de producción plástico e hiperbólico (y falso) y mucha actuación exhibicionista. Christoph Waltz (que no parece el mismo actor que con Tarantino) y David Thewlis (que no parece el mismo actor que con Bertolucci) están a la deriva con sus gestos, con sus maneras enfáticas de pronunciar los diálogos, con la forma en que demuestran estar más allá de la película, en una guerra de histrionismos que sabe que no hay relato que la sostenga. Frente a las actuaciones de Waltz y Thewlis, Matt Damon con pelo platinado es un modelo de sobriedad y Tilda Swinton está del otro lado de la exageración: del lado del juego puro, en una pantalla y detrás de unos dientes ridículos (en un momento empieza a rapear, pero Gilliam no la deja avanzar). Porque detrás de todo este circo triste Gilliam esconde, tal vez, la peregrina idea de establecer alguna idea sobre la deshumanización hacia la que nos estaríamos encaminando. Quizá. Pero Un mundo conectado, con su muestrario de mesa de saldos de fragmentos de ciencia ficción y del cine previo del propio Gilliam, es una de esas películas en estado de confusión permanente: megalómanas, fallidas, irritantes. Un muestrario tedioso de la personalidad y las marcas registradas de un director que giran sobre el vacío, que confirma que el cine onírico de Gilliam quedó encerrado y aislado en el siglo XX.
Gilliam, unplugged ¿Tiene sentido decir que Terry Gilliam perdió la brújula? Porque más allá de ese norte ligado a un estilo visual bien definido, su cine siempre fue caótico, barullero, alucinado, tendiente a los extremos. En varias oportunidades la suerte no lo ayudó y su filmografía –una docena de largometrajes– incluye descomunales desastres de producción como Brazil y, más recientemente, El imaginario mundo del Dr. Parnassus, donde, a poco de comenzar el rodaje, sufrió la muerte de nada menos que su protagonista, Heath Ledger. Muchísimo menos ambicioso que esos dos films o su mayor éxito comercial a la fecha, 12 monos, Un mundo conectado (espantoso e injustificable título local para The Zero Theorem) semeja en esta etapa tardía de su carrera un clásico run for cover, ese término utilizado por Hitchcock para aquellas películas sacadas “de taquito”, antes de barajar y dar de nuevo. Previsiblemente, nada nuevo hay bajo el sol en esta fábula futurista en un universo devorado por el hiperconsumo que se presenta, desde la primera hasta la última imagen, como una sumatoria de clichés de la antiutopía social. La película es, en gran parte de su metraje, una suerte de unipersonal del vienés Christoph Waltz (favorito de Tarantino desde su inolvidable creación en Bastardos sin gloria), aquí pelado al ras y en la piel de Qohen Leth, empleado modelo de una megaempresa dedicada a... vaya uno saber qué cosa. Leth encarna la última versión del científico pirado, un híbrido Kafka-orwelliano atrapado en su propio laberinto de neurosis y anhelos espirituales. El diseño de producción recuerda, por momentos, al de Brazil, aunque su escala resulta infinitamente menor: el film fue rodado en poco más de treinta días (en Rumania, uno de los países productores) y la historia transcurre, en gran medida, en un único set, una ruinosa iglesia que hace las veces de aparatoso y barroco hogar para el protagonista. La llegada de una atractiva joven a la vida del solitario Seth, sumada a un encargo especial del dueño de la empresa (Matt Damon en plan cameo), pone patas para arriba su ordenada vida, poniendo en riesgo no sólo su integridad física, sino, fundamentalmente, una psiquis que parece sostenerse con la firmeza de una torre de jenga. El resto son viejos trucos y chascarrillos y da toda la impresión de que Gilliam delegó bastante de su poder a los departamentos de arte y diseño. Hay algo esencialmente obsoleto y falto de gracia en esta enésima reflexión sobre las realidades virtuales como reflejos de una falsa espiritualidad, y el intento de replicar por vía irónica los lugares comunes del thriller futurista sólo logra que el espectador desee un regreso a las fuentes clásicas. Allí están, por supuesto, los consabidos planos en escorzo, el uso del gran angular y los colores chirriantes como santa trinidad estética –que sólo los apóstoles de Gilliam apreciarán aquí acríticamente–, pero los resultados son apenas menos de lo mismo, no tanto un reciclado y puesta a punto como regurgitación refleja y espasmódica. La última película realmente estimulante del realizador, adaptación de la célebre novela de Hunter Thompson, ha cumplido quince años. Es de desear que su próximo proyecto, una película sobre viajes en el tiempo que tendrá como protagonista a la inmortal creación de Miguel de Cervantes Saavedra, haga recuperar a Gilliam esa chispa lisérgica que parece haber perdido. Un “Pánico y locura en La Mancha”, tal vez.
Futuro que se ve viejo Qohen Leth es un genio de las computadoras, que vive en un mundo controlado por Dirección, una oscura figura. Se le permite trabajar en su casa y así desde el interior de una capilla en ruinas, Qohen trabaja en la solución a un extraño teorema, un proyecto que podría descubrir todas las preguntas sobre la existencia. Terri Gilliam es un director de culto para toda una generación, pero su imaginario se ha vuelto cada vez menos interesante en el presente. Si bien sigue teniendo muchos seguidores, es más la superficie de su estilo lo que atrae que sus películas en sí mismas. Gilliam fue el menos conocido de los inolvidable Monty Phyton (dirigió Los caballeros de la mesa cuadrada) y fuera del grupo dirigió buenas películas como Los aventureros del tiempo y su obra más importante, Brazil. También Las aventuras del Barón Munchausen tuvo buena respuesta y gozó nuevamente de prestigio con 12 monos. Tal vez en Pánico y locura en Las Vegas mostró su poco interés en las narraciones tradicionales y es por eso que no deberíamos juzgarlo por su falta de ritmo y progresión dramática en sus films. Un mundo conectado se parece, y mucho, a Brazil, y aunque no es justo compararlas entre sí, al menos podemos recordar que Gilliam podía hacer buen cine dentro de su estilo personal. Su trazo grueso, su sátira sin sutilezas, acá agota más de lo que moviliza. Y a pesar de tener a su disposición una tecnología que le hace más fácil el camino de la ciencia ficción, la película se ve poco original con respecto a sus films de los ochenta.
El futuro que pasó En lo que se advierte es una capilla abandonada, Qohen atiende una llamada telefónica, pero que no parece ser la que espera. Claramente, allí vive una existencia rutinaria y con resignación, aislado del resto del mundo. Al salir, porque debe hacerlo para trabajar, sufre el bullicio de la calle y la violenta contaminación visual de una ciudad de un futuro no muy lejano. Qohen trabaja para una corporación conocida como la "gerencia", a la que le solicita poder trabajar en su casa, para así poder recibir la "llamada". Dado el buen concepto que se le tiene como profesional experto en computación se le otorga el permiso asignándole un trabajo: el teorema cero. Una premisa es clara, cero debe equivaler al 100 %. Existencialista, escéptica e irónica es esta nueva propuesta del siempre sorprendente Terry Gilliam. Como es habitual en sus obras, esta se destaca por su dirección artística; cada detalle de sus decorados, vestuario, iluminación. Este filme es el que más claramente remite a una de sus mayores obras: "Brazil". Aunque no alcance a redondear una propuesta tan firme, contundente como aquella. Esta vez Gilliam se mete ni más ni menos que con aquello que alguna vez junto a los Monty Pyt hon arremetió en clave de humor, el sentido de la vida. La razón de nuestra existencia es aquí examinada con fina ironía mediante personajes lejanos, antipáticos, reconocibles. Christoph Waltz se anima a salir del rol en el que Hollywood decidió encasillarlo, y elabora a su Qohen con dramática serenidad, lejos de todo cinismo, cercano a toda fe. Las breves participaciones de Tilda Swinton y Matt Demon dan algo de aire a un relato cerrado, críptico, por momentos sórdido e inescrutable. Tal vez, Gilliam se excedió en su dosis de filosofía existencialista. Como sea, no se trata de un filme más, sino de la obra de un artista con mayúsculas siempre dispuesto a arriesgar más. Algo que hoy vale oro.
Crítica emitida por radio.
A Terry le pintó el bajón. Hace muchos años que se viene esperando la gran película de Terry Gilliam que traiga de regreso a este artista con un relato que logre estar a la altura de lo que fueron clásicos como Brasil, Los caballeros de la mesa cuadrada, Bandidos del tiempo o 12 monos. La realidad es que desde Pánico y locura en Las Vegas (1998) el realizador no brinda una propuesta que tenga el mismo impacto que sus trabajos más conocidos. Un mundo conectado es un soporífero ensayo sobre el vacío de la existencia y la soledad que se desarrolla través de un film clautrofóbico, donde se extraña el humor del director por la sencilla razón que esto no es una comedia, sino una tragedia. La trama está ambientada en un mundo estrafalario cien por ciento Gilliam donde están presentes sus personajes excéntricos que vimos en otras obras de él. Sin embargo, el tono de este film se encaminó por otro lado. Cada tanto aparecen en la historia pinceladas de humor que están representadas en conceptos locos como La Iglesia de Batman o la psicóloga que interpreta Tilda Swinton que logra sacarte una sonrisa. Lamentablemente el interés que despierta en un momento el mundo en que se desenvuelve el perturbado personaje de Christoph Waltz luego se desvanece cuando el film se vuelve tedioso y reiterativo. Salvo por la relación que se gesta entre el protagonista y una joven prostituta, interpretada por Mélanie Thierry, el resto de la historia son fragmentos de la vida cotidiana del personaje de Waltz que no siempre se conectan entre sí. Esta producción en el fondo es mucho más superficial de lo que parece. El clásico refrán "el que mucho abarca poco aprieta" es una buena síntesis que define al guión de esta película. Gilliam aborda el tema del aislamiento social, el abuso de la tecnología y el dominio de las corporaciones para no hacer nada interesante con ninguna de estas cuestiones. Al final su crítica de la sociedad moderna termina siendo bastante tonta y banal. El director Spike Jonze abordó mejor estos tópicos en Her, una película más interesante. En el nuevo film de Gilliam cuesta bastante conectarse con los personajes de este relato que son densos y no generan ningún tipo de atracción. Prefiero quedarme con los aspectos más técnicos de este estreno que son fabulosos, donde sobresale el diseño de producción, los vestuarios y la fotografía de Nicola Pecorini, un frecuente colaborador del director. Si te gusta este cineasta de todos modos recomiendo ver esta película y dejarte llevar por la experiencia y ver que ocurre con eso. En lo personal Un mundo conectado fue la única película de Terry Gilliam que logró aburrirme en mi vida.
Salvo por algunos chistes de lo peor de Terry Gilliam El ex Monty Phyton Terry Gilliam tiene obras maestras y películas abismales, incluso ya en su mejor época como realizador, es decir los tiempos de la vanguardista "Brazil". Evidentemente ese film, sin duda su gran película por la que debe ser recordado, es la que lo llevó a seguir obsesionado con temas futuristas generalmente pesimistas y satíricos como, por ejemplo, el de la muy interesante "12 monos", y también el de esta nueva película que está entre los puntos más bajos de su trayectoria. Ya visualmente, "Un mundo conectado" es un pastiche multicolorido hasta lo insoportable donde Gilliam intenta, o eso parece, ponerse al día con los temas cibernéticos a lo largo de una historia sorprendentemente incoherente para lo mínima y elemental que es, pero al menos intercalada por chistes sobre el tema que algunas veces dan en el blanco (hay uno sobre la publicidad personalizada bastante eficaz, por ejemplo). La acción transcurre en un futuro cercano donde Christoph Waltz es una especie de hacker dedicado a resolver los grandes enigmas de la humanidad, salvo que el problema es que siempre hay alguna interrupción burocrática a sus pesquisas. Todo resabio de algo parecido a un argumento con sentido se va disolviendo a medida que avanzan los minutos, y como los chistes sueltos no siempre son muy eficaces, antes de promediar la proyección el espectador tendrá que asumir que está ante uno de los grandes desastres en la carrera del director de "Brazil". Esto a pesar de que el reparto tiene muy buenos actores, como Matt Damon y un David Thewlis que por momentos se destaca y hace pensar que el nivel podría mejorar, cosa que lamentablemente no sucede.
El futuro ya llegó En una entrevista el director Terry Gilliam confesó que cuando filmó Brazil, en 1984, intentó dibujar el mundo donde creía que íbamos a vivir. Con esa idea situó a su protagonista envuelto en una sociedad totalmente burócrata. En su nueva película, Un Mundo Conectado (The Zero Theorem), apunta otra vez hacia el futuro, en lo que nos convertiremos en esta Era de las Comunicaciones. En este caso, el protagonista se encuentra en pleno descontento con su entorno y efectúa su lucha contra la conectividad. Qohen Leth, es un ermitaño triste que vive en una capilla abandona y para no sentirse tan solo se refiere a si mismo en primera persona del plural. Su casa, oscura y derruida contrasta con los colores vibrantes y publicidades sonoras del exterior. Sintiéndose incómodo en su trabajo, una especie de Sacoa pero trabajo en serio, solicita a su supervisor realizar home/office, pero a cambio, deberá centrarse en resolver el teorema cero, un algoritmo complejo que vuelve loco a todos los que intentaron resolverlo. Para evitar el estado de paranoia Qohen es asistido de manera virtual por su terapeuta, interpretado por Tilda Swinton (un personaje un poco similar al de Snowpiercer); la visita de la sensual Bainsley que le provee cibersexo y Bob, el hijo de La Dirección. Con toda esta combinación de factores se plantean temas metafísicos como el todo es la nada, el sentido de la vida y la muerte, mientras distintas cámaras registran los movimientos de los personajes y símbolos religiosos acompañar su pesar. Terry Gilliam y la locura de un futurista. Por momentos, la trama divaga y pierde un poco el ritmo, pero resulta maravillosa la puesta realizada por Gilliam. Su estilo barroco tan característico, los efectos sonoros y los planos angulares, más la impecable actuación de Christoph Waltz y la participación de Matt Damon, hacen de Un Mundo Conectado una película perfectamente para desconectarse de todo y sumergirse en ese nuevo mundo saturado y resplandeciente, bajo la mirada de un renovado Gran Hermano. Si existe algo más para destacar es encontrar en una publicidad vial a Robin Williams como el reverendo de la iglesia de Batman.
Tal vez Terry Gilliam nunca fue otra cosa que un ampuloso diseñador de interiores con una sola idea narrativa en la cabeza, pero al menos durante buena parte de su carrera (su etapa en Monty Python y en filmes como BRAZIL y DOCE MONOS, básicamente) todavía no nos habíamos dado cuenta que todo su mundo empezaba y terminaba ahí. El resto de su carrera se limitó a modificar en mínimos aspectos esa estética grandilocuente, ese único tema fijo (la locura como liberación, la burocracia infinita, los traumas personales infantiles) hasta volverse, literalmente, tan monotemático como monocromático, aún en su explosión de colores. Uno ve una película de Gilliam, a esta altura, como quien va a un parque de diversiones, más cerca de la experiencia de un sketch paródico televisivo o un show de Cirque du Soleil que de otra cosa. Ese estilo conectó con cierto “momento” que se vivía en el mundo y especialmente en la Argentina. BRAZIL, en ese sentido, tuvo un impacto doble: ligado a sus preocupaciones temáticas y a su estilo por entonces novedoso. DOCE MONOS tenía a favor un gran guión y el antecedente de la película de Chris Marker. UN MUNDO CONECTADO, suerte de tercera parte de una trilogía distópica, es la versión (¿sin querer?) paródica de las anteriores: excesiva, grandilocuente, tan deshumanizada en su puesta en escena y en su interés por los personajes como la supuesta corporación que los tiene subyugados. the-zero-theorem-christoph-waltz2La historia de un hombre que trabaja en una corporación que lo obliga a encontrar una solución al problema del “Teorema Zero” (ese es el título de la película) no es más que la excusa para mostrar la vida de este hombre aprisionado por una sociedad de consumo que, pese a la excusa de ofrecerle todo servido en bandeja, no hace más que alienarlo y alienarlo. La angustia de Qohen Leth es clásicamente existencial: ¿para qué estamos aquí? ¿qué sentido tiene todo? La excusa narrativa que Gilliam encuentra para tratar ese problema es ponerlo a Qohen a esperar, desde siempre, un llamado telefónico que, de algún modo, le serviría para entender la razón de su existencia. Sí, el famoso “llamado”… El dueño de la corporación (Matt Damon), su jefe (David Thewlis), el hijo del dueño (un geniecillo de la computación) y una psicóloga virtual que lo atiende en su crisis (Tilda Swinton) acompañan a Leth (un calvo Christoph Waltz) en su tortuosa vida cotidiana de tratar infructuosamente de llegar a ese teorema, de poder conectarse emocionalmente con una mujer (la bella actriz francesa Melanie Thierry) y de, finalmente, intentar romper de una vez por todas con esa prisión, en cierto modo, autoimpuesta. the-zero-theorem-melanie-thierryPero si la trama es más o menos clásica en relación a cientos de películas de ciencia ficción distópicas, la puesta en escena, los diálogos y las actuaciones ampulosas del elenco acercan todo a una parodia de eso mismo, pero sin serlo (o si, nunca queda claro con Gilliam). El problema de UN MUNDO CONECTADO es que todo lo que Gilliam tiene para decir sobre estos temas ya se ha dicho (de hecho, ya lo ha dicho él mismo) y tampoco encuentra formas nuevas para decirlo. Finalmente, su obra es un círculo que se cierra sobre si mismo, oprimiendo a los personajes de la misma manera que la corporación que los tortura. Y a los espectadores nos termina pasando lo mismo: terminamos agobiados. Al tortuoso cabaret futurista de Terry Gilliam se le pasó la fecha de vencimiento. O, como dirían por ahí, “el futuro ya le llegó hace rato”.
Un mundo menos soñado The Zero Theorem, para la versión vernácula Un mundo conectado, es un film de ciencia ficción que pretende cerrar en su relato las verdades esenciales sobre el ser humano. En su paradigma futurista, ultra sofisticado, donde la informática reinó como para brindar satisfacción a todos los placeres de la vida (algo que parece muy actual, entendiendo nuestro tecnófilo modo de vida del siglo XXI), alcanza a plantear los vacíos básicos del alma humana, ante cuestiones elementales como cuál es el sentido de la vida, o cuándo llegará la llamada que nos cambiará, etc. La película trata sobre un personaje aislado de este mundo hiperconectado, quien trabaja para una mega empresa informática calculando entidades, y que esta empresa hace dinero con dicha información. Cansado de su ritmo monótono y su pobre vida social, decide recluirse en su casa a la espera de una llamada que le cambie su vida. Recluirse, si, literalmente, pues su casa no es otra cosa que una vieja iglesia monástica venida abajo. El personaje de características primitivas (Chistophe Waltz), lampiño, tosco, de pocas palabras, hace lo posible por conseguir realizar su trabajo desde su casa. Y lo consigue, a través del encargo de calcular el teorema zero, una especie de código universal que ordenaría el caos y llevaría toda la materia a una especie de agujero negro, o big bang en retroceso. El film parece una versión aggiornada de aquel que llevó a Terry Gilliam a destacarse como un director particular. No apunto a otro film más que a la joya de ciencia ficción, Brazil. En este caso, tenemos un personaje solitario y alienado por el sistema social, del que forma parte como pieza del mecanismo monstruoso dominante y que no pretende otra cosa que escaparse de ese paradigma de vida. En ese lapso aparece una chica (Mélanie Thierry) que puede llegar a marcar su deseo y hacerlo salir de su tediosa y monótona rutina. Pero a pesar de esta errática historia, en esta oportunidad la película plantea un universo futurista típico, casi como un resumen de tantos otros futurismos ya vistos en la pantalla grande, caótico, barroco, pleno de invasión de colores y sonidos, en este párrafo nada nuevo para sumar, con su particular estilo retro vintage que el director le aporta a sus creaciones. Pero el problema de afinidad que plantea la cinta es el intrincado entramado de salidas que propone a nivel narrativo. Ya bastante complejo es entender los motivos del personaje, como para encima abrir y tirar líneas y plantear asuntos que luego no termina de recuperar, cayendo en lugares y salidas difíciles de asimilar para el mundo que propone. Un mundo conectado entretiene, si, pero deja de verse interesante a medida que nuestro personaje empieza a perder interés en sus sueños, empieza a perderse en su propia fe, una especie de reducto inventado que comienza con el lúgubre hábitat de su capilla abandonada. Sumado a ciertas compañías que parecen no darle explicación y tratan más de confundir que de aclarar la historia, el relato no deja de ser una clásica experiencia cinematográfica de género, pero cargada de detalles, brillos y metáforas vacías que no concluyen en un trazado circular en la subtrama del film. En conclusión, un mundo hiperconectado, que hace perdernos en nuestros propios sueños.
Matemática ontológica. La filosofía y la matemática fueron separadas por la división académica de disciplinas en los ámbitos universitarios y científicos. Tras su separación, ambas se convirtieron en dos electrones fuera de control. La filosofía perdió su sustrato y la matemática olvidó la cuestión del ser y se convirtió en una herramienta vacua de la razón instrumental. Un Mundo Conectado (The Zero Theorem, 2013), la última película de Terry Gilliam tras su largo peregrinaje por la inconclusa quimera de Don Quijote, es una distopía capitalista con ecos estéticos de dos de sus films de ciencia ficción: Doce Monos (1995) y Brazil (1985). Apoyado en el guión de Pat Rushin, un profesor universitario de escritura creativa, Gilliam crea nuevamente una extraña y opresiva historia sobre la búsqueda del sentido de la vida. En esta historia de exploración ontológica de los teoremas matemáticos de la física cuántica, un solitario trabajador informático del futuro que se dedica a resolver ecuaciones, es encargado para resolver el “teorema cero”, una ecuación indemostrable e imposible que implica que cero es igual a cien. Como una metáfora nihilista, Qohen Leth (Christoph Waltz) busca la solución de este problema paradojal que implica que el orden es igual al caos y que el todo es igual a la nada. Como un monje de clausura eclesiástico, vive encerrado en una antiguo monasterio derruido al borde del colapso, donde experimenta su intrascendencia y pregona que todos nos estamos muriendo y que la única salida a todo este vacío y a la soledad es la llegada de una llamada procedente del más allá. El mundo en que Qohen vive es una sociedad que se evade de la insatisfacción con un exceso de estímulos que exalta la seguridad de la falta de contacto físico y busca sofocar los efectos de la intensidad de la interacción humana, mientras la decadencia de la muerte de los sentimientos golpea a través de la propaganda comercial ofreciendo sucedáneos que otorgan un anclaje de sentido al sinsentido del caos encapsulado que espera para explotar. El teorema cero es un réquiem a la decadencia, un homenaje a la descomposición del afán de lucro, que, parafraseando a Phillipe Sollers, no termina de morir e irrealizar la muerte en su intento de ordenar el caos, estableciendo en el inconsciente colectivo un miedo atroz a la alegría y a la toma de conciencia del vacío en que los personajes habitan. Con detalles metonímicos de una belleza y una agudeza abrumadoras, como los ratones viviendo de las sobras de los humanos de la misma manera que los trabajadores sobreviven de la caridad empresarial capitalista, y la incomodidad visceral de Qohen en la fiesta de su supervisor, The Zero Theorem nos deposita en medio del agujero negro de este universo en expansión para atraparnos en la gravedad de su densidad conceptual. Esta crítica mordaz a nuestra sociedad, que coquetea de forma obscena con el hedonismo para sumirse en la propaganda pornografía de la putrefacción planificada, marca el regreso de Gilliam a la exposición de la negación de la imaginación y la fantasía que pretende reducirnos a meros peones de un juego de control perverso. Bienvenido nuevamente a nuestros corazones…
La filmografía de Terry Gilliam no tuvo su mejor momento en las décadas del 2000 (hay que mencionar la mediocre Los Hermanos Grimm y la floja Tidelands), entre proyectos truncos -algo habitual para el realizador- y fracasos tanto comerciales como de crítica. Si la mejor película de esta era supo ser la apenas correcta El Imaginario del Dr. Parnassus (2009), poco es realmente lo que se puede rescatar de esta parte de la obra de un director cuyo curriculum en algún momento parecía impecable: Brazil es un clásico indiscutible de la ciencia ficción distópica, al igual que la monumental 12 Monos (12 Monkeys, 1995), Time Bandits es uno de los mejores films infantiles de los últimos 40 años, El Pescador de Ilusiones (The Fisher King, 1991) fue el punto máximo de la carrera de Robin Williams, mientras que El Barón Munchasen y Pánico y Locura en las Vegas encontraron su público tardíamente pero bajo el mote para nada despreciable de "película de culto". CIertamente son estos los títulos que ilusionan a los fanáticos cada vez que se anuncia que el otrora Monty Python está por concretar un proyecto. Lamentablemente, películas menores y olvidables como Un Mundo Conectado (The Zero Theorem) son lo que destruyen y encaminan al director hacia un triste epílogo. La desilusión, para colmo, en este caso es doble: la clara inspiración e influencia proviene de su mejor película, Brazil, y es por eso que uno termina preguntándose qué pudo haber fallado. La respuesta lógica parece encontrarse en su propio estilo, aquí desbordado. Y es que cuando abundan los colores, si el pincel se encuentra en mal estado, el resultado no parece ser arte sino un mero mamarracho. Y en este teorema incongruente y apabullante, el trazo lamentablemente va por ese lado. Cristoph Waltz interpreta a un antisocial programador con una exageración que, sospechamos, viene de la dirección y no es fruto de su autoría, mientras que Mélanie Thierry aporta al relato una dosis de sensualidad francesa y no mucho más. Ambos protagonistas conviven en un mundo saturado de publicidades, aislamiento cibernético, sobredosis de información en miles de millones de bites y un oscuro vacío apenas comparable a un agujero negro, que literalmente separa fragmentos de la historia. El mejunje que interconecta a estos personajes emana del problema del título, una incógnita a resolver que termina inevitablemente en la nada misma. El mismo resultado al cual lamentablemente arriba esta película.
Conectados al vacío Las primeras imágenes de Un mundo conectado, el último exabrupto audiovisual de Terry Gilliam, lo muestran a Chistoph Waltz frente a una enorme pantalla, interactuando y atendiendo un teléfono donde nadie responde. Lo que espera escuchar el sujeto en cuestión es la respuesta al “sentido de la vida”. El tamaño del monitor y la expectativa del personaje son proporcionales al universo del director y esta película no es la excepción. En efecto, la concepción del cine que tiene el ex Monty Python nunca se caracterizó por la mesura ni por la solidez narrativa. Su barroquismo siempre evidenció la preferencia por consolidar un majestuoso diseño de arte antes que cualquier idea. Este film parece ratificarlo. El protagonista, Qohen Lethun, un antihéroe fóbico, encerrado en una catedral abandonada y que habla en primera persona del plural, se encuentra involucrado en un siniestro proyecto denominado The Zero Theorem. Este punto de partida conduce a un encadenamiento de hechos azarosos que remiten a un centenar de películas que ya han hablado de estas visiones distópicas, lo que genera una constante sensación de anacronismo. Es en este universo multicolor saturado de ruidos, publicidades y frases que denuncian el hiperconsumo por donde se mueven los personajes, exagerados en sus gestos, caminando como marionetas. Pese a la construcción genérica vinculada con las ficciones científicas, el efecto de cada fotograma está más cerca del ridículo que de una actitud crítica frente a lo que se observa. Esto último parece obedecer, por lo menos, a dos razones. La primera tiene que ver con la saturación que producen las imágenes, cargadas de artificio, que no dan margen de respiro a la retina ni al pensamiento; lo mismo ocurre con las palabras que conforman sentencias cuyo único fin es explicar lo que se ve y que se caracterizan por la misma ampulosidad. Por ejemplo, “vivimos en un mundo caótico”, “no se consigue nada si estás desconectado”, más cerca de un libro de aforismos que de un guión inteligente. La segunda habla de un paso en falso en cuanto a la elección del género. Gilliam siempre estuvo más cerca del imaginario de los cuentos maravillosos, con sus escenarios recargados y sus personajes gesticulantes. Se nota en cada momento de la película que hay un esfuerzo por encastrar este mundo en otro que le es ajeno, el de la ficción futurista que, por otra parte, parece demandar siempre un discurso fuerte. Contrariamente, lo que tenemos aquí es un ejercicio de imaginación desbordada que deviene en un cotillón de frases vacuas e insustanciales, sumadas a hechos ya mostrados en pantalla demasiadas veces. Sólo se sostienen pocos momentos graciosos y algún atisbo de humanidad en los vínculos que mantiene Qohen con una vecina y con el hijo del líder corporativo, pero pronto son desarticulados para enfatizar una vez más ese marco visual abrumador. A esta altura del partido, se prefieren los simpáticos obesos consumidores en el espacio de películas como WALL-E que esta galería de clichés en clave lisérgica.
Luchando contra molinos de viento Posiblemente sea la maldición de El Quijote. Desde que Terry Gilliam ha intentando llevar a la pantalla grande su propia visión de la novela de Cervantes Saavedra, nada le ha salido demasiado bien. Tampoco es un realizador que goce de demasiada buena suerte propia, pero aún con altibajos, el creador de las secuencias animadas de los Monty Python ha tenido obras interesantes a lo largo de su trayectoria para ser tomado en serio. Desde Los Viajeros del Tiempo hasta Pescador de Ilusiones, pasando por su mayor éxito, que fue Brasil hasta el tremendo fracaso de taquilla que resultó Las Aventuras del Barón de Münchausen, Gilliam, siempre estuvo a la búsqueda de una nueva obra que lo catapulte al reconocimiento artístico y la reconciliación comercial en Hollywood. Probó suerte con producciones ostentosas como Los Hermanos Grimm (con Matt Damon y Heth Ledger) y obras muy independiente como Tideland. Ni una ni otra tuvieron repercusión. Se podría decir que en los 90s consiguió notoriedad con dos films, ahora de culto, como 12 Monos o Pánico y Locura en Las Vegas. Y de hecho, se encuentran, ambas entre sus productos más “aceptables” de los últimos años. Pero lo cierto es que desde que los Python se separaron – siguen solamente haciendo presentaciones en los escenarios de vez en cuando – a Gilliam le costó reconciliarse con el cine, y sigue añorando la buena cosecha de Brasil. Y mientras sigue luchando contra la fatiga que le produce no encontrar productores para El Quijote – ya la quiso filmar una vez, y tuvo que abandonar el proyecto porque tuvo mil y un problemas durante el rodaje – busca ideas acordes con su imaginación. Sus dos últimas películas, El Imaginario Mundo del Doctor Parnassus y Un Mundo Conectado, son historias melancólicas y pesimistas, pero no de un artista joven y existencialista, sino de un realizador agotado, cansado. Y si bien, se pueden disfrutar algunas ideas aisladas, así como destacar las interpretaciones de sus protagonistas, ambas se ven como una manera que tiene Gilliam de revolver el caldo de las viejas ideas. Si Parnassus tenía una conexión con Münchausen, Un Mundo, se puede leer casi como una secuela de Brasil. Al igual que el personaje de Jonathan Pryce, el protagonista, Qohen Leth – Christoph Waltz – es un empleado burocrático, que vive en un mundo rodeado de publicidades consumistas, observado por un gran lider empresarial – Matt Damon – que le da trabajos conectado a una computadora. Qohen es un personaje bastante particular, neurótico y esquizofrénico. Habla de sí mismo en forma plural, espera que lo llamen para explicarle el sentido de la vida y habita dentro de una iglesia derrumbada. Mientras que la sociedad se hunde en la miseria, el cielo está empapelado con imágenes holográficas – parecidas a las de Wall E – que obligan a las personas a consumir comida chatarra. Cuando el jefe de Qohen – el gran David Thewlis – lo obliga a cumplir una tarea que nadie ha resuelto llamada el Teorema Zero, Qohen empieza a realizarla desde su casa, al tiempo que se relaciona con una stripper, y el hijo del gran líder, que lo ayuda a resolver el famoso “problema” matemático. street Los primeros 45 minutos del film atrapan porque la atmósfera y la interpretación de Waltz son atractivas y divertidas. Entre la ciencia ficción y el humor irónico, oscuro, que caracteriza a Gilliam, Un Mundo Conectado se deja ver, no porque sea entretenida, sino por el misterio que rodea este nuevo universo, típico, de la cabeza del realizador. Sin embargo, en su segunda mitad, la película comienza a repetirse. Las ideas se agotaron, y se suceden escenas cuasi teatrales, con los mismos personajes dando vueltas sobre los mismos lugares, manteniendo diálogos trillados y monótonos. Gilliam introduce secuencias oníricas, salidas de anuncios comerciales de la década del 60, para quebrar el tedio, pero ya el daño está hecho, y aún cuando Qohen consigue evolucionar como personaje, la película termina perdiéndose dentro de un agujero negro. La creatividad visual de Gilliam no consigue mantenerse a flote. Quizás por falta de presupuesto, quizás porque el guión no es tan profundo o inteligente como pretende ser. O quizás porque Gilliam se quedó en los años 80 y nada de lo que nos presenta como crítica social – la sociedad tecnologizada, la diferencia entre las clases sociales – es novedoso. Porque ya lo vimos en Brasil y 12 monos, incluso. Gilliam se copia así mismo, pero se copia mal. El resultado es nuevamente decepcionante. Quizás, algún día, consiga encontrar el sentido a su vida u obtener su Santo Grial, pero lo seguro es que hasta que no venza a los molinos de viento que le impiden concretar su propia versión de El Quijote – así como Qohen no puede resolver el Teorema Zero, acaso la mejor metáfora de la película – los trabajos de Terry Gilliam, seguirán padeciendo de esa sensación de insatisfacción personal con su propio mundo, de algo incompleto, a medio terminar como la versión de El Quijote del gran Orson Welles.
Teorema futurista La vigencia de un Terry Gilliam auténtico y esencial es el principal atractivo de Un mundo conectado, que, como no podía ser de otra manera viniendo de su mano, es ambiciosa y también, muchas veces, deslumbrante. Luego de algunos años de silencio y un par de realizaciones no tan logradas (especialmente la farragosa El imaginario del Doctor Parnassus), el director de Brazil y Doce Monos aborda una realidad global retro futurista –como a él le gusta–, tan conectada como reza el título en castellano como desvinculada de la esencia humana, pero sin caer en postulados desesperanzados y opresivos del recurrente subgénero posapocalíptico. Llamado en verdad The Zero Theorem, se refiere a la obsesión por la resolución de un extraño teorema por parte del protagonista, un proyecto que podría terminar de descubrir que la existencia individual es parte de una totalidad, entre otras teorías reflexivas acerca de la evolución y la involución de la vida. Con su intransigencia acostumbrada, Gilliam construye una gran experiencia audiovisual, sostenida por una enorme caracterización de Christoph Waltz, bien acompañado por el gran David Thewlis, Mélanie Thierry y un inesperado Matt Damon. Más allá de logros estéticos y creativos, y de mantener en un digno estado a un género a veces frivolizado, vapuleado e incomprendido como el de la ciencia-ficción, Un mundo conectado funciona fundamentalmente como para festejar el regreso, y en su mejor forma, de un cineasta inconfundible.
El imaginario de Terry Gilliam vuelve a ponerse a prueba. No debería ser así porque tal imaginario ya superó con creces todas las pruebas posibles. Así como sucede con Wes Anderson, el mundo cinematográfico creado por ex integrante de los Monthy Python ya tiene fisonomía propia desde “Los aventureros del tiempo” (1981) a esta parte. Sin tener en cuenta lo realizado en los ’70, porque casi todo fue con el grupo cómico, es posible que según el género haya diferencias y debamos agrupar “Los aventureros…” junto a ·Las aventuras del Barón de Munchausen” (1990) y “Los hermanos Grima” (2005). En otro concepto estético estarían “12 Monos” (1995) y “Brasil” (1985). Justamente de esta última, el estreno de hoy, “Un mundo conectado”, vendría a ser de este grupo aunque un par de escalones abajo. Porque no es en lo visual en donde Gilliam se pone a prueba en forma constante, sino en qué hace con todo ese universo. La primera imagen es la de una especie de agujero negro espacial que se va fundiendo hasta entrar en la cavidad craneana de Qohen Leth (Christoph Waltz). A éste hombre lo vemos obsesionado con dos cosas: Poder conseguir por parte de la empresa monopólica (se da a entender) un certificado que le permita trabajar desde su domicilio. De esta manera puede atender el ansiado llamado del cual vive pendiente para que le respondan sobre el significado de su existencia. Su otra obsesión es descifrar “El teorema cero” (tal el título original), teorema que irónicamente probaría que la existencia no tiene ningún sentido. Semejante propuesta comienza a tener algunas pinceladas jugosas e interesantes al presentarse ante el espectador. Estamos en un futuro en el cual la publicidad digital proyectada en la pared persigue a los transeúntes con sus argumentos de ventas. Los autos son diminutos, de consumo rápido. Los valores espirituales están prácticamente ausentes y deteriorados. Qohen vive en una iglesia adquirida a bajo precio por su estado de dejadez. La sociedad se volvió adoradora del consumo rápido. Hasta el sexo o el psicoanálisis se dan en forma virtual. El contacto se perdió. Es así, que rara vez el realizador inglés se quede con sólo un tema de conversación. Desde el vamos este planteo de ciencia ficción filosófica no es nuevo ni para el cine ni para este director. De alguna manera, esta hermana boba de “Brasil” va por ese camino. Hay una cuestión a tener en cuenta: esta es la era de la comunicación y sin embargo este futuro planteado en el guión no parece poder abarcar el concepto o lo hace en forma “amesetada”. Como si mostrar una sociedad convertida en “emoticons” multicolores fuera igual de trascendente que la cuestión metafísica. El texto de “Un mundo conectado”, al revés de las citadas anteriormente, colisiona contra la dirección de arte, por ejemplo en el hecho de que el protagonista habla de sí mismo en tercera persona del plural, mientras trata de integrarse en una fiesta cuasi lisérgica que muestra formas y códigos del futuro. Sería coherente si no fuera porque esta distopía no parece buscada, sino una consecuencia de la falta de los engranajes necesarios para amalgamar el discurso con la imagen. Todo parece ser. De a ratos la sensación es la de estar viendo las sobras de alguna cena. Viejos bocetos de proyectos rejuntados y redefinidos para la ocasión. De todos modos, estamos frente una filmografía conceptual. Mucho se perdió también en la espantosa proyección de prensa con asqueroso sonido, incomodidad en la sala, etc. Es posible que una segunda visión aclare mejor un panorama que se presenta por momentos confuso, por otros con exceso de vertiginosa información. Terry Gilliam no deja de ser un ilusionista nato que da su versión del mundo globalizado con esta fábula. Para ver y debatir.
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Zero Theorem Zero Theorem (2013) es una película de Terry Gilliam cuyo sentido último es preguntarse sobre el sentido de la vida. Consiste en la última entrega del “Tríptico Orwelliano” de este director (junto con Brazil (1985) y 12 Monos (1995), en el que se nos muestran los aspectos distópicos del mundo en el cual vivimos, ambientados en un futuro indeterminado pero no muy lejano. Básicamente es un bodrio exasperante enmarcado en el rubro Ciencia Ficción, variante Distopías. El futuro que nos muestra es bastante asqueroso: una especie de Metrópolis de fines del Siglo XXI en donde las fuerzas del mercado imperan sobre un caos de colores chillones, gente estúpida, órdenes ridículas, autitos de tamaños mínimos, mal gusto informático, profesiones extrañas y propaganda por doquier. Sí, una pesadilla paranoide parecida al presente pero peor. Mi consejo principal es que habría que fusilar al guionista, el debutante Pat Rushin. Consultado el propio director de la película, Terry Gilliam, sobre el sentido de Zero Theorem, este señaló: “Cuando hice Brazil en 1985 traté de mostrar el mundo en el que yo pensaba que vivíamos en ese entonces. Zero Theorem es una visión del mundo que creo que estamos viviendo ahora. (…) Pat Rushin me intrigó con las muchas, interesantes, preguntas que surgen en su graciosa, filosófica, conmovedora historia. ¿Podemos encontrar la soledad en este mundo cada vez más interconectado? ¿Está nuestro mundo bajo control o es simplemente un caos? (…) Hemos tratado de hacer una película a la vez honesta, divertida, hermosa, inteligente y sorprendente (…) No es parecida a nada que hayan visto últimamente (…) Hacía tiempo que no trabajaba con tan poco prespuesto [por lo que] hemos realizado salvajes saltos creativos…”. En síntesis: me cago en nuestros tiempos, el guión es un bodrio, filmé borracho, la peli hace agua por los cuatro costados, qué querían que hiciera con las cuatro chirolas que me tiraron… En fin. La crítica “seria” fue mayormente cruel con el pobre Gillian. Dos perlas al respecto: Kyle Smith, del New York Post, señala: “La racha de 20 años de películas malas de Terry Gilliam sigue con Zero Theorem, otro proyecto más cuya narrativa acaba tragada por su diseño”. Por su parte Carlos Boyero, del diario español El País, alude a una “…estética desquiciada, barroquismo indigesto (…) diarrea verborreica, una empanada mental notable.” Coincidimos. Una detallada sinopsis de la peli puede encontrarse en el sitio web IMBD (http://www.imdb.com/title/tt2333804/synopsis?ref_=ttpl_pl_syn). El problema es que está en inglés. Para hacerla corta: Qohen Leth (Christoph Waltz) es un programador excéntrico que se refiere a sí mismo siempre en plural (“Nosotros preferimos trabajar en casa…”; “No nos gusta trabajar aquí”, “Preferimos que no nos toquen”, etc.). Trabaja para una compañía llamada Mancom, término que podría traducirse al castellano como “Comando Humano”. El tipo padece de una angustia existencial importante, y está siempre a la espera de un llamado telefónico que le va a transmitir cuál es el sentido de la existencia. Por si el público es idiota o se intoxicó con pochoclos mientras la miraba, la peli refuerza el sentido de fe religiosa de Qohen Leth haciéndolo vivir en una especie de ex-iglesia, con crucifijos, estatuas de la virgen y todo eso. Al mismo tiempo, al personaje se le encomienda una tarea absurda: demostrar el problema matemático denominado Teorema Cero al 100%, consistente en asumir que la vida no tiene sentido como consecuencia del evento físico conocido como “Big Crunch” (lo opuesto del “Big Bang”). En efecto, cada tanto se nos muestran imágenes de una especie de gigantesco agujero negro donde confluye toda la materia del universo y se funde, o desaparece, o se recicla, vaya uno a saber. O sea: su tarea es demostrar que su fe en el sentido de la vida no tiene ningún sentido. Como ni el autor de la idea, ni el guionista, ni el director tienen el menor indicio de cómo se resuelve esta tensión, al final hay explosiones, saltos hacia el agujero negro y fusión de partículas. De todos modos, A esta altura lo único que querés es trompearlo al director. No jodamos, el tipo hizo Brazil y Doce Monos, entre otras. No te puede salir con esto. Aparecen unos pocos personajes adicionales, todos mayormente disparatados. Qohen hace terapia con la Dra. Dr Shrink-Rom (Tilda Swinton), en realidad un programa informático (mejor dicho: una parodia de la inteligencia artificial) al que Qohen le cuenta sus pesares (por ejemplo: “Por el momento, no sentimos felicidad alguna”). Su superior inmediato, el supervisor Joby (David Thewlis, ese actorazo) es como la representación de todo lo que está mal en el Cosmos. Refiriéndose a la demostración del Teorema Cero, por ejemplo, acota: “El todo suma a la nada”. Qohen intenta, y lo logra, acercarse al jefe último de Mancom, conocido como “la Gerencia” (un medido, sosegado Matt Damon) para pedirle que lo dejen quedarse en su casa (la iglesia, la fe, por si no lo recuerdan). La Gerencia se lo permite, a condición que trabaje en el proyecto Teorema Cero (o sea, en lo diametralmente opuesto, por si lo habían olvidado). Suponemos que para distraerlo en medio de tan magno proyecto (en un momento, Qohen rompe su compu a martillazos en medio de una crisis), la Gerencia le envía a su propio hijo, Bob (Lucas Hedges), una especie de superhacker, y a Bainsley (Mélanie Thierry), especialista en cibersexo. Hay numerosas interaciones emocionales con ambos (sobre todo con Bainsley), incluyendo decepciones. La vida te da sorpresas, Qohen. El estilo general es Gilliam en estado puro: raptos de acción sin sentido, humor surrealista, contrastes que te caen como una trompada a las costillas, etc. Los cambios de luz te hacen doler la vista, los colores fluo te marean, las entradas y salidas de los personajes tienen algo de obra de teatro de barrio; todo es vertiginoso, inclusive en las escenas de quietud, con cabos sueltos en un 98%. Ojo: no necesariamente es horrible todo esto. Uno piensa en Brazil todo el tiempo; lo que ocurre es que en Brazil había una historia, mientras que la sensación general es que en Zero Theorem la historia se fue resolviendo sobre la marcha, a veces con ganas, a veces sin ganas, casi siempre con pocas ideas. No todo es decepcionante en Zero Theorem. Estamos hablando de Terry Gilliam, un superdotado del cine distópico al que seguimos queriendo por cosas como Brazil y 12 Monos. Hay un carril de la película, por encima o por debajo del torrente visual al que se nos somete, que nos transmite una sensación de rara armonía en esta historia inverosímil. Un tono en la mirada apagada de Qohen, su reproche silencioso a un mundo que le resulta fudamentalmente ajeno. La película hace recurrentes referencias visuales a una especie de isla-paraíso, en la cual se puede comer langosta, tomar champagne, bañarse en la playa, tomar sol y jugar a la pelota mientras se mira el ocaso. Todo lo opuesto al horrible mundo paranoide y chillón que ocurre al traspasar la puerta de la casa-iglesia de Qohen. Suponemos que se trata de una metáfora: a la vida hay que aceptarla tal cual es, sin hacerse demasiadas preguntas sobre su significado último. El problema es que a la isla se accede a través de una conexión virtual y en compañía de una puta, los colores son falsos y el escenario huele a cartón pintado. Ay, Terry. ¿Qué quieren que les diga? Uno comienza a cansarse de estas visiones anglosajonas del mundo, esta permanente aceptación de la doctrina neoliberal del TINA (There Is No Alternative), de que no hay alternativa a un mundo dirigido por corporaciones anónimas en donde el 1% de la humanidad disfruta y el resto sobrevive como puede refugiándose en las morondangas del individuo. Basta, chicos, afíliense al sindicato y recuperen el sentido de especie, de comunidad, de cultura. En una de esas cambian el chip y hacen mejores películas.
Publicada en la edición digital #266 de la revista.