Camino a Estambul es una película más que interesante, con una excelente ambientación y fotografía, que merece su visión en pantalla grande. Para decepción de varios, a pesar que en el comienzo de la proyección leemos que está basada en hechos reales, lamentablemente el personaje que encarna Crowe es ficticio. En...
La prole diezmada Con el transcurso de los años las variantes del cine bélico se han ido amontonando en los productos actuales de una manera azarosa, como si el relativismo discursivo y formal fuese el horizonte en una época de nulo compromiso ideológico. Si bien nunca será del todo nocivo reemplazar el fundamentalismo de antaño y el cúmulo de subdivisiones tajantes con una amalgama de elementos superpuestos, tampoco deberíamos caer en el purismo de la mixtura sin ton ni son, porque equivaldría a una sustitución de términos pero conservando el andamiaje estructural de antes y para colmo vaciándolo de energía: desde hace tiempo las contradicciones a nivel del contenido dejaron de ser sinónimo de efervescencia conceptual.
Ecos diferentes de la guerra El lazo que une a un padre con sus hijos es de los sentimientos más fuertes y puros que movilizan al ser humano. Camino a Estambul (The Water Diviner) es una historia de amor que trasciende cualquier frontera política, moral y hasta el falso patriotismo histórico. Russell Crowe, en su primer desafío como director, con un argumento sólido y bien orquestado, toma una historia verídica promovida por un móvil de familia y sacrificio. El granjero australiano Joshua Connor (Russell Crowe), viaja cuatro años después de la primera guerra mundial a Galípoli, Turquía, para buscar a sus hijos, o lo que la guerra dejó de ellos. En su afán desesperado para encontrarlos y llevarlos a casa, une fuerzas con el Comandante rival turco Hasan (Yilmaz Erdogan), quien estuvo al frente de mando en la batalla donde tuvo las últimas noticias de ellos. Connor carga en todo el film con un dolor del cual no le es propio a él sino a sus gobernantes y políticos: la presión de la culpa por no guiar a sus hijos en la adultez, gracias a que la guerra les quitó su futuro. Solamente se permite sanar a medida que va conociendo a Ayshe (Olga Kurylenko), con su hijo Orhan, quien es la propietaria del hotel donde se hospeda en su travesía por saber la verdad sobre el destino de sus chicos. Con un argumento fuerte y emocionante, Crowe cambia el espíritu desolador que lleva las consecuencias de la guerra por otro donde el perdón y el fraternalismo entre pueblos existe. Más allá de un dialecto o cultura distinta, todos son seres humanos: padres. Así es su relación con Hasan, en quien encuentra un confidente y hasta un amigo que resulta clave para develar el paradero de los jóvenes. Filmada en su totalidad en Australia, Camino a Estambul cuenta con una ambientación determinante para hacer sentir al espectador como si caminara hacia una tormenta de arena o pudiera percibir el calor a flor de piel en las locaciones casi desérticas de la Turquía rural. La fotografía acompaña en su plenitud a Crowe por influenciarse en las emociones que transmite el reparto como también cada escenario del film, con las historias que emergen de cada uno. No se trata de una película simplista que habla sobre el dolor de un padre por la pérdida de sus hijos en batalla. Es una crítica de las carencias egoístas que emana el ser humano, donde la política y la economía son los únicos beneficiarios y los que mueren son siempre los mismos, una y otra vez.
Agua que has de encontrar Camino a Estambul (The Water Diviner, 2014) marca el debut como director del australiano Russell Crowe, algo que es más que notable en su tempo de ingenua ansiedad. Más allá de los resultados, la intención del film es mostrarnos un retrato sobre lo catastrófico, sobre un duelo familiar y la resonancia de él en un mundo de posguerra. La idea del film comienza con un hallazgo del guionista Andrew Anastasios, quien en el medio de otro proyecto queda fascinado por una frase de una carta de un oficial Australiano: “Un viejo hombre logró llegar hasta aquí desde Australia buscando la tumba de su hijo”. El resto, literalmente, es historia. La hazaña de Joshua Connor (Russell Crowe) comienza en Australia en 1918, en un campo donde al parecer sólo él y su esposa residen. Colmada por la angustia del duelo de sus hijos desaparecidos en la guerra, Eliza (Jacqueline McKenzie) se encuentra distanciada de su marido, y poco después de conocerla, somos testigos de su final. Ante semejante tragedia, a Joshua ya no le queda nada en la vida, excepto tal vez poder encontrar los cadáveres de sus hijos, y traerlos de vuelta a casa para honrarlos y acercarlos a su madre. Tres meses más tarde, encontramos a Joshua en Constantinopla, en donde conocerá al pequeño Orhan (Dylan Georgiades) y su madre Ayshe (Olga Kurylenko), quienes lo ayudarán a traspasar los controles británicos y poder llegar así a la zona de combate en donde desaparecieron sus hijos. Formando un inesperado vínculo con los otrora enemigos de sus hijos – el Comandante Hasan y el Sargento Jemal (Yilmaz Erdogan y Cem Yilmaz) – y guiado por su instinto que lo persigue en sueños, Joshua llega más lejos de lo que jamás hubiera esperado. Desde que vemos a Joshua por primera vez, sabemos que el granjero posee la misteriosa habilidad de detectar buenas ubicaciones para pozos de agua, un hecho que a lo largo del film va transformando la historia en un relato más cercano al realismo mágico que a la típica película bélica /de época (Esta intuición se refuerza con las vagas referencias que se hacen a “Las Mil y Una Noches”). Y a pesar de que este desvío es riesgoso, no constituye un problema a grande escala. La falla principal del film, en todo caso, es auto-inducida: al concebir su protagonista, Crowe no se da mucha tela para cortar. El personaje de Joshua es más bien chato, y su arco de evolución pasa de inexistente a fugaz en un santiamén. A lo largo del film es inevitable preguntarse: ¿Cómo, y por qué, un padre tan protector deja que sus tres hijos se vayan?. Y en todo caso, si así fue, ¿Cuál es su momento de anagnórisis, más allá de las circunstancias externas que parecen llevarlo por azar de un lugar a otro?. No hay muchas respuestas. Lo único que nos queda es un contexto interesante atravesado por una versión alplax del macho clásico, el típico hombre estoico que derrama una sola lagrima y continúa con su camino. En cuanto a los flashbacks - que abundan en la película - casi todos parecen puestos al azar, como una suerte de salvavidas narrativo cuando la primera historia se agota, y para sacudirnos un poco con visiones y ecos truculentos de los combates. Hay un solo flashback - el cual involucra a los tres hijos de Joshua - que sí es significativo narrativamente, al mismo tiempo que logra transmitir la brutal realidad del combate. Pero incluso este último es sobre usado y termina perdiendo efecto. Dicho esto, cabe aclarar que no todos los recursos del director primerizo están malgastados. Una de las mejores apuestas de Crowe es el lado técnico: la fotografía de Andrew Lesnie (de la trilogía de El Señor de los Anillos (Lord of the Rings, 2001-2003) es impecable como siempre, y sella su camino al ser la última producción de esta leyenda que falleció el pasado Abril. El corazón de la historia que Anastasios y Crowe quieren contar también es interesante, porque a pesar de que el tratamiento sobre las consecuencias de la guerra no es nuevo, sigue siendo refrescante. Su mayor riqueza es reconocer ambos lados de las trincheras sin justificar ninguno, y analizar el papel de la humanidad que parece perderse en el combate cuerpo a cuerpo, dejando a miles como simples cadáveres no reconocidos, sobre los que todas las naciones cantarán pero a los que nadie querrá recordar. Que al director le falta camino es innegable, pero es un recorrido que vale la pena seguir.
Fallida ópera prima. El debut de Russell Crowe como director de un largometraje no es de lo más auspicioso, a pesar del buen recibimiento que la película está teniendo por parte de un sector de la crítica. Lo cierto es que The water diviner no es un desastre colosal, pero es una propuesta fallida en múltiples aspectos. Si tuviera que definirla con apenas un adjetivo, diría que The water diviner es despareja. Cinematográficamente, por ejemplo, es un filme que la mayoría del tiempo se ajusta a muy buenos estándares de dirección, pero por momentos exhibe escenas toscas e inverosímiles. Hay grandes contrastes cualitativos a lo largo de la cinta, que se las ingenia para mezclar lo bueno y lo no tan bueno del cine en un mismo proyecto. Es inusual encontrar una película que puede sorprender con fotografía impactante y a la vez presenta los títulos con tipografía digna de un youtuber adolescente... y poco talentoso. Pero más allá de los conflictos técnicos que pueda evidenciar la propuesta, el mayor problema de The water diviner se encuentra en su veta narrativa. Russell Crowe da inicio al relato de modo eficiente, enfocándose en un argumento sólido e interesante, pero a medida que corre la cinta la trama se fragmenta y pierde el norte. Promediando la historia, sinceramente ya no se sabe cuáles son las verdaderas intenciones del filme, porque lo que comienza como la dramática búsqueda de un padre por recuperar los restos de sus hijos, termina degenerándose en un cambalache de géneros que van desde la acción hasta el romance. Hay destellos de buen cine en el intento de Russell Crowe por dirigir, pero no puede decirse que The water diviner sea una buena película. Quizás el tiempo le permita volcar su talento actoral a la realización integral de un filme, pero ésta, su ópera prima, carece de lo necesario para convencer a la audiencia.
Duelos que hacen agua Russel Crowe demuestra en este proyecto las mismas falencias detrás de las cámaras que delante de ellas. Camino a Estambul nace de la idea de un hecho verídico, con todos los condimentos para transformarse en película, que sigue las peripecias de un padre para recuperar los cadáveres de sus tres hijos, caídos en el combate de Gallipolli, al enfrentarse a los turcos como parte del ejército aliado compuesto por australianos y neozelandeses. La emblemática batalla acaecida en 1915 es el marco y el trasfondo del debut en la dirección del actor neozelandés, film que al tratarse de un relato antibélico –más allá de su condicionante del hecho real- busca desde su primera intención homenajear a los millones de caídos sin nombre ni tumba en la primera guerra mundial. De la historia de este australiano, con un don particular para encontrar agua en lugares desérticos, se desprende la mirada global sobre las heridas sin cicatrizar que todo conflicto bélico genera en aquellos que lo sobreviven, por supuesto los padres, quienes deben reponerse a las pérdidas de sus hijos soldados y la culpa que esto acarrea en ellos. En ese sentido, la travesía espiritual choca con la personal y el protagonista encara –llamado por su intuición- el viaje primero al lugar de los hechos, donde tomará contacto con los británicos, quienes finalmente derrotaron a los turcos, reacios a acompañarlo en su intento de repatriación cual Antígona de Sófocles. Trascurrida la guerra, el contacto con el enemigo cara a cara se verá disipado al recibir la colaboración de un oficial turco, quien antes que soldado refleja su costado humano y su necesidad de salvar el honor de la derrota. Camino a Estambul no logra escapar de ningún lugar común y presenta enormes fallas estructurales, como por ejemplo, la torpeza de integrar a la trama el pasado mediante flashbacks sin un sentido narrativo inteligente. La actuación en piloto automático de Russel Crowe, en consonancia con su dirección –también en piloto automático- ni siquiera es equiparable a cualquier film bélico mediocre que ande pululando en formatos no cinematográficos, lo único destacable es la fotografía del recientemente fallecido Andrew Lesnie (responsable de la trilogía El señor de los anillos, por ejemplo), y no mucho más.
En su debut como realizador Russell Crowe eligió narrar un drama sobre uno de los episodios históricos más importantes de Australia como fue la batalla de Galípoli, que se desarrolló durante la Primera Guerra Mundial entre febrero de 1915 y enero de 1916. Este combate, que fue uno de los más brutales en ese conflicto bélico, tuvo lugar en una pequeña península de Turquía donde murieron 250 mil soldados del Imperio otomano y de las fuerzas armadas de Australia, Nueva Zelanda, Francia e Inglaterra. Un hecho terrible que ya tenía su antecedente en el cine con ese gran film de Peter Weir que fue Galípoli (1981), protagonizado por Mel Gibson, antes de convertirse en una estrella de cine internacional con Mad Max 2. A diferencia de aquella producción de los ´80, la película de Crowe no se enfoca en los aspectos bélicos e históricos de este episodio sino en el drama personal que vive un padre por averiguar el destino que tuvieron sus hijos en esa famosa batalla. Entre los puntos más interesantes de este film se destaca el respeto con el que Russell Crowe retrató a los soldados turcos, donde evitó caer en los clichés hollywoodenses de simplificar estos hechos como una pelea entre buenos y malos. El conflicto está muy bien equilibrado en ese aspecto y el director describe la tragedia que representó la guerra para las familias de ambos bandos. Con un presupuesto muy moderado Crowe logró hacer una película que parece mucho más épica y trae al recuerdo por momentos las superproducciones clásicas del cine norteamericano de los años ´50. Camino a Estambul se vio favorecida además por la brillante fotografía de Andrew Lesnie (El señor de los anillos), quien falleció el mes pasado, y la realización de las secuencias de acción donde está presente cierta influencia de Ridley Scott. Al ver las intensas escenas de los combates queda claro que el actor tomó como referencia el estilo narrativo que tiene el director inglés para trabajar la acción. El artista australiano además de emprender su incursión en la dirección también es el protagonista de este relato, donde encima brinda una gran interpretación. Al enfocar su atención en dos tareas claves como la realización y la interpretación del rol principal es comprensioble que la película no sea perfecta y presente algunas debilidades. La narración de Crowe por momentos abusa del recurso de flashbacks con escenas que no contribuyen a desarrollar la trama y tiende a excederse con el melodrama. Lo peor de Camino a Estambul pasa por una forzada subtrama romántica que está completamente tirada de los pelos y cuya única función reside en justificar la presencia de Olga Kurylenko. Un par de detalles que se le pueden objetar al film pero no opacan lo que es un decente debut como director de Russell Crowe. Será interesante ver como sigue su carrera luego de este proyecto donde inició una nueva faceta como artista.
Un viaje que vale la pena acompañar Tal como ocurrió hace 25 años con Kevin Costner, otro actor de renombre habituado a personajes recios debuta detrás de las cámaras con un drama que apela menos a la rigurosidad histórica que a la búsqueda de la emoción del espectador. Y, al igual que Danza con lobos, la ópera prima del Russell Crowe está centrada en uno de los episodios fundamentales de la identidad cultural y social de su país de origen como fue la batalla de Galípoli. La historia es conocida, al menos para quienes hayan visto el film homónimo de Peter Weir: soldados neozelandeses y australianos batallaron junto a sus pares británicos y franceses contra el Imperio Otomano en una pequeña península de lo que hoy es Turquía. El resultado fue una de las batallas más cruentas de la Primera Guerra Mundial, con alrededor de 250.000 muertos por bando. Basada en la historia real del padre ya no de una sino de tres víctimas, Camino a Estambul contiene en el título local una imprecisión. Al fin y al cabo, el epopéyico viaje del héroe desde el desierto australiano natal hasta lo que en ese momento era Constantinopla, realizado cuatro años después de aquella batalla, es prácticamente un trámite que preludia el verdadero conflicto de su recorrido: la llegada hasta la península para encontrar los cadáveres de sus hijos y enterrarlos junto a su esposa recientemente suicidada. A partir de esa anécdota, el protagonista de Gladiador construye un film deliberada y orgullosamente antiguo, que se aleja del realismo no sólo desde su narración, sino también desde el retrato maravillado de la geografía costera y urbana y la presencia de personajes estereotipados. Sin embargo, y aun con sus baches y atropellos narrativos ilustrados sobre todo en un desenlace precipitado, Camino a Estambul se mueve con seguridad en el marco de sus ambiciones emotivas, emanando un aire de sinceridad y nobleza que ameniza su visión y mostrando que Crowe sabe qué quiere contar y cómo hacerlo.
A lo largo de los años, muchos grandes actores decidieron ponerse detrás de cámara, para así poder empezar una carrera como director de cine. En ésta oportunidad le tocó a Russell Crowe -ganador del Oscar por su papel en “Gladiador”- que se mete en un film basado en una historia real y además se pone el traje del protagonista de ésta película. Rusell Crowe le da vida a Connor, un hombre australiano, casado y padre de familia, que dejó ir a sus tres hijos a la guerra con Turquía, hijos que jamás volvieron. Cuatro años después de la batalla comienza el relato, mostrándonos a Connor, que tras el suicidio de su esposa, una mujer que no pudo superar la muerte de sus hijos y lo culpa a él de ésto, decide ir a Gallipoli, Turquía, en busca de los restos de sus hijos caídos en combate. “Camino a Estambul” está bien contada, Crowe, sabe bien lo que quiere contar y cómo. Usando recursos como los flash-backs, para recrear de manera muy correcta la guerra, la voz en off, el montaje del sonido de la escena anterior apagándose de a poco en la siguiente, escenas silenciadas en la que solo vemos la actuaciones y la mirada de los actores o planos destalle para destacar lugares, momentos de éste “mundo desconocido”. El film toma un poco del genero de las “road movies”, haciendo que Connor, nuestro protagonista, salga de su mundo para ir a otro país, en el cual ni siquiera se puede comunicar porque no conoce el idioma, haciéndole conocer gente nueva que lo va ayudar, algunos rivales que lo van a querer parar y hacer volver. Pero él no se rinde, sigue buscando el perdón que su mujer nunca le dio y los cuerpos de sus tres hijos. La película está bien dirigida, aunque tiene algunos baches, los recursos que señalaba antes cumplen bien su función, las elecciones por parte del director son correctas, la representación de la época está muy bien, los paisajes son imponentes y el guión cuida mucho temas delicados como lo son la guerra y las distintas religiones. “Camino a Estambul” es una película entretenida, no te vas a reír porque vas a ver un drama histórico y además las actuaciones de Rusell Crowe, Olga Kurylenko (Olga) y Yilmaz Erdogan (Major Hasan) son muy buenas.
A traves de aguas y guerras Joshua Connor (Russel Crowe) es un granjero australiano de una zona muy árida, que ha desarrollado una gran habilidad para encontrar agua bajo la tierra, y así crear pozos para su granja. Joshua tiene una vida feliz con su esposa y sus tres hijos, hasta que estos deben ir al ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial. Sus hijos nunca regresan, han sido declarados desaparecidos en combate luego de la batalla de Gallipoli. Antes de morir su esposa, Joshua le promete que va a encontrarlos. Así, este simple granjero, sin ninguna pista pero lleno de esperanzas, parte rumbo a Turquía en busca de sus hijos, allí conoce a un niño y a su madre, la dueña del hotel donde se hospeda, quienes junto a un oficial turco serán la única ayuda con la que contará para poder encontrarlos en una tierra lejana, con una cultura que no conoce, en un país que todavía sufre las consecuencias de la guerra, y que es hostil ante todo lo que provenga del imperio británico. Este dramón épico comienza de forma contundente al presentar un personaje que deja en claro desde un comienzo que está dispuesto a todo con tal de lograr su objetivo. Así Joshua atraviesa ríos, ciudades, golpea puertas y se pelea con oficiales de todos los bandos que tratan de convencerlo de que se resigne y vuelva a casa, pero no se resigna a creer que sus hijos yacen anónimamente en una fosa común y nunca deja de buscarlos. Russell Crowe debuta como director en este filme sólido, que tiene todos los condimentos clásicos para ser taquillero, con una historia que engancha desde el comienzo, no solo por lo dramático de su contenido, sino también por todos los temas que toca: conflictos bélicos, choque de culturas, una historia de amor en el medio, y como eje el vínculo entre padre e hijos. La fotografía y la reconstrucción de época, especialmente de las batallas, es excelente, aportándole acción a la historia, que aunque cae en unos cuantos lugares comunes y estereotipos culturales, es un gran filme con buenas actuaciones, emotiva y técnicamente impecable.
Russell Crowe, protagonista y en su debut como director, con una historia que arranca en la cruenta batalla de Gallipoli y se prolonga en un padre que busca los huesos de sus tres hijos soldados. Y en su viaje desesperado encontrará sorpresas, amores, heridas abiertas. Comienza con fuerza e intensidad pero por momentos quiere abarcar demasiado y cae en obviedades.
Una película llena de “peros” Más allá de los libros de historia, la educación cinéfila enseña que la de Gallipoli –península del territorio turco– fue una cruenta batalla de la Primera Guerra, vista a través de los ojos de dos atletas australianos enlistados en el Australian and New Zealand Army Corps, uno de ellos interpretado por Mel Gibson. Porque resulta casi imposible no pensar en Gallipoli, film del australiano Peter Weir de los ‘80, ante la sinopsis de Camino a Estambul, primera ficción de la superestrella neocelandesa Russell Crowe, realizada de manera independiente con aportes australianos, turcos y estadounidenses. Las diferencias entre una y otra película son, sin embargo, muchísimas, comenzando por el hecho de que la mirada en primera persona no es aquí la de un soldado, sino un padre que deja el desierto australiano para embarcarse en un viaje a Turquía para encontrar los restos de sus tres hijos, muertos en una de las escaramuzas de esa batalla.El hecho es que Connor (Crowe, por supuesto, quien ya en el minuto cinco se reserva una escena para mostrar su aún firme musculatura) es un zahorí, o practicante de la radiestesia (de allí el original The Water Diviner), lo cual le permite encontrar corrientes de agua subterráneas y también, por qué no, restos humanos enterrados. Precisamente los ejércitos turco y británico andan tratando de cicatrizar heridas, recuperando cuerpos de uno y otro bando en un intento de reconciliación sitiado por las tensiones de una violencia demasiado reciente. Y ahí cae Connor, recio pero frágil, aterrizado en una cultura que desconoce por completo, viviendo temporalmente en un pequeño hotel de Estambul regenteado por una bellísima y joven viuda, la ucraniana (¡ay, el physique du rôle!) y ex chica Bond Olga Kurylenko, quien como turca da bastante eslava. El choque cultural será inevitable pero el interés amoroso es siempre más fuerte.El encuentro con un Mayor del ejército otomano (Yilmaz Erdogan) y la aparición de algunas sorpresivas pistas sobre uno de sus hijos hará que Connor decida quedarse en el país un poco más. Camino a Estambul está llena de peros. Tiene un sincero hálito humanista, pero la ejecución de sus temas es tan torpe y melosa que el intento por construir un relato enmarcado en el clasicismo queda a mitad de camino. El reparto resulta consistente, pero la narración está marcada por feísimos fundidos y un pringosamente cursi uso de la cámara lenta. El rodaje en locaciones es acertado, pero esas imágenes son atravesadas por flashbacks bélicos que, en ocasiones, dejan de lado la pertinencia narrativa para revelarse como trucos para inyectar acción. Sobre el final surge la posibilidad de la aventura, pero las capacidades de Connor comienzan a desmadrarse, rozando lo sobrenatural, y las subtramas comienzan a cerrar como en un telefilm.
Quizás en algún punto de su carrera el actor australiano Russell Crowe se miró al espejo y dijo "si mi colega y compatriota Mel Gibson lo logró, ¿por qué yo no puedo intentarlo?". Y sin dudas lo intentó. Las coincidencias entre Gibson y Crowe no son pocas. Si bien técnicamente ninguno de los dos nació en Australia (Gibson nació en Nueva York y Crowe en Nueva Zelanda), los dos se formaron e iniciaron sus carreras artísticas en el país oceánico. Luego de hacer la América como estrellas de Hollywood en películas épicas, cada uno de ellos decidió incursionar en la dirección de sus propios proyectos cinematográficos. Y para su debut, Russell Crowe optó por una historia ambiciosa con tintes de superproducción. Camino a Estambul está ambientada al final de la primera guerra mundial. Y una vez más, trazando el paralelismo con Mel Gibson, Crowe centra su relato en las heridas que dejó la famosa batalla histórica de Gallipoli. Recordemos que allá por el año 1981, de la mano de Peter Weir, Gibson protagonizó el film bélico "Gallipoli". Pero en esta oportunidad el acercamiento a dicho acontecimiento histórico es muy distinto. Aquí Connor, el protagonista granjero zahorí de la historia, decide ir en busca de sus hijos tras enterarse de su desaparición en batalla. A pesar de su ambición y buenas intenciones, al novato director se le notan ciertos puntos flojos y lugares comunes en su historia. Provista de pretensiones sensibles y con un respetuoso acercamiento al contrapunto cultural entre australianos y turcos, Crowe consigue fotografiar un relato técnicamente impecable sin arriesgar demasiado. Pese a que todos los ingredientes están donde deben, hay ciertas cosas que se adquieren con la experiencia y el tiempo. Los grandes directores no se hicieron de un día para el otro y Crowe tiene todos los recursos para convertirse en uno. Camino a Estambul tiene alentadores destellos de buen cine que el tiempo puede convertir en un estilo más personal y distinguido. Por lo pronto las decisiones de dirección parecen un tanto más rutinarias y de manual. Pero aun así la condición del autor dice presente y promete una carrera mucho más interesante que esta buena y conservadora opera prima.
Un debut desde el alma El actor dirige y prota goniza este drama sobre un padre que busca a sus hijos tras la batalla de Gallipoli. Un auspicioso debut detrás de las cámaras ha tenido Russell Crowe con Camino a Estambul. No es estrictamente una película de guerra, aunque incluye escenas de combate. Tampoco un filme romántico, aunque los personajes, el suyo como intérprete, ofrezcan sus momentos románticos contenidos. Mejor digamos que Camino a Estambul es un drama, profundo, en el que la futilidad de la guerra y las razones del corazón están interconectadas, y en muy buen balance. El actor de Gladiador y El informante es Joshua Connor, un australiano padre de tres hijos que combatieron en la sangrienta batalla de Gallipoli, en tierras turcas, durante la Primera Guerra Mundial. Cuatro años después, en 1919, le jura a su esposa que irá y traerá de regreso los cadáveres de sus hijos, al menos para que descansen bajo tierra en la granja que mantienen. Basado en hechos reales, el título original (El adivinador de agua) encierra su poesía. Joshua tiene un don para encontrar pozos de agua en la árida Australia, y así cuando llegue adonde se desarrollaron las acciones bélicas, confiará en que podrá encontrar el lugar donde se encuentran enterrados los cuerpos de sus jóvenes hijos. Con algo de misticismo entre tanto dolor, Crowe jamás recarga las tintas en lo extraño de la situación, pero tampoco en la fiereza de las escenas bélicas, que sí son sumamente intensas en los flashbacks. Para esto, Crowe como director enfrenta a turcos y británicos en un suelo donde los resquemores se mantienen y la invasión de los griegos es inminente y, por si fuera poco, también se atreve a afrontar el tema del lugar que la mujer ocupa en esa sociedad. Para ello, Olga Kurylenko encarna a Ayshe, la viuda y dueña de un hotel en Estambul donde descansa el protagonista: es la subtrama que airea un tanto el drama existencial de Connor. Hay, si se quiere ver, algo de Rescatando al soldado Ryan en la búsqueda desesperada, y muchos obstáculos que debe saltar, primero para poder llegar a Gallipoli, y luego para que lo dejen encontrar lo que busca. Y entre nacionalidades diferentes, algo enlaza las almas. Un oficial turco -que ordenó la matanza de miles de australianos allí- es quien ayuda a Connor. Tiene un sencilla razón: “Es el único padre que ha venido a buscar a sus hijos”. Con una bellísima fotografía que emparenta los paisajes de Australia y Turquía, con mucha luz natural y ambientes abiertos, Crowe sabe imponer la tensión en momentos claves, sea que se enfrenten los personajes con las armas o con las palabras. El reparto incluye, además de un gran trabajo del turco Yilmaz Erdogan como el mayor, a un niño (Dylan Georgiades) como el hijo de la viuda, con quien Connor entabla cierta relación. Es que Crowe sabe saltear las fronteras y las políticas y entregar un muy buen alegato en contra de la guerra y a favor de la solidaridad, en busca de la paz interior.
Un relato diluído en lineas narrativas En su primera experiencia como director, Russell Crowe arranca en tono de tragedia para luego embarcarse en una historia de aventuras y continuar con el género bélico. El film comienza en las trincheras otomanas, con los preparativos de la embestida final que en 1915 expulsaría definitivamente a británicos, franceses, neozelandeses y australianos de suelo turco y que se conoció como la batalla de Çanakkale Sava?lari. A partir de allí, la historia cambia de perspectiva y la sangrienta campaña pasa a ser Gallipoli, tal como se la conoció en Occidente y que para los australianos se convirtió en un hecho que marcó para siempre su historia por la magnitud de las pérdidas humanas. El relato luego se traslada al interior australiano cuatro años después del final de la guerra, a la granja de Connor (Crowe), que le promete a su esposa que traerá de vuelta los cuerpos de sus tres hijos, muertos en combate. Lo que sigue es el viaje de Connor a tierras extrañas, primero a Estambul, en donde conocerá a Ayshe (Kurylenko), a cargo del pequeño hotel donde se aloja y a su pequeño hijo Orhan (Georgiades), que espera que su padre vuelva de la guerra. Luego serán las dificultades para llegar a Gallipoli, donde ingleses y turcos trabajan en conjunto para enterrar los restos de los soldados muertos en batalla. Y desde allí, la esperanza de que uno de los hijos todavía esté con vida. Si Gallipoli se convirtió en un tema central en la historia de Australia, fue por Peter Weir que en 1981 con su film homónimo le dio la trascendencia que había tenido esa batalla olvidada. Y en su primera experiencia como director, Russell Crowe retoma el tema con un film que es casi como el manual de la ópera prima fallida, un relato en donde la indecisión a la hora de elegir una línea narrativa clara se combina con la estetización de la puesta, no sólo en en los grandiosos paisajes sino también en la reconstrucción del sangriento campo de batalla donde miles de hombres perdieron la vida. Así, mientras la historia avanza, el novel realizador empieza con la tragedia, después se embarca en una historia de aventuras, continúa con el género bélico a través de numerosos flashback que reconstruyen el paradero de los tres muchachos desaparecidos -el recurso también se aplica para mostrar la vida de los hermanos en la granja-, coquetea con los distintos puntos de vista en cuanto al conflicto, picotea en la cuestión del desguace del imperio otomano frente al poderío inglés, mientras crece la historia de amor con Ayshe (Kurylenko en versión exótica) y de paso se entretiene con las diferencias culturales entre oriente y occidente. Esta multiplicidad de intereses da como resultado una película mastodóntica, que en algunos momentos resulta entretenida pero que en su ambición de abarcarlo todo, termina por ser un muestrario de buenas intenciones.
Russell Crowe, el director Gallipoli no es sólo el nombre de la península turca que fue escenario de uno de los enfrentamientos más prolongados y brutales de la Primera Guerra Mundial, la campaña de los Dardanelos, que enfrentó a las fuerzas del Imperio Otomano con las de la alianza anglofrancesa que incluía al ejército conjunto de Australia y Nueva Zelanda (Anzac, según el acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps) y que dejó un saldo de miles de muertos. Pero si bien la invasión de Gallipoli fue para los aliados un fracaso militar -la pérdida fue de más de 50.000 soldados, entre ellos 8000 australianos y 2700 neozelandeses- el nombre tiene en esos países otra resonancia: representa el símbolo de su identidad nacional, ya que esa experiencia bélica marcó su unificación como nación. En el año del centenario de Gallipoli, episodio ya recreado en otros films, el más recordado de los cuales es el que dirigió Peter Weir en 1981, era natural que un libretista como Andrew Anastasios buscara una nueva forma de abordarlo y en eso estaba años atrás cuando descubrió en el informe de un corresponsal de guerra dos líneas referidas a un campesino australiano que había ido a Turquía un año después de la batalla para recuperar los restos de su hijo, desaparecido allí. Ningún otro dato. Así, junto con un veterano guionista, Andrew Knight, inventó la historia de Connor, el personaje que Russell Crowe eligió para encarnar y hacer su debut como realizador. En ese guión, la batalla sólo aparece en una sucesión de flashbacks y se alterna con una buena porción de aventuras, incluidas varias que dan cuenta de la sobrenatural condición del protagonista a la que se refiere el título original. Es un zahorí, es decir, una persona "a quien se atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente manantiales subterráneos", como dice el diccionario. (El film lo asume literalmente, aunque habría sido más sutil dejarlo en el plano de la pura metáfora.) Sin apartarse de lo académico, Crowe se muestra bastante hábil para combinar la épica del conflicto bélico con tramos más intimistas, en especial la historia del padre que lucha contra todos los obstáculos para hallar los restos de sus tres hijos (a veces con el apoyo solidario de otros padres, turcos o no) y con una trama romántica (para eso está la bella viuda musulmana animada por Olga Kurylenko, que regentea el hotel de Estambul) y otras aventuras. Mientras esa relación progresa cada vez más azucarada y contribuye con el predominante tono melodramático del relato, se incorporan otros ingredientes. Si bien es perceptible la voluntad de manipular los sentimientos del espectador y las apelaciones a la emoción, la película busca evitar el maniqueísmo y está colmada de buenas intenciones. Además, hay una generosa dosis de atractivo visual, gracias a la fotografía del recientemente fallecido Andrew Lesnie (Oscar por El señor de los anillos) y a los espectaculares paisajes de Australia que contrastan con los escenarios de la Estambul de cuando todavía se llamaba Constantinopla (a veces deslumbrantes, a veces bastante recargados). El infaltable sabor oriental viene con el ejemplar de Las mil y una noches que el viajero ha llevado consigo y con la aparición de los derviches y sus incesantes giros, entre otros apuntes llamativos. La música también hace su aporte al énfasis. Total que la acción abunda y el espectáculo sostiene el interés y algunas veces conmueve a pesar de que no faltan los estereotipos. También por eso y, obviamente, por su tema y por su tendencia al sentimentalismo, se comprende que el film haya sido en Australia un gran éxito comercial. Asimismo se entiende que, habiendo filmado en Turquía, el guión prefiera darle prioridad al drama individual y evitar hacer mención al genocidio armenio, lo que le ha valido comprensibles reclamos.
Digno debut de Crowe con un tema sensible Una de las mejores escenas del debut como director de Russell Crowe es la que justifica el titulo original y muestra el talento rabdomante del protagonista (el mismo Crowe) para encontrar agua en el desierto que rodea su granja australiana. Es que poco después el personaje tomará la desesperada decisión de partir hacia Turquía para encontrar los cadáveres de sus tres hijos, desaparecidos en acción cuatro años antes en la sangrienta batalla de Gallipoli. Dado lo terriblemente dramático del planteo argumental "inspirado en una historia real"- es notable la variedad de climas que consigue el director/actor a lo largo de los 111 minutos que dura la película, que en instantes puede pasar de lo lacrimógeno a lo épico o histórico-politico, sin olvidar el romance, el choque cultural, los guiños humorísticos propios del cine de aventuras y, por supuesto, los toques místicos imprescindibles del caso. Esta ensalada es al mismo tiempo un problema y una cualidad de esta opera prima que toca con audacia y buenísimas intenciones un tema histórico especialmente sensible para el público australiano (no por nada una de las primeras producciones internacionales de Peter Weir, fue "Gallipoli", que en 1981 le dio a Mel Gibson la oportunidad de interpretar un papel más serio que Mad Max). Hay que destacar especialmente que, en el centenario de la masacre en cuestión, "Camino a Estambul" dedica el mayor esfuerzo posible a enfocar datos objetivos como las muy superiores bajas sufridas por los turcos. En un momento temible, los oficiales australianos encargados de identificar minuciosamente los restos humanos de sus caidos en acción pasan al lado de una gigantesca montaña de esqueletos que sólo merecen ser clasificados como "huesos turcos". En este sentido, la amistad entre el protagonista y el oficial turco que comandó a las tropas que mataron a sus hijos, pero que sin embargo es el que más lo ayuda en su búsqueda, es un punto fuerte del film, reforzado por la notable actuación del comediante turco Yilmaz Erdogan. La ex chica Bond Olga Kurylenko es la viuda turca que termina rendida ante los encantos del actor de "Gladiador" es otro factor importante para volver creibles los abruptos giros argumentales que integran a niveles insospechados a personas de dos bandos enemigos. El abuso de flashbacks bélicos es tan rudimentario que por momentos casi amenaza con arruinarlo un conjunto ya desparejo, pero lleno de detalles interesantes a todo nivel, empezando por la eficaz ambientación de época y las imágenes del difunto Andrew Lesnie, director de fotografía de "El señor de los anillos", en el ultimo trabajo de su carrera.
Un padre y una tierra El neozelandés Russell Crowe eligió para su debut como director en el largometraje de ficción una historia contenida en sus emociones, con un explícito aire romántico y una impronta clásica que en ocasiones se ve subvertida por unos flashbacks que imponen otras texturas discursivas. De todos modos, la elección de Camino a Estambul por parte del actor no suena antojadiza: es la historia de un padre que perdió tres hijos durante la guerra, y esa guerra es precisamente la de Gallipoli, donde neozelandeses y australianos lucharon junto a los británicos y contra los turcos. Es, evidentemente, una historia que tiene un núcleo emotivo entre el actor y su tierra, tal vez un elemento que a nosotros -argentinos como somos- nos pueda sonar distante pero que nos evidencia las intenciones nobles del director debutante. Una película sobre la tierra y con mucha tierra volando. El personaje de Crowe es un buscador de agua en territorio árido. Pero así como busca aquella sustancia, no puede dejar de buscar en su memoria a sus hijos. El suicidio de su depresiva mujer es motivo fundamental para que salga a buscarlos literalmente, al menos quiere sus cadáveres, herencia triste de aquella guerra de la cual pasaron cuatro años. Su viaje a Turquía (o al Imperio Otomano, para ser precisos históricamente) se da en el marco de una instancia histórica donde turcos y británicos intentaban consolidar un vínculo luego de la guerra. En ese contexto, el protagonista avanza con la clara intención de recuperar los cuerpos de sus hijos y sirve para el relato -si se perdona el barbarismo- como aquel equino de Caballo de guerra: es alguien sin un centro político o ideológico dentro de la historia, básicamente un elemento simbólico que sirve para poner el episodio bélico en abismo. Y permitir cierta dignidad en ambos lados de la trinchera. La película de Crowe carga con un humanismo amable, tratando de hallar puntos de contacto entre dos culturas disímiles. Y lo hace con acierto, llamativamente, cuando se impone en la historia la línea política más marcada. Sin embargo, allí cuando alguna subtrama da paso al romanticismo y al punto de vista del hombre asimilando una cultura diferente, no puede salir de ciertos esquematismos salvados un poco por el explícito tono clásico que adquiere el film. Camino a Estambul es un film decididamente a la vieja escuela, con un personaje protagónico que termina de definirse a partir de sus acciones. Película que también puede ser definida por sus buenas intenciones y por cómo ellas no terminan por redondear un producto mejor, algunas resoluciones lucen apresuradas (otras son bastante arbitrarias), la aventura se ve recortada constantemente por lo discursivo y las imágenes buscan profundizar demasiado el aire melodramático del asunto cayendo en cierto trazo grueso. Igualmente es un film que permite vislumbrar en Crowe a un realizador que sabe lo que quiere contar y cómo hacerlo, además de ofrecer un uso muy criterioso del montaje y la fotografía: su film, visualmente, logra pasajes imponentes. Y si bien se extraña la exuberancia y locura habitual del cine australiano, hacer una película demodé tal vez sea otra forma de locura poco vendible en el presente.
Notable debut de RUSSELL CROWE en la dirección en una cinta que combina momentos bélicos con secuencias intimistas, para narrar la desgarradora búsqueda de un padre, intentando repatriar los restos de sus hijos. Visualmente hermosa, con solventes actuaciones de un reparto variopinto, la película entretiene, recrea hechos históricos y sobe todo conmueve.
Cada vez más se está haciendo habitual ver que actores consagrados se pasan hacia el otro lado de las cámaras para dirigir, y en ciertos casos hasta hacer la doble tarea de realizador y protagonista. Teniendo en su haber un par de cortos, el australiano Rusell Crowe le da el disparo de salida a su nueva carrera con The Water Diviner, un drama histórico que tiene su cuota de fallos y aciertos pero que en definitiva es una enriquecedora aventura digna de ver. Si algo no le falta al debut de Crowe, es dramatismo. Abriendo con una catarata de información un tanto masticada para que el espectador se ubique en tiempo y forma en la historia, The Water Diviner comienza como muchos otros dramas históricos. Frente a la dura situación de perder a casi toda si familia por un golpe de destino furioso, el adivinador de agua del título -llamados así a los hombres que tienen un don especial para encontrar agua allí donde no hay rastro alguno de ella- emprende una travesía para localizar los restos de sus hijos, muertos en combate a una edad muy prematura. Con un presupuesto relativamente pequeño -$22 millones- y una historia clásica, Crowe dota a su hijo fílmico con una dimensión muy expansiva, una fotografía bellísima de los ambientes de Turquía y un par de encuentros armados que utilizan una buena coreografía y un poco de ayuda de efectos computarizados. La historia es ambiciosa como pocas y se pierde un poco dentro del patriotismo al que el actor y director se entrega completamente, pintando a héroes y villanos bajo colores muy primarios, sin pinceladas sutiles ni dobles lecturas. Definitivamente Crowe no entrega a su papel de macho alfa niveles de histrionismo y drama al que nos acostumbró desde aquella eximia Gladiator, y hasta se lo puede ver cansado en muchas escenas, incluso en las más trágicas, pero todavía demuestra que sigue siendo un pilar fundamental del cine. No llegó a la lista suprema de actores de Hollywood por una cara bonita. Incluso la química al lado de la belleza de Olga Kurylenko no debería funcionar pero lo hace, aunque los separe una importante brecha de edad. Hay alguien, sin embargo, que les roba el protagonismo a Crowe y Kurylenko, y es el turco Yilmaz Erdogan personificando a un Mayor que contra todo pronóstico ayuda al padre en la dolorosa búsqueda de lo que queda de sus hijos, en una interpretación sólida y sentida. Obviando un poco la ingenuidad histórica que propone The Water Diviner, es una interesante película con la justa medida de drama, acción y lección que propone ver a Russell Crowe bajo una nueva luz. Todavía le falta un largo trecho por recorrer, pero éste épico viaje no decepciona en absoluto.
Fantasmas de la guerra En el ambiente del cine hay cambios constantemente: directores que se vuelven productores, productores que se vuelven directores, directores que se vuelven actores y actores que se vuelven directores. Este último caso nos ha dado ciertas alegrías en los últimos años como con el destape de Ben Affleck como realizador y ahora le ha llegado la hora de probar suerte al neozelandés Russell Crowe. The Water Diviner (Camino a Estambul) nos posiciona en la búsqueda de un padre australiano por sus tres hijos presuntamente muertos en la batalla de Gallipoli sucedida en 1915, en la península turca que lleva el mismo nombre, durante la Primera Guerra Mundial. Lejos de tener alguna relación o similitud con la ochentosa ¨Gallipoli¨ protagonizada por Mel Gibson, Camino a Estambul nos ubica como espectadores cómplices de una búsqueda desesperada por parte del personaje que el mismo Russell Crowe interpreta al retratar a un padre que siente haberse quedado solo en el mundo. El factor dramático del film es bien combinado con crudas escenas, dignas de cualquier film bélico actual, y aunque las mismas lejos están de ser el eje de la historia, sintetizan de buena manera el factor histórico desencadenante detrás del argumento principal. Si algo hay que reprocharle a Crowe en esta, su primera incursión como director, son las varias libertades artísticas tomadas durante la creación de ciertos planos, que lejos de convencer y dejar una marca diferencial de estilo, generan cierto desconcierto y extrañeza al no ser las correctas para los tiempos y la historia relatada. Con esto hago referencia a algunos planos desvirtuados en postproducción y ralentizaciones innecesarias entre otras cosas. Aun con estas libertades, que pueden ser tomadas como errores conceptuales, la labor que Crowe demuestra en esta ópera prima decanta un correcto uso de la narrativa y del trabajo de cámaras, no sin caer en algunos errores de continuidad típicos de un primer trabajo, los cuales naturalmente son de lo más comprensibles. Por otra parte su labor como protagonista del film no defrauda y nos devuelve a un Crowe fresco y con un buen manejo dramático, que sin ser extraordinario cumple con las expectativas. Lo más llamativo de esta producción tal vez sean sus decorados naturales y por sobre todo la llamativa fotografía llevada a cabo por Andrew Lesnie (la trilogía Lord of the Ring, I Am Legend) quien falleció recientemente en el pasado mes de abril a los 59 años de edad y cual su último trabajo fue en esta película. En este caso Lesnie nos brinda un espectáculo desbordante de colores primarios saturados, combinados con una paleta de color repleta de ocres en referencia al paisaje desértico referente al film. Esta ha sido una arriesgada decisión que no parece de lo más acertada por su tan marcada saturación que nos recuerda a las viejas cintas en Technicolor, pero aun así consigue dejar su marca y logra acompañar al resto de la película. Camino a Estambul es una producción llamativa por tanto detalles técnicos como por ser la primera incursión de un lado y un último trabajo del otro, de dos reconocidos referentes de la industria. Con todos estos factores termina siendo una cinta agradable de ver, que puede no llegar a ser del gusto de todo el público debido a su tempo un tanto rezagado, pero que cumple con la cuota de entretenimiento y emotividad que cualquiera esperaría de ella.
El señor Russell Crowe no es simpático pero nos cae simpático. No hay contradicción: una cosa es el cine y otra cosa es la vida real. Aquí es simpático como actor y no demasiado como director: la historia de un hombre que, tras el desastre de Gallipolli en la Primera Guerra Mundial viaja a Turquía en busca de sus tres hijos desaparecidos tiene algo de bélico y algo de melodrama y mucho de clacisismo, de película hecha a la antigua con la tecnología de ayer nomás. Como él nos cae simpático, muchas de sus debilidades narrativas pasan a veces inadvertidas, pero están allí. Hay también interés romántico, y quizás el mayor problema -es decir, lo que nos causa una mayor antipatía- es que en ciertos momentos se parece todo a un show de egocentrismo del actor. A pesar de eso, y aunque le sobran unos cuantos minutos, la película funciona y entretiene. Incluso, y esto gracias al actor Crowe, logra arrancar una emoción sincera.
Gladiador tras la cámara Durante la Primera Guerra Mundial, en representación de la corona británica, un comando de soldados australianos y neozelandeses libra una serie de combates en suelo turco, donde las potencias europeas se disputan las migajas del Imperio Otomano. Connor (Russell Crowe), un colono australiano, es padre de tres soldados que desaparecieron en la batalla de Gallipoli y tras el suicidio de su esposa, en nombre de una promesa, parte a Estambul para repatriar los cuerpos. En la ciudad se hospedará en casa de la bella viuda Ayshe (Olga Kurylenko), tendrá un romance platónico, se ganará la amistad de su hijo y conocerá al Mayor Hasan (notable Yilmaz Erdogan), que lo ayudará a encontrar los cuerpos en medio del avance de tropas griegas aliadas del ejército británico. El debut como director de Crowe, basado en hechos reales, es a primera vista simple, bordeando lo pintoresco y cursi, pero hay una carga de humanidad y valores primarios que rara vez emerge en un film bélico. Con talento y de un modo que resulta natural, que fluye con la narración, en su búsqueda Connor encontrará aliados y enemigos, indiferentemente del color de su bandera, y su reacción estará guiada por la reciprocidad. El actor australiano pinta una historia local, periférica a las principales contiendas, y desde ese lugar entrega un mensaje más potente que los clásicos panfletos antibelicistas. Pese al sentimentalismo de algunas escenas, las actuaciones son acertadas y el cierre demuestra a Crowe medido, alejado de los grand finale hollywoodenses.
Heridas de guerra Camino a Estambul se sitúa cuatro años después de la sangrienta batalla de Galípoli que se disputó en la Primera Guerra Mundial. Por un lado el Imperio Otomano. Por el otro, la alianza entre soldados australianos, neozelandeses, franceses y británicos. El resultado es el de siempre: miles de muertos y heridos y muchas historias sin cicatrizar. Joshua Connor (Russel Crowe) es un granjero australiano que a través de la radiestesia busca agua subterránea para poder subsistir en un lugar completamente árido. Joshua tiene una familia incompleta: sus hijos fueron a combatir en Galípoli y nunca más volvieron, ante esta ausencia, su esposa decide quitarse la vida. A partir de ese momento, Connor sale a buscar a sus hijos para poder enterrarlos junto a su madre y así poder cumplir la promesa que le hizo en su lecho. La historia se desarrolla casi en su totalidad en Turquía y acá es donde entra en juego la hermosa fotografía de Andrew Lesnie quien, de alguna forma, se lleva un gran porcentaje de los puntos positivos que tiene la película. El vestuario y la ambientación también están muy bien logrados. Es un film redondo en cuanto a lo estético. La trama es distinta a otras películas bélicas. Hollywood nos tiene (mal) acostumbrados a la figura del héroe que salva a la patria y que los que atacan a su país son los malos, por lo que se crea un estereotipo de gente sin corazón que no tiene ni madre, ni padre, ni hijos que están esperando que regresen y siempre terminan justificando su accionar bélico en post de una nación libre y la propaganda yankee pro guerra queda expuesta sin ningún tipo de mensaje encubierto. En The Water Diviner, el giro se encuentra en que de alguna forma se muestra que del otro lado también hay pérdidas, también hay una humanidad, que de ambos “bandos” hay hombres buenos y malos. Hay una pequeña subtrama amorosa (o intento de) que se da entre Connor y Ayshe (Olga Kurylenko) la dueña de un hotel en Estambul en el que pasa sus días el granjero. Puede sonar a una historia predecible, pero por momentos es necesaria para respirar un poco, ya que el resto de la trama es cruda. Russel Crowe decidió embarcarse en una historia real y con bastante carga emocional para comenzar su carrera como director. Camino a Estambul es una buena apuesta, la película es correcta, casi que no tiene desaciertos y de alguna manera, lo obliga a tener que superarse en sus próximas producciones.
OTRA GUERRA Y EL MISMO DOLOR Es el debut como realizador de Russell Crowe. Y también aquí el cuidado visual es lo primordial. Tampoco está mal. Se sirve de la célebre batalla de Gallipoli, una carnicería de la Gran Guerra, para plantear un melodrama bélico de aliento humanista sobre la culpa, la responsabilidad paterna y el amor como motor del sacrificio y redención. El es un chacarero que tiene un don: descubre qué hay bajo la tierra. Primero le sirve para darle agua a ese territorio reseco. Y después, para poder encontrar el cuerpo de sus hijos que están en otro territorio reseco, su corazón, de hombre viudo y desolado, que necesita encontrarlos para darle alivio a su conciencia. Hay aventuras, flashbacks con escenas de aquella guerra y hasta una historia romántica que al menos descubre el brillo de la esperanza. Buen uso de exteriores, tono cambiante, un guión que privilegia la aventura, algunas resoluciones inverosímiles y un profesionalismo que no decae, redondean otro mensaje aleccionador sobre la fuerza de la voluntad, el mandato del destino y el horror de la guerra.
Las mil y una noches En la lista de actores que también se dedican a dirigir faltaba el nombre de Russell Crowe, quien por fin se decidió a pasar del otro lado del mostrador para tomar las cámaras. De origen y producción australianos, su opera prima se llama por estos lares Camino a Estambul (su título original es The Water Diviner) y si bien cuenta con algunos desaciertos, aprueba con tranquilidad gracias a algo que es clave en el cine: la pasión. En su primera experiencia como realizador, Crowe dirige con el corazón y se nota. La película comienza en una trinchera en Gallipoli, Turquía, el 20 de diciembre de 1915, plena Primera Guerra Mundial. Después de siete meses de batallas, las tropas de los Anzac (aliados australianos y neozelandeses) son evacuadas. La alegría del bando turco es sólo un respiro momentáneo, ya que en la zona la guerra siempre está latente. Inmediatamente después de este prólogo, y cuatro años después de la batalla de Gillopoli, Crowe nos ubica en un lugar desértico de Australia para presentarnos a Joshua Connor (interpretado por Crowe), un campesino buscador de agua que vive con su esposa alejado de todo. El contexto es el del Imperio Otomano, que está siendo descuartizado: los rusos quieren el Mar Negro; Francia e Italia quieren el Egeo; y en Anatolia, turcos y griegos están convirtiendo el lugar en un baño de sangre. Connor deberá ir en busca de sus tres hijos desaparecidos en la batalla de Gallipoli. La culpa ya no lo deja dormir y quiere traerlos de regreso a casa para darles un entierro como corresponde. Para consolarse y recordarlos, lee Las mil y una noches todas las noches. Camino a Estambul es una aventura de corte clásico adornada con paisajes muy bien fotografiados y con el necesario toque de romanticismo para hacerla más efectiva, ubicándose más cerca del cine analógico que del cine digital que domina la pantalla en la actualidad. La puesta en escena incluye una amplia paleta de colores con el objetivo de lograr el tono adecuado. Y la banda de sonido es un acierto que ayuda a reforzar las buenas intenciones del director neozelandés. Ahora bien, la división del Imperio Otomano y la Primera Guerra Mundial son en realidad la gran excusa, un macguffin para contar la verdadera historia del filme, que brota como un manantial subterráneo, tan increíble que no se puede creer. Con todas las cursilerías de chocolate Dos corazones de por medio, con ese café oracular que no hace más que confirmar lo que el destino ya había decidido, Russel Crowe compone una historia de amor con el personaje de la bellísima Olga Kurylenko que engancha desde el primer momento, cuando con un simple intercambio de miradas se dicen todo. Y la cierra con un tema lento de esos que dan ganas de bailarlo abrazados con el amor de nuestras vidas hasta que las velas no ardan.
Camino a Estambul, el debut detrás de cámara de Russel Crowe. Un Australiano, padre de familia, pierde a sus tres hijos en la batalla de Gallipoli, y posteriormente queda viudo tras el suicidio de su mujer. Conmovido y desesperado, se lanza en una misión a Turquía, en un esfuerzo por encontrar el cuerpo de sus hijos y devolverlos a su pueblo natal para ser enterrados en suelo santo, tal cual el deseo de su ahora difunta esposa. La película marca el debut de Russell Crowe como director, uno de los actores más sobrestimados de la industria, si se me permite esa observación. Y la misma cara de nada con la que compone sus personajes, se refleja en la actitud con la cual encara la dirección de este film, que carece de toda emotividad, a pesar de estar pensado y filmado como un gran melodrama de época. En los primeros diez o quince minutos de la película, Crowe avanza y retrocede en el tiempo, permitiéndonos enterarnos de todos los aspectos importantes de la trama, pero la falta de sutileza en la elección de los fragmentos a contar, hacen que el resto del relato se desarrolle de forma absolutamente previsible. Aun habiendo sido filmada en Australia, la obra no escapa a los clichés del cine que tanta carrera le dio a Russell Crowe, haciendo que los personajes se sientan banales y poco convincentes. La contraparte femenina acompaña al actor en la inexpresividad, y el niño, agregado acá solo para reforzar la empatía con el espectador, dista mucho de los personajes del neorrealismo italiano, que sabían aportarle un gran toque de realidad y desesperación a la posguerra. Los diálogos y las escenas del padre “sintiendo” la presencia y los actos de sus hijos son muy básicos, y no hay nada en la trama que ayude al espectador a tener una mejor referencia sobre como interpretarlos, situación que, nuevamente, se volvería mas convincente si el protagonista (el actor, o sea) tuviese la capacidad de demostrar otra emoción que el enojo. Camino a Estambul es una película que retoma la vieja premisa de la familia destruida por la guerra y que busca redención, pero con un guión y una puesta en escena muy básica, que no logran darle la conexión necesaria para que el espectador logre sumergirse de lleno en el enfoque dramático del tema
Una página legendaria como escenario Anteponiendo la épica del género y del cine de fórmulas el actor de Gladiador debuta como director pero no alcanza a dimensionar una tragedia humana como lo fue la Primera Guerra. Se queda en el intento, desde una historia familiar Presentada en Turquía, Nueva Zelanda y Australia en el día de Navidad del año pasado, un 2014 que tuvo muestras, jornadas, ciclos, en torno a los cien años de la Primera Guerra Mundial, el primer largometraje de Russell Crowe, a quien la Academia lo glorificó con el Oscar al "mejor actor" por su rol en la tan polémica Gladiador, de Ridley Scott, se puede pensar como una historia que intenta transitar por los carriles de la Historia, desde la perspectiva de una historia familiar. A pesar de sus cincuenta años, Russell Crowe no puede dejar de lado ese aura de heroicidad juvenil; aún en tiempos difíciles, dolorosos, como el que intenta asumir aquí. Por momentos, revitaliza al veloz justiciero del Far West y repite sus simpáticos mohines. Desde su rol de realizador y primer actor, y aquí con ciertos dones visionarios y de percepciones diferentes, su personaje, caído en el dolor por la pérdida de sus hijos y posteriormente por el suicidio de su mujer, decide, aparentemente agobiado, desolado, emprender un viaje. La acción nos lleva a 1915, en aquellos días en que tuvo lugar el enfrentamiento bélico en la península turca de Gallipoli, en el estrecho de los Dardanelos; momento en el que bajo el imperialismo inglés, los jóvenes de Nueva Zelandia y Australia (los Anzac) se enfrentaron desde la manipulación colonial a una temprana y despiadada muerte, decisión tomada por el mismo Winston Churchill. También los franceses participaron de esta ofensiva, que marcó la derrota de estos grupos aliados que apuntaban a conquistar Constantinopla (hoy Estambul). De esta tragedia para el Imperio cobró más fuerza la toma de conciencia de la idea de independencia y liberación en estos pueblos, sometidos a la voluntad de la corona. Pero en el film de Russell Crowe, el film se abre en años posteriores, cuando ya los tres hijos de ese matrimonio no están, no han regresado. Y ambos, marido y mujer, son presentados en una atmósfera de dolorosa espera. Merece aquí sí subrayarse en ese primer tiempo del film, ese ritual en el que el padre recrea el acto de la lectura de pasajes Arabian Nights frente a cada uno de ellos; ahora ausentes. Ese clima de intimismo familiar, se va a ver golpeado, sacudido, de manera repetida y hasta el hartazgo, con cámara lenta, ralentí y con el ritmo propio de rápidos y furiosos cortes violentos que se hacen presentes para remarcar su pertenencia al cine de las majors en numerosos momentos del film. Si bien el escenario de Gallipoli comienza en febrero del 1915, y en tanto este film es una co producción con Turquía, aquí no se hace la mínima mención al genocidio armenio. Desde hace algunos semanas, el recordatorio del mismo dio lugar a toda una serie de programas para no olvidar, para tener presente, lo que significó este primer genocidio del siglo pasado, que se mantiene vivo en la memoria de los descendientes y que hoy sigue siendo negado por el gobierno de Turquía. No hay un solo instante en el film en el que ni de manera tangencial la masacre de Ararat se escuche de la boca de algunos de los disidentes. Más aún, este silenciamiento abre a una interesada versión: pasados los feroces y cruentos días de la batalla de Gallipoli, ya sobre el final de la década, ahora son las fuerzas griegas las que ponen en peligro al pacífico imperio otomano. Frente a esta sobreactuación por defender a los productores del film, desde esta perversión en la mirada histórica, el mítico y reparador tema de tratar de reconstruir la memoria familiar, a partir de la búsqueda del cuerpo de los hijos asesinados en la guerra, pasa aun segundo plano. Y lo que sí está presente, de manera continuada, es el primer plano del actor. Avanzado el relato, lo que comienza a operar es un resistido acercamiento del padre de los caídos hacia un máximo representante de la oficialidad turca, uno de los máximos responsables de esa masacre. Gestos de reconciliación entre ellos, a medida que la historia de ese padre, ya viudo, comienza a endulzarse literalmente al pasar la puerta de un hotel de Estambul, atendido por una joven viuda inglesa, madre de un travieso niño, momentos que se sostienen desde una mirada pulcra e impecable, declaradamente artificiales, asépticas y con guiños al "happy end". Con su particular visión exótica de tantos films que lo tuvieron como trofeo estelar, el actor Russell Crowe, en su rol de Joshua Connor, amalgamó en este su primer film en carácter de director, todo lo aprendido en el cine industrial. Echó mano del exotismo, alternó su rol de cowboy de las praderas, de aquí y de allá, con el de algún personaje sufriente. Y no por ello deja a un lado su deseo de seguir siendo pícaro y simpático. Mezcló, más que operar por montaje, escenas de las estratificadas situaciones idílicas con fogonazos bélicos. Y lo hizo a partir de dejar abierta la caja de Pandora de todas las posibilidades que una cámara ofrece. Pero, igualmente, por momentos retoma ese hilo perdido, que había comenzado, cuando decidió llevar adelante el pedido de su mujer, antes de morir: recuperar el cuerpo de sus hijos y otorgarles una digna sepultura junto al cuerpo de ella. Esto en el film se irá licuando a partir de una banda sonora que destila en nuestros oídos un despliegue ensordecedor que, en sus momentos de intervalo, y en el año de la serie televisiva Las mil y una noches, nos permite reconocer esa marca for export con que los grandes productores y empresarios alientan las escapadas turísticas. Si en algo me motivó este film fue en la necesidad de ver de manera inminente el de Peter Weir, de principios de los '80, Gallipoli, cuando aún director y actores principales estaban en tierras australianas. Filmada a continuación de esas grandes obras que son Picnic at Hanging Rock y La última ola, ahora con la presencia de Mel Gibson, en un destacado rol, junto a Mark Lee, Robert Grubb y Scott McKenzie, Gallipoli nos relata la historia de dos amigos australianos, atletas, que deberán enfrentarse al horror y a la muerte, al ser alistados para esa batalla: Merece recordarse, tenerse presente, su secuencia final, a partir ahora sí, de un montaje alternado, que cierra con una imagen trascendente, que ya tiene un lugar en el museo de la memoria colectiva.
Como turco en la neblina Así se lo ve a Russell Crowe delante y detrás de las cámaras en Camino a Estambul, traducción libre y pedorra del original The Water Diviner, also así como “el zahorí de las aguas”, en referencia a cierto don de el personaje de Crowe de visualizar agua debajo de la tierra, además de determinados acontecimientos. Imagínense que se las cuenta un amigo en una cena, luego de varias copas encima. O imagínenme a mí, contándoselas así, en ese estado. Porque estas películas deberían contarse siempre de esa manera. “El asunto es el siguiente (guarda que hay espoilers): Russell (su nombre es Connor) es un chabón que manda a la guerra (los turcos del Imperio Otomano contra Gran Bretaña, Australia y Grecia) a sus 3 pibes. Los 3 mueren. Después, en el presente, lo vemos con su jermu (en las primeras escenas se ve que no la ponen mucho y que la cosa anda mal; para colmo, sabiendo que trabaja Olga Kurylenko, no es difícil imaginar que Russell va a encontrar agua en otros aljibes), infelices, tristes, tirándose mierda mutuamente. Entonces Connor decide ir a buscar los cadáveres de los tres bepis y traérselos de vuelta a su jermu que, como no tenía nada mejor que hacer, decide suicidarse. Lástima que a Connor le tocó la Primera Guerra Mundial y que solo tenía 3 hijos, que si le tocaba la Segunda y un hijo más le mandaban un equipo de rescate para traerle alguno con vida. Pero no. Connor sufre y se queda sin familia, y el gordo Russell (que aquí le frenó al Shimmy por unas semanas) hace una autoremake de sus propias caras de constipación tal como en Gladiador. Pero pará, no todo está perdido. La sigue, conoce a Ayshe (Olguita) -una turca (no sean guarangos) con acento rumano, pero ponele- en el hotel en el que se hospeda. Ella es una viudita fuerte con un hijo bastante insoportable. Al toque, el deigor conoce a unos oficiales turcos que están por ahí haciendo lo mismo que él -identificando fiambres para pasar el rato- pero bajo la amenaza latente de una invasión griega. A los oficiales medio como que les da lástima y lo dejan entrar a la zona de los embutidos y chacinados. Como Connor es “diviner”, en un momento cierra los ojos y, en la vastedad de todo el territorio, encuentra el lugar exacto donde murieron los críos. Además –ya que estamos– te visualiza cómo mueren a manos de uno de los generales. WWI for dummies. Este diálogo: Connor: “Mataste a mis hijos” General: “Sí, pero es tu culpa, vos los mandaste, ustedes nos invadieron primero”. Connor: “Es cierto”. En el medio de toda la búsqueda, Connor pasa cierto tiempo en el hotel con Ayshe y se empieza a dar cuenta de que no está muerto de la cintura para abajo. Pero, como es un toque lerdonio, le da por sacarla a pasear. A la turca. En una de las caminatas, encuentran un lugar aislado y se sientan a charlar. A los dos segundos, empiezan a darle al chiste facilongo y a hacerse la jodita de tirarse agua de una fuente. Pero como Russell es muy estilizado, te lo muestra todo con ralenti y musiquita romántica de fondo que hace que las películas de Hallmark parezcan de David Lean. Después planean cenar juntos algo simple, tipo milanesas con puré. Él llega tarde y ella le dice: “vení que te hice algo de picar”. Acto seguido, se los ve a ambos en la cocina del hotel, rodeados de cientos de velas, comiendo un manjar calórico -de esos que te dejan hora y pico en el baño-, contándose chistes de gallegos y mirándose a los ojos, de nuevo todo ralentado y con la musiquita grasulienta. Aceite Marolio salpicado. No es por las milanesas. Despué’ de la intimidá’, a Connor lo empiezan a perseguir (en la embajada quieren que vuelva a Australia porque había bardos más importantes de los que ocuparse por fuera de andar peinándose a la turca) y, de golpe, de ser perseguido por los australianos, llega, teletransportado por incoherencia narrativa, a donde estaban los turcos asesinos pero copados, a quienes les pide irse con ellos. Los turcos aceptan sin dudarlo (después de todo, le hicieron cagar fuego a 2 hijos -uno parece que está vivo, según las visiones del diviner-) y huyen en tren. Ahí, en una escena transcultural interesantísima tipo united-colors-of-benetton, Connor les enseña a jugar criquet con el tren en movimiento. A los turcos les encanta y se da un momento de algarabía y jarana. Los últimos cuarenta minutos de Camino a Estambul son un sinfín de sinsentidos y desprolijidades. Hasta que llegan los griegos a invadir; los turcos son tomados prisioneros, a Connor lo dejan (los australianos son aliados de los griegos) y, en otra secuencia con el teletransportador incoherente, vemos que Connor agarra el bate de criquet y se lo parte por la cabeza a varios griegos, liberando al oficial turco más copado. Lo que viene a partir de ahí, ponele los últimos cuarenta minutos, es un sinfín de sinsentidos y desprolijidades. Sí, porque lo que conté antes es de una progresión finísima. Bueno. La cosa es que Connor vuelve a imaginarse dónde está su hijo y, en la inmensidat de todo el territorio otomano, en pocas horas, llega al pueblito que vislumbró. Así como le entraba a los sánguches de jamón, Russell se morfa tensión dramática-clima-suspenso como si fuera un chegusán grande de pavita. Cuestión que entra a una iglesia donde encuentra al bepi, que está en estado saparrastroso y hippie, con un aire a Jesús de Laferrere. El ñato, que andaba matando el tiempo pintando una capilla, se acerca al papi, lo abraza como si lo hubiera visto ayer y eso. Mientras el turco mira con cara de nada. Y los planos de la elipsis pegan con moco. Ahí, padre e hijo hablan un toque, Russell te manda un flashback de la escena de la muerte de los otros dos hermanos (escena larga que ya habíamos visto antes, con el agregado de que ahora el hijo le dice que uno de los hermanos estaba mal herido entonces tuvo que meterle un escopetazo en la frente), y Connor le dice que afuera está todo mal con los griegos, que tienen que escapar porque sino dunga dunga y muerte. 11.30: el hijo le dice que no. 11.31: Connor le insiste y el jipi acepta porque el presupuesto no daba para una jornada más de rodaje. Logran escapar, y lo primero que hace Connor (después de bañar y afeitar al hippie sucio que tiene ahora de hijo) es ir a por su turca. Cuando llega al hotel, la nami está sirviendo café. Él se sienta en una mesa, como cualquier comensal, y ella le hace uno (en una escena anterior ella le dice que los turcos saben todo por la borra del café, como Alesandra, la “diviner” de Sarkis, el restaurant de Palermo, que te lee la borra y te adivina el futuro). Connor lo revuelve y ve que adentro hay una especie de tereso, o sea, una bola de borra apelmasada, y la mira a ella con ojos desconcertados. Pink Flamingos goes to Turkey. Ella le dice: “ya sabía que ibas a volver, los turcos sabemos todo por el café”. Y por los teresos. Él sonríe y la cámara funde a negro. Debería haberse comido la borra. Divine en vez de diviner. Ese plano, con los dientes llenos de barro, le hubiera subido varios puntos a esta josha”.
Un padre deberá embarcarse en un peligroso viaje en búsqueda de sus hijos, luego de la Batalla de Galípoli durante Primera Guerra Mundial. Estambul mío 1915. Connor es un granjero australiano, quien tuvo que mandar a sus hijos para que peleen en el frente ingles durante el conflicto bélico. Pero los chicos nunca llegaron, y con el paso del tiempo, la relación entre él y su esposa se empieza a deteriorar. Es en el momento más crítico cuando Connor decide ir a Estambul en búsqueda de lo que queda de su familia. Debut con el pie derecho Camino a Estambul representa el debut en la silla de director de Russell Crowe. Estos primeros films de los actores devenidos en realizadores, suelen ser declaraciones de intenciones de cara a su futura carrera como tales. Tenemos el ejemplo de George Clooney, que actoralmente lo vimos hacer de todo (incluso de Batman, argh), pero que a la hora de dirigir films, siempre se nos mostró como alguien preocupado por la política de Estados Unidos. Bueno, en Camino a Estambul Crowe nos propone un viaje (tanto interno como externo) de un personaje que está al borde de perderlo todo. Pese a que a veces este viaje por las calles y ciudades peca de ser inverosímil en el hecho de que todas las personas que se cruzan con Connor son nobles y de buen corazón, Crowe (que también es el protagonista) resuelve esto con bastante muñeca tanto desde el lado del personaje como desde la historia. Por un lado el guión no se detiene a dar muchas explicaciones, avanza constantemente y lo hace rápidamente, haciendo que el espectador no se detenga muchas veces a preguntarse qué es lo que acaba de pasar o como tal personaje se zafó de una situación peligrosa. Esto ayuda bastante a la dirección de Crowe, porque le da tiempo para retratar en simultaneo lo laberíntica que es Estambul, y parte de su cultura, pocas veces filmada en el cine moderno. También su muñeca y experiencia como actor hacen creíbles algunos momentos bastante forzados como una conveniente amistad con un oficial turco, o el casi obligatorio romance que nos meten en la película; donde Olga Kurylenko no puede aportar mucho más que su bella cara y alguna sonrisa. Acá para mi hay un pifie de guión, porque su personaje podría haber sido desarrollado un poco más en post de volver creíble esta historia. Y lo mismo se podría haber dado con el militar ya citado. Conclusión Camino a Estambul es un buen debut como director de Russell Crowe. Pese a que la película no propone nada nuevo, y que tiene algunos fallos de guión, se hace amena y entretiene, y en sus casi dos horas de duración nunca se nos va a hacer pesada. También podríamos decir que el film es una especie de resumen de la carrera del propio Crowe como actor; tiene cosas muy buenas, otras a las que uno le tiene que hacer la vista gorda para no ponerse en quejoso, pero así y todo está lejos de ser algo malo.
Un correcto debut de Russell Crowe detrás de cámara El neocelandés firma un relato que busca reinvindicar a los hombres por encima de los conflictos de Estado. Si la historia la escriben los que ganan, quiere decir que hay otra historia. La que cuenta el neocelandés Russell Crowe en su debut como director es la de los hombres que participaron en la batalla de Gallipoli, ahora territorio turco, donde soldados neocelandeses y australianos pelearon como aliados a los británicos y franceses contra el Imperio Otomano. El enfrentamiento, uno de los más terribles de la Primera Guerra Mundial, terminó con unas 250.000 bajas por cada uno de los dos bandos. Más allá de la cuestión histórica, Camino a Estambul --que en idioma original se podría traducir como "el zapador de agua"--, este filme temporalmente situado a cuatro años de la conclusión de la Gran Guerra, se enfoca en el caso real de un hombre, el granjero australiano Connor quien viaja a Estambul, la antigua Constantinopla, para llegar luego a Gallípoli y descubrir qué ha pasado con sus hijos, declarados desaparecidos en combate. También hace hincapié en Hasan "el Asesino" (Yilmas Erdogan), el oficial turco que libró una batalla aguerrida contra los invasores, pero que al cabo, también ve en Gallipoli a una gran tumba donde enterró a más de 70 mil de sus hombres. A ese enemigo de antaño lo gana el respeto por un granjero sencillo, pero el único padre capaz de jugarse el pellejo y escarbar en las entrañas de una tierra extranjera y poblada de fantasmas, hasta encontrar un atisbo de esperanza. En el trayecto, Connor también conocerá a una mujer turca (Olga Kurylenko), madre de un pequeño, y viuda de un mártir de la guerra. La esperanza, el valor, el amor y la camaradería entre hombres, que siempre pierden entre la guerra y los intereses de Estado, son la esencia de la narración que Crowe realiza con las mejores intenciones y una sensibilidad no lacrimosa. Propone, además, un sentido de lo heroico mucho menos rimbombante que el de las superproducciones de Hollywood, a pesar de que este filme contó con los elementos propios de una. El resultado, aunque no responde al potencial, deja bastante bien parado al novel realizador, que cuenta más de medio centenar de títulos como actor, un Oscar por Gladiador y otras dos nominaciones, y que ya fue aplaudido el año pasado, al menos en los premios de la Academia de Cine Australiano.
Es raro tener que usar un adjetivo como “auspicioso” para definir la característica principal de cualquier opera prima. Es decir, debuta Russell Crowe como realizador. ¿Y? Auspicioso suena más a “que suerte, no fue un desastre”, que a otra cosa. Ya fuese su decimoquinta película o la primera, como en este caso, el análisis comienza indefectiblemente por detectar si él, o cualquier otro, tiene algo para decir, una historia que contar en lenguaje cinematográfico, y luego si está bien realizado. Debe haber miles de debuts “auspiciosos” que luego terminaron en desastre (fíjese en los hermanos Wachowski, sino). En fin. Estamos en 1919. Connor (Russell Crowe) es una especie de rabdomante, un zahorí. Esos hombres que ostentan la extraña virtud de descubrir vertientes de agua en zonas donde aparentemente no hay ni rastros. Él y su esposa perdieron a sus tres hijos en la terrible batalla de Gallipoli. El dolor es insoportable, por ello Connor decide, empujado por una sólida promesa, y sólo confiando en la virtud mostrada al principio, ir a tierras turcas para tratar de encontrarse con los restos mortales de sus hijos para llevarlos de vuelta a Australia. No será fácil la tarea. Al principio por trabas de escritorio, luego por otro tipo, “Camino a Estambul” es una realización sobre la determinación, la tenacidad, y el honor por sobre el despojo, con lo cual el calvario ocurrirá de una forma u otra. No se le pueden negar las mismas virtudes de su personaje al director. Crowe parece confiar en que la primera media hora (en especial el primer cuarto), servirá como una muestra de los climas dramáticos a generar durante el relato, apoyándose en pequeños segmentos narrativos de diálogos cortos y compaginación efectiva. El ataque es directo a la sensibilidad del espectador (sin golpes bajos, cabe aclarar). Hay un buen poder de síntesis, y sobre los estados emocionales de los personajes es que se pretende instalar el verosímil, pero si bien es cierto que el dolor puede empujar al ser humano a cosas impensadas, una cosa es hacer transitar a los personajes hasta llegar a un estado que justifique las acciones, y otra es tomar atajos como en este caso. Entendemos que la madre no puede superar la pérdida por dos líneas de dialogo y algún flashback, en lugar de darle tiempo de exposición al personaje. El resto de la información lo provee la propia voz en off del protagonista. No es que no sea válido el recurso, pero el peso específico de la credibilidad tiene claras diferencias a la hora de seguir la historia. Impacta desde el primer momento la dirección de fotografía de Andrew Lesnie, el gran fotógrafo de toda la saga de Tolkien llevada al cine por Peter Jackson, es decir, si con algo la tiene absolutamente clara es con los exteriores. Lo mismo sucede con el resto de los mal llamados rubros técnicos,. Sin dudas el neozelandés aprendió mucho en todos estos años y no le teme a la extensión de “Camino a Estambul”. Sin dudas es una película que propone una historia de buena carga dramática, y hasta ciertos tintes épicos en función de la búsqueda. En esta primera oportunidad las concesiones que haga el espectador también tendrán una alta dosis de importancia para quedarse hasta el final.
Camino a Estambul marca el debut en dirección del actor australiano Russell Crowe. La peli se sitúa en Turquía, poco tiempo después de la batalla de Gallipoli, en la que tropas inglesas invadieron este país con la esperanza de conquistar Constantinopla. Pocos años después de este combate, ambos bandos se encuentran unidos, buscando y enterrando a sus muertos, quienes fueran abandonados en enormes fosas comunes. Acá es donde entra en escena nuestro héroe Russell Crowe (Gladiator, A Beautiful Mind), que interpreta a Connor, un campesino australiano con tres hijos que fallecieron en ese combate. Connor, le promete a su recientemente difunta mujer que va a viajar a Gallipoli y va a traer los cuerpos de sus hijos, para que sean enterrados junto a ella, en tierra consagrada. Una vez en Estambul, se topa con el problema político que representa meterse en esa tierra que aún no curó sus heridas. Allí se ganará la amistad (y un poco más...) de una hotelera (Olga Kurylenko) y su hijo, y encontrará la ayuda del Mayor Hassan (Yilmaz Erdogan) para hallar a sus hijos. La película tiene unos cuantos problemas. Para empezar, es un film de lo más desparejo. Por momentos se ven destellos de alta calidad. La ambientación y la fotografía (a cargo del desaparecido Andrew Lesnie, quien brillara en la trilogía de The Lord of the Rings) son elementos a destacar. Pero, de buenas a primeras, te encontrás con unos cambios de plano histéricos durante un diálogo en donde la imagen no se queda quieta y produce un efecto horrible. Esta clase de contrastes de calidad van desluciendo lentamente, a una película cuya trama termina rindiéndose ante demasiados clichés. De todas formas, no todo está perdido para el buen Russell. Desprovista de estos pormenores, la película puede, incluso, llegar a ser disfrutable ya que tiene un ritmo entretenido, y cuenta una historia, si bien desde un punto de vista muy parcial, muy interesante. VEREDICTO: 5.5 - MEDIOCRE Camino a Estambul marca el debut de Russell Crowe detrás de las cámaras, por lo cual no esperábamos ver una obra maestra. Veremos como le va con la siguiente.
Crítica emitida por radio.
Redención a la turca "The water diviner" o "Camino a Estambul" es una película de época dirigida por el debutante en largometrajes, Russell Crowe ("Gladiador", "Una mente brillante"). Es su primera incursión en la dirección de una película. Anteriormente había dirigido dos documentales y un corto. La historia que nos presentan es la de una familia australiana que ha sufrido lo horrores de la guerra en carne propia. Connor (Russell Crowe) y Eliza (Jacqueline McKenzie) perdieron a sus tres jóvenes hijos en la batalla de Gallipoli, en Turquía. Luego de cuatro años desaparecidos en el campo de batalla, Connor ha perdido la esperanza de que alguno de sus hijos pueda haber sobrevivido. Eliza por su lado, ha perdido completamente la cordura y se suicida. Luego de esta otra tragedia, Connor decide viajar a Turquía para encontrar los cuerpos de sus hijos y poder llevarlos de vuelta para enterrarlos en su Australia natal. En su viaje, que implicará una transformación a nivel espiritual, conocerá de cerca al "enemigo" y se dará cuenta de que en realidad no son tan distintos a él o su familia. Sólo son componentes en la guerra de unos pocos que no quieren pelear sus propias batallas. La trama se centra en la transformación de Connor, yendo y viniendo en el tiempo entre la época en que la familia vivía unida en una granja en Australia, los últimos y fatídicos momentos que vivieron los jóvenes tras quedar atrapados en líneas enemigas y el presente de búsqueda y redención de un padre que lo perdió todo. Creo que en general está bien construida la historia, pero hay momentos en los que se vuelve bastante aburrida. El aura de drama y melancolía constante que hay durante el metraje produce que por instantes viajemos mentalmente a otro lugar para relajar y poder seguir, luego de unos minutos de escape, con el relato. Entre medio de la búsqueda se produce también un amorío entre Connor y Ayshe (Olga Kurylenko), una turca que trabaja en el hotel en el que se hospeda. Acá se le añade el componente amoroso a la película, que de a ratos resulta un poco exagerado y descolgado para con la trama principal. Se quiso abarcar mucho y de a momentos el engranaje funciona, pero en otros termina encajando menos de lo que se propuso. Es una película con personalidad épica pero con pocos ingredientes comerciales. Se nota que hay mucho corazón y esfuerzo en la puesta en escena, pero también se nota que Crowe se olvidó un poco del espectador y lo abruma con tanta seriedad y drama. Una propuesta para el espectador paciente y sensible a las secuelas de las guerras. No es de lo mejor que se verá en el año, pero se deja.