Galardonado con el Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, el Premio César a Mejor Película, seleccionado para representar a Francia en la carrera por el Oscar y adorado por la crítica internacional, el nuevo trabajo de Xavier Beauvois ("Le petit lieutenant") no es un film para todos. La historia real de un grupo de monjes cistercienses de origen francés en la Argelia de 1996 que deben decidir si abandonan su monasterio ante los violentos ataques de un grupo fundamentalista islámico en la zona, es un tema que seguramente muchos preferirán evitar, principalmente el público joven (entre el que todavía me incluyo). Una película austera, minimalista, humana e intimista que sigue a estos monjes mientras meditan, reflexionan y debaten una decisión que afectará sus vidas. Un dilema en donde la fé, el miedo, el deber y el coraje juegan un rol importante. Con un ritmo pausado, largos silencios, una hermosa fotografía y buenas actuaciones, el director Xavier Beauvois describe además la forma de vida y costumbres de estos hombres, permitiendo así complementar un limitado hecho real que se vuelve reiterativo y resulta difícil sostener a lo largo de dos horas. Al igual que con la reciente (y también premiada en Cannes) "Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives", "Des hommes et des dieux" es un film difícil que llega demasiado inflado por la crítica.
De la trascendencia Son dioses, hijos del Altísimo, sin embargo, morirán como hombres y caerán como príncipes. Me resultó sorprendente, la primera vez que vi este film, encontrar una obra que, lejos de enfocar desde su aspecto político un problema como la presión y violencia ejercida sobre ocho monjes franceses en plena guerra civil de Argelia, se detuviera específicamente en su aspecto religioso. El cine ha derivado últimamente hacia los temas inmanentes, cuando no banales y superficiales, y el crítico ya está horadado por el cinismo imperante en la actualidad. Por esas razones la aclaración. Estamos ante una película religiosa como pocas, auténtica en su espiritualidad, con un respeto por la vocación, con una creencia en la fe insólitas en estos tiempos en que el cine suele bromear con la iglesia, cuando no la ataca frontalmente. El film del francés Xavier Beauvois -ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes 2010 y del Cesar a la mejor película, entre muchos otros galardones- retrata una pequeña comunidad de monjes católicos con una reverencia inusitada. Maneja el ritmo con pericia admirable, pautado por el desarrollo de las tareas cotidianas a las que se dedica ese grupo de hombres: la más importante, la atención de los aldeanos por parte de Luc, el médico (el excelente y viejo conocido Michael Lonsdale), la producción de miel, el trabajo en la huerta y en los campos, la cocina, y, marcando el pulso rítmico entre uno y otro episodio, las escenas de cánticos litúrgicos y rezos silenciosos en la capilla. Christian, el líder (Christopher Lambert), tiene a su cargo la coordinación del grupo y la relación con los líderes musulmanes de la aldea que rodea el monasterio, ubicado en lo alto de un cerro de los montes Atlas. Rodeados de un estallido de violencia (por un lado, un grupo guerrillero invade el monasterio dos veces para pedir auxilio médico y, por otr,o el ejército, conociendo estos hechos, primero les ofrece protección y luego los urge para que vuelvan a Francia), los monjes viven en un estado de amenaza permanente. Si bien la escena de la última cena tiene un enorme impacto emotivo, prefiero como sobresaliente el momento en que un helicóptero sobrevuela el monasterio, ominosamente, mientras los monjes cantan más fervorosamente que nunca, entrelazados, orando por su vida. Verdadero cuerpo social, esos monjes trapenses debaten el principio de comunidad, discuten sus distintas opiniones, entre irse o permanecer. Quienes temen por su vida serán de a poco convencidos por los otros, los que creen que huir es morir, que su tarea allí no ha terminado, y saben que ellos representan el sostén de la colectividad árabe que los rodea. En esa comunidad hay variados tipos, no falta el que siente flaquear su fe, como Christophe (Olivier Rabourdin), en plena crisis de silencio de Dios, ni el de firmes convicciones, como Luc, factor de decisión y determinación en el grupo. Michael Lonsdale aporta toda su contundencia para un rol consagratorio, si es que aún le hacía falta. Pero en este film coral, todas las actuaciones son extraordinarias. Y la fotografía de Caroline Champetier es tan expresiva en los planos medios de los monjes como cuando toma esas panorámicas del paisaje circundante. El punto de apoyo de De dioses y hombres es su aspecto religioso, tema al cual no estamos acostumbrados hoy. Los monjes creen en la palabra de Jesús, (“Quien desea conservar su vida la perderá, y quien la pierda, la conservará”). Toda vez que se reúnen en la capilla, los cánticos y rezos están relacionados con el acontecer. Los monjes serán mártires “por amor y fidelidad”. Es interesante la cita de Pascal en boca de Luc: “Los hombres jamás hacen el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa”. Por otra parte, en estos momentos de candente anti islamismo en el mundo occidental, se establece en el film una diferenciación explícita entre el Islam y quienes lo distorsionan. Aunque por cierto hay elementos de la actualidad, aunque hay referencias claras a la responsabilidad del colonialismo francés en la violencia imperante, aunque se trata de hechos que tuvieron gran repercusión en Francia en los ´90, el film transmite cierta atemporalidad, se presta a la sugerencia de que ese estado de cosas no tiene fecha ni lugar determinado, es universal y permanente. Y que siempre existen almas religiosas como éstas, entregadas a una vida diferente.
El auténtico coraje de vivir Es primavera en la abadía de Nótre Dame de L´Atlas, en Thibirine. Ocho monjes, encabezados por el abad Christian (Lambert Wilson) despiertan por la madrugada y comienzan su labor en la comunidad musulmana luego del rito de oración. En esta comunidad que no comparte sus creencias, los religiosos trabajan, comercian e incluso se ocupan de curar a quienes por aislamiento o falta de recursos no tienen otra posibilidad de atención. Así las cosas, en una zona siempre al filo del conflicto étnico y religioso, un grupo de fundamentalistas islámicos comienzan a asesinar a cuanto extranjero encuentran en esas montañas que el gobierno no llega a controlar. Advertidos por gendarmes y vecinos, los monjes se debaten entre la obediencia a su conciencia y el lógico temor que los compele a abandonar la pequeña comunidad donde son tan queridos y valorados. Con actuaciones notables, aunque sin estridencias, Xavier Beauvois ofrece una pintura somera, de una objetividad casi documental, sobre un dramático episodio que tuvo lugar en 1996 en una abadía cisterciense de la región montañosa del Magreb. Con parsimonia y preciosismo fotográfico, sigue a los monjes en su discurrir diario entre la comunidad musulmana. Los espía en la privacidad de sus cuartos, en sus momentos de duda, en sus disensos. En el punto culminante, en torno a una mesa que pese a su austeridad espera ser festiva, con un clímax musical que estremece sin palabras, el director logra levantar un poco el ritmo ondulante de la trama; ya no decaerá. Los últimos minutos, si bien previsibles, tienen el valor de una buena resolución dramática: no es hasta ese punto que el espectador, pese a haber contemplado la cotidianeidad cansina (aunque incansable) de los religiosos, percibe claramente la densidad de la historia que se ha desarrollado frente a sus ojos. El drama es tan viejo como la humanidad y trasciende credos y condiciones: no hay mayor coraje que amar hasta darlo todo.
Bienaventurados sean El realizador Xavier Beauvois construye, a partir de un caso real, un relato austero y conmovedor. Con notable economía narrativa se adentra en las vivencias de un grupo de monjes que se enfrentarán al mayor dilema de sus vidas. De dioses y hombres (Des hommes et des Dieux, 2010) viene generando conmoción en diversos festivales, además de haber recibido varios premios, entre ellos el Cesar a la Mejor Película. El film está inspirado en la tragedia de Tibhirine, ocurrida en 1996. Una comunidad de religiosos católicos asentada en tierras musulmanas comienza a ser hostigada por un grupo fundamentalista. Lo que en principio es tan sólo una presencia ominosa se potencia tras el correr de los días. No hay margen para negociar, se trata de irse o afrontar las consecuencias. Este dilema impone una toma de conciencia y una revisión de los compromisos religiosos, filosóficos y políticos de cada uno de los monjes. La película muestra el drama de esta comunidad. Uno de los factores para explicar la sensación de identificación y agobio que trasmite De dioses y hombres está precisamente en el guión. Lejos de centrarse únicamente en lo “excepcional”, la trama se detiene en los rituales cotidianos interrumpidos, corroídos por la experiencia de la amenaza. Esta cualidad produce, por otra parte, un señalamiento hacia lo netamente político sin dejar la sensación de “bajada de línea” o simplificación de un conflicto étnico que lleva siglos. Algo que, frente a tamaña tragedia, hubiera resultado redundante. A Beauvois le basta repetir las mismas ceremonias litúrgicas para transitar lo exótico al comienzo y lo poderosamente humano después. En esos planos generales en donde los monjes reiteran los mismos movimientos, se visibiliza la dimensión sagrada que funda y respalda las decisiones más arriesgadas. Se trata de actos altamente codificados, que en el desplazamiento de una serie de significados (lo religioso) hacia una zona más amplia (la propia vida) devienen en sentido. Un sentido -digámoslo- católico, pero que rebalsa hacia otras zonas de la experiencia y lo no-decible. De dioses y hombres es, entonces, una película religiosa y con ética ídem, que se vale de una puesta en escena para serlo, superando lo exclusivamente verbal. De allí su impacto universal y genuino. Los ocho religiosos llevan adelante su acción social en Argelia, y también queda muy claro que todos son conscientes de lo que están enfrentando. El grupo agresor primero pide ayuda a los monjes (a partir de condiciones objetables éticamente) y luego exige que se retiren. Hay una especie de portavoz que asume el liderazgo, pues las vacilaciones también aparecen. Hacia la mitad del relato, el bando militar francés comienza a operar estratégicamente y desde entonces el film queda impregnado de cierto matiz “policial”. Las tensiones se agigantan y el trabajo con el drama interno y el trabajo de los tiempos opera en consecuencia, a tal punto de que en la secuencia de la última cena se genera una sensación de ansiedad mayúscula. De dioses y de hombres demuestra que se puede reflexionar sobre el drama de las comunidades islámicas con sensibilidad e inteligencia. Una oportunidad para encontrarse con actores de primera línea. Hay algo de partitura musical que convierte al film en una obra maestra; los silencios, las tareas cotidianas como el trabajo con la miel y el tiempo de oración, la ternura con la que el monje médico remeda tantas injusticias, cuadros construidos con una composición interna que es pictórica pero no cede ni una pizca de su gigante humanismo.
Al contrario de lo que puede pensarse a simple vista este nuevo largometraje del actor Beavois no habla sobre religión. Tampoco es cine político en sí. Habla sobre dilemas morales, acerca de que lugar ocupa uno en la sociedad, y si se debe dar un paso al costado para proteger la vida propia o luchar hasta el final por una convicción o una ideología. No importa tanto que religión sea la que profesan los monjes recluidos en ese monasterio en Argelia. Ellos ven a todos como iguales. Y los extremistas musulmanes que los amenazan, tampoco lo hacen porque ellos se opongan a la religión. Des Hommes et Des Dieux habla sobre como un bando lleva su ideología pacifista hasta que su vida corre peligro y como otro bando hace lo mismo, pero a través de la violencia. Ojala el mundo se pudiera definir tan fácilmente ¿no? Pero justamente a este lenguaje simple, coloquial sencillo y sutil, apela el director. A demostrar que el mundo no debería ser complicado. En uno de los diálogos más inteligentes, un anciano argelino intenta comprender porque un muchacho mató a su nieta, solo porque no traía puesto un manto sobre el pelo, si ambos eran de la misma religión y hablaban el mismo idioma. Construida sobre un guión sólido, personajes creíbles y diálogos verosímiles, inteligentes, que abren lugar al debate, además de una puesta en escena rigurosa, con una fotografía magistral, tanto en interiores como especialmente en exteriores, donde se aprovecha la geografía de la región sin alardear, el film de Beavois, peca de alguna que otra escena redundante, pero nunca pierde el ritmo. El elenco es fundamental, pilares maravillosos para sostener cada acción y diálogo. Incluso en los momentos de mayor suspenso, uno puede refugiarse en la calma de los actores, para no escaparse del mundo. Lambert Wilson, Michael Lonsdale y especialmente el veterano Jacques Herlin, se destacan en esta recreación bastante libre acerca de una historia real acontecida en 1995. Meticulosa y sin pretensiones, esta película, tiene la sencillez pero la tensión de una 12 Hombres en Pugna, de nuestros tiempos.
Fe y dogma desde el campo de batalla "Des hommes et des Dieux" llega a nuestras salas precedida de un gran recorrido en festivales europeos en los cuales brilló con fuerza. Obtuvo el Gran Premio del Jurado en Cannes, estuvo nominada a los BAFTA (premios que respeto mucho, de la industria británica) en su año de estreno y en febrero de este año, ganó el Cesar de su país, con lo cual era un título que teníamos ganas de ver por estos lares. Reconozco que es el primer largo que veo de Xavier Beauvois, aunque por comentarios de colegas, se que no me debo perder "Le petit lieutenant" (con mi actriz favorita, Natalie Baye, a quien admiro enormemente) para analizar a este cineasta con más perspectiva. En esta oportunidad, la historia es bastante controversial, un grupo de monjes franceses que tienen un monasterio católico en Argelia (norte de Africa) en la década del 90. Están bien integrados a la comunidad, se sienten parte y comprometidos con ella, pero a poco de comenzar la cinta advertimos cual será la arista filosa del conflicto: terroristas musulmanes comienzan a azotar la zona y se teme por la seguridad de los hombres de fe. Un grupo de trabajadores croatas son asesinados brutalmente y marcan la proximidad del peligro, las fuerzas de seguridad del lugar intentan hacer razonar a los religiosos para que abandonen el lugar. Si bien al principio ofrecen seguridad, lo cierto es que visto y considerando el estado de la situación, sabemos que eso no se va a prolongar en el tiempo. Dentro del recinto, los monjes intercambian ideas sobre cómo enfrentar lo que acecha. Algunos están intranquilos, otros, perturbados. Pero lo cierto es que siguen realizando sus labores diarias y no alteran su rutina a pesar de las severas advertencias de un posible atentado en su contra. De más está decir que son el blanco perfecto, profesan una religión opuesta a la de los terroristas y encima tienen un médico en sus filas, con lo que se vuelven apetecibles en el momento en que los combates arrecian. Como espectadores, lo que al principio es una observación distante se va transformando con el correr de los minutos en una genuina empatía con la lucha de estos hombres. Nos sentimos dentro de esa comunidad (el ritmo pausado y la contemplación de las tareas simples nos lo hacen sentir) y Beauvois dibuja con gran solvencia la entrega de fe de estos hombres. Elige largos silencios para subrayar la armonía que se emana de la convicción y nos ubica dentro del corazón de esta pequeño grupo de creyentes. Seremos testigos de los claros y profundos debates acerca de la misión que ellos intentan sostener y acordaremos con la honestidad espiritual que ellos pregonan a la hora de tomar decisiones. Es claro el mensaje y sentido del director, en estos tiempos turbulentos, donde los valores parecen haberse perdido (irremediablemente), hay sujetos que consagran su vida a Dios y a sus semejantes. Y esto que está presente a lo largo de los tiempos, parece tan extraño hoy en día... En cada fotograma, hay trazos de humanidad pura, que se traslucen en gestos de dolor, pena o incertidumbre. La violencia que el hombre utiliza para expresar sus ideas cada vez acosa más el objetivo de estos religiosos y sobre el cierre, un potente pero previsible cuadro termina por cerrar la tesis del director, nadie es peor enemigo del hombre que el hombre mismo. "Des hommes..." es un film elegido por muchos religiosos (de diversos credos) para mostrar el poder de la convicción humana cuando está alineada con Dios. Este es sin dudas, un film que transita esos luminosos caminos y da material para la discusión. En términos estrictamente cinematográficos es bastante lento, austero y metódico, a tono con los personajes que lo habitan. No es una de esas películas que nuestro público elige aunque sus valores son interesantes y su propuesta está bien contada y mejor actuada. Lambert Wilson (Christian, el líder de la comunidad) y Luc, el doctor (Michael Lonsdale - a quien recuerdo por su rol del inquisidor general en "Los fantasmas de Goya" de Milos Forman-) se llevan merecidas palmas por su gran trabajo. El resto del cast acompaña con solvencia y recato (la trama así lo requiere) y el equipo técnico establece un encuadre con pocos elementos (ideal para una obra de teatro) que cumple perfecto como ambientación del episodio. En Francia fue vista por más de 3 millones de espectadores y aunque la cifra sea sólo un número de referencia, lo cierto es que sorprende saber que una historia de este tipo han tenido tanta audiencia en Europa. Se ve difícil que tenga éxito por su temática en nuestro país, máxime en la época en que se estrena. Por lo pronto, si pueden dejar de lado el cine comercial puro y las demandas de los niños que empujan para otros títulos en cartel (a días de las vacaciones de invierno en Capital Federal), es una excelente opción si el género dramático es lo de ustedes. A mi me gustó mucho, aunque reconozco que no es un film de los que uno elige al primer vistazo en cartelera... Denle una oportunidad, si les gustan las buenas historias.
Intensa y conmovedora historia sobre la lealtad y las convicciones En 1986, un grupo de ocho monjes trapenses de origen francés fue secuestrado por un grupo fundamentalista islámico que irrumpió en un convento ubicado en una aislada zona montañosa de Argelia. Aquella tragedia conmovió al mundo por la ferocidad del ataque (y del desenlace) hacia unos religiosos que habían sostenido una tarea solidaria y una convivencia ejemplar con la población de la región. Ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2010 y del César (el Oscar francés) a la mejor película del año, De dioses y hombres opta por narrar de manera tangencial los hechos de violencia para concentrarse, en cambio, en la intimidad (con toda su carga de tensión, sus contradicciones, sus miedos) de ese núcleo humano que se mantiene unido contra todo y a pesar de todo por la devoción, la fe y la vocación. Puede que cierto sector del público encuentre a este film de Xavier Beauvois (un reconocido actor que ya había hecho algún film más que atendible como el drama policial El pequeño teniente ) demasiado solemne y contemplativo, pero si se le dan el tiempo, la atención y el compromiso necesarios se descubrirá una historia cargada de intensidad y significación. Este relato austero y riguroso sobre la lealtad y las convicciones que se mantienen en alto -aun cuando muchos puedan percibir como exagerado semejante nivel de (auto)sacrificio- encuentra el tono justo para describir desde la tarea cotidiana (la atención a pacientes, el trabajo en la huerta, la elaboración de miel) hasta pasajes de una épica espiritual sublime como cuando se reúnen a tomar vino y escuchar música clásica ( El lago de los cisnes , de Tchaikovski), como forma de amplificar esa comunión a pesar (o a propósito) del caos y la violencia que los acechan. Beauvois también acierta al evitar la censura facilista del Islam para cuestionar, en cambio, los efectos del fanatismo religioso (también del colonialismo francés en la zona) y, así, establecer un inteligente diálogo entre el cristianismo y el Islam. Con una puesta en escena impecable (léase los diálogos, el trabajo con el sonido, los encuadres, la iluminación de la fotógrafa Caroline Champetier, la dirección de un elenco de muy virtuosos actores), De dioses y hombres se convierte en una película no sólo inteligente, profunda, lírica y conmovedora (sin golpes bajos), sino también necesaria.
Heroísmo y entrega al otro La película, que ganó dos importantes premios en Cannes 2010, reconstruye un sangriento episodio que tuvo lugar en Argelia en 1996. Allí se vieron involucrados los ocho miembros de una orden religiosa francesa, gente de fe que no esperó milagros. “No tiene elección”, le avisa al desarmado monje el líder fundamentalista, apuntándolo a la cara. “Sí tengo”, contesta el otro con firmeza, insistiendo en expulsar del monasterio al grupo armado. La libertad de elegir en las circunstancias más adversas y el coraje de hacerlo por la opción más riesgosa son temas centrales de De dioses y hombres. La película dirigida por Xavier Beauvois (Pas de Calais, 1967) reconstruye un sangriento episodio que tuvo lugar en Argelia en 1996, involucrando a los miembros de una orden religiosa francesa. Ganadora, entre otros, de dos importantes premios en Cannes 2010 (el Especial del Jurado y el del Jurado Ecuménico) y todo un fenómeno de público en Francia y otros países, De dioses y hombres constituye uno de los mayores sucesos que el cine de calidad haya dado en los últimos años. Que no haya logrado esa resonancia a costa de puros efectismos –como suele ser el caso, últimamente, dentro de ese rubro– es, quizás, el mayor milagro de este film protagonizado por gente de fe que no espera milagros. De allí justamente la condición de trágicos de estos ochos monjes: saben a lo que se enfrentan y eligen hacerlo, sabiendo lo que arriesgan en esa decisión. Entrega al otro, asunción del sacrificio, heroísmo, en suma: De dioses y hombres ensalza valores en los que la contemporaneidad se ha habituado a descreer. Hasta la primera aparición de los miembros de un grupo armado, quiebre dramático de la película, el film de Xavier Beauvois se concentra en los rituales cotidianos de la orden que dirige el padre Christian (Lambert Wilson, de gran presencia, como siempre), haciendo particular hincapié en su inserción en la comunidad. El monasterio está ubicado en una zona pastoril, al pie de los Montes Atlas, y esa comunidad que aprendieron a amar será, a la hora de las decisiones, motivo principal de que, ante la amenaza, los monjes decidan no huir. En ese primer tramo, varios miembros de la orden participan de una fiesta comunitaria, plegándose a los rituales locales. Uno de ellos, que es médico (Luc, interpretado por el veterano Michael Lonsdale) atiende a los pobladores en un dispensario y hasta aconseja a una chica (Sabrina Ouazani, recordada por Juegos de amor esquivo) en cuestiones amorosas. Sobre su mesa de lectura, Christian tiene el Corán y lo consulta seguido. En algún momento mantendrá, junto a otros de sus pares, una reunión con vecinos musulmanes, padres de víctimas de la violencia política. Allí, la película de Beauvois comienza a esbozar una idea central: no son las diferentes creencias sino la intolerancia lo que genera odio, incomprensión, espirales de violencia que no saben de inocentes. La irrupción del grupo armado en el monasterio, la masacre de un grupo de civiles croatas están mostradas como si se tratara de nuevos Atilas. Unas escenas más adelante, el jefe del destacamento acusará al padre Christian de complicidad con los terroristas y en algún momento un helicóptero militar artillado sobrevolará el monasterio. Queda claro que los misioneros han quedado entre dos fuegos, igualmente letales. En ese punto, bastaría trocar monjes franceses por pobladores andinos y guerrilleros islámicos por miembros de Sendero Luminoso, para hallar semejanzas entre De dioses y hombres y La boca del lobo, el excelente film del peruano Francisco Lombardi. Si el trueque fuera entre la Argelia de fines del siglo XX y la China de los años ’30, podría obtenerse en cambio algo parecido a Siete mujeres, de John Ford, con el padre Christian como trasposición de la mártir aventurera de Anne Bancroft. Si este martirologio monástico representa una posible versión norafricana de la teoría de los dos demonios es cuestión que queda abierta a discusión. Tanto como la inocencia y pureza de estos misioneros, o su condición de benefactores extranjeros. El núcleo dramático de De dioses y hombres (título que, llamativamente, invierte los términos del original, Des hommes et des dieux) parece apuntar, sin embargo, a asuntos más universales. Según su realizador, la película no habla de otra cosa que de la prolongada ausencia que en el mundo de los hombres registran la libertad, la igualdad y la fraternidad. Trilogía que no sería, así, un punto de llegada, sino una utopía a alcanzar, en todas las épocas. Más acá (o más abajo) de esas abstracciones, el temor, las dudas, las contradicciones entre los ideales y el instinto de sobrevivencia de estos hermanos cistercienses no difieren demasiado de los de cualquier semejante, en circunstancias parecidas. Por eso mismo el título original pone la falibilidad humana por delante del ideal divino, y no a la inversa.
Del dogma a la praxis Dijo el filósofo José Ortega y Gasset en su Ensayo Romano que religioso es aquel hombre que cree en algo cuando ese algo es incuestionable realidad. El religioso es el hombre escrupuloso en el sentido amplio de la palabra porque es prudente en oposición al negligente, quien vive en el descuido, en el desentendimiento y en definitiva en el abandono. Con ese concepto entonces viene arraigado otro más profundo como el de la fe, que va más allá de una simple creencia sino que forma parte de una convicción espiritual e individual hacia lo que se cree. Esa fe impone -por decirlo de alguna manera- un máximo sacrificio que en diversas circunstancias conlleva dilemas éticos ante cualquier situación límite. Quien profesa una religión –sea cual sea- atraviesa en algún momento una serie de tribulaciones arrastradas por dudas que contrastan invariablemente con la realidad más pura. De eso y de cómo se mantiene el valor de la fe se nutre el film De Dioses y hombres, galardonado por el gran premio del jurado en el festival de Cannes, cuyo director y -también guionista- Xavier Beauvois construyó la historia en base a un hecho verídico. Los protagonistas del relato son un grupo de ocho monjes cistercienses instalados en un monasterio en la conflictiva zona del Magreb. Su misión es brindar todo tipo de ayuda espiritual y también médica a la comunidad musulmana, rehén de la lucha entre los extremistas y el ejército perteneciente a un gobierno corrupto. Sin embargo, últimamente el avance del terrorismo en la zona desata una ola de matanzas donde uno de los principales objetivos son los extranjeros y por ello la amenaza latente de caer en manos enemigas es más factible. Pero la fe late con mayor fuerza y pese a las constantes provocaciones y peligros concretos -cuando los terroristas llegan al monasterio para abastecerse de medicamentos- se va afianzando en el grupo que también transita por una serie de tribulaciones y dilemas para definir su situación en el lugar. El miedo de quedarse a merced del terrorismo lucha en el terreno de la más absoluta especulación con el deber y la obediencia hacia una causa mayor, amparada en valores superiores, aunque eso signifique -más allá del renunciamiento a todo lazo afectivo- perder la vida. En ese umbral ético se ancla esta película siguiendo minuciosamente las motivaciones individuales; las profundas crisis existenciales de sus personajes, encabezados por el hermano Cristiane (Lambert Wilson) junto a sus fieles colegas. Entre rituales, salmos y rezos aparecen los hombres con sus flaquezas y voluntades en juego, que la cámara de Xavier Beauvois acompaña en su intimidad en los interiores del monasterio o en sus momentos de silencio en actitud contemplativa. Con un admirable respeto de sus personajes sin caer en maniqueísmos ni sobredimensionamientos, el realizador francés logra un film altamente emotivo que logra despojarse de su costado ecuménico para transformarse en un manifiesto en favor de la voluntad y en un reflexivo llamado para quienes consideran a la religión como un dogma y no una praxis.
Sobre sacrificios y mandatos divinos Quinto film del cineasta y actor Beauvois, galardonado con varios premios César y candidato al Oscar extranjero, De dioses y hombres narra un hecho real: la masacre de ocho monjes cristianos realizada por fundamentalistas islámicos. Pero más allá de aquel horror que aun no admitió responsables definitivos, plantea una serie de dilemas, estéticos y formales, en relación a las posibilidades de registrar en imágenes “un film religioso”.En efecto, De dioses y hombres narra, con extrema cautela y pudor, los rituales de los ocho personajes que manifiestan con voz tenue y susurrante la misión que tienen asignada –tratar de igual manera a católicos y musulmanes– en medio de un enfrentamiento bélico, la historia transcurre en la austera morada de los clérigos en Argelia. Austeridad, despojamiento, pequeños detalles son los que describe Beauvois con su cámara, acumulando mínimos conflictos de los personajes, donde se destaca el médico del grupo (gran trabajo del veterano Michael Lonsdale). Sin embargo, la religiosidad que impera en cada una de las imágenes, también ostenta sus trampas estéticas.La parsimoniosa narración, provista de un tempo que por momentos resulta arbitrario y gratuito, modifica sus características nunca enfáticas en una escena cercana al desenlace. Acaso previendo la proximidad de sus muertes, los monjes tienen su última cena donde toman vino mientras la banda de sonido arrecia con los acordes de El lago de los cisnes. Allí, la película busca la emoción, oponiéndose al detallismo extremo con el que había buceado en las vidas de los monjes. En ese momento, la película cede su paso al lagrimón gratuito, a la fácil búsqueda del llanto del espectador. Salvando las distancias, imaginemos el minimalismo de puesta escena de Diario de un cura rural (de Bresson) invadido por los soldados-barrabravas que muelen a golpes a Cristo en La pasión de Cristo (de Mel Gibson). Allí está el momento crítico de la película: emociona y hace un agujero en el estómago, pero tampoco oculta su torpe manipulación y su transparente abyección.
El sentido de la vida misma Monjes franceses en Argelia deben tomar una decisión. Por qué la fe es tan amarga?” La pregunta se la hace un monje ante una situación límite. El y otros siete religiosos que viven en el Monasterio del Atlas, en Argelia, en los años ’90, son amenazados por un grupo fundamentalista, que comete todo tipo de atrocidades, ante un gobierno que muestra corrupción. Y entonces los monjes deben tomar una decisión. Regresan a Francia, su país, o se quedan allí, donde -para más de uno- es su verdadero hogar. Basada en hechos reales, la película de Xavier Beauvois quiere por todos los caminos incluir al espectador en su trama, haciéndolo partícipe de las crueldades de los terroristas tanto como de las dudas y los miedos que tienen estos siervos de Dios en un territorio que para muchos resultará ajeno. El protagonismo se repartirá entre Christian (un contenido y a la vez temeroso Lambert Wilson), Luc (un soberbio Michael Lonsdale) y el resto. Es que cada monje tiene sus ideas, sus motivaciones internas y sus necesidades, por más que lo que compartan todos sea el deseo de ayudar al prójimo. “No podemos dar lo que no tenemos”, se escucha por allí. Es una de las tantas frases con las que el realizador pretende sumergir al público en la ineludible tragedia. Es que la colonización francesa también tuvo que ver con los hechos que luego acontecieron. “Somos como pájaros en una rama. No sabemos si partir”, dice uno de los religiosos a los aldeanos, pero como los cistercienses no tienen como misión la evangelización, en ese pueblo musulmán, la ayuda que pueden brindar muchas veces tiene que ver con la salud. Historia de coraje, valentía y temores, De dioses y hombres habla de seres que luchan contra la sinrazón, con la esperanza como bandera. “¿Para que ser mártires?” “Somos mártires de fidelidad, de amor”, se preguntan y responden los monjes. El relato utiliza como contexto la religión –o las distintas creencias-, pero sabe ir más allá de la cuestión filoreligiosa. ¿Qué hacer cuando todo indica que para sobrevivir sería necesario cambiar una forma de ver las cosas? ¿Se es fiel a un precepto, a lo que dicta el corazón, o se ve la realidad y se actúa en consecuencia? Ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes 2010, De dioses... no es un filme sobre la religiosidad, por más que abunden las escenas de rezo y los protagonistas sean cristianos de ley. La humanidad y el entendimiento de lo que es correcto son las bases en las que se sustenta este muy buen filme que no debería pasar desapercibido en la cartelera argentina.
Una historia emocionante que trasciende lo religioso Esta película realmente está muy bien hecha. Tiene, sobre todo, un ejemplar manejo de los tiempos, de la luz, de los rostros, muy bien elegidos, intensamente expresivos, de los tonos, y de los diálogos, que son bastante breves, sencillos y precisos. Incluso ubica muy bien unos cánticos de Didier Rimaud, el de «Cuando él dice a sus amigos». Pero películas muy bien hechas hay en cantidad. Esta, además, es excepcional. Porque, ¿de qué otra forma se explica que un jurado enteramente laico, bien representativo de una cultura postcristiana, le haya otorgado el Grand Prix de Cannes, y el público se haya volcado a verla, y la vea con el corazón estremecido, tratándose de una película religiosa que encima «termina mal», según los criterios habituales del espectáculo cinematográfico? Porque es cierto: se la ve como una película religiosa. Pero también como algo más amplio: una historia de gente consecuente consigo misma y con sus creencias más ejemplares de amor y comprensión entre los hombres, por encima de sus propias vidas, y de la intolerancia ajena. Y «termina mal», claro que sí. Pero por eso mismo alcanza a darnos una idea de algo que está por encima de todo, idea que el cine contemporáneo raramente alcanza. En síntesis, ésta es la emocionante y profunda historia de unos monjes cistercienses (los vulgarmente llamados trapenses) que, en plena guerra civil argelina, eligieron seguir acompañando al pueblo musulmán donde vivían, pese al inminente riesgo de muerte. El hecho ocurrió de veras, en el pequeño monasterio de Notre-Dame del Atlas, junto a un pueblito llamado Tibhirine, 1996. Estos monjes no predican, sólo se dedican a servir al prójimo y, en este caso, dar testimonio de hermandad con los musulmanes. Cuando los fanáticos empezaron a degollar «infieles» se les ofreció mudarse a un lugar más seguro. Y surgió el conflicto: abandonar a los hermanos que los necesitaban, abdicar de su entrega, o caer orgullosamente en el suicidio como mártires de la fe. O flaquear. La película expone sus miedos totalmente humanos, roces, charlas con vecinos y choques con fundamentalistas y con miembros del ejército regular, y también muestra sus reflexiones, sus liturgias cotidianas, la creciente, íntima comprensión con que cada uno vive su propia fe, en un relato de pausado suspenso, de momentos inquietantes alternados con otros de calma inhabitual, todos ellos reveladores, como el inesperado diálogo del abad con el jefe de una facción armada que invade la casa, o la última cena de esos hombres fuera de serie. Hay un misterio en ellos, que provoca respeto. Que obliga al espectador a detenerse para tratar de entender ciertas cosas olvidadas. De ahí lo excepcional. Autores, Etienne Comar, productor y coguionista, y Xavier Beauvois, director y coguionista («No olvides que vas a morir», «El pequeño teniente»). Intérpretes principales, Lambert Wilson, Michel Lonsdale, el viejo Jacques Herlin, Farid Larbi. Origen del título, el salmo 82, ese que entre otros párrafos dice «Vosotros sois dioses; todos vosotros sois hijos del Altísimo. Sin embargo, como hombres moriréis, y caeréis como cualquiera de los gobernantes. ¡Levántate, oh Dios, juzga la tierra!».
Un auténtico canto de fe Una obra de arte, sencilla, auténtica, emocionante, que recuerda en sus momentos de comunión otra maravilla del cine, "La fiesta de Babette" de Gabriel Axel. Grandes actores, expresiva fotografía. Para repensar la vida y el tema de la violencia Sorprende la aparición de un filme como éste, en una cartelera que, últimamente es nido de tanques de efectos especiales, comedias anodinas y thrillers desorbitados. Una película sobre el misticismo, la religiosidad, la práctica espiritual que emociona al espectador desacostumbrado a manifestaciones de un nivel como la película de Beauvois. Basada en un hecho real ocurrido en la década de 1990, durante la guerra de Argelia, "De dioses y de hombres" muestra la vida cotidiana de un grupo de religiosos trapenses franceses, que en una lejana ciudad africana, conviven con la comunidad musulmana, donde prestan algunos servicios de salud y transcurren su vida con sencillez volcados al trabajo de la tierra, el cuidado de los colmenares, la oración y el canto religioso. LA COMUNIDAD A la manera de las primitivas comunidades cristianas, la simpleza de la contemplación, el sentimiento de la fe son los necesarios pilares sobre los que cultivan una vida de humildad y sacrificio, donde el renunciamiento a lo material y la certeza de estar en el rumbo indicado, son suficientes objetivos para una vida simple y austeramente terrenal. Con simples pinceladas, se delinean los caracteres de los protagonistas que se van a manifestar nítidamente cuando grupo extremos guerrilleros comiencen a revolotear como pájaros negros, sobre ese pequeño paraíso con reminiscencias pre cristianas. Entonces se manifestará el liderazgo de Christian, que dirige la comunidad y establece relaciones con líderes religiosos de la zona, Luc y su serenidad en la atención de los lugareños y las conversaciones vecinales, Christophe y sus dudas ante el surgimiento del miedo. Nada y todo parece cambiar ante esa gota de aceite que comienza a extenderse sobre la paz de la comunidad. LO PEOR La advertencia del gobierno local sobre la necesidad de que la comunidad parta antes que algo peor ocurra, la persistencia de los monjes en quedarse, quizás no pudiendo pensar que guerrilleros, a los que también prestaran ayuda médica en otras ocasiones, atenten contra ellos, crean el caldo de cultivo para que la tragedia se desarrolle. La analogía entre la música de Tchaikovsky en la "última cena" y el renacer más allá de la entrega y el sacrificio (una prodigiosa escena del filme), el silencio en las frugales comidas, los cánticos rituales, la templanza mientras se filtra el miedo ante el posible ataque, o el descenso de aviones que zumban sobre el refugio, son momentos inolvidables de una obra de arte, sencilla, auténtica, emocionante, que recuerda en sus momentos de comunión otra maravilla del cine, "La fiesta de Babette" de Gabriel Axel. Grandes actores, expresiva fotografía. Para repensar la vida y el tema de la violencia.
La virtud y la costumbre. De dioses y hombres indaga el conflicto moral, político y religioso de una comunidad desgarrada por la duda y aliviada por la fe. Xavier Beauvois adapta el libro que Etienne Comar escribió a partir de la misteriosa muerte de un grupo de monjes franceses en Argelia. La película se interroga sobre los motivos que impulsaron a estos hombres a comprometerse en una tierra tan remota haciendo frente a la adversidad manifiesta. Beauvois se libera de la gravedad del guión y se coloca lo más cerca posible de sus personajes. Las angustias y los dilemas de cada uno superan la perspectiva religiosa. El director se aleja con inteligencia del aspecto más trivial y periodístico del acontecimiento, para explorar su esencia y las cuestiones universales que plantea. Los silencios en el cine de Beauvois son modelos de puesta en escena, el inquietante último plano de Le petit lieutenant lo demuestra cabalmente. Una puesta en escena despojada que, en este caso, se detiene en los numerosos rituales religiosos de los monjes, pero también en las tareas que realizan en favor de los habitantes de la región como médicos, agricultores, escribanos públicos o simples confidentes. El director pinta a la comunidad con planos amplios y simples, atentos a los lugares, a los paisajes y a las luces, con pocos diálogos e hincapié en los hechos y en los gestos. Beauvois regula su cine con el diapasón purificado y paciente de la ética monacal, sobre el tempo de Renoir o Ford. La película se estructura con las plegarias, los cantos al unísono y las reuniones en las cuales se toman las decisiones que comprometen la vida de la comunidad. Los planos hablan por sí mismos, cada detalle enriquece el relato sin que haya necesidad de comentario. Esta economía narrativa permite que tengan su espacio siete personajes principales, sin contar a los campesinos y a los terroristas. La película cambia ligeramente de registro con la aparición de un grupo islámico que siembra el terror en la población. El tiempo apacible es perturbado por los conflictos del mundo, por sus fracturas políticas, ideológicas y religiosas. De a poco se instala la amenaza, la tensión y el suspenso. El recogimiento deja lugar a un interrogante que sobrepasa la creencia religiosa de los monjes. El dilema se establece entre permanecer fieles a la misión con riesgo de perder la vida o buscar refugio en otra parte y evitar un sacrificio inútil. Los debates sacuden a la pequeña comunidad monástica; la película presenta todas las opiniones y avanza con un doble registro entre la incertidumbre metafísica y el suspenso genérico. El director afronta los interrogantes sobre las derivas colonialistas, aunque no se pierde en justificaciones. El equilibrio es frágil pero se sostiene de manera impecable: devorados por el miedo y por la duda, los monjes muestran un rostro terriblemente humano. La cuestión política se trasluce en sus elecciones, en sus formas de vida y en sus acciones. La cámara barre todos los discursos, a veces con ironía, como cuando un joven terrorista herido de bala se convierte, tendido sobre la mesa del monje-médico, en un Cristo descendido de su cruz al cual el religioso prodiga cuidado y atención. De dioses y hombres posee momentos cinematográficos sublimes: la disolución visual de los monjes entre la nieve, la sutil polifonía que genera el montaje entre el estruendo de un helicóptero y la serenidad de los cánticos religiosos y, sobre todo, una versión muy humana de La última cena. El director materializa esa elección casi imposible que es el nervio de la película con una maravillosa sucesión de primeros planos acompañados por El lago de los cisnes como fondo sonoro imponente. La galería de rostros va desde el miedo que genera en cada uno la perspectiva de su propia muerte hasta la alegría por la decisión final. A partir de este momento, la película se distiende en diversas direcciones que conducen hacia un final inolvidable.
Plegarias atendidas Ganadora del Gran Premio del Jurado en el último festival de Cannes, De dioses y hombres reconstruye la historia real de ocho monjes franceses instalados en Argelia y secuestrados en pleno conflicto islámico. Casi setenta años después de Los ángeles del pecado de Robert Bresson, el cine francés se calza la toga y se pone a rezar con total sacralidad. En 2009 fue Bruno Dumont quien tomó los hábitos con Entre la fe y la pasión, aventura solemne de una novicia católica que termina abrazando el islamismo con una obsesión casi pueril. Profundizando esas vías pero sin la pedantería y ampulosidad del director de Flandres, Xavier Beauvois filma en De dioses y hombres una elegía moral y profundamente emotiva sobre un hecho real ocurrido en 1996 conocido como el caso del monasterio de Tibhirine, donde un grupo de monjes trapenses comprometieron su vida por no abandonar la pequeña comunidad magrebí a la que habían ido a instalarse. Los monjes -radicados allí por causas más asistencialistas que evangelizantes- deciden abandonarse a Cristo, en su amor, hasta las últimas consecuencias como su basamento ideológico fundamental. Sin embargo, nada adquiere el tinte de una exaltación espontánea de la fe por los miembros del convento, sino que cada acción es producto de una racionalización extrema, de una negociación asamblearia. Habría que destacar el gran trabajo de Xavier Beauvois para elaborar numerosas escenas de liturgia cristiana como hechos marcadamente coreográficos. El film entero está poblado de rezos y cánticos en los que la cámara reposa en su sobriedad más absorbente. Hay un tramo en De dioses y hombres que -en este sentido- se vuelve esencial por su capacidad de concentrarse en esos momentos íntimos que dejan de relieve la mirada antropológico-humanista de su director. Los monjes esperan su trágico final (que el grupo islámico llegue de un momento a otro) con demasiada dignidad, bebiendo vino y sentándose en la mesa imitando el cuadro de la Última cena mientras suena El lago de los cisnes a todo volumen. Es una secuencia puntuada por primeros planos donde el gesto de cada rostro se traduce en espera beata e incluso feliz. El desenlace que se desprende de esta escena es dejar el juicio en suspenso, no señalar culpas ni culpables ante la urgente fatalidad. Pero no habría que confundir el humanismo antes nombrado con el sinsabor de un estoicismo, de un martirio sin consistencia. La postura humanista de Beauvois tiene que ver con describir todo a un mismo nivel, con cierta mirada aséptica pero que no carece de afectividad: los curas no son fanáticos religiosos sino ocho tipos que creen hacer el bien en un país extraño; los islamistas no son barbudos salvajes que ponen bombas sino grupos ideologizados con su interpretación particular (violenta) del islam. Como si la cámara traspasara la cáscara de espectacularidad que hay en este hecho real y develara lo que se encuentra dentro.
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Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, la película francesa De Dioses y Hombres se pudo ver en Buenos Aires en la Semana de Cine Europeo en Buenos Aires que repite el próximo domingo (Ver la programación) Candidata a los premios Oscar, y según el director del Festival de Cannes Thierry Frémaux que la presentó en esa oportunidad, éxito total en Francia con más de 3 millones de espectadores. Xavier Beauvais, coautor tambien del guión junto a Etienne Comar, parte de una historia real, la de una congregación de monjes cistercienses de misión en Argelia en los 90´ y su convivencia con el pueblo absoluta mayoría musulmán, criado a la vera del monasterio desde los años 30. La película está sujeta en primer lugar a la descripción de la vida cotidiana de esos monjes (el trabajo en la huerta, la atención médica a niños y mujeres del pueblo, la venta de miel en el mercado) hasta que irrumpe la amenaza terrorista en el contexto de un gobierno corrupto y el estado de zozobra con asesinatos sistemáticos. No hay demasiada atención sobre ese contexto político (ni siquiera el religioso) sí está puesta en el debate racional de si irse o quedarse, de si la misión de Dios es ésa, la muerte segura, o es otra. Signo de la acción del colonialismo francés en Africa la presencia del monasterio en medio del paisaje argelino, es tomada en la película como un lugar de santificacion y salvación. Los monjes aparecen en el centro de un triángulo fatal: el ejército argelino, los terroristas y el gobierno francés. Ese debate, sin embargo, no va más alla de lo que la película dice, a través de los textos religiosos, de las sentencias teológicas, de los mismos salmos. Hay una descompensación en ese sentido entre la primer parte, menos hablada, y la última, más argumentada, ausencia de ritmo que termina de confirmar la secuencia de la "última cena" con la musica de Tchaikovsky. Lejos de ser una joya, Des hommes e des dieux es una película que nunca llega a atravesar el estado de espiritualidad, al que apenas asoma en algunas pocas escenas. Tampoco logra hacer convivir, al menos cinematográficamente, las dos religiones involucradas, católica y musulmana, sino, antes,hay un sobrevuelo de didactismo desde lo occidental y cristiano claramente basado en el punto de vista que lo genera.
Anexo de crítica: A pesar de sus buenas intenciones y la prodigiosa labor del elenco, De Dioses y Hombres (Des Hommes et des Dieux, 2010) apenas si resulta pasable a causa de un tono narrativo soporífero e indulgente obsesionado con retratar -en detrimento del contexto- la vida de un puñado de monjes franceses en Argelia que se dedican a cantar loas a la inmunda culpa cristiana. El principal problema del film es que falla en generar empatía por la misma condición de los protagonistas, claramente otro residuo colonial en una región rapiñada al extremo...
Las trampas de la fe "Tu película no está hecha para pasear los ojos, sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero". Robert Bresson De dioses y de hombres (en otro despojo de sentido por parte de los distribuidores locales que alteraron los términos en la traducción con respecto al título original) se basa en un hecho verídico, a saber, un grupo de monjes secuestrados y asesinados en Argelia, en plena guerra civil. Que los datos más referenciales sobre el hecho en cuestión aparezcan recién al final es un acierto, pues Beavious no elige el camino testimonial como centro de su película, sino la recreación estética de lo supuestamente acaecido un tiempo antes de la tragedia en el monasterio, mostrando los quehaceres cotidianos de los protagonistas, su misión, la relación que entablan con los habitantes de la comunidad y los rituales que sostienen. Toda esa aparente calma no deja de obviar la tormenta que se avecina: la constante presión de los fundamentalistas sobre el lugar y el miedo que se activa a partir de ello. Pese a que el gobierno los quiere proteger, éstos se niegan. A partir de allí, la película trabaja un argumento signado por la espera y por las decisiones que deberán tomar los monjes frente a las acciones sangrientas que allí afuera los desbordan, es decir, dos mecanismos bien efectivos para mantener la tensión en el espectador. No obstante, lejos de encadenar en forma desenfrenada los acontecimientos, Beavious se toma el tiempo suficiente para trabajar los espacios con cuidadosos movimientos de cámara que observan el claustro con sus silencios, la calma de la naturaleza, representada plásticamente a partir de una fotografía inobjetable, en contraste con el bullicio exterior donde predomina la muerte y la violencia, es decir, la amenaza. Esto se condensa en una escena que alterna un rezo de los monjes mientras un helicóptero merodea encima del monasterio y que se potencia a partir de los efectos de sonido. Si bien existe la contraposición, ciertas líneas de diálogos son un esfuerzo para evitar un maniqueísmo en la exposición del conflicto político y en la construcción de los personajes. En un momento, un representante del gobierno les dice que gran parte de la culpa por los desastres internos en el país la tiene Francia y su afán colonizador que produjo un atraso en la región. Ahora bien, tomar decisiones tiene implicancias morales, y si se es religioso, más todavía. Por ello, en el seno mismo del grupo surgirán los conflictos por decidir qué es lo que está bien o qué es lo más conveniente, si irse y proteger las propias vidas o quedarse y consagrarse a una idea. Es aquí donde no sólo aparecen las trampas de la fe que invaden a los protagonistas (la vacilación sobre el sentido de convertirse en mártires, de sostener ciertas creencias) sino también las del director. Las primeras son lógicas; las segundas, acaso, son discutibles. El punto de vista escogido nos coloca indefectiblemente del lado de los religiosos en el plano discursivo como formal, los muestra a partir de encuadres y planos que emulan pinturas de carácter sacro, nos determina con colores claros el ámbito por el que se mueven, confiriéndoles una pretensión de trascendencia. Es también otra escena clave la que evidencia este procedimiento, una tentativa de dramatizar sin palabras la satisfacción por haber hallado la certeza de por qué permanecer y tal vez sacrificarse. Los monjes compartirán un vino, se verá en sus miradas la risa y el llanto, mientras suena El lago de los cisnes. No hay más lugar para las dudas, todos han decidido quedarse. El resultado es un momento emocionante pero con la salvedad de que aparece enfatizado con elementos expresivos subrayados con la composición de Tchaikovsky. ¿Alcanza esto para hablar de una película religiosa, espiritual, atemporal, como varios críticos expresaron? A mi criterio, no. Sigo prefiriendo las formas de entender la trascendencia tal como lo hicieron, entre otros, Bresson, Pasolini o Buñuel; ellos sí tenían a los hombres en la tierra y con legítimas dudas sin necesidad de embellecerlas. Más que “pasar los ojos”, uno se sentía “absorbido”. Este es, tal vez, el aspecto menos convincente en De dioses y hombres, cuando la incertidumbre se transforma en seguridad, en emoción inducida, en espectáculo. Eso sí, con calidad.
De dioses y de hombres recupera el sentido de la religiosidad no solo para ponerlo en debate en términos históricos, sino para poner en escena aquel universo ético y estético como forma de práctica humana. Durante los años ’90 se desarrolló en Argelia una violenta guerra civil por la cual murieron cerca de 200.000 personas. La misma se desató cuando el gobierno Argelino suspendió las elecciones que había ganado el FIS (Frente islámico de salvación) e impidió a este partido asumir el gobierno, en una clara ruptura del orden democrático. Las grandes potencias europeas, especialmente Francia, sostuvieron este orden ilegal y represivo. En el monasterio de Atlas, en la región montañosa de ese país, donde se asentó la guerrilla islámica originada luego de la suspensión de esos comicios y en rebeldía con el gobierno dictatorial, llevaban adelante su tarea monástica ocho religiosos franceses quienes, en la medida que la violencia se generalizaba y amenazaba a los extranjeros residentes, comenzaron a comprender el riesgo real que corrían sus vidas. En ese monasterio realizaban tareas de asistencia médica y social a favor de la población de la región. Su relación con los pobladores era armoniosa y fueron considerados fundamentales para el sostenimiento de los habitantes de las cercanías. Mientras la presencia de las milicias irregulares creció en la zona tanto como los retenes y la represión del ejército nacional, un atentando sangriento sobre trabajadores croatas abrió la puerta a la discusión sobre la conveniencia de que los religiosos permanezcan en el lugar o que se retirasen, protegiendo de ese modo sus vidas. Las opiniones en tal sentido fueron contradictorias tanto entre ellos como entre las personas ajenas al monasterio, ya sean funcionarios oficiales o líderes regionales. La película recupera el sentido de la religiosidad no solo para ponerlo en debate en términos históricos (como proceder en un determinado lugar en ese exacto momento), sino fundamentalmente para poner en escena aquel universo ético y estético como forma de práctica humana. He aquí lo más interesante de esta minuciosa realización de Xavier Beauvois. El realizador trabaja con detalle la construcción de los personajes y el desarrollo plástico de este universo. En este sentido es menester destacar las múltiples referencias pictóricas que la película utiliza para dar cuenta del sentido profundo de ese sentimiento religioso. Es a partir de una elaborada construcción visual y rítmica que el director completa ese desarrollo. Porque más allá de los contenidos explícitos en las conversaciones y los debates, la reiteración de los cuadros rituales a lo largo de la película organizan el sentido religioso por continuidad y oposición, operando tanto desde la organización plástica al interior del cuadro, como en la dialéctica que se produce por la sucesión de los mismos. Es a partir de esta organización de la totalidad – y como en pocos casos la idea de totalidad es aquí central pues remite nuevamente al orden de lo religioso – que aquello tematizado aquí, la fe, el martirio, la piedad, la finitud, el miedo a la muerte, el deseo y el servicio, logra ser expresado justamente a partir del pensamiento dialéctico. La falta de referencias históricas, al tiempo que coadyuva a profundizar este enfoque temático, deja abierta la puerta a una nueva estigmatización de los movimientos islámicos. Dadas las fuertes referencias asociadas en la sociedad occidental del presente a cualquier guerrilla musulmana, vinculándolos con los atentados terroristas y otras confusas actuaciones violentas, sería interesante que el espectador conociera el papel de Francia en el sostenimiento del gobierno ilegal Argelino de ese momento, y la violenta represión que este llevó a cabo sobre el movimiento popular que legítimamente había ganado las elecciones. En este sentido, alguna indicación sencilla hubiera sido útil para evitar malas interpretaciones. La noción de trascendencia permanente, auspiciada por la reiteración ritual en la misma estructura narrativa, está sostenida por las actuaciones impecables de cada uno de los actores que interpretan a los ocho monjes. Sin embargo vale destacar a Michael Lonsdale, Luc el fraile médico que deja por allí una apertura al pensamiento racional científico vinculado a la idea de libertad que introduce más profundidad en al tematización religiosa, Lambert Wilson en el secretamente contradictorio hermano Christian y Jacques Herlin, que compone un bello Amedeé que remite indudablemente al más religioso Caravaggio. De dioses y de hombres aun siendo una película compleja nunca abandona su vocación por interesar al espectador ni su deseo de inquietar. Es por ello que la tensión está siempre presente. Y eso es un valor adicional para esta película que en ningún momento aburre ni simplifica.
Contra viento y marea Posiblemente estemos ante una de las películas religiosas, no diría atea por que sería falsear el texto, más agnósticas que se hayan producido. Esto dicho desde la acepción clásica del agnosticismo como filosofía que plantea a esta corriente de pensamiento como la posibilidad del humano de acceder al entendimiento a partir de lo fenoménico, o sea por lo que algo se pone de manifiesto. Sencillamente el hombre se presenta a través de sus actos. Del mismo modo que se podría leer aquella otra maravilla del séptimo arte que es “Contra Viento y Marea” (1996) del ahora, y a partir del ultimo festival de Cannes, defenestrado director danés Lars Von Trier. En esta producción la actriz Emily Watson encarna a una esposa que lleva hasta las últimas consecuencias el derecho de sostener lo que cree que debe hacer por amor, ya sea a un hombre o a Dios, aunque ello implique su propio sacrificio. Ahora viene a mi memoria otra joyita como “El Sacrificio” (1986) del genial Andrei Tarkovski, quien construye un relato de implicancias similares, pero con otro discurso y otra mirada. El filme que nos convoca narra la historia real, ocurrido en 1986, de un grupo de ocho monjes trapenses internados en un monasterio ubicado en medio de las montañas del Magreb. Primero son testigos de la tragedia provocada por la locura de las guerras religiosas en Argelia entre musulmanes y católicos, para luego al decidir no abandonar el monasterio, por fidelidad a sus ideales y principios, pasar a integrar las victimas y moneda de canje entre ambos grupos en conflicto. Si bien a primera vista, como dije al principio, podría pensarse en un filme de neto corte religioso, los guionistas y el realizador tienen la sapiencia suficiente para manejar el texto dentro de los parámetros morales y éticos más universales. Construye a sus personajes desde la tópica de “practica lo que predicas”, y no a partir de “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. Obra multipremiado, con el Cesar a la mejor película francesa del 2010, el Premio del jurado en el festival de Cannes, seleccionada por Francia para competir al Oscar en el rubro Mejor película extranjera, cuenta en su haber el no tener que recurrir a efectos especiales ni a 3D (¡gracias a Dios!), ni a un montaje vertiginosos de cortes abruptos, para atrapar al espectador. Es muy clara la intención del director de instar al espectador como testigo del transcurrir del tiempo interno de los personajes, como así también del tiempo dentro del espacio por el que ellos circulan, planteando el ritmo constantemente dentro de los movimientos del tiempo en las tomas y no desde el montaje organizado según su propia dramaturgia. Esto se debe a todas las variables que conforman a una producción cinematográfica: el diseño de producción, la dirección de arte, destacándose en este punto la excelente fotografía, la banda de sonido, tanto en su función empática como la constituida a partir de cantos rituales realizado por los mismos clérigos, funcional a la creación de climas entre sugerentes y de suspenso, muy explícitamente en su corriente narrativa. Esto se percibe, y queda muy claro sobre todo en una secuencia en que uno de los personajes pone música y se escucha un fragmento de “El Lago de los Cisnes”, específicamente “la muerte de la doncella”. Nada es casual y se lo puede pensar como apoyando al ya mencionado excelente guión, en el cual se destacan especialmente los pocos, precisos y equilibrados diálogos. Esto posiciona al filme como una pequeña obra de arte en su totalidad, como una gran unidad. La imagen misma germina en los planos como preexistencia dentro de cada uno de ellos ya desde la planificación. Por lo cual el montaje, esto es la forma de pegar la toma de una imagen en continuidad con la otra, sólo cumpliría la misión de coordinar esa planificación de estructura narrativa. Sobre todo en cuanto al trabajo del tiempo, otorgándole al filme una impronta que lo presentifíca como un organismo en evolución, ya que fuera del cine como entretenimiento, o mejor dicho dentro del cine de autor, del cual este es un ejemplo ineludible. El buen montaje cinematográfico implicaría el no perjudicar su relación estructural hacia lo relatado. Con tonos por momentos de extremada poesía visual sin apelar a metáforas o simbolismos, que en este caso serían totalmente inútiles y/o redundantes. Pero quien lleva en sus espaldas casi todo el peso de la seducción de los espectadores son las magnificas actuaciones, todas, destacándose, como nos tiene acostumbrados, Michael Lonsdale dando vida a un medico, parte del grupo religioso, quien se hace responsable de la salud de sus vecinos sin ningún tipo de discriminación, y Lambert Wilson que personifica al guía espiritual, responsable de todos sus compañeros, siendo asimismo la cara visible de los religiosos en su relación a los grupos antagónicos en el exterior del convento. Lo dicho, Xavier Beauvois se toma un poco más de dos horas para contarnos una historia extremadamente humana pero, ¡qué quiere que le diga!, el tiempo en este caso pasa volando o es un tiempo muy bien invertido, elija lo que mejor responde a su visión de la obra, yo no puedo. (*) Realización de Lars Van Trier de 1996.
EMBRIAGADOS DE AMOR Esta película de origen francés, que retoma hechos reales, evita caer en el mero ejercicio periodístico o sensacionalista, y se presenta como una obra profunda y con suficientes méritos estéticos que hacen que sea capaz de sostenerse por sí misma más allá de la importancia de los sucesos que le dieron origen. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. El 26 marzo de 1996 siete monjes franceses pertenecientes a la orden cisterciense fueron secuestrados por un grupo guerrillero islamita en las montañas de Atlas, Argelia, durante un período particularmente violento de ese siempre convulsionado país. Luego de negociaciones frustradas (o boicoteadas, aún no está claro) entre el grupo armado, los servicios secretos y los gobiernos de Francia y Argelia, las cabezas de los monjes (habían sido decapitados) fueron encontradas por el ejército argelino. De dioses y hombres es un más que logrado film que narra esos acontecimientos con calma y convicción, superando la barrera del facilismo de los golpes bajos, el amarillismo y la demagogia. Es un film preciso, y en más de un momento precioso, cuyo centro es el heroísmo (o santidad) de un grupo de hombres entregados a la fidelidad, la amistad y la caridad por medio de la fe mientras son acorralados por un clima adverso y violento. Los primeros minutos de la película se prestan a resaltar las tareas diarias en el monasterio y la relación que los monjes mantienen con la comunidad islámica en la que viven. Vemos no sólo la asistencia médica, caritativa y espiritual que le brindan a los habitantes, sino también que participan de su cultura, como ese momento en el que los monjes asisten a la ceremonia de circuncisión de un niño, a la que son invitados con felicidad, y de la que son partícipes con el mismo sentimiento. Durante ese ritual, además, contemplamos algo fundamental, clave, en las intenciones del film: el tiempo que le dedica a los cantos sagrados del imán. De la misma manera iremos asistiendo a lo largo del relato a muchos momentos en los que la cámara se detiene a contemplar los cantos, rezos y ceremonias de los monjes. Estas situaciones están esparcidas entre los diferentes avatares de los acontecimientos dramáticos, como pausas en el curso de la historia, en las que los monjes se entregan a la trascendencia, donde participan de la realidad total, sagrada, que es –iremos entendiendo con el correr de las acciones- justamente lo que les permite soportar los padecimientos terrenales y a partir de lo cual todo cobra un sentido último. Pocas veces en la historia del cine se le ha dedicado tanto tiempo a esas prácticas espirituales, y es un gran mérito que estén tan bien logrados y sobre todo tan bien ensamblados en el relato. Pero no son solo esos los momentos destacados del films, sino que hay muchos, y entre ellos hay dos que se destacan particularmente, tanto por su belleza como por su contenido simbólico, que es lo que a fin de cuenta más importa, ya que allí es donde reside el valor de toda obra de arte. El primero es uno que tiene como protagonista exclusivo a Christian (Lambert Wilson) y transcurre inmediatamente después de la segunda de las reuniones que los monjes mantienen con la intención de resolver qué hacer frente a la situación que se les presenta. Algunos proponen quedarse junto a la comunidad, otros en cambio plantean la posibilidad de volver a Francia. Christian, en su rol de prior, dice que aún no es tiempo de decidir. A continuación lo vemos caminar en medio de un rebaño (detalle significativo, por cierto), por un terreno empinado. Luego lo hace por una pradera, hasta que finalmente lo vemos llegar a lo que parece ser un río, o una laguna tal vez. Sobre la orilla hay una serie de rocas, y en una de ellas se sienta. Cuando lo hace, la composición del plano y la iluminación hacen que su figura se convierta en una roca más, o sea que su figura se funda con el todo del paisaje. Y luego de un corte pasamos a unas panorámicas de las montañas que se combinan con unos reflexivos primeros planos del protagonista. Todo esto tiene un innegable aire de western. La inmensidad del paisaje y la soledad y los dilemas existenciales del héroe nos hacen pensar en ese género cinematográfico fundamental, y dentro de él en el nombre propio de John Ford. Un pasaje del libro El tiempo del héroe, de Núria Bou & Xavier Pérez, en el que los autores se dedican a analizar La diligencia nos puede ayudar a clarificar un poco más lo que queremos decir sobre el fragmento particular del film de Beauvois y su aire de western. Escriben Bou y Pérez: “La irrupción del paisaje gigante y primitivo no deja de contribuir a la concepción contemplativa que el western de John Ford adopta como clave estilística. Porque la magnitud de un paisaje empequeñece de esta forma al ser humano está en las antípodas del cine de acción, un cine en que la figura humana en movimiento siempre resultaba privilegiada en relación al decorado. Monument Valley tiene, en La Diligencia y el resto de los westerns de Ford, algo de sagrado y de inmutable, una concepción orográfica del sentimiento que conecta con una intangible sed de religiosidad”. Y más adelante agregan: “La relación entre los héroes y el cosmos no genera ningún totalitarismo de la acción antitética: el héroe y el espacio se indiferencian, devienen una sola cosa, viven inmutables en el tiempo, en una concepción existencial próxima al individualismo del budismo zen”. Tranquilamente podríamos definir la situación de Christian con casi las mismas palabras, sólo que por la propia historia y las intenciones del film del que forma parte tenemos que agregar algo más. Porque toda esa sed de religiosidad y esa unión con el cosmos que está latente en los films fordianos se vuelve concreta en una película como De dioses y hombres , cuya raíz cristiana la lleva a poner al héroe un poco más allá. Christian había decidido retirarse a pensar para decidir qué hacer frente a la particular y extrema situación que le toca vivir tanto a él como a sus compañeros. Y lo hace –como tan bellamente nos lo muestra la cámara de Beauvois- perdiéndose en la totalidad de cosmos, religando con la creación, y siguiendo, podríamos decir, aquellas palabras de San Bernardo: «Se aprenden muchas más cosas en los bosques que en los libros; los árboles y las rocas os enseñarán cosas que no podríais oír en otro sitio». Ese aprender, es ni más ni menos, llenarse de Dios. Y una vez lleno, Christian regresa al monasterio y escribe una carta que intuimos importante, pero cuyo contenido recién conoceremos mucho más adelante, cuando su voz en off le ponga esperanza al terrible final. Ese escrito hace explícita la decisión que Christian tomó en su particular retiro, cuando optó, como le dice luego a un dubitativo compañero, “quedarse en el amor” (en las buenas películas todas las escenas dialogan entre sí). Aquí vale aclarar que “amor” es tomado en sentido cristiano, y no simplemente a modo romántico. El otro momento destacado, y que es en sí el climax del film, llega en la última cena (nada menos) que los monjes comparten antes de sufrir el ataque de los terroristas. Mientras el resto espera sentado, Luc (un Michael Londsale al que todo elogio le es injusto) acerca a la mesa dos botellas de vino y decide poner música: El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Ya todos parecen intuir el final, por eso, sin decirse nada, se entregan a disfrutar de los últimos instantes de amistad, y por ello se incluye la presencia del vino, que como un sabio escribió no hace mucho “representa la fiesta; permite al hombre sentir la magnificencia de la creación”. Estos hombres que hemos visto vivir día a día en el servicio, la oración y la austeridad, parecen por primera vez permitirse un festejo no opulento pero sí placentero, que no otra cosa son ese vino y esa música no sacra. Y lo hacen en el momento de la despedida. Pero lo extraordinario de la escena no radica sólo en las sensaciones encontradas que transmite (la felicidad en la celebración de la amistad y la tristeza de saber que es también un adiós) sino sobre todo en su trasfondo simbólico. Recordemos que hacia el desenlace de El lago de los cisnes, Sigfrido y Odette deciden sacrificar sus vidas para vencer a Rothbart, que es, ni más ni menos, que la representación del mal. Y que además de conseguir así la eternidad juntos, consiguen también liberar al resto de los cisnes. Los monjes, consagrados juntos al mayor de los amores, embriagados de él, se entregan al sacrificio, al martirio, ganándose seguramente la eternidad, y con la esperanza de que por medio de ese gesto su comunidad (el resto de los cisnes) pueda permanecer a salvo. Volvemos así al tema de la significación del amor. Si en el ballet citado hay una visión romántica, aquí, en este momento concreto de la última cena, su sentido se resignifica por medio de una óptica cristiana. Cabe aquí recordar que hacia el comienzo de la película, justamente Luc le explicaba a una joven qué era el amor y cómo él se había enamorado muchas veces hasta que una vez encontró un amor definitivo (una vez más: en este film las relaciones entre las distintas escenas es constante). Podríamos resaltar unos cuantos momentos más. Y en todos ellos destacaríamos el mismo mérito: la capacidad del director de dotar a sus imágenes de dramatismo y significado sin caer en la obviedad ni la alegoría, y sobre todo sin caer en didactismos o catecismos de segunda. Xavier Beauvois ha logrado una de las mejores películas explícitamente católicas que se hayan hecho. Pudo rendirles un merecido homenaje a los monjes reales, y también supo imprimir en la eternidad del arte una obra capaz de sostenerse por sus propios méritos estéticos y espirituales.
LOS PADRES La religión es invencible. Más allá del espiritualismo light propagado por Hollywood año tras año, cada tanto el cine vuelve sobre un tema que no le es ajeno: lo religioso. El catolicismo, por otra parte, al menos en Occidente, parece estar en consonancia con el cine. Desde Bazin a Bresson, pasando por Tarkovski y Pialat, la sensibilidad religiosa parece ser connatural o contigua al refinamiento estético. Planos y plegarias, luz natural y luz sobrenatural: el cine comparte con la religión una secreta esperanza por lo inmortal. Basada en un caso real acontecido en Argelia en 1996 (siete monjes trapenses fueron secuestrados y asesinados en medio de una escalada de violencia política en esta región del norte de África), De dioses y hombres, de Xavier Beauvois (El pequeño soldado), es un ensayo teológico y político admirable y por momentos conmovedor. El film sugiere una razón política y estratégica: la vida de los monjes por la liberación de varios presos políticos. Es un contexto que no será revelado del todo, aunque queda claro que se trata de grupos armados vinculados con el fundamentalismo islámico. Pero Beauvois jamás sataniza al Islam: el abad, interpretado magistralmente por Lambert Wilson, puede citar tanto la Biblia como el Corán; Dios habla muchos idiomas, y un buen religioso no puede dejar de reconocerlo. De dioses y hombres poco tiene que ver con las encíclicas de Benedicto XVI, la decadencia institucional y los miles de denuncias de pederastia. Es antes que nada una reconstrucción preciosa y precisa de un estilo de vida, una invención singular y perversa de la especie humana, admirable y sospechosa, anacrónica y reparadora: la vida monástica. Estos monjes trapenses que rezan, leen, trabajan la tierra, limpian, cocinan y cantan transfiguran sus acciones cotidianas en una contemplación en acción. Cada gesto, acto o palabra está orientado al creador. Para Beauvois, los monjes son, primero que todo, hombres. Sin duda son contemplativos, pero también son hombres de acción. Uno de los hermanos, Luc (otra gran interpretación de Michael Lonsdale), es el médico de la abadía, pero el ejercicio de la medicina no se circunscribe a sus compañeros de fe: es el médico de la zona, con quien se atiende la mayor parte de la población. No están allí para convertir y conquistar fieles, aunque el intendente de la ciudad, que está preocupado por la seguridad de los religiosos, no deja de recordarles que la presencia francesa es en última instancia un resabio de colonialismo. La tensión política crece paulatinamente. La primera irrupción en el monasterio fracasa ante la fuerza del abad y su conocimiento del Islam. Los rebeldes quieren medicamentos, y en alguna ocasión el médico atenderá a un militar herido. No obstante, si de avasallamiento se trata, hay una secuencia que no necesita explicación: un helicóptero sobrevuela la abadía y los monjes perciben el peligro que proviene del cielo. Esto precipitará una batalla sonora entre el sonido de una máquina de guerra y la unión de los monjes entonando cantos gregorianos. Es una tensión dialéctica, resuelta en un montaje paralelo muy pertinente. Finalmente, vencerá el Mal, pero un poco antes Beauvois habrá de filmar una epifanía, un verdadero acontecimiento en la pantalla. Como si se tratara de una fumata prohibida, Luc prenderá una casetera y se empezarán a escuchar algunos movimientos de “El lago de los cisnes”, de Tchaikovsky. Unos bellísimos primeros planos sobre los rostros de los monjes revelan una especie de orgía suprasensible. Sin duda, escuchar música clásica y beber un buen vino no está prescripto en las reglas de San Benito. Pero Beauvois sugiere que quizás sí esté implícito en el espíritu de las reglas, si esto produce comunión y hermandad, lo que no es sólo una metáfora simpática de la vida monacal. Beauvois captura una extraña versión miniaturizada del cuerpo de Cristo: en ese placer sonoro y sensorial los monjes son verdaderamente uno. Después vendrá el secuestro y la muerte, lo primero frente a los ojos, lo segundo en elegante fuera de campo. Unos planos generales del bosque nevado y el monasterio, acompañados por una voz en off y una misiva, que ante todo es una defensa irrestricta de la fe, cerrarán el film. Quizás Dios no exista, pero estos hombres fueron en aquel entonces semblantes reales o imaginarios de una posibilidad humana superior. Misteriosamente, De dioses y hombres funciona como destilación de la mirada. Lleno o libre de dioses, el mundo podría ser un lugar bello.
La vida en juego Queda claro que el propósito del director Xavier Beauvois (1967, Auchel, Francia) ha sido alzar un trágico hecho real como síntoma de la intolerancia que se agita tras la apariencia civilizada de la Europa actual. Lo que describe De dioses y hombres –éxito de público y crítica en su país de origen– es la situación de peligro que atravesaron ocho monjes trapenses de origen francés en una aislada zona montañosa de Argelia, amenazados por un grupo fundamentalista islámico, década y media atrás, debido a su convivencia y solidaridad con pobladores musulmanes, y cuyo epílogo fue el secuestro y asesinato de casi todos ellos. Tomar este episodio y presentarlo con seriedad es encomiable, incluso teniendo en cuenta que el caso permanece sin resolución desde 2003, y que darle difusión internacional puede ser una manera de recordar que al accionar de los fanáticos islámicos se sumó, después, la negligencia de los tribunales franceses. El film comienza registrando la sencilla rutina de los religiosos, hasta que (en una escena excelentemente realizada) un grupo de jóvenes colaboradores son cruelmente atacados, irrumpiendo dramáticamente la violencia. Desde entonces, irá lentamente creciendo la sensación de tensión y de ahogo: literalmente entre dos fuegos (el Ejército comienza también a perseguirlos, por su supuesta colaboración con los terroristas), los monjes no sabrán si quedarse acompañando a los pobladores, cumpliendo con su vocación, u obedecer los consejos de las autoridades políticas, que les insisten que se vuelvan a Francia para salvar su vida. Una y otra vez reflexionarán sobre los pasos a dar, intentando vanamente encontrar una explicación a lo que sucede. “Los hombres no hacen el mal de forma tan completa y convencida como cuando lo hacen por convicciones religiosas”, recuerda amargamante el padre Luc (entrañable Michael Lonsdale), citando a Pascal. Dirigida y actuada con calidad y precisión, a De dioses y hombres le interesa lo que les pasa a estos religiosos como grupo, sin reparar en la historia de ninguno de ellos en particular, contando esta difícil etapa de sus vidas en forma cronológica y sin música adicional, con lentos travellings descriptivos y primeros planos atentos a gestos, miradas, sonrisas o alguna lágrima. Habrá un momento en el que, por fin, estos hombres se permitirán tomar vino y escuchar música de un grabador, instancia a la que (por razones que no conviene adelantar aquí) el director reviste de cierta solemnidad. Beauvois filma sin audacia pero de manera competente, guiando hábilmente la mirada del espectador, por ejemplo encuadrando rostros con un parsimonioso movimiento de cámara durante una modesta ceremonia popular a la que asisten los monjes. Es cierto que el film resulta, en cierta manera, previsible (ni siquiera falta la trillada confesión del monje diciendo que ha estado enamorado de una mujer antes de escuchar el llamado de Dios), con una visión algo idílica de la vida monacal, pocos pliegues en su relato (la escena en la que el terrorista fuerza al padre Christian a darle la mano, insinuando un posible entendimiento, es una excepción) y un abordaje que no es nuevo en el cine (Salvador y Golpes a mi puerta son dos ejemplos), pero es indudable su importancia exponiendo dilemas en torno a temas generalmente ignorados en los discursos de la posmodernidad: el valor de la vida, la entrega por un ideal o por principios religiosos, el sacrificio por los demás, la validez de la redención, la fe como instancia superior (o no) a la propia vida, la aceptación de las barreras culturales, la tolerancia. Como medio para la discusión saludable sobre estas cuestiones, De dioses y hombres se destaca dentro del panorama del cine actual. Resulta exterior, en cambio, como film religioso, demorándose en triviales escenas de rezos y cantos litúrgicos que dudosamente logren conmocionar al espectador. Basta pensar qué hubieran hecho (o qué han hecho) los hermanos Taviani con elementos semejantes, para no remontarse a Dreyer o a Bresson. O, para nombrar a directores franceses contemporáneos, la sensación de verdadero enamoramiento y alucinación mística que Alain Cavalier y Bruno Dumont lograban extraer de las miradas de Catherine Mouchet en Thérèse (1986) y de Julie Sokolowski en Entre la fe y la pasion (2009).
Aquellos olvidados principios éticos Basada en hechos reales, entre la crónica y el documental, la película abre las puertas de un monasterio donde viven ocho monjes cistercienses, en una zona montañosa de Argelia, en 1996, cuando se desarrolla una guerra civil. En su país de origen, Francia, De dioses y hombres, tras su presentación en el Festival de Cannes del 2010 donde mereció el "Gran Premio del Jurado", pasó a ser uno de los films más vistos del año; situación que motivó numerosos escritos ya que este film de Xavier Beauvois, realizador un tanto desconocido para nosotros de cuarenta y tres años, se aleja totalmente de las exigencias del cine elitista de hoy, ya que mira particularmente a un espectador que esté dispuesto a asumir una actitud reflexiva ante sí mismo, ante la Historia. Basada en un hecho real, entre la crónica y el documental, De dioses y hombres abre las puertas de un espacio alejado de la estridencia del ensordecedor ruido de las grandes urbes, el de un monasterio ubicado en una zona montañosa de Argelia, en los meses de 1996. En ese territorio, definido como comarca rural, habitado por lugareños que viven en un estado precario, ocho monjes pertenecientes a la orden de los sacerdotes cistercienses, grupo del catolicismo que data del siglo XI, bajo el lema de "ora et labora", viven sus horas en una continua actitud de entrega hacia los demás, sea en trabajos de subsistencia, mediante el cultivo y la producción de ciertos bienes afines y la atención médica. En un tiempo en el que se enarbola desde diferentes estandartes sólo un concepto de bienestar personal, que enmascara al egoísmo, y que olvida, ignora, hasta excluir al necesitado, la visión de este film se propone como necesaria, y se acerca a nosotros desde pudorosos principios éticos. Los monjes que habitan este lugar, en el que en su interior se escuchan las prédicas y los cantos, los salmos y los diálogos a media voz, están expuestos a una fuerza de choque de manera continua. Ya que en el escenario social y político, entonces, en esos días de 1996, nos informa que se ha declarado una guerra civil entre sectores del gobierno y grupos de la población islamista. Entre tantas masacres, persecuciones y secuestros, algunos hechos sin haberse resuelto aún, los que tuvieron que vivir estos monjes forman parte de esta cruel y violenta historia. Pero esta historia sobre este trágico hecho no está narrada de manera habitual, no se apoya en un procedimiento convencional de investigación. Distante de ello, De dioses y hombres elige reflexionar sobre cada uno de los monjes que habitan este lugar, sobre sus silencios, sus temores, sus vacilaciones, sus dudas, ante la situación límite de la realidad, ahora, les impone; realidad que se abre de igual manera a la conducta de cada uno de sus ocho miembros, en sus vidas particulares, en esas historias personales, en sus vidas más allá de las puertas del monasterio. Un estallido de violencia y de amenazas se comienza a desplegar y a extender ominosamente sobre esa comunidad, alcanzando por igual a todos sus miembros, los monjes y los habitantes de las aldeas. La vida cotidiana sufrirá sobresaltos y las pantallas televisivas se erigen en voceros de un alerta continuo. En reportaje publicado a la revista "Fotogramas" de enero de este año, y ante la pregunta de su entrevistador, Alex Vicente sobre la posición del realizador ante sus creencias, Xavier Beauvois respondía: "Lo que tengo claro es que creo en la fe, en la prédica, en el hacer de estos monjes. De todas formas esta no es una película sobre la fe, sino sobre el diálogo y la tolerancia. Ni tampoco es un film católico, como he oído". Son numerosos los dilemas que se irán planteando en el film. En cada nueva situación, en el interior mismo del monasterio, frente a las autoridades, frente a los del ejército clandestino, los interrogantes se irán abriendo hacia el espectador asumiendo una progresiva melodía tensionante que alcanza momentos cúlmines en feroces contrapuntos, como el que tiene lugar cuando vemos volar a los helicópteros militares, mostrando sus alas, haciéndonos llegar sus rugidos, mientras la oración y el canto transforman los espacios del monasterio en un ámbito sagrado y de devoción. El tono de tragedia se irá elevando de manera silenciosa, sin estridencia, hasta alcanzar, escalar la cima del monte Atlas o bien perderse en la neblinosa espesura de un bosque. En este film que llevó a que Roman Polanski expresara cálidas y reposadas palabras de agradecimiento, Xavier Beauvois instala otro concepto acerca de cómo representar hoy algo que no nos es ajeno, la temática de la violencia; que lamentablemente en su afán de ser espectacularizada se ha transformado en un móvil de atracción hedonista, sin que pueda plantearse ningún tipo de interrogante en la mayor parte de los films que se estrenan semanalmente. Los hechos que se plantean en De dioses y hombres van más allá de la crónica registrada hace quince años y que hoy define todo un espacio de nuevas investigaciones. La problemática, que fluye en sus silencios y parlamentos, se eleva ya a una cuestión universal, trasciende, cruza fronteras, pero también pide acercarnos. El realizador despliega una secuencia memorable: la que recrea sobre los rostros de los monjes, sobre sus miradas, sobre sus gestos, sobre los silencios, la emblemática imagen de una última cena.
Las Decisiones del Corazón Des Hommes et des Dieux es una producción francesa, basada en hechos reales, que ganó entre otros premios, el Gran Prix del Festival de Cannes 2010 Y 3 premios Cesar (como los Martín Fierro, pero de Francia). Esta gran pieza del cine fue dirigida por Xavier Beauvois, un nombre que por este lado del charco no nos dice mucho, pero que en Francia es un conocido actor, escritor y director de films independientes. La historia cuenta la dura batalla que se libra en los corazones de un grupo de hombres de fe, que deberán tomar una decisión drástica. Como parte de su vocación y deber religioso, 8 monjes cistercienses son enviados a Argelia (norte de África) a crear una comunidad y colaborar con el pueblo en el que se establecieron. Las diferencias religiosas y el terrorismo extremista de algunas facciones musulmanas, amenazan con destruir todo lo que construyeron con amor y esfuerzo, pero no sólo su obra está en peligro, sino que sus propias vidas pueden ser las que calmen la sed de violencia de este grupo terrorista. La desición pasa por abandonar el país en conflicto, abandonar a su gente, o quedarse y arriesgarse a perder su propia vida por la vocación que eligieron... cualquiera de las 2 decisiones serán absolutamente terribles para sus vidas. El reparto que da vida a estos 8 monjes realmente no tiene desperdicio alguno, interpretando de manera maravillosa y con una profundidad increíble a cada uno de los religiosos. Entre ellos encontramos a Lambert Wilson, que por estos lados lo conoceremos por papeles comerciales como el "Merovingio" en Matrix Reloaded y Matrix Revolutions, aunque en esta película se deja ver el verdadero talento del actor francés. Otro que está espectacular es Michael Lonsdale (Munich, El Nombre de la Rosa) que nos estrega a Luc, un monje médico muy carismático que prácticamente se roba el film. En fin... no me voy a extender en cada uno, pero el cast está muy bien logrado (fijarse también en el personaje de Amédée, imposible no quererlo). La historia está filmada de manera magnífica, la fotografía es espectacular pero no en el sentido de espectacularidad, sino en la creación de un ambiente que cuando es necesario agobia y cuando lo requiere también trasmite paz. El acontecimiento real fue heroico de por sí, pero no es tarea fácil contar una historia que muchos conocen de antemano y de la cual varios saben como termina, sin embargo se hace entrega de un cinta con toda una carga de significación que emociona. No es una película para todos, ya que tiene mucho de cine arte, con escenas no convencionales donde por ejemplo, sólo se ve a los monjes entonando alguna canción a Dios, y donde la presión del ritmo y el tiempo de duración no tienen lugar. Si están dispuestos a dedicarle tiempo y atención, la van a disfrutar mucho.
El secuestro y asesinato de los monjes cristianos en 1996 marcó el apogeo de la violencia y de las atrocidades que azotaban Argelia como resultado del enfrentamiento entre el gobierno y grupos extremistas decididos a derrocarlo. Los ocho sacerdotes que residían, en perfecta armonía con la población musulmana, en un monasterio en las montañas del Magreb rechazan la ayuda del gobierno traducida en protección por parte del ejército. La parsimonia y la quietud con la que el director francés Xavier Beauvois grafica el lento devenir del tiempo en los días previos al comienzo del peligro, contrasta notablemente con la sensación de abandono e indefensión que se palpa a partir de la decapitación de algunos conocidos de los religiosos, suceso que se de en el primer acto de la historia. Frente a esta situación límite, y sabiendo que marcharse no es una opción, los monjes deberán decidir sus próximos pasos. ¿Entregarse a la voluntad de Dios, cualquiera que la misma sea? ¿Morir sin siquiera defenderse, a sabiendas de que sería un suicidio colectivo? La desaparición de los religiosos afectó profundamente a la opinión pública internacional. La identidad de los asesinos y las circunstancias exactas de su muerte siguen siendo un misterio. Algunos documentos recientemente desclasificados quizá ayuden a despejar el misterio en los meses venideros.
En el límite del absurdo Cómo explicar esas cuestiones que atraviesan la vida espiritual de las personas y que pueden influir en una serie de acontecimientos impredecibles. “De dioses y hombres” plantea la acción en un escenario vibrante, complejo, por momentos, inasible. Se ubica a principios de la década de los ‘90 del siglo pasado, en las montañas Atlas de Argelia. Está basada en un hecho real. En ese lugar, se alzaba un monasterio de monjes cistercienses franceses, quienes se dedicaban al cultivo de la tierra, la producción de miel, la cría de ganado ovino y brindar asistencia médica a los lugareños. Esa unidad productiva estaba dirigida a mejorar la vida de los habitantes de la zona, cercana a un pueblo. Es decir, que se trata de población rural y semirrural, en un territorio montañoso y aislado de los grandes centros urbanos. Parece un ámbito donde reina la paz, la armonía, donde no hay prisa ni ruidos. Un ámbito propicio para la vida religiosa y la actividad desinteresada. Pero... esa imagen se quiebra a poco de comenzar el filme y la violencia irrumpe en los caminos, a merced de terroristas islámicos que empiezan a matar gente indiscriminadamente. Hoy le toca a un grupo de croatas, mañana a un vecino y después, puede ser cualquiera. Los ocho monjes que están a cargo del monasterio empiezan a sufrir todo tipo de conflictos, porque a pesar de estar en contra de la violencia y de no aceptar la lógica de las armas, cuando éstas hablan es difícil no escuchar. Comenzarán a recibir presiones y amenazas de los terroristas y el ejército les ofrece protección. Aquí es donde la película del francés Xavier Beauvois concentra el nudo del dilema de los religiosos, quienes aferrados a su fe y a sus votos, rechazan todo sometimiento al discurso armamentista y no aceptan la protección del ejército. A pesar de esa decisión, el miedo empieza a instalarse en su ánimo y todos los días deliberan entre ellos si deben seguir allí o volver a Francia, de modo que, quieran que no, la obra que llevan adelante se ve seria y trágicamente perturbada. Tratan de adaptarse a esta nueva realidad y a pensar en que tal vez los próximos sean ellos. Y esta cuestión los pone en crisis con su fe, con su vocación y hacen denodados esfuerzos por no renunciar a sus creencias y prioridades. La vida en el monasterio intenta seguir con su rutina de trabajo y asistencia a los enfermos, en su mayoría, mujeres y niños. Conflicto moral La cámara de Caroline Champetier se toma su tiempo para escrutar a cada uno de los monjes, desde el prior, hasta el médico cuya propia salud es frágil, desde el más fuerte hasta el más débil. Las dudas, el dolor, la tensión se contrarrestan con mutuo apoyo en los momentos difíciles, cánticos y oración. La llegada del invierno y las intensas nevadas ponen una cuota más de desolación y angustia a un paisaje ya diezmado por la violencia solapada que acecha en cualquier recodo del camino. Y como era de esperar, ni la fe, ni la inquebrantable voluntad de seguir pese a todo, ni la vocación irrenunciable por la paz salvará a estos monjes de las garras del terrorismo local. Beauvois no pone tanto el acento en los motivos políticos, étnicos o religiosos que podrían explicar la violencia, sino en el conflicto moral en el que se ven sumergidos los cistercienses y cómo, en circunstancias tan desfavorables, ellos entienden que deben seguir siendo fieles a sus votos. El tono denso y dramático que tiene el relato no permite ni un momento de relajación, no obstante, aun con su crudeza y realismo, no deja de soslayar un poco el absurdo. El absurdo de preguntarse qué sentido tiene lo que uno hace, lo que uno cree, lo que uno piensa, en un mundo no receptivo. Qué sentido tiene jugarse la vida de esa manera. Las preguntas quedan flotando en la bruma que se lleva a los personajes en la secuencia final. Y las respuestas se irán con ellos.
La historia es real y transcurre a fines de los `90, en el Monasterio de Atlas, en Argelia. Ocho monjes han vivido hasta ese momento en plena armonía con la población musulmana. Nada parece vulnerar esa calma. De pronto estalla la violencia y un grupo de fundamentalistas islámicos asesina a un equipo de trabajadores extranjeros. El pánico invade la región. El ejército ofrece protección a los monjes, pero éstos la rechazan. No confían en un gobierno viciado de corrupción. La opción entonces sería regresar a Francia, su país de origen, o quedarse en ese lugar que consideran su hogar, y aceptar los riesgos. Los hechos, ocurridos en 1996, conmovieron a Francia cuando un grupo de religiosos de Atlas fueron secuestrados y luego asesinados sin la menor piedad. El film es un registro puntual de lo ocurrido y enfrenta a esos hombres a una decisión crucial ante la agresión externa. Mereció el Premio Especial en el último Festival de Cannes.
Los problemas de la fe La fe religiosa, aquella virtud por la que “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5), ha sido curiosamente el tema de las mejores películas estrenadas el fin de semana, justo cuando los argentinos protagonizaron también, a su modo, otro acto indubitable de fe (aunque en este caso colectivo y político). De dioses y de hombres, la magnífica obra de Xavier Beauvois, se introduce como pocas películas en los misterios de la creencia divina y aborda con suprema honestidad (y respeto) las formas de la vida monástica. A partir de una tragedia real ocurrida en Argelia en 1996 (en la que un grupo de monjes misioneros franceses fueron secuestrados por fundamentalistas islámicos), Beauvois recrea con lucidez y precisión la vida cotidiana de estos curas trapenses entregados a la contemplación divina, la vida humilde y la ayuda al prójimo, componiendo un filme que sobre todo analiza la condición íntima del ser religioso. Estrenado en el Cine del Teatro Córdoba, que este año volvió a constituirse en un faro imprescindible para la cinefilia cordobesa, el filme estará fuera de cartelera cuando esta nota llegue al lector, por lo que más vale recomendársela para que la busque en el circuito alternativo (o en los videoclubes de culto) y concentrarse en la otra película en cuestión. Que se trata nada menos que de Habemus Papam, también conocida como El psicoanalista del Papa, último opus de Nanni Moretti, uno de los pocos directores italianos contemporáneos que pueden ser considerados como un autor, con una obra absolutamente personal en continuo movimiento, algunos dirían en continua evolución. Esta vez, el otrora joven irredento de Moretti se introduce en la intimidad del Vaticano, institución suprema del catolicismo, cargada de mitos y significados contradictorios, y por eso mismo tan atractiva para un director como el italiano. Contra lo que pueden suponer sus seguidores, sin embargo, Moretti no compondrá una embestida mortal contra tan añeja institución, sino que hará algo tal vez más inteligente y sutil: una pequeña sátira libertaria sobre los mitos que sostienen la base política y filosófica de tamaña institución. Las imágenes que abren la película son reales e iconográficas. Una multitud se ha congregado en la explanada del Vaticano, pues ha muerto un Papa y es tiempo de una nueva unción. El pueblo espera ansioso conocer a su nuevo guía espiritual, que se supone es designado indirectamente por Dios a partir del voto de los cardenales de todo el mundo. Inmediatamente, Moretti se introducirá en el cónclave cardenalicio, donde los postulantes repetirán internamente un curioso ruego: “por favor, no me elijas a mí, que yo no resulte elegido”. Lo cierto es que, tras varias ideas y vueltas, el milagro se producirá y será electo uno de los candidatos menos pensados, el humilde e introspectivo Melville (un Michel Piccoli en estado de gracia), que por supuesto resultará abrumado por la noticia. Tanto, que cuando tenga que salir al famoso balcón de la piazza San Pedro sufrirá un ataque de pánico, una crisis que le impedirá enfrentar ése escenario y lo hará dudar sobre aceptar el mandato. Estupefactos, los cardenales apelarán a un psicólogo: el propio Moretti entrará en acción aunque las condiciones que le imponen los religiosos (no puede preguntar sobre su infancia, su madre, sus traumas o siquiera sus deseos) obstaculizarán su labor. Lo cierto es que Melville logrará escaparse de incógnito del Vaticano, donde el psicólogo quedará recluido con los cardenales departiendo sobre las contradicciones entre ciencia y religión, jugando a las cartas o incluso encarando un paródico campeonato de vóley. Mientras, Melville empezará a redescubrirse a sí mismo en las calles de Roma, donde retomará un viejo amor olvidado por el teatro. Sátira amable y sutilmente política, Habemus Papam no enfoca sus dardos en la institución vaticana en sí sino en las creencias que la sostienen: su protagonista no desafía un mandato burocrático sino divino, y en la de-sición de privilegiar su voluntad (y en el redescubrimiento de su deseo) está la gran transgresión de la película. El resto, es puro juego de Moretti: el humor es siempre la forma de relación con sus personajes y tramas, aunque ahora lo haga más desde la parodia amable, lúdica e incluso cándida (ver el retrato de los cardenales) que de la crítica ácida y directa. Pero vale no engañarse: la secuencia final revelará el verdadero golpe escondido en la película, y su carácter eminentemente libertario y desmitificador.