Cinco años llevaba Darren Aronofsky sin manifestarse fílmicamente. No sé sí la masacre que sufrió precisamente en esta Mostra de Venecia en 2017 Mother!, que tuvo que soportar en su proyección de prensa abucheos tan imperantes que parecían fruto de una conspiración, guarda algo que ver con esta dosificación. Tampoco tenemos certeza de si las limitaciones de la pandemia fueron decisivas en la elección por el cineasta de una pieza teatral de Samuel H. Hunter del año 2012 y que se constreñía al espacio único del salón de la casa donde agoniza Brendan Fraser. Lo cierto es que el desafío de dotar de pulso cinematográfico a un texto dramático que tiene en su epicentro, sin desocupar nunca la escena, a un ser sin capacidad cinética, con esos 270 kilos que no le permiten llegar a semoviente ni apenas desalojar el sofá, parece una operación de riesgo a la altura del bien constatado gusto de Aronofsky por los desafíos. En las casi dos horas de metraje de The Whale, a partir de una estrategia de montaje virtuosa, la estructura teatral pervive como tal. Pero abre las compuertas al cine vívido de la tensión y el encierro. Del tiempo detenido tan propio del sesgo pandémico. Es éste el marco de un proceso de auto redención del personaje encarnado por un Brendan Fraser al que primero el visionario Steven Soderbergh puso de nuevo sobre la pista en No Sudden Move. Y ahora Aronofsky lo incorpora de lleno a la carrera de los Oscar, plano en el cual el actor nunca llegó a competir en sus años de esplendor y estrógenos. El protagonista -en esa búsqueda de la expiación- aparece por vez primera en pantalla mientras trata de masturbarse viendo una película hardcore gay. Y después de tratar de saldar cuentas con su pasado (abandonó a su mujer y a su hija al enamorarse de uno de sus alumnos del aula nocturna), deberá enfrentarse a esa cría que ha devenido adolescente revenida con la ira de los justos. Y veremos a este hombre cetáceo en su pugna por alcanzar la eternidad sin que le convenza en la ruta hacia esa salvación el joven enviado de una religión milenarista, otro de los personajes que entran y desaparecen a ritmo de vodevil en este tránsito. Una estación termini de dos horas en biológico territorio fronterizo con la dead-line. Ese tiempo de agonía muy acompañada es, en todo caso, cualquier cosa menos un bel morir. Así, vemos a Brendan Fraser jalarse pizzas con chicha a cuatro manos o bocadillos de patatas fritas con salsas varias. Una manera de suicidarse que no suscribiría una neurótica heroína de Tennessee Williams -optaría por las pastillas o el alcohol- pero que al protagonista de The Whale le va acercando convenientemente a la Parca. Entremedias, está Herman Melville. Y, naturalmente, Moby Dick. Sabemos que el protagonista llegó a este estado de obesidad más que mórbida después del suicidio del hombre por el que dejó a su familia. Pero no conoceremos la identidad del Capitan Ahab hasta que la singladura del oceánico Fraser en su sofá llegue a su final. De entre la filmografía de Aronofsky, el film con el cual la magnífica The Whale presenta más lazos emocionales es, sin duda, The Wrestler. Un Mickey Rourke que -paradójicamente- subía al ring para tratar de mantenerse en modo de perpetuum mobile, mientras Brendan Fraser no es nadie sin la silla de ruedas. Pero uno y otro -quizás también ambos actores, cada uno en su singularidad- son juguetes rotos por el destino o por su deriva autodestructiva. Ambas obras acompañan a sus agonistas con infinita ternura en sus pasos finales -también les vemos encajar los golpes- y en las dos películas la deformación de la carne y de lo que fue belleza excelsa es la clave de bóveda de la soledad de ambas ballenas. Lentas, torpes, varadas en un ring o en un canapé.
Esa distancia entre nosotros Lo mejor que puede decirse a esta altura del partido de Darren Aronofsky es que jamás renegó de la pompa melodramática que anida en la mayoría de sus films, pequeño tesoro de una intensidad hoy casi siempre negada, y que por suerte continúa enervando a la fauna de retrasados mentales que se criaron con las bazofias gigantescas hollywoodenses, léase los lobotomizados por el marketing y la publicidad de los grandes estudios imperialistas, y también a los castrados del enclave arty que atesoran una versión pulcra e inofensiva del cine, esos descerebrados que se espantan cuando el director y/ o guionista de turno apuesta no por el conformismo sino por la provocación, la incomodidad y una polémica que no pretenden caerle bien a todo el mundo ni mucho menos al espectador mainstream de hoy en día y la crítica de cine asociada, dos enclaves escapistas, conservadores y obsecuentes de la gran industria al nivel de una genuflexión sodomita pasiva. El cineasta neoyorquino viene pateando testículos y ovarios desde que empezase su carrera allá a fines del Siglo XX y comienzos del nuevo milenio de la mano de las alucinógenas Pi (1998), clásico indie sobre el divagar de un matemático judío, Maximillian “Max” Cohen (Sean Gullette), en pos de una teoría totalizadora, Réquiem para un Sueño (Requiem for a Dream, 2000), maravillosa epopeya sobre la degradación y las distintas adicciones posmodernas protagonizada por Ellen Burstyn, Jared Leto, Jennifer Connelly y Marlon Wayans, y La Fuente de la Vida (The Fountain, 2006), un muy curioso exponente de ciencia ficción existencialista que gira alrededor de la inmortalidad y criaturas varias en la piel de Hugh Jackman y Rachel Weisz; trilogía que a su vez sirvió de preámbulo para aquel díptico en torno a una ética laboral de propensión suicida que lo terminó de posicionar como uno de los pocos autores trabajando en el Hollywood del Siglo XXI, hablamos desde ya de El Luchador (The Wrestler, 2008), bella joya con un Mickey Rourke más grande que la vida misma tratando de sobrevivir a su tendencia autodestructiva y al circuito salvajón de la lucha libre, y El Cisne Negro (Black Swan, 2010), contraparte horrorosa y cercana al cine de Roman Polanski y Michael Powell/ Emeric Pressburger con Natalie Portman como una bailarina de ballet bastante enajenada, Nina Sayers, que debía lidiar con su madre, Érica (Barbara Hershey), su director, Thomas Leroy (Vincent Cassel), y una competencia femenina de menor edad, Lily (Mila Kunis). Aronofsky, que por cierto también ayudó a escribir y/ o ofició de productor en propuestas estupendas de terceros como por ejemplo Sumergidos (Below, 2002), la epopeya espectral de submarinos de David Twohy con aires del Rod Serling circa La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), El Ganador (The Fighter, 2010), suerte de reformulación de El Luchador por parte de un muy inspirado David O. Russell que jugó aún más con la faceta melodramática familiar del formato deportivo, y Jackie (2016), biopic del director chileno Pablo Larraín acerca del derrotero de Jacqueline Kennedy (Portman) en el frenesí inmediatamente posterior al asesinato en 1963 de su marido, John F. Kennedy, venía de dos realizaciones verdaderamente disruptivas que retomaron elementos muy específicos de obras previas, primero Noé (Noah, 2014), insólita -y algo mucho errática, hay que decirlo- aventura bíblica con Russell Crowe, Anthony Hopkins, Ray Winstone, Emma Watson, la mencionada Connelly y un gran elenco sobre los pormenores alrededor del Arca de Noé, en esencia una excusa para recuperar aquellas reflexiones religiosas, ontológicas y filosóficas más macro de Pi y La Fuente de la Vida, y segundo ¡Madre! (Mother!, 2017), una fábula surrealista y ecológica sobre el Jardín del Edén, la convivencia con nuestros semejantes, el carácter predatorio de la humanidad y la impronta eventualmente farsesca del amor, la cultura y el arte, film con Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Ed Harris y Michelle Pfeiffer que se movía dentro del mismo marco de referencias teológicas de Noé aunque llevando el asunto hacia la visceralidad del resto de la carrera de Aronofsky, las pirotécnicas y siempre fascinantes Réquiem para un Sueño, El Luchador y El Cisne Negro. La nueva faena del señor, La Ballena (The Whale, 2022), sin duda la más lacrimógena y minimalista de toda su carrera, le escapa a la complacencia de la corrección política ATP para burgueses necios, hoy regresando a una anatomía frágil o en decadencia símil vejez, y se entronca con todos esos personajes sufrientes que protagonizaron los trabajos anteriores ya que aquí el agente del martirio, a mitad de camino entre la propia voluntad y la imposición de un castigo, es un obeso mórbido y profesor de cursos universitarios de redacción, Charlie (Brendan Fraser con prótesis y muchísima sabiduría actoral), que atraviesa su última semana de vida por hipertensión y un gran volumen de grasa abdominal que le impide llevar una vida normal. El guión fue escrito por Samuel D. Hunter, está basado en su puesta teatral homónima del 2012 y no cuenta con una trama tradicional porque nos ofrece una retahíla de intercambios verbales entre Charlie, que vive en un departamento alquilado desde el cual imparte sus cursos on line aunque con su cámara web apagada, y su reducido círculo cercano, ese que incluye a Liz (Hong Chau), una enfermera y amiga que lo consuela en su padecimiento y que asimismo fue la hermana de su pareja homosexual, Alan, con quien el protagonista convivió en plena felicidad hasta su suicidio por culpa cristiana, Thomas (Ty Simpkins), un muchacho que dice ser misionero de la Iglesia Nueva Vida y se obsesiona con “salvar” a Charlie después de toparse azarosamente con su hogar y verlo ultra desvalido, Dan (Sathya Sridharan), joven de ascendencia hindú que suele acercarle las pizzas aunque también sin nunca verlo porque le deja la comida en la puerta cerrada y toma el dinero del buzón, Mary (Samantha Morton), una mujer con la que estuvo casado y de la que se separó al conocer a Alan, por entonces uno de sus estudiantes, y finalmente Ellie Sarsfield (Sadie Sink), nada menos que su hija adolescente de 16 años a la que abandonó ocho inviernos atrás por el romance gay, hembra paradójica y solitaria como su padre que nació del vínculo con Mary, arrastra problemas educativos, suele caer en el sadismo y por cierto no le perdona a su progenitor ni el haberse alejado ni su flamante plan de emparchar la relación paternal/ filial ahora que está próximo al óbito a raíz de una insuficiencia cardíaca de la que Liz le ha estado advirtiendo. Charlie “compra” su tiempo compartido con Ellie prometiendo ayudarla en sus ensayos para el colegio secundario y eventualmente entregarle una herencia de 120 mil dólares que son sus ahorros de docente y que bien podrían haber servido para pagar los cuidados de parte de Liz o un tratamiento médico que aminore en sí las consecuencias de la ingesta compulsiva de alimentos por la depresión que siguió al fallecimiento de Alan, una situación en la que además tuvo que ver la prohibición de Mary en lo referido al contacto con la chica por considerarse ella misma una mala madre que no supo corregir el nihilismo violento de la púber, la cual brutaliza a sus compañeros de escuela y no se muestra piadosa frente a la baja autoestima de su padre, quien de partidario de la meticulosidad y la clásica reclusión muta en pregonero de la sinceridad y de abrirse un poco más a los otros mortales. Al igual que el cuarteto de adictos de Réquiem para un Sueño, Randy “The Ram” Robinson (Rourke) de El Luchador y aquella Nina de Portman de El Cisne Negro, nuestro Charlie de La Ballena, alusión lírica y bien altisonante a Moby Dick (1851), de Herman Melville, en función de la corpulencia del docente y un texto que supo escribir su hija siendo una niña, funciona como la versión atea -o quizás agnóstica- de sus equivalentes místicos de Pi, La Fuente de la Vida, Noé y ¡Madre!, planteo estupendo sustentado en la idiosincrasia y esos recursos retóricos de siempre de Aronofsky, desde un humanismo todo terreno y un humor negro de impronta marginal social, pasando por la locura, la catarsis y los comportamientos compulsivos, hasta llegar a la redención, el dolor fetichizado, el papel central del trabajo en la vida cotidiana y por supuesto una claustrofobia que abarca las relaciones inmediatas en tanto alegría y condena eternas de cada sujeto, siempre bajo la idea de que nadie obtiene lo que desea ya que el paraíso de una persona a largo plazo se transforma en el infierno de su semejante, ya sea éste un familiar, amigo, pareja, vecino o compañero laboral del rubro que sea. La fotografía de Matthew Libatique y la edición de Andrew Weisblum, ambos viejos conocidos del realizador, evitan los clichés visuales del “teatro filmado” y garantizan una fluidez prodigiosa que a su vez permite el lucimiento del malogrado y hoy renacido Fraser, recientemente partícipe crucial en Ni un Paso en Falso (No Sudden Move, 2021), del genial Steven Soderbergh, elección perfecta de casting como lo fuesen Burstyn, Leto, Connelly, Rourke, Portman, Hershey, Lawrence o Bardem, aquí destacándose además lo hecho por Morton, Chau y la sorprendente Sink, una revelación en este sublime surtido de personajes multidimensionales capaz de aberraciones, ironías e instantes fugaces de dulzura. La lucha incesante entre el optimismo de Charlie, la rabia de su hija, el cinismo de la madre, toda la condescendencia de Liz y el fundamentalismo ciego y monotemático de Thomas no debe hacernos olvidar que el núcleo del film es por un lado la multiplicidad compleja/ imperfecta de la experiencia humana, con sus aciertos trasnochados y su catarata de errores, y por el otro lado la distancia que nos separa del resto pero aún así habilita el entendimiento entre diferentes, de allí que el leitmotiv espiritual del opus en su conjunto sea una efigie familiar en una playa en la que el alejamiento o cercanía dependen enteramente del punto de vista…
La filmografía de Darren Aronofsky está llena de marginales en sus prisiones obsesivas, donde el aislamiento y las adicciones se convierten en un mecanismo de defensa ante un mundo exterior que lastima más que la autodestrucción. Pi, Requiem for a Dream, Black Swamp, Mother! son un tour de force por los abismos de la razón, un teatro nihilista de la desesperación con personajes que quedan atrapados en sus propias preguntas existenciales como vía directa a la locura. En The Whale (La Ballena) encontramos la misma atmósfera enrarecida, el mismo pathos compulsivo. Toda su obra es un viaje por infiernos particulares, pero aquí Aronofsky pone en escena la búsqueda de redención como el único sentido posible ante una realidad insoportable.
Charlie es un hombre gordo, patológicamente gordo, obscenamente gordo. Pesa alrededor de 270 kilos, vive al borde del infarto y el ACV por la hipertensión y otros males, no puede moverse dentro de su pequeño departamento si no es con un andador, y pasa la mayor parte del día sentado frente a la TV y la notebook, comiendo; la primera imagen que tenemos de él, la que elige Darren Aronofsky para presentarnos al personaje, es brutal: Charlie se está masturbando mientras mira un film porno gay en la computadora, cuando lo sorprende un joven pastor religioso que entra en su casa sin llamar. A nadie que conozca el cine de Aronofsky, director de Réquiem por un sueño y Cisne negro, le sorprenderá esta escena, coherente con un estilo que se prodiga en toda clase de morbos; por el contrario, lo que llama la atención es que sea la única escena tan gráfica de toda la película, ya que el tema y el personaje lo habilitaban para un festín de efectismos. No los hay. Después de tal presentación, y a medida que se va conociendo la historia y el calvario del protagonista, la mirada cambia, aunque siempre persiste una duda, y esa duda es la nota distintiva del film y lo más rico que tiene: la ambigüedad moral del personaje, y las emociones contrastantes que despierta en el espectador: ¿qué le provoca Charlie a Aronofsky y qué transmite a través de su propia mirada? ¿Empatía, piedad, condena o simplemente repugnancia? El mismo Charlie se lo pregunta sin ambages al pastor: “¿Yo te doy asco?” El guion está basado en una obra de teatro de Samuel D. Hunter que, por lo que se sabe, tiene una buena parte autobiográfica: Hunter también fue gordo (nunca tanto como Charlie), aunque luego adelgazó; de jovencito, sus padres lo condenaron cuando salió del placard (Charlie está casado y tiene una hija cuando se enamora de un alumno, escándalo que conduce a que su esposa lo abandone y le impida ver a la hija); finalmente, a Hunter lo enviaron como misionero a una comunidad evangelista en la que jamás creyó (la parte representada por el pastor en el film). La pequeña ciudad donde transcurre tanto la obra de teatro como el film es Moscow, estado de Idaho, donde la vida y las libertades no son las mismas que en Nueva York. No es improbable que el contraste entre el mundo de Hunter y el de Aronofsky produzca esa ambigüedad a la que se aludía antes, y haga comprensibles algunas caídas de la película en lo llanamente sentimental (no atribuibles al cineasta sino al dramaturgo). De esta forma, La ballena se mueve en esas aguas procelosas en las que se mezclan la autodestrucción y la carencia más absoluta de redención, con un atisbo de esperanza y hasta un brillo de bondad. Porque en la mirada triste, profunda de Brendan Fraser, detrás de esos kilos de látex, maquillaje y, también, bastante más peso real que en sus ágiles años de La momia y George de la jungla, hay bondad. Una bondad infinita y desesperada. Es una mirada que, probablemente, al espectador argentino de cierta edad le recuerde la de un actor fallecido hace tiempo, Tincho Zabala, en cuyo rostro (también rellenito, pero no a ese punto) convivían siempre la comedia y la tragedia. La única persona que parece querer a Charlie es Liz (Hong Chau), la mujer coreana a quien al principio creemos sólo su enfermera, aunque su relación con él va más allá (lo que se sabe bastante más adelante). Liz trata a Charlie como aquellas personas que suministran jeringas a los adictos para que no enloquezcan: le lleva baldes de pollo frito de KFC, sándwiches enormes, chocolates que él acumula en un cajón de su escritorio para las crisis de angustia. Diariamente, también, un muchacho de delivery le deja a la puerta varias pizzas, que él paga con un billete que deposita en el buzón del correo. Se hablan sólo a través de la puerta. Charlie no quiere ser visto porque su cuerpo, su “humanidad”, como solía traducirse en las viejas novelas policiales, lo avergüenza. Tampoco permite que lo vean sus alumnos de literatura. Él mantiene su cátedra universitaria, y la pandemia lo ayuda en el ocultamiento: sus clases son online y en el damero digital aparecen los rostros de todos los participantes, salvo el suyo. Cuando le preguntan por qué, responde que la cámara de su notebook no funciona: ese cuadradito negro es Charlie, una voz sin rostro que discurre sobre Moby Dick, la gran ballena blanca. Charlie es la ballena que habla de otra ballena, y que pretende ser su propio capitán Ahab, destruirse a sí mismo. De nada sirven los reproches de Liz, quien sólo precipita su muerte. Él jamás le hace caso cuando ella le ruega que vaya a un hospital porque, dice, carece de recursos (de paso, eso también recuerda que en los Estados Unidos no existe la salud pública gratuita). Ahondar en la relación entre Moby Dick y Charlie sería estropear demasiado su argumento (qué difícil es a veces eludir el detestable anglicismo de “spoilear”). Baste agregar que con la novela de Melville también está involucrada Ellie (Sadie Sink), su hija, a quien la madre (Samantha Morton) arrebató de su lado a los ocho años, cuando salió a la luz el affaire de Charlie, entonces de peso normal, con aquel alumno de un curso nocturno. La reaparición de Ellie en su vida le permite a Aronofsky ir más a fondo en el buceo de la crueldad, de la intransigencia y la falta de compasión. En las escenas entre ambos, al igual que las que ella comparte con Liz y sobre todo con el pastor religioso (Ty Simpkins), la película deja de lado esa base de empatía, o mejor dicho de forzada empatía, que arrastra de la obra de teatro. Es un Aronofsky puro. Charlie ya no es la víctima de una feroz depresión a quien es necesario tenderle una mano, ayudar para que se cuide y no muera, sino un monstruo, el Leviatán bíblico citado por Melville, el demonio de adiposidad que debe arder en el infierno. El film, un film realmente incómodo, deja en libertad al espectador por cuál lado optar.
El protagonista de La ballena, Charlie (Brendan Fraser), es un profesor de literatura que vive en Idaho. Da cursos de escritura para estudiantes universitarios exclusivamente online ya que nunca sale de su casa. La cámara en dichas clases la mantiene apagada porque se avergüenza de su obesidad mórbida y sus más de doscientos setenta kilos. Su conexión con el mundo exterior es con su amiga y enfermera Liz (Hong Chau), que le ruega que vaya al hospital porque es casi seguro que tendrá un infarto que le puede costar la vida. Un misionero de la Iglesia New Life, Thomas (Ty Simpkins), se vuelve un accidental confidente que lo insta a abrazar la fe. Pero la obsesión de Charlie es su problemática hija adolescente Ellie (Sadie Sink), a quien no ha visto en ocho años. La película es una clásica historia del amante de la sordidez Darren Aronofsky, el mismo director de Réquiem por un sueño y El cisne negro. Pero con gran criterio el guionista y director eligió al mejor actor posible para lograr empatía instantánea. La mirada de Brendan Fraser en los primeros minutos de la película resumen toda la angustia de su personaje y los diferentes matices que lo han llevado a estar encerrado y prácticamente postrado en su departamento. Imposible no emocionarse con él. Fraser le presta a Aronofsky la humanidad que el director no tiene. A cambio, Darren le obsequia no pocos momentos de una absoluta crueldad. La ballena fluctúa entre la crudeza impactante y descarnada con la que muestra el sufrimiento y el estado físico de su protagonista, y una serie de apuntes cursis que corresponden a otro tipo de películas. Si esta película consigue que Brendan Fraser vuelva a ser una estrella de cine, entonces habrá valido la pena. Pero es un poco doloroso que haya tenido que llegar hasta acá para que le reconozcan su enorme talento actoral y su absoluto carisma. Nadie que sepa de cine puede pensar que La ballena, aún con el gran trabajo de Fraser, puede compararse con La momia (1999) de Stephen Sommers, un film de evidente calidad artística muy superior a este estreno. En cuanto al título La ballena este proviene de un ensayo literario sobre la novela Moby Dick de Herman Melville que Charlie lee compulsivamente en sus momentos de mayor angustia, aseverando que se trata del mejor ensayo que ha leído en su vida. Se abren interrogantes a partir de ese texto y las analogías entre esas palabras y el protagonista son evidentes. La película no deja de ser bastante moralista, pero una vez más, el protagonista, equivocado o no, busca con desesperación una redención que parece imposible. Es la película que quiso hacer Darren Aronofsky, pero un poco de observación de la filmografía de los hermanos Dardenne lo habría ayudado a mantener una coherencia estética y narrativa más sólida y arriesgada.
Si alguien se acercara y quisiera convencernos que esta nueva propuesta de Darren Aronofsky es arte y que mostrar durante dos horas la decadencia de un hombre con obesidad mórbida no es morbo, tendríamos que explicarle que el arte es otra cosa, y que exponer a los espectadores a situaciones incómodas y extremas es más parte de realizadores como Michael Haneke, por ejemplo, que bastante vapuleado y criticado ha sido. Una puesta teatral, los últimos momentos de vida de un hombre incapacitado, en todo sentido, termina por explotar en la cara del público sin reflexionar, realmente, sobre aquello que supuestamente quiere concientizar.
Brendan Fraser está de regreso con La Ballena, película que empezó a generar expectativas desde antes de que se conocieran siquiera imágenes. Nada mal para un drama de corte teatral dirigido por el nunca convencional Darren Aronofsky. ¿La razón? Brendan Fraser es protagonista absoluto dentro de la pantalla y fuera de ella, tras el retorno más épico que Hollywood haya visto en mucho tiempo. Pero, ¿realmente vale la pena ver La Ballena? De qué se trata La Ballena Charlie (Brendan Fraser) es un profesor de literatura con obesidad mórbida que vive recluido, con su salud muy deteriorada y con serios problemas para moverse debido a su peso. Su casi única amiga es Liz (Hong Chau), quien cuida de él cuando se lo permite. La inesperada llegada de la hija de Charlie, Ellie (Sadie Sink), a quien él abandonó cuando ella era apenas una niña, será su última oportunidad de conocerla y rehacer su vínculo. Brendan Fraser, entre lo frágil y lo inmenso La película es Brendan Fraser y su interpretación es demoledora. Enorme en talento como en tamaño su personaje, transmite con notable tacto la fragilidad de un hombre que pareciera exactamente lo contrario. La sensibilidad en su mirada, la calidez de su sonrisa –porque sí, sonríe- desarman a cualquiera. Celebrados son y serán los actores cómicos que se pasan al drama, como Jim Carrey y Robin Williams, pero lo de Brendan Fraser va más allá. Entre la comedia y la aventura, supo ganarse a los espectadores. Ahora todos queremos que se lleve su Óscar porque nos cae bien. Hasta que ves la película. No, no tiene que ganar (solo) porque nos cae simpático, sino porque genuinamente lo merece. La obesidad, ese tabú Hollywood tiene una relación complicada con la obesidad, habitualmente mostrada como motivo de burla, como característica casi exclusiva de personajes/actores graciosos o secundarios simpáticos. Darren Aronofsky da un volantazo y entrega un drama protagonizado por un hombre obeso, en el que su enfermedad es mostrada de forma tan cruda como realista. Y tampoco se queda en el simplismo de que Charlie es obeso mórbido y ya. La película ahonda en los motivos detrás de su condición y cómo lo vive, tanto desde la mirada ajena como desde la propia. La ballena: ¿Vale la pena? Responsable de películas como “Pi”, “El cisne negro” y “Madre!”, entre tantas otras, Darren Aronofsky propone en “La Ballena” un drama intimista mucho más accesible que sus cintas anteriores, sin por eso renunciar a su estilo. Prepará los pañuelos porque será difícil no sucumbir, aun cuando la película evita, dentro de lo desgarrador de la historia, el golpe bajo gratuito. Conmovedora, demoledora, necesaria. Sí, hay que verla. ¿Dónde ver La Ballena? ¿Cuándo se estrena? «La Ballena» se estrena exclusivamente en cines. En Argentina, la película llega a las salas el jueves 2 de marzo de 2023. “La Ballena” (The Whale) Puntaje: 8 / 10 Duración: 117 minutos País: Estados Unidos Año: 2022
Algo de lo previsto es certeza. Luego de cinco años de silencio tras Mother!, en La Ballena Darren Aronofsky nos vuelve a arrojar bien hondo en el pozo de sus obsesiones. Brendan Fraser interpreta a Charlie, un profesor de cursos universitarios de escritura que sufre de obesidad crónica y se encuentra al borde de la muerte. De un optimismo inconmovible a pesar de sus múltiples contradicciones, Charlie buscará la ablución más anhelada: el perdón de su hija Ellie (Sadie Sink). Si los excesos, el morbo, lo crudo y lo onírico son las líneas directrices en gran parte de la filmografía de Aronofsky (Requiem for a Dream, Black Swan, Mother!),La Ballena transita otras sendas. Motivos del viraje bien podrían encontrarse en la sensibilidad de los tiempos que corren como en la presión que implica el material de adaptación, la pieza teatral homónima del propio guionista: Samuel D. Hunter. El lúgubre departamento de Charlie como única locación, la constante entrada y salida de secundarios, la división de la acción en días como si fueran actos y la centralidad de los diálogos dan cuenta del peso de la obra de referencia. Sí, destellos repugnantes los hay. Lo esperable sucede, pero no en la cantidad con la que Aronofsky supo cargar otras obras. Sí, la cámara enfatiza a Charlie como una masa amorfa. Y sus atracones con sus correspondientes estridencias guturales y consecuentes devoluciones en el suelo del departamento aparecen. Lo esperable sucede, emerge la fuerza mimética, representacional, del medio cinematográfico. Pero como un elemento más. Traducible en: no es gratuita la crudeza de la imagen. Se urde un efecto al que el otro (Ellie, Thomas el pastor, el espectador) responde. Y que verdaderamente punza cuando los diálogos —solo en los tramos que logran sagacidad— así lo permiten. Ahí cuando Charly pregunta “¿Soy desagradable?”, y la interpelación va por dentro como por fuera de la diégesis. Encorsetado, entre algodones para sus propios parámetros, pero en La Ballena Aronofsky está. Se vislumbra su mano operando para incomodar al espectador. No solo desde el diálogo y el énfasis en el trabajo de maquillaje protésico sobre Fraser, sino también a partir de elementos fácilmente advertibles, como el uso del 4:3, la paleta opaca y los primeros planos para construir una atmósfera claustrofóbica. Está, pero dialogando menos con sus últimas producciones que con The Wrestler (2009), donde, además de rescatar a un actor en su ocaso artístico (Mickey Rourke) como aquí lo hace con Fraser, ensayó formal y narrativamente algo muy similar: sin recursos extravagantes, apelando a todo el potencial del montaje, el guion y el encuadre, cuenta la historia de un hombre que por seguir sus sueños y pasiones amontonó ruina sobre ruina por detrás. Ante su inexorable partida se lanza con desesperación a intentar redimirse. La moderación estilística, en fin, es puesta en juego por Aronofsky para motorizar contradicciones de significados y sensaciones en el espectador. Trabajando casi exclusivamente sobre Charlie, aunque también delineando al resto de los personajes. De Charlie conocemos primero su voz (arguye a sus alumnos que su cámara está rota): amable, fina, pero en el contexto laboral adquiere un tono firme. Para luego presentarlo físicamente en su máxima bajeza: masturbándose hasta quedar al borde del infarto. En ese primer acercamiento, estrictamente visual, la repercusión tiene aires kantianos. Charlie es un leviatán esplendoroso a la par que inquietante. Es, como la naturaleza (un diluvio o una ballena), sublime horroroso, en tanto genera fascinación y terror por partes iguales. Por supuesto, el factor humano, que la ballena tenga emociones —al contrario de lo que reza el ensayo que lee Charlie para sobrevivir—, conduce a que esa fórmula sea desbalanceada hacia lo horroroso en tanto angustia: terror por el destino del hombre. Durante los primeros veinte minutos el relato embate hasta hacer sentir pena por el protagonista, todos lo castigan. Casi cayendo así en el burdo sentimentalismo. Conforme se avanza en la trama este modelo de tensión se agudiza y se extrapola de lo meramente visual a lo moral. Allí, en ese movimiento que sortea el sentimentalismo, quizá radique lo más interesante de la propuesta de Aronofsky. Porque lo sublime horroroso de lo corpóreo, es nimio frente al optimismo autodestructivo de Charlie, que permea todos sus vínculos. En la ambigüedad de que dentro de sí coexistan la esperanza y la bondad más beata con la pulsión suicida-egocéntrica yace el oxímoron más grande. Así, con ese eje conductor que se despega del juicio físico, el director nos surte golpes de efecto, poniendo en cuestión las decisiones de Charlie a lo largo de su vida: contando, por ejemplo, sobre como abandonó a su familia por un amorío con un estudiante. Luego dándole la palabra para explicar que la situación no fue tan así, que siempre envió dinero a su hija y se preocupaba por ella. Entre esos idas y vueltas, que nos ceden la responsabilidad de juzgar un relato ambiguo, y la indiscutible química entre Fraser y Hong Chau (Liz), La Ballena alcanza su tope. Virtud y a la vez defecto de Aronofsky no haberse tentado por el exceso al que nos tiene acostumbrados, cuyos resultados podrían haber sido desastrosos, y elaborar demasiado prolijamente un relato que, sin embargo, no puede hilar su inteligente núcleo principal con la cantidad de ideas y temas que pululan a su alrededor. El cambalache de religión, política, salud mental, homosexualidad, escritura y demás tópicos rondan de manera subyacente los conflictos narrativos centrales quedándose a mitad de camino. A veces como menciones planas inconexas, otras como recurrentes leitmotiv, pero en definitiva jamás explorados con la profundidad suficiente para que La Ballena se eleve en calidad de memorable.
The Whale” nació como obra teatral, y por primera vez un texto de Samuel D. Hunter, se adapta a la pantalla grande. Él también es el responsable del guion de la película que cuenta con dirección de Darren Aronofsky y que ha cosechado elogios en cada Festival al que se presentó, especialmente por la actuación de su protagonista Brendan Fraser, quien retorna luego de un impasse de varios años en las grandes ligas. En el film es Charlie, un hombre con problemas de salud que se deben principalmente a su obesidad severa, la que se agrava al morir su pareja Alan, un ex estudiante suyo en sus clases de dramaturgia y por quien dejó a su mujer Mary (gran actuación de Samantha Morton) y a su hija Ellie (Sadie Sink) que en ese momento contaba con ocho años de edad. Poca gente lo rodea, esa es su decisión mientras atraviesa una depresión que no le impide intentar enmendar errores del pasado. Muy cerca suyo se encuentra su incondicional amiga, enfermera y ex cuñada Liz (Hong Chau), Thomas (Ty Simpkins) quien llega casualmente a su puerta como tantos jóvenes que predican el Evangelio y quiere ayudarlo y finalmente su hija Ellie (Sadie Sink) que vuelve a verlo por algo puntual. Los encuentros con la adolescente están llenos de furia y reclamos a los que Charlie responde de la mejor manera; ya que pretende recomponer el vínculo. Cada movimiento que realiza le demanda gran esfuerzo y aquí se luce Adrien Morot diseñador del traje y las prótesis necesarias para que el protagonista sea puro desborde. Un relato dramático pero también conmovedor que exhibe almas y corazones rotos y que de la mano de Fraser propone un viaje doloroso e intenso a puro talento sin caer en golpes bajos.
Una inspirada y profesional interpretación de Bendan Fraser levanta una película que se siente redundante en la filmografía de Darren Aronofsky. La ballena es un exponente del cine de miseria porno que llega todos los años para estas fechas y suele enamorar a los votantes de la Academia de Hollywood. En el pasado la misma clase de propuesta se presentó con otros títulos como Monster Ball, Crash, Albert Nobbs, Precious y Moonlight que contaron también con una recepción positiva exagerada por parte de la crítica. La particularidad del caso es que Aronofsky en esta oportunidad ofrece una copia carbón inferior de lo que fue El luchador, una producción que le valió una nominación al Oscar a Mickey Rourke con un regreso que lamentablemente después no se terminó de consolidar. Otra vez nos encontramos con un pobre desgraciado con conductas autodestructivas que tras una situación complicada de salud, que pone en jaque su existencia, decide reconectarse con su hija para enmendar los errores del pasado y conseguir una última redención. El concepto es el mismo con la diferencia que esta propuesta carece de una enorme virtud que tuvo el film del 2008. La sobriedad en el tratamiento de los elementos dramáticos. En aquella historia la interacción entre los personajes se sentía real porque el director no exageraba el contexto miserable y decadente que rodeaba al protagonista. En este relato a los problemas de salud que sufre el pobre Charlie, producto de una obesidad extrema, se suma la culpa por su inclinación homosexual que puso fin a su matrimonio, el duelo por el suicidio de su novio y los pases de factura y maltratos de su insoportable hija adolescente, interpretada por una sobreactuada Sadie Sink. El personaje más sufrido en la historia de las telenovelas no padeció tantas tribulaciones juntas como el rol que encarna Fraser en esta producción. Es más, comparado con esto Albert Nobbs parece un cuento inspirador de Frank Capra. A través de este catálogo de lugares comunes, disfrazado de retrato profundo de la condición humana, Aronofsky elabora un drama grandilocuente que con el desarrollo del argumento se convierte en el tipo de película que Ben Stiller parodiaba y criticaba en Tropic Thunder. Dentro de este panorama Brendan Fraser consigue sacar adelante un rol muy complicado que en manos de un actor menos experimentado hubiera resultado un desastre. Una cualidad de su interpretación es que logra distraer al público de las prótesis de maquillaje para aportarle cierta humanidad al profesor universitario que encarna. La labor de Fraser encuentra sus mejores momentos en cada oportunidad que el director no derrapa con el grotesco. Un ejemplo que encontramos en la escena donde Charlie se pone a devorar comida como si hubiera sido poseído por el fantasma Slimmer de Ghostbusters. Innecesario. Creo que la adicción del personaje con la comida producto de su depresión se podría haber retratado de un modo menos sensacionalista. Dentro del reparto secundario Hong Chau y Samantha Morton elevan el contenido del film con muy buena interpretaciones que superan la labor de las figuras juveniles. Entre ellos Ty Simpkins, quien compone a un misionero evangelista, cuyos sermones confusos dejan la impresión que debe un par de materias de catequesis. Un rol que no tiene razón de ser en la trama y sirve para que Aronofsky incluya un trillado palo a esa religión. Para este proyecto optó por narrar la trama con una puesta en escena teatral donde la gran mayoría de conflicto se desarrolla en un departamento lúgubre del protagonista. Una elección artística que tal vez tenía la intención de resaltar la ambientación claustrofóbica que rodea a Charlie pero termina por ofrecer una obra de teatro filmada para el cine. El argumento de Samuel Hunter proviene de esa fuente y queda la impresión que su propuesta funciona mejor en ese tipo de espectáculos. Fraser hace un gran trabajo pero bajo ningún punto de vista encarna al personaje que definirá su carrera. Dentro de su filmografía Charlie sobresale como una rareza de un modo similar a lo que fue A Love Song for Bobby Long para John Travolta. En resumen, La ballena es un melodrama redundante y pretencioso que consigue ser llevadero por la labor de su protagonista y nos recuerda que Darren Aronofsky desde Black Swan no atraviesa su mejor momento creativo.
Uno de los films más impactantes de la temporada sin duda alguna y es inexplicable que no se encuentre nominado a Mejor Película en los próximos Oscars. Darren Aronofsky nos brinda otra cinta cruda, elocuente y para reflexionar. Es su película más contenida, tanto desde el punto de vista de producción (ocurre casi todo en una sola locación) como a nivel humano. Es imposible que no se te desgarre el corazón y no llores en varias escenas. E incluso que te hagas preguntas. Así de poderosa es la actuación de Brendan Fraser en su gran comeback. Arrasando con todos los premios posibles y que coronará con la máxima estatuilla en breve La ballena es una historia de auto destrucción, pero también de resiliencia, de vinculo paterno y de varios tipos de amor. Va al hueso en todo momento con planos tremendos y con diálogos muy filosos. Tanto Sadie Sink como Hong Chau hacen un trabajo brillante que incluso enriquece la performance de Fraser. Gran química entre todos y alquimia absoluta con el relato. No puedo decir mucho más sin describir escenas y por eso no lo haré. Así que vuelvo a resaltar la dureza del film y que es imposible que no te afecte. Es una gran película.
La ballena (The Whale, 2022) dirigida por Darren Aronofsky (Pi, Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador, El cisne negro, ¡Madre!) es una transposición de la obra de teatro homónima de Samuel D. Hunter, quien también escribió el guión de la película. El relato cuenta la historia de Charlie -interpretado por un conmovedor Brendan Fraser- un hombre que padece una obesidad severa y que nunca sale de su hogar. Charlie es un inteligente profesor que dicta clases virtuales e intenta recomponer su vínculo con su única hija Ellie (Sadie Sink). Ella junto a su amiga y enfermera Liz, son sus únicos lazos afectivos, los cuales representan dos caras opuestas de una misma moneda. Mientras que su hija le recrimina con hostilidad el haberla abandonado en su niñez, Liz se preocupa constantemente por él. Charlie posee pocos intercambios con el mundo exterior, uno de ellos es un misionero llamado Thomas ( Ty Simpkins), quien dice representar a la iglesia “New Life”, organización que Liz aborrece. Este drama psicológico dosifica de forma paulatina e intrigante la información sobre el pasado de Charlie y Liz, y cómo es que el esquema actancial se conecta entre sí. En el universo diegético que se representa la homosexualidad parece no ser posible, pues si se escoge ese camino el final es punitivo simbólicamente. Al respecto, constantemente la obra expresa una fuerte crítica hacia la iglesia y su mirada despectiva respecto a la homosexualidad. En relación al título de la obra, éste tiene un doble sentido, por un lado, refiere a un ensayo literario sobre la novela Moby Dick de Herman Melville que tiene un significado muy particular para Charlie (por cuestiones que se irán revelando a lo largo de toda la película) y por el otro, en el sentido de la inmensidad corporal del personaje. Al respecto, se vuelven a abrir dos líneas de lectura, por un lado, es sabido que lamentablemente algunos se refieren peyorativamente como “ballena” para agredir a una persona obesa y por otro lado, la película quiere metaforizar respecto a la conexión que el personaje posee con el mar, con la “vuelta al origen” y su recuerdo más feliz. Esto es enfatizado mediante el único espacio con una puesta en escena muy teatral, que funciona como una “pecera” clausurando el espacio del protagonista sobre sí mismo, porque “protege a los demás de su triste historia”. Nótese que adrede las paredes de su casa son celestes desaturadas, su vestimenta oscila entre tonos azules y grises, al igual que la expresiva mirada que emana de sus ojos azules. De igual modo, dos representaciones parecen tensionar lo que el público puede percibir de la narración. Pues por momentos parece haber una contradicción entre qué se quiere contar y cómo es narrado. Aunque a veces muestra empatía hacia lo que padece el protagonista, y figura como su padecimiento lo excede, en otras escenas mediante la moral parece juzgarlo. Mientras que por instantes el relato se acerca a su antihéroe desde la emoción, en otros se aleja desnudándolo, deseando producir rechazo o una impresión negativa en el espectador. La narración oscila constantemente entre exponer las consecuencias clínicas de la obesidad y retratar la psicología del personaje. Al parecer, lo que ha llevado a Charlie a su estado es una profunda angustia y culpa ante la pérdida de un ser querido. Recientemente la comediante argentina “Costa” nos invita a reflexionar al preguntar ¿Qué es primero la depresión o la obesidad? Dicha indagación resulta más que pertinente para analizar la película y el desarrollo del protagonista ¿Será por culpa que Charlie se castiga inconscientemente a sí mismo? ¿Será por eso que ya ni la comida le produce satisfacción? ¿La película es realista o cruel al mostrar que ni masturbarse ni alimentarse son placenteros? En consecuencia, si el largometraje nos invita debatir sobre todas estas cuestiones, bienvenido sea. La película lleva varias nominaciones y premios ganados entre los que se encuentran los premios Golden Globes, Critics Choice Awards, BAFTA, SAG Awards y el Festival de Cine de Venecia. Es pertinente recordar que la entrega de los premios Oscars es el domingo 12 de marzo y Fraser es uno de los favoritos en la terna Mejor actor protagónico… ¿Será que realmente la industria cinematográfica le permita al intérprete volver a posicionarse como una estrella?
Darren Aronofsky, director de «Requiem por un Sueño» (2000), «El Cisne Negro» (2010) y «¡Madre!» (2017), se aleja bastante de lo que venía haciendo previamente, conformando mundos asfixiantes que sumergían a sus personajes en la locura, (generalmente desde el thriller psicológico o con algún componente de ciencia ficción y/o fantasía) para brindar su proyecto más terrenal hasta la fecha. «La Ballena» resulta una elección particular dentro de la carrera de Aronofsky, ya sea porque no intenta ocultar su origen teatral, que en manos de un director inexperimentado podría resultar en un melodrama de Hallmark Channel, sino que justamente aprovecha las particularidades del relato para brindarnos una atmósfera sumamente opresiva y claustrofóbica, centradas en la figura protagónica e indiscutida del film. Esto nos lleva a hablar de Brendan Fraser, quizás la razón por la cual haya tenido una enorme repercusión este largometraje, y además porque significa el regreso triunfal del actor a la pantalla grande tras los problemas de público conocimiento que tuvo que atravesar (el actor denunció que fue abusado en 2003 por el presidente de la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood, lo cual lo llevó a estar como en una lista negra de celebridades que lo alejaron de la gran pantalla, sumado a algunas dificultades en su vida personal y algunos inconvenientes a nivel salud). Fraser será la razón principal por la que sea recordada esta película en el futuro y probablemente la que le brinde el Oscar a Mejor Actor en la próxima entrega de los premios de la Academia. Metiéndonos un poco con la película, para aquellos que necesiten una breve sinopsis, nos encontramos con un solitario profesor de inglés a distancia llamado Charlie (Fraser), el cual está recluido en su casa con un caso de obesidad mórbida que lo tiene con movilidad reducida. El hombre da los cursos de escritura a sus alumnos con la cámara apagada y sin entrar demasiado en contacto con nadie. Liz (Hong Chau), una enfermera y amiga, lo visita diariamente para asistirlo con algunas cuestiones y para controlar que su salud no se complique. Charlie se rehúsa a trasladarse a un hospital y pedir asistencia, ya que, además, posee un severo cuadro de depresión del cual nos iremos enterando a medida que avanza el relato. Lo único que parece mantener a Charlie con vida es cierto espíritu optimista que esboza o parece mantener de épocas mejores y la necesidad de intentar reconectar con su hija adolescente (Sadie Sink) antes de que sea demasiado tarde. Como bien mencioné anteriormente lo destacable de la propuesta de Aronofsky, además de su gigantesca habilidad como narrador, radica en el aprovechamiento de esa teatralidad que conserva la adaptación respecto a la obra sobre la cual se basa, escrita por Samuel D. Hunter. Eso permite que el espectador se sienta sofocado e incomodado por la vida que lleva el protagonista (aun cuando por momentos el realismo sea excesivo y se exploten ciertas miserias), explorando no solo la reclusión sino también la soledad, la depresión, la incomodidad, entre otras cosas. Esto se ve sumamente potenciado por la fotografía de Matthew Libatique (habitual colaborador de Darren) que opta por utilizar un encuadre más cuadrado con una relación de aspecto de 1.33: 1 provocando que el encierro sea aún mayor. Asimismo, si bien destacamos la interpretación consagratoria de Brendan Fraser, también hay que hacer lo propio con la actuación de la joven Sadie Sink, que demuestra gran talento para interactuar con su veterano colega y se luce con un trabajo conmovedor. «La Ballena» es un relato, que al igual que su protagonista, presenta algunas falencias (por momentos puede ser demasiado manipuladora emocionalmente y también morbosa), no obstante, dichas falencias también la presentan de forma humana y realista. Darren Aronofsky nos ofrece su obra más contenida y minimalista, alejándose de sus habituales recursos (aunque no tanto del comprometido estado mental de sus personajes) para seguir demostrando su versatilidad y pericia como narrador. Algunos podrán criticarle algunas formas, pero la película se presenta como un sólido drama tan desgarrador como conmovedor.
Brendan Fraser está cabeza a cabeza con Austin Butler (Elvis) para ganar el Oscar a Mejor Actor por esta notable interpretación -que le valió hace pocos días el premio SAG que otorga el propio sindicato de intérpretes- en la nueva película del director de Pi, Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador, El cisne negro, Noé y ¡Madre!. En tiempos de películas con olor a prefabricadas, La ballena consiguió lo que pocas: generar discusiones, abrir el juego a distintas interpretaciones al frente infierno cotidiano que vive Charlie (el regreso a los primeros planos, y con olor a Oscar, de Brendan Fraser). De un lado están quienes caen rendidos ante las aristas más emotivas del último trabajo de Darren Aronofsky; del otro, aquellos que ven el derrotero de ese hombre obeso, solitario y aquejado por sus fantasmas una cabal muestra de cómo el dolor ajeno puede convertirse en espectáculo. Tampoco faltan las almitas sensibles que levantan el dedo señalándola como una película “gordofóbica”. La última hipótesis debe descartarse de raíz, puesto que aquí la gordura es un síntoma del espíritu quebrado y la búsqueda de autodestrucción de su protagonista, un elemento destinado a la compasión antes que al odio o a la burla. Ya bastante se menosprecia el bueno de Charlie para atribuirle a la película algo que no hace. Las otras dos, en cambio, tienen algo de cierto: La ballena es una patada al corazón ante la que resulta difícil mantenerse ajeno, con un protagonista inasible, contradictorio, cargado de matices y con una culpa del tamaño de las pizzas que se come como si fueran un aperitivo; a la vez que un viaje hasta lo más profundo de la decadencia humana. Sin golpes bajos, con el espectador convertido en testigo. Charlie es un profesor universitario que da cursos a distancia con la cámara de su computadora siempre apegada. Nunca sale de su casa –lo mismo que la película, que no le interesa en lo más mínimo despojarse de la impronta teatral fruto de da estar basada en una obra– ni tampoco le preocupa: lo suyo no es el presente hecho de comidas del delivery y una amiga enfermera (Hong Chau) que lo cuida con devoción maternal, sino un pasado del que no puede desprenderse. Sumido en un duelo eterno por la muerte de un ex alumno devenido en pareja y el arrepentimiento por haber abandonado a su hija de por entonces 8 años, lo único que espera es una muerte cada vez más cercana. Una imprevista visita de esa hija (Sadie Sink), a la que no ve desde entonces, opera como el disparador de una trama de indudable tono crepuscular, un psicodrama igual de intenso y doliente como un Fraser que, con una mirada melancólica, parece poseído por Charlie. Es cierto que la metáfora del carácter expiatorio de Moby Dick cae en lo obvio, así como que su desenlance abre las puertas a una alegoría religiosa digna del muchachito misionero que piensa que salvar a Charlie es una prueba impuesta por dios, pero La ballena es mucho más que eso: se trata de la última parada de una vida que alguna vez fue plena pero ahora solo espera su fin.
Si asumimos que una labor de adaptación o traslación de una obra teatral al cine observa la necesaria traducción de sus contenidos de un lenguaje artístico a otro y que, por ello, da lugar a sus propias diferencias específicas, una gran divergencia surge cuando el calificativo “teatro filmado” define de manera negativa la aproximación elegida para una obra cinematográfica. Si bien en muchas ocasiones esta sentencia se manifiesta desde la lógica de un espacio cerrado y prácticamente único al que accede el espectador, en rigor el denominado “teatro filmado” como peyorativo puede enunciarse cuando ese tratamiento espacial se reduce pero, principalmente, cuando se evidencia la ausencia de los códigos específicos del lenguaje del cine o, en el mejor de los casos, cuando estos permanecen en un segundo plano en materia de expresión artística. Así existen obras que apelan al espacio casi indiferenciado y son grandes películas por la exploración que realizan de los valores centrales del cine y otras que quedan como el mero registro de algo que brilla mucho más en la escena teatral. Esto último sucede en la primera aproximación a La ballena, cuya clausura espacial se encuentra justificada en las limitaciones de desplazamiento que observa su protagonista Charlie, un profesor de literatura que enseña vía Zoom pero con su cámara apagada. No desea que los alumnos lo vean pero, sobre todo, que accedan a intuir un universo privado donde la depresión se expresa en la ingesta indiscriminada y en una mirada melancólica que señala el permanente duelo por partidas y equivocaciones que solo cree posibles saldar con la muerte. En ese living adaptado hasta lo imposible para suplir las deficiencias motoras de su protagonista aparecen un misionero que llega accidentalmente a su puerta, la amiga enfermera que busca torcer un rumbo inexorable, la hija con problemas de conducta y la madre con problemas de alcoholismo. Sin olvidar al repartidor de pizza, que tras la puerta siente curiosidad por descubrir a quien solo conoce por su voz. Y aquí comienzan los problemas de una película que nunca disimula su origen teatral hasta la artificialidad. Una galería de personajes secundarios que son arquetipos que en escena servirían para expresar conceptos simbólicos pero que en el lenguaje del cine convierten al conjunto en una narración de trazo grueso (la más evidente, la metáfora del título que vincula a la obra de Melville con el protagonista). Frente a una película construida en largos y altisonantes parlamentos que expresan los conflictos existenciales de esos personajes -que aparecen y desaparecen desde la lógica indisimulada del juego de puertas teatral- subyace la gran labor de Brendan Fraser en la mejor composición de su carrera, por la que es uno de los favoritos a llevarse el Oscar al mejor actor. Su Charlie condensa la frustración, soledad y autodestrucción con una sincera humanidad que nunca encuentra el miserabilismo efectista y manipulador de Darren Aronofsky en sus lecturas superficiales sobre los caminos posibles para la redención.
La ballena no sería lo que es sin la actuación de Brendan Fraser. Una de las “pesadillas” de los directores a la hora de presentar sus películas en los festivales de cine, o hasta en la temporada de premios, sucede cuando advierten que su intérprete se roba la película por la que tanto trabajaron. Hay ejemplos y ejemplos: en Tár, Cate Blanchett está estupenda, pero el sostén de la película no es ella sola, por más que esté en cada una y todas las escenas. A La ballena, de Darren Aronofsky, lo que la rescata es la actuación del ex George de la selva y actor de La Momia, sumado a la de Hong Chau (El menú). Se nota mucho que es la adaptación (no del todo lograda, se entiende) de una obra de teatro llevada al cine, y no solo porque, salvo la primera panorámica abierta con la que abre el filme, todo transcurra en las habitaciones de la casa de Charlie. Charlie es un profesor que da cursos online. En la pantalla del Zoom vemos a todos los estudiantes, pero en el rectángulo que debería aparecer el profesor, está en negro. La excusa que da Charlie a sus alumnos es que no le anda la cámara, pero en verdad, no quiere que lo vean. Charlie tiene obesidad mórbida. Aronofsky no se anda con chiquitas: la primera vez que lo vemos, Charlie está tirado en su sofá masturbándose mientras mira porno gay, y el esfuerzo termina en un ataque al corazón por el que casi muere. Es otro personaje atormentado, como el de El cisne negro, también de Aronofsky, pero por motivos muy distintos. Con la estrella de "Stranger Things" A su hogar llega, después de años de alejamiento, su hija Ellie (Sadie Sink, Max en Stranger Things). Charlie dejó a la madre y a su hijita, cuando se enamoró de un estudiante de la escuela nocturna hace unos años. El fallecimiento de su pareja, parece, lo deprimió y lo llevó al estado calamitoso en el que se encuentra. El único sostén, la única ayuda que recibe en su casa, atiborrada de pizzas y pollo frito, y chocolates y grasas es Liz (Hong Chau, candidata al Oscar como mejor actriz de reparto), la hermana de su difunto compañero, que por suerte es enfermera, pero no entiende por qué Charlie no va a un hospital a tratarse, por más que le explique que si sigue en esas condiciones, le queda poco y nada de vida. Otro personaje que se cruzará con él es Thomas (Ty Simpkins), un evangelista cristiano que pertenece a la iglesia de la que era miembro la pareja de Charlie, que aquel día le golpea la puerta. Y lo salva. Obviamente está el amor del protagonista por la literatura y por Moby Dick, la ballena de Melville, y él se ve a sí mismo como la ballena. La muerte lo acecha, y quiere reestablecer contacto con su hija. A Charlie lo mueve la culpa que lo persigue desde que dejó a su familia. El se siente culpable de todo. Si bien algunos diálogos logran conexión con el espectador, La ballena es como un partido de ping pong en el que, a veces, jugar corto no sirve, y jugar largo puede desperdiciar todo lo bien que se ha trabajado un punto. No está mal, pero tampoco tan bien, y vale la pena discernir y separar, apreciar lo que es gordura y lo que es hinchazón.
El filme dirigido por Darren Aronofsky, podría sintetizarse de la siguiente manera: Charlie (Brendan Fraser) es un sujeto con una obesidad mórbida que lleva años produciéndola. Abandono a Mary (Samantha Morton) su mujer y a Ellie (Sadie Sink) su hija hace 10 años para ir a vivir con su amante. Ante su muerte inesperada, Charlie se abandona eligiendo comer como forma de suicidio. Parafraseando a Juan C. Baglieto cuando canta “A veces cuando pienso que todo esta perdido. Voy hacia alguna de las formas de la muerte”. Cuando finalmente siente que esto va a suceder intentará recomponer un poco el vinculo con su hija. No es la primera vez ni la última que esta temática se exponga en un filme, de hecho la recomposición de la relación padre/hija fue tratada por el director en su filme “El Luchador” (2008). La gran diferencia radica en que solo hay 6 personajes y casi todo transcurre en un mismo espacio físico, el departamento de Charlie. Lo conocemos
Esa quimera de vivir y dejar vivir. La ballena (2022) es una sentida película dramática dirigida por el realizador norteamericano Darren Aronofsky (Réquiem por un sueño, El cisne negro, ¡Madre!) y protagonizada magistralmente por Brendan Fraser, quien se encuentra nominado como mejor actor por su labor en los próximos Premios Oscar 2023. Esta no es una interpretación más para Fraser, al que estamos acostumbrados a ver en otro tipo de papeles a lo largo de su carrera, principalmente como héroe y galán de films de aventuras (La momia, Viaje al centro de la tierra). Aquí es Charlie, un profesor de literatura con un notable estado de obesidad. Sus 300 kilos de sobrepeso le impiden poder llevar una vida “normal”, y a duras penas aún mantiene su empleo en la educación gracias a las clases por zoom que da cada día a sus alumnos. Como una alegoría de su propia existencia, desarrolla y analiza con su alumnado la novela del autor Herman Melville, Moby Dick, relato clásico donde se narra la obsesión por cazar a una legendaria ballena blanca, un animal marino de enormes dimensiones. Seguramente después del impacto visual de ver a Brendan Fraser componer a un hombre con estas notorias características físicas, también apreciaremos el enorme compromiso y entrega de su parte. Ponerse en la piel de Charlie quizás no sea para cualquiera, por sus complejidades de existencia que pasan por un lugar mucho más profundo que el mero aspecto físico. Charlie sufre por la soledad, el destrato, por vivir oculto y discriminado. Brendan Fraser entendió a este hombre, a su vida, su dolor y así lo demuestra su mirada a lo largo de la película. Una mirada triste, de compasión, de agobio y cansancio, pero también de redención. El sobrepeso y los desórdenes alimenticios de Charlie son resultados de traumas y problemas personales que iremos conociendo a lo largo de la historia de esta película, que es más que nada una obra de teatro filmada por Darren Aronofsky, un director que también entiende y hasta tiene compasión por Charlie, pero que nunca lo victimiza. La ballena es una película que también requiere de la comprensión de los espectadores. Los diferentes conflictos emocionales que se irán desarrollando en su trama (la obesidad como enfermedad, el trato del sistema de salud para con quienes la sufren, el suicidio, la culpa, la sexualidad reprimida, entre otros) pueden llegar en un punto a ser verdaderamente agotadores. La aparición de la rebelde y arrogante hija adolescente del protagonista (Sadie Sink), a la que hace mucho tiempo no ve, será el comienzo de un cambio de vida para Charlie. Un giro inesperado y vincular para ambos, que unirá y fortalecerá a los dos. Es allí donde sabremos que Charlie fue otro, que amó y soñó con llevar una vida según las normas, pero que debido a problemas internos y personales le resultó imposible. También hay en La ballena una constante sensación de claustrofobia, más que nada debido a su cerrada puesta de realismo teatral. El encierro en el que vive y respira (como puede) Charlie realmente se siente por momentos en demasía. El guion, escrito por el mismo autor de la obra teatral en la que se basa la película, Samuel D. Hunter, trata de lograr una transposición cinematográfica lo más inteligente posible y que luzca a los protagonistas (además de Charlie y su hija, tenemos a la ayudante del profesor, Liz (Hong Chau), también nominada como mejor actriz de reparto al premio Oscar por su interpretación). Quienes vimos otras obras de Darren Aronofsky, como El cisne negro o mucho más en el caso de ¡Madre!, sabemos que la opresión y el ahogo son casi una norma en su narrativa y concreta puesta visual. Así como cierto toque de grotesco y poco tacto. Desde ya La ballena no es la excepción. Más allá de significar un gran y significativo retorno a las pantallas de Brendan Fraser, un buen actor pero con una irregular carrera, La ballena es, con todos sus pros y contras, una interesante reflexión social. Una que se pone del lado de los diferentes y excluidos. Aquellos que como Charlie viven ocultos (ya sea por su sobrepeso y condición sexual), pero que deberían poder llevar a cabo sus existencias en libertad y sin ser constantemente juzgados.
"La ballena", Darren Aronofsky en clave naturalista Bajo un traje prostético que imita las formas de un hombre de casi trescientos kilos, el actor justifica su nominación al Oscar en una película que evita toda sutileza. Desde su estreno mundial en el Festival de Venecia, La ballena es señalada como el regreso de Brendan Fraser a las pantallas. En realidad, el actor estadounidense nunca se fue de allí, aunque durante la última década su carrera se había reducido a participaciones en papeles secundarios, tanto en largometrajes como en series de televisión. Algo es cierto: lejos parecían haber quedado sus años dorados como ídolo juvenil en la saga La momia o performances más “serias” como la de Dioses y Monstruos, el film de Bill Condon. En ese sentido, su expansiva (nunca dicho de manera más literal) y sufrida actuación en la nueva película de Darren Aronofsky presupone un salto cuantitativo respecto de lo que venía haciendo. La confirmación de esa idea no tiene espejo más reluciente que la nominación como Mejor Actor en la inminente entrega de los premios Oscar. Sepultado bajo un traje prostético que imita las formas de un hombre de casi trescientos kilos (en la vida real Fraser podrá estar algo panzón, pero no tanto), el ex Jorge de la selva se transforma en Charlie, un hombre cuya obesidad mórbida le impide realizar actividades como pararse o agacharse para recoger un objeto caído. La primera escena de La ballena es sintomática del encierro literal y simbólico del personaje: docente de literatura retirado de las aulas, sus clases online lo encuentran siempre con la cámara apagada. La excusa es un problema técnico que nunca tiene tiempo para resolver, pero lo cierto es que Charlie no desea que nadie vea su condición física extrema. Todavía en duelo por la muerte de su exnovio, que paradójicamente dejó de alimentarse hasta provocar su muerte, la única persona que ingresa al recinto atestado de cajas de pizza y envoltorios de comida chatarra es su amiga Liz (Hong Chau), casualmente enfermera de profesión. Que la obesidad no es cosa para tomarse a la ligera en términos clínicos lo confirma, entre otros síntomas, una simple toma de presión arterial, que dispara las estratosféricas cifras de 240/130. No hace falta ser médico para intuir que, si sigue por ese camino, a Charlie no le queda mucho tiempo de vida. Con ese planteo de base, el film –basado ostensiblemente en una obra teatral, escrita por el dramaturgo Samuel D. Hunter– incorpora tres personajes de relevancia más: un joven religioso que anuncia la llegada del fin de los tiempos puerta a puerta, la hija adolescente de Charlie y su ex esposa, recordatorio de aquellos tiempos como hombre hetero encerrado en el placar. Aronofsky nunca fue demasiado amigo de las sutilezas, y aquí les dedica bastante tiempo a los monumentales esfuerzos del protagonista a la hora de dar unos pasos con la ayuda de un andador o durante la tortuosa ceremonia de la ducha. Desde luego, debajo del ingente patetismo, de la superficie de ese hombre abandonado a la soledad y la autodestrucción, brilla el deseo de corregir los errores del pasado. Al menos uno de ellos. Léase, el vínculo con su hija, quebrado por completo. Podría pensarse que La ballena es un típico “estudio de carácter”, pero en el fondo no hace más que replicar el descenso a algún tipo de locura presente en Réquiem por un sueño y El cisne negro, aunque en clave naturalista y con un hálito de humanidad inyectado a presión en la trama. Lo repetitivo toma posesión de la historia desde muy temprano, amenizado con algunas volteretas del guion y un creciente carácter melodramático, que tiene su punto culminante en el último plano, un paso de fantasía (o de realismo mágico o como quiera definírselo) que, debe decirse con todas las letras, genera un poco de vergüenza ajena. ¿Merece Fraser la nominación al premio mayor de la industria de Hollywood? Tal vez: sus ojos, sus miradas, además de ser el único elemento real debajo de las gruesas capas de maquillaje, es lo único que logra transmitir emociones genuinas.
Llega a nuestras salas una de las películas más esperadas, al menos, de este semestre, La ballena. Y no es para menos, ya que desde hace meses veníamos recibiendo noticias de que el proyecto era aplaudido en todos los festivales donde se proyectaba; pero en especial, la labor del querido Brendan Fraser. Así que veamos si ese hype que se fue cociendo poco a poco, estaba justificado. En esta ocasión, Fraser encarna a Charlie, un hombre sumido en una tremenda depresión, que decidió quitarse la vida a base de comer. Con un enorme sobrepeso, Charlie solo tiene de amiga a una enfermera que es al mismo tiempo es su cuñada; y gracias a ella, quiere mantenerse vivo unos días más para poder ayudar a su hija, quien guarda un profundo resentimiento hacia él por haberla abandonado. Antes de ver La ballena, tenía miedo que se le este dando demasiado bombo, solo por contar con el queridísimo Brendan Fraser en el rol principal, y que incluso capaz que su actuación no era para tanto; y solo nos estaba ganando la nostalgia y el cariño. Y que lindo fue tenerme que haber tragado las palabras después de haberla visto; porque sin duda, estamos ante uno de los dramas más tensos y tristes que hemos visto los últimos meses. Y no solo lo digo por la desgarradora actuación de Fraser; sino porque todo el elenco tiene su momento para brillar y conmover. No voy a indagar en las motivaciones de los otros personajes; pero cada uno tiene razón para estar en el estado en el que se encuentra; destacando por sobre todos, a la enfermera, interpretada por la también (justa) nominada Hong Chau, que, desde este humilde lugar, deseamos que se alce con la estatuilla. Quizás como único punto negativo podamos decir que para aquellos que no les gustan las películas que se asemejan demasiado a obras de teatro, La ballena es de esas. Y no es para menos, ya que de ahí es donde fue adaptada. Pero eso va más en gustos personales que en algo objetivo para con este proyecto. Sin llegar a las dos horas, La ballena nos habla sobre la redención, y como pese a lo que pensamos, nunca es tarde para intentar hacer las cosas bien; en especial, para aquellos a los que amamos. Si son de lagrima fácil, esta película les va a costar ver, pero sin duda es una experiencia que nadie se debería perder. En especial, antes de que Brendan Fraser gane ese merecido Oscar.
Es un film que puso en órbita a un actor olvidado por una década, Brendan Frasier, que interpreta a un profesor con impresionante sobrepeso ( más de 270 kilos) que es consciente del peligro de vida que corre. El protagonista desarrolla un gran y profundo trabajo actoral, que se sobrepone a su disfraz de látex y al retoque digital que le adicionaron para representar su obesidad mórbida.. Así desnuda la humanidad de un ser lacerado y desesperado pero tenaz. El director Darren Aronofsky y el guionista Samuel D. Hunter que se basó en su propia obra teatral, no disimularon el origen del texto, la mayor parte de la acción transcurre en la casa del profesor que se oculta de todos, pero tiene aire con los entrañables personajes secundarios. Comer hasta morir, para tapar dolores terribles, su separación, la distancia con su hija, el amor por un joven que termina muriendo por un trastorno alimentario, en una simetría terrible con el protagonista. Pero también no solo se habla del dolor, sino de una posible salvación, de un instinto humano solidario y de un amor residual debajo de capas de odio. Grandes trabajos también de Sadie Sink, Ty Simpkins y Samantha Morton. Interesantes confrontaciones punzantes en la relación con la hija adolescente y con un misionero que aparece en su vida. El film por momentos se reitera, bordea demasiada exhibición, pero gana al poner el acento en la comprensión del personaje. Pero la película es Brendan Frasier y su gran entrega.
Lograr la excelencia tiene riesgos. Sobre todo en el mundo del espectáculo, donde el público endiosa y demoniza con mucha facilidad. Con su personaje de Charlie en el filme `La ballena', Brendan Fraser (el mismo de `La momia' y `George de la selva') alcanza la perfección de su oficio: interpretar un personaje inolvidable en cuerpo y alma. Como otrora hicieran Javier Bardem en `Mar adentro', Daniel Day-Lewis en `Mi pie izquierdo' o Eddie Redmayne en `La teoría del todo'. Personajes que emocionan mientras se los conoce y que nos hacen suplicar cuando visualizamos su desenlace. ¿Cuál es el riesgo entonces de semejante logro? La imposible tarea de continuar ese nivel de interpretación en lo sucesivo. En `La ballena', Charlie es un profesor de literatura con obesidad mórbida que ve cómo su vida llega al ocaso físico. Sus casi trescientos kilos lo fueron acorralando hasta postrarlo en un sillón primero y en una silla de ruedas, después. Y sin ánimo de mejorar, comienza una introspección que lo llevará por un intento de recuperar el amor de su hija, a quien sus decisiones, por lo que cuenta, han alejado hasta el abandono. SOLO DOLOR Todo es dolor y sufrimiento en el filme dirigido por Darren Aronofsky y basado en la novela homónima de Samuel D. Hunter. Sin lugar a las alegorías ni metáforas, todo se vuelve explícito en la vida de Charlie. Y mientras lo vemos trabajar como profesor de la Universidad por zoom con un aceitado tempo para persuadir a sus alumnos, también sentimos su esfuerzo a la hora de mover el cuerpo por su derruida casa como así también su voracidad a la hora de comer las pizzas que encarga por delivery. Porque en conclusión, la historia no es más que una postal de las ruinas de un hombre que perdió todo por amor. En otras palabras, una película paradigmática que enseña cómo hacer poesía con el drama y la decadencia. Entonces `La ballena' puede generar contradicción. Por qué ver una película que no nos va a generar ni un ápice de alegría. Y ahí ponemos todo lo artístico en primer plano porque lo literario nos hará sufrir. Una actuación inolvidable de Fraser (engordó unos veinte kilos para el personaje, el resto es producto de los efectos especiales) que lo posiciona como firme candidato al Oscar, una historia inolvidable que enseña los fantasmas que pueden convivir en la cabeza de cualquiera de nosotros, una dirección de lujo para contarnos de manera ágil una historia contrariada y poco fluida, y por sobre todas las cosas, porque al terminar sus casi dos horas de duración el filme queda como una referencia cinematográfica a futuro.
LOS OJOS DE BRENDAN FRASER ¿Cuánto influyen las expectativas en la forma en que uno termina asimilando una película? Queremos creer que poco, pero más veces de lo que desearíamos formamos un juicio en torno a lo que esperábamos y lo terminamos percibiendo. Se dirá que no hay nada de malo en las expectativas, que forman parte de la experiencia humana, pero en verdad son una de las formas de la injusticia: porque qué culpa tiene -en este caso- el artista de ofrecer algo que se aleje de la imagen que uno se formateó previamente. De las películas no hay que esperar nada, esa es la lección… pero a veces es imposible aplicarla. Por ejemplo con La ballena me pasó y, en este caso, se podría decir que terminó funcionando a favor de la película de Darren Aronofsky, porque teniendo en cuenta la filmografía anterior del director y el tema del film en cuestión (un profesor con obesidad mórbida encerrado en su casa) uno esperaba un festival sórdido de la miseria humana. Y si bien hay algo (bastante) de eso, La ballena termina resultando un poco más amable gracias a los imprevistos que siempre surgen en un rodaje, y que en este caso tienen el rostro de Brendan Fraser. Perfecto, Fraser, un muy buen comediante que además funcionó en la aventura (y en la aventura cuando se cruza con la comedia, digamos La momia), cumple con el lugar común del intérpretes que, destrozada su carrera, regresa con un drama de esos dramísimos para ver si rasca un poco de prestigio o -mejor- algún premio. Es un ejercicio bastante espurio, pero demasiado habitual y del que ya nos conocemos todos los trucos. Ahora bien, Fraser logra algo que no muchos hicieron cuando aplicaron el mismo plan: actúa y muy bien. De hecho, es lo único rescatable de una película marrón-verdosa como son todas estas películas marrones-verdosas que hacen desde los 90’s estos directores norteamericanos amantes de la misantropía. Es más, Fraser actúa contra todos los obstáculos que Aronofsky le pone en el camino, empezando por los kilos de más, siguiendo por el exhibicionismo miserable y terminando por una serie de personajes de reparto que aparecen por ahí a los gritos como en una obra de teatro simbólica en la que cada personaje representa algo; claro, La ballena es la adaptación de una obra de teatro. Y Fraser va, y uno piensa que en el fondo es un castigo que se merece por haber aceptado esto como pasaporte a los premios, pero nos convence. Porque contra todo ese quilaje de maquillaje y efectos digitales para darle forma a esa obesidad mórbida que su personaje padece, hay algo en su mirada que nos pide ser rescatado. Y cuando miramos sus ojos ya no sabemos si son los ojos de Charlie, su personaje, buscando la redención antes de partir, o si son sus propios ojos pidiendo que lo rescatemos del horror al que Aronofsky lo somete a cada rato. Pero Fraser cumple porque hasta nos emociona y porque con su mirada no solo demuestra comprender a su personaje, sino que además le pone límites a la misantropía del director. Aronofosky, uno de los directores más incomprensiblemente prestigiosos del cine norteamericano de este siglo, ya había construido una experiencia parecida a esta con El luchador, en la que contaba además con un compromiso similar al de Brendan Fraser por parte de Mickey Rourke. También era la historia de un tipo que buscaba ser redimido a partir de recuperar el vínculo con su hija, en la que -más allá de sus típicos excesos- era su mejor película. La diferencia aquí es que el material es tan tosco, subrayado y tan poco cinematográfico, que se vuelve un ejercicio entre agobiante y abrumador, aunque involuntariamente cómico en una última escena inclasificable en la que luego de 116 minutos de una búsqueda de realismo extremo cercano al psicodrama Aronofosky se quiera volver poético en una imagen. No deja de ser curioso que estos directores confundan severidad con misantropía y miserabilismo, y sensibilidad con cursilería. Esa es su verdadera tragedia.
Presentada en competición oficial del Festival de Venecia 2022, la actuación del fenomenal Brendan Fraser fue merecedora de una sostenida ovación de pie. Y no es para menos. El responsable de gemas estéticas como “Pi” (1998), “Requiem por un Sueño” (2000) y “Madre” (2017), está de regreso en la gran pantalla. Hablamos del inclasificable Darren Aronofsky, creador de thrillers de corte fantástico en donde la paranoia y la esquizofrenia acaba por deglutir al mundo real. Aquí, en un enfoque diametralmente opuesto, nos sorprende con una obra concebida desde extremos conceptuales y estéticos más sobrios. Adaptando a Samuel D. Hunter, a partir de su homónima obra de teatro, “The Whale” es una apuesta salvaje y demencial, exploradora de la noción de altruismo explotando el costado más incómodo en pos de la concientización. No obstante, la piedad no existe aquí a la hora de graficar la decrepitud que agobia a su objeto de estudio, porque la vida es una compleja ecuación. Cobrando forma de potente drama, “The Whale” expone lo desagradable de la decadencia física. Desapareciendo tras kilos de maquillaje y prótesis, Brendan Fraser da vida a Charlie. “Pensé en qué hacer con mi vida”, dice luego de una reveladora lectura de Moby Dick (la emérita creación de Hermann Melville). La suya es la imperiosa necesidad de ‘saber’ antes de partir. Y de ser aceptado por su propia familia. “Siempre fui grande, pero dejé que se saliera de control”, agrega Charle. ¿O es Brendan quien habla? El gigante se arroja en un sillón. Come en soledad. Se atraganta. Deglute el menú en cuenta regresiva a su propia muerte. Googlea su condición de salud, una mala decisión. Sublima sus propios demonios, persigue su última definición del yo. “The Whale” puede vislumbrarse como un ensayo sobre la aceptación, la fe y la resignación. Lo austero y lo áspero describen el clima de lo que ocurre puertas adentro del departamento. La locación nos transmite una crudeza claustrofóbica. Seguimos la vida de este desdichado personaje a través de cinco jornadas y bajo su piel cobra grandiosidad la interpretación de Brendan Fraser. El reconocido actor, otrora galán de Hollywood, sufre una decadencia física hace ya décadas, producto de sus dramas personales. Camaleónica, la increíble actuación brindada despierta igualmente aplausos como lágrimas. La pantalla nos devuelve una imagen agresiva para el espectador, mientras “The Whale” se vale de efectos dramáticos y trágicos ciertamente cuestionables. La miseria es un elemento constante de la narración, también ciertas decisiones visuales de tono poético francamente desacertadas. Dos pies besan la arena y el mar, levantan vuelo. Aronosfky, del modo más literal posible, dobla la imagen: lo que vemos es lo que sentimos. ¿Qué clase de decadencia es capaz de transmitir belleza? Los polos opuestos acaban por repelerse. El prójimo incapaz de no preocuparse se asume como una visión esperanzadora. ¿Cómo valoramos a nuestro semejante? ¿Puede alguien salvar a alguien? La conciencia tranquila de no sentirnos culpables colocará la decisión sobre un acto primordial en manos de otro. Las causas del mismo suponen un interés personal. Más paralelos y alegorías se filtran entre las líneas de diálogo. Una metáfora respecto a Walt Whitman y “Leave of Grass” presume de cierto intelecto y tolerancia. Charlie es la presa presta a ser cazada durante esta travesía autodestructiva. Su motor es el arrepentimiento, pero no alcanza. En la vorágine de una tormenta emocional de nivel oceánico naufraga la ciega creencia de un hombre, luego de haber pedido todo aquello que amaba. De sus rasgos físicos denotamos una obesidad mórbida. Desmadrado de peso, la suya es una continua lucha contra la propia imagen, y, como acto en espejo, nos asomamos al abismo que habita su interior. “The Whale” es un drama de cámara, centrado y pequeño. Impensado es el teatro filmado como carta de presentación orquestado por un cineasta tildado de críptico y suntuoso. Historia personal y minimalista, el film nos entromete en una discusión por demás polémica. Observamos una casa como una pequeña madriguera; el hogar es un ambiente envenenado. La cotidianeidad de Charlie se proyecta en objetos personales, la fotografía apagada nos acongoja. En franca decaída, luego de la segunda mitad de metraje, parece más inmensa de lo que realmente es. Despojándose de la regla de los tercios a la hora de narrar, manipula la deformidad de un relato intimista y nada sutil, sin eximirnos de pasajes gráficos y escatológicos. Contrastando lo bondadoso y lo cruel, tenemos aquí una epopeya de operística de la incapacidad. La música incidental, omnipresente y lacrimógena, acompaña cada pasaje. Existen ciertas casualidades que rompen los esquemas establecidos, y se nota la atenta mirada del director, plagando su trama de metáforas visuales de corte fantástico. Aronosfsky, neoyorkino de culto, virtuoso e imaginativo, quien ha protagonizado sonoros fracasos en taquilla, no se intimida ni inhibe ante los resultados que pudiera deparar semejante debate metafísico. La vida de Charlie va en franca picada, mientras el film ejercita una mirada acerca de la redención. Este obeso en lucha constante se ve acorralado por su pasado. Sin opciones, el dolor obliga a golpear primero. Empatizamos y nos emocionamos con un nudo en la garganta, aunque el devenir de los acontecimientos se torne reiterativo, regodeándose en la desgracia y el infortunio. Notas musicales espaciadas denotan nostalgia, mientras el desenlace será una vil caída al abismo. Ejercicio moral de dilemas y contradicciones, no desestima el arco conceptual abarcado por el autor el costado religioso: el dogma es un arma de tortura que pudre el alma. ¿Qué atisbo de esperanza resta en el resquicio íntimo de un ser que no puede ser completamente independiente? En la disyuntiva, el juicio moral hará su aparición. ¿Debemos sentir pena o condenarlo? Prestándose a múltiples conjeturas, el film testimonia una lección de vida de falsa liberación.
Reseña emitida al aire en la radio.
El último filme de Darren Aronofsky llega a los cines para hacer catarsis y sacar fuera de una manera particular las miserias humanas.
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Pantalla a formato 4:3. Tres escenarios, todos en la misma casa. El clima de La Ballena es asfixiante, opresivo y, por momentos, repulsivo. Es difícil sentir empatía por alguien – salvo por la sufrida enfermera que compone Hong Chau en una formidable performance que es lo mejor de la película; es pequeña, desborda potencia y sentido común y está (como mucha gente en la obra) atormentada por sus demonios internos – porque el que no es hostil es prepotente o demasiado ingenuo. Y sí, Brendan Fraser merece el Oscar porque el tipo hace lo que puede con un personaje mal escrito, destilando esa empatía que siempre nos hizo querer al actor a lo largo de su trayectoria, pero acá se la pasa lidiando con un trasfondo mal desarrollado. El teatro es el teatro y el cine es el cine; y cuando llevás una obra de teatro al cine, sí o sí tenés que meter cambios. La cámara puede ir, venir, volar a otros lugares y otros tiempos… pero al script no le interesa. Este hombre – obeso mórbido, lleno de complicaciones de salud que han llegado a tal punto de gravedad que posiblemente no pase el fin de semana debido a un masivo congestionamiento cardiovascular – tiene un pasado complicado. Estuvo casado, tuvo una hija, se enamoró de un alumno, abandonó a su familia… su novio se murió y ahora está en un proceso de abandono y autodestrucción irreversible. Pero este hombre es un monstruo o un descolgado – son tan flacas las explicaciones de por qué hizo lo que hizo, destruyó a su familia para ir detrás de un amor, mantuvo el contacto con su esposa e hija al mínimo y ni siquiera pudo salvar al hombre que amaba – y el libreto no termina por justificarlo como corresponde, si es que se trata de una causa rescatable. Flashbacks del protagonista con su novio eran necesarios; ver el derrumbe de su pareja era imprescindible para entender el enceguecimiento y el trauma. En el fondo este maestro – que da clases online, aunque con la cámara apagada para que no se burlen de su figura – es un egoísta supremo. Solo ha pensado en lo que él quería y, cuando lo perdió, se dejó venir abajo hasta que decidió ensayar una apurada reconciliación. Su hija Sadie Sink es una persona cruel y detestable – es cierto: es una persona muy dañada y fundamentalmente por causa de su padre, por su amor vergonzante, por desaparecer de su vida, por no dar muestras de vida en 8 años – y el profesor insiste en que es una muchacha fantástica y maravillosa, plena de talentos y buenas intenciones (algo que nadie en la platea ve, salvo Fraser). Es tan absurda la visión de Fraser que bordea lo ridículo: éste no es un problema que se pueda resolver en 3 o 4 días. Cuando un visitador evangelista (Ty Simpkins, siglos después de ser el pibe genio / compinche de Tony Stark en IronMan 3) llega a la casa de Fraser, Sink se dedica a torturarlo de todas las maneras posibles, lo denigra y lo graba haciendo cosas prohibidas como fumar marihuana. Cuando esos videos van a parar a la familia de Simpkins, Fraser lo ve como un acto de bondad. Lo ha salvado, su familia lo perdona y quiere que esté de regreso. ¿Soy yo el único que piensa que la denuncia familiar es solo otro acto de crueldad de una adolescente enervante?. Por contra, Fraser es egoísta y explotador. La pobre Hong Chau – la única que realmente se preocupa por él – es explotada como una sirvienta / enfermera de tiempo completo sin compensación alguna por su sacrificio. Incluso cuando hay un par de revelaciones sobre el vínculo que los une y el costo del brutal esfuerzo que demanda intentar salvar a un gigante gravemente enfermo, lo único que termina diciendo Fraser es “lo siento”. Es mas que posible que al personaje de Fraser le corresponda sufrir lo que está sufriendo. Con lo que nos da la obra, no hay redención posible. Se precisaban mas detalles de su pasado para humanizarlo y ver no sólo cómo llegó a esto sino por qué tomó las decisiones que tomó. No es un villano, pero sí una persona impulsiva que no mide consecuencias. Uno puede descubrir el verdadero amor en etapas tardías de su vida, e incluso puede armar una familia ensamblada con amores nuevos y pasados siempre que tenga la constancia y la diplomacia para reconciliar diferencias y justificar sus acciones (en vez de repetir como un loro que lo siente). Pero acá no pasa eso, todo es bastante caprichoso y el personaje de Fraser parece que solo sabe esconderse en la timidez y el pudor. A La Ballena le sobran un personaje – el muchacho predicador – y le faltan flashbacks y monólogos internos. Se precisaba mas tiempo de reconciliación con parlamentos mas agudos. Es todo abrupto – incluso el final – y no termina por dejar satisfecho a nadie. Es una obra a medio cocinar que tiene muy buenas performances, las que elevan la calidad de la obra por encima de lo esquemático y forzado de sus mecanismos dramáticos.
Habría que preguntarse, a esta altura de la tecnología, cuál es el mérito de un actor maquillado con píxeles. No hablamos de los personajes ostensiblemente falsos (los Na'vi de Avatar, o el brillante Gollum de El Señor de los Anillos) sino cuando el filtro masivo de imagen tiende a contarnos una historia “realista” (o algo así) como en La Ballena, la historia de un tipo (profesor, él) totalmente obeso que busca recuperar algún contacto con el mundo. Los que siempre creímos que Brendan Fraser era un gran comediante nos encontramos con el lugar común de “haré un drama para volver”, aprovechado por el cambalachero Darren Aronofsky para dar alguna lección sobre el mundo y alrededores. Sí, Fraser está bien porque, a pesar de las intenciones seudo vanguardistas (léase “viejísimas”) del realizador, encuentra la humanidad de su criatura y sabe transmitirla. Lo mejor de la actuación de Fraser no son los kilos digitales, pues, sino cómo mira, algo que va más allá de la tecnología y es totalmente humano. Si tiene una nominación al Oscar (merecida) es más por esa manera de mirar y transmitir emociones con lo mínimo que con el maximalismo creado por una computadora tan obesa como el protagonista del film.