Las canciones perdidas. Al igual que en sus anteriores films, Nadar Solo (2003), Como un Avión Estrellado (2005) y Excursiones (2009), hoy el realizador Ezequiel Acuña se centra en pequeñas historias cotidianas para construir una narración poética con una sensibilidad inusual que siempre remite a lo no dicho o a algún trauma indecible del pasado, que marca todo el desarrollo de la trama desde su ocultamiento. En La Vida de Alguien (2014), el cuarto largometraje de Acuña, Guille (Santiago Pedrero), un guitarrista y compositor, intenta reunir a su antigua banda junto a su amigo Pablo (Matías Castelli), el cantante, para editar el disco abandonado en la mezcla hace ocho años atrás por problemas entre los integrantes. De la mano de una discográfica, comienzan a conseguir fechas y reflotar la idea de editar finalmente el disco, mientras en un conservatorio Guille conoce a Luciana (Ailín Salas), una cantante y tecladista que de a poco se hace un lugar en la vida del protagonista y de la banda. Ralentizando y acelerando los cuadros, la película relata a partir de un estilo de edición que prioriza el poder de sentido de la imagen semiotizada: una relación de amor que anida más en la amistad y la vergüenza que en la pasión. Este tipo de relaciones ya son un sello distintivo en la obra del director, con el cual tamiza todos los vínculos de sus personajes para captar la belleza e intensidad de las miradas y los gestos en primeros planos en los que se destaca la labor de fotografía. Esta construcción estética está acompañada de un excelente guión que pone a los músicos en jaque ante las demandas de las discográficas, las disputas internas, el amor, la amistad, la posibilidad del éxito y las preguntas sobre el valor de la producción musical y la perdurabilidad de las canciones en una industria en la que la novedad del momento es la premisa central de los gurúes del marketing. En base a flashbacks, el opus de Acuña va creando una historia que se relata de a poco desde discretas gesticulaciones de personajes que cargan con un gran pesar y dicen más con sus silencios que en sus discursos, en función de una vida interior muy rica. Así el realizador propone una imposibilidad de articulación expresiva a partir del lenguaje, pero narrando a su vez la construcción lenta y progresiva de formas alternativas de expresión que finalmente se convierten en la única posibilidad de comunicación. Con música original del disco homónimo editado en 2013, la banda uruguaya de rock alternativo La Foca musicaliza la película ofreciendo un matiz pop a La Vida de Alguien, dejando en claro de esta manera que la música no es solo un acompañamiento o una forma de dirigir los sentimientos sino un pilar fundamental de la construcción de sentido en el cine del director. Nuevamente Ezequiel Acuña vuelca así todo su talento para crear hermosas historias mínimas que logran seducir a partir de cálidos personajes con anhelos artísticos y siempre en pos de un ancla en un mundo dominado por el ansia de lucro.
l nuevo filme de Ezequiel Acuña es una pieza más del puzzle que conforma su filmografía: ese mundo que media entre lo adolescente y la primera madurez es el lugar que mejor le sienta, y en el cuál sabe cómo moverse. La vida de alguien es una película que habla del pasado, un pasado que parece incluir a aquellos que vieron los filmes anteriores de este realizador que prefiere las historias sencillas de amores y amistades. Si bien el universo de Acuña se presenta en casi todos los aspectos conocidos (la playa, las caminatas en grupos, el humor medido, etc), en esta oportunidad innova en el terreno formal, y construye un largometraje que no sería desubicado llamarlo musical. Casi el noventa por ciento del filme se halla musicalizado por los temas de la banda que los personajes están intentando constituir (La foca). Agrupación musical que es el eje de la narración, y que funciona como pretexto para recordar que Nico desapareció sin dejar rastro y que el tiempo pasa sin pedir permiso. Con dos bellas secuencias de montaje, una inicial y otra final, La vida de alguien hace referencia, todo el tiempo, a aquello que ya no está. Y es a través de una falsa biografía que Guille (Santiago Pedrero) recuerda que hubo un tiempo pasado de felicidad. Son, también, las fichas del casino, un celular arenado y el sonido imaginario de un avión que, tal vez, se estrelló, los guiños que Acuña decide exponer en este filme sensible y nostálgico. @paula_caffaro
Jóvenes que buscan editar un postergado disco mientras extrañan a un amigo y atraviesan situaciones nunca demasiado graves son los personajes de esta melancólica obra hecha de gestos y miradas, de música y recuerdos. Casi un limbo en el que no intervienen adultos, sin salirse de un medio tono que se agradece y se disfruta, tanto como la actuación del expresivo Santiago Pedrero y la presencia luminosa de Ailín Salas.
Ezequiel Acuña compone una historia melancólica, en la cual una banda de rock intenta unirse después de muchos años para editar un disco nunca terminado. Todos intentarán tirar para el mismo lado, pero un fantasma ronda la vida de Guille, compuesto por Santiago Pedrero, y la sombra del auto-boicot lo cubrirá todo. Si lo sabe, cante La vida de alguienLa vida de alguien, como dije, cuenta la historia de Guille, quien muchos años después de haber grabado un disco entre amigos de la secundaria, es contactado ya en sus treintas para retomar aquel viejo disco y por fin editarlo. Para tal fin, deberá rejuntar lo que queda de la banda, y emparchar lo que no encuentre con componentes nuevos. Uno de ellos es Luciana, compuesta por Ailin Salas. La película es un drama más bien intimista, de lugares y situaciones pequeñas. Pero con muchas, muchas canciones. Y esto es siempre una apuesta, ya que si las canciones no están buenas, la película aburre. No es el caso, la banda uruguaya La Foca, compone todas las canciones que son cantadas tanto por Pedrero como por Salas a la perfección, con dos voces mas que interesantes, con todas las canciones siendo realmente buenas. Es por eso que a las escenas con canciones que pueden a priori parecer lentas o pesadas, se pasan rápido por el valor musical de las canciones y el tenor artístico de ambos interpretes. Gran acierto. Fantasmas del pasado A Guille lo atormenta un fantasma del pasado, que recién en el tercer acto sabemos bien que paso, por lo cual no puedo spoilearles quien es. Basta decir, que la inseguridad de Guille, con todo lo que esta pasando es palpable. A esto se le suma el personaje de Luciana que visiblemente intentará avanzar sobre este Guille apático y casi sin libido. No obstante el arte es lo que mueve a Guille hacia adelante, y es donde conectara profundamente con Luciana, no solo a nivel argumental, si no a nivel musical real, creando momentos realmente buenos a nivel sonoro. Pocas veces me paso viendo una película, que quería volver a ver una escena de canción, ya que la banda sonora, y el tratamiento sonoro en general es realmente excelente. El color de la música Visualmente la película también se destaca, filmada en 35mm, algo que comienza a ser no standard, realmente tanto las puestas, como la iluminación y fotografía se destacan. Representan a la perfección esos espacios íntimos y pequeños que nos presenta la historia, obviamente, todo llevado adelante por los actores. El ritmo cancino de la historia, para mi está justificado, en un increyendo melancólico que recién sobre el final tiene resolución. El cual no solo satisface, sino que ademas reconforta. Acuña, maneja el timing de su historia, con mucha habilidad, haciéndola avanzar solo cuando hay riesgo de estancamiento, esta es sin dudas una película con mucho amor por la música, por lo cual es una protagonista excluyente de la misma. Conclusión La vida de alguien es una película pequeña, con mucho amor por la música, con mucho amor por su historia, por sus personajes, que invita a vivirla, disfrutarla y acompañarla a cada paso, a cada ensayo, a cada canción. Pedrero y Salas se lucen tanto en sus papeles como cantando, (dejando de lado lo hermosa que es Ailin Salas). Acuña dota a la historia del tranco necesario para que de apoco acompañemos a Guille en este camino de encontrarse a si mismo, realmente una película más que recomendable, que ni bien pueda volveré a ver.
Cinco años después de Excursiones, Ezequiel Acuña estrenó en la última edición del Festival de Mar del Plata su cuarto, y como siempre esperado, largometraje: La vida de alguien, seleccionada para la Competencia Internacional de aquél festival. Finalmente, unos meses más tarde, el público porteño puede verla en Buenos Aires, en la sección Panorama del BAFICI, el festival que lo consagró como uno de los directores más respetados de la actualidad (Nadar solo con una mención especial del jurado y Como un avión estrellado ganadora de la Competencia Argentina del 2005). En su nueva película, Acuña narra la biografía imaginaria de una banda de rock, la de los uruguayos La Foca (que ya sonaron en Excursiones y para los que les dirigió videos), siendo el guitarrista Guille el protagonista, encarnado por Santiago Pedrero. Además del relato de la banda, también está la historia secundaria entre Guille y Luciana (interpretada por Ailín Salas, que cada vez que aparece roba suspiros), “la chica” que viene a desestabilizar todo, en la banda y en Guille. Cassettes, managers, periodistas musicales nefastos, un integrante de la banda desaparecido, Mar del Plata, Jaime Sin Tierra, una breve aparición de Nicolás Mateo e historias de amor y amistad con un final en la playa hacen que también funcione como un resumen de todas sus películas, aunque no haya dudas de que La Vida de Alguien es la más fuerte de todas, con las mejores actuaciones y la que viene a reemplazar a Nadar solo en términos de “la que hay que ver para entrar en el cine de Acuña.” Con cuatro largometrajes, Acuña confirma tener un sello propio e inconfundible, desde el factor musical siempre presente hasta la particularidad de seguir filmando en 35mm, como si necesitáramos una excusa más para ir a ver sus películas al cine.
Nostalgia por la ausencia En el marco del 29 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, tres películas argentinas compiten en La sección de Competencia Internacional: Jauja de Lisandro Alonso, La vida de Alguien de Ezequiel Acuña, y El perro Molina de José Celestino Campusano. La vida de alguien es la cuarta película de Ezequiel Acuña, el realizador detrás de Nadar Solo, Como un Avión estrellado y Excursiones, y funciona como una suerte de regreso y a la vez posible culminación de un estilo narrativo y cinematográfico. Sus tres películas anteriores brindaron en mayor o menor medida un lugar a la melancolía, y a las distancias: en Nadar Solo un Martín Cánepa (Nicolás Mateo) anhelaba el reencuentro con su hermano mayor mientras junto a su amigo Guille (Santiago Pedrero) buscaba orientar su vida o sólo pasar el tiempo; en Como un avión estrellado otro par de hermanos (Ignacio Rogers y Carlos Etcheverría) llevaban sus vidas como podían entre fracasos económicos y amorosos, y en Excursiones -tal vez la película más divertida del realizador- se producía el reencuentro entre dos amigos de la secundaria (Matías Castelli y Alberto Rojas Apel) diez años después, pero no todo era ni se sentía como antes. En esta nueva película se mantienen los toques nostálgicos y otra vez aparecen los tópicos ya comunes en el cine de Acuña: amigos ausentes, la hermandad, angustia, reencuentros que no terminan de asimilarse, y sobre todo la música. Todos los que somos habitúes al cine de este director sabíamos que era cuestión de tiempo hasta que llegara una película sobre una banda -ahora sólo nos falta una película sobre Chacarita Juniors- y con La vida de alguien eso ocurre. Guille (Santiago Pedrero, sí también así se llamaba su personaje en Nadar Solo) es el guitarrista de una banda disuelta hace muchos años luego de haberse suspendido la grabación de un disco. Ahora, a partir de una propuesta de reflotar y editar ese álbum, este joven convoca al cantante original (Matías Castelli). Ante la ausencia de Nico (Ignacio Rogers,), antiguo bajista, se suma un chico más joven (Julián Larquier Tellerini, a quien vimos recientemente en La Princesa de Francia), un nuevo batero y una bella ejovencita (Ailín Salas) como corista. Comienza la gira y con ella las complicaciones, los celos y las inseguridades a la vez que un manager presenta proyectos demasiado buenos, que tal vez sólo vengan a complicar más las relaciones. Como bien lo hicieron en el pasado bandas como Jaime sin tierra, Interama, Mi tortuga Montreaux, o Mi pequeña muerte, la banda uruguaya La foca– que ya musicalizó Excursiones– aporta el complemento – o bien el rol protagónico- ideal para esta película que recibe su título en referencia al quinto disco de la banda, y a la canción La vida de alguien. Así, entre viajes y actuaciones en vivo, se van desplegando y sumando los elementos del universo Acuña, mientras se conecta a Santiago Pedrero con las historias de Nadar solo, Como un avión estrellado y Excursiones y se les da otro significado. De esta forma, La vida de Alguien emana nostalgia y emoción de comienzo a fin: desde el elenco actoral -todos los chicos Acuña-, pasando por la vestimenta repetida de película a película en personajes como Nico, o incluso nuevamente las reminiscencias a Jeff Buckley en la playa. ¿Otro dato que genera nostalgia? La película esta filmada en 35 mm. ¿Será esta cuarta película un cierre de ciclo en la vida de Acuña? Sea como sea, celebramos enormemente su regreso a la gran pantalla.
Busco mi destino La nueva película de Ezequiel Acuña, director de Nadar solo (2003) y Excursiones (2009), vuelve al universo nostálgico de los adultos jóvenes; la añoranza por el pasado y la amistad masculina en otro relato en donde la música cumple un rol protagónico. La vida de alguien (2014) es algo así como una suma de los temas sobre los que se ha interesado Ezequiel Acuña. Se podría decir que su cine “amplía” más de lo que “agrega”; una serie de variaciones del guion en torno a jóvenes amigos que vuelven una y otra vez (consciente o inconscientemente) al mundo de la adolescencia. Que su nuevo opus esté rodado en 35 mm en plena era digital, no hace más que confirmar este aspecto. La película comienza con un racconto de imágenes que, trabajo sonoro mediante, nos parecen arrancadas de un sueño y que –sabremos más adelante- son una serie de momentos-clave en el devenir del relato. Trasladado al presente, el film continúa con el reencuentro entre tres amigos, quienes conformaron una banda de rock una década atrás. En la disolución momentánea de aquella agrupación mucho tuvo que ver una desaparición extraña y muy dolorosa. En ese hiato también pasaron algunas cosas más (la vida misma, bah), pero no las suficientes como para abandonar el proyecto juvenil. Con nuevo integrante, los jóvenes intentarán hacer posible aquello que en determinado momento no lo fue. La vida de alguien se concentra en Guille (Santiago Pedrero), personaje que representa las incertidumbres y el sentimiento de lealtad que se gestan en un grupo de amigos que se conocen hace muchos años. Acuña (también guionista) agrega un personaje femenino que compone la bella Ailín Salas, oportunidad para introducir el componente amoroso y una pieza clave para señalar algunas miserias de la industria musical. Rol fundamental cumple la música de la banda uruguaya La foca, con canciones que parecen arrancadas del universo de la película; ninguna inclusión parece ociosa. El director de fotografía Fernando Lockett vuelve a entregar un trabajo de composición bellísimo, con una textura que le sienta de maravillas a este universo aletargado y a la vez juvenil.
Banda sonora de la ausencia La vida de alguien -2014- es el cuarto opus de Ezequiel Acuña, también el nombre de un disco y de una canción de una banda uruguaya, La Foca, que quizás se conecte -o no- con el propio derrotero de esta banda liderada por Guille -Santiago Pedrero-, protagonista indiscutido del film. Al comenzar, una serie de imágenes inconexas introduce al espectador a un terreno donde lo onírico choca en apariencia con flashbacks, que repercuten en la mente de Guille en el transcurso de un viaje en micro. Rápidamente, la idea de reencuentro para terminar de concretar la grabación de un disco con canciones viejas, que por distintos motivos se vio interrumpida años atrás y marcó el alejamiento definitivo del bajista, Nico -Ignacio Rogers-, reaviva la llama para volver a formar una banda con Pablo -Matías Castelli-, antiguo vocalista, el bajista y gente nueva, entre quienes se encuentra un baterista y la presencia femenina para los teclados y coros, Luciana -Ailín Salas-. Pero es la ausencia nuevamente el fantasma que atraviesa el universo de La vida de alguien, y como complemento la melancolía con su carga extra de atemporalidad donde parece que las cosas no se pierden como aquellos discos que siempre suenan perfectos. Algo de banda sonora generacional transmite el cuarto film del director de Nadar solo -2003-, quien vuelve además a las playas de la costa atlántica para que el mar se lleve las historias junto al viento y al paso del tiempo. Santiago Pedrero entrega a un Guillermo maduro y para quien el hoy representa una encrucijada, mientras que el pasado es ese refugio al que regresa desde las canciones, sin embargo, la melodía no suena como antes, la banda tampoco, más allá de una subtrama que apela a los lugares comunes de todo proceso cuando entran en juego los managers, las presentaciones y las rencillas propias de los egos a la hora de encontrar nuevamente esa identidad y esencia, que cambia inexorablemente. Si Excursiones -2009- estaba filmado en blanco y negro como parte del mecanismo estético empleado por Acuña para encontrar, desde lo poético de la imagen el mejor color para la nostalgia, la tiñe de colores, y quizás eso signifique que después de todo no sea tan malo regresar, al menos desde la intención y el deseo, a otro tiempo en el que las canciones marcaban rumbos antes de hacerse caminos.
La vida en banda La vida de una banda o la vida en banda. De eso se trata este nuevo film de Ezequiel Acuña inspirado en (y con la música de) el grupo uruguayo La Foca. La sensación es agridulce: por un lado, se trata de un film muy disfrutable (sobre todo si al espectador le gustan este tipo de canciones), pero al mismo tiempo deja una sensación de déjà vu, de cierre de ciclo, de etapa cumplida. Es que si en Excursiones se perfilaba un cambio, un inicio de fuga dentro del cine de Acuña, La vida de alguien parece un regreso a las fuentes, un refugiarse en terreno conocido, más (o menos) de lo mismo. Que Acuña haya rodado la película en el ya casi extinto 35 milímetros es un detalle técnico que aporta a la veta melancólica de La vida de alguien. Eternos adolescentes, nostálgicos precoces, los personajes de Acuña son, en cierto sentido, jóvenes viejos, treintañeros acuciados por los recuerdos, los fantasmas del pasado. En este caso, el “conflicto” pasa por la posibilidad que se le abre al protagonista (Santiago Pedrero) de editar un viejo material inédito de su vieja banda. Esa alternativa lo obliga a contactarse con los ex integrantes (y amigos de la adolescencia), salvo con uno. Las dudas, las tentaciones, las ganas de volver a tocar juntos, la aparición de una joven cantante (Ailín Salas) que también se convierte en objeto del deseo y las habituales miserias del negocio del rock van surgiendo en esta suerte de Melody a la que Acuña riega con generosos segmentos musicales. Un viaje a las entrañas de una banda de música que los iniciados (en el tema y en el cine del director) seguramente celebrarán.
El peso del pasado que vuelve Como pocas películas del cine argentino reciente, el opus 4 de Ezequiel Acuña se expresa y construye en términos exclusivamente cinematográficos. Así, un viaje en el tiempo y el espacio se convierte en una historia tan luminosa y melancólica como la música que lo justifica. En tiempos en que las películas argentinas con más “bombo” decepcionan, La vida de alguien –que llega a la cartelera con el único bombo de haber sido parte de la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata– sorprende por su nivel de decantación. Como pocas películas del cine argentino reciente (y del no argentino, también), el opus 4 de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado, Excursiones) se expresa y construye en términos pura y exclusivamente cinematográficos. Aquí no hay un tema “de hondo interés humano”, político o social, de esos que dan la impresión de estar frente a algo más grande o importante que una mera película. No hay pretensiones de hablar de nada que no sea lo que les ocurre a los personajes. Ni de lograr la clase de lindas fotografías que llevan a que mucha gente suponga estar frente a “bellezas” de película. No hay actores sacándolo todo afuera, grandes intensidades dramáticas o exacciones emocionales para con el espectador. Hay una historia que se arma de modo casi imperceptible, protagonizada por personajes (y actores) reacios a toda efusión escénica, puesta en escena con la clase de virtuosa funcionalidad que caracteriza a las películas que merecen llamarse tales.El modo en que el pasado pesa en La vida de alguien parece de cine negro. Aunque la película –coproducida por el chileno Alberto Fuguet y escrita y coeditada por el propio Acuña– no tenga en la superficie nada que la ligue a esa variante de policiales ni a ninguna otra. Salvo la clase de abatimiento que los errores cometidos producen en los (anti)héroes noir. Tanto como lo producen en el Guille de La vida de alguien (Santiago Pedrero), que en el plano inicial de la película significativamente regresa en el tiempo y el espacio. Vuelve a Mar del Plata, donde unos diez años atrás vivió junto a sus amigos el tiempo dorado de la juventud, con la intención de retomar las viejas canciones que él y sus compañeros de grupo nunca llegaron a grabar.Para ello se reúne con Pablo (Martín Castelli, el “gordo” de Excursiones, repitiendo un papel con mucho gato encerrado), pero no con Nico (Ignacio Rogers, protagonista de Como un avión estrellado), que se fue de viaje y nunca volvió. Se les unen un bajista y un batero. Y, sobre todo, Luciana, que canta y toca teclados (Ailín Salas, una de las chicas clave del cine argentino del último lustro). Como en una comedia clásica, algo que La vida de alguien tampoco es, en el momento mismo en que se conocen se adivina que algo hay entre Guille y ella. Pero en el mundo Acuña los sentimientos no se tramitan en velocidad, por lo cual la manifestación de esa química latente puede llegar a llevar toda la película.El “argumento” de La vida de alguien es nada. Nada que no se haya visto mil veces: un grupo que se reencuentra, las ganas de llenar un bache, mucha música en vivo (tocada por los miembros del grupo uruguayo La Foca, en cuya historia se basa la película), una love story incipiente, celos y rivalidades de artistas, un productor cuya pinta de chanta (Julián Kartun, elección inmejorable) no parece en vano, un comeback que podría fracasar. Como en toda película en serio, en La vida de alguien lo que importa no es el argumento sino la forma. La forma en que está narrada, la forma en que está filmada. Acuña narra en tres tiempos, duplicando los pasados (algo que se comprende en el último acto) y dosificando las referencias al amigo faltante. De modo que su figura, su enigma, flotan sobre el relato como un fantasma más vivo que los que parecen vivos, pero paradójicamente se comportan como fantasmas de sí mismos.Hay una escena absolutamente notable en La vida de alguien, cuando en medio de la grabación de un programa de televisión bastante lamentable (lo conduce Martín Piroyansky, que también aparecía en Excursiones) la voz de un oyente de pronto convierte esa mesa en algo parecido a una sesión espiritista. En la misma escena, suaves travellings en redondo construyen el espacio. En los primeros minutos, el estado de duermevela de Guille a bordo del ómnibus lo lleva a mezclar recuerdos de tiempos superpuestos, anticipando no sólo información temática esencial sino la estructura misma de la película.Fotografiada por el extraordinario Fernando Lockett (DF de las películas de Matías Piñeyro, de donde también viene Julián Larquier Tellardini, que hace del bajista del grupo), La vida de alguien tiene una cámara de una organicidad modélica. Planos abiertos en exteriores y también en los interiores de un conservatorio en el que Guille se siente pequeño (así como todo el tiempo se lo nota desajustado de todo: admirable interpretación de Pedrero). Planos bien cerrados, con un teleobjetivo que permite difuminar todo lo que no son sus rostros, para las escenas de proximidad entre Guille y Luciana. Y, sobre todo, planos sostenidos sobre el tan filmable rostro de Ailín Salas, tanto como Jean-Luc Godard sostenía los suyos sobre la magnética Anna Karina en Vivir su vida. La música de La Foca es luminosa y melancólica. La vida de alguien también.
Una propuesta de estilo muy personal A lo largo de una carrera que arrancó hace más de una década, Ezequiel Acuña ha consolidado un pequeño cuerpo de obra distinguible y sólido, trabajado sobre la base de constantes temáticas y estéticas. Los cuatro largometrajes de Acuña están unidos por vínculos muy notorios y terminan configurando una identidad artística definida. La vida de alguien es otro paso en la afirmación de ese programa. La línea argumental de la película es deliberadamente simple, funcional a las obsesiones del director: los vaivenes de la amistad, la nostalgia por un pasado en sociedad con alguien importante que ya no está, el amor a primera vista, la vocación melancólica y, ahora más que nunca, el vínculo estrecho con la música, tejido con los temas de Jaime Sin Tierra en Nadar solo (2003), los de Mi Pequeña Muerte en Como un avión estrellado (2005) y los del grupo uruguayo La foca en excursiones (2009) y La vida de alguien. Esta vez, el protagonista es Guille (Santiago Pedrero, una de las piezas más significativas de un omnipresente team masculino que completan Matías Castelli, Nicolás Mateo e Ignacio Rogers), músico treintañero que encuentra en la posibilidad de edición de un disco grabado hace muchos años una oportunidad de despegue. Porque esas viejas canciones llegarán acompañadas de una historia romántica teñida de candidez y buenas expectativas con Luciana (Ailín Salas) y de una liberación propiciada por la chance de saldar distintas cuentas del pasado que pinta como definitiva. Y si la historia es sencilla, sin sobresaltos exagerados ni derivaciones demasiado inesperadas, lo que luce cada vez con mayor desarrollo es el trabajo de puesta en escena. En La vida de alguien, el cine de Acuña viaja liviano y levanta vuelo gracias a la imaginación para resolver cada plano, a la precisión de un montaje que modula el ritmo que calza a la perfección con lo que la película cuenta y sobre todo a la belleza del excepcional trabajo de fotografía de Fernando Lockett, garantía de valor agregado en cualquier película en la que participa. A priori, un film de una hora y media con más de treinta tracks puede prejuzgarse haragán o falto de ideas. Pero La vida de alguien le contesta a esa desconfianza con puro cine: un plano del protagonista con el rostro hundido en la arena, otros que lo muestran, en ralenti, disparando un rifle o divirtiéndose con un compinche al que añora y otro más que aprovecha sensiblemente la capacidad que la playa y el mar tienen para cargar la atmósfera de sentido. Todos son tan plásticos como sugestivos o elocuentes. En ese diálogo vivo y permanente que Acuña ha conseguido entre sus propias películas, La vida de alguien tiende puentes más fluidos con las dos primeras que con Excursiones, probablemente la más celebrada. Son parentescos más cercanos dentro de un clima de familiaridad evidente. Más que repetirse, Acuña se va volviendo personal y único. Eso se llama estilo.
Emotiva música del pasado El cuarto largometraje de Acuña retrata sobre todo un clima interior, el de una amistad, el de un músico y el de un amor. Con la mirada extraviada en sus recuerdos y en las luces de una ciudad que asoma entre la lluvia, Guille avanza en el asiento del micro hacia un invierno que transcurre en Mar del Plata. Lo acompañan sus fantasmas, símbolos de una tragedia tal vez. Una ruleta, una imagen de él mismo disparando un rifle, tres amigos caminando por las rocas con el sonido de la rompiente. Son los primeros trazos de La vida de alguien, el ingreso a un clima emocional, una cadencia atrapante en la que se desarrolla éste, el cuarto largo de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado, Excursiones). Podría ser un ensayo sobre una banda de rock el de Acuña, o la historia de una amistad rota sin querer, la de un disco jamás editado, o de un amor que crece con esa tranquilidad tan propia, a veces exasperante, de sus películas. No tiene importancia. Es todo eso, pero sobre todo es un clima. Un clima interior, donde el reencuentro con amigos vuelve a jugar un papel crucial como en su anterior Excursiones, donde los actores amigos vuelven a ser de la partida, un mundo de jóvenes y no tanto que añoran con melancolía el tiempo que se les escurre en la memoria. Santiago Pedrero (participó de las cuatro películas de Acuña) es Guille, el músico que vuelve, que intenta rescatar algo de ese pasado, un disco grabado con sus amigos que jamás salió quizás. ¿Es presente o es pasado ese disco? ¿Y la amistad, de qué tiempo es? Lo espera el Gordo (Matías Castelli), la voz de una banda sin tiempo, testigo de aquella ruptura. Y a su vida se asoma Luciana (Ailín Salas), otro enigma para esta historia de invierno, conciencia de la pérdida y la recuperación, de una época, de un sonido que se escapó y vuelve resignificado. Una constante en la obra de Acuña. La cámara lenta, la banda sonora que pertenece completa al grupo uruguayo La Foca (si ésta es su historia es una linda historia), la estética de videoclip que integra las canciones, letra y música, al relato, son detalles que contextualizan un clima de búsqueda interior. Una búsqueda que Acuña guía entre el presente y el pasado, entre el camino individual y el colectivo, entre la fidelidad a los amigos y las pretensiones de unos productores discográficos sin contemplaciones. El negocio de la música. La música de la vida. La vida de alguien que corre fantasmas guitarra en mano. El mérito quizá esté en esa amalgama entre el pasado, los personajes, los escenarios, cosido todo con letra y música que acompasan un relato introspectivo, sin estridencias ni exacerbaciones trágicas, naturalmente emotivo.
Publicada en edición impresa.
El cuarto largometraje de Ezequiel Acuña, con un tono melancólico de un músico que vivió la separación de su banda y que sueña y duda con reflotarla, con idas y venidas, un compañero del que nada se sabe, un nuevo amor. Tiene frescura, espesor dramático pero por momentos se torna confusa, con repeticiones de argumentos e improvisaciones.
La vida de alguien, Ezequiel Acuña’s new film, concerns the story of Guille (Santiago Pedrero), a young musician who decides to reunite the members of a band he’d created 10 years ago. And for a very good reason: a label wants to release the album they’d recorded before they separated, which never hit the market. But in so doing, he’ll realize that the former members of the band have changed quite a bit. Specifically as regards one of them, nobody has a clue as to where he is. In time, Guille meets a very cute girl, Lucía (Ailín Salas), who will also be part of the band alongside a former friend of Guille and two new guys. Just like Guille has a very hard time in putting his band together again, Acuña doesn’t seem to find a way to craft a solid script to account for the vicissitudes of the scenario of indie rock bands. La vida de alguien can be seen as a film that never goes beyond the first act: that is to say, establishing the time and space where the action takes place, introducing the characters, and exposing the main conflict. From then on, you only have a long series of scenes with the musicians rehearsing, some of them played in slow motion and with fade-outs. Other things that happen may include some small talk, a love affair to be, male bonding and more music. There are some more developed conversations here and there, but what is said and how it is said don’t amount to much either. It’s all very anecdotal and at times also way shallow. And while it’s true that, thanks to Fernando Lockett’s luminous cinematography, there’s a somewhat entrancing atmosphere as well as certain charm, the substance of the drama is so minuscule and spread out that, sooner rather than later, even the most alluring visuals cannot make up for such major flaws. Nothing much happens here. Not to mention how underwritten the characters are, which turns them into distant figures executing a few actions provided by the script. In the same way, no omnipresent arrangement of songs — no matter how good they are — will be a substitute for the need of a stronger screenplay.
Conozco a Ezequiel Acuña desde tiempos inmemoriales. Bueno, acaso no inmemoriales, pero más o menos unos quince años. El Nuevo Cine Argentino era una novedad en esos momentos –estaba en plena confirmación de su expansión internacional–, pero quedaba claro que la cabeza y la sensibilidad de Ezequiel pasaban por otro lado. Lo suyo no eran los retratos contemplativos ni las vidas secretas de las familias de provincia ni el realismo sucio del conurbano. Su cine bebía de un modelo que el nuevo cine nacional por lo general ignoraba: una suerte de línea que unía la Nouvelle Vague francesa y el cine independiente norteamericano, y que hacía su centro en la adolescencia, en los ritos de pasaje de esa etapa de la vida, en las emociones y confusiones que se viven durante esos años. Y eran películas –siguen siendo– en las que la música cumplía un rol central en la vida de los protagonistas. Esa melancolía pop del cine de Acuña –cuyo único referente previo aplicable podría ser el de Martín Rejtman, la injustamente olvidada película MODELO ‘73, de Rodrigo Moscoso y muy poco más– fue variando en tonos y estilos, sus personajes fueron creciendo en edad e intentando cambiar de vidas, pero inevitablemente el centro de su existencia seguía y sigue pasando por esos quiebres y fracturas emocionales que se producen en algún punto en el que las personas toman conciencia que la vida va a ser más complicada de lo que pensaban. Amigos perdidos, amores perdidos, familias perdidas: el cine de Acuña siempre se caracterizó por una presencia constante de una especie de dolor existencial, tamizado por momentos de humor y de frescura –la melancolía pop, las “canciones tristes para sentirte mejor”– que aparecen en sus películas. Cineasta casi natural para trabajar el espacio fílmico y para saber sacar de sus actores una naturalidad difícil de encontrar en muchos de sus colegas (su elenco más o menos estable de intérpretes, con Santiago Pedrero a la cabeza, junto a Matías Castelli, Nicolás Mateo, Ignacio Rogers y su habitual coguionista/actor Alberto Rojas Apel, que supo traducir algo de ese mundo a su guión de la reciente y exitosa ABZURDAH), las películas de Acuña fueron delimitando espacios, como marcando en zona ese territorio minado entre la adolescencia y la adultez (entre la defensa y el mediocampo, pongamosle, de su amado club Chacarita) a la que pocos miran con la profundidad necesaria. Algunos, porque les parece –equivocadamente– un problema menor de clases medias y altas en un país que tiene “problemas más serios” de los que hablar. A otros, porque, al llegar a la etapa de hacer cine, ese momento de sus vidas parece parte del pasado. excursiones - FOTOFIJA.28Es cierto, Ezequiel Acuña ya ronda los 40 y uno podría pensar que las preocupaciones de esa edad deberían ser otras –siempre recuerdo que Jerry Seinfeld decidió terminar su sitcom porque le parecía que sus personajes ya no podían seguir dando vueltas por las mismas e “inmaduras” situaciones a esa edad–, pero en su caso no sucede. Eso, es cierto, puede dar la impresión de una suerte de círculo que vuelve una y otra vez sobre las mismas obsesiones, pero en un sentido más abarcativo también se podría decir que no es tan así, que el tono y el tipo de personajes pueden ser similares (el romance complicado, las amistades potencialmente traicioneras, alguna pérdida irrecuperable del pasado) pero que Acuña siempre se las arregla para encontrar nuevos ángulos para explorar ese territorio, uno que aún sigue siendo bastante virgen en el cine argentino, a excepción de algunos miembros de la camada de cineastas cordobeses, que parecen haber tomado al cine de Acuña como un modelo a seguir más que los de otros nombres más previsibles del canon del NCA. Esos “nuevos ángulos” están en LA VIDA DE ALGUIEN, una película que circula entre la melancolía y la depresión de su personaje principal, alguien que siente que perdió su gran oportunidad de convertirse en una estrella pop (o, al menos, en un músico reconocido) y, ya en sus treintaypico, intenta rearmar un proyecto cuyo final amargo parece cantado de entrada. En EXCURSIONES aparecía también una situación similar: la amistad cortada –por los distintos caminos que las personas toman en la vida o por peleas concretas– que luego se recupera, con un brote de entusiasmo inicial, pero que luego vuelve a presentar las mismas dificultades que la quebraron en un principio. El tercer filme de Acuña mostraba un lado un tanto más humorístico y luminoso de esa situación, pero en LA VIDA… reaparece un tono más cercano a NADAR SOLO y a algunos momentos de COMO UN AVION ESTRELLADO, como si el proceso de crecer funcionara al ritmo de “dos pasos para adelante y uno para atrás”. lavidadealguienHay algo querible y hasta noble en la decisión y/o necesidad de Acuña, de sus películas, de mantenerse fiel a sus obsesiones de siempre, y a sus modos de hacer cine. En una industria como la argentina en la que casi todos los nuevos cineastas dejaron de ser nuevos y se reconfiguraron como el mainstream del cine nacional –trabajando con apoyo de la televisión, dirigiendo asociaciones que pasan mucho tiempo recorriendo pasillos del INCAA, armando inverosímiles coproducciones con 17 países–, Acuña se mantiene siempre cercano a sus temas y a sus modos, a su universo personal y a sus obsesiones, a sus “canciones tristes”, a los amigos inconstantes (los citados Castelli y Apel, Nicolás Mateo) y a los “amores imposibles” (Antonella Costa, Manuela Martelli, Martina Juncadella, Ailín Salas) de sus personajes. Y también a esos márgenes que lo dejan fuera de las modas y del circuito de los festivales, que buscan una especie de falso “color local” que sus películas no tienen en el sentido más convencional y pictórico. El cine de Acuña es universal, en tanto las fracturas emocionales de la adolescencia y la cada vez más larga “juventud” se pueden reflejar en cualquier lugar del mundo y, últimamente, casi a cualquier edad. Y también es, como pocos, un cine personal, disfrazadamente autobiográfico, construido a base de películas que bien podrían trazar una suerte de esquiva historia de la vida del realizador. Es por eso que esta retrospectiva –que se presenta a la par del estreno de LA VIDA DE ALGUIEN— es justa y para nada apresurada. Es el retrato del artista cachorro, que no quiso o no supo resolver el arma de doble filo que es la madurez y que se expone –y expone a una generación– a los desgarros de volver a caer, una y otra vez, en la misma trampa emocional.
Mucha gente puede pensar que José Celestino Campusano finalmente se ha traicionado a sí mismo al generar un filme que posee muchos convencionalismos y temáticas que, a diferencia de sus propuestas anteriores, ya han sido trabajadas por directores nacionales y foráneos de manera comercial. Pero no es con “Placer y Martirio” (Argentina, 2015), el explícito título que eligió para su propia “50 sombras de Grey” con el que Campusano comenzó a desarrollar un cine mucho más convencional, al contrario, en la transición de “Fango” y “Fantasmas de la ruta” (que puede verse por INCAA TV como miniserie) y antes de esta película estuvo “El Perro Molina” (Argentina, 2014), con muchos más acercamientos a la narrativa tradicional y un nivel actoral superior al de las anteriores. En “Placer y Martirio” hay una reflexión sobre un estado de cosas que pocas veces se ha profundizado. Muchos matrimonios y parejas del cine y la tv han sido presentados en crisis y con situaciones que analizaban, más desde la forma que desde la estructura narrativa la problemática. Acá hay una mujer entrando casi en los 50 llamada Delfina (Natacha Mendez), que entiende que a pesar de tener todo lo que se pueda desear materialmente hay algo que todavía le falta. No sabe bien qué es, porque su marido la consiente en todo, su hija quizás le reclame algo y le plantee situaciones un poco complicadas, pero más allá de eso no hay nada que la tenga que colocar en un presente lleno de depresión y dolor inexplicable. Tiene algunas amigas, pero a las que ve esporádicamente, y en el último tiempo sólo comparten algunas “fiestas” ocasionales en las que el “todo vale” le abren un mundo diferente al del tedio rutinario de sus días. Pero un día conoce a Kamil (Rodolfo Avalos) un misterioso empresario multimillonario con el que comenzará una relación en primera instancia sólo sexual, pero luego terminará ella confundiéndola y llevando la tensión a un lugar en el que desde un primer momento había quedado claro que nunca se iba a llegar. Campusano pone en la mesa una temática dura sobre la exposición a situaciones humillantes de seres perdidos. Su cine siempre ha hablado de eso, de personas con buenos sentimientos pero que terminan acomodándose a los deseos del otro a pesar de sus propias y verdaderas intenciones y se traicionan Delfina no podrá soportar la humillación de tener que esperar a que suene el teléfono, o que algún paquete o regalo le llegue con una indicación específica con un plan, porque en realidad no llega a comprender que Kamil sólo necesita de ella algo y sólo cuando él lo desee, esa es la clave. Con el correr de los días Delfina tropieza una y otra vez con la misma situación y pese al consejo de algunas amigas, seguirá avanzando en un círculo vicioso en el que sólo su propia voluntad de querer algo mejor la puede ayudar y salvar. Con un nivel de producción importante y un cuidado manejo de las cámaras, Campusano propone en “Placer y Martirio” una historia de amor y desamor como sólo él lo puede hacer. No hay otro director argentino en la actualidad que pueda narrar esta telenovela o melodrama fílmico sin caer en los lugares comunes y la pacatería de la autocensura. Ninguno.
La canción es la misma La cuarta película de Ezequiel Acuña es un capítulo más dentro de su novela de jóvenes melancólicos, música indie y universo analógico. No son muchos los directores argentinos que tienen la coherencia y la fidelidad a sus obsesiones que tiene Ezequiel Acuña. Para bien o para mal -yo creo que para bien- todas su películas son la misma película y aunque cada una esté afinada en una nota distinta, las cuatro forman un acorde agradable, amigable. Películas generacionales en las que la música funciona como un recurso de identificación temporal además de para crear climas, películas melancólicas y jocosas -generalmente más melancólicas que jocosas, a excepción quizás de Excursiones- en las que los personajes sienten nostalgia por un pasado adolescente, por relaciones que ya no son, que viven un presente borroso que parece existir sólo como epílogo de un pasado intenso en donde la vida era vida y puro presente. La característica distintiva de La vida de alguien es que es la más musical de las cuatro. En todas hay banditas adolescentes, todas tienen un soundtrack indie exquisito, pero esta podría catalogarse, sin exagerar, como un “musical”. Un musical sin bailes, o sin bailes tradicionales -hay unas escenitas en ralenti de los protagonistas jugando a la pelota que por momentos parece que bailaran-, pero con muchos momentos dedicados exclusivamente a la música: los personajes cantan canciones enteras en más de una oportunidad. La historia es tan característica de Acuña que si la hubiera leído en un cuento o visto en alguna otra película o simplemente me la hubiera contado alguien en forma de anécdota, me habría sido inevitable exclamar: eso parece una película de Ezequiel Acuña. Guille (Santiago Pedrero) tiene unos treinta y pico y un pasado de músico que nunca despegó. Una compañía discográfica decide editar el disco que grabó con su banda de rock diez años antes, poco antes de separarse. Ese es el disparador para intentar reunir a sus ex compañeros. También hay por allí, por supuesto, una chica: Ailín Salas, una especie de Manic Pixie Dream Girl que parece mucho más avasallante y resuelta que el tímido Guille y que cantará con él algunas canciones en las que son, sin dudas, de las escenas más hermosas que dio el cine argentino en mucho tiempo. El personaje de Salas se llama Luciana, como todas las mujeres de las películas de Acuña: Antonella Costa en Nadar solo, Manuela Martelli en Como un avión estrellado y Martina Juncadella en Excursiones. Están también, como en sus otras películas, Matías Castelli, Ignacio Rogers y Nicolás Mateo. Con sólo cuatro películas, Acuña construyó un mundo y un ensamble de personajes que ya son parte importante del cine argentino de este siglo y que tendrían una relevancia pop a la altura de Summer o de Juno si nuestro cine tuviera algún tipo de relevancia. Pero las películas, igual que las canciones, quedan. Aunque Acuña haya filmado la suya en anacrónico 35mm como una especie de militancia o toma de posición nostálgica y el celuloide se vaya deteriorando como se deterioran nuestros cuerpos y nuestras relaciones, La vida de alguien estará ahí para siempre. “¿Cómo te parece que van a sonar esas canciones?”, le preguntan a Guille en un momento. “No sé, no las volví a escuchar”, contesta él. “Me refiero más al paso del tiempo que al audio”. Porque los momentos se desintegran en los soportes analógicos pero lo importante, parece decir Acuña, es que no envejezcan en nuestra memoria.
Ezequiel Acuña es uno de los directores argentinos contemporáneos que mejor comprende el equilibrio entre la expresión personal y la comunicación con el público. Aunque todos sus films son claros y apuntan con mucha precisión a las emociones, esta historia de una banda adolescente que, muchos años después, vuelve a tocar y quizás a acercarse al éxito es quizás su película más accesible para el gran público. Lo que Acuña muestra es una gran delicadeza en la pintura de sus personajes, delicadeza que nace de un cariño muy especial por ellos, por la historia que está narrando y por el espectador. Santiago Pedrero y Matías Castelli (dos actores centrales en el cine del director) logran transmitir desde lo dramático o desde lo cómico -después de todo, esta es una comedia romántica- una enorme empatía. Y Ailín Salas, que en esta película logra su mejor actuación cinematográfica: precisa en el decir y cálida cuando se muestra. De lo mejor que presenta el cine argentino en esta temporada.
Cuando en el 2009 Ezequiel Acuña presentó Excursiones, daba cuenta de una evolución o maduración necesaria en su filmografía. Suponía una ruptura respecto a los personajes abúlicos y melancólicos de Nadar Solo (2003) y Como un Avión Estrellado (2005) –que tenían demasiados puntos en común-, en el marco de una divertida y sentida comedia sobre la amistad y el paso del tiempo. Su tercera película, la mejor de su carrera, es una de las grandes producciones que el cine nacional ofreció en estos últimos años y se esperaba con atención la llegada de su siguiente trabajo. Después de un largo lustro es que aparece con La Vida de Alguien, otro destacado ejemplo de las cualidades artísticas del realizador, pero que está tan conectada a sus films de hace una década que no se siente que haya progresión, sino hasta un paso atrás. Este cuarto film es el resultado de una amalgama de los tres anteriores. Retoma personajes de su ópera prima, hace uso de recursos presentes en su segundo largometraje –la playa, el amigo que desaparece inexplicablemente- y conjuga un matrimonio perfecto entre las imágenes y la música de La Foca como sucedía en Excursiones. No es para nada una mala película, pero sí una que repite tópicos ya abordados en el pasado por el realizador. El hacer foco en adultos estancados en la adolescencia habla de una etapa que no se terminó de superar, sea para los personajes o para el director, que quizás encuentre aquí el cierre necesario para poder pasar su atención hacia otro tipo de proyectos. A pesar de este retroceso fílmico para un Acuña que vuelve a su zona de confort, La Vida de Alguien no deja de ser muy buena. Si bien es cierto que hay un abuso de números musicales, es una producción hermosa cada vez que refleja uno de ellos. El director suspende el tiempo en toda ocasión que da paso a la mencionada banda uruguaya. Se vale de una efectiva cámara lenta para darle cuerpo al sonido de las guitarras y las letras melancólicas, y el film consigue un nivel de belleza inusitado cada vez que esto sucede. "No somos épicos" plantea Guille como una característica de su banda, no obstante cuando la lente de Acuña la filma uno piensa lo contrario. Otro gran punto a favor viene por el lado del elenco, uno de actores con los que ya se está familiarizado en la filmografía del realizador. Tras haber formado parte de sus tres trabajos anteriores, Santiago Pedrero finalmente es el merecido gran protagonista de la historia, acompañado de un Matías Castelli (Excursiones) al que a uno le gustaría ver más seguido en pantalla. La joven Ailín Salas, una cara recurrente en el cine nacional y que desde hace ya unos años está en ascenso, es quien ocupa el rol del personaje femenino central, pero si bien lo hace con soltura, encanto y gracia con otra buena labor, lo cierto es que hay un choque de edad que no termina de cuadrar. La Vida de Alguien está íntimamente conectada con la filmografía de Acuña y completa un corpus estético, narrativo, temático y musical con sus trabajos previos. Es otro gran ejercicio cinematográfico de un director que sabe construir atmósferas, que añora un pasado reciente -el uso del cassette, las reuniones en el bowling- y sabe qué es lo que quiere poner delante de sus cámaras. Pero uno no puede dejar de esperar que haya una suerte de etapa cumplida, para así pasar su atención hacia otro tipo de realizaciones con las que quizás se sienta menos cómodo e impliquen nuevos desafíos.
Sencilla y disfrutable película de rock Guille (Santiago Pedrero) tiene una percepción de si mismo que lo hace sentir que no cambió, que sigue con ese espíritu adolescente que campeaba en sus canciones hace varios años y que ahora debe revisitar, a partir de que una compañía quiere editar un disco que grabó con su banda y que quedó ahí, olvidado en el tiempo. La música está ahí y solo queda comprobar si es verdad que sigue siendo aquel que compuso, disfrutó, sufrió y compartió momentos más o menos memorables y rutinas de la juventud con su amigo Nico (Ignacio Rogers), que desapareció tragado por el futuro. Rodada en 35 mm, con el glorioso empecinamiento de aferrarse a un formato en desuso en plena era digital, Ezequiel Acuña también está dispuesto a volver sobre los temas que ocuparon el resto de su obra, un puñado de películas –durante este mes el Malba exhibe Excursiones, Como un avión estrellado y Nadar solo- ubicadas en la adolescencia y centradas en jóvenes que viven con dolor ese período de la vida y a la vez, son concientes que probablemente sea el momento más luminoso de toda su existencia. La vida de alguien agrega una capa más a los protagonistas de siempre y sí, ahí está Pedrero, pieza ineludible del dispositivo cinematográfico de Acuña, para documentar el presente de esos treintañeros llenos de recuerdos, de sensación de pérdida y una nostalgia inexpugnable. Todo esto en medio de las decisiones del mundo adulto, frente a la comprobación de la madurez de los adolescentes en serio como el personaje de Ailín Salas, pieza del deseo, frágil y determinante para hacer avanzar el relato. Y por qué no, la sensación de que el director está listo para abordar otras historias pero porque quiere, no porque algunos reclamaban algún tipo de era de la madurez. Entonces la música de los uruguayos La foca va pautando el relato sereno y disfrutable, una sencilla película de rock que incluye las miserias de la industria y la inevitable separación de una banda prometedora. Y también, la probable despedida a algunas adorables obsesiones, pero antes la necesidad de establecer un diálogo con las películas anteriores, en una puesta sensible y a la vez precisa en el cometido de reflotar escenarios de playas desiertas, caminatas, casettes, toda clase de objetos y más que nunca la música y en particular el imaginario de la escena indie. Si se quiere, nostalgia alborozada, la voluntad de retener recuerdos y quién sabe, encarar una etapa con las cuentas en orden.
En el pasado Guille tuvo una banda de rock junto a sus amigos, con la que compuso varias canciones, hasta que uno de los miembros desapareció en un viaje sin dejar ningún indicio y el grupo se disolvió. Diez años después, ya en el presente, una discográfica llega con el proyecto de editar esas viejas canciones, rearmar al grupo y comenzar una gira. Así comienza la historia de este joven que debe salir en busca de viejos y nuevos integrantes, con el propósito de lograr un objetivo que lleva una década interrumpido. El pasado, las ausencias y la incertidumbre son los elementos con los que Ezequiel Acuña siempre rodea y moldea a sus personajes, estos condicionamientos son parte de la historia y a partir de ellos los protagonistas transitan su rutina. La Vida de Alguien es su cuarto largometraje, pero el primero con su firma única en el guion, hasta aquí en todas sus películas había participado Alberto Rojas Apel como co-guionista, y los resultados dan muestra de una obra llena de puntos altos: Nadar Solo, Como un avión estrellado y Excursiones. La Vida de Alguien tiene muchas cosas en común con las películas mencionadas, no solo en el tono y en los temas que plantea, también hay escenarios recurrentes y hasta algunos viejos personajes que reaparecen como guiños a un fiel publico que los espera y creció junto a ellos. Pero al mismo tiempo es la película más distinta de todas, la que más recursos narrativos utiliza, la mayor experiencia cinematográfica que el realizador ha entregado. Acuña se libra de las palabras, las reduce al mínimo, y da rienda suelta a un cine de imágenes, de sensaciones, de videoclips. Vemos ensayos, canciones, shows en vivos y cada momento musical sirve para apreciar como la relación entre los protagonistas va cambiando. Se encuentran, se acercan, se seducen, se enamoran, se distancian, todo al ritmo de las bellas secuencias musicalizadas (en su mayoría) por composiciones de La Foca, la banda uruguaya que sonaba en la secuencia final de Excursiones y que aquí presta su nombre e historia para construir esta ficción. Técnicamente impecable, filmada en 35 mm. (como refuerzo de todo lo nostálgico que plantea el film), con un trabajo de sonido y fotografía sublimes, ya en la primer escena, con tonos oníricos uno queda hipnotizado por la fuerza de esas imágenes y no quedan dudas sobre quién es el director de la película. En cuanto a los actores, hay caras conocidas con momentos muy disfrutables como Matías Castelli y Martin Piroyanski, otros que se suman y están muy bien como Julian Kartun y Julian Larquier, pero son Santiago Pedrero y Ailin Salas, los que alcanzan con sus interpretaciones los momentos más emotivos del film, y de esta manera equilibran el ritmo de una historia, que sin ellos, solo sería el registro de una banda de rock y sus canciones. ¡Hay química entre los dos! Pedrero realiza su mejor trabajo en cine, explotando diversos matices y transmitiendo todos los sentimientos de sorpresa y confusión que el personaje exige, alcanzando una sensible profundidad que emociona. Ailin Salas, es el faro de la historia, cuando ella aparece todo se ilumina y la película adquiere unos bellos pasajes románticos, de una sutil belleza que solo Ailin puede contagiar. Los grandes autores cinematográficos son los que exploran con sus películas todas sus obsesiones. Ezequiel Acuña, por suerte, continúa fiel a las suyas, perfeccionando la forma en que las representa. Y eso lo convierte en un cineasta esencial de nuestros tiempos.
Nada Solo, Como un Avión Estrellado, Excursiones. Tres películas que convirtieron a Ezequiel Acuña en el vocero cinematográfico de una generación. Se lo cataloga dentro del denominado Nuevo Cine Argentino, surgido a fines de los 90 y principios de 2000, pero encontró una voz propia que se aleja bastante de los enfoques puramente contemplativos y experimentales de sus colegas. Sus verdaderas preocupaciones pasan por capturar la esencia de los adolescentes o de los muchachos de treinta y pico que, de alguna manera, siguen conectados con la adolescencia. Personajes de carácter bohemio, melancólicos, que parecen no encajar en el mundo (por lo menos, no con los adultos), a punto de quedar en una encrucijada de sus vidas. En la misma línea que sus anteriores trabajos (principalmente Nadar Solo, con el que existen varios puntos en común), La Vida de Alguien tiene como protagonista a Guille (Santiago Pedrero, uno de los actores fetiche del director), un músico que reúne a su vieja banda para sacar su primer disco, que habían grabado hace años pero que por diferentes motivos quedó en una nebulosa. La idea es salir a tocar nuevamente, retomar aquello que los hacía tan felices cuando iban a la secundaria. Debido a algunas bajas, se suman nuevos integrantes, como Luciana (Ailín Salas), una joven y fresca estudiante de música, de la que Santiago terminará enamorándose. En ese contexto de giras, notas y amor surgirán asperezas del pasado que podrían complicarlo todo. Aunque esta vez no tiene al lado a su coequiper Alberto Rojas Apel, ni como guionista ni como actor, Acuña presenta un microcosmos basado en los jóvenes adultos, el recupero de viejas pasiones, el rock, la amistad (y a veces, la ausencia de alguna amistad), el amor, Mar del Plata; siempre con un estilo personal, sin estridencias, pero muy vívido, muy humano. A diferencia de sus opus anteriores, ahora el director incluye algunos momentos oníricos y hasta saltos temporales que le dan un tono especial a la historia. Además, el film permite adentrarnos en una banda independiente, con sus pequeños triunfos personales y sus partes incómodas, que no oscuras. Y sin apartarnos del aspecto musical, tan importante en la obra de Acuña, aquí corre por cuenta de la banda uruguaya La Foca, cuya historia también sirvió de inspiración para la película. De hecho, uno de los títulos tentativos supo ser Una Foca. La Vida de Alguien es Ezequiel Acuña en estado puro, su film más cinematográfico y un nuevo punto de referencia para los jóvenes de todas las edades.
Melancolía para principiantes Los resultados de una película inspirada en una banda o en un músico pueden ser disímiles y dependen en gran medida de la pericia del director para contagiarnos, deslumbrarnos o dejarnos afuera. La vida de alguien parte del grupo uruguayo La Foca, pero la historia es tan débil que, en todo caso, se podrán disfrutar algunas canciones pero con la sensación de que es lo único que queda. Si en las películas anteriores de Acuña los diálogos funcionaban, acá el problema es que están en reiteradas oportunidades tapados por temas musicales. Es indudable que al director le gusta representar el imaginario indie al cual homenajea, no sólo con las canciones sino con los modos de vida y las formas que elige para filmar, deudoras de cierta estética videoclipera alternativa. La historia se centra en Guillermo, un joven músico, cuyo anhelo es reflotar una banda de rock luego de ocho años. Uno de los fundadores ya no está, ha desaparecido misteriosamente en un viaje a Europa. El recuerdo de ese episodio es una marca para el protagonista que teñirá de miradas perdidas al vacío todo el film. A ellos se les suma Lucía, una chica a la que ha conocido a través de unas clases. El gran problema de esta historia es que cada vez que arranca vuelve a caer en el mismo círculo vicioso de la indefinición. No sabemos si el film es una excusa para desplegar un soundtrack (los números musicales cansan; si uno no entra en ese estilo queda afuera) y en el peor de los casos vemos un cúmulo de muchas otras historias independientes americanas. Además, el abuso de la cámara lenta también la torna monocorde. La supuesta impronta nostálgica que se la ha atribuido al film queda sostenida por la elección del rodaje en 35 milímetros (se agradece). Sin embargo, allí donde algunos ven nostalgia tal vez se confunda con la abulia característica (ya una pose) de gran parte del Nuevo Cine Argentino de niños mayores insatisfechos. Es el otro costado del fundamentalismo actoral, el que contrapone a los excesos emocionales la eterna apatía adolescente.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Hecho canción Guille (Santiago Pedrero) busca sacar adelante a su banda de rock después de un parate de varios años entre los que desaparició Nicolás (Ignacio Rogers), uno de sus miembros y amigo de la infancia. Mientras concurre junto al grupo a grabaciones, presentaciones y radios de mala muerte, el protagonista conoce a Luciana (Ailín Salas), con la que tendrá un affaire platónico y deslumbrante entre tanta tensión. La vida de alguien equilibra su gravedad con pasajes visuales-musicales que rozan la abstracción y zambullen al espectador en un estado de beatitud brevemente encantadora que bien puede funcionar como epílogo feliz al camino iniciado por Nadar solo (2003) y Como un avión estrellado (2005) –matizado por la más ligera y cómica Excursiones (2009)-. El rodaje en 35 mm, la anacronía de la época –sólo se ven cassettes, no hay iPods ni redes sociales-, el post-punk como mitología (la desaparición de Nico recuerda a la leyenda del baterista de Los Pillos, banda emblema del post-punk vernáculo) y la recurrencia de la ausencia, la amistad y las costas marítimas en invierno terminan por volcar al cine de Acuña hacia adentro, hacia un universo que rehúye toda referencia documental para volverse plástico, universal (la fotografía de Fernando Lockett le debe mucho a esa apuesta). Es esa emotividad distante la hazaña del filme, que hace que observemos a los personajes como a través de una ventana o un sueño, sin afectación o estridencias de por medio. Y sucede que a Ezequiel Acuña, realizador idealista e incorruptible si los hay, no le interesa el hoy sino la emoción fugaz de un cine convertido en canción.
Con una ayudita de mis amigos... “La vida de alguien” es el cuarto largometraje de Ezequiel Acuña (1976) y ahonda en el espíritu de los anteriores, al abordar otro relato que pone bajo la lente y expone a un grupo de jóvenes a los que crecer parece que les cuesta quizás demasiado. Un relato impregnado de melancolía, de un vacío, un silencio que solamente se rompe mediante las canciones y la música, ese espacio emocional en el que se puede decir y expresar algo de lo que ocupa el pensamiento, a veces un poco demasiado confuso, de los personajes. Guille, el protagonista, es un guitarrista que ha integrado un grupo musical años atrás, junto con unos amigos que se conocían desde la escuela secundaria. Llegaron a grabar algunos temas pero esas canciones nunca fueron editadas. Han pasado diez años y de repente, un sello discográfico lo convoca para ofrecerle grabar el disco. Pero resulta que el grupo se ha disuelto y uno de sus miembros originales, Nico, ha literalmente desaparecido. Después de un entredicho con los otros integrantes de la banda, viajó al exterior y simplemente, nunca más se supo nada de él. Guille consigue, no obstante, enganchar de nuevo con la idea al otro amigo que conformaba el equipo: el Gordo, el cantante. Ya no son los mismos jóvenes entusiastas, pero todavía se aferran a cierta mística y deciden probar con músicos nuevos para completar la banda. También el azar pone en el camino de Guille una estudiante de música, Luciana, bastante menor que todos ellos y que se siente atraída por la personalidad de su líder, quien la invita a cantar con ellos. Así, entre ensayos, recitales y entrevistas en programas radiales y televisivos, van afiatando el grupo y conjurando un poco la inseguridad y la falta de confianza. Sin embargo, el fantasma del pasado reaparece una y otra vez, ensombreciendo el ánimo introvertido y nostálgico de Guille, que contagia con sus bajones sensibleros al Gordo. Lo que pasa es que extraña a Nico y su ausencia inexplicable se ha convertido en una herida abierta que llena de dudas, angustia y cierto pesimismo al joven. Hasta que, casi en el final, el relato da un giro inesperado, con una sorpresa que pone en evidencia que Nico en realidad no está tan ausente como pensaban... La película de Ezequiel Acuña está más orientada a mostrar climas, a utilizar imágenes sugerentes, atmósferas y diálogos mínimos, que para colmo apenas se pueden descifrar, ya que los actores hablan de un modo entrecerrado como mordiendo las palabras, en lo que no queda claro si es un defecto de la obra o un rasgo idiosincrático de una generación. La cuestión es que por momentos se mezclan las imágenes que pasan de un realismo en estado bruto, por llamarlo de alguna manera, a una suerte de cinismo, a veces, intercalado por momentos con secuencias oníricas que podrían referir a la subjetividad de Guille o quizás a la necesidad de agregar una cuota de misterio, que en definitiva no se resuelve del todo. Este cuarto film de Acuña (y el primero, curiosamente, en 35 mm), luego de “Nadar solo” (2003), “Como un avión estrellado” (2005) y “Excursiones” (2009), no solamente continúa con su temática preferida, el relato generacional, sino que retoma personajes y también algunas de las canciones de los soundtracks de aquellas películas. Quienes conocen su obra afirman que el joven realizador argentino está consolidando un estilo propio muy personal que logra sintonizar con el espíritu del público juvenil, que se siente identificado con sus propuestas.