Interesante mirada sobre la iniciación sexual: Rosina (Romina Betancur) es una adolescente de 14 años que vive en un pueblo de la costa uruguaya que se prepara recibir a los turistas en la temporada veraniega. Su familia la compone su padre, que realiza mantenimiento de jardines; su madre, que monta un micro-emprendimiento de depilación en su hogar; su hermana mayor, que está aprendiendo a manejar junto al padre y que estudia para rendir un examen; y su hermano menor de edad escolar. De entrada se nos presenta a Rosina como una joven con carácter, teniendo la osadía de escapar de su padre e internarse sola en al mar, luego de una pelea con su hermana en la cual la ha lastimado dejándole un ojo emparchado. Este es el contexto de situación de Los tiburones (2019), opera prima de la realizadora uruguaya Lucía Garibaldi. Su padre requiere que Rosina lo acompañe para ayudarlo con el trabajo en los jardines. Así surge la atracción de la joven por uno de sus empleados, Joselo (Federico Morosini), un joven mas grande que ella. El despertar sexual de Rosina, momento de irrupción de un goce que se vive como extraño en el propio cuerpo, está marcado al haber visto, cuando se internó en el mar huyendo del padre, a un tiburón, animal ligado a lo instintivo. Todo el pueblo está exaltado por el rumor de la aparición de un tiburón en las costas. Los vecinos se organizan para tratar de darle caza, dado que la guardia costera y el municipio no los protege y apunta a minimizar el hecho porque privilegia el aspecto económico de la llegada de los turistas; escena que evoca a la película Tiburón (Spielberg, 1975). La directora utiliza acertadamente en la puesta en escena el significante del tiburón, el cual irá cobrando diversos sentidos. El tiburón por un lado representa la idea de un macho activo que está al acecho de su presa, pendiente de ligar a una mujer. Este punto podría aplicarse a Joselo, que aborda a Rosina de manera disruptiva hablándole de su sudor, mostrándole su erección e invitándola a pasar más tarde por el taller, cuando estén sentados lado a lado al borde de la piscina de una casa. Esta lectura se anticipó cuando Rosina lo ve a través de un ventanal, pasando con una herramienta de jardinería a la cual, por su posición a la altura de la pelvis, puede dársele valor de símbolo fálico. La escena resulta compatible con la observación de un tiburón a través de los cristales en un acuario. Al momento del encuentro, Joselo se masturba y le ordena repetidamente a Rosina: “Tocate, tocate”. Rosina reacciona con perplejidad y mirada absorta, propias del extravío y la inocencia frente a lo desconocido, lo cual genera que Joselo se levante ofuscado y con desdén hacia ella. No hay diálogo, no hay palabras tiernas ni cuidado por parte de Joselo. Para Rosina se trata de su primera vez. En ese contexto es muy probable que no se sepa qué hacer ni cómo. La escena da cuenta de una presión a poner el cuerpo, sin considerar los tiempos subjetivos singulares. También ilustra la exigencia masculina de que la mujer se acomode a las particulares condiciones del hombre, fetichizando una parte de su cuerpo, tomándola como objeto; y esto puede resultar angustiante para una mujer. La escena expresa muy bien el malentendido entre los sexos, pues mientras que el varón desde sus condiciones de goce necesita cosificar una parte del cuerpo femenino para abordarlo, la mujer requiere para poder soportar ese lugar una palabra de amor del partenaire. Una mujer solo puede alcanzar el goce que le es propio, el goce femenino, a condición de contar con un partenaire que le hable de amor porque es de ahí que experimenta ese goce. Tras este encuentro fallido (como toda primera vez), Rosina busca acercarse a Joselo, captar su atención; pero sólo obtendrá su desprecio, tratándola como una niña que debería estar en su casa. Joselo le ronda a otras mujeres, más en la linea de su hermana y sus amigas, que ya tienen alguna experiencia. La solitaria protagonista no se quedará en una posición de víctima pasiva, sino que se moverá con ingenio y sigilo, creando situaciones como secuestrar a la perra embarazada de Joselo o poner su bote en marcha hacia la inmensidad del mar con una red llena de carnada para el depredador marino. Estas acciones de Rosina aparecen trabajadas en un borde de ambigüedad en cuanto a su motivación, moviéndose entre la atracción y la venganza, encarnando ahora ella ese tiburón a la vez misterioso y amenazante. Los tiburones propone una mirada de la iniciación sexual femenina acorde a los tiempos actuales de la nueva oleada feminista, lo cual posiblemente determine que sea mucho mejor recibida y comprendida por el público femenino que por el masculino, al que le puede resultar mucho más difícil empatizar con un personaje cuyas reacciones quizá no comprenda del todo y le resulten temerarias. El acierto de Lucia Garibaldi es tratar las emociones de la protagonista con sutileza, evitando caer en bajadas de línea panfletarias y sin descuidar el aspecto estético, que se expresa en el contraste entre la cálida luminosidad de los planos generales en la playa y las oscuras pulsiones de Rosina.
La niña diabla Un aura “marteliana" envuelve el universo sobre el que gira Los tiburones (2019), impresionante debut de la uruguaya Lucía Garibaldi en un film plagado de atmósferas espesas y asfixiantes, personajes que le escapan a los arquetipos y una puesta en escena donde todo funciona con una perfección milimétrica. Ganadora en Sundance del Premio a la mejor Dirección, la ópera prima de Garibaldi se ambienta en un pequeño pueblo de la costa uruguaya donde se corre el rumor de que misteriosamente han aparecido tiburones. Rosina (Romina Bentancur), una pre adolescente que integra una familia venida a menos, en pleno despertar hormonal se siente atraída por Joselo, un muchacho que trabaja para su padre. Las distancias que los separan son demasiadas amplias pero Rosina está dispuesta a todo y para lograr su cometido se moverá como si fuera un tiburón: arrasando con todo lo que se interponga en su camino. La influencia de Lucrecia Martel sobre Garibaldi es clara e innegable. Los tiburones posee todos los elementos por los que ha transitado la cineasta salteña a lo largo de su obra, pero lo notable es como Garibaldi se apropia de ellos para resignificarlos y convertirlos en propios. Si bien uno no puede dejar de reconocer un paralelismo con La ciénaga (2001) y La niña santa (2004), hay una búsqueda narrativa y una forma de filmar, de colocar la cámara para tomar detalles que a priori pueden parecer insignificantes, que la vuelve única y personal, a la vez que demuestra una inteligencia y sensibilidad extrema para retratar con total naturalidad una historia que transita entre el realismo y lo lúdico. Los tiburones tiene el plus de contar con personajes que le imprimen ese humor ácido y seco tan típico de la idiosincracia uruguaya, un tipo de humor que muchas veces está en una segunda línea narrativa pero que descomprime los momentos de tensión a los que se enfrenta esa fauna de seres tan apáticos que resulta inexplicable la contradictoria empatía que terminan logrando con el espectador. Garibaldi logra un film compacto, preciso, austero pero también de una grandilocuencia desmedida en sus logros, tanto de forma como de contenido. Los tiburones cuenta una historia cuyo germen ya se se contó de mil maneras pero con la diferencia que con inteligencia y sin eufemismos lo hace de una manera desprejuiciada, original y atrevida.
“Los tiburones” es el primer largometraje de Lucía Garibaldi, el film ya circuló por diversos Festivales de Cine, entre ellos, el Festival de Sundance, donde la directora uruguaya recibió el premio por su labor en Dirección en el rubro dramático, y el Festival de Guadalajara, donde recibió más reconocimientos, entre ellos mejor guión, por el realizado por Lucía Garibaldi y mejor actuación, por la labor de Romina Betancur. En esta oportunidad, la película, una coproducción entre Uruguay, Argentina y España, participa en la Competencia Internacional del Festival BAFICI. La cinta se centra en una adolescente de 14 años llamada Rosina (Romina Betancur), quien vive junto a su familia en una localidad balnearia de Uruguay. La chica afirma haber visto un tiburón en las aguas del mar, este hecho no despierta ningún sentimiento en la protagonista de esta historia, pero sí provoca la desesperación de los habitantes del pueblo quienes esperan con ansias la llegada de los turistas. Sin embargo, este no será el hecho más importante que se desarrolle en la película, sino que está centrada en el deseo (y el acecho) de la chica protagonista por uno de los chicos que trabaja junto a su padre, llamado Joselo (Federico Morosini). En Rosina no hallamos un sentimiento en concreto, sus gestos y sus miradas no resultan evidentes, pero lo que sí damos cuenta es que sus actitudes se asemejan a los movimientos de un tiburón. Su presa es Joselo, a quien observa, persigue y opera tácticas sobre él para acercarse. Romina Betancur y Federico Morosini realizan un destacable trabajo en ambos personajes. Es pertinente aclarar que es la primera vez que ambos actores participan en una película. Además, están acompañados por los actores argentinos Fabián Arenillas y Valeria Lois, quienes interpretan a los padres de Rosina. Lo más interesante del film es este juego que se realiza, tomando a Rosina como una cazadora que acecha a su presa, como el tiburón lo hace con los peces y demás animales del océano. El espectador deberá mantener su atención en estas acciones que delatan el lado salvaje de la protagonista, para poder descifrar el parecido entre la adolescente y el animal. Por otra parte, se destaca un buen uso de las imágenes y el sonido, que acompañan también la intención principal del film. En resumen, “Los tiburones” es una propuesta interesante, por estos sutiles detalles que comparan a la protagonista con un tiburón. En conjunto con las actuaciones y los aportes de la imagen junto al sonido, logran un atrayente film.
Esta suerte de coming of age punk en la que Lucía Garibaldi desarrolla ideas asociadas a la adolescencia y la rebeldía, tiene a lo siniestro y oscuro de Rosina (Romina Bentancur) Rosina (Bentancur) como eje en un relato en el que se opta por desatar las nuevas pasiones del personaje, ofreciéndole un contexto particular en el que las carencias y una dinámica familiar en la que nadie es quien realmente aparenta ser, son solo disparadores de conflictos y tensión.
Las andanzas de Rosina. En un pueblo costero de Uruguay, una Rosina adolescente transita su verano entre baños en el mar y el acompañar a su padre a realizar las tareas de jardinería, en su mayoría, en las casas de los veraneantes. Un lugar sereno donde la falta de agua se hace notar, así como las hormonas de nuestra protagonista que se encuentra en pleno despertar sexual. El avistamiento por parte de Rosina, sumado un animal marino descuartizado a la orilla de la playa, alertará a los vecinos por la posible presencia de un tiburón. Situación que los llevará a organizarse para tratar de atraparlo. En el relato, el depredador no es un capricho de guion o un detalle simpático, sino que cumplirá una función fundamental. La música tecno noventosa y los colores flúor también delinean a nuestra protagonista algo introvertida y muy mental, pero de armas tomar, en una historia que oscila entre la cotidianidad junto a su familia y sus sentimientos amorosos por su compañero de trabajo, Joselo, que se volverá motivo de obsesión. Sin dudas Rosina tiene violencia contenida, ya lo observamos desde el comienzo cuando nos enteramos que ha lastimado el ojo de su hermana, según sus palabras sin intención (pero no parece tener remordimientos). Una violencia que irá evolucionando, una violencia latente a punto de estallar… desde llamadas anónimas hasta el secuestro de la perra de Joselo y un insospechado final. De forma sutil, Garibaldi retrata el deseo femenino y el poder subversivo de una adolescente que se trata de abrir paso hacia la adultez.
“No fue a propósito” se excusa la imperturbable Rosina cuando el padre le cuenta que le dieron “cinco puntos” a su otra hija, es decir, a la hermana de la susodicha. “Sí, ya sé –contesta el personaje a cargo de Fabián Arenillas– pero la reventaste”. Con este intercambio de palabras, la montevideana Lucía Garibaldi presenta a la protagonista de su ópera prima: una chica de 14 años que cautiva a la cámara desde el momento en que corre hacia una playa por razones desconocidas. El supuesto avistaje de una aleta sospechosa y la conducta solitaria, errática, por momentos acechante de la púber confluyen en el título Los tiburones. “Lo tuyo es mar afuera” diría Rubén Blades de esta criatura que también pega dentelladas a ciegas. Sin querer o por naturaleza, Rosina ensaya tarascones contra los sujetos que por algún motivo le parecen una presa. No es maldad, sino pura adolescencia. Garibaldi consigue retratar, además de un personaje, una edad o una instancia en el proceso madurativo de todo ser humano. Lo hace desde una perspectiva femenina y feminista, y con un sentido del humor fino (para botón de muestra, vale citar el diálogo circunstancial que la protagonista mantienen con un pescador). Seguro sin proponérselo, la realizadora desbarata el mito de las sirenas predestinadas a seducir a los marineros y a suicidarse cuando fracasan. De hecho, Rosina se ubica en las antípodas de estas ninfas marinas imaginadas en los albores del patriarcado. Las pinceladas de Garibaldi son justas, sin excesos verbales ni visuales. Por otra parte, la directora convocó a un elenco impecable, donde se destacan los integrantes más jóvenes: Romina Bentancur, a cargo del rol protagónico, Federico Morosini y Antonella Aquistapache. Aunque se trata de una coproducción con Argentina y España, Los tiburones se instala en la memoria como un buen referente del cine uruguayo. A mediados de abril, cosechó tres merecidas distinciones en el 21° BAFICI: el premio especial del jurado de la competencia internacional de largometrajes, el premio de la Federación de Escuelas de Imagen y Sonido de Latinoamérica y una mención especial del Colectivo Argentino de Afichistas de Cine.
“Los tiburones”, de Lucía Garibaldi Por Jorge Bernárdez El futuro es mujer, anunció alguna vez el gran Marco Ferreri y el cine comienza a dar cuenta de ese vaticinio que es una realidad ya no solamente en el cine. Rosina (Romina Bentacur) tiene 14 años y vive en la ciudad uruguaya de Piriápolis todo el año, lo que significa que su existencia está signada por la diferencia de vida en la temporada de verano y por los trabajos temporarios, Cuando empieza la película Rosina se mete al mar y ve pasar cerca suyo una aleta de tiburón. Aparentemente ve al escualo y a su cría, para el pueblo esa presencia despierta temor y se ven frente al desafío de atrapar al tiburón para que su presencia no se vuelva un dato negativo para la temporada de verano. No es el depredador lo único que pasa en la vida de Rosina que está de mal humor, incómoda, no se reconoce en la hermana y su grupo de amigas, no la pasa bien salvo por lo que ocurre con su cuerpo frente a Joselo que despierta en ella inquietudes sexuales pero ese costado de su vida también es decepcionante. Todo fluye, todo es mostrado y no hay tema que no aparezca en este camino del crecimiento que la protagonista está transitando. La adolescencia es insoportable, solemos olvidarnos de eso cuando la vamos dejando atrás, pero Lucía Garibaldi (directora y guionista) lo tiene bien presente y se anima a poner en pantalla esa incomodidad y esa molestia sin idealizar nada, su historia se aprovecha de la naturaleza y la usa como un protagonista más. Estamos frente a una película representante del género coming of age que afronta todos los temas con un elenco sólido en el que brilla, además de la protagonista, nuestro compatriota Fabián Arenillas Los tiburoneses una producción uruguaya que llega a las pantallas del circuito comercial argentino luego de haber pasado por el BAFICI y por el Sundance, dos festivales donde recibió premios y menciones. Esperemos que pueda hacerse espacio y encuentre su público en estos tiempos de películas-eventos que parecen copar todas las pantallas que se le ponen a tiro, Busquen esta película y escúchenla entre el ruido que tiene cosas para decir. LOS TIBURONES Los tiburones. Uruguay/Argentina/España, 2019. Guion, dirección:Lucía Garibaldi. Intérpretes: Romina Bentancur, Federico Morosini, Valeria Lois, Fabián Arenillas, Antonella Aquistapache, Bruno Pereyra, Jorge Portillo. Distribución: Compañía de Cine. Duración: 80 minutos.
La niña pez. No es para nada casual que la directora uruguaya Lucía Garibaldi haya sido galardonada por su trabajo de dirección por el Sundance porque si hay algo que hace brillar esta ópera prima de oscuridades en el alma es precisamente una meticulosa dirección de actores, manejo de puesta en escena impecable y austeridad a la hora de pensar en el a veces muy manoseado lenguaje audiovisual. Tampoco resiste la tentación pensar en tentáculos -para comenzar a hablar con términos marinos- entre Los tiburones y las primeras películas de Lucrecia Martel así como de Lucía Puenzo. Pero eso no significa para nada que Garibaldi no despliegue su propia mirada y estilo, inmejorable carta de presentación para una ópera prima. Vivir cerca del mar y en la costa implica por un lado sobrevivir de actividades como la pesca o de esas pequeñas actividades de economías familiares y chicas como la que atraviesa la familia de Rosina (Romina Betancur). Ella rivaliza con una hermana a la que además agredió físicamente y ese es el primer indicio que estamos frente a un personaje complejo que escapa del arquetipo de la oveja negra tan trillado en una dinámica familiar. Pero además Rosina siente especial atracción por Joselo, uno de los gurises que trabaja junto a otros muchachos para el padre de ella (Fabián Arenillas), mientras su madre se encarga de acomodar los números flacos del presupuesto familiar. La amenaza latente se encuentra en el mar al haberse detectado la presencia extraña de una aleta de tiburón, animales muertos en las orillas son suficientes alertas para que la comunidad recupere el mar pero más aún conserven su fuente laboral que va en contra de los intereses políticos que esgrimen la idea del turismo y minimizan el detalle del tiburón. Si bien la película transita en la ambigüedad que se corresponde al comportamiento errático de esta adolescente en pleno despertar sexual, la sutileza y el detalle habilita una mirada que escapa de la superficie para sumergirse en el ámbito de lo alegórico porque hay depredadores y víctimas de un sistema donde la exclusión es moneda corriente. Los tiburones del título no solamente están en el mar sino fuera y son tan peligrosos como las anécdotas de los relatos sobre las catástrofes asociadas a los ataques de este mal llamado depredador del mar. En Rosina convive la contradicción y esa empatía por lo distinto, dominada por un instinto de supremacía del deseo ante cualquier entorno que obstaculice su rumbo. A diferencia de muchos personajes fronterizos, ella tiene un rumbo, una dirección para alejarse de todos y no dejarse contaminar por un orden absolutamente caprichoso y cuestionable. Algo de niña pez esconde un segundo de inocencia hasta que los ojos se depositan en el objetivo y la cacería comienza sin medir el costo de la presa como el tiburón que bordea la orilla ante el descuido y muestra sus dientes.
Esta coproducción argentino-uruguaya, opera prima de Lucia Garibaldi, es un estreno que despierta un interés adicional por el éxito que ha cosechado en el circuito de festivales en donde se ha ido presentado previo a su estreno en nuestro país. “LOS TIBURONES” fue presentada en el Festival de Sundance, donde tuvo su première mundial y allí Garibaldi ganó el premio por su labor en Dirección en la sección World Cinema Competition, el Festival de Guadalajara, donde recibió el premio al mejor guion y a la mejor actuación (por el trabajo protagónico de Romina Betancur) y ha sido ganadora de la competencia internacional del Festival de Tolouse, Francia. Previo a su arribo a la cartelera porteña, ha formado parte de la Competencia Internacional del último BAFICI, en donde ha recibido el Premio Especial del Jurado. La figura central de la historia es Rosina, una adolescente de 14 años que vive en un pueblo costero uruguayo que, previo al inicio de la temporada veraniega, mientras nada en el mar, cree ver la aleta de un tiburón. Si bien todo el pueblo comienza a perturbarse por el rumor que se echa a correr con gran velocidad, “LOS TIBURONES” se despega rápidamente de cualquier punto de contacto con el clásico de Spielberg. Si bien existen en un segundo plano algunos movimientos de los pobladores aunando esfuerzos para que nada impida desarrollar la temporada en forma armoniosa, el foco de la narración está claramente puesto en Rosina, en su mundo interno, en la búsqueda de un lugar de pertenencia dentro de su propio entorno familiar y sobre todo, en el autodescubrimiento, en su despertar sexual y en la exploración del universo femenino. Garibaldi acompaña tanto desde el desarrollo de la historia en la escritura de su guion como desde el ojo inquieto de su cámara, cada uno de los pasos de Rosina. La vemos en su rol de hija (Valeria Lois y Fabián Arenillas tienen dos destacados papeles secundarios como sus padres), de hermana (tiene una fuerte pelea al inicio con su hermana mayor donde queda demostrado que es la menor, pero no la menos fuerte y temperamental), interactuando con la gente del pueblo y con sus amigos. Así es como nos vamos metiendo en su mundo interior y descubrimos la fuerte atracción que siente por Joselo, uno de los empleados de su padre –algo mayor que ella - que se dedica al mantenimiento de jardines, al que espía mientras trabaja y busca atraer de todas las maneras posibles. Así es como la presencia del tiburón va cobrando varios sentidos y, como espectador, ir encontrando varias lecturas. La presencia del peligro en el balneario y fuera de éste, es una de ellas. Pero la fuerte atracción física y esa “persecución” que Rosina emprende, merodeando alrededor de su presa (Joselo) dará un significado diferente, más ligado con lo animal, con lo instintivo, con una idea de depredador. Y cuando conectamos con la idea del depredador, también puede ser la forma brusca en la que Joselo se acerca sexualmente a ella, sin respetar espacios, de una forma distanciada pero violenta, sin dar espacio y sin entender lo que a ella le estaba sucediendo en ese momento. Es en esos momentos, donde la mirada de la cámara femenina de Garibaldi logra marcar una diferencia y narrar desde un lugar inusual, diferente, coqueteando con los elementos de una típica “coming of age” pero yendo mucho más allá, construyendo al personaje de Rosina desde el fondo y no desde una simple superficie. Construidos sólo mediante algunos detalles y prácticamente sin diálogos ni explicaciones innecesarias, narra perfectamente los encuentros -que terminan siendo desencuentros- y el abordaje completamente diferente del mundo sexual de cada uno de ellos, ante el desconcierto y el desconocimiento de Rosina, quien de todas formas sigue fuertemente inquieta por esa figura masculina que la atrae pero que al mismo tiempo parece no darle cabida, marcando siempre la diferencia entre su mundo de “niña” al de una mujer. En ese tránsito, en ese “limbo”, en esa despedida de la niña que fue pero al mismo tiempo construyendo su espacio de mujer que todavía no es, se marcan las diferencias en ciertas conversaciones que escucha en su grupo de amigas, en el rol que ocupa en su casa o en la permanente diferencia que se plantea con el mundo de su hermana mayor. Garibaldi va preparando con gestos, miradas, pequeñas señales, trabajando con suma sutileza, un tercer acto contundente para el cierre de “LOS TIBURONES”. Aquel en el que Rosina no se dará por vencida y seguirá a su presa hasta las últimas consecuencias. Mezcla de capricho, venganza, deseo e inevitable atracción, la construcción que hace la directora sobre su mundo es de una exquisita complejidad en donde aborda al personaje desde todas sus contradicciones pero dotándolo de una pureza y una pizca de ingenuidad que lo hace mucho más rico. “LOS TIBURONES” se nutre además de una belleza en su cuidada fotografía donde en esa inmensidad del mar, casi transparente, se van sumergiendo los deseos más oscuros de cada uno de sus personajes.
Buscando en la orilla Se asoma una aleta en el mar tras un incidente y con ello la película deja claro, al menos alegóricamente, de que irá. Podríamos usar el término depredadora, pero el desarrollo narrativo está muy lejos de estar encaminado hacia la subsistencia. Ortega y Gasset dicen que la caza es todo lo que se hace antes y después de la muerte del animal, y también que la muerte es imprescindible para que exista la cacería. Una definición que está más acorde a las acciones de la protagonista de Los Tiburones. En esta ocasión la presa sería un joven por el que parece sentirse atraída y por el que se rebelará ante su familia e incurrirá en acciones cuestionables, como secuestrar una perra propiedad del muchacho para que este no la pueda encontrar. Podríamos decir, por la edad adolescente de la protagonista, que todo esto es producto de un impulso hormonal típico de la edad, pero sus acciones son tan extremas y su expresión tan parca, que la identificación con el espectador se dificulta. A ver, un personaje puede ser moralmente cuestionable y aún así no lo juzgamos; Hitchcock consiguió dicha faena en Psicosis. Sin embargo, esa identificación no se consigue aquí y, sumado al poco desarrollo de los protagonistas aledaños, es lo que hace difícil seguirle el juego a ella y a la película como un todo.
Ganadora del Premio Especial del Jurado en la Competencia Internacional del último Bafici y del premio a la mejor Dirección en el Festival de Sundance 2019, Los tiburones se estrena precedida por un aura de prestigio capaz de generar expectativas desmedidas. Porque la opera prima de la uruguaya Lucía Garibaldi no es ni más ni menos que una sencilla historia de iniciación. La protagonista es Rosina (la debutante Romina Bentancur), una quinceañera que vive con sus padres, su hermanito y su también adolescente hermana en un pueblo de la costa atlántica uruguaya. Falta poco para el comienzo de la temporada estival y la supuesta presencia de tiburones en las aguas del balneario tiene en vilo a la comunidad local, que teme que los escualos espanten a los turistas y arruinen su principal fuente de ingresos. Uno de los varios elementos de esta historia que se prestan a una lectura alegórica. Esa inquietud externa coincide con la agitación interior de Rosina: pese a que su lenguaje corporal no expresa demasiado, su accionar indica que está dispuesta a hacer cualquier cosa por cumplir sus pulsiones, ya sean amorosas, vindicativas o meramente caprichosas. En pleno despertar sexual, el aguijón del deseo la lleva por caminos sinuosos hacia el objetivo: Joselo, un empleado de su padre que le lleva algunos años. Algún que otro diálogo tarantinesco (como uno acerca de la conveniencia de recurrir al alcohol para afrontar un tatuaje) y una descarnada escena de sexo, opuesta a las artificiales convenciones hollywoodenses, son los mojones que marcan el tono liviano pero cargado de empatía de Los tiburones. Si hay algo que logra la película es retratar la confusión y la sensación de soledad que suele reinar en la adolescencia. Ante la indiferencia de sus padres, demasiado ocupados en llegar a fin de mes, y la arquetípica rivalidad con su hermana mayor, Rosina trata de encontrar su lugar en un mundo que no parece prestarle la atención que necesita.
Tras los recientes premios recibidos en prestigiosos festivales como los de San Sebastián, Sundance, Guadalajara, Toulouse y Bafici, la ópera prima de esta joven guionista y directora uruguaya se ha convertido en una de las principales revelaciones del cine latinoamericano de los últimos meses. El film narra el derrotero de Rosina (Romina Bentancur), una chica de 14 años que vive con su familia (un poco disfuncional y en plena crisis económica) en un balneario que sufre la falta de agua y una presencia de tiburones no del todo confirmada que alerta a los integrantes de la comunidad. Mientras tanto, nuestra incansable heroína ayuda a su padre (Fabián Arenillas) en un microemprendimiento dedicado al mantenimiento de jardines y piscinas en el que uno de los empleados es Joselo (Federico Morosini), un muchacho algo más grande que ella que pronto se convertirá en su objeto de deseo y obsesión. Tragicomedia con algunos elementos clásicos del subgénero del coming-of-age, pero con una impronta y una cadencia bien uruguayas, Los tiburones está narrada con sensibilidad y encanto en su mirada al deseo y el despertar sexual, las diferencias generacionales y la incomodidad, el desconcierto, la frustración y las pequeñas victorias íntimas de una adolescente que se siente sola, distinta e incomprendida en medio del siempre arduo camino en busca de la identidad.
Dado que esta coproducción uruguayo argentino-hispana recibió premios en festivales como Sundance, no debería esperarse nada en la tradición de Spielberg ni mucho menos Hemingway. Pero sí, hay tiburones, ya que en la escena de créditos se ve una aleta, y en algún momento aparecen lobos marinos medio devorados en una playa uruguaya, lo que preocupa a los botijas locales, que no sólo ven peligrar la inminente temporada turística. Y encima hace unos días, desde que empezaron a circular los avistamientos escuálicos, no pescan nada. Para complicar las cosas en la modesta comunidad oriental, tienen problemas de agua corriente, lo que se suma a ciertas tensiones familiares y personales de la protagonista adolescente. Lamentablemente no las tensiona tanto como para volver intensa a esta interesante pero demasiado leve historia de crecimiento y vago despertar sexual, entre otras cosas que por estar contadas de modo excesivamente sutil no logra enganchar del todo al espectador. Sin embargo “Los tiburones” está muy bien filmada, por lo que siempre hay algo para ver. Ademas las actuaciones son más que razonablemente aceptables, igual que los diálogos bastante creíbles. Lo que es destacable es el score musical retro pop bien al estilo Giorgio Moroder a cargo de Fabrizio Rossi y Miguel Recalde.
Es la opera prima de la guionista y directora uruguaya Lucía Garibaldi, una coproducción con nuestro país y España. Ganadora en Sundance como mejor directora y con una mención especial del jurado en el ultimo BAFICI, la película presenta a una protagonista, seria, parca, que se maneja como una depredadora cuando sus hormonas guían el deseo y sus impulsos no obtienen la reciprocidad esperada. Es una chica rebelde que no duda en poner en práctica sus ideas extremas con la naturalidad de una psicópata, pero con una elemental cuasi inocencia, propia de una adolescente en su despertar sexual con sus instintos de posesión y celos. Como si fuera un tiburón. Igualito al que aparentemente aparece en una playa tranquila para amenazar la temporada de verano de un pueblito de la costa uruguaya. Una chica peligrosa en el entorno de una familia tranquila, previsible, llena de lugares comunes, que no advierte nada de su mundo interior. Muy bien filmada, con una protagonista magnética, Romina Betancur, que cumple sus acciones con una precisión escalofriante.
Distintas formas de la adolescencia Premiada en los festivales de Sundance, Toulouse y Bafici, este sutil relato de iniciación se asienta en una playa uruguaya, fuera de temporada turística. Una película sobria, firme, que siempre parece tener claro lo que quiere y lo que no. “Estoy todo transpirado”, le dice Joselo, que estuvo trabajando al sol, a Rosina. “Debo tener un olor horrible. ¿Te molesta?” Por la forma en que la mira parece estar preguntándole si le gusta. “No, está bien”, atina a murmurar ella como quien no dice nada, avergonzada y desviando la vista. Joselo vuelve a atraer esa mirada hacia sí, al mostrarle lo abultado que tiene el short. Le ofrece una cita para más tarde y Rosina acepta. Más allá de sus diferencias de género, Rosina y Joselo representan dos formas de la adolescencia, que tal vez sean hijas de la edad. O más precisamente de la experiencia vivida. Joselo ya la vivió, Rosina todavía no. Quizá por eso no esté cómoda en casa de sus padres, con su hermana mayor o con los varones, en general. Como si todos ellos fueran potenciales tiburones, como los que se comenta que merodean cerca de la costa. Premiada en los festivales de Sundance, Toulouse y Bafici, la ópera prima de la realizadora uruguaya Lucía Garibaldi se asienta en una playa uruguaya, fuera de temporada turística. Aunque teniendo en cuenta el calor de Joselo, puede ser que sea temporada y simplemente no haya turistas por allí. Rosina (Romina Bentancur) vive junto a sus padres (los argentinos Fabián Arenillas y Valeria Lois), su hermana mayor (Antonella Aquistapache) y hermano menor (Bruno Pereira). El padre se dedica, ayudado por un grupo de trabajadores, a la tala de árboles. La mamá es depiladora. La hermana mayor parece tener la experiencia sexual que ella todavía no y el hermano menor jode, como todo hermano menor. Con tiempo libre y seguramente en época de receso escolar, Rosina hace un poco de ayudante de los padres, lo cual parece aumentar la sensación de vacío. Uno de esos días en que va a ayudar al padre (no a talar árboles) conoce a Joselo (Federico Morosini), y la atracción es instantánea. Pero la invitación de él a masturbarse juntos es un poco mucho o un poco pronto para ella y habrá un rechazo, un despecho y distintas formas de venganza. Escrita por la propia Garibaldi, la película está centrada en la protagonista. La información sobre quienes la rodean es apenas la que surge de las propias acciones. Por lo cual está más claro, por ejemplo, a qué se dedica la mamá (Rosina pasa más tiempo con ella) que el papá. Podría decirse que el de Los tiburones es un relato conductista: todo a lo que se asiste es a las conductas de los personajes. No hay ninguna clase de introspección, salvo la que transmiten las miradas: la atracción de Rosina, el rechazo de Joselo. La mirada de la hermana está emparchada, porque hubo alguna escaramuza previa al comienzo de la película y tuvieron que darle cinco puntos. Como muchos adolescentes, Rosina tiene algo de robot desgarbado al caminar. Los brazos rígidos al costado del cuerpo, la espalda encorvada, el rostro algo ladeado, para evitar miradas incómodas. Sus formas de venganza son locas, excesivas: no está en edad de moderación. La mirada de Garibaldi podría definirse como “empatía analítica”: el relato está del lado de la protagonista y el punto de vista también, pero la cámara la observa desde una cierta distancia, como si quisiera reservarse la opinión. Hay un humor “a la Rejtman”, indirecto, disimulado, asordinado. La charla sobre fisiología sexual femenina con el hermanito en la mesa, la de las amigas de la hermana en la playa, mucho más “de vestuario” (“¿ustedes qué sienten después de una chupada de tetas?”), la mamá que por teléfono, para darse corte con una cliente, dice “C’est moi”. El intento de formar un grupo que salga a cazar tiburones por parte de los pobladores del lugar, no sea cosa que se les arruine la temporada turística, podría ser por un lado una alusión (inesperada) a Tiburón. Por otro, una posible advertencia sobre gérmenes macho-combativos, incluso en parajes mínimos como ése. El elenco combina actores profesionales (Arenillas & Lois) con otros que no lo son, cuestión de agudizar la ilusión de realidad. Producto de esta voluntad, tanto la de Romina Bentancur como la de Federico Morosini son de esas actuaciones que no se sienten como tales. Ella, sobre todo, parece el personaje. Como si entre Rosina y Romina no hubiera ni una letra de diferencia. Un final que recuerda a un famoso comercial de los años 70, que hacía uso del feminismo light de la época para vender unos cigarrillos muy finitos (“Has recorrido, muchacha…”) no parece el más afortunado para una película sobria, firme, que siempre parece tener claro lo que quiere y lo que no.
Es en la costa uruguaya. Ahí está la familia de Rosina. Gente común, trabajadora, que intenta salir adelante luego de algunos golpes económicos. Una casa modesta, en la costa y paradójicamente con problemas de agua. Y más paradójicamente, el padre de Rosina abastece de agua a las piletas de las lindas casas de fin de semana del lugar. Ahora parece haberse sumado otro problema: algunos dicen que en la costa aparecieron tiburones y que eso va a traer problemas. La intendencia no quiere que el asunto, real o no, se difunda, por la gente, por los turistas que contribuyen a la economía. A Rosina, la más chica de la familia, parece que nada le importa. Ni lo que hacen los padres, ni el hecho de que tenga que ayudar en el trabajo acompañando al viejo y los empleados del viejo, o preocupándose de los exámenes de su hermana. Quién sabe si la preadolescencia viene así. Pero su actitud callada, solapada si se quiere, preanuncia problemas. Problemas como los que pasaron cuando se agarró con su hermana y la dejó con un ojo en compota, ahora vendado. La historia se cuenta casi coloquialmente, con poco diálogo, lo justo, lo necesario. Todo es un ir y venir de la camioneta que va a las casas lindas, con el padre y los empleados y Rosina, un quedarse en la casa sin agua en la que la madre intenta la venta telefónica o el servicio de depilación como nuevas posibilidades económicas. Todo pinta tranquilo hasta que aparece el más joven de los empleados, Joselo, ese en el que Rosina detiene la mirada. LA PLAYA DE FONDO Película de miradas sesgadas, de situaciones vistas casi con la cabeza gacha, porque Rosina parece ocultar las reacciones, el cuerpo. Todo parece girar entre las idas y venidas con playa de fondo o algún galpón en el camino, o las charlas de las chicas del lugar con sus amores iniciales o finales contados delante de la chica de doce años, trece quizás, esa chica que no se arregla, que se viste así nomás y casi no se peina. Hasta que la cámara la descubre lavándose casi cuidadosamente, peinándose, depilándose. Y ese Joselo, más grande, se fija en ella. Pero se fija como en un bicho nuevo que aparece en la camioneta. Afuera hay sonidos de caos. Parece que los tiburones pueden ser verdad. Y Rosina, como el tiburón, sigue el ritmo de lo que quizás no sabe que es el deseo. Habrá algún encuentro en el que no sabrá qué hacer y en el que él sabrá que ella no sabe y no le interesará más el juego. Y Rosina, como el tiburón hembra dudará, se cubrirá de rabia y accionará, puro instinto y hasta con una sonrisa infantil como remate. Una directora interesante, capaz de crear atmósferas, definir situaciones sin explicarlas, con capacidad de síntesis y finales de navaja escondida. Sin lugar a dudas, Lucía Garibaldi es una directora como su apellido, contundente y sólida. Habrá que seguir su trayectoria.
Rosina, la protagonista de Los tiburones vive en un balneario junto a su familia. Ella dice haber visto tiburones y a lo largo de la película hay una preocupación de todo el pueblo por la posibilidad de que sea algo más que una sospecha. Los conflictos familiares, en particular con su hermana, hacen que la tranquilidad del lugar no sea tal. La falta del agua potencia los problemas. Rosina comienza a ayudar a su padre en trabajos de jardinería, junto con otros tres jóvenes. Con uno de ellos empezará una tensión y habrá un acercamiento. Los tiburones del título aluden, tal vez, al comportamiento de los personajes. Sin subrayarlo, pero con claridad, ambas cosas irán creciendo durante la película. Una carismática protagonista y un elenco sólido le permiten a la directora crear drama sin excesos y humor con sutilezas. Es mérito de la realizadora Lucía Garibaldi, sin embargo, que la película consiga un tono exacto, sin estridencias y sin embargo con interés.
Premiada en Sundance (mejor directora), llegó este año al BAFICI la cinta uruguaya, “Los tiburones”, la ópera prima de Lucía Garibaldi, que ganó el Premio especial del Jurado y estuvo presente en la competencia internacional. Toda una pequeña sorpresa que viene pisando fuerte a lo largo del mundo. En “Los tiburones”, seguimos a Rosina, una joven de 14 años que pasa las vacaciones con su familia en un pueblo. La monotonía del lugar se rompe cuando se detecta la presencia de un tiburón. Esto pone en alerta a la comunidad local. Pero para Rosina nada de eso parece afectarle. Un día conoce a Joselo, -su compañero de trabajo-, y comienza a aflorar una fuerte atracción. El coming-of-age es una de las temáticas que más apasiona al cine actual. Se puede decir que nunca se rodaron en tanta cantidad films sobre el crecimiento como ahora. “Los tiburones” va por ese lado, aunque a la directora Lucía Garibaldi le interesa más trabajar el viaje de introspección de esta adolescente, que el recaer en un pozo dramático efectista. Hay buenos momentos de humor y una muy linda sensibilidad a la hora de trazar el personaje de la protagonista Rosina, muy bien interpretada por Antonella Aquistapache. Es un registro absolutamente intimista y sutil sobre el no-pertenecer, la llegada de la adolescencia y las primeras pasiones. De narrativa económica, “Los tiburones” es un film bien construido que se propone capturar la textura de las pieles, y que posee una fotografía bellísima que se reluce en algunos planos por el uso de la cámara lenta. Se sabe desde el comienzo que la presencia del tiburón no traerá consigo ningún peso narrativo más que el de exponer la indiferencia de la protagonista, y el revuelo que se genera en un pueblo plagado de monotonía. En ese sentido también es bastante interesante ver como Lucía Garibaldi se propone diferentes líneas que van más allá de la mera introspección. Evidentemente Lucía Garibaldi no quiere caer en mayores artificios y opta por el naturalismo de la trama, pero se hubiera agradecido algo que cambie un poco ese esquema demasiado plano que no tiene grandes variantes a lo largo de sus 80 minutos. De todas formas, es un correcto debut.
La presencia de tiburones en una playa tranquila como la uruguaya Piriápolis, inquieta. Tanto a los residentes de ese pueblo, como a los turistas que suelen veranar allí. Bajo esa extraña e incómoda sensación de intranquilidad se describe la película protagonizada por una chica de 14 años, Rosina (Romina Bentancur), que vive con su familia en una humilde casa que, como tantas otras de la zona, padecen la falta de agua potable y tienen que juntar en bidones agua de mar. Joaquín (Fabián Arenillas), el padre de la adolescente, es un jardinero que atiende a clientes adinerados con buenas y grandes viviendas. De vez en cuando, la lleva a trabajar con él, junto a otros empleados que tiene a cargo, entre ellos Joselo (Federico Morosini). Ella se sentirá atraída inmediatamente por el muchacho, que es mayor de edad. Lucía Garibaldi dirige su ópera prima, una coproducción entre Uruguay, Argentina y España, en la que parece que no sucede nada importante, pero la transformación va ocurriendo dentro de Rosina, que siempre se la ve apática, ensimismada, seria. Habla con un tono monocorde, jamás se le escapa una sonrisa. Sus únicos intereses son el tiburón, que dice haber visto en la playa, y Joselo qué, al comienzo, le corresponde, pero luego él se aleja, quiere mantener una prudente distancia. Pese a ser una coproducción, la austeridad está a la orden del día. Sólo se filmó en el interior de la casa familiar y dentro de la camioneta que utilizan para llevar las herramientas de trabajo. El paisaje, fuera de temporada vacacional, ayuda a contar el film con un ritmo lento. Los silencios, las acciones, y alguna que otra cámara lenta, colaboran en mantener uniforme el estilo narrativo. Lo importante aquí, lo trascendental, no es la historia que rodea a la chica, sino lo que le sucede a ella internamente, el despertar sexual, la atracción por el otro, y el no ser aceptada como deseaba. El ser humano, ante estos casos, puede actuar de diferente manera. Cada uno sabrá, según su personalidad, como resolver la situación, si resignándose o reaccionando de un modo inesperado. Rosina, frente a este dilema, deberá tomar una decisión fundamental, que seguramente le hará mella en su alma.
El primer plano de esta película hecha por la directora uruguaya Lucia Garibaldi nos presenta a su personaje principal Rosina (Romina Bentacour) corriendo y mirando hacia atrás, como si alguien la persiguiera, a la vez que rompe la cuarta pared y convierte al espectador en cómplice de la vida que lleva. Luego de eso será la única testigo del avistamiento de un tiburón en la playa (visualmente esplendida gracias a la fotografía de Germán Nocella). La vida de Rosina es como la de cualquier adolescente pero hay algo en ella diferente, a pesar de su mirada indiferente sus acciones hablan. Ella quiere escapar de ese mundo donde vive. Consigue un trabajo donde predominan hombres, no soporta a su hermana y ve a su madre (y así su directora) como una inútil que no entiende lo básico de tecnología, el padre casi ausente apenas sirve como alguien que la transporte de aquí para allá. Todo esto genera en ella la necesidad de crear sus propias aventuras y emocionarse con cosas que a otros asustan como los tiburones. Muchas de estas aventuras rozan lo siniestro, como el secuestrar el perro del chico que le gusta o hacerle llamadas constantes y aterradoras. Si no fuera por algunas situaciones cómicas o porque Garibaldi no cae en el cine de género, podría decirse que se trata del comienzo de una potencial psicópata. Es eso lo que también aleja un poco y la vez atrae del personaje principal. Esa indiferencia hacia el mundo que la rodea, convincentemente retratado por Bentacour, puede expulsar al espectador o generar rechazos por sus acciones. Pero por otro lado sus acciones están justificados por ese entorno que la rodea. No es de extrañar que en varios planos generales se la vea a ella caminando sola. Esa primera escena que relate del comienzo, también puede verse como una forma de llamar la atención de la directora. Su protagonista maneja los hilos de todo lo que ocurre y logra su objetivo. No se me ocurre mejor metáfora sobre el papel de un director que esa escena en la que expone todo lo que va a tratar esta película.
Glacial, impávida y maquiavélica es Rosina la protagonista de Los tiburones de la directora Lucía Garibaldi que transcurre en la costa marítima uruguaya. Adolescente de catorce años, trabaja con su padre que se dedica a mantener jardines y piletas de las casas de veraneo. Se enamora de uno de los peones con el que comparte las labores diarias, pero no es correspondida en la medida de sus deseos por su condición de menor. Distinta a las chicas de su edad, parece disfrutar de la supuesta presencia de un tiburón en las aguas del balneario, mientras que los locales ponen todos sus esfuerzos por darle caza y ahuyentar los rumores contraproducentes. La familia parece ajena a sus necesidades, la utilizan como una herramienta más como mano de obra o para solucionar inhabilidades de los adultos. Entre rutinas diarias, paseos en bicicleta y escapadas nocturnas, Rosina urde una serie de castigos sutiles, fríamente calculados para compensar su decepción amorosa. La tranquilidad pueblerina esconde detrás de caras angelicales historias oscuras en medio de un apacible paisaje de bosques, médanos y playas. Buen debut de la uruguaya Garibaldi
LA ADORABLE REVOLTOSA La directora uruguaya Lucía Garibaldi toma elementos del coming of age para revelar, en clave de comedia asordinada, el submundo sexual e implosivo de una adolescente autoconscientemente conflictiva. Rosina, la protagonista, habita junto a su familia una ciudad balnearia que padece la falta de agua y la amenaza que los tiburones generan contra la economía turística del lugar. Mientras, ayuda a su padre en un emprendimiento de cuidado de jardines y piletas. Decimos que el grado de conflicto que rodea a Rosina es autoconsciente, porque muchas veces son las propias situaciones que la joven genera las que terminan explotando en su entorno familiar y laboral. La incomodidad es una regla que Rosina cumple para movilizar lo que es, en apariencia, un tránsito bastante abúlico por un lugar que no ofrece demasiadas posibilidades. Y por lugar entendamos tanto lo geográfico como la adolescencia que le toca atravesar. Se podría pensar a Los tiburones como una película que funciona por acumulación. Si durante los primeros minutos el tránsito de Rosina se vuelve un tanto confuso, y con ella el de la película, el constante trato con sus familiares y quienes la rodean hace que comprendamos mejor el tono que Garibaldi le imprime al relato. Que es básicamente un drama, con una superficie en la que se refleja mucho del cine latinoamericano que retrata las complejidades de la adolescencia, pero que deja asomar el serpenteo de la comedia viperina así como los tiburones dejan ver sus aletas entre las olas. El humor surge en algunos diálogos y situaciones, donde la desfachatez de la adolescencia queda expuesta sin ningún adorno ni impostura indie, pero además en las acciones que va generando Rosina con un espíritu bastante revoltoso. Si bien se observa la presencia de un entorno machista (especialmente en el grupo de hombres que trabajan con la protagonista) y cómo eso condiciona la experiencia de una adolescente, a Garibaldi parece preocuparle menos la representación de lo genérico que la de cualidades personales que se corren de lo correcto. Por eso que la de los tiburones (amenaza que sólo Rosina parece ver en el pueblo costero) es decididamente la metáfora que mejor funciona en un film que no duda en ser directo cuando debe serlo, como en cierta escena de sexo. Claro que la acumulación en Los tiburones va generando expectativas que la película termina por concretar recién en la última escena. Que es estupenda y precisa, pero que también revela otras posibilidades que la película nunca se preocupa por explotar. Rosina acciona en función de algo que le pasó. Su “revancha” es particular y disfrutable, y ese último plano con ella caminando y saboreando su triunfo nos deja en compañía de un personaje formidable e imprevisible, al que la película no le termina de hacer la total justicia que se merece.
Olor a sangre Ópera prima de Lucía Garibaldi, Los tiburones es el pormenorizado retrato de una adolescente que experimenta acechando al prójimo. Como los segundos iniciales de Tiburón, la primera película taquillera de Steven Spielberg, Los tiburones comienza con una chica, Rosina (Romina Betancur), corriendo por la playa mientras se quita la ropa hasta internarse en el mar. Pero en la ópera prima de Lucía Garibaldi no acecha en el relato la música ominosa de John Williams que anuncia el inminente ataque del tiburón a la solitaria nadadora. Rosina ve una aleta dorsal asomar y sumergirse, pero es ella la de los dientes más filosos. La adolescente de catorce años escapa de su padre (Fabián Arenillas) tras atacar a su hermana Mariana, a quien le lastimó un ojo y tuvieron que coserle 5 puntos. Por eso Rosina se presenta a la cámara de espaldas y con un sweater gris. El mismo color del tiburón que cree ver entre las olas mansas. Una metáfora que poco a poco se materializará en acciones inquietantes que desconcertarían hasta al propio Matt Hooper. Ganadora como mejor directora en el Festival de Sundance con solo 32 años, la uruguaya Lucía Garibaldi reemplaza las playas de Amity Island de la setentosa Tiburón por la arena de Piriápolis. A partir del alerta de Rosina, quien asegura haber visto un tiburón, todo el pueblo encontrará un tema en común, entre pescadores, habitantes y turistas. Una amenaza que crece cuando el cadáver de un animal es arrastrado por el mar hasta la orilla. Ese día Rosina elige a su segunda presa: Joselo, un empleado de su padre, quien trabaja junto a dos hombres podando jardines y limpiando piletas. La primera vez que lo descubre como una posible víctima lo ve a través del vidrio empañado de una enorme ventana, dando la sensación de que el joven, unos años mayor que ella, es un pez globo dentro de una gran pecera, como esos acuarios subterráneos. Pero la confirmación de ese deseo se consolida cuando lo tiene cerca, sin remera, y el sol le permite contar, uno por uno, los vellos rubios que brillan desde su nuca hasta la mitad de su espalda. Rosina lo huele, memoriza el olor de la arena pegada a la piel de Joselo. Los perfumes son primordiales en este drama incómodo: el olor penetrante del cloro, el aroma fresco a césped recién cortado, el perfume artificial de la cera caliente. Mientras tanto, el grupo de personas que rodea al animal muerto le pregunta a un pescador cómo se caza un tiburón. “Con carne roja”, asegura, sin saber que hay un tiburón entre ellos planeando cómo atraer a su botín. Los tiburones están siempre en movimiento porque necesitan captar el oxígeno del agua a través de sus branquias. Si permanecen algunos minutos quietos, la falta de oxígeno podría matarlos. Deben moverse sin cesar, además, porque no tienen vejiga natatoria, si se quedan quietos se hunden. Rosina espeja ese mismo comportamiento y se traslada de aquí para allá: a pie, en bicicleta, en camioneta o nadando en el mar. Por eso el título de la película, Los tiburones, es en plural: hay un tiburón en el agua y otro que ataca en tierra. En los pocos momentos donde se detiene lo hace para observar y estudiar aquello que la rodea. Escucha conversaciones y las utiliza a su favor. A diferencia de otros carnívoros, Rosina no se mueve en manada. Actúa sola y casi no habla. Y cuando se anima a hablar los demás no comprenden lo que dice. “Hablás para adentro”, le recrimina un pescador. Rosina vive fuera del agua; sin embargo, la falta de ella es uno de los temas centrales de la película. Todos los días, junto a su padre llena bidones de agua de mar porque el calefón de la casa funciona mal. El agua está presente en cada charla: los platos con restos de mayonesa que no se pudieron lavar, los cortos tiempos en los que pueden usar la ducha, los pies sucios que deben limpiarse en la pileta del baño. Lucía Garibaldi es una directora debutante obsesiva que juega de manera inteligente con el peso de las palabras elegidas, el diseño de los planos y los objetos que componen cada escena. Nada se cuela en un cuadro por azar. Cada secuencia tiene su valor simbólico. Joselo utiliza la bordeadora de césped, y a través de la ventana que mira Rosina él se refleja como una silueta fálica. El sonido de la máquina que se desliza por el pasto funciona como el motor de un animal acuático. Los tiburones es una película que calcula cada mínima acción, al igual que la protagonista, un bicho que contempla y nos invita a contemplarla a través de la impactante actuación de esta hipnótica nueva actriz. Sería vago, y también errado, hablar de Los tiburones como un coming of age. No hay en esta película, que ganó el Premio Especial del Jurado en el último Bafici y el premio por mejor dirección en el Festival de Cine de América Latina de Toulouse, un pasaje de una etapa a otra. Ingresamos en este relato de manera violenta, con el primer ataque de Rosina ya ocurrido. Los tiburones es el retrato de un momento de una adolescente que experimenta inquietar al prójimo (y al espectador). Ser la amenaza. Actuar a partir de su conducta depredadora. No hay un objetivo preciso que alcanzar, ni una posta a la que llegar. La protagonista se comporta como un carnívoro hambriento, pero lo que menos le interesa es la comida. Y menos que menos si son huevos porque dice que es un asco “comer óvulos”. Rosina no quiere cambiar: cuando su madre quiere depilarla porque dice que parece un macho con tantos pelos en las piernas y en sus axilas la protagonista se niega. La oportunidad de tener sexo con el chico que le gusta, Joselo, la evita, eligiendo mirarlo mientras se masturba. La progresión reside en que Rosina se va conociendo más feroz a medida que crece, más que el deseo, la curiosidad. Poco a poco deja de ser un pequeño tiburón a cuerda para plantarse como un sharknado que, por fantaseoso e inexistente, desconocemos cómo se puede comportar. Ese es el secreto de Lucía Garibaldi para mantenernos en vilo sin necesidad de la música de Williams: Los tiburones es un relato impredecible donde se habla de sangre de una escena a otra, sea por una herida o por la menstruación, como un aviso permanente de lo que puede ocurrir en un cambio de plano. Rosina desliza el hilo dental entre diente y diente y escupe un poco de sangre en la pileta. Es la advertencia de que mañana esa sangre pegada a su mandíbula puede ser de otro. Flota en ese clima ventoso una tensión constante de que algo puede suceder en cualquier momento. El ataque de un tiburón, el beso esperado entre Rosina y Joselo o que finalmente un pescador atrape un pescado grande. Tal vez el enorme tiburón blanco que ansiaba cazar Quint en las playas de Amity Island. El mayor encanto de Los tiburones es que no estamos seguros de nada. Esa posibilidad que nos brinda la adolescencia de probar identidades como si fueran vestidos. No podemos saber con exactitud por qué Rosina actúa de esa manera, y la gracia de esta sorprendente ópera prima es que los motivos le quedan chicos a la grandeza de cada misteriosa acción. Rosina está buscando sus límites, y los límites de los demás. Sintiéndose fuerte cuando consigue mover a las personas a partir de sus estrategias, sea con una perra preñada secuestrada o por sembrar el terror a partir de un relato. Compartiendo solo con nosotros, los espectadores, el secreto de que el tiburón más peligroso fue, es y seguirá siendo ella.
Visitas inesperadas. Crítica a “Los tiburones”, de Lucía Garibaldi. La ópera prima de Lucía Garibaldi constituye el primer film uruguayo en participar del Festival Sundance donde obtuvo el reconocimiento a la mejor dirección. Además, la película fue considerada la mejor en la competencia del Festival Cinélatino de Toulouse. Por Juan Páez Los tiburones (2019) es el primer largometraje de Lucía Garibaldi, del cual es guionista y directora. El film narra la historia de un tranquilo pueblo vacacional que sufre la llegada de tiburones a sus playas, o por lo menos eso es lo que se rumorea. La posibilidad de su sola presencia inquieta a los vecinos quienes se organizan para erradicarlos de sus aguas. Es sabido que los tiburones se caracterizan por ser grandes depredadores. En este trabajo, Garibaldi toma esta premisa para construir con ella el carácter de su protagonista. Rosina es una adolecente tranquila, algo introspectiva, morosa en sus movimientos, pero a la vez es decidida, rebelde y ágil. Desde esta perspectiva, resulta interesante observar cómo se logra una identificación entre la protagonista y los tiburones. El film se inicia con un plano picado que acompaña a la adolescente mientras escapa de su padre quien la persigue. Su respiración agitada ambienta esta primera escena. Luego de correr por el asfalto frente a un cielo abiertamente azul, Rosina llega a la playa y se dirige al mar como si el agua realmente lograra calmarla. Esta persecución padre-hija anticipa indudablemente la cacería de los tiburones que los vecinos emprenderán, tras conocer la noticia de su posible presencia en las playas. De esta manera se establece una analogía interesante entre la figura femenina y los tiburones ya que ambos constituyen un desvío de la norma y un alejarse de lo que debería ser. Por un lado, tenemos la presencia de los tiburones que crea una atmósfera de nerviosismo en los vecinos, quienes saben que estas criaturas marinas no deberían estar allí, puesto que constituyen una amenaza no solo a la vida humana sino también un daño económico irremediable. Por eso resulta crucial alejarlos, extinguirlos de las playas, porque si la noticia circula y se expande el turismo se vería claramente damnificado. Por su parte, la protagonista atraviesa la cinta quebrando los mandatos. Rosina no debería comportarse con la frialdad con que lo hace, sin embargo, decide y ataca, tal como lo haría un tiburón. Así, por ejemplo, secuestra a Ramona, la perra que pertenece a Joselo, el chico que le gusta, sólo porque este no se comportó bien con ella. Comportamientos como este dan cuenta de la manera en que Rosina merodea a su presa, cada accionar es un mordisco que deja huellas. En este sentido, se produce un desplazamiento en tanto pasa de ser la presa de una cacería (padre-hija) a ser la depredadora: ve en Joselo como una presa, lo mira, lo estudia y arremete. Sin embargo, el punto más claro respecto a esta identificación que se logra entre el personaje y los tiburones, se evidencia en la escena en que ella se cepilla los dientes. No solo porque al hacerlo escupe sangre como consecuencia del uso del hilo dental, sino que además expone su boca abierta como si se tratara de un tiburón mostrando las fauces. Su rostro fragmentando en el espejo levemente inclinado evoca la mordedura. En cuanto a los planos, en la película, los primerísimos planos permiten mostrar la expresividad de los personajes, incluso, por momentos, posibilitan una cuota de humor como sucede cuando los compañeros de trabajo de Rosina juegan con los expulsores de aire desfigurando sus rostros, recurso propio de las caricaturas. Asimismo, encontramos planos generales que permiten disfrutar de los escenarios naturales en que fue rodado el largometraje: playas, arenas y atardeceres paradisíacos. En suma, este trabajo propone una identificación constante entre el modo que tienen de comportarse los tiburones y el modo que tiene de ser la protagonista. Si bien la presencia de estos depredadores no pasa del plano discursivo del rumor, las características de su comportamiento definen las acciones de Rosina. En este sentido, la película ahonda en las aguas instintivas de la adolescente, descubriendo su propia interioridad: su carácter decisivo para actuar guiada por el intuición.
Con el ánimo a punto de estallar Premiada en Sundance y Bafici, la ópera prima de la uruguaya centra su atención en una adolescente taciturna y su entorno lleno de hipocresía. Una chica corre, alguien la sigue. Escapa, le gritan. No es nada desesperado sino desconcertante. Si esta chica, Rosina, corre de espaldas, habrá que tenerlo presente cuando el film concluya, con ella ahora de frente. Algo cambiará, a pesar de todo. Es decir, aun cuando las preguntas que la rodean y persiguen persistan, seguramente ella ya no sea más la misma. Adolescente, taciturna, sin rasgos faciales que delaten al menos algo de lo que siente, Rosina es creación dual entre la directora, Lucía Garibaldi, y Romina Bentancur, la joven actriz que la encarna. Una simbiosis entre ambas. Una carnada difícil de digerir, que se sabe áspera, con razones suficientes para mirar desconfiada cuanto le rodea. En este sentido, Los tiburones es un título manifiestamente ambiguo, también irónico. En algún momento, Rosina mira el mar y de él asoma lo que pareciera ser uno de estos peces. Pero uno. ¿Por qué, entonces, el plural? Desde ya, el tiburón es analogía suficiente para pensar en el peligro que circunda. Pero no sólo en el mar. Así, no tardarán en aparecer restos revueltos que evidencian -dicen- el ataque de algún escualo. Alrededor del mejunje gelatinoso, se nuclean las voces y los rostros de quienes enseguida se manifiestan de armas tomar. Hay que atacar al asunto de raíz. Para cuidar de la integridad, seguridad y demás cuestiones al uso, tan rápidamente esgrimidas por mentes semejantes. Rosina, de este modo, transita entre lo que cree haber visto y lo que ve. Entre lo que supone y lo que sabe. Adolescente, al fin y al cabo, es acusada por el padre con cierta parquedad: "¡La reventaste!", le dice en alusión a la hermana, quien tuvo que recibir cuidados médicos. Y le repite: "¡La reventaste!". ¿Qué pasó? No está demasiado claro pero no importa. Lo que quedan, en todo caso, son las huellas, las heridas, las cicatrices posibles. La película nunca se ocupa de remarcar o subrayar, sino de apelar a que las imágenes se yuxtapongan y se asocien. De este modo, la hermana de Rosina luce un parche que le tapa un ojo, un gesto estético que a la vez prepara a la madre, también atenta con la falta de dinero que persigue a la familia ("¡No le digan a nadie!", advierte a la familia). Su solución parece ser justa: la puesta en marcha de cremas y maquillajes que permitan el ingreso económico y palien, en parte, a ese ojo malherido. Vale destacar que nada de todo esto aparece manifiesto en la película sino, antes bien, surge desde la relación entre las imágenes, un atributo presente a lo largo de toda la película de Garibaldi, quien nunca se preocupa por remarcar o subrayar, sino, mejor, por apelar a las virtudes básicas y mejores: que las imágenes se yuxtapongan, que las asociaciones primen. Es de esta manera cómo la salivación de Rosina en el baño, mientras limpia con hilo sus dientes, no puede evitar su vínculo con la escena precedente, en la mesa familiar, en donde se cuela la menstruación como tema de conversación. El rojo, de hecho, surca a este balneario uruguayo, pero como color tapado, mentido, disfrazado. Es el rojo de la ira organizada entre los vecinos vigilantes, los de palabra suspicaz. Es la menstruación misma, como tema del que mejor no hablar ahora, que estamos comiendo. Es la herida de la que ha manado sangre, ahora disimulada. Es la promesa de alguna dentellada, que el mar oculta. Aunque no sólo el mar. Para atraerla, desde ya, hace falta la sangre misma. La galardonada Lucía Garibaldi. La atracción, justamente, es algo que preocupa a Rosina. Lo conocerá a Joselo, uno de los trabajadores de su padre, con quien busca cercanía. Algo entre los dos sucede, pero de modo bastante agrio, como si fuesen caricias frías. Será por ella, será por él. No hay necesidad de precisar demasiado. La mirada de Rosina indaga y encuentra la imagen de otra chica, tal vez se trate de quien le ha ganado la partida. A la vez, escucha diálogos sobre sexo, entre las amigas de la hermana golpeada, mientras fuman y confiesan sus gustos y placeres. Ella, incólume, bien brava, entre el deseo que le late intenso y la desaparición de una perrita embarazada a la que Joselo tanto quiere. Al respecto, ella toma una decisión, bastante retorcida o no. Intentar comprenderla no guarda demasiado interés, mejor descansar en lo creíble del asunto, en cómo la adolescente cuida de esa perra mientras chantajea de un modo anónimo y perverso al chico. Hay que recordar que el devenir de Rosina describe un arco que inicia y concluye, a la manera de un anverso y reverso. Como se decía, sobre le desenlace algo habrá cambiado. Y aun cuando su decisión última, la que la lleva a agarrar la carne cruda y sangrienta con las manos, no constituya más que un gesto tal vez explosivo, lo cierto es que allí se cifra una postura que lo excede y por eso la sitúa, a ella, de una manera distinta. Ya no se trata de alguien que escapa. Finalmente, destacar la construcción musical de la película, con irrupciones que así como acompañan la información que consignan los credits, también interrumpen y fragmentan el relato de una manera acorde al mundo algo descolocado, desajustado, de quien intenta el equilibrio propio. Una película de mirada desenfadada, que se deja llevar por la furia y sensibilidad de su personaje. Logra, así, una afección sincera, que evidentemente ha tenido su peso suficiente a la hora de las premiaciones, nada menores. Los tiburones, ópera prima de su directora, le ha significado el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Sundance; Premio Mejor Actriz, Mejor Guión y Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara; Premio Mejor Película en el Festival de Cine de América Latina de Toulouse; y Premio Especial del Jurado en la última edición de Bafici.
Después de ganar el premio a la mejor dirección en el Sundance Film Festival y tras su paso por la Competencia Internacional del 21 Bafici y obtener el Premio Especial del Jurado, se estrena Los tiburones de Lucía Garibaldi. Los tiburones es la ópera prima de Lucía Garibaldi, quien ya dirigió varios cortometrajes. La historia es la de Rosina, una chica de 14 años que una tarde cree haber visto una aleta de tiburón en el mar y eso altera la tranquilidad de muchos en la ciudad balnearia en la que vive. Lo del tiburón es más importante para los pobladores que para Rosina, quien tiene en la mente a su familia y al chico que le gusta, que no es más que un completo imbécil. La dirección de Los tiburones es impecable, así como las decisiones que tomó la directora a lo largo del film. Otro de los grandes aciertos es sin dudas Romina Bentancur. La actriz, que da vida a Rosina, compone un personaje maravilloso para esta historia. Quizás el mayor problema de Los tiburones sea el guion, técnicamente es prolija, sus actuaciones también lo son, pero el guion que acierta en no contar todo, falla en ciertos puntos que precisaban más detalle o resolución.