Una llanura tranquila El realizador argentino Benjamín Naishtat, responsable de los excelentes films El Movimiento (2015) e Historia del Miedo (2014), se adentra en su último opus, Rojo (2018), en las agitadas aguas de la década del setenta a través de una amalgama de géneros para crear una historia sobre las relaciones sociales en el interior del país en los meses previos al golpe cívico militar de 1976. Sin situar la acción en ninguna provincia específica de la Argentina, el film comienza a fines de 1975 para seguir el derrotero de un abogado del interior, Claudio Morán (Darío Grandinetti), que se ve involucrado en una investigación por la desaparición del hermano de una amiga de su esposa por parte de un mediático detective chileno a la vez que ayuda al marido de la misma amiga de su esposa a obtener ilegalmente el título de propiedad de una casa abandonada. Naishtat crea aquí un relato entre el melodrama y el thriller policial cargado de metáforas sobre la violencia que se vivía y la que se avecinaba en el país en una época de graves enfrentamientos políticos que marcaron con sangre toda la historia argentina. Al igual que en sus opus anteriores el director crea secuencias que funcionan como eje del relato. Las dos primeras escenas ya dan cuenta de todo el conflicto que se cierne sobre los protagonistas. En la primera se sitúa la acción en septiembre de 1975 y se puede observar a distintas personas saqueando impunemente -pero con parsimonia y sin sobresaltar a los vecinos- una hermosa casa en alguna ciudad del interior del país. En la segunda dos hombres discuten absurdamente en un restaurant sobre modales y cortesías en lo que deviene en un escándalo y un enfrentamiento callejero. Ambas escenas tienen una tensión extraordinaria y marcan lo que será un trabajo realmente palpitante. Distintas cuestiones como los secuestros seguidos de desapariciones, la intención de ocultamiento de las diferencias, la mentalidad de los grupos de tareas, los enfrentamientos entre la burguesía y todo lo que no representaba sus valores, la importancia de la fe católica para la derecha argentina y la relación con la cultura norteamericana surgen en el relato como elementos cotidianos en un manejo narrativo magistral por parte de Naishtat, ejemplificando todos estos asuntos a través de metáforas, alegorías, comentarios al pasar y diálogos casuales que indagan en el clima de violencia que se respiraba en Argentina. Al igual que en La Cinta Blanca (Das weiße Band, 2009), el realizador argentino intenta indagar en el huevo de la serpiente, o sea, en la matriz autoritaria y estafadora de una burguesía miserable que se alineó con lo peor de la milicia fascista ante la amenaza de la posibilidad de la distribución de la riqueza. Las actuaciones de todo el elenco son excelentes construyendo las distintas escenas que expresan momentos de la idiosincrasia de la época y del sentido común de carácter autoritario, violento, aprovechador e incluso indolente y desentendido, que tendrá posteriormente en frases como “algo habrán hecho” una verdadera definición de la cobardía nacional. Tanto Darío Grandinetti como Andrea Frigerio, Laura Grandinetti, Diego Cremonesi, Alberto Suárez, Susana Pampín y el ecléctico Alfredo Castro aportan grandes interpretaciones a la composición colectiva de esta semblanza perturbadora y feroz de nuestra historia. El trabajo de fotografía de Pedro Sotero, que ya había realizado una labor maravillosa en Aquarius (2016), el opus de Kleber Mendonça Filho, y el de Julieta Dolinsky en el diseño de producción, logran el objetivo de recrear la década del setenta con gran maestría, destacándose escenas como la del eclipse y muchas otras tomas muy importantes por su carácter metafórico, resaltando la importancia alegórica de la obra. Nuestro país aparece aquí como una tierra baldía, una llanura desértica a punto de colmarse de sangre y cadáveres. También se destaca la música de Vincent van Warmerdam, con sonidos disonantes y guitarras distorsionadas que expresan la angustia y la incertidumbre que sobrevuela un ambiente muy caldeado que desembocará en la peor dictadura cívico militar que el país haya conocido. Al igual que en La Larga Noche de Francisco Sanctis (2016), el film de Francisco Márquez y Andrea Testa, basado en la novela de Humberto Constantini, Rojo decide explorar a través del desasosiego la violencia que se manifiesta más allá de la política, o sea, en la cotidianeidad. Ya sea en la violencia contra el trabajador, la violencia discursiva, la humillación, la miseria burguesa, la mentira, el miedo e incluso la crueldad contra los animales, la película de Naishtat expresa la ignominia que se apoderó de la sociedad argentina en pleno estallido social para dar lugar a un mazazo mortal de autoritarismo genocida.
La historia argentina tiene momentos muy oscuros. Momentos que fueron muchas veces retratados en la cultura popular, ya sea en un libro, obra de teatro, cine o programas de televisión. El Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), o tal vez conocida como dictadura militar, fue llegar a lo más profundo del pozo negro. Pero los años previos también fueron oscuros y tensos. Aunque poco retratados. El escritor y director Benjamín Naishtat busca mostrar con su tercera película el preludio del horror. Una sociedad que callaba y era cómplice de lo que vendría. Un film dramático que muestra esta época tensa y poco vista en cine. En septiembre de 1975, un hombre extraño llega a una tranquila ciudad de provincia. En un restaurante, y sin motivos aparentes, comienza a agredir a Claudio, un reconocido abogado. La comunidad apoya al abogado y el extraño es expulsado del lugar. Más tarde, Claudio y su mujer, Susana, son interceptados por el hombre extraño, quien está determinado a cobrarse venganza. En el horizonte solo hay un camino sin retorno, de muerte, secretos, intrigas de poder y silencios. Naishtat, con una gran muñeca para dirigir y crear climas opresivos, retrata la violencia cotidiana en una ciudad del interior del país en los ’70. Época particular donde ya estaban en marcha los mecanismos de funcionamiento del aparato represor y los gérmenes del Golpe de Estado. Pero el film no se concentra en los vaivenes políticos, sino en el rol de la gente en todo este meollo. El director argentino transmite una atmósfera en donde puede pasar cualquier cosa y las personas muestran un grado de complicidad y una doble moral. Una mirada que elige no saber, aun sabiendo. Un guión preciso pero sin una bajada de línea enchastrosa. Con su brillante pluma, Naishtat nos ilustra con metáforas e imágenes todo lo que quiere decir. Pero para que una película tenga un gran reconocimiento mundial, como lo está teniendo, tiene que tener un reparto acorde y a la altura. Aquí brilla el maravilloso tridente: Darío Grandinetti, Andrea Frigerio y Alfredo Castro (inquietante actuación). Además, otro mérito del director es generar un producto que tenga vida afuera del país. Con un drama progresivo engancha a los que no están familiarizados con el tema e igual quedan compenetrados. Esto se vio en los premios que recibió en el Festival de San Sebastián: Mejor Dirección, Mejor Actor (Darío Grandinetti) y Mejor Fotografía. Toda la producción hacen una gran trabajo de ambientación, desde el vestuario hasta el maquillaje. Y el sonido llevado a cabo por guitarras distorsionadas generadoras de angustia. En una escena al pasar, el personaje de Frigerio, en medio de una reunión con amigos, se la ve tomando agua en una taza. Luego reconoce, que está obligada por el contexto a realizar lo que otros hacen. Esto sintetiza la obra de Naishtat y el aire que se respiraba en esa turbulenta época. Perturbadora, elegante y feroz. Mezcla de melodrama y thriller. Y por momentos provoca terror con aquello que está por venir, pero que nunca vemos en pantalla. Una de las mejores producciones argentinas del año.
Tiempos violentos Rojo, la nueva película nacional dirigida por Benjamín Neishtat, viene de ser premiada en el Festival de San Sebastián por: Mejor Dirección, Mejor Fotografía (Pedro Sotero) y Mejor Actuación (Darío Grandinetti). No es una sorpresa que sea una de las mejores entregas argentinas del año. Corre el año 1975, en “alguna provincia” de Argentina, antes del inicio de la Dictadura Militar. Claudio (Darío Grandinetti), un reconocido abogado del pueblo al que todos llaman “doctor”, se encuentra en un restaurante y vive una incómoda situación con una persona desconocida para los ciudadanos (Diego Cremonesi). Luego de un enfrentamiento verbal y físico, las cosas se descontrolan. La época que desea transmitir Naishtat está recreada a la perfección, no solo en la dirección de arte, sino en los diálogos, la psicología de los personajes, la fotografía, el sonido y el montaje. Todo está hecho como si realmente fuese un film de los ‘70, pero con mejor tecnología, claro. Tintes de Hitchcock en el armado de la historia, las situaciones dramáticas y la forma de manejar el suspenso. La forma de representar la violencia por poder de aquellos años es magnífica. Cómo todo un pueblo se mueve por orden de uno de sus pilares, callando lo que haya que callar. Las libertades que se toman los autoritarios en situación pre-dictadura y la forma de aprovecharse de su posición en la escala social hace que Rojo sea completamente verosímil ante tan oscuro pasado. El guion contiene el poder de mantener al espectador en la punta del asiento, con conocimientos sublimes del género. Y aunque en la línea narrativa principal sea consiso y literal, en la secundaria se convierte en poesía pura, allí conocemos a Paula (Laura Grandinetti), la hija de Claudio. Padre e hija Grandinetti, Andrea Frigerio y el detective (Alfredo Castro) están en la cresta de la ola. Fueron potenciadas sus capacidades actorales al máximo y se nota el laburo con la dirección ya que cumplen con sus papeles de la mejor manera posible.
En los años 70's, un exitoso abogado encuentra que su aparente perfecta vida se ve amenazada por un detective privado que comienza a indagar dentro de la misma.
Ficha técnica: Origen: Argentina, Brasil, Francia, Holanda y Alemania. Director: Benjamín Naishtat. Duración: 110 min. Año: 2018. Elenco: Dario Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Laura Grandinetti, Susana Pampin, Mara Bestelli y Rafael Federman. Estreno: 25 de octubre de 2018. Rojo, la tercera película dirigida por Benjamín Naishtat (Historia del miedo, El movimiento) inicia con una escena tan gloriosa como inquietante: es 1975 y un montón de personas se dedican a sacar muebles y poco a poco vacian una casa en un barrio de provincia. A continuación la acción se sitúa en un restaurant en el que el doctor Morán (Dario Grandinetti), famoso y respetadísimo abogado del pueblo, está esperando a su esposa pero esa espera desata la ira de un recién llegado comensal (Diego Cremonesi) que desea una mesa para comer pronto. Obviamente lo que comenzaba como una cena tanquila, termina en tragedia anunciada. Así, Naishtat nos introduce en el universo del caos, porque en Rojo todo luce calmo pero nada es lo que parece y en este pueblo chico, infierno grande, el conflicto está a la orden del día. Conjuntamente el Estado municipal es intervenido y el fantasma del más crudo Golpe de Estado en la historia de nuestro país, empieza a amenazar. En este sentido, si bien lo central en Rojo es una trama policial que involucra a un abogado, un hippie y un detective, la película trata mucho más que esas cuestiones: nos presenta diversas microhistorias marcadas por la mentira, la violencia, el abuso de poder y la codicia, a la vez que exhibe a una sociedad miserable y corrupta. Pero lejos de ser una película sobre la dictadura militar, aquí el enfoque de ese momento histórico está puesto en esos ciudadanos de a pie, en lo cotidiano, y tal vez es eso, lo que genera tanta incomodidad desde la mirada del director y desde la del espectador al ser testigo de esta paulatina fragmentación social. Rojo resulta un festival visual y narrativo que sin dudas será una de las películas más interesantes del año 2018, tanto por los temas que aborda, como por la forma de presentarse y la particular visión del director. Imperdible.
El procedimiento. Comienzos tan contundentes como el del tercer opus de Benjamin Naishtat reproducen una de las coordenadas invisibles que nos confronta con películas a las que no se les puede regalar indiferencia. Claro que todo se supedita al público y al contexto donde se produce el fenómeno cinematográfico, pero la perturbación llega en leves dosis como ya ocurriera en la interesante opera prima Historias de miedo. Al director de El movimiento le seduce la confrontación con la mirada del público aunque con armas nobles, sin arrogancia desde lo discursivo. Y la palabra “arrogancia” viene como anillo al dedo para transportarnos a la segunda secuencia de Rojo, en donde la tensión en pantalla es provocada por el cruce de dos personajes muy sintomáticos de lo que somos: el prepotente que pretende entrar a un restaurante y ocupar un espacio ya utilizado por otro que hace gala de su arrogancia cuando el enfrentamiento de violencia verbal desata algo más que una discusión o intercambio de pareceres sobre las reglas de la convivencia en un espacio público. En esa pequeña trifulca, se sintetiza el síntoma porque la enfermedad ya está presente en cada uno de esos comensales, en la complicidad de miradas y en la habitual hipocresía de la pre y post dictadura argentina. Entonces, al lograr la tensión y llevar al relato hacia los oscuros terrenos de la historia más reciente como una suerte de reflejo deteriorado del pasado con miras al futuro, el pequeño universo de un pueblo chico provincial en la antesala del golpe del ’76 nos sumerge en los abismos generados por la complicidad de ese parasitario “no te metás”. El rojo y su polisemia vivifican muchas lecturas sobre el pasado de la dictadura y el rol de la sociedad, no solamente de los poderosos de turno o las grandes instituciones incapaces de intervenir sin perder privilegios. Se sabe de los riesgos que se corren cuando se intenta abarcar demasiado apelando siempre a los recursos cinematográficos y a la poética del autor pero si la idea suma la mixtura de géneros como en este caso el policial, el thriller y hasta el western, se llega a buenas películas como ocurre con El ángel, de Luis Ortega por citar un caso reciente. Darío Grandinetti se luce en su papel de abogado cargado de ambición y culpa, Andrea Frigerio aporta otro personaje contenido e intenso a la vez y Diego Cremonesi acierta nuevamente en la elección de un personaje fugaz que quedará en la memoria como aquel que le tocara en el film Kriptonita.
El mal interno Pocas veces el cine argentino habló de la complicidad civil en la última dictadura militar -La larga noche de Francisco Sanctis (2016) es uno de los pocos ejemplos- con la claridad que lo hace Rojo (2018), la contundente tercera película de Benjamin Naishtat donde narra y describe con maestría el clima enrarecido previo a la intervención militar de 1976. En una de las secuencias más hipnóticas que ha dado el cine nacional, Claudio (Dario Grandinetti) discute con un hombre (Diego Cremonesi) en un restaurante. La discusión se transforma en pelea afuera del local y culmina con un intento de suicidio. Tres meses después aparece un detective (Alfredo Castro) preguntando por el hombre. El clima de violencia enrarecida se apodera de la escena en la Argentina de 1975. Rojo no sólo describe los oscuros comportamientos de los argentinos “qué sólo quieren trabajar y vivir en paz”, sino que utiliza el lenguaje cinematográfico de aquellos años para adentrarnos –como un viaje en el tiempo- en la espesa atmósfera que se respiraba entonces. Lentos movimientos de cámara, zoom, música de entonces y sonido mono, son algunos de los recursos que le dan una estética setentera a la película. Pero no se trata de un mero regodeo estético sino de situarnos en la experiencia de revivir esos tiempos que, lejos de generar nostalgia nos ponen los pelos de punta. Así sucede también con la prepotencia percibida en las relaciones sociales, las soluciones violentas a conflictos simples, y la frialdad e indiferencia para justificar una falta evidente de sensibilidad social en los “ciudadanos comunes”. Con estas actitudes se presenta una clase media oportunista, viendo cómo acomodarse a una inminente intervención de las juntas militares. Pero el tema excede la época y el lugar para resignificarse en la actualidad. Podemos entender la película como una fábula que abre múltiples sentidos -la variedad de metáforas desplegadas en el relato así lo demuestran– para poner en escena el fascismo arraigado en una cultura. La publicidad de Bonafide es uno de los ejemplos concretos. Por suerte Rojo no abusa de los diálogos sino que dispara todos estos temas desde una acción concreta: la pelea casual y la consecuencia cuasi criminal elegida por Claudio, el abogado que compone Dario Grandinetti. La trama policial estructura y la puesta sensorial expresa el río subterráneo que subyace el –aparentemente- normal funcionamiento de la sociedad. Benjamin Naishtat hace su mejor film a la fecha, con tan sólo 32 años y tres películas en su haber, propone una visión categórica sobre el estado de las cosas. Y lo hace demostrando un dominio perfecto del dispositivo cinematográfico combinando a la perfección argumento, propuesta estética y discurso audiovisual. De este modo el relato trasciende el lugar y la época, porque ya sea el clima previo a la dictadura militar o el neofascismo actual, los comportamientos hipócritas, violentos y deshumanos son los mismos y nos definen como sociedad.
Rojo: La violencia antes de la tormenta. Haciendo ruido en el circuito internacional de festivales llega un drama de época repleto de suspenso y las tensiones de una Argentina al borde de la dictadura. Lo nuevo del director Benjamín Naishtat (El Movimiento) llega hacia el final de un año ocupado y con varios puntos altos para el cine nacional. Afortunadamente lo hace con el envión de los premios que logró en el Festival de San Sebastian: el de Mejor Actor, Mejor Director y de Mejor Cinematografía para Pedro Sotero (Aquarius, Gabriel y la Montaña). Pero más allá de los galardones, lo que envuelve a Rojo es el ruido de la crítica, nacional e internacional, que no parece cansarse de alabarla. La pregunta que definitivamente corre por la cabeza antes de verla, es si se trata de una “peli para críticos”, o de algo más. Son los últimos momentos antes de que explote la Argentina. En 1975, la vida perfecta del abogado del pueblo (Dario Grandinetti) entrará en decadencia cuando un exabrupto y la tardanza de su esposa (Andrea Frigerio) van a ocasionar un cadáver, un secreto y la llegada del mejor detective privado de Chile (Alfredo Castro). En la superficie, es importante destacar la tarea de una producción y un trabajo de arte impecables, acompañados por una labor de sonido y fotografía que verdaderamente hacen a la película. Con técnicas y recursos tan retro como la estética del film en general, el trabajo de Sotero como director de fotografía se destaca solo. Mientras que los actores y personajes, desde Grandinetti hasta los más secundarios, se encargan de poblar de forma eficiente una película repleta de tensiones bajo la manga. Con todo eso ya podría alcanzar, después de todo la excelente labor estética hace de lo que podríamos llamar (hablando mal y pronto) “un Walter White a la inversa” algo que definitivamente vale la pena ver. Pero es un proyecto que invita las lecturas de una audiencia dispuesta a ensuciarse las manos. La vida del personaje de Grandinetti se desarrolla con algún que otro evento destacado, pero siempre se mantiene a un paso estable e inevitable. No se trata de un relato regido por la narrativa, con conflictos o resoluciones, sino más bien realizando para que el público se encargue de encontrar su propio interés. Aunque parezca un film realizado para un público como la crítica de cine, desde el vamos Rojo se encarga de dejarle claro a la audiencia más general que no existe solo para el snobismo. Arranca sin perder tiempo con una de esas escenas que definitivamente entran en el léxico de cine argentino moderno, y lo que sigue a esa discusión en el restaurante va a mantener a cualquiera intrigado e interesado en lo que está aconteciendo en este pequeño pueblo al igual que en el país en general. Un trabajo que verdaderamente demuestra ser producto del pulso firme de un cineasta con una visión y personalidad destacable. Comparándola de forma odiosa con producciones recientes, se encarga de entregar una experiencia más cercana a Zama de Lucrecía Martel, pero adaptándola a una audiencia dispuesta a entregarse solo al pochoclo bien entendido de El Ángel. Una verdadera suerte que se trate de una producción nacional, pero al mismo tiempo es una película “inescapablemente” Argentina.
En Rojo, una película con un gran potencial como policial, chocan registros, tonos y niveles de complejidad. Escenas que pueden ser cautivantes o misteriosas, quedan aplastadas cuando aparecen otras de un trazo grueso y una mediocridad como no se veía desde la década de los ochenta. Sería injusto ignorar los méritos que la película tiene, pero siendo tan despareja es imposible que sus puntos más flojos no terminen arrastrando al conjunto. La ambigüedad deja de serlo cuando uno descubre que aquello que no quedaba claro en el fondo está al mismo nivel que sus momentos grotescos de resolución bastante triste. La historia transcurre en 1975, antes del Golpe militar que es inminente. Un plano inicial describe a personas llevándose objetos de una casa. No se dice nada. Luego viene una tensa escena en un restaurante. Es tensa porque no se sabe realmente que pasa, pero a medida que pasan los minutos se vuelve tan ridícula que pierde intensidad y se vuelve completamente inverosímil. Esto ocurrirá muchas veces a lo largo de la película. Hay algunas metáforas que dejarán sorprendidos a los espectadores, por su ridículo exceso de vulgaridad y falta de sutileza, y el andar siempre monótono y sin gracia del protagonista no ayudará mucho a que tampoco alguien pueda sentirse -para bien o para mal- cercano a lo que pasa en la historia. Los hallazgos visuales de evocar la forma de filmar de aquellos años son lo mejor que la película tiene. Curiosamente, al combinarse con discursos obvios y subrayados varios, terminan creando la sensación de estar viendo una película mala de otra época. Es una pena, porque esos recursos estéticos, que son lo mejor que la película tiene y que hablan muy bien de su director, son los que terminan jugándole en contra. Estética de los setenta, bajadas de línea de los ochenta, todo mezclado para generar un híbrido que no aporta nada a las siempre presentes temáticas de aquellos convulsionados de Argentina, lugar común del cine nacional.
Durante muchos años la complicidad civil relacionada al golpe del ’74 que dio pie al proceso más sangriento de Argentina se esbozaba en algunos comentarios, insinuaciones, y más tarde, en investigaciones asociadas a dichos, y no dichos. Benjamín Naishtat pone en imágenes ese período, como nunca antes se lo ha hecho, desnudando la cotidianeidad y el silencio, la complicidad y la barbarie. Jugando con el policial, pero también con el melodrama y el film noir, “Rojo” es un ejercicio sublime de cine, de manifiesto político y de utilización del aparato cinematográfico en su totalidad. La película nacional de 2018, y también de la década.
El director de Historia del miedo y El movimiento vuelve con un filme conciso, muy bien estructurado sobre la degradación de una sociedad. Es una película inquietante, también, sobre las miserias de la clase media argentina, ubicada en tiempos de cambio, difíciles. Es 1975, el gobierno de Isabel Perón está tambaleante, la Triple A opera más que desde las sombras, se avecina el Golpe de Estado y en un pueblito del interior de la provincia de Buenos Aires lo que se ve son miserias, humillaciones y mucho sálvese quien pueda más que solidaridad. ¿O acaso la escena que abre en silencio el filme, con un largo plano con cámara fija, en la que se ve a vecinos salir de una casa desvalijándola, no habla de un saqueo moral? La que sigue es otra escena muy bien planteada por Benjamín Naishtat, en la que la confrontación entre dos comensales en un restaurante un sábado a la noche preanuncia algo que la película luego desarrollará en profundidad. No hay mesa disponible, y un hombre increpa al mozo y a un comensal que está ocupando una mesa, pero no consume, que le dé su lugar. El que está sentado es cliente, el doctor Claudio Morán (Darío Grandinetti, quien demuestra por si hacía falta que cuando tiene en sus manos un buen papel y es guiado con justeza puede ser lo que es, un gran actor). La discusión no concluye ahí, ni termina bien. Lo que sigue es una historia en la que confluyen el misterio, una transfugueada y un asesinato -no necesariamente en ese orden-, todo enmarcado en un thriller psicológico y en un ambiente recurrente como el del pueblo chico, infierno grande. Lo que hace Naishtat es analizar con minuciosidad al protagonista, en cada una de sus actitudes, y al resto de los personajes. Claudio es un hombre respetado, pero como si se tratara un personaje de los hermanos Coen, si da un paso en falso hay que ver cómo reacciona a posteriori. Los años duros han sido expuestos por nuestro cine desde muchas miradas, pero la de Naishtat resulta tan perturbadora como elocuente, aún sin mostrar mucho, sino a partir de sugerencias, de pequeños diálogos (el del interventor del pueblo con un periodista, o cuando presenta a unos “vaqueros” estadounidenses). La ambientación de época, sin grandes gastos, es estupenda, y le bastan un auto, unos bigotes o cigarrillos -la inclusión de una publicidad con Antonio Grimau es estupendamente reveladora- para convencernos de que estamos “viviendo” la época. Hay subtramas mejor o no tan desarrolladas (la del interventor, la de la obra musical en la que participa la hija de Morán, interpretada por Laura Grandinetti, hija del protagonista en la vida real) y su historia de amor. Tal vez esté sin explotar la de la esposa de Morán -otra labor consagratoria de Andrea Frigerio-. Pero son apenas cuestiones menores dentro de un filme contundente, que (re)descubre el talento de Naishtat, esta vez, sí, con una película más ambiciosa y que seguramente llegará a un público que, hasta el momento, no lo conocía.
Las dos primeras escenas de Rojo son magistrales. No es que luego el film decaiga, pero pocas películas argentinas han tenido un arranque tan imponente. En la primera (un plano fijo sin diálogos) vemos cómo los vecinos van vaciando el interior de una casona. En la segunda, en cambio, hay muchas palabras (una fuerte discusión dentro de un restaurante lleno un sábado a la noche) y las consecuencias serán trágicas. Son dos maneras opuestas, pero igualmente intensas, perturbadoras e intrigantes, de presentar los conflictos que luego se irán profundizando y desvelando durante el resto de la trama. La película está ambientada en un pueblo de provincia a partir de septiembre de 1975; es decir, pleno apogeo de las Triple A y con el Golpe de Estado cada vez más inminente. El protagonista es “el doctor” Claudio Morán (Darío Grandinetti en uno de sus mejores trabajos), un abogado bastante respetado dentro de la comunidad, casado con una mujer distinguida (Andrea Frigerio) y padre de una adolescente, Paula (Laura Grandinetti, su hija también en la vida real), que está en plena iniciación sexual con su novio Santi (Rafael Federman). Rojo (título que podría aludir a “los comunistas” que las fuerzas represivas pretenden combatir, a la sangre que va brotando en distintas escenas o incluso a un eclipse muy bien filmado) tiene un protagonista claro y una familia en el centro de la escena, pero es también un relato coral, una minuciosa y sobrecogedora pintura de época, y una mirada impiadosa, incómoda y cuestionadora a las pequeñas miserias, degradaciones y humillaciones sociales que, sumadas y sostenidas en el tiempo, habilitaron una de las dictaduras más violentas de la historia. Tras las promisorias Historia del miedo y El Movimiento, Naishtat se consagra con una película más ambiciosa y al mismo tiempo más accesible que va de la comedia negra (la secuencia en que el interventor interpretado por Alberto Suárez recibe a unos vaqueros norteamericanos) al thriller psicológico, pasando por el melodrama familiar, el policial (hay una estafa, una muerte y la posterior llegada de un famoso detective chileno interpretado por el siempre tenebroso Alfredo Castro), el musical (en la subtrama menos lograda se ensaya una obra juvenil dirigida por una maestra “progre” que encarna Susana Pampín) y hasta el western (otra vez la predilección de Naishtat por los paisajes desérticos). Naishtat llena la pantalla de bigotes y cigarrillos, juega muy bien el juego del pueblo chico / infierno grande de los hermanos Coen (aunque con menos regodeo y cinismo) y transmite a partir de sutiles e inteligentes observaciones y elementos sonoros, musicales y visuales -el look setentista logrado por el director de fotografía brasileño Pedro Sotero (Sonidos vecinos, Aquarius) y el trabajo en el arte de Julieta Dolinsky son prodigiosos- un espíritu de época impactante, angustiante, ominoso, opresivo, pero sin caer jamás en el subrayado ni en la bajada de línea aleccionadora. Todo un hallazgo para alguien que nació en 1986 (algo similar habían conseguido Francisco Márquez y Andrea Testa en La larga noche de Francisco Sanctis). La excelente cosecha argentina modelo 2018 ha tenido en el terreno comercial un puñado de éxitos “industriales” y múltiples fracasos “autorales”. Ojalá que Rojo -firme candidata a mejor película nacional del año- no pase inadvertida. No hay demasiadas cinematografías que puedan darse el lujo de “dilapidar” tanto talento como la nuestra.
¿Cómo era la Argentina que engendró el golpe militar del 76? ¿Se pueden encontrar en los intersticios de su cuerpo social pistas que anticiparan lo que venía? De eso se ocupa Rojo, la notable película de Benjamín Naishtat ( Historia del miedo, El movimiento) premiada en el Festival de San Sebastián. El film comienza con dos escenas ejemplares. Primero, un chalet invadido por desconocidos que aprovechan la "oportunidad": podría presumirse que el desalojo de sus dueños fue forzado y que quedó un botín del que no es difícil apropiarse. De inmediato, una discusión insólita por una mesa en un restaurante del pueblo donde transcurre la historia tiene un desenlace trágico. En esos dos hechos, narrados con gran solvencia, está cifrado el espíritu del film, su discurso sobre las complicidades y las miserias que abonaron el comienzo de uno de los períodos más oscuros de la historia argentina. La potencia de la película no se limita a esa capacidad para capturar un clima de época. También cuenta con muy sólidas actuaciones: Darío Grandinetti se luce con uno de los mejores trabajos de su carrera, le imprime ambigüedad y misterio a su abrumado personaje, Andrea Frigerio se complementa a la perfección en el juego de omisiones deliberadas y ambiciones inconfesables que implica el matrimonio de su personaje con el de Grandinetti; a Diego Cremonesi le bastan unos minutos para desarrollar una composición formidable, recargada de furia, angustia y dramatismo, y el chileno Alfredo Castro resuelve con oficio el papel de detective opaco y torturado que aparece en un tramo definitorio del relato. Los aportes del brasileño Pedro Sotero en la fotografía y Julieta Dolinsky en la dirección de arte son fundamentales para reproducir con rigor histórico y vuelo poético el viaje en el tiempo que propone Rojo. Naishtat declaró que se inspiró en el estilo visual de películas norteamericanas de los 70 como La conversación, de Francis Ford Coppola, pero la utilización del zoom y el tono siniestro condimentado con pasajes de fina ironía al que echa mano también remiten al cine de Fassbinder. En Rojo hay momentos muy sugestivos: uno protagonizado por un grupo de adolescentes que funciona como referencia inequívoca de los escuadrones parapoliciales de la dictadura; el otro es de una belleza arrolladora (el eclipse, algunos planos en el desierto), de esos que transmiten todo el poder del cine.
“Rojo”, de Benjamín Naishtat Por Hugo F. Sanchez En el principio un plano fijo sobre una casa, un chalet blanco, cuidado, de los suburbios y gente que sale con objetos. Gente diversa, sin nada que los una pero ahí están, cargando cosas de esa casa. Pero para cualquier espectador argentino o de otro lugar pero que esté al tanto de la historia reciente del país, sabe que entre esas personas bien vestidas, agradables vecinos de cualquier lindo barrio de clase media, la conexión es indudable y se entronca con la complicidad o al menos la pasividad que propició la última dictadura en la Argentina. Con apenas tres películas en su carrera se desprende que el interés central de Naishtat (aquí la entrevista al director junto a Darío Grandinetti en el Festival de San Sebastián) es trazar un camino posible sobre el estado actual de las cosas en la Argentina y para eso se interna en la historia e identifica algunos mojones ineludibles, primero haciendo pie en el presente con Historia del miedo (2014), un calustrofóbico relato en donde algunos privilegiados sufren (no gozan) su bienestar en un clima de paranoia que deriva del afuera que se intuye miserable y desesperado. Luego abordó la cuestión seminal de la conformación del estado nacional con El movimiento (2015), el viaje viaje alucinado y cruel de un grupo de “patriotas” por el desierto que bien puede leerse como las bases que conformaron dos siglos de enfrentamientos y de la causa del empantanamiento argentino. Y con Rojo el tema es la complicidad cívico militar de la década del setenta, una cuestión casi ausente en el cine argentino o en el mejor de los casos, presente de manera oblicua. SI la primera locación es una confortable casa, la que sigue es un restaurante de provincia, en donde se presentan los personajes, en principio la figura central, Claudio Morán (extraordinarioDarío Grandinetti),el doctor del pueblo, que espera a su esposa (Andrea Frigerio) para cenar, pero antes tiene una violenta discusión con un hombre más joven (Diego Cremonesi),un enfrentamiento que remite al western y que será el puntapié inicial para el rojo del título que impregna un crimen original -y el silencio antes los crímenes que se sucedían con una pasmosa facilidad-, el rojo apagado del vestuario que visten los protagonistas-cómplices, el rojo amenazante de la guerra sucia contra las orgas rojas y el rojo que tendrá su cenit unos meses más tarde, cuando la dictadura tiña de rojo toda la Argentina. Naishtat habla de los setenta y filma como en esa época, recurre al western pero también al thriller a través de Sinclair (Alfredo Castro), un infalible detective chileno contratado para averiguar el paradero de ese enigmático hombre joven sin nombre que discutió públicamente con el respetado doctor, que Sinclair sabe de inmediato que es el principal sospechoso. Recursos de la puesta de la época, publicidades recreadas para dar cuenta del clima opresivo, la escuela para hacer los primeros palotes en el autoritarismo y cada uno de los chicos intoxicándose del “ser nacional” en las clases y qué duda cabe, completando el círculo en sus hogares. Y la violencia en todos lados, en el despertar sexual, en los muchachitos celosos, jóvenes que viven en el universo reflejado de los adultos, en donde todos saben, muchos sacan ventaja y el resto sobrevive. Benjamín Naishtat es preciso, confía en las imágenes, en el cine claro (ganó como mejor director en el Festival de San Sebastián), para decir lo suyo pero también para interpelar al espectador y a la sociedad en su conjunto, con un relato estremecedor, emocionante y reflexivo, sin duda la película del año para el cine nacional. ROJO Rojo. Argentina/Brasil/Francia/Holanda/Alemania, 2018. Guión y dirección: Benjamín Naishtat. Intérpretes: Dario Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Laura Grandinetti, Susana Pampin, Claudio Martinez Bel, Mara Bestelli, Alberto Suárez, Rudy Chernicoff y Rafael Federman. Fotografía: Pedro Sotero. Música: Vincent van Warmerdam. Edición: Andres Quaranta. Dirección de arte: Julieta Dolinsky. Sonido: Fernando Ribero y Simón Apostolou. Distribuidora: Primer Plano. Duración: 109 minutos.
En su tercera película, Benjamín Naishtat se aboca a retratar un período pocas veces abordado por el cine argentino: la etapa previa al golpe del 76. La acción transcurre en 1975 en un pueblo de provincia. Un prestigioso abogado local llamado Claudio Morán (Darío Grandinetti) mantiene un fuerte altercado con un hombre desconocido (Diego Cremonesi) en un restaurant. Este hecho, que podría haber quedado como una simple discusión, tendrá, sin embargo, consecuencias trágicas y hará que el profesional entre -casi sin darse cuenta- en la espiral de violencia, secretos y silencio presente en esa época. A partir de ese momento, Morán estará perdido en la vida y ya no tendrá retorno. Tres meses después, vendrá un famoso y siniestro detective chileno (Alfredo Castro) a descubrir el paradero del hombre extraño. Naishtat describe con absoluta precisión e inteligencia el clima enrarecido de violencia soterrada que antecedió a la atroz dictadura. En todos los hechos cotidianos, en las relaciones sociales había un ingrediente violento. La complicidad civil con el golpe, el tratar de sacar la mayor ventaja posible de la situación reinante, el “sálvese quien pueda”, la apropiación por parte de ciudadanos aparentemente respetables de los bienes de los desaparecidos, la degradación moral general, el discurso de la profesora de música que dice que “los argentinos sólo queremos trabajar y vivir en paz, no queremos involucrarnos en política” y la falta de sensibilidad social son mostrados con maestría en el filme. Son excelentes la fotografía (bien lograda la escena del eclipse) y la reconstrucción de época tanto en los aspectos visuales como en los sonoros. Esto se nota en los peinados, el vestuario, la música, las publicidades. En un verdadero hallazgo, se presenta una insólita publicidad de Bonafide, protagonizada por un joven Antonio Grimau, que se constituye también en un símbolo violento. Hasta en la publicidad se sugería el horror y la sangre. Resulta muy interesante el duelo actoral entre Darío Grandinetti y Alfredo Castro: uno, contenido y recatado, y el otro, desbordante y expansivo. Grandinetti ratifica una vez más que es uno de los mejores actores argentinos. Son correctos los trabajos de Andrea Frigerio como Susana, su esposa, y de Laura Grandinetti como Paula, su hija. Sorprende la labor de Rafael Federman como el novio patológicamente celoso de Paula —sin duda, habrá que seguir muy de cerca a este joven actor en sus futuros papeles. Asimismo, Diego Cremonesi es otra figura promisoria a la que habrá que prestarle atención ya que su desempeño es brillante. Además, hay una pequeña participación de Alberto Suárez como el interventor de la provincia, resuelta con su habitual solvencia y gracia. En definitiva, se trata de un drama policial complejo que admite múltiples lecturas y pone el foco, con gran sustento narrativo y estético, en una de las etapas más ominosas de nuestro país, llevando a cabo una exhaustiva y profunda descripción de la misma. Los premios obtenidos en la última edición del Festival de San Sebastián a la Mejor Dirección, Mejor Fotografía y Mejor Actor (Darío Grandinetti) ya preanunciaban esta verdadera joya cinematográfica que puede convertirse en la mejor película nacional del año.
¿Hay silencio alguna vez en Rojo? Esa pregunta quedó retumbándome, después de ver la película. No estoy seguro de poder contestarla en forma fehaciente, pero hay un atisbo de respuesta que creo se corresponde con una sensación. Tanto que, durante la proyección, esa incógnita se me aparecía bastante seguido.
Ejercicio simbólico y sutil sobre una oscuridad que se avecina. La clave de un buen uso de los simbolismos es ser sutil. Cuando abunda la obviedad, lo que puede ser una noble invitación a la reflexión intelectual puede resultar en una pretensión. Afortunadamente, Rojo no cae en ese bando, y su propuesta policial es apenas la primera capa de significado de una reflexión mucho más sustanciosa. Una noche de 1975, en una provincia argentina no descrita, se arma un altercado en el restaurant de un Club entre un extraño y los comensales del lugar, entre los que figura Claudio, el abogado del pueblo. Cuando dicho extraño confronta a Claudio, será el punto de partida de un conflicto que lo mantendrá a este último bajo presión a manos de un detective que viene a investigar qué fue lo que ocurrió aquella noche. Rojo es una trama de cocción lenta, es una de esas películas que muy teatralmente toma la primera mitad del metraje para profundizar en el universo y sus personajes, y la segunda desarrolla a toda máquina el misterio a resolver. Cabe decir que su final y algunos cabos sueltos pueden llegar a desconcertar. Sin embargo, es todo parte de un plan. La propuesta policial que posee en apariencia es planteada y resuelta de una manera clásica. Es un tono que la película jamás descuida porque sabe que es el marco de género que atraerá espectadores a las butacas, aunque sus verdaderas intenciones, aquellas que Rojoverdaderamente se propone (y, ya que estamos, logra) descansan en los sendos simbolismos. Donde se muestra incipiente la semilla de lo que sería la última dictadura militar y el impacto que produciría en la sociedad. Todo está ahí: lo financiero, lo social, la represión, la hipocresía, los sinónimos literales y metafóricos de la desaparición. Esa luna roja que baña todo, como anticipándose al baño de sangre que van a ser esos años. Uno lo ve, pero los personajes no; una desesperación que te genera ganas de decirles “No sabés en la que te estás metiendo. No sabés cuánto te vas a arrepentir”. En materia técnica la película cuenta con una gran riqueza fotográfica y de dirección de arte, en particular por su uso del color, en donde el Rojo titular no es la única textura destacable pero sí la más intensa. Ese deseo de utilizar el zoom como si fuera una telenovela de los años 70 a medida que los personajes se adentran más y más en la hipocresía mirando para otro lado, es también otra de las demoledoras observaciones que hace el film. En cuanto a actuaciones, Darío Grandinetti entrega una digna interpretación, acompañado con igual dignidad por Andrea Frigerio en el papel de su esposa. Diego Cremonesi en su escasa aparición ratifica por qué es uno de los intérpretes más destacados de su generación. Sin embargo, quien sobresale por encima de la media es Alfredo Castro, quien con su Sinclair da vida a lo más cercano que Latinoamérica ha tenido a un Hércules Poirot.
La complicidad “Rojo” (2018) es un thriller policial dirigido y escrito por Benjamín Naishtat (Historia del Miedo, El Movimiento). Coproducido entre Argentina, Brasil, Francia, Alemania y Holanda, el reparto incluye a Darío Grandinetti (Relatos Salvajes), Andrea Frigerio (El Ciudadano Ilustre, Mi Obra Maestra), Alfredo Castro, Laura Grandinetti, Rafael Federman, Diego Cremonesi, entre otros. Tuvo su premiere mundial en el Toronto International Film Festival, en donde fue nombrada para formar parte de la Selección Oficial en la sección Platform, convirtiéndose en la primera película argentina seleccionada para dicha competencia. Además, obtuvo tres galardones en el Festival de San Sebastián: Mejor Dirección, Mejor Actor (Darío Grandinetti) y Mejor Fotografía (Pedro Sotero). 1975, en alguna provincia de Argentina. Claudio Morán (Darío Grandinetti) es un respetado abogado de un pueblo que vive tranquilamente con su esposa Susana (Andrea Frigerio) y su hija Paula (Laura Grandinetti), que está de novia con Santiago (Rafael Federman). Una noche, Claudio se encuentra en una mesa de un colmado restaurante esperando por su mujer cuando percibe que un hombre lo observa desde unos metros. “El Hippie” (Diego Cremonesi) se acerca y le pide al mozo esa mesa donde está sentado Claudio ya que le parece una falta de respeto que él tenga que esperar su turno mientras el señor no está pidiendo ninguna comida. Esto produce un altercado en el lugar que luego continúa afuera y desemboca en una tragedia. Tres meses después, el ex policía y detective chileno Sinclair (Alfredo Castro) se presenta en una celebración con el objetivo de interrogar a Claudio sobre el paradero del Hippie, lo cual hará que el abogado se ponga nervioso y decida aparentar con la típica “acá no ha pasado nada, queremos paz”. Si hablamos de Golpe de Estado, películas nacionales sobran. No obstante “Rojo” tiene una originalidad que sorprende y es súper bienvenida para el espectador. Con una primera escena introductoria seguida de una secuencia potente que constituye uno de los momentos más tensos de la cinta, el filme se destaca por centrarse en el comportamiento de la sociedad años antes de la dictadura que ya conocemos. Así, Naishtat nos hace testigos de cómo se manejaba la gente durante la intervención federal, lo común que era aparentar para pertenecer, callarse, esconder y que los cuestionamientos solo queden en la mente de cada uno. Con una perfecta utilización de la música, unos encuadres que da gusto ver y una fotografía sublime, el director construyó una trama que no sigue a un hecho puntual, más bien está compuesta de distintos momentos que constituyen una metáfora ya sea a las desapariciones del futuro como al miedo en el que ya estaban inmersos los argentinos. Los cortes de las escenas pueden resultar abruptos, sin embargo al analizarla uno se da cuenta de que no existía la necesidad de continuar cada hecho para entender a dónde se quiere llegar con lo expuesto. En cuanto a las actuaciones, todas están muy bien, en especial la de Darío Grandinetti, Alfredo Castro y Diego Cremonesi. El detective consigue incomodar con su seriedad, fija mirada y manera de hablar. Para él las cosas son blancas o negras, no hay grises. Aunque Cremonesi tiene poco tiempo en pantalla, su interpretación de “El Hippie” queda en la memoria tiempo después del final del filme. La impunidad que había con las armas, las desapariciones que nadie se ocupaba en resolver por estar la municipalidad intervenida, el peso que tenía la religión, el accionar de los medios al tapar lo que verdaderamente importaba con la llegada de los vaqueros norteamericanos y el orgullo que había que sentir por el suelo argentino son solo algunas de las cosas en las que pone el foco Benjamín Naishtat. Pero, por sobre todo, “Rojo” deja pensando en cómo cada persona fue cómplice de alguna manera para que la etapa más oscura de nuestro país se haga realidad.
El joven y talentoso director Benjamin Naishtat, que viene de recibir premios en el Festival de San Sebastian (consagrado como mejor director de la muestra, mejor fotografía y mejor actor protagónico Darío Grandinetti) nos brinda un film intenso, inteligente e insoslayable, sobre un tiempo anterior al golpe de l976. Primero realizó un gran trabajo de investigación sobre ese período histórico. Pero también sobre el cine de esa época, con tomas que replican la manera de filmar de entonces. Con una ambientación impecable y una fotografía a cargo del brasileño Pedro Sotero que termina de redondear un trabajo estético impresionante. Pero además de eso, ubica la acción en un pueblo pequeño cercano al desierto, lugar tomado como “el basurero”, pero también en su dimensión ontológica, donde ocurren las escenas cruciales. El tema del film es hurgar como en todo momento histórico, en la antesala de los hechos mas oscuros, ya en toda la sociedad anida el germen, el sustento de lo que ocurrirá, y que, por acuerdo u omisión, todos hemos contribuido a lo que después explota. Como lo mostró Ingmar Bergman en “El huevo de la serpiente” o se ve en “La cinta blanca” de Michael Haneke. Pero en este caso, dolorosamente nuestro, profundamente lúcido. Con una trama que desarrollo los elementos del thriller que mantienen en vilo al espectador desde el principio al fin. Y el nivel actoral es de primer nivel. Darío Grandinetti con una entrega conmovedora, por momentos minimalista, profunda. Andrea Frigerio que vuelve al sorprender con una composición ajustada y significativa en un personaje que casi no tiene diálogos. El chileno Alfredo Castro como una especie de detective Columbo de sorprendentes aristas. Y todo un elenco ajustado a las intensiones del director. Una mirada inteligente y reveladora sobre la sociedad argentina, en sus pliegues secretos, en las pulsiones más oscuras. Un film que no hay que perderse por su gran calidad.
"Rojo", de Benjamín Naishtat, es la clase de película que entusiasma a los influyentes de festivales, por lo rara, pero aleja al público general, precisamente por la misma razón. De todos modos, eso está en la atmósfera y la parsimonia del relato, las metáforas algo inasibles y unas secuencias que lucen deshilvanadas, pero no en las anécdotas, bastante claras, que ilustran la intención del autor. Naishtat ambienta su historia entre personas de clase media de una ciudad chica, año 1975. La fecha le permite agregar un hombre armado en el vestuario del club como si tal cosa, un interventor político de pocas pulgas, el apercibimiento algo temeroso de una directora de escuela en su discurso, y, entre otras referencias, un mago que hace desaparecer a una joven y después "no la encuentra". Pocos lo recuerdan, pero ya en 1975, bajo el Gobierno peronista, desaparecieron casi 360 personas (y unas 50 en 1974). No todo es privativo de aquel entonces. Siempre sufrimos discusiones públicas que llegan hasta extremos fatales, abandonos de persona, muertes sin aclarar, usurpación de casas, difusión de noticias falsas, en fin. Siempre tendremos gente que se aprovecha de la desgracia ajena, se lleva todo por delante o nunca ve nada, y, peor aún, gente con conocimiento y autoridad que deja que el mal se instale, sin detenerlo ni castigarlo. Parece algo propio de nuestro ser nacional. De modo algo difuso, "Rojo" pinta esas manchas nuestras que convendría sacar a la luz. Interesante película ésta de Naishtat, aunque medio alargada y sin la potencia de su anterior "El movimiento", que era todavía más rara, pero más incisiva, e inquietante. Párrafo aparte, las actuaciones de Andrea Frigerio y Alberto Suárez (el interventor). Rodaje en Arias, Deán Funes y Mar del Plata.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
El silencio como estilo de vida Un pueblo innombrado del interior ve alterada su tranquilidad por un altercado en un restaurante. A partir de allí deriva una escalada de violencia que se inscribe en la Argentina de los meses previos al golpe del 76. Rojo puede ser vista como pareja artística de Historia del miedo (2014), la ópera prima de Benjamín Naishtat que recorría las arboladas y aparentemente mansas calles de un barrio cerrado del Gran Buenos Aires, mostrando a su vez el otro (y muy oscuro) lado del espejo. Pero ahora lo ominoso no es tanto la antesala de violencias posibles como su compañera inseparable, signo de los tiempos durante los cuales transcurre la historia: la Argentina de los meses previos al golpe del 76, años de sacudones intensos en la sociedad y en el estado, de grupos enfrentados, desapariciones y muertes de las cuales parecía ser mejor no hablar. Luego de un extenso plano-secuencia que describe el pacífico saqueo de una casa de barrio –sus pertenencias expurgadas una a una por los vecinos de manera metódica, casi organizada–, Naishtat pone en pantalla una gran escena de suspenso, que comienza a organizarse lentamente, con elementos absolutamente cotidianos, hasta llegar a un paroxismo de violencia absurda. Una sola mesa libre en un restaurante atestado es el origen de esa escalada que, a pesar de los tonos y cortes de los trajes y vestidos, podría perfectamente tener lugar en el presente. Al fin y al cabo, el desprecio y la crispación no se inventaron de un día para el otro. Primer anuncio de un concepto que el realizador desea evidenciar a lo largo de los 110 minutos de metraje: así éramos, así seguimos siendo, tal vez así seremos, más allá de las coyunturas. Luego del blanco y negro de alto contraste de El movimiento, los colores apastelados de Rojo –cortesía del experimentado director de fotografía Pedro Sotero–, los zooms y ralentís, los veloces fundidos encadenados, la profundidad de campo llevada al extremo marcan una elección estética cuyas referencias son múltiples, desde el apogeo del Brian de Palma de los 70 y 80 a cierto cine del período durante el cual tiene lugar el relato, tipografía y ubicación de los títulos de apertura y cierre incluidos. Indicios de que la alegoría que late en el interior del film también tiene un costado juguetón, una ironía formal que puede ser interpretada de diversas maneras, incluso contradictorias. Así también parece estar construido el Claudio Morán de Darío Grandinetti (uno de sus trabajos más precisos en los últimos tiempos), abogado gris de un innombrado pueblo del interior cuya vida ordenada se ve alterada por completo luego del altercado en el restaurante y su inesperada coda, que terminará eventualmente con la presencia en el lugar de un detective chileno, quien supo ser una fugaz estrella televisiva del otro lado de la Cordillera (Alfredo Castro en un rol creado a su usual imagen y semejanza). Ironías, referencias a tópicos de ciertos géneros, humor esquivo. ¿De qué forma debería apreciarse el ingreso en pantalla de la esposa del protagonista (Andrea Frigerio), envuelta en las melosas melodías de Vincent van Warmerdam, a puro saxo sexy? Lo que sigue es una descripción, por momentos descarnada y sarcástica –aunque sin llegar al cinismo, difícil equilibrio–, de una burguesía pequeñísima, pero también de un grupo de habitantes de diversas extracciones que ha comenzado a hacer del silencio y el aprovechamiento no tanto formas de supervivencia como un estilo de vida. “Estaba metida todo el día en el sindicato”, dirá una vecina en voz baja, explicando el súbito exilio de otro abogado y de su esposa, normalizando aquello que debería ser excepcional. Antes, unas manchas de manos ensangrentadas en la pared (rojas, como las letras de ese libro apenas visible en un anaquel, “USSR”) y una anciana sentada en el patio de la casa abandonada, testeando la posibilidad de hacer propio aquello que ha quedado vacante contra la voluntad de su dueño. Una vieja publicidad de caramelos y la aparición del nuevo interventor de la provincia y de un grupo de cowboys de pura cepa acercan el relato al grotesco, que el realizador abraza antes de cargar las tintas sobre algunas de las ideas centrales de la película (la violencia como norma, el silencio pusilánime, la conveniencia) con un par de subtramas algo subrayadas. A pesar de su temática y del dramatismo general de las acciones y reacciones de los personajes, es posible que con Rojo Naishtat haya hecho, de manera consciente –aunque no lo parezca en una primera impresión–, su primera comedia. Dura, agresiva, extraña, deforme. Y definitivamente negra, a pesar de su título.
Rojo, tercer largometraje de Benjamín Naishtat, narra una historia que transcurre en alguna provincia argentina en 1975. El episodio central arranca con una simple discusión sobre los buenos modales y el orden establecido, pero ese intercambio desencadena un dominó de sucesos de violencia contenida con derivaciones imprevisibles, que desnuda la podredumbre oculta y la oscuridad a la que es capaz de descender alguien tan preocupado por ser correcto y guardar las formas como Claudio (Dario Grandinetti). Si bien se apoya en ese nudo argumental como eje narrativo, la maestría del director radica en no caer en el documentalismo ni tratar de pontificar; nos sugiere un collage con múltiples alusiones históricas (a los “rojos”, a los desaparecidos, a la represión), e imágenes que aportan a una historia coral con conflictos que se vislumbran alrededor de los personajes que rodean al protagonista: la familia del “doctor”, un abogado que tiene un lugar destacado en la sociedad, y el pueblo “fuenteovejunesco”, donde se murmura por lo bajo lo que todos saben que pasa pero nadie se anima a admitir. Naishtat le imprime a su obra un pulso agobiante y su sello propio para captar un ominoso clima de época, donde debajo de la superficie aparentemente normal y apacible de los respetables miembros de la comunidad de un pueblo sin nombre, se oculta un germen turbulento y sórdido que pugna por salir como si se tratara de un volcán a punto de entrar en erupción. El ritmo del relato se completa con un contrapunto visual: la intrigante secuencia inicial del frente de una casa de la que todos se llevan algo, un encuentro surrealista en el jardín de esa casa arrasada (casi a modo de epílogo de Casa Tomada, de Cortázar), un auto en los caminos del desierto y los colores del alba (como telón de fondo de la acción que transcurre fuera de cámara), o el eclipse rojo en la playa, metáforas de lo que se esconde, de lo que no se quiere ver. Los rubros técnicos, impecables, hacen posible este viaje en el tiempo que nos lleva a espiar escenas de la vida cotidiana en la década de 1970: desde la extraordinaria fotografía que parece recrear la gama de colores de las viejas películas caseras, la intromisión de un aviso publicitario de la época (con Antonio Grimau como joven galán publicitario), el humo de cigarrillo que invade cada escena, la música incidental con toques de cuerdas desafinadas que preludian el derrumbe y la decadencia (me recordó a la genial Zama, de Lucrecia Martel), hasta el maquillaje que abunda en bigotes, y el vestuario de gamulanes y pantalones de botamanga ancha (que para la generación de +50 remite directamente a los recuerdos de infancia). Las sólidas actuaciones, especialmente el austero y preciso trabajo de Darío Grandinetti, suman para que la película sea un espejo incómodo y perturbador de lo que somos como sociedad, como en un moderno Civilización y Barbarie donde no se sabe cuál es cuál. Rojo es un extraordinario y premiado filme, sin dudas entre lo mejor del año, que nos propone reflexionar sobre nuestra historia, nuestros conflictos y escarbar en nuestras raíces, aunque duela hacerse cargo. Calificación: Excelente. (Escribe Cecilia Della Croce para Ociopatas)
Se podría decir sin exagerar que las dos escenas que abren Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, son lo más contundente y lo mejor logrado de la película. Sin embargo, esto no significa desmerecer el resto de la misma, sólo que la intensidad disminuye y se vuelve un film mucho más sutil en que toda violencia es tácita y sugerida. En el centro de la historia nos encontramos con el prestigioso abogado de pueblo Claudio Morán, interpretado por Darío Grandinetti en un rol que parece haber sido escrito a su medida. Esperando a que llegue su esposa (Andrea Frigerio) a un restorán repleto de gente, Claudio empieza a discutir con un hombre de aspecto sospechoso y frágil equilibrio mental (Diego Cremonesi). Producto de esta incómoda situación, el Doctor (como todos en el pueblo le llaman) se verá preso de un dilema moral del que no saldrá nada airoso. Una de las principales virtudes de Rojo es su ambientación. La escenografía y el vestuario nos hacen sentir dentro de esta época, lo que nos permite sumergirnos en la historia gracias al manejo de lo verosímil en cuanto a la estética. Lo primero que vemos en pantalla es una inscripción que dice “En una provincia argentina. 1975”, lo que nos da dos pautas. En primer lugar, el hecho de no especificar con precisión en qué lugar del país sucede la historia da una sensación de universalidad, contrario al efecto de pueblo chico, infierno grande que también se hace presente a lo largo de la obra. Por otra parte, el año en que transcurre la acción nos lleva al pasado más oscuro argentino una vez más. A esta altura es difícil realizar una producción audiovisual ambientada en los años setenta en Argentina sin caer en ciertos lugares comunes e historias poco originales, ya que es un tópico que se ha tratado en demasiadas ocasiones. En lo que se destaca la película de Naishtat es que no se centra en el momento más tormentoso de la última dictadura militar, sino en los momentos previos al golpe de estado de Marzo de 1976, cuando era algo que se conversaba -con ciertos reparos- en la esfera privada. Se sabía que algo se estaba cocinando y que en cualquier momento podía suceder. Incluso se alude en varias escenas a las desapariciones, tanto en el sentido metafórico como en el más literal. Pero Rojo no es una película sanguinaria. La violencia se ve reflejada en los diálogos y en los silencios, en la atmósfera que se vive en el pueblo, donde todos sus habitantes son conocedores de la situación que se está viviendo pero eligen mirar para otro lado, o en algunos casos aprovecharse de ello como aves carroñeras. Esta mezcla de cobardía e indiferencia es un denominador común a lo largo de las casi dos horas de extensión de la película. Se ven también ciertos chispazos de humor negro que si bien causa gracia, lo hace con cierto dejo de culpa, una incomodidad propia de saber los oscuros entresijos de la historia. Simultáneamente a la intervención federal de esta provincia desconocida, se da una visita de unos cowboys norteamericanos, en el que el trato obsecuente del gobierno se encuentra en los límites de lo ridículo. Y aunque estamos hablando de hechos sucedidos hace más de cuarenta años, el cipayismo hiperbólico que se ve plasmado fácilmente nos puede recordar a la actualidad. Si no se conoce tanto sobre la historia de los meses previos al golpe de estado de 1976, es posible que Rojo sea un tanto elusiva, pero no por eso no se deja disfrutar plenamente. La construcción de un suspenso que nunca llega a estallar es uno de sus puntos fuertes, además de las actuaciones, en las que se destacan la ya mencionada interpretación de Grandinetti y también la de Alfredo Castro, que encarna un extraño personaje proveniente de Chile que por momentos parece la encarnación de la voz de la conciencia de Claudio, un pequeño diablo que lo atormenta y le remarca todas sus culpas y pecados. Pero por sobre todas las cosas, Rojo es una película que deja queriendo más. La escena final es abrupta. En lo que aparentemente es un suceso sin demasiada importancia, la cinta finaliza, quedando trunca y con muchas preguntas sin contestar. Para muchos espectadores este hecho podrá resultar molesto y hasta dará una sensación de insuficiencia o incompletud, pero es interesante que la exposición de los hechos no sea del todo clara, lo cual en los parámetros del cine nacional significa un avance.
Argentina Rojo Schocking. En Rojo (premios por Mejor Dirección, Actor y Fotografía en San Sebastián) un respetado abogado que vive en una ciudad de provincia resuelve como puede, o como quiere, el enfrentamiento con un joven perturbado y el pedido de un amigo para apropiarse de un chalet abandonado tras un allanamiento. Otros personajes (incluyendo su mujer y su hija) y algunos conflictos secundarios se suman para esta semblanza turbia de un representativo grupo humano en la Argentina pre-dictadura. Las dos primeras secuencias ya dejan en evidencia lo que Benjamín Naishtat procura expresar: expuestos con un realismo enrarecido, el indolente saqueo de una casa y el duro altercado por ocupar una mesa en un restaurante seguido de un enfrentamiento en plena calle, hablan de la complicidad y la violencia que comenzaban a regir la vida cotidiana de los argentinos en los meses previos al golpe de marzo de 1976. El film de Naishtat tiene algunos momentos mejores que otros, pero su tono, su atmósfera, las sensaciones de alarma y de extrañeza que lo recorren, conducen provechosamente –de manera estilizada, sin toques demagógicos– a la reflexión y al reconocimiento de un momento histórico. Entre los personajes no hay policías, militares ni sacerdotes, tampoco militantes políticos o sindicalistas levantando consignas ni imágenes de Perón, López Rega o alguna otra figura distintiva de la época, como no queriendo exculpar a la población civil no involucrada directamente en las disputas del momento de su colaboración en el acostumbramiento al miedo y la corrupción. La época es la misma de El secreto de sus ojos (2009, Juan José Campanella), pero acá el protagonista no es un chanta simpático que termina redimiéndose sino un abogado de moral dudosa (un exacto Darío Grandinetti), que parece tener buenas intenciones y, al mismo tiempo, por cobardía, desorientación o conveniencia, cede ante una estafa, esconde cosas que sabe y termina siendo cómplice de más de un delito. Hay estallidos de violencia casi absurdos y varias secuencias aparecen interrumpidas abruptamente, como si la barbarie fuera ganando terreno asestando cortes sobre la aparente tranquilidad de ese pueblo. Las situaciones inquietantes que son imprevistamente quebradas se suceden: sin adelantar mucho aquí, cabe señalar lo que ocurre con un periodista que hace preguntas incómodas, con la esposa (Andrea Frigerio) ante la aparición de un extraño en el bosque cercano a la playa, con el joven llevado en auto por el novio celoso (Rafael Faderman, protagonista de Dos disparos y de relevante rol en La larga noche de Francisco Sanctis) y sus amigos, con la mujer (Claudia Cantero) que busca a su hijo (que podría ser dicho joven) en una iglesia, con el disparo en un vestuario. Del mismo modo, al joven trastornado (gran trabajo de Diego Cremonesi, visto en Kryptonita e Invisible y series como Un gallo para Esculapio y El marginal) le dicen hippie y poco se devela sobre su pasado. Algunas conversaciones se estiran, tensando el tiempo, apartándose de la lógica, como la del amigo del protagonista con una mujer cómodamente sentada en los fondos de la casa saqueada. La antes mencionada La larga noche de Francisco Sanctis reproducía con similar fruición y eficacia la estética de la época, pero lo hacía con clara vocación de film noir: Rojo, en cambio, apuesta a una visión de los ‘70 cenagosa, desviando todo el tiempo el naturalismo hacia un estado de locura. Ocasionalmente se acerca al grotesco o desliza alusiones un poco obvias (las escenas en ralenti de la pareja jugando al tenis, el ensayo de una obra teatral, la parsimoniosa manera de hablar del detective encarnado por el chileno Alfredo Castro, el eclipse que se produce en un momento e incluso el mago que hace desaparecer personas, alegoría a la que ya había recurrido Agresti en El acto en cuestión) y su impecable reconstrucción histórica se permite algún desliz (nuevamente en el cine argentino que recrea los ’70 vuelve a haber personajes utilizando la expresión fuera de época Todo bien). Pero muchas decisiones del joven guionista y director son inteligentes, como la utilización que hace de la canción El valle y el volcán, que cobra fuerza sin tener una carga explícitamente política. El zoom final parece tener algo de la mirada confundida de Héctor Alterio en el último plano de La Patagonia rebelde (1974, Héctor Olivera), no casualmente una de las películas representativas de esos años que Naishtat trae a la memoria para poner en discusión. El hecho de escuchar a alguien renegar de la política, en tanto, resuena en el presente. Rojo seguramente tiene imperfecciones, pero son más que valiosos su búsqueda y los riesgos que asume, volviendo la mirada a una época incómoda sin tranquilizar al espectador. Por Fernando G. Varea
Si hay algo notable en Rojo es que se trata de una magnífica e incómoda descripción de una mentalidad de época. El tiempo del film no solamente impregna el mobiliario, la elección cromática que permea cada fotograma, los objetos propios de una década, sino también los hermosos fundidos encadenados y característicos zooms de una estética que remiten a un cine del tiempo en que se dice situar el relato: 1975.
La tercera película de Benjamín Naishat, "Rojo", ganadora en San Sebastián, es un movilizante relato sobre una sociedad podrida y corrompida pre anunciando lo que vendrá, o lo que ya estaba instalado en las napas. Una provincia argentina en 1975. A Benjamín Naishat no le hace falta dar mayores precisiones sobre dónde ni cuándo ubicar su historia. Es un país en un año muy particular. Con dos largometrajes anteriores, Naishat demostró no tenerle miedo a los temas difíciles. Aborda el cine social, desde la crítica, y desde la mirada interna de lo que quiere criticar. Recurre a simbolismos enriquecedores, pero no a lateralidades. Ya sea un microcosmos encerrado por supuesta seguridad, temeroso de un afuera que desconoce y con el mal en su entrañas, como en Historia del miedo; o las llanuras pampeanas en el Siglo XIX atravesadas por grupos políticos que intentan sobrevivir en medio de la anarquía social, en "El movimiento". El de Naishat es un cine político, social, comprometido, y arriesgado visual y narrativamente. Nada de eso cambió en "Rojo", por el contrario, es la consagración de su fórmula, y se celebra. "El movimiento" viajaba a otro siglo, a los primeros años de nuestra historia. Historia del miedo, se situaba en la actualidad de los countries en debacle. Rojo vuelve al pasado, ¿a un punto intermedio? Los años setenta, y no cualquier año, 1975. No es la Ciudad de Buenos Aires, pero tampoco es un pueblo rural. Una ciudad chica, en alguna provincia, sin identificar. Claudio (Darío Grandinetti), es un abogado que cena tranquilamente junto a su esposa Susana (Andrea Frigerio) en un restaurante de la zona. En medio de la noche, un hombre (Diego Cremonesi) irrumpe y lo increpa, discuten, y se va; para luego volver a la carga afuera del local. El asunto se va de rumbo, algo ocurre, y Claudio decide tomar una decisión drástica. Tres meses más tarde, cuando la vida sigue y ya no parece haber vestigios de ese hecho, una mujer con un repentino ataque de pánico, y un detective chileno mediático (Alfredo Castro) que en busca del hermano de esa mujer, comenzará a revolver el pasado. Rojo tiene en su corazón un policial, un asunto oscuro que hay que resolver, y dos personajes que juegan al gato y al ratón. Pero en realidad, lo que importa, es el cuadro amplio de escena. Es 1975, un año antes del golpe militar y los siete años de un gobierno de facto sangriento y corrupto en todos los niveles. También son los años de la AAA, y de ese clima de lo que todavía no se anunció, pero ya está. A partir de 1983, con la vuelta de la democracia; Argentina inició un difícil recorrido de desentrañar qué es lo que sucedió durante aquellos años. El primer juicio a las juntas, el Nunca Más, el reconocimiento de hijos-nietos y desaparecidos con una cifra indiscutible, las leyes de obediencia debida y punto final, los indultos, la revocación, y los juicios actuales. En el medio, la sociedad comenzó a asumir que no fue sólo un golpe de brazo militar, que hubo también apoyo de la cúpula de la iglesia católica, y también, una fuerte e imprescindible presencia civil, como colaboracionistas, y apoyando el status quo. De eso habla Rojo, de una sociedad que ya estaba preparada en sus entrañas para que venga un golpe militar a pedir del conservadurismo. Claudio es un sorete, pero es un hombre respetado en la comunidad. Su mujer sabe lo que hizo, pero no tiene tiempo de decir algo entre peinar su lacia cabellera, jugar al tenis, y codearse con el jet set. La provincia es intervenida por militares, y el interventor se debate entre ser todo lo fascista que un militar puede ser, y ser un obsecuente frente la presencia extranjera. Ente los jóvenes también se instala la idea de que ahí, las reglas las hacemos nosotros. En el colegio preparan una puesta de danza sobre La cautiva; y en cada esquina se habla de apariciones y desapariciones, así, “puor la galerie”. Podrían trazarse diagonales directas entre "Rojo" y el condimento político de "El movimiento", pero sobre todo con "Historia del miedo", y ese microcosmos en el que la pertenencia hace creer que hay reglas propias, y en donde el factor externo es una amenaza. Todos y todo está corrompido, y lo peor, asumido, hay que mantener la situación. A través de constantes simbolismos, se plantea una mecánica nauseabunda, y a la vez hipnótica. Naishat se luce con un gran control del campo completo. Maneja un relato visual, sonoro, y textual, por separado, y los une para presentar un cuadro completo y abarcador. "Rojo" es una propuesta apabullante, un mazazo a las buenas consciencias. Darío Grandonetti sigue sorprendiendo con excelentes actuaciones. Su concha en San Sebastián es merecidísima. Él mismo odia a Claudio, y nos lo hace ódialo, pero sin nunca perder el verosímil. Andrea Frigerio demuestra una vez más que el cine es el ámbito que eligió para crecer, pura clase y gestualidad. Sobresaliente. Diego Cremonesi (que no para de crecer), Alfredo Castro, y Susana Pampín, acompañan también con sólidos trabajos. "Rojo" es una propuesta difícil, quizás el público más tradicional la encuentre algo críptica. Pero es más difícil por el tema que plantea. Va más allá de su línea argumental, genera varias sensaciones, y expone la hipocresía de una sociedad que, de una buena vez, debería dejar de mentirse a sí misma.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
Critica emitida en radio. Escuchar en link.
Benjamín Naishtat es un jóven realizador local, que sorprendiera allá por 2014 con una excelente ópera prima llamada "Historia del miedo". En ella, el cineasta comenzaba a delinear sus intereses, explorando la relación sobre individualidad y seguridad, prejuicios sociales, vínculos entre poderosos y división de clases. Luego vino su segunda obra, "El movimiento" (regalo casi de despedida de Pablito Cedrón en un rol increíble) y ahora nos Naishtat nos instala en los meses previos al golpe de Estado en Argentina. Más precisamente en 1975. En el interior del país, en un pueblito más, el clima del cambio de gobierno se percibe en el aire. Tenemos a un abogado local, muy arraigado y con gran influencia en la vida del lugar, el "doctor" Claudio Morán (Darío Grandinetti). Morán es un tipo que hace pata ancha en todos los lugares que transita. Casado con una mujer de alta alcurnia, (la eficiente Andrea Frigerio) y con una hija (la propia del actor), su existencia es fácil y ordenada. Todo sus negocios van bien y es el gran referente de su pequeña comunidad. Cierta noche, mientras Claudio espera a su mujer para cenar en un restaurant, tendrá un incidente con un sujeto conflictivo, un hombre de unos treinta años, agresivo e impredecible (Diego Cremonesi) que dejará una semilla peligrosa en el terruño del abogado. Unos meses después, un detective contratado por la familia de ese hombre, vendrá al pueblo a investigar su desaparición (Sinclair, jugado por Alfredo Castro) y pondrá a Claudio en la lista principal de sospechosos desde un principio. Esto sucederá en un momento complicado para el abogado, merced a varias cosas que se entrecruzan en este tramo de su vida invocarán su atención o tenderán a desmadrarse, sin remedio... El de Naishat es un cine directo, potente y con un excelente uso de los climas y metáforas. El sabe como decir lo suyo con los elementos que posee, para lograr involucrar al espectador en los aspectos crudos de su historia. Todos hemos conocido historias de hombres de poder en pueblos lejanos a las grandes ciudades. Sabemos del poder que tienen. Lo que nos presenta el director es familiar e incómodo, potenciado por el hecho de que mientras eso sucede, vemos como la grieta de esta sociedad se muestra, en pequeños actos (la obra que está preparando la hija de Claudio, por ejemplo) pero todos aportando a esa inquietante sensación de saber que algo malo sucederá, irreversiblemente, para modificar ese escenario. Se discute sobre la violencia, la identidad nacional, la impunidad y los relaciones de sometimiento. Se pone en relieve la energía de los jóvenes, su carga de interés sexual y el deseo por hacerse grandes, a la luz de los ejemplos que son valorados socialmente. En definitiva, "Rojo" es un film potente y crudo. Grandinetti tiene una actuación perfecta y sus compañeros están a la altura del desafío. Todo el cast luce ensamblado y brilla en la construcción de una historia con final abierto. Las escenas iniciales de la película se encuentran dentro de las mejores diez de la historia del cine nacional (la del restaurant es increíble) y sólo por ellas, "Rojo" vale sobradamente el visionado. Naishtat rueda con oficio y en cada fotograma muestra su intensión de poner en tensión nuestra mirada, con ese imaginario que habita en sus personajes. Y lo logra. La historia argentina, pasa por aquí y no hay dudas que lo que se describe conductual y actitudinal aquí en estos habitantes, podría ser el reflejo de una sociedad en crisis, dispuesta a aceptar que otro tome el mando, en pos de salvaguardar lo que ya no puede cuidarse ni protegerse... Pero hay mucho más en profundidad, en esta obra conceptual única, un gran hallazgo del cine argentino para cerrar un año que difícilmente podrá olvidarse, en cuanto a calidad y cantidad de ficción.
Benjamín Naishtat escribe y dirige Rojo, un drama con dosis de suspenso protagonizado por Darío Grandinetti y situado en el interior del país durante la década del 70. En alguna provincia de Argentina que no necesita tener nombre, poco antes de que se suceda el golpe militar del ’76, vive Claudio (Grandinetti), un abogado al que le va bastante bien y tiene una linda familia. Una noche que no podría haber tenido mucho más de especial, su mujer llega tarde a cenar y él tiene un fuerte e incómodo encuentro con un desconocido (descomunal Diego Cremonesi) que lo insulta por estar sentado ocupando una mesa solo cuando él podría estar ordenando y comiendo. Ese altercado en algún momento parece quedar ahí. Pero nada queda ahí nomás, nada se olvida fácilmente. El desconocido se siente humillado y menospreciado por los aires del abogado y lo que sucede esa noche -que si bien se ve al comienzo de la película no conviene adelantar-, lo volverá a encontrar a Claudio tres meses después, tres meses en los que su vida siguió como si nada, como si nada hubiese pasado esa noche y como si nada le estuviese pasando al país. A Claudio un amigo de la pareja le propone un negocio con una casa abandonada, que ya no es de nadie. La mujer de este amigo un día estalla en llanto y gritos en medio de una fiesta; Claudio sigue. Hay una subtrama que tiene como protagonista a la hija de Claudio en medio de los ensayos para una obra teatral. Es acá donde quizás el film hace un poco de agua y le cede demasiado tiempo a algo que no parece estar mucho más que para intensificar ciertas nociones. Rojo es más accesible que la película previa de Naishtat, El movimiento, no tan experimental pero igualmente potente e intrigante, construida con cierta paciencia porque “el que se apura, pierde”. De hecho uno nunca sabe qué va a pasar y no puede dejar de mirar, de ver qué es lo que pasa con todo eso. Alfredo Castro aparece ya más entrado el film, con un personaje que parece salido de otra cinta, un famoso detective chileno que puede resolver cada caso que se cruza en su camino y en su camino se cruza Claudio. Es que más allá del suspenso y la tensión que se genera durante todo el relato, hay algunos momentos de humor que de todos modos siempre resultan incómodos, lo que termina de imprimirle el tono inquietante a la película. Rojo está llena de metáforas pero no subrayadas. Es una película construida con mucho cuidado, con imágenes a primera vista simples (como aquella con la que comienza: ese plano fijo y silencioso a la puerta de una casa donde entra y sale gente llevando objetos) pero que en su contexto dicen y retratan mucho más. Hay un muy buen trabajo en la fotografía de Pedro Sotero, donde predomina el rojo, un rojo que se va tornando cada vez más intenso. También juega bastante con el zoom, al mejor estilo del cine de esa década. Darío Grandinetti interpreta a Claudio dotándolo de una ambigüedad que se va desarrollando mejor a medida que se sucede el relato. Así, por momentos creemos conocerlo y podemos empatizar, pero luego ya no estamos tan seguros y no sabemos tampoco qué esperar de él.
Su desarrollo se sitúa en los setenta de la Argentina, unos meses antes del golpe de Estado de mil novecientos setenta y seis. Dentro de las primeras imágenes podemos prestar atención a distintas personas saqueando libremente el interior de una casa sin inquietar a los vecinos. El relato podríamos decir se divide en dos partes: Claudio Morán (Darío Grandinetti), un abogado respetado espera a su mujer en un restaurant, pero termina discutiendo con un desconocido, algo así como un forastero (Diego Cremonesi, “Un gallo para esculapio”), por la posesión de una mesa, y aquella situación que el personaje de Grandinetti trata de manejar a través de los buenos modales, tiempo más tarde termina de la peor manera. En la segunda parte y tiempo más tarde Claudio Morán, se va mezclando en una investigación del hermano de una amiga de su esposa y luego ayuda al marido de Mabel a obtener ilegalmente el título de propiedad de una casa abandonada. El desarrollo se encuentra lleno de metáforas, símbolos y diálogos relacionados con hechos de la época, abuso del poder, violencia, mentiras y secretos, todo acompañada por la estupenda fotografía de Pedro Sotero, (Aquarius, 2016), con es llanura desértica, llena de moscas, para ser colmada de sangre y de muertes ante una sociedad miserable y corrupta. La trama contiene algunos bajones y algunas situaciones que no terminan de cerrar del todo, pero cuenta con la destacada dirección de Benjamín Naishtat (“El movimiento”), con la actuación soberbia de Darío Grandinetti en una clase magistral de actuación, además todo el elenco se destaca, acompañados por una buena reconstrucción de época y una banda musical que acompaña en forma inmejorable.
EL COLOR DEL VACÍO En los momentos donde se asienta mayormente en el poder de las imágenes o lo que puede generar ciertos sonidos, Rojo consigue ser una película medianamente interesante. Para nada original, definitivamente subrayada en su construcción, pero aún así interesante y hasta potente. Por ejemplo, en el arranque con el plano general y fijo de una casa que va siendo vaciada por distintas personas con total desparpajo, aprovechando que sus dueños están ausentes, que funciona como símbolo un tanto obvio pero efectivo de las complicidades, aprovechamientos y silencios de la sociedad argentina durante los setenta, cuando la violencia política iba escalando. El problema de Rojo es su necesidad constante de mandar mensajes, de enunciar discursos no solo desde el habla sino también desde la imagen, la banda sonora y la recurrencia a las metáforas. Y lo cierto es que cuando habla, cuando quiere decir algo, exhibe un nivel de trazo grueso y griterío lingüístico que haría sonrojar a Roberto Navarro. Eso ya puede verse en la segunda escena, que transcurre en un restaurante y arranca jugando con la tensión y la incomodidad, para ir progresivamente cayendo en el ridículo a partir de los discursos altisonantes. Y lo mismo va sucediendo en la mayoría de las secuencias de la película, que toma como punto de partida la historia de un abogado (Darío Grandinetti) que tiene una vida tranquila en un apacible pueblo del Interior en los días previos al golpe de Estado del 76, hasta que una serie de sucesos lo van metiendo en una espiral de violencia y ocultamiento. En verdad, a Rojo no le importa tanto la historia de ese abogado y las distintas trampas que lo rodean o él mismo construye, sino construir una acumulación de viñetas –mínimamente conectadas- sobre los setentas en la Argentina y su entramado de violencia, ocultamiento, abuso, trampas y un largo etcétera que conectaban a la institución militar con los sectores civiles. El puente utilizado es la estética audiovisual del cine argentino de los setenta/ochenta (lo cual incluye a Grandinetti como vehículo identificatorio), pero pasada por el filtro técnico del nuevo milenio, las tonalidades y ritmos del cine festivalero, y algo de la mirada política muy propia de los sectores pretendidamente progresistas. El resultado es de una simplificación alarmante, donde se sacan todas las conclusiones facilistas y el distanciamiento elegido –desde lo temporal y estético- corta todo tipo de empatía y lleva a que todo el film sea un mero mecanismo de contemplación de una otredad cómodamente lejana. Lo llamativo de la operación que hace el realizador Benjamín Naishtat es que se pretende compleja y disruptiva, pero en su esencia es claramente lineal y superficial, repleta de redundancias y arbitrariedades. Rojo es también una muestra del callejón sin salida en que se encuentra buena parte del cine argentino, desde la producción pero también desde la interpretación: no solo porque ya hay una notoria incapacidad en muchos cineastas para generar nuevos discursos sobre una época a la cual se recurre constantemente desde los estereotipos y esquematismos ya ampliamente transitados, sino también porque desde la crítica y los espectadores se avala cualquier construcción discursiva desde lo temático y contenidista, sin analizar cómo juegan las formas y modalidades, eludiendo toda chance de cuestionamiento. El vacío y la demagogia de Rojo, su ausencia total de riesgo, su repetición de un par de ideas obvias (y que conducen a un inevitable aburrimiento, donde se anula toda oportunidad de tensión), no son una simple casualidad: es la certificación de un proceso de muchos años que ha conducido a un total agotamiento de una vertiente del cine nacional, que necesita de una urgente revisión y reconfiguración. El problema es que esa vacuidad continúa recibiendo una catarata de aplausos.
El comienzo de Rojo es excelente. Bueno, tal vez no sea para tanto, pero uno igual se entusiasma: dos escenas, bien filmadas, que abandonan el retrato de época rutinario para construir situaciones misteriosas, cruzadas por una intriga subterránea, que inquietan y fascinan al mismo tiempo por su falta de legibilidad. Naishtat pareciera estar haciendo lo impensado: ubica su película en los 70, pero para contar algo distinto a casi todo el cine argentino: una historia transversal a la violencia política, la dictadura, la represión ilegal, los desaparecidos y, como para desfigurar todavía más el conjunto, hacerlo desde una mezcla de géneros y de registros. El director incluso se permite un raro lujo: la segunda escena da paso a los créditos mientras se ve caminar a la pareja protagonista hasta el auto, y el momento imita esforzadamente la estética del cine argentino de los 70, tanto musical como visualmente. Más entusiasmo, entonces: ¿se atreverá la película, entonces, ya no a contar una historia que transcurre en los setenta, sino también a replicar sus formas cinematográficas, derribando décadas de naturalismo y de denuncia mal filmados? Después del incidente del comienzo, la película logra una buena cantidad de momentos que deslumbran por el cuidado visual y por el enrarecimiento que parece colmarlos, y el entusiasmo, en consecuencia, crece: parece seguro que Naishtat rechaza los lugares comunes del cine argentino sobre los 70, que lo hace por la vía del extrañamiento y que opta por narrar la vida de un pueblito de provincia y de una familia típica desde unas coordenadas cinematográficas singularísimas. La perspectiva es tan extraordinaria que uno puede llegar hasta a barajar hipótesis biográficas: el prodigio seguramente se explique (pensamos) si se toma en cuenta la edad de Naishtat, y no resulta imposible imaginar películas que le sigan a Rojo, todas hechas por directores jóvenes que no hayan vivido ni se hayan visto afectados directamente por la dictadura; películas que, como Rojo, tomen la década y sus lugares comunes para contar historias nuevas, para probar cosas, para hacer cine, en suma. Hasta que, de a poco, surgen los signos de la violencia y del golpe de Estado inminente, y la película, olvidada ya del tono inicial, se vuelve un compendio improbable de los peores vicios del cine sobre la dictadura. La decepción es doble: Rojo pasa a engordar el catálogo sobredimensionado de películas sobre la dictadura, pero lo hace después después de haber prometido otra cosa mucho mejor. La incertidumbre del comienzo, fuente de una inquietud difícil de explicar, la misma que volvía a Historia del miedo una película inmediatamente distinguible, deviene una sátira ramplona: ya no hay misterio, solo lectura gruesa (otra más) de la época. El interventor de la provincia (que nunca se nombra) recibe a unos vaqueros norteamericanos que vienen a dar un espectáculo: todo en el encuentro es grosero y sobreactuado, al punto que la escena hasta tiene un buen timing para la comedia (gracias sobre todo a Alberto Suárez). Ahí uno duda, piensa que tal vez Rojo no haya abandonado de todo el tono un poco deforme del comienzo, que quizás, a fin de cuentas, se atreva a desmontar por la vía del grotesco el típico retrato del funcionario autoritario. Pero no, de nuevo, somos dejados con nuestros falsos pronósticos: ese grotesco no supone un enrarecimiento, sino que es el clima que de allí en más adoptará el relato. El misterio en torno del comienzo, que funcionaba como combustible de una propuesta experimental sin precedentes, por otra parte, es agotado y explicado: el altercado entre Claudio y un hombre enloquecido tiene ahora un marco narrativo que le da sentido y liquida cualquier incertidumbre; lo mismo vale para el plano inicial, donde se veía a un montón de personas vaciando parsimoniosamente una casa; la fuerza de ese plano es demolida por la explicación que le sigue después. Cerca del final, la película se degrada a una velocidad increíble: no solo no queda nada del tratamiento del principio, sino que el director pareciera esforzarse por transformar Rojo en otro retrato penoso, subrayado, de los 70, de esos que supieron poblar la cartelera local (en especial del Gaumont) la última década. La hija de Claudio resiste los avances de Santiago, su novio, y este la ve en los ensayos de teatro de la escuela muy cariñosa con un compañero. Como efecto de los celos, Santiago se vuelve un personaje oscuro que sale en auto con sus amigos y, al encontrarse a un chico de la escuela, lo interroga y amenaza. El reparto de rasgos resulta irrisorio: los del auto, pulcros, con pulóveres y engominados, autoritarios, soberbios, maltratan al chico de la calle, de rulos, con campera y jean, que lleva una guitarra. Santiago y sus amigos lo dejan y se van, pero el que maneja sugiere volver a buscarlo: vuelven, lo hacen subir con la falsa promesa de llevarlo a su casa; en la escena siguiente, una madre aparece desesperada en la iglesia porque su hijo no vuelve a la casa desde hace días. En pocas palabras: los celos y la alienación de Santiago y de sus compañeros, todos adolescentes, los transforma automáticamente en un grupo de tareas amateur que sale de noche a secuestrar y desaparecer hippies de pelo largo. Esas groserías se multiplican y resultan imposibles de enumerar. Otra escena difícil de soportar es la del show de Rudy Chernicoff, que invita a una espectadora a participar de un número de magia diciéndole “no me haga llamar al comando, señorita”. La chica sube, desaparece tras una puerta y el chiste del número reside en que los poderes del mago no alcanzan para traerla de vuelta. La película utiliza ese dispositivo para subrayar una vez más el sentido del relato, y tiene su momento más vergonzante cuando Chernicoff empieza a decir que la chica “no está más, despareció” varias veces. En ninguna de estas escenas hay algún resto de juego, de autoconsciencia que permitiera suponer que Naishtat, en vez de emplear seriamente esos recursos, se ríe de ellos, se los toma en solfa. Incluso el personaje de Alfredo Castro, un detective de gestos amanerados que promete recuperar algo del misterio del comienzo, se vuelve un insumo de la tosca maquinaria de sentido de la película. Por si quedaran dudas, el final llega con el acto escolar donde una maestra lee un texto sobre la importancia de los valores nacionales y donde se ve a los chicos representar La cautiva (recurso potente que, como el resto de los elementos, se transforma para peor: del movimiento hipnótico de los ensayos, el montaje pone el acento cada vez más en el rapto, gesto que se vuelve recurrente y que refuerza hasta el cansancio el tema del secuestro y la desaparición) El director hace varios primeros planos acusatorios de los asistentes, pueblerinos de clase media que convalidan de una u otra forma la violencia estatal (“che, parece que se viene el golpe”, le dice a Claudio su amigo justo antes de que comience la obra). La complicidad civil filmada con la misma factura imposible de las películas de denuncia de los 80, pero ya sin la conciencia respecto de los materiales propios que se evidenciaba al principio. Es poco común la carrera como director de Naishtat: de una película prometedora como Historia del miedo, que buscaba y encontraba (y sostenía, con éxito desigual) un tono singular, distintivo, pasa a otra como El movimiento, donde una voluntad de experimentar con las formas del cine se transforma enseguida en un ejercicio de estilo hueco, lleno de tics. Rojo podía ser la película que condujera al director nuevamente a las búsquedas de Historia del miedo, a la elaboración de una intriga puramente cinematográfica, al despliegue de una inquietud innombrable, al desarreglo lúdico de los géneros, pero resulta ser algo bastante peor: otra lectura complaciente de los 70 cuya rusticidad final no va en desmedro de sus ínfulas de sofisticación.
Los últimos días de la víctima El cine argentino comenzó a reflexionar sobre nuestra sociedad durante los sangrientos años de plomo, una vez instaurado el regreso a la democracia, mediante títulos ejemplares como La Historia Oficial (1984) y La Noche de los Lápices (1985), que nutrieron una temática ultra transitada, inclusive hasta décadas posteriores con las recordadas Garage Olimpo (1999) y Crónica de una Fuga (2006). Sin embargo, este tipo de acercamiento no es habitual. Porque Rojo (2018) retrata uno de los períodos más oscuros y sangrientos de nuestra historia, que abarca no sólo la última dictadura militar (1976-1983) sino también la tensión vivida en los turbulentos años previos, durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón. En la escena inicial del film, vemos un chalet moderno e impecable, ubicado en algún tranquilo suburbio del interior del país. Poco a poco, vamos convirtiéndonos en testigos de los procedimientos que comenzaba a ser una costumbre por aquella época, y percibimos que la propiedad guarda en su interior una historia como tantas otras igual de lamentables: el saqueo físico y el ultraje moral que moldearon la violencia y la impunidad que imperó durante una década nefasta. El germen de la desagradable dictadura se palpa como una creíble amenaza cuando la presencia militar, los grupos parapoliciales y el aparato interventor ganaban lugar en la escena, patrullando rutas y caminos, poblando despachos de entidades gubernamentales o invadiendo propiedades por la fuerza. Sin embargo, la secuencia inicial sería apenas el prólogo de un relato perturbador. Un extraño (notable Diego Cremonesi) acude a una cantina en una tranquila noche de provincia. Allí agrede a un reconocido abogado, en la piel de un monumental Darío Grandinetti. Éste, en lugar de huir, toma la mala decisión de buscar al agresor. Luego un episodio confuso derivará en tragedia. Después, el tiempo que pasa y la vida rutinaria que sigue su curso. Sin embargo, un turbio ofrecimiento de un amigo del matrimonio (Claudio Martínez Bel, una fantástica revelación) y la llegada de un infalible inspector desde Chile (encarnado de forma magistral por Alfredo Castro) para aclarar una misteriosa desaparición pondrán en peligro la apacible vida de este letrado. A partir de allí, una cadena de sucesos incontrolables va comprometiendo, más y más, la moral del abogado entrometido en los hechos y el silencio de su mujer (Andrea Frigerio, su consagración en la gran pantalla), cómplice del ocultamiento de un cadáver. Ambos se verán atrapados, producto de una escalada de violencia y una mala decisión que, accidentalmente, cambiará para siempre el rumbo de sus vidas. Inmersos en un laberinto sin retorno y presos en un país que se cae a pedazos, la película pone el acento sobre los principios éticos de este matrimonio, que se verá inserto en un laberinto teñido de muerte, secretos, apariencias e intrigas en medio de un murmullo generalizado que auguraba oscuros años por venir. Benjamín Naishtat elabora un cuidadoso estudio social acerca del preludio del horror que desembocaría en el Golpe de Estado, señales que se percibían en el aire enrarecido de un país a punto de estallar, del cual una sociedad cómplice y mediocre fue partícipe. Con una notable solvencia para atrapar al espectador mediante climas opresivos, el film incomoda desde el primer minuto. Asertivo en generar atmósfera de suspenso o sugestionarnos con el marcado uso de la música, Rojo se convierte en una perfecta pintura que retrata la violencia cotidiana que caracterizaba al país a mediados de los 70, cuando el golpe militar parecía inevitable. Gracias a un guión poblado de imágenes y simbolismos, Naishatat no deja ningún aspecto librado al azar y el film va sembrando, a medida que la trama avanza, un sinnúmero de metáforas y alegorías que sirven para explicar el clima de angustia, sometimiento y truculencia que caracterizaba a la Argentina de ese momento. Por otra parte, hecho que nos concientiza acerca de la verdadera naturaleza de una sociedad en cuyos cimientos se percibe una violencia sugerida, enquistada e implícitamente concebida. Basta ver el condenable corto publicitario de Bonafide para percibir lo horroroso de un simbolismo que parecía darse por sentado, como parábola del propio monstruo que cada sociedad fabrica para sí. La ambientación de época -omnipresente desde los títulos iniciales y un rojo saturado que inunda la pantalla- aporta las cuotas de elegancia, melodrama y suspenso que esta propuesta requiere. Impecable recreación mediante la puesta en escena para dar forma a un éxtasis visual, tan seductor como hipnótico, que tendrá su apoteosis en la recreación de un eclipse, cuya brillante secuencia plagada de lecturas subliminales desnuda los síntomas de una sociedad enferma. El realizador concibe un thriller psicológico perturbador, echando mano a una mixtura de géneros asumida con maestría. Con asombrosa ductilidad, utiliza marcas del lenguaje cinematográfico de aquel entonces como fuente intertextual que nutre su propia impronta vintage. Así, el espectador disfrutará de una paleta de recursos (visuales y sonoros) que completan la experiencia y brindan una estética de época gracias a su precisa reconstrucción. Con sutileza en el tratamiento fotográfico y un marcado uso del zoom y del encuadre, el film deja postales magníficas (como las escenas que transcurren en el árido desierto) cuyas influencias se perciben en referencias al cine de los 70, desde Francis Ford Coppola, pasando por Brian De Palma y llegando a Michelangelo Antonioni. Con reconocibles reminiscencias al cine comprometido de Adolfo Aristarain, esta obra denuncia los secretos que todo pueblo oculta bajo una apacible apariencia, mientras el fantasma del Golpe de Estado va trazando un microcosmos contaminado de la mentira y la codicia que ostentan los poderosos. El autor no deja margen para la duda: el oportunismo y las apariencias de las clases acomodadas son un mal enquistado en el tejido social, vehículo para reflexionar sobre nuestra identidad, nuestros problemas sociales y nuestra realidad. Naishtat describe una Argentina al borde del colapso y la génesis de su desintegración financiera, política y moral. En donde el “rojo” alude a la represión política, a la sangre derramada de los desaparecidos y a la luz de alerta en una sociedad hipócrita, todos inevitables sinónimos de una catástrofe que se avecinaba. Es la forma preferida por Rojo para denunciar la doble moral del ciudadano medio que elige mirar para otro lado y también retrata de modo cabal el rol decisivo que jugaron los medios masivos de comunicación: la radio, la televisión y los diarios. Haciendo mención a un evento con motivo de una exhibición provincial que pretendía fortalecer los lazos comerciales con el país del norte (un acontecimiento que tiene sus ecos en la actualidad), la excusa sirve para potenciar una mirada que -más allá de su acento sobre el colonialismo cultural- alerta sobre el papel que jugó Estados Unidos en el desencadenamiento de varios movimientos golpistas en Sudamérica. La fábula funciona como disparador y toma de conciencia sobre tensiones que se adivinan en la superficie y encuentran su perfecta consumación gracias al pulso firme de un cineasta con ideas claras y en dominio absoluto para delinear las imágenes de la barbarie. Rojo se consolida como un manifiesto social y político, un ejercicio de cine de alta calidad, sagaz e inquietante al correr el velo sobre las falsas caras que habitan nuestra sociedad. La oscuridad que se cernía sobre nuestro país en este punto del conflicto -el caldo de cultivo y punto de ebullición que se coronaría en el lamentable 24 de marzo de 1976- encuentra tres paralelismos notables que el director inserta en el film como subtramas. Por un lado, el despertar sexual de una joven, representado mediante un juego teatral que resignifica los celos de su pareja masculina como enésimo simbolismo de la violencia subterránea, del abuso de poder y la dominación. De igual forma, lo perturbador que puede resultar un simple acto de magia de un club nocturno, que simboliza a los desaparecidos por el régimen, a la vez que exhibe a una sociedad miserable y corrupta, donde en el discurso mismo se avalaba implícitamente el horror y el maltrato. Por último, un evento escolar cuya discursiva y puesta en acto exhibe los disfraces y las máscaras bajo las que se ocultaba una comunidad hipócrita. Es bienvenida la propuesta de Naishtat en medio del irregular panorama que ofrece el cine nacional a lo largo de este año. El suceso en boleterías del “mes INCAA” se nutrió de propuestas de gran calidad que ofrece nuestro cine de la mano de grandes films como Acusada, La Quietud, El Ángel, Mi Obra Maestra y El Amor Menos Pensado. Su contraste resulta la gran cantidad de producciones que pueblan la cartelera, semana a semana, con películas nacionales de escasísima calidad narrativa y pobre factura técnica. De esta comparación se adivina un presente de nuestro cine un tanto irregular y dentro de este panorama desconcertante, buscando su lugar en este mapa cinematográfico, surge una obra tan singular y meritoria como Rojo. La evidente muestra de que un notable director, con un gran guión en sus manos y unas ideas estéticas sólidas, puede llevar a cabo un producto creativo, innovador, con destino de clásico y capaz de competir internacionalmente en festivales. Con apenas 32 años y un par de largometrajes en su haber (Historia del Miedo y El Movimiento), Naishtat concibe una obra maestra de nuestro cine contemporáneo.
Rojo, un eclipse entre la decencia y la moral Sobre la estructura de un policial, no muy formal, se despliega el drama social que retrata la complicidad de la sociedad civil que dio lugar al golpe del ‘76. Tensión, oscuridades y violencia, bajo un eclipse rojo visto desde un pequeño pueblo de provincia. (Por Patricia Chaina (Especial para Motor Económico)) Una noche de 1975, un hombre joven (Diego Cremonesi), de pelo más bien largo y buenos bigotes, llega a un pequeño pueblo de provincia y en un restaurant, sin que medien motivos claros, comienza una discusión con un habitué del lugar (Darío Grandinetti) que espera a su esposa (Andrea Frigerio) para cenar. La marca del absurdo y la ruptura de los límites en situaciones atravesadas por un nivel extremo de violencia, se instalan en el relato a partir de esa escena donde la discusión pasa de la formalidad de un reclamo por una mesa libre en un restaurante, a la humillación, la furia expuesta en la sordidez de las palabras y los gestos que contienen el germen de un caudal atroz de violencia. Violencia que en principio es verbal. Pero la trama gira. Y crece. El insólito desenlace de esta escena, paradojal por cierto; donde el abogado sensato y metódico que interpreta con rigor, Grandinetti, muestra el filo de la daga que puede blandir el hombre tranquilo de un pueblo pequeño; establece el corazón del relato diseñado por Benjamin Naishtat. En ésta película, Naishtat decide contar a través de una trama policial -hay misterios, muertes y un detective chileno (Alfredo Castro) que investiga un caso- cómo se comporta una sociedad dispuesta a ocultar, ignorar y olvidar lo injusto, con tal de seguir siendo esa “gente común, que va a trabajar con alegría”, como dice el personaje que interpreta Susana Pampín. Lo atroz se convierte en norma. La violencia reglamenta las conductas. Y bajo la luz roja de un eclipse, Naishtat ilumina un sector determinante en la composición social que dará lugar a la dictadura del 76’, el estrato civil, la trama de lo humano que sostuvo la moral ficticia que permitió el genocidio. Porque en ese “vivir tranquilos”, el director lee “un eufemismo para pedir sangre”, como declara. Así, Rojo se convierte en un thriller psicológico, de características sombrías, con toques de comedia negra y un trasfondo realista donde se sublima lo histórico y se alumbra el presente. Ese es el juego al que apuesta el joven director, cuya familia, oriunda de Córdoba, vivió el exilio en los 70. Rojo es su tercer largometraje, luego de El Movimiento (ganador del Premio a Mejor Película en el Festival de Mar Del Plata, en 2015) y de La historia del miedo, que en 2014 participo de la sección oficial de la Berlinale. Y con los premios logrados en San Sebastián por este filme, Naishtat anticipa su ingreso a la historia del cine nacional: Mejor Actor para Grandinetti, Mejor Director para Naishtat y Mejor Fotografía para Pedro Sotero y su equipo, que venían de hacer grandes películas como “Aquarius”, bajo la dirección de Kleber Mendonça Filho. Rojo afiche.jpg Ficha: Título: Rojo /Origen: Argentina, Brasil, Francia, Holanda y Alemania/ Año: 2018/Director: Benjamín Naishtat /Fotografía: Pedro Sotero / Dirección de Arte: Julieta Dolinsky/ Elenco: Dario Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Laura Grandi
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Eclipse, comunismo, sangre. Rojo es el tercer largometraje de Benjamín Naishtat, previamente vimos en la pantalla grande Historias del miedo (2014) y El Movimiento (2015). Pero ahora nos enfrentamos a este film que nos trae desde el comienzo escenas cargadas de impotencia. Solo observamos un plano general fijo en el cual desfila un grupo de vecinos que vacían una casa, llevándose todo aquello que pertenece a algún lugar, un silencio inconmensurable; sin mucho preámbulo nos dirigimos inmediatamente a una discusión llena de palabras y violencia en un restaurante. La verborragia y el silencio de esas dos escenas ya nos prepara para enfrentarnos a un film con una temática cargada de cómplices, misterios, silencios y muertes. La película se sitúa en un pueblo de provincia de Argentina, en el año 1975, cabe aclarar que estamos hablando del auge de la Triple A y de un Golpe de Estado que estaba tocando las puertas de la democracia. Rojo tiene como protagonista a Claudio Morán (Darío Grandinetti), quien es el abogado del pueblo, reverenciado por la comunidad, padre de familia y profesional de bien. Asimismo, la historia cuenta con un relato coral ya que cada personaje que se nos presenta acarrea un presente que incomoda y cuestiona los acontecimientos de la época, a partir de las miserias, encubrimientos, extorsiones y el eterno pálpito de la llegada a una de las épocas más oscuras que atravesó Argentina durante siete años. Benjamín Naishtat se consagra con este filme al atravesar diferentes géneros, que van de la comedia negra (ministro recibiendo a los vaqueros norteamericanos), al thriller policial (el drama familiar), al policial (una estafa, una muerte y un detective) y porqué no decir de un western (con la presencia de desiertos). Por último, me gustaría resaltar el excelente trabajo de arte y fotografía , la elección de colores, el vestuario, los eternos cigarrillos fumados, los cabellos engominados que juntos contribuyen al infierno que se vive en un pueblo pequeño en el que todos son cómplices al mirar hacia otro lado.
Comencemos por el principio. No del relato sino del recibimiento que tuvo Rojo, película ganadora de tres premios -Mejor Dirección, Fotografía y Actor- en el Festival Internacional de San Sebastián 2018. Recordarán muchos de ustedes el video que circuló hace varias semanas donde Benjamín Naishtat (Historia del miedo, El movimiento) subía al escenario para agradecer y dar un discurso acerca del difícil momento que está atravesando el cine argentino actualmente en manos de “improvisados”. Un discurso que demostraba el compromiso del director al concluir diciendo: “La cultura dignifica, es parte de la dignidad de un pueblo y la dignidad no se negocia”. Ese compromiso que Naishtat asume en el modo de hacer frente y denunciar las atrocidades que está sufriendo el cine durante la gestión actual es también el que se observa a simple vista en lo que hace, en este caso, en su tercer largometraje, Rojo.
Lograda vuelta de tuerca sobre aquellos años setenta La década del ‘70 en la Argentina fue particularmente problemática y, año tras año, cada vez más dura y difícil. Tal es así que se ha hablado, se habla y se seguirá hablando, sobre esos tiempos no tan lejanos, que aún hoy repercuten de una u otra manera en todos nosotros. Para revisitar ese infame período Benjamín Naishtat, que en ese entonces no había nacido aún, nos cuenta una historia muy particular en dos planos distintos, donde utiliza ese contexto del clima enrarecido que había en el país de fondo para que, desde ese lugar, pueda valerse de ciertos elementos puntuales que conviene apreciar en la sala cinematográfica, y así narrarnos una película policial con intrigas, sospechas, nerviosismo, etc., cuyo protagonista es un abogado exitoso y reconocido en el pueblo de nombre Granada, pero que nunca supuso que lo que iba a ser una cena amena y plácida con su mujer en un buen restaurant, se transformaría en la peor de las pesadillas. El director toma como punto de partida del relato el año 1975, uno antes del golpe militar, donde se palpaba en el ambiente lo turbio que estaba el clima político, social, económico, intelectual y militar. Con una primera secuencia inicial contundente, respetando no sólo la ambientación, los vehículos, la música, el fumar dentro de espacios públicos, jingles radiales, publicidades televisivas, y la estética de las letras, con las que están escritos los nombres de los créditos, nos lleva inmediatamente a esos tiempos, a esa atmósfera agobiante, para identificarnos rápidamente con Claudio (Darío Grandinetti), llamado por sus vecinos y conocidos como el “Doctor”, quién está casado con Susana (Andrea Frigerio) y tienen una hija adolescente, Paula (Laura Grandinetti). Ellos son una familia feliz, viven bien en una cómoda casa, pero el protagonista es soberbio y eso, aunque no se dé cuenta en un principio, le trae problemas. En el transcurso de la narración ocurre una muerte, también negocios sucios, celos, culpa, gente que no está más, armado todo como un rompecabezas donde las piezas se van encastrando de tal modo que el espectador no pueda ir previendo nada. Para que el ritmo sea parejo el realizador aprovecha al máximo los autos que dispone. Hay pocas caminatas en el pueblo, generalmente son tomas fijas, en ciertos sectores antiguos, para que no aparezca en cuadro alguna imagen actual, que empañe el verosímil. Un policial que se precie de tal necesita de un detective, como Sinclair (Alfredo Castro), famoso en Chile que es contratado para investigar la muerte de un hombre. Él es molesto, inquisidor y quiere saber la verdad a toda costa. En este juego del gato y el ratón veremos quién se sale con la suya.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Este guionista y director argentino demuestra que las historias están al servicio de una premisa clara sobre la sociedad y el ser humano, como si todo lo que hacemos es la consecuencia de quienes somos. En este caso, sobre la hipocresía dentro en una comunidad, como los mecanismos violentos que co-existen y que aquí se suscitan como el germen de un estado dictatorial que vivió la Argentina posterior al relato. La película que transcurre por el año 1974 y se ocupa de esa naturaleza que pudimos ver en “Relatos Salvajes” sin ahondar en un tema ya conocido -o bien desarrollado en otras películas de manera más evidente- y que es ésa cicatriz que nuestro país aún cuestiona. El humor negro y el estilo que transita ROJO, también deja entrever el sello autoral que esperamos de una cinematografía nueva que logra atmósferas y que no subestima al espectador. La inteligente elección de Alfredo Castro Gómez, actor chileno, que denota una comprensión acabada del material, potencian a un Darío Grandinetti en una de sus mejores actuaciones, sino la mejor, y deja claro lo que sucede cuando dos grandes figuras tienen la oportunidad de trabajar juntas. El premio al mejor director que logró esta película en el Festival de San Sebastián demuestran cómo estamos ante la presencia de un artista responsable sobre lo que cuenta, cuando cuenta.
Benjamín Naishtat es uno de los realizadores argentinos más interesantes y creativos de la actualidad. Después de Historia del miedo y de la extraordinaria ficción política El movimiento, Rojo puede considerarse su film más accesible en términos narrativos, más cercano a los géneros clásicos (aquí el suspenso: hay un hecho violento que pende como una espada sobre el protagonista, un extraordinario y contenido Darío Grandinetti). Pero eso lo hace, también, mucho más rico en puesta en escena. El escenario es una ciudad del interior de la Argentina en 1975, cuando la violencia reinaba y la tragedia final estaba a la vuelta de la esquina. Hay una familia más o menos acomodada y hay hechos, pequeños o grandes, que se concatenan para pintar un fresco de época que es, en el fondo, una sátira social aunque (si bien no falta algo de humor) no sea una película “cómica”. Rojo se sostiene sobre una idea riquísima: que el espectáculo y la puesta en escena, la invención y la manipulación invisible a la que el cine nos invita son herramientas más efectivas para disparar el pensamiento que señalar con el dedo. Naishtat quiere que comprendamos a los personajes incluso en sus bajezas porque es la manera de ir al centro de la llaga. Hay, además, grandes momentos cinematográficos, algunos (el eclipse) de una enorme belleza y fuerza expresiva. No solo es una buena película: es de aquellas que siguen siendo interesantes cuando se prende la luz de la sala.
Si algo tiene "Rojo" es que no es una película del montón, y eso la hace más atractiva. Tampoco es una de esas que les gusta a todos, y eso obliga a que el espectador afine los sentidos. Esta es una historia ambientada en 1975 en un pueblo pequeño de la Argentina. Eran los momentos previos de la peor dictadura militar que sufrió este país y aquí es cuando se realza más el trabajo del director Benjamín Naishtat. Porque no puso el foco en los desaparecidos o en cómo mataban los militares, ya visto en tantas películas necesarias sobre ese tema, sino que quiso mostrar cómo fue el caldo de cultivo en la sociedad civil, y cómo eran (y lo siguen siendo) los poderosos. Claudio (logrado personaje de Grandinetti) es un abogado todoterreno, cuya impunidad disfruta. Después de una discusión circunstancial con un hombre en un restaurante sucede un hecho por el que cualquier mortal purgaría una condena. Pero él todo lo puede. O así parece. Hasta que llega un detective famoso (correcta labor de Alfredo Castro) y le quita la careta. La resolución de esta historia tiene una escena que recuerda el final de "La Patagonia rebelde", aunque el director le confesó a este diario que ese guiño fue involuntario. En esa mirada a cámara el personaje pasa de victimario a víctima. Pero, como en el rol de Héctor Alterio en aquel filme, tampoco genera lástima. Para ver, reflexionar y ejercitar la memoria.
MOSTRAR EL TRUCO A simple vista no es más que una casa común, de grandes dimensiones y aparentemente abandonada pero deja al descubierto un modus operandi: la complicidad social. Una connivencia silenciosa, aceptada, expuesta en diversos grados de violencia tanto privada como pública, exacerbada en la superficialidad de algunos comportamientos y en la manipulación del “deber ser”. La primera escena de la película lo demuestra con un desfile continuo de personas que saquean la propiedad: un señor con tapado, sombrero, zapatos y bastón que camina despacio con un reloj en brazos; una joven lleva bolsas con lo que parece ropa infantil; dos hombres cargan un televisor; una mujer con abrigo y bufanda abraza un espejo y otra señora mayor arrastra una carretilla con diversos objetos y le sonríe a un transeúnte que mira atónito la situación. Éste, una vez solo, se acerca a la puerta, la abre, echa un vistazo adentro y se va. Segundos después retoma sus pasos y, como el resto, ingresa al lugar. El nivel de agudeza colaborativa se sostiene gracias a la confianza, es decir, a la permanente construcción de pactos tácitos entre los miembros de la comunidad que habilitan el entrecruzamiento de barreras de toda índole para conseguir beneficios propios o justificar actos como los vecinos que irrumpen en la casa bajo la excusa de curosear, los arreglos por fuera de la ley, el sermón que humilla a un desconocido, los secretos familiares o la pasividad frente a las cada vez más usuales ausencias de personas, entre otros. Además, los acuerdos se afianzan mediante las miradas desinteresadas del pueblo que actúan con indiferencia, por ejemplo, con los llamados procedimientos, mantienen las actividades extras como tenis o salidas sociales para satisfacer el status y prolongan la idea del “ya pasó, no fue nada” como sucede después del exabrupto del restaurante o saber y ocultar información. Benjamín Naishtat articula esos aspectos con un despliegue de los ámbitos privados y públicos para crear una atmósfera cargada de detalles, alusiones, simbolismos, mensajes entre líneas y, en ocasiones, una abundancia de subtemas que dificulta su tratamiento en profundidad. Desde lo íntimo trabaja las cuestiones de pareja y los vínculos familiares como pilares de esa vida social. Por un lado, Claudio y Susana como un matrimonio consolidado, común y de renombre pero en el que se omiten algunas cuestiones; por otro, Paula, la hija de ambos, y Santiago como pareja joven que simula estabilidad pero donde ambos se desconocen. Él se muestra posesivo y apurado por mantener relaciones sexuales, mientras que ella es más reticente y se vincula con el arte, nexo que el joven no puede aprehender. La familia Morán no hace más que cumplir con lo que se espera de ella: comidas afuera, actividades sociales, invitaciones al hogar que redoblan la superficialidad, viajes, etc. En cambio, lo público abarca la totalidad de Rojo porque tiene que ver con el desarrollo del comportamiento social previo a la dictadura militar ya sea en algunos barrios (acá Granada, el desierto y Río Seco), en el gobierno encarnado en el interventor provincial que destraba un problema internacional con unos vaqueros norteamericanos, critica a un periodista que busca incomodarlo y asiste a la función de danza de una escuela, en la oficina particular de abogado de Claudio con sus dos clientes y hasta en la cultura desglosada en la fiesta popular con ganado y baile, la preparación de la muestra de danza o en la exposición en el museo. Incluso, el director añade dos micro-referencias importantes para la construcción del pensamiento colectivo como lo es la iglesia –a la que una madre asiste para que la ayuden a localizar al hijo– y la mención de las bellas artes y su estudio como algo errado, problemático y clandestino. Todo esto abordado desde dos perspectivas: una más inocente al comienzo y otra con una violencia recrudecida desde el eclipse. Por último, el director pone especial atención a lo discursivo abordándolo desde diferentes capas. Los diálogos que exaltan lo omitido y lo superfluo, los rumores que intensifican el clima apático, los anuncios de la época como el de Bonafide que refuerzan la individualidad nacional, lo lúdico como el juego TEG que advierte la llegada de la dictadura, la elección de “La cautiva” como obra a representar mediante el movimiento y los gestos en lugar de la palabra, los animales disecados tapados en el museo que se descubren mientras se cuenta una desdicha, el desierto como espacio de sacrificio, el acto de magia como aviso del futuro pero también como pasividad social o la acentuación del fortalecimiento de los lazos con Estados Unidos a través de los vaqueros o de los medios. Un trabajo fino que termina de revelar el encubrimiento directo o furtivo, los beneficios propios, la ceguera del renombre y los silencios que gritan verdades en paredes, objetos rotos y fotos con rostros casi irreconocibles. “¿Quién va a creer que un tercero es el dueño de la casa?”–le pregunta a su aparente amigo–. “¿Quién va a creer lo contario?”. Por Brenda Caletti @117Brenn
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Un mundo sin ley y sin dios Premiada en el Festival de San Sebastián –Mejor Director, Actor y Fotografía-, la película de Naishtat se sumerge en un pozo hediondo de silencios cómplices, con la inminencia de una dictadura brutal. Una película urgente, de su tiempo. Tiempo de maleficios, de pactos siniestros. El eclipse de sol vuelve rojo al mundo, los ánimos se enrarecen. El año es 1975, Argentina. Se sabe, aun cuando el film no lo señale, que hay un “brujo” que sobrelleva alguna misión profunda, de esas para las que se necesitan iluminados o similares, capaces de decisiones finales. Como escena fulminante, es sobre la tierra yerma y desierta que el (ex)policía chileno –ahora detective- dialoga con el abogado (Alfredo Castro y Darío Grandinetti), confrontados, a la manera de un western. El pleito sabrá resolverse de modo atendible, equilibrado, porque el enemigo es otro y más vale que haya acuerdo. La solidaridad es compartida. ¿No se da cuenta?, increpa el detective, mientras llora desesperado la amenaza de un mundo sin ley, sin dios. El rojo contiene aromas variados, de sangre y revuelta. La maldición que irradia el color acobarda a algunos, fascina a otros. Lo que está en juego es el tablero, esa extensión sin horizonte que las piezas habitan de manera calculada. Otras, más díscolas, lo han puesto en jaque. Territorio de cruces y revueltas, de conquistas y sangre derramada. Una muestra plástica –entre otras escenas memorables- representa a esos personajes, gauchos vueltos dibujos, estampados para el vernissage de los gestos de clase, atildados. El film de Benjamin Naishtat (Historia del miedo, El movimiento) presenta muchas situaciones similares, y las hilvana como si se tratara de la más natural recreación: son los detalles los que contienen el drama más profundo, terrible. El huevo de la serpiente, Bergman mediante, se ha incubado. El accionar sutil y malévolo está en los pequeños gestos que cifra la amistad pueblerina, de talante señorial impostado. Nada mejor que el inicio que el film elige, con la cámara situada en la fachada de una vivienda de barrio. De su puerta salen y entran personas que prolijamente algo se llevan. Es un día como cualquiera. ¿Cuál es la historia de esa casa, sumida ahora en un abandono que a nadie sorprende? El ritmo cotidiano, de sofocación lenta, tiene correlato con el clima sórdido que Michael Haneke supiera plasmar en La cinta blanca. El comportamiento barrial no se altera, sino que continúa en su tesón de conformismo y silencio cómplice. Acá no pasó nada. Así que más vale sacar provecho de lo que ha quedado sin uso. Como eco distorsivo de lo que sucedía en la película El Majestic, en donde el protagonista (Jim Carrey) era adoptado en lugar de quien había “desaparecido”, en Rojo a las ausencias se las disimula, no se las nombra y ladinamente se las consensúa. También un poco a la manera de esas miradas cínicas con las que Clint Eastwood coronaba el desenlace de Río místico, junto a la asfixia de las formas cotidianas y siniestras que Diego Lerman retratara en La mirada invisible. A pesar de su color, Rojo es negra y hedionda, como el mejor cine negro. Alguien no está, así como esos objetos que son prolijamente arrebatados de la casa y nadie echa en falta. Hasta que la investigación aparece, bajo la rúbrica del cine policial, antes bien: noir. A pesar de su color, Rojo es negra y hedionda, como el mejor cine negro. Hunde su mundo de cine lúcido en la espesura de una nebulosa moral, que alude a los dobles sentidos, a la ironía, a lo no dicho, a lo alusivo. En este caso, como ejemplo, es la obra teatral que la hija del abogado ensaya la que también guarda su adoctrinamiento, así como la función mágica con su acto de desapariciones (Rudy Chernicoff). O la relación sexual fallida que el novio no tolera, mientras ella apela a su período y tiñe de rojo las palabras. Machismo tempranamente incubado que reventará en la consumación de un silencio con continuidad en el porvenir. Al respecto, uno de los momentos mejores lo supone el diálogo en la iglesia, entre el detective chileno y la madre desesperada (Claudia Cantero) por la desaparición de su hijo. Allí se prefigura todo. La madre que increpa, y al hacerlo entiende que no tendrá de su lado más que a ella misma. El que está arrodillado y reza es él, cristiano y pinochetista. El ámbito donde todo sucede es un corolario edilicio, santificación mediante, de todo lo que ya sucede, de todo lo que habrá de ocurrir. El film de Benjamín Naishtat es notable, y sabe cómo organizar una puesta en escena de naturalidad sutil y torcida, a la que todos sus personajes ayudan gentilmente. Desde el rubro actoral, en donde Grandinetti ofrece un rostro inescrutable, preñado de lentes y bigote oscuros, quien también sobresale es Andrea Frigerio: los dos, siempre solícitos con los ademanes de la situación social, que gozan, así como indiferentes con el dolor que ha sido (el de la historia y sus ecos, sangrientos y de conquista, que repercuten a lo largo de todo el film) y cínicamente partícipes de un dolor todavía peor: el que sobrevendrá. El gran momento lo significa el acto de fin de curso, con el discurso de la profesora (Susana Pampin). Es la ceremonia de pacto demoníaco, el que tiene toda película de terror que se precie: allí cuando los acólitos del diablo se reúnen y celebran el éxito de la invocación malvada. Es admirable, porque evidencia la astucia estética, y señala a Rojo como una película urgente, de su tiempo: una época que no es otra más que ésta. El año 1975, la indefinición del lugar geográfico, toca a todos por igual. En este sentido, las palabras leídas por la docente teatral, con el asentimiento de quienes escuchan, prefiguran el terror organizado. Basta de política, se dice. Una bandera argentina, algo quebrada, acompaña el decorado del escenario.
La tercera peícula del director de “Historia del miedo” explora la Argentina de 1975 al contar la historia de un abogado (Darío Grandinetti) y su familia, quienes deben enfrentar complicadas situaciones que van enredándolos casi sin quererlo. Un potente retrato que analiza el otro lado de la violencia política de la época. Las dos primeras escenas de ROJO tienen muy poco que ver entre sí pero ambas son igualmente potentes. En la que da comienzo al filme se lee “En un provincia argentina, 1975” y se ve un plano fijo del exterior de una casa a la que gente va entrando y saliendo con distintos objetos. Eso es todo. No hay diálogos, nada. Es que no hace falta saber más –al menos para el espectador argentino o uno con cierto conocimiento de la historia del país– para imaginar lo que pudo haber sucedido ahí y lo que está sucediendo. La siguiente secuencia parece sacada de otra película, casi una de la misma época que el tercer filme de Benjamín Naishtat retrata. En un típico restaurante céntrico de esa ciudad, Claudio (Darío Grandinetti) se sienta a cenar en una mesa. Segundos después, otro hombre más joven que está parado ahí (Diego Cremonesi) empieza a quejarse en voz alta diciendo que él estaba primero y que el señor allí sentado no hace otra cosa que esperar a su demorada esposa (Andrea Frigerio). El tono sube y se arma una discusión que Claudio trata de mantener en un tono civilizado pero sutilmente paternalista. El otro, nervioso y tenso, se pone agresivo y temina yéndose del lugar poco antes que llegue ella. Lo que sucede de allí en adelante tal vez sea mejor no contarlo, pero digamos que la cosa entre estos dos hombres no termina ahí. La historia retoma meses después y se ocupa de esta pareja y sus hijos. El, abogado, lidia con un cliente que quiere hacer negocios con esa “casa abandonada”, mientras que su hija está ocupada en una producción de ballet en la escuela de la ciudad de provincia –nunca nombrada– en la que viven. Hay unos “gauchos norteamericanos” que vienen a hacer una exhibición y otros asuntos que dan a entender la tensión social y política que se vive en ese lugar y, por ende, en todo el país. Pero en un momento, el caso inicial reaparecerá en escena y las cosas se complicarán aún más, tomando matices de suspenso. Lo que sorprende de ROJO es su estructura y su tono, la manera en la que Naishtat va girando por distintos asuntos ligados a la vida de Claudio en ese lugar y tiempo precisos, yendo y viniendo de la parte, si se quiere, más policial del asunto. En ese sentido, es representativo de la época: cosas horribles podían estar sucediendo por debajo pero la “historia” seguía, en apariencia, normalmente. Y eso es lo que torna al filme inquietante. En medio de una velada social una mujer puede empezar a gritar y a llorar, y todos actúan sorprendidos cuando en el fondo saben a qué se debe… o puede deberse. En lo que respecta a lo formal, Naishtat por momentos juega con curiosos zooms, musicalización de época y una paleta de colores propia de cierto cine de los ’70, dándole a ROJO un look muy especial, por momentos de película de género de la época. En consonancia con la trama, la aparente normalidad se ve ensombrecida y extrañada por la puesta. Si los personajes callan, el director habla a través de sus imágenes, que presagian oscuridades por venir y que ya están manifestándose, cada vez de maneras más evidentes. Alfredo Castro, en el rol de un investigador llamado Sinclair, le da a ROJO aún más una estructura de película de género. Es, casi, un personaje de ficción dentro de la ficción, con su exagerada composición de “detective sabueso de televisión” (de hecho, eso es) que parece saberlo todo. A diferencia de Grandinetti, cuyo Claudio es de una contundente sequedad y contención –es, claramente, uno de los mejores trabajos de su carrera–, Sinclair no “hace que no sabe” lo que está pasando, sino todo lo contrario. En algún punto, es la otra cara de la misma moneda. ROJO apuesta a investigar ese silencio de las clases medias de la época, un poco a la manera de LA MUJER SIN CABEZA, de Lucrecia Martel, aunque de manera más directa, observando esa forma en la que el ascenso de la dictadura se fue normalizando, ocultando, aceptando y hasta pidiendo por parte de buena parte de los argentinos. Los protagonistas principales de los conflictos de entonces (los militares, las agrupaciones guerrilleras, la Triple A) casi no aparecen ni se los nombra. Es el gran vacío sobre el que la película se construye, al igual que la casa que abre el relato: una construcción sostenida a partir de ausencias que no harían más que incrementarse con el correr de los años. Más tradicional que su muy potente e igualmente política película previa, EL MOVIMIENTO, la nueva obra de Naishtat recupera cosas de su opera prima, HISTORIA DEL MIEDO, especialmente en la manera en la que inesperadas situaciones de violencia o absurdas chocan contra la aparente calma de personajes que prefieren creer que viven en lugares donde ese tipo de cosas no pasan. Seguridades y convicciones pueden destruirse de un momento a otro y Naishtat tiene la habilidad de generar impacto y tensión cuando estos quiebres se producen. Pero, a diferencia de otros cineastas como Michael Haneke o similares, Naishtat no hace que el espectador se vuelva contra sus protagonistas, ni los transforma en evidentes monstruos. Al contrario, trata (y en general logra) que nos identifiquemos con ellos, con su confusión, su temor y hasta entendamos sus decisiones, por más absurdas, peligrosas o equivocadas que sean. El silencio o la complicidad son características que no se manifiestan de manera evidente, sino que funcionan muchas veces por la negativa. Mirar para otro lado puede parecer una actitud pasiva, pero la historia nos deja claro que no lo es.
La historia en rojo Los años 70 y la dictadura genocida de 1976 han sido retratados por el cine nacional en múltiples oportunidades. Ficción, documental, series televisivas, personajes, organizaciones, sucesos particulares, porque más allá de la cantidad, las posibles miradas son inagotables. Es cierto que esta vasta producción también cuenta con repeticiones temáticas y formales, compromisos vacíos o miradas superficiales, pero este no es el caso de Rojo, la tercera película de Benjamin Naishtat (Historia del miedo, El movimiento), que se destaca con una mirada innovadora para abordar un tema poco visitado: la complicidad de un sector de la sociedad civil con el advenimiento del golpe. La película La historia transcurre en un pueblo de alguna provincia argentina, durante 1975. Allí parece habitar una comunidad que aspira a “trabajar y vivir en paz”, pero poco a poco, bajo la aparente calma, se descubre una realidad crecientemente represiva. Los personajes centrales: Claudio, un reconocido abogado interpretado por Darío Grandinetti, su esposa Susana (Andrea Frigerio) y Paula, su joven hija (Laura Grandinetti), configuran un modelo familiar respetado por la comunidad; pero tras su imagen exitosa, se descubrirán oscuros secretos. Un incidente con un desconocido (Diego Cremonesi) en un restaurante llevará al respetado abogado a recorrer oscuros caminos. Humillación, violencia, muerte, abandono, engaños, negocios sucios, mentiras y silencios. Una cadena de hechos que desnudarán la hipocresía de una sociedad. La película sigue códigos del género policial como también algunas pinceladas de western y humor negro. Crimen, huida, secretos, mentiras y, por supuesto, un particular detective, estrella de TV y ex policía chileno, Sinclair. Este personaje, interpretado por el chileno Alfredo Castro, irrumpe en la historia para quebrar toda tranquilidad y a la vez sacrificar sus destrezas en pos de mantener el "status quo". Son destacables el trabajo actoral de Castro, junto a Darío Grandinetti y Frigerio. Como lo han demostrado distintas obras literarias y audiovisuales, el policial negro tiene en las situaciones represivas y dictaduras latinoamericanas un adecuado escenario donde desarrollarse. La imagen y construcción formal de Rojo viaja en el tiempo y adopta los códigos del cine de la época que retrata. Desde el detallado trabajo de ambientación y arte, la paleta cromática y hasta los planos elegidos, con zooms y lentes de la época. La construcción sonora y musical, los detalles del lenguaje, todo aporta a sumergir al espectador en esos años. El año en que transcurre la película sucede uno de los puntos más altos del conflicto social, el Rodrigazo, con trabajadores organizados en coordinadoras interfabriles que tiran abajo un plan económico y al odiado ministro López Rega. La historia de Rojo transcurre pocos meses luego de estos hechos, cuando la clase dirigente y la burguesía aterradas por la fuerza social que se puso en movimiento aceleran cada una de las medidas represivas. Se intensifican los ataques de la triple A, se suceden intervenciones a localidades y provincias y se firman los decretos de aniquilamiento, todos antecedentes y preparativos de lo que vendrá a partir de marzo de 1976. Ante esta avanzada un importante sector de las clases medias o la "gente común" mantiene un silencio cómplice que está retratado en Rojo desde la primer escena. Una casa abandonada, de militantes atrapados o en huída, es el botín de saqueo de los respetables vecinos; sobre las ausencias o desapariciones se aplica el conocido "de eso no se habla" mientras la educación promueve el "no te metás". Cuando la persecución y la muerte ganan terreno, son la visita de unos cowboys norteamericanos, o la escapada para ver un eclipse, los puntos de atención de la vida cotidiana. El trabajo de inmersión en la época fue realizado por Naishtat y su equipo a partir de un intenso recorrido por material de archivo audiovisual y gráfico, como también apoyado en historias familiares y publicaciones recientes como Los años setenta de la gente común de Sebastián Carassai o 73/76 de Alicia Servetto. Desde esa búsqueda un archivo documental se inserta en la ficción para completar la cuidadosa caracterización del momento. No es un noticiero ni declaraciones de un político; en esta ocasión el género publicitario mostrará su capacidad de amoldarse a un momento y al mismo tiempo trasmitir los valores del mercado para todas las cuestiones de la vida. Conexiones Como todo relato histórico, este es construido desde un presente en particular, y en este caso son los mismos creadores de la obra quienes establecen algunos lazos. En distintas entrevistas tanto Naishdat como Grandinetti han planteado algunos puntos de contacto de la historia que desarrolla la película con situaciones actuales de fortalecimiento de sectores conservadores y las derechas en Latinoamérica y el mundo. La película, dijo el director, es un llamamiento a estar "muy activamente conscientes de la historia". El trabajo de fotografía estuvo a cargo del brasileño Pedro Sotero, quien trabajó en las producciones Sonidos vecinos y Aquarius, ambas críticas de la situación actual. En el reciente Festival de San Sebastián, Rojo obtuvo el premio al mejor director, mejor actor y fotografía, y al recibirlo Naishtat cuestionó las políticas culturales del actual gobierno con un discurso que tuvo amplia repercusión. La película comparte elementos de la temática con otras recientes realizaciones como La larga noche de Francisco Sanctis; sus realizadores, al igual que Naishdat, son parte del Colectivo de Cineastas, una nueva asociación que viene renovando la producción nacional desde la defensa del cine independiente y cuestionando las políticas de ajuste.