La maestría de Steven Spielberg se ratifica en esta versión de Amor sin barreras (West Side Story) que supera ampliamente a la original, mostrando qué la genialidad del realizador está a la altura de los más grandes maestros. El musical de Leonard Bernstein, Stephen Sondheim y Arthur Laurents, música, letra y guión, respectivamente, merecía una mejor adaptación cinematográfica, una que se desprendiera de su raíz teatral y explotara las posibilidades que esas canciones extraordinarias le daban. Steven Spielberg hizo exactamente eso y creó un nuevo clásico del musical, con algunas secuencias que ya nacieron para instalarse en la memoria cinematográfica. Esta versión muy libre de Romeo y Julieta está ambientada en la Nueva York de la década del cincuenta, en el West Side de la ciudad. Al inicio se ve que se están haciendo demoliciones para construir el Lincoln Center y es en esa zona que parece territorio de guerra, es donde transcurre la historia. A Steven Spielberg le alcanza y le sobra el comienzo para mostrar que la teatralidad del film anterior acá no se está. El director se atreve a construir nuevamente la ciudad, como si estuviera filmando en aquellos años, algo que otorgará algunos momentos tan deslumbrantes como asombrosos. Qué fácil es para Spielberg entrar en el mundo del cine, que sencillo se ve en sus manos el oficio de cineasta. No hay una sola escena que no sea puro cine. La versión de 1961 tenía demasiados artífices. El estudio, la censura, el coreógrafo genial y el director-productor mucho más práctico. Es sabido que Jerome Robbins fue echado del rodaje porque su minuciosidad era inaceptable. Y fue Robert Wise quien completó la película. Ambos ganaron el Oscar, aunque en realidad fue un premio al musical de Broadway más que a la película. Nueve premios, en una ola de amor por el musical que marcó el final de la edad dorada de Hollywood. West Side Story tenía música y letras modernas, aunque se veía como de la década del cincuenta. Las escenas filmadas por Robbins son un ballet espectacular, pero el estudio tenía razón, no iba a poder sostener eso por dos horas y media. Wise era más práctico y las coreografías de Robbins seguían allí, el problema era que fuera de los números musicales todo se veía muy acartonado, falso, definitivamente no cinematográfico. Las canciones eran irresistibles, algunas de una perfección jamás igualada. Ahora Spielberg usa esas canciones, las explota perfectamente, realiza cien cambios que no alteran el corazón de la historia y entrega una película completamente nueva. Aun conociendo el film original, lo que se ve acá es definitivo. Es verdad que una remake en manos de un genio es como tomar un primer borrador y corregirlo, pero Spielberg hace más que resolver tres o cuatro escenas imposibles de la versión de 1961. El director entiende que hay conflictos que fueron postergados y le agradece a la versión anterior adelantarse con algunas cosas, como el personaje de Anybodys, que acá recibe el espacio que con mucha osadía intentaban ubicar en la década de sesenta. Si la primera película respetó los paradigmas de esta época, la nueva también lo hace, con más aciertos que la original, consiguiendo un resultado intachable. Las coreografías del inicio de Amor sin barreras (1961) eran perfectas. Spielberg decide ser mucho más cinematográfico y que todo fluya de manera más realista, aun siendo un musical. Prefiere dejar los momentos coreográficos para más adelante. Sabe que la teatralidad ya no es aceptable. El punto es que todo en el director está coreografiado. Su cámara siempre se mueve con un ritmo y el montaje, siempre con su antiguo colaborador Michael Kahn (acá junto a Sarah Broshar, parte del team desde hace años), tiene la perfección milimétrica de todo su cine. Ver su trabajo es ver cine. Cómo consigue que cada posición de cámara sea perfecta y funcional, como narra con una claridad y un ritmo únicos, como si fuera el único capaz de entender de que se trata el cine. Parece exagerado, hasta que uno ve el resto de lo que se hace actualmente. Otro de sus colaboradores, el director de fotografía Janusz Kaminski, hace magia. Los exteriores se ven como los de un film de la década del cincuenta. Sí, con efectos especiales, vestuario y dirección de arte, pero se sienten de aquellos años por la luz, un trabajo aun más sorprendente. La historia es la misma, no hay que contarla. El final es mucho mejor, sin tampoco anticiparlo, y el elenco claramente está mejor que su antecesor. Spielberg hace que los actores parezcan nuevas estrellas, aunque algunos ya tienen experiencia, y que uno los imagine nacidos para el papel. Están bien en las partes musicales, pero también fuera de ellas, lo que también le hace ganar distancia con los de hace sesenta años atrás. Una escena, sin embargo, se lleva todos los laureles, aún en este conjunto magnífico. La canción América, una de las más sofisticadas y divertidas de todas, tiene una puesta en escena que tiene todo el impacto de la película original y la nueva en un solo número. De pronto, como suele ocurrir en Spielberg, toda la pantalla cobra vida, todo es posible, las imágenes se adueñan del mundo y pasamos a un nivel como espectadores que nadie más consigue hoy. Su cine es uno de los pocos que logra emocionar por la construcción visual, no porque la escena sea para llorar o dramática. Dan ganas de aplaudir cuando termina esa escena. Si alguna vez en esta era de streaming nos olvidamos del cine, de nuestro amor por la pantalla grande, ver Amor sin barreras será el antídoto perfecto. Aun se me pone la piel de gallina al recordar ese número. Ese es el cine. Y ese es, sobre todo, el cine de Steven Spielberg. Gracias por tanto, maestro.
Sobre la base de los “escombros” del musical cinematográfico, Steven Spielberg reinventa el género sin más ni menos que apelar a los rasgos más característicos y potentes del género, con una nostalgia que sale de la pantalla y envuelve a los espectadores Parecía una tarea riesgosa la de traer al Siglo XXI el clásico musical de todos los tiempos “West side story”. También podría sonar a capricho la férrea decisión del director de los más clásicos films de todos los tiempos de volver a contar esta historia de amor inoxidable. Pero con el solo inicio del relato, en el que las ruinas de un edificio demolido, que reúne a las dos bandas enfrentadas en la historia donde la búsqueda de identidad y defensa de las diferencias, vuelve a cobrar sentido en un mundo post pandémico donde la derecha avanza a paso firme. Que sobre la base de esas ruinas iniciales Spielberg decida construir su musical, no es una idea ingenua, es un posicionamiento político frente al género, frente al cine, es una declaración de amor a su profesión, como ya viene haciéndolo con su últimas producciones en las que cada vez más se ciñe a los elementos constitutivos de los géneros que elige. María y Tony (Rachel Zegler, Ansel Elgort) se aman, desde el primer momento que se ven. Pero no pueden hacerlo. Porque sus intereses son completamente opuestos. O al menos así quieren hacerle creer sus familias. Hermano sobreprotector, amigos que llevan por el mal camino, su amor podría ser la luz de esperanza para que las bandas rivales dejen de competir entre sí y ocasionar daños irreparables. El “West side story” de Spielberg tiene momentos de baile y música increíbles, pero no forzados, las canciones, en inglés, castellano y spanglish, hablan de un multiculturalismo propio que reinventó la idiosincrasia de un país que inevitablemente tuvo que aceptar el ingreso de otras miradas. La versión actualizada, además de contar con una cuidada reconstrucción de época y un brillo que trae una vez más al musical como realmente se merecía hacerlo, dialoga con la agenda actual de género, de conquistas, de diferencias, de diversidad, potenciando cada una de las canciones en la voz del talentoso cast seleccionado por el realizador. Película espectáculo, amor sin barreras, Spielberg construye, como nunca, una épica sobre los sueños y los deseos, pero también sobre elegir el camino más allá que los mandatos y las decisiones de los demás quieran torcer los destinos.
Las enfermedades sociales Amor sin Barreras (West Side Story, 1961), dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins y basada en el musical homónimo de Broadway de 1957 con libreto de Arthur Laurents, letras de Stephen Sondheim y música de Leonard Bernstein, en primera instancia fue una de las propuestas fundamentales de transición entre el musical clásico hollywoodense de los 40 y 50, artificial y tontuelo hasta la médula, y el musical autoreflexivo de los 70 y 80, el del genial Bob Fosse de Sweet Charity (1969), Cabaret (1972) y All That Jazz (1979), en donde se invierte la lógica narrativa hasta ese momento preponderante porque las canciones adquieren un dejo ilustrativo con respecto al desarrollo de personajes y no un rol decisivo en materia de la acción, un relato que comienza a avanzar por las secuencias dramáticas tradicionales sin música de por medio cual énfasis tácito en el parecer nihilista de fondo acerca del sustrato muy poco poético aunque culminante de la vida mundana de la mayoría de los mortales, planteo que por supuesto implica a su vez una burla por lo bajo hacia las sonseras formales fastuosas del período previo. La película incluso ofrecía una andanada de composiciones en verdad maravillosas, muchas de las cuales se transformaron en latiguillos del formato y hoy por cierto superan con creces a sus homólogas de tantas realizaciones semejantes, y además supo meterse con tópicos candentes de su época que definitivamente no han perdido vigencia con el transcurso de los muchos años desde entonces, como por ejemplo los problemas de la convivencia metropolitana entre colectividades muy diferentes, todos los prejuicios que intervienen y acrecientan las suspicacias del caso, la xenofobia de los anglosajones contra los inmigrantes latinos, el papel represor, bobo e intimidante de las autoridades policiales en la modernidad, los rituales juveniles de las capas marginales de las comunidades y en especial el surgimiento de las tribus urbanas durante las décadas de los 50 y 60, génesis que en el musical primigenio y el legendario opus de Wise toma la forma de dos pandillas de Nueva York, los Jets y los Sharks, caucásicos los primeros y boricuas los segundos, que siguen a los Montesco y los Capuleto de Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1597), la tragedia de William Shakespeare que inspiró a la trama a lo folletín culto. Steven Spielberg, cuando decidió encarar su versión de esta faena de amor prohibido entre exponentes de sectores supuestamente opuestos de la sociedad, repitió en público una y otra vez que su proyecto sería una nueva traslación cinematográfica del musical de 1957 pero la verdad es que el grueso de los espectadores leerá a Amor sin Barreras (West Side Story, 2021) como una remake de la joya eterna de 1961 por el simple hecho de que el cine es el lenguaje audiovisual predominante en todo el globo y el teatro lejos está de hacerle sombra, interpretación que de todos modos se condice en parte con los resultados artísticos del film de un director ya veterano con una carrera reciente sumamente despareja y/ o errática, basta con recordar trabajos mediocres como Las Aventuras de Tintín (The Adventures of Tintin, 2011) y El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016), otros apenas correctos en sintonía con Caballo de Guerra (War Horse, 2011), Lincoln (2012) y The Post (2017) y un par de obras estupendas como Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y Ready Player One (2018), ensalada que pone en primer plano su mentada ciclotimia entre la oscuridad descarnada de la vejez y la luminosidad de aquella juventud de los 70 y 80 que todavía sigue marcando el horizonte ideológico/ ético mediante un humanismo plagado de citas cinéfilas y un contexto donde la familia -ya sea la biológica/ heredada o aquella de la vida adulta, la de las parejas y los amigos elegidos- adquiere un rol crucial. Una vez más los Jets liderados por Riff (Mike Faist) y los Sharks de Bernardo (David Álvarez) se disputan un puñado de manzanas de Nueva York sin darse cuenta que ambas pandillas se parecen bastante, lo que lleva al amor entre el mejor amigo de Riff, Tony (Ansel Elgort), y la hermana de Bernardo, María (Rachel Zegler), clan puertorriqueño de inmigrantes que viven en un barrio apartado de los anglosajones. Bernardo, cuya pareja es Anita (Ariana DeBose), desea que su hermana salga con el anteojudo Chino (Josh Andrés Rivera), un estudiante de contabilidad, no obstante la chica se obsesiona con Tony, el cual trabaja en la farmacia de Valentina (Rita Moreno) y termina matando a Bernardo de un raudo cuchillazo luego de que éste asesinase a Riff en un enfrentamiento pautado para decidir quién controlará en adelante el territorio en pugna. Aunque no lo reconozca del todo el realizador tiene muy presente al convite de Wise y de hecho su versión arranca con un travelling en plan ofrenda que reemplaza las tomas aéreas de antaño por una descripción a ras del suelo del nuevo fetiche temático, uno hiper cómodo a nivel conceptual porque supone jugar con el diario de mañana ya leído, hablamos de una gentrificación, léase la reconversión de vecindarios derruidos o marginales en condominios de lujo vía especulación capitalista y diversas tácticas mafiosas de parte del Estado y los parásitos de las agencias inmobiliarias y los estudios de arquitectura, que por un lado funciona como una metáfora eficaz en materia de denunciar las estratagemas más espurias del poder público, hoy más que nunca en detrimento de los que menos tienen porque los norteamericanos nativos fueron inmigrantes blancos de otras épocas que no pudieron trepar a la clase media y los puertorriqueños, por su parte, continúan realizando tareas y oficios de excluidos por pura discriminación social consensuada, y por el otro lado lamentablemente banaliza a la trama en su conjunto porque tiende a boicotear desde el derrotismo nostálgico posmoderno, uno que conduce a la apatía o el odio inmóvil, a la lucha de los jóvenes entre sí y por su independencia identitaria/ tribal/ romántica ya que se da por sentado que ambos bandos padecerán de igual manera la expulsión de sus hogares en el corto plazo a instancias de una institución policial representada nuevamente por el Teniente Schrank (Corey Stoll) y el Oficial Krupke (Brian d’Arcy James), hoy más que basureadores de los adolescentes unos encargados de garantizar la paz hasta que sean desalojados para la reestructuración inmobiliaria en favor del capital concentrado y la alta burguesía. Más allá de algún que otro subrayado grueso que cae en el fetiche del nuevo milenio para con las sobreexplicaciones, como esa charla entre Tony y Riff en la que el primero nos aclara un montón de veces que se desentiende de los Jets porque maduró, más redundancias acerca del pasado inmediato como delincuente juvenil de Tony, su año en la cárcel y su buena relación con la maternal Valentina, el guión de Tony Kushner está bastante bien y respeta lo realizado por Ernest Lehman en 1961 aunque volcándose más hacia aquel orden de las canciones de las tablas. Spielberg hace exactamente lo que se espera de él en esta etapa de su trayectoria, primero oscureciendo la bella fotografía de Janusz Kaminski para alejarla de esos colores histéricos de la de Daniel L. Fapp para Wise y Robbins aunque reteniendo cierto impulso realista en materia del retrato de la mugre y de la crudeza metropolitana en su acepción mainstream, y segundo tratando de diferenciarse todo lo posible del gran clásico de los 60, como decíamos previamente, reordenando los números musicales, cambiando quién canta qué canción y a quién y sobre todo convirtiendo al querido Doc de Ned Glass, la figura sabia de la faena, en esta Valentina de Rita Moreno, quien en su momento supo componer a una Anita que era salvada por Doc de ser violada por los Jets y ahora rescata al personaje de DeBose en una secuencia que le baja demasiado la intensidad dramática al asunto desde un tufillo formal marketinero/ conservador que parece tener miedo de representar el abuso sexual, pensemos que la misma escena en el opus de Wise era más larga, más morbosa y estaba más orientada a apuntalar la dialéctica discursiva porque le importaba un comino la inexistente solidaridad femenina y el hecho de espantar a las feminazis que podrían estar viendo la película. Elgort está perfecto en lo suyo y no nos hace extrañar al igualmente simpático Richard Beymer y lo mismo puede decirse de un Faist que construye a un Riff más deprimente y peligroso que su homólogo algo aniñado de Russ Tamblyn, sin embargo sinceramente se extraña un montón a Natalie Wood porque su estampa era inconmensurable y la presente Zegler puede cantar sus propias canciones y no tener un acento latino ridículo pero carece del carisma de una Wood irremplazable, y en lo que atañe al resto del elenco principal -Álvarez, Rivera, DeBose, Stoll, James, etc.- todos están muy bien en sus respectivos personajes y por suerte aquí se decidió conservar al marimacho de Anybodys (antes Susan Oakes, hoy Iris Menas), lesbiana que anhela con pasión ser parte de los Jets y muta en la espía por antonomasia de los varones, y esta Moreno de 89 años aún cumple de maravillas como actriz, por ello se la premia haciéndola cantar el hit del musical, Somewhere, objeto de covers por parte de The Supremes, Barbra Streisand, Phil Collins, Pet Shop Boys y Tom Waits, entre muchos otros. Las coreografías de Justin Peck, siguiendo la eficacia de la propuesta pero no mucho más, son muy loables aunque no llegan al nivel de calidad de las magníficas de Robbins para Broadway y Hollywood, un señor que en un inicio se hizo cargo de los números musicales hasta que fue echado por The Mirisch Company, la productora de la propuesta de 1961, por pasarse de presupuesto en el rodaje, ganándose el apoyo de Wise, Bernstein y Laurents, un trío que siguió colaborando con el coreógrafo a pesar de que Robbins testificó en el infame Comité de Actividades Antiestadounidenses durante la caza de brujas anticomunista y los mismos Bernstein y Laurents habían sido incluidos en las listas negras. En este sentido, el diseño de títulos de Adam Stockhausen, Edward Bursch y el propio Spielberg no le llega a los talones a lo hecho por Saul Bass en el opus original, recordemos esos graffitis del final que hoy son en cierta medida también homenajeados, y la sutil edición de Sarah Broshar y Michael Kahn dignifica a esta remake maquillada pero no tiene punto de comparación con aquella de Thomas Stanford, artífice de un montaje bastante abstracto que en el recordado prólogo anticipaba la dinámica de los videoclips al presentarnos la rivalidad entre los Jets y los Sharks mediante un encadenamiento temporal difuso que cubría un extenso período de tiempo condensado en pantalla en apenas unos minutos, antinomia con respecto a las dos jornadas que abarcaba la película de Wise. Spielberg por momentos pareciera reconocer la inferioridad y por ello se contenta con redondear un trabajo muy medido a escala anímica y respetuoso para con el pasado que aggiorna detalles varios aquí o allá, como la mencionada gentrificación y el intento muy light de violación en manada, sin modificar a escala general este análisis de las “enfermedades sociales” de la explotación, el ninguneo y esos recelos paranoicos burgueses a los que apunta la letra de Gee, Officer Krupke, canción que todavía en nuestros días funciona como una parodia astuta de la criminalización de la adolescencia a nivel institucional, a la que se suman América, sobre la xenofobia y la farsa del “sueño americano”, composiciones lúdicas en línea con Cool, I Feel Pretty y Jet Song e himnos de la balada romántica idealista como María, One Hand, One Heart y la misma Somewhere…
El remake de un clásico como Amor sin barreras (West Side Story) era un desafío al que, a priori, pocos directores se atreverían a enfrentar. Lo más probable sería inclinarse por una nueva versión con cambios profundos (de época, personajes, etc.), como fue por ejemplo el caso de A Star is Born. Pero Steven Spielberg ha optado, por lo contrario, a reproducir casi totalmente el clásico de Robert Wise y Jerome Robbins sesenta años después. La trama es por demás conocida, con el enfrentamiento en Nueva York de dos grupos raciales muy diferenciados: los muy americanos Jets y los portorriqueños Sharks. Hasta se podría afirmar que el director intentó acrecentar el contraste entre ambas bandas, eligiendo para el personaje de María a la joven Rachel Zegler, quien heredó de su madre colombiana rasgos que encuadran bien en su personaje, quizás mejorando al de Natalie Wood en la primera versión. Resulta evidente el eficiente trabajo de casting, que involucró a unas treinta mil personas y que también acertó en la elección de Ansel Elgert (Baby Driver) en el rol de Tony, superando claramente a Richard Beymer, de la primera versión fílmica. Comparar a la Anita de Ariana DeBose con la original de 1961 (papel que le valió a Rita Moreno el Oscar como mejor actriz de reparto) resulta más difícil ya que ambas actrices deslumbran encarnando a un personaje importante en la trama, como lo es la hermana de Bernardo, líder de los Sharks. Que Spielberg haya decidido crear un personaje nuevo (Valentina) interpretado por la que cumplirá 90 años (obviamente Rita Moreno) justo el día en que el film se estrena en Argentina y un día antes en los Estados Unidos, es aun otro acierto de la producción. West Side Story fue primero una obra musical presentada en Broadway en 1957, con algunas escenas coloridas como la de un baile en un gran salón; particularmente en esta versión se realza el contraste en las tonalidades de la vestimenta de los Jets (verde predominante) con la de los Sharks (rojizo). Es allí donde María y Tony se cruzan por primera vez, con él recientemente liberado de la prisión al haber herido gravemente a un miembro de los integrantes de Puerto Rico y dispuesto a no reincidir en combates junto a los Jets. La banda sonora de Elmer Bernstein y la letra de las canciones del fallecido Stephen Sondheim no han cambiado, con puntos fuertes en “América”, “Tonight” y “I Feel Pretty”, entre otras. En esta versión se escuchan con mayor frecuencia parlamentos en castellano, obviamente en los diálogos de los Sharks, realzando aún más las diferencias étnicas que existen entre ambos grupos. El enfrentamiento final, con dolorosas consecuencias para ambas bandas, recuerda a los de Capuletos y Montescos, segura fuente de inspiración de Amor sin barreras. Ese final trágico es sin embargo esperanzador, aunque elevado en el costo de pérdidas afectivas y humanas.
La mítica «West Side Story» regresa a los cines de la mano de Steven Spielberg, en una remake entretenida y poderosa.
Es 1957, y el estreno de una adaptación libre de Romeo & Juliet de Shakespeare, esta vez en versión musical, marcaría un antes y un después en la historia. West Side Story (Amor sin Barreras) con su libro adaptado por Arthur Laurents, música del genial Leonard Bernstein, letras del debutante Stephen Sondheim y coreografías de Jerome Robins, no solo sería un éxito de Broadway, sino que solo 4 años más tarde sería llevada a la pantalla grande dirigida por Robert Weize en conjunto con el mismísimo Robins, y al igual que su contraparte teatral, fue un éxito arrasador. 60 años después, Steven Spielberg decide hacer una remake de esta romántica tragedia, y es ahora el momento de ponernos de pie.
En 1957 se estrenó en Broadway “West Side Story”, un musical que hizo historia. Stephen Sondheim escribió los textos mientras que Leonard Bernstein, Saul Chaplin e Irwin Kostal se encargaron de la música. ¿La historia?: La de “Romeo y Julieta” trasladada a Nueva York. En la obra de Shakespeare,el problema era un amor prohibido entre Monstescos y Capuletos, mientras que en el musical era una historia que enfrentaba a puertoriqueños con yankys. Eso, más un barrio a punto de ser pasado por encima por un proyecto urbanistico y un desfile de situaciones extremas, que al igual que la original, deja un rastro de sangre y varios muertos. En 1961 se estrenó la versión cinematográfica y resultó en un hito, un musical que arrasó en la entrega de los Oscar de ese año y que resiste el paso del tiempo. Desde hace unos años Steven Spielberg venía diciendo que estaba interesado en dirigir un musical y cuando se supo que dejaba la preparación de la próxima película de Indiana Jones para meterse de lleno en la remake de West Side Story muchos se sorprendieron. La película original dirigida por Jerome Robbins y Robert Wise es un clásico que, en principio, no necesitaba ninguna revisión y sin embargo el estreno de la nueva versión termina por explicar la razón por la cual Spielberg se interesó en traer de nuevo la historia de María y Tony al cine. El primer anuncio de la producción de la nueva versión fue que se realizaría un casting multitudinario, porque querían caras nuevas y un elenco multiétnico. Digamos que ver hoy la versión original produce cierta extrañeza quizás porque parte del elenco de aquella película fue maquillado para parecer más morenos y aparentar ser latinos. No somos de plegarnos a las agendas de moda pero la verdad es que una vez que se conoce ese dato es imposible no pensar en aquellos actos del 25 de mayo donde se pintaba con corcho quemado a algún niño para que hiciera de vendedor de mazamorra. María (Rachel Zagler) es una inmigrante de Puerto Rico que vive en Nueva York junto a su hermano Bernardo (David Alvarez) que está de novio con Anita (Ariana DeBose) y en el momento de empezar la historia el barrio donde viven está a punto de cambiar para siempre. Pese al cambio inminente, el territorio está en disputa los latinos y los yankys se enfrentan a través de dos bandas los Jets y los Sharks. Por el lado de los norteamericanos, tenemos la participación especial de Tony (Ansel Elgort) que viene de pasar un año en la cárcel por haberle propinado una golpiza a otro muchacho. Después del número inicial que rinde tributo a la película de 1961, entramos de lleno a la historia. María y Tony se van a enamorar de manera fulminante, el hermano de María no puede creer que su hermana se haya enganchado con un “polaco” y los Jets tampoco están contentos con que Tony se haya enamorado de una latina. Tony siente culpa por su pasado y está dispuesto a dejar las peleas. Los números clásicos cobran nueva vida y la complejidad de los textos de Sodenheim brillan porque son válidos aún hoy. 2021 parece arrastrar las problemáticas del SXX: racismo, pertenencia, necesidades básicas insatisfechas y gente que tiene que dejar su país para buscar suerte en otro lado, por nombrar solamente algunos temas que siguen sin respuesta. Spielberg sabía lo que hacía cuando decidió tomar esta historia y ponerse detrás de las cámaras para hablar de ciertas cosas que todavía están vigentes y a eso le agregó una decisión, que veremos como le sale en su país, de no poner subtitulado a los diálogos en castellano. Fuera de esos temas “políticos” el nuevo West Side Story tiene destino de clásico y nos trae una nueva estrella que se llama Ariana DeBose, encargada de interpretar a Anita, el personaje que le hizo ganar un Oscar en 1961 a Rita Moreno que, dicho sea de paso, participa de esta nueva versión en un personaje que fue creado especialmente para ella. AMOR SIN BARRERAS West Side Story. Estados Unidos, 2021. Dirección: Steven Spielberg. Intérpretes: Ansel Elgort, Rachel Zegler, Ariana DeBose, David Alvarez, Mike Faist, Rita Moreno, Corey Stoll, Brian d’Arcy James, Josh Andrés Rivera e Iris Menas. Guion: Tony Kushner. Fotografía: Janusz Kaminski. Edición: Sarah Brosher y Michael Kahn. Música: Leonard Bernstein y Stephen Sondheim. Distribuidora: Disney (20th Century Studios). Duración: 146 minutos.
En un par de semanas (más precisamente el 18 de diciembre), Steven Spielberg cumplirá 75 años. Su carrera como director ya supera largamente el medio siglo y en esas más de cinco décadas había filmado de todo... menos un musical. Esa cuenta pendiente queda saldada con la remake de Amor sin barreras (West Side Story), que lo encuenta cumpliendo lo que al parecer es un viejo sueño (la película está dedicada a su padre). Cualquier cinéfilo podrá preguntar(se): ¿Por qué? ¿Para qué volver a filmar esta historia de amor, de locura y de odio que ganó diez premios Oscar, incluido el principal a Mejor Película? Uno podría bucear en sus declaraciones, en su amor por el cine clásico y los géneros populares, pero podríamos responder también con otra pregunta: ¿Y por qué no? O, simplemente, porque puede, porque tras 50 años detrás de cámara tiene los pergaminos y el poder suficiente como para hacer lo que se le dé la gana. Sumamente respetuosa de la historia original (el show de Broadway es de 1957 y la película dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins con Natalie Wood, Richard Beymer y Rita Moreno a partir de la música de Leonard Bernstein y las letras de Stephen Sondheim es de 1961), pero al mismo tiempo con innegables resonancias actuales (sobre todo de la era Trump), se trata de una notable incursión en el género que no hace otra cosa que ratificar la maestría y la ductilidad de unos de los grandes directores de la historia del cine desde los años '70 hasta hoy. Lejos del glamour, la estilización cool o el regodeo pop de los Lin-Manuel Miranda, los Baz Luhrmann o los Rob Marshall, Spielberg opta por un musical más austero, más contenido y -sí- más clásico: no es que a Amor sin barreras, que no es otra cosa que una adaptación de Romeo y Julieta a las calles de la Nueva York de los años '50, le falte a espectacularidad (ya el plano secuencia aéreo del inicial con la cámara apostando a un encuadre cenital para mostrar el derruido Hell’s Kitchen en un Upper West Side que parece zona de guerra es portentoso), pero sin traicionar el espíritu del género lo suyo es siempre funcional a la historia principal. Nada de caprichos, florituras o desbordes accesorios, superfluos e innecesarios. El Romeo y la Julieta de la película son Tony (un Ansel Elgort que merece ser reivindicado en plan Marlon Brando) y María (Rachel Zegler). Y el amor es prohibido porque está amenazado por el odio del entorno, ese que enfrenta a los Sharks de origen puertorriqueño con los Jets, una pandilla de jóvenes estadounidenses de familias que en muchos casos provienen de Europa (el personaje de Elgort tiene raíces polacas). Sí, el racismo, el nacionalismo, el orgullo, la identidad y esa supesta “pureza” que no hace otra cosa que alimentar el odio y la violencia. Las canciones, las interpretaciones, las coreografías están -vaya novedad- muy bien filmadas, pero jamás resultan ostentosas. En ese sentido, Amor sin barreras corre incluso el riesgo de no ser lo suficientemente demagógica con los consumidores habituales del género y que tampoco interese demasiado a los spielbergeanos que odian el musical y solo la verían por seguir la filmografía de su director favorito. Quizás una de las mayores audacias de Spielberg haya sido no solo elegir unos cuantos intérpretes latinos sino hacerlos hablar en muchos casos en español (y, según leí, sin doblar ni subtitular sus diálogos). El resto -no menor- pasa por el brillante trabajo de su habitual DF Janusz Kaminski y los aportes expresivos y vocales de Rachel Zegler como la Maria que interpretara Natalie Wood, la extraordinaria Ariana DeBose como Anita, David Alvarez como un boxeador llamado Bernardo que lidera los Sharks y la legendaria Rita Moreno, a sus 89 años, volviendo a la historia que coprotagonizó hace medio siglo, ahora en el papel de Valentina. Como ella, vale la pena regresar a Amor sin barreras de la mano de ese excelso narrador llamado Steven Spielberg.
Steven Spielberg cierra un curioso círculo histórico con su primer musical. El director pertenece a la generación que revolucionó Hollywood a fines de los 60 y principios de los 70, cuando parte de la crisis de los grandes estudios se materializó en el fracaso de taquilla de los musicales tradicionales, que pretendían ser la clave para competir con la TV (medio en el que él comenzó su carrera). Apartándose del drama pesimista y con crítica social de sus contemporáneos, el realizador demostró con Tiburón (1975) que sabía cómo complacer al público sin traicionarse a sí mismo, inaugurando la era de las películas de grandes presupuestos, pensadas para todo público. En pleno 2021, con un cine popular copado por superhéroes y franquicias, Spielberg toma una decisión que puede parecer reaccionaria y la convierte en revolucionaria: rehacer Amor sin barreras, digna representante del viejo Hollywood, utilizando el lenguaje del cine clásico, pero revitalizado. Desde la primera escena del film se instala esa sensación confusa de estar viendo algo viejo que resulta completamente nuevo. En esta Amor sin barreras los personajes cantan, bailan y actúan como en un musical clásico; mientras que los decorados destilan una realidad mágica, recreando aquella Nueva York que existió en la pantalla como un reflejo mitologizado de la ciudad. Spielberg no copia a la película de Robert Wise y Jerome Robbins: la homenajea y le imprime su marca, sin renegar de la expresa artificialidad del género. La adaptación que Tony Kushner hizo de la obra de Arthur Laurents ofrece una nueva perspectiva sobre el material original, que actualizaba a Romeo y Julieta a fines de los 50. En la nueva versión no se trata de traer la historia al presente, sino de hacer una relectura de ese pasado de mediados del siglo XX. Un barrio y una ciudad en plena transformación, los conflictos raciales entre sus habitantes latinos y los hijos de inmigrantes europeos que se consideran los verdaderos norteamericanos, la forma en la que la policía trata a unos y a otros, el problema de la vivienda que se va encareciendo y expulsando a parte de la población; son todos temas que estaban presentes en el original, pero aquí se los representa de una manera que implica una reflexión sobre su persistencia y la imposibilidad, al menos hasta ahora, de superarlos. Si por esta razón la flamante Amor sin barreras se ve como novedosa, en su clasicismo formal está la magia y belleza del viejo Hollywood. El sobresaliente trabajo del director de fotografía Janusz Kaminski (habitual colaborador de Spielberg), en sintonía con el diseño de producción de Adam Stockhausen, recuerda el esplendor que puede alcanzar una película de Hollywood, una carencia de los últimos estrenos más populares. El montaje a cargo de Sarah Broshar y Michael Kahn es un prodigio de ritmo, una edición pensada como una composición musical en sí misma, punteada por las acciones de los personajes y por las melodías de las inoxidables canciones de Leonard Bernstein y el recientemente fallecido Stephen Sondheim. Aunque su talento está más que probado, sorprende la capacidad de Spielberg para crear números musicales inolvidables, dándoles una vuelta de tuerca a algunos como “I Feel Pretty”, que cobra otro sentido y vuelo en esta versión; y “Gee, Officer Krupke”, que adquiere mayor profundidad y comicidad. Los cambios de “Somewhere” le dan una utilidad narrativa renovada y gran emotividad. La elección de incluir actores con raíces latinas y diálogos en castellano son otras formas de actualización de uno de los aspectos más criticados de la película de 1961. La debutante Rachel Zegler hace un trabajo impecable como María, el rol que tuvo Natalie Wood en el film original, mientras que Ansel Elgort, el único nombre reconocido entre los actores principales, demuestra talento musical pero ofrece una interpretación un tanto apagada. La urgencia del amor entre los protagonistas no consigue expresarse de forma tal que ciertos giros de la trama shakespereana convenzan al espectador, algo que tampoco sucedía en la original. Aún así, la enorme potencia expresiva del film barre con todos estos reparos. Los jóvenes enamorados quedan opacados por las arrolladoras actuaciones de Ariana DeBose como Anita, David Alvarez como Bernardo y, en especial, Mike Faist, quien profundiza la figura trágica de Riff, el líder de los Jets. En un mundo cinematográfico más justo los tres tendrían destino de estrellas. Rita Moreno, quien supo robarse el foco en el film original (y ganar un Oscar), lo hace de nuevo, con un personaje icónico, que cierra el círculo de su ilustre carrera.
Así como hay cineastas, como Wes Anderson, a los que con solo ver un fotograma de sus películas se acierta de inmediato su autoría, esta Amor sin barreras es un Steven Spielberg en estado puro. La película arranca con todo, sin textos pero con música, con un travelling al ras del piso y sobrevolando las cuadras de un vecindario marginal, donde transcurrirán la historia de amor de María y Tony, y los enfrentamientos entre los Sharks y los Jets, las pandillas de puertorriqueños y “blancos”, que en verdad tienen más cosas en común que en las que podrían estar en desacuerdo. Es el racismo, la opresión policial, es la falta de oportunidades de unos y otros en un microuniverso en el que la ciudad de Nueva York se expandía derrumbando viejos edificios y generando un nuevo sueño americano al que no todos podrían alcanzar. Es, siempre, una historia de rivalidades, de conflictos y desafíos. Amor sin barreras es un drama musical de 1957, que Robert Wise llevó al cine en 1961, que no ha perdido vigencia. Por más que el espectador quiera quedar prendido del romance prohibido entre Maria y Tony, al estilo Romeo y Julieta en el que se basa el original, el contexto pesa más que como mero trasfondo. La primera de Spielberg Y está, claro, la manera en que el director de Jurassic Park, que nunca se había “atrevido”, según sus propias palabras, a un musical, se dispone a narrarlo. Y toda su imaginería visual estalla desde la fotografía, de Janusz Kaminski, no siempre de colores estridentes, sino también oscura, con sombras y que abre y amplía espacios y ambientes de una escenografía que no parece de decorados. Spielberg no es fiel al filme -de hecho, siempre habló de actualizar la obra de teatro musical, y el guion de su amigo Tony Kushner (Munich, Lincoln) se basa en la obra-, que es el que todos recuerdan. No solo porque altera el orden de las canciones. Sigue estando Anybodys (ahora interpretado por la actriz no binaria Iris Menas), y cambia el sexo de algún personaje, como Doc, que ahora es Valentina, interpretada aquí por Rita Moreno, que en el original era Anita, a quien Doc salvaba de que la violaran los Jets. Ahora es Valentina la que salva a Anita, una excepcional Ariana DeBose (Hamilton). Y así como la escena que no llega a ser violación era más extensa y, si se quiere, morbosa para la época en la que se filmó, las peleas cuerpo a cuerpo, a navajazo limpio, resultan más violentas, rodadas con más vehemencia. Bueno, Spielberg no es Wise. Al margen de que llamó a Justin Peck para las coreografías del filme, y no son las mismas de Jerome Robbins. Lo cual no está mal ni está bien. Esta es la versión de Spielberg y sabe hacer lo que quiere al contar con el guiño, como lo obtuvo, de Stephen Sondheim, el letrista del musical original, único que estaba vivo cuando se realizó la película (el autor de Sweeney Todd falleció el viernes 26 de noviembre). Al frente de todo, y entre las luchas, los movimientos frenéticos de cámara, la iluminación y la artificiosidad, están ellos, los intérpretes. Rachel Zegler, que nunca había filmado una película, es todo un descubrimiento de Spielberg. No solo canta muy bien, sino que actúa con una desenvoltura en la que parece haberse reflejado de Ariana DeBose, que interpreta a su cuñada, Anita. Ansel Elgort, un Tony que le lleva más de una cabeza a María, tiene un ángel que hasta cuando canta -y no es cantante- atrae, seduce. Si la relación entre María y Tony encandila, ya se sabe que todo marchará sobre ruedas. Quizá los más esquemáticos roles planteados a los líderes de Sharks y Jets, Bernardo y Riff hacen que David Alvarez y Mike Feist (de Dear Evan Hansen) pierdan verosimilitud. Pero bueno, estamos hablando de gente que se expresa bailando y cantando, y bien cierto es que esta Amor sin barreras es de lo mejor en el género que se ha visto este año en los cines.
A comienzos de los años ´60 el director Robert Wise sobresalió en Hollywood como una especie de Rey Midas que convertía en sucesos comerciales los proyectos que desarrollaba con una calidad artística excepcional En apenas cinco años estrenó filmes que con el paso del tiempo obtuvieron la calificación de obras maestras y clásicos de sus respectivos géneros, como West Side Story (1961), The Haunting (1963), The Sound Of Music (1965) y The Sand Peebles (1966). Wise tenía una versatilidad increíble para pasar de los musicales a las historias de terror y luego al cine bélico con un dominio impecable de esos géneros. Por ese motivo los refritos de sus obras siempre fueron complicados de realizar debido a la jerarquía que poseían las películas originales. A mediado de los años ´90 Steven Spielberg intentó hacer una remake de The Haunting junto a Stephen King pero durante la producción no se pusieron de acuerdo con tono que debía tener la historia y el proyecto quedó en la nada. Eventualmente la dirección corrió por cuenta de Jan de Bot que brindó un film insulso donde lo único destacable fue el diseño de producción del argentino Eugenio Zanetti. King por su parte luego hizo su propia versión con la miniserie Red Rose. En este segundo intento por evocar los clásicos de Wise a Spielberg le salieron mejor las cosas con West Side Story donde consigue un enorme logro que parecía imposible. La remake tiene la virtud de superar a la original en varios aspectos artísticos que no se pueden ignorar. En principio el director tuvo la inteligencia de respetar el material original y no alterarlo con cambios argumentales modernos que hubieran sido innecesarios en este relato específico. Un particularidad especial de West Side Story es que más allá de adaptar el clásico romance de Romeo y Julieta en un contexto urbano, las problemáticas sociales que trabaja después de 60 años siguen vigentes en la sociedad actual. El racismo y la xenofobia hacia el inmigrante, la delincuencia juvenil y la cultura machista que termina por generar muertes sin sentido son temáticas cotidianas que están presentes en todos los continentes. Por ese motivo, aunque el conflicto se desarrolle en la Nueva York de los años ´50, los personajes conectan con el público ya que las causas de los conflictos que atraviesan siguen vigentes en la sociedad del 2021. Spielberg entendió perfectamente esta cuestión y por eso eligió no tocarle una coma al texto original ni hacer inventos extraños para satisfacer al fan service de la corrección política. Los cambios aparecen en la narrativa visual con la que se presenta la historia, donde la película deja en claro desde la secuencia inicial quién es el director detrás de las cámaras. A diferencia del film de 1961 que abría con una obertura de cuatro minutos, la remake va al grano con un fantástico plano secuencia que introduce de un modo más dinámico a la pandilla de los Jets. A partir del primer número musical, donde establece la tensión entre los personajes, el film elabora un espectáculo muy entretenido que no decae hasta su conclusión por el suspenso y el drama que tiene el conflicto. Spielberg escogió recrear la experiencia de la obra de Broadway con una puesta en escena más teatral. Si prestan atención a las escenas en exteriores van a notar que en ocasiones los edificios que aparecen en el fondo están pintados como el decorado de un teatro. Sin embargo la gran virtud de esta remake y el motivo por el que para mí supera a la original reside en el casting y las interpretaciones de los protagonistas. En la producción de Wise las figuras principales fueron dobladas por cantantes profesionales, mientras que el reparto de Spielberg ejecuta sus propias interpretaciones vocales con una labor estupenda. Muy especialmente ese gran hallazgo del director que resultó ser la debutante Rachel Zagler, quien supera claramente a la versión de María encarnada por Natalie Wood. Cada vez que aparece en escena la rompe con su carisma, la empatía que transmite en el rol y la ejecución de las canciones que son excelentes. Su labor en tema I Feel Pretty no solo le pasa el trapo a Wood sino a muchas actrices que vimos en musicales recientes, donde en algunos casos hasta deberían devolver el premio Oscar que recibieron. En la misma sintonía se encuentran los trabajos de los personajes secundarios en el que sobresalen también Ariana Debose, David Alvarez y Mike Faist. La diversidad que tenía West Side Story también está mejor representada con el casting del reparto general que reúne la remake. Rita Moreno, quien fue parte de la película original en esta versión cuenta con una simpática participación en un rol que antes fue encarnado por un hombre y aporta muy buenos momentos. En cuanto al trabajo de Ansel Elgort (Baby Driver) su labor es decente para tratarse de un actor que no contaba con la misma experiencia en el género musical que sus compañeros que pasaron por espectáculos de Broadway. Elgort brinda su mejor esfuerzo y consigue salir bien parado. Hace unos meses surgió el rumor en la prensa que a raíz de una denuncia que recibió por una causa de abuso sexual el estudio iba a editar sus escenas para concentrar el film en el rol de María. Al final eso no ocurrió y el trabajo de Spielberg le otorga al personaje de Tony el mismo espacio que tenía en la trama original. Lo cierto es que el debut en el género del director resultó más que positivo con una gran producción que sobresale entre los mejores estrenos hollywoodenses del año y acerca este clásico a una nueva generación de espectadores.
La remake de Steven Spielberg del clásico musical Sesenta años más tarde Spielberg ha logrado un facsímil atractivo y competente que no cambia mucho del original ni reinventa el género por ello. Steven Spielberg tiene la tarea poco envidiable de dirigir el remake de Amor sin barreras (West Side Story, 1961). Basada en el musical de Broadway de 1957 escrito por Arthur Laurents, Leonard Bernstein y Stephen Sondheim (recientemente fallecido), la película es una obra seminal que revolucionó el género por el intrincado ballet de su coreografía, la fusión vanguardista de su música y una pretendida crítica social. La historia adapta “Romeo y Julieta” de William Shakespeare a los barrios de Nueva York en los ‘50s y convierte a las dos familias mortalmente enemistadas en pandillas dividas por la tensión racial: los Jets blancos y los Sharks puertorriqueños. La ambientación utilizaba el tiempo presente en la versión de 1961 y la versión de 2021 preserva aquella época sin modernizarla. Quizás porque la nostalgia va de la mano con el género musical, quizás porque necesita la distancia de un cuento de hadas para tomarse en serio la cursilería de la historia. El foco de la historia se centra en el trágico romance entre Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler), cuyo amor a primera vista lleva a sus respectivos bandos al borde de la guerra. El líder de los Jets es Riff (Mike Faist), viejo amigo de Tony; el hermano de María, Bernardo (David Álvarez), encabeza a los Sharks. Mientras Tony y María cantan baladas melosas sobre la pureza de su amor, las pandillas destilan sus miserias en números musicales enérgicos pero de tono irónico: los Jets cantan sobre sus niñeces condicionantes, los Sharks sobre la insinceridad del sueño americano. Las letras de Sonheim introdujeron una oscuridad y mordacidad al género musical que Hollywood desconocía. Esencialmente la trama trata sobre los ciclos de violencia sistémica, y la posibilidad de que el amor los conquiste definitivamente. El nuevo guión es del dramaturgo Tony Kushner pero cambia poco y nada de la historia. Spielberg la realza con su característica fotografía a contraluz y movimientos de cámara hipnóticos en los que parece descubrir la acción por accidente a la vez que la retrata de manera espectacular. Junto a su colaborador Janusz Kaminski filma de una forma que transmite asombro e imbuye de realismo e inmediatez a uno de los géneros más artificiosos del cine. La otra gran novedad es una coreografía más intensa y descarnada que acorta la distancia entre intención y representación. Algunas actuaciones son desiguales o inconsistentes. Se destacan Rachel Zegler en su debut cinematográfico, Ariana DeBose en el papel que le valió el Oscar a Rita Moreno (aquí presente como productora y suerte de coro griego) y Mike Faist en un papel más ambiguo e interesante que el principal. Ansel Elgort, excelente como el titular “greaser” de Baby Driver (2017), parece perdido y fuera de su elemento en un rol que debería calzarle perfecto. Spielberg logra lo que probablemente sea la mejor remake posible que podría llegar a tener un film tan icónico como Amor sin barreras, poniendo su emblemático estilo y toda su destreza técnica al servicio de un clásico atemporal.
Hoy llegó a nosotros, a través de la pantalla grande y con la dirección de Dios mismo (Steven Spielberg) la remake de la icónica película de 1961 “WEST SIDE STORY”, traducida en Latinoamérica como “Amor Sin Barreras”. Según vimos en el tráiler, apuesta y promete mucho, pero, ¿cumple? La historia, basada en el amor trágico de Romeo y Julieta, cuenta cómo dos pandillas pelean constantemente por “orgullo” y territorio en una destruida Nueva York post Segunda Guerra Mundial. Cuando Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler) se conocen, ninguno imagina los problemas que su amor desencadenará, debido a que cada uno pertenece, respectivamente, a dichas pandillas, llamadas “Jets” (integrada por descendientes europeos) y “Sharks” (que provienen de Puerto Rico). ¿Podrán estar juntos a pesar de las circunstancias? Esta versión plantea todo muy a lo grande; grandes escenarios, grandes coreografías, grandes grupos de bailarines y bailarinas, y un ambicioso guion técnico, con fotografía y edición mucho más ágil y dinámica que en 1961, obviamente, actualizando el ritmo de ésta a un público contemporáneo menos atento y más acelerado. Posee intensas referencias y planos similares a algunos de “La La Land”, que es un buen ejemplo del despliegue que puede lograr el Hollywood contemporáneo. Sin embargo, se asemeja mucho más al musical de Broadway original que a “West Side Story” hecha película. El casting es inmejorable. Spielberg apostó por que “María” sea interpretada por una desconocida talentosa (y encima, hija de latinos), y eso debe celebrarse, ya que todavía estamos lamentando la decisión opuesta en films musicales recientes como “La Bella y La Bestia”, en donde se eligió a Emma Watson para cantar… sin que supiera hacerlo. Rachel Zegler (Maria) es deslumbrante y sorprende por su corta edad. Logra mantener un delicado balance entre la madurez de su interpretación y la inocencia de su personaje. Por otro lado, Ansel Elgort (Tony) es la única cara conocida en la pantalla grande, ya que la mayoría de los demás actores en roles importantes son provenientes de la escena de Broadway. Este muchacho realmente nos deja con la boca abierta; sobre todo en su interpretación de la magnífica canción “María”, donde su timbre, entonación e interpretación transmiten una calidez indescriptible, sólo comparable con el amor adolescente. Otro rol que nos deja perplejos es el de “Anita”, interpretado por Ariana DeBose, que también es bastante nueva en el ambiente cinematográfico, ya que hasta 2019, mayoritariamente trabajó en Broadway. Hay que mencionar que otra apuesta de Spielberg para esta versión es sincerar el casting, y sacar el “white washing” presente en la anterior, donde los actores correspondientes a los puertorriqueños eran intérpretes blancos, maquillados para oscurecer su piel. Por otro lado, más allá de que se mantuvo la espectacular banda sonora compuesta por Bernstein, letrada por Sondheim, toda la coreografía es nueva, mucho más latina y menos “españolizada” o estereotipada a lo Carmen Miranda. Lo referente a estética, fotografía, iluminación, escenografía, vestuario, maquillaje, montaje y sonido, es impecable. Los arreglos orquestales dan escalofríos e impactan de forma emocional, directo en el “cora”. Lo único que uno podría mencionar es que, a pesar de que la historia está actualizada y sincerada lo más posible, y se ve fortalecido al personaje de María (y en general, a todas las mujeres), no maduró lo suficiente como para que el amor joven de Tony y María tenga sentido, y así, dar razón de ser al final del film, que permanece fantasioso, etéreo y trágico, de igual forma que su versión antecesora. De todas maneras, así se prefiere, con tal de que la banda sonora permanezca inmortal, luego del fallecimiento de Sondheim en noviembre de este año. Reseñar una película de este calibre es un honor, pero además, increíblemente difícil, debido a todo el trasfondo artístico que posee, los millones de fans en todo el mundo, las nuevas audiencias que vivirán esta historia como inédita, y por último, el hecho de que reúne a Hollywood con la escena musical de Broadway, nada menos. ¡Ampliamente recomendada para ver en el cine, en pantalla bien grande, y con buen sonido y volumen! Por Carole Sang
Realismo cantado y bailado Junto con algunos de sus films más recientes, "West Side Story" se alza como uno de los momentos más despojados y serenos de la obra de quien en días más cumple 75 años. La gran sorpresa de la versión de Steven Spielberg de Amor sin barreras no es que el creador de E. T. haya filmado un musical. Varias de sus películas previas contenían números coreográficos, tuvieran o no música y bailes. Lo novedoso es que el autor de La lista de Schindler le pone firma a un musical reacio a toda fantasía. La elección de West Side Story -segunda remake de su carrera luego de La guerra de los mundos- es coherente con el paulatino giro hacia el realismo que su obra viene mostrando desde Rescatando al soldado Ryan. A fines de los '50, el autor Arthur Laurents, el letrista Stephen Sondheim, el coreógrafo Jerome Robbins y el músico Leonard Bernstein -a quienes para la versión cinematográfica se sumó el realizador Robert Wise- habían forzado la entrada de lo real a través de la vedada mirilla del género. Spielberg da un paso más y extiende el realismo a la propia forma de la película, incorporando el musical a un campo cinematográfico aparentemente adverso. La obra de Laurents-Sondheim-Robbins-Bernstein reescribía Romeo y Julieta, remplazando a Montescos y Capuletos por las pandillas de los Jets y los Sharks. Los Jets son los “locales”, hijos o nietos de inmigrantes blancos de clase media-baja. Los Sharks son puertorriqueños de primera o segunda generación. Cuando Tony, ex miembro y referente de los Jets, se enamora de María, hermana menor de Bernardo, líder de los Sharks, la semilla de la tragedia está implantada. Tragedia, y no comedia musical: una de las revoluciones desatadas por West Side Story. La introducción del punto de vista de los inmigrantes de tez más oscura fue otra de las audacias de Laurents & Cía. Para no hablar de letras de canciones que en lugar de amor y sueños referían a la prostitución, el crimen, el alcoholismo y el “consumo de sustancias”. Más aún, la introducción de Anybodys, la chica que viste y se comporta como chico, peleando su lugar en el seno de la cofradía viril de los Jets. “Detalles” que el Hollywood de las postrimerías del Código Hays toleró, tal vez por tratarse de una superproducción. Conscientes de la reactualización que genera el crecimiento a escala mundial del chauvinismo antiinmigratorio y el racismo, Spielberg y su guionista de confianza Tony Kushner (Munich, Lincoln) se mantienen básicamente fieles a la obra original, tanto como a las energéticas “coreos” originales de Jerome Robbins. Una de las renovaciones más notorias de esta versión es la incorporación de Rita Moreno, que ganó el Oscar a Mejor Actriz Secundaria por la versión de 1961 y ahora reaparece en el papel de una inmigrante que logró integrarse, sin renunciar a sus orígenes. El cambio más drástico es la reubicación de la acción en un West Side al que están demoliendo, para dar lugar a zonas “chetas”. El film se inicia con un largo movimiento descendente, que termina en una bola de obra en plena acción, dejando ruinas a su paso. Ese registro pesimista se vuelve melancólico en los bellísimos créditos finales, cuando los frentes de ladrillos son recorridos por las sombras del ocaso. El autor de La lista de Schindler aprovecha los colores tenues del digital, disminuyendo los furiosos escarlatas, amarillos y violetas del Technicolor original. Deja que los personajes crezcan a su tiempo, pone los clímax en sordina y no incurre en la clase de énfasis sensibleros que alguna vez mellaron su obra. Junto con algunos de sus films más recientes (Lincoln, The Post) Amor sin barreras se alza como uno de los momentos más despojados y serenos de la obra de quien en días más cumple 75 años. Clásico de madurez, el corazón de su West Side Story reside en una emotividad genuina, que no es moneda corriente en el cine de estos días. A diferencia de la versión previa, los actores y actrices no están hechos de la materia que el apellido de Natalie Wood nombra. Tampoco fueron doblados por cantantes profesionales, no son blancos pintados de marrón ni pronuncian el inglés como agentes de K.A.O.S. Todo lo cual revela un gran respeto por los personajes, los actores, la comunidad latina y la audiencia. Se agradece.
Una remake con alma propia Amor sin barreras (West Side Story), la nueva versión de la obra de Broadway y la aclamada película de 1961 dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins (ganó nada más ni nada menos que 10 premios Oscar) es traída de regreso de la mano del legendario Steven Spielberg. En tiempos donde abundan las franquicias poderosas, secuelas, reinicios y remakes podría decirse que lo que escasea es la creatividad. No obstante, la inspiración no se limita únicamente a las ideas originales sino también a las interpretaciones de contexto y las ejecuciones. Mientras hay reversiones que lejos terminan de haber sido una buena idea como Psicosis (Gus Van Sant, 1998) o El día que la tierra se detuvo (Scott Derrickson, 2008 -la primera película de esa nefasta remake fue dirigida por el mismísimo Robert Wise-) otras, en cambio, terminan funcionado tan bien que acercan al nuevo público a sus antecesoras y hasta las terminan opacando, casos tales como La Cosa (John Carpenter, 1982) o Cabo de miedo (Martin Scorsese, 1991). Tal como podía esperarse tratándose de Steven Spielberg, el relanzamiento de Amor sin barreras terminó contando -en sus manos, claro está- con varios motivos que lo hicieron oportuno. La rivalidad entre la pandilla de los Jets (liderada en esta ocasión por Mike Faist) y los puertorriqueños Sharks (comandada por el magnético Bernardo de David Álvarez, actor y bailarín canadiense y descendiente de cubanos, a diferencia del actor y bailarín original, George Chakiris), sin necesidad de alteraciones, continúa siendo un relato anti odio totalmente actual, puesto que la xenofobia desmedida también continúa siéndolo. Dicho sea de paso, la película de Wise resultaba aún más impactante en ese aspecto, ya que cierta inocencia que presentaban los personajes en su inicio luego desaparecía por completo para dar paso a lo trágico. En cambio, la versión de Spielberg ya presenta desde un principio personajes que, para los que conozcan la historia, se asocian desde el vamos a los tonos del final. En cuanto a la historia de amor entre el ex integrante de los Jets, Tony (Ansel Elgort) y la hermana menor de Bernardo, María (Rachel Zegler, la gran estrella de la película) hay una mayor contención en los personajes, que sin olvidarse de la esencia que requiere un musical, no cuentan esta vez con interpretaciones tan melodramáticas como las del film original, y de allí proviene uno de los grandes hallazgos de Spielberg, tanto en ese como en varios aspectos más de la nueva Amor sin barreras. Sin alterar prácticamente nada respecto al clásico de Wise y Robbins, el director se permite diagramar distintos tipos de modificaciones que significan un manual de como (re) trabajar un clásico. Por ejemplo, pequeñas pero acertadas adiciones de guion, como el conflicto urbanístico que afronta el barrio y que le da un mayor nivel dramático a la disputa territorial a de las pandillas, el pasado presidiario de Tony, circunstancia que lo inhibe más de regresar al mundo de violencia en el que viven los Jets o el cameo de Rita Moreno, la Anita de la obra original, interpretando otro importante papel, ahora sin ser sometida al infame whitewashing. De igual manera, las secuencias musicales no siempre transcurren en el mismo orden del film de los sesenta (el clásico “I Feel Pretty” y “Cool” son llevados a cabo con una maestría notable y -perdón- hasta superadora) y, aunque la banda sonora de Leonard Bernstein continúa intacta, posee mínimas modificaciones que permitieron modernizarla. También hay varios contrastes de puesta en escena que resultan más que atractivos y van en consonancia con ese tono más adulto que quiso atribuirle Spielberg a su obra, desde cierta decadencia estética del Upper West Side -casi símil por momentos a la de una locación postguerra- hasta la más oscura fotografía de Janusz Kaminski, habitual colaborador del director. Pero lo que sobran son motivos sociales para reestrenar Amor sin barreras. No es un tema que circunscriba a la idea de lo políticamente correcto o a la cancelación (de hecho, el realizador de E.T. y Jurassic Park aclaró esta cuestión, apartándose de lo que conlleva la era woke), sino de lo que realmente corresponde, entendido en este caso como una deuda con el pueblo puertorriqueño. Desde ya, no parecería muy descabellado que una de las historias teatrales más reconocidas en lo que a conflictos raciales respecta tenga a una pandilla de puertorriqueños interpretada por actores con raíces latinas y no por norteamericanos, ¿no? La cuestión no trata por ver que versión de Amor sin barreras es mejor, ni aborrecer al clásico de 1961 por sus decisiones de casting, propias de un contexto bastante distinto al de hoy. El foco debería estar puesto únicamente en celebrar que figuras como la de Steven Spielberg continúan vigentes y con o sin ideas originales, siguen revolucionando la pantalla grande en cada uno de sus ansiados regresos.
Amor sin barreras es la última película de Steven Spielberg, que vuelve a adaptar el musical de Broadway, cuya anterior versión cinematográfica ganó 10 premios Oscar, incluyendo el de Mejor Película en 1961. Y tiene un elenco encabezado por Ansel Elgort, Rachel Zegler, Ariana DeBose, David Alvarez, Brian d’Arcy James, Corey Stoll y la ganadora del Oscar Rita Moreno, participe en ambas versiones cinematográficas, interpretando en esta ocasión un personaje completamente nuevo llamado Valentina, entre otros. La historia es una adaptación libre de Romeo y Julieta de William Shakespeare, ambientada en la Nueva York de la década del 50. Y cuenta el romance entre Tony (Elgort), antiguo líder de los Jets, una pandilla de estadounidenses y Maria (Zegler), hermana de Bernardo (Alvarez), líder de los Sharks, pandilla rival formada por inmigrantes puertorriqueños. Lo primero que es necesario destacar es que esta película vuelve a repetir uno de los temas principales de la obra de Steven Spielberg, que es el de las consecuencias de la falla en un sistema. Algo que se ve claramente en Jurassic Park, pero que también ocurre en una historia basada en hechos reales como La lista de Schindler , en comedias como La terminal y Atrápame si puedes , la ciencia ficción como Minority Report, y el terror de Tiburón. Ya que este romance entre dos miembros de bandas rivales rompe las leyes sancionadas en las calles, haciendo que un Tony enamorado salte la reja para acercarse al balcón de María sabiendo que invade un territorio prohibido. En segundo lugar hay que destacar que Spielberg recupera la esencia de la versión original, y la homenajea, con coreografías similares a las de Jerome Robbins, donde los personajes se lucen bailando con una fluidez natural que le otorga verosimilitud a la puesta en escena, todo lo contrario a lo forzadas de La la land . Lo que es posible también gracias al carisma de los diferentes personajes, entre los que se destacan los descubrimientos de Rachel Zegler, como esta Maria joven y enamorada y Ariana DeBose, como Anita, su contracara, cuya desilusión se ve reflejada en el número musical América. En último lugar vale la pena destacar los rubros técnicos, donde el dos veces ganador del Oscar Janusz Kaminski deslumbra con el uso del color y los grandes angulares para generar imágenes de gran espectáculo sin la necesidad de recurrir a movimientos de cámara rebuscados. Así como también el diseño de producción a cargo del también ganador del Oscar Adam Stockhausen le otorga el encanto que el género necesita a este prosaico barrio neoyorquino, otorgándole la épica necesaria a esta historia de amor. En conclusión, Amor sin barreras es un homenaje de Steven Spielberg al cine musical, al que no se limita a copiar, sino que le imprime su estilo característico forjado a lo largo de cuatro décadas, respetando sus reglas. Pero lo que lo engrandece aún más es que tratándose de un gusto personal de su director, no se olvida de su público, sino que lo invita a disfrutar de una de las películas más espectaculares de toda su carrera.
Para los fanáticos de ese musical inolvidable y perfecto que contó para el cine con el talento de Jerome Robbins, Robert Wise, el libro de Arthur Laurents, la música de Leonard Bernstein y la letra de Stephen Sondheim, la ocasión de recordar, comparar, y por sobre todo disfrutar de la versión de Steven Spielberg. Ya el comienzo es absolutamente impactante. Una gran bola de demolición destruyendo un barrio del que serán expulsados todos, incluso los que se odian como las bandas de blancos contra los portorriqueños que disputaran un territorio condenado a pertenecer a otros, entre ellos el Lincoln Center. Steven Spielberg con sus colaboradores, el guionista Tony Kushner, el director de fotografía Janusz Kaminski, la Orquesta Filarmónica de Nueva York dirigida por Gustavo Dudamel, la legendaria Rita Moreno, como puente generacional entre las dos versiones, rinden un homenaje a la versión cinematográfica de l961, con sus bailes intocables, y su maravilla. Pero también aporta más carnadura a los personajes latinos, un desarrollo nuevo para el rol que cumple Moreno, una profundización el tema de la intolerancia racial tan cercana, tan actual, y encuentros violentos que no tienen nada que ver en su dramatismo con pasos de ballet sino con la energía revulsiva de las peleas callejeras. Los toques nuevos profundizan conflictos, resaltan situaciones, y agregan situaciones de una esperada paz y convivencia, como el canto que muestra la experiencia de la portorriqueña que se caso con un gringo, una expresión de deseo de integración y no de enfrentamiento. Y además en personaje de Anybody no es un “marimacho” en la mirada del pasado sino una representante no binaria muy actual. La versión de Spielberg es intensa, actualizada, cuidada, deslumbrante y digna de verse. Aún para los más puristas de la inolvidable primera versión, que no será reemplazada por esta.
SHOW ME A HERO Así como el autor de El gran Gatsby señalaba que para cada héroe había una tragedia esperándolo, el cine de Steven Spielberg está repleto de héroes eminentemente trágicos en diferentes niveles. Uno contempla a los protagonistas de films tan disímiles como Reto a muerte, Encuentros cercanos del tercer tipo, ET-el extraterrestre, El imperio del sol, La lista de Schindler, Rescatando al Soldado Ryan, Minority report: sentencia previa, Guerra de los mundos, Atrápame si puedes, Munich y Lincoln -por citar solo algunos casos- y los ve marcados por la pérdida, el abandono, las ausencias prematuras, el aislamiento, incluso la muerte y/o el sacrificio. En esa vertiente haya quizás que pensar a su remake de Amor sin barreras, y no tanto desde su abordaje sobre cuestiones raciales e inmigratorias, o la fascinación específica con el musical original de 1961 ganador de diez Oscars. Eso no implica que no haya un interés político ni una necesidad de agregar nuevas lecturas a un clásico que ya de por sí era una relectura de Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Sin embargo, antes que nada, el Amor sin barreras de Spielberg es un film atravesado por lo heroico, porque encima no hay un solo héroe, sino dos: Tony (Ansel Elgort) y Maria (Rachel Zegler), que pertenecen a comunidades rivales, pero se enamoran a primera vista y para siempre en la Nueva York de 1957. El de ellos es un heroísmo romántico, no solo por el amor fulgurante que los une, sino también porque va a contramano de sus contextos, sus posibilidades y caminos, aunque con el ímpetu suficiente para poner en crisis todo lo que los rodea. Y también porque es trágicamente sacrificial, destinado a extinguirse a partir de todos los cambios que genera. Pero Amor sin barreras es también una película donde Spielberg lleva al extremo esa obsesión temática de casi toda su filmografía, que es la ausencia de figuras paternas. Acá, tanto los Jets como los Sharks, que rivalizan desde sus orígenes y sentidos de pertenencia, son pandillas que recuerdan a los Niños Perdidos de Peter Pan y Wendy -por algo Spielberg había pensado inicialmente a Hook como un musical-, niños grandes y crecidos, pero también huérfanos, educados en las calles, a las piñas, sin referentes. La única figura de autoridad consistente es Valentina (Rita Moreno), la dueña de la tienda donde trabaja Tony, aunque no deja de ser una madre postiza, además de una outsider a la que también se ve como alguien que ha ido contra el orden establecido. El resto de los lazos maternos o paternales -como Bernardo (David Alvarez), el hermano de Maria, y su mujer Anita (Ariana DeBose)- son improvisados y/o cuestionados, mientras que los representantes de ley -como el teniente Schrank (Corey Stoll)- son despreciables o ridiculizados. De ahí que la educación o aprendizaje de los protagonistas solo pueda darse desde la violencia o el enamoramiento extremos: amar o matar, esa es la única regla. Claro que Spielberg vuelve a mostrar que su mayor fortaleza puede ser también su mayor debilidad: casi nadie puede filmar el movimiento como él y, por ende, le cuesta detenerse, pensar y hablar con total fluidez. Por eso quizás la primera mitad de Amor sin barreras es muy sólida a partir de cómo construye los conflictos desde la corporalidad, las miradas y el montaje en los planos -tanto los minutos iniciales (con la potente referencia al Lincoln Center) como la secuencia del baile donde se conocen Tony y Maria son magníficas-, pero su segunda parte flaquea bastante al momento de las definiciones a partir de los diálogos y canciones. Los personajes no llegan a tener la suficiente entidad y son más símbolos -del amor trágico, de la violencia casi poética, del racismo siempre latente, de la necesidad de la integración, de las comunidades desclasadas- que seres realmente completos en sus ambigüedades y contradicciones. ¿Es Amor sin barreras una decepción? Sí y no. En parte lo es porque no llega a ser la película que amaga con ser al comienzo, como si su realizador no llegara a apropiarse por completo de la historia que quiso contar. Pero tal vez no tanto, porque Spielberg nos vuelve a confirmar que es un cineasta único, alguien que muchas veces no necesita hablar en voz alta para construir un discurso sólido, porque la enorme sabiduría de sus imágenes lo dicen todo. Y porque, una vez más, vuelve a tomar riesgos: filmar un musical no es para cualquiera, pero el niño Steven nos muestra en varios pasajes que conoce el ritmo y sabe elegir la melodía justa.
Reseña emitida al aire en la radio
Steven Spielberg vuelve a la dirección con la remake de un clásico A finales de los años 50s apareció un musical en Broadway que se volvió icónico, haciendo que en 1961 se estrenara su versión cinematográfica para convertirse en un clásico total que varios realizadores y realizadoras tienen entre sus referentes. Vuelve Amor sin barreras (West Side Story), dirigida por Steven Spielberg. ¿De qué va? Dos adolescentes de diferentes raíces étnicas se enamoran en la ciudad de Nueva York de los años 50. Nueva versión del legendario musical West Side Story sobre el enfrentamiento entre dos bandas callejeras de Nueva York, adaptación de una famosa obra de teatro de Broadway. Hablar de Amor sin Barreras es hablar de nostalgia y melancolía. Lo bueno, lo dulce, lo malo y lo amargo de algo que ya no existe. Ni los edificios bombardeados del barrio, ni ese regusto artesanal por el cine que existía en los 60s. Steven Spielberg lo tiene claro, sabía porqué elegía esta remake para volver a la dirección. En sus palabras: “Me encanta la película original hecha por Robert Wise con Jerome Robbins. Wise fue un amigo cercano durante muchos, muchos años, y hablé con él sobre la película hasta la saciedad. Y Walter Mirisch, que produjo Amor sin barreras [1961], es otro querido amigo que me contó todo tipo de grandes historias sobre la realización de la película” “Tienes que pedirte a ti mismo, una y otra vez, una justificación para pisar lo que se siente como terreno sagrado. Todos lo hicimos. El riesgo que conlleva este proyecto no se nos escapa, pero todos los involucrados ingresaron a él con tremendo amor y respeto, rayando en la reverencia, por la obra y obviamente por sus legendarios creadores. De todas formas, también sabíamos que teníamos que hacer una película para nuestro tiempo y hacerla con una comprensión contemporánea, y con los valores contemporáneos a los que nos suscribimos” Equipo que gana no se toca, y clásico total es difícil entrarle. Pero en este caso, Spielberg se calzó los guantes y decidió mantener mucho de la original, pero a la vez agregando su impronta realizativa de otro nivel. Ver los movimientos de cámara, los tiempos del montaje, los detalles, las trucas… es una película en la que el director decide recordarnos en la cara porqué es considerado uno de los grandes artistas del siglo XX y XXI… Cada momento tiene su razón, cada silencio, ritmo, transición, CADA UNO de los elementos audiovisuales se notan estratégicamente pensados para lo que se está contando. Y a no olvidarse del tema de la música… cada nota enaltece lo que se muestra. Y no es para menos, es meterse con un clásico. Dice el director: “Esta película es probablemente la más intimidante de mi carrera. Amor sin barreras es, posiblemente, la mejor banda sonora jamás escrita para el teatro” “Es muy intimidante tomar una obra maestra y hacerla a través de diferentes ojos y sensibilidades, sin comprometer la integridad de lo que generalmente se considera la mejor música jamás escrita para el teatro. Pero creo que las grandes historias deben contarse una y otra vez, en parte para reflejar en el trabajo las diferentes perspectivas y los distintos momentos en el tiempo” Adentrarse en la experiencia es volver al cine de antaño, que se toma su tiempo para contar las cosas, que no apura el ritmo si no es menester hacerlo. Es poder entender cada razón de cada personaje. El cast se centra en caras no tan conocidas, permite la frescura pero pueden sentirse algo faltos de técnica y verosímil. En el caso de las decisiones estéticas, se extraña muchísimo la saturación de los colores de la original, donde estallaban en notas de rojos, amarillos y azules, y que acá se ven apagados y desaturados por la propuesta del director. Esta versión en clave de xenofobia de Romeo y Julieta sigue siendo cautivante. Será por sus raíces atávicas, sus grandes temas, cierta inocencia… pero lo cierto es que nos atraviesa. Quizás sea la mano de un director que sabe donde y cómo contar. Quizás sea porque no hay nada mas hermoso y terrible que una gran historia de amor. O quizás simplemente que tengamos ganas de sentarnos en la butaca a maravillarnos con un bonito espectáculo de luces y colores. Y para cerrar, las palabras de su director: “Lo maravilloso de esta historia es que, no importa cuánto cambie el mundo que nos rodea, las lecciones y conocimientos que nos ofrece no cambian. Es una historia que ha cautivado al público durante décadas porque no es solo una historia de amor, sino también un trabajo culturalmente significativo con una premisa central, que el amor trasciende los prejuicios y la intolerancia, que no ha perdido su relevancia con el tiempo” “Amor sin barreras significa mucho para muchos, y estoy encantado de tener esta oportunidad de darle nueva vida y compartirla con una nueva audiencia”
Para un realizador que redefinió el cine en Hollywood, al punto de ser considerado el padre del blockbuster moderno, la decisión de hacer una remake en esta era de reciclaje descarado -y especialmente la de una historia tenida en tan alta estima por el público norteamericano- sin dudas resulta llamativa. Si a eso sumamos el hecho de que esta se trata de la primera incursión de Spielberg en el género musical, no solo es una elección curiosa, sino también una muy interesante, que tiene a la comunidad cinéfila pendiente de su estreno. Así, la nueva West Side Story (2021) carga con un nivel de expectativas, que en mano de cualquier otro director quizás no serían tales. A su vez, también resulta desafiante la decisión de mantener la ambientación de esta historia situada en los años cincuenta, tal como en la obra original de 1957 y en la película de 1961 (conocida por nuestras tierras como Amor sin Barreras), que le valió a sus creadores diez premios de la Academia. Sin embargo, Spielberg se toma sus licencias creativas para modernizar esta historia a pesar de su contexto histórico, y lo que a simple vista podría parece un relato demodé, se transforma bajo su visión en una celebración de todo lo que hoy se considera correcto. Pero -como gran parte de la carrera del cineasta- su motivación nace nada más y nada menos que de un impulso nostálgico. «Nunca podría olvidar mi infancia. Tenía 10 años cuando escuché por primera vez el álbum de West Side Story y nunca desapareció. He podido cumplir ese sueño y mantener la promesa que me hice a mí mismo: debes hacer West Side Story. Las divisiones entre personas que no tienen ideas afines son tan antiguas como el tiempo mismo. Y las divisiones entre los Sharks y los Jets en 1957, que inspiraron el musical, fueron profundas. Pero no tan divididos como nos encontramos hoy. Resultó que en medio del desarrollo del guion, las cosas se ampliaron, lo que creo que, en cierto sentido, lamentablemente, hizo que la historia de esas divisiones raciales, no solo divisiones territoriales, fuera más relevante para la audiencia de hoy de lo que quizás lo fue en 1957.» Si hay alguien que sabe bien cómo evitar las trampas de la nostalgia, ese es Spielberg. De hecho, es el ámbito en el que más cómodo se desenvuelve, y así lo evidencia su nueva película, que recupera varios aspectos de la estética y la teatralidad del clásico de 1961, pero actualiza ciertas decisiones creativas y narrativas en pos de revigorizar la historia para los tiempos que corren. Una de las más importantes es la elección del elenco, que esta vez se corresponde étnicamente con los personajes que interpretan. En el mismo registro, el director convocó a la ganadora del Oscar Rita Moreno (la Anita original) para interpretar un papel hecho a su medida y al bailarín de ascendencia cubana David Álvarez para encarnar al vehemente Bernardo. Otro de los grandes cambios introducidos por Spielberg es la reescritura de Anybodys como un personaje trans (interpretado por Iris Menas), que desea formar parte a toda costa en el conflicto entre los Jets y los Sharks, decisión que le valió la censura en seis países de Medio Oriente. Tanto el estudio como el director se negaron a editar la película para que les permitan estrenar en esos territorios y tampoco hicieron declaraciones al respecto. Así, el cineasta se hace eco de sus propias palabras con respecto a las divisiones ideológicas y las resignifica a través de su arte, que en su perspectiva vuelve esta historia tan relevante como lo era hace medio siglo, en un panorama actual cada vez más polarizado e intolerante. «Quería que las audiencias de habla hispana e inglesa se sienten juntos en el cine, y que el público de habla inglesa de repente escuche risas provenientes de rincones de la sala, de la audiencia de habla hispana.» Secundado por Rita Moreno (quien también oficia como productora ejecutiva) y el guionista Tony Kushner, Steven Spielberg habló largo y tendido en la conferencia de prensa sobre los diálogos en español y las elecciones del guion, que también hacen foco en la diversidad racial y la riqueza cultural de esta historia otrora sometida al whitewashing. Es especialmente acertado en este sentido el casting de Ariana DeBose, actriz y bailarina de ascendencia afro-portorriqueña, que se destacó en el escenario de Hamilton y ahora encarna a la nueva Anita, una interpretación que se roba la escena y es tan digna del Oscar como la original. Lamentablemente, la elección de los protagonistas no corrió con la misma suerte, ya que tanto Ansel Elgort como Rachel Zegler no logran entregar las actuaciones apasionadas que sus personajes requieren, con una química que apenas funciona y convierte la relación de estos Romeo y Julieta modernos en un capricho más que un romance, siendo la angelical voz de Zegler el único aspecto memorable de la pareja. Pero más allá del discurso anti-odio (y como no podía ser de otra manera, viniendo de Spielberg) son los valores de producción de West Side Story (2021) los que la elevan por su calidad cinematográfica, sus planos que la convierten automáticamente en un clásico, su identidad visual única que se refleja en el diseño de producción y sus sets reales en una ciudad de Nueva York devastada por el tiempo, que Spielberg aprovechó para darle más peso narrativo al conflicto territorial de los Sharks y los Jets, dos bandas enfrentadas por mucho más que sus diferencias raciales. La película estrena hoy en cines de Argentina con menos de cincuenta salas y bajo la sombra de Marvel, que la próxima semana llegará para copar gran parte de las pantallas locales con su esperadísimo blockbuster de la mano de Sony, Spider-Man: No Way Home (2021). Están avisados.
Boulevard of Broken Dreams A sus 74 años, Steven Spielberg estrena su primer musical, una de las grandes películas del año. ¿De qué va? El enamoramiento entre Tony y María trae un rayo de esperanza dentro del tumultuoso West Side, en donde la guerra entre los Jets y los Sharks no tiene fin. Bajo los escombros del San Juan Hill, un complejo olvidado que descansa bajo los cimientos del nuevo Lincoln Center, que cambia poco a poco el paradigma del West Side de antaño, los Jets se presentan con una danza simpática, casi inocente. Del otro lado, esperando el impacto de un baile provocativo, están los Sharks, los puertorriqueños que no tienen miedo a aquellas abusivas palabras. Sus ojos trigueños denotan haber peleado varias batallas, y están preparados para la próxima. Entre miradas de odio y juramentos de venganza, ambos bandos se amenazan por el control de un territorio que no los quiere, que avanza con una modernidad que los desplaza hacia las sombras. Sin hacer caso a las autoridades, Riff (Mike Faist), el segundo capitán de los Jets, propone un último y decisivo enfrentamiento: una pelea campal por el control total del territorio. Pero para esto va a necesitar de la ayuda de su viejo confidente, el otro fundador de esta banda que trae más problemas que soluciones; Tony (Ansel Elgort). Como si de un favor se tratara, Tony, que trata de escapar de ese pasado truculento que un día lo puso en la cárcel, asiste al baile en el que se llevará a cabo el acuerdo, pero sin esperar conocer allí a María (Rachel Zegler), hermana de Bernardo (David Alvarez), capitán de los Sharks. En la oscuridad, tras las luces de un baile confrontativo, ambos adolescentes se enamoran, sin presentaciones ni tapujos, sin prejuicios ni barreras, generando así la única oportunidad para que ambas bandas comprendan que esta pelea es tan inútil como innecesaria. Basada directamente en el musical del ’57, aunque sin olvidarse de su anterior adaptación cinematográfica, Steven Spielberg toma este proyecto para no solo adentrarse en su primer musical a los 74 años, sino para darnos un ejemplo magistral de apropiación de la obra. Ya lo vimos con Scorsese y sus Cape Fear y The Departed, con Tarantino y sus diversas referencias al cine oriental y de Leone, ahora le toca al maestro que llegó para darle fin a un cine de autor que se impuso allá por los ’70 y abrió las puertas de una industria que revolucionaba al séptimo arte. Alejándose de las problemáticas de las tumultuosas calles de Nueva York, Steven nos zambulló en aventuras fantásticas, rodeadas de tiburones malévolos, extraterrestres que buscan volver a casa y arqueólogos intrépidos. Un cine que ponía fin a una exploración profunda de personajes conflictuados para ofrecernos shows espectaculares que trascendían desde la galaxia más lejana. Hacer un repaso por toda su obra, y sobre explicar que su cine va más allá de un mero show de fuegos artificiales, es robar palabras en este texto, pero es una obligación por mí parte remarcar la importancia de este cine que estableció la vara que mide, al día de hoy, el paradigma de lo que comprendemos como cine de industria. A pesar de que estemos rodeados de un sin fin de producciones que no dejan de repetirse hasta el hartazgo, es una alegría que directores de la talla de Steven sigan haciendo ruido para demostrarnos que este cine no vino para destruir lo anteriormente establecido, sino que llegó para darle otra impronta, en la que la espectacularidad es parte de un entorno que subyace problemáticas de igual o más trasfondo que cualquier film de autor. Es, hoy, uno de los directores que pueden manejar millones bajo su brazo sin perder de vista que esta parafernalia no es más que la excusa para contar una historia que necesita ser contada, no importa la cantidad de veces que haya sido expuesta. Es así que esta reversión, basada en la obra de Shakespeare, escrita y ambientada en los ’50 y reinterpretada en 2021, es un claro ejemplo de que la industria no solo es una fuente inagotable de reboots y secuelas espirituales, sino que es la posibilidad de contar aquella historia, que necesita de un apartado increíble, para trascender en un show tan espectacular como sutil. De esta forma, West Side Story no solo se transforma en una de las experiencias más ricas del año, sino que es ejemplo de que dentro de este cine tan pastiche hay lugar para que una remake haga tanto ruido como lo hizo su versión anterior, dejando así su propia huella y creando una voz propia. Entrando en términos de puesta, el film se apoya en coreografías que te hacen querer salir de la sala bailando sin vergüenza ni limitaciones. Con una planificación que te hace replantear de cómo un mortal puede filmar tan bien, el apartado visual, lleno de contrastes y colores que denotan el espíritu carnavalero de ambos bandos, es tan poderoso como la voz de nuestros protagonistas, que desprenden en sus notas el dolor de ese amor prohibido. Con el poder actoral de Elgort, Zegler, Alvarez y Ariana DeBose, que da vida a Anita y al mejor personaje de toda la película, esta nueva reversión logra una voz tan fuerte y extraordinaria que coloca en un punto álgido este género que poco se ve hoy en día, pero que, al estar atravesando estos tiempos pandémicos llenos de nuevos inicios y realidades, necesita ser revisado para traer esa luz de esperanza y divertimento que tanto necesitamos para atravesar el día a día. Porque, en definitiva, el motivo de este cine es entretenernos y West Side Story es el ejemplo de que lo espectacular no solo es necesario, sino de que puede estar bien hecho, explotando en nuestro cuerpo esas luces de colores que nos hacen sonreír desde lo más profundo de nuestro interior.
“Amor sin Barreras” Crítica. Spielberg lo hizo El realizador se anima al género musical y demuestra su vigencia, 60 años después de la original Maria Paula Iranzo Hace 1 semana 0 27 Sinceramente, a esta altura de su vida, es raro que un director como Steven Spielberg no tenga la libertad de filmar los proyectos que quiera, y encima de todo, que le salga maravillosamente bien. Amor sin Barreras es la remake del largometraje musical de 1961 -compuesto por Stephen Sondheim y Leonard Bernstein para teatro en 1957- y se estrena este jueves 9 de diciembre en cines. Ansel Elgort (Tony) y Rachel Zegler (María) La obra es una readaptación de Romeo y Julieta de William Shakespeare, pero trasladado a la ciudad de Nueva York; la rivalidad deja de ser entre Montescos y Capuletos y se convierte en una lucha territorial de pandillas -los Jets y los Sharks-, uno estadounidense y el otro, inmigrantes latinos. Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler) harán lo posible para que su amor rompa cualquier obstáculo que se les presente. Mucho pasó durante los sesenta años que hubo entre películas, pero en estos últimos tiempos se agravó en Estados Unidos el menosprecio a las minorías por parte de un sector específico de la sociedad de ese país, por lo que la cinta llega a la pantalla grande con un timing perfecto, y el realizador adecuado. Póster de la versión 1961 de Amor Sin Barreras, con Natalie Wood (María) y Richard Beymer (Tony) Más allá de lo buena que es la original -dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins y catalogada como uno de los musicales más destacados de todos los tiempos-, Spielberg logra mejorarla dándole mucho más peso al argumento y un mayor desarrollo de los personajes, lo que logra una fluidez entre diálogos, canciones y coreografías que no tenía aquella versión. Hay un balance entre esos elementos que hace que las dos horas y media de duración sean llevaderas y atrapantes, sin importar lo conocida que sean la historia y la banda sonora. Es cierto también que los progresos tecnológicos en 60 años permiten novedosas libertades como ángulos, luces, efectos y movimientos de cámara que hacen infalible a la visión del talentoso realizador. Asimismo, el uso de escenarios naturales logra una apertura e iluminación incomparable con la original. De izq. a der.: David Alvarez (Bernardo), Ariana DeBose (Anita), el director Steven Spielberg, Rachel Zegler (María) y Ansel Algort (Tony) Además de enmendar la elección de actores blancos en roles latinos como sucedió en aquel entonces, el elenco sabe estar a la altura del desafío, y a pesar de que el legado de Natalie Wood es muy complicado de seguir, la novata Rachel Zegler -elegida de entre 30 mil actrices- es la mejor opción como María y la química que tiene con el Tony de Ansel Elgort (Baby: el aprendiz del crimen, Bajo la misma estrella) es tan adorable, que la tragedia es más dolorosa cuando ocurre. Al fin y al cabo, es Romeo y Julieta. Rita Moreno será Valentina en la nueva versión de Amor Sin Barreras Igualmente de la partida es la actriz puertorriqueña Rita Moreno -Anita en la versión de 1961- quien, a sus casi 90 años, no sólo es una de las productoras del largometraje, sino que tiene un rol bastante importante y muy emotivo. El mejor guiño a la original que podría tener. La coreografía del ganador del Tony Justin Peck se inspira en la de Jerome Robbins y le agrega una ligereza que se mantiene durante todo el film. La orquestación dirigida por el Maestro venezolano Gustavo Dudamel con la Filarmónica de Nueva York le dan a la música esa importancia que merece una obra de semejantes características. El compositor recientemente fallecido Stephen Sondheim es considerado por muchos el “Shakespeare del musical” y será recordado como uno de los mejores de todos los tiempos. Inconscientemente, Amor sin Barreras se convirtió en el mejor homenaje y la mejor despedida que se le podía dar, y todo gracias a un director como Steven Spielberg que sigue rompiendo las barreras de la narrativa.
El autor de esta nota no es fanático (para nada) de la película clásica de Robert Wise sobre el musical de la dupla Sondheim-Bernstein. Probablemente, Spielberg tampoco o sí de un modo un poco extraño. Porque esta versión 2021 es una especie de corrección del film original en dos sentidos. El primero: recupera el artificio del estudio, aquello que era la marca onírica en el musical de la MGM y que -justamente- la primera Amor... borraba para filmar en locaciones y dar realismo. Spielberg ha coqueteado más de una vez con el género: tanto en su fracaso 1941 como en los títulos de crédito (inigualables) de “Indiana Jones y el Templo de la Perdición”. Aquí “rehace” la película original a la manera de los clásicos. Y logra algo modernísimo, paradójicamente. Por otro lado, la historia del romance entre ese Romeo irlandés y esa Julieta portorriqueña, a la luz de la corrección política actual, resulta más relevante. El resultado puede verse de dos modos: como un retorno a la mejor tradición del género según un cinéfilo cabal, o como una crítica a cierto estado del mundo donde en nombre de la inclusión se segrega cada vez más. Spielberg fue un joven maravilla, ahora es un viejo maestro, y lo demuestra.
Después de tres años de ausencia de las pantallas (“Ready Player One”, en 2018, fue su última incursión), regresa el todopoderoso Steven Spielberg, a sus setenta y cinco años, viviendo bajo el mote nada modesto de ‘Rey Midas de Hollywood’. Y lo hace dirigiendo una remake, algo poco habitual en su prolífica trayectoria de casi medio siglo. El director nativo de Ohio acomete uno de los musicales por antonomasia en la historia de Hollywood. “West Side Story” (estrenada como “Amor sin Barreras” en Latinoamérica) consagró al director Robert Wise hace exactos sesenta años, quien la dirigió en compañía de Jerome Robbins, y conglomeró un elenco compuesto por Natalie Wood, Richard Beymer, Rita Moreno, George Chakiris y Russ Tamblyn. Ganando un total de diez estatuillas Oscar (inédito logro para la época) y de origen eminentemente teatral, se inspira en la obra “Romeo y Julieta”, de William Shakespeare. Como podemos verificar, a juzgar por los nombres propios integrantes, gran parte de la historia del cine podría contarse a través de semejante film. Robert Wise comenzó a granjearse un nombre en Hollywood de la mano de Orson Welles, con quien colaboró de montajista en “Ciudadano Kane” (1941) y “The Magnificent Ambersons” (1942). Experto cineasta todo terreno, no dejó género por explorar: romance, dramas, westerns, policiales, comedias musicales (repetiría la gesta con “La Novicia Rebelde”, en 1965), ciencia-ficción o cine catástrofe fueron sus ámbitos preferidos. ¿El espejo en donde se mira Spielberg? Ni tan contundente, ni tan comercial, a través de una carrera que se extendió por cuarenta años. Otros dos nombres propios de absoluta alcurnia refrendan los laureles del film original: Leonard Bernstein, compositor, pianista y director de orquesta de fama mundial, y Rita Moreno, presente en el film de Spielberg, a sus casi noventa años de edad. Rita, la inolvidable cantante y bailarina. Su sabor latino marcó a fuego la historia de Hollywood. En la piel de la inolvidable Anita, su rol para el largometraje de Wise le abrió las puertas del éxito hacia el teatro y la TV. Pocas actrices pueden vanagloriarse de haber obtenido los cuatro principales premios del entretenimiento norteamericano, lauro comúnmente conocido como la Cuádruple Corona: Oscar, Emmy, Grammy y Tony. Moreno lo hizo en el término de una década y media, y es la única artista de habla hispana en haberlo conseguido. Semejante hito mensura su legado viviente. La única aventura previa de Spielberg, abocándose a material previamente concebido, fue en 2005, para la nueva versión de “Guerra de los Mundos”, sobre el clásico literario sci-fi de H.G. Wells. Film que tuviera su antológico bautismo cinematográfico de la mano de la dupla conformada por George Pal y Byron Haskin, para su estreno en 1953. En aquella ocasión, la mirada de Spielberg actualizaba el formato genérico bajo una nueva concepción de la amenaza (el factor externo de peligro que se convierte en el eje del relato); y aquí lo encontramos nuevamente, sesenta años después, colocando manos a la obra sobre un material que constituyó un antes y un después en la historia del musical. Estrenado, probablemente, cuando dicho género se encontraba en su pináculo de popularidad. Entonces, ¿qué tiene para decir hoy “West Side Story”, sesenta años después? Francamente poco y nada, a juzgar por el decepcionante material que se despliega ante nuestros ojos. Cuesta creer que sea Spielberg el cerebro tras la cámara. Tanto como la unánime alabanza de cierto sector de la crítica especializada, advenediza y genuflexa, ante el estreno del último film del último gran autor del cine contemporáneo. Léase Clint Eastwood, léase Steven Spielberg. Cuesta comprender que sea Tony Kushner (el destacado dramaturgo responsable de “Angels in America”) quien firme el guión de semejante despropósito. Inerte, inaceptable e innecesaria remake, “Amor sin Barreras” se ambienta en la New York de mediados de siglo pretendiendo maquillar con números coreográficos de ocasión y una fotografía vistosa sus serias carencias narrativas. Cosmética para disimular un hueco existencial de nivel planetario: la historia amorosa se desenvuelve mediante diálogos en extremo pueriles, la idiosincrasia latina está retratada a un nivel de caricatura ofensivo y con guiños idiomáticos subrayados en exceso. Ni siquiera las urgencias sociales en la coyuntura actual encuentran eco en semejante despropósito. Un retrato sensiblero que no iguala a sensible. Pareciera que Spielberg pone manos a la obra en un género inédito de su autoría, olvidando por completo el ABC que lo convirtió en uno de los cineastas más vibrantes del último medio siglo en Hollywood. “Amor sin Barreras” derrama apatía y sabor a cliché a la hora de reflexionar acerca de divisiones raciales y rivalidades territoriales. Ya poco importa la vuelta a las fuentes, ese denominado reverdecer del espíritu clásico que trae un film de naturaleza conformista. Un pátina nostálgica de aquel recuerdo infante resguarda los buenos modos de este conservador remake, extendiéndose a insufribles ciento sesenta minutos de duración. Desabrida e inexpresiva, asusta pensar que su corrección política podría colmar el paladar de la siempre previsible Academia de Hollywood, recompensando con dorados laureles a todo producto que se escude tras el respecto a las raíces multiculturales. Soporífero discurso mediante. La barrera infranqueable.
El mismo Steven Spielberg en una reciente entrevista reconocía que desde hace muchos años venía meditando la idea de hacer un musical, y que cada vez que pasaba el tema por su cabeza llegaba a una misma conclusión: West Side Story. Para poder asociar ese destino es importante rever la carrera del director que está a punto de cumplir 75 años. Steven llega a la industria con la ola de autores que propuso el Nuevo Hollywood, época de incertidumbres y desconfianza en el hombre y en el sistema. Un joven Spielberg trajo una luz diferente, esa donde la cosa simples, se podían ver simples, pero representaban algo más grande. Ya sea una persecución en una ruta, una playa peligrosa o encuentros de otros tipos. La historia americana – a veces del planeta entero – explorada a través de tramas sobre la familia, el honor, el miedo, el futuro, entre otras cosas que convierten a la humanidad en un colectivo. Allí es donde entra este amor a primera vista. Basada en Romeo y Julieta este musical estrenado en 1957 con música de Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim, fue llevado al cine tres años después por Robert Wise y Jerome Robbins. La película no fue solo un total éxito con un presupuesto de 6 millones de dólares y una recaudación de 47, sino que logró llevarse 10 Oscars en la gala de 1961 incluyendo mejor película. Desde ese punto quedó en las alturas siendo uno de los grandes musicales en la historia. Rozando el status de culto. Tanto que prácticamente todos conocemos de que va West Side Story. En Nueva York a mediados de los 50 dos bandas de jóvenes, los Sharks, de origen puertorriqueño, y los Jets de origen europeo, se enfrentan constantemente por el territorio. Pero todo empeora cuando María y Tony de ambos bandos se enamoran a primera vista. West Side Story es por un lado una historia de representación, identidad y celebración a las raíces de todos los grupos étnicos, y por otro es sobre como el racismo, clasismo y el nacionalismo extremo, lo único que logra es alimentar un odio el cual existe sin ningún verdadero valor. Solo un amor genuino y fuera de cualquier toxicidad que abunda hoy por hoy, puede hacerle frente a esa falta de compasión. Ni los Sharks ni los Jets luchan realmente por territorios, más bien pelean cada día de sus vidas para ser simplemente aceptados. Con esto en la mesa es más que obvio que no nadie mejor para tomar este proyecto que Steven Spielberg. El hombre que, a mi modo de ver, es el que mejor entiende a la humanidad a través del lente. El director logra una notable obra. Rescatando los valores del musical y transportando a la audiencia a un sueño clásico y luminoso. Lejos de cualquier rimbombante sonido o colores excéntricos, el autor se mantiene fiel a la obra original y a la historia del género. Spielberg atina no solo respetando la historia original sino agregando algunos espectros nuevos que se sienten genuinos en la atmosfera de la obra. Es importante también la elección del elenco con gente latina con muchos diálogos en español. Rostros nuevos para las grandes audiencias. Grandes coreografía. Una fotografía donde la luz brillante es un personaje más. Mucha cámara en mano, entre otras cosas. Especialmente los dos protagonistas, quedan ganas de ver futuros trabajos de Rachel Zegler. Ansel Elgort por su parte, en cualquier otro año, o en un universo donde no esté envuelto en la polémica, estaría peleando por todos los premios y firmando nuevos roles protagónicos. Además de todo lo dicho, este West Side Story es un film muy especial para público más cinéfilo. En una época donde es incluso fácil decepcionarse no solo de la cartelera semanal sino del estado actual de cine, esta cinta es una oportunidad para volver a enamorarse del séptimo arte. Salir de nuestras casas, ir a un edificio, comprar una entrada, sentarse en la oscuridad y vivir con extraños y desconocidos una experiencia transformadora es algo único. A partir de la historia dos personas que se enamoran, podemos reflejar nuestra propia vida. Eso es algo muy poderoso. Es el motivo de porque hacemos lo que hacemos.
Un clásico para recuperar la pasión por el cine Cuando hace un par de años apareció la noticia de que Steven Spielberg iba a filmar una remake de “Amor sin barreras” a todos nos causó cierta sorpresa. En más de cinco décadas de carrera, el director de “Tiburón”, “ET” y “Rescatando al soldado Ryan” se había paseado con éxito por casi todos los géneros, pero nunca había filmado un musical. Entonces , ¿por qué ahora? ¿Por qué encarar semejante desafío a los 74 años y encima con este clásico? Después de ver la película, que se estrenó en todos los cines de Rosario (sí, hay que verla en el cine), la respuesta sale sola: Porque Spielberg puede, porque tiene el toque del genio y el poder de los grandes, porque hace que lo imposible parezca fácil y fluya. Haciendo base en el musical original de Broadway de 1957, más que en la famosa película de 1961 que ganó diez premios Oscar, Spielberg respeta la historia original y refuerza (sin artificios ni desbordes) su esencia. “Amor sin barreras” es una versión libre de Romeo y Julieta ambientada en la Nueva York de los años 50, en medio de los conflictos raciales entre los latinos (puertorriqueños sobre todo) y los hijos de inmigrantes europeos que se ven a sí mismos como los verdaderos estadounidenses. Esta remake no trae la historia al presente pero sí hace hincapié en estos conflictos que persisten: el racismo, las desigualdades sociales, los que quedan fuera del sistema y la violencia inevitable que esto conlleva. los fundamentalistas del aire acondicionado, en medio de una polemica Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, en medio de una polémica coldplay anuncio que a partir de 2025 dejara de grabar discos de estudio Coldplay anunció que a partir de 2025 dejará de grabar discos de estudio Con esa mirada, Spielberg aborda el musical con el lenguaje del cine clásico, que acá se siente vivo y presente. En un tiempo en donde la industria audiovisual se reconfigura, duda y a veces se tambalea, la película es una declaración de amor sin medias tintas al viejo Hollywood, donde cada pieza y cada mecanismo funciona a la perfección: la precisión del guión de Tony Kushner (“Munich”), la fotografía de Janusz Kaminski (aliado inseparable del director), el ritmo del montaje, los cuadros coreográficos y las canciones de Leonard Bernstein y Stephen Sondheim, que aún mantienen su vigencia y emocionan. El trabajo de casting también es impresionante e incluye varios hallazgos. Spielberg se jugó por un elenco con pocas caras conocidas. Tal vez algunos conozcan al protagonista masculino, Ansel Elgort (“Baby Driver”), o a Corey Stoll (“House Of Cards”), que aquí personifica a un policía. Pero la joven actriz Rachel Zegler (María, la heroína de esta historia) resulta toda una revelación. Y lo mismo pasa con Ariana DeBose (“The Prom”), que brilla en el papel de Anita. Al contrario de Natalie Wood, protagonista de la versión de 1961, Zegler tiene raíces latinas, y eso hace a su María más creíble y cercana. De todas maneras, parte de la leyenda de aquella película de los 60 regresa en esta remake con Rita Moreno (la Anita de la versión original), que a sus 89 años conmueve en un papel (Valentina) escrito especialmente para ella.
Todos sabemos de lo que es capaz Steven Spielberg y también sus ganas de hacer un musical desde hace más de 20 años y por fin tenemos el gusto de verlo. Nos enteramos de que este gran director estaba haciendo el remake de un clásico de los musicales de 1961 y todos quedamos expectante por lo que iba a hacer. El mismo cuenta la historia de Tony y María, dos adolescentes que vienen de dos mundos diferentes, pero en una noche todo cambia y desata una serie de consecuencias que pone contra la pared a los jets y los tiburones por un territorio. Si observaron la película original y contemplan ésta seguro noten algunos cambios en el guion original de Arthur Laurents que son necesarios y no se sienten para nada forzado con el guionista Tony Kushnner, que ya es un viejo conocido para Steven Spielberg, con quien escribió «Lincoln» y «Múnich», entre otras. Como en todas sus películas, Steven Spielberg pone todos sus recursos narrativos para que pases un buen rato con su magistral dirección y la fotografía de Janusz Kaminski, otro viejo conocido de Spielberg, entregando unas imágenes tan hermosas que cada una seguramente las querés tener en un cuadro en la pared. También la música acompaña de la mano de Gustavo Dudame y David Newman que agarra la música original de Leonard Bernstein y la renueva completamente con unas canciones traídas a nuestros tiempos que son preciosas. Cada uno de los actores y actrices en esta cinta entregan todo de sí para que sea pura diversión, pero la que destaca y es su primera película es Rachel Zegler, que pasó por un arduo proceso de casting y se destacó sobre otras actrices por tener experiencia en musicales. Y su María es un personaje con el que empatizas enseguida, es una chica en busca de algo mejor para ella y le agarras cariño rápidamente. Su interpretación se siente muy natural y fresca. Seguramente en los próximos años veamos más de ella. «Amor sin Barreras» (o «West Side Story» en su título original) es un musical que sí o sí hay que sentir en pantalla grande. Está dirigido por uno de los mejores directores vivos, Spielberg sabe lo que venís a buscar y te lo entrega con un moño para que lo abras y descubras una historia hermosa, en contra del odio y a favor del amor. Yo que ustedes voy corriendo a las salas de cine a ver la vuelta de un grande.
Esta remake del clásico film de 1961 adaptado de un musical de Broadway respeta la trama original pero modifica algunos aspectos claves. Y cuenta con la maestría del director y el elenco para armar una experiencia extraordinaria. Es curioso –y no lo es, al mismo tiempo– que a lo largo de más de 50 años de carrera cinematográfica un conocedor de la historia y los géneros del cine clásico como es Steven Spielberg jamás haya intentado hacer un musical. Curioso porque lo ha probado todo: dramas, films de suspenso, de época, de ciencia ficción, comedias, thrillers, aventuras, animación y varios etcéteras. Y todo lo ha hecho bien, con «conocimiento de causa». Y a la vez no es curioso, creo yo, por dos motivos. Uno, porque tras una serie de sonoros fracasos comerciales a fines de los ’60 que prácticamente derribaron al viejo Hollywood, el musical en sí fue un género al que se dio por muerto justo antes de la aparición del realizador de E.T. en el universo del cine. La generación de Spielberg –la del Nuevo Hollywood a la que él pertenecía de un modo un tanto lateral– se dedicó más bien a demoler la lógica del musical, apostando por un realismo callejero a años luz de, digamos, HELLO, DOLLY!, fracaso comercial que se estrenó, quizás no casualmente, el mismo día que EASY RIDER, dejando en evidencia ese recambio generacional. El otro motivo es que, a su modo, todos los films de Spielberg son musicales. No le hace falta hacer uno de modo específico. En la manera en la que organiza los elementos en el espacio y en el tiempo, en cómo mueve la cámara, en la fluidez con la que sus historias viven y vibran, y en la manera ágil, inquieta, movediza pero no apresurada ni frenética en la que sus películas se desarrollan, Spielberg siempre ha hecho musicales. O películas que se mueven con la gracia y ligereza que debería tener el cine musical. Hay escenas de la saga INDIANA JONES que podrían casi ser cantadas y bailadas. E.T., ATRAPAME SI PUEDES o JURASSIC PARK bien podrían incluir piezas de baile y no se verían fuera de lugar. El suyo es un cine armado mediante melodías y coreografías, aún cuando nadie cante y nadie baile. Es por eso que no sorprenderá a nadie la fluidez, la elegancia, la destreza y la potencia de su remake de AMOR SIN BARRERAS. A los cinco minutos de película lo primero que uno piensa es lo que acabo de analizar: «¿Por qué no hizo esto antes si no hay nadie más dotado para hacerlo que él?«. La cámara y los protagonistas se mueven con una energía desbordante, contagiosa, que envuelve al espectador de entrada. Solo tómense el trabajo de ver el inicio del film original de 1961 para entender la diferencia. No solo es una cuestión de tempo y estilo, es una de conocimiento y facilidad con el lenguaje cinematográfico. Si hay un motivo para que esta remake exista es que, más allá de la fama del musical original (más el de Broadway que su adaptación cinematográfica), el film de Robert Wise le debía demasiado al escenario, a sus técnicas, a sus espacios, a sus modos de organización de las escenas y los actos. Era, literalmente, una puesta en la «calle» (terrazas, balcones, gimnasios y salones, fundamentalmente) de lo que se veía en el teatro. Aquí es otra cosa bastante diferente, sin por eso echar por tierra el original. El complejo gambito de Spielberg pasa por el lugar en el que se ubica en el mapa cinematográfico. Nunca fue un cineasta disruptivo ni revolucionario sino que su carrera se apoya en la idea, en lo formal al menos, de una renovación del clasicismo. No se opone ni intenta derribar sus mitos ni sus tropos (no hay revisionismo posmoderno acá ni nada parecido), sino actualizarlos cinematográfica y, en los últimos tiempos, también políticamente. Es por eso que su WEST SIDE STORY es fiel a la original desde lo básico y central –la historia es casi idéntica, las canciones son las mismas, no se ha actualizado la época ni se han hecho grandes retoques a nada–, pero a la vez la renueva en un montón de cosas que tal vez no se notan tanto a primera vista. Lo primero, ya dijimos, su maestría del lenguaje cinematográfico la coloca en otro nivel. Y luego aparecen otros retoques: coreografías, arreglos musicales, alteración de escenas y de su orden, actuaciones menos «teatrales» y, fundamentalmente, castear a latinos para los personajes latinos y hacerlos hablar bastante en castellano, algo que no sucedía en la película de 1961. No se trata, simplemente, de un asunto de corrección política. Es una trama que habla de los problemas de integración de los latinos (puertorriqueños, específicamente) en los barrios bajos de la Manhattan de los ’60, sus peleas con los blancos (hijos de inmigrantes europeos, específicamente) y la marginación de ambos grupos de clase baja de lo que entonces empieza a ser la gentrificación de la ciudad: en el barrio en el que transcurre la película hoy está el Lincoln Center, que entonces se empezaba a construir. Y ya no tiene nada que ver con el barrio de pandillas violentas de la época. Salvo por Rita Moreno y algunas excepciones, no había latinos en el film original, lo cual volvía horrendos los acentos (parecen descendientes de italianos y ni siquiera eso) y estaba lleno de clichés que ya estaban pasados de moda entonces. A eso hay que sumarle que muchos de los actores no cantaban (como la protagonista, Natalie Wood, cuya voz en las canciones es de otra mujer) ni eran grandes intérpretes en el sentido cinematográfico de la palabra. En AMOR SIN BARRERAS 2021 todo o casi todo eso fue subsanado. La película se mueve al ritmo de un film de acción –en algún sentido lo es, coreografía y acción van de la mano–, todos los actores son expertos en esto de actuar, cantar y bailar como si fuera algo muy fácil de hacer, la trama se ha liberado de algunos de los problemas que la tornaban un tanto burda y, más que nada, Spielberg ha creado una experiencia cinematográfica que tiene más «calle» real que la original sin por eso dejar de lado ciertos juegos con lo escénico. La película parece incorporar colores y formas propias del teatro musical y sumarlas al mundo un tanto más realista en el que existe la trama, dejando en claro que Spielberg (y su gran DF Janusz Kaminski) concede que ese espacio musical/coreográfico necesita una estilización formal para ser creíble en estos tiempos. La película sigue siendo una adaptación de Romeo y Julieta a la Nueva York de fines de los ’50, con las mismas canciones (muchas de ellas, clásicos) cuya música compuso Leonard Bernstein y con letras del recientemente fallecido Stephen Sondheim, solo que con arreglos diferentes y renovados (Gustavo Dudamel dirigió la orquesta de la nueva versión). Las coreografías de Jerome Robbins –el alma del proyecto original en más de un sentido– han sido alteradas y modificadas, pero sin distanciarse del todo de las originales, respetando algo esencial de su estilo. Y algo parecido pasa con el guión de Tony Kushner que reemplaza al del legendario Ernest Lehman: hay cambios en el orden de las canciones, en los lugares en dónde suceden, en cómo se integran al relato y aún mayores alteraciones en los diálogos. Pero, en esencia, la historia es muy similar. Los Jets son una pandilla blanca del «West Side» neoyorquino que tiene en la mira a los inmigrantes de Puerto Rico, que llegaban en esa época en grandes cantidades a Nueva York. Su líder es un tal Riff (Mike Faist, excelente), el más agresivo y virulento de todos ellos. Los Sharks son la pandilla de los boricuas, liderados por Bernardo (un intenso David Alvarez), que en esta versión es además boxeador. En el curso de apenas unas 48 horas, el mundo de todos irá a cambiar. La misma noche en la que ambas pandillas se amenazan y desafían en la calle habrá un baile en el que todos se cruzarán. Y allí aparecerán las amigas María (Rachel Zegler) y Anita (Ariana DeBose), la hermana menor y la novia de Bernardo, que son el corazón real de la historia en esta versión, la relación que le da su vibración emocional más allá de la trama amorosa que desatará los trágicos acontecimientos. Esa noche María conoce a Tony (Ansel Elgort), un chico blanco que supo ser miembro de los Jets pero hoy está alejado de todo eso tras pasar –otra novedad de la nueva versión– un tiempo en la cárcel. De hecho, hoy trabaja para Valentina (Rita Moreno), dueña de un almacen y el rol más cambiado respecto al original, ya que allí el personaje era un amable señor judío que trataba de calmar los ánimos de «los chicos». Hay amor instantáneo entre Tony y María y planes de escape juntos que se complicarán cuando las bandas se enteren de ese cruce «ilegal». Y una serie de enredos –evitables en la época de los teléfonos móviles, digamos– llevarán a otro enfrentamiento, más violento, entre las bandas en cuestión, uno que involucrará a los protagonistas de este romance prohibido. Lo central, tanto antes como ahora, no pasa necesariamente por el desarrollo de la canónica trama sino por los condimentos musicales que le dan vida y, de un modo secundario, por el subtexto socioeconómico y racial en el que la historia transcurre. Se trata de un film con más de una docena de números musicales que van desde los más enérgicos y coreográficos («Jet Song», «America», «I Feel Pretty», «Cool») a los más románticos y personales, como los inolvidables «Tonight» o «Somewhere«, otra canción que aquí aparece de otra manera –y en boca de otro personaje– en relación al film original. Y en esos aparentemente módicos pero inteligentes cambios, las letras de varias canciones se resignifican, insertándose de un modo aún más claro en los conflictos de la época. Es una película que crece, también, en función al talento de su elenco. Y allí se lucen Zegler y DeBose, dos actrices desconocidas en cine que seguramente tendrán nominaciones a Oscars y un gran futuro. El más conocido Elgort, por su parte, está un par de pasos atrás de los otros protagonistas –incluyo aquí también a Faist y Alvarez–, lo cual daña un poco la potencia de la historia de amor. El actor de BABY DRIVER no está mal –de hecho canta muy bien–, pero se nota que la película pasa más por los otros personajes que por el suyo. Lo cual, en definitiva, tampoco está mal. Lo que se pierde en lo que respecta al drama romántico se gana en función del retrato coral y del universo en el que se mueven. Convengamos, también, que la historia de amor siempre fue el hilo más tenue del relato (no voy a spoilear, pero se darán cuenta con el desarrollo de los acontecimientos que está un tanto sobredimensionada) y que es más un disparador literal del conflicto que un romance creíble en sí mismo. La idea de Spielberg de no actualizar WEST SIDE STORY al día de hoy es, finalmente, bastante sensata. Si bien uno puede pensar mientras ve la película que, quizás, un traslado a la actualidad podría ser una buena idea, con el correr de los minutos queda claro que la elección de mantenerlo en los ’50 es la correcta. Por un lado, porque IN THE HEIGHTS, el musical de Lin-Manuel Miranda, ya tocó estos mismos temas en una versión más cercana al pop latino del siglo XXI. Y, por otro, porque una «modernización» del film solo subrayaría de manera obvia las diferencias que ya son visibles en el musical original y Spielberg entiende que eso sobra, que no hace falta. Cualquiera que lea su versión desde 2021 entenderá las conexiones con los problemas raciales, sociales e inmigratorios de hoy, que se han mantenido y, en ciertos casos, empeorado. Pero más allá de todas las lecturas y análisis posibles, el AMOR SIN BARRERAS de Spielberg se disfruta como un espectáculo audiovisual fascinante, la prueba de que el director de LA GUERRA DE LOS MUNDOS puede dirigir cualquier género, filmar lo que se proponga y hacerlo siempre con el talento y la creatividad visual que lo caracterizan y que lo han convertido en el cineasta más «natural» de la historia, un dotado para esto. Como dije antes, todas las películas de Spielberg son, en el fondo, musicales, solo que no tienen canciones ni coreografías como tiene esta excelente remake. La musicalidad está en lo melódico de sus movimientos y lo poético de sus formas. El suyo es cine como arte total.
Critica emitida en radio. Escuchar en link.
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La versión de Steven Spielberg de Amor Sin Barreras se siente arraigada en la tradición de las películas musicales, pero se refuerza con temas actuales. Combina cuestiones que han dado forma a la cultura pop desde la elegante precisión del director de Tiburón y E.T., quien siempre ha tenido el ojo de un director musical a la hora de darle un marco coreográfico a sus escenas.
Hoy es la 94º entrega de los premios Oscars y Amor sin barreras (West Side Story, 2021) tiene siete nominaciones en las ternas Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Dirección de Arte, Mejor Diseño de Vestuario, Mejor Actriz de Reparto, Mejor Dirección de Fotografía y Mejor Sonido. La película dirigida por el consagrado Steven Spielberg a sus 75 años, es dedicada a su padre que era admirador de la versión de los ´60, porque evidentemente realizar una película perteneciente al género musical era una asignatura pendiente para el director. Resulta pertinente recapitular algunas cuestiones puesto que se trata de un musical con mucha historia. En 1957 se estrenó en Broadway West Side Story, una versión posmoderna de Romeo y Julieta (Shakespeare) ambientado en la ciudad de New York en los ´50, específicamente en el West Side de Manhattan. En dicha representación el amor “imposible” entre los jóvenes Tony y María se ve dificultado no por la rivalidad entre dos familias, sino que es más amplio el conflicto, puesto que se da entre dos pandillas juveniles: los Jets (norteamericanos y descendientes de diversos países europeos) y los Sharks (inmigrantes puertorriqueños). El libreto es de la autoría de Arthur Laurents, la música de Leonard Bernstein y sus respectivas letras de Stephen Sondheim, y concebido, dirigido y coreografiado por el talentoso Jerome Robbins, figura destacada e influyente de la era dorada de Broadway. Posteriormente, Robbins junto a Robert Wise realizaron la primera transposición cinematográfica del musical, West Side Story (1961), protagonizada por Natalie Wood, Richard Beymer, George Chakiris y Rita Moreno, que honestamente debo aclarar que desde mi niñez es mi película musical favorita y me parece insuperable. Tanto la obra teatral como el filme, tuvieron la osadía (al igual que Shakespeare) de transgredir la convención romántica del happy end, lo cual sin dudas representó una ruptura dentro del cine clásico de la época, junto con sus innovadores recursos estéticos y formales. Por lo cual fueron obras muy influyentes a posterior e incluso el filme ganó diez premios Oscars. Además de la osadía a nivel argumental puesto que exponía de forma concreta y audaz las diferencias culturales y étnicas, el racismo y la intolerancia, en Estados Unidos realizando una fuerte crítica al American Dream. En West Side Story (2021), se respeta el esquema actancial y el orden de las secuencias de acción. La pareja principal compuesta por Tony (interpretado correctamente por Ansel Elgort, quien sin embargo parece carecer del porte necesario que poseían las estrellas masculinas de la Golden Age) y María (personificada por Rachel Zegler quien posee un gran talento vocal), logra tener buena “química” entre ambos y las escenas de la película que más emocionan son las que comparte la pareja protagónica. Rita Moreno nacida en Puerto Rico, quien interpretó en los ´60 con temperamento y gran talento a Anita, actualiza su texto estrella al interpretar aquí a Valentina, lo que según el esquema actancial sería equivalente al personaje de Doc. A diferencia de lo que parece a simple vista, esta “remake” que podría haber aprovechado para incorporar en su reparto más intérpretes nacidos en Puerto Rico o en países latinoamericanos para despegarse del uso del maquillaje saturado sobre el cast de los Sharks de los ´60, aquí lo cierto es que quizás son descendientes de ellos o alguno de sus padres es nacido allí. Asimismo, a continuación, se mencionarán algunas de las diferencias principales respecto a la versión cinematográfica de 1961. Primero y principal, acertadamente la versión de Robbins y Wise, tenía a la danza como sistema de signos principal, allí el lenguaje corporal y su coreografía era lo más importante. Recordemos que Robbins se formó con George Balanchine, principal exponente del formalismo. Por ejemplo, a diferencia del filme actual, las peleas eran totalmente coreografías, no había violencia explícita. También se debía a que en los ´60 aún regía la censura del Código Hays (1934-1968), y esto nos da lugar a un segundo elemento importante en el largometraje de Spielberg donde se explicita la consumación del coito entre Tony y María, como así también es representada de forma más contundente la violencia en las peleas masculinas, e incluso en la escena de acoso a Anita. Asimismo, se desarrolla más el pasado delictivo de Tony. Por otro lado, de forma innecesaria se subraya el feminismo a tono con la corrección política actual, puesto que ya en el filme del ´61 las mujeres tenían una participación muy activa y una representación belicosa, e incluso se incluía también un personaje trans. En consecuencia, a pesar del excelente manejo de la técnica y de todos los sistemas de signos que componen una película en una misma dirección por parte del gran Spielberg, es inevitable que nos preguntemos después de la obra maestra del 61 qué aportes trae su lectura de la obra, lamentablemente se considera que muy poco. Quizás su aporte principal sea acercar tan hermosa e inteligente historia a las nuevas generaciones.
El Magistral Steven Spielberg viene con su primer musical, y nos deleita con su habilidad narrativa para hacer las cosas bien, y mejorar todo lo que se podía mejorar de la primera adaptación a la gran pantalla cine puro, brillante dirección, y una historia que es una re adaptación de Romeo y Julieta, una obra de arte. La crítica completa radial en el link.