Ya no sueño, solo olvido Hay una imagen persistente a lo largo de Cold War (2018), la nueva película de Pawel Pawlikowski que abre la quinta edición del Festival de Cine Polaco de Buenos Aires, y es la presencia del rostro en medio de la multitud anónima. La cara con mirada perdida de la protagonista entre los pasajeros del tren, la de su pareja frente a los invitados de una fiesta concurrida en París, los rostros cantando a coro en los distintos escenarios donde se presentan. Si el rostro es el elemento por antonomasia que configura nuestra identidad, acaso Pawlikowski esté hurgando en la música triste de dos semblantes deshechos por la incertidumbre posterior a la guerra. El filme, ganador en el Festival de Cannes de este año, hace un recorrido de casi dos décadas por la vida de una pareja de inmigrantes polacos desde finales de los años cuarenta. Él, Wiktor (Tomasz Kot), es el director de una banda folklórica que va reuniendo a músicos de diversos pueblos de Polonia para armar un coro. Ella, Zula (Joanna Kulig), es escogida para formar parte del grupo después de un casting donde se desenvuelve de maravilla. Lo que viene a continuación podría verse como previsible, pero Pawlikowski traza con detenimiento una relación accidentada a medida que se ven obligados a mudarse de país y la música compuesta y cantada por ellos se modifica. Y si bien ambos músicos desempeñan su arte con destreza y son reconocidos por ello, se permea la sensación de que la capacidad artística no basta frente a una inquietud que los persigue donde sea que vayan. Ellos sobreviven componiendo, cantando o tocando el piano según el caso, pero no pueden huir de una incomodidad latente, como ese disco grabado por Zula que ella misma tira a la fuente con desdén. Aquí el arte no es un placer ni un privilegio, es una muleta para subsistir llanamente. Un elemento presente en Ida (2015), la obra anterior del director, y que se repite esta vez, es la fotografía de Lukasz Zal que sitúa al individuo en la parte inferior del plano. Estamos ante el reconocimiento de que las circunstancias vividas por los personajes los superan. Las cabezas de los actores suelen estar, si bien no tan a los extremos inferiores de la imagen como en Ida, sí por debajo de la mitad del fotograma. Puede resultar curioso mencionar este detalle técnico, pero es central para sentir el agobio y la pérdida a la que están sometidos estos seres. Pero ello es aludido solo visualmente, no es una constante en los diálogos. Y con la referencia visual alcanza, porque es como si cierta inconciencia de la guerra todavía demasiado cerca, cierto vacío referido en las canciones y en el blanco y negro opresivo, se condensara en sus imágenes hasta impregnarse en nosotros para que no seamos capaces de cuestionar el final. Hallamos además un nivel de referencias en Cold War que fluyen como complemento de la historia, pero únicamente hacen el resultado más rico de lo que ya era por sí solo. Fueron dos las más resonantes, al menos para quien escribe. Por un lado, los aires de Mónica Vitti en la fisonomía de Kulig que hacen recordar al Antonioni de los sesenta y su existencialismo, aunque aquí lo opresivo ya no está tanto en relación directa con la arquitectura sino en algo mucho más disuelto e inasible como son las vivencias de los protagonistas. Por otro, ese golpe de alma final simbolizado en los pastizales que se agitan por el viento cuando Zula y Wiktor salen de escena. Sabemos a dónde se dirigen, pero ya no hay palabra que valga. Basta con que la naturaleza se manifieste. Es una imagen que recuerda al Tarkovsky de El Espejo (1974), pero sin aquel aire críptico con el que el maestro ruso casi sofocó esa película. Aquí es suficiente este instante para condensar un vacío intuido durante toda la película, apenas evadido en el romance del director musical y su musa.
En el comienzo, una musicóloga y un director de orquesta registran canciones populares en búsqueda de nuevas voces en zonas rurales polacas a fines de la década del cuarenta. Inmediatamente viene a mi memoria Recolectora de canciones (Maggie Greenwald – 2000), una historia luminosa con un romance con final de cuento de hadas. En Cold War, en cambio, la relación amorosa es conflictiva, gris, como el color de las imágenes. Ambos músicos tienen a su cargo la formación de una troupe de canto y baile que recorrerá el país y el mundo, para difundir en un principio el folklore local, para más tarde convertirse en otro medio de propaganda estalinista. En el contexto del grupo llamado Mazurek, basado en el conjunto Mazowsze fundado en 1950, surge un vínculo romántico entre el conductor y una alumna que se extenderá a lo largo de quince años. Los amantes atraviesan diferentes etapas que los lleva a traspasar fronteras (Berlín – París – Yugoeslavia – Polonia), en una relación desastrosa sin fin. Es un ir y venir en el que se aman locamente, no se soportan, no pueden vivir el uno sin el otro, afloran infidelidades que los distancian, en una guerra fría de sentimientos alimentada por sus distintos temperamentos. Wiktor es calmo, racional, en tanto que Zula es impetuosa, desafiante, celosa de su pareja. Las ambiciones son contrarias como así también sus actitudes ante el régimen comunista. La música, presente a lo largo del film, ejerce como contrapunto entre occidente y el Bloque Oriental dominado por la Unión Soviética. El jazz en París es la independencia, la creatividad, el libre albedrío que permite al músico improvisar y escaparse en el pentagrama (el arrebato pianístico del protagonista ante la mirada paciente y azorada de los demás instrumentistas). Las danzas folklóricas en cambio son estructuradas, dirigidas, fruto de ensayos repetitivos donde todo está calculado y que huelen a vetustas. Cualquier desvío puede costar muy caro. Pawlikowski elije el mismo formato de pantalla casi cuadrado (4:3) que en Ida, ganadora del Oscar en el 2014, y el blanco y negro para narrar una historia de época. La estética seleccionada le da un gran realismo a las escenas, el espectador tiene la sensación de estar viendo una película del otro lado de la Cortina de Hierro de las décadas del cincuenta y sesenta. Sintética, austera, con imágenes compactas fruto de una narración de estructura fragmentada, la película refleja ese clima moral de hipocresía del régimen marxista de entonces, marcado por el favoritismo, el espionaje y la obsecuencia
A ambos lados de la cortina de hierro El regreso del realizador polaco Pawel Pawlikowski, responsable del extraordinario film Ida (2013), no podría ser más auspicioso por su calidad estética, la indagación filosófica en los vaivenes de las pasiones y una aguda mirada sobre la condición humana. Cold War (2018) se yergue así como una indagación histórica sobre el amor en tiempos totalitarios, y para ello, mantiene la estética del blanco y negro de su opus anterior, lo que resalta la voluptuosidad de la pasión de la pareja polaca durante los duros años de la Guerra Fría. Con escenas cortas y episódicas, el film narra la historia de amor entre Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot) durante la década del cincuenta y del sesenta en Polonia y en Francia, en un relato muy conciso y preciso sobre la vida bajo el control de los partidos comunistas, la influencia de la ideología socialista en la cultura popular, y la dialéctica entre educación y adoctrinamiento. En una audición para una obra sobre las raíces campesinas polacas, un reconocido pianista, compositor y director de orquesta, Wiktor, ve en Zula un talento inusual, un fuerte anhelo por destacar y una gran belleza, cualidades que lo atraen inmediatamente hacia la joven. La acción se traslada a París cuando Wiktor deserta en Berlín de la orquesta que pretende recorrer los países del bloque soviético para difundir la cultura polaca mezclada con los valores del socialismo. Varios años más tarde, ya radicado en París, el músico se reencuentra con Zula en un bar y comienza nuevamente una historia que se mantendrá durante años dando cuenta del devenir del comunismo, la añoranza de la patria de los polacos en el exilio, la dialéctica entre el amor y la pasión, y la música y la cultura como péndulo entre la manipulación política, las ataduras del dinero y la libertad. El guión del propio Pawlikowski junto a Piotr Borkowski y Janusz Glowacki, basado en la historia del primero, recorre la historia de amor como una alegoría sobre la Guerra Fría. La relación entre la pareja está en todo momento atravesada por su nacionalidad, una sensación profunda de desarraigo y la contradicción que les genera la imposibilidad de estar juntos, y a la vez, de estar separados. Con unas actuaciones maravillosas del elenco protagónico, Cold War logra escenas de una intensa pasión que expresa las ideas y vueltas del amor, los problemas de las relaciones humanas y las contradicciones entre la libertad y los totalitarismos del control monetario y el control ideológico en un opus que nuevamente retrotrae al espectador cinéfilo al maravilloso cine de Andrzej Wajda y Andrzej Zulawski. La fotografía de Lukasz Zal, también director de fotografía de Ida (2013), Loving Vincent (2017) y Dovlatov (2018), logra una estética sutil de carácter existencialista que retrotrae al espectador a la década del cincuenta y del sesenta con gestos imperceptibles y emociones que se contienen hasta donde pueden en una obra sobre seres golpeados por las disputas geopolíticas que oprimieron a los ciudadanos del mundo a ambos lados de la cortina de hierro. Al igual que en Ida, Pawlikowski consigue aquí ofrecer otra mirada impávida sobre el devenir totalitario del socialismo en Polonia, tras la encarcelación en 1951 del popular líder comunista Wladyslaw Gomulka, desde una indagación del exilio como puñalada al corazón, desde el amor y la pasión como motores de la vida y desde los pequeños actos de rebelión como señales de la corrosión de los sistemas políticos y de las ideologías que se desvían de sus utopías para convertirse en regímenes autoritarios y represivos.
Amar en tiempos revueltos El director de la ganadora del Oscar Ida (2013), presento su nueva película en la competencia oficial del 71 Festival de Cannes. Uno de los mejores trabajos presentados en el certamen, otra vez realizado en un estético blanco y negro y en tiempos de posguerra. Cold War (2018) arranca en la fría Polonia de 1949. De fondo vemos la reciente destrucción de la guerra. Un hombre y una mujer reclutan músicos para un coro folclórico local. El éxito los lleva a Moscú donde deben cantar para el régimen soviético. De los cantantes se destaca Zulu (Joanna Kulig), una joven rebelde de quien se enamora el director de orquesta Wiktor (Tomasz Kot), dando lugar a un apasionado romance entre dos seres de personalidades diferentes. Entre encuentros y desencuentros de la pareja transcurre este relato. Pawel Pawlikowski realiza otro film simple en cuanto a su historia, brutal en cuanto al tema, y bello en su forma audiovisual. Cold War es otra historia de sobrevivientes cuyos caracteres duros están forjados por el contexto histórico. La cámara los observa y sigue de cerca a los personajes mientras lidian con las exigencias del régimen o del mercado, según el lado del mundo (occidente u oriente) en que se encuentran. Los personajes se desplazan desde Polonia a Paris, pasando por Moscú y Yugoslavia entre 1949 y 1954. Sus posturas, sufrimiento y anhelos son expresados con sutiles recursos cinematográficos entre los que vemos una imagen trabajada con textura que da densidad y rugosidad a los ambientes, una composición de cuadro simétrica que encierra a los personajes en los espacios y una música diegetica que sonoriza de manera expresiva los estados de ánimo de la pareja. Por momentos, la película también juega con recursos del cine negro. Ella, delineada como una rubia mujer fatal que lleva al hombre hacia su lado oscuro mientras que él, busca triunfar en Paris para esperar a su amada. El amor y la pasión prohibidos en ese contexto se presentan en el film como un proceso de liberación constante, una puja hacia las fronteras para estar juntos. Pero también habrá diferencias de posturas entre ellos, mientras él rehace su vida en el exilio, ella a pesar del éxito añora su lugar obtenido en Polonia. Los espacios adquieren, como los personajes y la música, sentido expresivo al trasmitir emociones y sentimientos opuestos. La dicotomía de caracteres entre ellos se refleja en la forma audiovisual de la película. Pawel Pawlikowski pone en escena aquello imposible de representar: el espacio para el amor en un mundo dividido en dos, en esta magistral obra, potente y reflexiva, sobre pasiones negadas por el contexto historico.
De Polonia para el mundo, luego del éxito de “Ida” en 2013, Pawel Pawlikowski regresa con “Cold war” cinco años más tarde. El director busca repetir el triunfo en la categoría de Mejor película extranjera en la próxima edición de los Premios de la Academia, ya que fue seleccionada para participar en aquella terna. Ambientado en la Guerra Fría, Pawlikowski nos deleita con un romance imposible escrito con su pluma. Wiktor y Zula (Tomasz Kot y Joanna Kullig, respectivamente), forman una pareja de orígenes sumamente distintos. Él, por un lado, viene de una familia burguesa. Es un pianista aficionado al jazz y, junto con otra profesora, buscan personas para integrar un grupo folklórico a pedido de los dirigentes comunistas de Polonia que quieren ponerlo al servicio del régimen de Stalin. Es por este motivo que Wiktor se encuentra con Zula. Ella, por el otro lado, proviene de una familia humilde y tiene un sentido de supervivencia tan afilado por las circunstancias de la guerra, que usa todas sus artimañas para entrar en el grupo y sobrevivir. Las actuaciones son magistrales. Kot y Kullig se ponen al servicio de una historia marcada por un contexto sumamente complicado, donde el exilio y el miedo eran monedas corrientes. Por estas razones, la historia se da en Berlín, lo que fue el territorio de Yugoslavia y París. Más allá de eso, esta pareja se complementó sumamente bien y llevan adelante una película que, en otros casos, pudo resultar aburrida. En cuanto a la dirección, sin dudas Pawlikowski tiene un ojo propio bien marcado. Predominan los planos medios a, como mucho, tres personas por escena y la simetría con ayuda de espejos. Luego, la musicalización, con piezas bien elegidas, se fusiona muy bien con la película: no sólo al momento de la historia, sino que también se ajustan al contexto donde se encuadra la trama. Se puede escuchar desde el músico clásico polaco Friederich Chopin hasta el Himno Stalinista, con interpretaciones que se dan dentro de las escenas. Es decir, hay música cuando en la escena se interpreta alguna pieza. Dada su realización en escenas sumamente cortas, contando la historia como si fueran pequeños retazos de tela que se van uniendo con la imagen que sigue, “Cold war” tiembla dentro de la categoría de recomendable. Sin dudas es una trama atrapante y bella, pero es preferible admirarla ya sabiendo con qué te podés encontrar. Igualmente, “Cold war” merece ser vista.
“Cold War”, de Pawel Pawlikowski Por Hugo F. Sanchez Maté a mi padre porque, una noche, me confundió con mi madre y yo tenía un cuchillo” dice Zula ( Joanna Kulig), una más de las muchas jóvenes que intenta ingresar a una academia de arte musical, desde donde se elegirán a los mejores para formar un cuerpo de canto y baile ejecutando un repertorio tradicional por toda Polonia, cinco años después de la Segunda Guerra Mundial y ya en la órbita soviética. El talento que despliegan las chicas es superior al que demuestra Zula, que cumple pero ese no es el punto porque ella brilla por determinación, carácter y pasión, lo que llama la atención de Wiktor (Tomasz Kot), el músico encargado de reclutar a los futuros artistas. Es a él a quien Zula le cuenta de su padre y admite que estuvo presa y es con él a quien quedará unida para toda la vida, con varias interrupciones, países de por medio y un estado autoritario que marcará su historia de amor durante décadas. El director Pawel Pawlikowski, que en 2015 ganó el Oscar a la mejor película extranjera con Ida, regresa a la posguerra y pone en el centro del relato a una formidable historia de amor que se consume, se aviva y vuelve a empezar el ciclo siguiendo la cronología de la Guerra Fría, en fulgurante blanco y negro. Esperanza y desesperación se desprenden de esta historia de amor imposible, en donde el clisé del temperamento eslavo se expone sin tapujos y la pasión de los protagonistas se pone de manifiesto en una puesta fría y casi distante. Zula y Wiktor van descubriéndose y aceptando que su destino está irremediablemente ligado, mientras el estalinismo se encarga de incluirlos en la geopolítica. La música primero en Polonia, el amor, luego la huida a Berlín que ya está arreglada pero no, y la separación. Después Paris, el alcohol y la bohemia, el refugio romántico de los desencantados, los perseguidos, los expulsados y los aventureros del socialismo. Y otro reencuentro y la constatación de que no es el lugar de la pareja. Y de vuelta al régimen, para aceptar el destino. La austeridad de Pawlikowski en Cold War -con la que ganó como mejor director en Cannes-, su falta de énfasis nivela la historia que tiene entre manos, mientras que la intermitencia de los encuentros y separaciones entre los personajes carga a la película de una densidad irrepetible. Se trata de película mediana que sin embargo no oculta su ambición de reflexionar sobre la conducta y las decisiones morales de las personas ante la opresión y el autoritarismo. COLD WAR Zimna wojna. Polonia, 2018. Dirección: Pawel Pawlikowski. Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki. Edición: Jaroslaw Kaminski. Fotografía: Lukasz Zal. Diseño de vestuario: Ola Staszko. Diseño de producción: Marcel Slawinski. Intérpretes: Joanna Kulig, Tomasz Kot, Agata Kulesza, Borys Szyc, Adam Woronowicz, Adam Ferency, Adam Szyszkowski. Duración: 84 minutos.
Cold War: La agridulce tragedia que es el amor. Un nuevo clásico del más doloroso romance europeo, del director de Ida. No hace tanto Ida se convirtió en el primer film polaco en ganar un Oscar. Una historia tan sentida, visual y propia de Europa que lejos estaba de sostenerse únicamente en la destacada visión de su director y su impresionante fotografía en blanco y negro. Todo eso vuelve a repetirse en una de las películas más anticipadas del año. El director Pawel Pawlikowski vuelve a colaborar con Łukasz Żal (co-nominado al Oscar por Mejor Cinematografía por Ida), para retratar los años difíciles de una pareja durante la Guerra Fría en los ’50. Definitivamente un trabajo que logra estar a la altura de las expectativas, que además de haber competido por la Palma de Oro le valió el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes de este año. Si la Segunda Guerra Mundial es el escenario por excelencia que ha elegido Hollywood incontable cantidad de veces para llenar de pochoclo las salas del planeta, el cine de autor siempre se dejo tentar más por las tensiones silenciosas de la Guerra Fría. No solo veremos el lado menos iluminado de esa época, enfocándose en la situación que vivían Polonia y Francia puntualmente, sino que en esta oportunidad realiza un doble papel haciendo las veces de trasfondo para el romance al igual que apropiada comparación para una relación llena de vaivenes, silencios y traiciones. Un tiempo en el que la guerra y la paz resultan tan indistinguibles como el dolor que les trae a ambos la compañía que tanto necesitan. El amorío de un director de orquesta con una cantante y bailarina es algo que todos podemos imaginar, al igual que todos tenemos algo en mente al oír las palabras “trágico romance“, y justamente esto es lo que aprovecha Cold War para mantenernos expectantes de su adictiva progresión narrativa. Sin ninguna juvenil intención de jugar con la audiencia y las convenciones de manera posmoderna, sino para construir un relato que trata el romance como la experiencia tan tortuosa y sedativa que puede llegar a ser. Esta es una película en la que sus protagonistas rebalsan humanidad en cantidades dolorosas, frustrando a la audiencia al punto justo poniéndolos en los zapatos de dos enamorados que o no pueden estar juntos o, peor aún, logran estarlo. Logra todo esto sin llegar a sentirse demasiado hostil para con el espectador, mérito conjunto del guion y el gran trabajo de montaje. Aunque el cine y televisión han visto una buena cantidad de exploraciones de relaciones tóxicas durante los últimos años, Cold War es una autentica representación de cuando estás relaciones son más peligrosas: cuando son preferidas a la aparente soledad que ofrecen las demás. Dos personas que durante el resto de sus vidas tratan de evitarse, de reencontrarse, de anhelar algo mejor y de evitar considerar que tal vez ellos sean lo mejor que tienen. Tanto Joanna Kulig como Tomasz Kot entregan interpretaciones frustrantes y antipáticas de forma justa, logrando la difícil tarea de tener química tan positiva como negativa por igual. Pawlikowski necesitaba que sea tan sencillo verlos enamorados como frustrados con la existencia del otro, y gracias a ellos podemos disfrutar de una obra tan combativa como esta. También ofrece una propuesta difícil de rechazar con una duración total que no llega a los 90 minutos, especialmente en tiempos en los que se han normalizado las películas de 2 horas y media. Corta y memorable, ofrece una mirada a una relación cuanto menos particular en un momento de la historia y con la visión de un director sin el cual no podría existir un relato como tal con esta increíble calidad. El film más agridulce del año, un sabor de boca que uno no se saca tan fácilmente y que resulta muy sencillo de recomendar.
Es otra película envolvente, seductora, trágica, dura, realista y romántica. Una muy cruda mirada a los años de la guerra fría, del gobierno de Stalin, de su tierra Polonia luego de la guerra, convertida en un satélite de Moscú. De esa Polonia patio trasero de Hitler para sus campos de concentración y su barbarie. Pero también de cómo una actividad artística de investigación del folklore en sus expresiones más puras termina usado como propaganda en una gira por todos los territorios soviéticos. Y en ese clima, casi de eterno invierno, fotografiado con maestría y mostrado con todo el talento del director polaco Pawel Pawlikowski, (el mismo de “Ida”), inspirándose en los amores de sus propios padres, se desarrolla esta historia tormentosa entre un músico y una bailarina cantante que se atraen locamente pero pueden provocar infiernos de convivencia a pesar de un lazo que sobrevive a traiciones, amantes, esposos, la cárcel, los celos, la propia estupidez, la atracción y el rechazo. Nada es condescendiente en esta relación de amantes eternos y desgraciados, relación espinosa pero irrompible. Llenos de pasión y destino terribles. Mientras se desarrollan esa relación esta en tema del desarraigo, la no pertenencia, las zonas cómodas e incómodas. Pero también la música, ese folklore primitivo y único, el jazz en Paris, la banda sonora para la triste relación de fuerza volcánica y adioses. Las consecuencias y la mirada política y lúcida sobre una época que transcurre entre 1949 y 1964. Grandes actores, maravillosos protagonistas unos de los finales mas impactantes. El film permanece en la mente y el corazón de los espectadores.
Luego de Mi verano de amor y de la consagratoria Ida (ganadora en 2015 del premio Oscar a Mejor Película en Idioma No Inglés superando a Relatos salvajes), no era fácil para este talentoso realizador polaco salir airoso con una nueva historia de época en blanco y negro, pero -a pura elegancia, rigor y talento- consiguió otro muy valioso film que narra durante varias décadas la historia de un amor épico e imposible en tiempos de represión y le valió nada menos que el galardón a Mejor Director en el último Festival de Cannes. Pantalla casi cuadrada (4:3), estilizado blanco y negro, y apenas 84 minutos la alcanzaron a Paweł Pawlikowski para construir un melodrama romántico con aires musicales y estética de film noir realmente extraordinario. Un ejemplo de síntesis, rigor, austeridad y belleza para mostrar el devenir de un amor imposible que recorre la posguerra entre Polonia y Francia. Son más de 20 años de tortuosa pasión y (des)encuentros entre una cantante y un músico que luchan contra algo mucho más fuerte que su relación: la maquinaria represiva, la falta de oportunidades y un sino trágico que parece apoderarse de ambos. Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Joanna Kulig) se conocen en el marco de un conservatorio de arte. El es uno de los seleccionadores de talentos; ella, una entusiasta aspirante con un oscuro pasado. Desde 1949 y hasta bien entrada la década de los '60 los veremos ir y venir, desde Varsovia a París, entrando y saliendo legal o ilegalmente, buscándose, encontrándose y rechazándose. Las contradicciones y la permanente incomodidad marcarán la tónica de un film donde la figura de Stalin (en murales y telones) y la presencia de los burócratas de turno dominarán también parte de la escena. En Cold War cada plano es de una belleza y una intensidad conmovedoras (por momentos me recordó al Christian Petzold de Barbara y sobre todo de Ave Fénix) con dos protagonistas extraordinarios y buenos personajes secundarios (por allí aparece la gran Jeanne Balibar). Quizás un poco gélica y quirúrgica, la película escapa de la demagogia y la concesión (escatima los “grandes momentos”) para constituirse en una tragedia impiadosa sobre esos tiempos de Guerra Fría y amores destrozados.
Es una historia de amor en la que ambos amantes se entregan por igual. “Estuve con la mujer de mi vida”, le dice Wiktor en la cama a su pareja. Y no, no se refiere precisamente a su acompañante de lecho. Cold War es una historia de amor épico. Y en más de un sentido. Por las proporciones en que Wiktor y Zula se adoran y se necesitan, y por las circunstancias en que ese quererse tiene lugar. Es el tiempo de la Guerra fría, como indica el título. Comienza en la Polonia de posguerra, pero irá cambiando y saltando fronteras, límites entre países y de los otros. Wiktor (Tomasz Kot) es un director musical que recorre el interior de Polonia en busca de figuras que puedan participar de un elenco de música de raíces populares. Deben cantar y bailar. Zula (Joanna Kulig, vista en Ida) no cumple con todos los requisitos -ni siquiera es campesina, porque se crió en la ciudad- pero para los ojos de Wiktor su encanto, su atractivo, su fascinación es otro. Zula es joven en 1949, y Wiktor denota en su rostro que está curtido. Lo que nace entre ellos es un amor visceral, que nada ni nadie externo -ni el régimen comunista- podrá apaciguar ni detener. ¿O sí? Pawel Pawlikowski tras Ida vuelve a la carga con una historia que desnuda la Polonia profunda, la que no pudo curar las heridas de la guerra, y en la que la división y cierto racismo se mantuvo imperante. Pawlikowski lo subraya en un único personaje (Kaczmarek, encarnado por Borys Szyc), un ser despreciable y completamente burocrático, y en el que sintetiza lo que sería el mal si se prefiere minimizar la trama como en una película en la que el Bien se enfrenta al Mal. Filmada en un blanco y negro casi cristalino, Pawlikowski vuelve a ser un maestro en la composición del encuadre. Podrá retratar a campesinos entonando y tocando una canción típica, o a los amantes sentados en un camino, con un árbol al costado. O a Wiktor al piano en un club nocturno parisino en los ’50, a Zula interpretando frente a un micrófono de pie una letra que va adquiriendo apuntes y asociaciones significativos, pero siempre en función de lo que narra. Tomasz Kot y Joanna Kulig tienen, juntos, eso que traslucen las parejas de verdad. En sus miradas, en su intensidad, en sus idas y vueltas está el extracto de una relación amorosa en la que uno y otro son capaces de dar todo, y más, por el ser amado.
Cold War es la nueva pelicula dePawell Pawilowsky, con la que gano la Palma de Oro como Mejor Director en la edición 2018 del Festival de Cannes. Cold war es una película que narra una historia de amor entre Wiktor, el director de un ballet folclórico y Zula, su estrella principal, en la Polonia comunista de la posguerra. Sus protagonistas sonJoanna Kulig y Thomasz Kot (actor de una larga trayectoria televisiva), y los dirige Pawell Pawilowsky, ganador del premio al Mejor Director en la edición 2018 del prestigioso Festival de Cannes. El conflicto que atraviesan ambos personajes que se sienten desilusionados por las exigencias que les impone la sociedad para poder alcanzar el éxito para poder expresar libremente su talento. En Polonia él tiene que intercalar canciones destacando los ideales del comunista, entre los que se destaca una escena donde cantan un himno dedicado a Stalin, mientras se despliega una imagen enorme del dictador en el fondo del teatro. Y ella en Francia debe cambiar el significado de la letra de la canción de amor folclórica que la llevo a la fama al adaptarla al idioma de ese país. Curiosamente esta película aborda la misma temática que la de El Potro, lo mejor del amor, porque ambas tratan el conflicto entre el éxito musical y la renuncia a la libre expresión. Pero tanto su tratamiento como sus propuestas estéticas son completamente opuestas. Porque Pawilowskytoma la decisión de reflejar la austeridad que atravesaba su país en aquellos años de posguerra también en la puesta en escena, por eso es que esta filmada en blanco y negro y el formato de la pantalla es de 4:3, por lo que resulta más angosto que lo común, tomando asi la misma decisión estética que en Ida, su película anterior. Y con su corta duración, menos de una hora y media, obtiene un resultado es asombroso, porque lo melodramático cobra más fuerza al concentrarse en escenas clave, contrariamente a lo que uno podría esperar teniendo en cuenta las características del género. En conclusión, Cold War es una película donde la puesta en escena austera ayuda a reflejar el conflicto que atraviesan estos personajes, que luchan por poder expresar libremente su arte, frente a dos sociedades que a su manera les piden que se traicionen a sí mismos para alcanzar el éxito. Algo que no hace su director, que decide ir contra la corriente, y no utilizar todos los beneficios de la tecnología actual, y confiando en su visión nos regala esta pequeña obra maestra del cine contemporáneo.
Bajo el título de "Guerra Fría" se engloba la historia de dos personas condenadas a juntarse y separarse con la misma pasión desesperada de una lucha armada. Así, mientras se infla y se desinfla ese enfrentamiento total que dividió el bloque Occidental del bloque del Este al final de la Segunda Guerra Mundial, Wiktor y Zula son arrastrados por corrientes de flujo y reflujo en las que se mezclan tendencias personales y de época que impiden que la unión sea posible. A partir de un encuentro en una escuela de arte, donde él trata de convocar nuevos talentos musicales con el fin de conformar un grupo nacional que de una manera utópica refleje la conformación de la nueva Polonia en construcción, todo será complicado. Ella, cantante talentosa, marcada por una vida que la llevó incluso a la cárcel por motivos ligados a pasiones oscuras, se ve atraída por este patriota que no hace concesiones y es capaz de estrellarse una y otra vez con la misma pared cuando cree verdaderamente en lo que ejecuta. Los cambios políticos, la vida sacudida por la inestabilidad y la violencia, los arrastran en recorridos desde la Polonia natal hacia la Francia de la posguerra, buscando la solidez de lo imposible en una época de crisis. ESTILO DE DIRECCION El notable Pawel Pawlikowski, ya conocido por el público argentino por "Ida" (Oscar 2015), la historia de una novicia adolescente durante el régimen comunista, en busca de la verdad sobre lo que pasó con sus padres muertos en la ocupación nazi, retorna con un filme comprometido y poético dedicado a sus padres, donde la ficción tiñe sus recuerdos de adolescente. Con la permanente presencia de la música, que va marcando momentos libertarios y de sumisión, espacios de propaganda y liberación, la historia de una pasión se deconstruye una y otra vez al ritmo de los instintos y la época. El aterciopelado blanco y negro, clásico en el director, pinta atmósferas de humo y música, de alcohol entremezclado con compases que marcan los pasos de amantes desencontrados pero que persisten en intentar lo imposible. Con un ritmo afelpado, que parece susurrado por las melodías, Pawlikowski, con mínimas pero claras señales, un cartel político, una vestimenta, una actitud, marca épocas y situaciones. Dos grandes actores deslumbran en el filme, Tomas Kot y -especialmente- Joanna Kulig, ambos veteranos de la actuación; ella, también destacada cantante. Varios premios se llevó este filme, no sólo en Cannes, merecidos todos. Una película para recordar.
Historia de amor apasionada y dolorosa El gran director de Ida se lanza esta vez al terreno del melodrama sin por ello dejar de lado el factor político. Difícil imaginar dos películas más disímiles, a pesar de su aparente hermandad estética: si bien Cold War reitera el blanco y negro y el formato de pantalla 1.37 (casi cuadrado) de su anterior Ida, el polaco Pawel Pawlikowski deja de lado en cierta medida los conflictos históricos, sociales y personales de aquel film, merecido ganador del Oscar, para meterse de lleno en el terreno del melodrama. Por supuesto, las condiciones políticas que envuelven a los personajes adquieren una relevancia mayúscula, pero aquí las pasiones de la pareja protagónica –sus deseos, búsquedas y frustraciones– van tomando el centro de la pantalla hasta ocuparla por completo. Hasta quemarla. No parece ser así desde un primer momento: las imágenes de los músicos y cantantes amateurs que el pianista y conductor de orquesta Wiktor (Tomasz Kot) encuentra en el camino y registra con un magnetófono imitan las formas realistas de cierto cine de Europa del Este en los años 60. El particular encuadre de una mujer tocando el acordeón parece remitir directamente al estilo semi documental desarrollado por Milos Forman en su etapa checa. Como en Ida, Pawlikowski reconstruye meticulosamente un estilo para crear algo nuevo con él, nunca como pastiche o simple homenaje. “Polonia, 1949”, reza una placa luego de esos breves apuntes introductorios; es decir, poco tiempo después de la Segunda Guerra Mundial y la reconversión del territorio en estado satélite de la Unión Soviética. Wiktor y su asistente reúnen información sobre la música y la danza de la periferia rural polaca como base para un futuro espectáculo de teatro. Más temprano que tarde, ese énfasis en las tradiciones locales le traerá algún que otro conflicto con la autoridades, deseosas de incluir un número apoteósico con la figura de Stalin agigantada sobre el fondo del escenario. Pero antes de que eso ocurra, un nombre propio: Zula. La chica rubia, talentosa, algo atrevida y llena de secretos que se presenta en uno de los improvisados castings como una aparición poderosa, inolvidable. Para Wiktor, al menos, aunque no sólo para él. Tomasz Kot compone su personaje imitando a esos típicos antihéroes románticos dispuestos a la auto desintegración progresiva; bajo la dirección de Pawlikowski, Joanna Kulig (una de las monjas de Las inocentes, de Anne Fontaine), se transformará en ángel y demonio, femme fatale y víctima absoluta, objeto y sujeto de deseo. El arco narrativo de Cold War se verá marcado, hasta su desenlace a mediados de los años 50, por los encuentros y desencuentros de Zula y Wiktor, el músico y la cantante, en una Europa dividida y contradictoria. El deseo, el romance, el amor –cuyo prólogo y primeros capítulos el realizador describe de manera lateral, al tiempo que comienza a echar mano a las elipsis como motor narrativo esencial– se enfrenta a un primer obstáculo durante una visita a Berlín. Huir hacia el otro lado o permanecer en territorio propio, reiniciar la vida como amantes, sin empleo ni seguridades, o resguardarse en la estabilidad del mundo conocido. Esa es la cuestión. París no espera. Pero sí lo hace Wiktor. El “melo” va adquiriendo mayor relevancia al tiempo que la música muta del folklore polaco al jazz internacional, con un breve paso por el naciente rock. Los tiempos están cambiando. La pareja protagónica también lo hace, aunque la necesidad y el deseo del uno por el otro permanezcan, al menos en esencia, inalterables. Dedicada a los padres del realizador –ganador del premio al Mejor Director en el Festival de Cannes–, Cold War construye con sensatez, sentimientos e inteligencia una historia de amor apasionada y dolorosa, clásica y moderna, y por ello a contracorriente del romance cinematográfico al uso: aquí parecen importar menos las señas concretas en pantalla que todo aquello que se intuye o deduce. Ya sea cantando en francés bajo las fuertes luces del escenario o confesando sus miedos en polaco, entre las penumbras de un cuarto demasiado frío, Joanna Kulig entrega una actuación inolvidable, arrolladora. Hacia el final, la película regresa a una iglesia abandonada para el reencuentro final de los amantes, guiño al Andrzej Wajda de Cenizas y diamantes y nuevo recordatorio de que el amor en tiempos difíciles es aún más extraño e inusitado.
Una historia de amor trágica, asediada por el absurdo del mundo La semana pasada se estrenó Transit, de Christian Petzold, una película extraordinaria de uno de los grandes autores europeos en actividad. Esta semana llega Cold War, de Pawel Pawlikowski, otra película extraordinaria de otro de los grandes directores europeos en actividad. Una feliz coincidencia en la cartelera gracias a la osadía de distribuidores independientes que apuestan con una pasión merecedora de mayores consideraciones. Tanto Transit como Cold War son melodramas y, con sus diferencias de planteo, films "de época". En Cold War asistimos al encuentro, conexión, y amor evidente -y hasta justo- entre Zula y Wiktor a fines de los años 40, en la Polonia comunista: ella se presenta a un casting como cantante y bailarina folclórica y él es parte de los seleccionadores. La troupe que se arma sufrirá las crecientes presiones del comunismo para que, por ejemplo, le canten a Stalin. Wiktor no es tan sumiso. Y Cold War nos muestra a estos amantes en diversas ciudades, incluso en la Europa del otro lado de la cortina de hierro, alejados el uno del otro en parte porque el molesto mundo que los rodea está lejos de colaborar con la construcción de un proyecto tan turbulento como lógico: el amor innegable entre estos dos seres. Son separaciones, añoranzas, traiciones, acercamientos, reemplazos que no consiguen cortar un lazo ineludible, inevitable. Un melodrama conciso, con elipsis convencidas, filmado en blanco y negro y encuadrado con solvencia y singularidad y sin distracciones irrelevantes (como Ida, la película anterior de Pawlikowski, premiada con un Oscar), Cold War es cine del fuerte, del contundente, del que nos hace salir conmovidos y distintos de la sala. Una historia de amor trágica, asediada por el absurdo del mundo; una historia que tenía que perdurar pero se ve interrumpida por ruidos molestos y convicciones oportunistas. Un hombre y una mujer y un amor cuyas evidentes fortalezas resisten de la manera que pueden, en un relato que conmueve porque está absolutamente convencido de lo que nos expone. Y como si todo esto fuera poco, impone sin duda alguna la fotogenia fatal de la que probablemente sea la actriz más subyugante de la temporada: Joanna Kulig, comparada en algunas críticas con Jennifer Lawrence, más que nada porque hay escasez de referencias más atinadas. Kulig es tan fatal y voluble como Brigitte Bardot en El desprecio, y con el cambiante brillo de sus ojos puede construir o derrumbar todo lo que la rodea.
Polvo enamorado. En El amor en los tiempos del cólera, García Márquez nos cuenta la historia de Florentino Ariza y Fermina Daza, eternos enamorados a pesar de las circunstancias que muchas veces se conjuran en contra de ese amor. El contexto caribeño en el que se desarrolla la historia le permite al autor un enfoque en el que las dificultades no empañan una celebración que se percibe en todo momento, y que vivifica la relación amorosa aún en sus momentos más difíciles. En cierta manera, Cold War es la otra cara de la novela del colombiano. La misma idea germinal es la que sostiene la película, los avatares que enfrentan dos enamorados para llevar a cabo su pasión, y la persistencia de sus sentimientos más allá de las dificultades. Pero aquí el relato hace justicia a su título. La alegría de fondo es sustituida por la tristeza, y la exuberancia por la contención y hasta por la impasibilidad. El contexto histórico y geográfico es el que sienta las bases del cambio de perspectiva. La guerra fría es antes que nada una delimitación temporal de la cual van dando cuenta los rótulos que indican los años en los que la acción tiene lugar. De esta manera el relato se convierte también en la descripción de una época desde una perspectiva crítica que engarza muy bien con lo que los personajes van a vivir, y con el modo en que van a hacerlo. La primera parte, la que transcurre en Polonia, es la mejor del filme. Con leves detalles se nos va describiendo la opresión y la falta de expectativas de los personajes y, por extensión, de toda la sociedad. Más allá del blanco y negro utilizado por el director, las propias vidas que allí aparecen reflejadas poseen ese mismo tono monocromático, al tiempo que se ven abocadas a una parálisis de la que resulta muy difícil escapar. Las miradas entre bastidores, la observación siempre vigilante, el juicio constante al que se ven sometidas las cantantes, el tono contemplativo que adopta la película, el modo y el alcance de las salidas al exterior, sometidas siempre a la tutela de los gerifaltes, van configurando una cosmovisión perfectamente trazada y que no requiere de declaraciones grandilocuentes que la apuntalen. La música pasa a ser entonces un mero hilo conductor, a veces forzado, a veces incluso causando la impresión de ser un relleno para completar una historia que por sí misma resulta un tanto errática. Cuando son los personajes quienes han de tomar las riendas del relato éste se va poco a poco descomponiendo. Es verdad que el reto era complicado. Por una parte se nos está contando la historia de una pasión amorosa que trasciende todas las dificultades que se le presentan y al propio tiempo, la principal de ellas. Por otra parte esa pasión ha de aparecer siempre atenuada, aplastada por el medio en el que se desarrolla, insinuándose pero sin llegar a manifestarse nunca. La guerra fría hace referencia también a la gelidez de los participantes en ella, una gelidez volcánica, nos atreveríamos a decir, y ahí está el problema. La actriz que encarna a Zula logra su propósito con encomiable solvencia. Su físico sin duda le ayuda, pero además imprime a sus gestos un carácter que permite las segundas lecturas, que nos deja adivinar el calor que esconde y la opresión que cercena sus sentimientos. No ocurre lo mismo, ni mucho menos, con el personaje masculino. El arrebato de Zula (magnífica la escena en la que descubre a su amado de nuevo libre) es aquí una languidez que no consigue levantar el vuelo. Es cierto, ya lo hemos dicho, que la combinación de ambos factores es compleja, y en este caso el director parece haber optado por remarcar la contención para así, además, contrastar con el personaje femenino. Sin embargo, a fuerza de desactivar las pasiones, lo que ha conseguido es un personaje plano que deambula sin ton ni son, cuyo sufrimiento es impostado y cuyas gestas heroicas resultan más increíbles que otra cosa, dado el carácter que se le ha ido construyendo. Cuando declara a su amante parisina que viene de estar con la mujer de su vida se esperaba algo más de emoción. No la nula reacción de quien lo escucha. En estas idas y venidas el guion ofrece momentos de acusada debilidad. Lo del marido siciliano parece una broma, y la facilidad para transitar en tiempos tan rígidos por los distintos países no puede menos que sorprender. No obstante la película contiene algunas ráfagas de brillantez. Entre ellas el maravilloso plano con el que concluye, cuando el director sostiene la imagen unos instantes para mostrar el vacío que los protagonistas dejan, señalando así su inminente muerte, la cual, paradójicamente, o no tanto, es la única consumación posible y plena de su amor.
Pawel Pawlikowski es un artesano cinematográfico. En su afán de narrar posiciona al cine en una escala diferente en la que cada detalle que compone la propuesta es cuidado al máximo para potenciar sus ideas. La simetría con la que nuevamente decide construir los fotogramas y escenas del relato, potencian un cuento que vuelve a conciliar aspectos asociados a la historia de su país con elementos de género que refuerzan y subrayan sus pensamientos. Si en “Ida”, película que le arrebató el Oscar a la mejor película extranjera a “Relatos Salvajes”, se proponían los laberintos de una joven que se debatía entre la fe y la pasión en medio de un contexto desfavorable, aquí se vuelve a trabajar con el amor como épica chance para salir adelante en tiempos difíciles. Polonia, circa 1950, devastada por la guerra la ciudad expulsa a sus habitantes, y mientras la reconstrucción física y emocional se plantea como el objetivo a corto plazo, otros encuentran en el arte la posibilidad de reinventarse. Así el director de una orquesta que recluta cantantes para sus espectáculos conoce a una joven que lo deslumbra en dos aspectos, por su canto, con una voz única y diferente, y por el otro lado por su belleza, rasgos clásicos, mirada cristalina. Lo que comienza como un simple trabajo, se sabe, el espectador maneja el dato desde el primer encuentro, seguirá como una apasionante historia de amor que por el fulgor de la pasión y de los egos, comenzará a transitar lugares insospechados para la clásica chico conoce chica en tiempos complicados. Juntos, separados, ambos protagonistas destacan sus labores a partir de interpretaciones soberbias y sólidas, necesarias para avanzar en sus historias y en el inevitable encuentro que hacia el final se promete. Pawlikowski supera la simpleza de las premisas narrativas con una puesta soberbia, que se escuda en el imprescindible trabajo de fotografía de Lukasz Zal, potente, hipnótico, sumado al bello blanco y negro con el que la historia entre los dos amantes se cuenta. Lo interesante de “Cold War” es el saber que la pareja protagónica escapa a los cánones del drama romántico, posicionando a cada uno en un lugar de poder que generará los conflictos necesarios para avanzar en el relato con la tensión necesaria para mantener las expectativas altas sobre su resolución. “Cold War” demuestra que independientemente de la vuelta a clásicos y simples tópicos que se trabajaron con anterioridad, se pueden reinventar apasionantes relatos en los que su vector disparará ejes secundarios, necesarios, para complementar la propuesta.
Buscando las fuentes del folklore polaco para fines de propaganda política durante la posguerra, un músico encuentra una cantante que podría ser el amor de su vida, aunque más que su alma gemela, su amada podría ser definida como su espíritu opuesto. Basándose en la difícil historia de amor entre su madre y su padre, el ganador del Oscar por "Ida", Pawel Pawlikoski urdió una manera de explicar desencuentros amorosos a partir de la situación sociopolítica de la era a la que se refiere el titulo. Lo mejor de esta producción es el desinterés por explicar los conflictos y lugares comunes de la época, y los detalles musicales que van desde la más extraña propaganda soviética hasta el jazz y los inicios del rock. El problema es que en realidad parece que aquí hay varias películas sintetizadas en 90 minutos. La puesta en escena de las secuencias musicales son memorables, igual que la formidable fotografía blanco y negro, y las actuaciones.
La luz incidente El convencimiento es unánime: Cold War es una genialidad y su director, Pawel Pawlikowski, uno de los mejores del momento. Lo certificó Cannes, lo vindicó la crítica y el público también. ¿No se sale de la sala anonadado de tanta belleza, aun cuando la pulsión de muerte se impone subrepticiamente como destino? ¡A quién le importa! La belleza debe prevalecer, y es así como las imágenes anulan a las criaturas trágicas a quienes se les decreta un destino debido a que el guion debe ilustrar una tesis razonable: la Historia devora el deseo, el viejo mundo soviético era incompatible con el oxígeno. Todo empieza en 1949, y todo está bien (fotográficamente). Esplendor del blanco y negro, manía de la composición, los músicos de diversas regiones de Polonia posan amablemente frente a cámara y prodigan melodías hermosas de las respectivas tradiciones que encarnan. El acopio de los placeres sonoros iniciales tiene una función precisa: contrastar con la música ideológica del estalinismo. Ese impresionante inicio introduce a la pareja protagónica, cuyo amor está signado por la desventura. Él, un pianista notable; ella, una cantante y bailarina más joven. Se conocen porque él es uno de los examinadores que deciden quiénes serán los elegidos para integrarse a una compañía artística que representará al régimen. La historia avanza conforme a números musicales y elipsis. El enamoramiento es bastante veloz, las interrupciones de la pasión se suceden a medida que pasan los años. El relato abarca quince años y se mueve del bloque soviético a París con cierta fluidez que no siempre está presente en el interior de los planos. El nudo central es que Wiktor decide fugarse a París y Zula elige quedarse en el mundo que deniega la libertad. Habrá idas y vueltas, reencuentros, mala suerte y, finalmente, una forma de subsanar lo que la Historia hace con ellos. La inevitable intolerancia frente a la existencia ya estaba presente en Ida, aunque aquí todo parece menos explícito. La ostensible y programática perfección de los encuadres reclama la suspensión del juicio crítico. ¿Cómo osar cuestionar los diversos planos que desconocen la asimetría? La geometría de Pawlikowski es tan seductora como la aparición de Jeanne Balibar en un papel secundario o la secuencia cinéfila en la que Wiktor trabaja en la musicalización de I Vampiri de Riccardo Freda. Sin embargo, la ineficacia dramática de la trama es un contrapunto demasiado débil para que la fotografía desmienta el desgarbado argumento que tampoco puede precipitar una adhesión inmediata al sufrimiento de sus amantes. Lo que sucede entre ellos es apenas creíble, un esbozo de pasión, que al existir en el film se le concede la habitual credulidad con la que se llega a una sala. Sin los recreos fotográficos el drama es anémico, acaso insustancial, de lo que no se predica que el placer visual sea inapropiado. Un film es muchas cosas al mismo tiempo, pero no deja de ser un todo en el que los fragmentos se ensamblan de un modo específico y que pone en marcha un funcionamiento. Hay algo más para decir, algo que corresponde al movimiento mismo en un plano. Los planos fijos, primeros o generales son contundentes en Cold War porque tienen la fuerza fotográfica a su favor y absorben el eventual movimiento de lo que está frente al lente. Cuando el paisaje predomina, la fuerza de cada imagen es inobjetable. En los varios números musicales que integran el film, la propia danza sojuzga una inseguridad que sí se puede detectar en otros momentos, cuando Pawlikowski tiene que insuflarle movimiento al instinto fotográfico que define el orden visual de sus películas. Se trata de una descompensación menos evidente entre el encuadre y el interior del plano, una vez más protegido por la gama magnífica de variaciones lumínicas que asegura el blanco y negro. La binaria voluptuosidad cromática de Cold War puede despertar entusiasmos desmedidos. Tras ese chantaje gozoso, lo que queda es un esqueleto de romance, una luctuosa lectura del siglo veinte y un nihilismo de poca monta.
Pawel Pawlikowski, director de Ida, ganadora al Oscar como mejor película extranjera en 2015, regresa con Cold War, otra obra magistral que lo hizo acreedor del premio al mejor director en el último Festival de Cannes. Un relato desesperanzado y fascinante que va de lo festivo a lo sombrío de una relación enmarcada en las transformaciones geopolíticas de Europa. Wiktor es un director musical que recorre Polonia luego de la Segunda Guerra Mundial. Va en busca de talentos para una compañía en formación que interpretará canciones y bailes populares folclóricos. En uno de los castings se topará con Zula, una rubia que tiene determinación, ambición y secretos. La atracción es inmediata. Como dos polos opuestos que se atraen y se repelen, la pareja recorrerá casi 20 años en sus vidas, repartidas entre Varsovia, Berlín, Yugoslavia y París. Lo que define a esta propuesta de Pawel Pawlikowski es la concentración: en el sentido de centrar la atención en la pareja principal con la Guerra fría como telón de fondo y en el más estricto carácter estético, con una pantalla cuadrada, una increíble fotografía en blanco y negro de Lukasz Zal y los encuadres del director, que también manejó la cámara. Cada plano es majestuoso, sin que su grandilocuencia signifique distracción en lo que se está contando. Y lo que se cuenta es una historia de amor con condimentos de canciones, baile, deserciones, delaciones, exilio, burocracia, propaganda y frustraciones. Al realizador de Ida, convertido en maestro de las elipsis, le sobra pericia para componer cada cuadro en el que apenas un detalle sitúa inmediatamente en un clima, un lugar, un estado de ánimo. Y todo lo hace en menos de 90 minutos, una duración corta, casi impensada en el cine contemporáneo. Cold War relata el arco de una crónica épica de dos seres que se aman desesperadamente. Wiktor describe a Zula como: “la femme de ma vie” (la mujer de mi vida), así, en francés, que suena más fuerte que en cualquier idioma. Y Zula no puede sustraerse del encanto de ese hombre al que define una canción que suena de fondo en uno de los encuentros parisinos: “The Man I Love”, interpretada por Billie Holliday. Pero no pueden estar juntos. Una pasión imposible a ambos lados de la Cortina de Hierro. Las interpretaciones de Joanna Kulig y Tomasz Kot son descomunales. Ella es una mezcla de la Mónica Vitti en El eclipse de Antonioni (no en vano un bar parisino que aparece en la película se llama así) con Jeanne Moreau. Su actuación es arrolladora. Él tiene el aplomo de Humphrey Bogart en Casablanca, film al que Cold War también remite en algún momento.
DE AMORES Y FATALIDADES Decía un poeta que “el adjetivo, cuando no da vida, mata.” La belleza fotográfica en el cine es un atributo que puede pensarse de modo similar. Vemos infinidad de películas, sobre todo en circuitos de festivales, bañadas de elogios, que hipnotizan fácilmente con su arte equilibrado y complaciente. Son muchas, sin embargo, solo se salvan pocas de la repetición de esquemas estéticos tranquilizantes. El comienzo de Cold War es apabullante al respecto. Es difícil no obnubilarse. Cada encuadre está cuidado obsesivamente y el blanco y negro utilizados son signos irresistibles como determinantes. Es que esta historia de amor fou entre un músico y una joven cantante, narrada por tramos a medida que pasan los años, es mostrada desde una continuidad que parece no develar movimiento. Los planos transcurren como golpes y el estatismo es tan frío como las situaciones. Los personajes ocupan el centro a partir de una nitidez que contrasta con el fondo, como si fueran insertos sobre una pantalla desenfocada. Entonces uno piensa lo peor: que la perfección estilística se trague finalmente todos los otros elementos sanguíneos de una película, es decir, una belleza fotográfica que “mata”. Sin embargo, más allá de lo anterior, hay una especie de energía que paulatinamente invade el relato, una fuerza sinérgica que le devuelve la vida al procedimiento de Pawlikowski y no todo está (por fortuna) relegado al notable trabajo de iluminación. Estamos en Polonia, 1949. Con un registro que bordea el documental, nos internamos en los preparativos de una obra de teatro musical conformada por composiciones rurales, una decisión que no será bien vista por las autoridades ya que atentan contra la voluntad de que todo se dirija a ensalzar la figura de Stalin. En el casting aparece una joven rubia de labios carnales, aspecto angelical y misteriosa personalidad. Es un molde que no encaja en esa estructura, pero Wiktor la elegirá, guiado por su deseo y por el talento mismo de la cantante. El rostro mismo del pianista no dejará de revelar a través de su mirada el misterio subyugante de Zula y su cuerpo luchará con la abstinencia de la sensualidad en los encuentros y desencuentros que marcarán el recorrido de la trama. Cuando la relación de los dos personajes ocupa el centro, la enorme presencia de ambos llevan a Cold War hacia otros horizontes: son las miradas, los silencios y la desesperación de un amor imposible por la misma naturaleza de los seres humanos (artistas) y por las circunstancias que les toca. Aquí comienza la maestría del director para tejer los hilos de un relato a base de elipsis que evitan repetir la Historia posterior a la Segunda Guerra Mundial, las restricciones de la Polonia comunista, las purgas y las persecuciones. De manera inteligente, todo se cierra en los vínculos enfermizos de los dos protagonistas, tan aferrados a la pasión como alejados por los fantasmas. En ese devenir hay dos formas de dar cuenta del tiempo. Está el orden de los hechos, a medida que pasan los años, marcado por la música (canciones propagandísticas del régimen en contraste con el Jazz y el Rock incipiente). Ahora la lógica de continuidad de los planos obedece a bruscos cortes donde los silencios cortan como navajas o los estruendos rompen la quietud precedente. Pero también está el tiempo psicológico de la espera, de la angustia, ese que tantas veces nos mostró la Nouvelle Vague con sus amantes a la deriva, caminando en círculos, sentados fumando o recorriendo los espacios urbanos sin rumbo preciso. De esa larga tradición se hace cargo Pawlikowski en este atípico melodrama. No será la única referencia con respecto al cine de los cincuenta, especialmente al de sus colegas del este. No obstante, a medida que la historia de amor de Wiktor y Zula avanza, en un constante juego de atracción/rechazo, el linaje se corre y da lugar a lo que importa, la propia mirada del realizador en medio de un ambiente plagado de romanticismo fatal. A esta altura, ya somos parte de ese mundo.
Paweł Pawlikowski retoma el blanco y negro contrastado y el formato 1,37 de la extraordinaria Ida, su película anterior, para seguir la evolución de la guerra fría como telón de fondo de una historia de amor tormentosa. El cineasta vuelve a reflexionar sobre la dolorosa historia reciente de su país con una puesta en escena cambiante que es pertinente para los distintos momentos de la narración. La película consigue encarnar la especificidad del deseo mutuo entre Wiktor y Zula con una distancia formal que mantiene al melodrama lejos de los sentimentalismos y de los golpes bajos. Con elegantes composiciones, encuadres singulares y una maestría ostensible para el manejo de los distintos tonos de luz, la cámara logra capturar lo imperceptible: la gracia en un leve reflejo de cabello rubio o los diferentes tonos del gris de la bruma. La historia se concentra en las rupturas y reuniones de la apasionada pareja durante quince años. La película se estructura con elipses abruptas que hacen pasar a los amantes a ambos lados de la cortina de hierro. En uno de estos cambios, la voz francesa de un ingeniero de sonido interrumpe lo que resulta ser la proyección de una película italiana para la que Wiktor está grabando la banda sonora. En esta escena, el cineasta hace explicita su búsqueda de la relación justa entre la música y las imágenes: cada secuencia de la película puede verse como el intento de encontrar el tempo justo. La puesta en escena cambia de un modo evidente entre las distintas épocas: desde el encuadre fijo para las actuaciones del grupo folclórico Mazurek con los cantantes alrededor de Zula, hasta una cámara desatada que sigue a la joven bailando borracha sobre la barra de un bar parisino. El tiempo fluye de distinto modo dependiendo del país en el que los amantes se reúnen o se separan, pero también tiende a acelerarse según la evolución de los estilos musicales. El cineasta se asimila a Viktor: tan virtuoso para dirigir una pieza de Chopin como para la improvisación en el corazón de un grupo de jazz, el pianista trasciende artísticamente lugares y épocas. La película no sería la misma sin el esplendor de Joanna Kulig: la actriz interpreta maravillosamente las canciones populares polacas, deslumbra bailando un rock and roll y entrega secuencias inolvidables como cuando se arroja a un lago y sigue cantando a capella. Las bellas imágenes, la precisión formal y la estética austera potencian la fragilidad que persiste en la dificultad de los amantes para reunirse en el mismo contexto. La brecha infranqueable de mentalidades entre las distintas partes del mundo transforma a los cuerpos de la pareja, que ceden a la desilusión de sentirse siempre errantes.
Después de esa obra maestra que fue Ida (2013), ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera, el director polaco Pawel Pawlikowski lo hizo de nuevo. Y con las mismas herramientas estéticas que maneja a la perfección, esto es: un purísimo blanco y negro —sugerente hasta el dolor—, pantalla cuadrada, encuadres pictográficos y una historia que queda grabada en nuestra memoria —y nuestros corazones— hasta pasadas varias horas de que terminen los créditos finales. Y es que Pawilowski trabaja con la maestría de un orfebre minimalista. Si bien Cold War (2018) tiene suficientes momentos dramáticos, en ningún momento el director se detiene en ellos más de lo necesario, queda para nosotros llenar esos huecos emocionales cortados por una edición impecable y es por eso que terminada la película nos queda ese resabio de haber querido más, habernos angustiado más, hasta ¿por qué no— haber sufrido más. En el fondo somos seres emocionales que disfruta con placer de alguna que otra lágrima furtiva. Pero es que el director polaco supone que menos es más, verdad absoluta para muchas de las mejores obras artísticas. - Publicidad - Ambientada en 1949, en la Polonia de la posguerra, es aquí donde arranca la historia, Viktor (Tomasz Koz) e Irena (Agata Kulesza) realizan un trabajo de campo por los territorios devastados y asolados por una guerra que culminó solo hace un par de años. Entre la nieve, el barro, el clima desangelado de las estepas y las ruinas, van grabando temas populares de la región para una futura academia artística —integrada también por bailarines de danzas folklóricas— que formarían parte de un cuerpo nacional de baile y danza autóctonas, la Mazowske Troupe. En una de las tantas audiciones en donde han sido convocados decenas de cantantes y bailarines, aparece Zula (Joanna Kulig) que interpreta una canción a dos voces con otra de las postuladas. Mientras Irena hace comentarios elogiosos sobre la otra cantante, Viktor pone su mirada en Zula. Le pide que intérprete otra canción —un tema que luego será el leit motiv de la película y llevado al ritmo exquisito de jazz— y eso le basta para incorporarla al plantel. A partir de ahí Zula va demostrando su talento, tanto en el canto como en el baile, y se convierte en una promesa artística. Irene no se convence sobre su pasado oscuro. A Viktor eso es lo que le atrae. En un ensayo entre ellos dos, Zula le pregunta: “¿estás interesado en mi talento o en mi en general?”, a lo que Viktor le responde con una nota musical del piano. Porque si hay algo que los unió en ese tiempo de tanto dolor y devastación, fue la música. Pero esa misma música, pura y sin ningún tipo de partidismos, pronto será colonizada por la ideología del estalinismo. La Mazowske Troupe se transformará en una agrupación artística de propaganda comunista. Irene no está de acuerdo con ese giro partidista y se aleja con cautela. Viktor deserta hacia Francia. Durante casi veinte años, Zula y Viktor se amarán abiertamente, en secreto, se separarán, se buscarán, se odiarán, se celarán—de hecho Zula se casa con Kaczmarek (Boris Szyc) y Viktor mantendrá una relación con la poeta Juliette (Jeanne Balibar) —, pero nunca se olvidarán uno del otro. Es así que su amor traspasará todas las fronteras cercanas para encontrarse fuera de Polonia, en la Francia de los años ´50, y para reencontrase nuevamente en Polonia, ya en la década del ´60. Su amor pasional, tormentoso, a prueba del tiempo y el espacio les es tan necesario como perjudicial. Por eso quedamos pasmados con ese final devastador, con esa entrega hacia un terreno en donde ya nada podrá volver a separarlos, ni siquiera ellos mismos. Con una estética de film noir —algunas escenas recuerdan a Casablanca (1942)—, el director —graduado en Filosofía y Literatura alemana por la Universidad de Oxford— vuelve a su país de origen para homenajear, en cierta medida, la vida de sus propios padres, dos enamorados que vivieron tantos encuentros y desencuentros como los protagonistas de su película. La Guerra Fría es el marco elegido para esta historia en donde toda Europa está armándose y desarmándose continuamente, como Zula y Viktor, que no terminan de encajar en lado alguno y son espectadores de cambios culturales como el rock and roll, la vanguardia, la bohemia francesa y el jazz internacional, al que terminan por adaptarse, como en ese bar en donde Zula hace una interpretación magistral del tema con el que se conocieron, “Dwa Serduszka Cztery Oczy”, luego “Two hearts four eyes”, y que luego aparecería en su primer y único disco. Si bien no tiene la densidad dramática y la complejidad temática de Ida, Cold War es otra pequeña joya cinematográfica. Cada fotograma es una postal que nos envuelve con su estética preciosita, melancólica, sugestiva y envolvente; mérito absoluto de Lukasz Zal, quien también fue director de fotografía de Ida. La actriz Joanna Kullig no solo aporta su maravillosa fotogenia sino que realiza un papel increíble. El momento en que mientras está bailando una de las danzas folklóricas en uno de los teatros promovidos por el régimen, ve a Viktor en una de las butacas, es digno de mérito. Su asombro, su descoordinación con el resto de los bailarines, su creciente nerviosismo nos demuestra su talento y un gran despliegue emocional que junto a sus miradas, la convierten en una de las mejores promesas del panorama cinematográfico. Viktor al mejor estilo Humphrey Bogart —de ahí algunas similitudes con la película de Michael Curtiz— es el sufrido amante que todo el tiempo se encuentra pisando terreno movedizo, tanto política, como sentimentalmente. Sin dudas, uno de los grandes filmes del año —Pawlikowski ganó el Premio al Mejor Director en el 71° Festival de Cannes por esta película— y una de esas obras artísticas que se convertirán en referente con el correr de los años, y que demuestra que el cine clásico goza de buena salud.
Corazones en tinta oscura Campesinos cantan a una cámara inadvertida en un ambiente blanco y negro. La película bicolor “Cold War” es escenario de amor poético con música como núcleo pasional a contramano de la Guerra Fría. Por Florencia Fico El filme resume el romance entre dos sujetos de distinto origen uno burgués y otro rural. Además personalidades sin punto de conexión, sin embargo el paso del tiempo los junta indefinidamente. En épocas de entreguerras como la Guerra Fría y la Segunda Guerra Mundial. Los compositores polacos interpretaron bajo fuerte presión política como la del dictador soviético Iósif Stalin; Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética. En este filme se evidencia cuando las letras lo realzan. Por ejemplo: “De los sabios, amados por todos, Maravilloso Stalin, las canciones más bellas de nuestra edad son cantadas”, dice un fragmento de una obra para celebrar diferentes encuentros en teatro. Pero para no desobedecer al sistema se enfocaron en el mundo del folclore o en los idearios de la música de Polonia. La producción sacó a relucir el” Ligawka” que es una trompeta autóctona de madera y cuernos de sauce; signo de antigüedad; que avisaba sobre peligro o pastoreo. Asimismo otros más clásicos como el: violín y piano. El sector regional canta sobre: violencia, prohibiciones, angustias, temores, llantos, separaciones. “Golpeé, lloré, ella no sabía. Así que apoyé mi cabeza sobre la piedra . Los pies en el umbral . Abre amor mío . Por temor de Dios”, expresan dos hombres mientras un niño mira; en una zona sumida por el hielo y abrigos de piel para detener el congelamiento. La película polaca es dirigida por Pawel Pawlikowski y su título original es: ” Kimna wojna”. Los protagonistas son: Joanna Kulig y Tomasz Kot, que por 88 minutos personifican a Zula y Wiktor. Tomasz Kot and Joanna Kulig in Zimna wojna (2018) Ella es viene de una localidad marginal y simula ser del país para ingresar a una compañía folclórica. El jurado la investigó por asesinato a su padre. Se justifica:“Me confundió con mi madre, así que usé un cuchillo para enseñarle la diferencia”. Wiktor es parte del jurado y director de orquestas, un claro contraste con Zula, posee conocimientos en música y es un pianista impecable. Pawlikowski es guionista con Janusz Glowacki y despliegan una trama romántica que une a Wiktor y Zula. En un campo soplando los pastizales ella le susurra: “Estaré contigo hasta el fin de mis días”. El director utiliza elipsis se trata de saltos en el tiempo y espacio; el publico no deja de seguir la secuencia de esos intervalos. Las pausas y silencios de una era más lenta. Tomasz Kot and Joanna Kulig in Zimna wojna (2018) En una canción explaya “Corazón , no te importa la paz, corazón es genial estar vivo, corazón es tan bueno que eres así, gracias corazón por saber amar así”. Su talento la lleva a irse de gira a Moscú, Berlín y Varsovia, pero en París graba su simple y ocurre un distanciamiento. Pero ambos confían en el ingenio del otro. Wiktor trabaja en parís como instrumentista en películas y en el bar L’Eclipse donde el jazz lo abraza como lenguaje en la soledad. Wiktor en pleno aislamiento con Zula tiene una relación con Juliette una poetiza. Le compone temas a Zula que la ponen en jaque sentimental. Los celos empiezan a brotar. “Muy lejos de ti. Lentamente me desvanezco. Como una sombra en la noche”, describe Zula sobre su estado desilusionado. Aunque decide casarse con Zaczmarek(Borys Szyc) su manager y compañero de Wiktor. La fotografía de Lukasz Zal en Black and White demostró una sensación de película de época. Primero, mediante tomas a ferrocarriles en movimiento y su interior que mostraba humo como máquinas a vapor de un tiempo inmemorial. Segundo, por las escenas opacas de la pareja protagonista en capturas largas y cortes con fundidos negros separadores del tiempo. Tercero cuando se contempla un templo en ruinas y se enfoca en el fondo del recinto una figura divina, en una pared, un rostro desfigurado por el derrumbe y una cúpula rota que sólo hace de agujero al cielo. También desenvuelven bailes típicos de la población polaca. Con saltos y piernas elevadas. “Uno, dos, tres, uno, dos, tres, ¡Enganche y vuelta!”, dice otra jurado llamada Irena interpretada por Agata Kuleszca. El repertorio es su arte popular.
Se encuentra muy bien contada, nos lleva a la Polonia de 1949, un país con el dolor de la II Guerra Mundial, ambientes sombríos, tristes, se muestra una sociedad llena de contradicciones, se van tocando varios temas políticos, entre el socialismo y capitalismo, también hay una historia de amor, pasión y desencuentros, entre Zulu (Joanna Kulig, “Las inocentes”, “Ida”), que se enamora del director de orquesta Wiktor (Tomasz Kot). Su desarrollo se traslada a Paris y Alemania con excelentes interpretaciones. Además está presente: el desarraigo y la cámara es testigo y protagonista que va reflejando lo que deja la guerra, con un muy buen montaje, planos y metáforas. Este film tiene cierta similitud a “Ida” (2013) del polaco Pawel Pawlikowski, en su fotografía en blanco y negro, una película muy cuidada en la utilización de la banda sonora, iluminación, ambientación, entre otros elementos.
Una película se convierte en obra de arte cuando quien la ejecuta entiende al cine como el espejo donde nos descubrimos a nosotros mismos. Sin lugar a dudas esta obra de arte, enaltece al cine al llevarnos de la mano por una serie de capas que combinan de manera orgánica, una viseral historia de amor, inspirada en los padres del propio director, y atravesada por el comunismo y el exilio en plena guerra fría. Sin embargo, no es otra historia de amor frustrada por las circunstancias que rodean a los personajes; Paweł Pawlikowski (polaco, ganador del oscar por IDA a mejor película extranjera) está más interesado en el viaje emocional de los personajes a quienes hace cargo de sus decisiones. Su enorme capacidad de convertir el contexto social, político y espiritual en escenarios, donde sus personajes construyen su vida, le permiten ir más allá de los miedos personales de sus protagonistas y elaborar un ensayo soberbio de cómo el amor es el arma más poderosa que construye y destruye todo. En ese contexto, donde se vislumbra una crítica a la sociedad intelectual parisina con impecables diálogos que se dan el lujo de la comicidad, despertará interés también a quien esté obsesionado con la política, con Dios o con la maravillosa música que te hará terminar de caer rendido a sus pies. Seguramente al público polaco no dejará pasar desapercibida el terror estalinista de ésa época. Sin duda, su marca personal de autor radica en su enorme sensibilidad para entrelazar estos dos aspectos: lo superficial y lo profundo. La mejor película que veré este año.
La belleza del blanco y negro envuelve a una trágica historia de amor El tiempo marca la evolución de un artista, pero también acentúa sus obsesiones. Pawel Pawlikowski regresó con “Cold ward”, luego de haber ganado el Oscar con “Ida” (2014), al escenario inestable de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. En “Ida” la protagonista viaja en busca de una identidad perseguida por los fantasmas de la guerra en una dura lucha por su fe. Era una película austera que profundizó en la culpa y la miseria humana de la posguerra. En “Cold ward”, en cambio, los protagonistas transitan por el paisaje de una Europa dividida, con Polonia bajo el dominio de la Unión Soviética de los Gulag de Stalin y el reino del terror que éste imponía. En esta oportunidad los intérpretes principales, Wiktor (Tomasz Kot, “Yuma”, 2012, y “Dioses”, 2014) y la cantante y bailarina Zula (Joana Kulig, “The Woman in the Fifth”, 2011,“Indeleble”, 2013, “Ida”, 2014), luchan por su amor, un vínculo que comenzó en una audición para jóvenes talentos en la cual Wiktor e Irena (Agata Kulesza) seleccionaban a los futuros talentos para un conjunto folclórico. La idea fue tomada de la compañía Mazowske de la vida real, fundada a raíz de la Segunda Guerra Mundial y que aún hoy se presenta, donde la intención detrás de cada representación es celebrar la cultura regional. Los esfuerzos etnomusicológicos de Wiktor e Irena logran crear el Mazurek Ensemble, pero presionados por Kaczmarek (Borys Szyc), un burócrata comunista, el conjunto se convertirá en un instrumento de propaganda estalinista mostrando el talento y la belleza de los jóvenes bailarines en las capitales del Bloque del Este y París. “Cold ward” estácontada en base a elipsisque separan los episodios por bruscos cortes a negro y corta las escenas en seco cuando se supone que comienza el drama. Pawlikovski reconoce que utiliza estos recursos porque prefiere contar con la inteligencia del espectador que "explicar cómo una escena tiene un punto de partida o llega a otro punto". Esas elipsis se encuentran entre los corazones de los personajes que giran a través de las fronteras europeas y se frustran en cada encuentro a raíz de una hostilidad mutua, desconfiada y violenta. Es un “amour fou” cuya característica lo acerca al pesimismo de Schopenhauer, cuyo pensamiento no permite albergar falsas esperanzas ni ofrece vanos consuelos, y esto es posible vislumbrarlo en un dialogo desolador: “Cree en ti mismo", le suplica Zula. "Sí, creo que no creo en ti", responde contundente Wiktor. En esos parlamentos es posible reconocer cierto romanticismo, pero a la vez son mordazmente realistas sobre el poder destructivo de eros. Pawlikowki dedica “Cold ward”a sus padres porque la trama está basada en la vida tormentosa de los mismos. Los nombres de los personajes son los de ellos: “pero como toda obra artística las variantes fueron de mi creación”. “Cold ward”recorre en sus 88 minutos el espacio de un dolor atormentado por las constantes rupturas. La de los personajes y las de Europa entera. Éstos se aman, se desean, se refugian en los minutos robados al sistema y son conscientes de que su atracción será también su destrucción. Es un itinerario en el que predominan las escenas de planos-contraplanos, en las que ambos tienen la utópica esperanza de poder soportarse el uno al otro, a semejanza de aquellas parejas destinadas a la eternidad: Romeo y Julieta, Dante y Beatrice, Laura y Petrarca, Marco Antonio y Cleopatra, Edith Piaf y Marcel Cerdan. “Cold ward” como en“New York, New York” (1977) de Scorsese, o en “La la land” (2016) de Damien Chezzalle, está sostenida por una banda sonora cuidadosamente seleccionada que posee su propia estructura y energía tonal, a la vez que une a los protagonistas y abarca desde canciones tradicionales de campesinos y montañeses, e himnos de la era soviética, a la reforma agrícola, hasta fragmentos de George Gershwin (frases de la canción "I loves you, Porgy"), "Is you is or is you ain" de Louis Jordan, "Rock around the clock" de Bill Haley His Comets, ritmos de acid jazz, y bluegrass amados por Wiktor, “Fantaisie improntus, op.66” de Chopin, o temas etéreos de Bach interpretados por Glenn Gould Pawlikowski al trabajar una vez más en la edición con Jaros#322;aw Kami#324;ski, y el director de fotografía #321;ukasz #379;al, ambos de "Ida", se arriesgó a la repetición de una estética en blanco y negro, en un formato casi cuadrado, con planos maravillosos cuya fina composición convierte a cada escena en una exquisita pieza que recuerda aquella melancolía existencial que rodeaba los filmes de la “nouvelle vague” (“Bonjour tristesse”. 1958), “Hiroshima mon amour”, 1959, “Jules et Jim”, 1962), “Vivir su vida”, 1962). Por otra parte los “close up” proporcionan una belleza adicional a la trágica historia de estos dos amantes signados por la fatalidad, en donde el contraste de la imagen se intensifica a medida que la frágil relación de los personajes se ensombrece y se aniquila. Sin embargo, al igual que "Ida", “Cold ward” es un estudio conmovedor de la decepción y la inseguridad que puede surgir de cualquier pareja atrapada en la enfermedad de una adicción sado-masoquista y la obsesión por su carrera. La actuación de Joanna Kulig es un alarde de talento y profesionalidad desde su desolada sobriedad, hasta su ebria e íntima insensatez, que oscila salvajemente entre lo que quiere y no se decide a hacer. Tomasz Kot en una excelente, interpretación es el soporte perfecto para ese torbellino llamado Zula. Más allá de los amores salvajes y frustrados Pawlikowskiexplora la angustia que provocó en Polonia la era de Stalin. La metáfora que encierra “Cold ward”es la relación amor-odio que despertó la llamada Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas con todos los países satélites que cayeron bajo su domino después de la Segunda Guerra Mundial. No en vano Mazurek Ensemble recorrió Hungría, Yugoslavia, Moscú, Berlín, etc, con la utópica esperanza de mostrar su propio modo de vida e idiosincrasia. Pawlikowski, educado desde los 16 años en Londres, habiéndose graduado en literatura y filosofía, no olvidó lo que fue su Polonia oprimida y el sueño en aquel momento inalcanzable de libertad, tampoco lo que significa el desarraigo, ni la soledad que ello conlleva. “Cold ward” no sólo es el suicidio de los protagonistas, sino la muerte literal de un sistema de vida que cayó en 1989 cuando se derribó el muro de Berlín.
Toda relación amorosa conlleva un grado de dificultad o 360 grados en el peor de los casos. Pawel Pawlikowski, que venía de brillar con "Ida", llega a "Cold War" con una historia de amor que tiene un valor agregado. Porque se trata de un homenaje a la relación de sus padres. Tanto es así que los dos personajes protagónicos Wiktor y Zula tienen los mismos nombres que el papá y la mamá del realizador polaco. En el contexto de la Guerra Fría (traducción literal del título, que por una rareza cada vez más frecuente no aparece en castellano), Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Joanna Kulig) se conocen en Polonia en 1949. El blanco y negro elegido por el director realza la puesta estética. El color es otro protagonista, porque expone de manera más visible los claroscuros de la represión, de las campañas políticas que no necesitan ser subliminales, de los informantes sin disfraz y también de las relaciones amorosas. Wiktor es un pianista y director de orquesta que trabaja para la corona. En medio de un casting de talentos se enamora de la irresistible Zula, cantante y bailarina. Ese vínculo será turbulento y extenso. El ida y vuelta del cruce pasional atravesará Varsovia en 1951, una excursión a París en 1954, Yugoslavia en 1955 y otra vez París en 1957. En el medio habrá traiciones, convivencia, reproches y el deseo, que siempre se mantiene como común denominador. "Cold War" podría verse como la antítesis de "Cuando Harry conoció a Sally", sobre todo porque la pareja protagónica se corre del lugar común del híbrido "chica gusta de chico, chico gusta de chica". Aquí el vínculo de pareja es atravesado por la búsqueda artística, los vaivenes de la guerra, las presiones políticas y la realización individual. Un amor real y colorido, aunque sea en blanco y negro.
Tras la repercusión y la multiplicidad de premios que recibió por su película Ida de 2013, el nombre del Pawel Pawlikowski adquirió otra notoriedad, muy diferente si consideramos filmes previos del cineasta polaco como Last resort o Mi verano de amor. No es raro por lo tanto, que los cinco años que pasaron entre Ida y Cold war aumentaran aún más las expectativas que se podían tener de esta nueva cinta del celebrado director, que gracias a ella se llevó el Premio a Mejor Director en el pasado Festival de Cannes. En Cold war Pawlikowski se vale nuevamente del blanco y negro, así como del ambiente hostil de posguerra, aunque la trama difiere bastante de Ida. En este caso la historia comienza con Wiktor (Tomasz Kot), un director de orquesta que recorre los rincones de Polonia interesado en reclutar músicos que sepan cantar y bailar, para interpretar un repertorio compuesto por piezas referidas a las raíces populares de su país. En medio de la búsqueda, conocerá a Zula (Joanna Kulig), una joven que llamará notablemente su atención, tanto su voz, como su aspecto físico, y que no dudará en incorporar en su grupo. No tardará en iniciar el romance entre ambos, pese a las diferencias que se perciben en las personalidades de cada uno, y un supuesto pasado oscuro del que la joven prefiere no hablar. Por razones naturales, los problemas no tardarán en hacerse presentes, en un país que transita la Guerra Fría, y que vive una situación compleja, lo que llevará a que los destinos de cada uno tomen rumbos diferentes. No obstante, ni el paso de los años, ni las contrariedades, parecen derruir la raíz del amor profundo que existe entre ambos protagonistas. Quizás el rótulo de “Obra Maestra” suene un poco determinante y se pueda cuestionar, pero no podemos negar que Pawel Pawlikowski es uno de los cineastas de actualidad que vale observar con detenimiento; en este caso, no solo por la forma de narración de la historia de Cold war, y la profundidad que toca, tanto en en plano de lo político, como dramático, sino por su habilidad para utilizar el blanco y negro, con un manejo sutil de encuadres y una fotografía perfecta. Las actuaciones de Kulig y Kot están a la altura de las circunstancias, y ayudan a su manera algunos secundarios como Borys Szyc o Jeanne Balibar. También vale destacar su capacidad de resumen, valiéndose de menos de hora y media para relatar una importante sucesión de hechos que se van dando alrededor de la historia de Wiktor y Zula, si bien algunas partes musicales puedan sentirse un poco prolongadas e innecesarias. Recomendable sin duda alguna.
La nueva película de Pawel Pawlikowski presenta el regreso de este director a la pantalla luego de su premiado filme Ida (2013). Ida se cristalizó en las pantallas provocando un reencuentro mundial con el cine polaco de autor. Un filme que aunaba un relato pequeño sobre una joven novicia antes de dar sus votos unido al retrato de las consecuencias de una segunda guerra que había arrasado con generaciones enteras y la esperanza de muchos otros más. Planteó una dimensión estética exhaustivamente elaborada, con encuadres fuera de lo común que relacionaban la forma y el contenido narrativo de manera íntima y de superior calidad formal. Cold War, nos trae parte de estos elementos discursivos casi impuestos en otra propuesta narrativa donde vemos algunas afinidades formales pero notorias diferencias estructurales. La trama está ambientada en la Polonia de la Guerra Fría, allá por el año 1950. Desplazando parte del argumento a Berlín, París y Yugoslavia el relato sigue allí los pasos de los dos protagonistas que se encuentran y desencuentran en la telaraña de un amor imposible, circulando a través de esas ciudades icónicas de la Europa de aquellos tiempos y aquellos hechos políticos tan críticos que le costaron al viejo continente varios años para poder rearmarse en acto y palabra. Mientras las nuevas autoridades comunistas se imponen en Polonia, se crea una escuela de música folklórica para agrupar a jóvenes que llevarán a los camaradas polacos alegría y pintoresquismo local. Wiktor es un pianista que trabaja para la orden directiva de la escuela y allí conoce a una joven, Zula, que será elegida como parte del grupo de bailarines y cantantes del grupo. Desde ese encuentro primero surge el melodrama que vincula a estos dos personajes y su historia de imposibilidad amorosa, una y otra vez fallida. Es ese vínculo el que nos permite observar el retrato de una sociedad que al pasar de los años y en distintas ciudades sigue llevando la marca dura de la post guerra. El deseo parece tenerlos atados aún cuando muchas veces no se atreven o no les es posible encontrarse sin limitaciones o peligros. Las posturas políticas los separan, los separa el poder y también sus propios fantasmas, sus impedimentos más íntimos donde amar sin medida parece impensable. La propuesta del director trae un poco de los pelos algunos hallazgos de otros de sus filmes como Ida. Por ejemplo: el uso de escenas breves con cortes tajantes que no permiten una progresión o un acontecimiento conclusivo, no tienen ni la fuerza narrativa, ni la necesidad dramática que tuvo en su anterior película que hizo de este recurso una forma de omisión casi necesaria para el sentido del relato total. Esa fragmentación de sucesos “cortados” no deja desenvolverse al relato que es más clásico que contemporáneo. La cuidada fotografía aquí se propone como un embellecimiento exquisito de la imagen pero no apuesta a ningún riesgo formal fuera del canon, ni encontramos más efectividad que la de los expresivos primeros planos. La música es ante todo protagonista de los pasajes temporales desde el folklore musical al jazz más intenso o el rock y sus derivaciones más sofisticadas. El final del filme, que es el de este derrotero amoroso, se impone cruel pero discurre fuera de campo lo cual supone una opción más sugerente y efectiva que otras decisiones ya tomadas en el resto de la película con menos riesgo. Bella como una seriada fotográfica de los 50 sumada a una música exquisita, Cold war se nos acerca hasta el oído susurrante, con su atractivo blanco y negro, con sus rostros emocionales. Amaga a conmovernos, pero no nos atraviesa el corazón. Por Victoria Leven @LevenVictoria
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¿Por qué Cold War es en blanco y negro? La pregunta suena básica, infantil, casi, pero podemos hacerla igual: ¿Cual es la razón por la cual Cold War es una película en blanco y negro? Una serie de respuestas vienen a la cabeza. Porque queda lindo o porque al director ya le había servido ese mismo recurso en Ida, puede ser. De hecho, en una entrevista, Pawel Pawlikowski dice más o menos eso. Otra posible respuesta, la que parece más evidente, es que se trata justamente de un ejercicio de estilo, una forma de retrotraer al espectador actual al cine que al director le gusta e intentar emular. De ahí también el uso del formato académico (como rinde el cuadradito noscierto) ¿Cual sería ese cine? La respuesta es un poco confusa: una serie de nombres de directores célebres se agolpan, pero, ¿cuál es la conexión entre estos? ¿Que unifica a Bergman, Antonioni, Tarkovski, entre sí? ¿Cold War es meramente un ejercicio de nostalgia cinematográfica, una especie de fantasmagoria para que cierto público vaya directo a un numeral en plan #cineeuropeoculturosocinematecoso?¿Que piensa su director de esos otros directores, aparte de tomarlos como un lugar común en plan: “Oh, la cinefilia”? No es que nos vayamos a enterar viendo su película. O sí. La relación de Cold War con #cineeuropeaoculturosocinematocoso es tan vaga como el concepto mismo. Su apropiación tiene menos que ver con la que el protagonista transforma y edulcora una canción campesina en un tema de jazz de lobby de casino (aunque hay bastante de tomar una esencia enmarañada y volverla consumo diluído en todo esto) y más con la de la publicidad. Cold War luce como un aviso de Cacharel de los años 90. Uno que por ejemplo, haya canibalizado las imágenes de La Dolce Vita, supongamos. Y como Cacharel, Cold War nos quiere vender algo. Nos quiere vender una insustancial idea de cine de autor para las masas. Un producto perfectamente empaquetado para que la clase media alta vaya al cine y se sienta, en una falsa epifanía, transformada. El mismo público que en su momento despreciaba a Bergman, Tarkovski o Antonioni por lentos y obtusos, hoy puede, a módico precio y gastando menos de hora y media de su tiempo, salir de la sala tocándose la espalda en plan: “somos tan refinados”. “Soy intelectual, muy inteligente”, diría Homero (Simpson). Pawlikowski, sus co-guionistas, su director de fotografía, su elenco, todes, quieren también usufructuar con una idea del amor intenso, destructivo, romántico y final. El problema es que esta sustancia altamente tóxica e inflamable tiene el mismo peso que sus imágenes impolutas. Es decir, ninguno. La relación entre Zula y Wiktor nunca importa. No es creíble su enamoramiento, ni su relación tormentosa. No hay una razón para que se busquen constantemente más allá de que los amores cinematográficos en teoría funcionan así. Tampoco para las decisiones drásticas y dramáticas (KU?!) que toman. La misma narración de la película atenta contra ello. Los saltos temporales dejan de ser misteriosos y elípticos y pasan a ser fragmentarios y abruptos. Confunde economía narrativa con superficialidad. Sus armas son las mismas que las de un aviso de perfume. No un amor apasionado, sino la idea de eso. No una pieza de orfebrería homenajeando y recreando un cine que ya no existe, sino una serie de fotografías muy cuidadas y posadas que lo imiten lo mejor que se pueda. No habría nada de malo con que Cold War fuera una película de superficies, un ejemplo de cine cool y punto. El asunto es que todo está muy cargado de significantes (religiosos, políticos, sociales) como para lograr funcionar de esa manera. Lo único que queda tras ver Cold War -si uno no termina comprando este buzón de turno- es la sensación de vacío. O peor, de cierta moralina. Como en Roma, que la pobre Cleo nos avisa: Mejor comprar jamón y no andar noviando (porque si novias te embarazás y el bebé se te muere en un plano de diez minutos para que quede clarísimo). Los amores intensos de gente bohemia mejor verlos protagonizados por modelitos porque vivirlos es un flagelo que nos lleva irremediablemente al suicidio. No hay mejor publicidad que aquella que logra pasar desapercibida. ¿Por qué Cold War es en blanco y negro? Porque vende más.
Con el dolor escrito en la mirada Con tintes de melodrama, el film enfoca en una Polonia que parece víctima de sí misma tras la Segunda Guerra, mientras una pareja procura sostener un afecto transido de dolor, marcado por vigilancias y exilios. De tan meticulosa y obsesiva, Cold War resulta encantadora. Y profundamente perturbadora. El blanco y negro que el encuadre académico recorta, tan plástico, hace de cada momento una experiencia visual para el deleite. Un disfrute que también se hunde en la espesura de lo expuesto, del contexto y sus personajes. Lo primero que el film de Pawel Pawlikowski (La femme du Vème, Ida) ofrece es una selección de voces rurales, en la Polonia inmediata al término de la guerra, en busca de canciones, timbres y bailes, que den cuenta de la raíz folklórica de un país que piensa cómo reverdecer. Desde ya, la gradación tonal del film dice lo opuesto, o por lo menos apunta a direcciones diferentes. El claroscuro vuelve gris lo que toca, y esto es precisamente todo. De esa experiencia surgirá un cuerpo artístico, pero fundamentalmente el nudo amoroso que encarnan Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot). Ella logra cautivarle en el casting, para que él juegue a partes iguales su rol de director musical y enamorado. Con el acento sutil puesto entre ellos, Cold War inicia un derrotero de presentaciones, música y bailes. No pensé que el folklore podría emocionarme, dice uno de los funcionarios, peón que bascula entre el hecho artístico y la política del partido. A partir de allí, el asunto cobrará otra dimensión. El interés del partido requiere ahora de loas hacia el líder, si bien se trata de una devoción que no existe en la profundidad rural, en sus cantos y lamentos, indisociables de las tareas cotidianas. Pero se les puede orientar, se replica. Hacia allí habrán ahora de ir las directivas. La relación entre Wiktor y Zula tendrá su primera prueba de fuego al descubrirse vigilados. La mirada enamorada de ella tendrá que lidiar entre los requerimientos del gobierno y sus propios sentimientos; de esta manera, Cold War expondrá también similitudes con el 1984 de George Orwell. De forma consecuente, con el nervio puesto en los minutos que corren para un encuentro furtivo, el plan previsto por la pareja arrojará un primer eslabón para el melodrama que el film propone. El blanco y negro, se decía, corrobora una angustia que descree de los colores vivos y mucho menos del exitismo efusivo, ordenado y marcial, del rostro de Stalin vuelto bandera: es ése el fondo contra el que se recortan los nuevos bailes. De mismo modo, la tonalidad grisácea sobresale como la expresión de angustia en la que están sumidos los personajes. A su vez, será también un eco expresionista dolido; en este sentido, Cold War dirige su derrotero argumental hacia la tragedia. El devenir habrá de ser resquebrajado, con sus personajes en la procura de encontrar un lugar donde poder, valga la redundancia, encontrarse a sí mismos. De esta forma, el film de Pawlikowski apela a las elipsis, bruscas pero elegantes. Son cortes (o acotamientos temporales) que dan una síncopa peculiar al film, de manera también acorde con las músicas que se escuchan. Cada salto en el tiempo tendrá diferentes expresiones sonoras, a la vez que lugares distintos. Desde ya, París suena de otra manera. El jazz se cuela en el piano de Wiktor, cuya música deja inferir el dolor sucedido durante los años que se omiten. A la vez, las escenas mismas suelen apelar a transiciones algo drásticas, así como las elipsis mayores. Evidentemente, el ritmo elegido por el director polaco es estudiado, bien meditado, y otorga una cadencia que deja bien lejos cualquier golpe de efecto dramático, mientras prefiere ahondar en una sensación de desajuste. Este estar fuera de lugar es lo que se reitera, de hecho, de manera sostenida. Al respecto, uno de los ejemplos lo supone la manera desde la cual Wiktor ha presentado a Zula en los círculos parisinos. Ella lo descubre y se lo recrimina. Pareciera que es menester vestir ciertos disfraces para relacionarse en estos otros mundos. Y si bien la música prosigue, hay algo que permanece; es decir, el rock de Bill Haley (cuyo compás alrededor del reloj es una cita circular y temporal que el film explicita) no podrá alterar el dolor en la mirada que canta la letra de una misma canción y en todas las épocas. De tal modo, el sentir apasionado pero aquejado de la pareja será síntesis de algo más general, que toca a una sociedad y seguramente a ese grupo todavía mayor que es Europa. Cold War comienza en Polonia y termina allí. Una deriva que no puede más que ser de ensimismamiento, de partida con fecha de regreso dilatada pero indudable. En otras palabras, hay algo profundo, que tiene que ver con la raíz que las canciones del inicio ya manifiestan, y que terminará por tocar algo bien íntimo, que la película astutamente confunde con la historia de amor. Es algo inasible, también inmanejable. En algún momento, y a pesar de su voz de terciopelo, Zula sabrá dejar claro que todavía no ha nacido quien pueda contenerla. Por eso, aun cuando las perspectivas no sean las mejores, todo indicará que será allí, en Polonia, hacia donde volverán los pasos. La secuencia final tiene reminiscencias de Tarkovski, se lo respira en las paredes descascaradas de una iglesia derruida, en contacto íntimo con un mundo que abre sus puertas –de cielo y naturaleza- a pesar de la destrucción. Una suerte de sobrevida que se anuncia, pero para la cual hay que saber renunciar. Es un dolor muy fuerte. No es casual, por ello –por este caer para luego renacer- que el director polaco dedique la película a sus padres.
La nueva película del director de “Ida”, la ganadora del Oscar a mejor filme extranjero, tiene una similar búsqueda estética a la de ese filme para contar otra historia de la posguerra polaca, una ligada a un romance complicado entre un músico y una cantante en medio de una difícil situación política. La estética no es exactamente igual pero de todos modos resulta muy similar a la de IDA, la anterior película del polaco, ganadora del Oscar a mejor filme extranjero: contrastado y bellísimo blanco y negro, pantalla de formato clásico, casi cuadrada. El tema es también parecido: las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en Polonia. Pero son las diferencias —algunas notables, otras no tanto— que transforman a COLD WAR en un filme distinto a aquel. La historia arranca en 1949 con dos músicos recorriendo ese país e investigando sobre intérpretes de canciones populares, un poco a la manera de los Folkways Records en Estados Unidos. Iremos escuchando a distintos tipos de cantantes y músicos hasta entender qué hay detrás de todo esto. Ellos dos, a las órdenes de un burócrata polaco, están juntando cantantes y bailarines para una suerte de academia musical, la Mazowske Troupe, en donde algunos serán elegidos y pasarán a formar parte del plantel estable de una suerte de cuerpo nacional de baile y danza. Wiktor (Tomasz Kot) pone sus ojos en Zula (Joanna Kulig), una bella mujer y muy buena cantante que lo atrapa. Es una chica con calle y, como rápidamente nos damos cuenta, viene de duras experiencias de vida. “Me confundió con mi madre y usé un cuchillo para que entendiera la diferencia”, le dice a Wiktor cuando él le pregunta por el rumor de que Zula estuvo en la cárcel por matar a su padre. Enseguida empiezan una historia de amor a escondidas que crece con el paso del tiempo, cuando la compañía empieza a salir de gira representando la supuesta esencia de una nueva Polonia en otros países del bloque comnista. Pero él no está nada contento con la dirección más politizada y stalinista que los burócratas le han dado a su troupe musical por lo que planea fugarse en pleno Berlín de los años ’50, acompañado por ella. Pero ahí las cosas se complican y lo que el filme cuenta es esa extraña y dolorosa historia de amor, desamor, alcohol, música y geopolítica en, como el título mismo lo dice, el marco de la Guerra Fría. Si bien el formato es parecido al de IDA en este caso es un tanto más clásico, con composiciones de cuadro no tan curiosas y experimentales como las que tenía aquel filme. La referencia es más el Hollywood clásico, del que Pawlikowski toma evidentes referencias, espencialmente cuando arranca la parte del filme que transcurre fuera de Polonia. CASABLANCA, fundamentalmente, parece ser la matriz, pero muchos otros clásicos filmes de posguerra que transcurren fuera de los Estados Unidos se reflejan en el filme. La historia es un tanto más clásica también y menos potente que la de IDA, acaso por que esas figuras genéricas (músicos, exilio, alcohol, problema de alcoba y líos amorosos con la política de fondo) han sido más utilizados, como por ejemplo en las películas de Christian Petzold. Pero de todas maneras el filme funciona muy bien, yendo de la intimidad de la complicada relación de esta pareja a asuntos más ligados a la historia de la Europa de los ’50, especialmente la que pasaba detrás de la Cortina de Hierro. Otro elemento que ayuda mucho al disfrute del filme son sus dos protagonistas. Kulig ya es candidata para un premio aquí por su notable interpretación de esa cantante intensa, de fuerte personalidad y bellísima voz, que se lleva puesta la atención de todos tanto dentro como fuera de la ficción. Kot funciona más en plan tipo Bogart, un hombre que desconfía de las fuerzas políticas en su país, pero que no puede evitar volverse a meter en problemas por amor. Acaso el final no esté a la altura del resto de la trama pero eso no le quita peso ni fuerza a esta historia de amor y de canciones que hablan de ese tema.
Después de triunfar hace cinco años con “Ida”, aquella película que seguía la historia de una novicia a punto de recibir los votos y que se hizo con el Oscar a Mejor Película Extranjera en 2014 (premio que le ganó a “Relatos Salvajes”, de Damián Szifron), Pawel Pawlikowski nos trae una sufrida y original historia de amor en la época de la Guerra Fría. A pura elegancia, talento y melancolía, Pawlikowski vuelve a optar por el blanco y negro, en una pantalla casi cuadrada (4:3) para traernos las desventuras de Zula y Wiktor. Ella es una artista, aspirante a cantante que se presenta en un conservatorio donde él, excelso pianista, es uno de los encargados de elegir a los nuevos talentos. Desde 1949 (cuatro años después del fin de la devastadora Segunda Guerra Mundial) y hasta la década de los 60 veremos las distintas peripecias que deberán atravesar para mantener un amor que ninguno de los dos puede evitar. Romances melodramáticos en películas hemos visto a montones, pero ninguno como “Cold War”. No sólo por sus contradicciones y una incomodidad explícita que rodea a los protagonistas y las situaciones, si no que también por la capacidad del director de convertir cada escena en una belleza. Otro de los aspectos en los que hace hincapié la cinta es las consecuencias sociales y políticas de la época, con la fuerte presencia del regimen soviético de Iósif Stalin, y su influencia en la esfera cultural, especialmente. Además, la acertada banda sonora también nos marca el paso del tiempo y la evolución de estos temas. Mención especial para los protagonistas, Joanna Kulig, quien tiene estudios de canto, y Tomasz Kot. Ellos encarnan a Zula y Wiktor con una convicción notable y muy buena química. Con una factura técnica increíble y rigurosidad en los datos históricos, profunda, conmovedora y sin golpes bajos “Cold War” es un verdadero placer para visionar. El arte de un director sensible. Obviamente, nominada al Oscar por mejor película de habla no inglesa. Puntaje: 8/10 Federico Perez Vecchio