Un encuentro con clásicos y modernos. El film de Ceylan sigue a un joven que vuelve a su pueblo natal, en Turquía, reencontrándose con su familia e intentando iniciarse como escritor. Costumbres que funcionan como obstáculos (machismo, conservadurismo), además de la afición por el juego de su padre, le impiden progresar, pese a lo cual no pierde de vista su intención de publicar un libro (y conseguir que alguien lo lea). Aunque algunas decisiones del realizador de Lejano y Sueño de invierno puedan discutirse, su película contiene momentos extraordinarios –como el encuentro con una antigua amiga en un bosque o la extensa charla de tres jóvenes sobre religión mientras comen manzanas, caminan y se sientan a tomar un té– que a su riqueza formal le agregan calidez.
El nuevo film de Nuri Bilge Ceylan (ganador de la Palma de Oro en Cannes en 2014 por su trabajo titulado “Sueño de Invierno”) continúa profundizando en las temáticas más queridas y visitas a lo largo de toda su filmografía. En esta oportunidad, el largometraje cuenta la historia de un joven aspirante a escritor, Sinan, que regresa a su pequeño pueblo natal en Turquía luego de haberse recibido en la facultad. Allí comienza a notar que su familia atraviesa por problemas económicos derivados de la adicción de su padre a las apuestas. Por otro lado, el mismo se debate sobre qué hacer en su futuro: si seguir su sueño de convertirse en escritor, ser profesor o terminar como muchos jóvenes siendo policía o militar en las fuerzas de seguridad turcas. También tendremos la mirada juzgante de sus amigos y de un viejo amor, que no tuvieron la suerte de salir del pequeño poblado. Una propuesta diferente que a lo largo de sus 188 minutos va ramificandose como el árbol del título y abriendo un gran número de subtramas para luego ir cerrándolas poco a poco. El trabajo del realizador turco resulta ser muy particular, ya que utiliza un gran abanico de recursos para hacer una crítica social sobre la situación en su país pero al mismo tiempo se dedica a meter en casos particulares sobre las relaciones familiares. A su vez, incluirá varias charlas de tinte existencial del protagonista con otros interlocutores en las que se tocarán temáticas como el arte y la cultura, las profesiones, la religión y el pensamiento racional, el amor, el enojo, los vínculos con sus padres, entre tantos otros. Es como si la película hiciera hincapié en las contradicciones y en los opuestos. El largometraje, pese a ser de una larga duración, tiene el atractivo de ir tejiendo nuevas visiones de sus personajes, haciendo que la trama se mantenga interesante de principio a fin. Por momentos dichas conversaciones cobran un protagonismo absoluto, como las que solemos presenciar en el cine de Hong Sang-soo, dando lugar a encuentros y desencuentros y desembocando en más charlas del mismo carácter. Lo interesante radica en la universalidad de los temas tratados más allá de algún que otro caso particular de la idiosincrasia turca. Ceylan demuestra tener buen ojo y un profundo entendimiento de la condición humana. Los personajes se encuentran continuamente involucrando en cosas que tendrán repercusiones en sus familiares y/o allegados, haciendo que confluyan las distintas miradas, en especial la de los lugareños en contraposición con la de Sinan (Aydın Doğu Demirkol), que tiene otra lectura en principio más fresca aunque llena de condescendencia para con su lugar de origen. Con un trabajo privilegiado a nivel guion y un destacado abanico de actuaciones, “The Wild Pear Tree” nos ofrece un drama sensible sobre las relaciones y los conflictos familiares, al igual que un retrato acertado del retorno al hogar. Pese a su larga duración, el relato no desentona en ningún momento y se presenta como una propuesta atractiva para cualquier cinéfilo.
Lo primero que vemos en El árbol de peras silvestres es un reflejo. Sinan está sentado ante un gran ventanal que muestra difusamente el mar y la costa lejana. Lo primero que escuchamos es el graznido de las gaviotas. Se distrae la atención hacia el cuerpo de Sinan (Dogu Demirkol), pero curiosamente, podemos distinguir su mirada cargada de hastío. Por varios segundos, no es él quien se mueve, sino el oleaje reflejado en el ventanal. Esto nos presenta una dicotomía que Ceylan nunca pierde de vista: Sinan, escritor sin publicar todavía, intentará integrarse a su entorno lo más posible. Pero los alrededores sólo terminarán siendo un reflejo bello pero difuso para él. El reflejo del entorno es, entonces, un impedimento que de todas maneras avasallará al personaje una y otra vez. Hay dos fuerzas tensando la película: el pozo de agua del padre y la publicación del libro de su hijo. Si entendemos ambas fuerzas como antagónicas, estamos olvidando la bondad plena pero muy bien resguardada de Idris, el padre (Murat Cemcir). Varias veces durante la película podemos escuchar la risa de este como si se tratara de la travesura de un niño, sin malicia. Los chismes sobre sus deudas intentan distraernos de su presencia bonachona, pero el padre va testarudo a contracorriente. Y en varias escenas vemos a Sinan reunirse con figuras estatales para conseguirle financiamiento a su obra “El Peral Silvestre”. Aunque reconocen su logro, el rechazo a su proyecto hará que el final de la película nos brinde una potencia secreta. Sin aspavientos ni melodramas, la última conversación entre padre e hijo permite entender que las certezas de los proyectos personales son efímeras como el tiraje de los ejemplares de Sinan, arrumados y humedecidos en una esquina de la casa de sus padres. Hay, tras estas certezas, misterios que la película nos revela de forma diáfana y para los que la palabra no basta. Ceylan y Tiryaki, su director de fotografía, no se satisfacen componiendo planos de una profunda belleza que hablan de la testarudez de ciertos personajes. Más bien proceden a elaborar pasajes a dos aguas entre el sueño, la memoria y la vigilia. Son estos momentos donde la película adquiere un lirismo orgánico con aquellos “episodios” extensos donde la familia comparte o discute nimiedades, Sinan se consigue con una vieja amiga, o él mismo hace un largo recorrido con los amigos del pueblo. El gran sentido de la fluidez en la edición permite que estos mosaicos formen parte de un todo donde la ambigüedad no consiste en una confusión ni un ocultamiento de la trama, sino del espesor vital de estos personajes un tanto a la deriva. Harían falta varios párrafos para hablar de los personajes femeninos en las películas del director turco. Cuesta olvidar a la hermana obstinada de Aydin (Haluk Bilginer) en Sueño de invierno (2014) o el personaje de la esposa en ese mismo film. Pero conformémonos con Hatice (Hazar Ergüçlü) y con Asuman, la mamá de Sinan (Bennu Yildirimlar). Aunque podemos creer que son personajes de reparto, Ceylan les dedica escenas de una honestidad sin igual. El encuentro con Hatice, en el campo y bajo un árbol, nos sugiere cierta chispa entre ella y Sinan, pero lo hace con planos que nos acercan a lo callado entre ellos, lo que no se dicen en medio de prejuicios (ella dejó el colegio, él está recién graduado) y una soledad insalvable. O las conversaciones con su madre que, no porque se limitan al escenario hogareño, resguardan años de inconformidad y silencio. Incluso la telenovela que ven en la televisión en dos momentos pareciera estar hablando de ellos mismos y no es gratuito que la cámara observe a esta familia desde el lugar del televisor No son pocos los momentos llenos de una desnudez emocional que nos seduce a atender a cada pasaje con sumo detalle. Desde la discusión acalorada de Sinan con el escritor afamado hasta el reencuentro entre padre e hijo después de su paso por el servicio militar, la película de Ceylan va enlazando momentos con firmeza. De todas maneras, esta certeza consiste no en que conozcamos plenamente a nuestros personajes, sino en sostener pequeños gestos de cada uno de ellos, como si se tratara de aquel reflejo inicial; un reflejo que embarga y, al mismo tiempo, nos distrae. Se trata, entonces, de acercar la imagen en movimiento a un estado más cercano al sueño y la memoria sin que eso signifique para el director de Distante (2002) caer en el hermetismo de, por ejemplo, el Tarkovski de sus últimas películas donde lo onírico y poético nos termina distanciando. Las vidas de los personajes en El árbol de peras silvestres fluyen como momentos valiosos que sólo podremos retener nosotros, espectadores, con un nuevo visionado; pero son vidas que se les escapan a ellos mismos entre frustraciones, contradicciones y sorpresas que nadie intuyó.
En El árbol de peras salvaje el protagonista absoluto y dueño del punto de vista es Sinan (Aydın Doğu Demirkol), un veinteañero bastante terco, cínico, despectivo e irritante que acaba de graduarse en la carrera de Letras y regresa al hogar familiar en una zona rural. No tiene trabajo, plata, pero está obsesionado con publicar un libro aunque el lugar no es precisamente un centro literario cargado de oportunidades. La relación sobre todo con su padre Idris (imponente trabajo de Murat Cemcir), un maestro de primaria adicto a las apuestas turfísticas, es más que tirante, pero tampoco se lleva demasiado bien con su madre ni con su hermana menor. Demasiado metido para adentro y con un aire de superioridad, terminará peleándose con otro joven, desperdiciando la oportunidad de acercarse a una bella amiga (¿ex amante?) y tratando de impresionar a otros escritores... Las diferencias generacionales, las contradicciones entre quienes llegan de la urbe y aquellos que se quedaron en el pueblo chico, las cuestiones intelectuales y afectivas, los modestos logros y múltiples decepciones de la vida, y el tema de la desesperación por el dinero son algunos de los conflictos que van aflorando de forma natural, casi imperceptible, en este ensayo chejoviano que está construido con paciencia y sensibilidad, con un extraordinario elenco y buscando que cada diálogo, cada plano en interiores o exteriores tenga la carga dramática justa y necesaria. Brillante guionista y virtuoso puestista y director de actores, Nuri Bilge Ceylan se permite aquí infrecuentes momentos de humor y un espacio para la emoción (sobre todo en la resolución de esa tensa relación con su padre) que convierten a El árbol de peras salvaje en la película más accesible y tierna de su filmografía. Claro que estamos ante un largometraje de más de tres horas que mantiene la austeridad y el rigor de todo su cine. El realizador turco estará más sensible, pero no cede a las tentaciones del crowd-pleaser.
Nuri Bilge Ceylan es casi un desconocido fuera del mundo de los festivales. Esto no es un defecto, muchos genios han tenido ese reconocimiento limitado. Mencionarlo, sin embargo, ayuda a comprender los motivos por los cuales este director llega a las salas con tanto prestigio y festejo. Como dije recién, no ser conocido no dice que un cineasta tenga menos valor. Ahora bien, tampoco es un mérito en sí mismo. Nuri Bilge Ceylan posee una filmografía multipremiada pero no es más que un triste remedo de algunos cineastas de enorme prestigio como Andrei Tarkovski o Abbas Kiarostami. Ciertos elementos estéticos podría emparentarlo con ellos también, pero Ceylan está tan lejos de tener el poder cinematográfico de esos directores que hasta acá llegamos con la comparación. El protagonista de este nuevo film del director turco es Sinan, un joven escritor que vuelve a su pueblo natal con la esperanza de allí publicar su primer libro, El árbol de peras silvestre. Su familia no parece estar pasando por su mejor momento, vivir con su padre, su madre y su hermana le resulta angustiante. Su padre tiene deudas de juego y ha dejado atrás su condición de maestro escolar. Es en ese pueblo venido a menos que Sinan quiere publicar su libro. Varias largas, absurdamente largas en varios casos, van marcando el relato. Algunas resultan interesantes y tienen buenas ideas de puesta en escena, pero otras tienen recursos visuales que chocan y rompen la fluidez, consiguiendo solamente llamar la atención sobre los ingeniosos recursos del director. Esas escenas expulsan al espectador, esas largas charlas extendidas tal vez por pretensiones artísticas mal entendidas o porque el director es también el guionista y el montajista de la película. Enamorado de sus imágenes y sus diálogos, no ve motivo alguno para hacer de esta pequeña historia un film de menos de tres horas. Una vez más, la dureación de 188 minutos no es el problema, el problema es la forma en que las escenas se vuelven inútilmente largas. Como siempre, unos paisajes muy lindos, bien fotografiados, consiguen algunos genuinos momentos de belleza, pero no alcanza para qué este director entregue una obra relevante o al menos interesante.
Espejos. Tres generaciones supuestamente unidas por sus diferencias, más que por sus virtudes, son las encargadas de contarnos una historia que gira en torno a un libro escrito por el más joven, resultando el mismo una excusa para redescubrirse interiormente y cuestionarse cómo es la relación entre ellos. En Ahlat Agaci (2018) el director y guionista turco Nuri Bilge Ceylan nos propone un relato honesto y simple, en el que un aspirante a maestro y apasionado por la literatura, Sinan (Dogu Demirkol), al regresar a su pueblo natal de Anatolia, se encuentra con una realidad que le disgusta y rechaza. Tiene un fugaz encuentro con una mujer por la que siente algo, pero ella está por casarse. Él siempre ha querido ser escritor, terminó su primer libro y está buscando quien lo patrocine, tarea casi imposible. Debe lidiar con su padre Idris (Murat Cemcir), un maestro que dejó atrás sus mejores años y en el devenir de la vida se ha convertido en un adicto a las apuestas; además tampoco tiene una relación amable con su propio padre, su abuelo Asuman (Bennu Yildirimlar). El nombre del libro en cuestión es el mismo del film, que resultará una excusa para tocar tópicos profundos de la vida de los mismos y con los cuales podremos reflexionar y filosofar al respecto. ¿Qué se puede decir ante semejante obra de arte? Es posible mantener al espectador encantado durante 3 horas, quizás eso lo explique todo… Cabe decir que el director Nuri Bilge Ceylan tiene una forma muy sutil de filmar, la fotografía es realmente admirable, se recomienda ver este film en cine para contemplarlo en su totalidad. Con un guion impecable, impredecible y sorprendente, logra cautivarnos de principio a fin; es de una finura poco usual y con muchísimo respeto al espectador. Sin dudas nos dejará pensando y la idea es hacernos partícipes del relato, estando presente tanto la voz del autor como la nuestra. Muy difícil de lograr y extraño en tiempos de inmediatez total. El director aprovecha todos los recursos de manera extraordinaria: las locaciones, las actuaciones, los planos/contraplanos, los planos detalle, los colores que nos regala la naturaleza y la banda sonora adecuada en el momento oportuno, aprovechando cada silencio y técnicas de dirección; eligiendo desde la estructura dramática, de manera simbólica y con astucia e inteligencia, nos describe la personalidad del protagonista para conocerlo aún más, probablemente en lo que sería una alegoría de su personalidad de observador nato y temperamento provocador. La alegoría del espejo de una persona en otras pocas veces tan bien lograda, es lo que más me impresionó, en lo personal. Es un film de estilo libre, con un abanico de mensajes, puesto que hace un recorrido por innumerables tópicos que nos conciernen a todos y con meta mensajes varios, que considero, tendrán distinta connotación y llegada según el espectador.
El regreso al pueblo natal es un punto de partida frecuente de innumerables historias, pero en El árbol de peras silvestre el turco Nuri Bilge Ceylan lo explora con notable maestría: a lo largo de tres horas, logra mostrarnos sin estridencias el cambio en la percepción que el protagonista tiene tanto de sí mismo como de su familia y del mundo que lo rodea. Sinan terminó la universidad y vuelve al hogar familiar en Can, una localidad ubicada en Turquía occidental. Va a rendir el examen para conseguir un puesto de maestro, pero en realidad tiene reservadas expectativas más altas para su futuro. Confía en conseguir financistas para la publicación de su primera novela y en que el libro le deparará un destino superior al de su padre, que dedicó toda su vida a la enseñanza primaria. Aunque no constituye su único tema, este contrapunto entre el joven y su progenitor (gran trabajo de Murat Cemcir) es el núcleo de este viaje de exploración interior. Idris es un ludópata acosado por las deudas, un simpático chanta que siempre intenta que su encanto le permita salirse con la suya. El altanero Sinan lo culpa de la ruina económica y el fracaso del supuesto porvenir venturoso al que podría haber aspirado la familia. En torno a este conflicto central, Ceylan va dando pinceladas literarias para pintar una aldea. En su deambular por el pueblo y alrededores, Sinan mantiene encuentros con diversos personajes: una mujer a la que alguna vez deseó, un funcionario municipal, un empresario, dos imanes, un escritor famoso, su propia madre. Estas conversaciones, en apariencia cotidianas, alcanzan un grado de profundidad que las eleva por sobre sus interlocutores hacia temas universales, pero sin caer en solemnidades. Son diálogos que aluden directa o indirectamente a la literatura y sus posibilidades como herramienta de cambio, la religión y su función como factor de opresión o consuelo, el lugar de mujer en la sociedad, el rol que cada familia les asigna a sus integrantes. Y entre tantas palabras, los actos de Sinan y su padre revelan que la naturaleza íntima no es declamable.
Cuando vuelve a su pequeño pueblo de Anatolia -escenario de todas las películas del turco Nuri Bilge Ceylan-, Sinan no encuentra ninguna celebración de bienvenida. Acaba de graduarse como maestro y también ha escrito su primer libro, pero su familia está acechada por las deudas que contrajo un padre también dedicado a la docencia, atrapado por su adicción al juego. Todo lo que tiene que ver con ese lugar que permanece anclado en el pasado lo incomoda: sus recuerdos de la infancia, un entorno social que juzga chato, las prescripciones de religiosos conservadores. Especie de héroe trágico cargado de angustia y mordacidad, el protagonista emprende un viaje interior destinado a enfrentar sus dilemas existenciales. Y la película narra ese periplo con una contundencia notable. Ceylan domina todos los resortes de la puesta en escena, es un virtuoso director de actores y sabe cómo imprimirles a sus historias un aliento inequívocamente chejoviano: su pintura de la vida cotidiana de personajes comunes y corrientes es simple y efectiva, mientras que los temas que aparecen en sus relatos son variados, se van entrelazando con armonía -aunque a primera vista no tengan relación entre sí- y delinean con precisión el fracaso espiritual de individuos que, como define con crudeza el atribulado Sinan, se autoperciben "inadaptados, solitarios, deformes".
Busco mi destino En El árbol de peras silvestres (Ahlat Agaci, 2018), el realizador turco Nuri Bilge Ceylan nos lleva por los caminos polvorientos de un pueblito rural, acompañando al protagonista de la película en un proceso de búsqueda y construcción de su propia identidad. El camino hacia la adultez, parece decirnos el director, es un camino sinuoso y con no pocas dificultades. Sinan (Dogu Demirkol) acaba de graduarse en la universidad y vuelve a la casa de sus padres en su pueblo natal. En su ausencia, las cosas han cambiado, lo que le genera una especie de extrañamiento y rechazo hacia lo que era su mundo. Con cierto aire de superioridad, cuestiona todo lo que lo rodea: desde su entorno familiar hasta los principios de su religión. Esa realidad que de alguna forma se le presenta como ajena, también lo constituye. Por eso intentará demostrar enfáticamente su rechazo a la misma. Uno de sus mayores temores es seguir los pasos de su padre Idris (interpretado magistralmente por Murat Cemcir), un profesor de escuela al que su adicción al juego lo ha llevado a perder todo y ser objeto de burlas y persecuciones por parte de sus acreedores. Esa figura paterna desprestigiada le genera las mayores inquietudes, toda vez que el propio Sinan, buscando publicar el libro que escribió durante su estancia en la universidad, lleva a cabo algunas acciones que se asemejan a las cuestionables actitudes de su propio padre por conseguir dinero para volver a las apuestas. Aunque trate de justificarse afirmando que por lo menos, lo suyo tiene un fin noble, sabe que los actos cometidos por ambos son similares. Cargado de cinismo, parecería que Sinan piensa que nadie está al nivel de su intelecto y de sus aspiraciones. O simplemente, ¿se niega a ver las similitudes que tiene con los otros habitantes del pueblo? Durante las tres horas que dura la película, el protagonista se introduce en acaloradas discusiones con uno de los escritores más populares, con los religiosos del pueblo, con sus ex compañeros de colegios y amigos. A todos cuestiona, pero en ese mismo acto, se está cuestionando a sí mismo. Sinan está sólo, pero no cesa su búsqueda. La cámara de Ceylan lo acompaña en ese proceso, lo interpela con unos primerísimos primeros planos, acosándolo cómo lo hacen sus propios pensamientos y sueños. “Los jóvenes deben criticar a los viejos” le dice su padre. Pero también, Ceylan le dará un lugar a la comprensión y a la empatía. A veces hay que bajar la guardia, aprender a escuchar al otro, aceptar las diferencias y reconciliarse con las similitudes. Esa parecería ser la reflexión final de esta intimista película.
El árbol de una vida. La esperada película turca de Nuri Bilge Ceylan El árbol de peras silvestres, requerirá de tres largas horas de nuestra vida para atender a la del renegado e introvertido Sinan (Dogu Demirkol), un joven escritor quien, al regresar a su pueblo luego de estudiar en la universidad, busca patrocinar la publicación de su primera novela. En medio de esa ardua búsqueda se encontrará con lo que creyó viejo y lejano pero que siempre lo acompañó y, sobre todo, lo que entonces no podía y ahora ve pero le cuesta aceptar. El filme plantea la metáfora del árbol en la trayectoria de un aprender/desaprender, de desilusiones y atravesar inviernos crudos para madurar y dar el fruto más dulce de la escritura. Ya desde la imagen del árbol en el afiche de la película se juega con la idea de cuánto de las ramas en realidad son raíces, y abre la curiosidad sobre ese árbol solitario y deforme encarnado por Sinan, que parece seco como el pozo de agua en el que tanto se esmera y hasta empecina su padre Idris, brillantemente interpretado por Murat Cemcir. La figura del padre es un signo de interrogación para los espectadores: por un lado vemos que es un maestro frustrado —es muy interesante seguir en paralelo el drama de las profesiones en el mundo turco, la escasa posibilidad laboral y la resignación a pertenecer al ejército o la policía— pero que a la vez arruina a la familia con las apuestas. En un momento, Sinan intenta imitar aquella docencia casi como para redimir a Idris, entre el desprecio, la pena y el amor. Sinan, personaje que parece tener siempre una comprensión más acabada que el resto del elenco sobre lo que transcurre, se posiciona casi como un extranjero y a veces un etnógrafo de la cultura turca. Esto no es menor si pensamos que la locación elegida por Ceylan es una de las costas donde se encuentran Asia y Europa. Aquel entendimiento que parece habérselo dado a Sinan el irse de su lugar natal y cuestionarlo desde las enseñanzas académicas —de lo cual reniega también— será matizado por el afecto, las pasiones y la sensibilidad que despierta el paisaje y los habitantes entrañables de su terruño: la verdadera sabia del árbol que va desplegando la narrativa. Estéticamente preciosa, esta película apuesta por los planos y composiciones campestres donde la fotografía es magistral. Se muestra el pueblo y los rostros de forma bella y amorosa, fuera de la típica imagen agreste y hostil de Turquía, pero también en los viajes a la ciudad de Çanakkale para rendir como docente, para encontrarse con otro escritor, el canal que atraviesa la ciudad parece una especie de París. Así, entre la Gran Literatura, los best-sellers y la escritura mínima, Sinan encontrará su modo de expresarse. Algunos cuadros de la película, de todas maneras, resultan un poco saturados de metáforas, señaladas al espectador como con una flecha gigante, obvias. Y tampoco colabora la utilización del mismo segmento musical —violines— en toda secuencia reflexiva; a veces es realmente insoportable. Se generan diálogos efectivamente de gran profundidad, pero también es fácil perderse por el ritmo del idioma y el intento de hacer de todo una cuestión filosófica o teológica…lo cual quizás resulta innecesario y/o sobreentendido. De este modo, llamará la atención el contrapunto que se da entre la tradición y lirismo de la escritura, y el avance de la tecnología sobre el contexto rural y casi atemporal donde transcurre la acción: una moto o un mensaje de texto que llega para romper la atmósfera nostálgica de un joven que no busca escribir la gloria ni la decadencia de su pueblo, sino la intimidad y maduración de su mirada sobre ese mismo lugar.
Pequeña advertencia sobre esta nueva película del turco Nuri Bilgen Ceylan: el árbol del título no es ningún salvaje. Es un peral silvestre, un pyrus pyraster, similar al pyrus communis pero con algo distinto en su naturaleza. Ese título recuerda el de “Fresas salvajes” (uno las imagina con lanza y taparrabos) que alguien le puso a una película de Ingmar Bergman, aquí por suerte estrenada como “Cuando huye el día”, donde un viejo recordaba, entre otros, cierto episodio de juventud vinculado a unas frutas silvestres. Además de esa molestia, estos autores tienen varias cosas en común: inquietud por el alma humana, personajes llenos de angustia existencial, diálogos filosofales, o poco menos, notable elección y dirección de intérpretes, preciosa fotografía, música bien elegida. También podría pensarse en el iraní Abbas Kiarostami de “El sabor de las cerezas”. Pero, entre otras cosas, la tensión es bastante apagada, falta la parte espiritual y sobra minutaje. Como diría Sarmiento, el mal que aqueja a Bilgen Ceylan es la extensión. Aquí asistimos a tres horas de sucesivas conversaciones entre un joven recién graduado que vuelve a casa y se va encontrando con un viejo amor, amigos de otros tiempos, gente que quizá podría ayudarlo a publicar su primer libro, etcétera. Por suerte son conversaciones interesantes, bastante agudas, y entre todas componen un cuadro de la sociedad de su país. Pero no perderían demasiado si fueran más breves. De ese modo, además, potenciarían la emoción que aparece (recién) en los últimos minutos y que tiene que ver con una figura clave, la del conflicto principal: el padre de familia que alguna vez fue el modelo del joven, luego la vergüenza de todos, viviendo a su modo como un árbol silvestre, y al final sorprende. Un lindo final, emotivo, reconciliador, y medio amargo, a poco que se lo piense. Dos nombres a tener en cuenta: el actor Murat Cemcir, que hace de padre, y el director de fotografía Gokhan Tiryaki, maestro.
Entre el furor y el remordimiento En todas sus películas, Nuri Bilge Ceylan pone en cuestión la validez de los lazos familiares en una sociedad turca cambiante. El director observa a los seres sin juzgarlos y busca la verdad humana en todo su espesor, con los aspectos admirables y los menos relucientes que coexisten en cada uno. Su arte panteísta posee una mirada atenta, paciente y curiosa que logra encontrar la vibración actual de las ciudades, los barrios y los paisajes. El árbol de peras silvestres es un fresco social y familiar de una belleza plástica abrumadora en el que el cineasta vuelve a colocar a sus personajes en un entorno visual suntuosamente filmado que refleja sus contradicciones. Pero la película marca también un cambio importante: para seguir la búsqueda obstinada de su joven protagonista, Ceylan adopta una cámara móvil y fluida, que parece querer evadirse. El impresionante dominio formal genera un encanto visual que sublima el entorno y contribuye, mediante una paradoja puramente cinematográfica, a reforzar la sensación de indiferencia general del mundo ante las ilusiones mediocres de los hombres. Luego de sus estudios de literatura en Estambul, el joven Sinan regresa a su ciudad natal soñando con publicar un ensayo. Vuelve a ver a sus padres, a su hermana, a sus viejos amigos y amores, con una mirada desencantada. Con la energía de la desesperación, el aprendiz de escritor golpea las puertas buscando los fondos necesarios para la edición de su libro. Pero el país parece irremediablemente congelado y la sociedad no comparte siempre su amargura. La película toma un giro inesperado con el lirismo melancólico de la escena del reencuentro con una antigua novia que está a punto de casarse. Los movimientos de cámara para encuadrar los besos robados debajo de un peral silvestre, introducen un ambiente onírico. Algunos planos surrealistas, como un bebé cubierto de hormigas, se articulan con una realidad cada vez más compleja según la percepción del protagonista. Las conversaciones frenéticas durante paseos rurales o urbanos parecen dibujar el mapa mental de un pensamiento perturbado, la expresión de un revuelo interior. El repentino contacto con el pasado toma diversas formas. En la sedimentación de las largas secuencias dialogadas sobre temas íntimos, políticos o filosóficos, se revelan experiencias y heridas de la niñez y la adolescencia. Durante el encuentro entre Sinan y un escritor famoso, la impresión de estar frente a los esfuerzos modestos y tímidos de un neófito ávido de consejos se disipa en beneficio del descubrimiento del verdadero carácter de un joven que apenas oculta el desprecio que siente por su mayor. El protagonista expresa una mezcla de arrogancia, rebelión, burla y un gusto perverso por la contradicción. El hombre está marcado por la figura degradada de su padre: la viva imagen de lo que no quiere repetir. Entre el furor y el remordimiento, Sinan debe decidir entre abandonar a su familia y volver a la gran ciudad o permanecer preso del vínculo atávico con su padre. La respuesta está en la maravillosa escena final, tan bella como conmovedora.
Las primeras imágenes de la nueva película de Nuri Bilge Ceylan, ganador del premio al mejor director en Cannes en 2008 por el filme Tres Monos, nos llevan al puerto de Canakkale, una ciudad turca que, como Estambul, está dividida entre Europa y Asia. El sonido del Mar del Mármara y un muelle lleno de gaviotas que ostenta un monumento gigante del Caballo de Troya son testigos del regreso de Sinan, un joven que vuelve a los pagos de sus padres y sus abuelos con un título universitario bajo el brazo y un libro que tiene escrito y que quiere publicar. Este largo camino a casa representa un reencuentro agridulce con su familia, con una chica del colegio y los amigos que había dejado atrás en busca de nuevos horizontes, y que ahora vuelven a ser su realidad cotidiana en un pueblo que parece quedarle chico a sus esperanzas. El guión parece hecho a la medida del viejo refrán “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, y más que imprimirle un ritmo narrativo al relato, traza una pintura minuciosa y más bien descriptiva, siguiendo el derrotero del regreso del hijo pródigo. El espectador es testigo de una larga serie de conversaciones que van desgranando minuciosamente, a lo largo de tres horas de película, el periplo y las reflexiones del protagonista sobre la historia de Turquía, la vida política, la literatura, la religión, la juventud y la vejez, el legado familiar, los deseos y los vínculos, lo que elegimos y lo que nos toca. El relato (en algunos tramos algo moroso) alcanza la mayor intensidad dramática en los momentos de encuentro y desencuentro que retratan la relación entre padre e hijo (Murat Cemcir y Dogu Demirkol, de actuaciones muy logradas). Ellos están en el punto en que sus caminos se cruzan en la colina de la vida: el padre que fuera un maestro ejemplar, en su madurez parece estar de vuelta de todo, y el hijo que se fastidia porque piensa que su padre tiró la toalla, pero empieza a entender que cada uno hace lo que puede al enfrentarse con la realidad, tan distinta de los sueños, tan dura y resquebrajada como la vieja estatua del puente. Las pinceladas de la dimensión visual del film alcanzan un tono poético, con escenas como la de los senderos del bosque cubiertos de niebla, la casa en la colina nevada con el telón de fondo del peral desolado, o el encuentro clandestino con la chica triste (que el protagonista siempre quiso pero que se va a casar con otro), donde ella, con su melena al viento dice casi como en un suspiro: “La vida parece cerca pero no, todo es lejos”. Una película amarga pero bella, como los frutos del peral solitario en la nieve, que nos hace pensar en el cruel arte de sobrevivir.
El árbol de peras silvestre es una película turca dirigida por Nuri Bilge Ceilan, presentada en la Competencia Oficial del prestigioso Festival de Cannes del 2018. Su protagonista es Dogu Demirkol, en su segundo papel en el cine, y lo acompañan Murat Cemsir, un actor muy popular en su país, Bennu Yildirimlar, Hazar Ergüçlü y Serkan Keskin. La historia, escrita también por su director, se centra en Sinan Karasu, un joven turco egresado como maestro, que vuelve a vivir a la casa de sus padres con el objetivo de escribir una novela costumbrista que da título a la película. Y durante el desarrollo de la misma vemos cómo se relaciona con diferentes personajes de su pueblo y de su familia. Especialmente con su padre, también maestro, con el que se confronta al considerarlo un fracasado porque su adicción al juego lo llevó a contraer deudas, y que no es tomado en serio por cavar un pozo profundo en su campo en un lugar donde nunca encontró agua. Nuri Bilge Ceilan, ganador de la Palma de Oro en el 2014 por su película anterior, Sueño de invierno, toma la decisión de contar este relato intimista con una duración propia del cine épico, ya que le dedica 188 minutos en los que su protagonista dialoga con diferentes personajes utilizando largos planos secuencia. Y el gran logro suyo hacer que la narración se sostenga con un ritmo tranquilo, una puesta en escena austera y una estética neorrealista, característica del cine de Medio Oriente, como puede apreciarse también en el prestigioso cine iraní, representado por Abbas Kiarostami oAsghar Farhadi. Porque la naturalidad con la que actúan estos personajes hace que el espectador ajeno a esta cultura se pueda sentir identificado, especialmente al no reconocer en ellos a los actores que los interpretan. En conclusión, El árbol de peras silvestrees una película que demuestra que a pesar de que cambien las culturas hay conflictos humanos que son universales. Y eso hace posible que cualquier espectador, aunque no conozca el idioma, pueda entender y sentirse identificado con la problemática planteada en la obra.
El director turco Nuri Bilg Ceylan nos regala un film extenso (tres horas de duración) pero magnético y seductor sobre un hombre que termina sus estudios y debe aceptar lo que encuentre en el mundo adulto, incluso luchar por publicar su primer libro y la relación con los suyos. Y en su mundo nada hay de lírico y permisivo. Es una mirada sin concesiones sobre la realidad de su familia, su padre apostador, su madre quejosa. Una observación cruda sobre la realidad turca, incluida una descripción sobre un asesinato de parte de un policía en un relato telefónico casual de una fuerza tremenda. También pone en relieve los brotes de un fanatismo que se hace sentir. Nada escapa del interés del realizador: la filosofía, la religión, los dilemas éticos, las costumbres ancestrales. El implacable paso del tiempo y nuestras reacciones frente a lo inexorable, las miserias cotidianas y los pequeños gestos solidarios. Y hacia el final una aceptación. El director se mueve en escenarios naturales pero nada distrae la atención de la firmeza de sus intenciones para conceder algún respiro. Grandes actores, inteligencia en cada aspecto de su pensamiento. El espectador queda prendado del destino y el devenir de sus protagonistas, como un hipnótico atractivo de una historia que si bien es realista y especulativa no se priva de visiones fantásticas y extremas que irrumpen en la acción. Déjese llevar por la seducción, el talento y las discusiones que plantea este film.
El duro camino de la vida El Árbol de Peras Silvestre (Ahlat Agaci, 2018) es un drama familiar dirigido y co-escrito por Nuri Bilge Ceylan (Tres Monos, Sueño de Invierno). Coproducido entre Turquía, Macedonia, Francia, Alemania, Bosnia y Herzegovina, Bulgaria y Suecia, el rol protagónico es interpretado por Dogu Demirkol. El reparto se completa con Murat Cemcir, Hazar Ergüçlü, Bennu Yildirimlar, Serkan Keskin, entre otros. La película estuvo en competencia en la sección oficial largometrajes a concurso del Festival de Cannes. La historia se centra en Sinan (Dogu Demirkol), un joven que vuelve a su pueblo natal turco luego de graduarse en la universidad. Cuando llega allí se da cuenta que su familia no anda bien ya que su padre Idris (Murat Cemcir) se metió en el negocio de las apuestas y las deudas cada vez son mayores. Sinan se reencontrará con su antiguo amor Hatice (Hazar Ergüçlü), que ahora recoge frutos en el campo y está comprometida con un joyero, charlará con sus amigos de la infancia y tratará de obtener fondos del alcalde para publicar su primer libro. Además, dará un examen para convertirse en maestro de primaria. Sin embargo, el joven con grandes aspiraciones se irá dando cuenta que triunfar en lo que le apasiona no es para nada sencillo y que en una comunidad chica las oportunidades van en decadencia. Con una extensa duración de tres horas y ocho minutos, Nuri Bilge Ceylan nos muestra el lado pesimista y negativo de la vida en contraposición con una exquisita fotografía de la naturaleza a cargo de Gökhan Tiryaki. Paisajes nevados, pájaros, bruscas olas, caminos de tierra y el movimiento tranquilizador de las hojas y arbustos a causa del viento hacen que visualmente la cinta sea muy bella. Con respecto al metraje, inevitablemente El Árbol de Peras Silvestre se vuelve aburrida, pesada y soporífera en más de una ocasión. Esto sucede debido a que el filme carece de ritmo y está lleno de charlas filosóficas que parecen nunca acabar. Por más que varias sean interesantes y hagan reflexionar, llega un punto en el que parece que el diálogo durará para siempre y uno termina perdiendo el hilo de la conversación. Teniendo en cuenta lo que se quiere contar (que es muy simple), se llega a la conclusión de que muchas subtramas que no aportan nada importante podrían haberse suprimido y el resultado sería más satisfactorio al no jugar tanto con la paciencia del espectador. La película contiene variadas escenas en silencio donde se lo ve al solitario protagonista caminando por su lugar de origen, lo que permite contemplar la belleza del pueblo. Además, el director turco incluye escenas de sueños que parecen reales o simbolismos que quedan en la cabeza del espectador mucho después de que los créditos acaban. El Árbol de Peras Silvestre definitivamente no es una cinta para cualquiera. Los tópicos que toca tales como la relación padre e hijo, la importancia de las ventas, lo difícil que es concretar los sueños, las pocas posibilidades de trabajo en una comunidad chica o el sentimiento de desperdicio constante con respecto a tu propia vida hacen que, a pesar de que sea una película muy lenta y cansadora, también sea toda una experiencia moral su visionado.
El regreso de hijo pródigo ha despertado un sinfín de relatos, en esta oportunidad la fábula de aquel que intenta recuperar su identidad en el acercamiento no sin prejuicios, al otro, permite construir un íntimo relato sobre los vínculos y las relaciones.
“Apuntes personales dramatizados de manera literaria”, describe el protagonista Sinan su libro que escribió y ahora quiere publicar. Pero para publicarlo regresa, luego de graduarse, al pueblo de donde salió y es allí donde busca el financiamiento necesario para lograrlo. En ese pequeño pueblo, un lugar que parece venido a menos y donde no parece haber muchos destinos posibles para las personas –o son maestros, o son policías-, él sueña con escribir un libro y que lo reconozcan como escritor. Alrededor, su familia con un padre sumido en deudas a causa del juego termina de pintar un entorno poco alegre y colorido. “El árbol de peras silvestres” está dirigida y escrita por Nuri Bilge Ceylan (“Winter sleep”) narra los encuentros y reencuentros de este joven aspirante a escritor, a través de largas escenas con diferentes personajes, que van desde potenciales financiadores a un escritor que logró hacerse un nombre en ese mismo pueblo, pasando por una joven que aunque fantasea con huir, se ve atrapada en ese lugar. Pero, claro, más allá de esa variada, colorida gama de personajes, los momentos más significativos tendrán que ver con la figura del padre. Ese padre al que uno cree conocer pero hasta el último momento continúa revelando nuevas aristas. Durante poco más de tres horas van saliendo a flote diferentes cuestiones. Quedarse, irse, ¿vivir la vida que uno quiere o que uno puede? Con el escritor, aquellas más relacionadas al oficio, sobre qué es ser escritor, qué es ser un artista. “Nada es tan ordinario como parece”, o “no hay una sola realidad”, entre los consejos que le ofrece el reconocido escritor de buenas maneras hasta que lo agobia la actitud de un aspirante al que le cuesta dejar de mirarse el ombligo. Todo esto sucede en Turquía, donde “la educación es una gran cosa, pero si querés sobrevivir en este país tenés que adaptarte” le dicen. Y sin embargo todo esto resulta tan universal. Salir, graduarse, ¿y después? Hacer algo. ¿Qué es hacer algo? Escribir un libro, publicarlo, que lo lean. ¿Todo depende de uno? ¿Todo puede depender siempre sólo de uno? Estamos ante un film que aunque presente diferentes personajes todo el tiempo y así diferentes temas, está contado con mucha naturalidad. La puesta de cámara también apunta a ese registro de una manera muy formal, aunque por momentos entrega algún plano más extraño e interesante. En cuanto al tono, podríamos decir que es un drama ligero, con algunos momentos de humor, de ternura y otros más emotivos. Así, “El árbol de peras silvestres” se termina convirtiendo en un relato universal sobre esa etapa de maduración, de aceptar lo que hay, lo que somos, lo que podemos hacer, y también la de mirar, ver de verdad al otro. Porque en ese viaje personal que realiza nuestro protagonista para conseguir publicar su libro, también va descubriendo y reencontrándose con su familia y el lugar del que salió.
“El árbol de peras silvestre”, de Nuri Bilge Ceylan Por Gustavo Castagna Siempre es difícil volver a casa podría titularse esta reseña crítica de la última película del director turco Nuri Bilge Ceylan, la figura más reconocida del cine de su país y recurrente visitante (además, premiado) del Festival de Cannes. Sinan, el joven recién recibido en la Facultad de Letras, vuelve a su terruño natal, a una vida pueblerina de la que estuvo alejado. El reencuentro será con sus seres más cercanos (el padre, la madre, la hermana), con amigos del pasado reciente, con sus abuelos, con una mujer (acaso una relación afectiva pendiente), con sus colegas y con los funcionarios del lugar que podrían darle una mano para publicar su primer libro. El personaje central, punto de vista unívoco de la película, muestra cierta arrogancia y presuntuosidad frente a los suyos, como si su fachada intelectual (o algo parecido a eso) le fuera útil para observar a ese mundo de manera oblicua. Nuri Ceylán invierte más de tres horas para construir un relato que va y viene entre conversaciones familiares, donde se fusiona lo primitivo y lo moderno, la tierra natal y el deseo de escaparse de ella, el lugar de pertenencia y el desarraigo. Pero también se conversa de literatura, religión, política y hasta de temas banales que el director controla desde un guión donde jamás se subrayan los contenidos ni se apela a la denuncia ramplona sobre una situación determinada. En ese punto, El árbol de peras silvestre combina el paisaje rural y primitivo con los personajes, invadiendo la imagen con un tono que elige la melancolía (sin lugar para la nostalgia) por el paso del tiempo y por el re-descubrimiento que Sinan tiene de su entorno. En ese ida y vuelta entre charlas en casas o bares (donde en más de una oportunidad se intuye sutilmente que Sinan es una molestia como hijo, nieto y amigo), y pese a que algunas de esas conversaciones sí pueden resultar algo fatigosas y extensas, la película de Ceylán coquetea magistralmente con la ambigüedad y la no aclaración férrea de los conflictos. De allí que esos largos y hermosos travellings siguiendo a los personajes traslucen plenamente justificados como elección formal: la cámara está al servicio de ellos, como si el director se metiera en la intimidad de un grupo familiar y de un contexto donde se presentan conflictos que aparentan ser menores pero no los son. Cuando en más de una zona narrativa cierto exceso de metraje y de palabras parece llevar la historia a una monotonía sin retorno, el director turco quiebra esa letanía con la introducción de algunos momentos ajenos al naturalismo, buceando en lo fantástico dentro de un paisaje cotidiano. Allí, el creador de Distante (2002), Climas (2006), Tres monos (2008) y Érase una vez en Anatolia, gambetea con inteligencia un tono rabiosamente naturalista para combinar las inestabilidades de su personaje central en relación al contexto con tres, cuatro escenas divorciadas de aquella melancolía que gobierna el relato casi en su totalidad. El final de la película, en ese sentido, concreta definitivamente esa unión perfecta entre el naturalismo y el fantástico. Hay futuro y reconciliación familiar, luego de tantas conversaciones y silencios que explicaban más que las palabras, parece decirnos el director, sin levantar la voz ni juzgar a propios y extraños. EL ÁRBOL DE PERAS SILVESTRE Ahlat Agaci. Turquía / Macedonia / Francia / Alemania / Bosnia y Herzegovina / Bulgaria / Suecia, 2018. Dirección: Nuri Bilge Ceylan. Guión: N. B. Ceylan, Akin Aksu y Ebru Ceylan. Producción: Meral Akran. Fotografía: Gökhan Tiryaki. Montaje: N. B. Ceylan. Intérpretes: Dogu Demirkol, Murat Cemcir, Bennu Yildirimlar, Hazar Ergüclü, Serkan Keskin. Duración: 188 minutos.
El protagonista de El árbol de peras salvajes tiene en la puerta y del lado de adentro del placard de su casa varias fotos de escritores pegadas, entre estas, dos de Emil Cioran, el famoso filósofo rumano cuya obra no fue otra cosa que una meditación sobre el inconveniente de haber nacido, una expresión eufemística sobre las razones poco evidentes para no quitarse la vida frente al desconcierto cósmico. La curiosa experiencia para los lectores de Cioran, entre ellos, el propio Siran, es la paradoja de ese dictamen de la lucidez: conocer el derecho a ese ultimátum es asimismo un estimulante para insistir en conciliarse con el oxígeno. Razonar sin fe fortalece, alivia el malestar sin rebatirlo, conjura cualquier superstición melindrosa que debilite la vida consciente.
Inadaptados, solitarios y deformes. Crítica de “El Árbol de Peras Silvestres” de Nuri Bilge Ceylan. Un escritor regresa a su pueblo después de haberse graduado, buscando sponsors para publicar su primer libro. Mientras deberá lidiar con la adicción al juego de su padre. Por Bruno Calabrese. Nuri Bilge Ceylan posee una filmografía multipremiada. Ganador de la Palma de Oro en Cannes por “Sueños de Invierno”, el director turco se caracteriza por filmar sobre sus propias memorias y sus recuerdos. Sobre individuos indecisos, en conflicto permanente consigo mismo. Un cine humanista, que suele tener como eje un hombre y sus conflictos existenciales con su entorno. En este caso la película nos cuenta la historia de Sinan (Dogu Demilkol), un joven escritor que vuelve a su pueblo natal con la esperanza de allí publicar su primer libro, El árbol de peras silvestre. Su familia no parece estar pasando por su mejor momento, vivir con su padre, su madre y su hermana le resulta angustiante. Idris (Murat Cemcir), su padre, tiene deudas de juego y ha dejado atrás su condición de maestro escolar. Es en ese pueblo venido a menos que Sinan quiere publicar su libro. El director y guionista turco nos propone un relato sencillo y honesto, sobre un joven en conflicto con una realidad que le provoca rechazo. Lidiando con un padre inmaduro, que desperdició su vida en el juego, que funciona como reflejo de un destino que no quiere para su vida. Su primogénito, un maestro que dejó atrás sus mejores años, se ha convertido en un adicto a las apuestas. Estéticamente , la película apuesta por los planos campestres donde la fotografía cumple un rol preponderante dentro del relato. El pueblo en ruinas es un reflejo de los lugareños. Seres encerrados en la religión, cuya vida gira alrededor del dinero y que se niegan a entender el progreso; incluso al invocar en forma permanente al oro como objeto de intercambio, algo presente en nuestras vidas pero fuera del circuito mercantil cotidiano de las mayorías de la sociedades. La película se debate permanentemente entre lo nuevo y lo anticuado. Entre los jóvenes que critican al viejo. Entre quienes llegan de la gran ciudad y quienes se han quedado en el pueblo para hacer mella en las diferencias generacionales entre los campesinos y el protagonista. Sinan no se siente a gusto en ese pueblo, habitado por gente muy cerrada y por fanáticos religiosos. A pesar de eso, su libro “El Árbol de peras silvestres” habla sobre ese lugar, aunque el sostiene que no planea quedarse ahí a pudrirse como los frutos de esos árboles que los campesinos ni se dan cuenta que existen. Como esos conflictos que están ahí pero que no quieren ver. Las múltiples decepciones de la vida y la desesperación por el dinero son conflictos que van aflorando de forma natural en un relato construido con paciencia. Como en ese fugaz reencuentro bajo un árbol que Sinan tiene con una joven con quien por la que siente algo, pero que está por casarse con un hombre adinerado. O en una emotiva charla con su madre que se muestra incondicional a su marido, a pesar de que este se empeña en arruinar su vida. Todo acompañado por una cámara atenta a que cada plano tenga la carga dramática justa y necesaria. A medida que la película avanza, decrece el número de seres con quienes Sinan puede entenderse. Pero será sobre el final, cuando ya no haya nadie a quien dirigirse, que el encontrará esa persona que siempre estuvo ahí y que el tanto cuestionó la que lo hará entender como hacer para seguir adelante a pesar de sentirse sapo de otro pozo. Puntaje: 90/100.
El director turco Nuri Bilge Ceylan, uno de los mimados de Cannes -quien en 2014 se coronó con el premio máximo con su Sueño de invierno-, regresó al Festival con un drama cotidiano intergeneracional que definitivamente no es para todos los gustos. La gente saliva por su cine y puedo ver lo que genera en su platea, pero El árbol de peras silvestre es todo un examen de paciencia para con el espectador casual, quien podrá apreciar el desarrollo de una buena historia que no parece dejar una mella emocional a futuro en la platea.
EN EL NOMBRE DEL PADRE El tiempo es una categoría problemática en el cine contemporáneo, no solo en términos de exploración filosófica u ontológica, sino en cuanto a la duración misma de las películas. Se advierten numerosos casos en los que la imposibilidad del corte es directamente proporcional a las condiciones tecnológicamente favorables que parecen justificar la falta de pericia de muchos directores para contar una historia. Las tres horas y cuarto de El árbol de peras silvestre podrían tomarse como una invitación para aceptar el argumento anterior pero el resultado de la experiencia de internarse en ese mundo de rabiosa melancolía demuestra que no, que el tiempo empleado es el que se necesita para que las imágenes de Nuri Bilge Ceylan nos traguen como un pantano. No hay otro modo posible dentro del universo del realizador turco que el de conciliar un conflicto con un sentimiento y un espacio a partir de la dilatación del tiempo. En nosotros está la decisión de permanecer, de abrigar la paciencia necesaria para dejar llevarnos por un ritmo cuya velocidad no supera a la de una hoja de otoño arrastrándose. El color del otoño es hermoso pese a su ambivalencia. Se apaga la vitalidad veraniega y se espera el crudo invierno. La belleza de El árbol de peras silvestre se funda principalmente en ese sentimiento paradójico de estar vivo deseando por momentos desaparecer. Claro está, el filósofo Cioran recorre estos lugares como un espectro determinante. No es una cita pedante la de Ceylan, es la capa que envuelve a la película misma y que se materializa en ese ida y vuelta de situaciones repetidas, de encuentros y desencuentros entre padre e hijo en un mundo signado por el dinero y la frustración, por los dilemas generacionales y los anhelos encontrados. El joven protagonista se llama Siran y acaba de graduarse en la Facultad. Desde el primer plano se advierte el peso existencial que implica regresar a su casa familiar. Ceylan sobreimprime su rostro con el horizonte de mar y gaviotas, un cuadro que retornará un par de veces en la película con diferentes sentidos. Apenas pisa el suelo de su ciudad los dos problemas más visibles quedan enunciados en un corto diálogo: su padre y el dinero. Un lugareño le reclama una deuda familiar y le pregunta cómo le ha ido. Él le contesta que «sin dinero la vida es una mierda en todas partes». Es solo el primer eslabón de una cadena de diálogos breves pero contundentes distribuidos de manera tal que (a diferencia de otros títulos anteriores del director) la palabra adquiera un peso específico dentro del drama. Siran tiene un deseo cuya pulsión se caracteriza más por la pedantería que por el impulso, quiere publicar un libro sobre su comunidad cuyo título es el de la película misma. Esta necesidad contrasta con la pared que se levanta con las personas que se cruzan en el camino, desde la familia hasta otros escritores, quienes le propician una paliza de realidad, incluso en medio de sueños. Hay dos discusiones memorables al respecto que exceden la duración normal a propósito. Sin embargo, el principal foco de tensión pasa por la relación con el padre, un itinerario plagado de sentimientos contradictorios al borde del estallido, con muestras contenidas de afecto, la resignación de un apego que nace/muere en la inevitable herencia y un odio que se manifiesta en la adusta gestualidad del protagonista, incapaz de aceptar la naturaleza díscola de su padre, un incurable apostador y maestro ejemplar de la ciudad al mismo tiempo. Cómo convivir con los opuestos es uno de los ejes de la película, cómo depositarlos en la personalidad del protagonista y hacerlos visibles es una gran virtud de Ceylan. Aquí entra en juego el espacio circundante y su maestría fotográfica, no como prodigio técnico sino asociada a una voluntad cinematográfica que busca un modo representar los conflictos enmarcados en una geografía de nieve, vientos y cielos pálidos. Nótese de qué forma el encuadre previo a la última acción del protagonista encapsula magníficamente el sentido de una relación, abierta al abismo como la película misma. Para ello hay que valorar, en este caso, el tiempo de la espera.
La mirada del hijo Esta nueva producción del director ganador en Cannes en 2014, por el filme “Sueño de Invierno”, se puede afirmar que es otra joyita que nos regala. Lo único que podría decirse de la extensión de 188 minutos es que, cuando empezaron a sentirse excesivos, el realizxador cambia de registro y le imprime otra cadencia al relato. Estructurado en capítulos, es una clara disección de la sociedad de la clase media turca, en el interior del país, lejos de la cosmopolita Estambul. El punto esencial es que si bien es identificable cada segmento, y que cada uno tiene un pequeño conflicto que presenta, desarrolla y finaliza, nunca deja de estar articulado por un hilo conductor, que es la mirada de ese hijo que retorna una vez terminada la facultad con la clara intención de publicar su primer libro. Un filme que se perfila como intimista, pero eso sólo es en la superficie, sin dejar traicionar lo que sería la columna vertebral del relato, el metódico proceso de observación del joven sobre su pareja parental, el director hace toda una representación de la sociedad de ese país en esa zona alejada y casi aislada. Todos los personajes son mostrados en los aspectos más cotidianos de sus vidas, lo cotidiano invadido por los deseos y la mirada de los otros. En ese devenir del relato y del tiempo es que este escenario se torna indispensable para sostenerse, en él todos desarrollan sus subjetivas obsesiones e ideas de moral, ética, y religión. Obra de extrema belleza desde las imágenes, los espacios elegidos juegan asimismo como personajes, desde lo inhóspito hasta lo más colorido. Contada utilizando largos planos secuencias en los que, de manera muy acertada, utiliza música barroca europea, específicamente se reconoce varias veces obras de Johann Sebastian Bach. Todo el filme es un devenir desde lo mutación que se produce en la mirada de ese hijo, igualmente sucede con las relaciones establecidas desde lo social. Entonces circulamos por la inexperiencia del joven llevada adelante con atrevimiento, sin dejar de cuestionarse nada del orden el deseo, la esperanza de cambio, el alejamiento del padre, la circulación de los sentimientos más básicos que van del amor al odio, nunca por la indiferencia, del reclamo al perdón atravesando puentes propios. Además de las soberbias actuaciones, lo que hace anclaje sobre el espectador son los diálogos, nunca aparecen como panfleto, todo lo contrario, universaliza el texto mismo. Para ello el director hace jugar con escenas que bien podrían ser fantasía, sueños, pesadillas o simplemente la realidad que nunca tiene una sola mirada.
El doloroso regreso de Sinan al hogar Nominada a la Palma de Oro en Cannes, el film del director turco ofrece un viaje alucinado que confronta contradicciones y supuestos, en un clima poético. Volver a casa después del viaje, luego de estudiar, ya graduado. Una vuelta que se anuncia melancólica, teñida pronto de matices amargos. Es decir, las imágenes son bellas, los planos abiertos y extraordinarios. El aire se siente. Los sonidos son confortables. Pero hay una sensación que percude de manera silenciosa, de la que será difícil sustraerse. Volver a casa es hacerlo al lugar conocido. Sin embargo, la habitación propia fue alterada. Hay que volver a ordenar los libros. Y los libros son el tema, el desarrollo, el corolario de la película. Uno de ellos será multiplicado. Embalados, pesarán toneladas. El fin es que sean leídos. Mejor aún: que sea leído. Entre el plural y el singular, la diferencia se revelará sustancial. Para ello, el cometido secreto, íntimo, que este film admirable guarda. Película que es, a su vez, ese libro, con el cual comparte título: El árbol de peras silvestre. En él está lo que habría escrito Sinan (Dogu Demirkol). Es él quien regresa a su pueblo. Y es él quien podría ser el autor de las palabras de esas páginas. El libro es la promesa que Sinan traza respecto de sí, su horizonte de escritor novel, que vuelve a su pueblo con la confianza puesta en publicarlo. El film del turco Nuri Bilge Ceylan apuesta por una imagen poética que altera lo visto, lo reconocido, gracias a una sensibilidad matizada. En el día a día, entre el hastío y lo cotidiano, Sinan se revuelve. Todo continúa muy parecido. Él, el escritor, el graduado, tal vez sea maestro de escuela como su padre. Sinan discute con todos, dialoga y confronta. Le espera un examen de admisión. Algo a lo que no responde con demasiada gana. Mientras, salen a su encuentro cruces más o menos fortuitos. Entre ellos, un diálogo telefónico con el amigo policía. Entre chistes y sonrisas cómplices, las golpizas y la violencia del amigo aparecen entre las anécdotas favoritas. Ese amigo no deja de ser un espejo posible. Si no se es maestro, tal vez policía. El espejo replica de varias maneras, entre tantas imágenes como rostros circundan. De esta manera surgen también la figura y la voz de una mujer, entre las hojas del otoño. La conversación delata una amistad de años atrás, que choca con la inminencia de lo que habrá de ser: el casamiento, tal vez forzado, con alguien adinerado. Luego, uno de los besos más bellos que ha filmado el último cine. Con un rastro de sangre que el labio de Sinan guarda como herida. No será la única. Algún golpe en el rostro sobrevendrá. Pero entre las justas, la que sobresale es la verbal. El árbol de peras silvestre contiene secuencias de diálogo permanentes, que ponen a prueba las aseveraciones de Sinan ante cada interlocutor: amigos, imanes, funcionarios, literato, madre y padre. En una de las secuencias próximas al desenlace -que combina, notablemente, la desazón ante la propia historia familiar con una dedicatoria sentida hacia la madre-, es la madre quien dirá al hijo algo que bien valdrá de alerta al espectador: "No me fío de ti, te cuidas de tener la última palabra". Las tres horas de duración son la extensión que la película requiere para imbuir al espectador del trance en el que está sumido su protagonista. Esta "última palabra" tiene que ver, a los fines narrativos, con el lugar desde el cual el relato se erige. En todo momento Sinan es quien guía al film, a través de él se observa y se mira. Sinan, el escritor, conversa todo el tiempo sobre lo que el pueblo -dice él- es, acerca del libro que ha escrito, enuncia afirmaciones que discuten con quien se le opone. Y esa sumatoria de escenas o momentos con las que él explica el contenido de su libro, no dejan de asimilarse a la sucesión secuencial misma de la película. Quizás por esto haya momentos en donde la linealidad falla, con destellos fugaces que el montaje guarda, a través de falsos raccords casi imperceptibles. Así, el diálogo entre Sinan y el escritor consagrado (¿otra de sus posibilidades de vida?) contiene una digresión entre las imágenes, que contradice la continuidad de lo visto. Se trata de un momento de lluvia, entrevisto desde el interior de la librería. Un momento que es precedido por un acercamiento de cámara, hacia el rostro de ese escritor con el que Sinan discute (esa otra cara posible de sí mismo). El recurso semeja al de Otto Preminger en Laura. Entonces, y como en aquel film maestro, ¿en qué territorio se para la película? ¿Cuán cierto es lo que sus imágenes dicen? No es el único caso, hay otros más evidentes. Que luego ponen en duda lo asumido: como la procedencia de un librito rojo, su venta u olvido; así como la anécdota sobre una infancia lejana, cuando Sinan fuera bebé, descansando entre hormigas que le cubrían el cuerpo. A la vez, hormigas que nada impide pensar desde la figuración buñueliana-daliniana, merced a la deriva sígnica que el montaje implica. Por todo esto, no estaría demás rever el móvil que aparentemente explica los desaires de Sinan, acunados por el malestar que le significa la imagen de un padre atenazado por deudas de juego. Pero esto es lo que la superficie dicta. La imagen nunca corrobora algo semejante. A partir de allí -de esta confianza depositada en alguien a quien el film mismo dicta como no confiable- la película prosigue su andadura. Entre imágenes que hechizan. Y un perro que podría ser varios. Cada uno de ellos, variaciones de un mismo interrogante. El perro es visto, se pierde, corre, se lo persigue, se asusta. Y reaparece. Si se deja al ánimo naufragar entre las asociaciones nada impedirá, por un lado, atender a la anécdota primera, la de la vuelta al hogar de este joven escritor; por otra parte, el despliegue de posibilidades es ilimitado. El film del turco Nuri Bilge Ceylan (quien ha obtenido en su trayectoria variados reconocimientos internacionales, nominado innumerables veces y ganador de la Palma de Oro) apuesta por una imagen poética que altera lo visto, lo reconocido. Lo afecta gracias a una sensibilidad matizada, que se distribuye de manera amable, elegante, a lo largo del tiempo. De este modo, las tres horas de duración son la extensión que la película requiere para imbuir al espectador del trance en el que está sumido su protagonista. Aquí, por eso, lo que debe ser atendido. Si Sinan es, como se decía, el lugar ambiguo (porque no es confiable) desde el cual el film se sostiene, habrá que atender a la secuencia final, la única en donde la mirada ya no será la suya, y en donde el raccord (la continuidad) se revela esencialmente falso. De este modo, el cine cobra un vuelo de asunción poética. Algo que la película anuncia desde su comienzo e intensifica de modo gradual, hasta arribar a un desenlace capaz de arrojar tanto una mirada invernal como la asunción de un destino (esa palabra con la cual Sinan se debate tanto) que se revela metafísico. Lo extraordinario es cómo, cualquiera sea la resolución que se elija, ninguna de ellas contradice a la otra.
Sinan finalizó sus estudios. Dará examen como maestro estatal de primaria, base para un trabajo que le permita vivir. Pero él aspira a ser un escritor. Ya terminó lo que él llama ""metanovela"", algo más que sus observaciones íntimas. Con un ego a pleno, la audacia de la juventud y la seguridad de un adolescente, está dispuesto a meterse el mundo en el bolsillo. Ahora vuelve al pueblo natal, en la ruralidad turca, ese pueblo del que no tolera su chatura. El resto son conversaciones con la vida. La mujer que alguna vez amó, la madre, los abuelos, un escritor al que admira, religiosos, un rompecabezas que deberá rearmar para meterse en la realidad. El turco Nuri Bilge Ceylan ("Nubes de mayo", "Sueños de invierno") juega en las Ligas Mayores de los Maestros: Bergman, Kurosawa, Tarkovski. Sus filmes apuestan a la interioridad, a la reflexión, al silente rosario que se desgrana por horas mientras trascurre una cinta. Por eso sus películas exceden todo los límites del cine comercial. Ceylan toma las películas como largos ensayos para demostrar, asimilar, analizar hechos de la vida diaria. Eso pasa en "El árbol de peras salvajes", película-ensayo sobre distintos temas que preocupan al hombre. Los sentimientos, la necesidad de vivir según los propios valores, la compleja trama del escritor de tomar seres como objetos para reelaborar ficciones, de alejarse de lo afectivo hasta que es tarde y envolviéndolo todo el karma del dinero como un bien que tuerce destinos y amarga la vida. DAMERO DE LA VIDA Ceylan, esta vez quizás más cerca del público por cierto humor, no siempre presente en sus filmes, extrae, como los viejos filósofos griegos, de lo simple, la complejidad, y de escenas aparentemente mínimas, una cinestesia de sensaciones (encuentro con Hatice, donde la Naturaleza en movimiento explica el goce de la vida simple y las palabras, la fragilidad del hombre que necesita lo innecesario). Con bella fotografía, delicados toques musicales, grandes actores y un hilado de trama firme, Nuri Bilge Ceylan arma un mosaico sociocultural, donde el hombre en el inicio de la vida toma conciencia de la pluralidad de opciones, pero también del rigor del mercado que desequilibra un damero difícil de transitar.
Este drama familiar del director turco compitió en el Festival de Cannes 2018. Sinan (Aydin Doğu Demirkol), un joven aspirante a escritor, regresa a la casa familiar, una vez culminado sus estudios superiores, en busca de conseguir el dinero necesario para poder publicar su primera novela, El árbol de peras silvestre. Ni bien ingresa al pueblo lo intercepta un vecino reclamándole, en forma de comentario, el oro que su padre le debe. Desde ahí comenzará a descubrir que las cosas no han ido bien para con su familia, debido a las deudas de juego que contrae sistemáticamente su padre, un maestro escolar frustrado al que nadie toma en serio. Podría decirse que el film mantiene una estructura episódica donde acompañamos al protagonista en sus encuentros y desencuentros al volver a casa, en los que también comienza a experimentar sentimientos de no pertenencia para con su pueblo. Sinan oscilará, en dichos episodios, en busca de consejos y respuestas existenciales aunque, al poseer una personalidad dotada de confianza, sentirá que conoce las respuestas a sus preguntas, lo que irá construyendo distancias empáticas con las personas que frecuenta. Estos alejamientos están trabajados en la imagen como, por ejemplo, en la decisión de poner al protagonista en planos medios de espalda a cámara, cerrándonos a él, en tomas únicas de diálogos en los cuales jamás veremos su rostro y por lo tanto no sabremos qué le despiertan los personajes que están hablándole. O los encuadres que encierran pensamientos personalísimos de Sinan, embebidos en una subjetiva que cuesta comprender, pero acertadamente indescifrables al aceptar que el personaje es un ser incomprendido para las otredades. También experimentaremos cómo el director, a través de los diálogos de los personajes, irá poniendo sobre la mesa planteamientos en referencia a la sociedad turca contemporánea; pero lo más interesante del guion es cómo se termina generando una circularidad en la vida del protagonista y su padre. Realizando, desde la dirección y el guion, un trabajo minucioso de puesta en escena que los irá alejando cada vez más mientras el relato avanza, al punto de dar un quiebre sin retorno entre ellos hasta que, un simple gesto, unirá lo que el hombre en su consciencia analítica decidió separar. Generando así en la película una metáfora sobre el aceptar quienes somos, contrapuesta a la terquedad de quien creemos ser. Si bien trataremos de seguirle el paso a interminables diálogos filosóficos que vislumbran a Chéjov y Dostoievski, valdrán la pena los 188 minutos de película para vivir un final cercano, sincero y humano.
Una vez más nos enfrentamos a una trama relacionada con las tradiciones, costumbres y religión, en este caso las turcas, con un choque de situaciones entre un joven escritor graduado en letras que regresa a su pueblo natal, quien se va enfrentando con distintos personajes familiares y oriundos del lugar. Su trama va mostrando distintos conflictos, las diferencias entre padres e hijos, hay tensión, secretos, reproches, cuentas pendientes y problemas económicos, para ello cuenta con buenos diálogos y actuaciones, impecable: dirección, guión y fotografía. Para destacar una sucesión de pinceladas poéticas, van pasando las distintas estaciones del año como la vida a través de situaciones emotivas y toques de humor.
Después de extasiarnos con la paradoja narrativa presentada en Sueños de invierno por el filosófico cineasta Nuri Bilge Ceylan, ahora se abre un nuevo terreno de reflexión moral dentro de su filme El árbol de las peras salvajes. Si la palabra dicha es el territorio que Ceylan explora con meticulosidad, sin descartar su intensa mirada fotográfica paisajista, esta película parece querer proponernos un juego de búsqueda de certezas, un camino que se abre en las manos de su protagonista como una pregunta (o varias a la vez) y estos interrogantes de maneras diferentes y en relación a distintos personajes y en distintos tiempos, reiteran, mutan y complejizan su carácter de pregunta hasta la secuencia final. Sinan es un joven aspirante a escritor o escritor novel – podríamos decir- que regresa a su pueblo con su “hijo” bajo el brazo: “El árbol de las peras silvestres” su primera obra que busca llegar a la luz. De retorno en su hogar se encuentra con las desavenencias de su familia, los problemas económicos de su padre, un jugador compulsivo lleno de deudas que a la vez es un respetado docente de la escuela local, esas contradicciones que Ceylan disfruta proponer, y una dinámica familiar que ve con rechazo. Cargando ese malestar y la aparente no identificación que siente con su padre se obsesiona con encontrar un editor para su libro recién parido, y ese derrotero, es la excusa para que Sinan dispare sus preguntas a todos, tanto aquellas sobre la escritura como proceso de solución existencial y sus implicaduras morales, como las que buscan definir el amor, la identidad y la pertenencia. Detrás de sus distribas y sus dudas palpita la problemática ideología del filósofo rumano Emil Cioran, y hasta un libro de este autor aparece como un detalle en una escena además de dar cuenta de él en la enunciación de los diálogos y ante todo en su presencia subtextual. Ese pesimismo incluso a veces irritante de Sinan soslaya el alma de Cioran y su mirada anti dogmática de cuestionamiento permanente, cínica y controversial. Pero Sinan no es Cioran, en su oposicionismo constante y su no empatía con el mundo puede generar muchas veces un rechazo y un fastidio que lleva al agobio. Lo que subyace en su proceso de interrogaciones y opuestos es la búsqueda de una gran certeza, una única y definitoria, que opaca otros procedimientos del pensamiento ya vistos en Sueños de invierno. Toda esta marea de indagaciones críticas detrás de una certeza celestial nos recuerdan que “la única certeza que tenemos es la muerte” y esa idea flota en el filme hasta por lugares impensados. Si en Sueños de invierno el lazo vincular central estaba en gran parte dado entre la figura del varón y la mujer (como hermanos o pareja), en este filme la atadura vincular está dada entre padre e hijo. Nótese la escena final entre ambos, pasado el tiempo, en el que se parecen más de lo que ellos sospechan, en especial en contra de todos los imaginarios deseos de Sinan. Y en esa escena de belleza singular reside la respuesta que el joven estaba buscando, está allí, en el fondo del pozo. Cuando su padre le recuerda que “El árbol de las peras silvestres” es como ellos dos: inadaptados, salvajes y solitarios todos los opuestos se diluyen y la figura simbólica del peral define ese vínculo. Pero la respuesta no es esa, está aún un paso más allá… El relato en su estructura avanza como si fuera una narración episódica poniendo en escena cada fragmento del viaje que Sinan crea para encontrar a su editor. El encuentro con el amor es el primero, que contiene una escena con tintes poéticos en su construcción visual y temporal muy sensoriales, generando esa idea de un tiempo extendido y detenido que solo nos entregan las emociones más íntimas. A ello le sigue un escritor famoso, un director de escuela, un empresario de la construcción, sus ex amigos de la infancia y en especial su complejo cuadro familiar que forman parte de las viñetas de este paisaje cinematográfico. Por Victoria Leven @LevenVictoria
A primera vista, El árbol de peras silvestre, del turco Nuri Bilge Ceylan, es larga y lenta. Si vale la pena meterse en sus más de tres horas es porque la historia del escritor que regresa a su pueblo rural atrapa con una hondura que requiere su tiempo. El tipo es joven, bastante egoísta y desapegado, y está empeñado en publicar su libro, vinculado a su lugar, y en encontrar quien se lo financie. Con una puesta austera y extensas escenas de diálogos, entre intimistas y folclóricos, El árbol se detiene en imágenes de gran belleza poética. Cuando, por ejemplo, una conversación de reencuentro es interrumpida por una ráfaga de viento que revuelve el cabello de una mujer hermosa. Con estupendos actores, es también un relato sobre la carga emotiva de irse (o de ser), y de volver, al lugar de uno.
Sinan es un joven residente de Anatolia (Turquía), que quiere publicar un libro titulado “El árbol de peras silvestre”. El realizador de la premiada “Sueño de invierno” toma como excusa ese derrotero para hacer foco en el amor, los vínculos familiares, las amistades y la identidad de un veinteañero que, simplemente, busca ser él mismo. En esa búsqueda de referentes o de espejos donde mirarse chocará con un padre adicto al juego, un escritor infeliz con su vocación y hasta un amigo que no le perdona que haya besado a su ex novia. Todo esto relatado sobre unas imágenes brillantemente filmadas (el director además de cineasta es fotógrafo y se nota), en una trama paisajista que se hace carne en la historia. Los diálogos pausados, las reflexiones de Sinan, la frustración de los más viejos y de los más jóvenes y la violencia de ese lado del mundo se respira a cada instante. El final incluye una imagen confusa, pero deja una metáfora sobre el valor de pelearla hasta el final.
Drama familiar acerca de lo que sucede cuando un joven regresa a su pueblo natal tras terminar la facultad, el filme del realizador turco de “Uzak” cuenta en más de tres horas una historia de encuentros y desencuentros matizados por conversaciones sobre los más diversos temas y problemas familiares de difícil resolución. El regreso a casa, ese tópico tan caro a cineastas y escritores, tiene una nueva versión en EL ARBOL DE PERAS SILVESTRE/THE WILD PEAR TREE, la película del realizador turco Nuri Bilge Ceylan, ganador de la Palma de Oro de Cannes en 2014 con WINTER SLEEP. Es una película más liviana, relajada y amable que aquella severa adaptación de Chekhov, pero a la vez continúa con su exploración emocional y también filosófica de las relaciones familiares y de cómo las distintas generaciones se enfrentan entre sí y con la cultura que integran. El protagonista del filme es Sinan, un joven de veintipico que ha vuelto a su pueblo natal luego de recibirse en la facultad. Ha estudiado Letras, quiere ser escritor y la vida pueblerina no parece sentarle del todo bien. Están los enfrentamientos familiares, especialmente con su padre que también era un soñador e intelectual de joven pero que hoy parece contentarse con apostar, pedir prestado, no pagar las cuentas y a duras penas no perder su trabajo como maestro. A la vez sus amigos del pueblo lo miran con recelo y la típica sensación (no del todo equivocada, en este caso) de que el regresado los mira con superioridad y algo de condescendencia. Ceylan narra esa historia a lo largo de tres horas, tomándose todo el tiempo del mundo para desarrollar cada encuentro, conversación o choque de Sinan con su padre, su madre, sus abuelos, amigos, colegas, una mujer y los funcionarios de turno que podrían ayudarlo a publicar su primer libro, que está ya escrito. Las conversaciones tienen un ver con las frustraciones familiares (ni su madre ni él toleran demasiado al aparentemente amable, despreocupado pero un tanto chanta padre), pero también se habla sobre literatura, religión, política, amor, celos y otras problemáticas específicas de los protagonistas. Y todo fluye naturalmente en el film. Si bien ha filmado en un formato digital de alto contraste que es un tanto pobre visualmente en relación a la magnificencia en ese terreno de otras películas del director de UZAK, las idas y vueltas de la historia superan las limitaciones formales que de tanto en tanto se dejan ver. Es que más que nada se trata de un filme de encuentros y desencuentros, de conversaciones, de miradas y silencios que hace centro en el choque entre las expectativas y la realidad, entre lo que creemos que somos y lo que verdaderamente hacemos, y entre lo que esperamos de los otros y de nosotros frente a los que nos dan… y lo que damos. La problemática de Sinan, más allá de algunas especificidades de la vida de provincia en Turquía, es muy universal. Muchos hemos atravesado ese reencuentro y desencuentro familiar, ese no saber qué pensar de nuestros padres, de nuestros amigos de la infancia y del lugar del que somos. Ceylan, inteligentemente, le agrega otro ángulo para pensar ese tema, que tiene que ver con replantearnos nuestra propia posición ante las cosas: quizás tenemos una autoestima demasiado alta y no somos del todo capaces, en esas situaciones, de darnos cuenta que tal vez los equivocados seamos nosotros mismos. Y que haríamos bien en escuchar a los otros en vez de maravillarnos con el sonido de nuestra propia voz.