Un alma en pena. Gracias a los hermanos Dardenne, al fin, a cuatro días de iniciado el festival contamos con un film digno de representar a una Selección Oficial, aunque nos encontremos a la espera de otros ejemplos, Le Gamin Au Velo (The Kid with a Bike), representa uno de los mejores films de los Dardenne, implora una búsqueda sobre personajes naturales, conflictivos, cual habrían ya hecho con El Hijo o El Niño, Le Gamin..
En el marco de la semana del cine europeo, se proyecta con la presencia de sus directores, el maravilloso film El Niño de la Bicicleta. La sala estaba repleta, se respiraba gran ansiedad por todos los espectadores, de ver este último trabajo de los creadores de Rosetta. La velada cinéfila estuvo a la altura de las expectativas, los hermanitos Dardenne demuestran una vez más porque son unos de los realizadores actuales más prestigiosos del viejo continente. El fuerte aplauso y ovación final, dio prueba de ello...
O benditos sean los Dardenne Un niño agarra fuertemente el tubo del teléfono. No quiere soltarlo, a pesar de que así se lo demandan. Su expresión, de una expectación indescriptible, es frenética. Está esperando oír una voz. Una sola voz, la de su padre...
Resulta muy difícil ver un film de los hermanos Dardenne, y no sentirse atrapada por su construcción en todos los sentidos. Su profundo acento en la temática social, la salida redentora de sus personajes, y el cruce de límites de los cuales cuesta retornar. Todas marcas de la estética dardenniana. Es posible que Rosetta sea, además de uno de sus mejores films, el referente de un canon propio, y al que siguen apostando, aún con el riesgo de bordear el complejo terreno de repetirse. Esta vez la historia gira alrededor de un niño llamado Ciryl del que en principio sólo sabemos que desea recuperar una bicicleta y que vive en un hogar para niños en estado de abandono. A medida que avanza el relato una peluquera se ofrece como hogar sustituto de los fines de semana, no obstante el niño insiste en ver a su padre, pero éste no quiere porque no puede “emocionalmente” hacerse cargo. Sin duda esto irrita al espectador, es complejo entender tanta incapacidad e inmadurez. Esa otra de las constantes argumentales de su cinematografía “la incapacidad de hacerse cargo” de la responsabilidad que implica ser padres. Para compensar, la verosimilitud siempre está puesta en los actos cotidianos, tanto realismo en muchas oportunidades desborda. El niño deambula con su bicicleta por la ciudad, un acontecimiento complica su recuperación, y esto genera la lucha de Samantha (Cécile de France) quien a costa de perder a su pareja o endeudarse sigue apostando a dar amor y a construir un vínculo de madre e hijo. Mientras tanto y sólo por momentos escuchamos a Beethoven que suena para dar mayor profundidad a los sentimientos que se producen dentro de ese niño, y que no consigue procesar y aceptar el abandono. La interpretación de Sibyl es casi estrictamente visceral, hay pocas palabras… las necesarias para percibir que las heridas necesitan tiempo para cerrarse. Un pequeño film hecho con la habitual maestría que los caracteriza, una actuación destacable de Cécile de France, un film ascético, casi minimalista, donde la insistencia y la dedicación de un ser humano por otro logra finalmente sanar.
Manteniendo el estilo narrativo humano, naturalista y preciso de sus anteriores trabajos, pero contando un relato totalmente opuesto a los presentados en ellos, los hermanos Dardenne le regalan al espectador aquí una pura, maravillosa y profunda representación de la infancia, el abandono, la adopción y la rebeldía, con muy buenas actuaciones, y un detallista y descriptivo guión.
Amor de madre (sin ser madre) Ganadores en dos oportunidades de la Palma de Oro con Rosetta (1999) y El niño (2005), los hermanos Dardenne ratifican con El chico de la bicicleta -con la que obtuvieron "apenas" el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes 2011 y una nominación al Oscar extranjero- la extraordinaria dimensión de un cine bello, riguroso, implacable y de profundo humanismo. Estos verdaderos maestros del cine contemporáneo recurrieron -en un hecho infrecuente en su filmografía- a una gran estrella como Cécile de France (también belga de nacimiento) para uno de los dos papeles centrales del film. El otro, por supuesto, es el que interpreta Thomas Doret, el niño del título, un chico de 11 años abandonado por su padre (Jérémie Renier) y rescatado de un internado por Samantha, una misteriosa peluquera con la que se topa de manera fortuita en una clínica. Claro que la reinserción del pequeño Cyril -una bomba de tiempo marcada por la frustración, el resentimiento, la descontención y la confusión- no será nada fácil y, a pesar de los esfuerzos de esta luminosa madre sustituta, pronto se verá involucrado en hechos delictivos no exentos de violencia. La trama tiene algo de la primera nouvelle vague francesa (con Los 400 golpes como principal referente) y del neorrealismo italiano, fuentes de las que siempre han bebido los creadores de La promesa, El hijo y El silencio de Lorna. Puede que para algunos espectadores, El chico de la bicicleta tenga algo de déjà vu (por momentos puede sonar como si los directores tocaran siempre la misma cuerda), pero se trata, en definitiva, de un relato poético y urgente a la vez, de esos que exponen con la simpleza y la honestidad de los grandes cineastas unos pequeños trozos de vida en uno de los tantos pueblos grises y perdidos que son rescatados del olvido por la sensibilidad de los artistas.
Buscando su lugar Los directores mimados del Festival de Cannes, los hermanos Dardenne, con Palmas de Oro por Rosetta y L´enfant, más el Premio del Jurado por este film, se formaron en el mundo del documental y, es por eso, que sus producciones son sumamente realistas y dramáticas. El Niño de la Bicicleta no es la excepción y narra los obstáculos que atraviesa un niño de diez años que decide salir de un hogar infantil en busca de un padre y su valorada bicicleta. En este rastreo voraz, entre corridas y persecuciones, Cyril cae en manos de Samantha, interpretada por la siempre convincente Cécile de France (Más allá de la vida de Clint Eastwood), una peluquera que lo acoge e intenta insertarlo en una sociedad que lo ha dejado de lado. Con más tropiezos que caídas, el niño mordedor insiste (a prueba y ensayo) en ser parte de un mundo que parece no corresponderle y el de ser hijo de alguien que no lo quiere. Con una interesante mirada, los realizadores belgas abren una ventana a los más profundos sentimientos y reflexiones, donde el darse la mano puede significar mucho más que un saludo. El niño de la Bicicleta se ve real y, durante los pocos más de ochenta minutos, traspasa la pantalla, entre corridas, escapes y golpizas, permitiendo al público ser no sólo un espectador, sino un testigo.
Nuevamente los hermanos Dardenne nos traen a este lado del mundo una película emotiva, que habla sobre los conflictos familiares, el amor por el prójimo y la posibilidad de empezar de nuevo. A Pedalear Cuando nos sentamos cómodamente en las butacas a ver lo último de estos directores belgas, nos genera una situación de desconcierto. Un nene rubio llama desesperado a un teléfono que ya fue desconectado, la cámara lo sigue y lo ve correr, busca escaparse, saltando vallas y alambrados. ¿Quién es? ¿A quién llama? ¿Qué lo agobia tan desesperadamente? Siguiendo el relato descubrimos que el niño se llama Cyril, y que a quien llama y busca desesperadamente es a su padre, y a su bicicleta, objeto que lo lleva a escaparse del orfanato en el que vive por tiempo indeterminado, o mejor dicho, hasta que su padre pueda hacerse cargo de él. Otro tipo de amor En la búsqueda incansable del protagonista por encontrar nuevamente a su padre y su famosa bicicleta, se cruza con Samantha, una peluquera de barrio, con un romance poco serio, y con una necesidad imperativa de explotar su costado maternal. Ella acoge a Cyril en su casa los fines de semana, y el, aprovecha sin duda este aspecto, primeramente desde lo más sencillo, como la posibilidad de que ella sea un nexo entre él y su padre, y luego, se compromete con ella al punto de conseguir una relación maternal fundada en otros principios, como el compañerismo, la amistad y el afecto; la necesidad de ayudar al otro a ser mejor persona y brindarle un mejor futuro. Como siempre, los Dardenne, se enfocan en lo que mejor hacen, retratar de la manera más intimista posible las disfunciones familiares que acechan en el mundo actual, donde la gente toma responsabilidades más grandes de las que pueden llevar a cabo y luego, abandona todo sin tener en cuenta las posibles repercusiones. Conclusión Después de haber ganado el premio del jurado en Cannes el año pasado, nos llega esta película, compleja aunque exquisita en sus formas. Desde el pequeño protagonista, hasta Cecile De France, recorremos una gama de personajes intrincados con pasados distintos y futuros que se cruzan. La simplicidad de la historia es a la vez lo atractivo de esta película, con tan solo un recurso sonoro que se repite en cada momento de tensión, una cámara que sigue siempre a nuestro protagonista, de manera menos agobiante que la que vimos en El hijo, con un espectro de la libertad que ofrece Samantha a Cyril. Un film tan natural como expresivo.
Las consecuencias de los Dardenne El cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne es un cine de consecuencias. Su manera de exponer los conflictos es mediante el accionar de sus protagonistas y los irremediables hechos que éstos disparan. El chico de la bicicleta (Le Gamin au Vèlo, 2011) es, a su vez, también consecuencia de otro film de los cineastas belgas llamado El niño (L’enfant, 2005). Cyril (Thomas Doret), el niño del título, busca desesperadamente el afecto de su padre (Jérémie Renier) que lo ha abandonado de pequeño y lo evita cada vez que puede. En uno de sus tantos intentos de fuga del internado donde vive, logra que Samantha (Cecile De France), una peluquera de clase media, lo adopte los fines de semana. Estando lejos del internado le resultará más fácil la posibilidad de acercarse a su padre. Con El chico de la bicicleta, los directores centran su historia en un niño, hecho que les posibilita recuperar la tradición de emblemáticos films de la historia del cine como Ladrón de bicicletas (Ladri di Biciclette, 1948) de Vittorio De Sica, Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959) de François Truffaut o Los olvidados (1950) de Luis Buñuel. Sin embargo, la última producción de los Dardenne sigue siendo un film con todos los tópicos temáticos y estilísticos que los caracterizan. La cámara inquieta que sigue a los personajes, generando incomodidad e impotencia, el fuera de campo como factor determinante para forjar tensión, y la ausencia de música que adorne las secuencias, provocando un clima austero y frío que envuelve el destino del protagonista. Estamos ante una aparente improvisación, consecuencia de recursos propios del género documental, planeada a través de una minuciosa puesta en escena, cuya clave es el realismo. En este film en particular todo el relato gira en torno al abandono. Se utiliza una música incidental para marcar los sentimientos que experimenta el joven protagonista al sentir el rechazo de su padre. Son cuatro los momentos donde se escucha la partitura: al comienzo, luego del primer punto de giro, en el segundo punto de giro y sobre el final. Estableciendo un punto de no retorno en la historia. Como en un efecto dominó, las acciones son consecuencia inevitable de otras decisiones. El chico de la bicicleta es otra muestra más del poder narrativo de los cineastas belgas. Sin juzgar ni utilizar golpes bajos, logran otro film sólido, consistente y reflexivo.
La niñez en dos ruedas Los hermanos Dardenne (Jean Pierre y Luc), directores y guionistas de la película, comenzaron su carrera realizando documentales para luego sufrir una transición hacia el cine de ficción ya que de acuerdo con el mayor de los hermanos, Jean Pierre, “La realidad siempre es menos interesante que la ficción”. Han trabajado juntos por más de 20 años y han producido, dirigido y escrito películas como “El silencio de Lorna”, “El niño”, “Rosetta”, entre otras; cintas que por cierto no vi, lo que me hace dar cuenta de que tengo un poco abandonado el cine europeo. (Siempre pasa lo mismo, mientras más uno conoce, más se da cuenta de lo que no conoce). Este pasado en documentales marca su estilo cinematográfico actual, realista, dramático y con crítica social, y en “El niño de la bicicleta” esto queda claro desde la premisa. Cyril (Thomas Doret) es un chico de 11 años a quien su padre (Jeremie Renier) deja en un hogar infantil para que pase un mes allí, teóricamente esta estadía iba a durar solo ese período. Es por eso que pasado ese lapso de tiempo el niño comienza una frenética búsqueda de su padre, para luego enterarse de que este no solo se mudó, sino que también vendió la bicicleta que Cyril tanto quería. En esta búsqueda el chico cruza caminos con Samantha (Cecile De France), una peluquera quien siente lástima y ternura por él hasta el punto que accede a que Cyril se quede con ella los fines de semana. Ella lo intenta ayudar en la búsqueda de su padre, y sobre todo le intenta dar el amor que un chico sin madre (no sabemos qué paso con ella) y con su padre desaparecido, tanto necesita. El relato se amplifica con las emociones de esta asociación. En la mayoría de los casos suele haber conflictos cuando los chicos tienen roles importantes en las películas, más aún cuando son los protagonistas y tienen escenas cargadas de mucha emotividad. Esta película no es la excepción. No es que Thomas Doret esté mal en el papel de Cyril, sino que no logra ser ni consistente, ni convincente, y ya que es quien más tiempo está en pantalla, eso genera un problema. El libro no resuelve bien el sostén de algunas escenas y estan no lucen lo acabadas que podrían pensarse, de acuerdo a la naturaleza del conflicto en juego. En el debe, también hay que señalar que la manera en que se encara la temporalidad quizás no sea la mejor.. Más allá de que forme parte de la estrategia plantearlo así, el espectador necesita encuadre a la hora de organizar el tiempo cronológico (al menos en un relato como este). En el haber, la historia es interesante, el conflicto es bastante empático y la atmósfera, amable. Es evidente que toca nuestras fibras sensibles. Y más allá de algunos desniveles narrativos hay que reconocer que se disfruta sin mayores dificultades.. Es evidente que la película aborda un tema cercano, un tópico que nos incluye a todos, ya sea como padre o como hijo, y es la necesidad de amor, de cariño y de un núcleo familiar que tienen todos los chicos del mundo. Un niño debería preocuparse por divertirse, por jugar y no por los problemas del mundo exterior, ya va a tener tiempo para lidiar con ellos. Desde esa perspectiva, quizás "El chico de la bicicleta" puede constituirse en un llamado de reflexión sobre ciertas cuestiones universales en relación con la infancia.
La razón del movimiento Dos películas pueden ser distintas pero, al mismo tiempo, contener elementos que las hagan parecidas entre sí. Las estructuras argumentales pueden ser diferentes pero el estilo de narración, la puesta en escena y los temas conectan obras que, en su planificación y filmación, son opuestas. En la cartelera de estos días se puede ver La traición, un muy interesante film de ese incansable director llamado Steven Soderbergh. La historia se centra en una agente secreta que trabaja para múltiples gobiernos llevando a cabo peligrosas misiones. En una de ellas el plan fracasa porque su propio grupo de trabajo la traiciona. Al no poder matarla, ella buscará venganza. Pero, mientras busca la revancha, es perseguida por los mismos que ella quiere eliminar. Es una película lograda porque contagia ese dinamismo extremo que -como su realizador- nunca parece tomarse una pausa. Es un metraje que se mueve constantemente gracias a la participación de una figura central en el relato.
Diarios de Bicicleta ¿Qué tienen en común "Rosetta" "El hijo" "El silencio de Lorna" "El niño" y "La promesa"? Que todas han sido escritas y dirigidas por los hemanos Dardenne, ganadores en dos oportunidades de la Palma de Oro en Cannes y exitosos en cuanto festival internacional hayan presentado sus obras. Con una mixtura perfecta entre una nouvelle vague ambientada en nuestros días y un bisturí que disecciona profundamente la realidad social en la que los personajes se encuentran inmersos, los hermanos Dardenne plantean sus historias en un universo tan simplemente mostrado y con tanta crudeza como la realidad misma. En este caso, en "El chico de la bicicleta" la historia está centrada en Cyril Catoul, el niño del título y el protagonista absoluto de este nuevo opus, quien ha sido abandonado por su padre y contrariamente a aceptar esto, hará todo lo que sea posible para volver a contactarlo. A partir de un destino completamente desafortunado -el que pareciera ser el hilo conductor que hilvana a todos sus personajes-, aparece una posibilidad de comenzar a reconstruir(se) cuando Samantha, la peluquera del pueblo, se cruce en su camino. Son dos almas solitarias, desamparadas, golpeadas, que encuentran uno en el otro, una oportunidad de cambio. Samantha acepta compartir sus fines de semana con él y de esta forma comenzarán a entretejer un nuevo vínculo que los Dardenne narrarán sin perder esa mirada social con la que tiñen todas sus historias. A diferencia de otros films en este caso aparecerá en este lazo, un aire de "redención" que pocas veces se ha visto en su cine, mayormente atravesado por la desesperanza. También se hará presente la dualidad de Cyril cuando entre en escena Wes, un delincuente y traficante que representará el desequilibrio, el desborde, una especie de "canto de sirenas" al que deba enfrentarse cuando se sienta atraído por el mundo que Wes le muestra en toda su intensidad, su violencia, su adrenalina, algo así como volver a atravesar pero en otro registro, los senderos recorridos por la literatura infantil en los personajes clásicos de Pinocho y el Zorro, esa seducción para entrar en un mundo más oscuro y sembrado de peligros. Desprovistos de demasiadas construcciones y giros en el guión, como en casi toda su producción, los Dardenne apuestan a que la cámara capture la esencia de cada uno de sus personajes. Y cuando el alma queda al descubierto, tanto en Cyril como en Samantha, cada imágen cuenta. Asi como De Sica en "Ladrón de Bicicletas" tomaba este objeto que devendría en un ícono de la cinematografía mundial, en este caso ellos cuentan con este elemento para retratar un vínculo padre-hijo, ese objeto preciado que nos sigue atando al ser amado y que formará parte de esta historia y de la intriga. Y por sobre toda la tristeza, el dolor y la soledad (sugerida por diversos elementos en los que los directores posan su mirada tan contemplativa como exhaustiva), por sobre la imposibilidad emocional de este padre de hacerse cargo de su hijo y no poder tomarlo, aparece por primera vez en su filmografía una mirada más luminosa y esperanzadora. Cyril y Samantha se eligen mutuamente: ella acepta el gran desafío de la maternidad -aún a riesgo de perder su pareja, de complicar su situación laboral y de atravesar fuertes problemas económicos-, tan difícil y tan compleja para asumir frente a un Cyril tan traumatizado por los golpes de su pasado, así como las marcas que ella misma trae, y en este caso la figura del este niño en su vida, le presente una cierta forma de sanación. Como un efecto de ida y vuelta, en "El niño" los Dardenne hablaban de la dificultad de un hombre de hacerse cargo de su paternidad, de madurar y dejar de lado ese estado de vida infantil permanente y de huida de las responsabilidades. Ahora, esa misma mirada, se posa sobre el personaje de Cyril, como una contracara de la ausencia del padre y de encontrar una apoyatura en una nueva figura que aparezca para subsanar esa falta, completando el propio ciclo. Cécile de France construye a su Samantha arriesgándose a un papel algo diferente para su carrera, alejado de algunas producciones más glamorosas y acertando en la sensibilidad con la que arma a su personaje. Sin duda alguna, la figura de Thomas Doret es central para que la historia funcione. Su Cyril es impecable, transparente, preciso. Como suelen acostumbrarnos los Dardenne, su trabajo delicado en la dirección de actores producen escenas maravillosamente intensas y la mirada y las sensaciones de Doret como Cyril logran las mejores postales del film. Una excelente oportunidad para volver a visitar y paladear el cine de los Dardenne, en este caso, con una mirada innovadora para con sus personajes.
Crónica de un niño solo Cyril (Thomas Doret) es un chico de 11 años, al que su padre acaba de dejar en un hogar de niños con la promesa de volver por él. Cuando su padre no aparece Cyril sale a buscarlo, y por más pruebas que le demuestren que ha sido abandonado, se niega a ver la realidad. Una tarde escapa del hogar donde vive, y va hacia el departamento donde vivía con su padre, en busca de este, y de su bicicleta. En ese escape conoce a Samantha (Cécile de France), una peluquera del pueblo, que recupera su bicicleta y luego le permite quedarse con ella los fines de semana. Cyril comienza entonces a vivir en el pueblo los fines de semana, tiene una nueva vida, otras posibilidades y sobre todo alguien que lo quiere y que está dispuesta a cuidarlo. Lo que la película nos muestra, es que a veces todo eso no es suficiente para un niño que todavía no puede tolerar el rechazo de su padre, que no puede interiorizarlo y que una adopción no es para él un final felíz. Como es costumbre en los hermanos Dardenne la historia es sencilla, pero no por eso deja de ser compleja; son imágenes simples que nos muestran un interior complejo dentro de los personajes. Una historia cruda, mostrada de modo intimista, cercano al documental, pero infinitamente lejos de los golpes bajos y el melodrama. La cámara se acerca a Cyril y muestra sus días y noches, buscando a su padre, andando en bici, rechazando el amor de su madre adoptiva, y tomando tanto malas como buenas decisiones, hasta que es capaz de ver la realidad y elegir. Los Dardenne no hacen grandes despliegues de producción, la simpleza de los planos y la música acompañan casi como si no estuvieran ahí, logrando que nos olvidemos que hay una cámara mediando entre nosotros y la historia. Las actuaciones son excelentes, especialmente la de Thomas Doret por la naturalidad con la que expresa todas las situaciones complejas y dolorosas que atraviesa el personaje, sin necesidad de llanto o gestos excesivos, para mostrar el estado de vulnerabilidad en el que se encuentra. Se destaca también Jerémie Renier, en pequeñas apariciones como el padre abandónico. Es una historia sobre el abandono, la espera y la búsqueda, mostrada con la crudeza habitual en la cinematografía de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Si bien a la mitad de la película se pierde un poco el eje de la historia, no por eso pierde fuerza el relato, y logra un cierre brillante para una historia muy compleja.
Los hermanos Dardenne y otra muestra de su talento. Fue distinguida con el gran premio del jurado en Cannes. Con ese estilo despojado que no permite golpes bajos y sólo emociones intensas y verdaderas, habla del amor de una madre que no lo es y que desde el afecto ayuda a un niño preadolescente y problemático a superar los dolores del abandono de su padre biológico. Nada es obvio, ni la violencia, ni el peligro, pero tampoco la grandeza. Muy buenos actores: el gran protagonista, Thomas Doret, acompañado por Cecile de France y Jeremie Renier (el mismo de “Elefante blanco”).
Amor y otras catástrofes Si decimos que la mayoría de las películas dirigidas por los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne son auténticas obras maestras seguramente me esté quedando corto. Títulos como La promesa, El hijo, El silencio de Lorna o El niño han recibido multitud de alabanzas por parte de prensa y público, traducido en un sinfín de galardones (Cannes suele ser plaza fija donde triunfan año tras año) y parabienes merecidos de todas formas. A través de sus films, han respetado siempre una coherencia en su trabajo. Son películas bañadas en cierto realismo que tiene sus raices en una linea más o menos militante. Quizás sean los cineastas que mejor han sabido traducir en imágenes sentimientos como el amor y la falta paterna; la amistad; el odio e incluso el perdón. A parte se les puede considerar como pioneros de un tipo de cine en el que la cámara parece que vaya pegada a la nuca de los protagonistas (no en vano se les ha acusado en alguna ocasión de rodar bajo los parámetros del cine Dogma). Lo que es innegable es que cada estreno de cada uno de sus trabajos es una celebración, y ahora nos llega esta El chico de la bicicleta, que viene avalada por haber cosechado entre otros el Gran premio del Jurado en Cannes 2011. La historia es tan sencilla de explicar como difícil de rodar: un niño, del que su padre no quiere saber absolutamente nada, es acogido por una peluquera, quien intentará por todos los medios que se vaya integrando en una sociedad que le repele. Otra vez la juventud perdida en conflicto con la autoridad paterna. La búsqueda del amor y su rechazo en los genes familiares es un tema recurrente en toda la obra de los Dardenne. En El niño un recién nacido era vendido sin pudor por su padre para sacar unos francos, mientras que en El hijo un padre afligido por la muerte de su propio hijo se vengaba del agresor que acabó con su vida. En este caso, los Dardenne nos ofrecen un relato menos dramático y más esperanzador donde el amor triunfa y los pozos de amargura se convierten en mera felicidad. Como siempre ocurre en sus films, la puesta en escena es magistral. Los encuadres son trabajados de forma milimétrica y nada se deja a la improvisación. La dirección de actores, perfectamente construídos también es exquisita, destacando sobremanera las actuaciones de una soberbia Cecile de France, una de las mejores actrices francesas actuales a reivindicar, y el sorprendente Thomas Doret, que nos regala una de las interpretaciones más viscerales y nerviosas, impropias de un debutante en la gran pantalla. Y con ellos, un fijo en los films de los hermanos: Jeremy Renier (a quien vimos hace poco en Potiche, de François Ozon), en el rol de padre que reniega de su hijo ya que le estorba en sus nuevos planes. El film es una delicia cargada de valores que debería proyectarse en todos los institutos; es hora y media de puro cine de sentimientos. La escena en que Samantha, la madre sustituta y Cyril se enfrentan en una lucha cuerpo a cuerpo destila una fuerza inaudita, y aquella otra en la que después de un accidente premeditado Cyril se levanta como un resorte en cuanto oye el móvil cuando todos se pensaban que había muerto refleja un canto a la vida tan surrealista como efectivo. A pesar de los impedimentos y trabas que la vida te pueda llegar a poner hay que levantarse y buscar a aquellas personas que te puedan ayudar a superarlos. Parece sacado de un libro de autoayuda, pero estamos hablando de cine y del bueno, un cine dotado de una profundidad y una sutileza muy difíciles de lograr. Los Dardenne observan el presente desde una óptica casi documental. El film no ofrece respuestas, lo que es un acierto absoluto ante tanta pseudo película que te explican una y otra vez como si se tratara de darte una papilla. Aquí el espectador debe poner de su parte, implicándose en un proceso emocional del que nadie puede ser ajeno. Recomendada a todos los amantes del cine en general y a los que gustan de historias corajudas en particular.
La luz del verano, el horizonte claro, se corresponden con el film más cálido que los hermanos Dardenne han entregado hasta la fecha; las pocas frases de un adagio beethoveniano subrayan cada etapa en el recorrido iniciático que vive el joven protagonista e introducen la música en un cine que prescinde de ella; la mirada se ha vuelto más tierna. Pero esas pequeñas novedades no alteran el estilo reconocible de los maestros belgas que siguen mirando de frente la realidad más ardua y saben percibir a través de las conductas de sus personajes, el estado de ánimo social, el efecto que las condiciones de vida en el mundo contemporáneo producen entre los postergados, los excluidos, los solitarios. Cyril, 11 años, hosco, rebelde, porfiado, es uno de ellos y los Dardenne entran en su historia sin rodeos. Internado en un orfanato, se niega a admitir que el padre (poco más que un adolescente que se confesará incapaz de asumir sus obligaciones paternas) lo ha abandonado, rehúsa verlo y hasta le ha vendido la bicicleta que para el chico no sólo simboliza ese vínculo al que no quiere renunciar, sino también su propia libertad. Nada se sabe de la madre. Una escena lo dice todo: del drama que vive Cyril y de la austera elocuencia de los directores. En una de sus repetidas fugas, correrá hasta perder el aliento, atravesará bosques, trepará a los árboles, seguirá al tren y llegará hasta el departamento de la ciudad donde vivían. Allí abre puertas y ni la fría evidencia de los ambientes vacíos consigue convencerlo. Ni una palabra hace falta para comprender lo que Cyril está viviendo. La cámara (al hombro) asiste al momento con el mismo nervio, como si acabara de descubrirlo. La vibración se contagia. En su rabiosa búsqueda, el muchacho (Thomas Doret, asombrosa revelación) remite a Rossetta: ella buscaba un trabajo; él, algo de amor. Huyendo de los preceptores, que difícilmente logran sujetarlo, el azar lo acerca a una desconocida, a la que se aferra. "Puedes tomarte de mí -le dice la mujer con voz serena mientras los asistentes siguen forcejeando para soltarlo-, pero no tan fuerte". Es el primer contacto con Samantha, con quien, muy de a poco, establecerá un lazo de confianza. Los Dardenne evitan cualquier explicación psicológica. Poco se sabe de Samantha, salvo que trabaja y vive en una peluquería ¿Por qué acepta el rol de madre sustituta? ¿Por qué lo sigue amparando cuando la tentación del delito llega personificada en un joven dealer que lo toma bajo su protección y lo induce al robo? ¿Por qué cuando la circunstancias la obligan elige a Cyril antes que a su novio? Los Dardenne suelen atrapar esos gestos -una chispa de nobleza, de compasión o de coraje-reveladores de una condición que el hombre conserva aún en medio de una sociedad deshumanizada e individualista como la actual. Lo encuentran aquí en el personaje al que Cécile de France confiere fortaleza y dulzura, mientras Renier brilla brevemente en un papel que ya le es familiar.
En busca de la dignidad El filme de los Dardenne, de raigambre social, vuelve a centrarse en un niño en riesgo. Los hermanos Dardenne aman a sus personajes, piensen lo que piensen o hagan lo que hagan. La razón de esa adoración, de esa estima, es que unos y otros van reiterando algunas características comunes y también que los directores difícilmente los juzguen. Aquí, como lo indica el título, hay un niño, o mejor un hijo, como en El niño , donde un padre joven vendía a su bebé por necesidades económicas. O en El hijo , donde otro padre adulto enfrentaba al joven que provocó la muerte a su hijo. En El chico de la bicicleta , Cyril (Thomas Doret) es un niño y un hijo. Fue dejado por su padre (Jeremie Renier, asiduo colaborador de los belgas, y coprotagonista de Elefante blanco ) en un hogar de menores. Cyril está convencido de que Guy no lo abandonó y volverá. Pero Guy no atiende el teléfono, se mudó de ciudad y hasta le vendió la bici del título. La esperanza (enérgica, resistente) de Cyril pronto mutará en desilusión, y él, que a su manera pide lo que ni siquiera debería, le pregunta a una peluquera, que fue quien recompró la bici que Guy vendió para irse, si lo acoge en su hogar. Samantha (Cecile De France) acepta: estará con él los fines de semana, casi como una madre sustituta. Pero una película de los Dardenne en la que sus personajes no sufran desazón y caminen en la cornisa de lo que se debe hacer y lo que se puede, no sería digna de ellos. Y El chico de la bicicleta exuda mucho más que dignidad. Por un lado, Cyril es cooptado por el líder de una banda criminal adolescente. En cuestión de días, el chico está perdido: quien debería cuidarlo, huyo; no tiene parámetros, no tiene héroe. Lo único que le queda es sobrevivir. Y actúa de acuerdo a los modelos: si su progenitor huye, escapa de las situaciones, él lo imita. El futuro aparece nublado en las realizaciones de los Dardenne. Los Dardenne retratan -siempre- historias de vidas ordinarias. Las cosas nunca les resultan sencillas, difícil que les vaya bien. Pero agachan la cabeza, y arremeten. Cyril despierta ternura, aunque también tiene arranques que condicionan la mirada del adulto hacia él. De entrada es odioso, pero ¿cuántos protagonistas recuerda usted que despierten igual grado de simpatía y lástima? Ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes 2011, trata sobre un niño problemático, con todo lo que conlleva contenido. ¿Cómo un niño de 11 años puede entender que su progenitor no quiera saber nada de él? Pero los temas abordados son más amplios: la infancia en riesgo, la solidaridad, el amor paterno, la irresponsabilidad de los adultos. Es cine de raigambre social, con cero sentimentalismo. La utilización de la cámara en mano nos acerca, nos hace en cierta manera partícipes de lo que vemos. Ese estilo entre despojado, seco, que es una marca indeleble de los directores de Rosetta , es el que mejor le sienta a un relato que se debate entre la desesperanza y la búsqueda de la dignidad perdida.
El difícil arte de aprender a vivir Premiado en el Festival de Cannes 2011, el nuevo film de los directores de Rosetta no es tanto la búsqueda de un padre como la educación de un chico que debe aprender a valerse por sus propios medios, sin por ello dejar de confiar en los demás. La película empieza de golpe, por sorpresa, como si hubiera entrado repentinamente, sin permiso, en un momento determinado de la vida de su protagonista, sin preámbulos ni explicaciones. Un chico de unos once años, Cyril, no quiere cortar una comunicación telefónica, a pesar de que escucha una y otra vez la misma voz mecánica de una grabación, que le indica que esa línea está desconectada. Se aferra al aparato con sus dos manos, como si en ello le fuera la vida. No le basta con que un adulto le explique que no vale la pena insistir, que no sacará nada con ello. Cyril quiere saber algo de su padre, reencontrarlo, volver a vivir con él. No puede entender que lo haya dejado a cargo del servicio social. O que al menos no le haya dejado su bicicleta, que él necesita como si fuera una extensión de su propio cuerpo. El nuevo film de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne –ganador del Grand Prix del Jurado del Festival de Cannes 2011– no será tanto la búsqueda de ese padre como la educación de Cyril, que deberá aprender a valerse por sus propios medios, sin por ello dejar de confiar en los demás. Los primeros 50 minutos de El chico de la bicicleta son una especie de summa de los Dardenne en su mejor nivel. Tan furioso con su destino como lo estaba con el suyo la memorable protagonista de Rosetta –una suerte de prima mayor–, Cyril descarga toda su angustia recorriendo la ciudad a toda velocidad, en la bicicleta que alguna vez le regaló su padre y que recupera para luego perder y volver a recobrar, como si todo fuera trabajoso en su vida. Y si alguien se le interpone en su camino –por bienintencionados que sean, como los asistentes sociales, o una peluquera que acepta su guarda por los fines de semana–, Cyril los muerde y los patea y sale corriendo, una y otra vez. Y la cámara de los Dardenne, por supuesto, está siempre con él, a su lado. Porque los directores de El silencio de Lorna están siempre junto a sus protagonistas, en las buenas y en las malas. Nunca los van a abandonar. Hay un dinamismo, una vitalidad, una energía en esa primera mitad de El chico de la bicicleta que luego se extrañan un poco, cuando una serie de vueltas de tuerca del guión le hacen perder algo el foco a la película. Aun así, los Dardenne vuelven a demostrar la nobleza, la buena madera con la que está hecho su cine, que cada vez más se parece un árbol genealógico, como si fueran desarrollando con sus personajes toda una familia que va creciendo con ellos. De hecho, el padre de Cyril está interpretado por Jérémie Renier (el cura extranjero de Elefante blanco), en un personaje que parece la continuación de los que interpretó en films anteriores de los directores belgas: aunque no llevan el mismo nombre, el chico de La promesa (1996), que no se separaba de su bicimoto, bien puede ser el padre adolescente de El niño (2005), quien –por necesidad, por ignorancia– quería vender a su hijo; y que aquí ya se ha desprendido de él y que le ha vendido hasta su bicicleta, para sobrevivir, porque él tampoco supo lo que era un padre. Contra lo que podría suponerse de la mera descripción de su argumento, o lo que hubiera hecho con él casi cualquier otro director en su lugar, el film de los Dardenne jamás cede a la tentación del miserabilismo o la infección sentimental: todo en él es crudo, áspero, como la realidad que les toca vivir a sus personajes. Pero a diferencia de sus películas anteriores, hay aquí un costado más luminoso, esperanzador. Y está no sólo en la madurez con que Cyril (Thomas Doret, una revelación), en poco tiempo, irá aprendiendo a crecer y tomar sus propias decisiones. También se ve esa luz al final del túnel en el personaje de la peluquera que lo adopta, una mujer bella pero de mirada triste, que en la estupenda composición de Cécile De France no necesita contar nada de su pasado para que el espectador imagine que quizá ella también, alguna vez, necesitó la ayuda que ahora no duda en ofrecerle a Cyril. Aunque tenga que tomar decisiones difíciles, de esas que nunca faltan en el extraordinario cine de los Dardenne.
Los hijos de Dardenne Jean-Pierre y Luc Dardenne, más conocidos como "los hermanos Dardenne", son dos directores de origen belga dedicados a retratar en cada una de sus películas a jóvenes marginados por la sociedad que intentan mejorar sus vidas. Hoy se estrena El Niño de la Bicicleta, que fue presentada por los propios hermanos Dardenne, el año pasado, en el marco de la Semana de Cine Europeo. Pero antes, haremos un repaso en la filmografía de estos directores para conocer un poco su estilo vanguardista de contar las historias. En 1978 comenzaron con cortos y documentales, pasaron diez años para empezar a contar ficciones. En 1987, adaptan la obra de teatro, Falsch, este sería su primer melodrama enfocado en la historia y destino de una familia polaca. Cinco años pasaron para su segunda producción titulada Je Pense à Vous. El protagonista de esta historia es Fabrice, un empleado de una fábrica de acero entra en un estado de desesperación cuando le comunican que será despedido. Esta noticia, no solo afecta el estado de ánimo de Fabrice, sino que repercute en su familia, especialmente en la relación con su esposa. Esta cinta, contó con la colaboración de Jean Gruault, un guionista que regularmente trabajaba con Resnais y Truffaut. Con estas dos películas los hermanos Dardenne comienzan a mostrar su clásico modo de filmar, enérgico y vertiginoso, despegándose notablemente del género que antes filmaban. En 1996, los hermanos Dardenne estrenan La promesse, con un joven actor Jérémie Renier, y obtienen quince nominaciones, ganando diez premios en distintos festivales internacionales. Algo dice que la intensidad de sus trabajos, la forma de narración y la cámara en mano como forma de vanguardia, genera un despertar y fama mundial. En La promesse, nos encontramos con un joven que ayuda a su padre a ocultar un grupo de inmigrantes ilegales que trabajan en la construcción. Luego es el turno de Rosetta, una joven que vive en un trailer con su madre alcohólica, trata de manera desesperada conseguir un trabajo digno y así cambiar su situación económica y moral. Esta película si bien es de 1999, hace solo dos años que se estrenó en Argentina, casi en paralelo con El Silencio de Lorna. En el 2002, los belgas presentan Le Fils, conocido como El Hijo. El actor Olivier Gourmet recibe el premio como Mejor Actor en Cannes por su actuación. Aquí muestra la relación que tiene un carpintero con su aprendiz. Si bien, muestra signos de un lazo entre padre e hijo, acá la conexión no se vincula desde la sangre sino desde un crimen. La situación llega a los límites dramáticos cuando el carpintero descubre que su ayudante fue el asesino de su hijo. En el 2005, presentan en Cannes L´enfant (El Niño), alzándose con el Palmar de Oro a la Mejor Película. Esta historia tiene como protagonista a Jérémie Renier en el papel de un joven padre que decide, sin premiso de su pareja más joven aún, vender a su hijo recién nacido. En cada film, aumenta la crisis y el entorno moral y ética de los protagonistas. Después fue el turno de El Silencio de Lorna, ganadora también en Cannes en el rubro Mejor Guión. Con la participación de su actor fetiche, muestra la situación que vive una muchacha albanesa que para obtener la nacionalidad belga decide casarse por conveniencia pero todo se dificulta cuando descubren que escoden un avanzado embarazo. En esta película los directores modifican el lugar de la cámara, si antes seguía a los personajes enfocando sus nucas, acá el seguimiento se realiza mostrando sus rostros pero siempre con cámara en mano. Finalmente, llega a los cines argentinos la última producción Le Gamin au vélo o El Niño de la Bicicleta. El "niño", Cyril, fue abandonado por su padre (Jérémie Renier), en un orfanato con la excusa de regresar por él en un mes. Ante la ansiedad, el niño decide escapar y se dirige a su antigua casa, ahora deshabitada. En un estado de desesperación se cruza con Samantha (Cécile De France), una peluquera que ayuda a Cyril a reencontrarse con su padre. El niño de la bicicleta es un retrato sobre dos seres que desean formar y mejorar sus vidas creando un lazo fraternal. En la mayoría de las películas de Jean-Pierre y Luc Dardenne, las historias se centran en hijos abandonados, hijos y padres ausentes, hijos en el rol de padres, hijos no concebidos; cada historia podría ser analizada como pequeños dramas que suceden en la periferia de una comunidad llamada: Los Dardennes.
Un mundo donde todo es posible El filme muestra la perfección en un relato puro y salvaje, que no puede hacer más que hacer pensar en un mundo peligroso y bello, donde todo es posible y en el que es necesario convivir. Cyril ama su bicicleta, quizás porque es lo único a lo que puede aferrarse cuando sus demonios interiores lo asaltan y lo obligan a correr. Y ahora, en el hogar de acogida en que está refugiado, le dicen que su padre se fue sin dejar rastros. Cyril lo defiende porque no puede haberse ido sin dejarle su bicicleta. Y así con esa convicción o con la necesidad de que sea verdad, el chico de trece años emprende reiteradas huidas para encontrarlos. Cuando la bicicleta es rescatada por una benefactora de profesión peluquera que se interesa por él, Cyril sigue negando que haya sido su padre el que la vendió por unos pocos francos. LA VIDA ES ASI La realidad lo hará comprender que sí, su padre se fue, aunque esté cerca; que sí, su padre vendió la bicicleta para gastos de momentos y que sí, no quiere saber nada de él, simplemente porque no integra su mundo, "es demasiado para mí". Y sí, hay padres por convicción y padres por accidente, la vida es así. El asunto es cómo reacciona un chico ante el desamor, ya despojado por la muerte de la figura materna. Y allí apunta el estilete estético Dardenne, estos hermanos directores que, recolectores de historias cotidianas de desamparo, corrupción y ausencia van fijando en imágenes, como Flaubert, la "Comedia de la Vida". Filme austero, amargo, sencillo, en que un chico puede arrojarse al crimen o pedalear hasta el infinito por la desesperación de quedarse solo en la vida. "El chico de la bicicleta" es un filme Dardenne. Entomológico, despojado, donde se disecciona la soledad sin juzgar moralmente las situaciones, pero al que se incorpora la luminosidad de la ruta y el campo, la figura de la peluquera como un Arcángel salido de las películas de Wenders y tres ramalazos beethovianos (inhabitual la música en sus obras), que marcan la tragedia y que un memorioso puede vincular a un olvidado Bresson (Mouchette), afín a la estética de los hermanos belgas. Nuevamente la perfección en un relato puro y salvaje, que no puede hacer más que hacer pensar en un mundo peligroso y bello, donde todo es posible y en el que es necesario convivir.
Sin la sensibilidad que tuvo Truffaut Ganadora del Premio del Jurado del festival de Cannes, este drama social sigue los pasos de clásicos del cine francés como «Los cuatrocientos golpes», aunque a los hermanos Dardenne les falta la mano de François Truffaut tanto en el guión como en la realización, ya que en momentos culminantes del film da la sensación de que no saben exaccomo resolver su historia desde lo visual. Thomas Doret interpreta al chico del título, de cuya madre no sabemos nada y cuyo padre lo deja en manos de una institución diciéndole que pasará a buscarlo en un mes. Cuando eso no ocurre, el chico simplemente no puede creer tal abandono y trata de escapar por todos los medios para, aunque sea, dar con su bicicleta, ya que no puede concebir que haya sido vendida por su padre, tal como le explican los trabajadores sociales que lo tienen a cargo. En una de sus fugas conoce a la peluquera del pueblo, quien no sólo le consigue su misma bicicleta sino que también acepta ir a buscarlo los fines de semana. En un principio el film tiene una buena narración, especialmente en escenas importantes como el encuentro del chico y su padre o su relación con un joven delincuente que lo quiere usar para cometer un delito, pero a medida que avanza quedan a la vista claras deficiencias de guión, como por ejemplo no poder darle profundidad al personaje de la sufrida peluquera que aguanta con todo su amor y cariño los berrinches de este chico, quien no por tener sus justificaciones deja de ser menos problemático. Justamente en una película protagonizada por un chico la performance del actor infantil es casi el quid de la cuestión, y en este caso Doret luce un poco sobreactuado en su afán por salir corriendo de un lado para el otro, con bicicleta o sin ella. Y, finalmente, cuando los directores deben poner en escena una situación que implique una pizca mas de acción que las simples carreras del protagonista, pierden el rigor formal restándole puntos a un conjunto que no deja de ser interesante por mostrar una realidad social difícil y universal.
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Los 400 golpes Cyril se niega a admitir que su padre lo abandonó en un hogar para menores. El chico tiene once años y los puños apretados en los bolsillos. El pequeño se fuga, golpea, muerde, se rebela contra su destino. Toda la fuerza del cine de los hermanos Dardenne está presente en la escena en la que el inquieto protagonista inspecciona el departamento en el que solía vivir con su padre, abriendo las puertas con rabia o escarbando en algún recoveco. En el desasosiego del chico no hay palabras, sólo gestos acompañados de planos fluidos y precisos. El sentimiento se transmite mediante la violencia con la cual explora, manipula, acaricia o rechaza los objetos que encuentra. El dolor es una puerta cerrada, un celular que suena en vano o un vidrio detrás del cual se perfila la sombra de un hombre insensible. La conjunción entre el guión y la puesta en escena favorece la elipsis y hace avanzar la historia sin diálogos explicativos. El padre renuncia, no puede hacerse cargo del chico. La madre está completamente ausente del paisaje de la película, es un factor de misterio latente. Cuando comienza la aventura del pequeño, un cúmulo de circunstancias desesperadas lo conducen a encontrarse con Samanta, una joven peluquera que vislumbra en él un hijo posible. Cyril debe maniobrar de manera veloz decisiones vitales y con pesadas consecuencias. Sin tiempos muertos, con personajes en constante movimiento, sin psicología ni énfasis y arriesgando algunas notas musicales, El chico de la bicicleta suscita una emoción verdadera que deja poco lugar para la reflexión y elude el discurso edificante. La intriga se establece alrededor de la bicicleta, el símbolo del vínculo que une al chico unilateralmente con su padre. Cyril se esfuerza por recuperarla, Samanta la encuentra y otros chicos pretenden robarla. La bicicleta es una filiación rota, una adopción posible y una delincuencia potencial. El guiño al clásico de Vittorio De Sica se refleja tanto en solidaridad familiar en un contexto de miseria social como en el gusto por los exteriores, los escenarios naturales y los protagonistas despojados de artificios. Cyril sabe qué hacer con la bicicleta, la controla, está orgulloso. Pedalear es una forma de medir su propia potencia, rechazar el engranaje de la marginalidad y luchar contra el desaliento. El chico de la bicicleta es la primera película que los Dardenne filman en verano. El clásico suburbio obrero de Seraing es ahora más luminoso, coloreado y propicio para el vínculo entre los personajes, para la elaboración de un nuevo lenguaje sentimental entre Samanta y Cyril, con sus propias lógicas emocionales y narrativas. Jean-Pierre y Luc Dardenne han creado una pequeña legión de personajes jóvenes a la que Cyril se suma con una asombrosa madurez. Un cuerpo obstinado, un rostro que no se resiente con la rabia, un protagonista (el extraordinario Thomas Doret, un nuevo descubrimiento de los cineastas) que evoca al Jérémie Rénier de La Promesa, que aquí encarna al padre. Los directores logran capturar instantes de pura verdad en la exterioridad del actor, en sus gestos y su materialidad, Cyril es un personaje inolvidable que, como Lorna o Rosetta, seguirá viviendo luego del último plano de la película.
Este nuevo estreno de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne sigue la historia de un chico problemático que fue abandonado por su papá y encuentra un hogar en la casa de una peluquera que lo rescata de un internado. Los “hermanos filma nucas” mantienen sus tópicos: El chico de la bicicleta es otra historia moral de redención sobre pequeños delincuentes y segundas oportunidades, pero sobre todas las cosas es un cuento de hadas tan realista como espiritual. Los Dardenne confirman con El chico de la bicicleta que están entre los grandes autores de nuestros días.
Anexo de crítica: -Habitual ya para una película gestada desde la lúcida mente de los hermanos belgas Dardenne, el protagonista no es otro que un niño en búsqueda de referentes parentales inexistentes y a la deriva en un mundo hostil, donde la idea redentora de segundas oportunidades -que tanto le gustan a Hollywood- se desechan de antemano así como el sentimentalismo y la edulcorada mirada sobre los personajes y sus conflictos. La contundente mirada, despojada del juicio de sus personajes con el ojo puesto en sus avatares y motivaciones, es lo que hace de esta obra maestra un film imprescindible por nutrirse de temáticas como el abandono, el aprendizaje, el desafecto y la lucha silenciosa por sobrevivir en un mundo vacío.
Cosa curiosa: la misma semana en que Spider-Man metaforiza desde varios puntos de vista ese asunto de ser padre, aparece en las carteleras este film de los hermanos Dardenne que se ocupa del tema. Un niño que escapa del hogar donde su padre lo ha abandonado, una mujer joven que comienza a ocuparse de él y una búsqueda son los elementos. Los Dardenne apelan, como siempre, al máximo de los realismos, y -también como siempre- llevan todas las tensiones hasta las últimas posibilidades. El film es un retrato de descubrimientos y del dolor asociado al placer y al amor, mientras alrededor de los personajes -que viven algo extraordinario- el mundo se disfraza de lugar plano y sin posibilidades para la (humana) aventura. Lo sorprendente del film es cómo todo, incluso lo más dramático, aparece sin que se note que alguien ha escrito un guión o que los intérpretes son actores profesionales. Con una historia no exenta de elementos riesgosos, estos cineastas reconstruyen el mundo.
Sólo quiero que me amen (atención: se revelan detalles de la trama) Una sensación de realidad gana terreno en el fundido a negro que abre la película a medida que transcurren los títulos y se escuchan voces y ruidos de fondo. Inmediatamente, un encuadre ya clásico en los hermanos Dardenne para presentar al protagonista de once años, Cyril, y una secuencia inicial notable donde quedan planteados los signos de su universo afectivo (el padre y una bicicleta) marcado por la carencia. Sólo unos minutos para introducirnos en el presente de la película. Poco sabemos del pasado de los personajes: en todo caso, los seguiremos en este lapso de tiempo que nos narra el film, aunque la palabra “narración” sea un tanto exagerada a la hora de considerar a los creadores de joyas como Rosetta, El niño y El hijo. Nunca la historia obedece a una sucesión forzada de acontecimientos, sino al accidente, a las coincidencias que depara el azar. Así es como Cyril, por casualidad, mientras huye del centro del que se ha escapado, conocerá a su tutora, la persona que restituirá por un momento su bicicleta, es decir, su libertad. A partir de ese momento, se entablará entre ambos un vínculo, una filiación que apenas puede disimular la ausencia paterna y enfrentar la cruda realidad de una clase que aspira a breves lapsos de felicidad, interrumpidos por la indiferencia e inmadurez de los adultos y los constantes robos de la bicicleta. Con pocos elementos, los cineastas indagan una vez más sobre las relaciones afectivas pero desde un lugar despojado, sin recurrir a la psicología ni al sentimentalismo. Esto no impide que uno se emocione con la profunda humanidad de las criaturas que pueblan la historia; la sensibilidad de la película no se construye a golpe de efectos y de palabras, sino a base de miradas, silencios y presencias físicas. El acercamiento de la cámara con planos medios y generales encuadrados de manera no convencional, con sonidos de ambiente siempre remarcados, representa una marca de incomodidad, de realismo (baziniano si se quiere) donde la ambigüedad de las acciones sobresale ante cualquier intento de montaje desmesurado. Los planos y contraplanos obedecen la mayoría de las veces a un leve desplazamiento de la cámara que nunca pierde de vista la integridad y la unidad espacial. Una de las particularidades que hace genial a El chico de la bicicleta es el uso de elipsis, la forma de dar continuidad temporal a los acontecimientos haciendo invisible la alteración que producen los cortes. Nunca perdemos de vista al protagonista, siempre escuchamos su respiración, sentimos su infortunio y disfrutamos de sus recorridos con la bicicleta, verdaderos momentos de libertad cinematográfica (no puedo dejar de evocar dos películas emparentadas en este sentido, Ladrón de bicicletas y Los 400 golpes). Siguiendo la tradición de dos maestros como Dreyer y Bresson, los Dardenne acentúan la materialidad del cuerpo del pequeño protagonista a partir de los colores de su vestimenta y resaltan su existencia en el rostro, la concentración del dolor que lleva por dentro. A propósito de Bresson y de Diario de un cura rural, decía Bazin en su libro ¿Qué es el cine?: “ese lenguaje que no puede ser el de los labios tiene que ser el del alma necesariamente”, afirmación que podría extrapolarse a Cyril. La parquedad de su rostro no es más que la desazón interior ante la falta de afecto. Hay leves insertos musicales que constituyen un punto aparte y que postulan un cierto halo de trascendencia en la mirada hacia el personaje. El primero de ellos se da mientras la hosquedad de lo cotidiano se neutraliza en la imagen del pequeño durmiendo. La forma de encuadrar y el acercamiento de la cámara generan un halo celestial en torno a su figura, una forma de protección que conmueve. El segundo acompaña el recorrido de Cyril en la bicicleta, otro instante de trascendencia (como el inmortal Antoine Doinel de Truffaut corriendo por la playa). Ambos son como los fotogramas de una cartelera, momentos de fugacidad a los que nos tienen acostumbrados maestros del cine contemporáneo. Son lapsos congelados en el tiempo, breves en su duración pero que se instalan como marcas en la retina. La música nunca repite la imagen, la amplía en su significación y se convierte en una especie de aura protectora. Si los permanentes robos de la bici nos devuelven a la realidad (y hacen avanzar lenta y delicadamente la trama), estos momentos nos instalan en otra dimensión atemporal. Ahora bien, lejos de caer en los estereotipos, los personajes hacen lo que pueden en un mundo cerrado a los bienes materiales. El padre confiesa no poder hacerse cargo; la tutora se vincula con el niño para reemplazar otro orden afectivo personal; el joven ratero que incita al robo a Cyril, al mismo tiempo debe lidiar con una madre enferma. Incluso los burgueses que aparecen hacia al final, tampoco saben cómo manejarse. Nosotros, espectadores, no somos invitados a juzgar sino a mirar esas experiencias y a vivirlas. De todos modos, a pesar de ello, hay una última carta que los geniales hermanos guardan y que determinan su punto de vista sobre el mundo y las relaciones humanas en un contexto desaforadamente capitalista. Cuando un cierto equilibrio emocional parece erigirse sobre la relación del niño con la mujer que se ha hecho cargo de él, los directores incorporan una secuencia final cuyo derrotero podría haber conducido al desastre emocional y sin embargo es una lección magistral de un planteo de tipo moral que ya se venía anunciando anteriormente (en la venta de la bicicleta por parte del padre con la excusa de tener dinero para sobrevivir, en las mentiras de Cyril ante la mujer que le ofrece protección). Cyril es apedreado por un joven burgués ofendido que busca vengarse a través de la violencia física a raíz del robo que sufrió en manos del niño. Hasta ahí, como espectadores podemos aceptar tal acción (hurgando en nuestro instinto más primitivo); no obstante, el dilema moral ocupa el centro de la escena cuando aparece el padre ante el cuerpo de Cyril (al que creen muerto) y pretende encubrir el hecho con su hijo. Bastan esas palabras para saber de qué lado están los directores y qué es lo que sutilmente denuncian: la hipocresía de una clase que no se hace cargo, que descarga su resentimiento de clase y que desprecia (a base de bienes materiales) al indefenso. En la escena más cruda de la película pero a la vez más sugerente, el niño se levanta ante el estupor de los presentes, y sale caminando entre sollozos con su cara sucia. Fundido a negro. Resignación. Final. Se nos corta la respiración. No hay necesidad de pensar demasiado cómo seguirá la historia.
Implacable retrato de un chico abandonado Los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne siguen retratando desvalidos y excluidos en escenarios que no dan tregua ni salida. Todo filmado con cámara en mano, con imágenes ásperas, sin maquillaje ni esperanzas. El esquema arrojó magníficos resultados en sus trabajos iniciales (“El niño”, “El hijo”), pero ahora está dando señales de repetición y cansancio. El desfile de pesares se ha vuelto algo mecánico. Y la realización reitera recursos. Escasea la intensidad, la espontaneidad, la crudeza y la alta emotividad de sus primeros trabajos. En “Rosetta” y “El silencio de Lorna” ya se notaba cierta manipulación. Que aquí se ha enfatizado. Es la historia de un chico de 12 años en un pueblito francés. Madre ausente y padre que lo abandona. El está en un refugio pero no hace caso a sus tutores. Solo quiere encontrar a su padre. Y lo encuentra y el padre lo rechaza. Y el chico se volverá cada vez más violento, más resentido, más frustrado. Y el destino lo pondrá ante el bien y ante el mal, personificado por una peluquera que lo quiere criar y un delincuente que lo quiere corromper. La película tiene sus méritos: deja a un lado los subrayados, retrata con pocos pincelazos la angustia de ese chico, y aporta una luz de esperanza al final del camino. Pero el guión falla, hay escenas muy descuidadas, es inverosímil y no emociona. Hay un par de momentos muy logrados (el reencuentro con el padre), pero a veces uno siente que los Dardenne abusan del sufrimiento de sus personajes.
Historia de un niño en busca de afecto El film punta a un desenlace liberador más allá de la tortuosa senda por la que deberá atravesar, desde su desesperada búsqueda, su muy joven protagonista. Una especie de Pinocchio o Caperucita Roja que encontrará su propia hada protectora. Tras su premiación en Cannes y su nominación al Golden Globe como "mejor film de habla no inglesa", la última realización de los hermanos Dardenne tuvo su presentación en el espacio del Encuentro Pinamar 2012, a sala llena, a principios del mes de marzo. Finalmente, y de manera inusual, su estreno en nuestra ciudad, coincide con el de capital, y esto ciertamente es uno de los tantos méritos de la presencia de espacios alternativos a la llamada cartelera declaradamente comercial. De los hermanos Dardenne, de origen belga, cuya labor conjunta lleva a pensar en la filmografía de los Taviani y de los Coen, en el campo de la dirección, ya se han presentado en Rosario la mayor parte de sus obras, títulos que, por otra parte, desde sus singulares nombres definen un modo de composición y un recorte hacia un universo minimalista: La promesa (1996), Rosetta (1999), El hijo (2002), El niño (2005), El silencio de Lorna (2008). La sola enumeración de estos títulos marca la elección de una estética que tiende a un ajuste de la composición, a prescindir de todo exceso, en una suerte de ascetismo; más presente en sus films anteriores que en el que se ha estrenado esta semana, ya que aquí ofrece, como ellos mismos han declarado, una historia con ropaje de fábula que apunta a un desenlace liberador más allá de la tortuosa senda por la que deberá atravesar, desde su desesperada búsqueda, su muy joven protagonista. Es probable que algunos lectores y espectadores asocien de manera inmediata, tanto la figura del niño, de nombre Ciryl, y la de la bicicleta, aquí, regalo de su padre; de ese padre que lo ha abandonado, con el film de Vittorio De Sica, con este clásico del cine del 48, en el que la bicicleta pasaba a ser no ya ese símbolo afectivo y emocional de un vínculo ahora negado; sino un medio de trabajo, el instrumento mediante el cual el padre intentará recuperar un espacio de dignidad y no ser un excluido; esa bicicleta que De Sica y Zavattini hicieron circular en el espacio de la clase obrera, en el mundo de la posguerra, en los memorables años del Neorrealismo Italiano. Los Dardenne, en más de una entrevista, como los hermanos Taviani, han declarado ser admiradores del neorrealismo. En ellos, hay una jerarquía de la mirada documental en el espacio de sus historias, como ciertamente lo hicieron los directores del Nuevo Cine Francés, de la Nouvelle Vague; particularmente François Truffaut, en relación con Roberto Rossellini y su visión sobre la incomprensión del mundo de los niños. Igualmente, en los Dardenne se reconocen los ecos de Robert Bresson. Desde ese orfanato que ya nos sacude desde la primera secuencia, en la que el niño ahora intenta vanamente localizar telefónicamente a su padre, hasta ese encuentro con la joven peluquera, interpretada por la actriz belga Cecile de France, en el primer tramo del film, se nos va presentando el carácter de Cyril conforme su naturaleza apasionada, rebelde, con la mirada puesta en esa búsqueda que asumirá, tras varias bifurcaciones, en un film de aprendizaje. Un periplo que estará marcado por obstáculos, peligros, advertencias, riesgos. Cuando su presentación en Cannes, los Dardenne llamaron a este film "un cuento de nuestro tiempo" y los presentes destacaron, entonces, no sólo el tono optimista del film, el carácter esperanzador (lo que no tiene porque igualarse al llamado "happy end"), sino además, porque el mismo transcurre en verano. Igualmente, sorprendió a los críticos, al público en general, acostumbrado a que en sus films lo que se reconoce como música es lo que proviene del mismo campo visual de lo que se muestra y no de lo que está fuera de él, ya que para ellos, la música como complemento "tapa los ojos". Lo que sorprendió es que, en este film, que se expresa de manera tan abiertamente vital, los Dardenne han incorporado en la banda de sonido cuatro pasajes del Concierto Nº 5 para piano de Beethoven, lo que permite el subrayado, puntuación y jugar en ese leit motiv afectivo, en relación con las vivencias del niño, entre otras posibles y sublimes significaciones. Además de la actriz citada, vista en numerosos films, tales como Un secreto, de Claude Miller; El cantante, de Xavier Gianoli, junto a Gerard Depardieu; y Más allá de la vida, de Clint Eastwood. El rol del niño, Cyril, lo interpreta Thomas Doret, quien fue seleccionado al dar cuenta de la escena a la que hacíamos mención anteriormente; cuando movido por la angustia desea comunicarse con su padre, desde ese lugar en el que se encuentra privado de su afecto. El actor que lo representa es Jeremy Renier, compañero de labor en las villas en el muy recomendable film de Pablo Trapero, Elefante blanco, actualmente en cartelera. Señalábamos que para los Dardenne este film es una fábula. Y en este caso, en tanto film de aprendizaje, hay un bosque, donde el personaje, continúan ellos, tiene el riesgo de perderse. Donde hay alguien que intenta darle un aparente y falso reconocimiento que él espera. Un reconocimiento. Y Cyril es un poco como Pinocchio, como Caperucita Roja. Entre varias desilusiones también encontrará su propia hada que lo protegerá con amor. Una fábula de nuestro tiempo. Como también, de manera similar, Aki Kaurismaki llamó a su último film, El puerto (Le Havre). Y que, tal vez, en pocos días más, llegue a nuestra ciudad.
La primera vez que vemos a Cyril, sostiene con ansias el auricular de un teléfono, expectante. Quiere contactar a su papá, pero no lo logra. Eso lo frustra, a tal nivel que hace lo que sea para escapar del centro infantil en donde está viviendo y se aventura en la ciudad, solo, buscando a su querido padre. El aura del personaje de Cyril es muy compleja y rica en facetas, un desafío no tan difícil para Jean-Pierre y Luc Dardenne, quienes están acostumbrados a entregar historias mínimas del estilo en toda su asombrosa y emotiva filmografía. Si bien la historia no destaca por su originalidad desbordante, en donde realmente se nota una diferencia a la hora de encarar El chico de la bicicleta es en sus maravillosos y profundos personajes. El iniciado Thomas Doret explota la pantalla con su conflictuado Cyril, un chico que por momentos es terriblemente odioso por sus actitudes pero en otros hace entender su dolor, el cual esconde a través de la violencia y el escapismo, en un papel que seguro demandó mucha aptitud física por parte de un joven a quien se la augura un genial futuro. Orbitando alrededor de Cyril está la sencilla Samantha, la peluquera interpretada con gracia y soltura por la siempre solvente Cécile De France, en el rol femenino que necesita Cyril en su vida para seguir adelante, además de Guy, el padre del muchacho, un personaje frío y distante al cual Jérémie Renier (el padre Nicolas en Elefante Blanco) borda con tal brusca sinceridad que abruma y sorprende a la vez. Quizás la narrativa de los hermanos Dardenne deje de lado varias preguntas que seguramente se hará el espectador, como ser ¿por qué una joven permite ser defenestrada por un chico que apenas conoce?, pero lo compensan con una cámara invasora que sigue todos los pasos dinámicos en la historia del pequeño diablillo rubio. El metraje no alcanza la hora y media, pero es más que suficiente para desarrollar esta dura historia que tiene mas bajos que altos para quienes habitan la pantalla. Ciertos toques quedan totalmente inconexos, como el uso de una banda de sonido mínima que aparece en los momentos de transición, los cuales se perciben como descolocados y vacuos, con lo que claramente podrían haberse obviado, pero poco y nada se le puede reprochar a una historia llena de matices sociales y personales tan coloridos y hermosos. El chico de la bicicleta es sin lugar a dudas un intrigante retrato de la furia infantil que nunca justifica ni idealiza los raptos de ira que atacan al joven protagonista, sino que toda la historia gira en torno a entender las diferentes instancias en su vida que lo llevaron a estar como está ahora. Una genial fábula social de los siempre solventes hermanos Dardenne.
Crónica de un niño solo Decir que esta nueva producción de los hermanos Luc y Jean Pierre Dardenne, gratificados por este filme con el gran premio del jurado en el Festival de Cannes, no es de lo mejor de su carrera no significa que no este muy por encima de la media en cuanto a los títulos que se realizan, o al menos se estrenan año tras año en la cartelera Argentina. Ni tampoco esta diciendo que no sea una buena película. ¿Porque razón planteo esta cuestión de comparación con sus anteriores realizaciones? Es que parece casi inevitable establecer relaciones con sus obras anteriores, principalmente con “El Niño” (2005), ganadora también de la Palma de Oro en Cannes, al igual que “Rosseta” (1999), que para quien escribe es, a la postre, la mejor creación del dúo de hermanos. El punto es que llevan al extremo la estética, la estructura narrativa y los intereses sociales anclados mayormente en la niñez, temas revelados en cada una de sus producciones. Posiblemente se puedan vislumbrar notorias diferencias argumentales pero, además de centrarse casi siempre en temas relacionados a padre e hijos, la puesta en escena, la utilización y los movimientos de la cámara, los planos elegidos y el diseño de montaje dan cuenta casi de una continuidad, no sólo estilística sino narrativa. Como llevando al extremo ese casi axioma que reza que los creativos están siempre constituyendo una misma obra toda su vida. La historia actual hace foco en Cyril Catoul (Thomas Doret), un niño de once años que pasa sus días en un refugio público infantil, pero que no ha cesado de buscar a su padre que se alejó de él sin dejar rastros. En esta búsqueda constante, llamadas telefónicas infructuosas y fugas mediante, se cruza con Samantha (Cecile de France, quien se hará cargo de ayudarlo en esa búsqueda desamparada. Guy (Jeremie Renier) es el padre, y no debe ser casual con anterioridad fue el protagonista de “El niño”, donde encarnaba a Bruno, un joven que no se puede hacer cargo de su hijo recién nacido. Aquí indefectiblemente, ante la incredulidad de Cyrill, da muestras de no amar a ese niño ni de tener intención alguna de criarlo. Más allá de las infructuosas manifestaciones del infante nada se dice de la madre, y es aquí donde el personaje de Samantha toma cuerpo e importancia, al mismo tiempo que, al no estar justificado narrativamente ni plantee en momento alguno sus motivaciones, se pueda ver un tanto desdibujado y esto es lo que no cierre del todo en la construcción del personaje. Pero la actuación de Cecil de France, con muy pocos gestos, con compromiso corporal, alguna mirada, algún ahogo, una caricia, y hasta algún llanto, produzca en el espectador la verosimilitud necesaria. Es un filme crudo, áspero, provocador, al igual que ese pequeño. Casi un grano en el peor lugar del cuerpo para tener uno que defenderse con uñas y dientes en procura de su deseo cuando el mundo adulto se interpone, léase los tutores del refugio, y/o hasta la mismísima Samantha elegida por él para que lo ayude. A fuerza de desengaños deberá aprender que no puede cambiar a los otros, sólo aceptarlos, y comenzar a confiar en aquellos que le demuestren algo del afecto que nunca había recibido. (*) Obra de Leonardo Favio, de 1965)
¿Hasta dónde puede llegar un niño abandonado por su padre en la búsqueda de un poco de amor? Este es el nuevo del film de los hermanos franco-belgas Luc (58) y Jean-Pierre Dardenne 61 años (“Rosetta, 1999”; “El niño, 2005”) muestra a un niño que persigue y reclama el amor de un padre esquivo y ausente, porque se podría decir que hay padres y padres, cuando muchos afrontan ese rol harían cualquier cosa por sus descendientes, amándolos hasta el último momento, y pienso que opinarían Bernardo Solá esposo de María José González Botana de Solá (41), conocida popularmente como Maru Botana, al ver esta historia. Este filme que ganó el Gran Premio del Jurado a la Mejor Película en el Festival de Cannes y que estuvo nominada como Mejor Película en Lengua No Inglesa en el Globo de Oro; sus protagonistas Cécile De France ("Más allá de la vida", “Las muñecas rusas”, "La vuelta al mundo en 80 días"), Jérémie Renier (“Elefante blanco”, “Escondidos en Brujas”, “El niño”) y el pequeño Thomas Doret en su debut cinematográfico (" Renoir" se estrena en Francia en 2013). Narra la vida de un niño de unos once años Cyril Catoul (Thomas Doret), que es abandonado por su padre Guy Catoul (Jérémie Renier) quien lo deja en un hogar de menores, le promete que volverá a buscarlo, en una primera instancia cree en eso, pero con el tiempo va descubriendo que no atiende el teléfono y decide escaparse para buscarlo Él descubre diferentes situaciones que llaman su atención: nadie atiende el departamento donde vivía su papá, hasta se encuentra con un cartelito que dice que su bici está en venta y parece que se mudó de la ciudad, ahora solo le resta huir de la persecución del personal del orfanato. Es cuando mediante engaños se refugia en la sala de espera de un médico y busca refugio en los brazos de una joven que se encuentra sentada en dicho lugar, solo por casualidad. Conoce a Samantha (Cécile De France) una peluquera, quien acepta ser su madre sustituta y esto le cambiará la vida de ambos. Es una historia conmovedora, por momentos simpática y rodeada de excelentes actuaciones, aborda diferentes temas, como: asumir la paternidad, el abandono, la infancia cuando se puede encontrar en riesgo, la solidaridad y la irresponsabilidad, y como nos va llevando a la reflexión. Una muy buena utilización de la cámara en mano que nos intranquiliza y nos acerca a las diferentes situaciones que viven los personajes, interesantes planos y fotografía.
LA SIMPLEZA DE LO COTIDIANO Confirmación de una estética Los hermanos Dardenne son cine destilado. Ambos realizadores han logrado, con el tiempo, ser dueños de una impronta de autor marcadísima, un carácter propio que convierte a cada uno de sus films en un manifiesto cinematográfico, en una propuesta ideológica que traspasa al cine (o viceversa) y le da al espectador una visión particularísima de un mundo que ya nos es cercano. Las relaciones familiares, del vínculo padre-hijo, la denuncia social, varias son las temáticas a las que recurren estos cineastas para hacer eso que tan bien hacen: lograr que el cine parezca una consecuencia, una necesidad- no por el hecho de ser necesario, sino por su factor de desprendimiento de lo real, por su condición descriptiva del mundo que nos rodea. Es un cine honesto, directo, que no da vueltas. Los hermanos Dardenne nos miran a los ojos en cada película que realizan, y es en este diálogo en donde radica su mayor cualidad: la sensación de que la historia (o, mejor dicho, el relato) de sus films no es ni contexto ni trama, sino realidad. Allá en Francia, aquí en esta calle, a lo lejos en algún barrio- aquel chico, mi padre, nuestros amigos; todos su escenarios y personajes funcionan porque no poseen otra función que esa: simplemente viven y existen y vivirán y existirán. Films como El chico de la bicicleta destruyen sabiamente los tabúes que rodean al arte cinematográfico y lo transforman en algo común, algo innato del hombre: recortan la realidad y nos ofrecen un espacio para observar al mundo y los actos cotidianos no como engranaje de una trama sino como condimentos- como hechos- de esa gran macro-historia que resulta la vida misma. Samantha y Cyril, figura maternal y figura del hijo, en una escena del film. El relato nos adentra en la historia de Cyril (fantástico Thomas Doret), un chico que se encuentra en un hogar para niños ya que no tiene madre y su padre se encuentra ausente. Cyril, en un comienzo, tiene nada más un objetivo: buscar su bicicleta, que, según él, está en la casa de su padre. Luego, al escaparse de su "prisión" y llegar a su anterior departamento, comprueba que tanto su padre como su bicicleta han desparecido. Una extraña, Samantha (la bella Cécile de France), le compra a un niño la bicicleta de Cyril y se la devuelve. Así, se entabla entre Cyril y Samantha una entrañable relación, marcada por dos ejes- por dos caracteres, dos personajes, ambos extremos en su esencia: Samantha y su altruismo y contención absoluta hacia el niño, y Cyril, egoísta y caprichoso, naif y aventurero. Cyril tarda en entender lo que los espectadores comprendemos casi desde el comienzo: que Guy (nuestro amado Jérémie Renier, el protagonista de Elefante Blanco- a estas alturas casi un argentino más), el padre del niño, no quiere estar con él. Así, su búsqueda resulta desde su inicio un intento desesperado de restablecer el orden perdido, de volver a los orígenes, la búsqueda de un objeto inhallable por su inexistencia. Es entonces que mediante la insistencia de un niño que, en su condición de infante, no comprende las acciones adultas y las consecuencias de las mismas, vivimos la evolución de los personajes y asistimos al crecimiento de Cyril, quien en el final comprenderá la magnitud del accionar de cada uno y el valor de los afectos. Es difícil entablar un eje de análisis con respecto a El chico de la bicicleta. Los Dardenne son reconocidos por su simpleza en lo formal, de lo que se desprende la honestidad de la que hablamos anteriormente (entiéndase que se trata de una "falsa" honestidad, ya que cuando hablamos del cine, realmente no se puede hablar en términos absolutos de verdad o mentira). La cámara en mano es ya la marca registrada de estos cineastas, al igual que los planos secuencia de gran duración. Lo interesante de marcar en este film es algo que no estaba presente en ninguno de las anteriores obras de los Dardenne: la utilización de la música incidental. Particularmente, del comienzo del adagio del Concierto para Piano No. 5 de Beethoven. Esta se presenta ocasionalmente en cuatro situaciones distintas, siempre en momentos clave de la historia: justo luego de la bella escena en que Cyril duerme contenido en los brazos de Samantha, luego de la ausencia del padre, luego de que deja el dinero y hacia el final. Luego, en los créditos, los cineastas belgas permiten que la partitura suene completa. La relación entre padre e hijo es un tema recurrente del cine de los Dardenne. Hay en el film marcados diálogos de tipo intertextual con otras películas. La más evidente es la relación que se entabla con Los 400 golpes, de Truffaut. Su protagonista presenta muchas similitudes con Cyril- sobretodo el acto de correr. Corren y corren, y Cyril incluso anda en bicicleta, allí donde Antoine corría. Y hay en lo formal una gran escena que resulta un guiño clarísimo: un plano lateral, cámara en mano (desde un auto) siguiendo a Cyril a toda velocidad por aquel barrio francés. Nos remite directamente a esa maravillosa corrida final de Antoine, escapando del reformatorio. En ambas escenas, todo es silencio. Los protagonistas corren (o andan en bicicleta) escapando de algo, escapando de todo. No miran hacia atrás, sólo hacia adelante. Se trata de una muy lograda secuencia, una hermosa creación de estos cineastas que no hacen otra cosa que ratificar su dominio del lenguaje cinematográfico. Leí un dato muy interesante suministrado por los hermanos Dardenne de la mano de mi colega Roger Alan Koza en su blog: El chico de la bicicleta presenta también como rasgo sumamente interesante la utilización de los espacios. Hay tres lugares definidos en el film que se destacan por sobre el resto: la casa-peluquería de Samantha (la protección, la contención, la seguridad del hogar), el bosque (funciona como contrapunto de la casa de Samantha, es el lugar en donde no hay ley, en donde el delito se hace forma y cobra protagonismo) y la estación de servicio, aquel lugar de paso- un no-lugar- en donde el protagonista obtiene información relevante para su búsqueda. Así, el espacio es para los Dardenne un factor decisivo al momento de trazar su intención formal. Una nota al pie para finalizar este pobre análisis, que nada tiene que ver con él pero me interesa mencionarlo: muy pocas salas proyectaron el film en Buenos Aires (en DVD). Yo asistí en la semana de su estreno al Cinema City General Paz. El primer día que fui, llegué media hora antes y las entradas se encontraban agotadas. Compré entonces mi entrada para el día siguiente. Vi el film en primera fila, con la sala llena, rebosante de gente de todas las edades. Nunca creí que vería un film de los Dardenne en tales condiciones. Eso habla mucho del grado cultural de nuestra ciudad. Que viva el cine.
La crisis y la oportunidad Los hermanos Dardenne (Jean-Pierre y Luc) son considerados maestros en el mundo cinéfilo y cuentan con gran aceptación en festivales y salas. Su estilo es muy definido y reconocido. En “El chico de la bicicleta” insisten con su tema predilecto: la infancia en problemas. Podría decirse que los directores belgas son expertos en la problemática infanto-juvenil, a la que aportan una mirada tensa, cruda pero a la vez contenedora. Entre sus películas más famosas se destacan “Rosetta”, “El hijo”, “El niño” y “El silencio de Lorna”. En esta oportunidad, el protagonista es Cyril, un chico de once años, quien ha sido abandonado por su padre en un internado para menores. La película comienza mostrando al pequeño aferrado a un teléfono, intentando comunicarse con su papá, quien había prometido volver a buscarlo al cabo de un mes y en cambio ha desaparecido. A partir de esa escena tensa en la que su tutor trata de hacerlo entrar en razón, el jovencito comienza una búsqueda desesperada y actúa como un animalito acorralado que sólo quiere liberarse. Es así que se escapa del instituto y acude al edificio donde vivía hasta hace poco con su progenitor y se muestra muy ansioso por saber qué fue de él y también, casi en igual grado de importancia, dónde está su bicicleta. En el edificio apela a argucias y picardías para conseguir que le abran la puerta y así verificar que el departamento del quinto piso que había sido su hogar, está vacío y no hay señas ni del padre ni de la bicicleta, ni siquiera una dirección o un teléfono donde ubicarlo. Pronto llega el tutor a buscarlo y Cyril se refugia en el consultorio de un médico, donde se produce un forcejeo y el chico se aferra a una paciente con desesperación. Así es como conoce a Samantha, una joven peluquera del barrio, quien se conmueve por la situación del chico y se encarga de recuperar su bicicleta. A partir de entonces, ambos se adoptan mutuamente. Cyril le pide que lo lleve con ella los fines de semana y la mujer acepta. Pero las cosas no serán tan fáciles. El muchachito tiene problemas de conducta, sigue actuando como un animalito salvaje y herido, y tiene una idea fija: encontrar a su padre. Finalmente, lo consigue, pero de ese reencuentro saldrá más lastimado porque el hombre, joven y con problemas económicos, no quiere hacerse cargo de su hijo. La cámara de los Dardenne sigue las peripecias de Cyril con pulso nervioso, para registrar el difícil proceso de duelo y adaptación a la nueva situación al que se ve sometido. Abandonado en un internado, con un padre que prefiere no verlo, una madre ausente a la que ni siquiera se menciona, una desconocida que hace las veces de madre sustituta, sin que se sepa tampoco mucho de este personaje solitario, y un mundo hostil siempre acechante. Pronto, el chico se verá implicado en problemas debido a la mala influencia de una pandilla de delincuentes juveniles. Y allí estará otra vez Samantha rescatándolo y ayudándolo a reconciliarse con el entorno social, aceptando las reglas de juego. Como un toque de gracia La película no explica nada, ni el antes ni el después de los hechos que muestra, solamente toma una secuencia de acontecimientos en un breve lapso en el que se produce ese quiebre en la vida del pequeño, pero a la vez, se abre otra instancia que le permite comenzar una nueva vida y no solamente parece haber encontrado la ayuda apropiada, sino que ha aprendido a ganársela. Si bien el final es abierto, se percibe cierto optimismo, como un toque de gracia que dice que no hay que bajar los brazos porque siempre puede haber alguien en quien confiar. El pequeño actor Thomas Doret compone un Cyril verdaderamente vibrante y conmovedor, y está acompañado por una destacada actriz como Cécile de France, en el papel de Samantha, y el también reconocido intérprete Jérémie Renier, como su esquivo padre, quienes aportan su calidad profesional al relato.
La experiencia Dardenne "El Chico de la Bicicleta" es una historia cotidiana contada de una manera extraordinaria creando una relación personaje-espectador de lo más interactiva. Uno no puede no involucrarse con los protagonistas y pensar constantemente como reaccionaría ante las vivencias que van teniendo lugar en la pantalla, nos atrapa y nos pone en el lugar del niño abandonado por su familia, de la mujer que decide acogerlo, de su novio cansado con la situación de compartirla con un niño que no eligió para su vida y así con otros personajes más que van apareciendo. Quienes dirigen son nada más y nada menos que Jean-Pierre y Luc Dardenne, esos hermanos que han estado al frente de films como "La Promesa", "El niño", "Rosetta" o "El hijo", trabajos que han cosechado numerosos premios en cuanto festival internacional se celebró alrededor del globo. Su sello es entregar una experiencia de emociones fuertes sin recurrir al melodrama o los golpes bajos, produciendo una interacción más humana y genuina que la media de historias dramáticas que pululan en el mundo cinematográfico. En esta ocasión, la trama gira en torno a Cyril Catoul (Thomas Doret), un niño que ha sido abandonado por su padre Guy Catoul (Jérémie Renier, actor fetiche de los Dardenne y reciente aparición en la peli argentina "Elefante Blanco") en un colegio pupilo en el que no encaja. El nene no quiere creer que su propio padre lo ha abandonado y por supuesto esto le produce un gran conflicto interno que lo llevará a fugarse del colegio-hogar, por un lado para localizar a su padre y por otro para recuperar su adorada bicicleta que quedó en el departamento donde vivían. Durante la persecución, accidentalmente se topa con una peluquera de la cual se aferra literalmente para conseguir su cometido, situación que cambiará la vida de ambos para siempre. Un historia excelente para conocer más a fondo como somos las personas, con nuestras actitudes infinitamente esperanzadoras y nuestras oscuridades más lamentables sin caer en cursilerías o recursos exagerados. Una francesa para disfrutar y salirnos un poco del cine mainstream.
EN BÚSQUEDA DEL PADRE PERDIDO Si esta película no estuviera firmada, si los Dardenne fueran desconocidos, sería una de las películas del año. Es extraordinaria, no del todo perfecta, pero aún así un film que prevalecerá en el tiempo. Dedica a M, el jefe de todo esto El riesgo que enfrenta todo cineasta es imitarse a sí mismo. Los Dardenne estuvieron cerca de autoplagiarse con El niño. ¿Se había agotado el método? El silencio de Lorna fue un claro cambio de registro y quizás las debilidades de aquel film derivaban de una nueva búsqueda. No se trata de un film fallido, pero sí del menos consistente, aunque tenía una escena de sexo, casi una interdicción en el cine de los hermanos, y era una gran película sobre el dinero. El chico de la bicicleta es un regreso a un terreno conocido. Este ensamble entre Rosetta y El hijo, no obstante, no es un paso atrás sino la destilación de un método de trabajo. Es un film sin riesgo, pero casi perfecto y con un descubrimiento, el de Thomas Doret, un niño que sostiene el film desde el inicio al final, que bien podría estar a la altura de Jean-Pierre Léaud. El otro elemento sorpresivo es la luz. Los Dardenne siempre han pensado las estaciones como un elemento de la puesta en escena. En esta ocasión, la luz del verano incorpora matices visuales a la textura del film que no estaban presentes en sus trabajos pretéritos. Cyril, un chico de 11 años, experimenta la urgencia característica de todos los personajes de los Dardenne: corre, se escapa e intenta cumplir con su objetivo; en este caso, encontrar a su padre que, descubrirá con dolor y sin ningún tipo de mediación simbólica, lo ha abandonado. A la madre jamás se la nombra y permanece en un absoluto fuera de campo. Por azar, el chico conocerá a una bellísima peluquera que paulatinamente lo adoptará. En algún pasaje, Cyril será tentado para convertirse en un pequeño ladrón y finalmente tomará una decisión: vivir con Samantha (Cécile De France, la belga, no francesa, de Más allá de la vida, de Clint Eastwood). Lo que filman los Dardenne es el casi imperceptible pero verificable aprendizaje de Cyril. Y no lo hacen apostando a la psicología sino develando a través de las acciones cómo se constituye un carácter. El único refuerzo para señalar los instantes centrales de esta pedagogía materialista son unos acordes breves del Concierto para piano número 5 de Beethoven que remiten al estilo particular del uso de la música en Bresson. Los Dardenne han vuelto en forma. Los Dardenne piensan sus películas topológicamente. En Rosetta, una película de guerra, la ciudad, el bosque y el campamento de caravanas delimitaban un territorio de combate, de descanso y de abandono. El espacio estaba delimitado en sectores de intensidad. Algo similar sucede en El chico de la bicicleta: aquí, dicho por ellos mismos, la película triangula sus áreas simbólica: la ciudad se sintetiza en la casa de Samantha, sustitución de la casa de su padre; el bosque es el espacio delictivo, una región sin ley, en donde se aprende a robar y la vida se pone en peligro; finalmente, la estación de servicio, una zona de transición pero también de adquisición de elementos primarios de locomoción: aire para la bicicleta y gasolina. La topología de los Dardenne es así concebida en función de diseminar signos de aprendizajes y pruebas. Es que hay por detrás una pedagogía Dardenne, la que se repite una y otra vez, un sistema excepcional de mostrar un mismo tema desde perspectivas cambiantes que consiste en trabajar en la personalidad de sus protagonistas una noción de ley. Es como si los Dardenne estuvieran trabajando en una reparación o aun invención de, como dicen los psicoanalistas, la función paterna, pues parecen postular que gran parte de las inconsistencias sociales contemporáneas responden al debilitamiento de la noción de ley y la función de los padres. En otras palabras, Rosetta, el pibe del El hijo, y ahora Cyril, son pruebas vivientes y exposiciones fílmicas de cómo trabajar respecto de un tema que para los hermanos resulta una prioridad. En efecto: la ausencia de ley y la figura del padre articulan la filmografía de los hermanos. Como sea, El chico con una bicicleta es una pieza inolvidable; es una de las pocas películas que el guión no ahoga ni el registro, ni el montaje posterior. Los últimos 10 minutos son un prodigio de suspenso y el plano que clausura la película una conquista del personaje y de los cineastas, quienes saben retener en su tiempo justo la aparición y surgimiento de un sentimiento. Si Rosetta finalizaba en una nota sensible reservada a conjurar el desamparo y El hijo en retratar a la piedad en un sentido materialista, El chico con una bicicleta se cierra ante una bella evidencia: la autonomía de su protagonista.
En el nombre del hijo El cine de los hermanos Dardenne se respira en cada toma. El talento único de los directores belgas para el montaje hace de la economía de recursos una fortaleza más, tensando el relato hasta límites insospechados y convirtiendo a “El niño de la bicicleta” en una de las grandes películas del año. Luego de esa excursión a terrenos menos transitados que significó “El silencio de Lorna” los Dardenne vuelven a lo que mejor conocen, una fábula de redención sobre una paternidad ausente que invita a la supervivencia en un mundo hostil.
Publicada en la edición digital de la revista.
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Cyril, un niño de 11 años, es llevado a un orfanato pero él se niega a creer que su padre haya tomado la decisión de dejarlo allí; el descubrimiento de ciertas verdades y el encuentro con una peluquera lo llevarán por sendas que no esperaba. Los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne comenzaron su carrera cinematográfica con retratos de gente de los barrios obreros y luego realizaron documentales en la misma ciudad donde hoy ruedan sus historias de ficción. Ya poseen lo que se denomina “sello de autor”; es decir, tienen un estilo consolidado y es el que uno espera ver cuando se encuentra con sus films. No se sabe si por casualidad o porque pasan los años y con ellos la mirada cambia, pero el dúo en su última película: El niño de la bicicleta, modificó un poco su tradicional forma de filmar; la historia ya no transcurre en días fríos y hoscos sino en la calidez del verano; la total ausencia de música fue invadida por Beethoven; los rostros de los actores ya no son sólo los de totales desconocidos, cuentan con el agregado de la angelical actriz internacional Cécile De France (Un secreto, Más allá de la vida). Pero no hay que desesperar, todos estos cambios no atentan en nada a la esencia de su cine, más bien suman. La aspereza continúa; protagonistas con elecciones morales cuestionables pero al mismo tiempo compresibles y que se apropian de nuestra simpatía, también. En este nuevo rumbo que toman los directores hay un aire esperanzador del que carecían sus antiguas producciones (Rosetta, El silencio de Lorna) y hasta ellos mismos admiten que la historia se trata en cierto modo de un cuento de hadas: un niño que enfrenta la soledad y el desprecio y que además está a punto de caer en redes delictivas se topa con quien podría ser una especie de hada salvadora; obviamente, siendo una película de los hermanos Dardenne, el cuento no es para nada light ya que el peso de la realidad se instala en cada fotograma. Se ha dicho que estos realizadores hacen cine social por su ficción cuasi-documentalista y parece ser así; porque en su cine se respira lo contemporáneo, la crudeza de la globalización excluidora. Thomas Doret se mete en el papel de Cyril como una verdadera revelación, Jérémie Renier (un actor fetiche de los Dardenne) se pone en el rol del padre y Cécile De France encarna a Samantha, la peluquera. En palabra de los directores los diferentes espacios físicos en los que se desarrolla El niño de la bicicleta significaron lo siguiente: “Para esta película imaginamos un triángulo: la ciudad, el bosque y la gasolinera. El bosque es un lugar lleno de peligros para Cyril porque ahí es donde puede aprender a convertirse en delincuente. La ciudad representa el pasado con su padre, y el presente es Samantha. La gasolinera es un lugar de transición, donde el argumento adquiere nuevos y numerosos giros”. Si se quiere, podría verse en El niño de la bicicleta algo de los 400 golpes de François Truffaut o una especie de continuación de El niño (un film de los Dardenne de 2002). Alguien se preguntará por la bicicleta del título y es una pregunta muy acertada; a veces, el aferrarse a un objeto nos da seguridad, confianza, y eso es lo que encuentra Cyril en su velocípedo; es como una compañía imaginaria, esa que te sigue a donde necesitás y que te ayuda a descargarte. En esta historia, a la que se asiste, desde los primeros minutos, de un modo abrupto, hay silencios en varias cuestiones que dejan guiños librados a la interpretación del espectador, lo cual le da un vuelo especial. Los Dardenne ¿Conciben al cine como una herramienta de transformación social?: “Al cine le corresponde hacer vibrar las salas a través de sus personajes. Puede conmover y hacer surgir cosas insospechadas, pero no es nada programático. Justo en el momento en que Rosetta ganó el premio en Cannes una ministra tenía la idea de impulsar una ley dedicada a chicos y chicas jóvenes que tienen que dar sus primeros pasos en el mundo del empleo, y entonces la llamó “ley Rosetta”. Un amigo nos contó hace un mes que una chica de entre 20 y 25 años le dijo que ver Rosetta la había ayudado en su vida. Creemos que el cine puede cambiar el mundo: sin esa esperanza, ¿para qué hacer cine?”.
Una política amorosa El cine importante sigue viviendo lejos de las carteleras comerciales cordobesas: septiembre será un mes cinéfilo gracias a la amplia oferta que ofrece el circuito de exhibición alternativo de la ciudad, cada vez más firme, exigente y heterogéneo. Una de las citas imperdibles ocurrirá de hoy al domingo, ya que el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) volverá a estrenar “El chico de la bicicleta”, triunfal regreso de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne a la actividad (distinguido con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes 2011), que sin dudas está entre las mejores películas del año. Filme social y político por naturaleza, como las mejores obras de los directores belgas, “El chico de la bicicleta” constituye una síntesis virtuosa de su cine, una película que reelabora y actualiza sus formas y temas clásicos, como si fuera otro capítulo de una misma pieza en continua elaboración. El desamparo volverá a tener aquí rostro de niño: el prometedor Thomas Doret interpreta a Cyril, motor incombustible del filme (emulo sin duda del Antoine Doinel de “Los 400 golpes”), que protagonizará una verdadera odisea de maduración y autoconocimiento. El primer signo semántico será sonoro: en fondo negro, mientras pasan los títulos, se escuchan las voces de niños jugando. Cuando se abra el plano veremos empero a Cyril aferrado obstinadamente a un teléfono en el que sólo se escucha el aviso de que la línea está desconectada, mientras sus tutores lo intentan convencer de que nadie lo atenderá. Ocurre que Cyril quiere contactar a su padre, que aparentemente se ha mudado sin dar aviso ni devolverle su bicicleta: no se trata de un capricho de niño, es su desesperación natural por evitar el abandono. Como suele suceder con los personajes de los hermanos belgas, Cyril tiene una voluntad de hierro que lo llevará a escaparse cuantas veces sea necesario para encontrar a su padre, aunque antes se topará con una peluquera llamada Samantha (la bella Cécile De France) que primero intentará ayudarlo y luego se convertirá en su tutora, una posible madre sustituta. Pero ni Cyril ni su vida son sencillas: como a los desplazados del sistema, el mundo suele recibirlo con violencia y agresiones; y a sus jóvenes once años ha aprendido a contestar de la misma manera. Cuando encuentre a su padre (interpretado por el actor fetiche de los Dardenne: Jérémie Renier, con lo que se puede establecer un lazo con las películas anteriores de los directores, sobre todo “El niño”), confirmará sus peores miedos, aunque esta vez tendrá a Samantha para ayudarlo. Aparecerá empero un riesgo frecuente en su estrato social, un malhechor del barrio que intentará tentarlo para trabajar a sus órdenes, y Cyril en su entusiasmo juvenil no sabrá distinguir los peligros que implica el convite. Epica de aprendizaje y aceptación, “El chico de la bicicleta” tiene al fin un optimismo moderado que implica una pequeña novedad en el cine de los Dardenne, aunque tampoco es que hayan renunciado a su rigurosidad: sólo ocurre que esta vez, la relación amorosa que suelen establecer con sus personajes se trasladará de forma lúcida a la trama (habrá una redención legítima y justificada en un cierre excepcional). No debe ser casual tampoco que aparezcan también aquí los primeros insertos musicales de su cine, unos breves fragmentos del segundo movimiento del Concierto para piano número 5 de Beethoven. Y es que ése afecto estuvo siempre presente en el cine de los hermanos, ya que el mismo dispositivo formal de sus películas lo implica: la cámara en mano y los planos secuencias pegados a sus protagonistas dominan nuevamente aquí el esquema narrativo, en una disposición formal que invita a relacionarnos con su mundo de un modo amoroso aún en la crudeza y la rispidez. Sólo desde ése lugar se puede narrar la vida de los desplazados, y aquí está la verdadera dimensión política de su cine, hecho de esperanza aún en el desencanto. Por otro lado, vale dedicar unas líneas a un estreno que presentará desde hoy el Cineclub Municipal Hugo del Carril: Gabi on the roof in july es un buen ejemplo de un género prolífico aunque poco estrenado en nuestro país, el “mumblecore” (que viene de “mumbling”: musitar, farfullar, balbucear), que reúne a películas hechas por jóvenes norteamericanos con escaso presupuesto, narrando también la siempre problemática inserción en el mundo adulto. En el extremo opuesto de las películas de Larry Clark (Billy, Kids), lo que propone el mumblecore es una extrema honestidad en los medios y fines, sin ningún tipo de aditivo cool: aquí, el director Lawrence Michael Levine (también protagonista), narra las peripecias que vivirá un artista plástico en el agitado mundo cultural neoyorquino, cuando su hermana veinteañera (Sophia Takal, también productora y editora) llegue a su departamento para pasar el verano. Ocurre que la muchacha no quiere una vida ordinaria: rebelde y anarquista, además de proclamarse “antiartista”, Gabi se la pasa agitando y seduciendo al entorno social más próximo de su hermano. El resultado será una espiral de tensión ascendente que involucrará al propio protagonista, que también carga con sus dilemas y sus propias fantasías. Filmada con una urgencia y una frescura dignas de su género, “Gabi on the roof in july” es una comedia de maduración con la suficiente lucidez como para no hacer de los excesos una estética vacía: un filme provocador que trata a la juventud con altura y estima; algo que no es poco en los días que vivimos. Por Martín Iparraguirre
El amor puede ser más fuerte que la violencia Es otro cuento moral de los hermanos Dardenne, cuya filmografía registra títulos tan significativos como Rosetta (1999), El hijo (2002), El niño (2005) y El silencio de Lorna (2008). En este caso, el protagonista es Cyril, un adolescente de once años, interpretado de manera admirable por Thomas Doret. Fue internado por su padre en un hogar de menores, con la promesa de volver a buscarlo, cuando reúna el dinero necesario para comprar una casa. Pero esto no ocurre y Cyril se desespera por volver a tomar contacto con su progenitor. Después se sabrá que dejó el departamanto que habitaba y se radicó en otra ciudad con la idea de rehacer su vida. Inclusive vendió la bicicleta de Cyril, que es para él un símbolo de libertad. En su fuga, se refugia en una peluquería para damas y se abraza a Samantha, la dueña, quien instintivamente decide protegerlo contra quienes lo persiguen. Inclusive acepta que venga a vivir con ella los fines de semana. Y aquí comienza el segmento central de la historia. Cyril es un chico rebelde que mantiene su obstinación de descubrir el paradero de su padre. Necesita desesperadamente afecto y Samantha comienza a prodigárselo en dosis crecientes, pero también sin concesiones. Por causa de un incidente con otro chico, en la vida de Cyril aparece el líder de una banda que procura captarlo, porque observa en él el aprendiz ideal para el robo. Y por esos andariveles, los directores van organizando una fábula sobre el duro aprendizaje de la vida. A pesar de todas las vicisitudes en las que se ve envuelto Cyril, a quien le han robado la infancia, El chico de la bicicleta es una película más esperanzadora que las anteriores de los Dardenne. Ellos mismos lo han reconocido en el Festival de Cannes, donde ganaron con este filme el Gran Premio del Jurado. La idea motriz de los directores en esta historia es que el amor puede ser más fuerte que la violencia. También plantean la necesidad de superar el feroz individualismo que rige en la sociedad y recuperar a la familia como núcleo clave para lograr un desarrollo equilibrado de los niños. Sin embargo, los directores eluden las explicaciones psicológicas. En cambio, mantienen su línea realista y su habitual ascetismo narrativo. Y a diferencia de sus filmes anteriores, en El chico de la bicicleta se observa un ritmo más intenso e inclusive incorporan la música sinfónica, mediante cuatro pasajes del Concierto Nº 5 para piano de Beethoven, que aporta serenidad en los momentos más álgidos de la historia.
Publicada en la edición digital #1 de la revista.