El Limonero Real de Juan José Saer es una historia simple, narra el derrotero de Wenceslao, un campesino que vive en una choza junto al río. La historia se concentra en un día, el 31 de diciembre, que el personaje vivirá entre la familia, la ausencia de un hijo muerto y el aislamiento de su esposa por el duelo. Lo complejo y genial del asunto es cómo está narrado. Como el Ulises de Joyce, Saer muestra una cosmogonía del detalle, de todo lo que se puede percibir, donde lo importante es la poesía del narrar que a su vez es una exploración sobre las posibilidades del lenguaje. juan-jose-saer-el-limonero-real-primera-edicion-nuevo-D_NQ_NP_379611-MLA20619390199_032016-F Fontan tiene mucho de esa dinámica de Saer, elige historias sencillas que le sirvan de plataforma para investigar sobre el lenguaje fílmico. En ese sentido lo que uno puede ver en El Limonero Real es deslumbrante; luz, naturaleza y sonido fundidos poéticamente como pocas veces se ha visto en el cine. Fontan elude la mirada a la naturaleza como la que produce National Geographic, aquí la naturaleza no se ofrece sólo para la contemplación, interpela la visión, cuestionando el formato de la mirada que ha sido domesticada para el consumo acrítico de imágenes. Y por sobre todo el Río, el agua que se desliza, como metáfora mayor, como fuente de vida y condena de esos hombres, como idea sublime sobre la naturaleza de la imagen fílmica. El agua es una constante en las historias de Fontan porque representa el arte de filmar, la summa teológica de la imagen. saer El río así es una figura precisa del cine donde la luz/agua son los vectores por donde se registra todo movimiento, el ojo por donde pasa el tiempo de su cine. El agua todo lo cubre y en ese proceso genera la ilusión de que mientras cubre, transparenta aunque sabemos que esa idea es pura ideología, que al cubrir encubre, que al mostrar opaca como ese río turbio y rugoso del Paraná en el que se sumerge Wenceslao como buscando en su seno la utopía de la propia imagen. Admito, hay cierta desesperación del ojo por conquistar lo que dicen las imágenes del Limonero Real, sea porque lo que muestra es reacio al entendimiento, sea porque supone otro órgano para su percepción. El cine de Fontán es un filtro perceptivo que sirve para distinguir en la gran constelación de imágenes las que son Arte y las que no lo son. limonero filmando 2 Aquel sintagma de Saer que preside cada uno de los nueve segmentos narrativos que conforman el texto original del Limonero Real, Amanece / y ya está con los ojos abiertos, sirve para el cine de Fontán, un cine para los ojos abiertos por la luz que lo fecunda. Cine y Literatura Fontan ha buscado una forma particular de crear puentes entre Literatura y Cine, eludiendo todo criterio adaptativo. De Macedonio y Fijman pasando por Marechal ahora se estaciona en Saer, un infilmable según los criterios normales para un guión. Dos criterios se descomponen en la filmografía de Fontan, la adaptación y la transposición, aquí el texto literario y el texto fílmico se ofrecen en paralelo donde lo que importa al film no es temas ni climas sino procedimientos del texto literario. Después de ver el Limonero Real sabemos que literatura y cine tienen vínculos mucho menos explícitos y obvios de lo que se creía pero nunca estuvieron más a la vista. Ladeado 1 Dice Fontán en su Blog (http://gustavo-fontan.blogspot.com.ar) durante cuatro semanas rodamos a orillas del río Colastiné, en la Provincia de Santa Fe. Los tres ranchos fueron construidos para la película siguiendo las viejas técnicas del uso del adobe. Conocíamos los riesgos de inundación en la zona, esa amenaza permanente. Nos arriesgamos, construimos los ranchos junto al río y el agua nos acompañó mansa ese tiempo de orilla. Hace unos meses el río se ha desbordado y los ranchos están bajo el agua. Y quizás pronto no quede huella de ellos. Hace un año arrancábamos el rodaje con esa conciencia de intemperie; conciencia que nos acompañó durante todo ese tiempo y nos acompañará ya para siempre. El Limonero real tiene algo que brilla y es su exterioridad, como diría el propio director su situación de intemperie, el signo desnudo buscando sentido. Como salidos de alguna novela (imposible) de Frederich Nietzsche, los personajes carecen de toda interioridad, son hijos de la luz con que se los filma.lr1 Si Tarkovsky pensaba al tiempo como el material con el que trabaja el cine, Fontán agrega luz /agua a sus elementos primordiales. De esa argamasa esta hecho el Limonero Real.
Navegar el duelo A veces el duelo, la pérdida intempestiva de algo amado, puede ser como un río. Interminable e insondable, con un cauce desconocido, que al transitarlo deja estelas, huellas que rápidamente desaparecen. El río que separa las dos orillas, la de la memoria en uno de sus márgenes y la del olvido en el otro, es el espacio donde no hay tiempo, o por lo menos en el que la cronología se encuentra abolida. Eso no significa suspendida, quieta, sino simplemente que no hay una dirección única para navegarlo. El cine y la literatura, cuando se fusionan, también generan este tipo de propuestas, con su río y orillas propias. Gustavo Fontán lo conoce de memoria, explora en cada una de sus películas esa intemperie, incerteza y ahora le suma a este viaje una nueva narrativa en la imagen.
Basada en la novela homónima de Juan José Saer, llega El limonero real, a nueva película de Gustavo Fontán que relata con su particular narrativa la historia de este apesadumbrado personaje. El litoral santafesino es el escenario de este relato en el cual Wenceslao, un humilde poblador de la ribera del rio comienza su día que no será como otros. Una celebración en casa de su familia, que comienza al almuerzo y se extiende hasta la cena pone de manifiesto el drama que subyace en su propio hogar: La ausencia de su hijo fallecido y la de su esposa, en eterno luto. Wenceslao atraviesa el día en compañía, pero solo, sintiendo las dos ausencias al mismo tiempo que se rodea de todos aquellos que le importan, menos sus dos personas más cercanas. Los festejos se suceden en este día que parece durar lo mismo que el sol, y Wenceslao como si fuese parte de ese paisaje arrasado por el agua y seco al mismo tiempo se deja arrastrar por esa correntada que son los rituales de los isleños, en los cuales él fluye como un bote más, parado en el polo opuesto de su esposa, pero con la misma falta y necesidad que ella. Imposible hablar de la película sin hablar de su director. Gustavo Fontán es un poeta que depone la pluma al mismo tiempo que agarra la cámara. El film plantea el luto por el hijo perdido casi anecdóticamente, es Fontán quien, a través de la imagen y sobre todo los tiempos del espectador para recorrer la composición del cuadro, la expresión del devastado pero estoico Wenceslao y hasta los frenéticos movimientos de la familia, transmite la desesperante sensación de lo que pudo ser y no fue. Que se puede decir ya de Germán de Silva que no se haya dicho. El actor a quien la mayoría de los espectadores conocimos en la fantástica Las Acacias (Pablo Giorgelli, 2011) encarna a Wenceslao expresando sin siquiera tener que gesticular, el desgarro que el personaje siente en su ser. El resto del elenco, sin salirse del código natural impuesto por el escenario, complementa este relato fuerte que emociona sin sobrecargar al espectador. El limonero real es una película de una belleza particular, con un clima que no se deja atiborrar por el de sus paisajes sino que se construye desde las cámaras. Con una poética maravillosa y un personaje potente, es sin duda un imperdible para quienes disfrutan de un cine reflexivo y pausado que no atraganta al espectador sino que lo compromete emocionalmente.
El universo de Juan José Saer es un mundo plagado de incertidumbre y de indefiniciones. Su literatura ha capturado la esencia de la vera del río, pero también ha permitido reflexionar sobre aquellas situaciones que, latentes, pueden llegar a explotar, silenciosamente, e inevitablemente. Gustavo Fontán (“El rostro”) parece ser el director indicado para llevar al cine este mundo y transponer “El limonero real” (Argentina, 2016) en imágenes, por su arduo proceso de traducción icónica y experimentación, siendo éste su primer filme narrativo “tradicional” por denominarlo de alguna manera. A Wenceslao (Germán de Silva) nada parece persuadirlo ni perturbarlo. Sus rutinas diarias le permiten configurarse una zona de confort, que a pesar de estar llena de carencias y ausencias, lo han fortalecido. En una humilde morada reside con su mujer, la que, inexplicablemente, decide no acompañarlo en un festejo de la víspera de un año nuevo, cansada de reclamos y de una inercia que cala hondo en los cuerpos de ambos, y que es el resultado de un proceso de duelo de ambos que parece haber afectado más a ella que a él. Wenceslao no recibe las señales, e inevitablemente deberá tomar algún partido sobre el planteo, pero no lo hace, por lo que decide continuar con sus rutinas, y si en una primera escena el director decide mostrarlo remando en el pequeño bote con el que diariamente pesca su sustento, esa imagen se reiterara como una metáfora del esfuerzo diario que pone en las tareas. Porque más allá de la inercia y de la inevitable falta material de muchas cosas, Wenceslao sólo sabe hacer aquello que está acostumbrado, sin poder correrse del eje más allá que lo quisiera hacer o se lo impongan. Es fin de año, y el entiende que debe seguir adelante, aún se detenga sólo para reposar bajo un árbol y dormir una siesta, porque a él no le importa que su mundo cambie como lo ha hecho, y que sea abandonado por aquella mujer a la que le ha dedicado gran parte de su vida y esfuerzos y que le dice que no puede por el dolor que tiene festejar nada “El limonero real” habla de la imposibilidad de conseguir una conexión concreta con el otro, y bucea en la iteración de situaciones que inevitablemente terminan por erigirse como el único sustento y razón de ser de algunos. Una vez más Fontán experimenta con la cámara y hace fluir en el lente imágenes de transición que son claros índices del lugar en donde viven sus protagonistas. En esta oportunidad, y a diferencia de sus filmes anteriores, la experimentación está mucho más medida, porque, al contar con un guión literario, su universo también tiene que detenerse en los personajes que acompañan a Wenceslao y su diario peregrinar entre el río, la orilla, los camalotes, el aburrimiento y el tedio. Fontán coloca la cámara hábilmente para que cualquier otro reclamo sobre la constitución de sus personajes no exista, logrando transmitir con total naturalidad la familiaridad del río, sus personajes, su cultura y su folklore, pero también el dolor sobre algo que se pierde y que no puede, ni se podrá, recuperar.
Destilar la gota de miel más (agri)dulce. “El tiempo del luto terminó”, le dice Wenceslao a su mujer, que le cose en su camisa blanca una cinta negra que se había aflojado. Pasaron seis años desde que el hijo de ambos se cayó de un andamio, pero ella sigue de duelo, y de hecho ese día no va a ir a lo de su hermana, donde la familia se junta a celebrar Año Nuevo. Wenceslao se va solo, llevando unos limones y unas brevas que arrancó del limonero del fondo. Ciclos: El limonero real comienza cuando despunta ese último día del año y termina a la madrugada del día siguiente, cuando el nuevo año comenzó. Pero para la mujer de Wenceslao, de quien no se sabrá el nombre, nada cambió. Para ella, el tiempo del luto no terminó y tal vez no termine nunca. Para el propio Wenceslao quizás tampoco haya terminado, aunque él mismo no lo sepa. En una de esas de eso trata El limonero real, aunque eso –la continuidad del duelo– no esté a la vista. De lo que está y no está a la vista se ocupa el cine, y eso es algo que Gustavo Fontán debe haber tenido muy en cuenta a la hora de adaptar El limonero real (1974), novela de Juan José Saer que es pura literatura. Pura literatura, antes que nada por el peso que la descripción tiene en ella. El cine no necesita describir: le basta con dejar ver el entorno unos segundos más de lo habitual. Fontán lo hace por decantación, al adoptar la misma cadencia pausada que pauta sus películas desde El árbol (2006), la película que marca la definitiva refundación de su carrera. Aunque declara haberse enamorado de la novela de Saer desde la primera vez que la leyó, recién salido de la adolescencia, a la hora de la trasposición Fontán no tuvo compasión con el original: arrasó prácticamente con la estructura del libro, dejó de lado experimentos literarios, frases maratónicas y cambios de voces narrativas y se concentró pura y exclusivamente en el corazón del asunto. Como quien extrae de un panal sólo la gota de miel más (agri)dulce, la que en 77 minutos y con las armas cinematográficas más esenciales pudiera expresar, sin hacer alusión directa a ello, aquella idea, la persistencia del duelo y la ausencia, corroyendo con ella el duro limonero de lo real. “¿Mi hermana no viene?”, pregunta, molesta, Rosa (Eva Bianco). Wenceslao (Germán De Silva) baja la cabeza avergonzado, como si fuera un poco de él la responsabilidad de que su esposa (Patricia Sánchez) sea una mater dolorosa. Es una doble ausencia la que pesa sobre él: la del hijo muerto y la de la esposa ausente. Ausente porque no está y porque hace seis años que se declaró en estado de ausencia. Wenceslao no habla del tema, y eso no dicho es lo que está presente en su silencio, en su aire entre reconcentrado y resignado, en la simbólica sumersión en el río, uno de los contados momentos en los que la narración pasa de la tercera a la primera persona (los otros son unas breves subjetivas desde el bote, en el viaje de ida hacia lo del cuñado Rogelio). Allí, cuando se sumerge, por instantes el cuadro cinematográfico es ganado casi por completo por el negro, algo que sucede en un par de momentos más (el último de ellos es al final, cuando Wenceslao vuelve a su casa). Parecería que esos momentos transpolan el célebre cuadro negro de la novela, cuando Wenceslao pierde brevemente el conocimiento, en ambos casos una referencia a escala a la negrura que lo cerca. Otra opción de Fontán, de muy diversa índole, es la del pudor en lugar de la crudeza expositiva. Wenceslao no hace caca en medio de los pajonales, no se baña desnudo sino en calzoncillos, a la pareja a la que espía no llega a vérsela en pleno trajín fornicatorio, no se asiste al carneo del carnero. A cambio de eso, El limonero real de Fontán brinda una suave sensorialidad, dictada por el peso mismo del silencio (que en cine es muy fuerte), un largo travelling lateral mostrando los árboles desde el bote, la luna llena en medio del cielo y, sobre todo, el momento más lucido estéticamente, el baile del 31 mostrado casi en silencio, como en medio de la bruma o del sueño. La notable fotografía de Diego Poleri, que difumina el sol de día y le arranca tonos plateados a la noche, tiene mucho que ver con esto.
El río, siempre el río Transposición del relato homónimo de Juan José Saer, El limonero real (2016), de Gustavo Fontán, se concentra en lo sensorial –a tono con la poética del escritor- para contar una historia sencilla a la vera del río. Tras la muerte de Borges, el canon literario argentino quedó, sino huérfano, al menos en el desconcierto. Con el transcurso de los años, la figura de Juan José Saer (1937-2005) y la de otros escritores se tornaron más nítidas, más visibles para la academia y la crítica. Dentro de ese panorama, los textos de Saer se destacan por darle a lo sensorial una especial importancia. Su narrativa oscila entre la intertextualidad con relatos de fama universal (el Ulises de Joyce tal vez sea el ejemplo más representativo) y la re-contextualización, en una operación de lectura que ubica al río como un espacio de fuerte irradiación semántica. Gustavo Fontán (otro artista “de los sentidos”, pero desde el punto de vista audiovisual) hace lo que un cineasta verdaderamente debe hacer cuando lleva a la pantalla un texto literario: transpone. Es decir, ofrece una lectura, una mirada, no “plasma”; transforma y al mismo tiempo revela un universo cuya genética está en el papel. El realizador de La madre (2009) y La casa (2012) y, entre otras, tiene por lo visto una afinidad con el espacio de El limonero real. Ya había explorado con lirismo al río en El rostro (2014) y con resultados igualmente óptimos. Ya se ha dicho por estas páginas que su cine implica instalarse en un estado, y que sus películas, en definitiva, se concentran más en el “cómo” que en el “qué”. Por tal motivo, ingresar en la “órbita-Fontán” puede resultar una experiencia ríspida para una buena cantidad de espectadores. Para los que ingresan, la experiencia es puro goce. Aquí, la trama se concentra en el viaje de Wenceslao hasta la casa de su hermano, el 31 de diciembre. Wenceslao está interpretado por Germán de Silva, uno de los actores más singulares e interesantes que ha dado el cine argentino más reciente (se lo pudo ver en Las Acacias, pero también en Relatos salvajes). El hermano está interpretado por el cineasta Rosendo Ruíz, y su inclusión interpretativa resulta una verdadera sorpresa. También aparece Eva Bianco, que a tono con Y, también porta un rostro de indudable magnetismo cinematográfico. Gustavo Fontán lo sabe, y hace de la mirada un verdadero recorrido, en donde lo topográfico se funde inevitablemente con lo emocional; la mirada por el hijo muerto, la mirada por los rituales de celebración en un contexto humilde, y, claro, la mirada que naturaliza lo salvaje del paisaje, y se funde con el individuo como si fuera una totalidad. Nada de esto tendría impacto si no fuera por la forma en la que esa mirada es capturada por la cámara, que en el caso de Fontán bien podría encontrar su justo parangón con el cine de Alexander Sokurov, por lo contemplativo y por su construcción por momentos pictórica (jamás turística). Y allí radica el mayor logro de esta transposición, hacer que el sentido desplegado en el papel se amalgame con la imagen y, desde allí, nos lleve directo al río.
LA FRAGILIDAD HUMANA Gustavo Fontan, como en “La orilla que se abisma” y “El rostro” vuelve a ese río que supo fascinarnos pero esta vez, adaptando, inspirándose en la novela Juan José Saer , de la que toma textual los pocos diálogos de la película. Un último día del año y el consabido festejo familiar. Son tres hermanas con sus maridos y sus hijos. Pero la mujer de Wenceslao no va, dice que esta de luto por la muerte de su hijo que ocurrió seis años atrás. Esa negación se contrapone al clima de festejo, lo tiñe todo de una melancolía abrumadora, donde el entorno de una naturaleza exuberante y también amenazadora se impone a la fragilidad de los destinos humanos. Una reflexión sobre el paso de tiempo, la soledad, y hasta la rebeldía de permanecer en el dolor. Un bello film que seducirá al espectador.
El director Gustavo Fontán traslada a imágenes el libro de Saer sobre una pareja que vive en una isla, donde atraviesa el duelo por la muerte de un hijo. Él cree que ya es tiempo de dejar el luto, pero ella se siente incapaz de acompañarlo a la fiesta vecina. Es año nuevo. El marido irá solo, llevando unos limones, y allí se encontrará con otros personajes. Un personaje en movimiento y otro que no quiere moverse. La anécdota es mínima. Pero la capacidad de Fontán para llenarla de imágenes en las que la naturaleza, sus barros y humedades, sus sonidos y luces, abraza a los que viven en ella -o vuelven, o se quieren ir "a la ciudad"-, gente de pocas palabras y mirada profunda, hace de El Limonero Real una película de gran potencia poética, que puede poner en escena la ausencia, nada menos, sin apelar a ornamentos visuales ni parrafadas que expliquen lo que se entiende con la claridad de un cielo despejado.
Hay novelas malas que dan buenas películas y los ejemplos en el cine son conocidos. Lo opuesto también sucede y ha dejado como resultado una gran cantidad de películas académicas, dispuestas a la ilustración obediente de un argumento inobjetable y de aparente importancia. Hay también casos más enrevesados y curiosos, donde la propia sustancia de una novela parece intraducible al lenguaje de las imágenes con sonidos. La literatura infilmable existe, y puede, bajo ciertas circunstancias, inspirar películas notables. El limonero real, de Gustavo Fontán, es una de ellas. Cuando llegaron las primeras noticias de que un director de cine iba a filmar el venerado libro de Juan José Saer, los seguidores fieles del escritor santafecino se mostraron escépticos. Los guardianes de la obra de Saer deben haber pensado con razón que, si bien la materia narrativa de El limonero real es afable, las peripecias descriptivas que constituyen la estructura del texto deberían amedrentar a cualquier cineasta. La dilatada acción dramática del libro, su escasa apelación a la psicología, como asimismo su analítica obsesiva por la descripción autónoma de cada minúsculo suceso, inducen a desestimar una versión cinematográfica, en la medida que se busquen tanto en el cine como en la novela una exposición evolutiva de un relato con picos dramáticos y resoluciones finales susceptibles de edificación. Fontán había demostrado en La orilla que se abisma una admirable capacidad para hallar una vía de traducción de los versos de Juan L. Ortiz en imágenes. Prácticamente sin citar al poeta entrerriano el cineasta se situaba en el ecosistema que inspiró al poeta y conseguía disponer imágenes y sonidos que dispensaban el efecto sensible de esa palabra poética. La existencia tocada de gracia por el mero estar entregado a la vitalidad sensual de la naturaleza no se divisaba en el filme como un retrato fidedigno. No hay allí ningún plano de una flor o de los camalotes del río fotografiados bellamente para conseguir mayor nitidez y descansar entonces en una mimesis fílmica de lo real que repitiera lo que el ojo sí podría ver si el observador estuviera atento. Fontán transformaba el encuentro con lo real (de J. L. Ortiz) en una experiencia perceptiva ligada al trance poético. Este arduo procedimiento estético es el que también se pone en práctica en El limonero real. Si la dilación descriptiva del libro retiene al relato o más bien lo confina a un misterioso seguimiento de los actos mínimos desprovistos de importancia, Fontán encontrará cómo filmar ese sortilegio de la prosa de Saer que tiende a la poesía en una laboriosa operación en donde el sonido sugiere en su indeterminación el lugar de lo poético y la imagen retiene la lógica necesaria de un relato. Ver y oír en El limonero real adquieren otra valencia. El placer puede ser inmenso, pues se trata de una forma de habitar el mundo según la cual la experiencia sensorial reinventa la sucesión ordinaria de eventos desprovistos de un aparente sentido. Hay varias escenas que evocan ese éxtasis en lo cotidiano. La cena familiar con la que cierra el filme es una de tantas escenas magníficas: una simple reunión se transforma en un acontecimiento que mitiga la insignificancia. A esta altura, el lector se preguntará de qué trata El limonero real. El relato transcurre durante un solo día. Wenceslao se despierta, va al baño, prepara el mate, habla con su mujer, visita a su hermano, almuerza con toda su familia, se baña en el río, duerme una siesta bajo un árbol y en la noche asiste a los festejos típicos que reúnen anualmente a los grupos familiares. Todo eso sucede bajo una difusa cualidad espiritual que tiñe secretamente el ánimo del filme. La mujer de Wenceslao está de luto y su tristeza es infinita. Todos los familiares conviven con esa tristeza y el deseo de que ella deje de penar. Quizás El limonero real no sea otra cosa que una forma peculiar de filmar el deseo de conjurar un duelo. En esa noche en la que se celebra un nuevo ciclo de vida, los comensales bailan y parecen felices.
Saer, el río y la poesía Filmar una novela es de por sí un desafío para cualquier director, pero basarse en una de Juan José Saer y, más aún, en una de sus más complejas y radicales como El limonero real (1974) adquiere la categoría de hazaña. El guionista y realizador Gustavo Fontán sale más que airoso porque tiene talento y sensibilidad, y es inteligente como para no intentar imitar o traducir al genial escritor, sino simplemente respetar su espíritu, su esencia, para luego embarcarse (como lo hace el protagonista en su bote por el río Paraná) en un camino propio. Tras La orilla que se abisma y El rostro -películas que hoy parecen escalas previas para llegar a El limonero real-, Fontán se trasladó hasta una zona de islas en Santa Fe para rodar allí una historia de pérdidas, ausencias y duelos. El protagonista es Wenceslao (Germán de Silva, uno de los pocos intérpretes profesionales del elenco junto con Patricia Sánchez y Eva Bianco), un hombre que carga con la culpa de la muerte de su hijo adolescente. De todas maneras, él está conectado con sus familiares y con el mundo que lo rodea, pero no logra que su esposa salga de un duelo que lleva seis años y que la mantiene encerrada en el dolor y el resentimiento. Desde un amanecer hasta un atardecer, la cámara de Diego Poleri (exquisito director de fotografía) captura las experiencias cotidianas de Wenceslao: la recolección de los limones a los que alude el título, sus viajes en barco, sus caminatas por las orillas y el bosque, el contacto con sus parientes, su observación de la dinámica infantil y juvenil, el sacrificio de un animal, la preparación de la comida para una celebración de fin de año, un baile improvisado... El paso del tiempo, la luz del sol que se percibe entre el follaje, la corriente del río con sus camalotes flotando, el calor que se intensifica en el transcurso del día, los instantes que el personaje se toma para fumar, tomar un mate o prender un fuego van conformando un universo que remite no sólo al original de Saer, sino también al lirismo de directores como el maestro iraní Abbas Kiarostami. Con planos fijos, travellings o virtuosos planos secuencia, trabajando con el fuera de campo o con múltiples capas de sonido, Fontán logra seducir y fascinar. Es un cine con mínimos conflictos (al menos de una forma explícita y evidente) que apuesta a construir con paciencia atmósferas, a transmitir las sensaciones, los estados de ánimo de sus personajes en contacto con lo agreste, con la naturaleza salvaje. Cine y poesía unidos con el sello de un director con vuelo propio.
Fontán, en esta ocasión y al igual que en otras oportunidades mostradas en sus anteriores largometrajes, como en Ritos de Paso o en Marechal, muestra su respeto y su fina observación, sin temor al producto final, siendo un fiel reflejo y, por supuesto, un gran homenaje al relato de Saer. El film se desarrolla, al igual que en el libro, en las orillas salvajes de Colastiné, pueblo de la provincia de Santa Fé. Es el último día del año y Wenceslao prepara sus pocos petates para cruzar el río en su bote e ir a la reunión de fin de año que se celebra en la casa de su cuñada, una ciudadana isleña. Ella, la mujer de Wenceslao, se niega a acompañarlo: "Estoy de luto" agrega su esposa sin posibilidades de remate. Lo cierto es que hay un duelo, un luto rigoroso desde hace seis años por el hijo que ambos perdieron en una accidente laboral. Wenceslao, entonces, parte hacia ese festejo río abajo, mientras se aleja de su casa y de su esposa, se masculla la tristeza y la ausencia de aquel que no está y de aquella que se niega a permanecer, a participar. Este film, reflejo de lo escrito por Saer, abunda en detalles visuales y sonoros. La densidad de la naturaleza y de los tiempos de la película otorgan un claro ejemplo de la prosa de Saer. El director, junto al apoyo de la Municipalidad por el desarrollo del proyecto 'Santa Fé como set de filmación' utilizó como recurso infalible a la naturaleza en su inmensidad y esplendor, mostrando también su lado salvaje y su negra y total soledad. Con planos abiertos, desenfoques acertados y mucha profundidad de campo pocas veces vistos, encuadra sus tomas en donde no hay acción, la vivacidad queda relegada a unos costados mientras que el ángulo apunta a lo verde, a la naturaleza indómita que rodea este grupo de seres que conviven de forma aislada en la espesura de las islas del interior. Por momentos, la historia se figura lenta, sin embargo, la cantidad de pequeños detalles que se muestran y la misma densidad que su velocidad abarca relatan lo que el libro original pudo mostrar. La música o banda de sonido no existe en este film. Los sonidos de la naturaleza son amplificados a su máximo potencial para musicalizar esta obra. Y se logra. Los grillos, el río, los animales de pastoreo y hasta el viento desfilan de una forma estelar para dar profundidad y sensaciones a lo largo de toda la película. El film está perfectamente llevado y las actuaciones son las correctas, reflejando sin adornos ni remates claros, que la vida en las islas es distinta, que los pobladores son diferentes y que una experiencia trágica, como la muerte de un hijo, puede ser extraída de toda solemnidad para mostrar en total esplendor el silencio y la ausencia voraz. Por ende, es una película adaptada fielmente a la prosa más mística de las creaciones de Saer, que contó con el reconocimiento del Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia y con ella se inaugura el año homenaje a Juan José Saer. 'El limonero real' sin sobresaltos pero con sentimientos que desbordan hasta lo profundo podrá verse a partir de hoy en las salas del país.
Fontán superael difícil desafío de adaptar a Saer El recordado escritor santafesino Juan José Saer colaboró en el guión de sólo dos películas: "El encuentro" (Dino Minitti, 1966) y "Las veredas de Saturno" (Hugo Santiago, 1986). Y vio con satisfacción tres adaptaciones de otras tantas historias suyas: "Palo y hueso" (Nicolás Sarquís, 1968, un cuento), "Nadie nada nunca" (Raúl Beceyro, 1988) y, en especial, "Cicatrices" (Patricio Coll, 1999). Pero hasta el presente nadie se había animado con "El limonero real". Se explica. Su trama es bastante reducida. Un día de fin de año en la vida de dos isleros agobiados por la muerte del hijo, hace ya seis años. El hombre va a encontrarse con sus parientes políticos. La mujer sigue encerrada en su duelo. Eso es todo. Pero se cuenta mediante frases larguísimas, complejas, llenas de repeticiones, aliteraciones y descripciones harto detallistas, y unos diálogos muy literarios, combinados con vagabundeos de la mente y reflexiones, diríamos, joyceanas. ¿Cómo trasladar eso al cine? Gustavo Fontán ("La orilla que se abisma") evita el riesgo de la transcripción. La anécdota permanece, y el comienzo es muy similar al de la novela, pero el resto elude los relatos que hay dentro del relato, reduce los diálogos, deja el hueso. Y, lo más importante, nos lleva al espíritu del libro mediante sus posibles equivalentes cinematográficos, apelando a la contemplación del paisaje islero, a la inmersión en el mismo, que ya de por sí parece ensimismado, y apelando también a la elaboración de un sonido en varias capas, realista y estilizado al mismo tiempo. Película breve, singular, poética, pide ser vista con el debido estado de ánimo. Rodaje en el Colastiné, con Germán de Silva y dos pilares fundamentales en el cine de Fontán: el director de fotografía Diego Poleri y el sonidista Abel Tortorelli.
Al otro lado del río Filmar una novela supone un reto para cualquier director. Y si hablamos de una obra de Juan José Saer, es aún mayor. El limonero real refleja significativamente la palabra escrita por Saer en su libro homónimo. Se desarrolla de igual forma que en el libro en las orillas de Colastiné, en Santa Fe. Wenceslao (Germán de Silva) se prepara para cruzar el río e ir a la reunión de fin de año que se celebra en la casa de su cuñada, pero la mujer de Wenceslao decide no acompañarlo. Ella aún se siente en medio de un riguroso luto desde hace seis años por el hijo que ambos perdieron en un accidente laboral. La película no escasea en juntar detalles visuales y sonoros de la naturaleza a su máxima potencia, haciendo uso de la monstruosidad de esta misma como recurso descriptivo. Planos abiertos, travellings, planos secuencia y profundidad de campo ayudan a entender también el lado salvaje del escenario, el cual rodea a este grupo que convive aisladamente. El film transcurre despacio por algunos momentos, pero llevado de forma perfecta, lo cual no es un concepto negativo, sino que lo habilita a manifestar cómo es la vida en las islas de forma pausada: los pobladores son diferentes y también lo son los estados de ánimo ante cada situación que viven o les tocó vivir. Tenemos a Wenceslao, quien se aleja de su casa y de su esposa, con la tristeza por la ausencia de ese ser que ya no está, y por el que aún está pero tampoco permanece a su lado. Y las actuaciones para comprender todo esto son correctas. Se siente en estos personajes toda la poesía que los rodea. Podemos decir que el conflicto es mínimo, pero la experiencia y capacidad de Gustavo Fontán, su director, nos deja un film que conforma un universo exquisito de sensaciones, que pone de relieve a la ausencia, sin necesidad de vendernos espejitos de colores.
Según sostiene Raúl Beceyro en un libro publicado hace poco por la Universidad Nacional del Litoral, si hasta ahora tres de las cuatro películas argentinas basadas en textos de Juan José Saer habían sido realizadas en Santa Fe por discípulos del escritor, ha sido por la influencia que éste ejerció en quienes fueron sus alumnos en el Instituto de Cinematografía de la UNL en los años 60 (de allí provendría el interés en su obra de Nicolás Sarquís, Patricio Coll y el propio Beceyro, directores de Palo y hueso, Cicatrices y Nadie nada nunca, respectivamente). En dicho libro recuerda también que Saer, más allá de su experiencia como guionista, fue un cinéfilo que seguía a Sidney Lumet, aprendió a valorar a Lindsay Anderson y Andrei Tarkovski, y evaluaba las virtudes de Tim Burton. Gustavo Fontán (1960, Banfield, provincia de Buenos Aires) no fue alumno de Saer, pero muchos consideran atinado que sea el responsable de una nueva versión cinematográfica de otra de sus obras. Cineasta reflexivo, artista sensible, se ha ocupado con nobleza, en distintos trabajos documentales y experimentales, de escritores y poetas como Juan L. Ortiz, Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández, Jorge Calvetti y Jacobo Fijman, e incluso en algunas de sus ficciones, como la maravillosa El árbol (2006) o la más reciente El rostro (2013, filmada en Entre Ríos), donde supo materializar algo de la vitalidad y el misterio propios de la poesía, sin artificios de póster ni aforismos en voz alta. Filmada el año pasado en el barrio santafesino de Colastiné —donde Saer tenía una casa y se desarrolla la novela— su versión de El limonero real contó con Germán de Silva (protagonista de Las acacias y visto también en El patrón, radiografía de un crimen y Relatos salvajes, entre otros filmes) para Wenceslao, Eva Bianco (actriz de Cuatro mujeres descalzas y Los labios) para Rosa, Rosendo Ruiz (el realizador cordobés de De caravana, debutando como actor) para interpretar a Rogelio, el niño Gastón Ceballos para El Ladeado y Patricia Sánchez para dar vida a Ella, la ensimismada mujer de Wenceslao. El recuerdo de un hijo muerto en trágicas circunstancias envuelve con un manto sombrío la vida cotidiana de este grupo familiar, habituado a convivir con la exuberante naturaleza del Litoral. La película de Fontán es una experiencia sensorial y una fructífera búsqueda de comprensión del mundo de estos personajes, antes que un rígido homenaje a su autor. Descartando elementos de la novela que hubieran desviado el clima propuesto —como la graciosa discusión que mantienen pobladores en un bar acerca de qué inundación fue peor—, la versión cinematográfica se sigue con la atención puesta en los detalles que hacen a estas vidas marcadas por rutinas sencillas a orillas del río, atravesadas por dudas y remordimientos. A pocos días del estreno nacional de El limonero real —que en nuestra ciudad se exhibirá el próximo viernes en el cine El Cairo, abriendo el 23er. Festival Latinoamericano de Cine de Rosario (ver página 12)—, Más dialogó con su director. —¿Recordás cuándo leíste por primera vez El limonero real? —Sí, claro. Yo estudiaba Letras en la UBA. Saer no formaba parte de los programas, pero un profesor, no puedo acordarme quién, dijo que había que leerlo. Algo como un imperativo categórico. Es curioso, no recuerdo el autor del mandato, sólo el mandato. Y lo leí. Dos novelas en ese entonces: Nadie nada nunca y El limonero real. Y esa experiencia fue alucinógena. —¿Qué te impactó del texto? —Ese primer contacto fue pura empatía. Recuerdo la persistencia de un texto meses después, sin reflexión sobre eso. Años después conocí el Paraná. Esa otra experiencia, la de la visión inquietante de ese cauce y las orillas, la experiencia de la luz sobre un paisaje, de tono menor si se quiere comparado con el mar o las altas montañas, el contacto con la gente de las islas, fue de nuevo impactante. Ir en un bote, en silencio por los canales o por el río abierto, producía en mí un sentimiento nuevo, una salida del tiempo hacia un abismo, no visible y poderoso. Sentí que había visto todo eso alguna vez, y ese acontecimiento se curvó hacia un antes de lecturas y un después de cine. —En la novela las voces narradoras van cambiando. ¿Cómo resolviste esas variaciones del punto de vista? —Adaptar es un acto cargado de tensiones. Podríamos pensarlo como un acto de doble signo: amoroso, por un lado, por el amor a un texto, el reconocimiento de esa huella que un texto deja en nosotros para siempre, y, por otro, cargado de violencia. Es a partir de un texto, pero sólo desprendiéndose de ese texto que puede nacer la película. Por lo tanto, desde el comienzo sabía que intentar reproducir la variedad de voces narradoras o el arco temporal o los múltiples recursos que despliega Saer, maravillosamente, en su novela, era un acto demencial. Es a partir del texto, sí, pero con un recorte posible y con la convicción de llevar adelante una creación nueva que se apoye en sus propias decisiones. La película, para ser, debe olvidarse del texto del que ha nacido. —La novela de Saer contiene minuciosas descripciones que transmiten sensaciones de desánimo, tristeza y resignación. La película parece expresar eso con planos de los actores de espaldas, desplazamientos cansinos de la cámara, percepción de las texturas. —Hay un centro narrativo del texto muy poderoso: Ella, la mujer de Wenceslao, se niega a asistir a la reunión familiar del 31 de diciembre porque está de luto por su hijo, su único hijo, muerto seis años atrás. Se niega a ir a pesar de la insistencia de su marido, de sus hermanas, de sus sobrinas, y sólo dice eso por toda explicación: "Estoy de luto". Ese núcleo narrativo, esa negación que provoca movimientos concéntricos a su alrededor, configura la estructura de la película. La emotividad se posiciona en Wenceslao, en su subjetividad, en el modo que vive esta doble ausencia: la de su mujer y la de su hijo. Rosa, la hermana de Ella, la va a buscar después del almuerzo, y vuelve enojada porque no la consigue convencer. Wenceslao le pregunta: "¿Qué hacía?". "Ni mierda", responde Rosa, y agrega: "Debería haber ido y enterrarse con él". Y Wenceslao le contesta: "Ella no, yo". Hay que seguir, la vida sigue para Wenceslao y todos ellos. Pero Wenceslao no puede dejar de preguntarse a cada momento si alguna vez le perdonará el hecho de estar vivo. —Casi no hay primeros planos y los personajes aparecen como figuras confundidas con el paisaje. ¿Qué procuraste con eso? —No hay una explicación parcializada para cada elemento de la puesta en escena. Todas las decisiones se hacen cargo, sin ostentación, de la emotividad que intentamos construir. No sé por qué pensábamos que ese hombre que vive cada momento del día con esa duda —¿podrá Ella perdonarlo alguna vez por estar vivo?—, con la tensión inevitable entre la vida y la muerte, con la carga de esas dos ausencias, debe ver todo por el rabillo del ojo. —Un leve zumbido casi permanente recorre el filme. ¿Cómo trabajaron la banda sonora? —La realidad no puede ser pensada y percibida más que como algo imperfecto. Las suturas entre los planos de imágenes o entre el plano de imagen y el plano sonoro son sólo aparentes. Por todos lados se cuela el misterio. Como si el mundo estuviese rasgado. El trabajo de Abel Tortorelli en el sonido de la película es de una profunda sensibilidad, se preguntaba y me preguntaba constantemente qué y cómo escucha Wenceslao. Las capturas de sonidos, las decisiones de qué se escucha en cada momento, cómo se lo mezcla, significa recorrer y descartar posibles respuestas a esa pregunta. Por otro lado, el sonido le da la respiración definitiva a la película, su dimensión musical. —Es notable la verosimilitud en las conversaciones, sin el costumbrismo habitual en las ficciones de nuestro cine y nuestra TV. ¿Cómo trabajaste para lograr esa autenticidad, nunca subrayada, desde el guión y con los actores? —Los diálogos son una parte más de la poética general de la película y deben responder al tono y a la austeridad con la que pensamos todo. Para representar a los distintos personajes de El limonero real trabajamos con una mezcla de actores y no actores. Germán de Silva, Eva Bianco y Patricia Sánchez son actores con mucha experiencia. Rocío Acosta tiene formación actoral. Los demás, en cambio, no son actores. El trabajo central estuvo en amalgamar la representación de todos ellos. Y estoy feliz con lo que cada uno le aporta a la película. —Saer ha definido al río como una frontera y al mismo tiempo un lugar con vida propia, un símbolo muy antiguo, una metáfora del tiempo. ¿Cómo lo ves vos? —Las dimensiones simbólicas son inevitables para algunas lecturas. Luego, a la hora de filmar, el río, un árbol o un rostro son tan solo fragmentos de materia para construir una imagen. Y con esa intención filmamos cada plano. —Como en la literatura, en el cine lo lírico suele ser resistido. Muchos esperan de una película sólo que narre una historia de manera clásica; a vos, sin embargo, te interesa explorar otras posibilidades. ¿Cómo te llevás con eso? —Como los más grandes artistas, Saer se pregunta por el lenguaje. Se hace una pregunta que podríamos pensarla como elemental pero no lo es: si voy a escribir narraciones, ¿qué significa narrar? Esta pregunta es profundamente política porque se vuelve rebelde a los supuestos y a los discursos cristalizados, y entiende la literatura y la cultura como un campo de tensiones. La idea de la cultura como algo hecho, positivo, le provoca una reacción lógica: yo con esto no tengo nada que ver. Entre esa pregunta y la construcción de la obra, Saer toma una posición: borrar los límites entre narración y poesía. La sencillez de este enunciado puede encontrar la verdadera dimensión, la más profunda y compleja, en la lectura de sus libros. Experiencia nueva, inédita de lectura, y por lo tanto exigente. Como si debiéramos también nosotros aprender a leer. Personalmente, si pienso en el cine que me interesa hacer, me gusta esa idea de una simbiosis entre la narración y la poesía. Y por otro lado, creo que no se puede hacer una película sin volver a preguntarse cada vez por el lenguaje. —¿Cómo fue la experiencia de haber filmado en Santa Fe? —Muy buena. A orillas del río construimos los tres ranchos de la película. Lo agreste de la zona, la presencia del río, la luz, esa intemperie, están ahí. No imagino El limonero real sin esa presencia del espacio y del tiempo de ese espacio. Meses después de terminar de filmar me mandaron unas fotos: los ranchos, por la crecida, estaban bajo el agua. Era una imagen muy triste. Creo que filmamos todo el tiempo con la conciencia de ese riesgo, de ese sentido de intemperie. Por otro lado, estamos muy agradecidos por la ayuda y el apoyo que se nos dio para que la película se llevara adelante, tanto de los organismos santafesinos que colaboraron como de muchos habitantes que de un modo u otro participaron. Olga Aranda, por ejemplo, coordinadora del Solar Cultural de La Guardia, una pequeña localidad cercana a Colastiné, nos ayudó a buscar actores. Le decíamos: precisamos un chico de unos doce años, con tales características. Entonces pensaba unos instantes y enseguida salía a recorrer las casas de la costa y del barrio. Volvía al rato, con dos o tres chicos posibles. Y siempre acertaba. Resultado de su ayuda son, además de algunos adultos, los cuatro niños de la película. Estamos agradecidos infinitamente con Olga y orgullosos de nuestros niños actores. Entre el silencio y una húmeda luz "No ha dicho una sola palabra ni tampoco ha llorado. Se ha limitado a moverse con gestos mecánicos, ausentes, y a dejar que su vestido negro centellee en los contornos de su figura a la argéntea y húmeda luz de julio. Wenceslao, mientras rema, la mira de vez en cuando, preguntándose si alguna vez le perdonará el simple hecho de estar vivo." (Juan José Saer, El limonero real) Ficha técnica Intérpretes: Germán De Silva, Eva Bianco, Patricia Sanchez, Rosendo Ruíz, Rocio Acosta, Gastón Ceballos. Guión y dirección: Gustavo Fontán. Productores: Guillermo Pineles, Gustavo Schiaffino, Alejandro Nantón. Fotografía y cámara: Diego Poleri. Sonido: Abel Tortorelli. Montaje: Mario Bocchicchio. Director de arte: Alejandro Mateo. Productor ejecutivo: Guillermo Pineles, Laura Mara Tablón. Dirección de producción: Mabel Ciancio. Jefe de producción: Gianni Tosello. Fotografía fija: Gustavo Schiaffino. Asistente de dirección: Alejandro Nantón. Primero de dirección: Martín Vilela.Producción: Insomniafilms, Tercera Orilla, Incaa. Web: http://www.ellimoneroreal.com.ar. Fernando Varea
Vidas precarias. Dentro del universo narrativo de Juan José Saer, El Limonero Real (1974), su cuarta novela, es considera por algunos sectores de la crítica literaria, entre los que podemos citar al académico Noé Jitrik, como un relato obsesivo en el que las imágenes y las palabras construyen una acción fragmentada en la que la historia funciona como un entramado de densidad formal para el desarrollo de un mundo poético subyacente. El realizador Gustavo Fontán emprendió la adaptación de la compleja novela de Saer al cine con todas sus particularidades y una voluntad de diálogo para encontrar esa expresión de lo real escondida en las heridas que nunca sanan. En medio de las islas alrededor del Río Paraná, en la provincia argentina de Santa Fe, una familia se apresta a festejar el último día del año pero la esposa de Wenceslao (Germán de Silva) se niega a participar a causa de su duelo por su hijo de dieciocho años, muerto en un accidente laboral en una construcción tiempo atrás. El film se divide en dos partes como el día. Durante el día se preparan los festejos que a la noche se consumarán con regocijo en una fiesta que transforma la cotidianeidad en ceremonia. Con la noche la palabra abandona el escenario y la imagen se transforma en un tránsito onírico entre la luz y la oscuridad que rodean la vida de las islas. Con una impronta cansina, los personajes habitan en la precariedad que el río les permite, sintiendo la fragilidad de la vida como presencia y ausencia. Con un nuevo amanecer, el día y la noche de funden en una síntesis en la que el Año Nuevo aparece como una alegoría de la esperanza de un futuro posible y como una representación de las heridas y los fragmentos que flotan en el río de lo que fue y nunca más será. En El Limonero Real la acción no transcurre, se ancla en la imagen que parece suspendida mágicamente en medio del río. El responsable de este extraordinario mecanismo -que imprime las aproximaciones posibles a los silencios y los festejos- es el director de cámara y fotografía, Diego Poleri (Llamas de Nitrato, 2014), quien trabaja junto a Fontán en esta metamorfosis de la imagen en memoria y experiencia poética inasible. A medida que transcurre el film, la imagen va cobrando densidad y el carácter onírico y la realidad comienzan a confundirse. Ambos registros de la percepción se van disolviendo y abriendo las puertas de otro universo, más fantástico, pero aún así cercano. El limonero se convierte así en una metáfora sobre esta ausencia omnipresente que marca las alegrías y las tristezas de todos los parcos protagonistas.
Director Gustavo Fontán navigates the complexities of an intricate literary style POINTS: 8 “An adaptation is always a task that involves many tensions. One appropriates something to think it over in a different manner, to resignify it,” stated Argentine filmmaker Gustavo Fontán about his new film El limonero real, based on Juan José Saer’s novel of the same name, in an interview to film critic Diego Brodersen in Página 12. In addition, El limonero real is the third installment in the Trilogy of the river, which started with La orilla que se abisma (2008) and then El rostro (2014), two emblematic, most accomplished works in the oeuvre of one of Argentina’s most personal auteurs. To a large degree, the storyline of the film is the same as the plot of the novel. So this is Fontán’s first wise decision: not to introduce any significant changes for they are not necessary. We are then dealing with a family that lives on the riverbanks of the Paraná River, in the province of Santa Fe, which gathers to celebrate New Year’s Eve. They’re three sisters with their husbands and children living in three ranches in the wilds, in a very calm milieu. Wenceslao (Germán de Silva) attempts, time and again, to get his wife (who’s referred to as “she” and is played by Patricia Sánchez) to attend the celebration. But she won’t. And she has a reason: she’s mourning the death of their young and only son. But this tragic event happened no less than six years ago. Her sisters and nieces try to convince her too, but to no avail. She’s mourning, she’s been mourning for a long time, she will go on mourning. And that’s that. So if to adapt a novel into a film is to resignify it, that should mean to come up with something new. But certainly not with something that totally belies the novel. It’s common sense that the film should then preserve something, or a lot, of the source material. And Fontán faces a difficult job because Saer’s novel is considered to be impossible to be filmed because of its intricate literary style. Consider that the carefully articulated prose is highly descriptive to the tiniest of details, there are utterly long paragraphs with seemingly endless sentences that provide a unique sense of atmosphere, narrators and tenses switch and sometimes overlap, and there are also sudden interior monologues, which added to all the above create a very complex narrative. How do you film that? Here comes Fontán’s second wise decision: to try to capture and convey what’s usually referred to as the soul, the guts, the heart of the novel. And not to do it literally. Here you have the grief and the mourning, always unspeakable, unfathomable, and unfinished. And instead of going for cinematic experimental stylistic flourishes, Fontán chooses to film the scenario, meaning the people and the surroundings, in quite a realistic manner, yet with a profound poetic edge. By creating an enthralling atmosphere thanks to a pristine cinematography and the resonance of eloquent ambient sound, the beautiful melancholy of nature is smoothly brought to the fore. The everlasting river, the light reflections, the shades and nuances of wilds, the slow passage of time, all of it acquire an existence of their own. They are characters as important as the people themselves. In terms of the drama, there’s the aching impossibility of closure. A dead son, an absence, takes centre stage at all times and so is more alive than all existing beings. A wife and mother who’s not dead, but at the same time she refuses to live. A sad, moribund state of things that feels it will last forever. “Feel” is the key word here, for Fontán’s movies are first and foremost about feelings, sentiments and emotions. Then, on a second instance, comes the understanding and elaboration of what is felt. For nothing is prosaic in this universe. Even the everyday — or precisely the everyday — is always startlingly lyrical, without a single mannerism and with enormous emotional truth. Production notes: El limonero real (Argentina, 2016). Written and directed by Gustavo Fontán. With Germán de Silva, Patricia Sánchez, Rosendo Ruiz, Eva Bianco, Gastón Ceballos, Rocío Acosta. Cinematography: Diego Poleri. Sound: Abel Tortorelli. Editing: Mario Bocchicchio. Running time: 77 minutes. @pablsuarez
Adaptada de la célebre novela de Juan José Saer, la película combina a la perfección el mundo literario del escritor con el universo estético del realizador de “El árbol” y “El rostro”. Gustavo Fontán encaró un desafío difícil al proponerse adaptar al cine EL LIMONERO REAL, la célebre novela de Juan José Saer, escrita en 1974. Si bien por su elaborado y preciso tono descriptivo uno podría considerarlo un texto hasta “cinematográfico”, en la pantalla aparenta ser muy difícil mantener o recrear lo que hace personal a la obra del escritor santafesino: su particular uso de la lengua castellana, su cadencioso fraseo, la minuciosa construcción de cada uno de sus largos párrafos. A la vez, esa detallada descripción que el escritor hace –de un árbol, de una caminata por un bosque, del río que su protagonista atraviesa más de una vez, de los detalles de la preparación de una comida o de los vaivenes de una cena– complican cualquier estructura cinematográfica clásica. Uno podría hacer un largometraje solo siguiendo, paso a paso, los detalles que se describen en la primera parte del octavo capítulo de la novela. Todo sucede y nada sucede allí: el grado de precisión descriptiva de hechos es tal que la acción podría concentrarse en tiempo real en la manera en la que dos personajes sirven cordero a los comensales o en cómo uno de ellos bebe vino. Pero Fontán no es un cineasta clásico y la opción que tomó fue mantener el hilo narrativo de la mínima trama y rodearlo de imágenes que, de un modo u otro, se correspondieran con el espíritu, el tono de la obra. No hay voz en off ni se busca una referencia visual exacta para cada una de las escenas de la novela (no busquen una imagen que se corresponda con el reiterado y filosófico “amanece y ya está con los ojos abiertos” del texto porque no está) sino que se se trata de captar una esencia que, Fontán entiende, se presenta en esa obra de Saer: una suerte de elegía sobre la ausencia, una inasible reflexión existencial sobre el paso del tiempo. En lo básico, EL LIMONERO REAL –tanto el libro como la película– cuenta la historia de Wenceslao (Germán De Silva), un hombre que vive en una isla con su mujer, quien está de luto hace seis años por la muerte del hijo adolescente de ambos. Es Año Nuevo y son invitados a pasar las fiestas con la familia en una isla cercana, pero la mujer sigue de duelo y no quiere ir. Es él entonces quien va, en bote y con los infaltables limones de regalo, a pasar el día con sus parientes, donde atravesará distintas situaciones con cuñados, primos, tías y sobrinos. Fontán se deshace de algunas de las zonas de la novela más complicadas de adaptar (los cambios temporales y flashbacks que aparecen de la nada, por ejemplo) y va pasando de las escenas de encuentros sociales, tensa camaradería y velados reclamos familiares –que tan bien describe Saer– a los momentos, si se quiere, más poéticos del texto, aquellos en los que la naturaleza que rodea a los personajes cobra un peso esencial, transformándose en la otra protagonista de la historia, logro que es posible también gracias a un muy cuidado trabajo sonoro que se vuelve clave, especialmente, sobre la última parte del filme. El director de EL ARBOL y EL ROSTRO –que podría ser vista casi como un ensayo o demo para esta película– ya es un experto en ese tipo de retratos descriptivos en los que la naturaleza cobra un protagonismo único. Y también ha demostrado tener un gran manejo de cierta poesía de lo cotidiano, encontrando belleza y magia en detalles visuales de disimulada pero notoria elegancia. Y si bien es cierto que leer previamente el libro ayudará al espectador a entender mejor la propuesta –y saber qué esperar y qué no–, de todos modos el filme se sostiene por su propio peso, dejando en claro que, en la mayoría de los casos, la transposición es inteligente y lúcida. El filme logra ser por momentos fascinante ya que Fontán consigue ser poético sin forzar esa denominación mediante recursos falsos ni coqueterías visuales que podría hacer un émulo de Terrence Malick del subdesarrollo. Acá no hay cámaras lentas ni excesivos rayos de sol entre las hojas ni música alguna. La película es poética por su pureza, su nobleza y su verdad. Y en ese sentido, más que en cualquier otro, es fiel a Saer y a su obra.
Una ciénaga de ramas y brillos El film de Gustavo Fontán recrea de manera admirable el libro de Saer. Desde una poética propia, el director elige momentos sonámbulos, de insectos y río. El dolor de la ausencia y el árbol mítico. Se proyecta mañana en El Cairo. Es ver El limonero real y sentir la sensación de algo que se cierra y se queda dentro. Para los fines narrativos, se trata de Wenceslao (Germán de Silva), de su andar sin palabras, con la mirada que atisba el día que nace en el litoral, a la espera de esa noche donde se celebra fin de año, y se renueva el ritual infructuoso de convencer a su mujer de asistir. Es que el hijo se les ha ido, caído de un andamio en la ciudad. Hace seis años, y la madre continúa el duelo. Debieran haberla enterrado con el hijo, dice Rosa, la hermana (Eva Bianco). No, dirá luego Wenceslao, me debieran haber enterrado a mí. Para llegar a este punto, hay una nebulosa donde la película de Gustavo Fontán se arroja. Este desafío, desde ya, lidia con la recreación de la novela de Juan José Saer. Pero, antes bien, con el acento puesto en la elaboración de un clima distintivo, que dialogue con la obra original y, a la vez, la distancie. De esta manera, el film logra un sol que adormece, con sonidos de insectos, entre gotas de lluvia y correntada. Hay un zumbido que abre el film, también lo cierra, y no procede de nada diegético. Un acierto que repercute sobre la totalidad estética. El amanecer y el anochecer, como apertura y cierre, también hacen lo propio, puntúan el relato. Pero la manera desde la cual entender el paso del tiempo, los momentos del día, la cercanía de la noche, será a través del accionar de los personajes. De no ser por esto, la ciénaga de ramas y brillos podría evitar el despertar; así lo supone el momento de la siesta, cuando la percepción del tiempo vuela, o tal vez se detenga, no hay manera de precisarlo ("hace como dos horas que te estamos buscando", le dicen a Wenceslao; "dormí un ratito, nomás", responde). De hecho, los planos elegidos por Fontán suelen ser estáticos, casi cegados por la profundidad de campo. La angustia que se respira tiene momentos dolorosos, escondidos. El niño a quien apodan Ladeado pena por el desprecio de su padre: "Debiera haberle tirado al río al nacer". Éste, por su parte, mira cabizbajo, y se prende despacio la camisa luego de una golpiza. Hay hijos que se han ido, que están lejos. Otros son todavía niños. Algunos vuelven y visitan. La familia se prepara y reúne pero hay algo que permanece hondo, cenagoso. En algún momento, Wenceslao se zambullirá en el agua marrón. La cámara con él. Desde abajo todo se ve y siente diferente. Como si los sentidos estuvieran embotados. Burbujitas cubren todo, y el cuerpo puede permanecer mentirosamente inerte. En la superficie, hay algo de esto también. La unidad dual que supone la vida (con la muerte) es la puesta en escena que replica a lo largo de El limonero real: la luna y su cara semioculta de penumbra, la superficie y el interior del río, el litoral y la ciudad, las dos orillas. Pero también, el limonero y el cordero sacrificado. Este último, para la cena ritual. El primero, protagonista ancestral de un mito familiar, cuya voz narradora ya ha sido legada. Wenceslao escucha, sólo aporta los datos que faltan. Por fin, entre diálogos que no son oídos, con música bailada con silencios, Wenceslao se permite una sonrisa. Es un momento fugaz. Los rostros de todos, finalmente, marcan un desasosiego particular. Luego toca el regreso al hogar. Para permitir al día que sigue comenzar. El dolor está, pero tal vez también el relevo. Quizás alguien continúe lo que este hombre hace. Y le libere de la carga. Mientras, seguirá remando, y cruzando, de una a otra orilla.
EL LIMONERO REAL (03) EL SUEÑO ETERNO ELR10 Por Marcela Gamberini El cine de Gustavo Fontán es tan personal, indiscutible y poético como la literatura de Juan José Saer. Si ésto fuera un ensayo, se podría pensar cuál es el lugar que cada uno de estos dos autores ocupó y ocupa en el campo intelectual argentino; me aventuro a decir que habría algunas coincidencias exitosas. Pero no quiere esta nota ser un ensayo, sino sólo una probable lectura de la película El limonero real que se encuentra con el libro-novela El limonero real. Entrar en “contacto con” estos autores no nos deja indemnes; salimos de esas imágenes, ruidos, vientos, tonos, matices con esas sensaciones adheridas a la piel. La lentitud, los amaneceres, la experiencia del tiempo que siempre es la del espacio, los sonidos del viento que son los de la soledad, se quedan pegadas en las comisuras de los ojos, como lagañas aletargadas. Tanto podemos decir sobre Juan José Saer, sobre todo cuando es uno de los narradores que ha despertado (como Wenceslao) al corpus de la literatura argentina allá por los ‘80, cuando, al menos yo lo descubrí, fascinada por esa escritura donde la anécdota de adelgaza y la letra crece y llena los ríos, las calles, las veredas. Pero prefiero concentrarme en Gustavo Fontán que entendió casi (siempre es casi) a la perfección qué es adaptar una novela: reflejar su ritmo, sus lejanías, sus lluvias, sus escasas conversaciones. Hacerse cargo de la naturaleza en todos sus sentidos: de la naturaleza de un relato puro, de la naturaleza “real” que es ésa que nos rodea y nos contiene, de la naturaleza de unos personajes que se desdibujan en la pena, en la angustia, en la violencia contenida en las palmas de las manos y en el dolor de la pérdida. Lo “real” de ese limonero es parecido a lo “real” del membrillo de Víctor Érice; es el reflejo imposible que en resolana lo “alumbra”. Los limoneros y los membrillos son tan “reales” como esa pelota amarilla que aparece sobre el final de Glosa, eso que no cesa, eso que aparece y desaparece entre las plantas acuáticas, enredada, eso que puede ser “iluminado” o “amanecido” o “reflejado”. También lo “real” puede ser aquello que ocurre mientras sucede una fiesta de fin de año. Mientras se amanece, se recogen los limones, se quiere convencer a la mujer, se está de duelo, se toma un mate, se traslada a la casa del pariente, se hacen los preparativos para la fiesta, se brinda, se charla, se está en silencio, se siestea y se vuelve a la casa. Todo esto acontece mientras sucede la naturaleza, mientras la naturaleza avanza, impasible, serena y furiosa a la vez. La pregunta por lo real es la clave de lectura del cine de Fontán y de la literatura de Saer, sin embargo responderla es desnudarla de su encanto, de su estatuto poético, de su raigambre filosófica. Las percepciones, las sensaciones, los sonidos son el eje desde donde se construyen tanto la película, como la novela. El “YA está con los ojos abiertos” presupone algo esencial: el cuestionamiento del tiempo como materia, como transcurrir, como duración. Ese “ahora” que puebla la novela y la película es siempre improbable: ¿cuándo es “ahora”? ¿Cuánto dura el “ya”? ¿Cuál es el estatuto del tiempo (y del espacio)? Todo esto aparece en El limonero real, en los destellos de la luz entre la naturaleza, en los desencuadres, en los fragmentos de las caras de aquellos que pasan juntos la noche de navidad, en la borrosidad de los fuera de foco. Todo es relativo, fragmentado, improbable. Tal vez, lo único real sea el dolor de una madre, el duelo infinito, el desgarramiento del alma, la herida que se abre y nunca se cierra cuando un hijo desaparece. El relato, como historia y argumento fracasa felizmente; porque este relato está subsumido por las sensaciones. El mundo sensorial sustituye al relato, lo atomiza, lo suicida, lo hace fracasar. Porque el orden, el eje, la matriz de la novela y de la película es el modo en el que se experimenta el tiempo y el espacio, o el cómo los cuerpos ocupan ese espacio y viven ese tiempo. La escena en la que Wenceslao se desviste a la orilla de ese rio y se arroja al agua es justamente el peso, el hundimiento de lo “real” de ese cuerpo donde lo más importante es la sensación de ahogo, la inmersión en esa materia acuosa, la desaparición del cuerpo que es tragado por el agua. Esos instantes, en los que el agua se violenta, se agita, las algas se mueven y el cuerpo no aparece es radical. Mientras tanto se carnea una oveja, se la desmembra, se la fragmenta y ésta escena es invisible, es irreal. Lo único que importa es la desaparición del cuerpo en el agua. Importa lo que se escucha, el ruido infernal del agua que en ese borboteo sospecha la desgracia, la fatalidad. Esos hombres, Wenceslao y su amigo (genial Rosendo Ruiz en su debut como actor), caminan, cruzan el campo, siempre transpirados y en silencio. Las caminatas son centrales en Saer, pues son experiencias en las que se recorre un espacio y un tiempo, donde comparte el lugar, la región y cierta temporalidad. Fontán aprovecha la solidez de su cámara para filmarlos a ellos, volviendo a la película un ensayo filosófico de una profundidad conmovedora. Esos hombres caminan mientras el rio se lleva cosas inútiles, inmateriales; el silencio y los travellings sobre la naturaleza muestran la voluntad de Fontán por recuperar un cine más primitivo, más antiguo, tal vez más “real”. En este gesto se emparenta Fontán con Raúl Perrone y sus últimas películas. Ambos rescatan lo interesante del primitivismo del cine, la necesidad de volver (como ese rio que siempre vuelve) a lo natural, a la tangibilidad de las imágenes, a la pura experiencia, a los intersticios que deja lo real, siempre tan suturado y saturado. El conjunto del cine de Fontán es filosófico porque duda: en él se pregunta por su constitución y por sus raíces, por sus palabras y sus silencios, por el estatuto del sonido, por esa conversación que se adelgaza, anoréxica y pierde su sentido original mientras crepita el fuego. A la vez también se pregunta por el estatuto de las imágenes, por la visibilidad y su luz, por sus reflejos, por la asimetría de sus perfectos encuadres, por la lejanía y la cercanía de sus objetos. Estos interrogantes se hacen cargo de la complejidad de la representación y a la vez dan cuenta de la imposibilidad de aprehender lo real si no es a través de las percepciones, de lo percibido que siempre es indefectiblemente subjetivo y perfectible. Esas percepciones se canalizan por dos vías (por dos ríos, que no tienen orillas): lo escuchado y lo visto. Hay algo de resistencia y provocación en el pulso de Fontán. Resistencia en la tozudez de registrar la belleza ante todo, esa belleza que funda un espacio donde el lenguaje de la prosa se mistura con el de la poesía; resistencia de apostar nuevamente al poder inefable de las imágenes, al registro sensible, a la melancolía luminosa. Fontán filma experiencias; la de filmar, la de escribir, la de sentir, la de amanecer, la del dolor profundo. En definitiva, Wenceslao como Fontán no despiertan, sólo amanecen en un universo único y personal, sensible, irreal; amanecen en ese sueño eterno que sueñas los que viven en vigilia. Amanecen, sueñan, ambos, solos. Solos de toda soledad y en ese sueño con cara de vigilia, en el que se puede estar con los ojos abiertos, construyen ese universo al que nosotros, los espectadores, volvemos siempre. Un universo bello, hipnótico y estético pero también incómodo y provocador. El único universo posible. Marcela Gamberini / Copyleft 2016
OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS Sin dudas Juan José Saer es uno de los escritores más incómodos de la literatura argentina y su libro El limonero real es su trabajo más complejo de su exquisito corpus literario, por lo que es por lo menos encomiable que Gustavo Fontán haya asumido el reto de trasladar la novela al cine. El resultado es bueno, porque Fontán ha logrado penetrar, más allá de lo narrado, la hostil textura de la novela. El director de El árbol, La orilla que se abisma y La madre, entre otros títulos, logra trasmitir la atmósfera agobiante y no justamente la del candente verano que lo abarca todo. Fontán se inmiscuye en la micro comunidad donde transita el relato de Saer, en donde el dolor, el duelo, el luto y la incomunicación, parecen vibrar en la misma nota. El relato, seco y angustiante, parece preanunciar una tragedia, se desliza con dificultad en una calurosa tarde de verano, en el saeriano territorio de la costa santafesina. Una mujer que se ha encallado en la perdida de su hijo y un entorno que mimetizado con lo salvaje y lo primitivo de la geografía, que hace que se niega a entender tanto dolor, porque cada uno de los personajes ha decidido llorar al muerto a su manera, incluso con el olvido. La excelente fotografía, junto a la buena dirección de actores, enmarcar con justeza el relato de un escritor que ha alcanzado las cimas que solo Arlt, Borges, Cortazar, Di Benedetto, Walsh y Conti conocieron antes. El limonero real es sin duda hostil para el espectador no acostumbrado al gesto pausado y la expresión sentida. Sin embargo, justo por eso, merece que ese mismo espectador se arriesgue a otras voces, otros ámbitos. EL LIMONERO REAL El limonero real. Argentina/2016. Dirección: Gustavo Fontán. Guión: Gustavo Fontán, según el relato de igual título de Juan José Saer. Fotografía: Diego Poleri. Edición: Música: Intérpretes: Germán De Silva. Duración:75 minutos.
No hay novelas imposibles de ser adaptadas, en todo caso están las que convocan a cineastas como si fueran un llamado de la selva. Hay textos literarios que, completado su circuito con los lectores (aunque nunca agotado), reclaman a gritos ser representados. No hablamos de ilustraciones pacatas que parecen pintura fresca sino de películas que se apropian de un tono, de un sentido posible, de una forma de respiración y que ejercen el camino de la experimentación, la osada tarea de trasladar la poesía de las hojas de un libro a la pantalla. El limonero real, la gran novela de Juan José Saer, esperaba por Gustavo Fontán, un director que a lo largo de su obra fílmica se interrogó -al igual que el escritor santafesino- acerca del acto de narrar y de crear. La obra literaria encierra en sus páginas una dimensión potencial cinematográfica única; se trata de una notable puesta en escena que invita a mirar. Como el cine, ubica los elementos en el espacio, determina los planos, suspende el tiempo y trabaja en pos de un efecto alucinatorio en la medida que sedimenta a través de las palabras/imágenes. Y el punto de partida podría ser una de las tantas descripciones que Saer nos regala. Si tuviera que escoger una que funcionara como puente posible para pensar las relaciones entre ambos autores, elegiría esta: “Isla y agua están, a su vez, dentro de otro anillo, el del verano, que asimismo está dentro del gran anillo del tiempo.”. El tiempo, he aquí el gran protagonista. El tiempo asoma en capas en la película de Fontán. Está el cronológico: un día en la vida de Wenceslao y los suyos, una serie de actos cotidianos teñidos de silencios, pausas, dolores y deseos contenidos, desde la mañana en que se levanta, cruza al otro lado del río y se suma a los festejos habituales, mientras su mujer elige procesar el luto por la pérdida del hijo, estancada en el rancho. Pero hay un tiempo cosmológico en el que la naturaleza tiene vida propia y sigue su inexorable curso, un agente independiente que la cámara hace sentir y que rodea a los personajes como una cáscara. Se trata de una presencia que está por encima de los elementos particulares y cuyo aliento sentimos a partir de un trabajo extraordinario de enrarecimiento espectral que envuelve las situaciones, los recorridos y los tiempos muertos de los personajes agobiados por el calor. Para ello, una pared de ruidos naturales es el envoltorio perfecto para una película que solo puede entenderse bajo los parámetros de la audiovisión y que hace del sonido, materia. El aviso está en esa secuencia de planos al comienzo, donde la belleza del ecosistema se ve afectada por la oscuridad que propone la ambientación sonora, en sintonía con la doble pérdida del protagonista. Si el duelo aparece desdramatizado y la procesión va por dentro, el mejor monólogo interior lo constituyen las imágenes, lo más sagrado del cine. De modo tal, que el tercer rostro del tiempo, el psicológico, lejos está de manifestarse si no es por los carriles expresivos de la poesía que crean las misteriosas escenas del filme (una comida compartida en la que se distorsionan las voces, una zambullida en el río que deriva en una especie de inframundo o la belleza terrorífica de una luna llena mientras se cruza el río de noche, entre otros grandes momentos). Pero si el cine, como decía Daney, es arte del presente, El limonero real es un intento por mantener una ilusión, la de capturar el tiempo real, cotidiano. Si se cruza el río se muestra el acto como tal; si se camina un trecho, se camina un trecho; un juego de niños es lo que tiene que ser. Todo es extraño pero nítido a la vez, creíble. Lo mismo sucede con los diálogos secos y cortos de los personajes. La cámara, nunca intrusiva, observa, espía y va detrás de Wenceslao en sus travesías a pie, como si fuera la mochila que carga con su duelo. En definitiva, hay un efecto de verosimilitud reforzada en medio del insondable marco natural. Y esto se logra en la medida en que no hay solo un conjunto de aspectos técnicos destacables, sino porque cada aspecto técnico es impecable y tiene vida propia. Pese a todo lo anterior, esa inevitable manía que nos acosa a quienes mantenemos la esperanza de contagiar la pasión que nos producen ciertas películas, el cine de Fontán no está para explicarse porque lo que propone es un tipo de experiencia que se pierde si se ahoga con palabras. La sala oscura espera y no hay mejor forma de justicia que ingresar. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA BUSQUEDA DE NUEVOS CAMINOS Toda adaptación cinematográfica de una obra literaria -incluso la más fiel y respetuosa- implica algún tipo de ruptura, que ya está dada por el cambio de lenguaje. Pero ese es sólo el comienzo de otros posibles quiebres y apenas una dirección en las que se pueden producir. Lo cierto es que El limonero real, el nuevo film de Gustavo Fontán, es un intento de rompimiento -posiblemente inconsciente- por parte del cineasta no sólo con la escritura de Juan José Saer, sino también con su propio cine. Desde la repetición de tiempos, palabras y situaciones, la pluma de Saer, con su distintiva cadencia, le impone límites al cine de Fontán, pero también le otorga posibilidades y potencialidades, nuevas formas de repensar temas, modalidades y herramientas que vienen habitando desde hace tiempo su mirada cinematográfica. En la historia de esa familia que habita las costas del Río Paraná, atravesada por la decisión de una de sus integrantes, que no puede olvidar la muerte de su hijo y continúa de luto, hay tópicos y preocupaciones fuertemente enlazadas con lo temporal y cómo esa variable afecta a las personas y sus cuerpos. Y Fontán siempre ha sido un cineasta del y por el tiempo, alguien que pone en cuestión las separaciones fáciles para pensar lo cronológico, proponiendo a cambio una sensibilidad donde es la duración y la continuidad la que define al ser humano, fundiendo el pasado, el presente y el futuro. Pero El limonero real emprende en sí una búsqueda tímida, casi correcta incluso, donde Fontán reproduce en buena medida el conflicto central, sin zambullirse por completo en las profundidades del texto de Saer y por ende sin hallar esos focos imprescindibles para innovar a fondo. Más bien se preocupa por encontrar las coincidencias entre su perspectiva cinematográfica y la fuente literaria, con lo que el film ofrece una previsibilidad que en cierta forma le resta impacto. La separación, el quiebre, esa interpelación un tanto irrespetuosa pero sumamente necesaria no termina de aparecer. Esto no significa que el film carezca de méritos, porque Fontán no sólo es extremadamente hábil en la puesta en escena y un estupendo creador de imágenes repletas de significados y/o significantes: es también un director indudablemente interesado en sus personajes, en otorgarles una voz aún desde sus silencios o ausencias, para así indagar desde una materialidad inusual sobre esas concepciones casi abstractas -y a la vez muy palpables- que son el duelo y la melancolía. Fontán vuelve a demostrar que en el contexto del cine argentino actual nadie filma como él, que nadie más posee la capacidad para expresar con respeto y madurez una cultura que para muchos de nosotros permanece oculta, a pesar de estar ahí, presente y a la vista. Fontán sigue siendo un gran narrador, alguien indudablemente preocupado por cada segundo y cada fotograma que componen sus films, pero su encuentro con Saer no termina de aportar un recorte realmente innovador. Y eso en parte atenta contra su cine: todo director está, tarde o temprano, condenado a seguir filmando la misma película una y otra vez, a repetir obsesiones, enfoques y rasgos formales, con lo que el desafío es introducir pequeñas reinvenciones dentro de su propia historia como realizador. A Fontán se le empieza a aparecer este reto y, viendo El limonero real, da la sensación que la búsqueda de ese reposicionamiento está presente, pero aún no termina de tomar forma. Lo que se impone es una continuidad que sólo por ahora funciona como garantía.
Tomar un texto y transformarlo en una obra cinematográfica propia. La imposibilidad de llevar este libro de Saer al cine, para Gustavo Fontán, es un aliciente: con belleza, con tiempos propios, con un uso perfecto del paisaje, el realizador de El árbol y La orilla que se abisma logra transmitir la esencia del texto y comunicar su propia lectura. Un film que nos muestra por qué a alguien le gusta un libro. Puro cine.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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La pesquisa Algo respira, aunque no puede verse bien qué es. Un bulto blanco que se mueve rítmicamente, como si estuviera fundido con el resto del entorno y todo fuera lo mismo: árboles, plantas, tierra, río, animales. La imagen es de una belleza asombrosa y evoca como pocas veces el movimiento saeriano de la descripción: se informa obsesivamente sobre el estado de la materia, pero sin llegar nunca a agotar la cosa sino que, al contrario, se la restituye en su ambigüedad, se la integra en un orden más extenso hasta que todo parece conformar un solo organismo, vivo, complejo que, como el bulto blanco que se confunde con la vegetación, respira a su vez. El cine de Gustavo Fontán siempre tuvo una voluntad descriptiva que lo llevó a detenerse sobre los objetos y las personas para mirarlos en detalle con la seguridad de que el cine puede arrancarles algo único, inédito, nunca visto por otras vías. Esa búsqueda tuvo diferentes momentos y formas, ya sea el ánimo a veces documental de El árbol, el tono contemplativo de La madre o el gusto por lo fantasmático de La casa. No leí El limonero real, pero es fácil adivinar en la película el eco de otros libros de Juan José Saer en la extrañeza con que se observa el paisaje y a sus habitantes, en la manera particular de pararse a mirar un gesto pequeñísimo (y, por eso mismo, frágil y evanescente), en cómo el relato puede trazar las coordenadas mínimas para hacer surgir de ese terreno algo distinto de una narración, en una apuesta estética que solo puede darse en los términos propios de la literatura (o, en este caso, del cine). Una trama elemental reverbera con la fuerza suficiente como para que el director pueda desentenderse de las obligaciones del relato clásico y se dedique plenamente a cartografiar el universo de alguna isla perdida en el río Paraná. Cada acción sugiere los signos de una repetición ancestral, como si en la preparación de un pescado o en el sacrificio de un cordero se hiciera visible fugazmente la historia entera de los hombres. El personaje que interpreta Rosendo Ruiz juega con unos chicos: se revuelcan en la tierra, forcejean, se dominan y atacan, como si una fuerza surgida de alguna parte los empujara misteriosamente a ejecutar ese ritual primitivo al que la cámara asiste maravillada, un poco como el protagonista de El entenado. El orden social precario que regula las transacciones de los habitantes se revela, sin embargo, más complejo y duro de lo que parece: el retiro autoimpuesto de una mujer (después de seis años, mantiene el duelo de su hijo) señala la distancia que separa la sociedad de la naturaleza. Fontán filma a sus actores muy atento a las superficies y a los contornos que parece inscribir la vida en ese lugar: las miradas, los gestos, la manera de masticar o de pararse a hablar con alguien, todo resulta un efecto inconfundible del entorno. Llega la noche, termina el festín y el director debe resolver una cuestión difícil: ¿cómo registrar la pervivencia de lo arcaico a través de un instrumento moderno como el cine? Previsiblemente, el fuego se vuelve enseguida un elemento transfigurador que la fotografía de Diego Poleri aprovecha al máximo, y la segmentación que realiza el director, separando a cada personaje en un plano único, completa la escena: por un momento, todos están separados del resto en la oscuridad, mirando el fuego, la luna o alguna otra cosa más antigua que la cámara no señala, como si se midieran con algo indecible y sobre lo que no tiene sentido hablar. No se trata de un momento de reflexión en el que los personajes toman conciencia de algo más grande que ellos (eso sería casi un lugar común), sino de un abismo que se abre en alguna parte, de un velo que se rasga apenas y que anuncia, desde el off, algo que la película rehúsa explicar, un misterio esencial que los sacude y deja como congelados, solos, suspendidos entre las imágenes y un más allá. Como pocos otros, el cine de Gustavo Fontán trabaja la imagen a partir de un fuera de campo cada vez más denso, más robusto e imposible de imaginar por fuera del campo de acción del cine.
La percepción Si hay algo que logra producir El limonero real (2015), la última película de Gustavo Fontán basada en la novela homónima de Juan José Saer, es una inmediata e irresistible atracción. Acaso lo mismo que logra producir en cada nueva lectura la prosa inconfundible del gran escritor santafecino. El film de Fontán exhibirá una evidencia decisiva: la experiencia de haber estado durante un breve lapso de tiempo literalmente capturado por lo que se ha visto, fascinado por cada una de las imágenes que el director ha concebido a partir de los trazos singulares de su propia escritura cinematográfica. Fontán pareciera filmar con la firme convicción de que el cine es antes que cualquier otra cosa una experiencia sensible. Una experiencia que encierra como promesa la posibilidad de percibir múltiples texturas de una realidad siempre inalcanzable. Fontán filmará un viaje de la percepción que se apoyará fuertemente en la mirada, pero que se expandirá mediante su envolvente influjo sobre la totalidad de los sentidos. Fontán pareciera haber encontrado en las islas del río Paraná un espacio simbólico perfecto, casi revelador. Una zona lo suficientemente enigmática y sugerente como para que pueda desarrollar su proyecto cinematográfico –allí mismo realizó películas previas como La orilla que se abisma (2008) y El rostro (2014)-. Proyecto que no podía sino desembocar en Saer. Si alguien podía aproximarse desde el cine a la literatura de Saer, ese era Fontán. Fontán ostenta la suficiente audacia como para relacionarse -una relación, por supuesto, conflictiva- con un texto como El limonero real. La audacia necesaria como para intentar hacer centellear en la pantalla una de las obras más singulares de la literatura argentina y latinoamericana del siglo veinte. Una historia que tendrá como protagonista a Wenceslao, un hombre que vive con su mujer en un rancho humilde sobre las orillas del río, y que se dispone desde el comienzo del día a organizar junto a otros familiares de la zona los preparativos para el festejo de fin de año. Su mujer, sin embargo, se negará a acompañarlo, no asistirá a la fiesta, no se moverá en ningún momento de su casa. En ella todavía persistirá la necesidad de continuar un duelo que sobrelleva hace años por su hijo muerto. Una muerte que perseguirá, mediante su poderosa influencia, como un rumor secreto y persistente, a Wenceslao durante su recorrido por las islas. Secuencias extraordinarias puntuarán el recorrido a través de un río en apariencia sereno, a través de la frondosa vegetación de las islas, a través de su ejército de árboles, arbustos y pasto. Un recorrido que será interrumpido por breves ensoñaciones. Figuraciones extrañas, casi espejismos, del pasado. “Amanece y ya está con los ojos abiertos”. Fontán se apropiará, desde el comienzo, de la inolvidable frase inaugural de la novela de Saer, a fin de organizar expresivamente una perspectiva mediante la cual proyectar su relato. Una perspectiva por momentos ensimismada, que configurará un espacio insólito, infrecuente, que convertirá un lugar familiar, cotidiano, en un territorio amenazador. Será precisamente en esos momentos excepcionales cuando el sonido ambiente de pronto se suspenda y comiencen a aparecer otros sonidos, otros ruidos. Fontán prestará debida atención a la escucha mediante un despliegue muy particular de ilusiones y contrastes sonoros. Las conversaciones entre los personajes de pronto se escucharán diferidas, como en eco. En una escena, Wenceslao se tirará al río para refrescarse y por un instante descubrirá en todo su esplendor la emergencia controversial de una muerte cercana. El limonero real es una obra maestra. Fundamentalmente porque introduce en cada plano, en cada una de sus secuencias, la posibilidad de una profunda expansión perceptiva. Como aquella que puede provocar la quietud de un último plano. Cuando un hombre, después de un extenso último día de fin de año, por fin se siente y contemple un punto del vacío, tratando de escuchar, buscando al menos percibir, lo inescrutable.