Las reglas de la música culta. Menos de un año después del estreno internacional de Marguerite (2015), del realizador francés Xavier Giannoli, la historia de la cantante y mecenas musical Florence Foster Jenkins regresa al cine de la mano del director inglés Stephen Frears. A diferencia de la versión libre francesa que trasladaba la acción a París en el período de entreguerras y en medio de la efervescencia vanguardista, la versión británica se sitúa en Nueva York a mitad de la década del cuarenta, a fines de la Segunda Guerra Mundial, respetando así el relato del documental de Donald Collup, Florence Foster Jenkins: A World of Her Own (2007). Tras varios años como promotora de su salón, The Verdi Club, Florence (Meryl Streep), una melómana de gran fortuna, decide volver a tomar clases de canto con el profesor más importe de Estados Unidos tras un largo paréntesis debido a sus dolencias producto de la sífilis contraída en su juventud. Su esposo St. Clair Bayfield (Hugh Grant), un actor shakesperiano de escaso talento que mantiene con ella una relación de tierno amor platónico, la alienta en todo momento en cada una de sus aventuras musicales. Para sus clases ella decide contratar a un joven e histriónico pianista, Cosme McMoon (Simon Helberg), que pasa rápidamente de la euforia -por las atractivas condiciones de su contrato- a la preocupación por su reputación debido a una simultaneidad de aberraciones de tonalidad y ritmo que confieren a la voz de Florence una particularidad grotesca, generando más una situación cómica que una comunión estética catártica. La historia, adaptada por el guionista Nicholas Martin, logra cautivar al igual que el personaje de Florence por su pasión y su dedicación a la música en contraste con la adulación de toda la corte de celebridades, entre las que se encuentra el director de orquesta Arturo Toscanini, que busca el apoyo económico de Jenkins pero la ignora cuando ella lo busca a él para que la escuche. Frears y Martin exponen con una ironía amable las reglas estéticas y económicas de la música, siempre con su esnobismo y su componente de clase. La asistencia a los conciertos de Foster Jenkins funciona así más como un evento social de posicionamiento e intercambio de favores que como un acontecimiento estético y musical. Pero Florence no se queda en esta denuncia de la miseria de los artistas por conseguir patrocinio y de un público ignorante y patético sino que se posiciona al igual que su predecesora, Marguerite, del lado de la melomanía, rescatando la figura de la cantante y su cálido aunque ilusorio entorno y colocando al amor y la emoción por sobre la desgracia y los falsos aduladores. El último film de Frears consigue de esta manera -a través de las enormes interpretaciones de Meryl Streep, Hugh Grant y Simon Helberg- despertar nuevamente la polémica al igual que en Philomena (2013) al indagar en un episodio interesante y contradictorio de la historia de la música, del que el director se vale para desmenuzar las máscaras de época mediante una dialéctica que varía entre la sordidez y la belleza de la escena musical neoyorquina durante el último conflicto bélico mundial.
Culto a la trascendencia Hace poco tiempo una película francesa recorrió la cartelera local: se trata de la galardonada Marguerite (2014) de Xavier Giannoli, inspirada en la historia de Florence Foster Jenkins, una aristócrata de primera mitad del siglo XX con aspiraciones a soprano aunque de voz espantosa. Muy lejos del film francés, Florence (2016) es una biopic basada directamente en la mujer real, que pretende dar una visión romántica y pasional del suceso, con Meryl Streep y Hugh Grant en los protagónicos. Para satisfacer a su esposa Florence (Meryl Streep), St Clair Bayfield (Hugh Grant) controla las presentaciones hogareñas de su mujer realizadas en pequeños círculos cercanos para evitarle el fracaso y la humillación del público. El problema surge cuando Florence decide dar el salto a un escenario mayor con público masivo. Su voz será difícil de callar. La película dirigida por Stephen Frears (Philomena) es un relato de narración clásica sobre la mujer en cuestión. Para hacer notar la farsa que estamos a punto de presenciar, el director recurre en primer lugar al artificio de la puesta en escena para evidenciar la hipocresía de clase, tanto en las aspiraciones de cantar de Florence como en su matrimonio. En esa mentira a ocultar suceden los momentos graciosos del film, al modo de una comedia de enredos en donde los equívocos se precipitan unos tras otros hasta develarse la inevitable verdad. Sin embargo, Stephen Frears parece decirnos que detrás de toda gran mentira se esconde una verdad, manifestando otra característica de la narración clásica: poner el foco en las intenciones siempre nobles de los personajes, mostrándolos buenos e incluso pasionales en sus actos. De este modo los rescata del desprecio que puedan generar per se y los convierte en ejemplos de vida por su actitud frente a la adversidad (e incluso ellos mismos se creen su propia mentira con el tiempo). La empatía generada en el espectador por este estilo narrativo fluctúa del personaje de Hugh Grant al de Simon Helberg, el particular pianista Cosme McMoon cómplice del engaño. Complicidad que minimiza el hecho y lo transforma en un dato de color. El otro elemento clásico es el suministro de información hacia el público. El público dentro y fuera de la película -nosotros mismos- es inducido al espectáculo de Florence mediante la presentación de su esposo. Quienes no se dejen llevar por la descabellada propuesta son sobornados e incluso apartados de escena. Los críticos de arte se dividen entre los que aceptan coimas y los inquebrantables, teniendo estos últimos un poder de persuasión absoluto sobre la platea (cuestión difícil de imaginar incluso en esa época). Por último vemos al público responder al estimulo ya no artístico sino emocional que la pasional Florence despliega en el escenario (emociones que el crítico insobornable no puede captar) con el cual el film pretende generar empatía al espectador contemporáneo -ahora si nosotros-, en el rescate de personajes defenestrados en su momento pero devenidos “de culto” con el tiempo. Como buen ejemplo de clasicismo, la historia de Florence Foster Jenkins es coloreada en esta biopic que deja los datos duros de lado y carga de emotividad y admiración al personaje a homenajear. Ahora, si es un personaje merecedor o no de un homenaje, es una discusión externa a la película.
Los códigos son los códigos. Florence (2016) es la historia, basada en la realidad, de Florence Foster Jenkins (remake de la francesa Marguerite), una aristócrata melómana, situada en el final de la segunda guerra mundial en Nueva York. Ella es una de las principales promotoras del ambiente de la música en la ciudad y lo que el espectador se entera rápidamente es que su amor y devoción por la música son inversamente proporcionales a sus cualidades como cantante.
Usualmente, el espectador está acostumbrado a ver películas biográficas de grandes figuras de la historia que, a través de su pasión y ansias de excelencia, han logrado llegar al panteón al que muy pocos pueden acceder. Pero hay ciertos casos en los cuales sus protagonistas parecen condenados al fracaso absoluto, pero a fuerza de ambición y fiereza salen adelante. Hace unos meses vivimos la historia del saltador olímpico Eddie Edwards en Eddie the Eagle, y ahora le toca el turno a la gran Meryl Streep de hacernos sentir que todo se puede, interpretando a la homónima cantante en Florence Foster Jenkins, para muchos la peor de la historia. Quizás pueda resultar un déja vú la historia de Florence, adaptada en 2015 por el francés Xavier Giannoli en Marguerite, pero la tragicomedia del estupendo Stephen Frears (The Queen, Philomena) brilla al no juzgar nunca a sus personajes ni a sus acciones, por más que la gente alrededor de la aristócrata y millonaria heredera se apile a sus pies para complacerla. A Florence la acompaña su compañero de vida, el St Clair Bayfield de Hugh Grant, como un actor también de dudoso talento, quien la apoya abnegadamente en su propósito de cantar y deleitar a la audiencia con una voz que ella cree magnífica pero no lo es. Decididamente uno de los mejores papeles de Grant en su actual estadío artístico, él y la inconmensurable Streep hacen una dupla sensible y melancólica, con una relación compleja y sentida en todo momento. El terceto cómico lo completa Simon Helberg como el joven compositor Cosme McMoon, que se llevará un buen disgusto al trabajar con la inusitada calidad vocal de Florence. Helberg, conocido mundialmente por su papel en la serie The Big Bang Theory, consigue despegarse de todos los mañierismos de su personaje serial y demuestra que puede ser un excelente comediante, si se lo saca del hueco en el que ha encontrado el éxito en el medio. Más allá de su prontuario en el cine, Streep se ha despachado más de una vez en musicales -Mamma Mia!, Into the Woods, Ricki and the Flash- y se sabe que voz no es un don del cual carezca. Ahora, el desafío que le propone Florence es el de cascar esa voz, dejarla de lado y cantar mal, por ponerlo en términos sencillos. Es un gran salto al vacío, al cual Meryl no le tiene miedo y termina aplastándolo todo a su paso, tanto en el momento de la verdad como en los más nobles, donde el alma de la verdadera Florence transpira a través de la mejor actriz de nuestros tiempos, en resumidas cuentas. A los 74 años, Frears no le teme al espectáculo y, por más inclasificable que se vaya volviendo su filmografía -la más cercana en tono es Mrs. Henderson Presents-, todavía tiene carrete de sobra para poblar a su película con personajes peculiares. También para darle un tono lúdico que invita a reír con él -y no de él como el triste caso de la cantante real-, unos escenarios vistosos y un vestuario único, todo bordado con melodías agradables del genio Alexandre Desplat, que nunca opacan al peculiar cantar de Streep en pantalla. Florence Foster Jenkins es una biopic a la inversa, que cuenta un fracaso en vez de un éxito, pero no deja de ser impresionante el hecho de convertir plomo en oro, tal cual lo hizo la irreverente e ilusionada cantante en vida. Si pudiese saber que la icónica Meryl Streep la personificaría con excelencia en pantalla, creo que hubiese valido la pena todo su sacrificio.
Actuaciones excelentes y ambientación perfecta decoran una historia más feliz que graciosa. El ridículo es un tipo de humor muy humano. A pesar de lo común que es reírse del feo, del gordo, del tonto, del que se cayó al piso o del que se equivocó, está a un pasito de ser bullying. El humor cringe (relacionado a la vergüenza ajena), que está en su apogeo hace un par de años (tanto que en eventos como el stream de la E3 se lo solicitó explícitamente) plaga internet y está muy cerca de convertirse en su propio género. La vergüenza ajena es fácil de provocar pero difícil de controlar, por esto es que la mayor parte de este humor es espontáneo. La vida entera de Florence Foster Jenkins, que inspiró cuatro obras de teatro y dos películas, fue marcada por el ridículo y su recuerdo también. Es 1944, y la escena musical de la ciudad de Nueva York está en su apogeo. Desde los clubs privados hasta los grandes teatros: este es el objeto de amor de Madame Florence (Meryl Streep). Toda su vida amó la música, y cuando no pudo tocar más el piano decidió ayudar a esta escena con su fortuna y con su voz. El problema es que no sabe usarla muy bien, pero no quiere decir que no lo intente. St. Clair Bayfield (Hugh Grant), su pareja y Cosmé McMoon (Simon Helberg), su pianista, le ocultarán la verdad sobre su no-habilidad musical para preservar su buen ánimo. El tesón de Florence, sin embargo, logrará romper esta jaula de cristal en la que está encerrada, para bien o para mal. La carrera del director, Stephen Frears, está llena de personajes femeninos muy reales y en el equipo de actores hay carreras de todo tipo para elegir y juntas llevaron a un resultado histriónico exitoso. La protagonista es interpretada por Meryl Streep, una de esas mujeres de Hollywood que nadie ignora y acompaña a esta generación desde el comienzo. A su lado se encuentra Hugh Grant, conocido en latinoamérica más que nada por sus comedias románticas (Notting Hill (1999), About a Boy (2002), pero que ha participado en proyectos más arriesgados como Cloud Atlas (2012). Cierra el triángulo Simon Helberg, que saltó a la fama de un día para el otro gracias a la sitcom The Big Bang Theory y se mantiene hasta ahora dentro del género de comedia. El trabajo excelente del equipo de vestuario, peinado y maquillaje enmarca sus performances con genial brillo y esto lleva al espectador, sin dificultad, hacia la década del ’40. La vida de la pobre Florence Foster Jenkins ha inspirado más de una obra, tanto escénica como cinematográfica. Pero ¿qué es lo que uno debe haber obtenido cuando se cierra el telón y se apagan las luces? Si fuera una simple comedia, el humor le saltaría a uno a la cara, y sin embargo hay lugar en la historia de esta cantante para otras emociones. ¿Está Madam Foster verdaderamente condenada al ridículo? Al mirar su historia sin mala intención, no. Es su constancia la virtud que el espectador debe observar, entre risas. Es su intención de mejorar, de crecer y de ayudar a la disciplina que tanto amó a crecer con ella. Es la idea de que una persona atraviesa más que sólo momentos tristes o momentos felices. Es por esto que Madame Florence tal vez causa más sonrisas que carcajadas. Cantará mal, pero su pasión inspira a cualquiera.
Una vez más nos remontamos a un Estados Unidos en plena Segunda Guerra Mundial pero esta vez para contar una historia real muy aferrada a la cultura norteamericana: la de la peor cantante de ópera de la historia… pero tal vez la más amada. Buenas interpretaciones y una ambientación excelente para una clásica narración tragicómica.
Sobre el principio de horizontalidad. Lejos de burlarse de sus personajes, una excéntrica melómana que cree ser una gran cantante lírica y su marido, un actor tan encantador como de escaso talento, el director de Susurros en tus oídos elige contar una historia de amor con gracia, pero sin resignar el sentido trágico. Hay al menos dos formas en las que un director de cine puede relacionarse con sus personajes. Una es entenderlos como meros vehículos y utilizarlos para transportar sus propios intereses. La otra, por completo opuesta, es convertirse a sí mismo en un vehículo para dejarse conducir por ellos. Dicho de otra manera, se puede lanzar a los personajes hacia un destino inexorable y desconocido para ellos (pero no para quien los empuja), o se los puede acompañar, más preocupados por las vicisitudes del camino que por el final. Ambas opciones reflejan diferentes modos de entender la relación de poder que signa el vínculo entre el creador y sus criaturas. La primera por completo asimétrica; la segunda de una igualdad relativa. Si en base a estas dos opciones hubiera que tratar de definir la forma en que el británico Stephen Frears se conecta con los protagonistas de su película más reciente, Florence, podría concluirse que la balanza se inclina por la comprensión antes que hacia el juicio. Incluso puede revisarse su prolífica filmografía y comprobar que, más allá de las evaluaciones particulares y específicas de cada caso, la mirada sobre sus personajes suele estar regida por un principio de horizontalidad, que le permite al director contemplarlos y registrarlos tratando de mantenerse a su mismo nivel. Es cierto que en el caso de Florence, que está basada en la vida de un personaje real, Frears no puede desconocer el destino que le aguarda. Pero aún así elige no realizar un registro prejuicioso ni ensañarse con ellos y sus debilidades, sino que busca encontrar los puntos de empatía que le permitan anclar ahí la base de su relato. Que esta vez se encuentra centrado en la figura de Florence Foster Jenkins, excéntrica melómana y filántropa que a mediados de la década de 1940 estaba convencida de ser una maravillosa intérprete de ópera, pero que en realidad no contaba con ninguna condición ni habilidad para el canto. Junto a ella St. Clair, su marido, un actor inglés de cuarta pero con un irresistible encanto británico, que se encarga de hacer que la burbuja que Florence ha creado a su alrededor no se pinche, organizando tertulias y pequeñas presentaciones cuyo público es estrictamente seleccionado por él, para asegurarse de que su mujer siga creyendo, feliz, que en efecto puede cantar Mozart y Verdi. El de Foster Jenkins es un personaje atractivo para el cine. De hecho, el año pasado se estrenó Marguerite, otro film basado en su vida, dirigido por el francés Xavier Giannoli. Y también es evidente que sería muy fácil contar la historia de la protagonista desde la burla, habida cuenta de que tal vez se trata de la peor cantante que alguna vez haya pisado un escenario. Igual de sencillo sería retratar a su marido como un vividor que se aprovecha de la candidez de ella para asegurarse una vida de lujos a expensas de la fortuna personal de Florence. Lejos de eso, Frears elige contar una historia de amor con gracia pero sin resignar el sentido trágico. Y sin ocultar lo inocultable, porque resultaría difícil que un personaje así fuera registrado sin que aparecieran el costado ridículo de esta mujer por completo inconsciente de sus limitaciones, ni los malabares que su esposo realiza para sostener esa endeble fantasía. Gran parte del éxito de la empresa descansa en la extraordinaria versatilidad de dos grandes actores como Meryl Streep y Hugh Grant para balancearse sobre el filo que separa a la comedia de la tragedia, manejando de manera equilibrada el carácter a la vez farsesco y patético de sus personajes. Entre los tres, más el aporte de Simon Helberg, le dan forma a una fábula acerca del valor de las mentiras piadosas. Desde ese lugar se puede decir que Florence no es otra cosa que una canción de amor a la ilusión como herramienta para construir la realidad, un tema que no es ajeno a la obra de Frears.
Llega a los cines el film biográfico basado en la historia de la excéntrica soprano y actriz estadounidense Florence Foster Jenkins, quien hizo de la música una gran carrera profesional, financiándose a si misma gracias a la herencia que recibió luego del fallecimiento de su padre. Y a pesar de no tener talento para ello logró mantener el éxito porque la gente asistía a sus recitales para comprobar si era tan mala como se decía pero luego se iban contentos porque Florence los hacía reír. La película transcurre en Nueva York en 1944, y comienza con Florence Foster actuando en su espectáculo titulado “El Club Verdi” junto a St. Clair Bayfield, quien fuera su socio, su manager y su pareja durante muchos años. Si bien él pasaba la mayor parte del tiempo a su lado sobre todo durante el día, por las noches dejaba el departamento de Manhattan donde vivía Florence para ir a dormir con su novia Kathleen Weatherley con quien compartía otra vivienda que también le pertenecía a la diva. De algún modo St. Clair llevaba esta doble vida pero nunca dejó de ser leal a Florence, y la amaba profundamente aunque en su relación no había contacto físico debido a que ella padecía sífilis, enfermedad que había contraído de su primer esposo Frank Thornton Jenkins, del cual se había divorciado. El film se refiere a St. Clair Bayfield como su segundo esposo, aunque en la realidad nunca se casaron pero estuvieron juntos durante 36 años, y fue precisamente Bayfield quien la impulsó en su carrera musical. En la película se muestra como St. Clair dedicaba todos sus esfuerzos para que Florence fuera feliz y pudiera hacer aquello que más placer le provocaba, que era cantar. En un momento dado, Florence retoma las clases de canto y para ello contratan a un pianista como acompañante, quien también oficiaría como tal en las actuaciones en vivo. Se trata de Cosme McMoon, joven e inexperto, pero talentoso, que además interpretaba temas propios, y que fue muy importante en la última etapa de la carrera de Florence ya que se las arreglaba para compensar los fallos rítmicos que ella tenía al cantar. Aparecen en la película algunos músicos famosos como el prestigioso director de orquesta italiano Arturo Toscanini, y el compositor de música popular estadounidense Cole Porter. Se destaca en primer lugar el trabajo de Meryl Streep en la piel de Florence Foster Jenkins que brinda una actuación maravillosa y emotiva, la acompañan Hugh Grant como St. Clair Bayfield, y Simon Helberg como Cosme McMoon. Completan el elenco: Rebecca Fergurson como Kathleen Weatherley, John Kavanagh como Arturo Toscanini, y Mark Arnold como Cole Porter. Stephen Frears (La reina, Alta Fidelidad, Filomena) es quien dirigió el film, y el guión es de Nicholas Martin. Sobre esta misma historia se había estrenado el año pasado la comedia francesa “Marguerite del director Xavier Giannoli, siendo la misma una adaptación libre de la vida de Florence Foster Jenkins, donde la baronesa Marguerite Dumont al igual que la millonaria estadounidense, se dedicaba a ofrecer recitales de ópera a pesar de no poseer ningún talento. Estaba ambientada en la década de 1920 en las afueras de París, y se diferenciaba de la historia de Jenkins en que las presentaciones del personaje interpretado por Catherine Frot se limitaban a eventos de caridad organizados frente a amigos. Teniendo en cuenta que la película inglesa de Stephen Frears sigue la historia real de Florence, respetando la época, el lugar y los nombres de los personajes, obviamente es mucho más fiel a la historia real de la diva estadounidense que la versión francesa.
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El director Stephen Frears (Alta fidelidad), Meryl Streep y la increíble historia de una de las artistas más excéntricas del siglo 20. Una combinación infalible que inevitablemente estaba destinada a brindar una gran película. Florence Foster Jenkins fue una figura mediática que durante la década de 1940 se hizo famosa por ser una cantante soprano horrible que desafinaba todas la notas de manera grosera. Sus discos eran terribles y desde un punto de vista técnico carecía de una voz adecuada para ese tipo de género. Sin embargo, ella amaba la música y decidió concretar su sueño de convertirse en cantante pese a los numerosos detractores que tenía en la comunidad artística. Sus presentaciones en vivo eran espectáculos bizarros donde la gente pagaba una entrada para reírse de ella, pero a Florence no le importaba porque era feliz en el escenario. Una gran fuerza de voluntad y una posición económica privilegiada eventualmente contribuyeron a que pudiera cumplir sus sueños artísticos. En su mente su voz era magnífica y la pasión que tenía por la música también generó que cosechara varios seguidores. Al conocer su historia en detalle llama la atención que nadie hiciera hasta la fecha una película con un personaje tan llamativo como Florence. El director Stephen Frears presenta un drama más serio de lo que daban a entender los trailers promocionales, donde retrata con mucha sensibilidad la biografía de esta mujer. Aunque la trama tiene numerosas escenas desopilantes, Frears evitó ridiculizar a Florence Jenkins para revelar los detalles de su vida personal, detrás de esos shows excéntricos que ofrecía. A medida que se desarrolla el argumento y empezamos a conocer con más profundidad la historia de esta mujer, que parece salida de una película de John Waters, se hace imposible que uno no le tome cariño al personaje. Una cuestión en la que fue clave el trabajo de Meryl Streep, quien brinda otra tremenda interpretación donde logra retratar los distintos matices de la personalidad de Florence. Dentro de las últimas películas que hizo este es claramente uno de los personajes más divertidos de su filmografía y brilla especialmente en los momentos cómicos. Hugh Grant, quien interpreta al marido de Florence, con quien tenía un amor platónico, es otra de las grandes atracciones de este film. El personaje de Grant es muy interesante porque nos permite conectarnos con los aspectos más humano de una mujer que solía ser retratada en los medios como una ricachona excéntrica. En el film de Frears el marido de Jenkins tiene un rol ambiguo en la trama, donde nunca termina de quedar claro si el apoyo a la carrera musical de su mujer nacía de un amor honesto que sentía por ella o debido la riqueza que le ofrecía una vida cómoda. La narración del director no da una respuesta definida al respecto pero permite que cada espectador saque sus propias conclusiones. Dentro del reparto la gran revelación de esta producción es Simon Helberg, conocido actor de la serie The Big Bang, quien interpreta al pianista que solía colaborar con Florence y nunca supo en lo que se metía cuando aceptó trabajar con ella. Un personaje muy divertido que logra robarse algunos de las mejores escenas cómicas de esta producción. Florence es una de las películas imperdibles de Meryl Streep y suma otro gran trabajo a la filmografía de Stephen Frears, dos buenas razones para no dejarla pasar en la cartelera.
UNA CANTANTE HORRIBLE, UNA GRAN ACTRIZ La historia de Florence Foster Jenkis es realmente fuera de serie. Una multimillonaria norteamericana que cantaba opera de manera horrible, alentada por su corte de amigos complacientes, que un buen día decide exponerse al mundo en un concierto en el Carnegie Hall y a pesar de su total falta de talento, o precisamente por eso, se transforma en un fenómeno con seguidores fanáticos. La obra “Souvenir”, basada en su vida, fue un éxito en Broadway, y entre nosotros tuvo una excelente actuación de Karina K. También una película francesa “Margueritte” se basó en la vida de esta mujer. Y ahora, como anillo al dedo, le permite a Meryl Streep una actuación que seguramente derivara en una nueva nominación al Oscar. El trabajo de la actriz es minucioso, desde lo físico hasta los detalles obsesivos de una mujer frágil y fuerte al mismo tiempo, siempre titilando entre sus fantasías y una cruel realidad. Todo lo cómico pasa por el trabajo de su pianista encarnado por Simón Helberg (el de “The big bang theory”). Y la galantería está a cargo de un Hugh Grant que es el marido de Jenkis, una relación sin contacto marital, el convive modestamente con otra mujer. El director Stephen Frears entrega una realización convencional para una mujer tan excepcional, por momentos el tono casi es televisivo. Pero eso no quita otros valores como el tema y la gran Meryl como para no perderse esta película.
Crítica emitida por radio.
Florence, la mejor peor de todas es la biografía fílmica de la excéntrica soprano Florence Foster Jenkins, famosa por su falta de habilidad musical. Convencida de su grandeza y gracias a la herencia millonaria que recibe tras el fallecimiento de su padre, Florence se financia su carrera musical. Dirigida por Stephen Frears, la película es una visión sutil y romántica de la vida de una mujer única. El filme permite el lucimiento de Meryl Streep una vez más (su presencia en pantalla resulta hipnótica) y de un recuperado Hugh Grant, ácido, irónico bien "british" en el papel de su platónico novio. Una bella película, pequeña pero visualmente poderosa, divertida, emocional. Cine de calidad que entretiene.
Meryl, cada día canta peor (mejor) El veterano director de Ropa limpia, negocios sucios, Relaciones peligrosas, Alta fidelidad, La Reina y Philomena reconstruye (de la mano del despliegue histriónico de Meryl Streep) la historia real de la mecenas y "cantante" Florence Foster Jenkins en la Nueva York de las décadas de 1930 y 1940. Una comedia que apuesta a la farsa con resultados correctos, en la línea de la reciente aproximación al mismo personaje que el francés Xavier Giannoli había concretado en Marguerite. Basada en la vida real de Florence Foster Jenkins, una mecenas artística en la Nueva York de las décadas de 1930 y 1940, Florence, la "mejor" peor de todas es una buena ocasión para reflexionar sobre el poder de la música y el poder del dinero. Sobre la primera, sin duda es la música quien mantiene activa y vital a esa mujer con cierta edad y muy precaria salud (en el cuerpo de Meryl Streep), quien dedica la fortuna heredada a difundir expresiones clásicas por medio de su club privado, organizando recitales y conciertos. Todos regados de buena comida, bebida y regalos. Siendo ella una soprano de coloratura, también se anima a dar recitales, que un marido abnegado y bondadoso (el manierista Hugh Grant, aquí más calmado) ampara y protege desde su planificación, pasando por controlar la entrada sólo a los amigos incondicionales, e impidiendo el acceso a quienes pudieran emitir juicios adversos hacia esa mujer que de buena cantante no tiene nada, sino al contrario. Él mismo ha sido un actor mediocre y su mujer, sin saberlo, ha replicado su gesto: ocultar las reseñas que hayan podido serle adversas. Su dinero le ha servido para que una corte de amigos e interesados seguidores le hicieran creer que está dotada de buena voz, y es su dinero también el que le ha permitido grabar discos y fantasear con una carrera artística. Pero todo cuidado por mantenerla en ambiente privado que la proteja de la crítica sucumbe cuando Florence decide dar –gracias una vez más a su dinero- un recital en el Carnegie Hall, nada menos. El film no disimula su intención farsesca. Al ridículo de las performances de esa cantante desafinada se suman su vestuario, tan exótico como abigarrado, la obsecuente conducta de sus amigos, el carácter de las actuaciones. La película busca la risa pero también se ríe de sí misma. Sigue en gran medida el punto de vista del pianista y partenaire de Florence, Cosmé McMoon, interpretado por Simon Helberg, un gran comediante. Tan gracioso como sus empleadores, McMoon toma inmediata conciencia del incómodo lugar en que lo deja su rol, que amenaza con ridiculizar y arruinar en consecuencia su carrera profesional. Pero ¿cómo negarse a un sueldo suculento y a tocar en el Carnegie Hall? Acepta las reglas del juego y deviene un colaborador del marido en sus aventuras matrimoniales, y de las otras. Filmada en Inglaterra, la reconstrucción de la Nueva York de época en estudios y por computadora es estupenda. Igual que su personaje, la actriz Meryl Streep no conoce descanso. A su interpretación de Margaret Thatcher, de la Miranda de El Diablo viste a la moda, agrega esta de Florence a la galería de mujeres poderosas, decididas a hacer su voluntad aunque el mundo les sea adverso. Las performances de la real Florence han merecido un film anterior, Marguerite, de Xavier Giannoli, un musical en Londres y videos que pueden escucharse en YouTube para evaluar los aullidos con que ataca sus coloraturas. Stephen Frears le dedica un retrato realizado con cariño, buscando en todo momento la diversión del espectador en una pelíula menor y de puro entretenimiento denro de su prolífica filmografía. Aquí todos los personajes son nobles, planos, sin matices, estereotipados: ella en primer lugar, ingenua en el uso de su poder; el marido, leal y devoto chevalier servant aunque mantenga una vida paralela; el fiel pianista, e incluso el crítico que no se deja corromper por un puñado de dólares. Como el personaje, este film no es para jóvenes irreverentes sino para aquellos incondicionales seguidores de Meryl.
Stephen Frears recrea con maestría el mundo feliz de una figura inigualable Quinta película seguida de Stephen Frears basada en hechos reales luego de Lay the Favorite, Muhammad Ali's Greatest Fight, Philomena y The Program (sólo Philomena se estrenó en cines en la Argentina). Más allá de algún desliz como Negocios entrañables, Frears es uno de los más confiables directores europeos en actividad, con picos en su carrera como Alta fidelidad, La reina y Relaciones peligrosas, y no defrauda en absoluto en Florence. Dicho con mayor justicia, Frears hace una película de un brillo especial, hasta anacrónico en el mejor sentido posible, con una historia llena de riesgos: nos cuenta sobre Florence Foster Jenkins, dama de alta sociedad y animadora cultural en la Nueva York de fines de la Segunda Guerra Mundial. 1944: el año anterior a que todo fuera distinto, del fin de la guerra y del inicio de un notable período de aceleración de cambios en la sociedad occidental. Pero todavía estamos en el mundo previo, el de Florence, el del mecenazgo extravagante, noble, lúdico y un poco caprichoso; el mundo de ella y su marido St. Clair Bayfield, un lazo especial, respetuoso de la historia dolorosa de Florence, que Frears cuenta sin caer jamás en ninguna crueldad, en ningún patetismo. Como dice St. Clair, su mundo es uno feliz. Florence es una película sobre un microclima con sus propias reglas de etiqueta, que incluyen comer mucha ensalada de papas y disimular de la manera más ingeniosa y elegante posible que Foster Jenkins canta muy mal. Sin embargo, hay algo claro: no es cualquier tipo de mal canto, es un mal canto único, proveniente del deseo, hasta carismático, refrendado por la historia real. Los detalles históricos de los créditos nos hacen pensar que Frears no exageró nada. Frears se enmarca en la comedia clásica hollywoodense para contar una historia agridulce, en un tono que se ubica en una complicada cornisa y que el inglés sabe manejar con una destreza impecable, con una particular prestancia. Frears cuenta amores de distintos alcances, lealtades ya dadas y otras que se construyen, y emociona mientras nos reímos cada vez más junto con los personajes, porque entendemos y hasta abrazamos el juego de ese mundo. Frears narra y a la vez describe sin detenerse jamás, su cine huye del quietismo. Y para conseguir esa velocidad amable y para escapar de cualquier obviedad enfática sin perder comunicabilidad cuenta con un elenco al que llamar de lujo y en pleno uso de gracia cinematográfica es caer en un understatement. Meryl Streep ya no es una actriz, son capas y capas de sabiduría actoral; Hugh Grant demuestra una vez más que es el heredero del Cary con su mismo apellido; Rebecca Ferguson repite el encanto de la última Misión: imposible y Simon Helberg (The Big Bang Theory) juega el papel más desafiante, el que cambia durante el relato, el que acompaña nuestra mirada, el novato que llega a ese mundo. Por último, como Frears maneja las claves simbólicas con seguridad, la línea del relato del periodista que quiere "decir la verdad" -de rica ambigüedad- puede permitirse remitir con claridad a El ciudadano. Además, el periodista en cuestión es interpretado por Christian McKay, quien hizo de Orson Welles en Me and Orson Welles, de Richard Linklater.
Bravo por ella Meryl Streep no sólo cuando canta mal está soberbia en un filme sobre el amor, la ambición y el arte. Es en realidad una tragicomedia. Cada uno lo verá como quiera. Cómica, pero también conmovedora y venenosa, Florence, la mejor peor de todas recuerda a Ed Wood, de Tim Burton. Si el cineasta que personificaba Johnny Depp se creía supremo -y fue de los peores de la historia-, la señora de alta alcurnia Florence Foster Jenkins, soprano, no le iba en zaga. Para nada. A diferencia de la reciente Marguerite, de Xavier Giannoli, que tomaba libremente la historia original y la transportaba a otra época (años ‘20 y en Francia), en la que la edad de los personajes era similar y el amor del esposo por la pésima soprano era hasta conmovedor, aquí las cosas son un poco más, digamos, ambiguas. Porque St Clair Bayfield (Hugh Grant) es un actor británico que vio una oportunidad única casándose con Florence, y se aprovecha de la situación. No consuma el matrimonio, tiene una amante que vive en un departamento cercano al hotel donde duerme Florence -que se lo paga-, y mantiene las apariencias hacia afuera y hacia adentro como puede. De todas formas, el núcleo es Florence, la heredera adinerada que fue patrona de las artes y que, aunque le hayan sugerido que cantar no es lo suyo, arremete con ser soprano y, como nadie le dice que no puede mantener una nota, la aplauden, está convencida de que lo suyo es arte. Florence sigue casi al pie de la letra los hechos verídicos, con los ensayos que la protagonista realiza con el pianista Cosme McMoon (Simon Helberg, Howard en The Big Bang Theory). Florence actuaba para conocidos, o miembros de The Verdi Club, que ella misma fundó y financió en Nueva York, y en esas veladas paquetas nadie objetaba a viva voz nada. Si se reían era a escondidas. Pero Jenkins tiene preparada una sorpresa a su marido, ya que arregla una función de gala en el mismísimo Carnegie Hall, que resultará legendaria. Allí a Bayfield le resulta imposible sobornar a todo el mundo -críticos incluidos, como hacía-, menos a los soldados que regresaban de combatir en Europa en la Segunda Guerra Mundial y a los que Florence invita muy contenta y resuelta. Snobismos al margen, y conveniencias puras también, Stephen Frears utiliza estos temas para discutir también sobre el amor verdadero, los principios, la ambición, el arte y el valor del dinero -que aquí mueve a más de uno a hacer cosas impensadas-. Porque todos los que están alrededor de Florence lo están por dinero. No tiene una amiga, una confidente; su esposo le dice “conejita” y la cubre y la cuida de quienes se mofan. Vive casi como Truman en The Truman Show.
Retrato convencional de una mujer poco convencional Florence Foster Jenkins (Meryl Streep) es una acaudalada dama de la alta sociedad en la Nueva York de los años 40, casada con St Clair Bayfield (Hugh Grant). Su segundo esposo y manager, un día decide que sus aptitudes para la ópera deben ser escuchadas y para eso contratan a un brillante pianista llamado Cosme McMoon (Simon Helberg), pero el problema es que Florence tiene una voz horrible y no puede cantar, pero eso no impedirá que logre concertar un show en el Carnegie Hall, a regañadientes de su esposo y su pianista. Stephen Frears, director de películas como la excelente Alta fidelidad (High Fidelity, 2000), La Reina (The Queen, 2006) y Philomena (2013) parece encontrarle el tono a este tipo de películas, dramas o comedias dramáticas con el punto justo de emotividad y comedia. En este caso se podría decir que, aunque basada en hechos reales, es una remake de la película francesa Margueritte (2015) Lo que más sostiene a la película son las actuaciones: Meryl Streep no brilla pero jamás pierde esa chispa que tiene Florence. Simon Helberg es un adorable pianista el cual no sabe bien si está metido en una farsa, pero quien más se destaca es Hugh Grant, es el que mejor está como el esposo de Florence que a pesar de amarla no se anima a decirle sobre su habilidad para la ópera y tratará de que se lleve a cabo su concierto sin que salga lastimada en su honor. En los rubros técnicos hay dos puntos fuertes, uno es la dirección de arte que hace posible esa Nueva York de los 40’ a punto de terminar la Segunda Guerra Mundial; el segundo viene por la música del ganador del Oscar Alexandre Desplat (pueden escuchar ACÁ nuestra playlist dedicada al compositor), quien ya ha colaborado con el director en Philomena y La Reina y desde El fantástico Sr Zorro (Fantastic Mr Fox, 2009) también colabora con Wes Anderson (es con El gran Hotel Budapest (Grand Hotel Budapest, 2015) de este director con la que logró ganar la estatuilla. Florence la “Mejor” peor de todas está correcta pero no atrae lo suficiente, aunque la combinación de humor y drama está muy bien lograda.
Meryl Streep es la gran atracción de “Florence” El film sobre una mujer que pretendió ser cantante lírica y fue el hazmerreír de su época también cuenta con las buenas actuaciones de Hugh Grant y Simon Helberg. Esta agradable comedia inglesa sobre una estrafalaria cantante norteamericana tiene un solo punto en contra: llega después de la tragicomedia francesa "Margarite", que era más arriesgada, y más intensa, con un tercio final de hermoso melodrama. "Florence" apenas quiere divertir y despertar algo de ternura. Pero, claro, el director Xavier Gianoli y la notable Catherine Frot son mucho menos conocidos que Stephen Frears y Meryl Streep. El referido punto en contra queda entonces ignorado en el altar de la fama y el entretenimiento. Por lo demás, todo luce bastante irreprochable. El guión de Nicholas Martin, habitual libretista de la BBC, cuenta con amable simpatía (y también con británica discreción para ciertos aspectos delicados) la curiosa historia de Florence Foster Jenkins, señora rica, feliz e inocentona que soñaba con ser cantante lírica, y creía tener aptitudes para llegar hasta el Carnegie Hall. Algunos dicen que doña Jenkins era "el Ed Wood de la canción". Meryl Streep la representa con mucha simpatía, y canta habilidosamente mal, como corresponde. Ella es la gran atracción de la película, pero los sostenes son todavía más risueños: el ya maduro Hugh Grant, como el esposo que protege del mundo real a su consorte y vive, de algún modo, el triunfo que no logró por sí mismo; Simon Helberg en rol de pianista comprado y complicado, David Haig como director adjunto del teatro, también comprado y complicado, y otros varios, todos practicando para las nuevas generaciones el humor fino de los ingleses de antes. Rebeca Ferguson, Nina Arianda, la vestuarista Consolata Boyle, etc. contribuyen al atractivo. En síntesis, "Florence" busca recuperar un tipo de comedia de los años 50, y en buena medida lo consigue. Y el director, el veterano Stephen Frears, consigue, de paso, cerrar su trilogía de mujeres singulares iniciada con "La reina" y "Philomena". Tres películas de tres géneros distintos, con tres divas de distinto estilo (Helen Mirren y Judy Dench fueron las anteriores). No cualquiera.
“Florence Foster Jenkins” Y reír hasta llorar de emoción Inspirada en una historia real sobre la vida de una excéntrica soprano norteamericana llamada “Florence Foster Jenkins”. Soy de los que piensa antes de ir al cine que es mejor no leer ninguna crítica, y si es posible no saber mucho por dónde va la historia. Lo que he logrado es llevarme por sorpresa cuando una cinta es magistral, emocionante, encantadora, y todos los calificativos positivos que pueda encontrar, es agradecer justamente por no haberme intoxicado por esos comentarios. Sabía que trabajaba Meryl Streep, garantía de confianza. Suponiendo el guión no era bueno, y el reparto no sumaba, con la sola presencia de ella iba salir contento. Acompañada por Hugh Grant haciendo el papel de St Clair Bayfield, esposo y manager, nunca mejor elegido. Y Simón Helberg conocido actor por sus participación en diferentes programas de tv , aquí interpretando a Cosme McMoon, el pianista seleccionado a través de un casting para acompañar a Florence. Qué expresiones, qué caras, qué gestos, disfrutar desde el comienzo hasta el fin. Hacía años que no me reía tanto en una sala de cine. Qué puedo decir de Meryl Streep “Florence”. Ella sabe mejor que nadie entrar en ese estado de gracia y ridiculizarse. Que no le importa mucho nada, que le importa mucho todo, que cada movimiento, cada gesto, cada mirada, cada sonrisa, cada lágrima que regala y registra la cámara del director, es una revolución de talento. No se puede ser más expresiva, en su justa medida, para transmitir el estado que se encuentra el personaje; con tanto amor y dedicación. Única. Los tres están excelentes. Logran una unión, armonía preciosa, se conectan, y hace que fluya la historia con total naturalidad. Gran trabajo del director, con un buen libro y una enorme actriz que logra superar cualquier expectativa, sublime. Para aplaudir de pie.
"Florence Foster Jenkins" apunta a ese tipo de pelis, que más allá de que sean biográficas, se roban tu corazón por completo. Meryl Streep entrega una actuación de lujo, como bien nos tiene acostumbrados, al igual que sus compañeros, Hugh Grant, que está genial y Simon Helberg ("Howard Wolowitz" de "The Big Bang Theory"), que interpreta a un pianista que se la vé complicada cuando descubre la verdadera voz de Jenkins. Dinámica, bien contada, con personajes profundos, momentos emotivos y varios para sonreír, es lo que vas a vivir con esta película que está cuidada de principio a fin; la fotografía, la música y el vestuario son para destacar sin lugar a dudas. En época de segundas partes para todas las pelis que se estrenan, celebremos la llegada de una que pasará a ser un clásico, sea por Meryl o sea por la verdadera Florence. Suuuper recomendada.
Esta historia tiene algunos puntos a favor por un lado la protagonista Streep haga lo que haga siempre lo hace bien, y por otro lado que se encuentra basada en hechos reales. Meryl Streep como Florence Foster Jenkins es dulce, tierna y su mirada es fascinante, la cámara la ama y en cada escena brilla a la perfección. Hugh Grant es St Clair Bayfield el marido y manager de Florence quien la ayuda. Hasta compra los periódicos locales que hagan comentarios desagradables sobre ella. Él tiene un amante Kathleen (Rebecca Ferguson, "Misión imposible") con quien pasa sus momentos libres. Cosme McMoones el pianista (Simon Helberg, "Buenas noches y buena suerte") todo lo que siente se ve a través de su lenguaje corporal y tiene gracia. Otro de los personajes Agnes Stark (Nina Arianda, “Medianoche en París”) como la amiga de Florence. Resulta entretenida, encantadora y conmovedora. Su ambientación, vestuario y diseño de producción son excelentes.
Otra de Meryl Streep. Está bien, estrictamente Florence es una película de Stephen Frears –director de películas generalmente sólidas y a veces buenísimas como Relaciones peligrosas (1988), Alta Fidelidad (2000) o Mary Reilly (1996)–, pero la verdad es que cada vez que Meryl aparece en un afiche, ir al cine se trata de ver qué hizo esta vez esa reina de la actuación que en los últimos años raramente aparece sin disfraz o peluca. Sin dudas es una especie de superhéroe de la reinvención y alguna vez dije que me encantaría que fuera mi mamá (porque puede divertirse al borde del ridículo o emocionar con recursos cuidados como nadie), pero como todas las mamás, esta vez se despachó con uno de esos personajes que a lxs hijxs lxs hacen mirar para abajo, taparse los ojos o directamente agarrarse la cabeza. No es solo ella, sino toda la película. Con ese tono de comedia tan caricaturesco como británico que desde Monthy Python hasta Topsy-Turvy (1999), a veces da creaciones inolvidables –digamos, Jim Broadbent en Moulin Rouge (2001)– y otras veces insufribles –Jim Broadbent en tantas películas más–, Florence ofrece una galería de personajes festivamente grotescos que no dejan de retorcerse y gesticular como marionetas para hacernos reír. Bocas que se abren para mostrar los dientes a más no poder, cejas que se levantan hasta el punto máximo de la sorpresa, o la misma Meryl que da saltitos y mueve el cuello como un pájaro mientras canta: hay que reírse, sí o sí. Nada permitirá que se nos pase un chiste, cuando están señalados como con carteles luminosos y estirados al punto de su máxima evidencia. Se comprende, de acuerdo, que la historia se presta para eso. Muchos estamos familiarizados con Florence Foster Jenkins desde el estreno de Marguerite (2015), que encaraba con más sobriedad y trasladándola a Francia la historia de la que fue posiblemente la peor soprano de la historia. Foster Jenkins tenía una voz limitadísima, no podía afinar ni tampoco era capaz de mantener el ritmo, pero eso no le impidió empezar a los sesenta años una carrera como cantante lírica que tuvo su punto máximo en una presentación en el Carnegie Hall cuando tenía setenta y seis. Es fascinante pensar qué clase de blindaje habrá tenido la cantante para interpretar las risas del público como picardías aisladas, pero también lo es el fervor que despertó en lxs que compraron sus discos y colmaron butacas en cada una de sus presentaciones, enamoradxs de lo malo. De todo ese espectro posible de cuestiones, Stephen Frears elige ilustrar con aires de vaudeville lo pésima que era Florence y presentarla como una anciana infantilizada a la que un marido amante y comprensivo (Hugh Grant), que también carga una carrera de actor frustrada a cuestas, le crea un cerco protector para que nunca sepa lo que el mundo piensa de ella. La acompaña en el piano Cosme McMoon, interpretado por Simon Helberg, ese dibujo animado con cara de ardilla que es el amigo judío de la banda de The Big Bang Theory. Los tres abundan en morisquetas a más no poder, pero Frears, quizás temiendo que eso no fuera suficiente para sostener una película, agrega una lección conmovedora sobre lo importante que es disfrutar y ser felices, incluso cuando lo que hacemos es muy malo. Quizás una posible piedra de toque para medir lo bajo que cae una comedia sea el hecho de que se incluyan, acá y allá, personajes que se rían –y en Florence se ríen muchísimo– de bromas de las que los espectadores deberíamos reírnos. Así pasa en la película de Frears con Simon Helberg en el ascensor, explotando forzadamente de risa después de la esperada escena que revela lo perfectamente mal que puede cantar Meryl, o con la rubia vulgar que durante un concierto se cae al piso de la risa y abandona la sala en cuatro patas, a carcajada limpia. De más está decirlo, no hacía falta arrastrarse tan literalmente.
Todo por el aplauso Relatos como el de Florence Jenkins son parte del vasto repertorio de fantasías y mitos que tanto nos fascinan del mundo del espectáculo. La epopeya de una mujer con la ausencia total de talento para el canto lírico, que aún así logra cumplir su sueño de actuar en vivo recibiendo el cariño de miles de personas, y encima en uno de los teatros más representativos de Nueva York, es el equivalente al status de culto que posee actualmente Ed Wood como el peor director de la historia. Florence, la mejor peor de todas (2016) significa un verdadero desafío para el realizador inglés Stephen Frears – tras la multipremiada Philomena (2013) –, poder no sólo recrear las particulares circunstancias en las que Jenkins se convirtió en un ícono popular de la década del 40’, sino diferenciarse de las exitosas adaptaciones teatrales y su reciente reinterpretación francesa (Marguerite, 2015) sin caer en la mera ridiculización del personaje únicamente al servicio del efectismo de la comedia. A la par de la historia real, Florence Foster Jenkins (espectacular Meryl Streep) es una acaudalada mujer con el sueño de triunfar como actriz y cantante de ópera. El problema es que su canto es lo más cercano a los graznidos de un ganso y su interpretación escénica tiene la misma trascendencia que una figura de cartón. De todas formas, sus actuaciones tienen un tenor de misterio dentro de la elite artística neoyorkina y cada vez que ella se presenta en alguna sala (siempre pagada con su heredada fortuna) las funciones reciben solamente elogios por parte de los chupamedias de siempre. Periodistas codiciosos, interesados personajes ilustres del ambiente musical, amigos aristócratas, todos participan a la hora de aclamar los alaridos de la protagonista en el escenario como si fueran coros angelicales. Esto se debe en gran medida a los suculentos sobornos y donaciones que realiza su marido, un tal St. Clair Bayfield (Hugh Grant), que a pesar de haber fracasado como artista – más específicamente como actor – se dedica a tiempo completo a mantener un mundo de ilusión para Florence que le haga creer que tiene una voz y condiciones maravillosas, y de paso aprovecha para vivir cómodo con una amante en un departamento alquilado por su ingenua esposa. Sin embargo, a ella no le alcanza con actuar en teatros pequeños y con poca gente. Ella quiere cantar a gran escala, demostrarle a todo el mundo ese talento que tanto le enaltece su público selecto. Es así que decide prepararse un poco mejor y contrata como pianista acompañante al joven Cosme McMoon (Simon Helberg), con la intención de presentarse en el célebre Carnegie Hall y que el mundo del arte por fin la conozca. El único inconveniente es que en este caso es imposible sobornar a todo el auditorio, lo que significa que por primera vez los espectadores van a ser totalmente francos con las pobres aptitudes vocales de la señora Jenkins. 00ff0d625b7f4efb969e367627e24279 Frears nos hace cómplices de esta fantasía feliz en la que vive Florence, rodeada de celebridades del mundo del espectáculo y halagadores compulsivos que sólo buscan su amistad para financiar sus propios proyectos. Algo que dota al personaje de una ternura tal que hace empaticemos inmediatamente con sus delirios de diva y su impetuosa necesidad por encajar en el esnobismo de la música, pero sin dejar de sentir vergüenza ajena cada vez que comienza a cantar. Son esos momentos de risa culposa, en donde la adorable incompetencia de la protagonista en el escenario nos da la pauta de que Maryl Streep ya sobrepasó un límite de perfección en cuanto a solvencia actoral. Es increíble – y al mismo tiempo ya no sorprende teniendo en cuenta su record de premios y nominaciones – ver cómo se las sigue ingeniando para reinventarse a nivel interpretativo y logra recrear personalidades tan únicas y dispares como el rol de turno se lo requiera. La absurda facilidad con la que puede emular los chillidos de Florence cantando ópera, sólo se puede comparar con la complejidad que le otorga al personaje cuando se va conociendo poco a poco su penoso pasado. Aunque Meryl Streep no está sola, Hugh Grant y Simon Helberg son los dos otros ejes principales en los que se asienta la comedia cada vez que les toca ser testigos silenciosos de la egolatría de Florence. Aquí Helberg demuestra una vez más lo versátil que puede ser como actor y comediante, poniéndose en la piel del tímido y apocado pianista Cosme Mcmoon, un rol muy distinto al sexualizado Howard de la ya gastada sit-com The Big Bang Theory. Por otra parte, Grant repite su clásico lugar común de inglés seductor, el cual interpreta casi de memoria entre película y película. Sin embargo son esos mismos modismos de británico sofisticado y pedante, los que hacen de su personaje y sus motivaciones algo interesante de ir descubriendo a lo largo del argumento. Y con el atractivo de posicionarse como una parodia del llamado porte Roger Moore que lo hace aún más divertido de ver. Sin dudas este es uno de sus mejores papeles en años. Por último hay que rescatar el gran despliegue artístico que conlleva una producción y elenco de estas características. De esta manera, podemos apreciar una ambientación excelsa que representa a la perfección el vocabulario, la estética e impronta exitista de la década del 40’, un periodo convulsionado por la vorágine de la caída del nazismo y la revalidación de la industria del cine y el teatro norteamericano como el canon artístico occidental. En ese contexto de entusiasmo patriótico de la posguerra es que la absurda historia de Florence Jenkins deja de ser una simple comedia y se convierte en un documento de época. Porque si bien la historia de “la peor cantante de ópera que pudo ver el Carnegie Hall” esta ficcionalizada para coincidir con los criterios estilísticos del cine, es el encanto poético del personaje de Florence lo que hace que al final terminemos admirando su incondicional pasión por la música. Aunque la interprete con la peor de las aptitudes.
LA MENTIRA ES UNA FORMA DE FELICIDAD Mi abuela ya tiene 90 años y, obviamente no es la misma de otros tiempos. Ultimamente la apodo “Dory”, en referencia al pececito con problemas de memoria a corto plazo de Buscando a Nemo y Buscando a Dory, porque en ciertas ocasiones dice o pregunta las mismas cosas tres o cuatro veces en lapsos de no más de diez de minutos, lo cual no deja de tener sus ventajas, porque está piola que te digan como ochenta veces “te quiero mucho” o “sos tan linda” ochenta veces en una hora, inevitablemente te sube la autoestima. Pero aún se mantiene bastante lúcida y, principalmente, dulce. Entonces todo pasa a tratarse de mimarla en la medida de lo posible, de cuidarla, de tenerla un poco entre algodones, de conservar un ambiente de felicidad alrededor suyo. Para eso, claro está, todos debemos jugar un papel, incluida ella: hace un par de días le comuniqué que me había sacado 10 en un parcial y, en vez de encontrarme con su fiesta habitual, recibí una tibia felicitación y no mucho más. Estaba de malhumor, era notorio. Pero ese traspié duró poco: apenas un par de horas después me llamó por teléfono, con una catarata de felicitaciones y declaraciones de amor. “Si querés, salgo a la calle a gritar que te quiero”, me dijo, a lo que yo le contesté “mientras no salgas desnuda…”. Indudablemente, ella es consciente de que también tiene su papel, que ella también debe aportar al clima de felicidad. Cuento todo esto porque Florence, la nueva película de Stephen Frears, gira en buena medida alrededor de cómo se construyen estos mundos felices y el papel nada menor que juegan en ellos la artificialidad o directamente la mentira. “Nosotros vivimos en un mundo feliz”, afirma un par de veces -casi como una declaración de principios- St Clair Bayfield (Hugh Grant), quien ayuda todo lo posible a su esposa, Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), a concretar su sueño, que es convertirse en una cantante de ópera y brindar un concierto en el Carneggie Hall. Ese sueño es en verdad imposible de concretar, porque Florence será rica y culta, una tremenda apasionada de la música y una mujer muy tenaz, que ha sido capaz de continuar adelante con gran vitalidad a pesar de estar enferma de sífilis desde hace décadas, pero también es portadora de una terrible voz, de esas voces que lastiman oídos y provocan risa al que la escucha. Pero allá va St Clair, a concretarle su sueño, aunque todo el universo que va delineando alrededor sea una gran mentira, de la que participan cada una de las personas que se cruzan con Florence, empezando por el joven pianista Cosme McMoon (Simon Helberg), quien es deglutido por esa acumulación de pequeñas y grandes mentiras, hasta abrazarlas y creerlas por completo. Para Frears, un realizador preocupado a menudo por los límites entre las verdades y las mentiras y las superficies de artificio -ver, por ejemplo, Doble o nada-, y que últimamente, a partir de films como La reina o Philomena, hace foco en la vejez como una etapa de nuevos desafíos, que el relato de Florence esté basado en hechos reales no le sirve sólo como justificativo sino como material reflexivo sobre cómo el arte construye realidades propias, que ponen en crisis los estamentos sociales. El mundo por el que transitan los personajes de Florence es un mundo de puros fuegos artificiales, donde todo parece a punto de derrumbarse en cualquier momento, pero al que los protagonistas se aferran porque los marca desde lo identitario. Detrás de toda esa exposición de las puestas en escena, de los que construyen las mentiras y los que deciden creerlas, hay una fuerte reivindicación del cine como mágico engaño en el que todos los espectadores decidimos y deseamos creer. Esa reivindicación no es sólo de Frears, sino también de Streep y Grant. La primera vuelve a guiñarnos un ojo, nos dice desde su performance que es consciente de que todo el mundo la aplaude casi en piloto automático, de que la exageración es la regla que marca toda la devoción a su alrededor, y por eso elige jugar un rol cuasi autoparódico. El segundo, al igual que su personaje, se hace cargo de que lo suyo no es el prestigio, pero sí el ponerse a disposición de lo que se narra, del mundo hiperbólico que habitan Florence y los que la aman, todos seres en un tono definitivamente lejos de lo realista, pura invención, engaño y truco. Florence -que tiene unas cuantas imperfecciones narrativas, pero que no afectan un todo sólido- podría ser el film despedida de Frears, Streep y Grant. Y sería una despedida digna, dulce incluso. Como ciertas mentiras.
Stephen Frears (Alta Fidelidad, Relaciones peligrosas, La reina) recrea en la pantalla grande la historia de Florence Foster Jenkins, una señora de la alta sociedad neoyorquina, a fines de la segunda guerra mundial, activa contribuyente del panorama cultural, específicamente del musical. Florence ama la música y su particularidad es que, en su imaginación, cree que es una gran cantante lírica, cuando para los demás dista mucho de serlo. Su voz es horrorosamente desafinada. Florence (interpretada por la extraordinaria Meryl Streep) vive, literalmente, en una caja de cristal. Posee un club propio, el selecto Club Verdi, y su marido, St. Clair (el correctísimo Hugh Grant), hace lo imposible para cumplir todos sus caprichos y tapar la realidad. Mientras Florence se mueve en los círculos privados, todos la apañan, disimulan, le hacen creer que es una gran cantante. Ella vive feliz en su mundo, todos la consienten porque es muy dadivosa. El conflicto surge cuando materializa su sueño de cantar en público, nada menos que en el Carnegie Hall, ante 1000 soldados invitados. A la par de su marido entra en esta dinámica del engaño el joven pianista Cosme McMoonn, interpretado por un sorprendente Simón Helberg (The Bing Bang Theory), quien la acompañará en todas sus presentaciones.Lo cierto es que Florence está muy enferma y, en diálogos íntimos con su esposo, da a entender que ha tenido un pasado muy difícil. El día siguiente podría ser su último día. Su entorno es consciente de esta situación, por esto se crea una gran farsa para que ella viva feliz, pues al fin y al cabo Florence es una mujer sensible, generosa y fácil de querer. La lealtad inquebrantable de sus hombres, St Clair y Cosme, tiene una razón de ser. Frears sabe cómo poner en funcionamiento este pintoresco universo, lo grotesco, la risa y el drama se funden en una fórmula eficaz. Una puesta en escena exacta se emulsiona con rasgos que remiten al cine felliniano, como las sobrecargadas escenografías y personajes por demás histriónicos.Pero por sobre todo, el realizador no se burla de los defectos de Florence, sino que respeta sus virtudes como la tenacidad que sostiene para que se haga realidad su sueño; todo inmerso en un ámbito en el que las mujeres son solidarias entre sí y los hombres cumplen al pie de la letra las indicaciones de una dama audaz y perseverante.
Florence defiende el derecho a soñar y no despertar nunca El film cuenta la verdadera historia de Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), una mujer sola y adinerada, que reinó en los salones neoyorkinos de la década del 40, y que soñaba con poder convertirse en una gran cantante de ópera. Y se dio el gusto. Tenía plata y voluntad y así pudo hacerse oír en los mejores lugares, pese a que su voz despertaba más burlas que aplausos. Lo que el film reivindica es las ganas de ser uno mismo a despecho del talento que se tenga para intentarlo. Incluso cuando al final nota que la gente se reía de sus actuaciones, Florence reivindica la fuerza de su impulso: “Yo quería cantar en los mejores lugares… y canté”, como explicando que las críticas por supuesto le duelen, pero que no lograron eclipsar su amor por la música, pese que ella, desde el escenario, más que homenajearla, la maltrataba. Florence no estaba sola a la hora de hacerse ilusiones. El que alimentaba esos sueños y esa mentira era su esposo-amigo, un actor segundón que vivió a la sombra de Florence y de su fortuna, pero que insiste más de una vez (y se lo dice al pianista) que la ambición es dañina, que lo más valioso es la lealtad a todo, a un ser humano, a una vocación, incluso la lealtad a un sueño imposible. El film esta contado como una comedia elegante, pese a que el personaje de Florence mueve a la risa. Frears no se aprovecha de ella, no la ridiculiza con crueldad, al contrario, con matices románticos nos dice que a Florence el amor le fue tan esquivo como la música y que a falta de un esposo en serio y un hijo se aferró a un sueño. Hay sentimientos y gracia en medio de esta fabula sostenida como un complot. Porque a ella le miente el marido, que no quiere que esta mujer ingenua despierte un día. Le miente el profesor de canto y el pianista. Le miente el público, aunque algunos se animan a rescatar la autenticidad y el empeño de una mujer que se propuso algo por encima de sus posibilidades, como para demostrar que no sólo los elegidos tienen derecho a darse el gusto. “Tu canto es pura sinceridad”, le dice el marido, sintetizando lo que todos sienten: que la voz de Florence nunca miente y que sus carencias al final es lo más auténtico. Florence vive en medio de un sueño que no deja de ser un sueño. Y ella al final lo nota. O lo supo siempre. No es una film tocante, pero es simpático, a ratos chispeante, y tiene otra soberbia actuación de Meryl Streep, que haga lo que haga, siempre alcanza el escalón mayor. A su lado, Hugh Grant le pone humanidad y prestancia a ese esposo que vivió para que el globo de Florence no explotara nunca. Es que a veces, nos dice Florence y Frears, el secreto de la felicidad consiste en no dejar jamás de soñar.
Florence’s calibrated performances and farcical tone makes it an effective crowd-pleaser Based on the real life of a well-known singer with an unmistakable appalling voice in early 20th century Manhattan, Florence Foster Jenkins is the new film by Stephen Frears — following The Program (2015) and Philomena (2013). While it’s true that it breaks no new ground whatsoever in aesthetic terms and that a large part of the script is a sort of flat, it’s equally true that the finely calibrated performances and the farcical tone makes it an effective crowd-pleaser with more than a handful of genuine highlights. Florence Foster Jenkins was a socialite and a devoted opera buff, totally in love with music and with her longtime husband, St. Clair Bayfield — an English mediocre actor — with whom she didn’t live together since he had a younger woman as a mistress and so he lived with her. Overtly or implicitly, Florence and St. Clair had an agreement about this. Incredibly unaware of her awfully off-key voice, she hired famous professors to teach her how to sing works from Mozart, Verdi and Brahms. Of course, neither the husband nor the maestros ever told her how bad her singing was. On the contrary, they encouraged her to believe she was a good singer that kept improving as her vocal training went on. But they didn’t do it out of cruelty or to make fun at her - not at all. It so happens that Florence was a very generous, welcoming woman who needed music like she needed air to breathe. Or perhaps even more. And for a very good reason that won’t be disclosed here as not to spoil one of the film’s most emotional moments. For Florence does have a couple of very touching scenes that rightfully belong to the realm of your most typical tearjerkers. Set in 1944, Frear’s new opus features Meryl Streep as Florence, Hugh Grant as St. Clair, and Simon Helberg as Cosmé McMoon, a young pianist Florence hires for her new shows. Believe it or not, her recitals had audiences that applauded her singing. The thing is that Bayfield organized them but only with small audiences that knew what to expect and were paid to react favorably. At the same time, he shielded her from mean music critics. But when she organizes her own show at Carnegie Hall, then that’s when the naked truth is to be revealed. Now she’s bound to know she’s the worst singer in the world. Florence Foster Jenkins is the first film credit by TV writer Nicholas Martin, and its pacing and dramatic progression is very characteristic of standard television comedy. For cinema some scenes are cut-off short, others take place without the necessary transitions, and a few others could’ve been more elaborate. And up until half of the second act, dramatic drive is not that strong, so paradoxically enough a feature with an outrageously bizarre protagonist feels too flat. But during the rest of the film, as the much awaited concert at the Carnegie Hall approaches, the rhythm goes hectic, hysterical emotions start to abound, and farcical comedy definitely takes centre stage as it reaches unexpected high points. Above all, think of Florence as an actors’ movie. Its commonplace to say Meryl Streep is great in a role because the truth is that she always is. But there are many times when her performance is out-of-this-world. For better and for worse, Florence is not one of those times. Make no mistake: she does a tremendous job, albeit it’s done by the book — a very smart book — with an array of a gifted actress’ tricks and resources. But it’s not like her astounding performance in, say, Death Becomes Her — just to cite an example in the comedy arena. You have to give equal credit, if not more, to Hugh Grant and Simon Helberg for their sharp performances that bring new shades to characters that could’ve otherwise been too stereotypical or simply not fleshy enough. And Stephen Frears is to be highly praised for having created true chemistry among the trio that does feel real at all times. Come to think of it, the greatest achievement of Florence Foster Jenkins is that its nature resembles that of its protagonist: with all its missteps, it’s as genuine and occasionally moving as Florence was in her life in love with music. Now, a final note for those who like having the same story told by different people. French director Xavier Giannoli’s Marguerite (2015), starring Catherine Frot, also took the story of Florence Foster Jenkins and relocated in Paris in the 1920’s. It’s way more of a drama than any sort of comedy, with a stellar performance by Frot. Should you like Frears’ Florence, then watch Giannoli’s version. It’s not a masterpiece, but you won’t be disappointed either. Production notes Florence Foster Jenkins (UK, 2016) Directed by Stephen Frears. Written by Nicholas Martin. With Meryl Streep, Hugh Grant, Simon Helberg, Rebecca Ferguson, Nina Arianda. Cinematography: Danny Cohen. Editing: Valerio Bonelli. Production design: Alan McDonald. Costume design: Consolata Boyle. Music: Alexandre Desplat. Production companies: Qwerty Films, Pathe, BBC Films. Producers: Michael Kuhn, Tracey Seaward. Running time: 110 minutes.
La historia de la pésima cantante de ópera Florence Foster Jenkis es tan fascinante que después de la francesa Marguerite, el británico Stephen Frears vuelve a meterse con ella. Esta suerte de comedia farsesca se vale, además, de dos intérpretes que se lo pasan bomba: la gran Meryl Streep y un inspirado Hugh Grant para inyectarle vida a la excéntrica socialité que insiste en cantar, se empeña, tiernamente, en cumplir su sueño. Con Streep como vehículo capaz de unir, entre el drama y la comedia, los múltiples matices de este relato, Frears redondea una biopic hecha desde el cariño, con alma.
El placer por sobre el deber A veces la carcajada mueve a reflexión. Y este es lo que ocurre al escuchar cantar a Florence Foster Jenkins, quien fue unánimemente considerada la peor cantante lírica de la historia. Basada sobre los últimos años de la excéntrica soprano estadounidense (1868-1944), Stephen Frears decidió darle un enfoque irónico al personaje pero a la vez con cierto tono de redención. De la mano de una Rey Midas de la actuación como Meryl Streep, no hay dudas que toda criatura que toca la convierte en oro. Su Florence es tan patética como querible, tan insoportablemente poderosa como débil ante sus afectos y tan inconsciente como para cantar el "Aria de la Reina de la Noche" de Mozart con un récord de desafinaciones. Al lado de su esposo Clair Bayfield (un sólido y creíble Hugh Grant), que la consiente para que concrete sus sueños, Florence va creciendo ante el reconocimiento de un público tan selecto como aristocrático. Acompañada de su pianista Cosme McMoon (el expresivo Simon Helberg) una noche Florence se topa con lo popular y siente el primer gran impacto con la realidad. Cebada por su engañoso entorno, alquila el Carneggie Hall y regala todas las entradas para los ex combatientes. Pese a su gesto solidario, las burlas y la crítica despiadada del diario más poderoso (único que no aceptó sobornos) le dan un golpe letal. "Podrán decir que canto mal, pero no que nunca canté", dice Florence en el cierre. Para analizar esa delgada línea entre la obligación de hacer lo que uno debe y el placer de hacer lo que uno quiere.
La conjunción Stephen Frears -el hombre de Relaciones Peligrosas, el hombre de La Reina- y Meryl Streep -no hace falta recordar qué ha hecho- era prometedora. La historia, la biografía real de la peor cantante de la historia (aquí la personificó la gigantesca KarinaK en un espectáculo llamado Souvenir) es ideal para un realizador que siempre encuentra el equilibrio entre la amabilidad y la ironía, a veces sardónica, sin renunciar a la ternura. Y también es ideal para Streep, quien en más de una ocasión ha cantado -su último film estrenado aquí fue Ricki and The Flash, donde era una rockera, y lo hacía muy bien- e incluso mal a propósito -La muerte le sienta bien. Pues bien: los antecedentes no llegan a generar una película genial pero sí una muy buena, que cumple con todas las expectativas. La mezcla de ingenuidad y cálculo, de cursilería y emoción, con la que Streep logra que creamos que esa discapacitada vocal que fue Florence Foster Jenkins existió. Porque lo más raro del asunto es que sí, esta mujer llegó a cantar en el Carnegie Hall, y mucha gente la quería incluso si su talento era menos que nulo. Lo que hace que la película funcione son, sobre todo, las relaciones con los otros personajes: Hugh Grant está especialmente inteligente y gracioso, y Simon Helberg (lo deben recordar como uno de los amigos de The Big Bang Theory) logra el punto justo entre simpatía y fastidio con su profesor de música. Hay momentos quizás demasiado ridículos, pero en general triunfa esa idea democrática y humana de Frears sobre las personas.
Un paradójico amor por la música La peor cantante posible, la más apasionada. Un retrato sobre el amor a la música, entre risas y admiración. El contraste como manera de pensar el mundo, en donde la pasión le gana al talento. La recreación de la Nueva York de los '40 es otro de los aciertos. La sabiduría fílmica del inglés Stephen Frears tiene en Florence otro de sus grandes ejemplos. Por un lado, la recreación de la Nueva York de los '40, al establecer un diálogo con la ópera prima del cineasta: Sabueso verde (Gumshoe, 1971), donde Albert Finney se volvía detective, a la manera de las historias que transcurrían durante esos años de películas y novelas policiales. Por otra parte, el apego al mundo del espectáculo y sus personajes entrañables, obsesionados, como lo exponía Mrs. Henderson presenta, a través de la dama Laura Henderson (Judi Dench), empecinada en ofertar mujeres desnudas en su teatrito londinense, durante la Segunda Guerra. Y también, desde ya, por medio de la declaración de amor a la música, aspecto que hace inevitable la mención de Alta fidelidad, donde amores y desaires tenían una banda de sonido diegética, al ser sustancial en la vida de sus personajes, con el melómano Rob Gordon (John Cusack) a la cabeza. Estos rasgos reaparecen y se enriquecen desde la historia de vida de esta señora norteamericana e inaudita, de nombre Florence Foster Jenkins (1868-1944), recreada con una sabiduría mayúscula por Meryl Streep. El talento de Florence para el canto era nulo, y sin embargo ha trascendido como la peor soprano posible. Hay rasgos de su historia personal a los que el film alude apenas, porque lo que le interesa es su año último, justo el anterior al desenlace del conflicto bélico, con Florence confiada en el logro de su objetivo máximo: colmar el Carnegie Hall, en un recital con entradas a beneficio de los soldados, esos jóvenes que arriesgan sus vidas y le recuerdan ese otro cometido sin logro: ser madre. Le acompaña un esposo devoto (Hugh Grant), más joven, que alterna su vida entre la fastuosidad aristócrata y el barrio marginal, en una casita donde baila jazz con su amante. El contrapunto entre ellos es perfecto, porque da cuerpo formal al film, al articular dos costados sociales (centro y periferia) y dos registros musicales (lírica y jazz), que la dirección fotográfica compone desde valores altos, en un caso, y bajos, en el otro. Un anverso y reverso inmanente al momento de época, donde la música aparece como un espacio en conflicto, algo estancada en ciertos ámbitos, muy vital en otros, entre reacciones sociales heterogéneas y conservadoras: la reunión en el Carnegie Hall será, por eso, sintomática, traumática, acorde con una sociedad en crisis, presta a un momento de cambio. Por su parte, la dirección de arte, preciosista, recrea con esmero la gran avenida, pero también la pared de la callecita, con los afiches donde se lee "Louis Armstrong". Es por esto que la interpretación desgajada de Hugh Grant es notable, atildado como suele ser, bien british (tal la procedencia real del esposo de Florence), sin embargo presto a danzar de un modo insospechado en los barrios bajos. Luego de despedir en sueños a su esposa, a quien trata como una niña, St Clair huye a la noche del barrio, a esa otra vida en donde hacer lo que acá no puede. Esta niña grande que es Florence, rodeada de flores, que adora los sándwiches y la ensalada de papas, con temor a los objetos con filo, hace convivir consigo un amor devoto por la música, pero a través de la peor voz. Hay momentos donde la risa es parte inmanente de las secuencias, algunas desternillantes, pero con la habilidad de torcer enmomentos determinados hacia la admiración por quien ha elegido hacer lo que debe porque en eso, sencillamente, le va la vida. Es ese instante el que el film de Frears persigue: un "paradójico" canto de amor a la música. Alrededor de Florence desfilarán muchos nombres importantes, con relieve artístico ganado, en busca del dólar que les permita hacer lo que saben, mientras adosan capas de una pinturaa veces hipócrita o acordes con un sistema que cosifica lo que toca como mercancía. Florence sueña y, porque lo hace, canta. Es la respuesta musical a esa otra figura similar que significa el Ed Wood de Tim Burton, considerado el peor director de la historia del cine. El talento falta. A quién le importa. Les sobra pasión, es eso lo que filman Burton y Frears. Pero lo cierto también es que a muchos les importa el "talento". Entre ellos, aparece la figura del periodista experto, y de dos maneras: como receptor de dádivas a las que corresponder (St Clair trama una telaraña con la que sostiene una burbuja de cristal); como profesional insobornable. El caso último no deja de ser irónico, vista la resolución argumental, a través de la cual la figura del experto culmina por ser la de un garante del arte, el legitimador, aquel que sentencia: misma alusión a la que arribara Orson Welles en F forFake (1973). Justamente, es en El ciudadano donde Charles Foster Kane sometía a su esposa, Susan Alexander, como la cantante que ella no quería ni podía. También, de paso, lo hacía con la prensa y sus aplausos. Sólo había uno que se resistía, en el rol de Joseph Cotten. En este sentido, Florence da cuenta de una mirada crítica sobre un círculo vicioso que lejos está de extinguirse -para nada exclusivo de la música o el teatro, quien lo dice es una película, el dardo tiene centro en el cine, tal como lo han hecho La malvada de Mankiewicz, o Birdman de Iñárritu-. En este retrato, por otra parte, se cuela una sorna particular sobre el disfrute meramente ocioso de una clase social improductiva, que asiste a sus galas sin goce pero con vestidos y collares. Ahora bien, a no confundir, Florence Foster Jenkins sabe dónde está parada y hace lo que hace por amora Saint-Saëns, un amor muy distinto al que manifiestan otros, acompañados por títulos nobiliarios olvidados y riquezas heredadas. El eslabón bisagra lo compondrá el pianista McMoon (SimonHelberg): esmirriado, desconcertado, con la plata justa y la vida austera, capaz de aparecer allí cuando haga falta el matiz distintivo. Para que, finalmente, prevalezca el encuentro final entre esos dos rostros que se aman de una manera como sólo la música puede semejar.
Un gran protagónico de Mery Streep La película de Stephen Frears reconstruye la historia de Florence Foster Jenkins, la soprano sin talento musical. La cantante de ópera Florence Foster Jenkins ha dejado la lista de curiosidades del Carnegie Hall de Nueva York, gracias a la película de Stephen Frears que reconstruye su pasión por la música. En Florence, la actuación de Meryl Streep agrega todas las notas necesarias para que el personaje, de por sí rico en sus distintas facetas dramáticas, se convierta en una diva con matices tragicómicos. Florence es una mujer mayor, rica, está casada con el actor St. Clair Bayfield, el representante que mantiene su mundo con amor y bastante astucia. El gran tema inicial es que la señora canta mal, es desafinada, y aun así, quiere emular a la grandiosa Lily Pons. Cuando llega el aspirante a pianista, un muchacho que necesita ganarse el pan como tantos durante la Segunda Guerra, será Cosmé McMoon (magnífico Simon Helberg) quien interprete el rol del espectador de esa comedia matrimonial. El pianista acompaña a Florence hasta las últimas consecuencias y junto a ella aprende el ejercicio de la piedad. Streep interpreta a la soprano desafinada con el don que la hace única. Hay en su Florence atisbos de picardía, complicidad o ingenuidad extrema. Cuando parece que está calculando hasta dónde puede llegar su capricho, se libera cantando, entregando su dinero a empresas absurdas y rimbombantes. Acompaña a Streep, Hugh Grant, también estupendo en el rol de St. Clair Bayfield. El actor maneja la ambigüedad del personaje que asiste a su esposa. Ellos tienen su pacto y su secreto. Stephen Frears juega rítmicamente la partitura de la crueldad y la ternura. Los seguidores de Florence aplauden sus gorjeos imposibles, aunque se rían. Entonces Streep entra en los aspectos más misteriosos del rol y mejora cualquier guion o escena.La cantante desafinada también sabe observar a la ciudad donde todo tiene precio. Da risa el trajín del marido que elige el público, habla con los críticos, trabaja en la ilusión de Florence como un pillo que termina conmoviendo. La cuestión de la falta de talento y como contrapartida, la música que ocupa el lugar de todo lo que Florence perdió o jamás tendrá, pone al espectador en la butaca del público por partida doble. La excelencia en el arte se enfrenta a la necesidad de una mujer que no puede vivir sin cantar. El marido bailando en una fiesta, la actuación de Florence en el Carnegie Hall y el final son grandes momentos a cargo de los mejores.
Hay personajes cuyas vidas parecen propias de ser retratadas. La de Florence Foster Jenkins posiblemente sea una de ellas. Heredera aristócrata proveniente de Pennsylvania, dedicó su vida a convencer a los demás de lo que ella ya estaba convencida, su don natural para el canto lírico; por supuesto, un don inexistente. No obstante, el empeño, y la fortuna (tradúzcanlo como quieran) la llevó a poseer una fama considerable, realizar varias presentaciones, y algunas grabaciones. Que hablen bien o mal de uno, pero que hablen; se dice por ahí. Lo cierto es que el personaje de Florence fue llevado al teatro en la obra Sourvenir (que acá personificó la talentosísima Karina K); y quiso el destino que este año conjugaran en nuestra cartelera dos películas basadas en la misma mujer. La Marguerite de Xavier Giannoli cambió el escenario, los nombres, y las fechas, para llevarla al París de los años ’20, y resultó un sorpresivo éxito de crítica y público. ¿Ni lerdos ni perezosos? Ya tenemos a nuestra disposición la versión anglosajona del asunto, aparentemente más fiel al original. Florence esta vez es Meryl Streep, indiscutida actriz, dueña de un gran histrionismo. El director es Stephen Frears, a esta altura, casi un experto en biopics femeninas, si contamos sus trabajos más celebrados y recientes como La Reina y Philomena. El plato estaba servido con ricos ingredientes, sin embargo, los resultados no están del todo a la altura de las circunstancias. Como era de esperarse, el realizador realiza un film a la medida de su estrella, todo gira en torno a ella y sus gamas de peculiaridades. La actriz de Mamma Mía se halla a sus anchas para mostrar toda su gama de mohines y hacer un personaje casi caricaturesco. Por otro lado, el guion de Nicholas Martin, peca de carecer de vuelo alto, transformándose en una narración solemne, que, como clásica biopic, busca enorgullecerse de su figura principal. Los deseos/caprichos de Florence son soportados por su marido, St Clair Bayfield quien le organiza conciertos cerrados con un público conocido que acepta la jugarreta y complace a la mujer. Pero esto solo la incentiva, le hace creer que su talento es enorme, y quiere ir por más, realizando grandes presentaciones públicas. En este punto, Frears y Martin, amagan alguna suerte de crítica y acidez sobre el mundo que retratan y los rodea. La complacencia por el dinero, las falsedades, lo corrupto del mundo del arte y sus críticos. Pero por cada vez que asoma algún despliegue en estos aspectos (mucho más aprovechado por Giannoli con su tono ligero y burlón), hay en compensación mensajes de empeño y tenacidad por parte de esta “inquebrantable” mujer. Quizás Frears ya no sea el de Relaciones Peligrosas, quizás esté más acostumbrado ahora a retratar féminas fuertes que se enfrentan a su entorno o a los mandatos; y en Florence vuelve a aplicar esa fórmula, aunque dudosamente la historia lo valía. La puesta es sobrecargada, en partes ampulosas, pero sin un real gran despliegue, siendo este un trabajo menor en la filmografía del director de Alta Fidelidad. El hilo narrativo no se olvida nunca de su centro, y Meryl Streep entiende que es esa clase de films para comprarse al espectador con un personaje cargado de peculiaridades. En esa suma de mohines, bordea constantemente la sobreactuación y sobrexposición, y más de una vez cruza holgadamente el límite, volviendo a su Florence algo caricaturesca e inverosímil. Mejor parado sale Hugh Grant, como Bayfield, quien logra destacarse en un secundario correcto y centrado, muchas veces trayendo al film del exceso en que se embarcó. Otro celebrado contrapeso resulta Simon Helberg como el pianista Cosme McMoon, aunque dada la importancia del personaje real en la historia de Florence, quizás necesitó algo más de espacio. Florence: La Mejor Peor de Todas es un film en exceso correcto, que no se anima a los rigurosos planteos que puede despertar la anécdota de la Sra. Jenkins, ni tampoco se entrega a la acidez de un humor burlón. Le alcanza con mirar a su personaje y a su actriz, y hacernos creer lo valerosa que es. Para un público con pretensiones de un simple entretenimiento amable puede ser suficiente, aunque improbablemente memorable.
Llevada al cine con anterioridad por Xavier Giannoli, la historia de Florence Foster Jenkins, la peor cantante que se haya conocido y escuchado alguna vez, tiene en "Florence" (UK, 2016) de Stephen Frears una nueva posibilidad, esta vez en clave de comedia de narrar los episodios que llevaron a la fama a la intérprete. Protagonizada por Meryl Streep, la cinta desanda los hechos que llevaron a la capitalista y cantante a autoconvencerse, a partir de varios engaños, una suerte de diario de Irigoyen constante con el que se manejaba su entorno, y que la llevaron a pasar a la historia no por buena cantante, sino, por lo contrario. En un matrimonio de conveniencia con St. Clair Bayfield (Hugh Grant), y rodeada por gente que solo la adulaba para sacar provecho de su ingenuidad e inocencia, y en el tiro quitarle dinero, Florence estaba ciega a aquello que realmente pasaba a su alrededor. Así, el filme explora la hipocresía del mundo y la industria musical ante la inevitabilidad de la estrepitosa carrera de una mujer que, no solo no poseía condiciones para cantar o actuar, sino que, además, propulsó la exploración de un tipo de obra teatral, el vodevil, con un sinfín de variaciones que hoy pueden rozar el kitch y lo bizarro, pero que siguen vigentes. Cuando el joven intérprete de piano Cosme McMoon (Simon Helberg) se suma al equipo que Florence y su marido componen, para preparar su debut como cantante, la cinta comienza a perfilar un costado entretenido y divertido que refuerza su posición ante el personaje que presenta. Así, si en una primera instancia la narración presenta el conflicto y el mcguffin que Frears trabaja a lo largo de todo el filme, en una segunda parte, ya la más cercana a la exploración de la incapacidad de Florence por cantar, una serie de personajes secundarios, se sumarán para brindar el contrapunto y el color necesario para reforzar la propuesta. La cuidada reconstrucción de época, con un vestuario y búsqueda de rostros, escenarios, utilería y demás, que reflejan los inicios del siglo XX a la perfección, además de una banda sonora fácilmente identificable, son otros de los adicionales que este filme tiene como positivo. La guerra como contexto y el espectáculo como única vía de escape ante la dramática situación del país, también potencian la narración, con su tema en la superficie, pero que en el fondo, terminará por ayudar a la resolución final. Hay un tópico tangencial que el filme de Giannoli no exploraba con evidencia, y es aquel que reposa en la mirada sobre el matrimonio de Florence y St.Claire. Mientras él se desvive por ella durante el día, durante la noche la deja reposando en su cama y se va a otro departamento en el que convive con una joven mujer (Rebecca Ferguson), a escondidas de ella. Y en esa doble vida, mientras la carrera de Florence se dispara hacia el “estrellato”, la vida personal de ambos, llena de mentiras, al igual que en la profesional, los comienza a distanciar pese al amor que se tienen. Frears remarca esa soledad compartida, y pinta con algunos trazos, demasiados gruesos, a Florence, la que, gracias a la sólida interpretación de Streep (acompañada magistralmente por Grant), que se esfuerza por cantar horriblemente, suma el punto más interesante de esta historia de lucha, tezón y pasión por conseguir los sueños pese a todo.
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Una conmovedora reflexión sobre la pasión, el talento y la crítica. La labor artística es algo emocionalmente arriesgado para cualquiera que la emprende. Sometemos algo hecho con el corazón (o por encargo) al juicio de un público cuyo veredicto es tan cierto como inestable en su expresión. Están aquellos que lo expresan de forma moderada, y están aquellos que son injustificadamente crueles. Pero Florence es una película que no viene a pasar juicio por la buena o mala calidad que un artista ejerce con su obra, sino del corazón que se le pone a la misma. Subí al escenario y hacelo vos si sos macho 1944. En plena Segunda Guerra Mundial, Florence Foster Jenkins es una dama de la alta sociedad neoyorquina y una amante de la música. Apoyada por su joven esposo, realizan conciertos en diversos eventos. Por desgracia, Florence no tiene lo que se dice una voz agraciada. Los problemas surgirán cuando, a pesar de esto, ella quiera dar un concierto a beneficio de los soldados en el Carnegie Hall (uno de los salones de conciertos más prestigiosos de Nueva York), obligando a su marido a hacer todo tipo de movidas para evitar que su mujer sea el blanco de las burlas del público y la destrucción de críticos incorruptibles. Florence es una muy buena narración, que parte de un guion sólido, que le da espacio en partes iguales tanto al humor como a la ternura. Pero más allá de eso, es una conmovedora reflexión sobre la pasión, el talento y el rol de la crítica en las artes. Es una película que nos conmina a los críticos (tanto especializados como ciudadanos de a pie) no a analizar obras posteriores con una benevolencia exagerada, o a evitar la rudeza si se la cree necesaria. Al contrario, nos invita a seguir ejerciéndola como lo hemos venido haciendo desde siempre, pero nos invita a que reconozcamos primero que nada, si hubo amor, si hubo pasión, si se dejó todo en la cancha a la hora de hacer lo que se hace. Porque en esa motivación recae toda la diferencia. El resultado ya es harina de otro costal. En el apartado técnico tenemos una más que hábil dirección del gran Stephen Frears, donde coordina cuidadas composiciones de cuadro en Cinemascope, complementadas por una dirección de arte que reproduce gustosamente la Nueva York de los años ’40. En el apartado actoral, Meryl Streep entrega otra digna performance de tantas otras con las que nos ha deleitado a lo largo de los años (no me sorprendería que reciba la vigésima nominación al Oscar de su carrera por este papel). Hugh Grant sorprende como un dandy venido a menos, pero con un genuino amor por el personaje de Streep, lo que resulta en una química innegable con esta última. “Sorpresa” es la palabra que también utilizo para Simon Helberg, quien demostró en esta película que hay vida, talento y versatilidad más allá de Howard Wolowitz. Conclusión Florence es un relato muy bien construido, sostenido por interpretaciones tan carismáticas como conmovedoras. Si cuenta con el tiempo y el dinero, no lo va a desilusionar. Recomendable. El Hombre en la Arena (Theodore Roosevelt) No es el crítico el que cuenta; tampoco el hombre que señala como ha tropezado el más fuerte, o cómo el que realiza las hazañas pudo haberlo hecho mejor. El crédito le pertenece al Hombre en la Arena, cuyo rostro está manchado por el polvo, el sudor y la sangre; quien lucha valientemente; quien se equivoca y se queda corto una y otra vez, ya que no hay esfuerzo sin error ni defecto Es quién verdaderamente lucha para realizar sus hazañas; quien conoce el gran entusiasmo y la gran devoción; quien se entrega a una causa justa; quien cuando todo va bien, conoce al final el triunfo de un gran logro, y quien cuando todo va mal, falla, al menos lo hace asumiendo un gran riesgo, así su lugar nunca estará junto al de esas almas frías y tímidas que no conocen ni la victoria ni la derrota.
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Impecable realización de un director sensible, con una actriz de otra galaxia En el cine hay papeles que están hechos a medida, pero también hay personajes construidos para un determinado intérprete. Pese a haber visto y aplaudido “Marguerite” (Xavier Giannoli, 2015), cuyo argumento se basaba precisamente en la historia de Florence Jenkins, esta historia biográfica sobre una mujer de la alta sociedad que tenía una voz horrible y era protegida del “qué dirán” por su marido, vuelve a cobrar vida de la mano de Stephen Frears y de la única actriz de habla inglesa que la podría haber interpretado: Meryl Streep. “Florence: La “mejor” peor de todas”, al igual que su antecesora, es una historia sobre la hipocresía. La estrenada el año pasado utilizaba mejor ésta temática que en éste caso porque el director inglés elige correr el eje hacia la relación entre la protagonista y su marido, interpretado muy bien por Hugo Grant. Esos momentos entre ellos dos trazan preciosos instantes sobre una pareja que se sostiene por lo incondicional de uno hacia el otro, pero tiene grietas que ya no se pueden arreglar. Por eso, él tiene una amante, y ella, una clara determinación para salir del círculo cerrado y construido para evitar la exposición pública, en los cuales la sociedad tenía actitudes incriminatorias para con cualquiera que quedase expuesto al escándalo. El trabajo de Meryl Streep está ya en otra galaxia. Su forma de hablar, de caminar, de reírse, la transformación que logra entre uno y otro, el detalle y la minuciosidad con la cual se ocupa de sus criaturas, la convierte en una de las más grandes de todos los tiempos, sino en la más. Pero esto se puede lograr también por la estupenda dirección de actores de Stephen Frears, un hombre que siempre logra grandes actuaciones en sus películas, recordemos sino “Relaciones peligrosas” (1988) o “Héroe accidental” (1991). “Florence: La “mejor” peor de todas” no es la excepción, porque además de la actriz, hay estupendos trabajos de Hugo Grant, Rebecca Ferguson y Simon Helberg, todos dosificados y equilibrados para que los buenos registros no se escapen del cuento que quiere ser contado. La historia tiene el mismo disparador: La mejor-peor cantante de la historia quiere cantar en el Carnegie Hall, frente a una audiencia masiva y desconocida, provocando un descalabro en el circo armado alrededor de una pretendida admiración por su inexistente talento. El director cuida mucho todos los detalles pero en especial, el de entender que esta comedia funciona siempre, y cuando su forma no sea la de burlarse del personaje central, sino de entenderlo, comprenderlo, compadecerlo incluso, y dejar que lo insólito de la situación sea el generador de los gags.
Florence, la mejor peor de todas es una película de equilibrista: Stephen Frears cuenta la historia de los manejos y las mentiras que permiten que una mujer que canta horrible sea escuchada por mucha gente, y lo hace sin reírse nunca de su protagonista y sin transformarla sumariamente en una víctima triste (aunque la biografía de la Florence real sea un catálogo interminable de tristezas). El director recorre un terreno incierto y consigue mantener desde el comienzo una inestabilidad dramática poco frecuente: el guion y la puesta en escena hacen malabares para dar cuenta del ridículo al que se somete Florence, pero con el cuidado de no incurrir nunca en el miserabilismo, aunque haya que mostrar, por ejemplo, las burlas de las que es objeto por una buena parte de su público, o sea necesario señalar con claridad los momentos más brutales de sus performances. La apuesta de la película parece arriesgada: es común que el cine torne fascinante a un villano, pero mucho menos habitual es que se trate de imbuir de interés a un personaje como el que tiene a su cargo Meryl Streep, una mujer mayor pero añiñada, un poco tonta, encerrada en sus fantasías, ajena a lo que ocurre en su entorno e incapaz de percibir su falta absoluta de talento. Por eso es que el centro de la película lo constituyen tanto Florence como St. Clair, el esposo abnegado capaz de fabricar el más elaborado de los engaños con tal de cumplir los caprichosos de su esposa. Hugh Grant, además de uno de los mejores actores del mundo, es un especialista de las máscaras: en una escena inicial, St. Clair acuesta a Florence, comentan su desempeño en un tableaux vivant, él le recita hasta que ella se duerme. Ni bien termina ese ritual encantador, se pasa a otro más realista: St. Clair controla el pulso de Florence, y junto con la sirvienta le sacan la peluca y le colocan un pañuelo. Ese momento breve funciona como clave de lectura de toda la película: el esposo, a veces cándido, otras tirano, oficia de director de una gran puesta en escena que le posibilita a Florence seguir interpretando el papel de una cantante querida y respetada, a pesar del deterioro causado por la sifilis a lo largo de casi cincuenta años. Una buena parte del relato se va en seguir la conspiración organizada de manera obsesiva por St. Clair, y la tensión surge mayormente de las contingencias no contempladas en su plan, como la presencia inesperada de un crítico que, a diferencia de sus colegas, no acepta vender su opinión. La película desvía sutilmente su foco de Florence hacia St. Clair y pasa a narrar las dificultades que supone blindar a la mujer de la realidad durante un concierto a beneficio de veteranos de guerra en el Carnegie Hall. El guion nos ubica tan cerca de la pareja, y en especial del marido, que tememos por él y por el éxito de sus engaños, a pesar de que el hombre se comporta como un dictador que no vacila en manipular voluntades y corromper a cualquiera. Frears y el propio Grant le imprimen a St. Clair un encanto inigualable que lo hace merecedor de la simpatía del espectador a pesar de todo, incluso de su relación extramatrimonial. Ya es hora de hablar en extenso de la sonrisa de Hugh Grant, tal vez uno de los inventos actorales más sofisticados del cine actual que el inglés es capaz de utilizar con fines múltiples, incluso para deformar el rostro en un instante de conmoción y llanto contenido. Sonrisas que dejan ver lágrimas, cantantes que no dan bien una sola nota pero igual que reciben ovaciones y una comedia de aliento clásico que no esconde su tristeza profunda: Florence… es una película inestable que sabe jugar con la ambigüedad y transformarla en una forma de mirar.
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Ser el “mejor de los peores” y no tener conciencia de ello, es quizás unas de las mejores virtudes que uno puede tener. Florence Jenkins fue la peor cantante del mundo, sus ansias por llegar a cantar en el Ritz Carlo en Manhattan en los dorados años 30 – uno de los teatros más gloriosos – la coronó no sólo como la soprano con menos oído o tempo sino como la mujer más optimista y más tierna, incluso ante las risas del público popular. Florence es un personaje rico para el universo cinematográfico, por ello en el 2014 el director francés Xavier Gianolli, tomó esta historia y la llevó en París. Florence se llamó Margarite y nos deleitó con sus agudos insoportables. Ahora ya de regreso en Manhattan, la Florence americana vuelve con todo y de la mano del groso de Stephen Frears - soy muy fan de Alta Fidelidad, una de sus mejores películas- que respeta a esta Florence y la vuelve casi una heroína. La sonrisa de Florence interpretada increíblemente por la suprema y amada por todos Meryl Streep, es de una ternura imponderable. Difícil no amarla: Florence sale al proscenio colgada de un arnés, ella es la figura de la obra de su teatro “The Verdi Club”, el público la aplaude, incluso en sus vaivenes, todos la aman. De esta manera es presentada Florence, esta inusual cantante de ópera, quien vive una relación absolutamente romántica con St. Clair Bayfield - Hugh Grant la rompe en este papel- su marido, y su cómplice en la persistencia de cumplir su sueño. El la mira con un amor que llega a los corazones de todos -todas queremos que nos miren así- y la sostiene, incluso en los momentos en donde su armonía se derrumba. Frears, alimenta el misterio de escuchar la voz de Florence y la expone recién transcurrido un cuarto de película. La escena en donde la soprano imposovisa Like a Bird, es desopilante. Ella quiere cantar en público y ahí comienza el “gancho” de la película. Su marido y un novato, y tímido, pianista que la acompaña - Simón Helberg tiene que estar nominado al Oscar por este papel- se vuelven compinches para mantener el mundo de fantasía de Florence. Ella canta mal, pero estos dos hombres la van a proteger para que pueda cumplir su sueño. El director explota al máximo la comedia, muestra vulnerable a Florence para que nos cause gracia, pero a su vez, le inyecta un poco de nostalgia. Florence es una anti heroína, que con sus vacilaciones terrenales, no deja de conquistar, a su manera, hazañas épicas: ¿acaso cantar para la milicia en plena guerra para animarlos no es una proeza? (obviamente todo a lo “Florence”). No tiene habilidades poderosas – ni naturales- pero tiene una afabilidad propia del héroe. Florence/Streep es nuestra adalid. Con una ambientación perfecta - el charlestón de Alexander Desplat está en todos los escenarios del metraje- Florence trasmite la pasión de una mujer que ama la música - las lágrimas en sus ojos cuando escucha a Frida Hampel es increíble- y que necesita creer. Con una escena final idílica, Florence es una biopic que nos deja amando a este personaje entrañable.
Stephen Frears suele emocionarnos varias veces con historias sobre mujeres en etapas de su vida cercanas a la vejez. Así hizo con The Queen (2006) donde una excelsa Helen Mirren mostraba las vicisitudes de la Reina Isabel II. Así hizo también con Chéri (2009) donde una cuidadosa Michelle Pfeiffer desnudaba los gestos de sus arrugas para develar su vida. Así hizo también en Mrs. Henderson Presents (2005) y Philomena (2014) donde una Judi Dench diversa nos mostraba los descubrimientos de una mujer anciana en clave de comedia y drama, respectivamente. Y así hizo, ya con roles de mujeres en diversas etapas de su vida, en Dangerous Liaisons (1989) donde también Michelle Pfeiffer, junto a Glenn Close, Uma Thurman y John Malkovich, luchaban entre juegos perversos por un hombre. Esta vez vuelve a mostrarnos las inquietudes de una mujer anciana, a través de resultados menos favorables, con Florence Foster Jenkins (2016). Y tal la vejez la afrontan con una entereza sin igual. Por otro lado, las consecuencias del canto “sincero” (como le dice su esposo) de la señora Florence son para sorprenderse y reírse nerviosamente de una voz poco agraciada. La flaqueza del filme consiste en que no indaga en este apoyo que le da el esposo, interpretado por Hugh Grant. No lo indaga como conflicto y esto puedo significar que, en la vida real, el esposo no tenía problemas por consentir los deseos de Florence de regalar sus dotes artísticos al público. Pero lo cierto es que, puesto así, hay una llaneza en los personajes. No indagar en esta omisión por mostrar sus dotes hace de la película una comedia más, con momentos valiosos de mucha risa, pero sin el descubrimiento de ciertas verdades que nos suele brindar Frears en otras ocasiones. Ahora, la entrega total de Meryl Streep y de Simon Helberg forcejea con estas conformidades del guión. Por un lado, Streep está atenta a las excentricidades y la sensibilidad de Florence. Mientras más la ridiculiza su vestuario, su voz y sus expresiones cuando canta, Streep consigue una manera de brindarle franqueza al personaje. De alguna manera dice “ésta soy yo, Florence”. Por otro lado, Simon Helberg, quien interpreta al pianista Cosmé que la acompaña, consigue ser, digamos, el alivio cómico (comic relief) ante tan catastrófica voz, con gestos muy apropiados para lo que escucha. Juntos hacen un dúo de trabajo artístico que condensa los esfuerzos de la dirección por darle otra fuerza a la historia. Finalmente, la música de Alexandre Desplat, con quien el director ha trabajado previamente, sintoniza la historia con una riqueza encantadora. Ya otra veces este compositor nos ha precisado las imágenes que transcurren con música que encanta a los oídos. Así, Florence Foster Jenkins flaquea en cómo desarrolla su historia, pero sus aspectos técnicos y las actuaciones principales la elevan a ratos a algo más agudo.
A grito pelado. Las comedias dramáticas basadas en hechos reales son difíciles, porque requieren de una alquimia difícil de lograr: una historia interesante + un guion que sepa contarla con comicidad + un director que logre plasmar el guión en la pantalla. Florence Foster Jenkins logra la proeza y entrega, sin lugar a dudas, una comedia memorable. Es verdaderamente increíble la historia de esta acaudalada aficionada al canto, que en manos de cualquier otro director podría haber terminado en un melodrama punzante. Stephen Frears, sin embargo, rescata la esencia del relato con humor y se escapa con elegancia de los golpes bajos. Como resultado, nos hace reír con una historia triste, sin que sintamos culpa al respecto. Por supuesto que, además de la fantástica dirección y ambientación del filme, contribuyen enormemente al éxito del mismo las actuaciones de un soberbio reparto, donde se destacan la infalible Meryl Streep, un Hugh Grant quizás inédito y Simon Helberg, con un personaje excéntrico y divertido. La peculiar historia de Florence Foster Jenkins merecía contarse con grandeza y Frears lo logra. Es una comedia dramática divertida y original que arranca sonrisas y rescata ciertos valores del espíritu humano, sin incurrir en las típicas recetas de Hollywood.
Crítica emitida en Cartelera 1030-sábados de 20-22hs. Radio Del Plata AM 1030
La última película de Stephen Frears es una biografía homenaje a Florence Foster Jenkins, cantante lírica que llegó a dar conciertos en el Carnegie Hall de Nueva York con 76 años, a pesar de no tener tan grata voz ni manera, conviritiéndose en un fenómeno más que interesante desde la relación entre apreciación muscial, popularidad, prensa y cultura de masas. Entretenida pero no banal, toca el tema también del crecimiento de cierta clase media ilustrada estadounidense y específicamente neoyorquina que sigue admirando a Europa post gran depresión y belle epoque, los modos italianos especialmente (su relación con Arturo Toscanini es vista como todo un capital). Florence es Meryl Streep quien contabiliza, si no contamos mal, 58 películas, desde la primera, Julia, en 1977 y la última estrenada, Florence, en 2016. Ya se sabe que en 2018 llegará Mary Poppins returns. Por Florence, estuvo candidateada una vez más al Premio Globo de Oro 2017, en el rubro mejor actriz de Comedia-Musical, que ayer 8 de enero en Los Angeles, en la ceremonia de entrega, fue finalmente para Emma Stone, por La La Land. En cambio, recibió un reconocimiento a su trayectoria, y en las palabras que dijo cuando subió al escenario para la aceptación del mismo, se nota qué clase de artista es. Mirá aquí lo que dijo Meryl Streep en la entrega del premio a la trayectoria en los Golden Globes 2017. En la labor del personaje de Florence, está muy bien acompañada por Hugh Grant en el personaje de su manager y esposo, St. Clair Bayfield. Además, se luce como su pianista Cosmé McMoon, el personal Simon Helberg, muy conocido a partir de su papel de Howard Wolowitz en The Big Bang Theory. Se destaca también la dirección de arte y el vestuario (que no exagera, al contrario, si vemos las fotos de archivo de la Florence real en sus presentaciones), y el trabajo de investigación sobre sus fuentes, que le sirvieron a Streep para hacer una imitación nada grotesca, antes bien acertada, divertida y aguda. Un vez más, Streep construye un personaje totalmente a medida, logrando captar muy bien la piel de quien le toca representar. Físicamente, hay un trabajo compositivo sorprendente, y en cuanto a la voz, recupera cierta habilidad para cantar mal propia de quien ha estudiado canto y sabe colocar la voz y entonar mínimamente, recordando sus años de estudiante de ópera en la adolescencia, lo que le dió posibilidades también en Mamma Mia. La película fue estrenada comercialmente en 2016. Hoy se consigue, una vez más, en las otras pantallas que ofrecen las plataformas usuales para ver cine online. Vale la pena, la recomendamos ampliamente, siempre es una master class de actuación una película con esta artista. Aquí un video de la Florence original:
La música es vida "Florence Foster Jenkins" cuenta la increíble historia verdadera de una señora de alta sociedad que era muy mala cantando, pero como tenía muchísimo dinero y personalidad, nadie se atrevía a enfrentarla con la verdad. Llegó a dar recitales en público y a editar varios discos. La película es un producto chico, austero, y su trama no es de lo más trascendental que se va a ver en pantalla este año, pero la ejecución que hizo el director Stephen Frears ("The Queen", "Philomena") junto a la labor de sus protagonistas es lo que hace que la propuesta se eleve y se convierta en un muy buen producto cinematográfico para disfrutar. El relato parece mentira pero realmente existió el personaje principal. Una mujer fuerte y terca, de gran billetera y muy poco talento que amaba la música, tanto que estaba dispuesta a quedarse sin un mango para dedicar su vida a ella. Sus seguidores, un poco por interés, otro poco por diversión y otros por compasión, le dieron vida a la leyenda. Creo que en este sentido Frears supo combinar con clase la comedia obvia de la historia con el drama de ser Florence, una mujer que también fue bastante sufrida. Meryl Streep aporta toda su grandeza en esta montaña rusa en la que aprendemos a querer al personaje y también nos empatizamos con su causa. Sentimos lástima por ella pero también queremos dentro nuestro que logre su sueño y hasta hacemos fuerza por disfrutar de sus acordes. Acompañan muy bien Hugh Grant, en un rol que demuestra que es buen actor más allá de haberse bastardeado en varios roles iguales a través de los años, y el novato Simon Helberg, conocido como Howard Wolowitz en la serie "The Big Bang Theory". Repito, si bien no es una película del estilo taquillera y no le va a cambiar la vida a nadie, creo que es una buena opción para pasar un buen rato y ver a esa gigante que es Meryl Streep tirando magia por toda la pantalla. Buen cine, refinado, inteligente, bien producido y bien actuado.