En pos de la lucha colectiva Vivimos en una época en la que el grueso de la producción artística -ya ni siquiera vale la pena hacer diferenciaciones entre el cine, la música, la literatura, el teatro, etc.- decide obviar descaradamente la multitud de problemas sociales, económicos, culturales y políticos que caracterizan a un capitalismo cada día más volcado a las mentiras mediáticas, el hambre y una represión que aparece tanto bajo la forma del viejo aparato policial de siempre como disfrazada de nuevas técnicas de identificación individual de índole virtual orientadas a limitar aún más la libertad de sujetos que suelen celebrar al explotador y condenar al explotado porque hacen suya la ideología de las clases dominantes, cortesía de una manipulación masiva bien burda aunque eficaz gracias a la ignorancia consuetudinaria de la humanidad de fines del Siglo XX y estos comienzos del Siglo XXI, siempre dispuesta a imitar/ envidiar el sustrato más reaccionario y pusilánime de las oligarquías empresarias, sus ídolos culturales de plástico, el capital financiero que pulula por detrás y finalmente sus socios en toda la estructura mafiosa estatal, las redes sociales y los operadores económicos. La Guerra Silenciosa (En Guerre, 2018) es por lejos el mejor film del director y guionista francés Stéphane Brizé, conocido por las correctas Une Affaire d’Amour (Mademoiselle Chambon, 2009), Algunas Horas de Primavera (Quelques Heures de Printemps, 2012), El Precio de un Hombre (La Loi du Marché, 2015) y Una Vida, una Mujer (Une Vie, 2016), ahora retomando la sociedad con su actor fetiche Vincent Lindon y apostando a un planteo narrativo muy crudo símil Ken Loach de influjo documental, con resonancias naturalistas y mucha cámara en mano que marcan un constante devenir batallante acorde con el tópico de fondo, la lucha encarnizada por conservar el trabajo, no sólo el propio sino también el de todos los compañeros a la deriva. La obra, si bien pone en el centro de la escena a Laurent Amédéo (Lindon), un admirable sindicalista de izquierda, en realidad es de impronta coral porque gira alrededor del cierre de una fábrica autopartista en la ciudad de Agen propiedad de Perrin Industrie, un conglomerado local que a su vez está en manos del grupo alemán Dimke, otro enclave fantasmagórico de empresas encabezadas por Hauser (Martin Hauser). Con 1100 trabajadores a punto de quedar en la calle y luego de un acuerdo firmado hace dos años en el que la compañía se había comprometido a mantener la actividad por cinco años y los operarios a renunciar a todos los bonos salariales y a trabajar 40 horas semanales pero cobrar sólo 35, el frente de batalla es el mismo que se reproduce en prácticamente todo el globo por la sustitución generalizada del trabajo con la especulación financiera en tanto productora de gigantescas ganancias: por un lado tenemos a un conjunto de sindicatos que sólo se unen en situaciones límites como la presente, y encabezados por delegados de base como Amédéo que sí están en contacto con las urgencias cotidianas y las representan con fervor, y en segundo lugar están la empresa y sus patéticos tecnócratas y esbirros burgueses varios, siempre alegando baja de rentabilidad o pérdida progresiva de competitividad cuando todos saben que las entradas en los balances son cuantiosas/ van en ascenso y lo que en verdad se pretende es relocalizar la fábrica en naciones con mano de obra semi esclava o más barata y/ o simplemente licuar el patrimonio para especular en el mercado financiero. El Estado, como burocracia deshumanizadora e hipócrita al servicio de los poderosos, simula mediar aunque en realidad no hace nada para que los trabajadores no caigan en la indigencia y busca cualquier excusa con el objetivo de abandonar la mesa de negociación y así dar el asunto por ganado al grupo económico francés/ alemán, pretexto que por supuesto no tarda en llegar porque los ánimos comienzan a caldearse con el transcurso de los meses, el triste empantanamiento, la influencia caníbal de los medios de comunicación -apoyando permanentemente a la derecha explotadora- y ni hablar de los entreguistas del sindicalismo cobarde y oportunista que da por perdida la fábrica, le sonríe a la compañía y prefiere la indemnización antes que defender los puestos de trabajo en una zona -y un entramado capitalista- donde el desempleo es angustiante y suele ser terminal en casi todos los casos. El guión de Brizé, Olivier Gorce y Xavier Mathieu denuncia la apatía miserable de buena parte de la población, el accionar de los infaltables esquiroles y la inmunda complicidad de la justicia, que desestima el recurso de anulación del cierre de la planta industrial de Agen. Más allá del excelente desempeño de Lindon, sin duda el mejor de su carrera, todo el elenco está perfecto y aporta la dosis exacta de desesperación a la vorágine retratada, una que pone de manifiesto la apremiante necesidad de organizarse colectivamente para que los marginados del sistema -en suma casi todos los ciudadanos de a pie, por más que estemos rodeados de lobotomizados por los mass media funcionales a las oligarquías mafiosas- puedan unirse y combatir como es debido con vistas a frenar la pauperización social extendida, la corrupción en todas las esferas del poder público y esa soberbia polirubro que vive inventando enemigos internos o externos bien ridículos a los cuales transformar en chivos expiatorios de las barrabasadas cometidas por los ineptos que nos gobiernan y los grandes magnates adeptos a la inequidad más salvaje y execrable. La Guerra Silenciosa es una convocatoria a no caer en el eje de los héroes individuales ya que cada uno en su islita poco puede hacer por fuera de llamar la atención en torno a las injusticias, manotazos de ahogado cuando el egoísmo de los colegas, la desidia del Estado y el maquiavelismo de las empresas arremetieron contra aquellas voluntades que no se dejaron someter ni esclavizar por esa mugre fascista hegemónica que sólo conoce la ley de la cosificación y el dinero…
“Es una lucha” Con El precio de un hombre, Stéphane Brizé probó suerte con el cine social. La película trataba de diferenciarse de lo que hacían otros directores como los hermanos Dardenne o Ken Loach: Brizé estaba más interesado en observar las reacciones del protagonista a su nueva situación, no quería vociferar una crítica integral al capitalismo a lo Loach ni detenerse en la precariedad material y afectiva de un mundo en descomposición como suelen hacerlo los Dardenne. El precio de un hombre estaba en sintonía con el tono más bien intimista del cine contemporáneo y, al mismo tiempo, en discusión abierta con el exceso y los subrayados del cine social europeo. En La guerra silenciosa, el director mantiene el tema pero cambia el abordaje. El relato sigue el derrotero de un paro de trabajadores que se inicia cuando la empresa decide cerrar una fábrica en Agen después de haberse comprometido dos años atrás a mantener los puestos a cambio de rebajas salariales y de renuncia a bonos. Digo relato, aunque por momentos la película no parece querer narrar sino mostrar, seguir a los huelguistas sobrellevar el cese de actividades, mirarlos con cuidado. Hay un puñado de personajes destacados, empezando por Eric Laurent, el sindicalista que dirige la protesta, algunos compañeros suyos, un par de funcionarios y unos pocos jefes, pero no se sabe casi nada de ellos: de Laurent, por ejemplo, solo se conoce que es padre de una hija embarazada, que vive con su esposa y que debe una hipoteca. La película concibe a esos seres menos como personajes que como vectores que le permiten seguir la trayectoria del grupo. El cine filmó muchas veces conflictos que movilizan a masas de personajes, no hay nada de nuevo en eso, pero es infrecuente el método que exhibe Brizé para reducirlos (aunque sería más correcto decir que los expande) a un montón de gestos nerviosos que expresan distintas maneras de vivir un estado de excepción. La cámara los filma casi siempre de lejos buscando capturar una mirada cómplice entre dos o más empleados, una cierta forma de moverse por entre las máquinas apagadas, o simplemente la postura en la que se espera una novedad mientras se habla con un compañero o se mira hacia cualquier lado. Este sistema arroja sus mejores resultados en las escenas de tensión física, por ejemplo, cuando los huelguistas irrumpen en una fábrica de la misma empresa en Montceau para detener la producción o cuando son echados de un edificio estatal por la policía. Esa estética del gesto se nota también en las escenas de negociación, que son las que condensan la mayor cantidad de diálogos: los razonamientos van y vienen, unos levantan la voz y se agitan, otros dan números y datos, pero la película, aunque toma partido visiblemente por Laurent y su grupo, parece menos interesada en la pelea dialéctica que en lo que la negociación misma produce en sus participantes; cómo es que la palabra compromete el movimiento de las manos y de los ojos, o en el efecto que producen los propios gestos en el interlocutor. Esto se nota sobre todo en las intervenciones de Laurent: el tipo se ofusca con facilidad, repite ideas y frases completas, sus dichos no ayudan a destrabar el conflicto (más bien lo contrario); se tiene la sensación de que a Brizé le interesara menos retratar la negociación que la transformación de Vincent Lindon, que en pocos segundos se pone rojo y venoso, se inclina sobre la mesa, abre los ojos exageradamente y habla a los gritos. La película avanza y Brizé se las arregla para sostener ese esquema la mayor parte del tiempo y La guerra silenciosa sugiere una filiación muy marcada con el tono libre y contemplativo de Una mujer, una vida antes que con la linealidad narrativa de El precio de un hombre. El director trata de evitar el infantilismo de presentar buenos y malos, pero no siempre sale indemne del asunto: en algunas apariciones de los directivos de la empresa francesa y de la casa matriz alemana se percibe un desprecio evidente que se desprende de la soberbia y el cinismo con los que están caracterizados. Ese retrato exagerado le resta potencia al proyecto inicial porque reencauza la película en las coordenadas un poco burdas del cine social europeo, para el que resulta muy improbable, sino imposible, hablar del presente sin identificar villanos. Dentro del grupo de los huelguistas asoman algunas grietas y la película recupera algo de espesor, aunque sea por poco tiempo: las peleas al interior del grupo, con reclamos cruzados, rencores y divisiones sindicales, proveen una oportunidad para que la película continúe con su búsqueda, ahora fijándose en cómo reaccionan compañeros y amigos ante diferencias irreconciliables. Hay una tensión evidente entre el proyecto de Brizé y la historia cinematográfica del tema: no parece sencillo servirse del molde del cine social para contar un hecho actual y, al mismo tiempo, tomar partido por una estética de la observación que por momentos roza lo experimental. En última instancia, el problema se reduce a un choque de ideas sobre el cine: décadas de películas y de mandatos respecto de cómo deben filmarse los conflictos sociales se imponen; la norma dicta que esas temas demandan seriedad, solemnidad, esquematismo, consignas simples y contundentes. El intento de filmar otra cosa como el placer de la revuelta o las gestualidades microscópicas que dispara la rebelión supone un desvío intolerable que tarde o temprano debe ser corregido, incluso en el espacio de una misma película. Ese problema se siente con mayor o menor intensidad durante casi toda la película, pero es en el final donde todo estalla, con un desenlace inverosímil, que parece arrancado de otra película e injertado en esta. Ese desenlace confirma el malestar que se percibe el resto del tiempo, la fragilidad de una película que no termina de asumir un lugar claro y se desploma. El director parece perfectamente consciente del problema y filma el final de manera radicalmente distinta al resto de la película: el cambio brutal de registro asemeja la confesión de una imposibilidad.
En estos días, Cinemark y Hoyts, están presentando un festival de cine francés, llamado “Les Avant–Premières”. Nosotros tuvimos la oportunidad de ir a ver una de las películas que lo integran, “La guerra silenciosa”. A continuación, les comparto mi pequeña apreciación.
Las estrofas iniciales del tango Cambalache “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé”, reflejan en cierto modo la conclusión a la que llega Laurent (Vincent Lindon), el protagonista del último film de Stéphane Brizé. Muy a tono con su anterior realización El precio de un hombre (2015), en el cual un desempleado intentaba insertarse en el sistema laboral, el director de Madmoiselle Chambon se centra nuevamente en la amenaza del despido, en este caso para cientos de obreros en una fábrica automotriz. El cierre de la planta y las demandas de los trabajadores adoptan por un lado los contenidos de un film de Ken Loach por la temática y planteos. Por sus formas, se acerca al cine de Laurent Cantet con un registro cuasi documental y una cámara inquieta, que sigue de cerca a los personajes con predominio de los primeros planos. Dos años atrás la fábrica francesa perteneciente a un grupo alemán había acordado con sus trabajadores un importante recorte salarial para mantener la compañía a flote. Sin embargo, en la actualidad, decide cerrarla porque la rentabilidad, si bien es positiva, no está dentro de los estándares aceptables por los accionistas. Los empleados liderados por Laurent Amédéo se niegan a aceptar una resolución tan injusta y comienzan sus exigencias. Tal es el planteo del nuevo docudrama de Brizé de tintes sociopolíticos. El conflicto trae aparejado tres tipos de reuniones: entre los distintos representantes sindicales, entre los obreros y las autoridades y una tercera en la que se suman representantes del gobierno. De un lado de la mesa de negociaciones está la cúpula directiva fría y soberbia, del otro lado los delegados gremiales temerosos y desafiantes, y en el medio los agentes del Estado que tratan de conciliar y ofrecer soluciones. Los duelos verbales en alta voz con réplicas a velocidad láser se suceden sin cesar, en un clima de tensión al borde del infarto. En este contexto se luce Vincent Lindon con una entrega total y un esfuerzo que pocos actores pueden lograr. Es David luchando contra Goliat, un animal que choca su cabeza contra un muro infranqueable y que sin embargo sigue adelante pese a todos los contratiempos y trabas en su derrotero. Una actuación realista plena de matices que emociona y asombra por la forma de representar el enojo y la ira contenida próxima a explotar. Alterna sus embates avasalladores con un lenguaje interno a través de gestos y miradas que reflejan su sufrimiento a flor de piel. El clima de agitación y nerviosismo se traslada al espectador con los reproches, reclamos y recriminaciones que se hacen entre las partes. Una excelente dramatización de una disputa laboral por momentos caótica con una sobresaliente interpretación de Lindon.
¿Por qué En guerre ocasiona irritación y molestia? Cinematográficamente es casi inofensiva; en todo caso, es un film que nunca consigue del todo vencer su propensión a repetirse en la búsqueda de eficacia didáctica y su maniqueísmo trivial, que pretende señalar quiénes son los buenos y los malos en el asunto. Las razones de los unos y los otros se infantilizan bajo ese método de construcción, más allá de cierta fidelidad mecánica de las razones que se esgrimen en confrontaciones discursivas entre patrones y asalariados. He aquí el problema de cualquier film que intente penetrar las mallas del poder. ¿Cómo filmar el poder? ¿Cómo filmar la resistencia? No así, a lo Brizé.
Cuando la fábrica Perrin, perteneciente al grupo alemán Schäfer, entra en crisis, llega a un acuerdo para que sus trabajadores acepten un importante recorte salarial con el fin de salvar la compañía. El acuerdo incluye proteger los trabajos por cinco años, pero dos años más tarde la empresa decide cerrar, dejando en la calle a mil cien empleados. Frente a esta situación, el líder sindical Laurent Amédéo, conduce a los trabajadores a la resistencia y a enfrentarse a la empresa para que cumpla lo pactado. Este trabajador (interpretado de forma sobria, creíble y brillante por Vincent Lindon) es honesto y actúa en base a sus convicciones, tomando las decisiones que cree mejores para todos. La película juega al tono documental, a punto tal que una persona distraída que no conozca al protagonista podrá creer que no se trata de una ficción. Si bien la película no transita por lugares novedosos y no tiene el impacto de un clásico de este estilo como fue Recursos humanos de Laurent Cantet, la potencia narrativa que logra es indiscutible. El mayor valor de la película consiste en observar de manera minuciosa el comportamiento de una persona honesta frente a una situación injusta de una enorme complejidad, liderando a un grupo que originalmente se mantiene unido pero que luego comienza a destruirse, reclamándole al protagonista por las decisiones que ha tomado. Aun sin agregar nada nuevo y con un tramo final carente del rigor inicial, la película es más entretenida que profunda, y su herramienta principal, el verosímil de documental de los primeros dos tercios, no le alcanza para elevarse como un título relevante o fundamental del cine político.
La resistencia Stéphane Brizé es el nuevo Laurent Cantet, porque expone problemáticas sociales de manera cruda y frontal abriendo paso a la complejidad del tema. La deshumanización que un capitalismo salvaje genera a nivel social es el tema de El precio de un hombre (La Loi du marché, 2015) pero, sobre todo, el de La guerra silenciosa (2018), en competencia en el 71 Festival de Cannes. La situación es la siguiente: los empleados de la fábrica Perrin (industria automovilística de grupo alemán) tiene intenciones de cerrar por no ser, según sus CEOs, económicamente viable. Después de movilizaciones y luchas sindicales los trabajadores firman una reducción de salario a cambio de conservar sus puestos por cinco años, pasando la compañía a otras manos. Una vez conseguido el acuerdo, viene otra vez la angustia: la fábrica decide cerrar igual. La guerra vuelve a comenzar. La película tiene el carácter de urgencia con una cámara en constante movimiento como si se tratase de un trabajador más deambulando por asambleas, reuniones y manifestaciones. Se palpita la tensión del conflicto como una olla a presión a punto de estallar. El protagonista es Laurent Amédéo (Vincent Lindon, a esta altura el Federico Luppi francés), representante de los trabajadores en cada asamblea, reclamo o escrache realizado. La guerra silenciosa recuerda a Recursos Humanos (Ressources Humaine, 1999) pero también a Entre los Muros (Entre le murs, 2008) por la manera de introducirnos en el conflicto. Sonido e imagen nos meten de lleno en el ojo de la tormenta. Somos parte del sufrimientos de este grupo humano, no por verbalizar qué piensan o sienten sino por verlos en plena acción. Su lucha cobra fuerza en cada pequeña batalla ganada y se resiente en una problemática que no encuentra salida. En tiempos de reformas laborales en Argentina, La guerra silenciosa se presenta muy cotidiana. Cada situación que vemos la conocemos de memoria, porque la vivimos en carne propia o a través de un familiar. La vemos en las manifestaciones callejeras y en la televisión. Como Laurent Cantet, Stéphane Brizé no presenta soluciones al conflicto, simplemente lo expone rindiendo homenaje a los que luchan e invitando a seguir el camino de la resistencia para no perder la dignidad.
LA VOZ DETRÁS DEL MERCADO Hay films que están bien construidos y son, a su vez, muy necesarios. Ante la hegemonía de algunos medios de comunicación para contar las noticias de cada país muchos sectores sociales se ven relegados a no aparecer o ser estigmatizados. La guerra silenciosa logra poner en foco en una protesta de trabajadores en Francia, pero también en un sistema gubernamental y comercial que no tiene escrúpulos y favorece a los que más recursos tienen. Este film narra el recorrido de 1.100 trabajadores despedidos de una fábrica alemana en Francia. Muestra, así, toda la lucha que establecen. Recorren junto a ellos diferentes instancias de apelación: juntas con el gobierno, con los empresarios, protestas en las calles. Al calor de las protestas, uno va siguiendo un hilo de la tensión que se va generando a medida que pasan meses y no obtienen una respuesta. La película mantiene una expectativa constante, porque tiene un modo construcción que parece mostrar el minuto a minuto de un acontecimiento televisivo, pero con la diferencia de poder escuchar a los que muchas veces no tienen voz. Aparecen, entonces, muchas escenas en las que se muestran las injusticias por las que pasan. No sólo vemos cómo los reprimen, cuando ellos están reclamando de forma pacífica, sino que también somos testigos de todas las conversaciones que establecen con las autoridades en las que se los desacredita con altura. La guerra silenciosa es un film que apela a la provocación. Por momentos genera impotencia, en otros odio o tristeza. El recorrido con cámara en mano nos vincula con lo novedoso y con la expectativa por una resolución favorable de la lucha. Es interesante cómo, además de lo nombrado, aparecen momentos en los que los trabajadores tienen charlas entre ellos. Ahí es posible ver varios entramados, por un lado, las peleas de los diferentes sindicados, por el otro la falta real de recursos de muchos protestantes para mantener una disputa con los grandes capitales y también la incertidumbre de no saber hasta dónde llevar la lucha. Las condiciones laborales del libre comercio son otro de los temas que se pone en discusión. Vemos cómo las empresas trabajan en suelos ajenos a su país, recaudan y luego migran a un lugar más rentable, sin ningún lazo más que la indemnización con los empleados. Este aspecto es desarrollado en conjunto con una crítica a la oferta laboral, aquellos que reclamaban son conscientes de que no van a conseguir un empleo luego de perder el que tenían. Y conforme a esto, se critica a los medios de comunicación masivos por ser funcionales a las estrategias empresariales y a la falta de intervención estatal, mostrando a los protestantes como violentos. Vincent Lindon realiza una actuación excelente, uno bien podría pensar que lo que está viendo son reclamos reales. El film logra una cercanía tal que invita a luchar junto a estas personas por sus reclamos.
Un film de ficción realizado durante buena parte de su metraje con la impronta de un documental con el lenguaje de los noticieros a los que estamos habituados, con la urgencia de los reclamos gremiales que generalmente son reflejados cuando se llega al enfrentamiento con las fuerzas del orden, en doloroso momentos. Pero lo que se propone Stephane Brizé (“El precio de un hombre”) otra vez con el talentoso Vincent Lindon en el centro de una acción coral con actores no profesionales, muchos de ellos protagonistas de luchas sindicales similares al film, es mostrar todo el proceso actual de las relaciones entre las fuerzas del trabajo y la mentalidad empresaria de la pura rentabilidad, los largos procesos de tires y aflojes de la relación, la mirada social y la tecnócrata del mundo que nos toca vivir. En una fábrica francesa de autopartes, con sede central en Alemania, ante una crisis se llega a una acuerdo con los sindicatos, los obreros trabajaran horas gratis, y se quedan sin otros beneficios, a cambio de que la empresa les garantice al menos cinco años de permanencia en el lugar. Pero a los dos años llega la noticia del cierre de la planta. Para unos la desesperación de saber que no encontrarán otro trabajo en la región, y además el incumplimiento de lo acordado. El estado con su mediación que busca no enemistarse con ninguna de las partes. Los empresarios con sus soluciones tecnicistas. Los sindicalistas peleándose entre sí. Todo está mostrado con una intensidad que emociona y tiene una actualidad tan de nuestros días que provoca no poca sensación angustiosa. Un sorprendente realismo, con escenas multitudinarias y de mucha acción frente a otras, a veces un tanto extendidas, sobre las discusiones internas de las distintas corrientes, la tentación de una indemnización más abultada, los brotes violentos, y un final sorprendente de dimensión épica.
Intensidad del realismo El director de El precio de un hombre vuelve a convocar a Vincent Lindon para internarse en un cine social “a la europea” que da cuenta de los conflictos sociales más urgentes. La nueva película del francés Stéphane Brizé es problemática, por designar suavemente su carácter más sobresaliente. Por un lado, el director de El precio de un hombre (traducción internacional del mucho más acertado título original La loi du marché, “la ley de mercado”) vuelve a imprimir en pantalla la construcción de un realismo intenso; esa clase de realismo que, merced a su capacidad de remitir a las realidades más urgentes, suele llamarse, erróneamente, semi documental. De manera constante y a intervalos casi regulares, el montaje recurre incluso a la aparición de falsos fragmentos de noticieros televisivos para reafirmar esa intencionalidad realista, casi coyuntural. Por el otro, en su búsqueda de un equilibrio entre lo narrativo y lo descriptivo, entre lo particular y lo general, La guerra silenciosa (otro título local mentiroso: no hay nada silente en esta batalla campal entre patrones y empleados) termina ingresando de lleno en los terrenos del cine social “a la europea” menos apegado a las sutilezas: aquel que señala claramente a buenos y malos y requiere de un signo trágico para subrayar aún más sus intenciones. Gran parte de las virtudes del film descansan en la notable presencia de Vincent Lindon como Laurent, un líder sindical poco dispuesto a dejar que el cierre de una fábrica de autopartes deje en la calle a unas mil familias. Se trata de uno de esos roles tan acertados en su construcción general y detalles psicológicos y emocionales que logran difuminar los rasgos del histrión, permeados por completo por la criatura de ficción. La primera escena lo muestra, junto a sus compañeros en la lucha, argumentando a viva voz con los representantes de la patronal, que acaba de traicionar un acuerdo firmado un par de años atrás con el fin de sostener los empleos. Las discusiones internas entre los trabadores en plena toma de la fábrica –y las inevitables escisiones que no tardan en acechar al grupo– y las tentativas de llegar a una solución con representantes tanto del estado francés como de la compañía (multinacional, para más datos) conforman el núcleo dramático de los primeros dos tercios del metraje. A pesar de ello, una subtrama sobre el inminente nacimiento del nieto de Laurent comienza a anticipar el derrotero del último acto, la construcción del héroe y mártir de la causa, elemento que, en términos narrativos e incluso formales, parece borrar con el codo una parte de lo escrito con la mano. A diferencia de lo que ocurría en la reciente A Fábrica de Nada, el notable largometraje del portugués Pedro Pinho y el colectivo Terratreme –en el cual las complejidades del desempleo global eran reconfiguradas en un imaginativo relato con más incógnitas que certezas–, Brizé opta por un camino que va haciéndose cada vez más angosto y que lleva a sus personajes/héroes, inevitablemente, a un camino sin salida. Las intenciones de La guerra silenciosa son interesantes y, para muchos espectadores, entrarán de lleno en el conjunto de lo loable; no deja de ser cierto que en varias escenas la película logra reconstruir, con una mirada que cruza lo universal con lo microscópico, las intensidades de una situación excepcional y la necesidad de defender aquello que es propio: el trabajo y la dignidad. Pero luego de que un intento de negociación, en apariencia definitivo, termina en un acto de violencia, todo comienza a derrumbarse rápidamente: la posibilidad de un acuerdo para los empleados despedidos y la película misma. La última escena funciona como un deus ex machina a la inversa y no es tanto abyecta (esa muletilla tantas veces sobreactuada) como innecesaria y torpe, confirmación de ciertos problemas de construcción dramática e ideológica que el film ya venía presentando desde mucho antes. No es casual que Brizé decida cambiar radicalmente el formato audiovisual de ese último plano, consciente tal vez de que se le está yendo un poco la mano.
“La guerra silenciosa”, de Stéphane Brizé Por Ricardo Ottone El momento actual de las condiciones laborales, con la llegada de la precarización, la flexibilización, y todo aquello que un poco cínicamente se llama modernización y búsqueda de sustentabilidad, es un tema que mereció, y con razón, la atención del cine de intención social. En el cine francés dio algunos ejemplos notables ya desde comienzos del milenio cuando este fenómeno se empezaba a hacer notorio como enRecursos humanos (1999) y El empleo del tiempo (2001) de Laurent Cantet o en La Corporación (2005) de Costa-Gavras, y más recientemente Dos días, una noche(2014) de los hermanos Dardenne. Uno de esos exponentes destacados pertenece a Stéphane Brizé con su película El precio de un hombre(2015). En aquel film, un reciente desocupado interpretado por Vincent Lindon conseguía un trabajo como seguridad de un shopping y se veía enfrentado al dilema moral de hasta dónde era capaz de soportar con tal de conservar su empleo. Allí se ponían en juego temas como la explotación con cara amable y de buenos modales (que se acaban muy rápidamente cuando la ocasión se presenta) y también las posibilidad de conservar la dignidad en un contexto apremiante y que empuja cada vez más a la desesperación y el sálvese quien pueda, temas que Brizé retoma en La guerra silenciosa. Una empresa automovilística de origen alemán decide cerrar una de sus fábricas en territorio francés acabando con 1100 puestos de trabajo. La situación, que ya de por sí es trágica, es aún más indignante ya que dos años atrás la misma dirección se comprometió con los empleados a que estos acepten una rebaja salarial con el fin de salvar la fábrica y conservar los trabajos durante un plazo de cinco años. Después de menos de la mitad del tiempo acordado, y de que los empleados hayan cumplido con su parte del trato, la empresa anuncia el cierre inminente de la fábrica por razones de competitividad dejando a los trabajadores en la calle. Ante esta situación los futuros desempleados deciden tomar la fábrica hasta que las autoridades de la empresa se dignen a recibirlos y les ofrezca una solución. Uno de los líderes es Laurent Amédéo (Vincent Lindon), representante del ala más combativa, que guía a los trabajadores en una larga y difícil lucha que va a involucrar como mediadores a las autoridades del gobierno francés. El título local es un poco inadecuado ya que esta pelea no tiene nada de silenciosa y es más bien franca y ruidosa. El título original (simplemente “En guerra”) en todo caso lo que intenta es hacer un paralelo a la situación de guerra del mismo modo que se puede equiparar la política como la guerra por otros medios, y en especial en una situación donde se juega la propia supervivencia. Y a esta guerra Brizé elige contarla prácticamente como un corresponsal, con un estilo documental, sosteniendo la escena sin cortes, con la cámara en movimiento siempre atenta a seguir a quien toma la palabra. Y si bien hay un claro protagonismo del personaje de Laurent hay también un protagonismo colectivo. Las escenas siempre son en grupo, siempre hay varios interactuando, y siempre hay una discusión que por lo general es a los gritos o termina a los gritos, quizás porque así es como Brizé entiende esta guerra, como batalla abierta donde hasta las negociaciones son exasperadas. A esta crónica de pelea tras pelea, el realizador la alterna con fragmentos de noticieros que cuentan la versión pública del conflicto y también escenas de marchas y de represión sin diálogos, con algún acompañamiento musical, casi como clips. Estas escenas tienen una función narrativa pero funcionan más bien como transición y una forma de airear un relato que, aun así, se vuelve extenuante en una acumulación que casi no ofrece respiro al espectador. Vincent Lindon hace un gran papel y le da a Laurent la fuerza y también la vulnerabilidad que su personaje requiere, aun cuando el guión y la puesta en escena le da pocas oportunidades de bajarse del ring y atender su interioridad con cuestiones más íntimas. Apenas unas pocas y breves escenas donde lo vemos comunicándose con su hija a punto de dar a luz. Uno de sus desafíos más grandes, y a la vez uno de los aciertos de la película, es no solamente vérselas contra un enemigo difícil de combatir pero fácil de identificar en el bando de los explotadores sino también con las peleas en el seno mismo de los trabajadores, que en este caso se da entre quienes no quieren ceder para que se conserven los puestos de trabajo y quienes prefieren enfocarse en conseguir mejores indemnizaciones. Una lucha amarga y sin retorno que la patronal aprovecha para desgastar y también desvirtuar la lucha. Aun cuando puede ser agotador por momentos, el film es atrapante y plantea varios temas interesantes y pertinentes: El carácter multinacional del capital encarnado en una empresa alemana que opera en otros países y aquí se rige “por las leyes francesas” cuando esto le conviene pero en realidad le importa un cuerno lo que pasa en cada país donde se establece, el abandono de su papel por parte de un Estado que interviene de mala gana y con poca convicción, la mitificación del mercado como orden impersonal pero de poder casi sobrenatural con leyes que no se cuestionan, los trabajadores como eterna variable de ajuste, y el hecho de que en tiempos de crisis el único factor que no se discute es la rentabilidad de las empresas. Hay sin embargo algunos elementos discutibles, como el planteo de un liderazgo mesiánico en el sentido del martirio, de aquel que se sacrifica por todos. Y sobre todo una escena final que no vamos a revelar y que, aun cuando tiene sus razones en la analogía con la guerra y la referencia a imágenes conocidas por todos, es un golpe bajo brutal Más aún enlazada con la escena que la precede y la vuelve aún más manipuladora. Cuestiones que en cualquier film, pero sobre todo en uno de estas características, no son menores. LA GUERRA SILENCIOSA En guerre. Francia. 2019 Dirección: Stéphane Brizé. Intérpretes: Vincent Lindon, Jacques Borderie, Bruno Bourthol, Valérie Lamond, Guillaume Draux, Mélanie Rover. Guión: Stéphane Brizé, Olivier Gorce. Fotografía: Eric Dumont. Música: Bertrand Blessing. Edición: Anne Klotz. Producción: Philip Boëffard, Christophe Rossignon. Producción ejecutiva: Eve François-Machuel. Diseño de Producción: Valérie Saradjian. Distribuye: Mont Blanc. Duración: 113 minutos.
Tras su paso por la Competencia Oficial del Festival de Cannes 2018, se estrena en los cines de la Argentina esta nueva película que reúne a la dupla conformada por el director y el actor de Une affaire d'amour, Algunas horas de primavera y El precio de un hombre. Un cine político, urgente y combativo que recuerda por momentos al Laurent Cantet de Recursos humanos y a algunos títulos de la filmografía del británico Ken Loach. Stéphane Brizé y su actor-fetiche Vincent Lindon regresan tras Une affaire d'amour, Algunas horas de primavera y El precio de un hombre con una película que describe con espíritu documentalista y cámara en mano a-la-cinéma verité la lucha de los sindicalistas que representan a 1.100 operarios despedidos tras el cierre de una fábrica alemana de autopartes ubicada en Francia. Las medidas de protesta (tomas, protestas callejeras), los violentos choques con la policía, las arduas y discontinuas negociaciones con el gobierno y con los patrones (y sus múltiples representantes) conforman el núcleo de la primera mitad, mientras que en la segunda se abre la posibilidad de encontrar un comprador y empiezan a ver las grietas, las diferencias entre los distintos sectores gremiales: los más duros que no quieren ceder un centímetro y los que empiezan a ver con buenos ojos las compensaciones económicas extraordinarias que ofrece la empresa además de las indemnizaciones legales. Vincent Lindon se luce -como casi siempre en su carrera- en el papel del íntegro líder obrero que carga con la responsabilidad de encabezar la lucha y -claro- de sus consecuencias muchas veces inmanejables (e inimaginables) en medio de fuertes dilemas éticos y morales. El film -que remite por momentos al Laurent Cantet de Recursos humanos y al cine social del británico Ken Loach- es valioso, urgente, necesario, pero también bastante arduo porque no da respiro (solo hay una subtrama íntima en la que el Laurent Amédéo de Lindon sigue el embarazo de su hija) y las asambleas y ruedas de negociaciones se hacen un poco largas. Cine político sin concesiones en una edición muy combativa como la de Cannes 2018.
El agudo conflicto en el foco de La guerra silenciosa es disparado por un incumplimiento: el de los directivos de una poderosa compañía automotriz que habían pactado un acuerdo salarial de cinco años con un importante grupo de obreros y cuando apenas habían transcurrido dos deciden unilateralmente cambiar las reglas de juego. Son más de mil los empleados que corren riesgo de quedar en la calle, lo que enciende una intensa batalla con la patronal y también unos cuantos chispazos internos entre los amenazados. Stephane Brizé, cineasta que ya se había acercado eficazmente a los dilemas de la clase trabajadora en El precio de un hombre, narra esa guerra del título con una puesta en escena funcional a la tensión dominante en todo el relato: cámara en mano, registro de tipo documental, intervención de actores no profesionales. Hay también un héroe (encarnado por Vincent Lindon con pasión y elocuencia) que lucha por no quebrarse. Y una lógica visible (la del capitalismo), cuyo objetivo de acumulación de ganancias a cualquier precio ha despertado rebeliones como la de los chalecos amarillos en Francia, donde también se desarrolla esta ficción. Sobre el final, Brizé recurre a un golpe de efecto cuya necesidad dramática es discutible. Pero ese árbol no debe tapar el bosque: lo que cuenta esta historia es demasiado grave e importante como para detenerse en un simple detalle.
El de Stéphane Brizé es un cine de carácter social. El director de El precio de un hombre es ducho a la hora de rodar, cámara en mano, las vicisitudes de los trabajadores. Tal vez no sea tan anticapitalista ni tenga el humor de un Ken Loach o el vuelo poético de los hermanos Dardenne, y se parezca a su colega Laurent Cantet en Recursos humanos, pero es igualmente riguroso. La guerra silenciosa se centra en los empleados de una empresa alemana de autopartes que decide cerrar una fábrica en Agen, luego de comprometerse hacía dos años a mantener los puestos de trabajo, aunque eso significara a los empleados perder bonos y sufrir algunas rebajas salariales. El filme, o la cámara en mano, con ese espíritu cuasi documentalista, entonces, sigue a los huelguistas, que poco a poco empiezan a tener su propia grieta. Esto sucede cuando la empresa comienza a fogonear algún tipo de arreglo: mientras algunos siguen a Eric Laurent, un líder sindical íntegro, no quieren saber nada y se mantienen firmes en su posición, porque saben que bajar la cabeza les significará a la larga peores condiciones de vida, hay otros que optan por tomar algunos euros ante la necesidad imperiosa de sobrevivir. Tal vez como parámetro y, a la vez, diferencia, no se presenta la vida privada del personaje que interpreta Vincent Lindon (el único actor profesional del elenco, ya que los obreros son obreros, los patrones son patrones, y así) como en El precio de un hombre. Poco se sabe de él, porque Brizé prefiere insistir con el desarrollo del conflicto sindical, teniendo como base las charlas internas y con los delegados de la empresa, y alejarse, si cabe el término de lo individual. Y como si lo general estuviera por encima de lo personal. Pero es sobre las espaldas de Lindon donde recae el peso de la historia. Como siempre, el protagonista de Rodin y Une affaire d’amour está estupendo, tiene ese halo de credibilidad en su mirada, en su dicción, y aunque la película está plagada de diálogos (debe ser el filme con mayor cantidad de palabras por minuto del cine francés) el actor saca adelante el relato, de una actualidad universal.
Si bien no hay chalecos amarillos, esta película ubica el tono que sintió parte de la sociedad francesa el año pasado. “La guerra silenciosa”, preestrenada con la presencia de su director en el reciente ciclo Les avant premières, es un drama laboral, filmado minuciosamente al estilo docudrama. La historia empieza cuando una fábrica, parte de un conglomerado empresario alemán y situada en un pueblo francés, anuncia que va a cerrar, lo que dejará sin trabajo a más de mil obreros. Inmediatamente toman la fabrica y empieza una lucha de meses. La cámara siempre enfoca planos generales, mezclando los debates entre los miembros del sindicato y las medidas que adoptan en contra de los empresarios, con tomas de noticiero que sirven para dar una idea de objetividad sobre el conflicto. La película, por momentos, se vuelve demasiado hablada, pero intermitentemente cobra fuerzas renovadas a medida que la lucha obrera logra algún objetivo o sufre un revés. Falta un poco el factor humano, es decir, algún hilo dramático que enganche más al espectador. Eso recién se produce hacia el final con un desenlace impresionante que equilibra un conjunto interesante pero no siempre parejo. La música y la fotografía son excelentes.
La dignidad no tiene precio. En tiempos de aparente triunfo imperialista y capitalista, en donde todo se compra o se vende, nada ni nadie parece alentar a la clase trabajadora a enfrentarse ante quien sea por lo que considera justo. ¿Qué será capaz de hacer un sólo hombre contra “los poderosos”, en pos de hacer justicia? La guerra silenciosa (En guerre, 2018) nos relata la lucha de trabajadores que realizaron un enorme sacrificio financiero, respetando un “trato empresarial” y beneficiando al empleador – en el que sólo se favorecen los accionistas-. No obstante, la gerencia alemana de la fábrica Perrin Industrie toma la terrible decisión de cerrar la misma. El acuerdo se despreció, las promesas no se respetaron; los 1100 empleados, liderados por su portavoz Laurent Amedeo (Vincent Lindon), rechazan esta decisión brutal e intentarán todo para salvar su trabajo. Sin embargo, sólo Laurent tiene muy claro el panorama y cuál es la meta: conservar el empleo y mantener un sueldo para siempre. Stéphane Brizé, director y co-guionista, se involucra personalmente con este polémico film, siempre relatando el drama desde el punto de vista del protagonista y con un recurso periodístico adaptado al cinematográfico, con informes de noticias de televisión reconstruidos y convincentes. Además, nos enteramos de lo que sucede cuando las cámaras quedan fuera de reuniones privadas, en un ámbito déspota. Vincent Lindon es un actor de imponente personalidad y vasta trayectoria, indispensable para interpretar semejante papel, en el que es el responsable de superar sus propios límites para lograr vencer todos los obstáculos que se le presentan en el trayecto; lidiando con sus pares débiles que se someten al poder por miedos e inseguridades, y con los empresarios, quienes tienen mayor autoridad que los políticos y con sus problemas personales. Jamás se doblega y tiene muy presente que la solidaridad que necesita por parte de sus compañeros, no paga las cuentas, puesto que él y su familia viven la misma realidad. El cine interesado y comprometido con la clase trabajadora, nos deja un claro, fuerte y en este caso, algo extremista, aunque lamentablemente real mensaje, y es que existen dos bandos trazados por el dinero, el del poder funciona sólo porque mantiene dividido al subordinado. Quizás para ganar nuestros derechos perdidos debamos superarnos a nosotros mismos, comprender que estamos solos con una lucha interna, y que, en definitiva, toda guerra es silenciosa e individual.
El costo de enfrentar a la injusticia Nueva película del director Stéphane Brizé con su actor predilecto Vincent Lindon, después de El precio de un hombre, Algunas horas de primavera y Una Affaire D’amour. Aquí los vemos en una historia mucho más social, donde Lindon interpreta a Laurent, un hombre que encabeza la lucha de sus compañeros despedidos de una fábrica de autopartes alemana radicada en Francia. La trama recorrerá la puja de Laurent y los sindicalistas, para poder lograr reuniones con los más altos directivos de la empresa para poder reincorporar a todos los trabajadores. El conflicto llega cuando algunos de los afectados empiezan a considerar aceptar la indemnización que quieren darles, y así lograr un quiebre en el núcleo de los protestantes, para poder así disolver al numeroso grupo. La propuesta francesa se basa básicamente en tomas de las manifestaciones, charlas de sindicato y las negociaciones de los jefes con sus empleados. Lo bueno que al enfocarse solamente en eso, la expectativa que se quiere crear en el espectador para que también sea parte de esta manifestación, logra formarse y uno va tomando partido por lo que está viendo. Al ser una situación social tan parecida al presente que vivimos aquí y en muchos países de Latinoamérica, uno logra empatizar por los sucesos que pasan en la pantalla. Lo mejor es prácticamente la actuación Lindon y su personaje. La desesperación que va recorriendo Laurent, al enfrentarse no solo a los corporativos sino también a sus propios pares, es algo que logra destacarse con el gran trabajo de actuación del actor francés. Sus miradas, sus discursos motivacionales y el carácter de líder nato que le otorgó a este trabajador desdichado, es impresionante. La guerra silenciosa es un gran film político-social que supo pasar por la Competencia Oficial del Festival de Cannes en el año 2018 y que ahora llega a los cines de Argentina. Es ideal para los que siguen la interesante filmografía del director Stéphane Brizé y también para los amantes del cine francés.
La guerra silenciosa: El dolor del trabajador. “Quien lucha puede perder; quien no lucha ya ha perdido”. Con esta cita de Bertolt Brecht comienza la nueva película de Stéphane Brizé, un impactante relato sobre la lucha obrera. Stéphane Brizé vuelve al ruedo con “En Guerre”, una película sobre la disputa laboral en Francia, que bien podría ser situada en Argentina también, quizás por ello la fuerte identificación del público con la temática y la vehemencia de la narrativa. Acompañado por su actor fetiche Vincent Lindon, el director logra exponer, cámara en mano y con carácter de urgencia, la lucha sindicalista tras el cierre de una fábrica. Hace dos años, la fábrica Perrin, del rubro automovilístico y perteneciente al grupo empresario alemán Schafer, hizo un importante recorte salarial para poder salvar a la compañía y prometió, como contrapartida, no realizar despidos por un plazo de 5 años. Tiempo después, la empresa decide cerrar, dejando 1100 personas en la calle. Así, comienza una lucha, con Laurent Amédéo (Vincent Lindon) a la cabeza para que se respete lo oportunamente acordado. Más allá de las preferencias, no es discutible el talento de Brizé para filmar en tono de ficción novelesca lo que podría ser un feroz documental. Ese realismo del que se jacta ya lo dio a conocer en su film “La loi du marché” (2015), pero en esta nueva entrega se ve aún más exacerbada su característica forma de exponer problemáticas sociales. Vincent Lindon (“Une affaire d’amour”, “Quelques heures de printemps”, “La loi du marché”) se luce una vez más. El luchador intransigente, el líder que carga sobre sus hombros la lucha y sus consecuencias. Sus gestos ofuscados, la repetición de frases como evangelios a sus seguidores, sus intervenciones en asambleas que, al ponerse nervioso, terminan obstaculizando más que generando ventaja alguna. Pareciera que lo importante en la película es ver la fuerza del personaje y no la lucha laboral en general. El espectador es parte del sufrimiento del protagonista y sus compañeros. Al verlos luchar, uno quiere acompañarlos. En cada pequeña batalla ganada uno siente que ganó con ellos, y es inevitable tomar postura cuando las aguas comienzan a dividirse entre los propios gremialistas, los más duros, quienes no darán el brazo a torcer porque son más fuertes sus convicciones, y los más endebles, quienes se ven atraídos por una promesa de dinero. La película no da tregua, todo el tiempo se vive en tensión en la mirada de esos trabajadores que luchan por sus derechos, entre ruedas de negociaciones con sectores gremiales, reuniones entre los mismos sindicalistas, manifestaciones contra el gobierno. Situaciones que conocemos, que vemos en las noticias de nuestro país o que nos cuenta algún conocido que lo vive en carne propia. El final se asemeja más a una ficción inverosímil que al feroz documental de todo el resto del film, quizás como una muestra de la misma imposibilidad del trabajador. Cine combativo que es necesario.
Una Lucha de Clases. Crítica de “La Guerra Silenciosa” de Stéphane Brizé Después de prometer a 1100 empleados que protegerían sus empleos, los gerentes de una fábrica deciden cerrar repentinamente el negocio. Laurent toma la delantera en una lucha contra esta decisión. Por Bruno Calabrese. Un docudrama con tintes sociopolítico es el nuevo trabajo de Stéphane Brizé. Al igual que en su película anterior, “El Precio de un Hombre”, el director aborda un conflicto emparentado con lo laboral. Mientras que en su antecesora contaba la historia de un hombre de 51 años desempleado, tratando de llevar adelante un status quo familiar, en esta el conflicto está centrado en un delegado gremial luchando por mantener su trabajo. Nuevamente Vicent Landon, de manera brillante, se pone sobre sus espaldas toda la carga dramática, con ciertos tintes heróicos, del trabajador ya entrado en años, a punto de ser abuelo, que lucha por sostener su trabajo y el de sus compañeros. El conflicto surge cuando en una fábrica francesa perteneciente a un grupo alemán se había acordado con sus trabajadores un importante recorte salarial para mantener la compañía a flote. La promesa había sido por cinco años. Sin embargo, dos años después de ese acuerdo, deciden cerrar la fábrica porque la rentabilidad, si bien es positiva, no está dentro de los estándares aceptables por los accionistas. Los empleados liderados por Laurent Amédéo (Vicent Landon) se niegan a aceptar una resolución tan injusta y comienzan sus exigencias. Lo que trae aparejado reuniones entre los distintos representantes sindicales, entre los obreros y las autoridades y una tercera en la que se suman representantes del gobierno. De un lado de la mesa de negociaciones está la cúpula directiva fría y soberbia, del otro lado los delegados gremiales temerosos y desafiantes, y en el medio los agentes del Estado que tratan de conciliar y ofrecer soluciones.Pero el conflicto se dilata, casi tres meses, lo que empieza a hacer que la unidad entre los trabajadores se empiece a resquebrajar y con ello la estabilidad emocional de Laurent. Con cámara en mano y planos generales, en los cuales el centro de atención es siempre Laurent, Refleja de manera realista los sucesos que se suceden a través de un conflicto de esta índole. El clima de tensión es permanente, sobre todo en las reuniones entre trabajadores y funcionarios de la empresa, pero también cuando empiezan a surgir los reclamos internos entre los futuros desempleados. El director no toma partido por ninguna de las partes, solo refleja a modo de documental las posturas de cada uno. No presenta a héroes y villanos, solo muestra a seres humanos luchando por sus propios intereses. Es ahí donde surge lo más interesante, cuando uno desde el lugar con el que se sienta más identificado pueda empatizar en mayor o menor medida con una de las partes. “La Guerra Silenciosa” sirve para entender el contexto actual. Refleja la desesperación de un grupo de trabajadores en su lucha por no perder su fuente de ingreso. Nos muestra como la segmentización por parte de los medios a la hora de armar un relato influye en la percepción que uno puede tener de un conflicto. Corporiza a actores que trabajan en pos de lo que dicta “el mercado”, que tardan en dar la cara ante los asalariados; y sirve para entender que no todo es blanco o negro, que dentro de los conflictos existen seres humanos, que sienten y que sufren. Todo dentro de un clima de angustia que avasalla al espectador y lo interpela a la hora de ponerse de un lado o del otro. Excelente film, necesario y revelador. Puntaje: 90.
Tras su paso por el Festival de Cannes el año pasado, el filme de Stéphane Brizé se presentó en “Les avant premiere” y estrenó recientemente en una cartelera en donde el cine social y político no abunda. Afortunadamente, esta opción se convierte en la ideal para quienes buscan una historia comprometida en donde los conflictos gremiales y la lucha por los derechos laborales gritan presente. Vincent Lindon (“La aparición” 2017, “Rodin” 2017) , es el líder de un grupo de trabajadores, que frente al cierre de la industria automovilística donde trabaja, decide encabezar un reclamo sindical a fin de que esta cumpla con lo acordado tiempo atrás (recortes salariales a cambio de mantener el trabajo del personal), y así evitar que mas de 1000 obreros queden en la calle. Cámara en mano, Brizé fragmenta la película en dos grandes momentos, el primero, donde nos pone en situación del reclamo y la protesta de los trabajadores frente a los que manejan la compañía: los intentos fallidos de llegar a un acuerdo, la desigualdad de estos frente a los directivos, las innumerables reuniones burocráticas con diferentes responsables sin solución alguna, y otra segunda parte, donde una posible solución parece asomarse. Resulta interesante como la problemática social es relatada a lo largo del filme: los diferentes puntos de vista, el significado de la protesta y el sacrificio que implica mantener una posición frente a una realidad que constantemente parece estar en contra de lo “más justo”. Sin embargo, por momentos el hilo conductor resulta redundante, pues salvo por unos minutos en donde se exhibe el vínculo entre el protagonista, Laurent Amédéo (Lindon) y su hija, el resto del relato está por momentos sobrecargado de asambleas, discusiones y protestas. Con notables trabajos actorales, y un duro, pero necesario mensaje que contar, “La guerra silenciosa” es una película inquietante con un excelente guión, que sin dudas, no dejará indiferente a ningún espectador. Cinéfilos: están avisados.
Cómo el trabajo es mucho más que el medio de subsistencia para ser también parte de lo que nos define como personas completas. Una fábrica primero rebaja los sueldos de sus trabajadores, que aceptan para mantener la fuente de trabajo. De repente, cierra la planta y empieza la lucha. La mayor parte de los roles están cubiertos por personas que vivieron ese desastre cuando sucedió en la realidad, más el actor Vincent Lindon, habitual colaborador de Brizé. El director narra, observa, multiplica la exposición de los problemas que el asunto presenta. No sólo el enfrentamiento entre obreros y patrones sino cómo se desenvuelve la lucha, cómo se pasa del entusiasmo al desánimo. Cómo el trabajo es mucho más que el medio de subsistencia para ser también parte de lo que nos define como personas completas. (Leer también: Jamás llegarán a viejos) El film es duro y sostiene nuestra curiosidad durante todo el metraje es el que permite que no sólo queramos ser parte sino también comprendamos. Lo que pasa en la pantalla y lo que pasa cuando salimos del cine.
Filme tan necesario como urgente, en el cual se pone de manifiesto en forma demasiado explicita la voracidad del capitalismo actual El punto es que la necesidad y urgencia del mismo no va de la mano de la realización, la producción termina por ser un cúmulo de buenas intenciones, no siempre bien resueltas, es clara la intención del directos pero, por repetición y abundancia de un mismo lema, este se agota y agota al espectador, como si hubiese un estancamiento en el desarrollo del conflicto. Pues por un lado está la lucha de los sindicalistas, pero por otro, de manera subyacente y demasiada implícita, la transformación que se produce en el protagonista. Comenzando a aclarar antes que oscurezca, otra vez mas, y van….ya se perdió la cuenta, los responsables vernáculos de este estreno han decidido cambiar el titulo original “En Guerre” por “La guerra silenciosa”. La cuestión es que esta modificación se da de bruces con el texto fílmico, en el que todos los personajes de comunican a los gritos, uno de los pecados en los que de manera recurrente cae la cinta. En donde la lucha de los obreros perjudicados por la avaricia de la patronal, son de todo, menos silenciosos. Entre ellos el más fervoroso es Laurent Amedeo (Vincent Lindon), en el confía Sthépane Brizé y en él recae el mayor peso del filme y de la historia. No es la primera colaboración entre ambos, “Algunas horas de primavera” (2012), “Un affaire de amor” (2009) como ejemplo de dos experiencias anteriores, ambas excelentes películas. En esta última colaboración el director ha decidido cambiar su estilo, cámara en mano, siempre a distancia prudencial del personaje, como para no teñirla de intimista, luz natural en la mayor parte del metraje y el trabajo de sonido directo, todo da la sensación de estar frente a una especie de documental. Para que esto se sostenga, la actuación de su actor fetiche es imprescindible, pero entre la redundancia del guión, la poca información que entrega del personaje y el final casi inverosímil, incluyendo un giro estético no justificado, embarga las bondades del filme. Filme necesario, casi de visión obligatoria a pesar de sus defectos, sobre todo por los dirigentes sindicales de estas playas, mal que les pese la comparación.
El director de cine, productor, guionista y actor francés Stéphane Brizé, va mezclando el documental, con pinceladas del noticiero, para observar las movilizaciones de los trabajadores, las protestas en las calles y la actuación de los medios. Está el compromiso frente a la amenaza del despido, el desempleo y la lucha, sin rendirse jamás, ante el capitalismo infame, frente a la mentira, la represión y el hambre. Para evitar el cierre, los trabajadores guiados por el sindicalista Laurent Amédéo (Vincent Lindon, en una estupenda interpretación mucho dice desde lo físico, a través de su mirada, su silencio y críticas) desistieron a sus tareas y encerraron la fábrica. De esta manera empieza una lucha laboral, el derecho a huelga y el dolor. La cámara sigue a estos trabajadores de distintas edades, como aquellos de 50 años de edad que quieren que los escuchen, pero tambien están los enfrentamientos con la policía, con momentos que se salen de control, donde va creciendo la ira, la agresión, como las frustraciones y desilusiones. Contiene buen ritmo, es dinámica, con canciones sentidas, buenas actuaciones, una cámara que refleja cada uno de los acontecimientos, una acción grandiosa, le da un buen toque el uso de cámara en mano, pero nos enfrentamos a un final impactante. En ciertos momentos uno encuentra cierta similitud al cine Laurent Cantet y el de Stéphane Brizé, como “Recursos Humanos” y “Entre los Muros”.
Stephane Brizé el realizador francés, compone junto a Laurent Cantet, Robert Guédiguian, Philippe Lioret y Abdellatif Kechiche – entre otros –un grupo de cineastas francófonos que se avocan a la narración de los temas que llamamos “urgentes”. Esta elección narrativa tiene como contraparte la trampa que ofrece todo discursivo cargado de ideologías, “quedarnos de un solo lado de la mirada”. Y describir un conflicto de corte sociológico con la fuerza dramática del punto de vista volcada solamente en un ángulo del relato. Brizé es un investigador de estos bordes de la narración, ya se ve nítidamente en su filme El precio de un hombre (2015) que se preocupa y ocupa de focalizar la información y las emociones en el personaje que vive sojuzgado por un sistema opresor. De manera más intimista y silenciosa que en La guerra silenciosa en el filme anterior la construcción del mundo se ubica casi exclusivamente desde la perspectiva de su protagonista y sus vivencias. En La guerra silenciosa nuestro guía es Laurent, en la piel de Vicent Lindon, el líder obrero que lleva el rol directivo de una protesta – huelga de más de 1000 trabajadores frente al cierre inminente de una fábrica automotriz. Desde este disparador simple y contundente se pone en marcha la maquinaria de lucha de clases: el poder versus el proletariado. Nuestra mirada está ubicada desde todo lo vivido por Laurent en la lucha cotidiana que es la “lucha de la resistencia”. Marchas, protestas, reuniones, debates, asambleas, observadas en un registro visual con intenciones documentales. Palpita sus planos con una cámara móvil, casi desprovista de cuidados estéticos preciosistas y que narra las escenas que componen el filme como en bloques de tiempo real. La ira que reina en la clase obrera contrasta con la frialdad especulativa del núcleo que compone el poder empresarial. Eso se yuxtapone a un rol del Estado inocuo, casi inútil, que se desarma en retórica pero que genera un vacío a la hora de actuar con solvencia. Este cuadro narrativo expone en su dialéctica esas fuerzas que ya conocemos como las del modelo neoliberal salvaje. En el filme solo lo podemos palpar desde el universo de Laurent, por lo que la mirada que el poder tiene más íntimamente sobre sus antagonistas, los obreros, es algo a lo que no tenemos acceso. Nuestros personajes de identificación son los que vemos desde el lugar de los oprimidos, y aún cuando ese recurso nos permite una mayor identificación emocional, se hace en varios pasajes algo tendencioso. No podemos, ni es necesario juzgar si lo que lleva en acción Laurent nuestro héroe trágico está bien o mal, es ante todo el valor de ese personaje el de la fuerza del deseo, los ideales y sus radicales contradicciones. Vincent Lindon le pone el cuerpo, con esa fuerza en su mirada, esa densidad en su kinesia, y ese poco conocimiento que tenemos de su mundo íntimo. Son su histrionismo y su crudeza las claves de la credibilidad de este líder, aún cuando lo vemos caer en el abismo del imposible. “Humano, demasiado humano”, diría Niestzche en su texto donde reflexiona sobre esta doble instancia que nos constituye: la voluntad de poder y la vulnerabilidad. Algunos personajes que arman el coro griego de ayudantes y opositores en el mismo núcleo obrero se destacan, en especial la sindicalista Melanie que es su fiel compañera de lucha. Recuerdo que en un momento, casi llegado el final, cuando Laurent sale caminando, derrotado de la fábrica a la que ya no tiene acceso, la cámara lo sigue de espaldas en un travelling de acompañamiento cómplice de su andar silencioso. En ese instante creí que con ese final abierto y a la vez cerrado todo concluía. Me hubiera encantado que así fuera. Sin duda hubiera querido otro destino para mi héroe trágico, menos irreversible que el que eligió Brizé. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Stéphane Brizé es un director que, tal como pasa con Ozon, en cada una de sus películas cambia completamente de clima y se decide a asumir nuevos riesgos, cada película es un desafío. Puede manejar el pulso de una película con un planteo moral y tan actual como el de “El precio de un hombre”, construir melancólicas historias de amor como “Mademoiselle Chambon” (una pareja absolutamente inolvidable en las actuaciones de Sandrine Kiberlain y Vincent Lindon) o “Je ne suis pas lá pour être aimé” (una especie de “La tregua” a la francesa con Patrick Chesnais y Anne Consigny). Incluso puede adaptar una novela clásica de Guy de Maupassant en “Una mujer, una vida” y ahora en su última película, "LA GUERRA SILENCIOSA" elabora un relato con las tensiones de los tiempos que corren, urgente, necesario, vibrantemente actual y duplicando todas sus apuestas. Tal como sucede con todos los personajes de Brizé, aquí también podemos apreciar que los construye desde una complejidad y riqueza que son imposibles de abordar en una sola dimensión. Los elabora minuciosamente y los enmarca dentro de sus propias (y humanas) contradicciones pero son personajes potentes que tienen bien en claro lo que quieren y están dispuestos a abrir el abanico de la polémica (en la brillante “Algunas horas en primavera” toca a fondo el tema de la eutanasia, pocas veces visto de esta forma en la pantalla) y cada una de sus películas invita a la reflexión y el debate. En el caso de "LA GUERRA SILENCIOSA" se tejen líneas que en cierto modo la emparentan y evocan al cine de Laurent Cantet ("Recursos Humanos" "El empleo del tiempo") disparando a la voracidad con la que las empresas y el mundo capitalista no pone demasiado reparo en tomar a los trabajadores como meros objetos dentro de su cadena de producción. Muchos podrán encontrar también un punto de contacto con ese relato angustiante que planteaban los hermanos Dardenne en “Dos días, una noche” en donde se mostraba la inmoral opresión de la patronal frente a la defensa de un puesto de trabajo. Brizé va mucho más allá todavía cuando plantea que la empresa dejará a 1100 trabajadores en la calle, pasando a ser un número completamente anecdótico dentro de su estrategia globalizada. La empresa no toma este tipo de decisiones empujada por un contexto recesivo o de crisis en el país sino que sencillamente la empresa no está ganando las ganancias que los accionistas esperan y los ratios no satisfacen a los inversores. He ahí una diferencia fundamental que plantea el director –también autor del guion junto a Olvier Gorce, con quien ya había trabajado en “El precio de un hombre”- entre una crisis económica (regional, nacional, global) que pone a la empresa entre la espada y la pared y un caso como el que se plantea desde las primeras imágenes donde en realidad la patronal no quiere dejar de ganar lo que esperaban, aún a costa de tomar decisiones dolorosas para sus trabajadores y las familias. Allí aparece Eric Laurent (en la piel del brillante Vincent Lindon, una vez más haciendo alianza con Brizé y logrando transmitir todo su nervio y su compromiso) y carga en sus espaldas todo el reclamo que él cree justo y luchará sin medir ningún tipo de consecuencia: hace dos años los trabajadores han aceptado mediante un acuerdo, trabajar la misma cantidad de horas pero ganar menos. Ahora exigen que la empresa cumpla con su parte. Nada de lo que inteligentemente plantea Brizé es sencillo, todo tiene múltiples implicancias y detona consecuencias. El gobierno no acciona, el tiempo pasa, los empleados se desgastan, se crean fracciones generando el típico "divide y reinarás" que tanto favorece al enemigo, aparecen nuevos puntos de vista, situaciones de conflicto, brazos que comienzan a darse por vencido y Brizé se tomará dos horas, profundas y viscerales en las que no nos dará respiro, para ir dando paso a cada una de esas vivencias, a cada una de esas sensaciones sin apurar el tiempo, dejando que cada situación decante, que las tensiones aparezcan, que esos quiebres inevitables vayan sucediendo y que cada personaje tenga su propio tránsito, su justo desarrollo. No sólo la labor de Lindon es admirable (ya casi convertido en actor fetiche del director, mejorando un poco más en cada trabajo) sino que todo el elenco juega en forma compacta: Mélanie Rovier, Olivier Lamaire y Sébastien Vamelle están impecables como los sindicalistas, Isabelle Rufin perfecta en esa gélida directora de Recursos Humanos y Jean-Noel Tronc como el Jefe del Gobierno Municipal. Pero lo que más se destaca es la precisa e inteligente construcción del guion en el planteo de cada uno de los pasos y las alternativas que se suceden en las negociaciones, cada punto de vista en donde busca incomodar al espectador, poner en evidencia situaciones límites y descarnadas y plantear un mundo descarnadamente capitalista donde la fuerza de trabajo es una mercancía como cualquier otra y el ser humano no es más que otro recurso totalmente reemplazable. La fuerza implacable del poder empresarial que se refuerza fuertemente por la presencia de un estado ausente, con una ley que avala los convenios privados aún a costa de perjudicar al más débil. Brizé es un cineasta comprometido con su tiempo, que no tiene medias tintas y que lleva saludablemente los planteos al extremo. Sus personajes están surcados por un objetivo claro, son esos que no se dejan doblegar y que luchan incansablemente por sus propios ideales. Desde algo representativo de lo grupal como sucede en "LA GUERRA SILENCIOSA" hasta la intimidad más individual, sus personajes tienen una fuerte carga moral, no claudican fácilmente y son los que instalan en su cine, una profunda admiración por los principios y las convicciones. Virtudes que tanto nos hacen falta en este tiempo
El sonido de la lucha de clases Nominada a la Palma de Oro en Cannes, la película retrata de manera cuasi realista y dolorosa la lucha de los trabajadores. Es llamativo el título local elegido para este film: La guerra silenciosa. ¿Dónde está el silencio? ¿De qué manera? El original, En guerre, apela a la guerra en acto. Mientras ocurre. No se trata de una guerra de connotación armamentística, sino de un choque de clases. Entre la patronal y los trabajadores. Esa guerra, de silenciosa no tiene nada. Ahora bien, no es casual que el film de Stepháne Brizé apele a imágenes televisivas como responsables de la mediación ciudadana. Toda vez que el cine mira a la pantalla chica, lo hace desde el pleito. La relación entre ambas no es la mejor, se sabe. Si la televisión es la encargada de registrar y comunicar lo que esta "guerra silenciosa" provoca, seguramente lo haga desde la inmediatez que la caracteriza, por fuera de la meditación que el cine tiene. El pensamiento y la reflexión no suceden de modo rápido ni espontáneo, también se sabe. De este modo, poco se puede confiar en esas imágenes. El cine tiene talante suficiente para decirlo. Películas que registraron y recrean la lucha de la clase trabajadora hay muchas, alguna notables, con directores de sensibilidad auténtica. Con Stepháne Brizé habrá todavía que ver cómo sigue el asunto. Eso sí, hay un film excelente que le acompaña: El precio de un hombre. Entre aquél y éste, el actor Vincent Lindon aparece como nexo esencial, porque es su rostro (labrado para el cine) y la asunción que del dilema lleva a cabo con todo su cuerpo, los que hacen a estas películas posibles. Lindon encarna aquí a Laurent, un sindicalista de años y luchas encima. Lo delata la edad, el nieto por venir, la adulación de algunos y la mirada torva de otros. La guerra silenciosa lo encuentra en plena faena, entre los trabajadores y la urgencia que significa la cesantía de 1100 empleados. La comunión entre diversos grupos sindicales es el núcleo de la resistencia, con la toma de la fábrica como manera de enfrentar a la patronal. A pesar de haberse garantizado la permanencia de los puestos de trabajo, la sede parece que ahora cierra. En medio de la contienda los rostros que la integran -expresiones figurativas de la clase obrera, la empresaria, el estado- comienzan a delinearse mientras los días de lucha prosiguen y la calma se desintegra. Entre ellos, de manera procaz, la mascarada empresarial que camufla entre acólitos varios a quien debiera mostrarse primero, mandamás situado en alguna torre acristalada, de visita siempre por el mundo. Caras peinadas de traje estrecho, con gestualidad reducida y devoción por el mercado global. Entes cuasi geométricos, de afecto descafeinado, que contrastan con la vida que bulle nerviosa entre trabajadores y trabajadoras. Laurent es un viejo lobo. Lo que pasa es que los tiempos han cambiado. La pelea es la misma, pero los procedimientos otros. No es que él no lo sepa, sino que es tan aplastante el peso de la lógica mercantil, tan veloz su readaptación, que la tarea sindical se ve necesariamente afectada. Lo peor es que los golpes no vendrán, necesariamente, del sector con el que se confronta, sino del propio. En otras palabras, la víbora retórica empresaria ha metido su cola, y ésa es la victoria. Contra el ardid de la rapidez publicitaria y la vocación por los mensajes concisos, cuya expresión consuman las redes sociales, se debate la lógica que Laurent significa. No quiere decir esto que la película se explaye en tales cuestiones, sino que las alude desde la figura de su personaje central, alguien situado como bisagra entre lo que ha sido y ahora es, alguien que encarna un mismo pleito cuya razón de ser continúa invariable. Laurent es un trabajador desesperado. Por lo que pasa a él, pero sobre todo por lo que le pasa a todos. Laurent se parece al William Holden de Network, poder que mata, en donde el director Sidney Lumet grafica uno de los comentarios más belicosos que el cine le ha dedicado a la televisión. En aquel film, Holden es alguien que integra un tiempo periodístico recientemente pretérito, mientras los nuevos y atolondrados ejecutivos adoran el rating. Son los años '70. En ese film, un desesperado Peter Finch, periodista que será desplazado, anuncia su suicidio en cámara. Años después, en una entrevista, Lumet dirá que si todavía no se había suicidado nadie en cámara, sólo era cuestión de esperar. Tuvo razón. Lo predicho guarda nexo con el desenlace que La guerra silenciosa elige. Es grotesco y altera el registro "realista", casi documental, que se privilegia a lo largo de la película. Durante el desarrollo de la acción, La guerra silenciosa esconde su cámara entre las multitudes, confronta como uno más con la policía y los encargados de seguridad, escucha entre otros para la toma de decisiones. Y accede de modo privilegiado a los momentos que suceden puertas adentro. Como el que significa la reunión anhelada entre patronal y trabajadores, con la mediación ministerial del estado. A propósito, entre lo que se preocupa por dejar en claro el film de Brizé, destaca la inocuidad del estado, incapaz de hacer sentir su peso (ante trabajadores o empresarios), revelado como otra de las tantas máscaras de un mismo sistema. La situación mediadora de éste -que se ejemplifica con el lugar que cada uno ocupa alrededor de la mesa- culminará por develarse falsaria. Todo ello será alterado en el final, cuando la película decida la resolución. Grotesca, extrema. Más aún, para hacerlo elige el formato vertical, el del encuadre del teléfono celular. Es decir, el de alguien que también espía, pero ¿quién? Porque ya no se trata del punto de vista que se confundía con el de todos, sino el de alguien que realmente se esconde, alguien solo. No se revelará lo que allí sucede, pero sí que lo sorprendente del asunto no deja de señalar un eco similar al supuesto por el desenlace de Network. A propósito, vale actualizar la reflexión de Lumet que se aludía. Que todavía no suceda algo similar, sería cuestión de tiempo. Ojalá que no.
Después de su paso por Les Avant Premieres donde estuvo presente su director, llega a carteleras La guerra silenciosa, dirigida por Stephane Brizé y escrita junto a Olivier Gorce. La guerra silenciosa es otro drama con fuerte carga de contenido social que dirige Stephane Brizé. En eso se parece bastante a El precio de un hombre (también coescrita junto a Olivier Gorce), aunque acá el enfoque sea distinto. Además la tensión aumenta considerablemente hasta llegar a un final impactante. De nuevo con el protagónico de Vincent Lindon, nos encontramos ante un retrato de la larga lucha de unos trabajadores de una fábrica de partes de autos que cierra y los deja sin trabajo, incumpliendo un contrato. Entre conversaciones con políticos y empresarios, apariciones televisivas y protestas en la calle, se va desarrollando una historia que deja en evidencia el lugar menor que ocupa el trabajador cuando se trata de grandes empresas. La fábrica en cuestión les había prometido cinco años de trabajo y decide cerrar cuando sólo pasan dos, después de incluso haber aceptado recortes salariales con tal de mantener el trabajo que hoy les quitan. No hay una preocupación por el desarrollo de los personajes por fuera de este ámbito, aunque sí se hace mayor hincapié en el líder sindical al que interpreta Lindon, al verlo un poco en la cotidianidad de su casa y de su familia. Pero en general son personas comunes, con familias que mantener y por lo tanto con la necesidad de un trabajo que los provea en una pequeña ciudad de Francia donde resulta cada vez más arduo conseguir un empleo. Es una masa de personas que no saben cómo harán para sobrevivir mañana, que se encuentran ante un futuro próximo muy desalentador. Brizé narra la historia a través de largas escenas y con inserts de imágenes de televisión donde los canales de noticias exponen lo que sucede, focalizándose siempre en los momentos más violentos. Hay una buena construcción de climas tensos e inquietantes, que provocan mucha incomodidad y a veces hasta irritabilidad, con situaciones que se repiten una y otra vez, entre discusiones y gritos. “El protagónico de Lindon es uno de los platos fuertes del film. Logra imponerse como líder del sindicato y de la película a base de una interpretación intensa que nunca llega a la exageración, al contrario, sutil en gran medida”.
La lucha de clases como “género” del cine francés por Violeta Bruck Con el reciente estreno de la película La guerra silenciosa (En guerre), de Stephan Brizé, vuelve a la pantalla grande un clásico del cine francés: la lucha de clases. Quizá pueda sorprender a algunos estar en una sala y ver escenas de tomas de fábrica, manifestaciones, debates en asambleas y acciones directas contra la patronal, pero en un recorrido por el amplio camino de la cinematografía francesa podemos encontrar un verdadero "género" que ha puesto el foco en este terreno en distintos momentos de la historia. La guerra silenciosa, de Stephan Brizé. La película de Brizé comienza con una frase de Bertolt Brecht "Quien lucha puede perder, pero quien no lucha ya ha perdido", y se sumerge entonces en una batalla dura, difícil, como todas las recientes experiencias de las que se nutre la historia. El cierre de la fábrica Perrin, de la industria automovilística y afiliada a un importante grupo alemán, pretende dejar en la calle a 1.100 trabajadores; la lucha contra este ataque y los debates que genera entre las distintas posturas sindicales será el eje de la película. Vicent Lindon interpreta al personaje de Laurent Amédéo, un sindicalista combativo que peleará hasta las últimas consecuencias. Estrenada en Francia antes del surgimiento del movimiento de los chalecos amarillos, la película se referencia en las luchas de los Conti (Continental), la de Goodyear o la de PSA Aulnay (Peugeot Citroën). Estos mismos conflictos fueron registrados en diversos documentales, como Goodyear, la mort en bout de chaine (Good Year 2009), La saga des Conti (Continental 2009), Au prix du gaz (ocupación New Fabris 2009), Liquidation (Good Year Amiens 2009), Grand puits et petits victories (Refinería Total en 2010), On a Grèvé (trabajadoras grupo hotelero 2013). A comienzos de 2016 se estrenó Comme des lions, de Françoise Davisse, sobre el conflicto en PSA Alunay de 2013. Otra producción que tuvo una difusión más amplia en 2016 fue Merci Patrón de François Ruffin, un documental de denuncia, con elementos de comedia y thriller, sobre las consecuencias de la deslocalización fabril. A su vez en los últimos años se realizaron films sobre el movimiento La nuit debout como Paris est une fête - Un film en 18 vagues, de Sylvain George, destacado documentalista que también ha realizado diversos trabajos sobre la temática de los inmigrantes. A comienzos de este año se estrenó Les Petites Mains Invisibles, realizada por el sitio Révolution Permanente, que sigue la lucha de las trabajadoras y trabajadores de limpieza de la empresa Onet, subcontratista del ferrocarril. Con este panorama se puede ver una importante representación audiovisual de las luchas de trabajadores y trabajadoras que lamentablemente no tienen amplia difusión. La guerra silenciosa, al ser un film de ficción realizado por Stephan Brizé, un director que ya tiene un previo reconocimiento (El precio de un hombre, 2015), logra una distribución internacional que aporta a poner en agenda este cine de la lucha de clases. En una reciente presentación en Argentina, Brizé comentó que hay un vínculo fuerte entre el movimiento de los chalecos amarillos y lo que se ve en La guerra silenciosa , que es ese sentimiento de ira profunda y también de no soportar más el desdén del que son objeto. Lo que planteó como diferencia es que su película se enmarca dentro del mundo sindical mientras que el movimiento actual no se referencia con ningún sindicato o partido político. A su vez reflexionó sobre el papel de las imágenes de la violencia, en el sentido de cómo lo tratan los medios para desprestigiar un movimiento y cómo él se propuso partir de una imagen de fuerte enfrentamiento para demostrar la historia que hay detrás. “Lo que sucede con esas imágenes de violencia que se ven una y otra vez en todos los canales de televisión, es que justamente son imágenes donde no hay ninguna historia, y ningún pasado, es una imagen totalmente fuera de contexto y eso permite al poder político estigmatizar a los trabajadores diciéndoles con ustedes no se puede negociar, son violentos, hacen disturbios, etc.”. Este tratamiento que dan los medios se vio en distintos conflictos obreros y se repite con los chalecos amarillos es puesto en cuestión en la película: “Lo que hice fue usar la ficción para poder explicar un momento así de exceso que sucede, porque cuando veo esas imágenes que no explican nada pienso ¿qué pasó? ¿Qué sucedió?… Hay todo una historia, algo que se inscribió en un tiempo largo que no lo están contando, y quiero usar la ficción para poder explicar todo ese tiempo”. Imágenes que vuelven Esta tradición del cine francés encuentra sus antecedentes en distintos momentos históricos. Acompañando cada ascenso en la lucha de clases la producción audiovisual se vio transformada y renovada. Desde los primeros pasos del cine que se dieron en Francia, los hermanos Lumière filmaron a las trabajadoras saliendo de la fábrica, esta unión del cine con la clase obrera seguirá hasta los tiempos actuales. En los años ´30, cuando las huelgas generales se extendían, se desarrollaba un ascenso del movimiento obrero y surgía el Frente Popular, surgen una serie de producciones realizadas por la cooperativa Ciné-Liberté que registran este momento desde la óptica del Partido Comunista y la CGT. Ficciones, documentales, noticias que acompañan la reconocida La vie est a nous, trabajo colectivo coordinado por Jean Renoir para las elecciones parlamentarias de 1936. Son producciones anónimas y colectivas que rescatan distintos momentos de este período. En los años siguientes continúan las producciones ligadas a las organizaciones sindicales, La gran lucha de los mineros, de 1948, es una realización colectiva que registra las condiciones de vida, la importante lucha y la represión. El cineasta René Vautier, militante en la resistencia, realiza en 1950 su primera película, Afrique 50, un encargo de la Liga de la Enseñanza para promover la educación en las colonias, que en el proceso de rodaje se convirtió en una profunda denuncia y en la primer película anticolonialista francesa, por la que el Vautier fue condenado y encarcelado hasta junio de 1952. En la misma época se desarrollaba un movimiento que renovaría el cine y tendría una influencia mundial, la Nouvelle Vague, con sus obras y su crítica a través de Cahiers du Cinema. Esta experiencia que surge del cuestionamiento de las reglas de la cinematografía tradicional será también el semillero de una nueva generación de cineastas que al calor del Mayo del 68 se sumarán a un cine fusionado a la movilización. La experiencia mundial del 68 cinematográfico que vio surgir una oleada de cine militante alrededor de todo el mundo tiene en Francia uno de los epicentros. Uno de sus principales referentes, Jean Luc Godard, planteó en esos años: “Los obreros hablan mucho entre sí, pero ¿dónde están sus palabras? Ni en los diarios, ni en las películas, están las palabras de las gentes que constituyen el 80 % de la humanidad… Por eso no quiero pertenecer a la minoría que habla, y habla todo el tiempo, o a la que hace cine, sino que quiero que mi lenguaje exprese ese 80 %. Y es por eso que no quiero hacer cine con gente del cine, sino con gentes que componen la gran mayoría”. La enorme producción que tuvo lugar en esos años se vio beneficiada por el advenimiento de nuevas tecnologías más livianas que permitieron un extenso registro directo de los acontecimientos. Se realizaron noticieros en forma colectiva como los Cinetracts, documentales de las luchas obreras y estudiantiles, cortos y películas de ficción. Se destacaron también la creación de colectivos como el grupo Dziga Vertov coordinado por Godard y los grupos Medvedkine impulsados por Chris Marker. El conjunto de la profesión cinematográfica, técnicos, directores, estudiantes, se organizó en los Estados Generales del Cine para pensar un programa de transformación de la industria en un sentido contrario a las leyes del mercado. En esos tiempos, el cine de la lucha de clases fue el centro, y luego del desvío de este movimiento, continuó la producción en esta sintonía por algún tiempo. En 1973 Jean Luc Godard estrena Tout va bien, una ficción realizada en una fábrica ocupada, los grupos Medvekine siguen produciendo y en 1974 se estrena Con la sangre de los otros, una profunda denuncia a la explotación capitalista expresada centralmente en los ritmos agobiantes de trabajo; en esos años también Agnès Varda suma sus producciones desde un punto de vista feminista con Respuesta de mujeres, 1975, y Una canta, la otra no, 1977; en este mismo año Chris Marker presenta su primer versión de El fondo del aire es rojo, con un panorama mundial de estos años revolucionarios. Durante los años siguientes, con las derrotas en las luchas y la caída del muro de Berlín, el advenimiento de las ideas del posmodernismo influyeron también en el mundo del cine, que de todos modos mantuvo una producción crítica. Como señala Perry Anderson en su texto “El pensamiento tibio: una mirada sobre la cultura francesa”, hablando de las distintas consecuencias del empobrecimiento cultural e intelectual: “Si el cine francés no ha caído a estos mismos niveles, se debe principalmente al continuo flujo de obras por parte de sus transformadores originales: Godard, Rohmer y Chabrol, están tan activos como cuando comenzaron”. En estos años se destaca Sin techo ni ley, 1985, de Agnés Varda, que pone su mirada en personajes marginales víctimas de este sistema. Como ella misma definió: "Nunca he hecho películas políticas, sencillamente me he mantenido en el lado de los trabajadores y de las mujeres". En este sentido se mantuvieron también otros realizadores que a pesar del bombardeo ideológico del “fin de las ideologías” lograron la continuidad de una producción crítica y cuestionadora. Para 1992 Chris Marker estrena El último bolchevique, un documental sobre Medvedkine en donde relata la experiencia del cineasta en los años revolucionarios y la persecución del stalinismo, en medio de un espectáculo superficial y posmoderno, la película rescata las experiencias para las nuevas generaciones. La huelga de 1995 que paralizó Francia contra el Plan Juppé fue registrada por decenas de cámaras hogareñas en manos de los propios trabajadores y realizadores independientes dando lugar a diversos documentales. A su vez generó un nuevo posicionamiento de intelectuales en apoyo al movimiento encabezados por el sociólogo Pierre Bourdieu. El mundo del cine también dio cuenta de este impacto. Ya en 1993 con el estreno de Germinal de Claude Berri algunos medios hablaron del retorno del cine social francés. Para 1995 se estrenan La Ceremonia, de Chabrol, un thriller de clase contra clase, y El odio, de Mathieu Kassovitz, que pone en pantalla la realidad de los jóvenes inmigrantes de las banlieus. En 1997 Robert Guedeguian estrena Marius et Jeannette, una muestra de su cine enfocado en personajes de las clases populares, y en 1999 Laurent Cantet logra un amplio reconocimiento internacional con Recursos Humanos. Junto con Bertrand Tavernier en los años siguientes estos directores seguirán produciendo películas que cuestionan diferentes aspectos de este sistema.