Golpe a golpe Melodrama sobre un amor imposible, retrato social sobre la corrupción y los negociados que ligan a abogados, policías, médicos y compañías de seguro (justicia, seguridad, salud pública y empresa privada), y film noir sobre un (anti)héroe trágico que intenta torcer su destino. Todo eso y algo más es Carancho, sexto largometraje de Pablo Trapero y uno de los mejores de su carrera (pelea la cima de su fillmografía con Mundo grúa, El bonaerense y Leonera). En su primera película con un protagonista de renombre, el director logra que Ricardo Darín se sumerja de lleno (no sin riesgos) en el Universo Trapero (la historia transcurre en su mayor parte en un San Justo nocturno, ominoso y sórdido) y no que la historia se adapte al estilo que el astro cultivara, por ejemplo, en el cine de Juan José Campanella. Es un placer, por lo tanto, ver cómo Darín debió apelar aquí a un trabajo más físico (le parten varias veces la cara, mantiene fogosas escenas de sexo) que intelectual, más interior (visceral) que superficial, para dar vida a esa conflictuada, contradictoria criatura que es Sosa, un abogado que ha perdido (no sabemos bien por qué) su matrícula y que no tiene más remedio que trabajar -a disgusto- para un estudio que se dedica a conseguir víctimas de accidentes de tránsito (o directamente a armar casos) para quedarse luego con la parte del león en los juicios contra las aseguradoras. Si bien la película -incluso desde su trailer- alerta sobre esta suerte de genocidio social y sobre el inmenso negocio montado a su alrededor (allí están los caranchos, las verdaderas aves de rapiña), el film no tiene un afán didáctico, moralizante ni demagógico: es la propia historia (muy bien documentada en miles de detalles que aportan a su credibilidad) la que va exponiendo en toda su dimensión la deshumanización del sistema de salud, de las fuerzas de seguridad, de la Justicia y, claro, de las mafias que lucran con la desesperación y el dolor ajenos. Más allá de que Sosa/Darín es el verdadero motor del relato en un papel con un sino trágico que remite a los personajes clásicos de un Jean-Pierre Melville, un Billy Wilder o un Fritz Lang (o de un Adolfo Aristarain), Gusman -que ya había demostrado su capacidad interpretativa como la madre encarcelada en Leonera- también se luce en el papel de Luján, una joven médica recién llegada a la ciudad y que, por lo tanto, debe pagar el derecho de piso (léase sobrecarga laboral por guardias interminables) en densos hospitales o bien recorriendo las violentas calles del conurbano bonaerense a bordo de una ambulancia. Con la habitual maestría narrativa de Trapero (algo que el director no ha perdido ni siquiera en sus films menos logrados como Familia rodante o Nacido y criado), Carancho ofrece un impactante, implacable y sobrecogedor retrato sobre la vida en el Gran Buenos Aires, ayudado por el notable trabajo de cámara (RED) y de fotografía de Julián Apezteguía (Crónica de una fuga, La sangre brota). Para quienes auguraban un Trapero “vendido” al mainstream por su sociedad artística con Darín, deberán arrepentirse: Carancho es una película audaz, arriesgada, extrema, difícil, hecha sin prejuicios, sin cálculo marketinero y, ante todo, sin concesiones de ningún tipo.
Como aves de rapiña Una grata sorpresa resulta el policlal negro de Pablo Trapero, que invita a pasear por un submundo cotidiano y peligroso. Sosa (Ricardo Darín) es un abogado especializado en accidentes de tránsito que trabaja en una fundación que "ayuda" a sus víctimas, mientras intenta recuperar su licencia. Por su parte, Luján (Martina Guzmán) es una joven médica desbordada por las horas de trabajo a bordo de una ambulancia. Los caminos de ambos se unen y ellos cambian para siempre. Carancho se nutre de una realidad social y económica que en Argentina produce un enorme mercado: millones de pesos que necesitan las víctimas de accidentes y sus familiares para afrontar gastos médicos y legales, sostenido por las indemnizaciones de las aseguradoras y la fragilidad de la ley. Con esta punta argumental, Trapero describe las emergencias y el oscuro entorno que rodea a Sosa: jefes sospechosos y malandras de todo tipo (acertada la elección de Gabriel "Pacotillo" Almirón en el rol de un matón). De este modo, la trama acumula violencia, "aprietes" y el tratamiento resulta ideal por las características que presentan los personajes: ninguno se destaca por sus virtudes precisamente. Todo lo contrario, tienen varias caras y buscan salvarse. Con una cámara nerviosa, Trapero sutura los pliegues del relato como pocos, recorre los accidentes en la vía pública, las guardias atestadas y transmite una sensación de desesperación. La intriga sumada a la buena factura técnica (los impactos filmados desde el interior de los autos o el vertiginoso desenlace) y al diseño de personajes, deviene en un film que impacta, sacude y deja pensando. Es su película más lograda desde El Bonaerense. Darín compone a un Sosa golpeado, con varios costados por revelar, y no es precisamente un héroe; mientras que Guzmán entrega pasión y convicción a su vulnerable profesional de la salud, La película asegura que "en Argentina mueren al año más de ocho mil personas en accidentes de tránsito; y más de ciento veinte mil resultan heridas. Detrás de cada desgracia aparece la posibilidad de un negocio". Y detrás de la película, mezcla de suspenso y cine denuncia, asoma el horror agazapado en las sombras.
Trapero cuenta historias que, si cayeran en manos de la mayoría de los directores y/o guionistas que encaran su ópera prima en la Argentina, serían bodriazos que pasarían desapercibidos. La familia rodante o Leonera son prueba de ello. Una historia chiquita, en el primer caso, y una de marginales, en el segundo. Sin embargo él logra con su forma de relato, su trato con la cámara y los tiempos que utiliza, en hacer algo distinto a lo que habitualmente se ve en el cine nacional, y eso realmente es maravilloso. Leonera el año pasado había sido maravillosa, con un tema e historia super jodida. Este año con Carancho sigue en la misma senda… ahora son marginales con título universitario, pero marginales al fin. La película cuenta una buena historia, que, por los lugares donde se filmó y el gran laburo de casting, hace super creíble a la historia. Darín sólido como siempre, Martina Gusman también muy bien, aunque me gustó mas su anterior trabajo en Leonera. Tiene un muy buen trabajo en los actores secundarios y hasta terciarios por llamarlos de alguna manera. Un buen caso de esto, es la madre paraguaya que habla con Gusman en el hospital. Y algo notable de la película, al igual que lo que pasó con la escena de la cancha en El secreto de sus ojos, es que más de un espectador querrá ver como se hicieron ciertas escenas. Sin duda, hay un gran laburo en efectos especiales, y aclaro, que no hay autos voladores o sables jedis. Hay accidentes muy bien filmados, golpes, tiros, martillazos… que tienen indudablemente muchos cortes, y que los mismos no se notan. Además la fotografía es espléndida para una película que mayormente se realizó de noche o en lugares oscuros. La historia es buena, la técnica es precisa y las actuaciones le dan mucha solidez a todo el conjunto. 3 de 3… es algo maravilloso y que lamentablemente vemos poco por año, de manera local. Carancho va directo al podio de las mejores películas argentinas del año.
Autitos chocadores o de cómo filmar la corrupción Argentina Pablo Trapero (Nacido y criado, 2006) vuelve al cine con esa forma personal y única que tiene para retratar historias y personajes tan frecuentes como inescrupulosos. Tal vez sea el único director capaz de convertir lo simple y trivial en una historia asombrosa, donde su mayor virtud sea la de mostrar la realidad desde la cotidianidad de sus personajes. Carancho (2010) así lo demuestra. Sosa (Ricardo Darín) es un abogado que ha perdido su matrícula y que vive gracias a su participación dentro de una asociación ilícita que regentea personas que provocan accidentes automovilísticos para así estafar a las aseguradoras. Luján (Martina Gusmán) es médica de un hospital ubicado en algún lugar del Gran Buenos Aires. Sosa y Luján cruzarán sus destinos, vivirán una lujuriosa historia de amor mientras involucrados en un mafioso caso policial intentaran huir del destino (escrito con sangre). Si uno debe buscar a cuál de las obras de Pablo Trapero más se asemeja Carancho, sin duda la elegida sería El bonaerense (2002) y esta elección no es azarosa sino que se desprende de una serie de elementos que unirán ambas películas en un díptico análogo, pero del que cada una tomará identidad propia. En ambas películas está presente lo corrupto, mientras que en El bonaerense “El Zapa”ingresaba a la policía y desde ahí se mostraba como la misma actuaba formando parte de un aparato putrefacto, en Carancho es Sosa quien va a demostrar la peor faceta de la abogacía y como hacer de la ilegalidad algo corriente. Los elementos de unión entre ambas obras irían desde las locaciones naturales (una y otra se desarrollan en una zona suburbana del gran Buenos Aires) hasta la tensión permanente en la que viven los protagonistas durante todo el proceso en el que transcurre la historia, y de cómo dicha tensión traspasa la pantalla. Mientras que en El bonaerense el personaje de Jorge Román debía luchar contra sus superiores, en Carancho Sosa deberá hacer lo mismo. En ambas películas ganan los que tienen el poder y la historia de amor es conducida por la mujer. Son las mujeres las que manejarán a los hombres como marionetas y ellos harán todo por y para ellas. Otro de los puntos en los que se asemejan son las escenas de sexo, Trapero es uno de los directores argentinos que mejor filma a dos personas en pleno acto sexual. Su forma de colocar la cámara en lugares que nunca entenderemos, de crear el clima adecuado aún sin la música ampulosa y de cargar la trama de erotismo, incluso donde no lo hay, lo hacen insuperable y particular. Las mismas escenas filmadas por otro hubieran sido chabacanas o tal vez carentes de sensualidad. Que Ricardo Darín es un gran actor y que en esta película pone el cuerpo y el alma no cabe la menor duda y que Martina Gusmán logra un personaje memorable que se contrapone a su anterior trabajo en Leonera (2008) colocándola en un lugar privilegiado dentro del cine argentino, tampoco. Aún ante la carencia de grandes parlamentos, solo desde la postura, la forma de mirar y los tics característicos de una médica del conurbano, hacen que Gusmán cree uno de los personajes más apáticos y queribles que haya dado el cine en mucho tiempo. Completan el elenco un grupo de actores, en su mayoría desconocidos, que aportan la credibilidad justa y necesaria, sin redundancias ni sobreactuaciones. Carancho no es la mejor película de Trapero pero tiene toda una serie de elementos que la convierten en una gran película. Si es cierto que a algunos directores uno les exige más que a otros y éste es uno de esos casos. Más allá de esa deformación profesional que tenemos los críticos, Carancho tiene lo que el cine tiene que tener: una historia atrapante, mucho suspenso, un gran director y dos actores que se comen la pantalla. El cine que la gente quiere ver.
Calles salvajes Un negrísimo e impactante policial de Pablo Trapero, con Ricardo Darín y Martina Gusman. A los golpes, así anda Sosa. Intentando ser domesticado a las piñas, como buen antihéroe de todo policial. Arranca, nomás, siendo pateado en algún descampado. Y volverá, varias veces, a acumular cortes y heridas en su rostro. Pero parece que el hombre se alimenta de esos golpes, que lo ponen en funcionamiento. Con la sangre todavía fresca sobre el rostro, Sosa (Ricardo Darín) se presenta en un accidente de autos dispuesto a colaborar con los médicos de emergencia. ¿Qué hace allí? ¿Cómo llegó antes que ellos? El filme define su profesión como la de "carancho", un ave de rapiña, carroñera: un abogado que, más que perseguir ambulancias, recibe el dato de los accidentes -gracias a una serie de contactos- y llega al lugar antes que todos para ofrecer sus servicios legales a nombre de una fundación. El "paquete" funciona: de lo que paga el seguro, la víctima cobra una pequeña parte, los abogados una mayor y habrá comisión para policías y paramédicos. "A un tipo que no tiene nada y aparece tirado debajo de un puente a las tres de la mañana, lo mejor que le puede pasar es encontrarse a un tipo como Sosa", se justifica Pico, conductor de la ambulancia. En la ambulancia viaja Luján (Martina Gusman), una joven médica que hace guardias en un hospital de San Justo. En ese choque conoce a Sosa y descubrirá a qué se dedica. Lo verá varias otras veces -Sosa tiene la particularidad de siempre estar rondando, como buen carancho, a la caza de su presa- tendrán una rara cita. Rara porque funciona en los horarios y las condiciones que la poco glamorosa profesión de ambos requiere. Claro que, de allí en más, todo se complicará. Luján descubrirá que el "carancheo" de Sosa no es tan simple como parece, él se enredará en problemas con su jefe en la Fundación y la relación se quebrará. Todo lo que hará falta para reunirlos, como reza la tradición del cine negro, es un último trabajito para poder escapar de ese mundo sin salida. Y allí empezará, casi, otra película, una en la que el dinero, las armas y las persecuciones irán acelerando el pulso de los protagonistas y de los espectadores. En Carancho, como en El Bonaerense -la película de Trapero a la que más se asemeja-, el universo que rodea a los personajes es hostil, oscuro, por momentos desesperante. El punto de vista del espectador es el de Luján: es a través de ella que descubrimos las capas de corrupción, el negocio que se maneja detrás de los accidentes de tránsito, los lazos que unen a los distintos "jugadores". Si bien ya ha empezado a conocer algunos vicios de su profesión, Luján todavía trata de hacer lo correcto, cree en los que la rodean y no dejará de hacerlo hasta que la realidad le pruebe lo contrario. Sosa es diferente. Es un viejo zorro, un hombre que conoce su territorio y que quiere salir de allí antes de que sea demasiado tarde. Ella es su ángel, la chica que conquista y la que le permite ilusionarse con una vida fuera del infierno. Policial negro, puro y duro, que no da respiro al espectador, Carancho nos mete en una situación que imaginamos en extremo realista pero la tiñe de la lógica y los condimentos del género, como una versión sucia de los policiales norteamericanos de los '70. Es una película "scorseseana" (de Calles salvajes a Vidas al límite, pasando por Taxi Driver) en su combinación de tradición y modernidad, de estilización de guión (las "reglas" del género) y de observación del mundo (neorrealismos varios). Carancho es una película tan real como brutal, tan cercana como lejana (eso pasa acá, todos los días, muy cerca de la casa de cada espectador, pero parece un mundo aparte), tan cotidiana como sórdida. En ella Trapero demuestra, también, una solidez narrativa más clásica y detalles de puesta en escena (prestar atención a la cantidad de asombrosos planos secuencia) notables. Fatalista, sangrienta, impiadosa (acaso demasiado) y violenta, Carancho se suma a la tradición de los policiales que viene haciendo Ricardo Darín. Y tal vez este sea el más duro de todos ellos, más aún que El aura y ni hablar de El secreto de sus ojos. Su cara ya tiene pegado ese agotamiento ante el mundo: es como si el actor y el personaje estuvieran pidiendo por alguien que los saque de allí, urgentemente. Y para eso deberá estar Luján, personaje en el que Gusman vuelve a lucirse como una de las mejores actrices del cine argentino, encontrando esa difícil mezcla entre inocencia y dureza, simpatía y temeridad. Carancho no es una película fácil de ver ni todas las elecciones de Trapero son acertadas -el final generará algún que otro debate-, pero se trata sin dudas de un filme, y de un realizador, que no hace concesiones. Tener una estrella taquillera, mayor presupuesto y una distribuidora grande no le torcieron el pulso. Al contrario: Carancho es la película de alguien seguro de lo que hace y convencido de su recorrido en el mundo del cine.
El amor entre la tragedia Trapero y la historia de un abogado sin escrúpulos y una médica de emergencias Pablo Trapero vuelve a poner de manifiesto en Carancho su indudable pericia pare relatar historias que tienen como marco temáticas tan relacionadas con la vida de todos los días, aquí enmarcada en una trama policial. Sus protagonistas centrales son Sosa y Luján. El es un abogado que se mueve en medio del lodo social, capaz de meter el pico entre los hierros retorcidos de los vehículos para captar a las víctimas de accidentes automovilísticos, sus "clientes". Ella es una médica que hace guardias interminables y casi vive en la ambulancia. Cuando se conocen, la pasión no tarda en manifestarse y se convertirán en dos personajes extremos que van a hacer florecer la llama del amor en medio del sufrimiento, de la muerte y de la ambición. La descripción de la intimidad de Sosa y de Luján intenta sobrevivir en un mundo inestable y carancho (nombre con el que se conoce a esos abogados que revolotean sobre sus próximas víctimas) va recorriendo ese emocionante camino hasta transformarse en una historia de amor entre un hombre y una mujer inmersos en un mercado donde la moneda de cambio es la urgencia. El realizador de El bonaerense y Mundo grúa entre otras ensambló un guión bien armado que habla de la corrupción pero que también se detiene en el amor. Una impecable fotografía apoya el clima del relato sobre la base de planos-secuencias que requerían una complicada coreografía. La labor de Ricardo Darín es notable y su personificación de Sosa quedará entre las más brillantes composiciones de su carrera artística. No menos elogiable es el trabajo de Martina Gusman como esa médica que, con algunos secretos muy escondidos, se asocia al abogado. El resto del elenco supo salir indemne de sus respectivas partes, y así Carancho será, sin duda, otra de esas producciones nacionales que hacen que la pantalla local renazca de sus cenizas.
Poner el cuerpo, mancharse con sangre Sobre una realidad oscura y espesa, la nueva película del autor de Leonera propone una ficción no menos brutal pero de un vuelo cinematográfico que la convierte en uno de los puntos más altos de su obra, a esta altura de una solidez y una coherencia incontrastables. La película empieza con un dato: en la Argentina mueren al año en accidentes de tránsito más de ocho mil personas, a un promedio de veintidós por día, sin contar a los miles que resultan heridos. Se alude a un enorme mercado, sostenido por las indemnizaciones de las aseguradoras y la fragilidad de la ley. Y el cartel que precede a los títulos afirma que “detrás de cada desgracia asoma la posibilidad de un negocio”. Sobre esa realidad oscura y espesa, Carancho propone una ficción no menos brutal pero de un vuelo cinematográfico (como la magistral secuencia final) que hace del sexto largometraje como director de Pablo Trapero uno de los puntos más altos de su obra, a esta altura de una solidez y una coherencia incontrastables. Desde sus comienzos, una década atrás, el cine de Trapero siempre se caracterizó por poner el cuerpo: hay algo esencialmente físico en sus películas, como si sus personajes –del Rulo de Mundo grúa a la Julia de Leonera– cobraran una materialidad casi palpable en la pantalla. De una forma aún más explícita, porque su mismo tema se lo exige, Carancho somete a su pareja protagónica, y al universo sórdido que los rodea, a una exposición de sus cuerpos –cuerpos golpeados, sangrantes, en acción y tensión permanente– que despoja a la palabra visceralidad de su significado metafórico. Lo primero que se ve de Sosa (Ricardo Darín) es la paliza que recibe de un par de matones de barrio, que le están ajustando unas cuentas. A partir de esa caída, de la que no le cuesta demasiado levantarse, como si estuviera acostumbrado, se intuye que Sosa se mueve en terreno difícil, allí donde la violencia es cosa de todos los días. Del tipo no tardará en saberse que es abogado, que perdió la matrícula (“Fue un error”, dirá, quizás refiriéndose a sí mismo) y que trabaja para una mafia del conurbano como “carancho”, una de esas aves de rapiña que están allí donde hay un accidente para agenciarse antes que nadie la representación legal de la víctima y poder sacarles unos pesos –a veces muchos– a las compañías de seguros. De ahí a “fabricar” un peatón atropellado, hay un solo paso, que Sosa parece habituado a dar. Sin saberlo, Luján (Martina Gusmán) también forma parte de ese mundo. Acaba de recibirse de médica, está recién llegada del interior y trabaja no sólo en la guardia de un hospital sino también arriba de una ambulancia, para un servicio de emergencias. Los accidentados forman el núcleo duro de su jornada laboral, que se extiende hasta el agotamiento. Es lógico que no tarde en tropezarse con Sosa. Como él, ella también pone todos los días el cuerpo y está acostumbrada a mancharse las manos con sangre. Pero cuando esa sangre que le corre por la cara sea también la suya, ya será demasiado tarde para echarse atrás. Esa concatenación azarosa y fatal de hechos que suele llamarse destino ya ha movido sus piezas y Sosa y Luján serán dos peones más de un juego sucio y peligroso, del que no es ajena la mafia policial. Sin plantearse explícitamente los códigos del cine negro, Carancho sin embargo contiene los elementos esenciales del género. Aquí hay dos personajes en el límite de sus fuerzas, expuestos a una realidad hostil de la que no pueden escapar, condenados por el medio que habitan pero también por sus propias acciones y decisiones. Hay un intento de redención por parte de Sosa, empujado por el amor que siente hacia esa mujer, que le devuelve la ilusión de una vida distinta, mejor. Pero ese sueño parece siempre improbable, como si cada vez que intentara salir del barro terminara hundiéndose cada vez más. Lo notable del film de Trapero es la manera en que logra impregnar estas convenciones de una marca muy personal, que hacen de su cine un cuerpo de obra amplio y a la vez homogéneo. Los límites entre un lado y otro de la ley están borroneados, como en El bonaerense. La cámara casi no se despega de encima de los personajes, como ya sucedía en Familia rodante, donde también el ruido del motor y de las calles funcionaba como elemento dramático (cortesía del sonidista Federico Esquerro). A la manera de Leonera, los personajes no provienen de un mundo lumpen, pero por su naturaleza fronteriza terminan inmersos en un pozo cada vez más profundo. Y como siempre en Trapero, el conurbano como una fuerza omnipresente: con sus pequeños figurantes anónimos, con sus tristes estaciones de servicio, con sus calles grises bañadas por una luz agónica. Si en Leonera, Martina Gusmán había sorprendido, en su primer protagónico, por su capacidad para habitar la pantalla con una intensidad dramática poco común, aquí en Carancho ratifica ese talento (y esa fotogenia), pero los pone al servicio de un personaje diferente, más sensible y más frágil, de una opacidad que funciona a favor de la película y nunca de su exclusivo lucimiento. Frente a ella, Ricardo Darín aprovecha un guión que trabaja a partir de la personalidad cinematográfica construida por el propio actor –el porteño sinuoso pero finalmente querible– y se adapta muy bien al mundo más crudo y menos sentimental de Trapero. Entre ambos, consiguen hacer de la pareja de Carancho un único cuerpo herido, cruzado por cicatrices que son también las de todo un cuerpo social.
Cruda postal suburbana Sosa y Olivera (Ricardo Darín y Martina Gusmán) sobreviven como pueden a las urgencias de una ciudad que llora y sufre constantemente su decadencia moral. Ella, recién llegada del interior, permanece casi todo el día en contacto con la muerte, la desidia y la vulnerabilidad de los pacientes y accidentados que se cruzan por su camino a bordo de una ambulancia de emergencias; él, tras haber perdido la matrícula de abogado, hace el trabajo sucio para una "fundación" que patrocina a víctimas de tránsito en los juicios contra las aseguradoras y aparece en falsas situaciones fortuitas en los lugares donde se producen los accidentes, o merodeando pasillos de hospital en busca de futuros clientes. Pero pese a su hartazgo, a las deudas financieras que le implican visitas indeseadas de cobradores, es conciente de que no puede abandonar el círculo laboral sin correr peligros y que de hacerlo deberá dar antes el gran golpe para mantenerse en pie. Sin embargo, ambos apuestan a las segundas oportunidades; a intentar borrar un pasado oscuro en el caso de Sosa y mantener un secreto muy profundo que trae consecuencias en la vida de Olivera. Si con Leonera Pablo Trapero había alcanzado el nivel de obra maestra, su nuevo opus Carancho no sólo confirma que aquello no sonaba exagerado sino que reabre las expectativas sobre hasta dónde puede llegar el director manteniendo intacto su estilo. Pero lo que es más esperanzador aún, conservando la esencia de su cine. Con este sexto largometraje el realizador de Mundo Grúa redobla la apuesta cinematográfica al concebir -genéricamente hablando- un film noir ambientado en las vísceras del suburbano, más precisamente en la nocturnidad de San Justo y sus alrededores, con la pesadez del asfalto a cuestas y la violencia que se expresa a cada minuto, desde el maltrato psicológico de una salud pública en estado de coma; desde el apriete de las mafias invisibles que gobiernan voluntades débiles y la otra violencia que estalla diariamente en los poros de sus criaturas a partir de su cotidiana lucha de supervivencia urbana. Ese complejo entramado social de víctimas y victimarios, sin maniqueísmos, a veces sólo puede verse por fragmentos en las frías noticias periodísticas o en las estériles cifras estadísticas que revelan y ocultan al mismo tiempo una realidad poco tangible. Pero no podría mostrarse en carne viva sin contar con un guión sofisticado, sólido -que no hace concesiones ni especula- a cargo del director, junto al mismo grupo responsable de Leonera. Eso, sin dejar de mencionar claro está, las excelentes actuaciones de la pareja protagónica, que bajo la dirección precisa del cineasta entrega grandes momentos de intensidad, verdad, visceralidad y sexualidad. En este cóctel explosivo (que amalgama el drama social con el policial negro en una brutal radiografía de la corrupción a escala chica y los acuciantes problemas sociales) se sintetizan los caminos conceptuales que el autor anticipaba con El bonaerense, desde el punto de vista de despojarse de inmediato de un enfoque didáctico y demagógico y que luego continuara años después con Leonera, al visitar los géneros sin quedar atrapado en sus códigos y estructuras. No obstante, esta ambiciosa película no se hubiese logrado sin una trama lo suficientemente atractiva donde la tensión se respira a cada segundo a un ritmo vertiginoso y constante en el que Trapero demuestra su destreza con la cámara; su pulso en la duración exacta de cada escena con esos primeros planos que asfixian; los cuerpos que se quiebran entre el sexo apasionado, la animalidad, la ferocidad y las golpizas cuando no reposan en el silencio de una noche agitada. Aquellas voces que pregonaban cierta traición de Pablo Trapero al dejarse tentar por un cine más complaciente y alejado de sus primeros proyectos, tendrán que hacerse cargo de su poca inteligencia o buscar una nueva excusa para continuar defendiendo un modelo de cine con poco futuro; para seguir defenestrando a aquellos directores que buscan -como en este caso- madurar y correr riesgos a fin de llegar a un público masivo.
Hace unas semanas me disponía a ver Caso 39, pero una equivocación me llevó a otra sala donde proyectaban Carancho. A medida que transcurría la película iba dándome cuenta que con ese error de sala, había salido claramente favorecida. Esta última producción de Trapero consiste en un trepidante policial negro que capta nuestra atención (narrativa y visualmente) desde su mismo comienzo. Protagonizada por Ricardo Darín y Martina Guzmán, Carancho cuenta la historia de un abogado “carroñero/ carancho” llamado Sosa, que se dedica a brindarles interesada ayuda a las víctimas de accidentes automovilísticos. Los asesora legalmente y tras hacerle firmar varios documentos, él y la agencia para la cual trabaja terminan quedándose con la mayor parte del dinero que cobran de las aseguradoras. Pero como en toda historia, las cosas se complican y mucho a partir de la relación amorosa que surge entre Sosa y Luján, una joven médica de emergencias. Lo marginal, y la subjetividad sobre la marginalidad, siguen estando presentes como en los anteriores trabajos de Trapero. Sin embargo, se trata de una súper producción, por lo que ahora sí necesita resaltar elementos estilísticos que indiscutiblemente se justifican por la elección del género. De todos modos los seguidores del director pueden quedarse tranquilos porque sigue manteniendo su personal forma de narrar: primerísimos planos, encuadres poco tradicionales, cámaras agitadas… y todo en función de lograr un relato sólido que aparente contarse por sí solo. Al tratarse de un policial negro se necesita de un gran trabajo corporal por parte de los actores. Esto se observa claramente en las escenas de acción y más que nada en las peleas (fuertes golpizas que no solo recibe Sosa sino también Luján) y además en las escenas de sexo (tanto las concretadas como en las truncas). La dupla protagónica salió airosa en ambas, demostrando una química y complementación quizá inesperadas. Su historia de amor se aleja de cualquier lugar común, ya que la misma se inicia y se desarrolla en una geografía y un contexto oscuros. Filmada íntegramente en escenarios reales, como calles y rutas del conurbano bonaerense, hospitales públicos y cementerios, esta historia es de ficción pero apoyada fuertemente en la realidad. Si en los años `60 Glauber Rocha hablando sobre el Cine Novo brasileño decía: “nuestra originalidad es nuestro hambre”, la originalidad de esta producción son nuestras muertes: en una década mueren 100.000 personas por accidentes de tránsito. De esta estadística parte Trapero para configurar su film, y declara muy acertadamente que se trata de una mafia que no se quiere ver y que lleva a un genocidio silencioso. Carancho es la primera película del director argentino que se estrena primero en las salas de nuestro país antes que en algún festival. Aunque viajará próximamente a Cannes, compitiendo en la sección “Una Cierta Mirada”. Espero que en ambos lugares (taquilla y festival) consiga su merecido reconocimiento. No tengo dudas que se trata de una de las mejores películas estrenadas hasta el momento en lo que va del año.
Sangre y Amor en San Justo Si uno husmea la historia del cine argentino, va a encontrar exponentes aislados de cine policial a lo largo de las décadas, desde Kurt Land, pasando por Fernando Ayala, Adolfo Aristarain, Eduardo Mignona hasta el último y mejor exponente del género, Fabián Bielinsky. En el 2002 se estrenaron dos interesantes exponentes provenientes del “nuevo cine argentino”: Un Oso Rojo de Israel Adrián Caetano, y El Bonaerense de Pablo Trapero. Trapero, en un camino que ya lleva 6 largometrajes, ha tratado de ser versátil en la elección de los temas, de los guiones, de los personajes, sin modificar aquello que distingue a su cine: la marginalidad, la crudeza de la imagen, del lenguaje, lo que se esconde detrás de una mirada dura, de una decepción. Sus personajes hacen viajes… dentro y afuera de su cuerpo… o de última planean escaparse, como posible vía de solución hacia sus “problemas”. Ya sea, la somatización de un obrero de construcción, un policía que descubre que la justicia no se encuentra en una comisaría, una familia que descubre todos sus rencores en la mitad de un viaje que supuestamente debería haberlos unido, un hombre que hace dos viajes (uno interno y otro externo) para superar un accidente donde se vio involucrada su familia, o la lucha de una mujer embarazada dentro de una prisión, todos sus personajes tienen una impronta de provincia, calle, andar buscando una respuesta utópica a sus problemas. De cierta manera, esa forma de redención es la que busca Sosa, un abogado que perdió su matrícula y debe moverse como ave de carroña buscando accidentados para estafar aseguradoras. Este antihéroe que juega el rol de villano necesita redimirse con urgencia… y a su pedido de auxilio sale una paramédica, Lujan, en quien ve la figura para salirse de los problemas en los que está metido. Pero como en Argentina, la corrupción se multiplica, Lujan no quedará aislada de la red mafiosa que se teje alrededor de ambos. Trapero parece haber encontrado un camino definitivo en el cine argentino. Tras probar con resultados ambiguos su inserción en la comedia (Familia Rodante) el melodrama (Nacido y Criado) y promover el nuevo cine argentino con Mundo Grúa, pareciera que el género que mejor le queda a Trapero es el policial. Los excelentes resultados de El Bonaerense y Leonera, lo comprueban. Con Carancho confirma esta hipótesis, aún cuando la película sea un compendio de variadas intenciones, y resultados no tan complacientes como ambos ejemplos, pero, al menos, un entretenimiento interesante, filmada con vigorizante ritmo e intensidad, que deja reflexionando y sigue impactando largo rato tras haber salido uno de la sala. No contemos por favor ejemplos de policiales contemporáneos como los de Polka, Telefé Contenidos, La Señal o El Secreto de sus Ojos. Con el mismo grupo que escribió Leonera Trapero construye esta película polifuncional, como si cada escritor hubiese escrito una subtrama distinta. Por un lado se trata de un film noir clásico: un personaje oscuro, corrupto que involucra a una joven inocente en una serie de crímenes de la que él se siente vícitima, por otro es una denuncia acerca de la forma en que las financieras se aprovecha de las indemnizaciones que dan las aseguradoras a las víctimas de accidentes, y esto se convierte en un negocio donde están implicados paramédicos, policías y clínicas. A la vez es un melodrama romántico, idílico, imposible, y hay otra película, que muestra la tensión y stress que viven todos los días los paramédicos como si se tratara de un episodio de E24 o una visión bonaerense y realista de la película de Martin Scorsese, Vidas al Límite. Entre la locura, la ironía, golpes, sexo frustrado, y las peleas con otros abogados, Trapero lleva el relato con muy buen timing dramático. El diseño de sonido, es realmente ejemplar. El caos reina constantemente, los ruidos tapan muchas veces los diálogos, pero lo que uno puede pensar en primera medida que se trata de un error de edición, pronto se dará cuenta como el ambiente entra en los departamentos, incrementan el malestar de los protagonistas. A diferencia de Leonera, donde el guión se movía en forma dinámica y fluida, esta vez Trapero apostó por un camino más episódico, por lo tanto hay escenas cuya continuidad resulta forzada. Los puntos de vista se abren, y algunas secuencias parecen insertadas al azar (especialmente las del hospital) A pesar del desconcierto que vive el espectador en este sentido, es difícil quitar la atención de lo que sucede. Trapero no es sutil y ataca con violencia desbarnizada. Tiene un discurso directo, un tono crudo, que contrasta contra cualquier ejemplo similar de cine comercial argentino, incluso de género. Porque Trapero no se vende. El tono, la forma de hablar, de expresarse es propio de la provincia de Buenos Aires. No trato de ser peyorativo en este concepto, es así. Cada ciudad de esta gran provincia tiene su propio dialecto, su propio volumen, acento, y por ser autóctono de San Justo, Trapero lo conoce a la perfección. De hecho San Justo se respira en cada poro. Al igual que Mundo… o El Bonaerense, Trapero recrea un universo propio, en donde Martina Gusman, su mujer y productora ejecutiva, se amolda perfectamente. El mayor problema de Carancho, no es tanto narrativo, donde se filtran algunos desniveles y cabos sueltos, sino interpretativo. Un Error de Cálculo Realmente algo no concuerda en el registro actoral de Ricardo Darín y el resto del elenco. Se trata de dos escuelas distintas. Trapero trabaja con la calle. La verosimilitud de su relato, el realismo de su puesta en escena, el impacto que genera la violencia de su cine, radica en la posibilidad de creer en el mundo que nos muestra en sus películas. Porque los hospitales son reales, porque los abogados son reales, porque la bonaerense es real. Pero mientras que la mayor parte del elenco respira un tono de provincia, un lenguaje, una yerga callejera, Darín actúa. En cierta perspectiva, Ricardo nos vuelve a mostrar que es un actor todo terreno, el típico argentino creido y perdedor al mismo tiempo que ha sabido desarrollar con mayor soltura en las películas de Bielinsky (especialmente Nueve Reinas) y las primeras de Campanella (o sea, no El Secreto…) El chanta, el comprador, el chico bonito que detrás de su sonrisa carismática y seductora, oculta un perfil oscuro, depresivo, temeroso e inseguro. Sosa es así, Darín es así, pero el actor es un porteño canchero simulando ser un bonaerense reacio… y el resultado es un poco incómodo por así decirlo. Cada diálogo entre Lujan y Sosa suena forzado, pero porque ambos parecen hablar en distinto idioma. Como si uno de los dos (Darin) hubiese sido doblado. Es algo de oído. Por otro lado, la elección del “actor más cotizado” es coherente. Se trata de la película con mayor presupuesto, espectativas y despliegue técnico del realizador (superando incluso a Nacido y Criado, que fue filmada en 70 mm o Leonera) y además si uno leyera el guión seguramente no podría negar que Sosa fue escrito para Darín, aunque quizás le hubiese venido mejor un Julio Chávez (lo demostró en Un Oso Rojo). Fue un error de calculo, que no creo que le perjudique en la taquilla, a pesar de todo. Si bien, no se puede perfilar como uno de sus mejores trabajos, Ricardo se esfuerza por acomodarse al tono de Trapero. Pero no hay dudas que la que sale ganando y destacándose es la cada vez más ascendente esposa del director. Gusman está soberbia, hermosa, verosimil. Vive el personaje, no podemos encontrar a la actriz detrás del personaje. Ahí radica la calidad de su interpretación. Gusman es un perfecto ejemplo de cómo un actor se puede acomodar a un universo creado para no actores. Inclusive se la nota más tranquila, relajada frente a cámara, que en Leonera, donde de por sí tuvo un rol memorable. El resto del elenco no logra destacarse demasiado pero se muestra natural. La Fidelidad a un Estilo En cuanto a lo estético, Trapero se muestra cada vez más perfeccionista, meticuloso e imaginativo para crear encuadres y secuencias. Si en Nacido y Criado desarrollaba un plano secuencia inicial majestuoso, filmaba el sur argentino como pocos lo hicieron; si Leonera tenía planos generales maravilllosos (como el de las mujeres llevando los cochecitos a través de las rejas en una coreografía inolvidable), en Carancho, sabe armar planos fijos y planos secuencia combinando choques, con una sutileza, efectismo narrativo y visual, realmente admirables. Escenas que contienen una violencia gráfica sin cortes, mezcla de la sequedad de Chabrol con el pulso de Greengrass, Trapero no se ata a una estética. Varía, provoca que lo previsible sea imprevisible. Da la información apropiada para sorprender y a la vez tensionar al espectador. No dudo en catapultar a Carancho como su mejor película a nivel cinematográfico. Sin embargo no llega a volar, al final tan alto o tener un resultado tan redondo o completamente satisfactorio como El Bonaerense o Leonera. Se podría decir, que ambas películas tienen la pretención justa, y que Carancho termina siendo menos pretenciosa de lo que auguran las expectativas. Como sucede con Dos Hermanos de Burman, queda la sensación de que podrían haber sido mejores y haber trepado más alto. Ninguna de las dos se va a convertir en las películas argentinas del año, y hay pocas posibilidades que logren batir el fenómeno de la película de Campanella (y no creo que sean las representantes para el Oscar). Aún así, se trata de una producción muy interesante. Trapero, a pesar de contar con una “estrella” fue fiel a sí mismo, y eso es destacable. Carancho afirma que Trapero, al igual que Burman y Caetano SON el cine argentino contemporáneo. Los directores que filman de vez en cuando acá, pero trabajan mayormente en el extranjero, son meros invitados.
Sin anestesia Han pasado siete años desde que Pablo Trapero logró la metáfora del policía rengo al ritmo del pericón, en El Bonaerense. Carancho conduce al espectador por un camino similar, al límite del documental pero, esta vez, con un trabajo impecable en cada uno de los rubros. La sola presencia de Ricardo Darín y de una alucinante Martina Gusmán podría sostener el guión. Aun así, la película es mucho más que la pareja protagónica. Trapero filma una intriga dramática y cruel ambientada en La Matanza, en los alrededores del hospital público del conurbano bonaerense donde anda carancheando el abogado Héctor Sosa (Darín), miembro de la “fundación”. El nombre alude a la asociación ilícita de profesionales: policías, abogados y médicos. La médica joven, siempre de guardia, y ella misma al borde del colapso psíquico, es el nexo entre los correambulancias y el dolor ante lo evitable. La cifra de muertes en accidentes de tránsito antecede a los primerísimos planos que, como en un collage, contiene el germen de la historia. Carancho es una historia de corruptos en zona liberada, de la marginalidad permitida en un contexto donde todos aguantan. Hay detrás de cada personaje un renunciamiento y un destino de perdedores sin remedio. Trapero filma gran parte de la película de noche, en locaciones descascaradas, en autos desvencijados, donde los cuerpos luchan por sobrevivir. Su cámara también se mueve por la sangre, los golpes y las suturas. El montaje no deja al espectador tranquilo, como si fuera la presa del director, y el sonido completa ese universo de sirenas y portazos. Mientras, la doctora Luján pone respiradores, resucita accidentados y se mueve, inmutable, como una sombra sobre la escenografía. El guión irá revelando datos sobre su conducta y la del carroñero Sosa. Ricardo Darín está muy cerca de Los Miserables de Victor Hugo, al tiempo que busca la redención. Pareciera que Trapero se enamoró de ese personaje despreciable, a quien le inventa varias salidas posibles. Martina Gusmán impacta por los matices y a su paso va pintando el cuadro de la salud pública, con sus héroes en la ruleta rusa. Los contiene la dirección de arte de Mercedes Alfonsín, que reproduce la pesadilla hospitalaria con mano maestra. Carancho denuncia, cuenta el amor en tiempos violentos e incomoda, sin olvidar el dato cotidiano. Si en la fiesta de 15 piden “un aplauso para la doctora”, es justo que lo comparta con todo el equipo.
Atrapados sin salida En algún momento, Carancho se iba a llamar “Las heridas”, un título menos atractivo pero que le calzaba perfectamente a esta gran película que explora varios infiernos cotidianos del conurbano bonaerense y las marcas profundas, graves o mortales, que esos infiernos dejan en cuerpos y almas. 1. Carancho: accidentes viales, abogados corruptos, caranchos que merodean la desgracia, policías corruptos, médicos corruptos; trabajos imposibles de realizar sin salir herido, deteriorado. Argentina, país extraordinaria y lamentablemente pródigo en muertes por accidentes (en realidad, más que accidentes, hechos provocados por múltiples violaciones de normas y faltas de respeto por el otro). 2. Cine de Trapero: es un cine nacional en el más cabal sentido del término, un cine que explora la Argentina y algunos de sus temas. De San Justo a la Patagonia en Mundo Grúa (la falta de trabajo, el fin de no pocas perspectivas de inserción social para una generación de hombres mayores en los noventa). Del norte al conurbano en El bonaerense (no sólo la corrupción policial sino el fin del trabajo como posibilidad de orgullo profesional); Familia rodante y Nacido y criado, una del conurbano hacia el norte, otra de Buenos Aires hacia el sur (sus dos películas más fallidas y temáticamente menos consistentes). Leonera, de Buenos Aires hacia el norte (la maternidad bajo presión, bajo violencia; la justicia, las cárceles). 3. Carancho: Por primera vez en una película de Trapero, no se viaja, en Carancho se permanece en el último círculo del infierno, no se puede salir de la grisalla de San Justo; no se puede salir de la red de corrupción (una de las formas más tremendas y perdurables de la idiotez). Los trayectos más mostrados en la película son a través de deteriorados pasillos de hospitales, o por calles horriblemente adornadas con hierros retorcidos y cuerpos sangrantes. Hay también simbólicos trayectos de descenso, ascensores que vemos bajar pero no subir. 4. Cine de Trapero: uno de los musicalizadores más notables y vigorosos del cine argentino (salvo en algunos tramos de Familia rodante), Trapero comienza varias de sus películas musicalmente, con una energía a la que no todo el cine nacional se le anima: el comienzo de Nacido y criado con “Sangre” de Palo Pandolfo; el comienzo de Leonera con “Ora Bolas” en versión de Claudia Gaviria y Tita Maya; el clamoroso inicio de Carancho con el acordeón del Chango Spasiuk y el cajón peruano y la batería de Chacho Ruiz Guiñazú del hermoso tema “Misiones”, del disco de Spasiuk Chamamé crudo. Mientras el acordeón de Spasiuk y el violín de Pablo López parecen querer despegarse del suelo, la percusión clava con fuerza la música en el piso, en la realidad. 5. Carancho: así, en los primeros minutos, Sosa (Ricardo Darín) está en el piso, golpeado, y Luján (Martina Gusmán) se inyecta drogas calmantes en el pie. Los golpes tiran al piso, las agujas clavan al piso, no se sale de ese conurbano infernal, en el que las buenas intenciones (por tardías y atolondradas que sean) son barridas por una corrupción endémica, penetrante, tan inasible para contener como concreta y brutal para golpear. 6. Carancho: con sus simetrías, sus nudos de sentido, sus reenvíos, es una película que sigue trabajando en la inteligencia y las emociones del espectador después de terminada. Por ejemplo, la suerte de Sosa depende, para su profesión y para unirse a Luján, de que varios coches pasen semáforos en rojo; más tarde, la suerte de Sosa ?y de Luján? dependerá de que los demás respeten los semáforos. Como toda gran película, Carancho no tiene solamente un argumento sino una trama, una red de sentido en la que se tensan las conexiones que el espectador debe descubrir. 7. Carancho: habrá que seguir hablando de Carancho, entre otras cosas de su cercanía con los personajes mediante una cámara pegada a la piel, y de sus planos generales que cortan esa cercanía y que reenvían a la realidad del cemento y los deterioros varios.
Carancho arranca con una pantalla de fondo negro y letras blancas que muestra las escalofriantes y trágicas cifras que tiene nuestro país en materia de accidentes de tránsito. Carancho es cruda y violenta, pero principalmente es real y los números sirven para situarnos dentro de esa realidad que nos muestra la película. La crudeza es tal que podremos ver como suturan al protagonista luego de una golpiza o durisimos accidentes. Más de una vez nos vamos a tener que tapar los ojos porque es difícil de tolerar a veces. Los mencionados accidentes están filmados de una manera excelente y muy cuidada para que nosotros creamos cada una de las situaciones. Pablo Trapero es un director que se caracteriza por hacer grandes historias de pequeños relatos. Aquí se puede ver un gran avance, debido a que la película toca muchos temas con mayor profundidad que en El Bonaerense, por citar un ejemplo. La historia entre Sosa y Luján es muy profunda y llena de matices que hacen que sea complicada, algo que no habia logrado con tal magnitud en la anterior cinta mencionada. Volviendo a la realidad, Carancho nos muestra que esta película está afrontada desde el negocio de las indemnizaciones que existe detrás de las tragedias que rodean a los accidentes de tránsito. Podemos ver como se abusa de gente que carecen de educación y contención, y que es aprovechada por estos buitres que están buscando en todo momento la carroña que los alimenta. Algo que quiero destacar es que este film no es para cualquiera, ya que es un drama muy contaminado con el típico policial negro que, si bien toca otros géneros como el romance, se puede volver un poco pesado debido a su lentitud. Tal vez con una narración más compacta hubiéramos estado en presencia de un resultado más que sobresaliente. No tengo ninguna duda que Ricardo Darín es el mejor actor de cine de nuestra historia y el lunes estaré dedicándole una entrada dentro de la columna de opinión. Las actuaciones del intérprete de Nueve Reinas siempre se caracterizan por ser muy expresivas, y en este caso podremos verlo haciendo algo totalmente opuesto. Sosa es un hombre muy parco que solo muestra afecto por Luján y por momentos cuesta entender qué es lo que le pasa o siente, obviamente que ésto es algo totalmente intencional y eso es lo destacable de la caracterización de Darín. Por otro lado vemos a la linda pero bastante rara Martina Gusman. Al comienzo la actuación de la actriz de Leonera no me terminaba de cerrar, su voz y sus gestos no los sentía, me eran indiferentes. Luego con el pasar de los minutos su personaje mejora y logra que uno sienta sus dolores y sus miserias. En resumen Carancho es un gran drama con toques de policial negro. Trapero y Darín merecen que les demos una oportunidad, pero siempre entendiendo por donde viene la historia de esta original, cruda y violenta película.
Ricardo Darín y Pablo Trapero se juntan en Carancho, una de las películas con un grado inusitado de violencia para el cine nacional. A partir de la frase “detrás de cada desgracia, aparece la oportunidad de un negocio” se construye esta historia sobre un abogado de rapiña que recorre hospitales en busca de clientes atropellados hasta que se enamora de una médica. A pesar de algunos juicios morales que los distancian, entre doctores se entienden y allí está el conflicto de intereses que es el motor de Carancho. Trapero es uno de los cineastas argentinos más hábiles a la hora de denunciar sin perder el hilo narrativo, pero el director brilla en la manera que tiene su cámara de capturar las grandes, y por momentos ampulosas, coreografías de la película. Carancho habla de escrúpulos e invita a discutirlos con el espectador. Y la invitación es atractiva por donde quiera que se la mire.
En 1999 Pablo Trapero cobró notoriedad con Mundo grúa, un primer largometraje en blanco y negro que significó el lanzamiento de una carrera cinematográfica ascendente y ahora consolidada. Una década más tarde Carancho, su sexta película, lo muestra sólidamente afirmado al contar con un reparto envidiable y una producción de elevada calidad. Ricardo Darín es sin duda un actor muy codiciado, basta como ejemplo su reciente participación en la multipremiada El secreto de sus ojos, siendo su participación en el sexto film un logro de su director. La carrera de Martina Gusmán pese a lo corta, apenas tres largometrajes todos dirigidos por su esposo, es prometedora sumando a las actuaciones su nada despreciable rol de productora en Matanza Cine. La pareja vuelve al Festival de Cannes, compitiendo en “Un certain regard”, luego de haber participado hace dos años en la Selección oficial. El Festival francés suele privilegiar la presencia de apenas algunos pocos realizadores argentinos. Entre ellos se destaca Lisandro Alonso, con una propuesta cinematográfica casi en las antípodas de la de Trapero, y con un tipo de cine muy elogiado por cierta crítica local e internacional, que en opinión de este cronista ha sido francamente sobrevalorado. Carancho es un típico film noir, género que ya era popular en las décadas del ‘30 y ‘40 tanto en los Estados Unidos como en Francia. Hay escenas de gran crudeza que probablemente alejen a parte del público femenino, pese que algo de ese clima ya se encontraba presente en Leonera. Darín es Sosa, un abogado con pocos escrúpulos que aprovecha o genera accidentes de tránsito para esquilmar a las compañías de seguro. La pérdida de su matrícula, resultado de una mala praxis que él niega, él la atribuye a su mala fortuna. Cuando su vida se cruce con la de Luna (Gusmán), una joven médica venida del interior con algunos problemas de adicción, creerá que su mala suerte empezará a cambiar. La relación de ambos tendrá fuertes oscilaciones pasando de un intenso impacto inicial, al posterior desencanto y siguiente reconciliación. Por momentos las escenas íntimas no terminan de convencer, quizás haya faltado algo de química entre los dos intérpretes principales, pero se compensan con otras muy convincentes teñidas de gran violencia. Ambientada en un barrio suburbano, no estarán ausentes temas de gran actualidad como la inseguridad y la corrupción policial. Es notable el nivel técnico con profusión de planos secuencias y muy buenas imágenes nocturnas, dado que la mayor parte de la acción transcurre a altas horas de la madrugada. Hay algo de trágico en todo el relato, muy propio del género, aunque la resolución final que, como es habitual no revelaremos, se puede vislumbrar resulatndo creíble. Carancho”(¿comprenderán los franceses en Cannes el significado del término?) será un digno representante de nuestro cine. Competirá además con Los labios, otro film nacional recientemente premiado en la 12ª edición del BAFICI.
Poder relatar la marginalidadsin caer en el facilismo del golpe bajo es un arte en el que pocos se destacan. Uno de los integrantes del selecto grupo de narradores que lo logra con majestuosidad es el director de cine Pablo Trapero, que vuelve a moverse por el conurbano bonaerense en Carancho. Se trata de un policial negro que toca un tema muy presente en la cotidianeidad nacional y que, sin embargo, no había sido llevado a la pantalla gigante antes: el gran negocio detrás de los accidentes de tránsito. Por si alguien no lo sabe, este fenómeno es la principal causa de muerte evitable en la Argentina y queda claro que una de las razones -o tal vez la principal razón- porque no se resuelve es justamente que hay mucha plata en juego. En Carancho, Ricardo Darín es Sosa, un abogado al que le han quitado temporalmente la matrícula y que se ve obligado a entrar en este negocio para sobrevivir. Básicamente, lo que hace es trabajar para un hombre que se encarga de representar legalmente a víctimas de accidentes de tránsito de bajos recursos. El modus operandi de estos abogados es sencillo: están prendidos en el negocio con la policía y los hospitales, de modo que cuando hay un accidente, ellos llegan rápidamente al lugar de los hechos, convencen a la víctima para ser sus representantes legales y les hacen firmar un papel con el que logran plenos derechos sobre la causa. De este modo, arreglan por sumas mínimas a los principales perjudicados, y el grueso de las indemnizaciones se las llevan ellos. Estos abogados son conocidos en la jerga justamente como “caranchos”. Pero volvamos. Sosa es uno de estos caranchos, y en una de sus rondas habituales conoce a Luján -Martina Guzmán- una médica novata que está juntando horas de guardia a bordo de una ambulancia. Mirada va, mirada viene, y se enamoran. Luján se entera del trabajo de Sosa y no le gusta mucho, pero cuando en una de estas transas algo sale mal y hay un muerto de por medio, ella le da un ultimatum: o abandona la ilegalidad o no volverá a verla. Sosa, enamorado, decide que quiere ir por el camino legal. Pero el problema es que uno no abandona a una pandilla mafiosa así como así, y los criminales harán lo posible para que Sosa “repiense” la situación. Es un film genial, con una temática novedosa y a la vez atrapante. Logra desnudar negocios de esos que “todos sabemos que existen” y que sin embargo nunca han sido contados. Además, es necesario destacar el estilo de filmación: Trapero usa mucho la cámara en mano y móvil, lo que suma tensión y ópticas distintas al espectador, que logrará sentirse realmente en el lugar de los hechos. Sin dudas, una película que vale la pena ver.
El abogado del diablo que quiere salvar su vida otras muertes Se le llama Carancho al abogado que está siempre como un ave rapaz (verdadero significado de la palabra) buscando las indemnizaciones más jugosas, generalmente provenientes de los accidentes de tránsito. Desde ese personaje, interpretado por Ricardo Darín, se dispara la historia de Pablo Trapero, un director que no teme caminar por la cornisa, y muchas veces, como en "Leonera" o "El bonaerense", tuvo brillantes resultados. No es esta la mejor película que se puede ver de Trapero, al menos, está lejos de lo que se esperaba de un mix tan rimbombante como el que podrían ofrecer un director estrella del circuito independiente con un actor estrella del circuito comercial. Más allá del crecimiento del cine nacional y de que ambas corrientes cada vez se acercan más, lo que es saludable, desde ya. Trapero hizo eje en la problemática corrupta del mundillo de algunos abogados nefastos y acertó en mostrar de alguna manera ese costado oscuro del andamiaje judicial de la Argentina. Pero esa meticulosidad aplicada en ese aspecto no la aportó para la composición de los personajes centrales. Y de este modo, ni Martina Gusmán rindió tanto como lo hizo en "Leonera" ni Darín brilló como lo hace en todas las películas de Juan José Campanella. Ese vínculo no está logrado y no contagia al espectador, quizá el mayor error de la película del realizador de "Mundo grúa" y "Nacido y criado". Sosa (Darín) conoce a Luján (Gusmán) en la calle y tras un accidente de tránsito, el lugar y el momento apropiado para que ambas vidas se crucen ya que ella está haciendo sus primeras armas como doctora en un servicio de emergencia de salud. Los dos no están pasando por un buen momento. Son almas solitarias y sufridas, aunque se sabe muy poco de su pasado, en otro detalle que no debieron pasar por alto los cuatro guionistas, entre ellos el mismo director del filme. El derrotero de ambos se unirá en un camino común, en el que se combinarán momentos de crudeza y de mucha sangre, como los que suceden en el hospital donde trabaja Luján; y algunos momentos de pasión, como los que vive la pareja protagonista. Relatado en un formato de policial negro, el filme se va desdibujando con el correr de los minutos y concluirá en un cierre que divaga entre la obviedad efectista y la metáfora moralista del tipo "quien mal anda mal acaba". Por último, es rescatable sin embargo la mirada de denuncia del cineasta y la intención de sacar a la luz el accionar corrupto de los Caranchos.
Cualquier cosita, ya sabe... Si usted, estimado lector, desea ir al cine en busca de un rato de evasión, que le ayude a olvidar las penurias cotidianas que nuestro bendito país nos ofrece tan generosamente, entonces siga de largo. Porque esta película que nos ocupa no se ahorra postales de argentinidad trágica, de esas que nos hace preguntarnos cómo podemos caer tan bajo. Es una película, sí. Se asume que es una ficción. Pero lamentablemente lo que cuenta es muy real, dolorosamente real. "Carancho" se le llama al abogado que merodea en los accidentes de tránsito, que hacen guardia en los hospitales a la espera del "cliente". Un accidentado que aturdido por el hecho confía en un profesional que le ofrece ayuda legal. Son también conocidos como "rompehuesos", porque cuando escasean los accidentados reales los inventan. Ricardo Darín es Sosa, uno de estos abogados inescrupulosos, que trabaja para un estudio que tiene arreglo con la policía y el hospital de la zona, donde se desempeña como médica de urgencias una joven llamada Luján, interpretada por Martina Gusmán. Sosa y Luján se conocen en plena labor, ella como médica, él como "carancho", y la atracción mutua no tarda en manifestarse. Pero un día a Sosa le sale mal un "trabajo" y aquellos para quienes sirve se les vuelven en contra. Se puede entonces decir que estamos ante un policial negro. Hay dinero en juego, estafas, policías corruptos y hasta algo que podríamos llamar romance. La diferencia la marca el director Pablo Trapero, quien sólo gracias a su excelente cinematografía evita caer en el documentalismo. Las escenas hospitalarias están muy lejos de ser una fantasía, la creación de algún inspirado guionista. Por el contrario, son apenas una muestra de lo que día a día se vive en los hospitales públicos del conurbano bonaerense y que unicamente la tensión provocada por la cámara en mano, los planos detalle y la banda de sonido, nos mantienen al tanto de que estamos antes un hecho artístico. El clima del filme es asfixiante, y es destacable que Trapero no haya perdido nunca de vista su objetivo, ni descuidado el tono de su propuesta en pos de subrayar lo que elípticamente denuncia. Ricardo Darín llena la pantalla con sus gestos mínimos, se consolida como el gran actor que ya sabemos que es, pero lo reafirma encarnando a un personaje difícil. Martina Gusmán, no le va en zaga; su rostro soporta los planos cortos aportando lo necesario para comunicar lo que su personaje vive, sin estridencias, con una economía de recursos digna de ser elogiada. "Carancho" es un filme fuerte, duro, áspero de principio a fin. Es también una denuncia seria de lo que en este mismo momento, mientras leé esto, puede estar sucediéndole a alguien. Sirva además de potente retrato cinematográfico, como disparador para una discusión que la sociedad y ciertos profesionales se deben.
Un calidoscopio de imágenes realistas La convivencia indiferente con incidentes sórdidos es uno de los ejes del sexto largometraje de Pablo Trapero (1971, San Justo, pcia. de Bs As.), que, tras un primer tramo algo disperso, consigue interesar y cobra fuerza, con ecos del cine que hacían Adolfo Aristarain y Juan Carlos Desanzo en los años ’80. El interés de Trapero por entrometerse con su cámara en lugares que reúnen desgracias humanas (si en otras de sus películas eran cárceles y comisarías aquí son salas de guardia y los alrededores de un hospital), lo lleva a una sucesión de planos cercanos y breves, regados de una luz gris azulada (no parece haber días de sol en Carancho), haciendo del conjunto algo muy parecido a una suerte de calidoscopio donde se suceden imágenes realistas. No es para nada desdeñable el intento de denuncia, sobre todo teniendo en cuenta que se apunta a la alarmante cantidad de accidentes de tránsito en nuestro país y a la manera con la que muchos lucran con estas tragedias, pero así como en Mundo grúa (1999) o El bonaerense (2002) ciertos problemas de la sociedad argentina eran expuestos de manera indirecta, casi sin que el espectador se diera cuenta, aquí hay algunos diálogos que suenan forzados, con los que ciertos vicios del cine argentino parecen retornar (valga como chiste la comparación con aquellos films presuntamente testimoniales que filmaba Enrique Carreras, también ubicando a su mujer como protagonista). No es el único cambio que puede observarse en relación a la obra previa de Trapero. El hecho de poner como eje una historia de amor y de ubicar como co-protagonista a un popular actor que nunca ha participado de películas demasiado perturbadoras (Ricardo Darín, inmediatamente después del éxito de El secreto de sus ojos), hacen que el film se amolde a ciertas estructuras que el director venía esquivando hasta el momento. A esto podría sumarse la evidente adhesión a los códigos del cine de géneros, ya que Carancho, por la tipología de sus personajes (una heroína nada ingenua y un abogado que intenta salirse del círculo corrupto en el que se ha metido), y por sus muchos momentos de acción y violencia, puede considerarse legítimamente un exponente del cine policial. Como en El bonaerense o en Leonera (2008), adopta el punto de vista de alguien que ingresa a un mundo peligroso e inmoral sin pertenecer abiertamente a él, con quien el espectador de clase media puede sentirse ligeramente identificado. Al mismo tiempo, vuelve a haber creatividad en el empleo de la música e intensidad en las escenas violentas: la secuencia final es un buen ejemplo. Si Martina Gusmán -después de Leonera- vuelve a seducir con su belleza y su expresiva mirada, a Darín no se lo nota muy cómodo, resolviendo su personaje con más corrección que convicción, lejos de lo que Adrián Caetano había conseguido con Julio Chávez en Un oso rojo. Asimismo, se percibe cierta dureza en algunos actores secundarios. En sus mejores momentos, Carancho asoma como la representación urgente, ardorosa, de un país cebado de mezquindades y llagas semiescondidas. En otros, se asemeja a algunos programas televisivos actuales, para los cuales la marginalidad y la violencia suburbana son el material ideal para escandalizar, sin preocuparse por indagar en las causas o por trascender artísticamente la mera crudeza.
Pablo Trapero sigue probando tópicos y registros, cada vez con mayor eficacia. Tras el drama de “Leonera”, apuesta en este caso al policial negro, cruzado por una brava historia de amor. Como en “9 Reinas”, Ricardo Darín prueba su ductilidad actoral metiéndose en la piel de un antihéroe. Sosa no es un personaje que se gane fácilmente la simpatía del espectador. En la Argentina mueren al año más de 8.000 personas a causa de accidentes de tránsito. La cantidad de dinero que necesitan las víctimas y sus familiares para afrontar gastos médicos y legales, dan lugar a negocios suculentos. Ahí entra en acción Sosa, abogado especialista en accidentes de tránsito, que se mueve como ave carroñera. Transita por guardias de hospitales, servicios de emergencias y comisarías, a la pesca de posibles clientes. Trabaja para una fundación de ayuda a las víctimas que, en realidad, es la pantalla de un estudio jurídico que se las trae. Agil, Sosa atrapa clientela, consigue testigos, pericias, arregla con la policía, los jueces y las aseguradoras. Así, hasta que se topa con Luján, joven médica de urgencias, recién llegada a la ciudad, que se mueve en ambulancias, saltando de una guardia a otra, con el tiempo justo para dormir unas horas. Se conocen en la calle, cuando ella trata de salvarle la vida a un accidentado y él se afana por convertirlo en cliente. Un amor de veras difícil, en medio de la ciudad impiadosa. Se nota que Trapero le escapa a los guiones de hierro y las historias cerradas, pero acá consigue un ponderable equilibrio, sin estereotipos, en esta intensa trama donde conviven el amor y el espanto.
El amor, atravesado por las miserias Con las actuaciones del actor ícono del cine argentino, Ricardo Darín, y de Martina Guzman (Leonera), la historia se centra en un abogado al acecho de víctimas de accidentes de tránsito. Una mirada escéptica sobre las instituciones. Si hay un actor que identifica hoy al cine argentino es Ricardo Darín, y ahí están sus films. En los últimos años es el actor que más presencia ha tenido en la pantalla y su campo profesional se ha extendido a otros países como España y Chile, entre otros. A la hora de empezar un rodaje, el nombre de Darín comienza a ocupar lugares destacados en medios periodísticos y hoy es el actor ícono con quien la mayor parte de los directores desean filmar. En pocos días se estrena El baile de la victoria, sobre libro de Antonio Skarmeta y bajo la dirección de Fernando Trueba. En el film que se ha dado a conocer este semana, su personaje, de apellido Sosa, marca un puente con el que compuso en el controvertido (para quien escribe esta nota) y taquillero film de Fabián Bielinsky, Nueve reinas. Darín compone una vez más a un personaje corrupto, ahora atento a organizar la próxima emboscada respecto de los accidentes de tránsito, buscando a los necesitados y sellando pactos ominosos con hombres de la policía y de las aseguradoras. Sin escrúpulo alguno (cómplice por su silencio como lo era sobre el final del sobrevalorado y multipremiado film de Campanella El secreto de sus ojos), se lanza como un ave de rapiña sobre la próxima víctima, a quien no duda en fracturarle -literalmente, fracturarle- una de sus piernas. En la línea de un golpeante realismo, con un impacto que deja sin aliento, el film de Pablo Trapero no hace concesiones a situaciones complacientes y de fácil resolución amorosa. En Carancho, film que nos vuelve a presentar a Martina Guzmán, la esposa del realizador, tras su actuación en Leonera, no hay respiro. En un clima asfixiante, del ámbito bonaerense, el barro se puede tocar con las manos y la sangre nos alcanza. Podemos reconocer en el último film de Trapero, de quien particularmente este crítico elige El bonaerense, una adscripción al llamado policial negro; pero no por ello cercano a La señal sobre proyecto involuntariamente interrumpido de Eduardo Mignogna y concluido por el propio Darín. Aquí es cine negro en estado puro, basado en una nota que funciona a manera de crónica y de epígrafe, en relación con los negociados que algunos accidentes de tránsito desencadenan. El personaje que compone Darín está al acecho. Un día se cruzará con una joven doctora que actúa en casos de emergencia. No será sólo ese día sino que el reencuentro en situación similar se producirá días después. Y pese a sospechas y rechazos se abrirá entre ellos una historia de amor. Personajes desesperados, solitarios, marcados por una orfandad, son los que transitan este film que nos lleva a recorrer en opacos y cerrados planos guardias médicas y seccionales de policía. Y tras una fachada de ayuda y socorro para víctimas de accidentes de tránsito, Sosa manipula operaciones espúreas que nos hacen sentir el peso, el golpe directo, una vez más, de conductas mafiosas. A diferencia de El secreto de sus ojos, el film de Trapero no está modelado sobre el programa de un guión standard que especula con situaciones que garantizan el aplauso: ni estadios de fútbol, ni genitales en plano detalle, ni regodeo en situaciones morbosas. Y pese a su lacerante corte, que sentimos con el filo del mismo acero, el efecto de shock viene de un clima asfixiante y opresor del acercamiento a una realidad que nos espanta. Su cine es un cine físico, en el que el contacto con el cuerpo golpeado, herido o mutilado deviene pura acción dramática. Y ese lugar, lindante con lo irreversible de un mundo trágico, lo lleva a Trapero a poner entre comillas la propia posibilidad de la justicia. Si en El secreto de sus ojos el personaje de Darìn no recurre a la Justicia, tras haber presenciado sí un acto de justicia por mano propia, cerrando literalmente las puertas a lo que acaba de presenciar, es porque su director dio un salto por encima de ello, con miras a resolver de manera conciliadora una historia de amor. Mientras que en el film de Trapero, lo que se percibe -y lo que nos lleva a reflexionar- es que hay una mirada escéptica sobre la acción de la ley, sobre la credibilidad de la justicia. Pero lo que realmente hoy debe inquietarnos es cómo aún en dos films que presentan una propuesta ideológica y narrativa tan diferentes se descree del funcionamiento de las instituciones; sin que en ninguno de los dos se presente algún tipo de situación que abra un espacio de posibilidades en el campo de la ley, en relación con lo que un espacio democrático ofrece y permite y por ende debe garantizar.
Carancho (2010) comienza como Vidas al límite (Bringing Out the Dead, 1999) de Martin Scorsese y de a poco va mutando hacia un policial negro en clave hospital público/abogados chupa sangre. A pesar de una floja actuación de Martina Gusmán y algunas escenas que se extienden más de lo debido, la película se sobrepone a un guión predecible y explora con eficacia los manejos turbios detrás de “las muertes del pavimento”. Una lástima ese final a lo Hollywood…
Buenos Aires subterránea “Argentina ostenta uno de los índices más altos de mortalidad por accidentes de tránsito. 22 personas mueren por día; hay 7.885 víctimas fatales por año (2009) y unos 120 mil heridos de distinto grado y miles de discapacitados. Las pérdidas económicas del tránsito caótico y accidentes de tránsito superan los U$S 10.000 millones anuales”. (de la página Luchemos por la Vida -www.luchemos.org.ar-) Decir que Carancho del director Pablo Trapero es sólo una película de denuncia o circunscribirla dentro de una determinada corriente del cine argentino es, en cierto sentido, atomizar un hecho extraordinario. Estamos viendo un film que compromete al espectador desde el primer al último minuto con un tema que se transpira en cada centímetro de pavimento de los centros metropolitanos más importantes de nuestro país. Es una denuncia que atraviesa distintos estratos sociales, que se vale de determinados valores formales y estéticos para lograrlo, pero además es un melodrama de una intensidad y una violencia pocas veces visto en el mainstream argentino, tiene dos figuras centrales de un nivel actoral prácticamente superlativo y, quizá un detalle para algunos y fundamental para otros, va a atraer gente. Y lo mejor es que a esa gente que vaya puede o no gustarles la película, pero no van salir impávidos sino que van a querer debatir la cuestión de fondo, es imposible que no se sientan tocados por la innegable cotidianeidad que Trapero construye en Carancho. No tanto por las vidas y las figuras que se desplazan en la pantalla sino, en cierto sentido, por el fuera de campo, ese fuera de campo que también es el potencial conductor o peatón de cualquier ciudad de nuestras calles. Trapero es un virtuoso, pero no lo es gratuitamente, no construye artificios sin fundamentarlo dentro de la trama y el guión (y no, no es lo mismo). Hay un trabajo de edición que se basa en el esfuerzo de balancear el ritmo cinematográfico de la película, con momentos intimistas construidos con planos cortos y descriptivos en el departamento de Luján (Martina Gusman) y una serie de planos largos y planos secuencias en el mundo que está fuera de ese micromundo de tranquilidad donde conviven y construyen su relación Luján y Sosa (Ricardo Darín). Es una antinomia construida con una destreza que se mantiene a lo largo de la película, como si el director obligara al espectador a salirse de la esfera televisiva de los datos informativos y lo sumergiera en un mundo salvaje donde la imagen está constantemente en movimiento, donde el caos y la colisión visceral de los cuerpos se da literal y metafóricamente. Después de todo, hasta la relación entre Luján y Sosa puede ser interpretada como un choque desafortunado. Estéticamente estamos hablando de uno de los films argentinos actuales donde mejor se ha referenciado el espacio que se retrata. El conurbano bonaerense, que el director ya había explorado en El bonaerense, aparece aquí como el paisaje que todo policial negro contemporáneo debería tener. Calles con pasillos angostos, luces ambarinas y tristes que desnudan frágiles cafés y edificios, con su arquitectura de contraluces, demuestran el poder expresivo de la dirección de fotografía, además de ciertos encuadres que recuerdan la atmósfera de algunos films de Fincher. Los espacios cerrados aparecen como galpones oscuros y polvorientos, con la luz directa de dos o tres focos moribundos o salas claras y blancas con corredores negros que surgen abruptamente con líneas de fuga infinitas, agolpados de gente sin rostro y murmullos inentendibles. Trapero llevó a través de su registro realista alguna singularización poética, pero nunca deja de ser contundente en la narración. Quizá no haya una idea de mímesis en la línea de Bazin, pero hay una construcción televisiva en los planos secuencia que denota y connota una espectacularidad visual que se acerca al informativo, con esa estetización de la realidad sobre un hecho singular, aprovechando la profundidad de campo y el frenesí del desplazamiento para afirmar esa identidad violenta y abrupta con que surge la primicia. Carancho es visceral en todo sentido. La violencia del montaje se concatena con la violencia de lo que vemos en pantalla haciendo imposible disociar a una de la otra. Los diálogos son sentencias claras y crudas, sin ambigüedad posible, y los golpes mantienen una continuidad que aumenta en cadencia a medida que avanzamos en el relato. No hay concesiones y es de agradecer que no las haya. Pero así como es violenta, también tiene una carga erótica que le da un espacio de respiro a esa pareja en el medio del caos. Y esa carga erótica algo estilizada aprovecha al máximo la figura de Gusmán y el talento para su desplazamiento en esas secuencias, mientras Darín saca a relucir la chapa de un Marlowe fatalista que encuentra en su cuerpo un reposo de la oscuridad que lo va consumiendo hasta el (inevitable) final. El final, la polémica. Aquí es inevitable que se arruinen algún detalle de la trama por lo tanto, a quienes les afecte advierto, HAY SPOLERS. Aquí hay una cuestión interpretativa que hay que tener en cuenta: la película comienza con una placa negra informativa y finaliza con una placa negra con una voz en off que anuncia los efectos de un accidente de tránsito (excelente trabajo de la ingeniería de sonido) que afecta a nuestros protagonistas. Este off de la imagen que funciona de manera dialógica pone de relieve el tema que sobrevuela la película: los accidentes de tránsito, la corrupción y los efectos de ello. En cierto sentido, esta estructura que puede leerse como una especie de loop es extradiegético y traiciona la estructura que en la mayoría del metraje hace hincapié en la historia de nuestros protagonistas. Si por un momento habíamos creído que los personajes cobrarían más relevancia que el tema, allí está el final para anclar las cosas, subrayarlas. No hay fuga posible del destino y la fatalidad. Es imposible creer que este final no frustrará a ciertos espectadores, y resulta al menos cuestionable en base a la cercanía que Trapero desarrolla con Luján y Sosa. Por momentos es lícito hacerse la pregunta: ¿es una película de Sosa y Luján o de la corrupción en torno a los accidentes de tránsito? ¿Cuál cobra más relieve? La respuesta es el final. Las actuaciones, ¿qué queda decir de uno de los actores más versátiles que ha entregado el cine argentino en toda su historia (ya saben quién es) y que más elogios se pueden agregar a la sutileza y naturalidad interpretativa de Martina Gusmán? Pero para ser justos, la violencia actuada, el nivel regular de las actuaciones y, particularmente, el trabajo de José Luis Arias, merecen ser destacados más allá de las obviedades. Es una película indispensable del cine argentino, quizá esto suene demasiado entusiasta pero más allá del entusiasmo individual hay una cuestión coyuntural por la cual es indispensable. Pocos films mainstream han tenido el valor de envolverse de tanto coraje para la denuncia, el virtuosismo y la violencia sin filtros, sin edulcorantes. Pocos dejan tan intranquilo al espectador (y hablo de la sala donde estuve), con ganas de hablar cuando salen de la sala, con la mirada perdida; es una película tan hipodérmica como uno de los primeros de sus planos y tan contundente como ese caótico final que demuestra que ninguna criatura escapa a esa Buenos Aires subterránea que retrata Trapero.
La última película de Trapero goza claramente de su estilo: una problemática social poco tratada que funciona como tema central, personajes marginales que sobreviven a una cruel realidad que les ha tocado vivir, un estilo de film que roza la hibridez con el documental y un claro compromiso social. Según contó el director, el término “carancho” fue utilizado específicamente para esta película. En la cotidianeidad no se usa este vocablo para referirse a los abogados que encuentran en la desgracia ajena una oportunidad, sino más bien el comúnmente usado “buitre”. Héctor Sosa (Ricardo Darín) es un carancho, un correambulancias que pertenece a una asociación ilícita de profesionales (abogados, policías, médicos), a la que le llaman “la fundación”, que se dedica al gran negocio de las indemnizaciones. Vive en la calle tratando de pescar algún accidente. Es un carancho que ya no elije hacer eso, que lo hace porque no le queda otra, que se ve atrapado en una realidad de la que quiere escapar. Es en las calles de La Matanza en donde conoce a Luján Olivera (Martina Gusmán), una solitaria médica residente de un hospital público, que vive arriba de una ambulancia y que es adicta a una especie de anestesia. Luján y Sosa se conocen de casualidad, pero no se involucran el uno con el otro por casualidad. Ambos elijen embarcarse en una causa común al mismo tiempo que los une una gran pasión. Carancho vendría a ser una historia de amor, según la definición de su propio director. Pero es una historia de amor totalmente distinta a la que nos tiene acostumbrados el cine enlatado. Aquí al espectador se le hace difícil descubrir cuándo nace el amor. Es ésa quizás la causa por la cual no sienta empatía por ellos, no sufra con ellos, no se involucre. Creo que ésa es la principal grieta que atraviesa esta película: a pesar de las excelentes interpretaciones de ambos actores y de lo cruel y apasionada que es la historia, existe una despersonalización de los personajes. Si tuviéramos que buscar unas palabras para definir está película, se podría decir que Carancho es una pieza artística. La técnica es excelente. El montaje es una exquisitez, y logra en su abundancia de planos secuencia un estilo único. Su fotografía, muy similar a la de Scorsesse, está basada en los primeros planos y planos detalles, y es oscura, sombría, terrenal. El sonido funciona como elemento evocador de la imaginación y completa la tomas. Pero la frutilla de la torta, y sobre todo pensando lo difícil que es para el cine argentino, son los efectos especiales: choques, golpes, peleas, en donde todo es muy veraz. Habrá escenas particulares dentro del film que son, por sí solas, dignas de un premio a la excelencia técnica, como la pelea entre los dos pacientes en el hospital en la que Luján debe hacer de mediadora, por ejemplo. Hay algo que no me quedó claro, y tiene que ver con un elemento que se repite muchísimas veces en la película, y es la presencia de la jeringa. La vemos cuando Luján se droga, cuando Sosa anestesia a Vega, cuando este abogado se inyecta a sí mismo, cuando es aplicada en el hospital. No las conté, pero creo que hay diez tomas como mínimo de una jeringa en primer plano. Quizás quienes lean este post hayan encontrado cuál es el significado de esto, ya que creo que con ese elemento Trapero, sin dudas, algo quiere decir. Carancho no cuenta una gran historia. Cuando termina quedan muchos cabos sueltos, le sobran momentos, no tiene nada de imprevisible. Pero es una historia genuina, cotidiana pero a la vez ignorada por el común de la gente. Y eso es lo que viene a hacer el nuevo cine. No viene a vendernos cuentos felices, sino a mostrarnos crudamente la realidad que vivimos para hacernos reflexionar.
Luján. Luján es una médica recientemente recibida. Es adicta a alguna droga prescripta (más tarde sabremos que son calmantes) que ella misma se inyecta con diligencia en los pies, una zona por demás dolorosa para inyectarse nada; ocultar las marcas es más importante que el dolor que esto pueda acarrear. Luján es de pocas palabras, parece frágil y agobiada, pero se mueve segura de lo que hace. Trabaja cuarenta horas por día, es médica en urgencias y de guardia en más de un hospital, todo trabajo suma horas para un futuro mejor y mayores beneficios. Luján duerme poco, pero cuando lo hace se desmaya del cansancio sin tener en cuenta horarios o comodidades. Se desenvuelve en un mundo principalmente de hombres como si fuera uno más, segura, expeditiva, mandona, pero sin perder la femineidad. Lo hace también en un ámbito violento, la calle, sin abandonar la compostura. No sabemos casi nada de su pasado, lo poco que se dice es por boca de Sosa, en una especie de recuento que ella ratifica. De su casa, apenas vemos un pasillo en la entrada, no hay un entorno personal, Luján es eso que se ve aquí y ahora. Sosa. Sosa es un abogado que perdió la matrícula, no sabemos cómo, él dice que fue por culpa de la suerte. Sosa se dedica al “carancheo” (por razones que probablemente se ha sabido ganar, la profesión de abogado a veces viene acompañada de este tipo de adjetivos: caranchos, cuervos, “saca-presos”) sin demasiada convicción, pero tampoco con mayor remordimiento, cayó ahí por las circunstancias y ahora se desenvuelve más o menos cómodo en ese mundo, aunque siempre deseoso de salir, de “hacer las cosas bien”. Solitario, pero muy sociable, anda al acecho, en busca de víctimas de accidentes de tránsito a quienes venderles la ilusión de justicia (básicamente eso hacen los abogados caranchos, con bastante menos romanticismo). De tanto en tanto lo cagan a patadas: familiares que se saben estafados, competencia, policía, puede ser cualquiera, viene con la profesión y lo sabe, se la banca. Sosa es entrador y carismático y en cada ámbito en el que se maneja, ya sea un hospital, la calle o el tugurio que hace las veces de oficina se mueve como pez en el agua, como si cada lugar le perteneciera. No sabemos nada de su pasado. Su casa es desordenada y algo caótica, quizá desentrañando un rasgo de su personalidad que no se adivina de otra manera. Carancho. Pablo Trapero dice que su película cuenta una historia de amor en un entorno trágico y nosotros le creemos. La historia de Luján y Sosa (ellos son la película en sí misma) es profundamente dramática y el amor no es de película, es real: se ven, se gustan y están juntos; incluso cuando discuten predomina la naturalidad: ella simplemente le dice que no lo quiere ver más. Hay amor y cariño y se nota en ellos, no se dice a voz en cuello, Sosa es el único que lo verbaliza tibiamente en el momento apropiado. Trapero pega tanto la cámara en sus protagonistas que el escenario podría haber sido cualquiera, sin embargo es San Justo el lugar excluyente de la acción, casi pareciera que ninguno se pudiera ir de ahí aunque técnicamente nada los retiene, como un ángel exterminador del conurbano que los obliga a subsistir en ese entorno cada vez más hostil y peligroso. Porque Carancho –la historia de amor– no empieza bien pero termina peor, deslizándose por una espiral descendente: a Sosa se lo presenta en el momento justo de una paliza en medio de la lluvia y de Luján lo primero que vemos es su pie con una jeringa clavada. Ambos están a minutos de conocerse en un accidente de tránsito, laburando en esa noche fría y lluviosa: ella tratando de salvar una vida; él tratando de currar a la víctima. Esa falta de contexto definido universaliza el espacio, al estar tan pegados a los personajes (la cámara y nosotros, los espectadores) el resto, fondo, personas, colores, se va de foco, se vuelve difuso. La idea de lugar universal del que no se puede escapar es perturbadora y asfixiante y ese clima está presente a lo largo de toda la película. Además, el lugar universal asfixiante es, más allá del territorio real, la gran red de corrupción que la película desentraña como telón de fondo para la relación entre Sosa y Luján. Una corrupción policial e incluso médica que también se vuelve universal, por eso, una leyenda al comienzo de Carancho nos resume un cuadro de situación que de tan cotidiano está internalizado en cada uno de nosotros: en Argentina mueren ocho mil personas al año en accidentes de tránsito, esto mueve un millonario negocio en indemnizaciones; estas son las que cazan los caranchos, al amparo de esa red imparable y en detrimento de las personas afectadas, indefensas e impotentes. Esa impotencia se hace cada vez más palpable, física, en Carancho, inversamente a la espiral descendente por la que se mueve la historia de los personajes, se genera una ascendente de violencia, de hechos concatenados cada vez más sangrientos e intensos, redoblando la apuesta en cada suceso. Ya no solo el rostro de Sosa muestra las marcas de los golpes, Luján también es golpeada por ser una especie de cómplice de Sosa, aunque la palabra cómplice remita a delito y no pueda ser aplicada del todo a la pareja, la injusticia es tal que todo aquel que quiere “hacer las cosas bien” en realidad entorpece, vulnera los derechos criminales, y ahí entra nuevamente en escena la impotencia, como si no se pudiera salir de esta lógica centrípeta que los –y nos– envuelve, a tal punto que en el momento en el que Sosa, en un profundo acto de amor y venganza, revienta a su ex jefe a golpes por lo que le hizo a Luján, el espectador transpira, se agita, se contractura; es un hecho de extrema violencia, y se siente, y es tan álgido el punto llegado ese momento que por unos minutos se tiene la extraña sensación de justicia. Hay sin embargo, en esta escalada circular de desgracias, un momento feliz y hermoso: Sosa y Luján van al cumpleaños de quince de la hija de un hombre que ella salvó en el hospital. Es un breve momento, dura lo que dura una canción y es el único en el que los vemos sonreir, despreocupados, sin prever todo lo que vendrá. Todo lo que vendrá será trágico y violento, como su final, el final.
CRUCE DE CAMINOS Carancho es una notable combinación de film noir con retrato del conurbano y los habitantes que lo pueblan. Film de género y social al mismo tiempo, la película tiene destino de clásico dentro de nuestra cinematografía. Carancho es la sexta película de Pablo Trapero, director argentino cuyo debut en el largometraje data de 1999, cuando se dio a conocer su ópera prima: Mundo grúa. Trapero formó parte de una generación que a mediados de los 90 renovó el plantel de directores argentinos y en mayor o menor medida trajo novedades a toda la cinematografía local. Cada uno de los directores de esta generación tuvo sus propias características y hoy es imposible agruparlos a todos con un nombre, más allá de las modas o los estudios que precisan de esos encasillamientos para poder justificarse a sí mismos. Trapero eligió desde el comienzo un espacio en donde desarrollar la mayoría de sus historias –el conurbano bonaerense– y una estética que fue depurando film tras film. Dicha estética, que algunos asociaron con formas neorrealistas en Mundo grúa, plantea un marco realista para sus films, que le permiten generar un estilo que, sin llegar a ser naturalista, respira una autenticidad muy particular. Alguien podría discutir el realismo de El bonaerense o de Leonera, pero dudo que se le pueda discutir a ambos films su autenticidad. Los universos de Trapero son justamente eso: espacios auténticos, verdaderos, personales sí, pero siempre anclados en una iconografía y una estética que comprometen al espectador mucho más. Cuando uno entra en el universo del cine de Trapero siente que está realmente adentro. Pablo Trapero nunca se había internado de lleno en un género cinematográfico. Sus films se mantenían fuera de este marco genérico y de cualquiera de sus características. En Carancho esto cambia, porque la película se sumerge, indiscutiblemente, dentro del policial negro. Al tomar esta decisión, el director asume un alto riesgo, porque el policial negro, también conocido como film noir, es un género cinematográfico con reglas propias, con un estilo de pesadilla donde el tono se impone por sobre toda lógica. Pero también es cierto que los géneros cinematográficos no son dogmas, y puede hacerse con ellos infinitos cambios y combinaciones. Esto es lo que ocurre en Carancho, un film donde el personal cine del realizador se combina con el género, cediendo cada parte algo en los momentos adecuados. Si un cartel inicial nos ubica en un terreno casi de denuncia, es justamente eso lo que nos prepara para mezclar género y realismo, provocando en el espectador un doble compromiso con el film. Por un lado, la crudeza de las situaciones, la sordidez del ámbito donde los personajes se mueven generan tensión y angustia, pero mezclados con el suspenso y los códigos de género producen –como siempre sucede en los géneros– una mayor identificación con las situaciones. Si alguna vez el cine de Trapero tuvo la oportunidad de convertirse en masivo, es precisamente con este film por su indubitable pertenencia a un género. Lo interesante es que esto no lo obliga a renunciar a nada de lo que ha hecho hasta ahora, sino que acerca ese universo a un discurso más masivo. Loa antihéroes del policial negro y los antihéroes del cine de Trapero se conjugan perfectamente en el dúo protagónico de la película. Y la red corrupta y decadente del género encaja al milímetro con el retrato del conurbano tan característico del director. Como quedó claramente demostrado en El bonaerense, Trapero más que enfatizar la denuncia describe como ningún otro director el funcionamiento marginal de la provincia de Buenos Aires, donde un sinfín de funcionamientos ilegales y fuera de toda regla es moneda corriente. Finalmente, la soledad de los personajes, otra característica de su cine –cuya única excepción es la protagonista de Leonera con su hijo– posee la novedad de una fuerte pareja protagónica. Una pareja con interés romántico es también una cualidad del cine de género y produce todavía más atención por parte del espectador. Y también el género es lo que permite el notable aislamiento que tienen los personajes, habitantes literalmente solitarios en el mundo de Carancho. La tensión entre el cine de autor y el cine de género –que no son fuerzas en tensión en el cine industrial, pero sí aquí– produce también la ambigüedad en el desarrollo de la historia y golpea en el desenlace del film. La balanza se inclina por un formato más moderno, más alejado del género. Esto lleva al film a una situación extrema. Por un lado arriesga todo la empatía conseguida en su trabajo dentro del film noir y por el otro sostiene finalmente la identidad autoral que tiene mejor recepción entre críticos y festivales. Pero no se trata de que el director esté especulando con esto, ya que los finales ambiguos son algo constante en su cine. Lo raro es que el final aquí no tiene ninguna ambigüedad, más bien lo contrario y el cierre parece no querer se ambiguo, sino recalcar la no pertenencia al cine de género. No es particularmente grave, aunque produce una sensación de distancia en el espectador, justamente todo lo contrario a lo que se producía en Leonera, donde toda la tensión tenía al final un remate realmente abierto, aunque esperanzador. No es el film noir el más optimista de los géneros así que cuando la historia termina y se sobrelleva el remate, comienza a fortalecerse la potencia de la película que acabamos de ver. En un mundo de pesadilla, filmado con convicción y autenticidad, Pablo Trapero ha realizado un inolvidable policial negro ambientado en el conurbano bonaerense.
Sobrevivir en un mundo hostil. El último film de Pablo Trapero es el retrato de un universo decadente, corrupto y sucio, que logra conjurar cierto encanto visceral y único. Sus protagonistas no quieren escapar de esta realidad, sino sobrevivir. Son parte del medio que los rodea. Es un ecosistema del cual forman parte. Él, aprovechando los accidentes, las imprudencias ajenas, y ella, a su modo, también, pueden vivir. La introducción de Carancho está totalmente estilizada: el golpe de efecto esta vez es más sutil pero igual de funcional: con cortes abruptos, en blanco y negro, y con el tango Misiones de fondo, nos revela un choque automovilístico. A partir de todos esos escombros, llenos de sangre, una historia nacerá. En esta única secuencia se usa música y una fotografía en blanco y negro. El resto del relato trata de estar siempre sucio, recorriendo las mismas calles y entrando a los mismos edificios a los que concurren sus protagonistas. No se regodea del panorama, pero lo transforma en un antro impoluto que puede recordarnos un poco a las películas de Scorsese como Taxi driver. Por estas malas calles, siempre a horarios diurnos, se movilizan Luján y Sosa. En un montaje espejo vemos la profesión de ambos. Ella es una joven enfermera que trata de salvar la vida de sus pacientes. Él, revolotea hasta el lugar del siniestro y ofrece sus servicios de abogado. En un mundo que parece descender, la prudencia para manejar no es una de las principales prioridades. Allí hay un negocio (ilegal, claro) que mueve bastante dinero. Sosa conoce los gajes de este oficio. Ricardo Darín encarna este personaje con cada una de sus pequeñas arrugas. Su nariz ganchuda se parece al pico del carancho, un ave carroñera grande e intimidante. Afeitar la cabeza del hombre que trabaja en los mayores éxitos comerciales del cine argentino es una decisión más que acertada. La joven Luján es interpretada por la maravillosa actriz Martina Gusmán. Ella cargó con el peso de Leonera, el largomtraje anterior de Trapero, y ella sola valía la recomendación. Combina inocencia y madurez. No es una chica frágil, aunque tampoco es un témpano. Es la clase de persona en la que uno podría confiar alguna misión importante y podría despreocuparse. La relación que entablece con Sosa, a base de miradas y breves encuentros sexuales forjarán más que un simple amorío. Él está dispuestos a convertirse en un héroe dantesco por su amada. La cámara de Trapero es virtuosa. Capta la escencia de cada secuencia. Hay un plano secuencia que no se anuncia con bombos y platillos, pasa casi desapercibido, y no se siente caprichoso con el resto del relato. Los planos tienen una duración larga. Los movimientos de cámara son sutiles, lentos, suaves. Cuando la acción empieza, tampoco caen en la tentación de volverse rápidos y cortos. Las imagenes que hay en pantalla son lo suficientemente duras como para convertirlas en un show circense. Este es un policial negro que no depende de ruidos altisonantes ni montajes frenéticos para atraparnos. El detalle que esconden los planos scope permiten distinguir rasguños, personajes y deterioros en los edificios (el impresionante hospital público, por ejemplo). Para representar la realidad, hay que crear un universo paralelo. La película anterior de Pablo Trapero (El bonaerense) no lograba eso y caía en en algunos errores del cine "extranjero" for export (pienso en ese tan prometedor director que era Iñárritu). Esta vez, no: sólo basta ver a Luján y Sosa dialogando frente a un destrozado cuerpo en un frío asfalto, rodeados por la cálida y amarilla luz de la ciudad, para lograr una conexión profunda y dura. Es decir, entrar al universo que propone esta historia, y que a su vez, no es ninguna fantasía lejana.
El sitio web oficial de "Carancho", al describir la trayectoria de su director, define a "Mundo Grúa" (1999, su primer largometraje) como "un punto de partida del nuevo cine Argentino". Aquel nuevo cine argentino, surgido en los noventa como contracara de la etapa neoliberal en el país, tuvo desde sus comienzos un marcado carácter independiente y un fuerte anclaje en el retrato de las problemáticas sociales. Pasada una década y cuatro largometrajes de ficción ("El bonaerense", "Familia rodante", "Nacido y Criado" y "Leonera") Trapero sigue fiel a su estilo. Hoy cuenta con productora propia ("Matanza Cine"), quizá más recursos a la hora de concretar el guión, y una figura como Ricardo Darín en el papel protagónico. Pero la mirada, la creatividad en el encuadre, la agilidad, la forma de dirigir a los actores y la crudeza para mostrar el conurbano (la película está filmada en San Justo, donde nació el director) son elementos que reaparecen y dan forma a un filme fuerte, intenso y poblado de matices. El guión escrito a cuatro manos (A. Fadel, M. Mauregui, S. Mitre y Trapero) introduce a los dos personajes principales y sus respectivos entornos. Sosa (Darín) es un abogado que por "mala suerte" perdió su matrícula y transcurre sus días, y sus noches, persiguiendo ambulancias, asistiendo a accidentes en la vía pública y recorriendo hospitales para conseguir la representación de las víctimas ante las empresas aseguradoras. "Trabaja para una fundación de ayuda a las víctimas que en realidad es la pantalla de un turbio estudio jurídico", dice la sinopsis oficial. Luján (Martina Gusmán) es una médica recién recibida que apenas soporta el denso día a día del trabajo en ambulancia y en la guardia de emergencias. Ambos están acostumbrados a lidiar con la vida, la muerte, la tragedia y la violencia; pero, al encontrarse surge algo distinto: se enamoran. En éste punto el guión humaniza a los personajes, y al mismo tiempo la historia de amor crece y se potencia, porque se aleja del retrato convencional y edulcorado. Con respecto a las actuaciones, tanto Darín como Gusmán manejan una intensidad precisa y creíble, y conforman un pareja interesante. Martina Gusmán transita un registro más sutil, calmo, y usa la mirada y la expresión del rostro como recursos centrales. La película tendrá su paso por el Festival de Cannes 2010, como parte de la selección oficial, en la sección "Una cierta mirada". El festival concluye el 23 de mayo y éste año el jurado está presidido por Tim Burton.
Carancho driver Hacia el final de Taxi Driver, Scorsese filma a Travis Bickle con su cara ensangrentada sonriéndole a un grupo de policías. Es una sonrisa proveniente de un desequilibrado mental, de eso no hay duda, pero que también esconde un rasgo de verdad, una posibilidad de que todo lo que vivió Bickle en esa película, y toda la decadencia que se mostró en Taxi Driver, tengan algo de oscuramente cómico. En Carancho, la última y más potente de todas las películas de Trapero, hay una escena que se conecta con ese espíritu de Taxi Driver, también al final, cuando la tragedia inevitable termina de cerrarse sobre el abogado especialista en choques Sosa y su novia médica Luján y vienen los títulos de crédito. Ahí, la canción que se escucha (de Las Pelotas), lejos de tener connotaciones tristes o deprimentes, es una canción furiosa que en su estribillo suelta una risa fuerte, catártica y tan demencial como la que termina mostrando el taxista scorsesiano frente a la policía. En los dos casos este sentimiento humorístico proviene del clima y la historia que proponen las películas. Es que tanto en Carancho como en Taxi Driver puede surgir un humor desesperado, nervioso, angustiante incluso, venido de la resignación de ver algo que de tan decadente y destructivo termina teniendo un elemento cómico (¿habrá algo más violento y lleno de dolor que la comedia?, se preguntó alguna vez Jerry Lewis mientras reflexionaba ni más ni menos que sobre El Correcaminos de Chuck Jones). En Taxi Driver esta comicidad aberrante e incómoda surgía de las calles mugrientas de los barrios bajos, de las altas e ineptas esferas del poder, y de una sociedad de valores prácticamente inexistentes o torcidos que podía convertir a un psicópata en héroe nacional. Esta comicidad negra provenía también de un protagonista que –como los personajes de Carancho– se la pasaba viajando para terminar siempre en el mismo lugar, imposibilitado de cambiar nada de un entorno que parecía consumirlo y consumirse a sí mismo. En Carancho este poder destructivo se ve claramente no sólo en instituciones ya de por sí sospechadas de toda sospecha (las organizaciones de abogados, la policía), sino también en espacios relacionados con la contención y la seguridad como los hospitales y las ambulancias, transformados en esta película en oportunidades para la transa o en lugares de pesadilla donde pueden armarse peleas entre bandas y donde los médicos pueden ser brutalmente explotados y estar horas sin dormir (la pesadez del insomnio es otro elemento que une a Carancho con Taxi Driver). En realidad, la violencia de Carancho no está sólo en instituciones determinadas sino que es una violencia omnipresente, que puede hacerse carne en cualquier momento y en cualquier lugar. Hay un momento especialmente brutal y sutil (sí, brutal y sutil) en Carancho que marca a la perfección este rasgo de la película. Se trata del primer beso entre Sosa y Luján. Allí Sosa, mirando desde la ventana del café de una estación de servicio, le dice a Luján que si cuatro o cinco autos pasan el próximo semáforo en rojo, él le va a dar un beso. Ni bien lo dice, empiezan a contar y pasan no uno sino cinco autos, cinco que siguen de largo ante el semáforo en rojo en menos de un minuto. Es decir, son cinco autos que pudieron causar, cada uno, un incidente de tránsito (que no “accidente”, porque como bien dice Sosa en un momento, los “accidentes” son las desgracias que no pueden evitarse) y con cada incidente una posible tragedia vial. No hay manera más elegante (es raro hablar de elegancia en una película tan bestial como esta) de mostrar que esa historia de amor va a estar marcada por la desgracia. Pero estos cinco que pasan el semáforo en rojo en un minuto y son apenas la ocasión para un levante hablan también de una ciudad que ha hecho del riesgo algo totalmente cotidiano. Porque de entre todas las elecciones de la película, la más impactante es la de poner el arma máxima de destrucción no en las pistolas, ni en el conocimiento legal, ni en las mafias o las trompadas: lo que mata es lo que está al alcance de todos, lo más normal, lo que hacemos todos. La desolación que produce Carancho proviene del hecho de que el mayor destructor sea el descuido de peatones y conductores –de esa manera, se nos involucra a todos. Las cifras de víctimas que se manejan en Carancho en lo que a accidentes de tránsito respecta, tanto las que se dicen al principio a nivel estadístico, como las que Sosa le dice en un momento a su jefe cuando enumera los casos que manejaron, tienen la fuerza de hacernos sentir que vivimos en una ciudad que ha perdido las leyes de convivencia más mínima y ha hecho de la cercanía de la muerte algo totalmente cotidiano. De ahí que Carancho sea, en cierta medida, una película amoral. Poco importa, por ejemplo, que nunca se sepa bien cómo es que Sosa perdió la licencia de abogado (”cuestiones del azar” va a decir él), porque a Sosa se lo ve capaz tanto de tener gestos de mucha generosidad y entrega como de asesinar a alguien en un ataque de furia, o de planear un choque. Sosa es alguien que pudo haber perdido la licencia por cometer una ilegalidad grave o por circunstancias totalmente arbitrarias, poco importa. Después de todo es muy difícil juzgar a alguien, incluso a los personajes de Carancho, si el film muestra que en el universo en el que viven y se mueven no rige otra regla que la del sálvese quien pueda. Sin embargo el mundo de Carancho, aún dentro de su anarquía, tiene un elemento en el que Trapero puede apoyarse con toda confianza: el cuerpo. En un mundo sin ley, donde toda la ética parece haberse ido al diablo ya sea porque no sirve para la prosperidad de nadie, ya sea porque no se puede juzgar a quienes viven sin ella, dentro de un mundo también en donde todo parece estar signado por la desgracia, lo único que parece seguro es que existen sensaciones físicas, ya sean de dolor (los golpes, que aparecen de a montones y con una intensidad que pocas veces vio el cine argentino en su historia) o de placer (obviamente las escenas de sexo, pero también las drogas). La fuerte presencia de lo físico en Carancho, que se advierte tanto en los acercamientos que Trapero hace con la cámara a los cuerpos como en la necesidad que tiene de mostrar a esos cuerpos moviéndose, lastimándose y gozando en un tiempo real marcado por virtuosos planos secuencia, es la presencia de lo único en lo que Trapero puede apoyarse en un entorno en donde todo intento de civilización elaborada y armónica parece haber fracasado, una presencia primaria e inmediata hecha de nervios, sangre y piel.
Carancho, la película que marcó la agenda Una de las críticas que se le suelen hacer al llamado Nuevo Cine Argentino -acaso la más inteligente y atendible, la que más vale la pena discutir- es que no suele conectarse con lo real, que en algunos casos se encierra en historias de chicos ricos que tienen tristeza en un país que aún exhibe las heridas provocadas por años de neoliberalismo. Director de la iniciática Mundo grúa (1999), Pablo Trapero fue uno de los puntales de aquella renovación que el cine nacional vivió hace más de una década. Carancho, su más reciente película, ya es un éxito en la cartelera porteña y hoy se proyectará en una sección paralela del prestigioso festival de cine de Cannes. Pero no sólo eso. Clarín y La Nación, los dos diarios más vendidos del país, coincidieron ayer en publicar notas sobre los denominados "caranchos", inescrupulosos abogados (como el interpretado por Ricardo Darín) que se aprovechan de la desesperación o ignorancia de las víctimas de accidentes de tránsito para estafarlas. Para eso cuentan con la complicidad de médicos, camilleros, choferes de ambulancias, empleados de funerarias y policías. Carancho, la película, exhibe varios hallazgos cinematográficos. Pero además tiene el mérito de haber instalado en la agenda un tema tan sórdido como complejo al que hasta ahora no se atendía. Buen cine, popular pero no tribunero, que se mete con las urgencias de un país que a pesar de todo sigue siendo injusto.
En el estilo de El bonaerense y Leonera, y con algunos toques de Nacido y criado y Mundo grúa, Pablo Trapero entrega en su sexto largometraje una nueva y feroz indagación sobre seres urbanos marginales o dejados de lado por la sociedad. Tan contundente como desoladora, Carancho muestra una realidad poco conocida por la comunidad y escasamente divulgada por los medios, aquella que tiene que ver con agentes de estudios jurídicos que, tras una fachada de ayuda a víctimas de accidentes de tránsito, tienen en realidad el objetivo de cobrar suculentos seguros. Para ello precisan de un esquema en el que no sólo estén involucrados enfermeros, jueces, policías y aseguradores, sino también los presuntos damnificados y los testigos. Dentro de este turbio panorama Sosa (un compenetrado y convincente Ricardo Darín), un carancho encargado de llevar adelante este lucrativo mecanismo ilegal, se encontrará con Luján (la bellísima y talentosa Martina Gusman) una mujer médica también un poco al margen de todo, esforzada, desprotegida y adictiva. En medio de ese infierno de intereses tenebrosos surgirá una compleja relación pasional y afectiva entre ambos. El despectivo mote identifica también a un ave de rapiña que habita en nuestro país, que se alimenta principalmente de carroña, frecuenta basureros y banquinas de rutas en busca de desperdicios e incluso acepta la compañía de buitres. Con un estilo de policial negro y sin dejar de lado el entretenimiento, el film de Trapero logra establecer también una poderosa pintura social, en la que la sombra de las decenas de muertos diarios a causa de accidentes automovilísticos está perturbadoramente presente. La estupenda factura técnica del film enmarca una pareja protagónica que transmite intensidad, verosimilitud y química, rodeados por un elenco impecable.
El Amor en los tiempos de la desesperación. El director Trapero se destacó en su ópera prima: "Mundo grúa" y sumó mucho con "El bonaerense" y "Leonera" (sin dudas: dos muy buenas pelis), asi mismo opino también que "Nacido y criado" fué terrible bodrio. Ahora retoma el trabajo con una historia (básicamente de amor desencontrado) con tintes de denuncia social y mostrando ese amargo pero real submundo de los accidentes de tránsito y el cobro de las pólizas. Precisamente en ese ámbito se habrán de conocer el abogado Sosa( un correcto y notable Darín) y Luján, una joven médica (Martina Gusmán, ese inolvidable rostro y presencia de "Leonera"), para ambos será hallarse de repente en un espacio hasta el momento desconocido en lo personal, a Sosa -en sí víctima de un turbulento pasar- se le cambian los tantos por ella y ella se asomará a ese submundo citado. Pero la pasión abraza y ellos se dejarán llevar en medio de tantos accidentes y heridas por curar. Antes de conocerse por su título actual: "Carancho", se titulaba "Las heridas", y de eso va este nuevo y meritorio paso del cine argentino actual, de heridas, de llagadas almas que vagan en su soledad y a expensas a veces de un espacio marginal, pero lo hacen en busca de afectos y amores verdaderos, eso tan difíciles de alcanzar. Un filme crudo, realista, con buenas actuaciones, climas estupendos, y una superlativa fotografía de Julian Apezteguía, en tomas nocturnas de realze. Destaque y véase este filme que sin dudas estará dentro de lo mejor visto en este 2010.
Viaje al fin de la noche A los que transitamos con frecuencia la geografía y las noches del conurbano puede parecernos difícil asociar esa mole demográfica con el infierno. Sin embargo, Carancho compone ese espacio fronterizo con ciertas características que lo pueden asimilar con facilidad al territorio de los castigos perpetuos, y no hay mucho que podamos hacer para negarlas. Como sus personajes, tampoco somos conscientes de que formamos parte de un teatro del destino circular en el que, tal vez, poco y nada depende de nosotros. Para saber qué papel nos toca interpretar en este submundo carroñero, que más que subterráneo es lateral, no importa adónde pretendamos ir, sino –como en el infierno– de dónde se viene. Trapero comienza su película con un par de imágenes fijas que muestran pedacitos de vidrios rotos sobre el asfalto, y que bien podrían ser (apuesto que son) esas imágenes ausentes que sólo nos llegan a través del sonido, justo al final. Pero antes de ver esos restos de un choque aparece una placa negra que informa sobre las estadísticas de los accidentes de tránsito que ocurren en el país y el negocio que hay detrás de ellos. A pesar del espanto que puede causar la placa, por su contenido y, sobre todo, porque podríamos con razón sentir cierto temor de ver una obra que intente “generar conciencia” acerca de un tema importante, el carácter circular de Carancho y la impronta de destino trágico que cargan sus protagonistas desde el inicio la transforman en una película que trabaja desde adentro del encierro que está filmando. Ese recorrido que hacen los personajes y la cámara por un callejón sin salida que siempre termina en el mismo lugar, es el que le da la posibilidad a la película de liberarse de la denuncia y apropiarse de un contexto sin olvidarse que antes que nada está el cine. Por eso Trapero, a la vez que filma con la textura y los colores de la realidad (esa iluminación artificial, medio apagada, de la periferia, luces naranjas del alumbrado público a la noche y luz azul de tubos fluorescentes en lugares cerrados) en un uso magistral de la cámara HD, y que recurre a personas sin formación actoral para acrecentar la crudeza, se hace con varios de los tópicos del cine negro con los que puede absorber un espacio urbano más que adecuado para el género. Como en esas películas de sociedades corrompidas de los 40 y 50, en el mundo carancho los personajes pueden tomar decisiones para escapar, antes de esa decisión existe un pasado que les pertenece en forma de cicatrices y moretones y un conglomerado amorfo de instituciones que se los puede impedir. El conurbano de Trapero no es un lugar sin ley en el que vale todo, es la zona porosa de la frontera donde el Estado se vuelve contra y parte de uno mismo. Ahí están, en medio de la mugre y las ruinas, la casa de velatorios, el hospital, la fundación de ayuda al accidentado, los médicos, la policía, los abogados. Existen en condiciones oscuras y deformes para quien se pueda servir de ellos. Sosa (Ricardo Darín) y Luján (Martina Gusmán), antiguos habitantes de ese territorio hostil, se conocen, se miran y se gustan en medio de la violencia. Eso que a él le parece una perla en el barro y que le de un motivo para huir del lugar en el que está, en realidad no hace más que acelerar su destino. Lo obliga a creer que la suerte, que hasta el momento se había mantenido inmóvil, puede estar empezando a mejorar. Para confirmarlo, como parte de un juego coqueto, le apuesta a Luján, a cambio de un beso, que los próximos cuatro autos que crucen la esquina van a pasar el semáforo en rojo. Esa perla que le hace olvidar a Sosa, mientras está sentado en el bar de una estación de servicio mirando todo a través de una ventana, que los conductores que violan las normas pertenecen al mismo entramado complejo que él, es lo que le permite creer en la posibilidad del cambio y vivir su historia de amor. Sosa es un abogado que por haber perdido su licencia se dedica a recorrer las noches en busca de accidentados a los que ofrece los servicios de una fundación que pretende quedarse con el cobro del seguro. Luján es una médica residente de un hospital que viaja en ambulancia en busca de los mismos accidentados para brindarles su ayuda. Se encuentran por primera vez en la calle mientras le dan asistencia a un motociclista que está tirado sobre el asfalto. Las miradas se cruzan en medio de la noche del conurbano, en medio de la sangre y de esa luz anaranjada y ese fondo negro tan propios de las sombras de la provincia. Sosa y Luján, a partir de ese momento, van a vivir el romance, con sus encuentros y desencuentros, atrapados por una red de instituciones que se erigen, con sus códigos propios, como estructuras casi paraestatales. Uno de esos códigos, que siempre está presente en las películas sobre la mafia, es el que dice que de los bajos mundos no se sale, o al menos no se sale vivo. Sosa, que lo conoce bien, lo olvida por amor, y Luján, con su candor, lo intuye mientras va descubriendo que la suciedad que la rodea es más grande de lo que creía. Juntos van a encontrar un refugio de ese exterior, de esa noche, en la calidez de sus departamentos. Mientras cocinen juntos, vean televisión o hagan el amor, van a poder imaginar un futuro distinto. Cuando el afuera rompa las puertas de sus casas, no les va a quedar otra que salir, para cerrar el círculo, a encontrarse con el destino.
Riesgo y acierto Instalado desde hace tiempo por la crítica y el público como el gran actor nacional, un mérito que Ricardo Darín se ganó a fuerza de talento en los muchos personajes que le tocó dar vida en los últimos años, en este momento ocupa una posición que le permite elegir los proyectos que mejor le sienten a su perfil. Sin embargo, a los 53 años, el actor asume riesgos que otros colegas no tomarían, como trabajar en un policial negro como Carancho con un director como Pablo Trapero (Leonera, El bonaerense, Mundo grúa), uno de los prestigiosos realizadores emergentes del llamado Nuevo Cine Argentino que nunca tuvo en sus películas a una figura de la talla de Darín. Y la apuesta sigue con Sosa, un abogado que perdió su licencia –el film nunca aclara el por qué- y ahora se dedica a “caranchear”, esto es, conseguir clientes rondando las guardias de los hospitales, siguiendo ambulancias, presentándose en los velorios, siempre con la complicidad de la policía, médicos, enfermeras y funcionarios judiciales, un entramado en onde todos colaboran por quedarse con la parte del león que las víctimas cobran como indemnización de las aseguradoras. Es decir, Sosa-Darín, se sumerge en un mundo sórdido (para el personaje y también alejado de la historias que lo involucran como actor), plagado de violencia, despliegue físico y eso sí, en el camino de los anti héroes habituales en la carrera del protagonista de El secreto de sus ojos. Lo cierto es que además de la presencia de Darín, verdadero motor de Carancho, la película cuenta con Martina Guzmán, esposa de Trapero y protagonista exquisita de Leonera, que aquí encarna a Luján, una joven médica del interior del país que pronto comienza a ser parte de un mundo ominoso y corrupto, que primero la llevará a confrontar con Sosa y luego al amor con destino trágico.
Quienes lean periódicamente este humilde blog notarán que no soy un seguidor del cine argentino. Desde su inicio, si mal no recuerdo, sólo he comentado una producción nacional, "El Secreto de sus Ojos". Ese excelente film lo disfruté en el cine, ya que sigo a Campanella desde sus inicios y considero que es uno de los pocos directores que te asegura un buen producto que justifica pagar la entrada. El trabajo de otros pocos buenos directores (Burman, Caetano, Trapero) prefiero verlo una vez editado en DVD y el resto directamente no me interesa. Seré prejuicioso, pero luego de muchas decepciones con el cine de nuestro país, quedé espantado. Por el lado de los actores, a Ricardo Darín lo considero EL actor argentino y es el único que logra arrastrarme a un cine. Normalmente pienso, si está Darín... El nuevo trabajo del director de "Mundo Grúa", "El Bonaerense" y "Leonera" presenta una historia de índole social, decadente y lamentable, pero, a su vez, una realidad cotidiana en nuestro país: El negocio que existe detrás de las indemnizaciones por accidentes de tránsito, que involucra a abogados buitres o "caranchos", médicos y policías corruptos. Con este tema de trasfondo, ambientada en un barrio del Gran Buenos Aires y desarrollándose mayormente en horas de la noche, es una película acerca del amor, traición y corrupción, que funciona como un "film noir" criollo con varios aspectos clásicos de ese género que tuvo su esplendor en el cine norteamericano de los años 30 y 40. Hay un gran trabajo de dirección, donde se destacan las escenas de accidentes de tránsito filmadas con una cámara que capta el momento del impacto desde el interior del vehículo. A diferencia de sus anteriores trabajos, Trapero aquí eligió para el protagónico a un actor reconocido como Ricardo Darín, quien ofrece otra impecable actuación en un papel diferente a lo que nos tiene acostumbrados. Martina Gusman no se queda atrás logrando otra buena interpretación, en su tercer colaboración con el director (y marido). Para los papeles secundarios, continúa confiando en actores desconocidos o novatos, entre los que sobresalen el conductor de la ambulancia y el matón del estudio de abogados. Lo único que me quedó dando vueltas es el final, que no me terminó de cerrar. Pero este cine nacional me da entusiasmo para seguir viendo un poco más.
Los buitres no esperan. Atacan. Los heridos no pueden esperar. Los médicos tampoco, aunque corran por pasillos que sólo dan a otros pasillos, a los sótanos, a las cloacas. La muerte no puede esperar. Es un negocio. Lo que Sosa espera es de otro orden, romántico y voluntarista, una fantasía propia de otra época, cuando se creía que la Historia era una flecha a la que valía la pena seguir. Porque seguro que adelante encontraríamos algo mejor. Pero para eso es necesario avanzar. O retroceder un poco para distinguir el horizonte real, y entonces sí, volver a intentar. Pero en este mundo no hay pasos atrás ni adelante, ni líneas de fuga, ni perspectiva alguna. Se gira en círculos. Círculos desesperados, automáticos, mareantes. Una ruta en caracol llena de brasas y sangre en la que sólo se puede ir hacia abajo. No hay otro lugar. (Anestesiame, Luján. Dejame algo que no doy más). Es una cámara en círculo la que enlaza a Luján y Sosa cuando se ven por primera vez, como si una liana providencial hubiera deseado unirlos y sostenerlos en medio de la selva, el inicio de un vínculo que podría haberlos salvado, en otros tiempos, cuando todavía había historias de amor. Pero no acá, no hoy. Porque ya no hay Historia. Algo estalló y no nos dimos cuenta. Porque estalló adentro nuestro. Es compacto y abrumador el cuadro que pinta Pablo Trapero en Carancho, un film tensado como una malla de corrupción imposible de desarticular, en donde cada pieza resulta clave para toda la red de acciones, montadas con una precisión y un fluir que recuerdan a la excelente Gomorra, de Matteo Garrone. El relato escamotea los indicios de un fuera de campo mayor, como si un cierre hermético nos ciñera a esa zona infernal del conurbano cuyo núcleo es el hospital. Aunque Sosa sueñe con irse a otra parte, no parece existir un afuera de San Justo, si bien queda claro que esa porción de tierra bonaerense funciona como metonimia de un sistema, de un país, de una política. No hay sonidos de televisores ni radios emitiendo noticias, ni referencias en los diálogos a un período histórico determinado. (¿En qué tiempo estamos? ¿Vieron que nadie usa teléfonos celulares?) Los personajes están condenados a escuchar siempre la misma música, hecha de sirenas, choques, tiros, insultos, gritos de dolor. Algunos, los sabios miserables, también llegan a oír ese rugir de sierra filosa que escupe la máquina de contar billetes. “Destruir la individualidad es destruir la espontaneidad, el poder del hombre para comenzar algo a partir de sus propios recursos, algo que no se puede explicar a base de reacciones del entorno y las circunstancias”. (1) Hannah Arendt Es que a los sujetos se los ha tragado el sistema, con su lógica desquiciada de obligaciones, papeleo y estafas. No hay cuerpos evidentes detrás de las firmas. Luján firma recetas vacías para obtener las drogas que la calman y a la vez la destruyen. Más de un colega lo sabe pero para qué meterse. Las víctimas de accidentes firman poderes para que otros dispongan de su carne y su voluntad. Así funciona la máquina. Sin individuos, sin identidades. Cuando Sosa quiere ensayar una firma sincera, cuando quiere ser un sujeto responsable, sin escaparle a la historia sino tomándola por fin en sus manos, para zafar, para cambiar, por Luján, por él mismo, Sosa no puede. No lo dejan. No vamos a explicar por qué, porque lo sabemos. Pero pensemos cómo narra Trapero este giro de la trama. En Carancho prácticamente no aparecen niños ni adolescentes en su primera parte, reforzando esa sensación de historia detenida en la que no surgen nuevas generaciones (como en la novela "Hijos de los hombres", de P.D. James, que Alfonso Cuarón llevó al cine). Hasta que irrumpe la fiesta, ese cumpleaños de quince al que asisten Luján y Sosa, el momento más feliz de la película, porque ambos bailan, se abrazan y ríen como locos (tanto que luego necesitarán ver el video del festejo en su casa, una y otra vez). En esa escena hay adolescentes, colores, un esbozo de esperanza. Difuso, pero está. Sosa quiere ayudar a esa familia, de verdad, sin trampas. Le creemos, Luján también. Alguien cumple años. La historia quiere recuperar un sentido, una dirección. La ética busca su espacio. Minutos antes habíamos visto el encuentro entre el abogado y la mujer, sentados a lo lejos en el banco de una plaza. En el plano siguiente los dos personajes son mostrados de frente, con niños que de repente cruzan la imagen, jugando. Por primera vez, niños en primer plano. La natalidad, como dice Hannah Arendt, sigue siendo una capacidad propia de los seres humanos “de dar origen a comienzos, a nuevos procesos, que abren caminos impredecibles”. (2) Pero Trapero no suaviza la tragedia, ni pretende aquí finales inspiradores como los de Nacido y criado y Leonera. Desde los primeros minutos veremos a los protagonistas atrapados, enrejados en el encuadre. Incluso las dos escenas recién comentadas se oscurecen cuando volvemos sobre ellas. Porque esa placita en la que juegan los chicos es apenas un triángulo verde rodeado de camiones y colectivos, una imprudencia absoluta. Y también resulta inquietante la canción que bailan Luján y Sosa en medio de la fiesta, porque cuando todos los demás se mueven con pasos de cumbia, ellos se acurrucan en un ritmo propio, desfasado, tarareando su destino en forma de serenata: "Si yo muero primero, es tu promesa, sobre de mi cadáver, dejar caer todo el llanto que brote de tu tristeza y que todos se enteren de tu querer..." (3) Carancho es una audaz film de denuncia y también un efectivo film de género, pero antes que nada es un cine físico que parte del cuerpo como basamento para la conexión con el relato. Porque el cuerpo es lo único que nos queda cuando ya no existen marcos racionales ni afectivos que nos contengan, ni en la ficción ni en lo real. Porque parecería que todo puede pasar en este sistema caníbal, montado sobre un terrorismo cotidiano cuyo fin es tornar superfluos a los seres humanos. Para sacudir, para llegar, Trapero debe instalarse en el límite de la resistencia perceptiva, aun sabiendo que muchos no lo soportarán. Golpes al estómago, agujas hurgando en venas, sangre chorreando a mares, huesos quebrados, autos que impactan de frente, de costado, casuales, deliberados. Imágenes brutales que nos repliegan sobre nuestros propios cuerpos estremecidos, todavía vivos a pesar de un presente que nos dice que no. Imágenes que nos atraviesan como puntadas y nos dejan cosidos a la pantalla, si es que elegimos mirar. Porque en esta película mirar implica sufrir. Pero también implica apreciar una serie de planos secuencia magistrales, delineados con una pericia técnica pocas veces vista (y no sólo en el cine argentino). No, no son los planos templados y pulcramente escenificados de Orson Welles, aquellos que en su continuidad capturaban la “ambigüedad inmanente” de lo real, como quería André Bazin. En Carancho se hace muy difícil mirar en perspectiva, porque aunque haya profundidad, falta nitidez (ya sea por la oscuridad de la noche, como en el accidente de Vega, o porque el fondo de la imagen surge borroso, como ocurre en la antológica escena final). El director no puede esperar. No puede detenerse a ver si hay horizontes cuando acá nomás las personas se están jugando el pellejo. Los planos secuencia de Carancho son extraordinarios precisamente porque son discretos, justificados por el relato, por la ética de la obra. Aquí no hay un autor que busque ostentar su genio por encima de los hechos representados. Recién después de unos segundos de iniciada la secuencia, caemos en la cuenta de que no hubo cortes. Simplemente, fuimos cautivados por los personajes y sus acciones. Acciones que sí, tienen un objetivo. Tienen una motivación, un desarrollo y sus consecuencias, y es el director quien decide enhebrarlas y darles un sentido, acotándolas a un ojo que se hace cargo y no parpadea. En esos minutos se produce una extasiada comunión con el cine, a pesar del horror y la violencia. Porque en esos instantes de acción pura vuelve el peso de la historia, porque el sujeto confirma su centralidad, porque es la coherencia de su cuerpo la que determina la integridad de la situación, su veracidad, su sustancia. Gracias, Pablo Trapero, por recordarnos que el cine nació para rescatar al hombre.
El amor en los tiempos sórdidos Si hay alguna especificidad en lo que se ha llamado, con una categoría tan amplia y general (es decir cómoda), “nuevo cine argentino”, esta tiene que ser –y aún más en el caso del director y guionista Pablo Trapero- lo que se ha denominado desde hace algunas décadas en fotografía, pintura y escultura “hiperrealismo”: una “construcción artificial” que, sin embargo, se encuentra profundamente imbricada en (y desde) lo real. Tan real que detalla minuciosamente a los protagonistas y su entorno. En el cine de Trapero son personajes de clases bajas, en “los bordes de lo real”, que pugnan por (sobre)vivir ante la debacle de nuestro país durante la década del ‘90. Así se pudo ver en películas como Mundo grúa, El bonaerense o Leonera. Carancho sigue la misma línea. Protagonizada por Ricardo Darín (Sosa) y Martina Gusman (Luján), Carancho narra una historia de amor entre dos personajes disconformes: un abogado que perdió su matrícula y que participa de un millonario negocio (juicios en accidentes de tránsito), y la joven médica recibida (llegada del interior), que está en la ambulancia de guardia, extenuada por los pesados ritmos del trabajo. En un accidente se conocerán, y la historia de amor evolucionará hacia el film negro o policial: la “industria del juicio” en la que participa el “carancho” Sosa –un entramado corrupto donde policías, médicos y abogados participan- no lo dejará escapar, y la violencia irá in crescendo. Hasta el final de la historia. Trapero dijo que con Carancho pretendió “trabajar una historia de amor en este universo tan intenso con personajes de los que generalmente se tienen muchos preconceptos. La película supera los estereotipos: intenta construir personajes fuertes en una historia de amor. Ella no está haciendo lo que quiere y él nunca pudo hacer lo que quiere: ese es su punto en común. Por un lado, un exterior intenso y violento, y por el otro, un interior en calma, sumido en la tensión. En eso hay una extrañeza en la que me gustaba ahondar”. Sin embargo el “ahondamiento”, más que en los personajes –que quedan en gran medida herméticos-, se da, como si fueran capas sucesivas, en las escenas y personajes que acompañan a los dos protagonistas. Entre el amor y la violencia, cada “pincelada” de Trapero construye la “hiperrealidad” de una Argentina degradada, sórdida. Con algunos buenos giros y escenas impactantes (como la pelea en la guardia entre barrabravas o la “fabricación” que hace Sosa de un herido), y algunas actuaciones logradas (no como Gusman, que ha logrado el oxímoron de ser una actriz-inexpresiva en este papel), Carancho muestra un “submundo”, un “circuito” de la realidad que está… muy cerca de nosotros.
Pablo Trapero es un director que no es masivo a la hora de convocar gente a las salas pero que logra derivar su talento plenamente en su proyecto. Esa es la característica principal que logra destacarse de "Carancho", una película que es muy difícil encontrarle errores técnicos. Sosa es un abogado especializado en los accidentes de tránsito, su objetivo es ir por los hospitales en busca de nuevos clientes, a quienes intenta atraer y sacarles dinero. Por otro lado, Luján es una médica clínica que un día se encuentra con este hombre y juntos comienzan una apasionante relación amorosa. Ella va a ir entrando en un mundo lleno de miseria y mentiras, donde Sosa no es el único que corre peligro.
En Argentina mueren en accidentes de tránsito más de 8 mil personas al año. Los millones de pesos que necesitan las víctimas y sus familiares para afrontar gastos médicos y legales, producen un enorme mercado, sostenido por las indemnizaciones de las aseguradoras. Sosa (Ricardo Darín) es un abogado especialista en accidentes de tránsito, a punto de recuperar su matrícula. Se mueve entre guardias de hospitales, servicios de emergencias y comisarías, en busca de posibles clientes. En uno de sus intentos por conseguir un trabajo, conoce a Luján (Martina Gusmán), una solitaria y joven médica de quien se enamora al instante. El constante riesgo de un trabajo tan turbulento como el de Sosa pone en peligro la vida de ambos, haciendo que la joven se involucre cada vez más en las tinieblas de un delicado e inaudito negocio. Con una nerviosa y constante cámara en mano, que sigue por detrás de los protagonistas su deambular, Pablo Trapero propone una crudísima realidad, sumergiendo a sus imperfectas criaturas en un submundo impensado por muchos. La dupla Darín-Gusmán es efectiva en pantalla, a pesar de cierta vocalización monocorde que caracteriza a la protagonista femenina (en ésta y otras producciones) y a lo demasiado repentino que se describe la relación amorosa entre ambos, resultando poco plausible. El guión deja al descubierto la corrupción reinante en este tipo de negocio, y va creciendo en intensidad hasta tornarse en un filme sumamente violento y con un final tan impensado como real.
La intimidad del infierno Resulta curiosa la relación que se terminó gestando entre director y actriz, más allá de que fuera del set estos lleven una vida matrimonial casi normal. Es que Pablo Trapero volvió a elegir a Martina Gusman para un protagónico, como lo hizo en Leonera (2008), sólo que ésta vez la puso al lado de un peso pesado (campeón incontables veces) como Ricardo Darín. ¿Y la fórmula funciona? Oh, sí. La historia que nos deja perplejos en Carancho (2010) es impresionante. Todo el entramado de corrupciones y mentiras que envuelven el negocio de las aseguradoras en un país cada día más oscuro hacen que todo el amorío sexual entre la enfermera y el abogado esté en un puesto muy relegado, aunque no dejan de ser interesantes esas miradas que Sosa (Darín) logra sacarle a la introvertida Luján (Gusman) entre tanta desesperación laboral. Pero lo curioso no es este trío laboral tan fructífero. No, lo curioso es que una nueva historia de "qué-país-de-mierda-es-éste-en-el-que-vivimos" funcione tan a la perfección gracias a una dirección majestuosa por parte del innovador e intrépido Trapero, que hace de su cámara un protagonista más (mejor dicho, nos hace con su cámara un protagonista más) para seguir bien bien de cerca este infierno por el que transcurren diariamente los dos personajes principales de esta espectacular obra. La parquedad del relato, los primeros planos a Gusman y Sosa (durante una secuencia de acción hasta una escena "íntima"), los efectos especiales, el maquillaje, la poca musicalización (gran acierto) y una sorpresivamente buena fotografía hacen de Carancho una película más que recomendable, ya apuntada como lo mejor que ha dado la cartelera del 2010. Crudeza, realismo, violencia, amor, tensión, suspenso, drama, sangre, desnudos, ¡disparos!, y un ritmo inalterable desde las actuaciones hasta el guión -algo tan propio de Trapero- no nos pueden dejar indiferentes. Lo que vale toda la entrada, literal y figurativamente, es el plano secuencia final... estremecedor. Ni la mejor película de terror en mucho tiempo me hizo saltar como salté en el desenlace de la acción definitiva, un poquito 'hollywoodizada', pero aceptable. Nuevamente, también, se agradece la obviedad en las elipsis, ya que si hay algo que uno aprende al ver el "nuevo cine argentino" es que resulta ser que había una vez un cine que con la imágen nos hacía entender lo que más de mil palabras nos pueden explicar. Nuevamente, gracias Trapero.
Retrato de la soledad En Carancho, la nueva película de Pablo Trapero, dos almas se encuentran en el desamparo de la nocturnidad más densa. En Carancho, su sexta película, Pablo Trapero muestra una vez más las miserias de un submundo social. En Mundo Grúa retrató la vida sórdida de un trabajador, en El Bonaerense se metió en las bajezas de la policía de la provincia, en Leonera describió el universo de la cárcel de mujeres y en su último film describe a través de sus personajes principales dos espacios que se contraponen pero se parecen por su decadencia: un hospital público y un estudio de abogados que se dedica a conseguir o generar víctimas de accidentes de tránsito para quedarse con el dinero de los juicios contra las compañías de seguro. Martina Gusman interpreta a una médica joven con poca experiencia que debe trabajar sin dormir para hacerse un lugar en un hospital donde el poco personal que queda perdió su último resabio de humanidad. Sorprende la introspección del personaje y una actriz llena de matices que da vida a una mujer solitaria con una necesidad de amar conmovedora. Su vida se cruza con la de Sosa, el personaje que le toca encarnar a Ricardo Darín: un abogado inescrupuloso, que perdió su matricula y cualquier tipo de ética ligada a la profesión. Alejado de su impronta costumbrista, Darín logra crear a un hombre contradictorio pero creíble. El tercer protagonista de la historia es la noche oscura y desolada, las calles vacías cubiertas de miedo, donde reinan la incomunicación y el desamparo. Trapero tiene ese don para narrar ficciones artísticas en un contexto tan reconocible como conocido, un cine social necesario, pero lleno de vetas estéticas. Completan su filmografía las menos interesantes Nacido y criado y Familia rodante. Policial negro y drama romántico son los géneros que transita Carancho, con escenas de sangrienta violencia y sexo contenido. Tal vez lo único cuestionable sea una exagerada necesidad de crear impacto, sobre todo al final de la película, pero la estructura narrativa lineal permite seguir la trama sin perder el hilo argumental, lo que da cuenta de la genialidad del director para contar historias simples y profundas.
Sosa es un abogado de accidentes de tránsito; Luján es una médica que por las noches recorre la ciudad en ambulancia asistiendo a víctimas de accidentes. En medio de un ambiente sombrío, lleno de desesperanza y corrupción, inician una relación difícil y con destino incierto. Las “relaciones peligrosas” que Sosa ha sabido conseguir pondrán en riesgo no sólo su romance, sino la vida de ambos. Es saludable contar en Argentina con realizadores como Pablo Trapero, un tipo que a esta altura posee sobre sus espaldas un cuerpo de trabajo que lo ubica entre los directores más destacados y confiables de nuestro medio. Desde aquella Mundo Grúa (1999) hasta la actualidad, Trapero ha demostrado un crecimiento y una evolución permanentes, escapándose de esa generación de cineastas argentinos que basaban su propuesta en la sencillez pero que demostraban muchas veces no tener mucho para contar. Trapero logra con Carancho un film con gran nervio, valiéndose para esto de una permanente cámara en mano. Y si bien la estética termina siendo muy natural, lo cierto es que se nota un trabajo muy importante de puesta en escena. Hay largas tomas sin cortes de edición que, evidentemente, son el producto de una detallada planificación. Más allá de las diferencias entre los dos filmes, un par de tomas continuas me hicieron acordar a Niños del Hombre, tanto por el uso de la cámara en mano como por el realismo que transmiten. Darín aporta su habitual solvencia, en un papel ya característico en su carrera: el de un tipo esencialmente bueno pero al que la vida y el entorno lo han ido llevando hacia el lado oscuro. Martina Gusmán también cumple una buena labor, aunque su estilo de actuación (acorde al del director, quien es a la vez su esposo) tiene un perfil más bajo que el de Darín, por lo que a veces su figura empalidece al lado de la de él. A nivel “revelatorio” la peli no aporta mucho, ya que el submundo de las ambulancias, los accidentes y la noche han sido bastante cubiertos por variados programas de televisión en los últimos años (E24, Policías en acción, etc). Pero sí utiliza de manera eficaz ese universo al servicio de la historia de sus protagonistas. Una película muy recomendable. Eso sí, oscura y deprimente. Pero muy bien hecha, que es lo que en definitiva importa.
Mucho ruido, mucha sangre. No he visto toda la filmografía de Trapero como para aducir que Carancho es fiel a su estilo o no. De lo que he visto prefiero quedarme con las narrativas de Leonera o El Bonaerense, donde su representación de la realidad, que después de todo es lo que más se resalta de sus historias, son abordadas de forma más madura para mi gusto. Viendo Carancho sentí que esta vuelta Trapero denunciaba a los gritos y tortazos que en Argentina hay cosas sucias en relación a los accidentes de tránsito pero su forma casi locuaz de mostrarla directamente me hizo sentir subestimada, como si me metiera en el grupo de gente adicta a policías en acción y que no puede entender más que con piñas, patadas, sangre y más tortazos que la sociedad argentina-como muchas otras- puede ser realmente violenta, corrupta y mafiosa. Y con esto no critico que la película sea violenta, que lo es, sino que pareciera el único recurso para contar una historia que realmente podría haber dado mucho más de sí si no se focalizara en el estereotipo andante- y hasta diría ignorante- de ciertos ambientes. He trabajado durante 12 años en hospitales, clínicas y consultorios varios, privados y estatales, y si bien es cierto que las guardias son muchas veces caóticas y los recursos son escasos, estoy un poco arta de ciertos mensajes que terminan dando a entender que la realidad es unívoca. Es que a fin de cuentas este film es puro ruido, pura camilla va y viene, puro accidentado sangrante y puro médico corriendo desesperado mientras en paralelo hay abogados mafiosos que se aprovechan de los más pobres y desprevenidos para sacar provecho pero a la vez también, ¡hay que mostrarlo!, se pegan, se amenazan, se tirotean. Y entre todo ese ruido mezcla de ER y policías en acción como espectadora todavía estoy esperando saber y entrever qué me quiere contar el director, quien junto a otros tres también ha escrito el guión. Es que uno se termina fastidiando de tantas escenas de golpes: le pegan a Sosa (Darín), mucho, todo el tiempo, le pega el chofer de ambulancia al accidentado abusivo, le pegan a la doctora, se muelen a palos dos encamillados que tan mal no estaban si se pueden dar tanta salsa. Y todo adornado con incontables jeringas, mazasos y más trompadas. Carancho es eso, no tiene diálogos inteligentes, no hacen falta para tanto impacto brutal que lo dice todo, lo dice en demasía y eso es lo que hastía y me hace sentir infravalorada. Si la peli siguiera la corriente actual del 3D habría que verla no solo con anteojos sino también con casco. Carancho no da pie a la tensión del qué vendrá, no da aires de claustrofobia y desesperación como en otros films de Trapero porque todo está ya canalizado, procesado y elocuentemente digerido desde los personajes. Vemos a una Martina Gusman sosa junto a un Ricardo Darín que hace lo que puede con un personaje al límite pero con el que no pude llegar a identificar y el final, realmente es patético, infumable, todo un chiste infructuoso y nefasto. Un final de esos que dan ganas de pararse pero no para aplaudir sino para terminar, como termina todo en esta historia, dándole trompadas a la pantalla.
Que Pablo Trapero haya filmado una película en donde todo el tiempo esté el suspenso y los espectadores nos pongamos nerviosos no es ninguna novedad. Ya él había debutado hace más de una década con “Mundo Grúa” (1999) y dio muestras de oficio. En su última realización, “Leonera” (2008), adquirió madurez y se metió a denunciar lo que pasa en las cárceles. Ahora de la mano de Ricardo Darín (a esta altura toda una garantía) y de Martina Guzmán (la misma protagonista de “Leonera” y mujer del director) esta trama policial que mantiene en vilo a la platea. La trama gira en torno de Sosa y Luján. Él es un abogado que se mueve en la corrupción. Busca accidentes automovilísticos para encontrar clientes. Ella es una médica que vive socorriendo a las víctimas de los accidentes. La corrupción y el amor se hacen presentes en dosis que aletargan por momentos este cuento real, en donde el cazador a la larga es cazado. Decir que es una ficción es no reconocer que de la muerte muchos se hacen millonarios.
Con ustedes, Pablo Trapero Oscuridad. Sangre. Paisajes tortuosos. Suciedad. Soledad. Situaciones límite, personajes al límite. Condimentos suficientes para que una historia cobre un marco destacado. Pero no lo lograría sin un guión sólido, contundente, muy original, y un director con sabiduría para tomar las riendas de una película que se podría ir por las ramas en cualquier momento y nunca lo hace. El resultado: Carancho es un peliculón. Hay quienes dirían que Trapero hace un cine visceral. Otros opinan que hace un cine “de mierda” (como dijimos en la reseña de Leonera), porque muchas veces nos “somete” a situaciones angustiosas y nos hace sufrir con cada fotograma. Es difícil determinar si lo que hay en sus historias es un regodeo en la miseria de los personajes y el morbo de mostrarlos en sus peores penurias o si simplemente la magia de su cine está en hallar historias particulares, originales y narrarlas de la manera más verosímil que puede, pero podríamos apostar más a esta última opción. Si hay algo en donde se destaca Trapero en este filme es en la calidad de su trabajo para captar la historia, para lo cual utilizó un arsenal de herramientas a las cuales no nos tenía acostumbrados. La cámara en mano es una fija en su filmografía, pero no así los planos secuencia, los efectos de posproducción y los primerísimos primeros planos para contar escenas cuya acción transcurre fuera del plano que vemos. Estos acercamientos extremos a los rostros de los personajes nos cuentan mucho de ellos, pero también nos ayudan a comprender la sensación asfixiante de sus vidas, de andar siempre al filo de la navaja, pendiendo de un hilo. Trapero maneja la cámara con sobriedad, solvencia y mucha astucia para brindarnos un producto de altísima calidad cinematográfica. Tanto Darín como Gusman han demostrado previamente todo su talento, y aquí lo corroboran con un gran trabajo. Lo de Ricardo es sencillamente brillante, no hay hoy en día un actor como él, tanto por lo que transmite en pantalla como por lo que genera en las boleterías. Muy pocos argentinos no aman a Darín, y se lo tiene merecido. Gusman, en cambio, es una actriz de una trayectoria muy corta, que siempre trabajó para su marido (es la esposa de Trapero) y que siempre ha tenido trabajos destacados. En Leonera, se comía la película. Aquí tiene un papel un tanto más difícil de abordar, puesto que los distintos conflictos que atraviesan al personaje podrían hacernos creer que el “piloto automático” en el que vive sea parte de una mala actuación, y no de la adicción a las drogas o de sus insoportables trabajos de madrugada. Pero sobre el final, cuando la tensión supera todos los automatismos, nos encontramos con escenas estupendamente interpretadas por el elenco y en donde se vuelve indudable una vez más todo su talento. Las locaciones elegidas para filmar la película son poco menos que perfectas. El director supo retratar toda la atmosfera de la noche, la calle y la corrupción que engloban, seleccionando los lugares maravillosamente. Tanto el hospital como las calles elegidas nos sumergen instantáneamente a esos ambientes sin necesidad de artificios. Seguramente Carancho quedará en los rankings de este año como una de las mejores películas nacionales y todo lo dicho serán argumentos convincentes para que así sea. Trapero una vez más logró participar de Cannes con su película, y pese a que no ganó, es otro de los mimos que se merece por ser uno de los directores más originales, creativos y profusos de nuestro país.
Con tinta sangre... La película se inicia con inquietantes cifras sobre los miles de muertos y heridos por accidentes de tránsito en la Argentina (un promedio de veintidós víctimas fatales por día). Alrededor de estas estadísticas se maneja el dinero de indemnizaciones, gastos médicos y legales que genera un mercado donde se mueven muchas aves de rapiña con diferentes ganancias de acuerdo con su poder. En la base de esta siniestra pirámide se mueve el personaje de Sosa (Darín), un abogado de pasado oscuro que ha perdido su matrícula y trabaja por necesidad, para un estudio jurídico dedicado a captar víctimas de accidentes de tránsito. Manipula testigos y pericias, arregla con la policía, los jueces y las aseguradoras. En ese deambular entre guardias de hospitales, servicios de emergencias y comisarías en busca de posibles clientes, Sosa conoce a Luján (Martina Gusmán), una joven médica recién llegada a la ciudad con un ritmo de trabajo que apenas le permite dormir. A pesar de un pasado que se intuye desencantado, el escéptico protagonista masculino ha conservado algo de ternura en su corazón, que se despierta ante la encantadora fragilidad de Martina. Literalmente visceral El punto fuerte de Trapero es su maestría narrativa. Es muy buen director con su punto fuerte en la acción y puesta en escena, ayudado por un sólido trabajo de cámara y de fotografía de Julián Apezteguía (“Crónica de una fuga”). La película tiene secuencias filmadas con gran oficio: la escena de los dos pacientes peleándose de camilla a camilla (recuerda la riña entre las presas de “Leonera”) de un realismo abrumador, casi sin cortes. O la secuencia final, que es para una antología del policial negro argentino. Igualmente, “Carancho” no es una película para agradar a todo el mundo, sino una historia de amor, lágrimas y sangre (y también sudor porque el mundo del trabajo está omnipresente en abarrotados pasillos de nuestros hospitales públicos). Todo el visionado es un viaje turbulento que no deja respiro. Hay una sola pausa deliciosamente costumbrista, cuando los protagonistas participan de una fiesta familiar narrada sobre el fondo del bolero “Nuestro juramento”, que básicamente resume la situación de esta pareja rodeada por la adversidad. La estética del film es coherente desde los créditos y el título despojado con gigantes letras blancas sobre negro y salpicadas de rojo. Es un film de pocas palabras y diálogos, con una banda sonora que privilegia sirena y estridencias. La música también refleja la actualidad violenta de las calles. Trapero les exige un trabajo muy físico a los actores que ponen el cuerpo (el cansancio de Martina/Luján es palpable). Ambos protagonistas se lastiman, se inyectan o tiene escenas de sexo y todo es muy visceral, equilibrado con una cámara más bien distante, que no acentúa miradas ni gestos y abunda en composiciones asimétricas, tomas laterales o de espalda, sin invadir totalmente el espacio del sujeto observado. Es un film irregular con algunos puntos altos y otros bajos, entre el policial duro de Aristarain y el melodramático del último Campanella. La dupla Darín-Gusmán funciona pero la historia entre ellos deja sabor a poco, se pierde un poco en abrumadoras escenas entre las guardias hospitalarias. Opresiva, turbulenta y muy intensa, “Carancho” es una película que no deja indiferente.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Rapiñando No sorprende para nada que "Carancho" sintonice con el cine que Pablo Trapero quiere filmar. Mezcla de denuncia, de testimonial, de realidad social, de pintura típicamente argentina: un rasgo que comenzó a trazar en "Nacido y Criado" y que refuerza con "Leonera" y subraya con este nuevo estreno. Habrá quienes encuentren en "Carancho" una historia fuerte, con una narración fluida, excelentemente contada. Habrá quienes piensen que tiene algunos lugares comunes, algunas concesiones y tramos previsibiles. Pero seguramente, nadie pueda permanecer indiferente. Ricardo Darín es Sosa, un abogado que hace un tiempo perdió su matrícula y ahora forma parte de una red que se ocupa de vincularse con víctimas de accidentes automovilísticos para lograr estafar tanto a las propias víctimas como a las aseguradoras. Mientras Sosa hace su "trabajo", se cruza con Luján (Martina Gusmán), médica de un hospital del conurbano, en donde la cámara se mete de lleno a mostrarnos la realidad de estos lugares, donde entrada la noche, se convierten en tierra de nadie. Lugar propicio para que aparezcan los "caranchos" a hacer sus negocios, avalados por todo un sistema puesto a su disposición. Sosa y Luján se buscan, se atraen e inevitablemente se encuentran. Dos seres necesitados de segundas oportunidades, intentando transitar juntos una especie de camino de redención. Coquetean, sin embargo, y permanentemente con el peligro, con lo prohibido, con atravesar los límites. Y Trapero gana fuerza cuando narra en forma clara, directa y magnética esta historia de amor, mientras cada uno de los personajes visitan sus infiernos personales. Básicamente está narrada con total honestidad y con una impiadosa dureza, que nos sumerge de lleno e inmediatamente en el universo de esta particular maffia suburbana, con reglas pero abolutamente carente de códigos. Logra momentos en que el agobio que transmiten los personajes se hace intolerable y trasunta la pantalla. La cámara es un ojo implacable, no omite detalles, nos cuenta absolutamente todo, nos interna en cada uno de los personajes y en sus acciones, en su intimidad, lo que hace que la historia sea interesante por más que cuente con algunos guiños, algunas escenas ya vistas en otras películas. Pablo Trapero cuenta con la posibilidad de mostrarnos una escena de sexo apasionado con la misma fuerza que un romántico primer encuentro en un típico café de estación de servicio. Con esa misma ductilidad nos arrastra a los aspectos más miserable de los personajes y las facetas más sórdidas de la historia. Un elogiable trabajo de dirección que está acompañado por dos protagonistas magníficos como Ricardo Darín y Martin Gusmán componiendo dos criaturas sumamente complejas. Logran, sin embargo, sintetizar en una mirada, en un gesto, en una linea de diálogo corta, todo un universo de sensaciones. Para mirar al filo de la butaca.
El policial argentino El desarrollo que ha tenido el cine de Pablo Trapero es notable. Desde aquella celebrada ópera prima que reflejó la existencia en la Argentina del menemato que fue Mundo Grúa (1999), a éste soberbio y heterogéneo policial negro que acaba de estrenar en nuestras salas ha pasado mucha agua bajo el puente en el séptimo arte nacional, y el propio Trapero ha probado diversos géneros y estilos, pero su visión cinematográfica no ha dejado de crecer bajo una misma idea, una misma concepción del cine y el mundo. Que Carancho, el estreno en cuestión, sea no sólo su película más lograda hasta el momento sino también la que presumiblemente le augurará la mayor repercusión de público (fue la segunda más vista el fin de semana en el país, muy cerca de Iron Man 2) no es para nada una contradicción, ni mucho menos una “concesión” a la industria, sino una circunstancia para celebrar porque ubica a su cine en el justo lugar que siempre ha merecido (aunque se deba en parte al protagónico de Ricardo Darín). Y es que el cine de Trapero es esencialmente popular, al punto de que junto a Adrián Caetano (Bolivia) y sobre todo José Celestino Campusano (Vikingo, Vil Romance) son los únicos directores que se han preocupado por poner en escena al conurbano bonaerense, ése universo absolutamente desconocido pero siempre estigmatizado por la TV. Y si el “cine bruto” de Campusano choca contra el establishment cultural vigente, el de Trapero no es menos desafiante aún, aunque su virtuosismo formal induzca a pensar lo contrario. Empecemos entonces por decir que Carancho es una película tan revulsiva como puede serlo su temática, la de los accidentes de tránsito, en medio de la corrupción estructural que existe en nuestra sociedad. En Argentina, nos informa al inicio, mueren al año más de 8.000 personas en accidentes, un promedio de 22 por día; lo que produce “un enorme mercado sostenido por las indemnizaciones y la fragilidad de la Ley”. Detrás de cada choque hay un negocio en puerta, y nuestro protagonista, Sosa (Darín, en un papel pensado para él), es una pieza clave en el entramado judicial y policial que permite aprovechar esos acontecimientos. Se trata de un “carancho”, un ave de rapiña que surca las calles del conurbano en busca de clientes, víctimas de accidentes que se podrán aprovechar para sacar jugosas indemnizaciones, y que forma parte de una mafia judicial y policial organizada para tal fin. Pero la vida de Sosa comenzará a cambiar cuando se cruce con Luján (Martina Gusmán, excelente, también productora del filme), una joven médica que se encuentra haciendo sus primeros pasos en la profesión, trabajando al límite de sus posibilidades en largas guardias de hospitales y en una ambulancia de servicio de emergencia. Ambos, por supuesto, se terminarán enamorando, aunque Luján advertirá pronto el costado siniestro de la profesión de Sosa, cuando un accidente “armado” salga mal. El melodrama romántico devendrá entonces en una épica de redención y luego en un thriller de escape, a partir de que Sosa intente renunciar a la organización y hacer un último trabajo de forma independiente, algo que sus ex compañeros no van a tolerar. Como todo buen noir, Carancho es, al fin, un relato trágico de dos seres que intentan escapar a su destino, que se enfrentan estoicamente a fuerzas mayores, que los trascienden y han dictado ya una sentencia en su contra. Pese a su crudeza, nada hay de gratuito en Carancho: si bien Trapero intensifica al máximo la fisicalidad típica de su cine con planos pegados a los personajes y planos secuencia que exploran ése universo desconocido para el gran público, nunca hay golpes bajos ni regodeos con la sangre y la violencia. Al contrario, se diría que existe una saludable voluntad testimonial en Carancho, reflejada no sólo en los pasajes que transcurren en los hospitales públicos (donde se muestran las condiciones en que trabajan nuestros médicos), sino también en los tramos más crudos, donde la violencia muestra su naturaleza brutal, terrible, arcaica. Sí hay un virtuosismo formal inusitado, que nunca conspira contra el relato, sino todo lo contrario: el trabajo en el sonido es ejemplar, constituyéndose en un protagonista imprescindible del filme (a través de él se construye y manifiesta el mundo que los rodea), mientras que la abundancia de planos secuencia (con el trabajo de cámara del gran Julián Azpesteguía, habitual de Caetano), habla de un nuevo estadio en el cine de Trapero, con una secuencia final simplemente magistral, sin parangón en el cine industrial argentino, y que como toda la película es además una refutación definitiva de las supuestas virtudes de El secreto de sus ojos. Por Martín Iparraguirre