El cine cordobés fue abriéndose camino gracias a una serie de películas personales, muy propias de esas tierras y, al mismo tiempo, muy universales. Primero tuvieron su vidriera principal en los festivales de cine, pero de a poco fueron llegando a las salas comerciales de toda la Argentina. Uno de los directores más destacados y más prolíficos de este movimiento es el sanjuanino Rosendo Ruiz. A partir de la comedia De caravana, y pasando por películas como Tres D y Camping (surgida de un taller dictado por el director), el público más especializado se fijó en él y cada nueva creación genera expectativa. Casa propia es su más reciente opus, y uno de los más dramáticos y maduros de su filmografía. Alejandro (Gustavo Almada) tiene cuarenta años y se gana la vida como profesor secundario de Literatura. Vive con la madre (Irene Gonnet), quien padece cáncer de pulmón, y mantiene una relación inestable con su novia (Maura Sajeva), a su vez madre de un chico. Su relación con la hermana es tensa, sobre todo porque no logran ponerse de acuerdo para cuidar a la madre cuando tiene recaídas. Y en medio de todo esto, la búsqueda de un pequeño departamento que pueda alquilar y que no resulte demasiado costoso, de un espacio suyo, lejos de la locura que lo rodea. La cámara sigue las peripecias de Alejandro, un personaje que acarrea un tormento interno canalizado a través de relaciones sexuales (con novia o mediante prostitutas o amigas) o de actitudes más violentas. Evitando caer en sobreexplicaciones y lugares comunes, el guión de Ruiz y del propio Almada cuenta la historia de una crisis, de alguien que está estancado económica y moralmente, y de lo difícil que es salir de esa situación cuando ya no se es tan joven. También da a entender la frustración por un sueño nunca concretado, referido a la creación literaria, y que sí parece materializarse para su único amigo. La actuación de Almada es exacta al transmitir la cara más visible de Alejandro y su padecimiento interior. Lo acompaña un muy buen elenco, donde sobresale Irene Gonnet y su capacidad para hacer creíble a una madre que también pasa por una situación difícil y tiene problemas para comunicarse con el resto. El director despliega planos secuencia que facilitan el lucimiento de cada uno de sus intérpretes. Casa propia no condena ni idolatra, ya que Rosendo Ruiz se preocupa por plasmar las complejidades del ser humano y los problemas que debe enfrentar en la vida cotidiana, y que parecen complicarse llegando a una cierta edad. Al mismo tiempo, confirma que el cine cordobés ya debería escapar de las etiquetas y las modas, que desde hace años es un asunto serio.
20º BAFICI: Cada uno elige su propia aventura. CASA PROPIA es tal vez la mejor película hasta el momento de Rosendo Ruiz (De caravana, Todo el tiempo del mundo). El mérito principal está en poner el foco en un tipo de personajes y conflictos cotidianos de nuestra clase media que no suelen verse en el cine argentino: un docente de mediana edad sortea con bastante dignidad los obstáculos que le presentan la relación con su novia (que tiene un hijo de una pareja previa), el cuidado de su madre (que sufre una enfermedad) y las discusiones con su hermana más joven, mientras busca dificultosamente un departamento para alquilar. Nadie es demasiado patético ni ridículo, nada es muy cruel: la vida de esta gente transcurre con altibajos emocionales, temores lógicos y ocasionales motivos de alegría. La visión de Ruiz es compasiva y afectuosa, sin desestimar detalles que sirven para una pintura barrial nada idealizada y un registro campechano pero elocuente de la dudosa prosperidad de los argentinos en estos tiempos. En tanto resultan poco comprensibles algunos aditamentos del guión en torno al protagonista (su visita a un prostíbulo, una trifulca con su pareja hacia el final), no concede sobresaltos el trabajo con la cámara: apenas el simpático momento en el que espía por la ventana de una maqueta sorprende dentro del estilo clásico de Casa propia, con suaves travellings que dan tiempo a los comunicativos actores a desplegar sus gestos. Fernando G. Varea
CASA PROPIA por Marcela Gamberini - Críticas 25 Jul, 2018 08:28 | Sin comentarios La película menos seductora de Ruiz es quizás la más arriesgada de su carrera. Compartir en Tumblr
Establecerse. O al menos poder permanecer un día entero en el mismo lugar, sin sentirse expulsado. Sólo eso desea Alejandro. Tener una pequeña parcela de tiempo que sea realmente suyo. Para volver a mirar el cielo. Pero no. El protagonista de Casa propia no hace más que ir y venir en un vagabundeo forzoso y cada día más amargo. Alejandro (Gustavo Almada, preciso en todo) tiene cuarenta y pocos años. Vive en Córdoba, con su madre, que está enferma y genera conflictos a cada minuto. Trabaja como profesor en un colegio secundario. A veces duerme con una novia que no termina de integrarlo en su intimidad. Tiene un gran amigo que está por irse a España. Quiere empezar a alquilar un departamento, pero salir a buscar opciones implica chocar con las obscenas arbitrariedades del mercado inmobiliario. Esta es la historia de un personaje de ficción y es también la historia del presente agotador de un país llamado Argentina. Alejandro no puede hacer pie, aunque lo intente. Y no hay nada más agotador que flotar cuando no se perciben orillas ni tampoco un fondo al que se pueda llegar para después remontar. El protagonista viaja encapsulado en el colectivo y de repente toda la ciudad parece transformarse en una gigantesca pecera. Aunque no veamos el agua, la sentimos como una amenaza certera a través los efectos sonoros de la película. Son demasiadas las frustraciones acumuladas. Algo está por desbordar. “Creo en los desafíos formales, porque es infinita la posibilidad que ofrece que el cine de combinar planos con sonidos”, señaló el realizador Rosendo Ruiz cuando Casa propia se proyectó en el último Bafici. La película está concebida desde el riesgo y resulta especialmente estimulante por las modulaciones que el director se anima a ensayar en la enunciación del film. El relato comienza con un plano general que muestra a un grupo de adolescentes que escuchan música y toman fernet en la calle. Una chica del grupo llama la atención por lo bien que hace jueguito con una pelota de fútbol. Todo sucede dentro de un sereno plano-secuencia que, aparentemente, nos invita a observar el conjunto sin manipulaciones. Sin embargo, no será la chica de la pelota ni sus amigos los protagonistas del relato, sino un señor que pasa detrás de ellos y se detiene para golpear la puerta de una casa, a los gritos. Esa bifurcación perceptiva, que nos obliga a relocalizarnos inmediatamente en el espacio diegético, sugiere una estrategia inteligente: en una película signada por los continuos desalojos (físicos y simbólicos), el primer sujeto desplazado es el propio espectador. Ni siquiera podemos refugiarnos en este plano inicial del frente de la casa como un típico plano de establecimiento que nos guíe en la acción por venir. Porque el personaje pronto se va del lugar, sin activar una lógica exterior-interior en la construcción espacial de la escena. De hecho, no habrá otros planos similares en el resto del film. La perplejidad se propaga. Algo se desacomoda. Un simple corte seco hace que la escuela se fusione imperceptiblemente con el hospital, o un truco visual revela que un impecable departamento a estrenar no era más que una maqueta en una clase de ciencias. Las reglas con las que el cine clásico agasajaba la orientación del espectador carecen de sentido en una historia en donde los espacios se confunden, se fragmentan, se tornan hostiles. Hasta la música perturba con su inesperada prepotencia épica, como si quisiera secuestrar al protagonista para llevárselo exiliado a otra película, una que le regale peripecias dignas de un héroe triunfal (en esta línea uno recuerda algunas búsquedas de Hong Sang-soo en la reciente The Day After, por ejemplo). Ruiz se permite tantear diversos recursos enunciativos en el film, pero esa matriz autoconsciente no complica en absoluto la conexión con los personajes. Al contrario: la película consigue adherirse poderosamente a la realidad de los vínculos, incluso allí donde el artificio se vuelve evidente. Será porque la angustia que emana de la historia resulta demasiado cercana a cualquiera de nosotros. Casa propia es el mejor trabajo del director hasta el momento. La película sorprende porque es impredecible en su estilo, cualidad que sólo puede funcionar como virtud cuando es el propio cineasta el que se niega a afincarse en un único espacio a la hora de crear. Un artista verdaderamente inquieto no va a encontrar nunca una residencia que sea la definitiva.
Tragedia del nido vacío Tal vez Casa propia, último opus de Rosendo Ruiz, demuestre a las claras una madurez en términos cinematográficos sin que esto signifique que sus anteriores películas no estuviesen a la altura, pero sí que despuntaban determinadas aristas que no llegaban a desarrollarse de manera plena quizás porque el orden simbólico se veía un tanto desplazado por un registro de carácter realista, la mayoría de las veces. Entre De Caravana, debut en el largo de Rosendo Ruiz, pasando por Maturitá hasta Casa propia, el espacio cinematográfico rápidamente se contagia de la realidad y de un deambular de los personajes, donde la deriva marca el rumbo para que la cámara adopte esa condición de registrar antes que observar. Pero es en Casa propia donde aparece el gran observador detrás de la sensibilidad del cineasta cordobés para sumergirse en la intimidad de un antihéroe con todas las letras. Alejandro (Gustavo Almada, co guionista) transita los 40, no tiene un lugar estable donde vivir y subsiste con un magro sueldo de docente secundario con el que apenas le alcanza para pagar ciertas deudas de hijo para ayudar a su madre.En esa casa que no es la de él, la demanda de atención de la madre, entre depresiva y enferma que requiere cuidados permanentes, se respira muy poco aire. Esa asfixia no necesariamente producida por un encierro en el lugar es la que padece en soledad Alejandro, oprimido por las frustraciones y la inercia de no poder salir de un círculo vicioso que arranca con una novia, madre de un hijo pre adolescente, separada, quien lo utiliza en su condición de amante a cambio de esporádicos raptos de convivencia hogareña pero que nunca consolidan la estabilidad de pareja que él necesita para ganar alguna cuota de tranquilidad. Tampoco, la poca solidaridad de su hermana casada para hacerse cargo a medias del destino de la madre demandante. En ese derrotero, la búsqueda de un espacio propio -y de ahí el título del film- surge desde un anhelo más que desde una necesidad concreta anclada a la realidad socioeconómica del protagonista y su situación precaria en el ámbito sentimental y laboral para llevar a cabo proyectos de autonomía y desapego de los vínculos parasitarios que lo sumen en una paulatina tragedia personal. Rosendo Ruiz da espacio al silencio desde el barullo mental y expresa la abulia de un personaje que arrastra su vida como puede en una permanente actitud corporal en la que la mochila invisible de plomo que carga Alejandro en su condición de hijo es directamente proporcional a la opresión de una ciudad atestada de departamentos de paredes blancas como las páginas de una tragedia con final anunciado.
Alejandro tiene casi 40 años, vive en Córdoba y es profesor de literatura en una escuela. Está de novio con una mujer que tiene un hijo, pero su estabilidad pende de un hilo. Vive con su madre, quien fue diagnosticada con cáncer de pulmón, y mientras tanto busca un pequeño departamento para alquilar. Con su hermana tampoco tiene una muy buena relación, con la cual se disputa todo el tiempo quién puede cuidar a su mamá. Un hombre común con una vida compleja como la de cualquier otro mortal. “Casa Propia”, del director sanjuanino Rosendo Ruiz (“De Caravana”, “Tres D”), pero cuya filmografía aborda historias cordobesas, nos muestra a un personaje ordinario con una conflictiva vida. Una trama sencilla que funciona gracias a la confección de su protagonista. El film no busca ponernos de su lado o en su contra, sino que a medida que avanza el relato podemos observar los matices que presenta. Como cualquier persona, Alejandro tiene buenas acciones y momentos en los que pierde los estribos con peleas, malas actitudes y hasta violencia. Es un hombre que vive en constante presión, con demandas de todas partes (madre, mujer, hermana, jefes), y que a veces esa intensidad explota hacia el exterior. Debemos destacar el trabajo que realiza Gustavo Almada, quien también es el coguionista de la cinta, ya que le aporta una gran naturalidad a su personaje. El resto del elenco acompaña de buena manera y agrega su cuota combativa para hacer reaccionar al protagonista. En cuanto a las temáticas que trata, cualquier espectador se podrá ver reflejado en algunos de los conflictos por los que atraviesa Alejandro. Tal vez no se pueda empatizar en todo momento con las reacciones del personaje principal, pero seguro nos hace poner en su lugar para pensar qué haríamos si fuéramos él. Nos encontramos con el abordaje de la enfermedad de un ser querido, hacerse cargo de los padres, una relación inestable, conflictos entre hermanos, separaciones, entre otras cuestiones. Los aspectos técnicos acompañan a la historia sencilla, mostrando una simpleza en sus locaciones y ambientación, pero con algunos planos interesantes (como la secuencia inicial del film). En síntesis, “Casa Propia” se nutre de su protagonista y su elenco en general para otorgarnos una trama intimista con matices, donde podemos observar personas comunes viviendo sus vidas rutinarias llenas de inconvenientes. Una historia que aborda lo que podrían ser los días de cualquier ser humano, haciendo que el público pueda sentirse relacionado.
Prolífico como pocos (en los últimos cuatro años rodó Tres D, Todo el tiempo del mundo, Maturità y este nuevo trabajo), el cordobés por adopción (nació en San Juan) Rosendo Ruiz consigue con Casa propia el largometraje más inteligente, sólido, maduro y convincente de una carrera que explotó cuando en 2010 estrenó la exitosa De caravana. El film arranca con un plano secuencia en el que unos jóvenes con sus motos estacionadas en la calle planean una inminente salida nocturna, mientras beben Fernet con Coca y unas chicas hacen jueguito con la pelota (¡son excelentes!). En el fondo, percibimos a un hombre (Gustavo Almada) al que su pareja se niega a abrirle la puerta de la casa. Tras mucho insistir (rogar), puede acceder y retirar sus pocas pertenencias. Los muchachos desaparecerán de la película (es una forma de presentar la esencia cordobesa), pero nos quedaremos con las desventuras y peripecias de ese señor en crisis. El antihéroe perfecto de Casa propia es un profesor de Literatura que se acerca a los 40 años y trabaja en un colegio secundario. El protagonista no sólo se ve inmerso en constantes peleas y reconciliaciones con su novia (Maura Sajeva), quien además tiene un hijo de un matrimonio previo, sino que además debe hacerse cargo de su madre (Irene Gonnet), que sufre de un cáncer y tiene múltiples recaídas. Su universo personal se completa con una hermana con la que no se lleva nada bien (y que lo ayuda poco a cuidar a la mamá) y un amigo de existencia bastante más despreocupada y que parece tener un incipiente éxito literario que él nunca pudo conseguir (en el mejor de los casos lo vemos corrigiendo los trabajos de sus alumnos). Mientras visita una y otra vez departamentos vacíos con el objetivo de alquilar algo acorde a sus magros ingresos como docente (provisoriamente se instala en la casa de su madre), mantiene múltiples relaciones sexuales (con una compañera de trabajo, con una prostituta y -cuando las cosas no están del todo descalabradas- con su novia), aunque siempre con una sensación de angustia, decepción insatisfacción y falta de compromiso. El principal hallazgo de Casa propia (además de su impecable trabajo con los planos secuencia y la excelencia de todo el elenco) es que Ruiz y su protagonista (y coguionista) Almada consiguen que nos consustanciemos con las distintas facetas y experiencias de un hombre común, por momentos hasta gris si se quiere, pero en el que descubrimos matices y cualidades inesperadas (que van desde lo querible hasta lo despreciable). Es la magia del cine: no hacen falta revelaciones sorprendentes, efectos visuales, pirotecnias narrativas ni situaciones superheroicas cuando afloran la carnadura y el espesor psicológico de los personajes cotidianos.
Elige tu propia aventura La sala Leopoldo Lugones presentará una retrospectiva del director cordobés Rosendo Ruiz. En ese contexto entrena Casa propia, una obra que versa sobre la crisis de la mediana edad, las dificultades para emanciparse y la angustia de no encontrar un lugar de pertenencia. Alejandro (Gustavo Almada) tiene cuarenta años, es docente y aún vive con su madre. Atraviesa un momento en su vida donde todo es inestable: una relación sentimental que le da más dolores de cabeza que satisfacciones, la enfermedad de su madre que, a pesar de lo trágico, le hace ver que su muerte sería lo único que le permita romper la relación de dependencia mutua, y la imposibilidad de conseguir un techo propio donde vivir por la propia situación económica que atraviesa y la mecánica perversa del mercado inmobiliario. Hay una búsqueda formal completamente heterogénea que, lejos de mostrar incoherencias, se contruye como un lenguaje propio consistente y fresco que dota a la película de una clara identidad propia. La cámara de Ruiz, a veces en mano, a veces siguiendo a los personajes a través de los espacios, a veces subjetiva, se propone casi espiar una serie de hechos cotidianos dados en un momento determinado de la vida de Alejandro. Es un hombre con su profesión definida a quien nada le alcanza. Y el punto de su angustia es que sus aspiraciones no son fantasías irrealizables, quiere lo básico que la sociedad nos exige para catalogarnos como “personas realizadas”: casa y familia. Pero el mismo entorno que le demanda conseguir esos ítems para sentirse normal es la que le pone palos en la rueda. Para la casa, los requisitos que le piden en una inmobiliaria a la hora de alquilar están fuera de su alcance, a pesar de ser los básicos (garantía y recibos de sueldo). A nivel familiar no puede cortar el vínculo de dependencia casi enferma que ha establecido con su madre y parece querer replicarlo con su pareja. La heterogeneidad formal que mencionaba antes plasma de forma casi directa la psiquis del personaje. Alejandro se convierte así en un personaje indescifrable, impredecible. Por momentos es un hombre paciente que intenta ayudar tanto a su madre como a su pareja en la crianza de su pequeño hijo, pero de pronto se convierte en un ser que desprecia y maltrata a todos a su alrededor, incluyéndose a él mismo. Alejandro es inestable, está perdido. Lo complejo es que sabe lo que quiere (si lo quiere por motus propio o por mandato es otro tema), pero no deja de autoboicotearse. Su frustración lo enoja consigo mismo. Su vida es una madeja de hilo enredada de la cual es imposible encontrar la punta para empezar a desenredar. El diferencial de Casa propia es que cuenta esta crisis con sutiles guiños humorísticos, relativizando el drama. A pesar de postular la historia de un perdedor, la liviandad con la que se toman sus fracasos nos permite no angustiarnos, nos da una pequeña luz de esperanza que indica que, en casa propia o no, la vida sigue igual.
La furia contenida El primer plano de Casa propia (2017), de Rosendo Ruíz, es definitorio de aquello que luego se convertirá en una constante del film: Un grupo de jóvenes se ríen, pelean y toman fernet, mientras asisten involuntariamente a una pelea conyugal que termina en una separación. Cual voyeurs, los adolescentes y los espectadores compartirán el primer acercamiento a Alejandro (Gustavo Almada), protagonista del relato, un ser que vive el día a día pendiente de un hilo. El reciente alejamiento de su mujer actual (Maura Sajeva) no hará otra cosa que complicarle aún más su futuro a Alejandro que, de regreso a la casa natal, deberá convivir con su madre (Irene Gonnet), una mujer a la que le descubren un cáncer terminal, hecho que posterga su actual crisis, amorosa, laboral, existencial, a punto de cumplir 40 años, por los cuidados necesarios para ella. A diferencia de sus propuestas anteriores, Ruiz plantea los personajes protagónicos, los satélites y aquellos conflictos que atravesarán de primera mano. No habrá sorpresas en el relato, pero si en la composición de las escenas y en la resolución de las mismas, que exigen un compromiso mayor por parte de los actores, y, principalmente, el de Almada -quien además coescribe el guion- que debe componer al impávido hombre ante los avatares que se le plantean y mantenerse contenido a pesar de todo. En una segunda instancia, Ruiz contrasta su relación con los jóvenes, y ubica a Alejandro dentro del contexto que vive como profesor de lengua y literatura en un instituto secundario privado, completamente diferente a ese universo inicial de aquellos adolescentes que sólo querían disfrutar de la noche, el sexo y el alcohol. Porque la noche, para Ruiz, es el espacio del disfrute y descanso, y los personajes habitan ese momento crepuscular para conseguir mantenerse vivos ante la dureza de las rutinas que los atraviesan y definen durante el día. La Ciudad de Córdoba se abre al lente del director, no sólo como un espacio para desarrollar el relato, sino como un actante más dentro de los conflictos trascendentales que se le plantean todo el tiempo al protagonista y su entorno. Casa propia habla del lugar que necesita el protagonista, que no necesariamente es habitacional, es el reparo para poder conectarse consigo mismo a pesar que el exterior constantemente lo interpela, le exige y estimula.
Una tensión imposible El último trabajo del realizador argentino Rosendo Ruiz es un drama costumbrista sobre un docente de cuarenta años atrapado en espacios compartidos que anhela encontrar un lugar propio para poder despegarse de las dependencias que lo atan emocionalmente, impidiéndole romper con un círculo vicioso de conflictos personales. Mientras busca un departamento para mudarse solo en la ciudad de Córdoba, Alejandro mantiene un enfrentamiento manifiesto con todos los seres cercanos a él. Si con su madre la convivencia ha llegado a un punto de hartazgo mutuo en una dialéctica de amor y odio, la tensión con su hermana y el marido de ésta es explícita y las peleas con su pareja son constantes. Cuando a la madre le diagnostican cáncer de pulmón la tirantez de las relaciones se agravan y los conflictos morales se desatan a la vez que la posibilidad de mudarse se convierte en una quimera para aquel que no es dueño ni tiene un trabajo fijo en blanco a tiempo completo. Casa Propia (2018) indaga en algunos de los problemas emocionales causados por la imposibilidad de la construcción de un espacio simbólico personal que le permita escapar al protagonista, aunque sea un rato, del alboroto de la vida cotidiana. El alquiler de un departamento se convierte aquí en una alegoría espacial de la creación de un santuario propio que le permita escapar de las vicisitudes y las exigencias familiares y de las relaciones que lo abruman y no le permiten relajarse ni disfrutar de su nueva situación laboral. Ruiz se apoya en la dirección de fotografía de Pablo González Galetto para construir escenas cerradas en una Córdoba de matices desiguales con una arquitectura heterogénea, barrial, en la que la precariedad y el abandono son signos de la desidia pública y privada ante los problemas estructurales de una de las ciudades más importantes de la Argentina. Con una gran actuación de Gustavo Almada, acompañado por un extraordinario elenco compuesto por Irene Gonnet, Maura Sajeva, Mauro Alegret, Yohanna Pereyra y Eugenia Leyes Humbert, el film de Ruiz conduce al personaje principal hacia un choque anunciado contra sí mismo debido a las tensiones irresueltas que acumula sin cesar. Regulando la tensión, el opus del director de Todo el Tiempo del Mundo (2015) analiza así desde distintos ángulos las relaciones familiares, la amistad, la relación filial entre hermanos y las relaciones de pareja adultas para ponerlas en conflicto y encontrar en la contraposición de puntos de vista las contradicciones de todos estos vínculos, la ruptura de los paradigmas y la construcción del espacio como un protagonista tácito, donde la visibilidad de los lugares imaginarios cuestionan las condiciones emocionales que producen ciertas situaciones sociales que encierran a las personas en lugar de liberarlas de sus problemas.
Casa Propia: Una película bien cordobesa. Lo nuevo del director Rosendo Ruiz trata el dilema de seguir viviendo en casa a los 40. Cada vez permanecemos más en la casa familiar. Algunos por comodidad, otros por practicidad y otros simplemente por imposibilidad financiera. Esa es la realidad. Los psicólogos incluso le han puesto un nombre a este fenómeno: Síndrome de Nido Lleno. En esta ocasión, el tema se trata desde el punto de vista del hijo, el cuál ya pasó del punto de comodidad y se siente agobiado por su situación actual, a la vez que no puede él mismo decidirse a romper este ciclo. La historia sigue a Alejandro, profesor e secundaria que ama su trabajo, tiene una novia con un hijo que no lo reconoce como pareja y vive en la casa de la familia con su madre, enferma de cáncer de pulmón que sigue fumando. La historia se concentra en esa relación principalmente. Destaca como para Alejandro (Gustavo Almada), la situación es incómoda como mínimo. No es un tipo inculto ni pobre, pero es una persona de clase media y el concepto de irse de la casa lo incomoda económicamente, ya que es él quien se hace cargo del alquiler de la madre. Lo interesante es como lidia él con cada situación en la que se encuentra. No es particularmente apto en su vida social y, fuera de la escuela, se lo ve cansado y casi deprimido. La madre lo hace sentir culpable cuando tiene que ir a trabajar, la hermana -que ayuda- no quiere la responsabilidad de cuidarla a tiempo completo, la novia que no quiere “etiquetar” su relación y que frente a su hijo, con quien él intenta desarrollar una relación sin sobrepasar sus límites, lo trata de amigo. El desarrollo de la trama nos lleva a través de todas sus relaciones mientras busca un departamento propio, lo cual se le dificulta económicamente, como ya hemos mencionado. Visualmente, esos momentos en el departamento contrastan mucho con todos aquellos en casa de su madre o de su novia. Son lugares limpios, vacíos, pintados de blanco. Es imposible no compararlos con nuevos inicios. Mientras que todos los espacios en su casa están abarrotados, ya sea por muebles, papeles, libros. Visualmente, hacen sentir al espectador abrumado. Dan la sensación de que es mucho y no se puede respirar. Por otro lado, tenemos al personaje de Marta (Irene Gonet). A Marta la conocemos mejor como la madre. Y sabe meterse en la piel del personaje. De a momentos es inevitable pensar: “pobre mujer”. Se ve cansada, abatida y solitaria y es imposible no sentir empatía con ella cuando el doctor la diagnostica. Pero luego, la vemos pidiéndole a él que no vaya a trabajar, que prefiere que la cuide él y no la hija, que la hija tiene su propia familia y él no, y te sentís frustrado con ella. Después de todo, eso te hace sentir que lo que el hijo ha logrado en su vida no vale y ella lo desvaloriza constantemente. Narrativamente, es una película bien desarrollada. Rítmicamente, no tanto. No logra ser atrapante y es una lástima, ya que la temática es interesante y actualizada pero de a momentos se torna aburrida. Rosendo Ruiz busca hacer un análisis de por qué Alejandro es como es y lo logra. Lo que no logra es hacerlo de una forma entretenida. No digo que deba ser una comedia, pero los dramas se basan en el desarrollo de la emoción, y aquí fallan en ese objetivo. Lo que siente el protagonista no se transmite y termina quitándole vida al film. Una pena.
Retrato de la vida cotidiana La trama gira en torno a Alejandro, un hombre de 40 años, profesor de literatura que irá atravesando distintas situaciones en su vida cotidiana, como las de cualquier persona. Tiene una novia a la que ama, y con quien se pelea constantemente, pero esto no quita que desee a otras mujeres; se entera que su madre padece de una enfermedad terminal, y no se pone de acuerdo con su hermana para cuidarla. Deberá lidiar con esto, entre otras cosas, mientras su único consuelo parece ser buscar departamentos (que nunca alquila) para tener su casa propia, como lo indica el nombre del film. Más allá de su impecable aspecto formal -la cámara intercala desde planos fijos, planos secuencia y paneos circulares, con una voz fuera de cuadro que potencia su discurso cuando muestra el contexto-, la película también da cuenta de que somos esclavos del deber ser. Alejandro, a pesar de haber logrado metas en su vida, como obtener un título, se lo nota triste e inconforme. Él transita todos los estados: a veces es dulce, correcto y educado; y otras, dice palabras que hieren o explota en furia con su pareja. Es difícil dilucidar porque transmite esa desazón, y es evidente que está en busca de su lugar propio, aquel trasciende al espacio físico. Caben destacar las actuaciones de Gustavo Almada, Maura Sajeva e Irene Gonnet, que dotan a la historia de tanta empatía, que es imposible no involucrarnos en sus penares. A través de una trama simple, Rosendo Ruiz da cuenta de la complejidad de la conducta humana, así de cómo influyen en nuestras vidas las convenciones sociales impuestas.
Alejandro es un docente cordobés que busca tener su propio departamento. Actualmente oscila su vivienda entre la casa de su madre, que padece cáncer de pulmón, y el de su novia, con la que actualmente tiene fricciones. Ese vaivén, esa búsqueda de un lugar propio, lo pondrán no pocas veces en una difícil posición. Raíces de Ayer y de Mañana Tal como su título lo indica, Casa Propia, tiene un doble significado en cuanto a lo propio. No solo a buscar ese lugar donde echar raíces, sino el de dónde provienen las nuestras, las que nos pusieron sobre este mundo. Sobre los conflictos que surgen entre los deseos de lo primero y las obligaciones que tenemos para con lo segundo. Para que esto se entienda y se sienta narrativamente sin parecer un racconto de hechos azarosos sin historia alguna, es menester tener un buen desarrollo de personajes, algo que esta película ostenta muy dignamente, principalmente por la paciencia que se toma al realizar dicho desarrollo. Tal paciencia también se la encuentra en el trabajo de cámara. El ejemplo más contundente lo encontramos en su plano inicial: toma una conversación al azar entre un grupo de jóvenes, concentrándose en la casa de la pareja del protagonista, la cual deja. Ese lento, suave y casi imperceptible movimiento se encuentra a la par de su propuesta temática. Esa necesidad de salirse de lo general y profundizar en lo particular. Actoralmente, en términos generales, la película presenta muy dignos trabajos, ya que no pocas veces la cámara les dedica primeros planos (incluso de esos que interpelan directamente al espectador) y tienen unas expresiones que dicen mil cosas con solo utilizar los ojos, algo que requiere de un gran talento para hacerlo posible. Conclusión Casa Propia es una acertada mirada sobre los vínculos humanos. Sobre nuestros orígenes y, valga la redundancia, lo que deseamos originar. Sobre esa cuerda floja que nos puede hacer caer en el egoísmo con muchísima facilidad. Un acierto conseguido a manos de un guion paciente, una puesta visual inteligente y actuaciones con mucha vida interior.
Un mal de época: llegar a los 40 viviendo con los padres. Se le puede echar la culpa a la situación económica, pero en el caso de Alejandro la cuestión tiene un componente más preocupante: le falta solidez financiera, sí, pero su mayor endeblez está en su estructura afectiva. Y anda por la vida como bola sin manija. Muchos recordarán De caravana (2010), la opera prima de Rosendo Ruiz que sorprendió por su ritmo y sus coloridos personajes. Ahora, en su quinto largometraje, el sanjuanino de nacimiento y cordobés por adopción presenta una historia introspectiva, de puertas adentro, más emparentada con el -ya viejo- Nuevo Cine Argentino. El permanente rictus de asco Alejandro refleja su percepción de la vida: nada lo conforma ni parece venirle del todo bien. La neurosis argentina no es patrimonio exclusivo de los porteños. Una pareja con vaivenes, una madre enferma, una hermana que no termina de ayudar. Y por ahí va Alejandro, rebotando de cama en cama. Como si todavía fuera un escolar, con una mochila a la espalda, pero cargada de insatisfacción existencial. Ruiz creó un personaje antipático, con el que no siempre es fácil empatizar, pero que se ubica en situaciones reconocibles. Sobre todo en el plano familiar: hay verdad en esas relaciones tirantes con la hermana ausente y la madre. Está bien captado ese trágico momento en que los hijos se transforman en padres de sus padres. Y es aquí donde Casa propia es valiente, porque hay ahí, flotando, un sentir inefable, que pocos se animan a confesar: lo que Alejandro necesitaría es que su madre se muriese. Esta temática tabú es de una potencia que tal vez podría haber sido mejor aprovechada. Porque varias de las circunstancias que atraviesa el protagonista lo que terminan haciendo, en lugar de enriquecer a la película, es diluirla y asordinarla.
Presentada en la última edición del Bafici, Casa propia -que se estrena en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín-, un reducto clave de la cinefilia porteña- tiene la virtud de abordar un argumento corriente con una marcada personalidad cinematográfica. En esta solvente película del cordobés Rosendo Ruiz, el foco está puesto sobre un protagonista que araña los 40 y vive agobiado por las dificultades cotidianas que son tan comunes en la gente de su clase: desea mudarse pero todavía vive con su madre, que además sufre un problema de salud importante; debe lidiar con los vaivenes de una relación de pareja muy inestable; y encima no parece del todo satisfecho con su rutinario trabajo como profesor en una escuela secundaria. Adrián (interpretado con mucha soltura por Gustavo Almada, también coautor del guion) enfrenta todos esos problemas como puede, pero siempre parece guiado por la honestidad. Y Ruiz acompaña su sinuoso derrotero con una puesta original que encuentra en la variedad y el atrevimiento de los encuadres y los movimientos de cámara un idioma propio. La dialéctica que motoriza la película quizás sea esa: el diálogo y las tensiones entre una historia sencilla y un lenguaje para abordarla que persigue la singularidad. Ruiz es eficaz en el manejo de esa energía y consigue una película sólida y emotiva que además elige correrse prudentemente del sentimentalismo artificial.
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Si hubiera que caracterizar el cine de Rosendo Ruiz habría que decir que cada nueva película suya parece tratar de despojarse de casi todo lo hecho por las anteriores, como si la reiteración del estilo, piedra basal de la teoría de autor, fuera algo de lo que hay que escapar buscando siempre nuevos caminos. A pesar de eso, la diversidad de la filmografía de Ruiz deja ver algunas insistencias: el gusto por el género, el interés por todo lo que sea joven, las remisiones a la historia del cine (siempre como fuente de placer) y el encanto de sus protagonistas, en especial de los más chicos, que se mueven con una fluidez y una gracia difíciles de igualar. Esa vitalidad está ausente en Casa propia, que aparece desde el comienzo dominada por una amargura infrecuente para el director de De caravana. El relato sigue a un profesor de secundario que vive con su madre enferma de cáncer, tiene una relación inestable con su novia y pelea con su hermana y el marido para que le den una mano con los cuidados de la madre. Gustavo Almada le imprime a su personaje un fastidio que deja al espectador en un lugar incómodo: el relato propone acercarse a un protagonista irascible que resulta ser el principal artífice de sus desgracias. El guion trabaja una estructura recurrente: Ale se siente bien, por una vez todo parece haberle salido bien, y el tipo va y hace algo que arruina todo. Una cena familiar da lugar a una pelea de pareja, una visita al geriátrico termina con el hijo gritándole a la madre enferma; un amigo le comunica que ganó una beca con un cuento que, acto seguido, Ale reclama como propio. La seguidilla de escenas refuerza esa lógica y genera una expectativa: ante cada momento de plenitud uno no puede evitar preguntarse cuál será el próximo error de Ale, de qué manera va a equivocarse, qué medios va a encontrar esta vez para perpetuar su infelicidad. En Casa propia falta la alegría de las otras películas de Ruiz, el vigor de sus personajes. También faltan los chicos, aunque algunos aparecen de tanto en tanto mostrando la ebullición de un universo ajeno al de Ale y a su vida de cuarentón que vive con la madre. La primera escena es reveladora: de noche, un grupo de chicos pasa el tiempo en la calle. Toman fernet, andan en moto, se cargan, desafían, cuentan alguna novedad, hacen planes (están entre ir a bailar o ir a ver una banda). Están frente a la casa de Vero, la novia intermitente de Ale (pero eso se va a saber después). Pasados varios minutos, un hombre irrumpe en la vereda, golpea la puerta, le abren, entra; algo ocurre adentro y el hombre sale entre insultos y llevándose una mochila. La escena transcurre en el fondo del plano ocupado por los chicos, que comentan la pelea entre chistes y se ríen de Ale, personaje que el guion todavía no presentó, pero que la película ya mira sin demasiado cariño. La escena es reveladora, entonces, porque la puesta en escena y la convivencia de esos dos mundos (el de los chicos, el de los adultos) permite leer la secuencia a la luz de la filmografía del director, como si alguna de sus películas anteriores (Tres D o Todo el tiempo del mundo, tal vez) observara Casa propia, la película que está empezando, y lo hiciera con cierto desencanto, adelantando el abismo que se abre entre la libertad y la calidez del espacio que habitan los chicos y la ingratitud y la frustración que rigen la vida de los grandes. La solidez extraordinaria con la que el director resuelve cada escena y la caracterización notable de Ale que hace Gustavo Almada no disimulan el mecanismo un poco cruel que organiza la película, donde el personaje, un tipo resentido e incapaz del más mínimo aprendizaje, no hace otra cosa que hundirse cada vez más.
Quinto largometraje del cordobés Rosendo Ruíz, "Casa propia", es un crudo y a la vez cálido retrato sobre una generación frustrada. ¿Se puede hablar del NCC? Si a principio del Siglo XXI un grupo de cineastas jóvenes le devolvieron la frescura al cine argentino retratando la realidad de una generación joven desamparada y descreída de un futuro venturoso; hace ya varios años que desde la provincia de las sierras y el reloj Cucú, se viene gestando algo que retoma esa postura desde un estrato superior. Rosendo Ruíz es el estandarte, el nombre más conocido de esta camada de Nuevo Cine Cordobés, que en buena parte, vuelve a tomar a esos mismos personajes, otrora adolescentes, veinteañeros; ahora en aquella provincia que mezcla la ciudad con el interior, y con nuevas inquietudes y frustraciones. En 2010, su ópera prima "De caravana" causó aplausos y revolución cuando se presentó en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Aquella postal de las costumbres propias de la provincia, plagadas de ritmo y gracia, con una mirada joven adulta potente, auguraban un futuro brillante que, hasta ahora, no se ha contradicho. A Ruiz le siguieron otros realizadores cordobeses que hicieron sus propias versiones de historias bien propias de esa provincia. Casa propia, probablemente abra una nueva etapa, como aquellos films del Nuevo Cine Argentino que superaban las limitaciones del barrio. Si bien sigue ubicando en Córdoba, más precisamente en Córdoba Capital, es su film más universal y abarcador. Positivamente, sin perder nada de su vigor. ¿Todo chico quiere ser grande para poder independizarse y hacer las “cosas de grandes”? ¿Qué pasa si eso no se cumple? Alejandro (Gustavo Almada, actor en "De caravana", acá también co-guionista junto a Ruiz) es un hombre de edad indefinida, supuestamente alrededor de los 40, probablemente un poco más. Es profesor, gana poco, mantiene una relación indefinida con una mujer separada y con un hijo que no blanquea, y vive con su madre. Por más deseo que haya de mudarse a un hogar suyo, no hay expectativas de lograrlo. Lo primero que veamos será un flashforward. Una barra de chicos parando en la calle frente a una casa. De la misma, sale un hombre en plena pelea de pareja que es echado de ese hogar. Sí, ese hombre es Alejandro. ¿Será el destino que le espera a esos jóvenes? ¿Será el estado en que quisiera estar Alejandro? Casi lo primero que le oímos decir a su madre (la espléndida Irene Gonnet) es una increpación a su hijo ¿Cuándo te vas?. Pero no, esto no es la comedia "Soltero en casa", ni ninguna otra que se le parezca. La relación de Alejandro con su madre es de una dependencia y rechazo mutuo. Para colmo, a ella le diagnostican un cáncer en etapa avanzada, y no es una mujer fácil de tratar. Tiene una hermana, y un cuñado, pero de hacerse cargo de la madre, por más gritos desesperados de Alejandro, no. Su vida laboral está estancada, ser profesor ¿lo satisface?. Su vida amorosa es aún peor, está enamorado/obsesionado de una mujer separada con un hijo y que no quiere saber nada con admitir que son algo más que amantes, por más que Alejandro pase noches y días enteros en esa casa. Todo es así en la vida de este personaje, que bucea entre buscar departamentos para independizarse, pero nunca llega con los alquileres y/o las garantías. Ruiz está retratando un clima, un síntoma, una generación que existe; que ya no puede considerarse joven en el sentido irresponsable del término, pero que no está ni siquiera cerca de tener sus conflictos resueltos. ¿Genera empatía Alejandro? No hay una respuesta. Lo cierto es que Ruiz no la fuerza, y puede caernos bien o mal, pero siempre es realista, por lo que sí genera identificación. Ruiz nos habla de las crisis de edad, de los deseos de ser un hombre y no hacer pie ni en el amor, ni en la paternidad, ni siquiera en tener un futuro asegurado. Alejandro ¿quiere? asumir responsabilidades, quiere ser una figura adulta de alguien. Dejar de ser hijo para pasar a ser esposo o padre (del hijo de su pareja, de sus alumnos). Pero no lo logra; no halla su lugar. A través de un lenguaje visual potente, con escenarios abarrotados o blancos minimalistas según la ocasión; "Casa propia" nos lleva del caos al deseo de armonía interna, de la risa, al drama, y a la tensión. Hay mucha ira y frenesí contenido en nuestro protagonista. Rosendo Ruiz lo logró, "Casa propia" (en definitiva) es una película superadora de su propio estilo. Escrita a sapiencia, con una fotografía precisa, llena de planos que hablan por sí solos, y un montaje atrapante. Guarda también sus armas en las maravillosas interpretaciones de Almada y Gonnet, y una imagen final para aplaudir de pie. El Nuevo Cine de Córdoba ha subido otro nivel.
“Casa propia”, de Rosendo Ruiz y Gustavo Almada Por Gustavo Castagna Es la tercera película que veo de Rosendo Ruiz y a esta altura corroboro que se trata de un muy buen director. Desde propuestas heterogéneas (aun no vi sus “documentales-talleres”), jugando con el tiempo y el espacio, manifestando su interés por retratar estratos sociales de Córdoba, las tres, cada una a su manera, conforman un corpus temático y formal difícil de encontrar en el cine argentino. Se trate del desparpajo festivo de De caravana hasta la fusión entre el documental y la ficción en Tres D, ahora en Casa propia se presenta una historia con un marcado punto de vista, un personaje complejo (un actor notable y también coguionista del film: Gustavo Almada) y una narración que reúne situaciones que coquetean con el naturalismo de forma astuta para no caer en lugares comunes y redundancias varias El centro del relato es un profesor de literatura cerca de los 40, con novia, con pareja y de vez en cuando de visita a un prostíbulo, con madre débil en salud, con un amigo que parece triunfar en aquello que el personaje parece “empantanado”. También con una hermana que delega responsabilidades familiares, Alejandro ocupa diversos espacios pero ninguno le pertenece o, en todo caso, no termina de convertirse en protagonista de algo que no todavía no le corresponde. Por eso busca su casa propia, visitando departamentos, oteando el paisaje interior y exterior, recordando hasta dónde llega su dinero. En ese fluir de lo privado compartido a lo privado como deseo extremo, Casa propia entra y se aleja del peligroso naturalismo a través del uso del plano secuencia, pero también, recurriendo a esos tiempos muertos tan adictivos en el nuevo (ya viejo) cine argentino pero que acá funcionan a la perfección. Ruiz desnuda a su personaje, protege a su criatura de ficción pero no le da categoría de héroe. Estimula sus virtudes pero no esconde los defectos. Lo hace hablar solo cuando la trama requiere como centro operativo del relato, rodeado de personajes secundarios, periféricos a una historia donde Alejandro es dueño y señor, salvo de su espacio propio. Y allí va a la búsqueda de esa pequeña porción de felicidad que la película resuelve con ese movimiento de cámara de tonalidades ambiguas, donde el cuerpo no está pero la subjetiva dice acá estoy. CASA PROPIA Casa propia. Argentina, 2018. Dirección: Rosendo Ruiz. Guión: Rosendo Ruiz y Gustavo Almada. Fotografía: Pablo González Galetto. Música: 440 estudio. Edición: Rosendo Ruiz y Ramiro Sonzini. Sonido: Atilio Sánchez. Dirección de arte: Carolina Bravo y Julia Pesce. Int{erpretes: Gustavo Almada, Irene Gonnet, Maura Sajeva, Mauro Alegret, Yohana Pereyra, Eugenia Leyes Humbert. Duración: 83 minutos.
Pertenece al realizador Rosendo Ruiz, reconocido como “el padrino” del nuevo cine cordobés. Filmada en la capital de la provincia el film incomoda de entrada al espectador, con riegos formales, cambios, trucos y símbolos. Pero también con la angustia palpable, sostenida, continua, de un protagonista que simboliza fácilmente a un hombre de nuestro tiempo. Es alguien que quiere una casa propia, alquilar un espacio donde pueda sentir que llega a su lugar en el mundo y respirar tranquilo en una guarida, un refugio seguro. Sin embargo todo en su vida se tambalea, una relación amor-odio con su madre insoportable, un amor no comprometido con su pareja, que nunca termina por integrarlo a su vida, una profesión, la de profesor de literatura, que no le da demasiadas satisfacciones. El protagonista deambula constante por una ciudad que lo ahoga hasta el límite. Con una buen protagonista, Gustavo Almada, un elenco efectivo y un ambiente de características propias que nunca cae en el pintoresquismo.
Un relato que mueve a la introspección La nueva película del director de Tres D es el fruto maduro de un cineasta en su mejor momento, una historia de supervivencia. En tiempos de películas hechas con la meta de tranquilizar al espectador concediéndole la sensación de estar ubicado en un lugar moralmente correcto, mediante guiones que optan por el camino fácil de moldear personajes tersos y sin dobleces, una pequeña porción de producciones argentinas sigue apostando por lo contrario. Es decir, por incomodar obligando a quien mira a generarse preguntas y a entender que, como la vida, el cine también puede ser gris, una cuestión de puntos medios y no de blancos o negros, de malos o buenos. Uno de los puntos más altos de la Competencia Nacional de la última edición del Bafici, Casa propia es el fruto maduro de un director en su mejor momento, la historia de un cuarentón al que nada le sale bien pero tampoco mal, dado que aquí cualquier tipo de extremo (ético, actitudinal, dramático) brilla por su ausencia. Lo que hay, en cambio, es una historia sobre la clase media-baja laburante que versa sobre aquello a lo que mayor tiempo y energía le dedica la clase media-baja laburante: sobrevivir, ganarse el mango y, por lo tanto, pensar en plata, algo vedado para el 99 por ciento del cine autóctono que la concibe como algo intrínseco, que siempre estuvo o, en su defecto, que no cuesta conseguirla. El último largometraje del sanjuanino radicado en Córdoba Rosendo Ruiz (De Caravana, Tres D, Maturitá), cuya obra es objeto de una retrospectiva integral en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, arranca en la puerta de una casa donde un grupo de jóvenes habla sobre la próxima salida nocturna. El director los muestra mediante un largo plano secuencia que va cerrándose sobre la fachada. La película repetirá ese procedimiento culminando con la cámara casi pegada a los rostros de los personajes mientras charlan o discuten, dejando fuera de campo al interlocutor, en movimientos elegantes pero no virtuosos, invisibles a fuerza de sutileza y pertinencia. Los jóvenes forman una ronda deforme donde los “culeados” y “culeadas” se intercalan cada tres o cuatro palabras y en cuyo centro circulan apetecibles vasos de fernet con Coca, únicos –y algo obvios– indicios del marco geográfico cordobés que albergará la historia. Al protagonista se lo presenta tocando la puerta de la casa y pidiendo por favor que lo dejen entrar a recoger sus pertenencias, todo ante la atenta mirada de esos chicxs de los no se sabrá nada más. Aquel hombre suplicante es Adrián (Gustavo Almada, coguionista junto a Ruiz) y su presentación, acorde a una realidad lejos del confort: tiene casi 40 años, es docente de literatura en una escuela secundaria, la relación con su novia y el hijo de ésta es tensa y cambiante y, lo peor para él, vive en la casa familiar junto a una madre con cáncer de pulmón. La hermana, en cambio, aparenta una vida más ordenada, de mejor pasar económico y una convivencia con un hombre que la acompaña, excusa ideal para delegar en su hermano el cuidado de esa madre demandante a veces por necesidad y otras como forma de manipulación . O las dos, por qué no. ¿Es una villana que ata al hijo? ¿O el malo es el hijo, en quien por momentos le circula el velado deseo de que muera de una vez? No siempre: aquí, se dijo, nadie es bueno ni malo. Sí personas con intereses contrapuestos que defienden a como dé lugar. Los retazos de esa cotidianidad ilustran la dinámica de poder dentro de una casa con mucho de prisión, con reglas molestas impuestas por otros. Ver sino el recurrente enojo de Adrián ante una puerta cerrada desde adentro. Lo que molesta no es la traba, sino el gesto de dominación territorial, de ajenidad. Más por deseo que por planes concretos de mudanza, Adrián visita departamentos en alquiler que, sin garantía propietaria y con un magro recibo de sueldo, difícilmente pueda pagar. La acumulación de desgracias invita a pensar en uno de esos relatos sobre las miserias de la vida de un pobre tipo. Lo sería si Adrián fuera víctima solo de situaciones ajenas. Pero hay muchas generadas por su carácter irascible, cambiante, explosivo y caprichoso, lo que pone al espectador en la obligación de ejercitar la empatía. Esto dicho no el sentido de ubicarse “de su lado”, sino en el de comprender cómo y por qué hace lo que hace. ¿Qué haría uno en su situación? Cada quien tendrá su respuesta. Respuesta que puede doler e incomodar porque puntea cuerdas internas no precisamente felices. Casa propia obliga, entonces, a indagar hacia adentro antes que hacia afuera. Pocas películas pueden ufanarse de eso.
Aborda las dificultades que vive Alejandro (Gustavo Almada de destaca interpretación aporta muchos matices) ante una madre enferma de cáncer (Irene Gonnet), con su hermana no se lleva bien ya que esta dice que no puede hacerse cargo de su madre, una pareja (Maura Sajeva) que no lo entiende, problemas en la escuela donde dicta clases, no puede conseguir un departamento para independizarse y varios avatares de la vida que se le van cruzando en estos momentos, pareciera que todos los problemas se pusieron de acuerdo para presentarse en esta etapa de su vida. La cámara persigue a este personaje y a través de los distintos planos nos va dando ciertas pistas, mostrando los ahogos que padece Alejandro en lo sentimental, lo económico y su interior. Pero también podemos observar a cada uno de los personajes secundarios. El guión de Ruiz y Gustavo Almada, se toma sus tiempos para mostrar a cada uno de los personajes, la crisis que están pasando, los distintos laberintos de la vida, las confusiones, las relaciones humanas, las ansiedades, las inquietudes, la incertidumbre y una serie de situaciones que puede estar enfrentando cualquier espectador.
La nueva película de Rosendo Ruiz toma algunos riesgos formales para seguir de cerca a un hombre que atraviesa la crisis de la mediana edad, un auténtico antihéroe con tonada cordobesa. En los libros de historia del cine argentino, Rosendo Ruiz figura como el que dio el puntapié inicial del denominado Nuevo Cine Cordobés con la película De caravana (2010). La producción mediterránea desde aquel hito empezó a crecer: grupos de cinéfilos, nuevos cineastas, nuevas productoras y la consolidación de algunos cineclubes crearon un terreno propicio para el surgimiento de una cinematografía regional y universal. Después de sus películas hechas en talleres y colegios secundarios (El deportivo, Todo el tiempo del mundo, Maturità), Ruiz vuelve a la carga con Casa propia, esta vez con un poco más de presupuesto. La novedad de este nuevo filme es que introduce algunos elementos atípicos en la filmografía de Ruiz: el plano secuencia inicial, personajes que miran fijo a cámara, largos minutos de reflexión, sutiles zooms para marcar tensión y extrañeza, para realzar lo que no se dice. El plano del comienzo es magistral. Cámara frente a una casa, dos chicos apoyados en sus motos toman fernet con coca mientras dos chicas juegan con una pelota. En el fondo del plano se ve a un hombre que llega a la casa y golpea la puerta con insistencia. Segundos después, una mujer le abre y luego vemos al hombre salir con una mochila. El momento es brillante porque tiene varias capas, además de brindar la información necesaria del filme. La solidez del inicio se mantendrá. Alejandro (Gustavo Almada) es profesor de Literatura en un colegio y vive con su madre, enferma de cáncer y a quien tiene que cuidar, ya que su hermana (interpretada por Yohana Pereyra) no lo ayuda demasiado. Alejandro además está buscando un departamento acorde a su ajustada economía. El profesor de casi 40 años no muestra muchas ganas de cuidar a su madre, más bien pareciera que le desea la muerte. La antipatía que demuestra lo convierte rápidamente en un personaje despreciable, aunque complejo, ya que también infunde lástima y hasta ternura. Las peleas con su novia, con quien también vive cuando las cosas andan bien, las charlas con su amigo un poco más exitoso que él, las discusiones con su hermana y su cuñado son algunas de las situaciones con las que Alejandro tiene que lidiar. Casa propia es la película más sensible e intimista de Ruiz hasta ahora, casi introspectiva, donde los planos se toman el tiempo para captar la amargura y la soledad del personaje principal. Pero el filme también le pertenece a Gustavo Almada, el actor por excelencia de Ruiz. La química que hay entre los dos es admirable. La película está dedicada secretamente a Almada. Rosendo Ruiz es un cineasta clásico, del siglo 20, que carece de la afectación progresista de los directores argentinos pudientes. Es un director al que no le interesa estar en sintonía con la corrección política de la época. Y ese gesto honesto es una virtud.
El notable actor cordobés Gustavo Almada (aquí también uno de los guionistas) interpreta a Alejando, un típico hombre de clase media trabajadora que, por razones que él mismo desconoce, sigue viviendo con su madre tras cuatro décadas de existencia. Este profesor de literatura corrige los parciales en casa, visita a menudo a su novia, quien tiene dos hijos, es habitué de algún que otro prostíbulo, sale de farra con un amigo y cuando puede no deja de buscar un departamento para alquilar.
Una “casa propia“ es la que busca Alejandro (Gustavo Almada), el protagonista del film. Este profesor de Literatura de un colegio secundario duerme aún en una piecita con una cama de una plaza, en la casa materna mientras visita departamentos con el vago plan de mudarse. Idea que nunca se lleva a la práctica sea por los costos y requisitos que complican su misión, o porque no era una prioridad hasta ahora cuando algo desencadena la urgencia para ir en búsqueda de su espacio. Uno donde nadie lo moleste.
Después de verse en Bafici se estrena este estupendo film cordobés de Rosendo Ruiz, el director de De Caravana, crónica de un tipo en crisis narrada con una solidez, una dedicación y un virtuosismo notables. Gustavo Almada, también guionista, es Alejandro, un profesor de letras que vive con su madre, enferma de cáncer y busca un departamento para alquilar. Tiene una pareja con la que se lleva más o menos, y sexo ocasional con conocidas o prostitutas. También tiene una hermana bastante egoísta que lo deja solo con la convalecencia materna, y un amigo que lo acompaña como puede. Con un muy buen uso de las herramientas del cine, una fotografía inspirada y funcional, escenas en las que todo viene a cuento, Ruiz consigue, con esta historia nimia, armar un fresco memorable. De un personaje, un lugar y sus ecos, en los de esa generación que ya no es tan joven pero para la que todo es difícil, enfrentada a la idea de muerte de los padres, tironeada por el abismo del fracaso personal, obligada a acciones y decisiones que, como dice el director, bordean conflictos éticos y morales. Difícil de contar sin que suene pomposo, lo que vale es ver Casa propia, una película sustancial, elegante, con escenas que se degustan hasta su final redondo.
Ante todo hay que decir que es una pena que "Casa propia" se haya estrenado en una sola sala de Rosario. Este cine argentino con una mirada distinta pero que aborda temas reconocibles por todos debería tener una distribución más amplia. La última película del director cordobés Rosendo Ruiz ("De caravana") se centra en un antihéroe: Alejandro es un profesor de Literatura de unos 40 años que vive con su madre, que está enferma de cáncer. La relación con su madre es tirante, la relación con su novia es muy inestable y tampoco se lleva bien con su hermana. Mientras tanto, recorre departamentos con el objetivo de alquilar algo, aunque siempre se queda corto con sus ingresos como docente. Lo suyo no es la típica crisis de la mediana edad. El protagonista vive incómodo con sí mismo y el mundo que lo rodea (su fastidio con la generación de los celulares es bien evidente), y no sabe cómo salir de un círculo vicioso de frustraciones. Rosendo Ruiz consigue reflejar la vida cotidiana de su antihéroe con una naturalidad asombrosa, al mismo tiempo que muestra la caída de esa clase media que ya no puede pagar ni los servicios más básicos. El actor Gustavo Almada es otra pieza clave de la película. Su personificación logra transmitir la angustia del protagonista sin exageraciones ni subrayados.
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“No pienso morirme. No me voy a morir ni bosta” dice la madre de Alejandro hacia el final de Casa propia y así expone –y destroza– una fantasía del docente cuarentón que protagoniza la nueva película de Rosendo Ruiz. El exabrupto corona el crescendo de tensiones afectivas que conspiran contra el proyecto de (tardía) emancipación habitacional, y que el realizador cordobés recrea a partir del guión inteligente que escribió con Gustavo Almada. Almada también encarna a este profesor de secundario que pernocta en tres casas –la de su madre enferma, la de su novia, la de un amigo– mientras busca departamento para alquilar. El guionista y actor lo compone levemente desgarbado, más a gusto entre sus alumnos adolescentes que entre los adultos que lo albergan bajo ciertas condiciones y por tiempo limitado. La caracterización de Alejandro parece ilustrar dos fenómenos sociales contemporáneos: la prolongación de la adolescencia y la fragilidad de algunos varones adultos frente a mujeres con personalidad fuerte como, en la película, la madre, la hermana, la novia y una pretendiente del protagonista. El exabrupto de mamá Marta explicita la envergadura de esa debilidad: sólo la muerte ajena –de la progenitora y/o del vínculo amoroso con Verónica– habilita la propia emancipación. Ruiz y Almada son ingeniosos a la hora de representar por un lado la falta y por otro lado el anhelo de un “lugar en el mundo” en palabras de Adolfo Aristarain. Los planos del protagonista durmiendo en sillas, sillones, sofás y transitando las calles de Córdoba capital, mochila al hombro, recrean una atípica condición homeless (en comparación con la persona “en situación de calle” como suele decirse ahora). El deseo queda plasmado en los planos cortos de Alejandro cuando visita departamentos en alquiler (rostro entusiasta, respiración serena, postura erguida) y en la atenuación del sonido ambiente que emite la ciudad (en este punto vale recordar que la Asociación Argentina de Sonidistas Audiovisuales distinguió a Casa propia con una mención del jurado en el marco del pre-estreno en el 20º BAFICI). Irene Gonnet y Maura Sajeva se destacan en tanto la madre y la novia que, sin necesidad de asociarse, coinciden en a veces retener, a veces expulsar al docente estancado. También cabe destacar dos trucos narrativos: aquél que juega con la maqueta de una vivienda y el comienzo del film que parece anunciar otro relato donde Alejandro es un personaje secundario. Con Casa propia, Ruiz se consolida como referente del tan mentado “cine cordobés”. Acaso por eso los programadores de la Lugones decidieron acompañar este estreno con una “retrospectiva integral” del realizador con, valga la redundancia, productora propia. Aquí figuran los datos de las proyecciones de Maturità, El Deportivo, Todo el tiempo del mundo y Tres D, De caravana.
REMEDIO PARA LA CLAUSTROFOBIA Rosendo Pérez, una figura prolífica de nuestro cine actual pero que aún permanece relativamente en el anonimato, merece ser con esta película confirmado como una de las voces más frescas e interesantes de la ficción local. Si en De caravana (2010) ya atisbaba su interés por decisiones formales y de guión audaces, personajes que en la superficie aparecen pintorescos pero cuya complejidad se va desmenuzando con naturalidad y un escape de los lugares comunes con que se etiquetan las historias que suceden en “el interior”, aquí Pérez aparece como un director consagrado que a estos recursos suma un uso virtuoso de los planos largos y la música. En Casa propia no se encuentra el tono ligero de su ópera prima, si no un relato asfixiante sobre la crisis de mediana edad en un personaje que debe remar no sólo contra un contexto socioeconómico que le resulta adverso, sino también con sus afectos y sus propios demonios. El resultado es un retrato íntimo que moviliza desde la cercanía y la incertidumbre, pero también con una esperanza solapada. Pero si se llama Casa propia no es sólo por una metáfora oculta librada al azar. El film lidia con el sueño de la casa propia pero ya no como un elemento alcanzable, sino como las aproximaciones a ese ideal desde otros espacios. En consecuencia Alejandro (Gustavo Almada, también coguionista), el profesor de literatura que es nuestro protagonista, visita departamentos en alquiler como un ritual que está lejos de ser consumado, buscando un espacio propio donde sentirse libre de las presiones cotidianas. Y no son pocas: a la rutina laboral en un colegio al que agrega cada vez más horas para tener un mejor sueldo se suma una relación compleja con su hermana y su madre, que se encuentra enferma de cáncer pulmonar y es con quien convive cuando no duerme en la casa de su novia, con quien también resulta tener una relación inestable. Cómo nuestro protagonista se ve increpado por esta realidad y la sobrelleva sin encontrar un lugar propio es el gran leitmotiv del film, que lidia con la impotencia de una situación que no encuentra cómo superar y lo lleva a caer demasiado bajo. El film toma una sana distancia para no expresar una simpatía uniforme por Alejandro – algo que sería polémico en función de la crueldad e inmadurez de algunos de sus actos- : así como en la introducción la cámara permanece fija siendo testigo de cómo el protagonista es rechazado, en otro momento un paneo muestra la acción en una habitación contigua para señalar los motivos de una posterior discusión con su novia e incluso se permite que permanezca fuera de campo para favorecer una vertiginosa elipsis que modifica el punto de vista al de su amigo. Hacia el final, Casa propia también toma la enigmática decisión de seguir la mirada de Marta, la madre de Alejandro, que hace cómplice al espectador para que reflexione sobre lo que viene inmediatamente después: la decisión del protagonista de finalmente alejarse de la casa de sus padres y alquilar solo. Es más bien desde la composición -planos cerrados en su mayoría o que tienen al protagonista aprisionado entre líneas que definen otras personas o estructuras, en particular tras la introducción- o algunos planos largos estáticos que tenemos un acercamiento a la simpatía que puede despertar el personaje, dando esa sensación de agobio y estrés. Inteligentemente el director se ahorra los juicios superficiales tanto desde la ejecución del apartado visual como desde los diálogos, dando un cierre ambiguo respecto a sus vínculos pero no respecto al viaje interior del personaje por alcanzar un espacio donde sentirse libre. En definitiva Casa propia nos enfrenta a la mole urbana cordobesa desde un retrato íntimo al que se le pueden cuestionar algunas decisiones formales, pero que sorprende por su naturalidad y por alejarse de las formulas dramáticas más convencionales. En algunos puntos encuentra similitudes con Respirar, de Javier Palleiro, en particular en la forma de abordar la crisis de mediana edad, algo que ronda fantasmal en varias películas del cine latinoamericano actual.
Cansado, reventado, molido, destruido. En una de estas palabras puede resumirse el estado anímico y físico en el que se encuentra Alejandro (Gustavo Almada). No la tiene fácil. Su vida está atada inexorablemente a otros, y sus circunstancias, que no le permiten despegar de una vez y tener vuelo propio. Porque de él depende Marta (Irene Gonnet), una madre que tiene cáncer de pulmón. Ella no le pone mucha voluntad para intentar recuperarse y termina desquiciando a su hijo. Vale aclarar que el protagonista está cerca de los 40 años, tiene una hermana que está casada y no tiene demasiado interés en atender a su mamá, por lo qué, Alejandro debe hacerse cargo y vivir con ella. El director Rosendo Ruíz cuenta una historia sencilla pero bien articulada, que transcurre en Córdoba, de cuando llega el momento, en que un hijo se convierte en el padre de sus padres. A esto, le suma los problemas inherentes del país que hacen mella en esa familia. Porque el protagonista es profesor de colegio secundario y la plata no le alcanza para independizarse y a la vez mantener a su madre. También tiene una novia, Verónica (Maura Sajeva), o por lo menos así lo siente, porque el amor no es recíproco, divorciada y con un hijo. Es decir, se esfuerza mucho, da todo lo que puede, pero prácticamente no recibe nada a cambio. Tampoco tiene un respiro, va de aquí para allá constantemente. Esas escenas tienen el ritmo adecuado para transmitir cada una de las peripecias que tiene que transitar el profesor. La música utilizada es universal, no está la autóctona, que permita identificar claramente a la provincia de Córdoba. Sólo la tonada de los diálogos. Pero podría pasar en cualquier otro lugar, o país, que no habría diferencias notables y resulta claramente comprensible para los distintos tipos de públicos. Marta es completamente dependiente de su hijo, que, a esta altura, se podría resumir con un término antiguo: anda como bola sin manija. Pero, aunque suene cruel y moralmente incorrecto, para que Alejandro definitivamente pueda vivir necesita imperiosamente, que su madre no lo haga. Cansado, reventado, molido, destruido. En una de estas palabras puede resumirse el estado anímico y físico en el que se encuentra Alejandro (Gustavo Almada). No la tiene fácil. Su vida está atada inexorablemente a otros, y sus circunstancias, que no le permiten despegar de una vez y tener vuelo propio. Porque de él depende Marta (Irene Gonnet), una madre que tiene cáncer de pulmón. Ella no le pone mucha voluntad para intentar recuperarse y termina desquiciando a su hijo. Vale aclarar que el protagonista está cerca de los 40 años, tiene una hermana que está casada y no tiene demasiado interés en atender a su mamá, por lo qué, Alejandro debe hacerse cargo y vivir con ella. El director Rosendo Ruíz cuenta una historia sencilla pero bien articulada, que transcurre en Córdoba, de cuando llega el momento, en que un hijo se convierte en el padre de sus padres. A esto, le suma los problemas inherentes del país que hacen mella en esa familia. Porque el protagonista es profesor de colegio secundario y la plata no le alcanza para independizarse y a la vez mantener a su madre. También tiene una novia, Verónica (Maura Sajeva), o por lo menos así lo siente, porque el amor no es recíproco, divorciada y con un hijo. Es decir, se esfuerza mucho, da todo lo que puede, pero prácticamente no recibe nada a cambio. Tampoco tiene un respiro, va de aquí para allá constantemente. Esas escenas tienen el ritmo adecuado para transmitir cada una de las peripecias que tiene que transitar el profesor. La música utilizada es universal, no está la autóctona, que permita identificar claramente a la provincia de Córdoba. Sólo la tonada de los diálogos. Pero podría pasar en cualquier otro lugar, o país, que no habría diferencias notables y resulta claramente comprensible para los distintos tipos de públicos. Marta es completamente dependiente de su hijo, que, a esta altura, se podría resumir con un término antiguo: anda como bola sin manija. Pero, aunque suene cruel y moralmente incorrecto, para que Alejandro definitivamente pueda vivir necesita imperiosamente, que su madre no lo haga. Cansado, reventado, molido, destruido. En una de estas palabras puede resumirse el estado anímico y físico en el que se encuentra Alejandro (Gustavo Almada). No la tiene fácil. Su vida está atada inexorablemente a otros, y sus circunstancias, que no le permiten despegar de una vez y tener vuelo propio. Porque de él depende Marta (Irene Gonnet), una madre que tiene cáncer de pulmón. Ella no le pone mucha voluntad para intentar recuperarse y termina desquiciando a su hijo. Vale aclarar que el protagonista está cerca de los 40 años, tiene una hermana que está casada y no tiene demasiado interés en atender a su mamá, por lo qué, Alejandro debe hacerse cargo y vivir con ella. El director Rosendo Ruíz cuenta una historia sencilla pero bien articulada, que transcurre en Córdoba, de cuando llega el momento, en que un hijo se convierte en el padre de sus padres. A esto, le suma los problemas inherentes del país que hacen mella en esa familia. Porque el protagonista es profesor de colegio secundario y la plata no le alcanza para independizarse y a la vez mantener a su madre. También tiene una novia, Verónica (Maura Sajeva), o por lo menos así lo siente, porque el amor no es recíproco, divorciada y con un hijo. Es decir, se esfuerza mucho, da todo lo que puede, pero prácticamente no recibe nada a cambio. Tampoco tiene un respiro, va de aquí para allá constantemente. Esas escenas tienen el ritmo adecuado para transmitir cada una de las peripecias que tiene que transitar el profesor. La música utilizada es universal, no está la autóctona, que permita identificar claramente a la provincia de Córdoba. Sólo la tonada de los diálogos. Pero podría pasar en cualquier otro lugar, o país, que no habría diferencias notables y resulta claramente comprensible para los distintos tipos de públicos. Marta es completamente dependiente de su hijo, que, a esta altura, se podría resumir con un término antiguo: anda como bola sin manija. Pero, aunque suene cruel y moralmente incorrecto, para que Alejandro definitivamente pueda vivir necesita imperiosamente, que su madre no lo haga. Cansado, reventado, molido, destruido. En una de estas palabras puede resumirse el estado anímico y físico en el que se encuentra Alejandro (Gustavo Almada). No la tiene fácil. Su vida está atada inexorablemente a otros, y sus circunstancias, que no le permiten despegar de una vez y tener vuelo propio. Porque de él depende Marta (Irene Gonnet), una madre que tiene cáncer de pulmón. Ella no le pone mucha voluntad para intentar recuperarse y termina desquiciando a su hijo. Vale aclarar que el protagonista está cerca de los 40 años, tiene una hermana que está casada y no tiene demasiado interés en atender a su mamá, por lo qué, Alejandro debe hacerse cargo y vivir con ella. El director Rosendo Ruíz cuenta una historia sencilla pero bien articulada, que transcurre en Córdoba, de cuando llega el momento, en que un hijo se convierte en el padre de sus padres. A esto, le suma los problemas inherentes del país que hacen mella en esa familia. Porque el protagonista es profesor de colegio secundario y la plata no le alcanza para independizarse y a la vez mantener a su madre. También tiene una novia, Verónica (Maura Sajeva), o por lo menos así lo siente, porque el amor no es recíproco, divorciada y con un hijo. Es decir, se esfuerza mucho, da todo lo que puede, pero prácticamente no recibe nada a cambio. Tampoco tiene un respiro, va de aquí para allá constantemente. Esas escenas tienen el ritmo adecuado para transmitir cada una de las peripecias que tiene que transitar el profesor. La música utilizada es universal, no está la autóctona, que permita identificar claramente a la provincia de Córdoba. Sólo la tonada de los diálogos. Pero podría pasar en cualquier otro lugar, o país, que no habría diferencias notables y resulta claramente comprensible para los distintos tipos de públicos. Marta es completamente dependiente de su hijo, que, a esta altura, se podría resumir con un término antiguo: anda como bola sin manija. Pero, aunque suene cruel y moralmente incorrecto, para que Alejandro definitivamente pueda vivir necesita imperiosamente, que su madre no lo haga.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Crítica emitida por radio.
La nueva película del “padrino” del nuevo cine cordobés es una exploración extraña y fascinante en la vida de un hombre atravesando una compleja crisis de la mediana edad. El director de “De caravana” combina un relato clásico con curiosos riesgos formales. Junto al estreno, la Sala Lugones ha programado una retrospectiva completa de su obra. La película del realizador cordobés es un objeto sorprendente, tan fascinante como complejo desde lo formal y temático. Una película que por momentos apuesta al realismo/naturalismo más estricto y, por otros, se juega por ciertos vuelos formales que la llevan hacia otros territorios. Desde lo puramente cinematográfico se podría decir que es un experimento notable de algo que podríamos denominar, a falta de una mejor expresión, “neo-retro”. Es una película que toma decisiones de puesta en escena atrevidas, muchas de las cuales parecen como apropiaciones posmodernas de gestos estéticos del pasado, de películas de los años ’60 o ’70. Algo que queda claro en el uso de la música, del zoom, de ciertos paneos circulares, de curiosas composiciones de cuadro que incluyen gente mirando a cámara, llamativos fundidos encadenados e intrincados planos secuencia. Esos arriesgados desafíos formales acompañan a una historia igualmente compleja, la de un hombre de unos 40 años, profesor de Literatura en una escuela, que vive con su madre (tan enferma como intensa), que tiene una pareja (una mujer separada, con hijos) no del todo estable y que trata de irse a vivir solo pero no logra hacerlo. El filme lo retrata en todas su facetas: cuida a su madre pero está harto de ella, quiere a su pareja pero la engaña constantemente, le gusta la docencia pero es receloso de sus alumnos o amigos cuando estos triunfan, y tiene una difícil relación con su hermana, quien no se ocupa de la madre como él quisiera. Todo esto contado –en términos estrictamente de guión– de la forma más realista posible, con muy buenas actuaciones de todo el elenco, en especial del protagonista, encarnado por Gustavo Almada. La zona compleja de la película es cómo se planta frente a su protagonista. Es un hombre por momentos amable y simpático mientras que en algunas ocasiones se comporta como un verdadero monstruo. Y la película toma su punto de vista de tal manera que por momentos es difícil despegar una cosa de la otra, dando la impresión que, o bien comparte sus modos de actuar o bien culpa a su madre por sus muchas veces terribles comportamientos y acciones. Lo que a algunos espectadores quizás incomodará (Ruiz no parece hacerle concesiones a la corrección política) a otros les parecerá un baño de honestidad brutal. Y dependerá de eso, en buena medida, como cada uno se enfrente a esta película desafiante, incómoda y fascinante.
Córdoba en la actualidad. La película abre con un plano secuencia donde un grupo de adolescentes, en la noche, parados en una callecita urbana, beben, fuman y hablan de sus ocupaciones y acuerdos antes de salir de juerga. Ese inicio nos hace pensar en otra trama posible, en otra película en ciernes, pero con inteligencia y fluidez entramos a la verdadera trama que nos llevará el resto de los 80 minutos del filme. Nuestro protagonista (a su vez co-guionista junto a Ruiz) se nos presenta como un peculiar y creíble anti héroe: profesor de literatura en una escuela pública, ya pisando las 4 décadas, y viviendo ni más ni menos que son su anciana madre. O sea, esa vida que sin Casa propia que nos remite a cierta pobreza, a cierta dependencia y en especial a una constante sensación de frustración. La vida cotidiana de nuestro protagonista, Adrián, está signada por la relación con su madre y ese espacio de micro rutinas de la casa compartida donde él circula como si el lugar le quedara ajeno, pequeño. Por otro lado la relación con su pareja, una mujer de su edad divorciada y con un hijo con quien vive, es otro lugar que parece revivir o reeditar la no pertenencia todo el tiempo, de no poder, donde es un invitado aprisionado por las reglas de otro mundo que no lo contiene, y tampoco parece incluirlo. Su relación con las mujeres es difícil y de permanente desautorización, donde su función pareciera quedar solo resumida a lo utilitario de sus acciones. El vínculo con su hermana está signado por la imagen “del solterón que vive con la vieja” que está a merced de las decisiones de los otros, que casados y con hijos parecen empoderados para toda decisión, y en especial ante los ojos de su misma madre que lo ve como un pobre tipo, sin mujer, sin hijos, sin casa. El tono realista del filme es el más apropiado para poner a la luz esta trama de vínculos y de temas generacionales en conflicto. El uso del plano secuencia aporta un clima de tomas largas y una observación centrada en las acciones de los personajes en conflicto. La ciudad vista de a retazos funciona con eficiencia para que el mundo de Adrián haga carne en un espacio narrativo concreto e identitario. La escena que me queda en la retina es la visita de Adrián a distintos departamentos a lo largo de la historia, esas habitaciones blancas recién pintadas, los vendedores entusiastas, las promesas de volver, y el regreso que nunca fue. Por Victoria Leven @levenvictoria
El ojo que mira por la ventanita El director cordobés propone un retrato que se detiene en la angustia progresiva de un personaje detenido entre sus deseos, una madre enferma, las circunstancias y las decisiones. La ilusión de la casa propia ya está inscripta durante uno de los primeros desplazamientos de cámara del director Rosendo Ruiz. Este movimiento de cámara es singular, porque no sólo se conectará desde su cadencia lenta con el resto del film, sino que también habrá de revelar que lo visto no es lo que se piensa; en todo caso, es lo que se anhela. El juego óptico que devela finalmente el uso de una maqueta, se detendrá en el ojo que mira por una de sus ventanitas, y ésta es, vale destacar, la imagen elegida por el afiche de la película. Ese ojo redimensiona la imagen, abre el cuadro cinematográfico mientras éste se reconoce en ese detenimiento, en ese plano detalle que es réplica también de ese otro ojo –el del director- que mira tras la cámara. Hay que tener presente esto, porque en tanto cuestión preliminar, desde la cual el film se concibe y desarrolla, tendrá correlato formal con la escena final, allí cuando los personajes miren hacia el fuera de cuadro: ¿hacia dónde?, ¿hacia qué?, ¿quién? Podría decirse que lo sucedido en ese momento último sería una suerte de contraplano final, de correspondencia visual con lo observado al comienzo de la película. Así, Casa propia, el film del cordobés Rosendo Ruiz (De caravana, Todo el tiempo del mundo, Tres D), abre y cierra su propuesta. La claridad formal que exhibe es admirable. Admira porque da cuenta de un pulso sostenido a lo largo de todo el relato, como narración que avanza mientras se empantana en la angustia del personaje. Son varios, en este sentido, los movimientos de cámara hacia delante, determinados a cerrar cada vez más entre los límites del cuadro a su protagonista. Éste es Alejandro (Gustavo Almada, también coguionista junto a Ruiz), docente, alrededor de los 40, dedicado al cuidado de su madre, tiene una novia que ya es madre, lidia con su hermana por el cuidado de la mamá. Cuando puede, visita departamentos que serían ese lugar donde quisiera vivir. Estos lugares, además de amenazar con garantías y dinero necesario, ofrecen un blanco a estrenar, todavía pintándose, como ámbitos que invitan al deseo que él sueña. El film es de una rigurosidad digna para todo un disfrute. Entre ese lugar abierto y lo cotidiano, Alejandro circunscribe su accionar. Cuando Casa propia comienza, lo hace desde el barrio y el diálogo de quienes por allí están: chicos, chicas, por salir a la noche, entre planes adolescentes, mientras Alejandro golpea una puerta de casa, ingresa y pasa un instante, sale entre discusiones fuertes. La cámara continúa quieta en su observación externa. Ese contexto –que es también generacional, tanto como lo supone el vínculo de Alejandro con sus alumnos y alumnas en las clases de Lengua y Literatura- no deja de ser un recuerdo de lo que ha sido, un contraste con lo que ahora es y no está muy claro qué más podría ser. Este después inseguro tiene escollos, son afectivos y tironean de manera injusta, como expresiones de una culpa seguramente inducida, ante la cual tal vez sea difícil rebelarse. La madre de Alejandro es, cada vez más, una carga. Ahora bien, una enfermedad terminal la aqueja, anuncia su caída, lenta. Habrán de pasar otras cosas también, como para acuciar aún más el malestar en el que está empantanado el protagonista, cuyos deseos, como tales, suelen ser difíciles de manejar, dada la relación familiar y sus cuidados, mientras lo demás –lo suyo- pareciera quedar siempre postergado. Si se piensa la película de Ruiz desde la filiación cinéfila, algo por lo demás siempre válido para toda película, surgen entre muchos más dos personajes. Por un lado, el entrañable George Bailey (James Stewart) de ¡Qué bello es vivir!, ese título por demás irónico del ítalo-americano Frank Capra, en donde Bailey bailaba al compás del designio social y familiar, como depositario de un mandato que le amarga de a poco esa sonrisa siempre predispuesta. El otro caso a pensar es el que encarna Deborah Kerr en La noche de la iguana, en donde John Huston versiona a Tennessee Williams, y la actriz sobrelleva una actuación que es toda una carga simbólica, puesta como lo está al cuidado de un abuelo poeta que no le permite, sin embargo y entre palabras y pinturas, soltarse y vivir de otra manera. Es tan delicado y hermoso y terrible el retrato que Huston logra con la (gran) actriz, que serán los espectadores quienes deban completar esas fisuras emocionales, que el trato entre los personajes perfilan. Es ese mismo lugar incómodo donde se atreve Casa propia, y lo hace desde la asunción de matices que serán, también, desdeñables: el comportamiento de Alejandro es algunas veces reprochable, algún arrebato violento sobresale, pero también hay una angustia que le habita. Dado el caso, es para destacar la tarea de Gustavo Almada, alto y algo desgarbado, de andar cansino, cuya misma camisa determina el momento quieto que vive, su gestualidad es siempre justa, y la articula a la par de comentarios filosos. En cuanto a los momentos más duros, allí cuando la violencia se entrometa y exceda lo verbal, el montaje elige la elipsis, y hace que la acción deposite la atención en el después, con los hechos consumados. En otro orden, es curioso, o no, que el único acto sexual que la película deja ver, lo muestre a Alejandro en una situación algo insatisfecha. Como si la consumación conjunta estuviese impedida, algo que tendrá correlato inmediato con la discusión posterior. En este sentido, no dejará de ser similar el encuentro fortuito, también sexual, con la compañera de trabajo, pero aquí las piezas del drama –y del acto sexual- se invertirán, como gesto simétrico. Es por todo esto que Casa propia exhibe una rigurosidad, en su elección y puesta en escena de los recursos fílmicos, que la vuelve todo un disfrute. Una película que, a la luz seminal de esa obra casi desbordada y notable que es De caravana, toca ahora una proximidad mentirosamente calma. Lo que persiste es la desazón de personajes desajustados, cuya situación de vida no deja de ser consecuencia de decisiones tomadas pero también de un contexto que inevitablemente condiciona. A propósito, allí cuando sea posible ver a Alejandro visitar otro departamento, con una camisa diferente, en presencia de la misma dueña (¡sin inmobiliaria!), ¿se estará en el mismo tren del relato, en su misma temporalidad?, ¿o será la consecuencia de un sentir afiebrado, de un sueño mentirosamente reparador? La ilusión, a recordar, ya estaba presente en la ventanita de la maqueta.