Apertura de la sección Un Certain Regard, Manoel de Olivera, un respetado director de tan sólo 101 años, vincula la metafísica con un relato romántico. Un hombre solicita la asistencia de un fotógrafo para un trabajo particular, ante su ausencia la labor deriva en Isaac, un jóven fotógrafo, tímido y considerado “extraño”. El trabajo: tomar fotos de una bella mujer que al estar a poco tiempo de casarse, fallece. La cámara de fotos como elemento fantástico capta algo más que una simple imagen, Angélica cobra vida en ellas y esto derrumba física y psicológicamente a Isaac, quien se enamora de ella. Determinados sucesos extraños lo persiguen, el entorno nota esos cambios en las actitudes del jóven fotógrafo de religión judía, envuelto en el encargo de la sesión a cargo de la católica madre de la difunta. Oliveira nos brinda nuevamente una grata experiencia cinematográfica luego del hermoso segmento de Chacun Son Cinéma y Belle Toujours, de cuidada fotografía y un trabajo digno de Ricardo Trepa en el rol de Isaac.
A los 100 años, de Oliveira nos da una nueva demostración que no hay edad para la inspiración. Divertida e irónica, fábula con elementos oníricos y surrealistas, efectos digitales, además de una crítica a las rutinas y supersticiones que tienen los habitantes de pueblo. Una reflexión sobre como la gente cobra vida en el interior del arte. El protagonista de esta obra, un fotógrafo, vive rodeados de muertos vivos, pero cuando ve Angélica su mundo cambia, en realidad ésta solo cobra vida en el interior de la cámara. Al protagonista esta relación no le gusta nada. La joven fallecida llega a sus “sueños” en forma de espíritu y lo enloquece. De Oliveira se toma su tiempo para construir los planos y no hacer cualquier cosa. Encuadres perfectos, llenos de profundidad y proporción aurea. Posándose en la geografía de la ciudad portuguesa. Hablar mucho más le va a quitar la magia y sorpresa a esta clase magistral de cine. Más allá de cierta lentitud en la forma en que avanza la trama, es una película simpática, de interpretaciones irregulares, que valoriza la importancia de las legendarias cámaras de fotos: una fuerte crítica al cine, al mismo tiempo. La foto es eterna. Uno ve El Extraño Caso... y no recuerdo la génesis cinematográfica, sus patriarcas más experimentales como los Lumiere o Meliés. Para ellos está hecha la película. Absurdo, romance, drama. No le falta nada más a este cocktail majestuoso del director más innovador de los últimos tiempos.
Lo real y lo fantástico El realizador portugués Manoel de Oliveira (con 102 años, el cineasta más longevo del mundo) entrega un film ameno, construido con una gran simplicidad que deja espacio para la reflexión sobre lo verdadero y lo falso, la realidad y la fantasía. Temáticas que el cine explora desde siempre y que aquí aparecen envestidas de fábula moderna. Isaac es un joven fotógrafo solicitado por una familia rica de Régua para hacer el retrato de Angélica, la bella hija que acaba de fallecer poco tiempo después de haberse casado. En el momento en el que va a tomar la fotografía, observa cómo la joven –de una belleza etérea- le sonríe. A partir de ese momento, Isaac se obsesiona por ella y comienza a cuestionar el estatuto de lo Real. Todo lo admitido previamente como posible se ve trastornado. El extraño caso de Angélica (O estranho caso de Angélica, 2010) es una película honesta, que pone al espectador de frente a un tema filosófico como lo es la ontología, pero jamás lo engaña. Diremos que lo sorprende, del mismo modo que le ocurre al protagonista. Manoel de Oliveira, lejos de toda solemnidad para abordar “temas importantes”, recupera el tono lúdico de los primeros filmes que transitan el fantástico, remontados a los tiempos de George Melies. Los efectos especiales del filme son rudimentarios adrede, en cierto modo buscan ese sesgo infantil de la imagen más sencilla para representar lo desconocido. Por otra parte, el portugués sostiene su estilo intacto. En la pensión en donde vive momentáneamente el joven, habitan personajes que remiten al saber común, a la ciencia y a la religión. Como si se tratara de un diálogo filosófico, debaten acerca de aquello que es sustancial en el film y que Manoel de Oliveira jamás olvida: el orden de lo Real, en permanente fricción con la conciencia humana. El cine, en su capacidad icónica de remitir de forma mimética a su referente, es el medio que le provee a la modernidad las herramientas más adecuadas para dar cuenta de esta oposición. En aquel diálogo, en cierto modo crucial para el desenlace, los personajes ponen en evidencia esta dicotomía, en una extensa secuencia que constituye uno de los rasgos autorales del director, llevado al paroxismo en Un film hablado (Um filme falado, 2003). Es notable percibir en la obra de un realizador tan anciano tantas ideas, tanta pasión por el cine. Como la enigmática belleza de su figura femenina central, El extraño caso de Angélica invita al goce puro.
Esta maravilla del director más longevo y espiritualmente juvenil del Planeta Cine, Manoel de Oliveira, lleva por título El extraño caso de Angélica y reserva sorpresas incluso para los más familiarizados con el cine del más que centenario realizador portugués. Y es que aquí, además de su característica concepción sosegada del tempo fílmico y su gusto por la declamación teatral, Oliveira se destapa como un brillante orfebre de universos fantásticos (y fantasmagóricos). No en vano, El extraño caso…, como hiciera antes Vértigo, de Alfred Hitchcock, cuenta la historia de un hombre, un fotógrafo interpretado por Ricardo Trêpa, obsesionado con una mujer muerta, cuyo juguetón espíritu es interpretado aquí por la española Pilar López de Ayala. Mucho se ha hablado de la conexión del cine de Oliveira con la era primitiva del séptimo arte. De hecho, se trata de uno de los únicos directores en activo que trabajó en el cine mudo. Así, su profunda fe en las posibilidades del realismo le ha llevado a ser incluido entre la estirpe de herederos del espíritu de los hermanos Lumière. Pues bien, si algo deja en claro El extraño caso… es que Oliveira no estaba dispuesto a irse de este mundo sin rendir tributo al otro padre fundador del cine: Georges Méliès. Para componer este salto al abismo de la fantasía, el director portugués, sin hacerle ascos a la tecnología digital, ha decidido rodar los románticos sueños de su protagonista: delirios oníricos en blanco y negro que acercan al espectador al proceso de transfiguración que atraviesa el protagonista. Una transformación propulsada por la fuerza alucinógena del amor más desbocado y articulada a través de los enigmas de la metafísica y la religiosidad: los espectros y los milagros (no es difícil imaginar que la película hubiese fascinado a Carl Th. Dreyer). Anacrónica y caprichosa, ridícula hasta lo sublime, El extraño caso… dejó a su paso dos de las imágenes imborrables del Cannes 2010: primero, el humo de un cigarrillo disolviéndose en la oscuridad y evocando los misterios intangibles del cosmos; y segundo, un hilarante plano fijo protagonizado por un periquito, un gato y el ladrido lejano de un perro. En fin, una obra maestra. MANU YÁÑEZ MURILLO
Ya no quedan demasiadas palabras para reconocer la creatividad y la jovialidad del gran maestro portugués. En esta oportunidad, nos regala un drama fantástico (un proyecto que concibió en… 1952 y que sólo ahora pudo concretar) sobre un joven fotógrafo (Ricardo Trêpa) que es contratado de urgencia por una poderosa familia para tomar imágenes del cadáver de una bella joven (Pilar López de Anaya). Pero la muerte, al menos a este antihéroe, le ríe (literalmente) y queda enamorado, obsesionado por la difunta, que se le irá apareciendo a toda hora y en todo lugar. No creo, como la mayoría de mis colegas, que se trate de una obra maestra, pero con su ligereza, su desbordante libertad y su estética demodé (hasta los efectos visuales parecen de otra época), se impone como un film decididamente disfrutable.
Fantasmas del cine Resulta difícil explicar la experiencia de ver una película de Manoel de Oliveira. Se saben los datos típicos: que el señor Manoel cumplió ya más de cien años y sigue estrenando a un ritmo parejo de prácticamente una película por año. Que empezó a filmar cuando el cine todavía era mudo y que ya tiene dos nuevas películas en producción. La madurez le ha prestado creatividad a este director portugués que, si bien nunca dejó de filmar, en estas últimas dos décadas ha producido una seguidilla de pequeñas obras maestras. Los festivales lo conocen, el gran público no (en los cines argentinos pudo verse hace unos años Belle toujours). Hay algo único en las películas de Manoel de Oliveira: un tono (casi decimonónico), un tiempo (casi un tiempo sin tiempo), una forma de hablar (seca, cercana a ciertas formas del teatro), una preferencia por los planos generales largos, por los paisajes, un juego con la forma, con el silencio. Pocas cosas se parecen a una película de Manoel de Oliveira. Con El extraño caso de Angélica la historia toma ciertos aires fantasmagóricos, románticos, como de relato del siglo XIX. Un fotógrafo (en esa Lisboa de De Oliveira, que es la ciudad de hoy pero también parece ser la de hace dos siglos) es llamado para fotografiar el cuerpo de una joven (Pilar López de Ayala) que acaba de morir, tradición que hoy no existe pero que todos en el mundo de De Oliveira toman como lo más natural. Rodeado de monjas y mujeres vestidas de luto, el fotógrafo (Ricardo Trepa, actor fetiche de De Oliveira y también su nieto) se acerca al cuerpo para tomar la foto y cuando mira a la mujer por el objetivo, de pronto cree ver que ella cobra vida a través de la cámara. Toma la foto y vuelve a su casa para revelarla. Lo que sigue es una historia de amor/obsesión por esta hermosa mujer que parece visitarlo, venirlo a buscar, existir en esas fotos y en el amor del fotógrafo. Como siempre, uno puede intuir que De Oliveira está reflexionando sobre muchas cosas (el cine, el amor, la muerte), pero lo fundamental, lo singular de esta película (como en las anteriores del director, solo que ahora se suman algunos efectos especiales digitales, que remiten a los viejos trucajes del cine mudo) son las secuencias, las imágenes, los momentos. Pilar López de Ayala flotando sobre la cama del fotógrafo, el gato y la ventana, las imágenes de Lisboa, los sueños, los trabajadores rurales (y sus métodos ancestrales), la mirada de una muerta, un cuarto de Lisboa. Hay algo singular en cada película de De Oliveira (como en todo su cine); singular no porque sea diferente a todo lo demás (aunque lo es) sino porque encarna un amor por filmar y por lo filmado, que recuerda el origen mismo del cine.
Una fábula de amor fantasmal, una variación a la vez ingenua y poética sobre el eterno tema del amor imposible que sólo escapa a su fatalidad en otra dimensión: la de los sueños, la imaginación, la fantasía sólo apresable por el cine. También una melancólica meditación sobre el tiempo y la muerte, el pasado y el presente, el arte y la nostalgia de las cosas que se van perdiendo. Y además, en un terreno más personal, una contemplación casi elegíaca de un escenario significativo para él: el valle del Duero, donde Manoel de Oliveira filmó, hace setenta años, su primer cortometraje. El extraño caso de Angélica , que lo es tanto de la muchacha como de Isaac, el taciturno fotógrafo judío que se obsesiona por ella desde que debe retratarla, luminosa y serena, en su lecho de muerte, es un film que escapa a las categorizaciones: elegante y hermético, tras su historia aparentemente simple se percibe la experiencia de un cineasta que ha vivido mucho, que sigue reflexionando sobre la naturaleza artística del cine y nunca ha perdido la voluntad de experimentar ni el refinamiento y la precisión de su estilo. Como el tema central es atemporal, su film parece transportar al espectador a un tiempo pasado, aunque transcurra en el presente y aunque en una de esas escenas teatrales tan típicas del cine del portugués se hable de la crisis económica, del fin de las labores artesanales, de los efectos del calentamiento global, de la antimateria y del espíritu humano como una forma de energía. Isaac parece venir, como Oliveira, de otro tiempo; nada se sabe de él y mucho menos se sabrá cuando el descubrimiento de la bella difunta vestida de novia lo haga traspasar el umbral de lo que llamamos realidad para ingresar en un mundo fantasmal y lo vuelva aún más ensimismado, más ausente, sólo atento a la muchacha muerta que, sin embargo, le sonríe desde una de las fotos o viene a buscarlo en las noches para llevarlo consigo en una suerte de vuelo nupcial ilustrado a la manera de Méliès. Se ha enamorado de una visión y quizá por eso, para ahuyentar a la locura, corre febrilmente a fotografiar a los labradores que abren surcos con sus picos en las viñas de la ribera del río. Pero la obsesión crece y lo empuja a cualquier parte en busca del amor inapresable, hasta que en una muestra más de su osadía Oliveira imagina un desenlace fantástico. En lo puramente visual, el film está colmado de hallazgos: paisajes naturales y arquitectura merecen su mejor atención, lo mismo que los interiores donde la cámara siempre intenta captar la totalidad de la escena y donde se deslizan apuntes que anticipan el carácter de la historia (la muerte del canario, el cerrado ambiente de la casa de Angélica, el buñuelesco mendigo). En todos los casos, Oliveira cuenta con el apoyo de la admirable luz de Sabine Lancelin y con el de un elenco en que figuran muchos de sus habituales intérpretes. El estilo -lejos de cualquier realismo como del vértigo de moda- y cierto hermetismo pueden ser un escollo para algún espectador. Quizá lo mejor sea entregarse a la fantasía, dejarse llevar por la belleza del cuento y de las imágenes y dejar el análisis, si es necesario, para después.
La revelación Un fotógrafo se obsesiona con un retrato en el nuevo filme del portugués Manoel de Oliveira. A las 5 de la mañana, bajo la lluvia, un hombre sale con urgencia a buscar un fotógrafo. Una mujer, la Angélica del título, acaba de morir y la familia –una de las más ricas de la zona- desea sacarle unas últimas fotografías antes del entierro. El único fotógrafo al que encuentran es un joven judío (la familia de la difunta es cristiana, devota) al que le gusta hacer “las cosas a la antigua”. Tanto su vestimenta como su tecnología lo hacen parecer venido de otros tiempos. Angélica (Pilar López de Ayala, la misma actriz española que protagoniza Medianeras ) ha sido acomodada, en un sillón, inmaculadamente vestida y sonriente. Cuando Isaac intenta sacarle una foto, ella cobra vida y le sonríe, una y otra vez, mirando al lente. Es algo que sólo él ve (o cree ver), pero que lo cambiará para siempre. Encima, al volver a su casa, revela las fotos y al colgarlas frente al balcón, la bella Angélica le sigue sonriendo, “viva”, desde el papel. El asunto comenzará a afectar a Isaac, que se va volviendo cada vez más ensimismado y ajeno a lo que pasa a su alrededor, para preocupación de la dueña de la pensión en la que habita. Mientras sigue sacando fotos a obreros trabajando, Isaac comienza a tener alucinaciones cada vez más fuertes, en las que Angélica sigue siendo una figura central. Y así, hasta alejarse cada vez más del mundo de los “mortales” y empezar a vivir una inexplicable relación con ese “fantasma”. Con un guión que escribió en los años ’50 –pero que recién ahora hace a causa de la necesidad de ciertos efectos especiales-, el realizador de 102 años involucra mansamente al espectador en este juego misterioso que es más una exploración cinematográfica que un drama psicológico. La cámara sigue a Isaac mientras escucha conversaciones sobre energía (“cuando la materia y la antimateria se dan un abrazo”, dicen por ahí), brujería y maldiciones, va a sacar fotos a iglesias y lugares religiosos, acompaña a los trabajadores en el campo o, simplemente, se queda extasiado mirando las fotos de Angélica. Manoel de Oliveira filma ese encantamiento, esa devoción, ese extraño amor que nace entre un hombre extranjero (en todo sentido) y una mujer muerta, como si Vértigo de Hitchcock pudiera mezclarse con un drama religioso europeo de los años ’50. Sin prisas (los tiempos narrativos del portugués son calmos, los parlamentos de los personajes precisos y pausados), pero involucrando al espectador en esa fascinación (que es también la fascinación por el cine, por la magia de las imágenes y sus fantasmas), el infinito De Oliveira entrega una de sus mejores y más accesibles películas. Una delicia más que bienvenida en la pobre cartelera cinematográfica actual.
Film con el estilo deliciosamente antiguo de un artista centenario La acción, escasa, parsimoniosa, transcurre en una época incierta, donde viejas costumbres supuestamente olvidadas alternan con charlas actuales sobre la antimateria. Una noche, un joven judío, fotógrafo aficionado del pueblo, es convocado por una familia católica para sacar un último recuerdo de la hija, hermosa joven recién casada que ha muerto de repente. Han dispuesto su cuerpo como era natural en otros tiempos para la última foto. Sólo parece estar tranquila durmiendo. De pronto, pero sólo para el fotógrafo, sucede algo inexplicable. No diremos lo que sigue, sólo que el asunto bien puede sumarse a una larga tradición de ancestrales historias románticas propias de esas tierras de meigas, como les dicen, o les decían, los luso-gallegos a sus apariciones. Antiguo relato de fantasmas, entonces, o de locos de amor, contado de modo deliciosamente antiguo por el centenario Manuel de Oliveira, que aquí se da el gusto de extremar su estilo (largos planos fijos, intérpretes que recitan sus textos de forma monocorde, etc.), pero también su gracia, con dulzura, levedad, sencillez, e incluso con un regocijo que desarman a medio mundo, hasta llevarnos al placer de unos trucos de sobreimpresiones típicos del cine mudo, trucos que lo habrán fascinado cuando chico, igual que esas historias, y que él rescata con la sabiduría evocativa de los viejos y el inocente asombro de los niños. Detrás hay algunas metáforas sobre la imagen, la mirada, la cámara, y la obsesión por esa realidad paralela con la que conviven los artistas, los enamorados, y los locos. También las metáforas son viejas, pero siguen frescas, igual que otros placeres que el hombre expone hoy para nosotros. El actor es su nieto, Ricardo Trepa, a quien ya vimos haciendo también un personaje obsesionado por una criatura más o menos ilusoria en «Singularidades de una muchacha rubia», sobre la caprichosa belleza que el paseante ve apoyada en una ventana, y más le valdría no haber conocido. Pero éesa es otra historia. Detalle interesante, la belleza que vemos con el nombre de Angélica es la misma de «Medianeras», Pilar López de Ayala.
Por suerte, existen momentos de placer y placidez absolutos. Es lo que sucede al espectador que decide dejarse llevar por “El extraño caso de Angélica”, obra maestra del centenario –y muy activo– cineasta portugués Manoel de Oliveira. Se trata de un cuento fantástico: un fotógrafo joven que aún se aferra a la imagen analógica, al viejo rito de la película y el revelado, es llamado a fotografiar a una bella mujer que acaba de morir. Pero esas imágenes cobrarán vida, y entonces su vida comenzará a transitar en la delgada línea azul entre el mundo fantástico de los muertos (o de las hadas, porque este es a su modo un cuento de hadas) y una realidad que se va transformando en irremediablemente moderna. Oliveira decide utilizar efectos especiales –que no abundan en sus películas– combinados con una visión de lo tradicional y lo real (a una secuencia donde el protagonista vuela con la joven muerta en un sueño se contrapone otra donde el fotógrafo, por placer, documenta el trabajo de unos agricultores) para generar no un discurso nostálgico sobre el pasado, sino un juicio sobre lo moderno, que es menos condenatorio que resignado. Sobre todo, el film abunda en belleza, en luz, en esa placidez que nos permite recorrer su mundo con el tiempo suficiente como para disfrutarlo. Por cierto, no es una película ingenua ni bucólica, sino con filo y con no poco humor, incluso desencantada. Todo depende de qué queramos sentir con el poético final que nos propone. De las pocas películas perfectas del año.
Fábula sobre el amor inmaterial Me extrañó que se estrenara "El extraño caso de Angélica" en nuestro país. Sabían ustedes que su director, Manoel De Oliveira es, con 103 años, el director más longevo en actividad del mundo. Increíble no? El portugués es una eminencia en el mundo del cine. Ha hecho más de 50 películas y ha ganado muchos premios internacionales por su trabajo, siendo reconocido globalmente por su estilo de encuadre fijo, conducción de actores definida hacia lo poco natural y distingida elegancia para la edición y el montaje. Nos llega entonces de este cineasta un trabajo del año 2010 (él ahora está en preproducción de un film llamado "Igreja do diabo") que invita al espectador a jugar con la imaginación y dejarse sumergir en un amor de ensueño, más precisamente en una relación entre un humano, y un fantasma. Han habido muchos ejemplos en la historia del cine sobre este tipo de vínculos, por lo que sentíamos ávida curiosidad de ver cómo De Oliveira articulaba su historia y a decir verdad, más allá de algunos desniveles narrativos y cierto exceso de artificiosidad en las interpretaciones, debemos afirmar que nos pareció una aceptable propuesta para corazones abiertos a lo sobrenatural y espectadores permeables a vivir experiencias paranormales románticas (!) Qué fuerte es el amor... Eso pensaba mientras las primeras secuencias me traían a Isaac (Ricardo Trepa), un fotógrafo judío (sefaradí, para más detalles) quien, convocado por los dueños de un hotel rico debe fotografiar a una joven que ha muerto repentinamente. Recuerdo que esta era una costumbre habitual (retratar a los muertos) a principios de siglo, hoy en desuso para muchos de los que habitamos este mundo posmoderno. La cosa es que la fallecida, una mujer muy bella de nombre Angélica (Pilar López de Ayala), se nos presenta vestida con su traje de novia, recostada en un diván y con una sonrisa dibujada en su rostro. A pesar de lo tensa de la situación (hay un grupo de personas presenciando esta sesión fotográfica), Isaac trata de hacer su trabajo, pero cuando enfoca la cámara, la difunta abre sus ojos y le devuelve la mirada. Sí, Angélica puede estar muerta, desde lo físico, pero su espíritu está aún entre su gente, inquieto y con la fuerza de aquella juventud que no alcanzó para esquivar a la fría Parca. Isaac, de quien sabemos poco (demasiado para mi gusto), se enamorará perdidamente de la difunta. Y ella, desde el plano en el que está, hará lo imposible por volverse tangible, generando situaciones simpáticas e inusuales que el director resolverá siempre con soltura, impidiéndo que el film caiga en un sinsentido narrativo y ajustándolo a su objetivo primario: hablar del amor, desde su sentido no terrenal, sino espiritual. El muchacho, conmovido por lo que le sucede, se aisla del mundo, su cámara registra otra dimensión y su mirada parece extraviada. Muere de amor y su elegida, es inmaterial, pero no se puede decir que no existe. Como fondo de la historia, veremos las transformaciones laborales y el cambio de las actividades del hombre, la influencia de lo económico sobre ese lugar pero... Lo que se subraya, en mi opinión, es la ratificación de la legitimidad del sentimiento, más allá de lo material. "El extraño caso de Angélica" no deja lugar para finales previsibles, sino que empuja hacia una definición bucólica y original, ciento por ciento De Oliveria. Movilizante. Hay mucha belleza en el paisaje y un gran trabajo de la fotografía a lo largo del film. Es intimista, prolijo y luminoso, pero además, deja traslucir su cálida esencia desde el primer minuto de proyección. No es de las películas que a nuestro público le atraen masivamente, pero como curiosidad en nuestra cartelera, merece una oportunidad. Es una muestra viva del talento de un director longevo al que esperamos disfrutar un tiempo más en este plano terrenal. No saldrán defraudados de la sala.
El caso de Angélica es tan extraño como la película, donde lo fantástico aparece como fugaz pincelada sobre la realidad de un Portugal atravesado por la crisis económica europea y la transición a los nuevos modos de producción capitalista. Es la historia de un joven fotógrafo judío, Isaac, que se enamora de una bella muerta, Angélica, que lo hace perder hasta el agotamiento. Una llamada de urgencia le cambiará la vida que transcurre en una pequeña localidad cercana a Oporto. Fue filmada por el director portugués Manoel de Oliveira, que tiene 103 años y ha significado toda una leyenda en la cinematografía portuguesa por esa marca por lo fantástico. Pero en esta ocasión deja que desear. Tiene un buen guión, la historia es original pero es un filme para degustar en tiempos lentos y dramáticos.
Hay belleza más allá de la muerte La película del director lusitano de 103 años retoma un antiguo guión de los años 50 para contar la historia de un fotógrafo que se encuentra de casualidad en la situación de retratar a una joven muerta poco después de su casamiento. Fue el director portugués Manoel de Oliveira quien dirigió en 1997 a Marcello Mastroianni en su último film, Viaje al principio del mundo, suerte de itinerario sentimental pensado como un flashback sobre una reconstrucción autobiográfica ambientada en tierra lusitana. Hoy, a sus casi 103 años, este realizador que nos sigue sorprendiendo, tras los pasos revisitados por su admirado y amigo Luis Buñuel en Belle Toujours nos acerca una obra basada en un antiguo proyecto que alguna vez, allá a mediados de los años 50, esbozó como guión y que, luego, tras largas vacilaciones, dejó en suspenso. La obra de Manoel de Oliveira se inscribe en cuadernos de notas que siguen de cerca tanto la espera como la obsesión amorosa, la fijación del deseo y los amores que se proyectan más allá de ciertos límites. A lo largo de sus más de cuarenta largometrajes, sus films se nos van abriendo como enigmas que marcan fisuras, espacios que se van conectando con lo insospechado, como lo viven los protagonistas de uno de sus films más cautivantes, El convento, de 1995, en el que John Malkovich, en tanto un erudito profesor en letras, viaja con su mujer, rol que interpreta la Deneuve, de París a Lisboa, con el fin de investigar, en una antigua biblioteca, sobre el supuesto origen español, y no inglés, de William Shakespeare. Para el film que hoy comentamos, que se ha estrenado de manera simultánea en el Cine Del Centro con algunas salas de Buenos Aires. Oliveira ha elegido el formato del cuento fantástico, el que nos remite a la tradición del siglo XIX, a ese mundo de ensoñaciones y fantasmas. En El extraño caso de Angélica su realizador libera como si de un perfume sutil se tratase una atmósfera que se mueve entre la melancolía y la sospecha, que nos alcanza por igual si podemos llegar a aceptar ese momento de captura que ese joven, Isaac, de origen judío sefaradí, comienza a experimentar en los primeros minutos del film. Y es que esta historia se abre ya entrada la noche, frente a una casa de fotografías, bajo la lluvia. Allí, en una noche de 1952, un auto se estaciona y alguien desciende del mismo para solicitar la presencia urgente de un fotógrafo. Hay una inminencia por retratar un último instante, por retener un último gesto, por atesorar su última mirada. Pero esa noche, el fotógrafo de ese lugar ha viajado. Y se vuelve todo un imperativo tratar de localizar a otro. Será entonces ese joven, Isaac, que se encuentra en ese lugar cercano a Lisboa trabajando en una actividad industrial (en el original, se acentuaba más el carácter de ser él un sobreviviente del holocausto nazi) quien con su cámara se acerque a la finca de una ilustre y reconocida familia del lugar; allí, en una comarca muy vecina, tras los consejos oportunos de la dueña de la pensión en la que se aloja, junto a algunos otros pasajeros que se irán conociendo a través de sus conversaciones. De aspecto taciturno, Isaac, reservado y solitario, con su cámara ingresará a un escenario de vestiduras negras y rostros compungidos que le orientarán el camino hacia el lugar donde yace el cuerpo de una joven llamada Angélica, fallecida pocas horas después de su boda. En ese clima, por momentos detenido en un aire espectral, Isaac, interpretado por Ricardo Trèpa (el nieto del propio realizador) se irá acercando a ese rostro que en algún momento, y tras su mirada detenida, prolongada, le sonreirá. Esa sonrisa inicial, momento de la captura amorosa, pasará a ser el motor, móvil y guía de sus horas. Guiado por esa imagen de gran realismo que comienza a presentarse fotográficamente en color y en evanescentes formas de blanco y negro, su Angélica lo acompañará en fugaces pero eternos momentos; marcando siempre ese tiempo de espera que se mueve entre recortados escenarios que dibujan un espacio sacralizado por la fuerza del amor. La mirada del fotógrafo igualmente se posa de manera casi documental, como testigo de su propio tiempo, en ese lugar de bisagra entre lo antiguo y lo moderno, sobre la labor de los campesinos, a quienes retrata de una manera optimista celebrando su diaria presencia. Y del mismo modo, Oliveira nos hace llegar toda una serie de reflexiones, de puntos de vista a través de los que pueblan la mesa de la pensión, sobre distintas temáticas que alcanzan a comentarios que se juegan en diferentes campos, como los que se libran entre los puntos de vista sobre el encuentro de la materia y la antimateria. Deliberadamente anacrónica en algunos pasajes, en ese intento de hacer jugar el momento de la escritura del guión y de la realización, de proyectar temporalmente esta historia de amor, de traernos a la memoria su primer film documental a través de este nuevo registro sobre el trabajo de los campesinos, tal como el lo había hecho en Douro, actividad fluvial, del 31, El extraño caso de Angélica anima las páginas del ideario de los surrealistas a partir de una historia de amor fou, de ese amor loco, que va más allá de la muerte, que no reconoce fronteras, que está más allá de cualquier calendario y de cualquier censura, barrera, obstáculo. En ese mundo fantasmal que el personaje siente habitar, tal como si de un film de Georges Meliès se tratara, El extraño caso de Angélica abre a otra dimensión desde una fotografía que alcanza a la misma habitación de Isaac, retratada fijamente en numerosas oportunidades en el film. Y aquí escuchamos, ahora, la voz de Oliveira: "Me gustaría explicar que entre una foto fija y un plano fijo hay una enorme diferencia. Y que cuando no ocurre nada, también ocurren miles de cosas".
Un joven fotógrafo vive en una pensión con tres inquilinos y su dueña. Una noche es llamado para fotografiar a la hija de una familia adinerada del pueblo, la cual acaba de morir (a pocos días de haber contraído matrimonio). La madre desea conservar la última imagen de su hija. Cuando, arriba a la casa, se encuentra con ella vestida como una princesa y sonriendo como una bella durmiente en una de sus tres tomas ella abre los ojos, lo mira y lo hechiza. Lo encanta. Este será el comienzo de una mágica y a la vez desesperada historia de amor que transcurre en Douro, donde en 1931 Oliveira dirigiese su primer corto describiendo una jornada de trabajo de los pescadores en las riberas del Duero. Revelando su adhesión a las vanguardias europeas y a la influencia que ejercían en él directores como Robert Flaherty y los documentalistas soviéticos. Oliveira siempre entendió al cine como una manifestación moderna, indispensable y necesaria, y en éste, su film número 23 y a los 102 años (casi los mismos años que la historia del cine) es probable que haya querido rendir una especie de homenaje a los amores de su vida, al cine claramente, y de alguna manera despertar al Olvido rescatándolo desde una planificada inocencia. Con una maravillosa banda de sonido compuesta por dos sonatas de Chopin acompañadas de múltiples referencias literarias, que aluden a José Regio, a quien adaptó en Mi caso(1987), la historia avanza mágicamente, mientras reflexiona sobre la naturaleza del arte y sobre la complejidad del “ser humano”. Atemporalidad, hermetismo y teatralidad son las características de un film donde Isaac, su protagonista principal sale desesperado de su habitación para fotografiar a los labradores que con sus picos en las manos abren surcos en la tierra, y luego cierra la serie con una foto de cada uno de ellos a modo de documentar/l una tarea ancestral, que ya ha sido sustituida por las máquinas, en el mismo lugar en que Oliveira fotografiase a los pescadores. A medida que avanza su amor y ergo su obsesión por Angélica, su ensimismamiento se acrecienta, y solo calma su angustia cuando sobrevuela la ribera del Duero con su amada en los brazos. Dicen que el amor es ciego, y que la locura lo acompaña, y esto suele tener mucho de cierto, en todas las realidades. El extraño caso de Angélica es una reflexión, por momentos muy teatral, (como todo el último cine de Oliveira) sobre lo verdadero y lo falso y sobre la realidad y la fantasía. En los diálogos de los personajes de la pensión hay algunos intentos de racionalizar lo fantástico mediante la ciencia, el saber común, el chismorreo, la filosofía, pero son absolutamente rudimentarios de ex profeso, como la cita de El hombre y su circunstancia de Ortega y Gasset o el dicho:“Yo no creo en las brujas, pero que las hay… las hay”. Estos en su aparente ingenuidad ponen en evidencia todo el tiempo la ruptura de un orden conocido. Orden que el personaje también se cuestiona por momentos en su desesperación por apresar lo inasible. La mirada, la sonrisa, el mágico vuelo por el río, el ingreso a la habitación, donde las manos apenas se rozan recuperan el tono lúdico de los primeros films que transitaron el género de George Melies en adelante. 102 años, un retorno a la topografía de su primer corto, un increíble deseo de seguir soñando, creando y filmando con una imperturbable fidelidad a si mismo. Y una historia de amor que subvierte el orden de lo real. Aquel que todo el tiempo se enfrenta y convive con la conciencia humana: con sus necesidades, sus contradicciones, y su desesperación.
El maravilloso caso de Manoel de Oliveira Sería injusto restringir El extraño caso de Angélica a la anécdota que desenvuelve fácilmente, con una hermosa joven repentinamente fallecida y un fotógrafo que –convocado para tomar con su cámara imágenes de ella aún vestida con su traje de novia– termina confundido, hechizado, enamorado. El film de Manoel de Oliveira (Oporto, Portugal, 1908) revela tras una apariencia sencilla una gran riqueza de matices, haciendo de una simple historia de amor con ribetes fantásticos una lúcida mirada sobre sentimientos y anhelos. Isaac, el joven fotógrafo (interpretado por Ricardo Trêpa), puede ver lo que otros no ven. Enamorado al fin, se desinteresa por la comida o el dinero. Sabe apreciar la belleza que puede haber en un grupo de campesinos trabajando y comprende el sufrimiento de los demás, al punto de compadecerse del marido de Angélica, la muchacha muerta (que encarna sin hablar Pilar López de Ayala, la actriz española de Medianeras). Los demás no ven a Isaac con buenos ojos: algunos familares de Angélica parecen irritados con su nombre, a la dueña de la pensión le inspira desconfianza que le interese lo “antiguo”. Pero él ignora las habladurías y no le teme a lo que alguien llama brujerías: ensimismado, elude lo superficial y su mundo es interior, buscando la gracia en lo que lo rodea y en sus sueños, con su cámara o sus pensamientos. Por eso, la ventana de su cuarto en la pensión está siempre abierta, y él alerta a lo que puede verse y oírse desde allí. Los otros intentan encontrar explicaciones para todo; Isaac simplemente mira, atento a lo que tiene para ofrecerle el mundo con sus misterios. Fotografiar, más que una ocupación, termina siendo un recurso mágico, una manera de encontrar vida y luz donde ya no las hay. El centenario director de Viaje al principio del mundo (1997) y Belle toujours (2006) le imprime a El extraño caso de Angélica tonalidad de cuento, trocando dramatismo por inocencia. A su ambientación algo atemporal se agrega una caracterización de los personajes a partir de rasgos esenciales (incluyendo el vestuario) y el empleo de sobreimpresiones deliberadamente anacrónicas para las apariciones de Angélica. Al mismo tiempo, muestra al pueblo en el que transcurre la acción como una aldea de fábula, apaciblemente soleada u ocasionalmente mojada por la lluvia. Su film es de aquéllos –excepcionales– en los que se advierte la elaboración de cada plano y donde cada movimiento de cámara aparece justificado. Los diálogos, en tanto, son expresados con parsimoniosa dulzura. Es realmente admirable el dominio de los recursos y la frescura con los que sigue trabajando Manoel de Oliveira, que en un par de meses cumplirá 103 años. En El extraño caso de Angélica integra elementos provenientes de distintos momentos de la historia del cine (desde los trucos de Méliès hasta situaciones y personajes que traen resonancias de la obra de Dreyer, Bergman o Buñuel) sin énfasis de sabihondo ni reblandecimiento, simplemente jugando como un chico.
Sin lugar a dudas lo que más le preocupa a los 102 años a Manoel de Oliveira es el tema de la muerte. Este realizador portugués ya es un récord a esta altura de la historia del cine. Tal es así que al estrenarse esta película se encuentra filmando una nueva con Claudia Cardinale y prepara otra para el 2012. Lo que se cuenta acá es la historia de Isaac, un fotógrafo con un misterioso pasado, que al llegar a un poblado vinícola de Portugal recibe un insólito encargo en mitad de la noche: realizar el último retrato de una joven que acaba de fallecer, Angélica. “El extraño caso de Angélica” enlaza el tema de la muerte, encarnado por el personaje (Angélica) de Pilar López de Ayala (protagonista de “Medianeras”, estrenada también el 13 de octubre), en un relato sobre la obsesión por el sujeto amado. Isaac (Ricardo Trêpa) se enamora de la belleza de la joven Angélica, inspirado por una experiencia estética que le abre la puerta a una nueva dimensión. La muerte que se encuentra presente a lo largo de casi todo el metraje adquiere ribetes de fábula y de poesía cuando se ve el cuerpo de la difunta volar como un hada. Manoel de Oliveira ha cuidado la estética (fotografía impecable) y ha sabido entretener con esta historia que no empalaga ni asusta. Simplemente nos ofrece su preocupación por lo que hay en el más allá. Algo que seguramente nos preocupa a todos.
Isaac es fotógrafo y una noche es solicitado para un trabajo urgente y poco feliz: debe acudir en medio de una tormenta a la mansión de una acaudalada familia portuguesa para tomar un retrato de Angélica, una joven que falleció justo después de contraer matrimonio. Bella como pocas mujeres con las que había tenido contacto cercano, Isaac es trastornado por la figura de esta dama frágil y aun fresca, a pesar de que su alma ya no habita en su cuerpo. A través de la lente de la cámara, Angélica parece recobrar la vida, sólo para él. Isaac se enamora perdidamente y, a partir de ese momento, ella lo atormentará hasta la locura. La preciosa música incidental posee dulces acordes que enaltecen las imágenes del cine contemplativo que propone Manoel de Oliveira y, sobre todo, la belleza etérea de Pilar López de Ayala, que se condice perfectamente con ese espíritu joven que se niega a partir de este mundo terrenal. El director, un verdadero apasionada de su trabajo que a los 102 años continúa realizando cintas, nos entrega un poco de realismo mágico pero fracasa en el producto global. La narración se toma tanto tiempo que llega a hacerse inaguantable la espera del comienzo de la acción: hay pequeños momentos en donde el relato debería haber crecido en emoción, pero eso nunca ocurre. La puesta es más teatral que cinematográfica, incluso las marcaciones actorales son estáticas y antinaturales.
El extraño caso de Angélica es una película misteriosa y bella. Igual es la manera en que su director, Manoel de Oliveira, nos muestra el pueblo donde transcurre esta historia de amor fantástica que le tomó décadas filmar. El mundo que crea Oliveira es el de una espacio sin presente, donde todos su habitantes parecen fuera de su tiempo y desconectados de lo terrenal. Es en esa planeta, que el director se toma su tiempo para presentar con una noche de lluvia, donde habitan personajes como Isaac, un fotógrafo que resiste en el uso de la imagen analógica y que está obsesionado con el trabajo manual de la tierra. O Justina, la señora que maneja la pensión donde él vive, y que en su micromundo de preocupación por el bienestar de sus huéspedes ve transcurrir sus días. Una noche lo llaman a Isaac para fotografiar el cadáver de una joven de familia católica de alcurnia, y mientras le saca la foto, ve a través de la lente que ella le sonríe, que revive sólo para él. Ella, hay que decirlo, es la bella Pilar López de Ayala, que también deslumbra en Medianeras. Pero no es sólo Pilar el punto de contacto entre las dos películas. Porque las dos demandan una entrega del espectador. Que se crea los mundos que se proponen, así como creen sus personajes. Es que acá lo misterioso se acepta sin mayores miramientos. Isaac, del que no sabemos nada, sólo que rechaza sistemáticamente los desayunos que la pobre Justina le prepara con esmero, se encuentra con Angélica (con su espíritu, o con ella, no importa) en sus sueños. Allí, él lo dice con desesperación cuando despierta, ya no tiene más angustias y es finalmente feliz. Aunque no importa tanto que lo pronuncie porque ahí está Oliveira, detrás de la cámara para mostrarlo en esos inserts azules y mágicos que muestra a los dos volando por todo el pueblo. Y aunque acá sólo puedo hablar desde mi total subjetividad, no creo que haya mejor manera de ilustrar lo que se siente en esos sueños de los que no se quiere despertar. Esa placidez que da la cercanía con el ser amado, y la amargura y melancolía que provoca el despertar. Pero El extraño caso de Angélica lejos está de ser una película solemne sobre el amor trascendental. Al contrario, es una película con un gran sentido del humor que no se priva de reírse de su protagonista, quién, mientras más se aleja de sus pocos lazos con el mundo tangible, más ridículo y errático es su comportamiento (como cuando lo vemos gritar ante quién quiera escucharlo el nombre de la muerta en el cementerio, o cuando balbucea frente a los otros huéspedes de la señora Justina tratando de encontrar un sentido a su obsesión). O en todo caso, mejor dicho, sí es una película sobre el amor trascendental, pero también es sobre los desayunos de Justina, y sobre su pajarito siendo observado sin tregua por el gato de la pensión. Es sobre los vecinos y sus charlas bucólicas y también sobre el canto de los labradores de la tierra, pero sobre todo es una de esas pocas películas que, de tan bello que es todo lo que muestra, da ganas de todo, hasta de morir.
¡Tiempo, alto ahí! El extraño caso de Angélica es un cuento libre, una fábula extraña, una historia de amor eterno y sin fronteras, romántico y surrealista, que une a los enamorados más allá del tiempo y el espacio. La atmósfera combina la sobriedad luminosa característica de Oliveira con una tecla fantástica cuya simplicidad linda con lo sublime. Los ojos en el vacío, una imagen que se mueve, el origen del cine. La obra tardía de uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos es una película secreta, una cajita mágica con un tendal de sortilegios, la barraca de verbena y una atracción familiar. En las fotografías suspendidas en la habitación, los inquietantes primeros planos de los campesinos contrastan con la delicadeza fúnebre de Angélica. Las imágenes murmuran a espaldas del artista. El humo de un cigarrillo se disuelve en la oscuridad. Antimateria. La magia de una ambivalencia refulgente. El vuelo raso del fantasma sobre el Duero, Méliès y Rimbaud. Las creaciones del ayer vagando en vías celestiales. Un abismo tras los fotogramas. Un canto ancestral. Un plano fijo, la mirada pura. Un pajarito, un gato y el ladrido de un perro. Angélica abre los ojos y sonríe.
EL MAESTRO Y SUS CIRCUNSTANCIAS El incansable hombre de las tres cifras sigue filmando y el resultado en esta ocasión es una objeción lúdica y vital al desprecio y consideraciones similares acerca de la vejez y las potencias creativas perteneciente a ese estadio de la vida. “No recuerdo si cité a Spinoza o a Ortega y Gasset a propósito de Singularidades de una chica rubia, pero lo cierto es que Ortega y su idea de «El hombre y sus circunstancias» está siempre presente, en cada momento de nuestras vidas”, decía De Oliveira, hoy con 101 años y aún hiperactivo, en una entrevista reciente. Las circunstancias de El extraño caso de Angélica son, como su título lo indica, extrañas. A la medianoche, mientras llueve torrencialmente, un hombre pide por un fotógrafo. La mujer del fotógrafo le informa que su marido regresa mañana. Un transeúnte observa la situación y sugiere un reemplazo. El elegido es un tal Isaac, un portugués sefardí, que debe fotografiar a las 3 de la mañana a la joven Angélica, una joven bellísima que, como informa una monja sorprendida y casi molesta por el nombre del fotógrafo, fue una católica devota. La oscuridad domina el ambiente, aunque De Oliveira parece tomarse la muerte con gracia y liviandad, de tal modo que cierto tono jocoso atraviesa el clima plañidero, pues concebir y decidir la iluminación en función de inmortalizar a la muerta es como mínimo una situación burlesca. El bellísimo cadáver parece reírse; tras una primera foto, antinaturalmente, la mujer, de hecho, sonríe mirando a cámara. Si es una distorsión psíquica y perceptiva del fotógrafo (que de ahí en adelante se comportará de forma extraña para la dueña del departamento que éste alquila), o si se trata de una historia de amor secreta entre un fantasma y un mortal, es irrelevante; De Oliveira ensayará una respuesta abierta, pues esta meditación sobre el misterio de la existencia (y el cosmos) y sobre el misterio de la fotografía (y el cine) es comandada por una libertad absoluta que no necesita de certezas para convalidar una mirada filosófica sobre las cosas, el mundo y nosotros en él. En esta ocasión, De Oliveira va más allá de su ostensible inquietud civilizatoria. Una conversación entre vecinos durante el desayuno opera como una invocación cósmica y una evocación del carácter precario del conocimiento (y la gesta civilizatoria). Algunos personajes discuten el concepto de materia y de antimateria. Los jinetes del apocalipsis devienen en siete mosquitos: la cita teológica se transfigura en un dato ecológico. Pensar en las circunstancias como organizadoras del cosmos es inquietante. El extraño caso de Angélica es mucho más que una historia de amor entre un hombre y una mujer; es una historia de amor entre un hombre de 101 años y nuestro mundo. Así, en una noche americana (quizás se trate de un sueño, quizás se trate de una dimensión desconocida) dos cuerpos burlan la gravedad y danzan sobre ese elemento antiguo llamado éter. A esta fantasía metafísica, De Oliveira la compensa y la yuxtapone con una celebración casi proletaria de la inmanencia de todas las cosas: los agricultores trabajan la tierra, doblan sus espaldas, transpiran y cantan. La tierra es el límite. Con ese paisaje telúrico De Oliveira concluye su película. La voz campesina parece afirmar el carácter materialista del mundo. Pero los fantasmas tal vez existen, y de ser así son ciudadanos de un mundo invisible, quizás inmaterial, a pesar de su inverosimilitud; una elegía materialista y metafísica, una verdadera obra maestra.
Abre tus ojos Una película sin tiempo, donde Isaac -un fotógrafo judío- es ferviente defensor del trabajo "a la antigua", con revelados artesanales y equipos fuera de época. Lo que no espera este huésped taciturno, y bastante observador por cierto, es recibir un pedido laboral urgente de una de las familias más pudientes de Régua: ir al caserón para fotografiar a Angélica, una bella joven que falleció en forma misteriosa. Entre el silencio de los deudos, Isaac ajusta el objetivo y comienza a retratar a la difunta. Hace una, dos, tres, cuatro fotos y en uno de los enfoques (desde la lente) aparece lo inesperado: ella abre los ojos y mira atentamente al joven. ¿Ilusión, realidad? En esa dualidad y duda nos sumerge el prestigioso guionista y director Manoel de Oliveira, quien con 102 años, es el más longevo en actividad del mundo. De allí en adelante, el realizador portugués recrea ambientes costumbristas, con toneladas de melancolía y algo de repetición. Desde las intervenciones -quizás excesivas- de Dona Rosa, dueña de la pensión donde se hospeda el protagonista, hasta los diálogos entre ella y dos amigos que tratan de descifrar el extraño comportamiento de Isaac. Otro de los momentos de disfrute de esta película es la cotidiana rutina de los obreros agrícolas. En fila marchan hacia las parcelas para, pico en mano, labrar la tierra al son de una canción del capataz. En simultáneo y sincronizados, ellos están ausentes del trabajo de Isaac quien no se resiste a fotografiarlos una y otra vez. Manoel de Oliveira (quien no le presta atención al calendario) sigue pensando proyectos que resalten el cine ibérico. Y El extraño caso de Angélica demuestra que la superada madurez, sigue dando buenos buenos frutos.