¿Cómo es posible construir un mundo mejor? Desterrando la venganza y enseñando al mundo, a las generaciones venideras, que la violencia solo genera más violencia y no soluciona nada, por el contrario, empeora las cosas y nos vuelve seres humanos despreciables. No hay salida de ese lugar, no hay retorno, no hay construcción posible desde ahí. Partiendo de esa premisa, la película construye dos historias, dos tramas, en dos escenarios tan disímiles como similares, e ilustra cómo ciertas decisiones pueden traer las peores consecuencias, aunque esas consecuencias tengan que ver con el ámbito más privado del ser humano, con su propia consciencia y su culpa. Cómo es posible que algunas personas viven inmersas en un mundo de extrema violencia y crueldad mientras otras, ahí al lado, rehúyen esos sentimientos y eligen construir un mundo mejor. La película no es platónica ni idealista en ningún sentido; ambas realidades conviven en todos los universos, incluso en los universos individuales de cada uno de nosotros. En nuestro interior siempre existe, existió y existirá la pugna entre la venganza y el perdón, entre lo más vil y lo más noble. Bollamos entre uno y otro sentimiento y a veces se impone uno y otras veces se impone el otro. Y la película apunta a esa disyuntiva interna, a ese sitio en el que sabemos que podemos claudicar si nuestras convicciones no son del todo firmes y si nos permitimos un momento de duda. Y el gran acierto del film es justamente mostrar esa dualidad, esos matices, en cada uno de los personajes. Sussane Bier se toma su tiempo para construir minuciosamente los caracteres de los personajes, para ir develando, de a poco, en cada uno de ellos, los sentimientos que van aflorando, al punto de ponerlos en determinadas situaciones en las que los vemos sufriendo, desgarrándose por dentro, al saberse testigos de atrocidades y sin poder hacer nada al respecto. Y es así como la directora nos muestra estas historias paralelas, estos mundos tan distintos, conectados en ese aspecto, en la inevitabilidad de la violencia y la venganza, en ese punto de unión entre ambos que tiene como eje a Anton. Por un lado, un campo de refugiados en África, en el que Anton trabaja como médico y, por otro, la historia de dos chicos, amigos de la escuela, uno de ellos hijo de Anton, en un pueblo tranquilo de Dinamarca. Anton va y viene, entra y sale de estos mundos, y en ambos lucha contra la peor enfermedad conocida: la violencia humana. Y en el mundo en el que vive su familia, es su hijo quién se verá involucrado en situaciones terribles, de la mano de su amigo Christian, que recientemente perdió a su madre y está en pleno proceso de duelo. Por lo tanto, somos testigos de la inocencia de dos chicos, que hacen lo que hacen porque lo ven como una travesura –y porque las figuras adultas están relativamente ausentes o inmersas en otros conflictos–, y de la intencionalidad absoluta de la conducta de ciertas personas cuyo único propósito en la vida es infligir dolor a otras. Pero la raíz de ambas es la misma y es la que la película se encarga de denostar y aborrecer. Pero también se encarga de enaltecer ciertas cualidades, como la humanidad, la capacidad de perdonar y, por sobre todas las cosas, la responsabilidad de los adultos de impartir valores mediante la conducta, de educar con el ejemplo, y no con la palabra como la mayoría suele hacer. Si no hay un correlato entre lo que se dice y lo que se hace no hay enseñanza posible, y lo que vemos en este film es justamente eso, un padre con la responsabilidad –bien asumida y bien usada– de educar a dos chicos de 10 años en un momento crucial de sus vidas. Anton tiene conflictos internos con respecto a esto, pero su convicción sobre qué elige mostrarles es inquebrantable y la sostiene incluso en situaciones humillantes para él. Y en esos momentos se debate como también lo hace en una de las escenas más impactantes de la película por el contenido dramático, la escena en la que matan brutalmente a Big Man (un terrateniente de la zona del campo de refugiados de África, que mutilaba mujeres por diversión), una secuencia increíble por la fuerza y por el impacto que tiene en los espectadores; nos metemos en la situación, nos metemos en la cabeza de Anton y sufrimos a la par de él, no por lo que está pasando en realidad –porque estamos de acuerdo con la venganza, no hay duda de eso– sino porque vemos y sentimos en carne propia su angustia, la vemos en su mirada de desahucia, de desesperación, de mezcla de sentimientos porque él sabe que lo que está a punto de ocurrir es lo correcto pero, al mismo tiempo, no comulga con ese tipo de actos de violencia. Y la música en esta escena ayuda sustancialmente a generar esa sensación, y va creciendo en intensidad dramática conforme avanza la secuencia hasta llegar al clímax en que el acto se está cometiendo y ya no hay vuelta atrás. Y, en ese momento, uno siente el dolor de Anton, lo observamos en su rostro, en su forma desesperada de moverse de un lado a otro, en la consternación de su mirada. Y después lo vemos cuando trata de hablar por Skype con su hijo pero no puede, las lágrimas le brotan de los ojos y no puede disimularlas. Y así es como la película construye y nos enfrenta a esta dicotomía que todos los seres humanos tenemos adentro, a la posibilidad de perdonar y a la posibilidad de causar daño, a la bondad y a la nobleza frente a la sed de justicia y venganza porque, en definitiva, todos y cada uno de nosotros vivimos ambas realidades y optamos a veces por una y otras veces por otra. Porque quizá solo el Ruiseñor de Andersen sea capaz de pregonar la bondad más absoluta y pura, quizá solo él tenga esa capacidad, mientras le canta al emperador y le salva la vida.
El Amor en Tiempos Violentos La sucesora en los Oscar de El Secreto de sus Ojos es, sin dudas, unos de los estrenos más prestigiosos del año, no sólo por los pergaminos que trae (además del premio de la Academia, se llevó también el Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa), o por la impecable trayectoria fílmica de su directora (Después de la Boda; Hermanos; Corazones Abiertos), sino porque también se trata de una obra cinematográfica con alto nivel narrativo y visual, que se sumerge en la problemática de la violencia desde un lugar original, abordándola como algo casi innato en la cultura humana. Estamos ante un film que, en sus casi dos horas de duración, transmite una infinidad de temas que afectan las relaciones humanas hoy en día. Cada espectador se quedará con lo que más ruido le haga de eso, pero la película permite desprender varias interpretaciones psicológicas y sociológicas de los conflictos que relata. Las relaciones humanas son difíciles, sobre todo en tiempos globalizados como estos, donde la supervivencia del más fuerte está al pie del cañón. Por más que algunos padres intenten transmitir con las mejores intenciones valores éticos, morales y pacifistas a sus hijos, muchas veces pueden dejarlos expuestos a ser presas de un mundo depredador, o a que generen defensas tan rígidas que la única salida sea responder con más violencia al ataque externo. Estas son las personalidades que desarrollan los niños protagonistas del film. Por un lado tenemos a Elías (Markus Rygaard), hijo de padres médicos en pleno divorcio, que termina identificado a lo que él llama cobardía del padre. Antón (Mikael Persbrandt), es un buen hombre, inmigrante sueco, que trabaja en un campo de refugiados en África, donde la ley está ausente y da lugar a los más aberrantes hechos y crímenes violentos. En su afán de generar ejemplos de conductas que harían un mundo mejor, descuida un poco la comunicación familiar, el matrimonio está en riesgo y no puede leer que su hijo se somete a ser tan cacheteado como él por sus pares. Por el otro lado, está Christian (William JØhnk Nielsen), otro niño preadolescente, que ha quedado recientemente huérfano de madre, no tolera el tremendo dolor que le ocasiona tal pérdida y necesita encontrar un culpable de semejante injusticia. El primer acusado es su padre; luego esto lo desplaza hacia el afuera y se encarna él mismo como la justicia que quiere aleccionar al mundo que lo rodea. Nuevamente hay un Padre que ama a su hijo pero no puede ponerse los pantalones cuando las situaciones lo requieren. Los púberes arman una alianza de amistad típica de esas edades pero se van metiendo en un lío tras otro. Un personaje muy interesante es la madre de Elías (Trine Dyrholm), una mujer afectada por el dolor que le causa la inminente separación de su marido, pero que sí salta como una fiera cuando tiene que proteger a su cría. En la escena en la que ambos padres son citados por las autoridades del colegio, que niegan los acosos a los cuales está siendo sometido el niño, se observa muy claramente las distintas posiciones que ocupan ambos padres frente al sufrimiento de su hijo. La habilidad narrativa de Susanne Bier permite ir desarrollando, en un intenso clima, las distintas personalidades y conflictos de los protagonistas, las diferencias y analogías de un mundo desarrollado como Dinamarca y una tierra tan desamparada como lo es gran parte del continente africano, las relaciones de los niños con sus padres y con los distintos actores de la sociedad, llevándonos paulatinamente a un relato con un gran monto de ímpetu dramático. Lo único que se le puede reprochar a Bier es que, en algún momento, la trama se torna bastante previsible, pero esta debilidad no afecta el resultado final de la obra. El trabajo de fotografía es excepcional, abundan hermosos planos de geografías naturales; la iluminación es bien soleada en casi todo el metraje; la dirección de actores es magnífica, en especial la tarea que se desarrolla con los niños protagonistas, quienes brindan una notable labor interpretativa. En un Mundo Mejor es una bella obra reflexiva e intensa sobre la condición humana, no nos da ningún tipo de respuesta clara, sólo nos plantea la inquietud de lo difícil que es la reacción frente a la agresión ajena, donde ideal y realidad suelen entrar en conflicto muy a menudo. Seguramente aquellos que son padres podrán verse reflejados en lo paradójico y contradictorio que puede ser a veces transmitir valores a sus hijos para que estos puedan vivir y crecer en un mundo mucho mejor que el nuestro.
En un mundo violento Así como sucediese en Después del casamiento (Efter brylluppet, 2006), En un mundo mejor (Haevnen, 2010), película ganadora del Oscar a la mejor realización en idioma extranjero de 2010, toma un conflicto social para luego dejarlo de lado e introducirse en un dilema moral atravesado por la violencia. Anton (Mikael Persbrandt) es un médico que divide el tiempo entre su casa en Dinamarca y su trabajo en un campo de refugiados de África. Con su esposa Marianne (Trine Dyrholm) está experimentando una separación que afecta directamente a su hijo Elías (Markus Rygaard) quien en el colegio, entablará amistad con Christian (William Jøhnk Nielsen ), un niño violento afectado por la muerte de su madre. Susanne Bier se introduce nuevamente en los conflictos que dispara la moral burguesa, esta vez a razón de la violencia ejercida socialmente. Siempre planteando una delgada línea entre un alegato y una reflexión, la directora escandinava tiene la virtud de narrar sus dramas desde las entrañas de sus personajes con una tensión inigualable. Las escenas van incrementando su nerviosismo una tras otras sin perder jamás el pulso del relato, superándose paulatinamente en interés y fuerza. Pero Bier evita caer siempre en el golpe bajo al centrarse en sus consecuencias, siempre desde el realismo crudo generado por recursos cinematográficos como la cámara en mano, los cortes bruscos en el mismo plano y los encuadres cerrados en sus personajes. En un mundo mejor tiene la particularidad de enfrentar el dilema moral del bien y el mal a las injusticias sociales. ¿Cómo conservar una postura pacifista frente a una injusticia social marcada por la violencia? Frente a esta premisa, el film desarrolla las múltiples variantes que el guion –en colaboración con el habitual Anders Thomas Jensen- prepara a sus protagonistas, involucrándolos con el espectador. El tratamiento visceral del tema –entiéndase desde las vísceras de los personajes- evade la toma de postura social por parte de la realizadora y se focaliza en el desarrollo interno del conflicto. Así, Susanne Bier retoma su temática recurrente, los dilemas de la moral burguesa, logrando ser más punzante en su discurso y explotando al máximo su mayor virtud: generar como nadie la tensión dramática entre personajes al punto de poner en jaque sus creencias y principios.
Niños y adultos en problemas Ganadora del Oscar a la "mejor película extranjera", el nuevo trabajo de la realizadora danesa Susanne Bier (Things we lost in fire) explora con buen pulso dramático un mundo de contrastes, de padres separados y de niños con problemas. Este es el marco que une a los dos protagonistas infantiles: Christian (William Johnk Nielsen), quien regresa con su padre a su Dinamarca natal tras la muerte de su mamá; y Elias (Markus Rygaard), hijo de Anton (Mikael Persbrandt), un médico que pasa sus días en un campo de refugiados en Africa y que se está separando de su esposa Marianne (Trine Dyrholm). En un mundo mejor alterna la acción de una Dinamarca en la que subyace la violencia (Elías es objeto de maltrato por parte de sus compañeros y Christian, el recíen llegado, lo involucra en un acto de veganza que pone a prueba su amistad) y en un continente donde la muerte es moneda corriente. Lugares opuestos que sintetizan la expresión de deseo de los personajes que los habitan: tomar difíciles decisiones. Adultos que salen en defensa de sus hijos, de chicos que parecen desorientados para enfrentar un duro camino y de la computadora como nexo de unión entre un hijo que espera y un padre apresado por la pesadilla de su labor como médico. Varios relatos que tienen denominadores comunes y que podrían temrinar en tragedia bajo una mirada dolorosa, intensa y dura. Y un elenco que los conduce magistralmente.
El dolor que preña la violencia No en vano la celebrada Susanne Bier ("Hermanos", "Cosas que perdimos en el fuego") ganó el Oscar a mejor película extranjera con este drama; es difícil poner en pie de comparación un trabajo argumental y escénico como el de esta directora danesa, que ya viene ofreciendo trabajos de altísimo vuelo con historias modestas, y tiene varias incursiones exitosas, y merecidas, en festivales internacionales. Sin embargo, hay algunos detalles nada menores que contribuyen a un cierto menoscabo de la propuesta: las situaciones de contraste y reflexión forzados , la interpelación moral al espectador, algunos momentos de falsa empatía entre los protagonistas hacen que uno se pregunte, inevitablemente, ¿qué fue de la sutileza de ciertos climas presentes en "Hermanos", por ejemplo? A la solidaridad y candor del tercer mundo en el que Anton se brinda como profesional y como ser humano, se opone la violencia del primer mundo donde su mujer y su hijo viven, en apariencia, una existencia ideal. Buena educación, buena casa y buenas intenciones no alcanzan para frenar la gestación de un drama tan humano como íntimo: las pérdidas, los rencores, el dolor interno que desgarra y lleva a provocar el dolor en otros. Como metáfora cruda y bien filmada de la violencia, "En un mundo mejor" puede postularse como digno referente cinematográfico. Como historia de trasfondo moral, se queda un poco corta. Por suerte, están los chicos (William Jehnk Nielsen en la piel de Christian y Markus Rygaard como el arquetípico adolescente que se esfuerza por un ideal de ser humano, proyectado en su padre) que salvan cualquier oposición y se roban la historia por mérito propio.
Situaciones emergentes En un mundo mejor, último opus ganador del Oscar como mejor película extranjera, reafirma más bien una expresión de deseo de su realizadora Susanne Bier que un diagnóstico certero sobre el estado de las cosas desde un denominador común que no tiene fronteras: la violencia. Es por eso que la directora de Hermanos –tras un exitoso paso por Hollywood- se instala con pie firme en una sociedad danesa contemporánea pero más precisamente en la estructura familiar como caja de resonancia de dos síntomas muy propios de estas épocas como la incomunicación y la pérdida de autoridad de los padres frente a los hijos. El principal escenario donde emergen los conflictos familiares -sea el país que sea- no es otro que el ámbito de la escuela, donde la dialéctica del fuerte sobre el débil se reproduce a diario en un nuevo fenómeno llamado acoso escolar. Es así como Elías y Christian, los dos preadolescentes protagonistas de la historia, deben soportar a diario al rubio matón de turno sin que las autoridades resuelvan la situación. Elías transita el proceso de una inminente separación de sus padres, aunque a decir verdad su progenitor se ausenta durante largos periodos en que trabaja en un campo de refugiados africanos ofreciendo sus servicios de médico. Por otra parte, Christian no puede ocultar su resentimiento a raíz de la reciente muerte de su madre, quien luego de un cáncer y de una lucha desigual, lo ha dejado al cuidado de su padre. Sin embargo, gradualmente esa espiral de violencia va sumando factores que llevan a que Christian redoble la apuesta y amenace al matón con un cuchillo para hacerse respetar y así comenzar junto a Elías un pacto de silencio que obviamente terminará en tragedia. Pero por el lado de los adultos, la sensación de no poder controlar o anticipar los comportamientos de sus hijos aumenta en sintonía con sus propios conflictos emocionales y un notorio distanciamiento producto de la falta de comunicación cuando los canales habituales se clausuran entre ambas partes. No obstante, quien lleva la peor carga a cuestas es Anton (Mikael Persbrandt), el médico que debe disociarse de dos realidades diferentes pero desesperanzadoras: las atrocidades cometidas por un líder de una facción africana que despanzurra adolescentes embarazadas para saber el sexo del bebé y así ganar apuestas con sus pares y por otro lado la necesidad de que su hijo Elías y su amigo Christian comprendan que no responder violentamente ante una agresión es una forma sabia y no cobarde de resolver un problema. Desde el lugar de las preguntas que no tienen respuestas absolutas, la directora danesa construye un contundente alegato anti violencia con la mirada aguda depositada en el futuro, es decir, en la generación más vulnerable que lamentablemente ha perdido todo tipo de inocencia pero que no deja de exteriorizar su infantilismo como no podría ser de otra manera tratándose de niños que deben sobrellevar problemas de adultos. En materia de dirección, es destacable el trabajo sobre los actores con una descollante interpretación de Mikael Persbrandt (recientemente convocado por Peter Jackson para un papel en El Hobbit), quien logra transmitir sin histrionismos ni ampulosidad los extremos dilemas por los que atraviesa su personaje Anton y que sin lugar a dudas refuerzan el mensaje del film. En un mundo mejor es una película difícil de llevar como espectador porque nos confronta desde la butaca al reflexionar acerca de cómo actuamos frente a escenarios cotidianos y violentos a partir de un ramillete de situaciones emergentes -con las cuales cada uno podrá identificarse seguramente- pero su enfoque despojado de toda intención didáctica o moralista es su virtud más perturbadora y por eso a más de uno le resultará insoportable. No fue el caso de quien escribe.
De la periferia a Hollywood Padres e hijos se enfrentan a diversas encrucijadas morales en el largometraje ganador del Oscar a la Mejor Película Extranjera. El film se vale de personajes deliberadamente universales para ofrecer una historia a la que se le descubren enseguida los hilos. Ganadora del Oscar al mejor film extranjero en la última ceremonia de la Academia de Hollywood, por encima de Biútiful, que parecía el caballo del comisario, En un mundo mejor es esa clase de películas que podrían definirse como “mainstream periférico”, ese cine realizado por fuera de los grandes centros de producción, pero que sin embargo se esfuerza por disputar un lugar en la corriente principal del mercado mundial. Coproducción escandinava con algunos de los mejores talentos de la región, En un mundo mejor tiene un excelente acabado técnico y personajes deliberadamente universales, pensados para llegar a los públicos más diversos, en cualquier rincón del Globo: padres e hijos enfrentados no tanto entre sí mismos como con sus propias encrucijadas morales. No habría nada de malo en ello si no fuera porque en todos y cada uno de los giros del guión (y no son pocos) se hacen evidentes el cálculo, el mecanismo, los “botones” que el film intenta pulsar para conseguir la emoción o el efecto deseado en sus espectadores. De estructura binaria, En un mundo mejor se inicia con dos historias independientes entre sí, pero que a lo largo del relato irán relacionándose cada vez más hasta quedar totalmente imbricadas. En un campamento de refugiados en un país indeterminado de Africa, Anton (Mikael Persbrandt) hace lo que puede: es médico y no le saca el cuerpo a nada. Tifus, malaria, desnutrición infantil, todo pasa por su consulta a cielo abierto, pero nada es más terrible que esas mujeres jóvenes, muchas de ellas embarazadas, que llegan al borde de la muerte, después de haber sido brutalmente acuchilladas por un matón de la región llamado Big Man. Bien lejos de allí, en la idílica Dinamarca, su pequeño hijo Elías tampoco tiene las cosas fáciles: se ha convertido en víctima predilecta de una patota escolar que le pega y se burla de él. En el otro movimiento del film, Claus (Ulrich Thomsen), un poderoso hombre de negocios, regresa a su finca natal en la campiña danesa. Su esposa acaba de morir de cáncer en Londres y él pretende que su hijo, Christian, se recupere del shock habitando el mismo paisaje en el que él creció. Alumno nuevo, Christian no tardará en hacerse amigo de Elías, y no sólo porque el maestro los sienta juntos. Bastará que una mañana el líder de la patota intente marcarle también a él el terreno para que Christian –que a priori parece formado en las más estrictas reglas de la urbanidad– reaccione con un salvajismo desproporcionado. De allí en más (y eso es sólo el comienzo) el tema de la violencia se irá instalando lenta y persistentemente en el film. Por diversos motivos –los viajes frecuentes, la distancia emocional–, los padres de ambos niños son figuras ausentes, no tanto de la dramaturgia de la película como de la vida de los hijos. ¿Qué ejemplo son capaces de dar esos hombres? Elías dice odiar a su madre (la estupenda Trine Dyrholm, una actriz que se viene luciendo desde La celebración), pero es una inmadurez de su padre lo que precipita a la pareja al divorcio. ¿Y acaso Claus siquiera sospecha que su hijo le guarda tanto rencor? ¿Y que esconde no sólo un cuchillo, sino también que planea hacer estallar una bomba? A cada vuelta de tuerca, En un mundo mejor parece convertirse en un mundo peor. En la visión subjetiva de esos chicos, el espacio que habitan es casi tan bárbaro y cruel como el que la película se encarga de describir en Africa, en un contraste que no se pretende precisamente sutil. Como en su película Hermanos (2004) –que no casualmente tuvo una remake en Hollywood–, la directora y guionista Susanne Bier se empeña en construir primero una serie de antagonismos y enfrentamientos para finalmente, al filo de la tragedia, descargar de pronto, como caído del cielo, el bálsamo tranquilizador del amor y la redención. Enfática, solemne, En un mundo mejor se parece demasiado a aquello de lo cual el cine debería alejarse: un sermón.
Melodrama arriesgado y provocativo, que por momentos peca de didáctico Susanne Bier (conocida por films como Hermanos, Después del casamiento y Lo que perdimos en el camino ) ganó el premio Oscar a la mejor película extranjera por este melodrama que vuelve a trabajar sobre los temas favoritos de la directora danesa: los dilemas morales de la burguesía europea, el sinsentido de la violencia en sus diferentes expresiones, la crisis de valores, la descontención de los adolescentes, la culpa, la degradación y la muerte. Llena de buenas intenciones, de ideas políticamente correctas, En un mundo mejor cede por momentos a la tentación aleccionadora y se torna demasiado programática, esquemática, alegórica, solemne y didáctica. La realizadora acumula temas y conflictos "importantes" y se dedica a pontificar sobre ellos con resultados dispares, ya que pendula entre lo inquietante y lo banal. El protagonista es Anton (Mikael Persbrandt), un médico sueco que pasa buena parte de su tiempo en un campo de refugiados de Sudán dominado por la más absoluta pobreza y la violencia (hay un zar local que se dedica a ultrajar a las embarazadas). Mientras tanto, en el frente interno, debe lidiar con una profunda crisis de pareja con su esposa, Marianne (Trine Dyrholm), que vive en Dinamarca con los dos hijos del matrimonio. Eso no es todo: una subtrama (no menor) tiene que ver con la fuerte carga (y posterior explosión) de violencia en el ámbito escolar. Bier nos (de)muestra que las contradicciones, los excesos, los riesgos y las miserias humanas brotan en los puntos más distantes del planeta: en la arrasada Africa y en la (ya no tan) opulenta Europa. El problema es que por momentos lo hace subrayando, mostrando más de lo necesario. Hay, por supuesto, una solidez formal y dramática similar a aquella de la que suele hacer gala buena parte del cine nórdico (especialmente el danés) y que tiene que ver con la elegancia de la puesta en escena, con la sobriedad y convicción de sus actores, pero el film dilapida varios de sus mejores momentos con resoluciones demasiado obvias. De todas maneras, quedó dicho, se trata de una película arriesgada y provocativa en los temas que aborda. Merece, por lo tanto, ser vista y discutida.
Entre la utopía y la cruda verdad Oscar al mejor Filme extranjero, sobre perdón y venganza. No soporto a la gente que se da por vencida”, le espeta sin anestesia -como cada vez que le habla a su padre- el preadolescente Christian a Claus. Christian no aguanta unas cuántas cosas más, como el maltrato a los indefensos, el engaño, la falta de actitud antes las afrentas, todos temas que En un mundo mejor va tomando y mostrando en distintos ámbitos, familiares y hasta geográficos. La nueva película de Susanne Bier ( Corazones abiertos , Hermanos ) tiene muchos personajes, presentados como distintas caras de una misma realidad. La mirada de la danesa siempre ha sido entre develadora y cínica ante sus criaturas, que suelen ser infieles o cobardes, apasionados o cegados por algo que los seduzca sin conocer límites. Claus y Christian regresan a Dinamarca luego de la muerte de la madre de la familia. En su nuevo colegio, Christian poco menos que socorre a Elias, hijo de padres separados por razones que ya se sabrán, del abuso de algún bravucón. Bier apela al montaje paralelo en su narración, ya que el padre de Elias es un médico que trabaja en un campo de refugiados en Africam, donde cura y salva la vida -entre otras cosas- de las atrocidades que realiza un hombre poderoso. Así, las fronteras entre un mundo y otro prácticamente desaparecen, cuando el deseo de venganza y la necesidad de reparación aúne las historias. El cine danés, con Lars von Trier ( Contra viento y marea ) y Thomas Vinterberg ( La celebración ) a la cabeza en los ’90, dio a luz a Bier, cuyo cine siempre lució más refinado e igualmente perverso. Aquí si no hay un regodeo sobre vicios y depravaciones varias, sí hay un desenfreno en las conductas, aún en aquéllos que se presentan como más medidos o hasta cerebrales. Pero el espectador llegado un momento puede preguntarse: ¿cuál es la postura de Bier? Y allí reside la esencia, el fondo de la cuestión. La venganza puede tomar formas terribles, y más aún si es un menor el que la planea con aterradora frialdad. Como siempre, las actuaciones son el plato fuerte del banquete tremendo que suele ofrecer Bier. Tryne Dirholm y Mikael Persbrandt, los padres de Elias, llevan soberbiamente adelante las acciones, lo mismo que los jóvenes. No darse por vencido es lo que anima a Christian. Pero es joven y, aunque ha vivido pérdidas, le queda mucho más por vivir. Allí, en esos diálogos entre él y Elias, habría que buscar el sentido que la realizadora le encuentra a unas historias en las que el perdón, a veces, no llega, o suena a rendición.
En un mundo mejor, las comparaciones a veces no son buenas. Antes de poder escribir sobre la película, incluso antes de verla pensé cómo sería estar en un mundo mejor. Muchas cosas se me ocurrieron, pero en ningún momento pensé específicamente en el concepto violencia. Eje central de esta historia y claro ejemplo de que la misma reside en todas partes, todo el tiempo. Incluso en la lejanía de los conceptos que plasmé en mi cerebro, muchos de ellos están ligados a la violencia aunque uno no lo crea. En la naturaleza existe la violencia, y necesitamos de ella para vivir mejor por más civilización que prediquemos. Susanne Bier, una directora que encara un tema duro con una delicadeza tan intensa y bella como solo una mujer puede hacerlo, nos muestra contradicciones necesarias para entender que si algo existe es porque tiene su opuesto. La vida está lleno de opuestos y por más que deseamos paz siempre habrá alguna guerra por librarse. Así de triste, así de lamentable. “En un mundo mejor” nos presenta a Anton (Mikael Persbrandt), un médico idealista separado de su mujer que pasa parte de su tiempo en una misión humanitaria en un centro de refugiados en África, mientras uno de sus hijos: Elías (Markus Rygaard) es blanco constante de burlas y maltratos por sus compañeros de colegio en Dinamarca. Por otro lado, está Christian (William Jøhnk Nielsen) que acaba de perder a su madre, odia a su padre por lo sucedido y afronta su dolor con extrema violencia. Una vez que ingresa al colegio de Elías, ambos se harán muy amigos y juntos iniciarán un juego de venganza y odio, que podrán en jaque los ideales de Anton. Lo importante del filme es cómo Bier logra mostrar cómo la violencia se infiltra en cada momento, incluso donde el paisaje nos indique lo contrario. Ahí donde no está pasando nada, ahí está gestándose más dolor y mayor violencia. Si la gran fotografía a cargo de Morten Søborg, es de lo mejor que visto en larga data, hay detrás de esa gran contradicción en el relato lo que más fricción genera en el espectador, como si detrás de la belleza que nos da la madre naturaleza, existe una fealdad construida por el hombre que a veces no se ve pero está ahí latente. Nada parece estar bien, y nada parece muy correcto. Me animó a decir, que tanta dicotomía plantada en el filme genera mayor decepción al terminar de hacer el análisis del mismo. ¿El dolor y la violencia que sufren los africanos en guerra es el mismo dolor y violencia que pueden sufrir los niños de clase sociales altas en Dinamarca? ¿Es lo mismo, morir de hambre, fusilado, desangrado por un loco, que ser violentado en un colegio, maltratado por los compañeros, e incluso ante la pérdida de un ser querido que ha tenido una enfermedad terminal? Es ahí, donde no siento tan cómoda, que las comparaciones no son necesarias y donde, sin dudas, el sufrimiento de cada uno es totalmente personal y subjetivo y donde parecen sonar como extremos desiguales de un concepto general llamado violencia. El filme es técnicamente perfecto: reitero que su fotografía es excepcional, el trabajo de dirección de actores es impecable. El joven Nilsen logra transmitir un magnetismo con la cámara, que pocos actores de su edad pueden. Se nota que hay mucho talento a explotar. Mientras que la madre de Christian y mujer de Anton, la actriz Trine Dyrholm es cautivamente no sólo por su belleza si no por su papel de la única mujer de la historia que va a la confrontación sin miedo a pelear por sus hijos, todas las veces que sea necesario. “Hævnen”, así es su título original, ha sido ganadora de un Oscar a Mejor Película Extranjera en la última entrega y de un Golden Globe. Más allá de ser una gran película a nivel técnico, me he quedado con una mezcla incierta de dudas sobre su guión pero no sobre su mensaje, el que considero muy correcto a pesar de usar comparaciones que no arrastran a un juego que podría terminar no siendo del todo positivo para el filme. Sin dudas, el idealismo de no violencia que expresa todo el tiempo Antón me parece muy bien logrado en cada trama de la historia. Lo que aún no me cierra es porqué era necesario llevar la extrapolación a un espacio donde no hay opciones para que no exista tal violencia y donde las condiciones de supervivencia son tan difíciles como viables. Sin África, hubiese considerado el filme de lo mejor del año pero me dejó a ahí, a mitad de camino entre la incertidumbre y cierta decepción.
¿Quién puede dudar que vivimos en un mundo alienado, un mundo violento?, ¿quién no se ha preguntado alguna vez si el ser humano es violento por naturaleza o por "contagio"? Susanne Bier, se incluye con En un mundo mejor, dentro de ese grupo de directores que han tratado este tema desde algo tan notoriamente inocente como es la infancia. Bier nos cuenta la historia de dos pequeños que podrían ser cualquier niño del siglo XX, el nuevo de la escuela que ha perdido a su madre y tiene pésima relación con su padre y el de un aturdido muchachito de padres prácticamente separados que entablarán una amistad un tanto peculiar. Es de estremecer en su narrativa aparentemente lenta y fría, ese sentimiento de resentimiento contenido, esa tensión que reina el panorama y que hace sudar al espectador porque sabe que todo es una gran bombra de tiempo a punto de estallar. Gran parte del acierto y logro de esta atmósfera tirante es la extraordinara labor actoral de estos jóvenes protagonistas, en especial William Jøhnk Nielsen quien personifica a Chirstian, un niño londinense que buscará canalizar su resentimiento por la pérdida de su madre en una especie de nuevo justiciero. Un pequeño gran actor que habrá que seguir de cerca. La historia contada paralelamente con la del padre de Elias (Markus Rygaard), un médico que asiste a los pobres habitantes de un pueblo africano, da para incontables reflexiones sobre el sentido de la venganza, la violencia, la agresividad contenida, la relación padres-hijos. Imposible no hacerse preguntas luego de su visionado, imposible no reconocer aquello tan mentado de que la violencia engendra violencia mientras antagónicamente uno termina pensando cuál es la solución ante los pequeños y grandes enfrentamientos cotidianos cuando "poner la otra mejilla" es una actitud que aparentemente no siempre arregla las cosas. En este sentido, una de las escenas más significativas es la del padre tratando de demostrar a sus hijos, casi infructuosamente, que aquel agresivo mecánico que lo cacheteara luego de una estúpida discusión entre niños por una hamaca no es otra cosa que un pobre imbécil. Sin alardeos efectistas ni manipuladores, sin tontos planteamientos moralistas, Bier y Anders Thomas Jensen, el guionista, plantean lo que muchas veces se nos puede escapar por lo obvio. En un mundo mejor es un film excelentemente armado, con una magnífica fotografía- hay que destacarlo- y actuaciones satisfactoriamente convincentes. Film duro y profundo aun cuando parecería ser contado con tanta simpleza y contemplación. Merecido Oscar entonces para esta directora dinamarquesa.
Del paisaje danés al horror africano El Dogma danés, aquella supuesta nueva construcción del lenguaje del cine, ya quedó en el recuerdo. Sólo quedan los rostros de los actores y más de uno aparece en En un mundo mejor, que obtuvo el Oscar al film no hablado en inglés. Suzanne Bier (Hermanos, Corazones abiertos) siempre apuesta por historias fuertes, donde las relaciones humanas tambalean en medio del idílico paisaje danés. Por el mismo camino anda una pareja con un hijo viviendo el conflicto de la adolescencia, y también, un viudo que carga con un vástago que actúa como si el mundo fuera el peor de los lugares posibles. Los personajes se cruzarán y establecerán particulares amistades, donde lo institucional y reglamentado (la familia, el colegio) se cae a pedazos. Pero la mirada de Bier sobre la sociedad no termina allí: uno de los personajes centrales trabaja como médico en un campo de refugiados en África, paisaje que maneja un dictador sin contemplaciones que humilla a las embarazadas. Pues bien, ya el cóctel sobre la degradación humana está listo, construido desde una mirada europea que confronta dos mundos en colisión, aquel que caracteriza a la burguesía, danesa en este caso, y el otro, el que describe al horror que procede de un país (las escenas fueron registradas en Sudán) que sólo sobrevive en medio de atrocidades físicas y psíquicas. Así es el choque cultural que propone Bier para las múltiples historias que narra su película. En realidad, En un mundo mejor acumula calamidades e infortunios, contadas con cierta destreza narrativa, valiéndose de escenas cortas que por momentos ayudan a aligerar un edificio temático donde la miseria humana tiene vía libre. En esa travesía por África, en las dolorosas vivencias de los adolescentes y en la visión horrible y sin contemplaciones que se tiene sobre el mundo, Bier se maneja a sus anchas. Entre lo políticamente correcto y autocomplaciente, con escenas justificadas y manipuladoras, En un mundo mejor presenta sus intenciones desde la primera escena. El discreto encanto de la burguesía europea tiene aquí su película global y casi perfecta.
Sobre cómo convivir con la violencia En «Cuatro corazones», Enrique Santos Discépolo ve que un tipo alto y fornido se lo quiere llevar por delante, y le dice, palabras más, palabras menos, «Yo no puedo pelear con usted, porque soy chiquito y usted me va a ganar. Por eso, como no puedo pelearme a las trompadas con usted, fíjese lo que hago, saco este bufoso y usted se me manda mudar de acá inmediatamente». En la película que ahora vemos, un médico sufre una fea situación con un mecánico violento, delante de sus hijos y de otro chico, pero en vez de sacar un bufoso quiere sacar para todos una lección de fortaleza interior, y enfrenta nuevamente a ese sujeto. Los niños lo miran entre admirados y escépticos. «¿Crees que él aprendió algo?», le preguntan. A esa altura del relato, ellos ya lograron que un chico de grados superiores dejase de molestarlos, y ahora piensan darle su propia lección al mecánico pendenciero. También el padre, asignado a un campo de refugiados en Kenya, tendrá que reconsiderar su juramento hipocrático cuando encuentre bajo su cuidado a un matón de uniforme, que amargó para siempre la vida de los demás pacientes. En cada uno de estos casos, y otros que redondean la trama, el asunto es el mismo: ¿cómo convivir con la violencia? Acá se aprecia más de una respuesta, y más de un peligro para cada respuesta. Película buena y fuerte, para todo público, elude unos cuantos facilismos y hace, con inteligencia y buen ritmo, unos planteos bastante realistas. Su autora es Susanne Bier, la misma de «Hermanos», que era todavía más fuerte, pero de menor contenido. Buena directora, doña Bier, que ha dejado atrás las restricciones del Dogma y ahora toca todas las cuerdas de su instrumento. Y buenos también sus intérpretes, empezando por el sueco Mikael Persbrandt y los niños Markus Rygaard (su hijo), y William Johnk Nielsen (el chico que lleva dentro la rabia de haber perdido a su madre). Detalle interesante: el título original de esta película puede traducirse literalmente como «venganza», pero el encargado de ventas internacionales la rebautizó «En un mundo mejor». Es más sugestivo, y alienta a hacer nuevas interpretaciones del relato.
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Anexo de crítica: En un Mundo Mejor (Hævnen, 2010) examina con mesura un asunto típicamente norteamericano como el “dar de baja” a los sádicos y al mismo tiempo lo relativiza incluyendo las diferentes medidas de la justicia. Aunque el desenlace conciliador resulta algo forzado, en conjunto el film cumple ofreciendo grandes actuaciones y eficiencia conceptual: este “ejemplo light” de Zentropa esquiva el atajo remanido de los choques culturales y a fin de cuentas se entiende el Oscar a mejor película extranjera...
A los bifes no se enseña la paz El Oscar que recibió En un mundo mejor como mejor película extranjera podría considerarse como otra cumbre alcanzada por una generación de directores que espero sea considerada una gran mancha en el cine danés, conforme pase algo de tiempo. Susanne Bier será contemporánea a colegas de su país, involucrados en la filosofía del Dogma 95 o en otros proyectos con altas cuotas de delirio, pero ciertamente ha logrado macerar sus películas, evitar los escándalos gratuitos y lograr los premios mayores (sumando un Globo de Oro), mientras sus contemporáneos se repitieron en la fórmula de un shock constante al espectador que los terminó perjudicando, sea por la imposibilidad de filmar sin un látigo constante sobre los personajes, o en el caso de Lars von Trier, por surgir con la grandilocuente idea de sentir algo de empatía por Adolf Hitler, en la última edición del festival de Cannes. En un mundo mejor, Bier no se priva de tensar cada detalle de las situaciones al máximo punto de la miseria humana posible; no quedan heridas abiertas e infecciones sin ponchar, palabras dolorosas que decir o conflictos sin desarrollar. Pareciera que el sendero desde la caverna underground del Dogma 95 al brillo y las luces de un Oscar consistiera apenas en poner la cámara en el trípode, embellecer la fotografía, cargar de dramatismo a las actuaciones y montar las secuencias de la manera más agradable a los ojos posible. Las situaciones que los personajes atraviesan en África o Dinamarca (y en el caso de Anton en ambas locaciones) giran alrededor de la insistente y errada idea que el cerebro humano pergeña cuando una mano fuerte aplasta a una más débil, por medio de la violencia: que una tercera mano aún más fuerte debería aplastar a la primera, y a través de la misma violencia. Anton quiere convencer a su hijo Elias, en Dinamarca, de que responder con fuego al fuego sólo ayuda a mantener una escalada, sin resolver el conflicto. Su trabajo lo va a depositar periódicamente en una aldea africana, donde se encontrará curando al estandarte mafioso que es el origen de horrendas -y gráficas- intervenciones a mujeres abusadas y mutiladas que llegan continuamente a su puesto sanitario. Durante estos intervalos laborales es que Elias sucumbe ante la influencia de Christian, el único compañero de la escuela que le demuestra respeto pero que lo termina introduciendo en el mal negocio de la venganza, contra un chico del colegio y contra el mecánico que increpa continuamente al pacífico Anton. La ruptura traumática del matrimonio de Anton y Marianne, más la aquejada relación entre Christian y su padre se agregan a un panorama muy complejo que no se resuelve sino después de que los chicos llegan hasta las últimas consecuencias. Hay que reconocer que, entre todos sus defectos, En un mundo mejor no se tienta en ningún momento a respaldar el revanchismo que proponen Elias y Christian, y mantiene intactas las dosis de nobleza y solidaridad humanas que desaparecían misteriosamente en las películas del Dogma. Quizá se trate del primer mensaje más o menos sano que el cine danés haya querido dar en varios años, y sin embargo la película intenta transmitirlo con las escenas más bajas y dolorosas que puedan imaginarse, sin dar lugar a ninguna sutileza u omisión que inviten a una reflexión más activa del otro lado de la pantalla. Enseñar a enfrentar pacíficamente las agresiones por medio del impacto más crudo no parece ser una buena pedagogía.
El mundo está loco, loco, loco La ultima ganadora del premio Oscar a la mejor película en idioma extranjero parece tener el sustento del premio, más en el titulo que en la realización en si, en sus valores estéticos, o en la idea de instalar un discurso con altos valores morales. Las primeras escenas de la realización es un conjunto cíclico de tópicos transitados para darnos una primera visión excesivamente básica de los personajes principales. La historia se centra en dos familias, una conformada por matrimonio de médicos, con dos hijos; la otra nos presenta a un viudo reciente tratando de acercarse a destiempo a su hijo adolescente. Los primeros son oriundos de Suecia, los segundos si bien son nativos de Dinamarca han vivido mucho tiempo en el extranjero, Londres específicamente, y a partir de la desgracia el padre decide retornar a su propio seno familiar. Los primeros están en pleno proceso de separación, las consecuencias la sufre principalmente su hijo mayor, Elías, que se encuentra desamparado sin poder elaborar los motivos, sin posibilidades de respuesta, frente a nada, ni siquiera a la agresión física de la que es objeto en la escuela. Su padre periódicamente se ausenta de casa y viaja a África a cumplir sus funciones como medico sin fronteras. Hace del axioma de poner la otra mejilla y/o el perdón su forma de ver la vida, eso hace, eso inculca. Christian, el otro adolescente de la historia, esta enojado con la vida, especialmente con su padre, ha quedado huérfano de madre, quien tras una larga enfermedad ha sucumbido al cáncer. Pero su enojo lo lleva a querer buscar alivio a través de la venganza. Es nuevo en el colegio y rápidamente se hace amigo de Elías, sobre todo cuando ve la injusticia que cometen con él un grupo de compañeros. Susanne Bier, la realizadora, trata de emocionar y hacer reflexionar sobre temas como el afecto y la soledad, el dolor y la muerte, la venganza y la violencia, la injusticia y la verdad. Lo hace con un trabajo desapacible y patético que destila rigor dramático, pero que se manifiesta como propenso a la ilusión. Nada se descubrirá diciendo que sabe contar y tiene mucho manejo de las variables que hacen del cine un arte. Dio prueba acabada de esto con sus anteriores filmes estrenado en Argentina, principalmente “Hermanos” (2004), (que ya tiene su versión yankee) y que también plantea en algún punto una comparación dicotómica entre dos espacios en el mundo. Aquí recurre a la utilización de planos cerrados sobre los rostros de los personajes, muchos primeros planos que dan la sensación clara del estado de animo de ellos y compromete al espectador a una identificación directa con ellos. Asimismo la elección estética, especialmente la fotografía que sobrecarga las vivencias de los protagonistas, apoyándose en un diseño de la banda de sonido que circula entre lo estremecedor y los silencios más abrumadores. El punto más débil es que no se toma el tiempo necesario para hacernos creíble la historia, o a lo sumo los personajes, que rebosa de discurso progresista, plagado de muy buenas intenciones, para traicionarlo a partir de la conducta de su personaje principal. Que se mueve por lo que parecen ser dos mundos paralelos diferentes, casi no se podría pensar que transcurrieran esos hechos contemporáneamente. En que los hechos son estructuralmente orígenes de los mismos conflictos y pasiones consecuentemente muy humanas. Pero es así nomás. Como decía el poeta: …. “Dame una goma y un planisferio Te devuelvo un mundo sin fronteras….”
Inteligente mirada sobre el dolor, la muerte y la esperanza La directora danesa Susanne Bier ya ha dado cuenta de su excelencia en films como “Corazones Abiertos” (2002)) y “Después del Casamiento” (2006) entre otros, pero si faltaba algún reconocimiento a su talento este le llegó con el Oscar a mejor película extranjera para su film “En un mundo mejor.” Su cine es una indagación sensible en personajes sumergidos en momentos cruciales de la vida, a veces sometidos a decisiones extremas, siempre desde una mirada comprensiva de la directora ante la fragilidad humana. “En un mundo mejor” se centra en la familia (ya explorada en sus películas anteriores como “Hermanos”, 2004, y “Cosas que perdimos en el camino”, 2007), especialmente en la vida de dos niños. Tenemos la familia de Christian, que acaba de sufrir la pérdida de la madre, y la de Elías, cuyos padres se están divorciando. La amistad se establece entre ambos niños cuando Christian defiende a Elías del acoso constante de otro chico de la escuela. Elías le estará muy agradecido, pero habrá consecuencias insospechadas cuando Christian lo involucre en un plan de revancha que se le escapará de las manos. Paralelamente la historia se desarrolla en Dinamarca y en África, allí donde viaja periódicamente el padre de Elías, un médico idealista en misión humanitaria en un campo de refugiados. Tendrá que enfrentar a un hombre de la tribu que pone en peligro la vida de mujeres embarazadas, movido por la diversión de hacer apuestas sobre cuál será el sexo del bebé que llevan en su vientre. A pesar del espíritu pacifista del médico las circunstancias lo pondrán al límite. Aunque sean dos mundos bien diferentes, en ambos se impone el más fuerte: ya sea en esa tribu africana, en donde no hay ley (visible al menos), o en la escuela danesa, en donde los chicos abusan de su fuerza sobre otros si se los deja a su libre albedrío. La gran diferencia es que en el caso de los niños aún pueden aprender acerca de las consecuencias de sus actos, y en esto los padres cumplen la misión crucial de guiarlos a través de la complejidad de las relaciones humanas. El film es una inteligente exploración sobre el dolor de la muerte o de un divorcio para los niños, así como de temas tan actuales como el bullying en los colegios (cuando los alumnos acosan a otro con violencia). ¿La única salida es contestar a la violencia con más violencia? ¿Dónde está el límite? El título original del film (“Haevnen”) se traduciría como “Venganza”, en cambio el título que adoptó en su distribución mundial apunta más esa mirada siempre abierta a la esperanza de Susanne Bier en medio de la gran intensidad dramática de sus historias, y nos hace plantear si es posible un mundo mejor, no como mera utopía sino como un cambio hacia nuevas normas de comportamiento.
INTENSO DRAMA EXISTENCIALISTA, NECESARIO PARA TODO SER HUMANO La directora Susanne Bier construye con esta "En un mundo mejor" una sólida película, inexorable, que emociona y nos deja mudos ante la inevitable introspección que suscita. No por nada logró que su película ganara el último Oscar al filme de habla no inglesa. El pequeño Christian, luego de haber perdido a su madre, regresa con su padre a Dinamarca natal y en el nuevo colegio conoce a Elías, un niño que es víctima de bullying (maltrato e intimidación por parte de sus compañeros). Anton, el padre de Elías, es médico, un idealista doctor que trabaja en una misión humanitaria en un campo de refugiados de África, que divide el tiempo entre la desolación y su casa de Dinamarca, por lo que, ante tantas ausencias, desconoce el constante acoso que vive su hijo. Elías y Christian forman rápidamente un fuerte vínculo y se involucran en un peligroso acto de venganza, con consecuencias potencialmente trágicas, debiendo comprender las complejidades humanas, el dolor y la hostilidad. De entre tantas potentes escenas, la protagonizada por Anton con el mecánico agresivo da cuenta de cómo nos amenazamos los seres humanos por nimias diferencias; cómo se enfrenta la benevolencia con la intolerancia, la armonía con la beligerancia. Es la síntesis del acostumbramiento del ser humano a responder a la violencia con otro acto virulento.La vida de estos dos niños protagonistas se ve afectada por situaciones violentas en las que se ven envueltos, ya sea generada por otroschicos como por los adultos. Ser testigos y partícipes en esos contextos hostiles los hace actuar de la misma forma, como si el “ojo por ojo, diente por diente” fuese la manera de reflexionar y accionar frente a la violencia. La precisa dirección actoral de Bier saca lo mejor de los niños actores, que deben protagonizar escenas de alta intensidad, ya sea física como emocional. También los actores adultos Mikael Persbrandt y Trine Dyrholm (vista hace poco en "Aguas turbulentas") aportan su gran oficio, ofreciendo momentos de tensión y de reflexión. La mirada de la directora resume en esta historia lo que muchos pensamos: qué difícil se está haciendo para la raza humana poder convivir en paz, poder hacer el bien, poder compartir la vida con los demás y aceptar las diferencias que tenemos con los otros. Pareciera que necesitamos exterminar al que piensa, siente o vive diferente a uno, sin comprender que cada uno tiene una manera propia y única de ser, percibir y valorar al mundo y de que, por ende, debemos esperar que cada una de las personas que nos rodea tenga opiniones, hábitos y pautas de vida distintas a las nuestras. Gracias Dinamarca por esta película; gracias Susanne Bier por este sacudón que necesitamos para entender que, enfrentados, no llegamos a ningún lado. Es una verdad que hay que aceptar y en la que debemos fundar las relaciones humanas para una convivencia de mejor calidad… por un mundo mejor.
La violencia está entre nosotros La directora danesa Susanne Bier no puede negar que tiene el influjo de la mejor cinematografía de su territorio, con elementos del Dogma de Von Trier, del cine de Vinterberg y con puntos de contacto con otro director que si bien no es danés, recientemente nos ha dado un estreno muy logrado: Erik Poppe y sus "Aguas Turbulentas" (Critica aquí) con una manera de narrar prácticamente en la misma sintonía y con el mismo registro. Bier, que fue conocida mundialmente por "Corazones Abiertos" y que luego ha filmado también interesantes propuestas como "Hermanos" y "Después del Casamiento - After the Weeding", con un trabajo en hollywood conocido aquí en DVD como "Lo que perdimos en el camino - Thing we lost in the fire" drama con Benicio del Toro y Halle Berry ya nos ha demostrado ampliamente el encanto y la sutileza con que puede apostar a contar historias fuertes, con personajes con el conflicto en carne viva y salir completamente airosa de no tener que echar mano a ningún golpe bajo ni ningún facilismo en el guión. En este caso, su nueva obra "En un mundo mejor" cuenta con un esquema similar al de su mejor película "Corazones Abiertos", dos historias se entrecruzan en un hecho puntual que modifica sustancialmente la vida de sus personajes y que expone la problemática por la que están atravesando de una forma cruda y sanguíneamente emocional. La primera historia da cuenta del conflicto de una familia que acaba de perder a su madre. El reciente viudo se hará cargo, como pueda, de la vida su hijo que mudándose a un nuevo pueblo se inserta en su ámbito escolar de una manera muy particular, actuando de protector de un compañero que es merecedor de todos los dardos de una violenta pandilla del grado. Ese compañero, por otra parte es hijo de una pareja recientemente divorciada, cuyo padre es médico en Africa. Allí es el encargado, entre otras cosas, de dar ayudar a las "víctimas" de un dictador que humilla y lacera a las mujeres embarazadas. La violencia que describe Bier primeramente en las poblaciones más carenciadas de Africa, muta y se intromete también en la burguesía europea, terreno donde la directora ya ha anclado en varias oportunidades. El mundo violento lo padecen todos los personajes, directa o indirectamente y se plantea además la paradoja de que al mismo tiempo contribuyen a su formación, de una u otra manera. Lo padecen, son parte integrante, lo ocultan, lo niegan, discriminan: cada uno a su estilo forma parte de esta trama violenta sobre la que la directora quiere poner el acento, buscando una esperanza para el mundo mejor que propone el título. Nuevamente el cine danés traspasa las fronteras de su propio país para transformarse en una voz de la región y del continente y se mete con temas como la venganza, el perdón, la redención -justamente aquí se subrayan aún más los puntos de contacto con el reciente estreno de "Aguas Turbulentas"- la violencia cotidiana, la nueva composición ante las rupturas familiares, la vida escolar y la exclusión. No conviene adelantar mucho más de la trama, justamente porque al ir descubriendo las distintas capas que el mismo guión oculta y muestra, está quizás su mayor acierto, inteligente en su construcción aunque quizás algo esquemático en su planteo y sobre todo, sobre la parte final, se opaque tendiendo un manto inclinado hacia lo más políticamente correcto que el planteo inicial. Bier se nutre de un increible trio protagónico, un "dream team" nórdico con Trine Dyrholm a la cabeza (hermosísima y enérgica protagonista de tantos otros títulos como "La Celebración" "El deseo en mi piel" y "Pequeño Soldado") junto a Mikael Persbrandt y Ulrich Thomsen (también visto en "La Celebración" "Agente internacional" y "Duplicity"). Cada uno da imprime su estilo para que también las actuaciones sean un punto fuerte de "En un mundo mejor". Sobre el final, con estos guiños más cercanos a los de una historia convencional, el último trazo de Bier decepciona un poco, sobre todo teniendo en cuenta que es la ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera de este año y luego de un fuerte arranque, la historia quizás merecía un final con una postura más militante por parte de la directora. Pero a pesar de las pequeñas observaciones, "En un mundo mejor" vuelve a mostrar cómo el cine de algunas latitudes a las que no accedemos a menos que sean ganadoras de grandes premios, aún tiene excelentes historias para contarnos.
Lejos del paraíso. Un tipo practica la medicina en una región del África olvidada de la mano de cualquier dios; los enfermos llegan en camillas improvisadas por sus familiares o arrastrándose por sus propios, escasos medios para que el hombre blanco los atienda, les suministre un remedio y les susurre alguna cosa. De regreso a su hogar, en una Dinamarca bucólica, el buen hombre debe lidiar con su hijo que la está pasando mal en la escuela, víctima del bullyin promovido por un rubiote con pinta de nazi. El hombre ha intentado desde siempre inculcarle al chico valores pacifistas. Pero un compañerito nuevo, que acaba de llegar de Londres después de haber perdido a su madre y lo ha tomado bajo su protección, aparenta tener ideas muy diferentes al respecto. La escalada de resentimiento no se hace esperar y la violencia asoma de pronto la cara en cada recodo, no solo de la escuela sino del pueblo, y se complementa de modo sumario con réplicas en las escenas en las que el médico se desenvuelve en su trabajo en medio del paisaje africano. En un mundo mejor resulta por momentos la ilustración cabal de una conciencia culposa, que asume el mal como una sustancia cósmica, una mancha que nos toca a todos sin distinción y parece estar originada misteriosamente en nuestra propia condición falible. La enojosa vocación pedagógica de la directora Susanne Bier prácticamente se puede palpar en cada plano de la película: En un mundo mejor está constituida por una serie de espasmos fotografiados con una destreza inocua a través de los que se machaca acerca del carácter desoladoramente imperfecto del universo y se postula, de paso, una filosofía esencialista que hace del dolor humano una causa universal, por lo demás perdida de antemano. La película luce animada por una vitalidad mínima. Una concordancia escuálida se encarga de enlazar escena con escena y termina prestándole al conjunto la apariencia dudosa de eso que llamamos cine, con planos lujosos de niños desamparados corriendo en cámara lenta y cielos de una belleza estéril. Bier produce todo el tiempo un balbuceo desfalleciente que viene a ofrecerse como simulacro de denuncia: la película entrega bocanadas de una indignación vaporosa, suspiros retóricos a través de los cuales amaga decir algo medianamente contundente sobre el mundo, para perderse luego en el martirologio insustancial de sus personajes. La directora se muestra intempestiva en la descripción del horror circundante, como una predicadora anunciando el fin de los tiempos, pero sus intenciones caen pronto fulminadas por la fatal correspondencia entre el amaneramiento formal y la emoción clínica –pero finalmente vulgar– que afecta su película de punta a punta.
Un drama moral en clave nórdica Enmascarando su relato con las vestiduras de una tradición de la que es heredera, Bier realiza una fábula apropiada al paladar de la industria estadounidense. En la mejor tradición cinematográfica de los países nórdicos, tanto entre los suecos de Sjöberg a Moodysson, pasando por el insoslayable Bergman, como entre los daneses desde Dreyer a von Trier o Vinterberg, el discurso moral es central. En muchos casos el mismo se desarrolla en el espacio rural, donde lo bucólico juega un rol esencial en la configuración de los personajes, los temas, incluso en cierta asimilación de la idea de lo divino. Enfáticamente esta tradición omite la cuestión valorativa sobre los personajes, para promover la reflexión, la contradicción, el pensamiento crítico sobre tales cuestiones. Susanne Bier, realizadora de esta película ganadora del último Oscar a la mejor película extranjera, se apropia de tal tradición para reconvertirla al melodrama, cuya tendencia a sacudir emocionalmente al espectador elimina todas las cualidades críticas, presentes en aquellas filmografías. La reflexión moral está muy lejos de las apelaciones al llanto y la compasión. Aquí la relación de dos estudiantes secundarios, en un contexto de una violencia ocultada, naturalizada, produce un estallido cuando ni las familias ni el ámbito educativo pueden contenerlos. Pero la violencia escolar y social, dada por el tradicional abuso del más fuerte, parece ser la clave de las relaciones humanas en su totalidad, no solo en ese espacio. El padre de uno de ellos es médico, y viaja periódicamente hacia África para atender pacientes refugiados. Allí la violencia es patente, pero también está naturalizada. Como si las relaciones y las respuestas se repitieran especularmente, el doctor es espectador y partícipe involuntario de estas prácticas abusivas. Christian, el más decidido de los jóvenes, reaccionará ante la violencia, y su tímido compañero lo asistirá en una espiral que solo conducirá a la tragedia. Poniendo la duda y la culpa en el centro de la cuestión, el médico reaccionará reflexivamente en el contexto danés, mientras que frente al sometimiento en el campamento de refugiados, la respuesta puede ser otra. En medio de estas cuestiones, la(s) familia(s) aparece(n) como una variable determinante, sobre la cual Bier parece tener una mirada marcadamente conservadora. La realizadora lleva el relato hacia ese desbarrancamiento narrativo. Aun cuando comienza replicando el modo distante, agudo, observador sobre las situaciones, a poco de desatada la trama, agudiza formalmente todos los recursos para activar lo emotivo por sobre lo racional. En relación con la enfermedad y la pobreza, lejos de la reflexión moral sobre las condiciones de producción de la misma, elige poner en escena el dolor personal, la infección, el padecimiento. La música incidental, es aplicada en el peor formato para resaltar el dramatismo de las situaciones. Los hechos y el modo de narrarlos sobre el final, profundizan aun más esta elección estética. La angustia, cuando corroe el alma, impide todo modo de pensamiento moral. Es así que, enmascarando su relato con las vestiduras de una tradición de la que es mala heredera, Bier realiza una fábula apropiada al paladar de la industria estadounidense. No en vano se hizo acreedora a su mayor premio.
La violencia genera violencia, piensa Susanne Bier mientras la sangre brota de la nariz recién golpeada de su protagonista. Clara y para que todos entiendan, no oculta esa máxima en ningún momento, y se hace carne en el personaje de Mikael Persbrandt para que su mensaje sea más explicito. Esta sería no obstante una visión en extremo sencilla y así la película sería solo una lección simple de moral. Pero eso no es lo que ocurre, al menos en gran parte. Bier da una vuelta de tuerca a su principio fundante, y así toda acción genera una reacción, pero si esta es lo suficientemente fuerte, el acto que la origina se clausura. Esta idea del agresivo regreso ad infinitum se termina si uno responde con suficiente fuerza. Un inflador de bicicletas, un cuchillo, una bomba o una horda de africanos, cualquier herramienta es buena a la hora de aplacar al violento. Pero Bier, en su rol aleccionador, toma conciencia de que su contrapropuesta no es la que se enseña en el colegio, y recurre a un imposible para encauzarla. El mensaje termina y la directora logró ofrecer en ese tiempo un relato potente de un conjunto de hermosas imágenes (muy buena fotografía) de una Dinamarca violenta que ya se veía en DeUsynlige (Aguas Turbulentas). Es una pérdida que, a fin de cuentas, su conclusión moralizante la acerque tanto a las producciones norteamericanas.
Anton es un médico sueco que trabaja en zonas en situación de riesgo en el continente africano. Alterna su vida entre el campo de refugiados y su resquebrajada familia en Dinamarca. Son estos dos mundos contrapuestos, los de guerrillas armadas, enfrentamientos desalmados y muerte constante, y la aparente paz y tranquilidad de un país desarrollado, lo que lleva a Anton a replantearse los valores morales y las prioridades en la vida. En uno de sus períodos lejos de casa, su hijo mayor Elias (que sufre constantes ataques por parte de sus compañeros de colegio) se hace amigo de Christian, el chico nuevo del aula que acaba de regresar al país junto con su padre tras la dolorosa muerte de su madre en Londres. Ambos, complementarios en un primer momento, tan distintos con el correr de los días, se verán envueltos en una peligrosa venganza que se salió de control y sus padres deberán enseñarles a enfrentar las consecuencias de sus actos. Ganadora del Oscar al mejor filme de habla no inglesa en la última entrega de los premios de la Academia, la historia dirigida por la danesa Susanne Bier aborda a los matrimonios en crisis, las muertes trágicas, el bullying, la incomunicación y casi una decena de temas enmarcándolos en el violento contexto social que rige el orden mundial actual. Es cierto que son demasiadas aristas como para poder llegar a profundizar en cada una de ellas sin ser demasiado aleccionadora, pero el resultado global es digno de ser apreciado. La música compuesta por Johan Söderqvist recuerda a trabajos de The Chemical Brothers y Metronomy, y la fotografía cálida y de amplios contrastes le sientan bien tanto a la aridez africana como a la tensa calma de la ciudad. Por último, es sabido que el zoom dentro de una escena no siempre es el mejor recurso para direccionar nuestra atención: Bier desecha esta premisa y utiliza el recurso de manera repetida.
La crisis de los preadolescentes con su núcleo familiar es el punto de partida de "En un mundo mejor", el filme de Susanne Bier que merecidamente ganó el Oscar como mejor película extranjera de 2010. La directora quiso contar la difícil subsistencia del que suelen llamar "el distinto", ya sea porque tiene "boca de rata", como uno de los protagonistas, o porque es sueco en una sociedad dinamarquesa. La película cruza la historia de dos pequeños amigos que tratan de abrirse paso ante la hostilidad escolar y el conflicto existencial y de pareja de sus padres. Uno de ellos es un médico que comparte su vida entre la atención de refugiados en Africa y los momentos de incertidumbre de un matrimonio a punto de quebrarse. La directora danesa, que logró una fotografía ejemplar, conmueve e invita a la reflexión.
EL HUMANISMO DE LOS RICOS Una película por momentos siniestra, que tiene sus defensores y cuyo prestigio ganado por un Oscar es precisamente el que merece. No resulta sencillo filmar los buenos sentimientos cuando se postulan como antídoto de la crueldad y lo siniestro de nuestro mundo. Un cineasta frente a la miseria, listo para capturar con un movimiento de cámara la desesperación social, decidido de buena fe a convertir su lente en dedo acusador y en megáfono de injusticias variopintas, no garantiza buen cine. Los grandes temas pocas veces se traducen en una puesta en escena a la altura de las circunstancias. ¿Cómo filmar los derechos, la maldad y el consuelo? No como lo ha hecho Susanne Bier, la reconocida directora danesa, que ahora sí tiene el beneplácito de Hollywood. Una regla: filma la miseria global, dótala de ternura humanista y ganarás un Oscar (a mejor película extranjera). En un mundo mejor encierra todas las trampas filosóficas y estéticas de las buenas conciencias: abyección abstracta, violencia social despolitizada, reconciliaciones familiares matizadas por un existencialismo afectado, bella fotografía, ampulosa y orgullosamente bella, territorios exóticos, héroes blancos y mucha World Music. En menos de 20 planos se explicita una estética y una ética. Es un comienzo sin tapujos: los paisajes de Kenia, un puesto médico en el medio de la nada, la pobreza omnipresente y cientos de niños corriendo una camioneta (la misma escena se repetirá, al final, aunque en un ralentí digno de cebras y flamencos). Ha llegado el hombre blanco y, además de traer medicina y ciencia, arroja una pelota a la arrebatada horda infantil, que la pateará sin ningún concepto del juego. No hay dudas de que Anton es un buen hombre, como su hijo, Elias, que vive con su madre y lo espera en Dinamarca, y que, como su padre, parece militar en la no violencia, a pesar de que en su escuela no falten patoteros dispuestos a amasijarlo a cada rato. De Kenia a Dinamarca, las distancias son inconmensurables, pero la violencia social y el machismo atraviesan ambas sociedades. En África, un líder se divierte punzando vientres de embarazadas; en Europa, las riñas juveniles en los colegios de pudientes incluyen armas (blancas). Además, Elías conocerá a un niño rico, Christian, nuevo alumno de su escuela, proveniente de Inglaterra, aún de duelo por la muerte de su madre y en total incomunicación con su padre. En algún momento, la madre de Elias lo tratará de psicópata, y ambos adolescentes hasta pueden ser futuros terroristas. Y habrá más: un intento de suicido y un linchamiento efectivo. La perspectiva es condescendiente. Los africanos apenas tienen rostro y discurso, y su violencia es primitiva. Los blancos, por otro lado, pueden ser violentos y víctimas de la sobreabundancia, pero saben bien cómo conjurarla y apuestan a la ayuda humanitaria. Es una evidencia sin derecho a réplica: los caucásicos son oblicuamente superiores. Secreta fantasía neocolonialista, En un mundo mejor es acaso un analgésico simbólico para aliviar las inconfesables asimetrías entre dos mundos y olvidar los hilos históricos que los unen.
Heavnen (título original danés) o En Un Mundo Mejor es la película ganadora del Oscar en la categoría "Película Extranjera" en la ceremonia pasada de este año, de producción danesa y dirigida por la talentosísima Susanne Bier, también oriunda de Dinamarca. Entre sus trabajos se encuentran las películas "Hermanos" y "Después de la Boda", dos exponentes de lo que es hacer buen cine, y en este ocasión vuelve con una historia poderosa, fuerte y que hipnotiza. ¿Bier se vuelve un poco más "comercial" con esta película? A quien le importa... Lo importante es que nos ofrece una historia poderosa, donde se exhibe esa dualidad del ser que tanto me gusta ver en pantalla, provocando un choque de emociones que se apilan y mezclan en 119 minutos de muy buen cine, emocionando, enojando, provocando, enterneciendo, sorprendiendo y más. Si no vamos a ver esto al cine, ¿qué vamos a ver?. Bier crea un film para el espectador, no para el crítico snob que odia las emociones y quiere "sutilezas" todo el tiempo. En Heavnen se describe lo que evidentemente es el caos en la vida de los protagonistas que enfrentan dramas importantes, pero si en realidad vemos un poco más allá, las situaciones que se dan en la película no están lejos de la vida cotidiana, como el niño golpeado por sus pares en el colegio, la muerte de los seres queridos y los procesos de superación a esas muertes, la violencia verbal y física con nuestros vecinos, la falta de comunicación familiar y mucho más, todo esto resuelto en lo que realmente sería Un Mundo Mejor, porque la realidad es que nuestra vida cotidiana (hablando de las personas en general) muchas veces es muchísimo más dura de lo que nos describe la directora, o al menos no siempre finaliza como lo hace en el film. Las interpretaciones de los actores es muy, muy buena, resaltando a Mikael Persbrandt (Anton) y Trine Dyrholm (Marianne) que cargan de emoción a su trabajo. Finalmente, la fotografía es extremadamente atractiva, con un manejo de los colores excepcional que diferencian claramente no sólo los escenarios, sino los cambios de estado de la historia. Sinceramente recomiendo este film a todos los públicos, ya que encontrarán un planteo adulto, artístico e inteligente, pero sin aburrir y pecar con pretensiones snobistas que solo importan a unos pocos. Muy merecido el Oscar.
EL MUNDO DE TODOS La última película de Susanne Bier retrata los conflictos en dos continentes distintos, en diferentes situaciones. En ambos casos el film reflexiona sobre la violencia y como actuar frente a ella. ¿Cómo se reacciona frente a la injusticia? ¿Se atiende a sus víctimas o se ataca a sus promotores? Frente a la prepotencia y a la intolerancia, ¿se ofrece la otra mejilla, o se responde con más violencia? ¿Es la mansedumbre señal de debilidad o de grandeza? ¿Es la venganza un signo de fortaleza o de barbarie? Cuando lo que se percibe como injusto está fuera de nuestro alcance, como el destino trágico, ¿a quién se culpa o se le pide explicación? ¿Cómo se evita que la impotencia se apodere del alma? Sobre todo esto reflexiona En un mundo mejor, el film de Susanne Bier que en la última entrega de los premios Oscar se llevó el galardón a la mejor película extranjera. Anton es médico en un campamento de refugiados de un país africano. Allí está en contacto permanente con la pobreza y la marginación y convive con el terror impuesto por un mafioso local, que ataca y mutila a las jóvenes embarazadas. Debido a su trabajo Anton pasa largos períodos lejos de su familia, que vive en Dinamarca. Tanta ausencia y alguna infidelidad lo han distanciado de su mujer (a quien, no obstante, sigue amando), pero tiene una relación muy entrañable con sus hijos. Justamente a su hijo mayor, Elías, también le toca convivir en el colegio con un compañero cruel, que se burla de él y lo margina del grupo por su aspecto y origen. A ejemplo de Anton, el niño nunca devuelve las agresiones. Pero un día llega Christian, que ha venido desde Londres con su padre luego de que su madre muriera de cáncer. Christian está furioso con la vida por esa pérdida inexplicable y se identifica inmediatamente con Elías, a quien advierte débil y no duda en defender a los golpes. De a poco, la violencia va apareciendo como alternativa de solución frente a los conflictos. Tanto en las calles de Dinamarca, como en la lejana África, Anton deberá lidiar con situaciones límite –soportar la agresión gratuita, respetar su juramento hipocrático frente a quien no merece ser sanado- mientras su hijo también intenta decidir cómo hacerse valer, tal vez sin medir riesgos y consecuencias. Todos estos seres atravesados por diferentes conflictos, que sufren, se cuestionan se desencuentran y se rescatan mutuamente, son capturados por la directora con gran agudeza y profunda sensibilidad. La cámara los sigue con sus movimientos en esos momentos tensos en que el entorno se desestabiliza y se vuelve hostil. Los escruta detalladamente a través de primerísimos planos cuando sus mundos privados son los que hacen crisis, como si sus rostros fueran la puerta de acceso a sus almas; y en este punto debemos destacar la labor de un elenco sobrio, que recrea a los personajes con gran expresividad y sin histrionismos (en especial Mikael Persbrandt en el papel de Anton y de Markus Rygaard y William Johnk Nielsen como Elías y Christian, respectivamente). Y utiliza el paisaje, más que como transición, como un elemento de amalgama entre los mundos. Al fundir en imágenes la árida tierra africana con la campiña danesa, al hermanarlas en el amarillo y dorado de sus suelos y el celeste de sus cielos, la directora no sólo viaja de una latitud a la otra, sino que expresa que los dilemas de los protagonistas son tan universales como propios de la naturaleza humana. Dice, de manera concreta y directa, que la marginación, la violencia y la injusticia están presentes en toda sociedad (con las particularidades de cada caso) y que el modo de lidiar con ellas es lo que marcará la diferencia y determinará que podamos vivir –o no- en un mundo mejor.