La crónica francesa parece realizada para facilitar la valoración de los espectadores y críticos. Lleva el estilo del director Wes Anderson a su estado más elevado y al mismo tiempo menos sorpresivo, generando la sensación de que se está repitiendo o auto parodiando. Es la sensación inicial, la fácil, la directa. También, al tener muchas historias dentro de la película, es sencillo acusar al director de ser cada vez más preciosista y barroco, a la vez que más frío y cada día menos humano. Como en todo film de Wes Anderson, si uno viera la película muchas veces, encontraría cien capas de detalles que iluminan las intenciones de su obra en general y de esta en particular. Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), editor del revista The French Dispatch, muere repentinamente de un ataque al corazón. De acuerdo a lo expresado en su testamento, la publicación de la revista se suspende inmediatamente después de un último número de despedida, en el que se vuelven a publicar tres artículos de ediciones anteriores del periódico, junto con un obituario. La película narra la historia detrás de cada uno de esos artículos, además de describir el funcionamiento de la publicación previo a la muerte de Howitzer. La película tiene tres grandes historias que vienen luego de la presentación, donde se cuenta un cuento más breve: El reportero ciclista por Herbsaint Sazerac (Owen Wilson). La acción principal transcurre en la década del setenta, la historias son anteriores. La primera es por lejos la mejor. La obra maestra de hormigón por J.K.L. Berensen (Tilda Swinton) cuenta la historia del artista Moses Rosenthaler (Benicio Del Toro), un personaje violento que está cumpliendo condena por asesinato. Tiene como musa inspiradora a su guardia cárcel Simone (Léa Seydoux) y pasa sus días como el blanco y negro en el que está filmado este sector del largometraje. Hasta que un dealer de arte, Julien Cadazio (Adrien Brody) lo descubre y lo ve como a un verdadero genio. La búsqueda por convertirlo en el artista más importante de su generación es el puntapié inicial para contar, siempre en tono de comedia, las locuras del arte y la imposibilidad de controlarlo. Revisiones de un manifiesto por Lucinda Krementz se mete de forma jocosa con el Mayo francés y genera nuevamente una comedia acerca de los sueños, los delirios y las tonterías de los jóvenes de esa época. Puede ser tanto un gesto de ternura como una crítica feroz, con Anderson en este caso es muy difícil de precisar. Aunque sube la apuesta estética acá los actores se han lanzado a actuar de actores de Anderson y están particularmente aburridos y fueras de cualquier interés. Ni actores se necesitaban para contar lo que se cuenta aquí. El preciosismo, sin embargo, alcanza planos maravillosos. El comedor privado del comisionado de policía por Roebuck Wright (Jeffrey Wright). Durante una entrevista televisiva, Roebuck Wright relata la historia de una cena privada con el comisario de policía a la que él mismo asistió. La cena se interrumpe cuando el hijo del comisario, Gigi, es secuestrado y retenido por delincuentes para pedir rescate. Hay aquí tres o cuatro planos que sirven para conmover en el tráiler pero que no generan nada dentro de la película. La belleza apabullante del cine de Wes Anderson es indiscutible, pero su funcionalidad ya es otra cosa. Aquí busca contar historias dentro de historias y este juego de cajas chinas es más cansador que disfrutable. Al revistar el descomunal elenco de la película, queda claro que hay dos actores que han entendido todo y estos son, no por nada, los que más han trabajado con Wes Anderson: Bill Murray y Owen Wilson. Ojalá estuvieran más tiempo en pantalla. Pero la mencionada historia del artista preso funciona también en ese nivel con sus tres protagonistas, solo Tilda Swinton, con una exageración que le queda bien a Jerry Lewis pero no a ella, arruina la experiencia. Tal vez sea intencional, el presentador es inferior al material que presenta. El orden de la historias afecta la apreciación de estas. Poco a poco la energía del espectador disminuye, abrumado por tanto material en la pantalla o aburrido por los recursos hermosos pero ya demasiado conocidos de Anderson. Hay genuinos momentos gloriosos, bellos, sofisticados. Pero la multiplicación de personajes y detalles impide una conexión más directa. “No llores en mi oficina” le dice Howitzer a un empleado que acaba de despedir. El empleado mira sobre la puerta y ve un cartel que dice que no se llora. Más allá del chiste, Anderson renuncia oficialmente a la emoción. Varios de sus films anteriores conseguían, partiendo de su distanciamiento habitual, emociones profundas que podían ser acompañadas por reacciones más básicas. Acá solo queda espacio para la risa y una leve melancolía, pero nada que cale muy profundo. También queda claro que la película juega con personajes de la vida real y puntualmente con la revista The New Yorker. Los dibujos del final son un homenaje concreto, pero eso no le suma mucho a la película, más bien lo contrario. La voz en off de Anjelica Houston es de una enorme belleza y ayuda a generar clima en más de un momento. La paleta de colores y el artificio de Wes Anderson también son un bálsamo para un cine cada vez más feo y desprolijo. El director vive y filma bajo su ley. A veces salen mejores películas que otras, pero esta casa de muñecas de ninguna manera es una obra para pasar por alto, porque nos entrega varios momentos cinematográficos bellos y puros.
Viñetas de una verdad fragmentada La producción artística de Wes Anderson a esta altura acumula un volumen tan importante de modismos y/ o latiguillos formales y temáticos que es garantía absoluta del hecho de que la mitad del público amará cualquier cosa que haga y la otra parte la odiará con muchas ganas, en esencia un típico signo de los tiempos que corren porque vivimos en una etapa histórica en la que todos adoran o detestan con vehemencia semi pueril, para la que sólo se necesita sentimientos viscerales o una colección de energúmenos exaltados, aunque nadie respeta en serio al prójimo o -en este caso- al artista admirado, principalmente debido a que para ello hacen falta conocimientos y un marco ético/ ideológico/ profesional que la enorme mayoría de los mortales ya no tiene, improvisaciones políticas y lobotomizaciones masivas mediáticas de por medio. Vistas a la distancia, las películas del norteamericano caen en dos grupos obvios, el de mayor excelencia, ese compuesto por Tres son Multitud (Rushmore, 1998), Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001), El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009), Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012), El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014) e Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018), y el complementario o quizás secundario en términos de calidad, el de Buscando el Crimen (Bottle Rocket, 1996), Vida Acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) y Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), no obstante todas en su conjunto son interesantes y le han permitido despegarse de un mainstream actual demacrado y falto de ideas, garra y heterogeneidad, emporio que, como decíamos antes, desencadena reacciones histéricas y a veces ciclotímicas entre la fauna siempre caprichosa de los espectadores y la prensa de cotillón que abarca mucho y aprieta cada día menos y menos, pensemos que los que ensalzan a Anderson celebran el costado más barroco y freak de su cine a lo cajitas musicales algo misantrópicas, amalgama tácita entre el preciosismo, el absurdo lírico y una nostalgia bastante ambivalente que no se decide entre la sonrisa o las lágrimas, y aquellos que atacan al señor señalan que siempre hace lo mismo a nivel visual y que los laberintos discursivos símil Louis Malle u Orson Welles y esa superficie lustrosa, financiada por los gigantes de Hollywood como una Searchlight Pictures que supo ser de la Fox y hoy está en manos de Walt Disney Studios, suelen ocultar la triste pobreza del contenido, éste tendiente a girar alrededor de una serie de problemas familiares, románticos, amistosos y laborales. El regreso del texano, La Crónica Francesa (The French Dispatch, 2021), es sinceramente una de las películas más flojas de su trayectoria y bien puede interpretarse como una triple y fellinesca carta de amor, primero a su revista favorita, The New Yorker, relacionada a esa Gran Manzana donde vivió muchos años, segundo a Francia, ya que en la actualidad reside en París junto a su pareja, la actriz y diseñadora de vestuario de ascendencia libanesa Juman Malouf, y en tercer lugar a aquellas propuestas ómnibus o de sketchs de la década del 60, rubro en el que brillaron los europeos mediante un sinfín de antologías u opus multipartitos. El marco de las mamushkas o miniaturas o casas de muñecas o historias de turno, cuatro en total, es la muerte de un ataque al corazón durante la segunda mitad del Siglo XX del editor del periódico del título original en inglés, Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), otro de los tantos delirantes simpáticos del cine de Anderson que en esta oportunidad estaba asentado en el pueblo ficcional de Ennui-sur-Blasé (Aburrimiento-en-Blasé) y que deja estipulado en su testamento que la publicación del diario debe suspenderse de inmediato, aunque no sin antes sacar al mercado un último número cual despedida en el que se compilarán los cuatro episodios que conforman en sí el metraje: El Reportero Ciclista (The Cycling Reporter) es un retrato de Ennui a cargo de Herbsaint Sazerac (Owen Wilson), quien recorre la ciudad precisamente en bicicleta, La Obra Maestra del Hormigón (The Concrete Masterpiece), de J.K.L. Berensen (Tilda Swinton), analiza la relación entre un pintor y homicida, Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), y un marchante de arte y gran evasor fiscal, Julien Cadazio (Adrien Brody), que lo eleva al estatus de celebridad en el ambiente cultural, Revisiones de un Manifiesto (Revisions to a Manifesto), de Lucinda Krementz (Frances McDormand), funciona como una especie de triángulo amoroso alrededor de la periodista citada, un líder estudiantil del Mayo Francés, Zeffirelli (Timothée Chalamet), y su equivalente femenino e hiper rebelde, Juliette (Lyna Khoudri), y finalmente El Comedor Privado del Comisionado de Policía (The Private Dining Room of the Police Commissioner), crónica responsabilidad de Roebuck Wright (Jeffrey Wright), indaga en el secuestro de Gigi (Winsen Ait Hellal), vástago del Comisionado (Mathieu Amalric), por parte de la pandilla de El Chófer (Edward Norton), quien deberá enfrentarse a la peligrosa destreza culinaria del Teniente Nescaffier (Steve Park), un chef asiático que no teme recurrir al veneno en sus apetitosos preparados. Más allá de características que lo acompañan desde los años de Tres son Multitud y Los Excéntricos Tenenbaums, como una ironía tan delicada como hiriente símil Hal Ashby, ese melodrama de cadencia intelectual semejante a Woody Allen, algo del humanismo con permanentes voces en off de François Truffaut y todos los planteos estéticos de Stanley Kubrick, en línea con las tomas simétricas y los juegos con el zoom y la escala cromática, amén de una metamorfosis godardiana del blanco y negro hacia el color y su apego hacia tonalidades pasteles o quizás hasta furiosas en sintonía con Pedro Almodóvar, lo cierto es que en ocasión de La Crónica Francesa el director y guionista, ahora trabajando con una trama craneada por el susodicho y sus colaboradores habituales Roman Coppola, Hugo Guinness y Jason Schwartzman, se vuelca hacia una andanada de influencias e ingredientes varios que extrajo específicamente del contexto artístico galo, ya sea de creadores nativos o de cineastas que han trabajado largo y tendido en Francia a lo ancho de sus respectivas carreras, pensemos en este sentido en la comicidad anti alienación moderna de Jacques Tati, de hecho la película de Anderson arranca recuperando aquel chiste del departamento ridículo y por ello profundamente humano y vital del protagonista de Mi Tío (Mon Oncle, 1958), el inefable Señor Hulot (el propio Tati), la causticidad corrosiva y disonante de Bertrand Blier, sobre todo circa Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978) y Buffet Frío (Buffet Froid, 1979), el surrealismo sutil o cuasi costumbrista tanto de Georges Franju como de Roman Polanski, el primero modelo Los Ojos sin Rostro (Les Yeux sans Visage, 1960) y Judex (1963) y el segundo Cul-de-sac (1966) y El Inquilino (Le Locataire, 1976), y finalmente los dos horizontes sin duda centrales del convite que nos ocupa, en primera instancia el sustrato tragicómico del Jean Renoir de La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937) y La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939) y en segundo lugar esos experimentos narrativos lúdicos del Max Ophüls de La Ronda (La Ronde, 1950), El Placer (Le Plaisir, 1952), Madame de… (1953) y Lola Montès (1955), todas inspiraciones claras al momento del encadenamiento entre personajes efervescentes -y en una constante espiral existencial- que hacen de la paradoja pluricultural su idiosincrasia, ahora con la coyuntura turística francesa sustituyendo a su equivalente hindú de Viaje a Darjeeling, a la japonesa macro de Isla de Perros y a aquella bélica de Europa del Este de El Gran Hotel Budapest. En este instante hay que sincerarse y aseverar que al realizador se le ven los hilos por un cansancio formal que opera en torno al desgaste de la fórmula retórica, esta mixtura de temáticas melancólicas adultas y artificio óptico infantil y en cierta medida family friendly cual juguete vistoso que abruma, lo que por cierto no quita que La Crónica Francesa nos regale experiencias maravillosas como esa reflexión acerca de la pomposidad fraudulenta del mundo del arte a lo La Mejor Oferta (La Migliore Offerta, 2013), joya de Giuseppe Tornatore, y Mi Obra Maestra (2018), del genial Gastón Duprat, una parodia camuflada de las pretensiones revolucionarias de la burguesía que recuerda a La Chinoise (1967), de Jean-Luc Godard, y Los Soñadores (The Dreamers, 2003), de Bernardo Bertolucci, y el gesto cariñoso de rescatar la querida vertiente gala del film noir de Jacques Becker, Marcel Carné, Jean-Pierre Melville, Claude Sautet y José Giovanni, entre otros que pasan a ser homenajeados en El Comedor Privado del Comisionado de Policía, segmento que termina con una persecución exasperada y muy hilarante que a su vez parece una reinterpretación de sus homólogas de Las Trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), de Sylvain Chomet, aunque dejando de lado las caricaturas bizarras y abrazando el diseño de Las Aventuras de Tintín (Les Aventures de Tintin et Milou, 1930-1976), de Georges Remi alias Hergé, máximo representante del estilo de historieta franco-belga denominado “línea clara”. Hoy el texano cae unos peldaños por debajo de Isla de Perros, continúa lejos de su última obra maestra, El Gran Hotel Budapest, y le saca partido a las intervenciones de Anjelica Huston como la narradora, Léa Seydoux como Simone, bella musa y guardiacárcel del loquito Rosenthaler, Saoirse Ronan en el rol de un miembro de la banda de captores de Gigi, señorita bien putona, y de los exquisitos Murray, McDormand, Chalamet, Swinton, Brody, Del Toro, Wright, Norton, Amalric y Wilson, además del magnífico desempeño en fotografía de Robert D. Yeoman y en música de Alexandre Desplat, socios reincidentes del Anderson maduro que sabe muy bien lo que quiere. A pesar de su poca originalidad, las “tableaux vivants” del amigo Wes, pegadas al acervo de Serguéi Paradzhánov, cumplen su cometido en eso de ofrecernos viñetas de una verdad periodística fragmentada en un tiempo que soñaba con la objetividad informativa y lejos estaba aún de toda esa repugnante prensa militante de nuestros días, ya cooptada al cien por ciento por el establishment capitalista…
Wes Anderson vuelve a la pantalla grande con su nuevo film antológico ¿Está a la altura de su celebrada obra? Con ocasión de La Crónica Francesa (The French Dispatch en el original), la primera película con actores de carne y hueso en siete años del favorito de los cinéfilos millenials Wes Anderson, mucho sitio versado en cine y cultura pop ha estado actualizando sus rankings con la obra del director. Salvo una o dos excepciones, las listas tienden a seguir un orden casi cronológico, yendo de menor a mayor. Mis favoritas, sus dramas de familias aburguesadas disfuncionales como The Life Aquatic with Steve Zissou y The Darjeeling Limited tienden a quedar más bien debajo de la pila (hay una sintonía acá con la obra de Roman y Sofia Coppola, amigos de Wes, que pide a gritos un libro que compare sus films en el contexto de su vida). La crítica generalmente prefiere sus dioramas más recientes e intrincados, como la que es probablemente su película más premiada, The Grand Budapest Hotel. Una categoría en la que la presente La Crónica Francesa se puede acomodar sin problema, para bien y para mal. Al igual que The Grand Budapest Hotel, La Crónica Francesa funciona como una película antológica, una colección de viñetas atadas por un dispositivo enmarcador. En este caso, tal dispositivo es la titular publicación periódica, producida en la ficticia ciudad francesa de Ennui-sur-Blasé como suplemento dominical del igual de ficticio periódico norteamericano Liberty, Kansas Evening Sun. De hecho, la película hace las veces de su último número, abriendo con el obituario de su fundador y editor Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray). Luego siguen cuatro “artículos”: The Cycling Reporter por Herbsaint Sazerac (Owen Wilson), The Concrete Masterpiece por J.K.L. Berensen (Tilda Swinton), Revisions to a Manifesto de Lucinda Krementz (Frances McDormand) y The Private Dining Room of the Police Commissioner de Roebuck Wright (Jeffrey Wright). Como suele ser el caso en films antológico, el saldo de los cortos es dispar, y hasta diría que va de mayor a menor. Lo que no baja en ningún momento es la calidad del elenco, que suele ser una de las cartas ganadoras de Anderson: a los nombres rutilantes arriba se suman Benicio del Toro, Adrien Brody, Léa Seydoux, Frances McDormand, Timothée Chalamet, Mathieu Amalric, Henry Winkler, Elisabeth Moss, Bob Balaban, Liev Schreiber, Edward Norton, Willem Dafoe, Saoirse Ronan, y siguen las firmas. Los primeros tres, diría que son lo mejor de la película, lo que abona a mi evaluación del primer “artículo” como el mejor de los tres. Visualmente, La Crónica Francesa sigue siendo puro Anderson, y ahí yace el segundo punto fuerte. Esa cualidad de diorama, de casa de muñecas obsesivamente construida que distingue al director entre sus pares. De hecho, el amo del mise-en-scène y el diseño de producción parece aquí por momentos intentar desplazar la cámara lo menos posible, presentando escenas de acción cual cuadros congelados mientras pasaban, como si el movimiento fuese algo que extirpar de la forma de arte que es el cine. Aquí suma dos elementos más: el uso selectivo del blanco y negro, desplegado a menudo de manera efectista para luego darle fuerza al contraste con el color, y una secuencia final animada a mano, una desviación de su preferida técnica de stop motion. cronica francesa Donde quizás yazca la incapacidad de La Crónica Francesa de enamorarme, y aquí vuelvo al primer párrafo, es que al igual que en The Grand Budapest Hotel, el cuidado estético por la época y el estilo parece comerse un poco a la película, pareciendo justamente esas casas de muñecas con las que se compara la obra del director en lo frio e inmóvil. El cometido explícito de la película es homenajear esas publicaciones impresas del siglo XX, principalmente The New Yorker como delata la estética de las portadas del The French Dispatch que pueden verse mientras corren los créditos. Los periodistas, también son composiciones ficcionales basados en personales reales (en mi limitado conocimiento sobre literatura norteamericana del siglo XX, solo reconocí lo que tenía el personaje de Wright de James Baldwin). Es decir, esto es más un tema que una hipótesis emocional, que un corazón para el film. De hecho, algo acerca de la obra de Wes Anderson terminó de hacerme clic con La Crónica Francesa. Cierto espíritu conservador, en el sentido más llano del término, que reside en su amor por lo antiguo (aquí por los 1920s y 1960s) y cierta cultura de masa afrancesada que pasa la “vara” de los intelectuales a los que no les gusta la cultura de masa. Por suerte aquí su aproximación a esos temas, como el mundo del arte o la revolución juvenil, está aproximada con igual cuota de nostalgia de ojos grandes como de ironía y acidez bien despierta. En definitiva, en La Crónica Francesa tenemos acá otro ejemplo del último Wes Anderson, más detallista y formalmente experimental que nunca, pero también un poco más frio y clínico. Cada uno sabrá.
El brillante director de Buscando el crimen, Tres son multitud, Los excéntricos Tenenbaum, Vida acuática, Viaje a Darjeeling, El fantástico señor Fox, Moonrise Kingdom: Un reino bajo la Luna, Gran Hotel Budapest e Isla de perros filmó esta oda -y réquiem- a la edad de oro del periodismo con un multiestelar elenco, que incluye- a Benicio Del Toro, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand, Timothée Chalamet, Jeffrey Wright, Mathieu Amalric, Bill Murray, Owen Wilson, Christoph Waltz, Edward Norton, Jason Schwartzman, Liev Schreiber, Elisabeth Moss, Willem Dafoe, Saoirse Ronan, Cécile de France, Jason Schwartzman, Henry Winkler y Bob Balaban. En un mundo mejor que el nuestro existe una redacción donde el periodismo se confunde con otros excitantes oficios; una publicación que es más bien una utopía. Se trata de The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, de nombre tan rimbombante como refinada es cada una de sus creaciones. ¿Es una revista o es una pieza de orfebrería? Son ambas cosas, como sucede, de hecho, con las películas de Wes Anderson, autor asentado desde hará ya más de dos décadas en un impresionante estado de pleno control de sus aptitudes artísticas. La crónica francesa es la enésima confirmación de ello. El punto de partida de esta nueva aventura es, de hecho, su punto final, y tiene sentido porque lo que aquí cobra vida (a saber, una cariñosamente caricaturesca representación de esa “edad de oro del periodismo”) es algo que ahora mismo apenas sobrevive como el mito de un pasado mejor. La nostalgia de esos cuentos romantizados de la infancia vuelve a lucir como uno de los principales motores en este sofisticadísimo aparato. Titular: “Muerte de un editor”. Entradilla: “Fallece el alma mater de The French Dispatch, la revista confirma su cierre”. Se acabó lo que se daba, como en la vida real, solo que en esta irresistible fantasía se concede a los artistas aquello que todo gran profesional se merecería: una despedida digna, por todo lo alto. Esta película es la versión fílmica de ese último gran número; esa traca final que debe permanecer para siempre en la memoria del lector/espectador. Y, en efecto, la película se comporta como un espectáculo pirotécnico. Si parpadeas, te lo perderás. No se puede concretar el qué, pero algo será, seguro: un gag visual, una referencia cultural, una filigrana con los subtítulos, un chiste dialogado, un gesto arrebatador, una pirueta con el lenguaje cinematográfico nunca antes vista… algo. Este ritmo y esta inventiva, igualmente demenciales, podrían ser agobiantes, pero no, en realidad no hacen más que animar a lanzarse sucesivos visionados para descubrir en ellos estos secretos que han pasado inadvertidos en el primer contacto. Wes Anderson vuelve a erigirse en súper-dotado maestro de ceremonias para un espectáculo que entiende la artificiosidad cinematográfica como gran construcción capaz de hermanar todos los territorios y disciplinas que en ella residen. Es el carácter total del séptimo arte: en varios momentos no sabemos si esto es palabra escrita o filmada; si estamos en la Francia de principios del siglo XX o en los atemporales campos de maíz de Estados Unidos. En realidad, es todo a la vez, porque todo cabe en las casas de muñeca de Wes Anderson y, cuando parece que no, se abre un compartimiento secreto y de él sale un nuevo personaje, una nueva situación, un nuevo universo. Todo se transforma en cuestión de décimas de segundo: puertas, paredes y escenarios correderos se combinan con virtuosos travellings laterales: como en la línea de montaje de un producto que parece que solo pueda existir en un sueño. Y es exactamente así. En esta factoría de fantasía cada trabajador aporta su precioso grano de arena. La frase empieza con una voz y termina con otra. Del mismo modo, la publicación no se termina hasta que todos no hayan entregado su pieza asignada: una guía de viajes, un ensayo artístico, una crónica política, una crítica gastronómica, un obituario. Y ya está, a la rotativa. Esto es un juego en equipo y cuando cada pieza está afinada (Wes Anderson, por supuesto, pero también las exquisitas partituras de Alexandre Desplat y esa fotografía de Robert D. Yeoman en la que primer y segundo plano comparten la misma nitidez) el resultado final es, literalmente, para enmarcar. En un momento, ya hacia el final del tercer acto, irrumpe una escena de animación y la verdad es que la ruptura con respecto a lo que hemos visto hasta ahora es mínima. Porque el cine (en imagen real) de Wes Anderson se construye a partir de miles de imágenes hechas empezando de cero: un lienzo un blanco que, de repente, aparece cargado con mil detalles; con mil simetrías. Un festín desbordante, un escándalo. La crónica francesa derrocha amor en cada uno de sus fotogramas, tanto como el trabajo, dedicación y arte que encierran las páginas (a color y en blanco y negro) de la mejor revista del mundo. Si en Gran Hotel Budapest Wes Anderson reivindicaba el peso autoral que el narrador puede tener en cualquier historia, aquí se ríe de la supuesta “neutralidad periodística” para preguntarse sobre si es el reportero el que moldea a la noticia o si es esta la que condiciona el relato resultante. Sea como fuere, vuelve a quedar claro que este alucinante y muy sibarita juego con las formas no se conforma con quedarse en lo superficial. Porque La crónica francesa es efectivamente aparatosa (en el mejor de los sentidos), pero -por encima de esto- es agradecida (y mucho) con el factor humano que se manifiesta en cada uno de sus trucos. Es el corazón de la artesanía el que hacía vibrar al mejor equipo del mundo.
De historias cruzadas y planos perfectos. Reconocido por su invaluable simetría y por su exquisito uso de colores, el director Wes Anderson presenta esta vez un recorrido por una revista estadounidense que recopila diferentes historias sobre una ciudad (ficticia) ubicada en Francia. La revista en cuestión, llamada “La crónica francesa”, será la encargada de ir vistiendo la pantalla con tres crónicas distintas, pero con la misma cuota de elegancia y humor. Poco queda para decir que no se haya dicho del cine de Wes Anderson; aun así, si bien sus películas suelen girar alrededor de una trama prioritaria, este film será la excepción a la regla. En La crónica francesa poco importa llevar la película hacia puerto alguno, este film se compone principalmente de la inexistencia de los tres actos para poder construir una trama no lineal, en donde el director tendrá rienda suelta para ir explorando tanto lo visual como la narrativo. El resultado final culmina en una obra fantástica. El universo propio que construye el autor contiene en sí mismo un nivel de complejidad incalculable al momento de realizar un audiovisual de este calibre. El guion destila a su paso ironía e imaginación en cada minuto, los actores se adaptan a la idea con facilidad y consiguen (en su sencillo desarrollo de personaje) una química envidiable, y la composición sonora cumple rotundamente en enmarcar la idea principal de ensueño y fantasía que se propone en cada historia. En La crónica francesa, estamos frente al auge visual de todos los proyectos que ha encarado el director. No podría mencionar ningún otro que tenga tanta sensibilidad para el detalle que no sea Anderson. En esta película no solo se presenta su particular sello simétrico, sino que también hace uso de recursos como el paso al blanco y negro de una toma a la otra, y la animación al momento de representar una determinada secuencia. Es así como a partir de todas estas libertades creativas y estéticas, el director consigue construir una película totalmente única y original que navega por un mar de magia visual tan atrapante como encantador. Sinceramente y a mi entender, uno de los mejores trabajos del director.
¿Se acuerdan del periodismo? Qué buena idea que terminó siendo malograda. Wes Anderson le dedica su décima película y es nada menos que una especie de obituario a un periodismo exquisito que se perdió para siempre. The French Dispatch es el nombre de una publicación dominical que durante décadas le acercó a sus lectores historias originales. El cuento de la nueva película de Anderson empieza anunciando que ha muerto el histórico editor de la revista y que como quedó establecido, esa muerte sellará para siempre la existencia de la publicación. Acompañado por su banda de amigos, detrás y delante de la cámara, desde siempre Wes Anderson (Isla de perros, Gran Hotel Budapest, Moonrise Kingdom: Un reino bajo la Luna, Los excéntricos Tenenbaum, entre otros títulos) creó un universo propio que aquí tampoco abandona, por el contrario, redobla la apuesta. El relato está dividido en un prólogo, tres relatos y un epílogo. la simetría de sus imágenes, los planos absolutamente estudiados y la estética abrumadora de cada escena que se ve puede dejar atónito al espectador. Desde el comienzo, con un claro homenaje a Jaques Tati (y también a Buster Keaton), Anderson edifica plano a plano otra película inclasificable. Cada escena y cada diálogo tiene una búsqueda y una intención. Está claro que los que gustan del cine a la Wes Anderson no van a tener quejas y los que ya se muestran un poco agotados de su estilo, aquí tendrán de donde agarrarse para criticarlo. Los temas de los distintos relatos que muestra la película van desde el arte y sus vanguardias hasta una mirada satírica a los revolucionarios a la francesa del París en 1968, eso que Tom Wolfe llamó “la izquierda caviar”. Pero incluso ese capítulo provocador y diletante, está hecho con elegancia y doble sentido. Hay además una reflexión sobre el lenguaje audiovisual y homenajes que van desde Tintín a las primeras películas de François Truffaut. Todo ese artificio está además actuado por un elenco multitudinario donde algunos tienen protagonismo pleno y otros apenas aparecen unos minutos, demostrando que todos entienden que lo que importa es todo ese imaginario visual y ese bagaje de historias que parece que no se agotarán. Wes Anderson está de vuelta y además de traer un elenco estable de actores dispuestos a meterse en personajes hermosos, se le agregan otros que se pliegan sin problemas al asunto. El juego entre la imagen y el diálogo es de una perfección que obliga al espectador a meterse de lleno, en una película para ver en cine y no solamente una vez. El cine de Wes Anderson, lejos de ser siempre igual, se atreve a cosas nuevas dentro de su universo. La banda de sonido es exquisita como suele suceder en su obra y eso es otro plus a agradecer. LA CRÓNICA FRANCESA The French Dispatch. Estados Unidos/Alemania, 2021. Guion y dirección: Wes Anderson. Intérpretes: Benicio Del Toro, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand, Timothée Chalamet, Lyna Khoudri, Jeffrey Wright, Mathieu Amalric, Stephen Park, Bill Murray, Owen Wilson, Christoph Waltz, Edward Norton, Jason Schwartzman, Liev Schreiber, Elisabeth Moss, Willem Dafoe, Lois Smith, Saoirse Ronan, Cécile de France, Guillaume Gallienne, Jason Schwartzman, Tony Revolori, Rupert Friend, Henry Winkler, Bob Balaban y Anjelica Huston. Fotografía: Robert Yeoman. Edición: Andrew Weisblum. Música: Alexandre Desplat. Duración: 107 minutos.
Después de más de un año de retrasos, finalmente llega a las salas de nuestro país la onceaba película del estadounidense Wes Anderson. Se trata de «The French Dispatch», uno de los estrenos más esperados del año. El prometedor metraje tuvo su debut mundial el 12 de julio, en el Festival de cine de Cannes. Desde octubre ya se encuentra disponible en los cines internacionales, encabeza las listas de lo más esperado y acarrea un largo repertorio de elogios que la respaldan. La nueva entrega constituye la vuelta del cineasta a la dirección de personas de carne y hueso. Debemos tener presente que su estreno anterior fue «Isle of dogs». Una cinta animada en stop motion desarrollada en Oriente, que tiene de protagonistas a un par de perros. En esta ocasión, la sinopsis nos adelanta que está ambientada en la redacción de un periódico estadounidense en una ciudad francesa ficticia del siglo XX, con tres historias interconectadas entre sí. Un nuevo desafío en capítulos para el meticuloso realizador. Antes de continuar con la lectura, recomendamos seguir al ritmo de «Obituary» para disfrutar de la reseña con el estado anímico correcto. Entendemos que esta pieza musical, parte del soundtrack original creado por Alexandre Desplat, comprende a la perfección la vibra general de la cinta. Para empezar el bosquejo de nuestra crítica, debemos recordar que Anderson es un cineasta reconocido a nivel mundial – tal vez el más reconocido – por la complejidad de sus planos. Es un esteta con todas las letras. Su cine es de formas por sobre el contenido y, en esta oportunidad, reafirma su poderío en ese campo. Así que, aquellos que vengan sedientos del detallado, simétrico y lúdico sistema cinematográfico de colores pasteles, sepan que van a salir satisfechos y con unos cuantos extras inesperados. El director suele ser creativo a la hora de inventar formas de narrar un relato sencillo. Sin embargo, en esta obra vamos a ver varios recursos ya utilizados en otras de sus piezas, pero lejos de verse cansino o repetitivo, se siente más como un perfeccionamiento de la técnica. Esos travellings laterales descriptivos que conectaban entre sí tres escenarios distintos en «The darjeeling limited», aquí conectan varias habitaciones más. Aquel barco partido al medio, de «The life Aquatic» es ahora un avión. Aquellos planos diseñados por milímetro en «The Budapest Hotel», se perciben inferiores al nivel de detalle de esta entrega – no viene mal recordar que históricamente se siente más cómodo rodando en interiores y entornos controlados – porque aquí las imágenes están mucho más cargadas de objetos variados en texturas y color, rememorando aquel caos de las redacciones editoriales de antaño. Tenemos escenas en su ya depurada técnica stop motion, incluye escenas en animación de dos dimensiones y realiza una curiosa combinación entre formatos e imágenes a color y monocromáticas. Damos fin con la enumeración para dejarle un poco de sorpresa al espectador, pero de todo este conteo nos surge una pregunta: ¿existe algún otro director que pueda recrear ese tan complejo y metódico estilo audiovisual? Si es que existe alguien así, por favor dejarlo en comentarios. No todo es reutilización de recursos. El realizador toma sus riesgos al introducir un nuevo estilo de narración. En esta ocasión, el juego se encuentra en trasladar el último número de una revista francesa (The French Dispatch) a una pieza visual. Eso significa hacer una conversión de escritura –en formato de artículos periodísticos– al séptimo arte. Y no se trata de adaptar el lenguaje, Wes toma los escritos y los reproduce en voz en off, literalmente, mientras se suceden imágenes en pantalla. Es crucial poder ingresar en la dinámica para poder disfrutar del film. Si no, lamentamos anticipar que van a ser unos 108 minutos de resignación. La dificultad radica en la enorme cantidad de diálogo e información que se brinda al público. Podríamos afirmar que es unas de las cintas más intelectuales de Anderson. Esa circunstancia no derivó de un mero capricho o un deseo de ser petulante: su intención fue aportarle la elegancia que necesitaba su «Carta de amor a los periodistas», según declaró en entrevistas. Cabe destacar que la idea nace de su afición por el diario The New Yorker y varias de las historias expuestas están basadas en noticias reales del periódico. Es así como surge un largometraje organizado en fragmentos, donde cada uno representa una de las notas de la última edición de The french Dispatch. Al mismo tiempo, toma un segundo riesgo, se sale del tono light y familiar que maneja normalmente y decanta por un aura un poco más adulta. A sabiendas de que la densidad de sus diálogos y la historia sobre periodistas sería poco atractiva para los más chicos, se dio el gusto de dotar al film de mucha ironía, humor ácido y gamberro, y hasta escenas de desnudos explícitos. Este hecho figura una gran distinción dentro de su extensa filmografía y nos animamos a aseverar que también es una de las obras que más buscan evocar emotividad y reflexión en ciertos pasajes, fundamentalmente en los momentos clave de cada relato. También, notamos un intento de «afrancesar» sus planos, tomando elementos del cine clásico europeo, con homenaje al gran cineasta Jacques Tati incluido en la ecuación. No podemos concluir este texto sin hablar de lo que es, tal vez, la parte más estimulante y prometedora de la película desde que nos enteramos de su existencia: el reparto. Claramente, transitamos una época en la que los mega-elencos son moneda corriente y hasta necesarios para poder lograr éxito en taquilla. Es algo que transciende también en otras artes, como la música con la lluvia de feats y reuniones de cantantes. Pero centrándonos en lo que nos cita aquí, Wes Anderson es un maestro a la hora de tomar actores de peso – que encabezarían cualquier cartelera sin ningún problema – y reducirlos a formar parte de extenso y milimétrico mosaico de personajes extravagantes e historias extraordinarias. Hablamos de los ya clásicos Bil Murray, Owen Wilson, Adrien Brody, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman y Edward Norton, combinados con jugosas fichas como Benicio del Toro, Frances McDormand, Jeffrey Wright, Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Léa Seydoux, Willem Dafoe, Elisabeth Moss, Christoph Waltz y una larga lista de cameos que te dejan boquiabierto. No solo se trata de artistas populares, sino que todos son miembros de esa corta lista implícita de Hollywood de «actores de calidad», que pueden trabajar donde les plazca porque sus cualidades les permiten un amplio abanico de posibilidades. En conclusión, Wes Anderson nos brinda un nuevo peldaño dentro de su camino a la perfección audiovisual. La belleza de sus encuadres se ve sustentada por la elocuencia de su reparto actoral, la sencillez de sus historias, la curiosidad y pulcritud de su técnica, y el enorme corazón que deja en cada una de sus obras. Una vez más, la sonrisa melancólica invadirá a sus espectadores.
El brillante y desbordante mundo de Wes Anderson La ampulosa película de Wes Anderson está protagonizada por un ensamble de estrellas como Benicio del Toro, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand, Timothée Chalamet, Bill Murray y otros El creador de The French Dispatch, un semanario de alta calidad y muy exitoso, acaba de morir. El lugar donde se publica aquel semanario se llama Ennui-sur-Blasé (un pueblo francés inventado y que traducido al español sería algo como Aburrimiento y Tedio). El edificio del semanario es construido al estilo de un telón de fondo o de escenario de película. Todo resulta muy kitsch, en cuanto a colores, estética, música y personajes. Desde el inicio entramos en un mundo artificial, muy cerca de los clichés, de un país imaginario que se parece a Francia (a la Francia de la película Irma la Douce o Amélie). Esta historia se puede entender como la historia de una película que se está rodando cuyo estilo será desarrollado en un periódico inventado o que no existe. Wes Anderson juega con nuestro nervios pues lo importante para él, en los inicios de la película, es la sorpresa. Varios cuentos o historias componen la trama de La crónica francesa (The French Dispatch, 2021). Como punto de partida, se lee el testamento del dueño y el deseo claramente expresado: acabar con la revista. Y la película se construye como si fuera un semanario con sus rúbricas o encabezados. En la primera mitad de esta obra de Wes Anderson, estamos muy atraídos por la fantasía del director, por las fórmulas que expresan cuentos mezclados unos a otros. Con una serie muy seductora de ambientes de revistas, de escenas que se la parecen a la prensa romántica o amarillista. El sentido del humor de Anderson puede gustar pues manipula al espectador y expresa esa manipulación. Pero cuanto más avanza el tema, aquello seductor en términos de imágenes y decorados se transmuta en algo artificial que cansa. Se vuelve aburrido, como lo dice el nombre inventado del pueblo francés. Wes Anderson actúa como si fuera un Deus ex Machina, un dios escapado del Olympe del cine para ofrecerse (más que ofrecernos) todo el lujo extravagante de una súper producción sobre un fin del mundo (y sus fantasmas).
The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun es una publicación exquisita, de esas que malcrían a sus escritores, para sacar los mejor de sus plumas. Pero prepara su último número, incluyendo una reseña necrológica sobre su mentor y alma mater. Su staff está compuesto por un puñado de mentes brillantes y excéntricas. En un sistema que funciona como un pequeño universo dedicado a contar historias. La nueva película de Wes Anderson (Los excéntricos Tenembaum, Gran Hotel Budapest, Rushmore, Isla de Perros) es otro ejercicio de estilo. Una nueva muestra de la creatividad y el talento de un autor, con un lenguaje reconocible, tan amante de la forma que corre riesgos, y a veces cae en el formalismo. En una bella cáscara de simetrías, fotografía para enmarcar y movimientos de cámara placenteros, que contiene poco en términos de algo parecido a la emoción. Un lenguaje que puede ser un poco agotador, pero cuya originalidad está más allá de discusión: son muy pocos los que hacen hoy un cine tan personal como el suyo, acompañado por un dream team de estrellas. Por fortuna, La crónica francesa, como la animada Isla de perros, entre otros ejemplos, no es el caso. El dispositivo complejo de Anderson propone una sucesión frenética (de historias, personajes, diálogos, magia de puesta en escena, chistes y citas) provisto de corazón y ternura. De un enorme cariño, por lo que representan esos personajes (si no por ellos expresamente), en tanto criaturas de un mundo en el que las ideas, la imaginación y la narración importan. En sus sucesivos capítulos, secciones de la publicación, hay una carta de amor al pequeño Ennui-sur-Blasé (algo así como aburrimiento y hartazgo), un pueblito francés de fantasía, visto por los ojos de un escritor ciclista (Owen Wilson). La historia de un artista plástico y asesino múltiple (Benicio del Toro) que pinta en el manicomio donde está encerrado, inspirado por su musa y carcelera (Lea Seydoux). Y cuya odisea, una cariñosa tomada de pelo al snobismo del mundo artístico, está contada por una elegante expositora (Tilda Swinton) que lo admira. La historia de unos estudiantes idealistas en plan Mayo francés, contada por una autora que se involucra, acaso demasiado, con los sujetos de su relato. La historia de un cocinero de pocas palabras enredado en un secuestro. Entrar y salir de esas historias, como pasos de un menú para gourmets (acaso más disfrutable por espectadores cercanos a sus inquietudes), produce la sensación de un festín. Un viaje estimulante y placentero, concebido como homenaje al arte de contar. Ese en el que el cine (de Jacques Tati a Bertolucci) y la literatura son hermanos, casi la misma cosa. La crónica francesa les toma el pelo a todos los “genios” que habitan ese universo, empezando por los malditos y los incomprendidos. Y lo hace con las armas de la elegancia y la nobleza: humor y amor.
I read the news today, oh boy About a lucky man who made the grade And though the news was rather sad Well, I just had to laugh I saw the photograph DELICIAS ARTESANALES De Wes Anderson se dice, en el mejor de los casos, que es un director esteticista; en el peor, que es un decorador de interiores que se equivocó de profesión. A pesar de tratarse de un director bastante inofensivo, el texano polariza porque en su minucioso, elaborado y también evidente trabajo de puesta en escena expone una tensión recurrente para un realizador que procura narrar una historia de manera audiovisual: la que se produce entre el regodeo estético y la fluidez de la trama. En ese sentido, The French Dispatch es una película que pretende hacer un elogio de lo pequeño pero que, gradualmente, se empantana con la expansiva manera que elige para contarlo. La crónica francesa del título es la división de un diario norteamericano enclavado en una ciudad ficticia de Francia, Ennui-sur-Blasé, durante la década de 1960. Su staff está conformado por viajeros frecuentes en el colectivo andersoniano: el director del diario no es otro que Bill Murray, haciendo una vez más gala de sus muecas deadpan en un papel que podría hacer hasta dormido. Siempre trabajando con el reloj en contra, el equipo prepara una edición que recopila tres de sus mejores crónicas: la de un artista sentenciado a muerte (Benicio del Toro) que encuentra a su musa -y a su gran amor- en una guardiacárcel (Léa Seydoux); la de un dirigente estudiantil (Timothée Chalamet) que se enreda en un triángulo amoroso con una compañera de militancia (Lyna Khoudri) y la propia cronista (Frances McDormand); la de un secuestro durante un enfrentamiento armado resuelto por un chef (Steve Park). Las tres historias son muy distintas, pero tienen algo en común: las vidas de los autores de la crónica (en la primera, Tilda Swinton, en la segunda McDormand y en la tercera, Jeffrey Wright) se sumergen en las vidas de los personajes que retratan. Hablan con ellos, comen con ellos, se acuestan con ellos. The French Dispatch es, un poco, como la versión Wes Anderson de The Post: un festejo del periodista como autor, una reivindicación de la artesanía del periodismo, una celebración de una época dorada en el que la profesión resultaba respetable y apasionada. “Una carta de amor” es el constructo más común a la hora de nombrar esta clase de evocaciones nostálgicas de un mundo que ya no existe más. Sin embargo, si algo le falta a The French Dispatch, es un espíritu de amor. The French Dispatch es disfrutable, sin dudas: a esta altura, con un estatus cimentado y un presupuesto cómodo para desplegar su imaginería, las ocurrencias visuales de Anderson parecen no tener techo: la relación de aspecto cambia cuando quiere, la imagen pasa del blanco y negro al color y visceversa, hay simpatiquísimos zooms en momentos imprevistos y hasta una secuencia animada totalmente irresistible. Sin embargo, poco a poco la sensación empieza a resultar de cierto agobio ante un director que despliega todos sus trucos, con cualquier excusa, todo el tiempo. Eventualmente, los relatos empiezan a sufrir el peso de este despliegue incesante de artificios y uno empieza a cuestionarse el objeto de tanta parafernalia. Las referencias a la nouvelle vague -especialmente en el relato que protagoniza Chalamet- resultan superficiales y meramente estéticas, vaciadas de cualquier intención política aunque lo que se está narrando sea, justamente, una revuelta estudiantil. Sorprende, especialmente porque en este relato Chalamet -en estos momentos, en la cúspide de su fama y su capacidad de seducir y fascinar- interpreta a un referente juvenil que, eventualmente, perderá relevancia. Siempre que parece que Anderson estuviera trabajando desde cierta autoconciencia, estampa otra referencia a Godard como alguien que cuelga un poster en su habitación. Nuevamente, el problema no es estilo de Anderson en sí, o la idea de que un director pueda tener una puesta en escena elaborada y lujosa: es la manera en la que esto parece conspirar con los objetivos últimos del relato o, por lo menos, entorpecerlo. The French Dispatch termina con una evocación afectuosa de su director -el personaje que interpreta Murray-: aquel que, al final del día, gira el timón del barco tripulado por sus cronistas, ese fresco de sensibilidades que tienen en común su profunda ansia de conectarse con lo humano. Sin embargo, a lo largo de los 108 minutos que dura esta película, poco conocemos del personaje de Murray más allá de sus peculiaridades: que no le importan demasiado los deadlines, y que en su oficina no se puede llorar. Es poco. Quizás el corazón de The French Dispatch se encontraba menos en relatar las aventuras de sus cronistas -una oportunidad innegable para que Anderson desplegara todo su talento visual- y más en retratar el trabajo de la redacción: ese encuentro de miradas en donde la realidad se vuelve relato, un relato que pueda arañar algo de verdad y nos permita entender algo del mundo en que vivimos.
La última y décima película del director texano Wes Anderson no escapa a su estilo tan característico. Amado por muchos y denostado por otros tantos, puede gustar un poco más, un poco menos, pero no les será indiferente. Ambientada en la redacción de un periódico estadounidense en Ennui-sur Blasé, ciudad francesa ficticia del siglo XX, la película tiene una Introducción, tres historias ("The Concrete Masterpiece", "Revisions to a Manifesto" y un epílogo que refiere la muerte del creador de "The French Dispatch", Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray) y que deja en su testamento que la revista no puede volver a salir. después de su deceso. Por ello, se publica un obituario junto a cada una de las historias que conforman el film. Elegante, colorida y con muchas escenas de pantalla partida, el film comienza con la historia presentada por JKL Berensen (Tilda Swinton) acerca del pintor homicida Moses Rosenthaler (Benicio Del Toro) que tiene como premisa saber cuál es el valor real del arte. La segunda involucra al triángulo formado por Lucinda Krementz (Frances McDormand), el talentoso Timothee Chalamet como Zefirelli, y Juliette (Lyna Khoudri) con quien el joven descubrirá el amor y el sexo durante el Mayo Francés. La última historia, ("The Private Dinning Room of the Police Commissioner") involucra la cocina del Teniente Nescaffier (Steve Park) y un secuestro, el de Gigi (Winsen Ait Hellal) a cargo de El Chofer (Edward Norton) y tiene a Jeffrey Wrigth como guía. Herbsaint Sazerac (Owen Wilson) es el reportero ciclista, encargado de llevar el hilo geográfico. Lo mejor que tiene el film es el excelente elenco, cada actor que aparece es una celebridad, pero son tantos, que no todos los personajes pueden tener un desarrollo, (además de los mencionados se encuentran Lea Seydoux como guardia de la prisión y musa de Rosenthaler y Adrien Brody es el marchant Julian Cadazio de la primera historia, Elisabeth Moss, Cristoph Waltz, Saorsie Ronan, Willem Dafoe y Bob Balaban acompañan en las otras) Intercalando blanco y negro y color, hay loas para la fotografía de Robert D. Yeoman, la música de Alexandre Desplat, animación y planos congelados y otros congelados en movimiento, que son increíbles. Todo lo mencionado es positivo. Lo negativo es el guion, que es fluctuante, muy bueno en la primera historia, relativamente bueno en la segunda y aburrido en la tercera. De todas formas, el balance con Wes Anderson siempre da saldo ganador.
La crónica francesa, o la imaginación en su tinta: prepárense para disfrutar La película de Wes Anderson tiene un elenco excepcional: Bill Murray, Owen Wilson, Benicio Del Toro, Tilda Swinton... Prepárense para disfrutar. Cada realización de Wes Anderson es distinta, pero similar, a la vez, a sus creaciones anteriores. La composición de los encuadres, los movimientos de cámara, las voces en off y la dirección de arte: pocos realizadores hay que sean tan fáciles de adivinar al ver un fotograma. Son contados con los dedos de las manos lo que tienen un estilo único y propio. La imaginación del director de Moonrise Kingdom - Un reino bajo la luna es bastante particular, en el mejor de los sentidos, como su métrica del gag. La crónica francesa o The French Dispatch es un suplemento especial de un diario ficticio de Kansas que se redacta en otra ciudad imaginada de Francia -Ennui-. Es una suerte de Guía del ocio, tal vez, que contiene un poco de todo; no importa de qué, sino del talento de quienes escriben los artículos. Y como toda publicación de culto -es clara la referencia a la revista The New Yorker- la excentricidad de quienes son los escritores corre, imaginamos, pareja con la de su director, Wes Anderson. Y con la del Jefe de Redacción, el editor de The French Dispatch, interpretado por un viejo conocido y amigo del director de El Gran Hotel Budapest, Bill Murray. Elisabeth Moss, Owen Wilson y Tilda SWinton, los primeros desde la izquierda: redactores de lujo de "La crònica francesa". Foto Disney Elisabeth Moss, Owen Wilson y Tilda SWinton, los primeros desde la izquierda: redactores de lujo de "La crònica francesa". Foto Disney El hombre se rige por dos máximas: una es que no se debe llorar en su despacho; la otra tiene que ver con las apariencias de la redacción, si se debe o no hacer creer que lo que se escribió fue escrito así a propósito o no. Como Relatos salvajes, que eran seis películas en una, aquí pasa algo similar. La película está más que separada, narrada en episodios o artículos. No todos son parejos, sí en todos se desanda el estilo original, sofisticado de Anderson. Personajes entrañables Benicio Del Toro protagniza el mejor relato de "La crónica francesa". Foto Disney Benicio Del Toro protagniza el mejor relato de "La crónica francesa". Foto Disney Está la crítica de arte (Tilda Swinton) que cuenta, quizá,s el mejor relato o cuento corto del filme. Es la historia de un preso, para nada común, y ya verán por qué está hace tantos años en la cárcel, Moses Rosenthaler (Benicio Del Toro) que se dedica a la pintura y tiene como modelo desnuda a su guardia (Léa Seydoux). Habrá quien crea que lo suyo es arte (Adrien Brody) y hará lo imposible por apoderarse de sus trabajos. Hay que seguir la revolución estudiantil francesa, bien de los ’60, y de eso se ocupa la escritora que interpreta Frances McDormand, relacionándose con un líder al que termina redactándole su Manifesto (Timothée Chalamet). Bill Murray, un incondicional del director de "Los excéntricos Tenenbaums". Foto Disney Bill Murray, un incondicional del director de "Los excéntricos Tenenbaums". Foto Disney Y cómo no iba a haber una columna que tenga que ver con la gastronomía. Pero esperen para disfrutar cómo es que el personaje de Jeffrey Wright escritor gastronómico, se entrelaza con el secuestro del hijo de un comisario (Mathieu Amalric). A los ya nombrados del elenco, súmenle al estilo filme de Woody Allen cameos o participaciones más extensas de algunos habitués de Anderson, como Owen Wilson, Edward Norton o Jason Schwartzman, Bob Balaban, Henry Winkler, Christoph Waltz, Cécile de France, Willem Dafoe, Saoirse Ronan o Elisabeth Moss. En blanco y negro o en color, Anderson demuestra su estilo inconfundible. Foto Disney En blanco y negro o en color, Anderson demuestra su estilo inconfundible. Foto Disney Y si en las cabezas de equipo de los rubros artísticos siempre se acompaña de la misma gente, aquí hay que reverenciar a Alexandre Desplat, por la composición de la música. La crónica francesa es elegante, extravagante, excéntrica y todos los adjetivos que empiecen con el sonido e. Tal vez no excelente, pero sí sumamente (h)ermosa.
La crónica francesa es frenética, excesiva y rabiosamente personal El nuevo film de Wes Anderson homenajea a un tipo de periodismo que ya parece extinguido, dialogando a la distancia con Ernst Lubitsch y Jacques Tati, maestros de la comedia estilizada y súperelaborada Con el paso de los años, Wes Anderson ha ido refinando más y más su estilo hasta llegar a un presente en el que su cine parece estar a “punto caramelo”: La crónica francesa es un depurado de sus virtudes más evidentes -puesta en escena prodigiosa, imaginación visual desbordante- y también una prueba más de su autoindulgencia: no es sencillo procesar la cantidad de información que circula en esta película abrumadora que rinde un particular homenaje -por lo excesivo y desmelenado- al periodismo de la época en la que todavía no había aparecido la condena del clickbait: pensemos en The New Yorker, The Atlantic, The Paris Review e incluso la edición original de la revista Rolling Stone. The French Dispatch es el título original de este film ovacionado en la última edición de Cannes durante los ¡diez! minutos posteriores a su exhibición y también el de un suplemento especial de una revista imaginaria editada en la Francia de provincias entre las décadas del 50 y el 70. La película tiene la estructura de una edición especial que presenta un obituario, una guía de viajes centrada en París -la ciudad donde actualmente vive el director texano- y tres artículos sobre asuntos poco convencionales: el perfil de un psicópata que se convierte en el pintor más influyente del mundo sin salir de la prisión, la crónica de unas protestas estudiantiles contada en primera persona por una reportera veterana que tiene un amorío con un joven activista y el relato de la aventura de un chef asiático que colabora con un comisario en la búsqueda de su hijo secuestrado. Si ya el dispositivo narrativo luce recargado con el despliegue minucioso de esas historias, las secuencias de animación, las constantes digresiones (un cúmulo incesante de lo que serían las notas al pie de un libro frondoso), los saltos del color al blanco y negro, los cambios en los formatos de pantalla y el gran caudal de voces en off que complementan una parafernalia visual asombrosa, la cantidad de detalles que suma Anderson en cada escena pretende un espectador cómplice y superdotado. El escenario de esta narración barroca es París, pero esta vez se llama Ennui, que en francés significa aburrimiento, y el personaje que encarna uno de sus actores fetiche, Bill Murray, está construido con retazos de grandes figuras del periodismo cultural norteamericano como William Shawn y H. L. Mencken, estandartes de una profesión en la que alguna vez fue importante saber quién fue Friedrich Nietzsche o alentar a John Fante para que desarrollara su carrera literaria. En lo estrictamente cinematográfico, el diálogo que el director de Los excéntricos Tenembaum y La vida acuática abre en esta oportunidad tiene interlocutores claros: Ernst Lubitsch y Jacques Tati, maestros de la comedia estilizada y súperelaborada. Una mirada perezosa podría atribuirle un clima de frivolidad a la película, pero en realidad Anderson se planta como un artista obstinado en sus convicciones y reacio a cumplir con el canon: no hay aquí explicaciones superpuestas, intrigas sostenidas artificialmente ni golpes de efecto usados como combustible para las emociones, como abundan en las series. La crónica francesa es la declaración de principios más radical hasta la fecha de un cineasta empeñado en sobrevivir en su propio mundo. Aun cuando es legítima la percepción de cierto regodeo en ese testarudo programa estético, lo que resuena en los 100 minutos de esta obra mágica y delirante es una voz única, por momentos difícil de seguir y sobre todo de emular. Por si faltara algún condimento más, la banda sonora del film -que pertenece al francés Alexandre Desplat, ganador de un Oscar por la música El Gran Hotel Budapest- incluye un delicioso cover de “Aline”, hit del pop francés grabado en 1965 por Christophe que le permite a Jarvis Cocker (el carismático exlíder de Pulp) disfrazarse un ratito con el look elegante y sugestivo de Serge Gainsbourg. En una entrevista que concedió en Francia a mediados de este año, Anderson dijo que durante la pandemia -que de hecho lo obligó a postergar el estreno de la película- dedicó buena parte de su tiempo a revisitar las filmografías de Alfred Hitchcock y Luis Buñuel. No caben dudas de que hay algo de la osadía, el humor cáustico y la voluntad de provocación de esos dos gigantes del cine que puede detectarse en su propia caligrafía. La discusión en torno a Wes Anderson ya debe exceder las pequeñas batallas para establecer si es bueno o malo. La categoría a la que ha ingresado es la de los fuera de serie.
Wes Anderson y la nostalgia por el periodismo. El editor Arthur Howitzer, Jr (Bill Murray) ha fallecido sorpresivamente, por lo que el plantel de La Crónica Francesa (The French Dispatch) se reúne para escribir en colaboración su obituario y recordar a su querido editor. Crítica de La Crónica Francesa - The French Dispatch Nacido originariamente en Kansas, Arthur Howitzer, Jr. se instaló en Francia y reunió a los mejores escritores estadounidenses que pudo encontrar viviendo en ese país para sumarlos a su nuevo proyecto: una revista escrita en Francia pero pensada para el público de su país de origen. Según sus instrucciones, el número de La Crónica Francesa que publique su obituario será también el último en llegar al público, por lo que la gente que trabajó con él durante sus últimos años se prepara para la edición final de la revista y recordar historias compartidas. Reflejando la estructura de la revista ficticia, La Crónica Francesa salta a la pantalla con cuatro historias narradas como artículos de la publicación impresa. Comienza con un fragmento del obituario y continúan con Cycling Reporter, un recorrido en bicicleta por las zonas más sórdidas de la ciudad de Ennui-sur-Blasé con la voz del cronista de viajes Herbsaint Sazerac (Owen Wilson). Le siguen “La obra maestra concreta”, de la crítica de arte J.K.L. Berensen (Tilda Swinton), sobre un revolucionario artista preso por homicidio (Benicio del Toro) que produce su arte desde el encierro inspirado y vigilado por su musa Simone (Léa Seydoux); y luego “Revisiones de un manifiesto”, de Lucinda Krementz (Frances McDormand), una solitaria ensayista que se involucra más de lo habitual en su crónica desde las barricadas durante las revueltas estudiantiles lideradas por la pareja de adolescentes compuesta por Zeffirelli (Timothée Chalamet) y Juliette (Lyna Khoudri). Del cierre se encarga “El comedor privado del comisario de policía”, de Roebuck Wright (Jeffrey Wright), un artículo que debía ser una crítica gastronómica sobre un particular cheff de la policía pero que termina implicando a su autor en el caso policial más importante de su época. La Crónica Francesa del Liberty Kansas Evening Sun La nueva película de Wes Anderson (El gran hotel Budapest, Isla de Perros) es un confeso homenaje del director a una versión del mundo de la prensa escrita que hoy se encuentra prácticamente extinto: el que no corre detrás de la novedad del último minuto por un click, el que se dedica pacientemente a redactar largos y pensados artículos con el potencial de volverse atemporales. El acercamiento que hace a este mundo da por resultado una propuesta algo abrumadora, no porque las historias que narra sean complejas en sí mismas, sino porque nos llegan a través de oleadas continuas de detalles sonoros y visuales que van construyendo tanto a los personajes como al clima general de La Crónica Francesa. Ellos son el verdadero centro de la película y lo que nos mantendrá atrapados más que la curiosidad de saber cómo se resuelve cada historia. La Crónica Francesa es una película que pide ser disfrutada en cada detalle antes que entendida. Desesperarse por seguir el ritmo será frustrante y contraproducente. A primera vista esto parece algo negativo, pero claramente no es un error involuntario sino una búsqueda diseñada que forma parte del concepto de la obra: al igual que los artículos y revistas que homenajea el director, cada fragmento de La Crónica Francesa está presentado de forma tal que no solo permite la relectura sino que la incentiva y hasta la vuelve obligatoria para poder abarcar la película en su total magnitud. Como esas revistas que Anderson ama, La Crónica Francesa parece creada para ser vista varias veces, encontrando nuevos detalles en cada nueva visita que le sumará profundidad. Como suele ser el sello de autor de Anderson, cada plano es un cuadro de estética cuidada cargado de detalles seleccionados en función de un concepto. Desde la continua voz en off que narra lo que vemos como si estuviera leyendo el artículo mismo en la publicación impresa de La Crónica Francesa, al intercalado de ilustraciones y viñetas o la estratégica ubicación de los subtítulos en inglés cada vez que algún personaje habla en francés, todo en La Crónica Francesa parece tener la voluntad de borrar los límites que separan a la película de la revista que retrata y el mundo que homenajea. Semejante flujo de información permanente es ya de por sí desafiante, pero quizás se vuelva incluso agobiante para quienes dependan de los subtítulos en castellano para poder seguir el ritmo de los diálogos. Sobrepasado ese potencial escollo, La Crónica Francesa ofrece un largo elenco de caras reconocibles encarnando un repertorio de personajes carismáticos que con pequeñas participaciones van poblando las extrañas situaciones que todo el tiempo empujan los límites del verosímil, con un nivel de humor que no necesita ser subrayado y que busca más la sonrisa continua que la carcajada explosiva. Todo con el habitual tono preciso pero juguetón característico del director, quien logra que muchas de las escenas de La Crónica Francesa se vean tan absurdas y caóticas como cuidadosamente planeadas el milímetro. A esta altura de su carrera, ya entendimos que Wes Anderson está en esa selecta lista (más breve aún si la reducimos a quienes siguen en actividad) de autores de cine que es prácticamente imposible de recomendarle a todos: quienes lo amen y quienes lo odien tienen argumentos válidos para hacerlo. La Crónica Francesa (The French Dispatch) no escapa a esa lógica.
Pasar página Wes Anderson, con los años, fue transformándose en uno de los referentes de la cultura popular en lo que respecta al séptimo arte, quizá por su fácil e inmediato reconocimiento de cada uno de sus encuadres: «Esa debe ser de Wes Anderson». Sus rasgos estilísticos se encuentran en el inconsciente del crítico de cine más puntilloso hasta el cinéfilo menos atento. Como era de esperar, The French Dispatch es otro ejemplo más de su vistoso, prolijo, simétrico y delicado repertorio. El título ya lo sugería. La película es un rejunte de crónicas acerca de distintas disciplinas, escritas por los mimados redactores de un periódico estadounidense en una ciudad francesa ficticia en el siglo XX. El espectador asiste al film como si pasara las páginas de una revista, recurso excelentemente llevado a la pantalla por el director. Aunque exista un fino hilo que ata entre sí los relatos del periódico, cada uno se siente separado del otro y tiene su propia esencia, algo que puede jugar a favor o en contra, ya que, por momentos, se hace difícil conectar con los personajes y las historias al no gozar de tanto tiempo en pantalla. Si bien cada crónica tiene lo suyo, en general se sienten de mayor a menor, y no todas brillan lo suficiente. Los personajes principales y secundarios están a la altura de las expectativas, aunque a veces parece un desfile de estrellas del cine sin necesidad alguna. Los que más se destacan son Benicio del Toro y Adrien Brody en la que, personalmente, me pareció la mejor ejecutada de las historias. Quizá la cantidad de relatos de diversa índole sea un punto negativo para mantener enganchada a la audiencia, pero en realidad es el exceso de narración en off (justificado por el formato revista) lo que termina de saturar al espectador. La sobrecarga de información poco pertinente a lo largo de todo su metraje termina provocando tedio e irritación. El recurso de la comedia tonta funciona, pero alejado del nivel del resto de su filmografía. Eso sí, la factura técnica es incuestionable. Wes Anderson regala una de sus películas más bellas y adorables desde lo visual, acompañada de la presencia de una banda sonora magnífica donde prevalece el piano y enciende cada escena. En definitiva, The French Dispatch es una bella carta de amor al periodismo en la que Wes Anderson deposita con vehemencia su única visión del cine, aunque, claro está, se excede un poco de sus propios caprichos y en más de una ocasión dan ganas de pasar página. Puntaje: 6/10 Por Manuel Otero
Si hay un director que es amado por la mayoría, y que tiene un marcado sello en sus obras, es Wes Anderson, por eso mismo sus películas son tan esperadas por el mundo cinéfilo. Así que, sin más palabrerío, vamos a contarles de qué trata La crónica francesa. El film está compuesto por cuatro historias de diferente índole, todas naciendo como artículos de un periódico, cuyo editor y dueño acaba de morir. Es hora de conocer el contenido del famoso diario. Como verán, estamos ante una película de cortos individuales, que son unidos por una trama principal que funciona como excusa para darle sentido a esta seguidilla de episodios sueltos. Y el término “episodios sueltos” no lo estamos utilizando de forma gratuita; ya que, por desgracia, es lo que le termina jugando en contra a La crónica francesa, y el motivo por el cual, al menos quien les habla, salió con gusto a poco del cine. Si son super fans del cine de Wes Anderson, esto no les va a molestar en lo más mínimo, porque cada secuencia tiene su sello grabado a fuego. Ahora si son del grupo que afirma que Anderson suele repetirse bastante en su cine live action (como quien les habla), esta película puede que no resulte del total agrado de quien la vea. Y no lo decimos porque estamos ante historias que no conectan entre si salvo el hecho de que pertenecen al mismo periódico. No, lo decimos porque ninguna de ellas (salvo la que involucra a Benicio Del Toro y a Léa Seydoux), tiene una conclusión. La mayoría son hechos graciosos y ya, casi como si fueran sketches estirados y poco más que una excusa para que Anderson trabaje de nuevo con sus actores fetiche desplegando el estilo visual que tanto lo caracteriza. Pero también es cierto que un Anderson repetitivo, es mejor que un buen “completar con cualquier director mediocre”. Así que ahí tendremos sus emblemáticos encuadres de estilo teatral, o los colores pasteles; que ambientados en los 60, le dan ese aire a obra de autor que tanto caracteriza al cine de Wes Anderson. En conclusión, La crónica francesa es una buena y divertida película; pero que depende bastante de qué tan fans sean del cine de Wes Anderson. Si lo aman, les va a encantar, si ya sienten que abusa demasiado de los mismos recursos, les va a dejar un poco a gusto de “esto ya lo vi”.
"La crónica francesa", el cosmos de Wes Anderson Admiradores y detractores del estadounidense seguirán sin ponerse de acuerdo. Pero más allá de los recursos repetidos, el realizador entrega una película repleta de nombres célebres y visualmente vibrante. A esta altura del partido lo andersoniano es equiparable a lo bergmaniano o a lo fellinesco: es inconfundible. Por ende, adoradores y enemigos repiten esencialmente lo mismo, sólo que lo que algunos entienden como genialidad es visto por otros como repetición ad nauseam de tonos, tópicos y estilos. La crónica francesa, primera película “ómnibus” en la filmografía del director de Los excéntricos Tenembaum –esto es, conformada por distintos relatos, anudados por un lazo en común–, puede funcionar como compendio antológico de sus intereses y obsesiones. La excusa, esa ligadura, es la revista imaginaria The French Dispatch, publicación europea para el mercado estadounidense con obvias referencias a The New Yorker, tanto en contenido como en forma. Que la sede central esté ubicada en la inexistente ciudad de Ennui-sur-Blasé (el lector afrancesado comprenderá la chanza) en algún momento del siglo XX le permite a Anderson crear uno de sus típicos cosmos cinematográficos, reflejos hiperbólicos del mundo real que funcionan tanto por exageración como por extracción. Bill Murray es Arthur Howitzer, Jr., director de la revista en típico modo taciturno, aparente cabeza de reparto que no es tal, dada la variedad de historias e histriones. Porque si algo no puede achacársele a La crónica francesa es la falta de nombres célebres, muchos en apariciones tan breves que sólo pueden tildarse de cameos; tantos que resulta imposible la exhaustividad en una reseña escueta como esta. Owen Wilson pasea por la ciudad en bicicleta y hace las veces de prologuista de lo que vendrá: tres relatos centrales, marcados por su filiación a las páginas policiales, culturales y artísticas, entre otros subtítulos del sumario presente en pantalla. En la que probablemente sea la mejor de las historias, Benicio del Toro interpreta a un artista ultra moderno que es también un reo condenado a perpetuidad, y Léa Seydoux a su guardiana y musa inspiradora. El interés súbito por la obra del creador detrás de los barrotes terminará interesando a un marchand y a una investigadora del arte del otro lado del océano, punto de partida de un arquetípico cuento andersoniano, en el cual el humor melancólico se monta sobre la creación de personajes ligera o desembozadamente excéntricos. Luego llegará la descripción de una suerte de Mayo Francés paralelo al real, con un estudiante y una periodista encarnados respectivamente por Frances McDormand y Timothée Chalamet, seguida por la crónica de una cata gastronómica interrumpida por el secuestro del hijo de un comisario (Mathieu Amalric). Como ocurría en El gran Hotel Budapest, Anderson juega con los formatos de pantalla –del clásico 1.37 a cuadros más apaisados–, pero también con el paso del blanco y negro al color y viceversa, e incluso la interacción entre actores de carne y hueso con una secuencia de animación. De esa manera, el film repasa, imita y parodia algunas constantes del cine galo de los años 40 en adelante, incluyendo desde luego ciertas señales formales de la nouvelle vague y hasta un homenaje a la secuencia más famosa de Mi tío, de Jacques Tati. Es un juego que gravita entre lo caprichoso y lo manierista, elementos señalados en todas las ocasiones por los detractores de Anderson, que aquí concentra muchos minutos de metraje no tanto en acciones y reacciones como en la descripción de detalles de tipos y ambientes, estos últimos cortesía del diseñador de producción Adam Stockhausen, fiel colaborador del cineasta. Pero lo apastelado no quita lo valiente o lo visualmente vibrante. La crónica francesa es un objeto de evidente belleza que no pide permiso ni, mucho menos, disculpas, una casa de muñecas vista a la distancia y también en cada uno de sus elementos y fragmentos, creados y expuestos hasta el más mínimo detalle. No hay medias tintas: se lo toma o se lo deja.
Wes Anderson hace un cine tan rico y particular, tan artesanal pero al mismo tiempo se trata de una superproducción y con un elenco de estrellas. Tiene una factura tan intrincada, que homenajea al periodismo de las revistas culturales, al cine en sus comienzos, al cine francés en particular (desde Godard a Jacques Tati ), a un mundo del pasado, con personajes increíbles, momentos de animación y una fascinación melancólica, de humor corrosivo y mirada inocente al mismo tiempo. Es una celebración lúdica, en blanco y negro y color, con simetrías, telones, angulos sesgados, composiciones complicadas que hacen de cada fotograma un hallazgo. Estructurada para conocer a los especialistas de cada tema, en la redacción del obituario del dueño que será por su propia decisión la ultima revista, aparecen desde reporteros ciclista, expertas en arte de un asesino, la revisión muy particular del mayo francés, y un caso policial que involucra la contador del inframundo y el secuestro del hijo de un comisario. Los actores brillan en sus breves apariciones, como Tilda Swinton, Owen Wilson, Timothée Chalamet, Liev Screiber, Saoirse Ronan, Daniel Dafoe, Benicio del Toro, Adrien Brody, L éa Seydoux, Frances McDorman, Bill Murray y siguen los nombres estelares. Para los amantes del cine un plato para disfrutar del principio al fin.
La Crónica Francesa. El plato más extremo de este sofisticado chef llamado Wes Anderson. Se ambienta en la redacción de un periódico americano en una ciudad francesa ficticia del siglo XX y da vida a una colección de historias publicadas en la revista homónima, “The French Dispatch”. Pocos directores son tan identificables en su obra como Wes Anderson. Basta una sola imagen para adivinar rápidamente quién está detrás de la creación. Cine de autor. Ese término que se popularizó a partir de la nouvelle vague francesa allá por finales del ‘50. Y es que esta cinta nos presenta al Wes Anderson más exagerado en términos de su propio estilo. Destaquemos aquí algunos ingredientes de esta sabrosa receta: Belleza visual. La composición de la imagen, la simetría, el montaje, la(s) paleta(s) de colores. Esa marcada estética está más presente que nunca. Un festín a los ojos, una película que por momentos me invitaba a olvidarme del relato para dejarme llevar por esos cuadros con exquisito movimiento. Un elenco, que más que elenco pareciera un dream team actoral. Un desfile de actores y actrices de lujo que hasta el final del film no cesan de aparecer. Algunos personajes con más desarrollo, algunos donde el relato permite que los disfrutemos más que a otros, pero este primer nivel interpretativo sumado al excelente clima que el director genera en los rodajes no falla. Un humor esencialmente sostenido en el gag visual y la música que termina por acompañar de buena manera esta danza de la cinematografía con un estilo más que acertado. Quizás aquello que modestamente podría reprocharle es el exceso. Derrocha. Tanto que termina dejando la historia en un segundo plano. Y lejos están mis intenciones de juzgar su estilo, su carácter de autor que ha sido la esencial crítica recibida. ¿De eso no se trata el arte? ¿De tener una voz, un estilo, una marca? ¿Un pintor o una banda de música acaso no te cautivan por realzar su esencia? Celebro su estilo pero considero que en esta oportunidad los elementos resultan un tanto desbalanceados. No está esa empatía en sus personajes, esa historia que cautiva, ese sabor a nostalgia que sí hemos visto en otros trabajos. Pero no deja de ser a fin de cuentas una gran película de un gran director. Por tanto, si te gusta su estilo sugiero que no te pierdas la experiencia de verla en cine. Si no sos muy adepto a su estilo esta no es la cinta que hará cambiarte de parecer. Por Matías Asenjo
Hay infinitas películas sobre lo que García Márquez llamó el mejor oficio del mundo. El periodismo, si se lleva a cabo de la mejor de las maneras, puede llegar a ser un arte. No hay blancos y negros para el periodismo: los individuos que lo ejercen son beneficiaros de cierta libertad, siempre dentro de diferentes parámetros, claro está. Lo que es cierto, es que no es fácil hacer una buena película sobre periodismo. ‘The French Dispatch’, por ejemplo, intenta ser una de ellas. La nueva película de Wes Anderson retrata el oficio del periodista. Más específicamente, del antiguo periodista. De un trabajador que tenía que salir a la calle para encontrarse con la realidad y que era capaz de retratarla sin dificultades algunas. Del escritor que llevaba su libreta y su lapicera a todos lados. Del que necesitaba de una máquina de escribir, su memoria y su experiencia. Otra cosa es que lo intente y no le salga. Wes Anderson lo hizo de nuevo. Creó un universo más donde habitan personajes excéntricos, sobreactuados e insulsos. Un universo donde ellos se desenvuelven con pasos milimétricamente pensados por el director. Se trata, además, de un universo donde el encuadre es lo más importante, donde se entiende a la pantalla como un todo que debe ser rellenado con información. Es decir, si, Wes Anderson lo hizo de nuevo. Otra película igual. Pero con diferente historia. Esta vez, se retratan los sucesos pertenecientes al desarrollo de la revista ‘The French Dispatch’, y a una edición en particular. La película se divide, en cada artículo que sus periodistas escriben para su publicación. Diferentes relatos, que poseen nula similitud entre ellos y que cumplen con la marca autoral de su director. Es por esta división de tramas por la que es difícil encontrarle un tono específico al filme. Resulta complicado caracterizarla, pero se termina entendiendo que cada acción y cada momento forma parte de un todo. Este todo es una edición más de la revista. Para describirla de cierta manera de una forma global, se podría decir que ‘The French Dispatch’ carece de espíritu. Parece una historia que no tiene ganas de ser contada. Es decir, se puede valorar y entender que se trata de una propuesta interesante en general, pero que termina siendo indebidamente ejecutada. El inicio y el primer acto triunfan en cuanto a narrativa, ritmo e historia. Pero se puede notar en el resto de la película cómo ésta decae infinitamente y no realza nunca. Las acciones pasan tan rápido que hasta podría llegar a tomar trabajo seguirle el hilo. Uno de los mayores problemas de ‘The French Dispatch’ son sus personajes. Tanto todos ellos como la película en general, cumple con los estándares de un largometraje filmado por Wes Anderson. Contando con semejante elenco, repleto de estrellas (consagradas y en ascenso) y de excelentes intérpretes, ninguno de los personajes llega a tomar la fuerza que se necesita. Al espectador no le interesan en absoluto las personas creadas por Anderson. El cast es excelente, pero también tiene sus falencias. Ya vendría siendo hora de que Timothée Chalamet cambie de papel, por lo menos en alguna película. Pero ese es otro tema. Lo importante es que es hasta imposible empatizar con alguno de los personajes del filme. ‘The French Dispatch’ es eso. Una película que defrauda la mayoría del tiempo, que cansa a la vista y que parece que su director la haya hecho únicamente para él. Decepcionante e insulsa.
Una revista compuesta por imágenes en movimiento La nueva película de Wes Anderson es una inagotable fuente de inspiraciones, homenajes, ingenio y atribuciones atípicas en tiempos donde las carteleras de cine son destinadas a los tanques comerciales. Vuelven habitúes del director como Bill Murray, Owen Wilson, Willem Dafoe y se suman estrellas del momento como Frances McDormand, Benicio del Toro, Timothée Chalamet, Lea Seydoux y Jeffrey Wright, entre otros. El cine de Wes Anderson es un sinfín de sensaciones, inspiraciones y particularidades. Cada película es un mundo único, adulterado por la particular visión de un autor que no teme desprenderse de cualquier rasgo de cotidianeidad o moderación. Inclusive, a pesar de las objeciones que suele recibir por ello, tampoco teme en despegarse de las formas más tradicionales de hacer cine. Cada historia, cada uno de los extravagantes y generalmente disfuncionales personajes que suele crear y todas y cada una de las obsesiones que lo caracterizan, que van desde paletas de colores inconfundibles, planos detalle y simetrías rigurosas, son parte de una factoría irrepetible en términos de autoría. Claro que, no obstante, ello conlleva al deleite absoluto o al máximo repudio. No hay términos medios. Así y todo, aunque haya algunos títulos en la filmografía de Anderson que se acerquen en mayor medida a las búsquedas de un público generalizado (Isla de perros podría ser un caso), en esta oportunidad es imprescindible destacar que La Crónica Francesa no forma parte de esas contadas excepciones. Seguramente, los motivos que circunscriban al tedio que podría provocar esta obra no se limiten a lo meramente formal, aquel aspecto que nunca pareció importarle demasiado al director. Corrección: el formalismo -su formalismo- es una obsesión ineludible en la concepción que Anderson tiene del cine. Lo que en realidad no parece preocuparle es lo que el público mainstream o los más fundamentalistas puedan llegar a percibir de sus rasgos autorales. Pero más allá de estas nimiedades, el potencial repudio podría llegar a relacionarse con el eje central de la película. Para Anderson, La Crónica Francesa es una carta de amor al periodismo, y sin lugar a dudas, no transitan épocas en donde el oficio periodístico sea observado con semejante calidez y nostalgia. Desde hace un tiempo, el director de Los excéntricos Tenenbaum, Vida acuática, Un reino bajo la luna y El gran Hotel Budapest pensaba en concretar una antología de historias cortas y, a la vez, realizar una película sobre The New Yorker, la icónica revista americana fundada en 1925. La Crónica Francesa es el resultado de ambos deseos, más allá de que el homenaje no sea directo. En este caso, el nombre del film alude a la revista ficticia The French Dispatch, fundada por Arhtur Howitzer Jr. (Bill Murray), personaje inspirado en los editores reales del New Yorker, Harold Ross y William Shawn. De hecho, cada uno de los miembros del equipo periodístico que conforma la revista creada por Wes Anderson (perdón, por Howitzzer Jr.) está inspirada en figuras que formaron parte de la edad de oro del periodismo. Es así que cada una de las cuatro antologías que componen a la película (a las que se suma un obituario) funcionan como segmentos exclusivos de esta revista del siglo XX destinada a lectores americanos, con sede en el también ficticio pueblo de Francia, Ennui (aburrimiento en francés, algo que la magia periodística se ocupa de revertir en cada relato). Crónicas delirantes, impensadas, abrumadoras y vivas en imágenes. En esta ocasión, las palabras son reemplazas por el movimiento y todos los meticulosos detalles de puesta en escena, musicalización (un trabajo enorme de Alexandre Desplat, a quien no sería extraño verlo nominado en la próxima edición de los Premios Oscar) y montaje se ocupan de revalidar esta oda periodística, con una magia digna de las páginas del New Yorker que tanto han obsesionado a Anderson, a punto tal de hasta llegar imaginar numerosas portadas que pueden verse en los créditos finales. También es una realidad que los excesos habituales del director, además de estar presentes, resultan aún mayores en razón de tratarse de una de sus obras más personales, porque la celebración de una era pretérita con tamaña añoranza y minuciosidad difícilmente pueda ser abordada en términos medios. Estos mundos fascinantes se miden bajo la vara de la exageración, la fantasía, el frenesí y los detalles, en algunas ocasiones evidentes y en otras imperceptibles para las miradas más holgazanes. No se frustren por no procesar en un solo visionado todo lo que esta revista viva e inagotable tiene para ofrecer. No intenten pertenecer queriendo descifrar todas las obsesiones de un director a estas alturas impredecible. Viajen. Contemplen. Apuesten por las ideas. Saboreen. Pongan los sentidos a disposición. La Crónica Francesa suena como debería sonar: como si se hubiera realizado así a propósito.
WES ANDERSON, EDITOR DE HISTORIAS Quizás Wes Anderson siempre estuvo haciendo periodismo, o crónicas periodísticas, por más que su instrumento haya sido el cine. No tanto el periodismo como disciplina que informa y analiza la “realidad” -como objeto al cual tratar de analizar “objetivamente”, valga la redundancia-, sino como un set instrumental para rastrear o explorar distintas realidades. Es decir, una vía para encontrar y revelar historias, eventos y personajes. De ahí que podamos ver a La Crónica Francesa como un resumen casi enciclopédico de su cine y su mirada sobre el mundo. El film está ambientado en la redacción de una revista estadounidense -inspirada en The New Yorker- con sede en Ennui-sur-Blasé, una ficticia ciudad francesa. El punto de partida del relato es el fallecimiento de Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), el fundador y editor del periódico, que había expresado en su testamento el deseo de que se suspendiera su publicación después de un último número de despedida, donde se vuelven a publicar distintos artículos de ediciones anteriores, junto con un obituario. Desde ahí es que la película despliega una serie de historias que son también, cada uno a su modo, distintas formas de amoldar diferentes subgéneros periodísticos con diversas capas estéticas cinematográficas. Anderson pone a dialogar el periodismo con el cine, pero con su sensibilidad particular, lo cual implica retorcimientos de formas y narrativas, además de una nueva oportunidad para explicitar su mirada sobre el mundo, y sus mundos. Si en la filmografía de Anderson lo coral y la fragmentación siempre fueron factores relevantes -incluso en sus primeras películas, Bottlerocket y Tres son multitud, que eran mucho más concentradas y económicas-, lo de La Crónica Francesa ya es explícito y hasta constituye una declaración de principios. Incluso podríamos hablar de varios films dentro de uno, pero no como algo antojadizo, sino como una exploración de posibilidades narrativas, de relatos y vivencias por conocer. Es como si el realizador le estuviera presentando al espectador una selección propia, pero también invitándolo a hacer su propia elección, a dejarse llevar por los personajes, ocurrencias y hasta fragmentos que desee. Por eso es que también hay historias dentro de historias, desvíos que cada crónica se permite, desplegando distintos caminos y posibilidades, lo cual permite una constante mutación de estilos y tonalidades. En esa elección definitivamente ética hay un riesgo obvio, que es la de caer en altibajos o enredarse en las mecanicidades del propio planteo. Por ejemplo, la historia protagonizada por Benicio Del Toro como un pintor homicida y demente que es descubierto por un mercader de arte interpretado por Adrien Brody es una maravilla absoluta, a partir de cómo fusiona múltiples variables -lo romántico, lo policial, lo cómico, lo insólito, lo irracional- con una inteligencia pocas veces vista. En cambio, la encabezada por Frances McDormand como una periodista que sigue los vaivenes de una revuelta estudiantil liderada por dos jóvenes encarnados por Timothée Chalamet y Lyna Khoudri, cae en unos cuantos desniveles, aunque termine encarrilando su apuesta sobre el cierre. Esas altas y bajas son también reflejos de las ambiciones y los saltos al vacío que concreta Anderson: es que La Crónica Francesa es no solo un homenaje al periodismo, sino también a Francia, lo que incluye su cine, en particular -pero no solamente- la Nouvelle Vague. En cada relato pueden detectarse elementos vinculados con cineastas como Eric Rohmer, Jean-Luc Godard, Francois Truffaut o Jean Eustache, pero no a la manera de una copia carbónica o una cita astuta, sino como herramientas destinadas a mostrar afinidades y a la vez cimentar la narración. Con una interacción constante con otras artes, como la fotografía y la pintura, pero aferrándose de forma constante al cine como dispositivo esencial desde el movimiento y el montaje, La Crónica Francesa es una película reivindicatoria de un conjunto de valores que parecen estar casi extintos. Anderson parece estar diciéndonos, a su modo, cómo hacer periodismo, cómo hacer cine, cómo concebir el arte, la historia y lo que pasa en el mundo. Y, desde ahí, nos convoca a leer, a escribir, a estudiar, a saber, a preguntarnos qué sucede a nuestro alrededor. Es decir, a ser periodistas -desde el cine o cualquier otro arte-, a buscar, encontrar, escribir y hasta editar nuestros propios relatos.
El periodismo según Wes Anderson La onceava película del realizador presenta un conjunto de crónicas de la última edición de una revista estadounidense radicada en Francia. Con la mayoría de sus colaboradores y algunas sorpresas, Anderson no sale de su lugar de confort. Arthur Howitzer Jr., el creador de French Dispatch, acaba de fallecer. Una pérdida irreparable para el periodismo, no solo por su trabajo en la creación de dicha revista sino que, tras su muerte, esta dejará de publicarse. Por eso con The French Dispatch nos adentramos en su última edición, contando con las crónicas destacadas de sus más importantes periodistas divida en temáticas y universos diferentes. Separada en tres grandes crónicas –acompañado por un pequeño prefacio a cargo del personaje de Owen Wilson en el que describe la ciudad en la que se sitúa la redacción-, podemos observar cómo la revista toma vida propia y se registra en la pantalla, teniendo la voz en off de sus periodistas para contar la historia y poniendo el cuerpo en los acontecimientos narrados. El primero de los casos la tiene a JKL Berensen (Tilda Swinton), quien presenta la intrincada relación entre el artista Moses Rosenthaler (Benicio del Toro) y el empresario Julien Cadazio (Adrien Brody) y su disputa por la falta de inspiración o el mercantilismo de la pintura, donde se destaca el trabajo de Léa Seydoux en la piel de Simone, la musa de Moses. En el segundo de los casos tenemos a la periodista Lucinda Krementz (Frances McDormand) en la cobertura de una revolucionaria protesta universitaria, durante la cual establece relación con los jóvenes Zeffirelli (Timothée Chalamet) y Juliette (Lyna Khoudri) en plena etapa de cambios juveniles, en tanto también se debate la soledad, el paso del tiempo y los mandatos sociales. Por último, Jeffrey Wright personifica al periodista especialista en los aspectos culinarios Roebuck Wright mientras cuenta en un programa de televisión sus sucesos con la policía de Ennui y el reconocido cocinero Nescafier (Steve Park). El largometraje presenta historias con la marca de Anderson, con todos los vicios y virtudes que su estilo ha dejado ver a lo largo de su filmografía, con los diálogos y puesta en escena geométrica propicia para el evento. Quizás la diferencia es no apostar por una paleta de colores más peculiar, como puede pasar en otros de sus proyectos, salvo en las escenas del edifico de la revista en las que predomina el amarillo. Una respuesta a esto es que las crónicas en su mayoría apuntan a lo acromático y los grises son los grandes protagonistas, sin contar algunos pasajes en el relato y el recurso animado para la cuarta mini-historia que nos acerca a lo visto en trabajos como Fantastic Mr Fox e Isle of Dogs. The French Dispatch, Wes Anderson, La crónica francesa Al igual que su director, el conjunto de historias son un tómalo o déjalo; pero en su conjunto. Cuesta imaginar que, si bien el espectador pueda preferir uno de los relatos por sobre otro, haya una diferencia casi sistemática entre ellos, ya que apuntan a la misma narración y sus desarrollos son similares, con la marca Anderson. Quizás en el cuarto relato su comienzo se vuelva algo abstracto –qué del director no lo es- y pueda costar entrar en su atmósfera los primeros minutos, también producto del arrastre que carga la película más allá de no ser particularmente extensa. Esto quiere decir que los relatos tienen su unión y forman un producto unificado por fuera de las diferencias de las historias, respondiendo a la línea editorial que presenta la revista. En este sentido mucho de los personajes corren por detrás, lo mismo que sus intérpretes, algo habitual en la filmografía del director al pensar en la cantidad de figuras con las que cuenta y el poco espacio disponible para que brillen todos. Al ya nombrado trabajo de Seydoux se suma el del joven Chalamet, que presenta una sólida interpretación donde se le permite jugar con el personaje y presentar otras vertientes no tan vistas con su compañera Khoudri, una de las sorpresas dentro del elenco. Por otra parte tenemos personajes que podríamos haber visto más tiempo o que te deja a la mitad de su presentación y que llaman la atención, ya sea el de Elisabeth Moss o el de Christoph Waltz, que son nombres que en la previa podían interesar pero que no tienen mucho lugar en pantalla. ¿Es la famosa carta de amor al periodismo de la que tanto se habla? Sí, correspondiendo a otra época. El romanticismo a las revistas y las crónicas están más que presentes, principalmente en lo que respecta a su clímax. Si bien Anderson nunca fue un cineasta que planta bandera o un posicionamiento problemático en algunas temáticas –quizá sí en su película animada de 2018-, nunca se encuentra alguna crítica de época a la profesión y evita cualquier comparación con las modificaciones en el mismo o temas del debate actual, buscando que nos quedemos con esta visión edulcorada y pura del trabajo periodístico. Otro de los hechos llamativos que refuerzan lo anterior son las inspiraciones que el propio realizador utilizó para este nuevo proyecto, desde esta ficticia revista tomada desde la real The New Yorker como el rol de algunos de sus periodistas; es decir, cierto tipo de periodismo puede verse reflejado o representado, pero no en su mayoría para los tiempos que corren. Sin quedar en la memoria del cinéfilo y corriendo por detrás con respecto a otros largometrajes del propio Anderson, The French Dispatch es una interesante propuesta para los ortodoxos del artista y para aquellos fanáticos del periodismo y los relatos.
Si el mundo es una gran esfera tridimensional que contiene millones de personas en movimiento, el cine de Wes Anderson es la versión hiperbólica de una gran casa de muñecas donde viven y circulan miles de juguetes en el atrapante mundo del puro artificio. La crónica francesa podría ser definida, al menos para mis ojos, con cuatro palabras que describen su desmesura, una bella locura abrumadora. Construida dentro del aparato del universo periodístico, creando publicaciones utópicas no menos rimbombantes en sus nombres que la forma del filme, el relato se dispara con un titular que abrirá el abanico de las diversas historias paralelas “Muerte de un editor – Fallece el alma mater de The French Dispacht, la revista confirma su cierre”. Pero este suceso que se presenta como un final, es el inicio del gran homenaje que una serie de artistas crearán como homenaje y despedida del alma mater de esta alocada revista. Y esa será la última publicación, como la simbólica meta del objetivo final del filme. Este relato audiovisual de Anderson es un tren bala a toda velocidad, las escenas mutan de una situación a otra, del color al blanco y negro, de un personaje a otro hilvanadas por una voz en off que dispara textos como una ametralladora. Información, ideas, reflexiones, descripciones, un desafío a la capacidad de atención del espectador. Los personajes están encarnados por un reparto que excede el lujo de los lujos de un casting. No le importa a Anderson si Christoph Waltz solo aparece durante treinta segundos, lo que importa es el juego, las apariciones y desapariciones puestos en el cuerpo y en los rostros de estos actores impactantes. También es una demostración de recursos, de estar en el punto de su carrera donde lo que desea está al alcance de su mano. La puesta en escena con sus encuadres simétricos, su cámara frontal y su escenografía y vestuario en estado de esplendor estético son piezas del mecanismo de este gran juego autoral. Robert Yeoman, el director de fotografía, se luce en su paleta de climas y texturas, en las secuencias a 4 colores o en las escenas monocromas llevando la estilización a un extremo formalista. Otras piezas claves son la música original de Alexandre Desplat que construye un mundo sonoro recorriendo épocas y lugares, creando partituras como pequeñas piezas de joyería. De la mano a la imagen y la musicalidad del relato, la precisión vertiginosa del editor Andrew Weisblum exacerba la locura de este rompecabezas narrativo. Todo es brillante y excesivo, entre teatral y puramente cinematográfico, bello y arrasador para la mirada del espectador, pero, al mismo tiempo ese poder irrefrenable de las formas se fagocita la historia al punto de diluir la capacidad de comprensión integral de la misma. La audacia de Anderson y su narrativa coral y operística impactan inevitablemente, pero se extraña algo de su humor, de sus sutiles juegos vinculares y de las microhistorias que siempre ha tejido dentro de sus mismos relatos, como quien surce una telaraña que une al mundo de sus juguetes disparatados dentro su gigante casa de muñecas.
¿Te acordás de la época dorada del periodismo? El estreno de “La crónica francesa” venía precedido de una gran expectativa. En primer lugar porque se demoró mucho debido a la pandemia, y en segundo término porque es una película firmada por Wes Anderson, que en los últimos años viene despertando tantos elogios como polémicas. Si algunos cuestionaron al director texano por el recargado regodeo estético de “El gran hotel Budapest”, bueno, sólo esperen a ver “La crónica francesa”. No es que Anderson se haya olvidado de contar historias o de crear personajes inolvidables (en “Moonrise Kingdom”, de 2012, todavía podía hacerlo perfectamente), pero ya es evidente que el realizador de “Los excéntricos Tenembaum” ha preferido encerrarse y cuidar con esmero su casa de muñecas, con sus elaboradísimas puestas en escena y sus guiños cinematográficos. Su nueva película es básicamente eso: una obra que se disfruta al máximo en los detalles, pero que en esencia pierde su centro. La acción transcurre en una ciudad imaginaria de Francia, Ennui-sur-le-Blasé (Tedio sobre el Hastío). Allí se edita The French Dispatch (La crónica francesa), un suplemento especial de un diario ficticio de Kansas que está dirigido por Arthur Howitzer Jr (Bill Murray). Howitzer quiere que el suplemento sea el radar cultural de su época, pero para él lo importante no son los temas sino el talento de los periodistas que escriben las notas. El presente son los años 70, y las historias se cuentan mirando en retrospectiva los 50 y 60, los años más brillantes del French Dispatch. Anderson construye la película en episodios o artículos, los mismos que se publican en su revista imaginaria. El primero (y el mejor) está relatado por una periodista (Tilda Swinton) que cuenta la singular historia de un homicida (Benicio Del Toro) que se convierte en artista en la cárcel. El segundo parodia el Mayo Francés de los 60 con un líder estudiantil (Timothée Chalamet) que se termina involucrando con la escritora que cubre la revuelta (Frances McDormand). Y en el tercero un crítico gastronómico (Jeffrey Wright) cuenta cómo un chef asiático resulta fundamental en la búsqueda del hijo secuestrado de un comisario. Los relatos son muy diferentes entre sí pero los une la mirada en primera persona de los autores de las crónicas, que están muy cerca de los sujetos de sus notas y de los hechos que retratan. El modelo de Anderson es The New Yorker, una de las revistas culturales más veneradas de Estados Unidos. De hecho el personaje de Bill Murray es una referencia directa al legendario Harold Ross, fundador del New Yorker, y su sucesor William Shawn (curiosamente los dos editores que Tom Wolfe destrozó en su famoso artículo “Pequeñas momias”), y los cronistas que aparecen en la película están basados en periodistas que escribieron en esa revista. Con una mirada nostálgica y cargada de información, el director de “Vida acuática” ensaya aquí su homenaje a un periodismo que no existe más, un periodismo que buscaba la visión singular del periodista como autor, que fomentaba la formación cultural y que solía ser una profesión respetada y apasionante. Claro que el director lo hace a su manera, con un despliegue visual y verbal que por momentos resulta apabullante: detalles insólitos en cada una de las historias, notas al pie, cambios del color al blanco y negro, secuencias de animación, voces en off, cameos de estrellas (Edward Norton, Jason Schwartzman, Christoph Waltz, Cécile de France, Willem Dafoe, Saoirse Ronan) y guiños al cine de Lubitsch, de Jacques Tati y de Godard. Hacia el final es posible que el espectador se sienta un tanto agobiado, aunque justo en los últimos minutos Anderson aplica un gran cierre (como el cierre en la edición de una revista): la imagen de una máquina de escribir al lado de un cadáver, entre lo inevitable y la angustia.
Una carta de amor al periodismo y los periodistas La nueva película de Wes Anderson se adentra en el mundo del periodismo escrito, con un mega elenco donde figuran Bill Murray, Frances McDormand, Owen Wilson y Benicio del Toro, entre otras estrellas. Para su décimo largometraje, Wes Anderson (Isla de perros, El gran hotel Budapest, Los excéntricos Tenenbaum, Vida acuática, El fantástico señor Fox, Moonrise Kingdom) se adentra en el mundo del periodismo escrito y de los periodistas, cazadores de historias, aquellos que investigan, entrevistan, buscan y chequean datos para hacer su trabajo. La crónica francesa es otra pulida obra estética repleta de clásicos “andersonianos”: exquisitas paletas limitadas, marcada simetría traducida en escenas pintorescas y un universo bellísimo, nutrido de personajes que exageran sus pasiones y comportamientos. "Intentá que suene como si lo hubieras escrito así a propósito", le dice Bill Murray en pantalla a algún redactor, repitiendo su mantra como editor en jefe de la revista fundada en Kansas que lleva el mismo nombre del título, con sede en la pequeña y ficticia ciudad francesa de Ennui-sur-Blasé en algún período indefinido de mediados del siglo XX. Contada en formato antológico, la historia arranca desde el final (con un evento que no se spoileará dada la trascendencia unificadora que tiene en el relato) para luego ramificarse en nostálgicas historias sobre un periodismo utópico, perseguidor de ideales románticos y aventuras imposibles. En la redacción -un ambiente encuadrado cual casita de muñecas, entre las tantas marcas distintivas del realizador que se reúnen en esta ocasión- y en las historias que se cuentan circulan curiosos personajes interpretados por un elenco coral que también sigue la tradición. Aparecen como en pasarela Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Tilda Swinton, Adrien Brody, Frances McDormand, Saoirse Ronan y Edward Norton, entre tantos otros actores y actrices fetiche y debutantes en el universo del autor. El cineasta sabe explotar lo suficiente su dominio de los acercamientos caricaturescos sobre las que se desliza la serie secuencias acompañadas por una banda sonora creada por su compositor de cabecera, Alexandre Desplat, y con una fotografía a cargo de su colaborador estrella, Robert Yeoman. La síntesis del combo mantiene una sintonía emocional que toca fibras del espectador, convirtiéndose en un pasaporte directo al goce. La crónica francesa cumple a rajatabla la receta característica de un autor que persigue la perfección a toda costa (aunque eso implique renunciar a las novedades, algo ya notorio en su filmografía) y en esta oportunidad, el guión se cierra redondo. Una carta de amor al periodismo que nunca pierde su fascinante atractivo.
La revista que escribe imágenes Nominada a la Palma de Oro en Cannes, la más reciente película del director de El gran hotel Budapest es un fresco amoroso y delirante sobre un periodismo tal vez pretérito. Se lo ha dicho y cómo no reiterarlo: La Crónica Francesa es una nota de cariño a determinado periodismo, al que se hacía en el siglo pasado, en papel y con otros criterios (y tiempos) de redacción (y de lectura). Tal vez todavía más o menos se lo practique. De este modo, su director, Wes Anderson, dice algo más: la nota de cariño no deja de ser hacia cierto cine, el que se hacía en el siglo pasado también. Por eso, y con la consciencia de ser un norteamericano en tierra francesa, Anderson introduce el film desde la cita explícita a Jacques Tati, a través del famoso edificio donde vivía el tío (Mon oncle) interpretado por el actor y director genial: una fachada de ventanas y escaleritas que ofrecían desde el exterior un recorrido de laberinto. La elaboración cerebral de ese gag es insuperable, y Anderson la calca admirado. La Crónica Francesa consiste en el “paginar” de la última edición de la revista “The French Dispatch”, una publicación norteamericana en suelo francés, en una ciudad que la película imagina. Por eso el nexo inmediato con Tati (Anderson debe ser uno de los escasos directores norteamericanos que saben de Tati) y el viaje en bicicleta del cronista que interpreta Owen Wilson, cercano al espíritu del cartero de Jour de fête o del propio Monsieur Hulot. Pero lo que sobre todo importa es cómo Anderson apropia las referencias y logra que habiten en su mundo, construido película a película, entre imágenes de composición precisa y personajes/actores que son parte de un entramado feliz. Es decir, hay un mundo Anderson que existe y se (re)visita, y esto es algo que lo emparenta, de alguna manera, con otros grandes como Federico Fellini, Tim Burton, y desde ya, el mismo Tati. La película consiste en tres crónicas, una guía de viajes y un obituario. Y comienza por el desenlace, anunciando el último número de “The French Dispatch” –es un periodismo que ya no existe, vale recordar–. El obituario es el del propio director de la revista (Bill Murray), quien así lo estipula por testamento. Con él todo termina (la película también). Pero para llegar allí, antes los relatos. Historias de cuño Anderson en donde la imaginación cobra vuelo mientras mira el mundo que ya no está entre las imágenes actuales: tal es el cometido del periodista ciclista de Owen Wilson. Fotografías que entrevén lo que era en lo que es. El antes y el después. El equilibrio delicado entre gatos en los tejados, humanos en la superficie, y ratas en las alcantarillas. Con un índice de cuerpos en el río que se sostiene a pesar del crecimiento demográfico. Y ancianos que temen tropelías de niños educados en la fe religiosa. Hay un hálito de contaminación creciente que forma parte de un paisaje mentirosamente encantador, porque todo está negro. Y esto es algo que el redactor tendrá que discutir con el editor. A las notas se las pelea y es todo un plantel de plumas el que habita entre las páginas de esta revista ¿imposible? A propósito, destaca la manera desde la cual Anderson caracteriza a cada redactor, apenas con un plano, en donde la información está organizada y ensamblada como si de un cuadro humorístico se tratase. Y éste no es un rasgo menor, sino mayor, en virtud de la relación explícita que el film traza con la ilustración gráfica, la de aquellas revistas en donde el lápiz del dibujante decía de maneras filosas y con humoradas tan certeras como el texto más profuso (a no perderse las ilustraciones que acompañan los créditos finales, afines a las portadas del New Yorker). La segunda historia la interpreta un pintor preso (Benicio del Toro) y hundido en la belleza de su guardiacárcel (Léa Seydoux). Entre los dos, una distancia que sólo el lienzo reúne. Las pinceladas guardan un misterio que un ávido merchant (Adrien Brody) sabrá catalogar de “moderno”. A partir de allí, la locura misma de llevar a las galerías y consagrar al artista condenado por homicidios (más de un eco se plantea con El artista, la película de Cohn & Duprat con Sergio Pángaro y Alberto Laiseca). La resolución es genial. Pero no hay que olvidar que se trata de historias narradas por alguien. Aquí es el turno de Tilda Swinton, cuyo acento y composturas dicen a un auditorio que escucha embelesado (por lo menos así lo parece) mientras simula cierta avidez alcohólica y confunde alguna diapositiva con una suya: desnuda. Entre el blanco y negro y el color, el episodio dialogo en tiempos diferentes y detiene a sus intérpretes a la manera de los efectos digitales de clase “Matrix”: pero los detiene de verdad, como estatuas de quietud simulada a las que el movimiento de la cámara da una profundidad 3D que bien haría en aprender tanto cine digital. Frances McDormand, otra de las figuras convocadas al film. La segunda crónica troca todo al blanco y negro, con un mayo francés como escenario. Por allí anda la periodista (Frances McDormand) tras su historia, estableciendo relaciones íntimas con un joven militante (Timothée Chalamet), con quien tal vez no debiera. Universidad, estudiantes, libros apilados, discusiones aceradas, la milicia y los padres. En algún momento, la cámara fija de Anderson se pone al hombro, en plena calle, donde destaca el escaparate de una tienda (“L’Americaine”), para que el brillo estilístico de la Nouvelle Vague asome radiante: Anderson respira cine. Un disfrute absoluto, con mártir incluido. La gran historia final se descubre por capas. Podría ser la historia del periodista entrevistado en televisión (Jeffrey Wright), sobre cómo la literatura, el periodismo y “The French Dispatch”, lo excarcelan y validan su amor homosexual; también es la historia “gastronómica” que pide la publicación, pero que deriva en una trama de espionaje, donde hay pesquisas que seguir para dar con el paradero del niño secuestrado, que no es otro más que el hijo del comisario (Mathieu Amalric). Acá es el vínculo con la historieta y la animación en donde la película vive, con un aire de folletín interminable. Entre medio, la constatación del experto chef Nescaffier (Steve Park) de haber probado un gusto desconocido, en una sustancia prohibida con la que casi pierde la vida. ¿Cómo hace el cine de Anderson para llegar a tales instancias? Allí el encanto perfecto. Todo está organizado, premeditado, con la animación como paso estético sustancial por acorde con la suma de piezas precisa que el director encastra. Todo controlado, con una rítmica preciosa, poderosa, que estalla en tantas esquirlas visuales que vuelven imperioso rever la película. El obituario es el desenlace anunciado, de manera tal que la película se encuentra con su comienzo y se concibe como ciclo. De esta manera, podría volver a iniciar. Adquiere, así, un rasgo mítico, por asociable a esa época de años pasados, ahora contados desde el recuerdo y la fantasía. La plantilla de redactores se reúne y despide a quien los apadrinara, quisiera, discutiera y cuidara. Su cuerpo, como debe ser, reposa sobre el escritorio. En torno suyo, las palabras surgen y se complementan en una misma historia, de pluma y firma plural. La máquina de escribir teclea.
Ya sea una astuta respuesta o una extraña casualidad, el director de cine Wes Anderson acaba de estrenar la película más Wes Anderson que jamás haya hecho.
La redacción de un reconocido periódico, sito en una ciudad ficticia francesa, conecta la tríada de historias que dan vida y sentido a la nueva creación de Wes Anderson. Carta de amor al mundo periodístico, en «La Crónica Francesa» importa más la forma que el contenido. Sabemos que el realizador filma cada plano como si fuera un cuadro. Acudimos al cine para maravillarnos con su concepción del lenguaje: paisajes que se espejan, escenarios que se replican. Ficción dentro de la ficción. Puesta en escena para el próximo acto ilusorio. Aspecto lúdico que nunca deja de sorprendernos, inventiva visual que incurre, incluso, en el desafío de insertar tramos de animación, una faceta a la que Anderson ya había incurrido en “Fantastic Mr. Fox” (2009) e “Isla de Perros” (2018). Anderson construye los pormenores de esta redacción, atendiendo a las manías, dilemas y obsesiones que atraviesa el oficio. Desbordante de citas y referencias cinéfilas, nos arroja al centro convergente de un universo recargado de influencias, elevando a la enésima potencia las marcas personales de una obra que no encuentra comparación en el mapa cinematográfico mundial. No ejerce su autor el autocontrol; por el contrario, su extravagante ingenio no conoce de censura ni objetividad. Marcas periodísticas ausentes en su concepción cinéfila. Anderson es un espíritu lúdico que, aquí, se rodea de habituales conocidos que suelen engalanar sus corales elenco. Allí están Frances McDormand, Bill Murray, Adrien Brody, Benicio Del Toro, Willem Dafoe, Jeffrey Wright, Edward Norton, Christopher Waltz, Tilda Swinton y Timothée Chalamet, dando vida, con mejor o peor suerte, a una galería de variopintos personajes. Maquinaria cinemática que despertará jamás indiferencia, por momentos luce una sinfonía caprichosa, en su premisa de habitar una compleja estructura de cajas chinas. “La Crónica Francesa” es una laberíntica composición en donde el estilo somete al mensaje, con miras a transmitir el espíritu frenético que habita en unas paredes que viven, exudan y sienten un desmedido frenesí por el oficio. Manifiesto de autorreferencias que en su vertiginoso transcurrir pueda resentir el auténtico sentido de homogeneidad, lleva al paroxismo Anderson su estímulo emocional: texturas, coloraciones y geometrías van tejiendo, con extrema precisión, una cosmovisión que no pecará de cautela. Se reirá de los insulsos parámetros que regulan el mundo del arte contemporáneo, planeará un secuestro imposible, luego una fuga criminal de lo más disparatada, colocará a una ciudad bajo estado de sitio revolucionario y nos someterá bajo sus radicales designios visuales confluyendo en un obituario que funciona a modo de epílogo. Anderson hace volar por los aires todo verosímil posible: satura la pantalla de objetos de lo más variados, coloca en boca de sus criaturas líneas de diálogo originalísimas y exige nuestra total atención para decodificar sus sentidos. Mixturará formatos, imbricará cronologías, congelará imágenes en un instante de estrépito y recurrirá al humor absurdo como elemento de cohesión infaltable. En la progresión de sus historias, puede verse la evolución de la paleta de colores de estos auténticos relatos novelados que jamás dejan de fascinarnos, inquietarnos o sublevarnos, resultante de las búsquedas conceptuales de toda su filmografía. El uso de tomas cenitales así como de planos generales, la omnipresente música incidental a cargo del siempre efeciente Alexander Desplat, un cuidadoso e iconoclasta vestuario y una gama cromática en pastel, destacan como algunos de sus recursos técnicos más mentados, omnipresentes aquí. En Anderson, es un fetiche ya, detalles visuales acuden como pistas al espectador. La naturaleza, fotografiada con colores cálidos, así como los tonos fríos para retratar paisajes urbanos, otorgan vivacidad a sus escenarios, conformando en su última y alucinada aventura un collage lisérgico de grandilocuentes proporciones. La fauna de una ciudad vibrante es inagotable de explorar. Viñeta fílmica, anarquía visual y homenaje explícito a la Nouvelle Vague, corrobora «La Crónica Francesa» la faceta de experimentador sin freno del cineasta, abultando con su flamante obra un palmarés que acumula cinco nominaciones al Premio Oscar. Meticuloso explorador de cada detalle del plano, encontramos aquí rastros de “El Gran Hotel Budapest” (2014), como huella del gen visual de un exquisito; también la síntesis de una tríada de obras de temprana cosecha que son, a la fecha, considerados films de culto: “Rushmore” (1998), “Los Excéntricos Tenenbaums” y “La Vida Acuática” (2004). Podría el presente film inmiscuirse dentro de aquellos citados, conformando rasgos identitarios insoslayables. Su indiscutible gusto estético firmará a pie de página semejante declaración de principios.
Anderson Recargado. Así tendría que subtitularse La Crónica Francesa (2021), su última película. Parece exagerado, pero no lo es. The French Dispatch es un monumental ejercicio de estilo; el estilo al que nos tiene acostumbrado Wes Anderson: la Forma por sobre el Fondo. Esto no quiere decir que sus obras no tengan una narrativa o una línea argumental pero en este caso la importancia — su mirada — radica más en una estética a ultranza que congela los movimientos de los protagonistas como si fuesen las viñetas de un cómic para dar paso a la contemplación de los escenarios en donde se encuentran. Escenarios tan artificiales y artificiosos como los colores pastel en el que están inmersos. Esto no es malo, al contrario, es su marca de fábrica. Cito a Marta Medina, del periódico El Confidencial: “Si su filmografía fuese un libro gigante, si lo abriésemos por cualquier página y cada página fuese un simple fotograma, uno de los 25 que corren cada segundo de cada minuto de cada hora de cada uno de los 21 cortos o largos de su haber, sabríamos enseguida de su autoría”. Más claro, imposible. Este mérito — poseer un estilo tan marcado — no lo logra cualquiera. Y esto va no solo para el cine, sino para todas las artes. Y Anderson es un artista con todas las letras. Su cine, además de fotografía, es pintura, música, teatro, cómic, danza, escultura y arquitectura. Y cada una de estas disciplinas está al servicio de su obsesión por el encuadre, la perspectiva, la simetría y la puesta en escena de una manera exagerada y barroca. Esto es por demás evidente en toda su filmografía, en especial en El Gran Hotel Budapest (2014) y en la película animada Isla de Perros (2018), pero también en La Vida Acuática (2004) y Los Excéntricos Tenenbaum´s (2001). La Crónica Francesa vendría a ser su punto culmine. Un compendio de todos y cada uno de sus tics, clichés y pases de magia. Dejando de lado tanto tecnicismo, hablemos de qué trata su último film. Ante todo, estamos ante un gran homenaje al periodismo de los años ´60, aquel que no conocía los teclados y computadoras y cuyos cronistas y periodistas buscaban sus historias en la calle y libreta en mano. Es así que a lo largo del film nos encontraremos con cuatro historias a saber: la de un cronista de viajes a cargo de Owen Wilson; la historia de un pintor homicida, Benicio del Toro, y su modelo, Léa Seydoux en donde también aparece el galerista Adrian Brody; la de un filósofo revolucionario, Thimothée Chamalet junto a su novia Frances McDormand y la de un crítico gastronómico, Jeffrey Wright, que cuenta en un programa de televisión las desventuras por la que pasó durante una cena en donde fue secuestrado el hijo del comisario de la Policía de Ennui. Como se puede apreciar, el elenco es inconmensurable. También aparecen en mayor y menor medida, Tilda Swinton, Edwar Norton, Elizabeth Moss, Willem Dafoe, Christoph Waltz, Angélica Huston, Bob Balaban y siguen las firmas. Todas estas historias — exageradas, con datos dudosos, totalmente subjetivas — pasarán a formar parte del último número del periódico “La Crónica Francesa” que se escribe y edita en un pueblito francés llamado Ennui-sur-Blasé y distribuido en Kansas, en los Estados Unidos. Un último número para homenajear a su director (Bill Murray) que falleció de un ataque al corazón en la misma redacción en donde pasaba sus días editando, corrigiendo y compaginando dicho semanario con un grupo de colaboradores tan variopinto y pintoresco que solo pueden haber salido de la imaginación de Anderson y de su amor por aquellos periodistas de la prestigiosa y corrosiva The New Yorker en quienes, se dice, se basó muchas de las anécdotas incluidas. Pero, así como La Crónica Francesa es un emotivo y nostálgico homenaje al periodismo de aquella época, también es un claro homenaje al cómic. Cada cuadro de la película se parece a una viñeta de las historietas que inundaron la Francia de los ´60, principalmente Tintín, de Hergé. De hecho, las portadas del periódico se parecen mucho a las coloridas tapas de las Aventuras de Tintín. Es así que todas las secuencias nos remiten a lo que uno ve al hojear un cómic: personajes estáticos en escenarios dibujados y entintados con la gama propia de las historietas. De hecho hay secuencias animadas que son una maravilla. Nada queda librado al azar, todo está perfectamente calculado, diagramado en su máxima potencia y presentado de tal manera que La Crónica Francesa se parece más a un producto salido de los talleres gráficos de Pilote o, en su defecto, de los escenarios de George Mélies. Es por eso que quizás un punto negativo ante tamaña meticulosidad y planificación sea la falta de emotividad en sus personajes; esa emotividad que da, precisamente, la espontaneidad; me refiero a la improvisación como modo de exteriorizar la emoción. Claro que Anderson no transita ese camino. Pero a veces cuesta empatizar con alguno de ellos porque no dejan de ser personajes esquemáticos y estereotipados. Muy propio de los cómics. Claro que en las historietas esto funciona a la perfección. En el cine, tanta rigurosidad solemniza hasta los momentos más divertidos y frenéticos. Que los hay, por supuesto, aunque no al nivel que supo alcanzar El Gran Hotel Budapest. Una película para disfrutar con ojos de artista, para asombrarse por los planos, los encuadres y los travellings, para dejarse cautivar por la paleta de colores que el director utiliza desde siempre — todo se parece a un gran pastel en movimiento — , para extasiarse por el ingenio que pone en cada secuencia en donde la imaginación parece no tener límites, en resumidas cuentas, un impresionante trabajo de orfebrería técnica que hace relucir a La Crónica Francesa como un diamante aunque a veces, todo hay que decirlo, tanta perfección nos resulte algo fría e inalcanzable. Como los diamantes.
En un año pésimo para el cine, menos mal que aparece una película de Wes Anderson. Incluso una película menor de Wes Anderson es mejor que todo lo que se filma hoy. La crónica francesa es una gran sátira tierna, una especie de continuación (estética, no temática) de El gran hotel Budapest, con un elenco gigantesco haciendo papeles raros y esos planos fijos que, en realidad, son un conducto a la caricatura. Esto es una comedia absurda no sobre el periodismo (vemos tres historias publicadas por una revista bastante intelectual; vemos esa revista por dentro) sino sobre por qué narramos, por qué nos gustan los cuentos. Anderson utiliza encuadres y colores que recuerdan constantemente el dibujo animado; de hecho, incluye en cierto momento el dibujo animado. Juega con los formatos posibles y se ríe de las vanguardias estéticas disfrazándose de vanguardista (el episodio sobre una rebelión juvenil, por ejemplo, parece satirizar a la Nouvelle Vague, que no obstante es una gran influencia en el realizador). La generosidad aliada a la confianza por la inteligencia del espectador (nada es más intelectual que la risa) hacen de esta película absolutamente original -aunque conocemos el estilo Anderson el film está a contramano de cualquier cosa- un oasis. No lea más este texto y vea La crónica francesa.
Arthur Howitzer Jr. es editor del periódico “The French Dispatch”. Este diario dejará de editarse al momento de su muerte junto con un número de despedida. En esta última entrega se vuelven a publicar tres artículos de ediciones anteriores del periódico, junto con un obituario. “La Crónica Francesa” es una película escrita y dirigida por Wes Anderson estrenada el pasado 12 de julio de 2021 en el festival de Cannes. Esta historia se divide en 3 partes independientes entre sí que están nucleadas con una historia más grande. Estás partes se titulan: “La obra maestra del hormigón”, “Revisiones de un Manifiesto” y “El comedor privado del comisionado de policía”. Todas las historias tienen un estilo particular y son todas muy diferentes entre sí, aunque logran mantener cierto toque cómico. Se mezcla el blanco y negro, full color e inclusive un estilo animado durante este largometraje. También hay partes que parecen ser grabadas en un teatro. Me gustó mucho el estilo general de la película, aunque noté un cierto inconveniente con los cambios de volumen. Una de las escenas es mucho más fuerte que las demás lo que puede alertar a las personas sensibles a los ruidos fuertes. Parte de los diálogos estaban en francés y el resto en inglés lo que ayudaban a lograr una atmósfera francesa. Todo el film parecía ser una película antigua, ese detalle me gustó mucho. Se destacan las actuaciones de Benicio del Toro (Moses Rosenthaler), Lyna Khoudri (Juliette), Léa Seydoux (Simone) y Timothée Chalamet (Zeffirelli).
Reseña emitida al aire en la radio.
La nueva película del director de «El Gran Hotel Budapest» está armada como las revistas a las que homenajea, contando varias historias a modo de notas periodísticas audiovisuales. Protagonizan Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Frances McDormand, Benicio Del Toro, Bill Murray, Jeffrey Wright, Elisabeth Moss, Adrien Brody y Lea Seydoux, entre muchos otros. El arte de la edición periodística tiene bastante en común con la del cine. Se crean las «escenas», se distribuyen en el espacio y en el tiempo, se conectan entre sí con hilos aparentemente invisibles y se conjugan para crear historias, narrativas, situaciones, personajes. Un mundo. En LA CRONICA FRANCESA Wes Anderson funciona como un editor periodístico –el más preciosista y obsesivo de todos, habría que decir– para armar un relato que incluye otros en su interior para conformar algo así como el Suplemento Dominical de Wes. Están casi todas sus obsesiones formales aquí enganchadas entre sí como en un suntuoso remix y también las temáticas, siempre menos visibles y evidentes pero que expresan lo que, creo yo, es lo más importante de su cine: su profundo amor por sus personajes y su mirada humanista, crítica y consciente de los conflictos del mundo real. Armada como un homenaje a revistas estadounidenses tipo The New Yorker –con sus notas largas, complejas, refinadamente escritas y en las que muchas veces el que las escribe es parte de los acontecimientos– y a los míticos escritores y periodistas que las habitan, LA CRONICA FRANCESA procede como si fuera el último número de una de ellas. Tiene una nota breve, tres más largas y un obituario, el de Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), el dueño y fundador de la revista The French Dispatch, quien dejó encomendado que al morir se cerrara. La revista funciona en el inventado pueblo francés de Ennui-sur-Blasé y depende del Evening Sun, un diario de Liberty, Kansas (no olvidar que Wes es un texano que vive en París) que es propiedad del padre de Arthur. Su excéntrico hijo, un amante de la buena escritura y los personajes que la producen, la ha creado en 1925 y piensa llevársela a su tumba, algo que sucede en 1975. Lo que el film hace es, fundamentalmente, contar las historias detrás de esa póstuma edición. En cierto sentido, lo que este formato le permite al director de LOS EXCENTRICOS TENENBAUMS es hacer un programa de cortos, con un eje que los contiene y sobre el que pivotea, que es la redacción en sí y su peculiar funcionamiento interno. Y al hacerlo se permite acumular aún más los acostumbrados juegos formales, artificios y sistemas con los que siempre ha trabajado (acción en vivo, tableaux vivants, animación, mezcla de color y blanco y negro y todo tipo de creativos inventos), convirtiendo a la película casi en un muestrario fascinante de todo lo que puede pasar por su cabeza, como si al espectador se le hubiera dado acceso a algún arcón de recuerdos o proyectos a medio terminar de Wes y los pueda rearmar a modo de collage. Si a alguien los procedimientos de Wes le resultan irritantes probablemente le cueste mucho entrar acá: LA CRONICA FRANCESA es un «grandes éxitos» del tipo de recursos que atraviesan su obra. Casi que no tiene mucho sentido explicarlos o resumirlos porque parte de la magia (o fastidio) de la película pasa por verlos funcionar. Como un film de animación en movimiento, un curioso hijo de Jacques Tati y Jean-Luc Godard, una novela gráfica que cobra súbita vida o la más extravagante casa de muñecas jamás creada, la «revista» de Wes (que, de hecho, habría que pensar en relación a lo que en Argentina conocemos como «el teatro de revistas») acumula todos sus conocidos trucos en un formato abigarrado y apretado. Es fascinante de ver y quizás un poco agobiante también pero es imposible no maravillarse con los elementos puestos en juego, especialmente con cómo su preciso aparato de significantes (su circo de atracciones) conecta con el mundo real de una manera lúcida y crítica, inteligente y humorística. Es que más allá de su carácter aparente de pura fantasía, LA CRONICA FRANCESA es una película cuyo eje son los conflictos sociales del siglo XX y cómo el periodismo supo retratarlos y analizarlos. Y si bien hay una sensación de nostalgia por una época desaparecida y un mundo que ya no existe, su película no es AMELIE (una comparación que a primera vista tiene sentido hacer) ya que su carácter lúdico y aparentemente amable no disimula los convulsionados escenarios en los que sus historias se desarrollan, sino que los revela: los conflictos políticos de los ’60 en Francia, el racismo y la homofobia rampantes, la marginación social, el abuso empresarial y esa sensación de que sus personajes no pueden evitar toparse con los problemas que los rodean, a veces casi sin quererlo. La breve historia que abre el film –en la que el periodista Herbsaint Sazerac (Owen Wilson) recorre Ennui en bicicleta y cuenta con humor la historia un tanto tétrica del lugar– da pistas claras de la oscuridad que rodea a esos paisajes de postal turística. Wes pone tanto énfasis en la forma que es poco lo que se habla y escribe sobre ese otro costado de su cine, acaso porque él mismo parece hacer lo posible por dejarlo en segundo plano. Pero a diferencia de otros creadores de rompecabezas formales, el realizador de MOONRISE KINGDOM consigue que su sensibilidad atraviese la cáscara del dispositivo. Y eso lo hace a través de personajes como el propio Horowitz, aún apareciendo pocos minutos en el film y de los protagonistas de sus tres «notas» principales: el violento Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), un psicópata encarcelado, enamorado y convertido en artista conceptual «anti-sistema»; la corresponsal política Lucinda Krementz (Frances McDormand), que se involucra en los movimientos estudiantiles de los ’60 (que no son los que conocemos, pero podrían serlo); y especialmente Roebuck Wright (Jeffrey Wright), escritor afroamericano y homosexual claramente basado en James Baldwin que escribe sobre comidas pero se ve envuelto en un caso extraño que involucra un secuestro. Sí, las historias son abigarradas y a veces es imposible seguirlas por la cantidad de información visual y narrativa que el espectador recibe (al que hay que sumarle los subtítulos), pero el mundo que recorta esta «edición dominical» de Anderson trasciende el truco, se vibra desde el humor (hay varias secuencias muy graciosas), desde la empatía con los que viven las historias y con los periodistas que las cuentan y que participan en ellas. Es fácil distraerse con los cameos y las participaciones especiales (hay elenco para cinco películas acá, ya que de hecho lo son, y algunos actores como Willem Dafoe, Christoph Waltz, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman o Edward Norton apenas parecen haber pasado a saludar), quedarse en el disfrute de las extravagantes elecciones creativas e interpretaciones de su elenco (Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Elisabeth Moss, Adrien Brody, Lea Seydoux, Mathieu Amalric y los citados McDormand, Del Toro y Wright) o quedarse colgado pensando cómo cuernos Anderson armó determinadas escenas que pueden parecer teatrales pero que funcionan gracias a un conocimiento profundo de la poética cinematográfica. Pero cuando el material sedimenta, LA CRONICA FRANCESA se deja ver por lo que finalmente es: una fascinante historia del siglo XX y de los periodistas que estuvieron allí para contarlo.
"Tributo a un medio en extinción" Por Denise Pieniazek La Crónica Francesa (The French Dispatch, 2021), la nueva película del talentoso y original realizador Wes Anderson (The Royal Tenembaums, The Darjeeling Limited, Fantastic Mr. Fox, Moonrise Kingdom, The Grand Budapest Hotel, Isle of Dogs) es un homenaje a un mundo en posible extinción, la prensa escrita. Las publicaciones de la revista que da título al filme, The French Dispatch, son la excusa para que su director y guionista divida la narración principalmente en tres grandes historias. Es decir, que cada uno de estos fragmentos se corresponde con una sección de la revista, por ende, el aspecto formal del largometraje se corresponde con el formato de aquello que busca homenajear convirtiéndolo en una especie de antología cinematográfica. Aunque también estructuralmente el relato -narrado por la voz over de Anjelica Huston- posee un prólogo y epílogo que se centran en el personaje del fundador y editor de la revista norteamericana con sede en Francia Arthur Howitzer, Jr. (Bill Murray), y además una breve historia de apertura titulada “The cycling reporter” escrita por el personaje de Herbsaint Sazerac (Owen Wilson). En ella poéticamente se contrapone, mediante el uso formal del split-screen que es utilizado para oponer dos tableaux-vivants a través del blanco y negro frente a los colores, el pasado y el presente de la ciudad francesa (ficticia) en la que se ambienta el filme y las discrepancias entre las distintas generaciones que la habitan. Luego, lo que la enunciación presenta con un intertítulo como la primera historia perteneciente a la sección de arte, es titulada “The concrete masterpiece” cuya autoría pertenece a J.K.L Berensen (el personaje de la elegante Tilda Swinton). Esta historia dentro de la microhistoria es para quien escribe la más lograda e interesante de todo el largometraje. En ella Julian Cadazio, interpretado carismáticamente por Adrien Brody (cuyo personaje es el que más se destaca en el filme) se vuelve el mecenas de un talentoso pintor que descubre en prisión, Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), un asesino cuya musa y amante es Simone, su guardiacárcel (Léa Seydoux). Dicho segmento reflexiona y parodia sutilmente varias cuestiones de la institución arte y el mito del “artista-genio” de forma muy entretenida. Luego La Crónica Francesa continúa su despliegue de elenco coral y narrativo con la sección de poetas y política con la historia “Revisions to a manifiesto” escrito por Lucinda Krementz (Frances McDormand), personaje inspirado en Mavis Gallant quien publicaba algunas de sus historias en The New Yorker. Éste se centra principalmente en el movimiento estudiantil de los años ´60 que tiene como líder al joven Zeffirelli (Timothée Chalamet) y en el lado feminista del mismo a Juliette (Lyna Khoudri). En tercer lugar, se desarrolla un segmento perteneciente al suplemento del magazine de gustos y olores, titulada “The private dining room, of the Police Commissioner” de Roebuck Wright (Jeffrey Wright), el cual esboza principalmente ideas sobre el ser extranjero y en consecuencia el desarraigo. En conclusión, La Crónica Francesa dentro del universo diegético que propone desea rendir tributo al editor en jefe de la publicación con su obituario puesto que muere de un infarto (pues es el corazón de la revista), y cuyo personaje está inspirado vagamente en alguien del medio The New Yorker. Howitzer, es representado como un editor que protege y valora a sus colaboradores. Constantemente él les aconseja a los escritores “intenta que parezca que lo escribiste de esa manera a propósito” (“try to make it sound like you wrote it that way on purpose”), rescatando el estilo personal de cada uno. Y ese es el otro aspecto que Anderson quiere enaltecer, todas las historias que forman parte de este macro relato que es el largometraje, son de escritores que se involucran con sus protagonistas, con sus narraciones. Mediante sus bellos estilemas y magníficos decorados Anderson valora la subjetividad, al escritor que no sólo expresa su opinión, sino que vuelve cada narración personal. Por último, a pesar de todo lo descrito anteriormente, se debe admitir que a la película le falta unidad como obra, y que el episodio mejor logrado es el de la sección de arte. A diferencia de otros de sus filmes, éste por momentos se siente algo lento al carecer de ritmo, por eso no se lo considera la mejor obra del director. Sin embargo, la empatía y la originalidad en la creación de sus humanos y pintorescos personajes, siempre resulta atractiva junto con el deleite visual que sus personales universos ofrecen, lo que confirma la capacidad de observación que Anderson posee como artista.