El eterno histeriqueo del amor A esta altura de su prologando y fascinante derrotero profesional Paul Thomas Anderson termina de ratificar que lo suyo es el drama hecho y derecho y que el maravilloso toque cómico de antaño en gran medida desapareció o se terminó licuando en un sarcasmo sutil, en este sentido basta con pensar por un lado en lo ocurrido con sus propuestas recientes, la fallida y pretendidamente graciosa Vicio Propio (Inherent Vice, 2014), adaptación de la novela homónima del 2009 de Thomas Pynchon que sólo apelaba a los fanáticos del libro por su excesiva fidelidad y redundancia discursiva, y El Hilo Fantasma (Phantom Thread, 2017), gran joya dramática sobre un modisto británico, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), y su ambivalente relación con una joven llamada Alma (Vicky Krieps), y por el otro lado en el pasado ya progresivamente más lejano, así es cómo al puñado de dramas memorables de turno, léase Vivir del Azar (Hard Eight, 1996), Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) y The Master (2012), se oponen una propuesta mixta muy exitosa, Juegos de Placer (Boogie Nights, 1997), otra menos interesante aunque con ingredientes más que atendibles, Magnolia (1999), y una rareza absoluta y cuasi surrealista, Embriagado de Amor (Punch-Drunk Love, 2002), una de las pocas actuaciones brillantes de Adam Sandler junto con Diamantes en Bruto (Uncut Gems, 2019), de los hermanos Benny y Josh Safdie, y Espanglish (Spanglish, 2004), de James L. Brooks. Para su nueva y esplendorosa película, Licorice Pizza (2021), se nota mucho que Anderson se propuso a sí mismo lograr una especie de “solución negociada” entre sus dos registros narrativos predilectos para volcarlos hacia lo que podemos definir como su realización más simple y austera a la fecha, suerte de historia de aprendizaje/ bildungsroman/ coming of age que apela tanto al humor freak estándar del cineasta, casi siempre jugando con los insultos y el carácter imprevisible, ensoñado o neurótico de las criaturas en pantalla y sus diversas compulsiones, como a la angustia apenas disimulada de esos mismos protagonistas que suelen moverse entre una falsa seguridad/ autoconfianza y una indecisión evidente que a su vez pasa a magnificarse debido a una coyuntura difícil que tiende a fagocitados, hablamos de una sociedad ruin y caníbal que impone su mundanidad y colección de reglas como si fueran un mandato sacro incuestionable del que en ocasiones se puede sacar un provecho, muy transitorio por cierto. Licorice Pizza, título que hace referencia a una cadena extinta de disquerías fundadas en 1969 por James Greenwood que terminarían siendo absorbidas en 1986 por la competidora Sam Goody, signo del paso de la artesanía al emporio posmoderno, trabaja sobre terreno harto conocido porque es una relectura espiritual de Embriagado de Amor, bastante a la distancia y retomando el sustrato bizarro del corazón, aunque en esta oportunidad orientada al segmento púber y recuperando elementos específicos de los distintos ídolos del director y guionista norteamericano, como por ejemplo cierto cinismo de impronta nostálgica y retro experimental a lo Robert Altman y Peter Bogdanovich, la aspereza o desnudez emocional de los adalides apasionados del vulgo de los films de Jonathan Demme y Mike Leigh y sobre todo aquel humanismo elegante, poético y a veces hasta enrevesado y laberíntico del cine de Max Ophüls y Jean Renoir. Como suele ocurrir en las producciones del amigo Paul Thomas, la historia como tal no existe porque lo que tenemos ante nosotros es una continua descripción de personajes basada en viñetas relativamente independientes las unas de las otras, todas girando en torno a la relación y el eterno histeriqueo entre Alana Kane (Alana Haim, guitarrista y vocalista de Haim, trío de pop y soft rock que encabeza junto a sus hermanas Este y Danielle), una asistenta de 25 años de un fotógrafo, y Gary Valentine (el debutante Cooper Hoffman, hijo de nada menos que Philip Seymour Hoffman, actor fetiche de Anderson que falleció accidentalmente en 2014 por un cóctel de drogas a posteriori de años de lucha contra el alcoholismo y la dependencia para con la heroína y la cocaína), un muchacho de 15 años que trabaja como actor adolescente y rebosa ambición empresaria polirubro. El eje del vínculo es sencillo y tan antiguo como la humanidad, él quiere avanzar y ella lo frena porque lo considera un niñato aunque admira su efusividad y encanto, por ello comparten una cena, un viaje a Nueva York para presentarse en un show de variedades de Lucy Doolittle (Christine Ebersole hace las veces de álter ego de Lucille Ball, estrella de la mítica sitcom Yo Amo a Lucy/ I Love Lucy) y un insólito negocio de venta de camas de agua, esas que fueron furor en los 70 en yanquilandia. Valentine la cela con alguna que otra chica efímera y ella hace lo mismo con un par de actores, el joven Lance (Skyler Gisondo) y otro mucho más experimentado inspirado en William Holden, Jack Holden (Sean Penn). La acción, enmarcada en fuertes alardes de un costumbrismo histórico empardado con el acervo indie de las décadas del 80 y 90, transcurre en 1973 y el contexto en general le deja todo servido a Anderson para ironizar sobre los viejos estereotipos del judaísmo, mediante la colorida familia de Alana, y acerca de los asiáticos, sobre todo a través de las imitaciones hilarantemente racistas de Jerry Frick (John Michael Higgins), un payaso que abre un restaurant de comida japonesa en Los Ángeles y cambia de esposa nipona de un momento al otro, amén del hecho de que denuncia la brutalidad policial, utilizando de excusa un delirante arresto de Valentine por asesinato, y homenajea al hedonismo del Hollywood del pasado mediante el personaje del genial Penn, quien durante una velada con Kane se topa con un amigo director, Rex Blau (el legendario Tom Waits), y todo deriva en un stunt con salto de motocicleta en medio de un campo de golf y de una borrachera que desdibuja el papel seductor de la chica, la cual asimismo finiquita la relación con Lance debido a que se define como ateo durante una reunión familiar de mote muy hebreo ortodoxo. No todas son rosas para el mainstream cultural y el que se lleva la peor parte es Jon Peters (muy buen trabajo de Bradley Cooper), uno de los productores más lunáticos y grotescos del ámbito hollywoodense que había empezado como extra y peluquero en California y por aquellos años estaba en pareja con Barbra Streisand, produciéndole el disco ButterFly (1974) y la película Nace una Estrella (A Star Is Born, 1976), de Frank Pierson, señor que aparece en Licorice Pizza amenazando de muerte a Gary y a su parentela por llegar tarde a entregar una cama de agua y así ganándose que el adolescente le rompa el parabrisas de su lujoso descapotable con una llave inglesa. El realizador incluye la Crisis del Petróleo de 1973, un embargo de crudo de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo contra Estados Unidos, Europa e Israel por haber formado parte de la coalición occidental en la Guerra de Yom Kipur de ese mismo año, ahora como motivo de la ruina del negocio de las camas de agua porque éstas están fabricadas con policloruro de vinilo, un subproducto del petróleo, y también algo de paranoia nihilista símil Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, vía la figura amenazante de un tal Matthew (Joseph Cross) que termina siendo la pareja gay del candidato a alcalde Joel Wachs (Benny Safdie), un político para el que Alana colabora. La chispa inclaudicable de la película, razón máxima de su atractivo artístico a pesar de la sencillez de su premisa “chico conoce chica”, reside en tres pivotes fundamentales, primero la hermosa fotografía de Anderson junto a Michael Bauman, este último aquí oficialmente debutando en el rubro luego de años y años como capataz de los técnicos de iluminación, segundo el excelente desempeño de Haim y Hoffman, ambos con familia en el mundo del espectáculo y constituyendo una sorpresa total porque más allá del background del caso su naturalidad concreta es sublime y el physique du rôle -entre la narigona de Alana y la cara de memo de Cooper- los acerca a un trasfondo identitario prosaico ya que la apariencia de ambos es muy antimodelito perfecto hollywoodense promedio, y tercero el peculiar guión del director y su objetivo manifiesto de situar en primer plano cuán insoportables pueden llegar a ser los hombres y las mujeres en rituales de apareo interminables en los que los dos extremos desean imponerse sobre el otro de manera maniática demostrando una mayor sabiduría, experiencia, integridad, capacidad de improvisación y/ o sex appeal, recordemos que ella celebra el carisma esperpéntico de Gary pero le cuesta mucho tomárselo en serio como posible pareja porque el muchacho aún está construyéndose a sí mismo -como Kane, aunque no lo reconozca- y pasando de frustración en frustración ya que salta de la profesión actoral al negocio de las camas de agua y de éste a su homólogo de los pinballs, planteo que por supuesto funciona en simultáneo como otro guiño melancólico a un tiempo de arcades comunales, aún lejos de nuestra triste virtualidad del nuevo milenio, y como una metáfora del reconocimiento implícito de Valentine de su inmadurez en consonancia con el hecho de recuperar el juego pueril, horizonte de los flippers, en detrimento de esa sexualidad tontuela de la pubertad representada en las ridículas camas de agua, escapismo erótico burgués de carácter farsesco de unos 70 que veían nacer el neoliberalismo hambreador contemporáneo. La música incidental de Jonny Greenwood vuelve a ser magistral y el soundtrack incluye clásicos de David Bowie, Wings, The Doors y Sonny & Cher, entre otros, no obstante hoy por hoy son detalles ilustrativos porque el quid del film pasa por los sublimes travellings con steadicam de Anderson y la noción de que el amor puede implicar un proceso tortuoso de convivencia y adaptación aunque muchas veces paga con creces el esfuerzo invertido…
En la primera escena de esta entrañable película se sientan las bases de todo el relato, que nos mantendrá en vilo hasta el final, tratando de develar qué pasa con Alana y Gary, quienes a pesar de la diferencia de edad que tienen (casi 10 años), se verán ligados el uno al otro hasta el esperado beso, que se hace esperar, y mucho. Él, a pesar de su corta edad, la invita a cenar, ella acepta esa invitación sin saber que en esa frase que él le dice a ella, retrucando la mención que ella hace sobre que seguramente la olvidará, determinará absolutamente todo el tempo narrativo de esta emocionante comedia romántica que recupera el espíritu de la screwball para construir una apasionante propuesta en la que, una vez más, Paul Thomas Anderson demuestra su oficio y mirada bella para dirigir. La nostalgia sobre una época que no volverá, con emprendimientos, pinballs, camas de agua, actores de renombre y una estrella cercana, terminarán por cimentar todo el relato, en el que, desde esa frase inicial, demuestra cómo el miedo al olvido puede potenciar premisas y el romance.
El juego de roles se encuentra presente constantemente en los personajes de Paul Thomas Anderson. Mientras buscan ansiosamente responder a esa bendita pregunta de: ¿Quién soy? Se va por la vida entre el exceso de confianza y desmotivaciones. Allí entran desde los que sienten al mundo como su propiedad, caso de Eddie Adams (Mark Wahlberg, Boogie Nights), Frank T.J. Mackey (Tom Cruise, Magnolia), Lancaster Dodd (Philip Seymour, The Master), Daniel Plainview y Reynolds Woodcock (Ambos interpretados por Daniel Day-Lewis en There Will Be Blood y Phatom Thread respectivamente), hasta aquellos donde una inseguridad interna no los deja avanzar como Barry Egan (Adam Sandler, Punch-Drunk Love), Linda Partridge (Julianne Moore, Magnolia), Larry Sportello (Joaquin Phoenix, Inherent Vice) y Alma Elson (Vicky Krieps, Phatom Thread). Lo que tienen en común es que en estas tramas adultas y engorrosas el autor siempre los deja caer rendidos ante el amor. Ya sea por la muerte de un padre. El olvido de un hijo. La pérdida de un talento. La entrega en cuerpo y alma a una relación toxica, entre otras. En cambio, en Licorice Pizza, su novena película -emulando un poco lo hecho en Punch-Drunk Love– decide ir a las bases con una historia más simple. Toma personajes jóvenes y antes de caer sucumbidos en la avaricia, orgullo y arrogancia que determinó el camino de sus demás obras, interviene cambiando su destino encontrando un equilibrio. Uno donde triunfa el amor. En el Valle de San Fernando, Los Ángeles, Gary Valentine (Cooper Hoffman) de 15 años se enamora perdidamente de Alana Kane (Alana Haim). Gary rápidamente la invita a salir, demostrando la plena seguridad y confianza que tiene, pero Alana, una empleada de un centro de fotos, no le hace mucho caso pues tiene 25 años. Él insiste y decide ir a un lugar a cenar con la esperanza de que ella aparezca. Acto seguido, Alana, sorpresivamente asiste. Quizás aprovechando la comida gratis. En una rápida conversación se nos presenta a los personajes. “En unos años serás un hombre exitoso y te iras de aquí. Mientras, yo seguiré acá”, dice ella. “Nos iremos los dos”, responde Gary. Con confianza e inseguridad presentes inicia una historia de encuentros y desencuentros absorbidos por la cultura americana de los 70s. Licorice Pizza es una carta de amor sobre los sueños de una vida que apenas comienza. Todo lo bueno y lo malo esta presente. Examina la misteriosa nebulosa que recorre el pensamiento de un chico que cree que puede enamorar a una adulta, abrir su propio negocio o romperle el auto a alguien que le cae mal. Es un film que aprovecha la idiosincrasia americana de la época y expone las fantasías de Gary. Es celoso y orgulloso, pero también preocupado por los suyos. Mientras que Alana vive a contra reloj. Siente que se le acaba el tiempo y que su ticket de salida de ese pueblo y esa vida no llegará. Es odiosa e interesada, pero también tiene un gran corazón que no ha podido depositar en nadie. En otras palabras. Probablemente no sean las mejores personas del mundo, ni lo vayan a ser. Ellos solo quieren ser alguien en la vida, escribir su propia historia. ¿No es eso lo que queremos todos? La película aprovecha pequeñas situaciones que parecen no tener relación para ir construyendo la necesidad de ambos. Cuando la policía se lleva a Gary por error Alana corre hacia él preocupada. Lo mismo cuando ella cae de la moto de William Holden, interpretado por Sean Penn, él corre hacia ella. Las corridas son un punto importante. En ambas situaciones ellos están intentando hacer algo con su vida. Gary vender su nuevo negocio de camas de agua y Alana conseguir un rol como actriz en un próximo proyecto. Sin embargo, algo sale mal y el otro corre al rescate, desviando su propio camino. A pesar de que ambos se dan la idea de que nunca van a estar juntos, por la relación de edad y por sus claras diferencias, una fuerza mayor siempre los hace regresar. Hasta que finalmente, ambos necesitados, corren al mismo tiempo hacia el mismo destino. Michael Bauman junto al mismo Anderson son los responsables de la fotografía. Bajo colores cálidos y fríos con un espectro brilloso, ambos logran transportar a la audiencia con éxito hacía, no solo la época, sino también a la atmosfera obtenida en películas anteriores del director como Punch-Drunk Love e Inherent Vice. Además, se construye un film repleto de primeros planos que se convierten en la mejor carta de presentación tanto de Cooper Hoffman y Alana Haim. Es difícil entender que se trata de sus primeros trabajos frente a una cámara. El primero, hijo del legendario y difunto Philip Seymour Hoffman, actúa como si un debutante entra a jugar un partido de primera y toca la pelota como si tuviera 10 años en el equipo. Mientras que Alana es la estrella definitiva. Pocas actuaciones en los últimos años han sorprendido tanto, entre ellas se recuerda la de Lady Gaga en A Star is Born (2018). En definitiva, sobre Haim es correcto citar la frase más anticuada del Hollywood Clásico: vayan acostumbrándose se ese rostro, porque a partir de ahora lo van a ver mucho. Licorice Pizza aprovecha todos los recursos con los que cuenta. Es una gran película de comedia con escenas que recuerdan a la ya olvidada y pasada comedia americana, como las secuencias relacionadas con los asiáticos. Es también un film con un gran repertorio musical. Además, cuenta con pequeñas intervenciones de Bradley Cooper, Tom Waits, el ya mencionado Sean Penn, Ben Safdie, Maya Rudolph y John Michael Higgins, que nutren al guion. Refutando un poco lo expresado al comienzo de esta crítica, Licorice Pizza invita a también reflexionar sobre el futuro. Siendo honestos, probablemente Gary y Alana no vivan felices para siempre, incluso quizás sea una relación de menos de tres meses. Y, apoyando la tesis sobre el destino de los personajes de Anderson del primer párrafo, puede ser que tampoco tengan un buen final. Esto no es una certeza, es más bien una sensación. Por eso, es oportuno decir que estamos presente en casi un cuento de hadas. Queda en nosotros intervenir en el destino. Queda en nosotros, elegir primero siempre el amor.
El aclamado Paul Thomas Anderson deleita a su público con su última cinta después de tomarse una pausa en la pantalla grande con “El hilo fantasma” (2017). Y vaya que la espera no defraudó.
Uno podría dedicarle párrafos enteros a las múltiples referencias cinéfilas y musicales, a los hallazgos de la reconstrucción de lugar y época (el San Fernando Valley de 1973), pero hay tanta sensibilidad, tanto amor, tanto cine en Licorice Pizza que -si bien alguna mención haremos sobre ciertos guiños y homenajes- le dejamos esa tarea a los cultores y adoradores de citas y trivias (algo parecido ocurrió con la Los Angeles de 1969 recreada por Quentin Tarantino en Había una vez... en Hollywood). La principal audacia y mayor hallazgo de Licorice Pizza es haberle dado la responsabilidad de los dos papeles protagónicos a intérpretes sin experiencia, pero al mismo tiempo muy cercanos al propio Paul Thomas Anderson. Cooper Hoffman (hijo de Philip Seymour Hoffman y Mimi O'Donnell) es Gary Valentine, una suerte de álter-ego juvenil del director, mientras que la deslumbrante Alana Haim (anoten ese nombre) encarna a, sí, Alana (Kane), cuando ella en verdad es integrante de la banda Haim que comparte con sus hermanas Este y Danielle, y que tuvo varios videoclips realizados por PTA. Licorice Pizza es, en esencia, un coming-of-age, una película con los típicos rituales de iniciación, una comedia romántica sobre un primer amor marcado (dificultado) por la diferencia de edad (Gary es un quinceañero con profuso acné y Alana, una chica de 25 de estricta familia judía) y las muy distintas situaciones de vida. A la hora de buscar fuentes de inspiración aparecen desde Locura de verano / American Graffiti (1973), de George Lucas; hasta Picardías estudiantiles / Fast Times at Ridgemont High (1982), de Amy Heckerling, con guion de Cameron Crowe, pasando por Valley Girl (1983), de Martha Coolidge, pero más allá de ciertas influencias y de citas cinéfilas como Interludio de amor / Breezy (1973), de Clint Eastwood; Vivir y dejar morir (1973), con Roger Moore como James Bond; o Los puentes de Toko-Ri (1954), de Mark Robson, con William Holden y Grace Kelly, queda claro en cada plano que el cine de Paul Thomas Anderson tiene vuelo y universo propios. El octavo largometraje de ficción de PTA escapa de las convenciones y lugares comunes de la comedia romántica y apuesta, en cambio, por una deriva con mucho de lúdico pero que puede irritar un poco a quienes estén acostumbrados a las fórmulas, la condescendencia y la demagogia. En Licorice Pizza hay musicales, restaurantes japoneses (aunque una de las principales locaciones es la de un restaurante que realmente existió como The Tail O' the Cock), hilarantes sesiones de castings, colchones de agua, flippers (los pinball estuvieron prohibidos hasta 1973), campañas políticas, y una Los Angeles desolada por la escasez de combustible a raiz de un embargo lanzado por los países productores de petróleo de la OPEC (brillante la escena del camión sin gasoil con Alana al volante). Y, a pesar del inmenso profesionalismo de la producción y del talento artístico que brota por todos sus poros, Licorice Pizza parece un encuentro de amigos en el que está toda la familia real de Alana Haim y se suman en pequeñas apariciones figuras como los aquí desatados Bradley Cooper (el productor Jon Peters) y Sean Penn (haciendo de William Holden), el gran Tom Waits (una mixtura entre Raoul Walsh y Sam Peckinpah), Benny Safdie (un patético candidato a alcalde), John C. Reilly y Maya Rudolph. Y también están -por supuesto- la música original de Jonny Greenwood y los temas de Nina Simone, The Doors, Sonny & Cher, Chuck Berry, The Four Tops, Paul McCartney & Wings, David Bowie y muchos otros artistas que en algunos casos no son tan conocidos. Y esa prodigiosa manera de filmar la vida y la comedia media tristona de PTA. Y la inocencia de Hoffman Jr. Y el carisma y la simpatía de Haim... Sí, Licorice Pizza es una fiesta.
Después de algunos años vuelve Paul Thomas Anderson con este hermoso coming of age, donde nos va demostrar nuevamente su amor por el cine, mientras seguimos a dos jóvenes, Alana Kane y Gary Valentine, quienes se enamoran en el Valle de San Fernando en 1973. Con los debutantes y ya conocidos por el director, Alana Haim, integrante de la banda HAIM, y Cooper Alexander Hoffman, hijo del gran actor Philip Seymour Hoffman, nos encontramos frente a una historia de amor y un coming of age tan puro y tan hermoso que seguramente los espectadores salgan con una sonrisa de la sala. La manera en la que Paul Thomas Anderson escribe sus personajes es preciosa sin alguna duda. Jonny Greenwood, con la banda de sonido original, hace un tremendo trabajo y acompaña muy bien todas las situaciones que se plantean en la cinta. Sin dudas el fuerte de esta película y como en todas las cintas de este director son los personajes. Alana y Gary son un dúo hermoso y juntos transmiten mucha ternura y química en la pantalla, lo bien que se complementan el uno con el otro es muy palpable. Al ser su primera actuación se lo nota fresco, y seguramente después de este gran debut con uno de los mejores directores de la actualidad van a tener un gran futuro por delante. Para los más fans de este director presten mucha atención porque en cada rincón hay algunas cosas que seguro reconozcan de anteriores películas que a la vez es una caricia al espectador. Es una historia sobre la amistad y que en el medio se cruza el amor y puede que empeore las cosas o las mejore, pero lo más lindo es todo el viaje recorrido. Al finalizar esta cinta obtenemos esa sensación de que todo lo que puso sobre la mesa está cumplido de una manera excelente. Esta cinta se siente como un regreso a sus primeros films con dos personajes que tratan de encontrar un sentido a todo lo que hacen el uno al otro, aunque algunas de estas acciones sean medios peligrosas, pero con un objetivo claro. Para ir finalizando, esta cinta es un conjunto de muchos elementos que funcionan muy bien, y transportan a la audiencia a una experiencia hermosa y con mucho corazón, que pone la firma de Paul Thomas Anderson. Sin dudas va ser una de las grandes películas del 2022 y merece cualquier premio porque se nota el amor al cine en cada plano, diálogo y demás. Vayan al cine porque se van a encontrar con una película con mucho sentimiento y siempre es lindo ir al cine, más cuando un director de este calibre muestra su corazón al público y entrega algo muy lindo de ver y con tanto amor a lo que viene haciendo desde hace años. «Licorice Pizza» ya está en cines, corran a verla y si nunca vieron el cine de Paul Thomas Anderson vayan porque se van a enamorar de este gran director y guionista con una historia de amor y amistad hermosa que se te va quedar en la memoria por muchos años.
CON EL CORAZÓN Como en Vicio propio (2014), Paul Thomas Anderson revive un género en clave autoral: aquí no es el noir que atraviesa las épocas, los contextos y los escenarios de un país sino que es la desgastada comedia romántica. Cierto es que ya había incursionado en esos territorios con Embriagado de amor (2002), pero ese Paul Thomas no es el mismo desde que traspasó sus propios límites y escapó de la posible comodidad acechante al hacer Petróleo sangriento (2007). De ahí en adelante todos sus proyectos fueron y son (¿serán?) magnánimos. Es así que la simple fórmula de “chico-conoce-chica-se-enamoran-se-separan-se-vuelven-a-amar” es tan sólo una estructura para él, es un croquis del que incluso puede prescindir y no retomar. Licorice Pizza es, nuevamente, una película de múltiples capas en la filmografía de PTA. Desde las reconstrucciones de época (nuevamente estamos en el Valle de San Fernando en California) hasta las citas y referencias cinéfilas. Sobre estas formalidades sostiene a sus dos personajes principales: Alana (la guitarrista Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman, hijo del recordado Phillip Seymour Hoffman). Ambos representan perfiles de hegemonía contrapuestos a los construidos históricamente en la comedia romántica; entre ellos hay una vibración magnética que los atraviesa, no por nada el inicio no tiene prólogo ni plano de establecimiento. Ya a los dos minutos Alana y Gary están en pleno duelo dialéctico; nutrido de retórica (la repetición de frases), de resignificaciones y, por supuesto, de un coqueteo mutuo, el combustible necesario para alimentar el género. ¿Quiénes son estos personajes? Ella una empleada de 25 años, él un actor adolescente y mini celebridad de 15 años. La propia narración es autosuficiente en términos de fundamentos para justificar la relación asimétrica, mucho más para los guardianes de la reserva moral de estos días. Mientras él vive casi como un adulto independizado, ella vive en la casa familiar junto a sus dos hermanas (las otras dos hermanas Haim) bajo un control paterno. Los roles no solo aparecen intercambiados en estos escenarios sino que también se presentan en la dinámica inicial de esta relación rara, ejemplificado en el encuentro que tienen en el mítico y desaparecido restaurante Tail O’ the Cock (un espacio frecuente durante el desarrollo de la película). Hay en Licorice Pizza una posta retomada de Había una vez en Hollywood (2019) en emprender un viaje (aquí por el Valle de San Fernando) dentro de un cápsula del tiempo construida a base de anécdotas cuyos ingredientes son reales (algunos en su totalidad, otros parcialmente). También hay reconstrucciones orales de algo que pudo o no haber pasado. Mientras Tarantino reescribía una parcela de la historia del cine, aquí PTA se regocija y sacude el pincel para darle forma a diferentes hechos cinéfilos, políticos, sociales, etc. que rodean la relación de sus dos personajes principales. Tal es el caso de la escena de casting de Alana y Jack Holden (Sean Penn) en el que todos los diálogos pertenecen a Interludio de amor (Breezy, 1973), la segunda y casi desconocida película de Clint Eastwood como director, una de las influencias de Licorice Pizza. En el repertorio también hay capas de crisis contextuales, como la de la escasez de petróleo en Estados Unidos durante 1973, en lo que fue el encausamiento hacia el final de la era Nixon. De ese hecho se desprende una de las escenas de acción más brillantemente filmadas y montadas con un camión, esto es, cuando Alana intenta maniobrar un vehículo sin nafta para sacarlo de una carretera. En la reconstrucción lúdica se despliega la ridiculez de las prohibiciones a los pinballs (“flippers”, para nosotros) que rigió en Los Ángeles hasta 1973, hecho que da lugar a la presentación del segmento del personaje Joel Wachs, un concejal candidato a alcalde con diversas inseguridades. Junto a Jack Dalton es uno de los tantos personajes que presenta la cartilla coral de Licorice Pizza, en una idea de perforación para segmentar cada una de las experiencias vividas por Alana y Gary. Licorice Pizza se une -también- a la última película de Quentin Tarantino en recubrir esa nostalgia, la cual muchas veces aparece sesgada por el carácter emotivo que segregan los recuerdos, con las necesarias cuotas de historia para escaparle a la trillada frase de “todo tiempo pasado siempre fue mejor”. Vietnam sobrevuela, la contracultura hippie aparece casi exterminada y se proyecta -como consecuencia- el concepto de emprendimiento, en lo que puede pensarse como los albores del capitalismo salvaje. Gary salta de un negocio a otro con éxito y algunas torpezas, pero siempre con Alana en su horizonte. En ellos no hay un romanticismo más allá de lo platónico, en primer lugar porque las edades impiden un acercamiento físico. De esta relación se desprende que PTA fue a lo más estricto y, a la vez, al meollo de la palabra “romance”. Licorice Pizza es el corazón de Paul Thomas Anderson hecho película.
Paul Thomas Anderson y el carril de la memoria "Licorice Pizza" (2021) es un retrato hermoso, melancólico, a veces oscuro pero ni por un segundo triste de la California de principios de los ‘70s. Escrito y dirigido por Paul Thomas Anderson, posee la especificidad de un viejo recuerdo e incorpora figuras históricas, pero se codea con el absurdo y la fantasía también. En esto se parece mucho a Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019), que hacía lo propio con la California de fines de los ‘60s. Ambos films construyen sus escenas con un detallismo artesanal pero la cadencia con la que una lleva a la otra es extremadamente casual y del todo disfrutable. La trama es espontánea y dispersa. No es importante. El corazón de la película es la tierna y bizarra relación entre Gary Valentine (Cooper Hoffman) y Alana Kane (Alana Haim), un chico de 15 y la chica de 25 de la que se enamora a primera vista. Él es un joven precoz y antiguo actor infantil con una carrera que no da para más; ella se ha estancado en trabajos ingratos (se conocen en uno de ellos) y no ha definido aún su rumbo. Cuando ella accede a salir con él es más que nada por la atracción a su madurez, aunque pronto queda claro que es más prepotencia que otra cosa, y si bien hay química entre los dos ninguno sabe muy bien qué hacer con ella. Esta relación cobra varias formas a lo largo de la historia. A veces es una simple amistad, a veces es más protectora y fraternal, a veces pasa estrictamente por los negocios con los que Gary y Alana pretenden inventar modas (y lucrar con ellas). El romance en cuestión pasa lista a todo tipo de celos, recriminaciones y reconciliaciones, pero se mantiene asexuado e inconcreto. Sea lo que sea que comparten entre los dos, contrasta con la ostensible sexualidad que impregna todas las transacciones e interacciones sociales a causa de la intensa comercialización de la revolución sexual. Se venden varios productos en la trama, pero claramente todos están comprando sexo. Cooper Hoffman y Alana Haim son excelentes en su debut cinematográfico, comportándose con una naturalidad despojada de teatralidad o vanidad fotogénica pero siendo queribles, atractivos y algo enigmáticos. Se potencian en lo que es una historia de maduración entre dos personajes disimilares pero co-dependientes. A lo largo hay apariciones puntuales de actores como Sean Penn, Tom Waits, Benny Safdie y Bradley Cooper que vienen a representar el mundo adulto en su forma más alevosa y desilusionante. Entran y se roban sus escenas; Bradley Cooper en particular como un desquiciado miembro de la aristocracia de Hollywood. La labor de producción es notable, recreando minuciosamente lo que parece ser un mundo que se extiende con profundidad en toda dirección. Jonny Greenwood de Radiohead es el compositor. La banda sonora no sólo reúne a hits que son paso obligado de la época sino que los emplea memorablemente. Y al filmar en 35mm (Anderson y su co-director de fotografía Michael Bauman son asiduos del celuloide) la textura y los colores de la imagen parecen auténticamente exportados de 1973. Licorice Pizza es una historia de iniciación que recrea el pasado con nostalgia pero colmado de aliento y entusiasmo por el mundo de posibilidades que se extiende delante de sus jóvenes protagonistas. Su paseo por la memoria es divertido, surrealista, oscuro y conmovedor.
Siendo enero, puedo afirmar con facilidad que Licorice Pizza entra en el top 3 de estrenos del año (aunque técnicamente es una película de 2021). Paul Thomas Anderson creó la perfecta coming of age dentro de una elocuente carta de amor a Hollywood. Me refiero al Hollywood anterior a las franquicias, al Hollywood que hacía negocios con el arte y no con los productos. Pero elige contarnos desde una perspectiva hiper inocente, desde una historia de amor tierna, una imposible al día de hoy, pero muy real en los 70s. Así es como aparecen personajes tales el actor Jack Holden (que en realidad se llamaba William) interpretado por Sean Penn y ni hablar de uno de los grandes enigmas de Hollywood: Jon Peters el peluquero que se transformó en uno de los productores más poderosos de la industria. Y Bradley Cooper hace un laburo increíble en ese papel. Pero ellos no dejan de ser adornos en comparación con Alana Haim y Cooper Hoffman. La historia de Alana y Gary es tan ideal y palpable que es imposible que no te enamores de ellos, del vínculo que construyen, de la imposibilidad por la diferencia de edad y de la fábula que resulta. El hijo de Philip Seymour Hoffman, quien debuta aquí, heredó la estirpe de su padre y tiene un carrerón por delante. Pero la que se luce más es Alana ya que -también- es su debut como actriz y hasta ahora sola la conocíamos por su faceta musical, por lo cual la sorpresa es aún más grande. Es impresionante el magnetismo que genera. PTM siempre narró como los dioses y aquí no es la excepción. Es su film más personal e introspectivo. Por ello Licorice Pizza es una obra maestra, un placer cinematográfico para ver en cine, algo que lamentablemente no durará mucho tiempo
Cuando hablamos de films como «Magnolia» (1999) o «Boogie nights» (1997), claramente se nos viene a la cabeza Paul Thomas Anderson, quien dirigió estos dos icónicos films. Ahora vuelve al cine dirigiendo una nueva comedia/drama: «Licorice Pizza». Gary Valentine (Cooper Hoffman) es un adolescente de 15 años que se enamora a primera vista de Alana Kane (Alana Haim). Una historia de amor comienza a brotar en San Francisco pero con ciertas particularidades, ya que cada uno pasa por momentos distintos de la vida. Con el correr de los minutos, veremos cómo fluye y cómo los sentimientos terminan haciendo eco de cómo es el primer amor. Esta película cuenta con apariciones de grandes estrellas del cine como Bradley Cooper y Sean Penn, quienes tienen una gran admiración por el director. En cuanto a los protagonistas, fue impresionante la química entre ellos, algo realmente destacable siendo su debut como actores en la pantalla grande. La actuación de Cooper Hoffman fue lograda, destaca más allá de que sea el protagonista porque no muestra dificultad en ningún momento y esto hace que se logre mantener la historia, tiene mucho carisma. Por su parte, Alana Haim hizo un gran trabajo, su personaje tiene una personalidad tan fuerte y directa que sin dudas solo ella podía lograr que eso tan característico se viera fabuloso. El guión logra que la historia fluya sin tapujos, desde la primer escena se ve una armonía constante que se mantiene hasta el final. Esto no se podía lograr, además, sin una buena banda sonora que acompañe: en este caso grandes hits de los 70´s, los cuales marcan escenas llenas de mucha carga emocional. Se ve una constante referencia a la época, hasta en los más pequeños detalles. Paul Thomas Anderson logró que las dos horas del film valgan la pena y que uno como espectador no note el paso del tiempo. Se logra conectar con la época y con esta historia que genera risas y mucho encanto en todo momento. «Licorice Pizza» es de esos films que marcan un precedente y que querés ver por segunda vez. Una gran oportunidad para ir al cine y quedar maravillado con otra obra maestra de Anderson.
Gary y Alana corren como si la vida se les fuera en cada paso. O como si no importara nada más que recorrer el camino -cualquier camino- juntos. La secuencia no podría ser más cinematográfica, con la cámara acompañando al dúo jubiloso, derrochando una energía juvenil que estalla por las cuatro esquinas. Pero el artificio del cine, la convención de muchas otras escenas similares a esa ya vistas antes, en Licorice Pizza se transforma hasta volverse parte de su esencia. Alana y Gary están tan vivos como cualquiera y al mismo tiempo existen en un mundo de fantasía en el que la infancia y la adultez son trajes que se ponen y se sacan cuando quieren. Un lugar en los márgenes de Hollywood que tiene nombre en el mapa (el valle de San Fernando) y al mismo tiempo es pura ilusión con un dejo de nostalgia salido de la mente, los recuerdos y la idealización de Paul Thomas Anderson. El director de Magnolia, Boogie Nights y Embriagado de amor -entre otros- retoma algunos de los temas que exploraba en esos extraordinarios films para reflejar el particular clima de época de los años 70 en la zona en la que creció, el patio trasero de la industria del cine, donde la cercanía con los estudios y sus estrellas creaba el espejismo de que todo era posible si se tenía el carisma y las agallas suficientes. Y eso es precisamente lo que le sobra a sus protagonistas: Gary Valentine, actor infantil en pleno proceso de ser jubilado por cometer el terrible pecado de crecer, y Alana Kane, veinteañera sin destino y con rabia para repartir. Desde la primera escena juntos (él puro despliegue de sus encantos que desmienten sus quince años; ella, en la cúspide de la desilusión con lo que resultó su vida), congenian de un modo que se parece al destino. Al menos eso es lo que cree Gary, alto y fornido pelirrojo de sonrisa encantadora, aunque su dentadura está lejos de la perfección de algunos de sus colegas del mundo del espectáculo. Sin un ápice de la torpeza y la timidez que se asocia con la adolescencia, el personaje vive en un mundo de adultos que lo tratan como un igual pero mejor que todos. Y hasta Alana, en su cinismo prefabricado, no puede evitar sumarse a su banda de precoces empresarios. “¿Te parece extraño que siempre ande con Gary y sus amigos adolescentes?”, le pregunta Alana a una de sus hermanas como para encontrar afuera la razón para alejarse de ellos y sus emprendimientos locos que suelen terminar en desastre aunque nunca en tragedia. Porque la historia escrita por Anderson evita cualquier convencionalismo del relato a fuerza de ser fiel a sus personajes, nada que involucre a Gary y Alana se resolverá del modo en el que lo hace en las películas que crecieron viendo en la sala de cine que será el punto de encuentro de unas de sus corridas más significativas. Para lograr la alquimia entre relato y personaje, una vez más Anderson -como en otras oportunidades lo hizo con Daniel Day Lewis, Adam Sandler, Julianne Moore y Philip Seymour Hoffman- consiguió a los intérpretes perfectos para darle vida a sus criaturas. Juntos o separados -aunque siempre mejor juntos-, cuando Alana Haim y Cooper Hoffman aparecen en pantalla es imposible apartar la mirada o concentrarse en otra cosa que no sean ellos. En su debut cinematográfico, Haim, integrante de la reconocida banda que lleva su apellido junto a sus hermanas, despliega la sensibilidad, el enojo y el humor de su personaje en cada gesto, sin olvidarse de su inteligencia, siempre presente aunque ella misma dude de su sensatez por su vínculo con Gary. Que el director haya decidido tener a los padres y las hermanas de la cantante interpretando a la familia del personaje agrega otro matiz de humor y verosimilitud al relato que rebosa de ambos. En gran parte gracias al perfecto timing que consigue la pareja de noveles intérpretes que completa Hoffman (el hijo de Phillip Seymour) es que se logra lo imposible: encarnar a un adolescente seguro de sí mismo, extraordinario y único entre sus pares que al mismo tiempo nunca deja de serlo. Frente al desconcierto de los adultos con el mundo, Gary, “nacido para actuar” Valentine se acomoda el pelo, se tapa los granitos con maquillaje, se mete la camisa que insiste en salirse del pantalón y sigue adelante aunque su más reciente negocio de venta de camas de agua haya naufragado o que Alana, la futura señor Valentine, según él, lo vuelva a rechazar. La música de Jonny Greenwood, habitual colaborador de Anderson, además del trabajo de diseño de producción y la dirección de fotografía- a cargo del propio realizador junto a Michael Bauman-, alejan al tono nostálgico que recorre el film de la pieza de museo o el guiño calculado tan transitado por el cine reciente. El recorrido de Anderson por los años setenta de su infancia, sin reglas ni límites establecidos, no pretende más que reflejar ese peculiar tiempo en el que un chico de quince años podía ser dueño de varios negocios, cliente habitual de un bar en el que solo toma gaseosas o cruzarse con personajes de Hollywood como el infame Jon Peters, productor todopoderoso de la época, que interpreta Bradley Cooper, y al minuto siguiente correr con abandono, impulsado por una vitalidad que traspasa la pantalla.
Licorice Pizza es una historia de amor. De amor entre el quinceañero Gary y Alana, que le lleva diez años, pero también amor a una época, y a un lugar. El Valle de San Fernando, por 1973. Boogie Nights, juegos de placer, la segunda película de Paul Thomas Anderson, transcurría no muy lejos de allí, a fines de los ’70. Y es clarísimo que el director de Magnolia y The Master tiene una predilección por esos amores primerizos, por el despertar sexual y por las relaciones -de amistad, de compañerismo y de pareja- que mostraba en algunas de sus realizaciones, y que aquí expone en primerísimo primer plano. Y a diferencia de otras películas más lineales, si se quiere, como las ya mencionadas -aunque Magnolia saltaba de una historia a otra, hasta que se cruzaban-, Licorice Pizza no tiene un argumento que sea difícil de resumir en pocas palabras. Chico adolescente, con acné, conoce a chica veinteañera y se enamora perdidamente. Lo que suceda en las más de dos horas desde que arranque ese primer encuentro en un colegio secundario, no será para nada secundario. Gary y Alana podrán desencontrarse, coquetear con extraños, extrañarse, y la historia de amor seguirá siendo la misma. PT Anderson puede trabajar en El hilo fantasma con un intérprete como Daniel Day-Lewis, meticuloso, obsesivo, un estudioso de la actuación, y en su película siguiente llamar a dos desconocidos, y que además nunca habían actuado en una película. Hay una explicación en la selección de Cooper Hoffman y Alana Haim como los protagonistas. Ellos están íntimamente ligados al realizador. Cooper es hijo del fallecido Philip Seymour Hoffman -gran amigo y actor de varios filmes de Anderson-, y Alana es integrante de la banda Haim, de la que el realizador dirigió varios videoclips. ¿Quieren más? La madre de Alana fue maestra de PT Anderson. Y Cooper y Alana les vino bárbaro para contar esta historia de coming-of- age de este chico, y habría que decir de esta chica que está aburrida y le intriga el muchacho que está coqueteando con ella. Lo dicho, ella podrá darle celos tomando la mano de otro chico, actor como Gary. Y Gary hacerse el gracioso con una chica de su edad, para que lo note su amada. Anderson les escapa a los clisés, sí, pero también se la juega desmarcándose del relato de comedia romántica convencional. Por aquello mismo de que el argumento puede resumirse en pocas palabras, no es lo mismo que la acción, o los sentimientos de los protagonistas. Por eso Licorice Pizza pude incomodar a algunos. Hay muchos cameos, pero sobre todo, dos papeles secundarios que están basados en personajes reales. Uno de ellos es Jon Peters, el productor de Nace una estrella, la película con Barbra Streisand, y que Anderson haya llamado a Bradley Cooper (director y coprotagonista de la versión con Lady Gaga) es tanto un guiño como un hallazgo. Nunca vimos al actor de quien hoy también se estrena El callejón de las almas perdidas en un papel así. Y el otro es “Jack Holden”, por William Holden, interpretado por un Sean Penn apaciguado. Como es el tono de esta película, presumiblemente próxima candidata al Oscar.
"Licorice Pizza", de Paul Thomas Anderson: la felicidad a los 15 años La nueva película del realizador de "Petróleo sangriento" se disfruta como ninguna otra de su filmografía, tiene en sí una felicidad que parece de otro director. Y a la vez ningún otro podría haberla hecho. ¿Será posible? El de Licorice Pizza, ¿es el mismo director de películas tan oscuras, tan enfermizas, con personajes tan obsesivos como los de Petróleo sangriento, The Master y El hilo fantasma? Y el megalomaníaco realizador de Magnolia, o el sórdido retratista de Vicio propio, ¿dónde está en Licorice Pizza? Es cierto que Paul Thomas Anderson (Studio City, California,1970) también dirigió Boogie Nights y Embriagado de amor, que quizás podían pasar equívocamente por comedias, pero aunque tenían momentos de humor no lo eran. Había demasiada psicosis en sus personajes. En cambio, Licorice Pizza se disfruta como ninguna otra película de su filmografía, tiene en sí una felicidad que parece de otro director. Y a la vez ningún otro podría haberla hecho. Valle de San Fernando, California, 1973. El lugar y la época de Licorice Pizza no sólo tienen mucho que ver con la historia personal de Anderson, que sigue viviendo por allí, no muy lejos de donde nació y creció, sino también con un espacio y un tiempo en el que se siente como en casa. Quizás ningún otro director estadounidense sepa como él –que filma en el glorioso formato analógico de 70mm- cómo es la luz en el sur de California. Y, en éste caso en particular, cómo era cuando el presidente Richard Nixon se quejaba por televisión de la crisis internacional del petróleo, que era capaz de dejar de a pie a todo un Estado que no sabía –y sigue sin saberlo- lo que es moverse si no es sobre cuatro ruedas. En esas autopistas de día cegadas por el sol, en esas calles suburbanas por la noche iluminadas apenas por unos pocos faroles o carteles de neón, se conocen, se celan, se persiguen y se aman Gary y Alana (Cooper Hoffman y Alana Heim, debutantes ambos). El problema es que él tiene 15 años y ella 25. Pero Gary, desde la primera escena, cuando se conocen en la high-school (él tiene que sacarse la consabida foto anual, ella es la sufrida asistente de un fotógrafo mano larga) está seguro de que Alana es la mujer de su vida. Y se lo dice ahí mismo, apenas la ve, con todas sus hormonas estallando en forma de granos en su cara. Y a pesar de la diferencia de edad y del acné de Gary, ella (que tiene una belleza en las antípodas de la clásica rubia californiana; de hecho es morocha y judía) acepta su invitación a cenar sin saber muy bien por qué. De ahí en más, todo es de una rara, dichosa locura en Licorice Pizza, porque ese desajuste de edades no está visto por Anderson como una circunstancia angustiosa sino como el punto de partida para una serie de situaciones a cuál más lúdica y absurda, en las cuales tiene mucho que ver el ambiente en el que se mueven. Como buena hija de una familia de clase media de valores tradicionales, Alana no está dispuesta a acostarse con un menor de edad. Ella no es una hippie y además para sus ojos (y los de cualquiera) Gary todavía es casi un niño. “Kid!”, le refriega furiosa una y otra vez a ese chico que está genuinamente enamorado. Pero a la vez, Alana no puede prescindir de él, de sus sentimientos puros y verdaderos. Ni de sus excentricidades, que van desde ser actor juvenil en Hollywood hasta armar un irresponsable negocio de venta a domicilio de colchones de agua junto a su hermano menor y sus compañeros de colegio, con un entusiasmo digno de mejor causa. Anderson ha reconocido que su fuente de inspiración –además del American Graffiti (1973), de George Lucas- fueron los recuerdos y anécdotas de su amigo Gary Goetzman, que tuvo su cuarto de hora de fama como uno de los hijos de Lucille Ball en la comedia Los tuyos, los míos y los nuestros (1968). Y que hacia 1973 todavía se seguía representando a la manera de un show en escenarios de Las Vegas y estudios de TV de Nueva York. Esa circunstancia da pie a uno de los varios momentos bizarros de Licorice Pizza, cuando Gary consigue que Alana viaje con ella a Manhattan como su tutora legal, porque él era menor de edad. Además de Lucille Ball, otros famosos del Hollywood del pasado se ven mezclados en las aventuras de Gary, Alana y su pandilla. El veterano William Holden (a cargo de Sean Penn) quiere conquistar a Alana recitándole sus líneas románticas en Los puentes de Toko-ri (1954), además de montar un improvisado show motociclístico que sólo es posible por su exceso de alcohol en sangre, potenciado por el de un viejo director amigo (Tom Waits) que se encarga de la puesta en escena. Y ni qué hablar del imposible estilista y productor Jon Peters (Bradley Cooper imitando al Warren Beatty de Shampoo). Por entonces, Peters era la pareja de Barbra Streisand y no tiene mejor idea que comprarle una de esas novedosas camas de agua a Gary y Aldana. Lo que da pie a una escena cómica que parece escapada del mejor período de Blake Edwards. Lo esencial, sin embargo, es que cada vez que Gary o Aldana están en problemas no podrán evitar correr –literalmente- el uno hacia el otro a socorrerse, a encontrarse, a abrazarse, porque no pueden vivir sino están juntos, por más platónica que sea su relación. Al fin y al cabo -aunque cueste creerlo en Anderson- se trata de una comedia romántica. Quizás demasiado larga, como suele suceder en un director con tendencia al exceso (la subtrama del político gay interpretado por Benny Safdie diluye su potencia final), pero siempre alegre, feliz, obstinadamente optimista. Y reforzada por una banda de sonido que -de Nina Simone a Paul McCartney pasando por Sonny & Cher y The Doors- es dramáticamente muy orgánica y no tiene desperdicio.
Termina el film y uno se queda con la sonrisa colgada en el rostro, por lo gozoso de su visión y la ligera tristeza porque la película terminó. Seguro le va a pasar. Paul Thomas Anderson, el mismo de “Petróleo sangriento”, “The master”, “El hilo fantasma”, Boogie Nights, nos transporta a un momento de nuestras vidas en que uno cree que todo es posible, pero sufre por demás, se ilusiona y se quiebra, pero mantiene sus creencias. Como si se tratara de anécdotas contadas al azar, con una frescura y una fluidez únicas, la película nos lleva a un lugar de felicidad, aunque no tiene nada de ingenua, pero si mucho de hipnótica. Con una pareja central formada por un chico de 15, que sabe lo que quiere, es un actor infantil, un emprendedor, que se enamora de una mujer de 25, una chica desencantada, sorprendida por el empuje del adolescente. Es una película que refleja el camino del crecimiento, el famoso “coming of age”, la maduración. Pero lo encantador también está dado porque la mas desorientada con su destino es la chica grande y el más seguro de sus objetivos el pibe. Y el enorme atractivo fue la sabiduría de darle sus protagónicos a gente sin experiencia previa: El es Cooper Hoffman (el hijo de Phillip Seymour Hoffman) y ella Alana Haim, guitarrita del grupo Haim que tiene con sus hermanas, toda su familia actúa en el film, que forman una dupla irresistible. Y entre los dos lo mas jocosas situaciones, las situaciones más delirantes, las apariciones menos esperadas (Sean Penn como William Holden, Christine Ebersole como Lucille Ball, Bradley Cooper como Jon Peters), las experiencias hilarantes que pueden terminar en cualquier cosa. No faltan ni las referencias históricas, ni la mejor música como marco para esa historia de amor imposible que comienza a florecer después de tantos problemas. Un viaje al placer cinematográfico.
Una película hecha por la familia y amigos Licorice Pizza es la nueva película de Paul Thomas Anderson, el talentoso director que nos ha dado obras como Boggie Nights, Magnolia, There Will Be Blood y The Master, entre otras. A lo largo de sus nueve largometrajes, el cineasta ha trabajado con guiones prácticamente originales -a excepción de There Will Be Blood e Inherent Vice, donde adaptó las novelas Upton Sinclair y Thomas Pynchon, respectivamente- y en esta ocasión se basó en experiencias propias y en las de su amigo Gary Goetzman. Lo último de Anderson (a partir de ahora PTA) es una coming of age (género que se centra en el crecimiento psicológico y moral de los protagonistas, por lo general, desde la juventud) alejada de los estereotipos de la comedia romántica, y sigue la historia de amor y desamor de Gary Valentine y Alana Kane, enmarcada en el Valle de San Fernando en los Ángeles, California. Él es un actor infantil quinceañero, muy inteligente y con habilidad para los negocios, y ella una joven diez años mayor que él que parece sorprenderse del «mundo» e intenta madurar. Y aquí hacemos un paréntesis, porque parte de la frescura que vitaliza esta oda a la nostalgia y juventud setentosa se basa en la acertada apuesta de darle el protagonismo a dos actores debutantes: Alana es encarnada por Alana Haim, integrante de la banda Haim, de la cual PTA ha realizado varios videoclips, y Gary, por Cooper Hoffman, hijo del fallecido -y me pongo de pie para aplaudir- Philip Seymour Hoffman, actor fetiche del director. De hecho, las hermanas de Alana, Este y Danielle, quien además forman el mencionado grupo musical, y sus padres también aparecen en la película. En otro orden, realizan cameos la propia esposa de Anderson, Maya Rudolph, los hijos que la pareja tiene en común y amigos de los mismos, John C. Reilly, otro de sus colaboradores habituales, y la banda sonora está cargo de Jonny Greenwood, multinstrumentalista integrante de Radiohead, otro artista que mucho ha trabajado con PTA. La misma también incluye canciones de la época de artistas como David Bowie y Paul McCartney, elección simplemente fantástica para ser el telón de fondo de la acción y retrato de los personajes. Licorice Pizza podría ser la típica historia de «chico conoce a chica», y viceversa, un argumento obviamente ya visto, pero en este film importa mucho más el cómo que el qué. A lo largo de las aventuras de Gary y Alana veremos apariciones de importantes figuras. Cada una de esas escenas podría ser un corto en sí mismo, por su bestial potencial, y donde aparecen personajes basados en personas de la vida real, ya sea que se mencionen con su verdadero nombre o uno similar. Así es como vemos desfilar a Sean Penn, Tom Waits, Bradley Cooper, Ben Safdie y más, en momentos donde la película parece querer ir por otro camino, pero se contiene y se vuelve a encausar en esa historia de «amor platónico». Con una ambientación de época y estética alucinante, PTA nos brinda esos planos secuencia tan característicos, y un montaje tan bien aceitado, en su afán de retratar esos ’70 angelinos. Algo que nos recuerda a lo hecho por Quentin Tarantino en Once Upon a Time in Hollywood (2019), de finales de los ’60; ya que ambos desperdigan referencias cinéfilas y musicales por doquier y apuntan a la industria cinematográfica de cada respectivo tiempo histórico. Anderson había hecho algo similar en Boogie Nights e Inherent Vice. Sin dudas una de las mejores películas de 2021, un portal para trasladarse a otro tiempo, dejarse llevar por un carrusel de sensaciones y saborear un cine hecho con mimo, entre amigos y familia. Gracias PTA. Puntaje: 10/10 Por Federico Perez Vecchio
Protagonizada por los debutantes Cooper Hoffman y Alana Haim Licorice Pizza, la nueva película de Paul Thomas Anderson, director de Punch-Drunk Love (también conocida como Embriagado de amor, una muy buena opción para los que bromean con ver proyectos con Sandler, porque les va a encantar) y de El hilo fantasma, llega a los cines. Y no se trata de la típica coming of age, aunque a ciencia cierta es muy difícil escapar de las normas más o menos elásticas de este género del cine juvenil-dramático respecto del crecimiento de su protagonista. En el caso que nos ocupa en esta reseña, dicho crecimiento se produce de manera confusa, incluso cuando parece que no está ocurriendo. Y los cambios vienen desde un lugar que parece inesperado. Alana Kane (Alana Haim) se presenta como una heroína que adolece más tarde de lo que le corresponde, y se ocupa de ayudar a volar a su contraparte/objeto de afecto a la vez que logra desembarazarse de los escollos que tienen que ver con la zoncera de un primer intento de relación o con la férrea imposición paterna a todo lo que se vea como una amenaza potencial. Cualquiera sea la opción, el personaje de Haim evoluciona aunque sea a un teórico destiempo, a un compás desordenado, y logra así, a pesar de no poseer una intención clara en ese sentido, o no poseer consciencia de ello, que el niño-joven de nombre brillante, similar al de una gran estrella (Gary Valentine protagonizado por Cooper Hoffman), pueda entender el mundo que lo rodea. Es ahí que se ordenan los pensamientos y el amor, que no es otra cosa que ese gran paso que puede darse simplemente cuando la sensación de “estar listo” acomete, se hace presente. Pero esa es otra historia. Licorice Pizza es una película suciamente poética para disfrutar.
Licorice Pizza es una película feliz, vital, viva. Una película que respira, que se agita y que transmite toda esa vitalidad al espectador. ¿Quién iba a pensar que P. T. Anderson iba a traernos un coming of age? Anderson se olvida de toda esa estilización que todos le reconocen y se pone a contar una historia que roza de alguna manera su propia biografía, que finalmente no es otra cosa que una clásica película de “chico busca chica”. Gary Valentine (Cooper Hoffman) tiene 15 años y conoce, de entrada nomás, a Alana Kane (Alana Haim). A los pocos minutos, le está diciendo a uno de sus amigos que acaba de conocer a la mujer con la que se va a casar. Alana tiene algunos años más que Gary y desde el momento en que se conocen, siente una atracción especial por el adolescente que es bastante grande de cuerpo para la edad que dice tener al comienzo. Ambos se vuelven inseparables aunque no anden siempre juntos. Gary la va a contratar como “acompañante” adulta para una gira de presentaciones en la que la madre de Gary no puede acompañarlo. El adolescente es actor y tuvo algún éxito televisivo, lo cual lo hace andar de gira con una actriz mayor y varios actores de la edad de Gary y además, se van a embarcar en algunos negocios. El protagonista es emprendedor y carismático, nadie puede decir que es un genio pero se las arregla para crear negocios propios que funcionan bastante bien. En ese devenir de intentos y fracasos Alana lo acompaña, varias veces les preguntan si son novios y ella insiste en que no lo son. La película avanza con ritmo desenfrenado por momentos, pero también tiene cierta deriva, como la vida misma, y allí aparecen historias en los que se ven envueltos juntos pero también por separado. Aparecen Sean Penn haciendo de una especie de William Holden desenfrenado, Tom Waitts, Bradley Cooper que interpreta a un personaje real (Jon Peters), que si realmente es como lo muestran, no sería de extrañar que aparezca en algún documental de alguna plataforma y así van pasando los primeros años de la década del ´70 del siglo XX. Una banda de sonido que se apoya en grandes temas de esos años y P. T. Anderson sabe cómo usar esa música de la mejor manera. Todas esas apariciones resaltan las extraordinarias actuaciones de Haim y de Cooper Hoffman, que es el hijo de Philip Seymour Hoffman. Curiosamente, los dos protagonistas debutan como actores en esta película, aunque Alana tiene un grupo musical con sus hermanas que se llama simplemente Haim (no se priven de escucharlas). Otra curiosidad es que la familia de Alana en la película es su familia en la vida real. Leer en las redes sobre esta película es toparse con una serie de idioteces y de prevenciones de ciertas almas de cristal a las que la diferencia de edad entre los protagonistas les molesta y a los que ciertos toques de humor le parecen “brotes racistas”. Ni siquiera vale la pena detenerse en eso. La verdad es que no debe haber mejor manera de pasar dos horas y un poco más que sentándose en una butaca para disfrutar de una película que es pura felicidad y belleza. LICORICE PIZZA Licorice Pizza. Estados Unidos, 2021. Guion y dirección: Paul Thomas Anderson. Intérpretes: Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn, Tom Waits, Bradley Cooper, Benny Safdie, Joseph Cross, Christine Ebersole, Mary Elizabeth Ellis, Skyler Gisondo, Harriet Sansom Harris, John Michael Higgins, Moti Haim, Donna Haim, Este Haim, Danielle Haim, John C. Reilly y Maya Rudolph. Fotografía: Michael Bauman y Paul Thomas Anderson. Edición: Andy Jurgensen. Música: Jonny Greenwood. Diseño de producción: Florencia Martin. Distribuidora: UIP (Universal-MGM-Focus). Duración: 133 minutos.
DE AMOR Y JUVENTUD La cámara de Paul Thomas Anderson se mueve como ninguna otra en el cine contemporáneo. Se mueve con elegancia, pero también puede hacerlo con furia si la situación lo requiere, porque Anderson utiliza el plano y el movimiento de cámara que cada escena necesita, que sus personajes necesitan. Uno no puede imaginar un plano de una película del director desde otro lugar, aunque tal vez lo de Licorice Pizza roce la perfección: una película que es como una montaña rusa emocional plagada de grandes momentos, como un grandes éxitos, el grandes éxitos de Gary y Alana, los protagonistas de esta historia de amor arrebatadora y embriagante. Una película luminosa como ninguna otra que haya filmado el propio Anderson, más cercano en el último pasaje de su filmografía a cierto barroquismo trágico. La escena que inicia Licorice Pizza es una demostración empírica de todo esto: un plano largo que acompaña el diálogo de seducción/rechazo entre Gary y Alana, una cámara que flota alrededor de los personajes, que encuadra con sofisticación y sin dejar ninguna información afuera, y una luz que envuelve todo de un carácter diáfano. Una escena que define un mundo. Licorice Pizza podría terminar ahí y ya tendríamos la mejor película del año. Licorice Pizza está ambientada en 1973 y narra una historia de amistad y amor. Podría ser una película nostálgica, pero lo es de una manera diferente a la que nos tiene acostumbrados el cine contemporáneo: no hay llantos ni dolores por un tiempo que no vuelve, apenas un fresco, una sumatoria de eventos que impactan en la experiencia de los protagonistas y que retratan una época. Una época en la que Hollywood era mucho más loco e imprevisible, el combustible escaseaba en Estados Unidos por conflictos políticos, la madurez se alcanzaba en la calle y la juventud era un estado de expectativa constante. A esto, Anderson lo representa con dos personajes que son una bomba de tiempo, pura energía en ebullición constante. Gary tiene 15 años, es una joven estrella de la actuación y se mete en emprendimientos improbables para su edad como la venta de colchones de agua. Alana tiene 25 y un estado de insatisfacción constante, y es un poco a la manera del Barry Egan de Embriagado de amor, un espíritu que a la incomodidad le responde con una violencia impulsiva. Cuando una de sus hermanas intente aconsejarla y le diga que tiene que dejar de enojarse con todo el mundo, Alana se levantará velozmente y le gritará “¡Andate a la mierda Danielle!”. La explosión del encuentro entre Gary y Alana, por tanto, será la del pendejo que quiere devorarse el mundo y la de la piba que ya descubrió que el mundo no es tan devorable. Hay algo inusitado en la película de Anderson, que demuestra también su forma de ver el mundo. Bueno, recordemos que para resolver los conflictos en Magnolia generó una lluvia de ranas de proporciones bíblicas. Mucho (si no todo) de lo que pasa, desde los hechos hasta las reacciones de los personajes, bordea lo inverosímil, pero el director nunca se detiene a preguntar ni a racionalizar el asunto. Primero porque antes que nada Licorice Pizza es una comedia, extraña, lunática, como es el humor de Anderson (y a la película del director que más se parece Licorice Pizza es a Embriagado de amor, que es la comedia romántica más deforme de la historia de las comedias románticas). El humor de la película es corporal, impulsivo como las criaturas neuróticas que habitan las películas del director. Toda una larga secuencia con un camión inserta un pasaje digno de Buster Keaton. Los personajes de Bradley Copper y John Michael Higgins son extrañezas que ingresan con un grado de locura manifiesto, especialmente Cooper como el ex peluquero y productor Jon Peters que termina puteando y rompiendo cosas por las calles y de madrugada. Gary es detenido por error y tras ser liberado, no sabe si quedarse en la comisaría o escapar, en una actuación física de Cooper Hoffman que es delirante. Pero fundamentalmente a Anderson no le preocupa el rigor verosimilista porque está contando una historia de amor juvenil y entiende que ese es el momento de la vida en el que todo es posible, en el que no hay explicaciones racionales. Anderson filma a un pibe de 15 desde la lógica del pibe de 15 y no desde la mirada del cincuentón que pontifica sobre cómo era ser joven en los 70’s. Por eso las situaciones se suceden sin demasiada lógica, por eso las elipsis parecen sintetizar un período largo de tiempo cuando en verdad son meses: la juventud es ese momento en el que el tiempo se estira y todo parece eterno, que nunca va a terminar y permanecerá en ese presente constante. Si los traveling en el cine de Anderson son un movimiento fundamental para explicar la energía de los personajes, en Licorice Pizza los traveling con personajes corriendo se multiplican y hasta un montaje paralelo hacia el final nos permite ver que el amor entre Gary y Alana se había resuelto mucho antes en sendas corridas, porque cuando el amor estalla en esa etapa lo hace alocadamente, sin prejuicios y si es con el viento en la cara, mucho mejor. Y esa energía que contagia la película, esa vibración en una última corrida que termina en abrazo y porrazo bajo la marquesina de Vivir y dejar morir. Y ese hallazgo de Anderson en los debutantes Cooper Hoffman y Alana Hain, que logran las actuaciones de su vida, aunque quede mucha vida por delante. En Licorice Pizza Paul Thomas Anderson obra el milagro de filmar el amor y la juventud -y los amores de juventud- y volverlos película.
Si tenemos en cuenta la clase de relatos que componen la filmografía de Paul Thomas Anderson, Licorice Pizza sobresale como un canto a la vida del director Vice y Petróleo sangriento. Su nuevo proyecto ofrece probablemente el film más accesible que gestó en su carrera hasta la fecha, donde le dio un descanso a las historias relacionadas con las relaciones tóxicas oscuras que primaron en sus obras previas. En esta oportunidad toma el subgénero del coming of age y la comedia para elaborar una interesante experiencia inmersiva que transporta al público a la cultura de los años ´70. El vinculo sentimental que se gesta entre una mujer de 25 años y actor juvenil de 15 es el catalizador que utiliza Anderson para elaborar una radiografía social de las cuestiones de género y las dinámicas de la relaciones personales en los comienzos de esa década. La trama se desarrolla dentro del ambiente del Valle de San Fernando, en California, una locación que previamente sirvió de escenario a Boogie Nights y que en este caso se utiliza para explorar la comunidad hollywoodense de ese periodo. Cuesta mucho evadir la inevitable comparación con Once Upon a Time in Hollwood de Quentin Tarantino, ya que Licorice Pizza tiene algunos puntos en común con ese film. Anderson también incluye en su relato a celebridades famosas de esa época que aparecen encarnados en roles secundarios a cargo de Bradley Cooper, John C Reilly Sean Penn y el músico Tom Waits. Anderson no llega a presentar ese nivel desquiciado que tiene Tarantino por los detalles en la reconstrucción histórica pero el film te transporta en el tiempo con solidez, a tal punto que por momentos parece una obra de aquella década. Más allá de las idas y venidas en la relación de los protagonistas la película es muy interesante por todos los elementos culturales que rodean al conflicto central que van desde la crisis del gas del ´73 a la legalización de los pinballs que abrirían una nueva era para esa clase de entretenimiento. En lo referido al reparto las grandes interpretaciones la ofrecen las dos figuras principales. Cooper Hoffman, el hijo de Philip Seymour Hoffman no sólo heredó varios modismos de su padre sino su talento y desde las primeras escenas consigue que el público se conecte enseguida con su personaje. Sin embargo la gran revelación resulta la cantante Alana Haim, miembro de la banda de rock Haim, quien sorprende en su debut actoral con una composición muy espontánea. Junto con sus hermanas, que también aparecen en el film, esta artista hace rato que se viene destacando con una agrupación que casualmente tiene una enorme influencia del rock de los ´70. El tema es que nadie sabía además podía actuar y en esta producción sobresale como un gran hallazgo del director. Licorice Pizza, cuyo título hace referencia a una famosa disquería de ese período, no está exenta de los elementos extravagantes que suelen contener los trabajos de Anderson, la diferencia es que el tono de la película es un poco más light. Dentro de la trillada temática del coming of age esta producción al menos tiene más condimentos y contenido y consigue que el visionado además de interesante sea muy entretenido.
Las hormonas más sexis de Los Ángeles Vuelve el director número 1, Paul Thomas Anderson. ¿De qué va? La amistad entre Gary, un actor quinceañero, y Alana, que aún no descubre que hacer a sus 25 años, surge durante los ´70 en el Valle de San Fernando, ciudad que tiene tantas sorpresas como infortunios. Desde el inicio de la película comprendemos que Gary (Cooper Hoffman) es un atorrante. Ni su cara granuda ni su panza rellenita lo detienen a venderse como la “gran estrella actoral” del momento. Con una verborragia incesante y una mirada provocadora, Gary intenta llamar la atención de Alana (Alana Haim), una piba de 25 que labura en una empresa de fotografía para eventos. Entre párpados caídos y negaciones incrédulas, la joven se niega a ir a una cita con él, hasta que la insistencia del adolescente despierta algo en ella, algo que intentará comprender a lo largo de esta travesía bajo el sol impredecible de Los Ángeles setentosos. Sin más preámbulos, repasemos por qué Licorice Pizza se transforma en un clásico instantáneo, no solo de Paul Thomas Anderson sino de la cinematografía actual. Hacer un repaso por la carrera de Anderson es comprender que parte de su distintivo son las situaciones adversas que sacuden a los protagonistas en sus películas. Desde Boogie Nights a Magnolia y Punch-Drunk Love, nuestros personajes se ven envueltos en sucesos que son tan inexplicables como coherentes. Un tiroteo accidental en un restaurante, una lluvia de ranas o un accidente automovilístico no son más que detonantes, o resoluciones, de un camino claroscuro que necesitaba un despertar. Alejándose de los dramas más pesados como There Will Be Blood, The Master y El Hilo Fantasma, PTA vuelve a sus inicios para regalarnos una comedia romántica «coming-to-age» tan ácida como sincera. Es en estos momentos que parecen tener poca relevancia en la trama principal que descansa el poderío de la película, reivindicando la transformación de sus personajes dentro de este entorno que les da tantos obstáculos como sorpresas inesperadas. Desde un arresto por homicidio hasta una cena con un galán hollywoodense, tanto Gary como Alana recorrerán los pasillos introspectivos de su ser, redescubriendo quienes quieren ser o qué pueden llegar a sentir. De esta forma, rodeados de explosiones hormonales y mandatos de una época castrante y llena de tabúes, ambos descubrirán la otra cara de amistad, aquel amor por el cuál darían todo por el otro, sin importar lo insoportable y detestable que puedan ser. Es así que Anderson nos regala un cuento tan sincero como real. Sin tapujos ni miedo a una voz juzgadora, el director y guionista nos pone frente a nuestros ojos una historia de amor que trasciende las barreras canónicas, en dónde la diferencia de edad deja de ser un impedimento entre ambos amigos para transformarse en el verdadero motivo por el cuál siguen viéndose a los ojos, odiosos y enamorados. En dónde Gary observa madurez y sabiduría, Alana no hace más que subsistir a una familia que le recalca constantemente su presente y sus equívocos. En dónde Alana ve esa juventud tan arrogante y avasalladora, Gary se esconde en sus dotes actorales para no demostrar el miedo a fracasar en esta tierra llena de oportunidades. Como dos opuestos que buscan una constante resignificación del amor, los jóvenes buscaran trazar su propio camino, sin percatarse de que esos caminos fueron a la par desde el primer momento en el que se vieron. «Yo no voy a olvidarte, como vos no vas a olvidarte de mí», le dice Gary a Alana, convencido del destino que tiene frente a sus ojos. Licorice Pizza es la película que necesitábamos sin haberla pedido. Con personajes que rozan la locura de una época tan colorida como escabrosa, y presentando a Gary y Alana como una de las parejas cinematográficas más deliciosas de los últimos tiempos, PTA nos da con un moño aterciopelado este bocado que va directo al corazón más soñador como al más incrédulo.
Si queremos vivir la sensación de una fiesta, del festejo que el cine puede crear con su propio lenguaje en un mundo de 70mm, Licorice pizza es, sin duda, la fantástica y setentosa bola de espejos que ilumina nuestros ojos con fragmentos hechos de reflejos de múltiples colores, y como es la fiesta mágica del cine nos inunda de infinitos sonidos y texturas musicales. De sus múltiples capas de homenajes al cine que este filme contiene, no me detendré hoy aquí a enunciar el listado, de guiños, citas y reverencias amorosas que Anderson le hace al cine dentro del cine. Prefiero en cambio volver a sumergirme en la cadencia maravillosa de su narrativa, donde el equilibrio que construye esa constante fluidez se basa en el juego del echar a andar un devenir y dejar que oscile entre orden y el caos, sin perder nunca la línea del esencial sentido del relato. Un sentido que suele estar siempre hecho de varias capas de sentido – valga la redundancia – capas de reflexión sociológica, capas de indagación sobre lo vincular, capas construidas sobre lo puro de la espacialidad y la temporalidad, capas evidentes – visibles y audibles – y materiales inmateriales, subtextuales, esas que urden un tejido entre trama y trama del tejido narrativo. Juega son la digresión y ama la ordenada composición, abre hilos de escenas que podrían caer en el estereotipo y crea sobre ellas, lo imprevisible, lo inesperado, lo lúdico de este filme. Si nos remitimos mínimamente a los protagonistas, Alana y Gary, por un lado, Alana es cantante y no actriz por lo que es todo un hallazgo en esta elección, y Gary, es ni más ni menos que el hijo de nuestro tan amado Anderson Philip Seymour Hoffman. Por lo que ya en esta selección de ambos hay una plena intención de salir de todo lugar común. La trama amorosa, se basa en jugar con el impedimento del encuentro del eros, ya que entre Alana – hija de familia ortodoxa judía – y Gary – joven actor y emprendedor sin padre presente – existe una barrera de 10 años de diferencia. Una excusa ideal que podría caer en el cliché pero que Anderson exprime para mostrarnos en este coming of age, como cada uno crece junto al otro, a pesar de esta aparente distancia etaria. Donde lo que construye la idea del amor no es la fatal atracción sexual, ni la idealización romantizada, ni la idea de la media naranja, por el contrario, todo se construye sobre cuatro elementos básicos – que los acerca más a la idea madura del amor que a la de la una novelita adolescente- el compañerismo, la necesidad del uno por el otro, la complicidad y la entrega. Anderson hilvana con hilo de seda este vínculo que oscila entre acercamientos y alejamientos, como en toda comedia romántica, pero no sobre la obviedad del desencuentro forzado, sino sobre estas bases que son más sólidas que cualquier relato de encantamiento. Si algo los une y los separa es que cada uno es un ser en sí mismo, con sus búsquedas y sus temores, sus fantasías y sus luchas. Por lo que el amor es un juego de dos, siempre dos distintos, y el territorio en el que el uno se funde en el otro, dejando de ser quien era o quien será. El amor existe tanto antes del primer beso, tanto antes, que cuando llega no hay corridas que alcancen para atraparlo y soñar que, juguemos con las fantasías de este final abierto, sea para toda la vida.
La apertura de la película de Paul Thomas Anderson que se estrena hoy es puro descubrimiento. Un plano secuencia con personajes que no se quedan quietos pautará todo el relato en el que los protagonistas se conocen en un colegio secundario. Los espectadores van a ir entendiendo de a poco qué está sucediendo. Gary y Alana empiezan a conversar en una fila. Chicos y chicas esperan para algo. Hasta que llega el turno de Gary, y por fin queda claro: se trata del día de la foto escolar. Lo que sigue son dos horas acerca de esa relación entre una chica judía, la menor de tres hermanas, que no sabe bien para dónde arrancar, y un adolescente con acné, actor juvenil, demasiado chico como para invitarla a salir. Esta amistad nace, crece y se desarrolla en un cruce de coming of age y comedia romántica diferente. El film es, también, un fresco de un tiempo (los setenta) en un lugar (Los Ángeles, y por ahí). Tiempo con ritmo de buena música (suena Bowie, los Doors, Sony&Cher y Gordon Lightfoot). Es el retrato de una época en el que las disquerías, como Licorice pizza (pizza de regaliz, esa golosina que acá no se consume), eran espacios de formación. Además de dos fantásticos actores debutantes como protagonistas, Alana Haim y Cooper Hoffman, encontramos una serie de “grandes nombres” en roles secundarios, como Sean Penn, Tom Waits, Bradley Cooper, acompañándolos en el camino como parte de los estrambóticos adultos. El director de Magnolia, Embriagado de amor o Boogie Nights, escribe y filma una historia que espera a los protagonistas. En su crecimiento, sus idas y vueltas, buenas y malas ondas, distanciamientos y reencuentros. Al punto que abre subplots, historias subordinadas, con el (otra vez) ritmo de quien cuenta anécdotas de vida. Licorice pizza se parece a las historias de vida contadas sin orden por amigos que se ponen a rememorar en una sobremesa: ¿te acordás, aquella vez...? De hecho, está basada en los recuerdos de Gary Goetzman, un actor infantil muy cercano al director. Retrato de juventud americana al fin, se ocupa de los sucesivos impulsos emprendedores de Gary, que monta negocios con sus amigos y hermano, aún menores que él. Colchones de agua y máquinas de pinball recién liberadas al mercado son algunas de sus grandes ideas comerciales, como espejo de un momento social entre luces y sombras. Se trata de un film entrañable, sensible a la delicadeza y vulnerabilidad de su material. Tan lleno de personajes, de climas, de situaciones lindas y feas (¡de acción!, con camiones que bajan de las colinas marcha atrás y sin nafta); tan lleno de vida, que escapa a la tentación de la nostalgia. Lejos de un enamoramiento estéril del pasado que fue mejor, el film transmite una materia viva, aún en el recuerdo: el olor de ser joven. Un poco tonto, un poco brillante, un poco atormentado, pero siempre seguro del tiempo por delante.
¿Te acordás de las comedias románticas? Cuando una película llega antecedida por excelentes críticas como “Licorice Pizza” (se estrenó en Estados Unidos en noviembre pasado), las expectativas crecen, se multiplican con las nominaciones a distintos premios, y uno corre el riego de desilusionarse ante tanta ansiedad inflada de adjetivos. Bueno, afortunadamente no es el caso de la nueva película de Paul Thomas Anderson. El director de “Boogie Nights”, “Magnolia” y la excepcional “Petróleo sangriento” volvió con una comedia romántica (si es que aplica esta definición) a la altura de sus mejores creaciones, y uno sale del cine con una sonrisa de felicidad y contagiado de la vitalidad de los personajes. Anderson escribió el guión sobre sus propios recuerdos (su adolescencia en el valle de San Fernando, en las afueras de Los Angeles) y los de su amigo Gary Goetzman, actual productor y ex actor infantil en la década del 70 (actuó en “Los míos, los tuyos y los nuestros”, la célebre comedia con Lucille Ball y Henry Fonda). Sus criaturas en la ficción son Gary Valentine, un actor infantil que ya tiene 15 años y ve como su carrera se esfuma, mientras trata de descubrir nuevos “emprendimientos” que le permitan ganar plata; y Alana Kane, una veinteañera sin rumbo que proviene de una estricta familia judía. Gary, con su acné y su simpatía a cuestas, y Alana, con su frustración y su cara de pocos amigos, se conocen casualmente en 1973 en una sesión de fotos en una escuela secundaria, y a partir de ahí, muchas vueltas y aventuras por delante, no van a separarse. “Licorice Pizza” cruza los códigos de la comedia romántica y el coming-of-age (la transición hacia la vida adulta) con dos personajes entrañables que se seducen y se rechazan al mismo tiempo. El principal conflicto es la diferencia de edad (él tiene 15, ella 25), pero en los bordes hay puntos de encuentro, porque Gary creció de golpe y aparenta ser mayor, y Alana tiene la inseguridad propia de alguien que no sabe qué hacer de su vida. Así y todo ella lo rechaza, se burla, y él la cela y la persigue en silencio, mientras a veces los celos estallan del lado de ella. Este juego en donde nada se concreta, entre la timidez y el miedo, se da mientras Gary ensaya sus negocios (colchones de agua, un local de flippers) y Alana participa en castings insólitos en busca de una supuesta vocación de actriz. Estos personajes están vivos en la pantalla por la fluidez del guión y sobre todo por la química entre dos actores debutantes. Anderson se jugó por una dupla sin experiencia pero que él conocía de cerca. El protagonista es Cooper Hoffman (hijo del gran Philip Seymour Hoffman, que falleció en 2014) y ella es Alana Haim, integrante de la banda de rock Haim, que comparte con sus hermanas Este y Danielle (quienes participan en la película). Anderson dirigió varios videos de la banda y las chicas también son oriundas del valle de San Fernando. Cuando Hoffman hijo y Alana Haim se miran parece que realmente estuvieran enamorados (o que llevan años actuando en los sets). Hay un link notable entre “Licorice...” y “Había una vez en Hollywood” (2019), la última de Tarantino. Y no es para nada extraño porque Anderson (51 años) y Quentin (58) crecieron en el mismo ambiente cinéfilo de Los Angeles. Acá también hay guiños y anécdotas que mezclan ingredientes reales con ficción. Bradley Cooper tiene una pequeña pero intensa aparición como el odioso productor Jon Peters (ex de Barbra Streisand) y Sean Penn recrea al actor William Holden (flanqueado por Tom Waits) en una de las mejores secuencias de la película. La nostalgia sobrevuela además las dos historias, aunque no hay un intento de idealizar el pasado o glorificar aquel presente juvenil: los protagonistas se mueven en una ciudad donde la contracultura hippie ya estaba muerta, donde existía la sombra de Vietnam y, puntualmente en el 73, donde había escasez de combustible (en todo EEUU) por un embargo lanzado por los países productores de petróleo. Los personajes no se enfrentan a esa realidad, la habitan como pueden, con sus corridas sonrientes, con su huida hacia adelante, mientras suenan canciones de The Doors, Sonny & Cher, Chuck Berry, Paul McCartney & Wings o David Bowie. Desde las escenas amplificadas por la música hasta la fotografía y el diseño de producción, “Licorice Pizza” es una película para disfrutar en la pantalla grande. Está pensada y filmada con ese fin. Es poco probable que esté en cartel más de dos semanas (o tal vez sólo una), entonces el momento para ir a verla es ahora.
La nueva película del realizador de «Petróleo sangriento» se centra en la relación entre un adolescente y una veinteañera que se conocen y viven juntos varias aventuras en las afueras de Los Angeles en 1973. Con Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn y Bradley Cooper. Hay un curioso cambio de eje y, quizás, hasta de perspectiva en la versión del clásico coming of age que presenta Paul Thomas Anderson en LICORICE PIZZA. Aquí, el personaje al que le toca en suerte el prototípico descubrimiento del mundo en la adolescencia no tiene los ojos enormes ni parece sorprenderse con lo que se encuentra. Es casi a la inversa. La chica mayor de la que se enamora –la que tiene, quizás, unos diez años más que él– tiene menos mundo, menos «calle». No se trata de un tema de edad sino uno de experiencias. Y Gary las tiene o cree tenerlas. Alana no. O cree que no. En el romance platónico que tienen ambos es ella la que parece absorber más cosas, la que de entrada más se siente abrumada por las novedades y los cambios. El secreto, quizás el movimiento de piezas más sutil de la película, es que todo el bagaje de supuestas sabidurías con las que carga el experto Gary se empezarán a desdibujar a partir del descubrimiento de eso que, en la década del ’70 en la que transcurre esta extraordinaria película, solían llamar amor. Y para Alana el recorrido será opuesto: su fragilidad emocional encontrará un reparo, un refugio, en el amable rostro de este emprendedor y extravagante adolescente que sería capaz de dar todo por ella. LICORICE PIZZA es una película romántica en el sentido más amplio y generoso de la palabra. No es una historia de amor en un sentido estricto –por la diferencia de edad hay ciertos límites que los protagonistas no pueden pasar y no porque Gary no quiera– ni tampoco un film que mira al pasado con nostalgia fetichista, pero sí una a la que se nota enamorada de las experiencias vitales, de las cosas que uno hace y las personas con las que uno se encuentra que te cambian la vida. No tienen que ser, necesariamente, cambios radicales. Son, en su gran mayoría, esas desventuras que se vuelven anécdotas y luego se convierten en leyenda. Aquí no hay teléfonos celulares ni planificaciones online. Acá uno sale a la calle y la vida te lleva puesto, te agarra de los pelos, te sube a un avión que va a Nueva York, te pone en una moto junto a una alcoholizada estrella de Hollywood, te mete en líos con un productor de cine o con una actriz de televisión, te hace abrir un negocio y cerrarlo, abrir otro y esperar que funcione, te hace correr, correr, subirte a autos y camiones y quedarte sin nafta y poner marcha atrás sin saber con qué te vas a topar. Te arrastra a vivir historias que formarán parte de tu vida para siempre. «Yo nunca te voy a olvidar», le dice Gary (Cooper Hoffman, el hijo del fallecido Philip Seymour Hoffman) a Alana (Alana Haim, la guitarrista del trío Haim que integra con sus hermanas) cuando la chica, impresionada por la breve pero para ella impactante carrera como actor de su nuevo amigo adolescente, asume que su peculiar primera cita tomando una Coca-Cola en un bar de celebridades será algo muy poco memorable en la vida de él, que se presenta a sí mismo como una futura estrella. «Pero vos nunca te vas a olvidar de mí tampoco», agrega, con esa canchera seguridad con la que parece andar por la vida. Entonces no tiene forma de saberlo –se conocieron esa misma tarde cuando Gary encaró a Alana mientras hacía la fila para sacarse la foto del anuario escolar– pero será totalmente cierto. La vida de ambos no será la misma después de haberse topado el uno con el otro. Y más allá de las diferencias de edad, de los celos y disputas, de la imposibilidad de ponerle a esa relación un nombre y un título (en esa época, esas definiciones eran más necesarias que ahora), no hay dudas que esta una historia de amor y la película, una comedia romántica. LICORICE PIZZA no tiene una trama sino una colección de experiencias. Es anecdótica, sí, pero sus separadas viñetas se entremezclan, se convierten en un todo por momentos indefinible. Si uno pusiera en una coctelera similares dosis de AMERICAN GRAFFITI, HABIA UNA VEZ EN HOLLYWOOD y, quizás, films como DAZED AND CONFUSED podría encontrar un sabor con ciertas similitudes a lo que Anderson presenta en ésta, su más descontracturada, vital y jovial película, una hang-out movie en la que uno quisiera quedarse a vivir. Y la comparación con la de Tarantino es menos descabellada de lo que parece. De hecho, no solo comparten un tono anecdótico y una época de cambios en Los Angeles y en la industria del cine, sino que pueden ser vistas como dos caras de una misma moneda. Ahí donde QT ve un potencial combate que exacerba la tensión generacional y la conduce hacia la violencia, PTA continúa con su propuesta y la lleva hasta las últimas consecuencias. Sus personajes y él mismo parecen decir que sí, que el mundo que nos rodea a veces puede ser horrible, violento y peligroso, pero la mejor manera de hacerle frente es teniéndose el uno al otro. El recorrido de la película tendrá varias postas, que será mejor descubrirlas al verlas. Pero esas anécdotas y desventuras (todas podrían empezar con un «te acordás cuando fuimos a…» en una reunión, o una charla de pareja, treinta años después) estarán atravesadas por ese tira y afloje que existe entre Gary y Alana. El chico de 15 querrá que la de 25 sea su novia –o bueno, al menos que le comparta cierta información visual– pero ella no querrá o no podrá. Y así se irán celando: ella tendrá otras parejas que lo pondrán a él más que nervioso y viceversa. Se unirán para hacer negocios cuando el imparable Gary decida empezar a fabricar y vender camas de agua (y, más adelante, se meterán en otro negocio más) pero también se toparán con la realidad en la forma de la crisis económica de 1973 que les trastocará sus planes. El intentará hacerla entrar al mundo del show business para encontrarse, con cierta incomodidad, con el hecho de que ella quizás sea mucho mejor que él en lo que supuestamente es su especialidad. Ella, por su parte, querrá adentrarse en política, pero se topará con que la misoginia y la hipocresía son iguales en todos lados. Y, en medio de todo eso, correrán de acá para allá, una y otra vez, para usar al menos una parte de esa energía que parece sobrarles. La inteligente movida que hace el realizador de PETROLEO SANGRIENTO y BOOGIE NIGHTS –la más cercana a esta de todas sus películas– es que no necesita alterar el tono liviano de lo que cuenta para dejar en claro que la vida en 1973 no era todo «color de rosa» y que esta película no dice, necesariamente, que todo tiempo pasado fue mejor. A diferencia de otras películas o series sobre jóvenes y adolescentes (pongan acá la que quieran), PTA se aleja de todo tipo de gravedad en lo que respecta a la factura audiovisual, al modo de presentar su historia. Aún cuando uno vea y sepa que hay cosas terribles sucediendo alrededor de los protagonistas, en general el acento está puesto en la manera en la que, ante la peor o más incómoda circunstancia, siempre se están buscando para sostenerse, aún con sus conflictos y diferencias. En ese combo de extravagantes anécdotas (en las que aparecen Bradley Cooper, Tom Waits, Sean Penn, Benny Safdie, el gran John Michael Higgins en un par de muy graciosas escenas al borde del cringe, entre muchos otros, incluyendo a toda la familia de Alana Haim interpretando a… su familia), LICORICE PIZZA presenta una serie de personajes contradictorios, algunos de ellos quizás hasta detestables, pero siempre lo hace desde el humor y desde el juego con los propios clichés que ellos –que en casi todos los casos se basan en personas reales– representan. No hay juicios ni sentencias ni altisonantes declaraciones de cómo son las cosas y cómo deberían ser, quién es una «buena persona» y quién no lo es. La evidencia se presenta en los actos, en los comportamientos. Y Anderson sabe que el público reconoce las diferencias y las contradicciones sin necesidad de poner las cosas en mayúscula. Además de una banda sonora excelente que combina algunos grandes éxitos con otros temas un tanto menos conocidos de artistas como Paul McCartney, David Bowie, The Doors, Donovan y Blood, Sweat & Tears, entre otros, y una fotografía y un diseño de producción que transportan al espectador a ese momento sin necesidad de enrostrarnos en la cara fetiches de época guardados ni vestuarios en exceso rimbombantes, el gran secreto de LICORICE PIZZA pasa por Hoffman y Haim, dos actores sin experiencias pero con mucho talento cuyos rostros frescos e inagotable energía se trasladan sin esfuerzo al espectador. Uno sabe que las vidas de esos dos jóvenes no será la misma después de esas experiencias y, especialmente, tras haberse conocido el uno al otro. Y Paul Thomas Anderson tiene el talento y la generosidad de ponernos al lado suyo en el que terminará siendo uno de los años más importantes de sus vidas. Al final, es evidente que ella no se olvidará de él, que él no se olvidará de ella y que nosotros no nos olvidaremos de ninguno de los dos.
HACIENDO CUALQUIER COSA JUNTOS Hay muchas, demasiadas cosas buenas para decir de Licorice Pizza, una película virtuosa e hipnótica que es, al mismo tiempo, melancólica y vital. Si tuviera que empezar a señalar una virtud, diría que pocas películas en los últimos años usan con tanta habilidad el arte de la elipsis narrativa y el fuera de campo. Pongamos un ejemplo claro. En un momento de Licorice Pizza, Alana espía por una ventana a Gary con una chica. No sabemos a ciencia cierta si lo que está haciendo Gary es besarse o tener sexo. No lo podemos saber porque PTA sabe que no hace falta especificarlo, que sería innecesario porque lo único que interesa es saber que Alana está dolida por lo que acaba de descubrir. La vemos entonces salir corriendo de allí, besar un hombre al azar, y luego volver a su casa sin querer hablar con nadie. Termina esta escena y la película realiza una elipsis. Entonces, gracias a una serie de situaciones en un restaurante, descubrimos que Gary y Alana están peleados. Lo único que necesitamos saber es que la raíz de esa pelea está en lo que Alana vio a través de esa ventana, todo el resto (las posibles peleas posteriores, los celos, alguna actitud desagradable por parte del chico o la chica) no interesa. Se trata de una de las tantas cosas que PTA deja fuera de un relato que es al mismo tiempo expansivo y un prodigio de economía narrativa, donde se destaca tanto lo que vemos como lo que no. Así es como vemos largas escenas de los personajes seduciéndose sin llegar a concretar, planos que se detienen en algún detalle especialmente hipnótico de algún personaje extravagante, pero no vemos nunca cómo se terminaron frustrando por completo las carreras actorales de Gary y Alana, cómo pudo haber enfurecido Jon Peters cuando vio su habitación inundada, o las intenciones de ese hombre que espía al concejal y que remite claramente al perturbado Travis Bickle de Taxi Driver. Tanto elipsis y fuera de campo parece mostrar a un Anderson que considera a otros personajes, otras subtramas, incluso la industria de Hollywood y ciertos contextos históricos de Estados Unidos de los 70 como excusa para narrar la historia entre Alana y Gary. Más aún, hay cuestiones de la vida de Gary y Alana que tampoco le interesa demasiado especificar, ni cuál es exactamente la dinámica familiar de Gary, ni que termina sucediendo con las hermanas y los padres de Alana. Es como si la película quisiera decirnos abiertamente que está demasiado concentrada en sus dos personajes como para estar ocupándose de otras cosas. No hay muchas películas tan enamoradas de sus personajes y el vínculo que se establece entre ellos como lo está Licorice Pizza. Un ejemplo inmediato que se me ocurre es Notorious de Hitchcock, a quien PTA ya había homenajeado explícitamente en El hilo fantasma. Allí el genio inglés pensó que la Segunda Guerra Mundial y la amenaza atómica servían ante todo como una gran excusa para contar una historia de amor glamorosa y perversa entre una espía interpretada por Ingrid Bergman y un agente interpretado por Cary Grant. La historia de Alana y Gary no es perversa, aunque a su modo sí es glamorosa, y mucho más luminosa que la que sostenían los personajes de Cary Grant e Ingrid Bergman en Notorious. También la historia de Alana y Gary es la de una pareja, tomando al menos la definición que Stanley Cavell hizo sobre ella: “una pareja no es aquella que hacen cosas juntos, sino aquella que hacen cualquier cosa juntos”. De eso se trata buena parte de Licorice Pizza: de ver a Gary y Alana acompañándose haciendo cualquier cosa. Viajar en avión para ir a un programa de televisión; vender camas de agua; filmar un concejal; perseguir corriendo un auto de policía para hacerle compañía a Gary mientras este es arrestado; destrozarle el cuarto a un productor de cine, romperle su auto y luego huir en una camioneta que aprovecha las bajadas y subidas de un camino. También acompañar a Alana a una entrevista donde Gary le aconseja que diga a todo, absolutamente a todo, que sí, algo que parece extenderse a lo que ella está dispuesta a hacer por Gary y Gary por ella, al menos cuando esa relación está en un momento armonioso. Ninguna otra relación de la película se parece a la de Alana y Gary. La más parecida a ella posiblemente es la que Gary tiene con su hermano menor, algo que se evidencia en una de las mejores escenas: aquella en la que Gary intenta llamar por teléfono a Alana. Allí Gary está con el teléfono en la mano y la única persona que está viendo esa situación es su hermano menor, con quien Gary tiene la suficiente confianza como para hacer algo tan ridículo frente a él sin que esto le represente un problema. Allí vemos que a Gary le basta un par de intercambios de miradas con su hermano para saber que es lo que este último le aconseja. Mientras tanto, del otro lado de la línea, Alana puede intuir la presencia de Gary solo por su respiración. Hay algo increíblemente significativo en esa situación. La relación de Gary con su hermano tiene un punto en común con la que mantiene con Alana: en ambos casos los personajes pueden reconocerse y comunicarse sin necesidad de hablarse. La diferencia (además del interés sexual, claro), es que Gary conoce a su hermano de toda la vida, mientras que solo bastó una charla y una cita para que Alana y Gary puedan establecer esos niveles de conocimiento mutuo. Hay algo desaforadamente romántico en esta concepción de una pareja que tiene el privilegio de una conexión tan fuerte, de ahí que Licorice Pizza sea a la vez uno de los films más adolescentes y más maduros de Anderson. Este tipo de conexión extraordinaria entre los dos protagonistas se ve exacerbado por el hecho de que las demás relaciones que se ven en la película no funcionan o parecen falsas. Tenemos al hombre que gusta de estar con japonesas pese a que no entiende el idioma (y posiblemente por el solo hecho de continuar con un negocio de comidas niponas), también el único novio que le conocemos a Alana y que ella rechaza porque no quiere seguir con un ritual judío, o el concejal que antepone su trabajo a su pareja. En todos estos casos, la pareja está en un lugar secundario frente a otras cosas que una de las dos personas considera más importantes: un restaurante, agradar a la familia, la carrera. Alana y Gary, en cambio, están juntos sin importar los contextos. Como si esto fuese poco, Alana y Gary parecen también una pareja que está sola frente al mundo, en especial el mundo del espectáculo de los 70 que termina rechazándolos una, y otra, y otra vez, incluso cuando la película parece amagar en más de una ocasión con que estaremos frente a un relato sobre el camino al éxito. No es difícil especular que una de esas razones tenga que ver con la imperfección de sus rostros. Quizás por eso la comparación disparatada de Jack Holden (un Sean Penn extraordinario e increíblemente sobrio) cuando dice que Alana le recuerda a Grace Kelly. Holden sabe en el fondo que eso no es cierto, y por eso que ese mismo personaje expulsará a Alana de su moto en uno de los gags más inesperados y perfectos de toda la película. Nada de esto impide, claro, que el propio Paul Thomas Anderson parezca hipnotizado por esos rostros; así es como vemos primerísimos primeros planos de la cara llena de granitos de Gary o planos detalle los dientes algo torcidos de Alana. Hay algo increíblemente conmovedor en la idea de Paul Thomas Anderson de volver a estos actores de caras y cuerpos imperfectos en personajes a los que percibimos como superestrellas de una película romántica. PTA filma las aventuras de Gary y Alana con un gigantismo y una espectacularidad envolventes, donde hasta conversaciones cotidianas se vuelven visualmente originales e intensas, capaces de encontrar suspenso en cuestiones aparentemente menores. Sea esto un coqueteo entre Gary y una azafata, sea el rostro de una entrevistadora cuya expresividad cambiante tomada en primerísimo primer plano nos hace dudar respecto de si cree o no en las mentiras extravagantes que le dice Alana. Es fácil además sentir que esta idea de tomar dos jóvenes de rostros imperfectos para hacer una película romántica no tiene absolutamente nada que ver con la corrección política. Primero que nada porque el atractivo que Anderson termina encontrando en ellos es genuino y se siente absolutamente real. Y ahí está para probarlo Alana Haim en una escena increíblemente sexy, valiéndose sólo de un teléfono y una serie de frases con doble sentido. Pero en segundo lugar porque al fin y al cabo es imposible pensar otra manera de filmar una historia de amor así, que no sea con imágenes espectaculares que reflejen el estado pasional de una pareja que vive en un estado de deseo y frustración permanente y que sin saberlo ha establecido un juego tácito. Como Gary es muy joven para ella y ella muy grande para él, el chico intentará parecer más grande y ella más chica. Así es como Gary abre negocios, piensa de una forma práctica y, cuando oficia como dueño de un local de pinball, se encargará de mostrar autoridad frente a los chicos. Alana, en tanto, estará siempre con chicos más jóvenes, e incluso cuando ingrese a la política lo hará expresando ideales adolescentes de cambiar el mundo. Así y todo, sabemos que el tiempo tarde o temprano estará del lado de Gary y Alana. O bien porque la atracción fuerte entre ellos hará que se besen sin importar la diferencia etaria, o bien porque en algún momento Gary cumplirá los 18 y entonces la relación de ellos podrá legalizarse. Desde este punto de vista, se produce un claro suspenso en el hecho de que nunca sepamos a ciencia cierta cuánto tiempo pasa entre el principio y el final de la película, ni cuantos meses transcurrieron entre esos saltos narrativos que nos llevan abruptamente de una situación a otra. Al mismo tiempo, esta sensación de un tiempo impreciso le da también a Licorice Pizza una atmósfera de ensueño. Quizás también porque el enamoramiento entre Gary y Alana, más allá de los conflictos, las peleas y las frustraciones, no deja de ser una suerte de limbo hermoso entre el flechazo primario e instintivo que tienen algunas parejas cuando recién se enamoran y la concreción. Y acá es donde viene el factor problemático del tiempo, que es el que indica también que en algún momento ese estado intermedio de Alana y Gary va a tener que terminar de una u otra manera. Paul Thomas Anderson decide frenar la narración en el momento intermedio que va del primer beso al sexo; donde, como sabemos, las cosas empiezan a madurar y cambiar. Cuando Gary y Alana se besan, Gary dice a los gritos a sus clientes y mientras señala a Alana “¡les presento a la señora Valentine!”; una broma que alude de todos modos a algo que va en camino a consolidarse. Hacia el final, mientras los protagonistas caminan por la calle, ella le dice a él “te amo, Gary”, y él no le dice nada. Acaso porque esta correspondencia está sobreentendida, o acaso –si uno quiere tener una lectura pesimista- porque puede que ese amor de él hacia ella se esté apagando como lo hizo misteriosamente su don para actuar. La canción que elige Paul Thomas Anderson para cerrar el film tampoco augura lo mejor: se trata de “Tomorrow May Not Be Your Day” (Mañana puede que no sea tu día) de Taj Mahal. Esta elección musical no es, desde ya, el anuncio de una separación inminente ni nada que se le parezca, pero sí la conciencia de que PTA decide frenar la historia justo en un instante que parece demasiado hermoso como para ser arruinado por unas escenas más. Esa clase de desenlace nos recuerda aquella frase de Orson Welles cuando decía que los finales felices no existen, sino que lo que existe es saber cuándo detener la historia. Lo de Licorice Pizza es un final en movimiento, como casi todos los desenlaces de Anderson, que están regodeados en la intensidad de sus personajes. Sin embargo, en Licorice Pizza esa intensidad no es destructiva como la de Daniel Plainview en Petróleo sangriento, ni furibunda y potencialmente peligrosa como la de Barry en Embriagado de amor, ni impredecible y acaso mística como la de Freddy Quell en The Master; es una intensidad feliz y paradójicamente tranquila que confirma aquella frase de Borges que asegura que la felicidad y la serenidad son estados del ser muy parecidos. Gary y Alana saben, cuando termina el relato, que al menos por ese instante, en un tiempo de duración impreciso pero adorado, se encuentran en un estado de maravillosa plenitud, contentos de estar juntos caminando por la calle, hablando de lo que sea y haciendo cualquier cosa.
Gary y Alana, en colores y en movimiento. En medio de los preparativos para unas fotos en su colegio, Gary, rubicundo adolescente, vislumbra a Alana, una joven delgada y morocha, de encanto no convencional y con aires de autosuficiencia, de la que queda prendado. Se acerca y hablan mientras caminan, expresándose con un largo plano secuencia –y la voz de Nina Simone sonando de fondo– el dinamismo de ambos personajes y el bullicio en el que se mueven. Alguien podría decir que todo lo que sucede después es la sucesión de problemas (admiración, celos, desconfianza, acercamientos, discusiones) que van afectando esa relación, pero en realidad no es lo más importante de Licorice Pizza. En principio, porque se trata de un quinceañero y una chica diez años mayor, que se quieren sin definir su vínculo –los argentinos diríamos que son claramente amigovios– y no sufren por presiones ajenas sino por sus propias dudas (sobre todo de ella, ante ese pibe emprendedor). No es (como en las telenovelas o en muchas películas de fórmula) el demorado encuentro sexual o el casamiento el objetivo último: si están profundamente enamorados, si desearían compartir un momento de intimidad pero no se animan o si lo suyo es una hipnótica amistad no le importa mucho a nadie. Al finalizar el film algo puede cambiar entre ellos, o no; mientras tanto, resulta saludable que las piezas aptas para armar una previsible comedia romántica se escapen un poco de las convenciones, incluso por el hecho de que Paul Thomas Anderson haya desestimado a figuras de moda para encarnar a Gary y Alana, prefiriendo la sinceridad que son capaces de transmitir Cooper Hoffman (que parece una versión algo desmañada del Patrick Fugit de Casi famosos) y Alana Haim (quien con este trabajo seguramente pasará, por mérito propio, de integrar con sus dos hermanas la banda Haim a recibir nuevas propuestas como actriz). Por otra parte, la acción transcurre en 1973, en el Valle de San Fernando, California, y tanto Gary como Alana transitan ámbitos vinculados al espectáculo, la música y la exposición comercial, todo lo cual permite introducir al espectador en un universo pletórico de colores y movimiento, con citas a películas y expresiones culturales de la época que no son tanto guiños para iniciados sino elementos para dar forma a un fresco palpitante. De alguna manera, a lo largo de poco más de dos horas, el clima de Licorice Pizza es el de una fiesta juvenil: se ríe, se come y se bebe, se conoce gente, sobreabundan la música y los encuentros casuales, las conversaciones son interferidas por diversos contratiempos, hay alegría y resaca, tensión sexual y confusiones, aflorando ocasionalmente algunas formas de agresividad. Tal vez por esto mismo el film narrativamente es desparejo, con secuencias que crecen en interés y en extensión junto a otras que se diluyen sin llegar a desarrollarse en términos dramáticos, así como las apariciones de algunos actores conocidos (Bradley Cooper, Sean Penn, Tom Waits) son como personajes más o menos excéntricos que llegan y se van de la fiesta. A diferencia de las que probablemente sean sus dos mejores películas, Embriagado de amor (2002, de líneas narrativas que no se dispersaban a pesar de su estilo muy suelto) y El hilo fantasma (2017, donde todo estaba en su punto justo salvo las emociones de los personajes), aquí Anderson vuelve a mostrarse brillante como director pero maniobrando un guion algo disgregado. Entre los momentos graciosos, los gags provocados por caídas y contratiempos con una moto o un camión son mejores que ciertos diálogos (como la discusión sobre la pronunciación del apellido de Barbra Streisand), y entre los aciertos cabe destacar la intervención de la política, sobre todo por los empeños de un joven candidato a alcalde (encarnado por Bennie Safdie, actor y codirector junto a su hermano Josh de la notable Good Time), para quien comienza a trabajar Alana. A diferencia de, por ejemplo, Había una vez… en Hollywood (2019, Quentin Tarantino), aquí asoman problemas reales y responsables con nombre y apellido (la escasez de combustible por las medidas del gobierno de Richard Nixon), en tanto el mencionado candidato, inexperto pero amable y de nobles intenciones, debe lidiar con el lado turbio de las pujas políticas. En ese segmento, Alana se enfrenta también a una realidad que, más que asustarla la conmueve, como lo demuestra el emotivo abrazo que le dispensa a quien para ella es casi un extraño, uno de los varios gestos de solidaridad a lo largo del film. Vale agregar, de paso, que si Gary y Alana se desenvuelven con independencia no es por obra y gracia del destino o porque sus familias sean adineradas: trabajan, de lo que pueden y como pueden, sufriendo más de una desilusión. Aunque los argentinos no tenemos la posibilidad de ver Licorice Pizza en 70 mm (como se ha exhibido en varias ciudades europeas), se disfruta compartir las idas y vueltas de sus queribles protagonistas, registradas en 35 mm y sin la injerencia de crueldad alguna. Por Fernando G. Varea
Transitamos ya los últimos días de enero del año 2022, algunos cinéfilos a veces podemos acceder a películas que son dignas de un tributo, pero últimamente en los estreno de cartelera, rara vez hallamos algo que sea digno de ver en el cine, invadidos por los tanques de Hollywood, nos mal acostumbramos a consumir basura de la que nos hemos vuelto tan recurrentes, sin embargo, cuando se estrena una película de Paul Thomas Anderson (Magnolia, Boogie Nights, Phantom Thread, There Will Be Blood) deberíamos salir con amigos, familia o pareja, poder ir a una sala de cine y disfrutar. Ambientada al inicio de los años 70s en el Valle de San Fernando, California, Licorice Pizza es un reflejo autobiográfico (según la visión de P.T. Anderson) de aquellas épocas de su vida, donde aparentemente buscar un trabajo o emprender un negocio, siendo un adolescente era algo posible, no tan así cuando se trata de establecer un vínculo amoroso, ahí es cuando se debe remar en dulce de leche, de eso se trata esta peli, de remarla y remarla para poder aproximarse hacia aquello llamado “AMOR”. La nueva película de Anderson nos cuenta la historia de Gary Valentine, (Cooper Hoffman) un adolescente de secundaria y Alana Kane (Alana Haim) una chica veinteañera que trabaja como fotógrafa escolar donde Gary es estudiante, es en ese contexto donde Alana y Gary trazan sus destinos como en una encrucijada existencialista amorosa, él se enamora a primera vista, ella, solo busca su lugar en el mundo, a pasos pequeños se irán conociendo, queriendo, como diría Don Julio “Nos queríamos en una dialéctica de imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared”. Pero no todo en el amor es color de rosas, y como se dijo anteriormente, hay que remarla, es allí donde la película se destaca, en cada avance, también hay un retroceso simbólico, porque cada cual por su lado, irá forjando su destino, creciendo, madurando. Como todo en la vida hay altibajos, y es ahí donde yace la destreza de Paul Thomas Anderson, con un manejo increíble del lenguaje, nos mantiene expectantes, nos invita a pasear por toda la película sin aburrirnos en ningún momento, deseando que el destino los vuelva a cruzar para darse alguna chance. «Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.» * Con una ternura que durante toda la película está presente, Licorice Pizza tiene brillo propio ya que su guión es soberbio, y a la vez humilde, cargado de un humor inteligente del que no estamos acostumbrados y plano a plano, tiene más cinematografía que 20 películas de Marvel o DC Comics, y es que este film tiene todo lo bueno del cine, su fotografía, su montaje, su dirección de actores, el diseño de producción, con una banda sonora deluxe que integra David Bowie entre otros. Hay que ser honestos, esta película es nuestro amor de verano este 2022, con controversias o sin, estamos ante una película de culto siendo una de las favoritas a los Oscars 2022.
Paul Thomas Anderson da vida en “Licorice Pizza” al romance escurridizo de dos jóvenes en una California retro. Un amor y una película juegan a no serlo en Licorice Pizza, filme con el que Paul Thomas Anderson consuma un cine ideal. Finta, mirada, contención, respiración, forma, movimiento: una cualidad casi retórica conduce el lazo entre Alana (Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman), que por más de dos horas conversan y actúan con la autoconciencia de una pareja cinematográfica; de todas las películas, pero en especial de las de Anderson, que concibe aquí una síntesis calidoscópica de su obra expansiva. Gary es un adolescente exestrella del espectáculo y es interpretado por el hijo de Philip Seymour Hoffman, cuyo rictus recuerda estremecedoramente al padre, ícono de varias películas del director: a partir de esta inversión biológica, Licorice Pizza puede pensarse precuela del cine entero de Anderson, que tampoco casualmente se sitúa en California, donde él nació: cita afín a la de . Pero, a diferencia de la película de Tarantino, aquí el cine permanece sigilosamente latente: hay fotos, hay casting, hay filmación, hay títulos de películas y una marquesina, y sin embargo la historia va por otro lado. Las caras de los protagonistas son vírgenes para la gran pantalla a pesar de su matriz pop: a la ya citada condición filial de Hoffman se suma la pertenencia de Alana al grupo de rock Haim. Esa frescura colabora con la recreación de un exterior californiano de la década de 1970 que es paradójicamente un sueño sin tiempo y hacia el interior del cine: de los cigarrillos y las camisas a cuadros al azul metálico de un Pontiac, de la irreal luminosidad diurna a las fachadas y carteles que titilan en la noche (Licorice Pizza es el nombre de una tienda de discos de la época). El retro de Anderson nunca cae en la falsa nostalgia o en el fetiche perezoso, sino que reinventa el pasado, lo trata como materia líquida y horizonte de libertad elevando la vara entre tanta biopic literal. Para eso el realizador parece inventar un género nuevo: el musical sin canto o la coreografía sin canción. Como en la argentina Castro, Alana y Gary corren y se miran a través de cristales y participan en las empresas más descabelladas (gira de niños famosos, venta de colchones de agua, detención policial, asistencia política, negocio de pinball) como si marcasen un ritmo secreto. “Esto no es una película”, “Te digo que soy buena actuando”, “¿Es un diálogo o es real?” son algunas de las sospechosas líneas que pronuncian estos enamorados virtuales que fusionan su reticencia erótica (apenas se rozan, se tocan) con una deriva escurridiza. Que la pareja siga un guion predestinado no impide que la iniciación recaiga en Alana (así como en el soberbio semblante de Haim), que hace avanzar el filme con sus pretendientes mientras mantiene a raya al suave Gary. Así aparecen, entre otros, un demente Jack Holden (Sean Penn) y un hilarante Jon Peters (Bradley Cooper), a la vez que Nixon alerta de fondo sobre la escasez de combustible (una energía más oscura pero tan libidinal como el amor). “Es el fin del mundo”, celebra Gary al correr jovial entre coches varados: y es que cuando el cine vive, el resto se detiene.
Tal como con Phantom Thread, Licorice Pizza no tuvo ninguna proyección en un festival de cine antes de su estreno. La lógica contemporánea de première mundial en grandes festivales como instancia de cosecha de críticas, laureles, prensa y flashes se ve reemplazada por otra idea donde se adivina un acercamiento a lo popular: un título y un público que se une simultáneamente el día de estreno en diferentes salas.
Ya está en cines “LICORICE PIZZA”, lo nuevo de Paul Thomas Anderson. El autor de “Magnolia” y “Petróleo Sangriento” nos trae una comedia romántica llena de emociones por vivir. Alana Kane (Alana Haim) y Gary Valentine (Cooper Hoffman) inician un romance con muchos altibajos. Superando múltiples obstáculos, deberán aprender el significado de amarse entre ellos. No hay mucho por decir de Paul Thomas Anderson que no se haya dicho. Sabe entender el cine mejor que nadie, por lo menos dentro de la nueva generación de directores. Sus largometrajes podrán no ser los más taquilleros o los que más acción tienen, pero llegan al espectador de una manera especial. "LICORICE PIZZA" no es la excepción a la regla. Es un romance lleno de amor, aunque suene redundante, donde los dos protagonistas entran en un aura en el que lo único que importa es superar sus problemas para llegar a estar juntos. Se les plantean millones de obstáculos que deberán ir sorteando poco a poco mientras su amor se va haciendo cada vez más fuerte. Desde el principio ya sabemos que va a ser difícil y que las diferencias entre ellos abundan, pero deben transformarse y aprender que a veces son aquellas diferencias las que unen a las personas. ¿Para qué está el amor si no es para complementarse? En cada aspecto de la obra hay un claro cuidado por los detalles. El amor y la nostalgia hacia el Valle de San Fernando en los 70' es profundo, y no es casualidad que sea donde se crió el propio director. Como espectadores nos sentimos cómodos en las locaciones, como si estuviésemos allí viviendo todo. Esto sucede cuando hay una plena atención de los elementos que aparecen en pantalla. La cuidadosa puesta de cámara alimenta el relato, contando con imágenes y no con palabras. De a poco va acercando a los protagonistas y por momentos los separa. Entendemos lo que siente cada uno y lo que está sucediendo dentro suyo, no porque lo digan, sino porque lo vemos. Es el primer largometraje que protagonizan Cooper Hoffman y Alana Haim, una apuesta bastante arriesgada para una película de este calibre. Pero el resultado supera las expectativas. Presentan actuaciones realistas y naturales que nos interpelan como espectadores y nos hacen creer que podríamos ser nosotros los que estamos en pantalla. Esto hubiese sido más difícil de lograr si fueran actores de renombre. Un filme lleno de magia que no terminó resultando un producto taquillero, pero que se siente como un clásico a futuro. Tenemos personajes que llegamos a conocer como a nosotros mismos, quedándose varios días en nuestras cabezas y, a su vez, locaciones y acciones entrañables. “LICORICE PIZZA” entiende que en el cine (como en la vida) lo importante son las emociones. Por Felipe Benedetti
Menos mal que Paul Thomas Anderson (no siempre perfecto pero siempre un director en absoluto dominio de su arte, siempre un director interesante) no se deja llevar por modas y modos del cine y hace la suya. Esta es quizás su película más amable y con más corazón (aunque "Embriagado de Amor" y "Boogie Nights" estaban llenas de todo eso), porque es también algo autobiográfica. La California cercana a Hollywood de los primeros setenta es el marco de la historia de amistad o amor entre un chico casi estrella de la TV y una chica más grande que él pero quizás -solo quizás- más ingenua. El cariño con el que Anderson -siempre virtuoso- trabaja a sus personajes (de paso Cooper Hoffmann, el protagonista, es el hijo de Phillip Seymour Hoffmann, amigo de siempre de Anderson, quien lo solía tener en brazos y cuidar; aquí lo hace con la cámara) muestra que el realizador mira el pasado sin nostalgia (no hay regodeo en el tiempo que pasó) y sí como una forma de construir una personalidad a través de la experiencia. Esto quizás haga pensar al lector que estamos ante un film “serio”. Lo es pero no en el sentido de “solemne”: es alegre, vibrante, humano y, por momentos, cómico. Es mucho más que autobiografía o relato de época: es una radiografía sobre qué es la juventud y qué peso tiene en el resto de nuestra vida. Y sí, además es muy linda.
Una relación contradictoria y encantadora La nueva película del director de Magnolia y El hilo fantasma recrea la Californa de los ’70 desde la mirada de una pareja joven, de entusiasmo desorientado. A grandes rasgos y si se arriesga un análisis, puede decirse que el cine de Paul Thomas Anderson tuvo su bisagra entre Vicio propio (2014) y El hilo fantasma (2017). En la filmografía comprendida entre Sidney –su ópera prima de 1996– y The Master (2012), se apreciaba una depuración formal, de carácter progresivo y abstracto. Esto no significa que Anderson prescindiera de una historia, sino que el relato adquiría cada vez más un vuelo propio, casi desgajado de la historia. Y ésa es una feliz situación, también un riesgo. Por eso mismo, ¿quién puede decir sobre qué versa, concretamente, The Master, encerrada como está en su juego de espirales y situaciones espejadas, conducente a un posible retrato de la cienciología como así también de las secuelas traumáticas de una experiencia bélica? The Master es una película que se explica a sí misma mientras se desdice. Inasible. Entonces, ¿cómo seguir? En ese sentido, la novela de Thomas Pynchon fue la elección perfecta de Vicio propio, con la cual finalmente quitar los resabios de explicaciones o fórmulas tendientes al relato “legible”. Desde ya, se trata de una puesta en escena extraordinaria, que vuelve a su director –en ciertos aspectos muy cercano a la poética de David Lynch– uno de los autores contemporáneos relevantes. Por las dudas, si de contar historias se trata, cualquiera de sus películas lo hace, tanto Boogie Nights, Magnolia o Vicio propio. Solo hay que dejarse llevar por la experiencia. ¿Dónde y cómo encaja, entonces, Licorice Pizza? Habrá que necesariamente pensarla como consecuencia de la experiencia casi manierista (de contrapunto con Vicio propio) que fue El hilo fantasma. Vale decir, tras consumar la película extrema, por abstracta y alucinada, en Vicio propio, El hilo fantasma devolvió mesura. Licorice Pizza ofrece ahora una situación intermedia, siendo como es una película tan organizada como potencialmente subversiva. El nuevo film de Anderson elige, para ello, una relación de amor (casi) adolescente. Gary (Cooper Hoffman, hijo del actor fallecido Philip Seymour Hoffman) tiene 15 años, Alana (la también música Alana Haim) lo supera en una década, y los dos viven una amistad cercana al amor, en el Valle de California de principios de los ’70. Él la busca, ella rehúye, pero de algún modo u otro, allí cuando más alejados estén, se acercan. Ésta es la fuerza motriz, de acción y reacción, de la película, contenida en el acercamiento/alejamiento/acercamiento de sus protagonistas. En función de esta premisa habrá de operar la rítmica de las situaciones y la dinámica de sus secuencias, cada una de ellas alrededor de un eje temático que puede estar relacionado con las experiencias de trabajo, las parejas respectivas, el ámbito social/familiar de cada uno (esbozados de maneras suficientes), dibujados a través de una serie de elementos que permite el acercamiento a una época ida, de manera lúdica y no menos crítica. En este sentido ofician la estructura familiar, el rol policial, el ardid político, la legalización de los pinball, el ardid publicitario y las camas de agua, las estrellas otoñales de un Hollywood narcisista, el periodismo ladino. Cada una de estas cuestiones son, de todos modos, abordadas de manera tangencial, si es que no funcionan como disparadores de algo más. Es decir, no hace falta ser explícito sobre ellas, el cine de Anderson posee una poética propia que transforma lo que toca. Lo que en todo caso importa –porque es éste el lugar donde el film hace pie– es la relación entre ellos dos. Todo lo demás es un escenario que puede también extrañarse así como volverse pintoresco en sus momentos más complejos, pero siempre a partir de la mirada de Alana y Gary. Un procedimiento por lo demás habitual en el cine de Anderson (Petróleo sangriento, notable) pero sobresaliente en Embriagado de amor, esa otra película romántica con la cual Licorice Pizza comparte una afinidad mayor. Así como sucede en aquel film, a Licorice Pizza se la podría torpemente pensar como una comedia; pero no lo es. Antes bien, hay momentos o pasos de comedia justos y precisos para que la película escape de lo previsible. El recurso logra una atmósfera de ensueño, en donde la progresión de las situaciones funciona como un cúmulo de evocaciones, que bien podrían haber sucedido en un orden diferente. Lo que está claro es que ellos dos se atraen y no saben muy bien por qué no son pareja. Mejor aún, cuando la película está a punto de alcanzar una resolución formal trillada, la desvía con una caída de slapstick frente a una fachada de cine contradictoria (con el 007 de Roger Moore en marquesina). Alana y el personaje que compone Sean Penn en una noche alocada. Por otra parte, Licorice Pizza desprende varias cuestiones, ligadas a una iconografía atractiva –recrear los ’70 y con una banda sonora impagable: no sólo con el mejor rock de vinilo (por eso el nombre de disquería del film) sino también con música compuesta por Jonny Greenwood– pero teñida de cierto desencanto: la imagen de Nixon, la mención de Vietnam, la crisis del petróleo, la hipocresía política, la simulación de los castings para cine y televisión, la homosexualidad escondida. Es decir, Licorice Pizza no es una película fascinada consigo misma sino un retrato prudente, lleno de cine y energía (juvenil, contenida en esos rostros ciertos y ajenos a la pedagogía plástico-digital que hoy circula), con la mirada justa y distante como para saber observar con atención los pliegues de una época para destinarlos, como debe ser, al presente inmediato: se nota por qué Paul Thomas Anderson es un gran director.
Paul Thomas Anderson filma su propio coming of age con el toque magistral que lo caracteriza. Sobran las secuencias entrañables acompañadas por un soundtrack demoledor. Alana Haim es toda una revelación y sus caras se llevan todos los aplausos.
Paul Thomas Anderson es uno de los cineastas más importantes del siglo XXI. Su obra todavía breve, tiene varios títulos importantes que son referencia obligada del cine actual. Más allá de la opinión que cada uno tenga de su cine, queda claro que no se trata de un cineasta irrelevante. Las nueve películas que conforman su filmografía son Vivir del azar (Hard Eight, 1996), Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002), Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007), The Master (2012), Vicio propio (Inherent Vice, 2014), El hilo fantasma (Phantom Thread, 2017) y Licorice Pizza (2021). Sus películas son intensas, potentes, con una estilo narrativo que rompe la narración clásica yéndose muchas veces en direcciones inesperadas, mezclando una línea principal con apuntes que acompañan y a la vez quiebran el relato. La intensidad mencionada no siempre tiene que ver con armas de fuego o escenas de acción, a veces la violencia surge del vínculo entre los personajes, con una tensión creciente al borde de lo tolerable. A pesar de que uno reconoce la calidad de su cine, es casi imposible unificar lo que se ve en Phantom Thread y Licorice Pizza. Hay una versatilidad en Anderson que le permite cambiar radicalmente de tono. Tal vez Phantom Thread sea la más rara de sus películas, aunque Licorice Pizza sea por mucho la más liviana de sus obras. La película transcurre en el Valle de San Fernando, California, en 1973. Los personajes principales son Alana Kane (Alana Haim) y Gary Valentine (Cooper Hoffman). Se conocen en la fila para sacarse la foto del anuario del secundario donde estudia Gary. El tiene quince años y ella veinticinco. Gary se enamora al instante pero Alana acepta solo ser su amiga. Juntos vivirán una serie de aventuras mientras crecen y cambian su mirada sobre el mundo. Ella busca ser actriz, él busca ser un adulto exitoso en cualquier tipo de negocio. En los primeros minutos de película Licorice Pizza muestra que tiene detrás a un director de cine. En los tiempos actuales, donde en lugar de hablar de cine se habla de contenido en plataformas, que alguien sepa lo que quiere filmar es casi un oasis. Anderson tiene la habilidad para mostrar los rostros en una escena en la que ambos están en movimiento. La cámara los acompaña y rápidamente estamos dentro de su mundo. Unos minutos que avisan que esto es cine. Luego la película abrirá su juego en varias direcciones, anécdotas y otras ramificaciones, pero siempre con esos dos protagonistas juntos. Sin duda es la película más liviana de Paul Thomas Anderson. Toda la trama uno espera un momento perturbador, terrible, sórdido, pero en general los peligros no son tales y el costado siniestro del mundo parece ir por un costado. La película está llena de referencias cinematográficas, empezando por Sean Penn, quien interpreta a Jack Holden, en clara referencia a William Holden. Su amigo Rex Blau (Tom Waits) podría ser muchos directores, pero habiendo dirigido a Holden, uno imagina que se trata de Mark Robson, ya que gran parte de la escena en la que él está, recrean Los puentes de Tokyo-Ri (1954) dirigida por Robson y protagonizada por Holden. El personaje también habla de otra película que no es otra más que Breezy (1973) donde fue dirigido por Clint Eastwood. No es casual la elección, en esta película la pareja protagónica tiene una diferencia de edad notable y el tono general de la historia es luminoso y optimista. El protagonista del film, Cooper Hoffman, es el hijo de Philip Seymour Hoffman, uno de los actores favoritos de Paul Thomas Anderson y fallecido muy joven. Aparecen también las hijas de Steven Spielberg y el hijo de Jack Nicholson, entre muchos otros familiares de la farándula, como el padre de Leonardo Di Caprio. Pero también hay referencias cinematográficas de otro tipo, como toda la parte del local político, donde los aires de Taxi Driver (1976) también se hacen presentes. Todas estas capas de ficción, referencias, cosas reales e inventadas le dan un aire entre familiar e imaginario, como si los protagonistas vivieran dentro de una película. Tal vez eso los protege de las peores cosas del mundo. Licorice Pizza (una forma de referirse a los long play de vinilo) es una comedia romántica de entrada en la adultez que tiene una libertad y una vitalidad asombrosas. Apoyada en personajes insólitos que crean escenas delirantes, los protagonistas viven momentos de absoluta felicidad que son fáciles de ver para los espectadores aunque los propios personajes no estén tan seguros de que sean felices. Las familias de ambos personajes son increíbles. Alana Haim tiene en la película a sus verdaderas hermanas y a sus verdaderos padres. Alana y sus hermanas tienen una banda en el mundo real y Paul Thomas Anderson hizo muchos de sus videos. Todo se mezcla en esta película. Los protagonistas son jóvenes y se nota. Aunque se ve un poco menos sentida que otros títulos del director, su felicidad es contagiosa y la libertad que tienen muestra a las claras que esta vez Anderson no los quiso juzgar, una novedad dentro de su cine, por cierto. La energía demente de varias escenas sí es una clara marca del realizador. Como en esas películas románticas inocentes de los años setenta, acá los protagonistas no son las parejas clásicas así como tampoco su mundo, pero si tienen ese mismo impulso vital juvenil que al cine siempre le costó captar y acá se despliega completamente frente a nuestros ojos. Licorice Pizza es pura fuerza y corazón, además de estar extraordinariamente bien filmada.
Un humor extrañado sazona la cálida y fluida propuesta de la nueva película de Paul Thomas Anderson. Unos personajes con inmenso corazón y un deseo de trascendencia mayúsculo habitan el Valle de San Fernando, en la California de los años ’70, aquella que vio crecer al realizador. Postal de un tiempo pasado mejor. Por ello, no nos resultan ajenos tintes autobiográficos presentes en esta cinta dirigida, producida y guionada por su alma mater, un talento audiovisual sumamente interesado en incursionar en la estética de videoclips, junto a bandas como Radiohead. La coordenada musical se sostiene sobre un hilo de melodías indestructible. Ya desde el trailer nos ilusionábamos: suena David Bowie cantando «Life on Mars» y nos pone la piel de gallina. ¿Estamos listos para el viaje? “Licorice Pizza” nos trae la fogosidad de un coming of age, en igual medida que una radiografía de una Estados Unidos al borde de un colapso económico. Nostálgica, es una oda evocativa que trae consigo algo de la ligereza encantadora de “Embriagado de Amor” (2004). Sexo, picardía y electricidad corren por las venas de los jóvenes interpretados por los desenfadados Alana Haim y Cooper Hoffman. Ambos debutantes. Él es el hijo de Philip Seymour Hoffman, ella está brillante. Ella se roba la película. La dupla de jóvenes personajes se aleja del canon de belleza típico hollywoodense, tampoco lo que se nos mostrará es un romance habitual. La vivacidad de un continuo movimiento nos trae el espíritu de “American Graffiti” (1971, George Lucas), gema que sobrevuela una cinta planificada mediante una labor de cámara encomiable. El tránsito al mundo adulto le debe una página al manual establecido por Richard Linklater hará su aparición, filosofando acerca de seres en transformación, dueños de su tiempo y espacio. Hay algo allí de “Dazed and Confused”, también guiños al screwaball comedy, pletórica batalla de sexos mediante. Pero todo se sugiere, nada se explicita. Puro vicio, fábula platónica, delirio de noche de bar, al otro lado de la colina que teje ilusiones en celuloide. Anderson es un cineasta clásico en formato moderno, y en sus films destaca una gran dirección actoral. Para la ocasión, Bradley Cooper, Sean Penn y Tom Waits ejerecen roles de reparto de lujo. Inevitable resulta recordar a Philip Seymour Hoffman, su hijo es la imagen viva del fallecido ganador del Premio Oscar. P.T. Anderson lo dirigió en “Magnolia” (1999), “Boogie Nights” (1996) y “The Master” (2012). Aquí, otorga prestancia a su herencia, vislumbrando un talento con brillante carisma. La presente es una película que causara profunda división dentro de la crítica cinematográfica. ¿Se trata de un retrato que cercena la participación de la comunidad afroamericana, tan presente en la bulliciosa L.A.? No obstante, la industria se inclinó positivamente, acopiando nominaciones a los Premios de la Prensa Extranjera (Golden Globes). “Había una vez en Hollywood…” podría inscribirse en las primeras líneas de esta fábula acerca del fin de la inocencia. Paul Thomas Anderson, sin mayor pretensión, nos invita a disfrutar del viaje barranco abajo y sin frenos, literalidad inclusive. Y lo hace trazando conexiones con una historia que se desarrolla en el epicentro del mundo del entretenimiento. Su narrativa episódica nos traerá a la mente el último film de Quentin Tarantino. Un trasfondo colorido acompaña una propuesta atiborrada de influencias y marcas de estilo de indudable procedencia. ¿Es el director de «´Pozos de Ambición» y «El Hilo Invisible» el mejor cineasta de su generación? Muchos cinéfilos asentirían sin dudarlo, luego de disfrutar de este festín para los sentidos.
Paul Thomas Anderson pertenece a ese pequeño grupo de cineastas, que posee el privilegio de trabajar en el seno de Hollywood, con una –aparente- total libertad creativa. Por supuesto, se trata de un “triunfo” ganado a base de una de las filmografías más sólidas (con 9 películas en total) que la industria ha visto en los últimos años. Desde 1996, Anderson ha indagado en multiplicidad de géneros, pero lo hizo con un nivel de apropiación realmente notable. Nadie puede dudar de su autoría en ninguna de las películas, y eso explica la razón por la cual “Licorice Pizza”, su nuevo film (tras la magnánima “El hilo fantasma”), funciona a pesar de ser una suerte de antítesis de algunas de las bases que construyeron su cine. La historia no puede ser más sencilla: seguimos el creciente amor platónico entre Alana y Gary Valentine (hijo del gran Philip Seymour Hoffman), con Los Ángeles del año 73’, como escenario protagonista de los idas y vueltas amorosos. La secuencia inicial, parece marcar la dinámica que trabajará todo el film. Sin preámbulos, asistimos a la idea del amor a primera vista. Gary intenta conquistar a Alana, forzando largos planos en los que la cámara se vuelve en un constante ida y vuelta donde sus rostros se (des)encuentran. El ida y vuelta es el motor constitutivo de “Licorice Pizza”. Ella tiene 25 años. Él 15. Allí parece emerger un potencial conflicto que instaura algo del orden de lo platónico. Sin embargo, Paul Thomas Anderson desmonta (o intercambia) los roles. Los adultos de “Licorice Pizza” son inmaduros y repletos de inseguridades, mientras que los jóvenes, parecen mucho más grandes. Alana no sabe que hacer de su vida, y Gary emprende negocios, actúa, y se maneja como un “pequeño adulto”. Alana, de la mano de Gary, sale del confort de la vida rutinaria, para conocer un mundo nuevo. Durante todo el film, la vemos intentando hacer todo aquello que nunca se había animado. Una brillante idea de PTA en la que concibe un sistema-espejo (elemento con el que además juguetean en la primera secuencia), como materia prima de todo el relato. Es sabido que Paul Thomas Anderson no suele atarse demasiado a las estructuras clásicas, y “Licorice Pizza” continúa la tradición con una historia lúdica, libre de ataduras, llena de pequeñas peripecias y personajes que se topan en el camino de los protagonistas. Hay un trabajo casi continuado al que hizo Quentin Tarantino en su magistral “Había una vez en Hollywood”. Dos estructuras visiblemente “anecdóticas” que ocurren en un marco temporal determinado, y con Los Ángeles como epicentro. “Licorice Pizza” tiene una trama extremadamente sencilla, pero no necesita de más. La mirada de Paul Thomas Anderson no es ensoñadora. Se evidencia un contexto socio-político tumultuoso. Los diarios y las noticias son una rendija por la que observamos el contexto, pero a su vez, ese mundo conflictuado presiona tanto que se hace imposible que Alana y Gary no lo vean. Por ejemplo, la crisis de petróleo afecta directamente sus negocios. Por otro lado, las elecciones, hacen que ella intente asumir un compromiso político “serio”. Hay unas cuantas tensiones dramáticas que se producen, pero todas ellas, efímeras. PTA las predispone para que este amor platónico encuentre escollos y distancias a ser superadas. No es casual: el travelling lateral es el movimiento de cámara más utilizado en todo el film. Conecta distancias. Alana y Gary corren constantemente para encontrarse ante un mundo que parece empeñado en separarlos. Parecía que la concepción del amor que tenía Anderson, era un tanto melancólica y amarga. Allí están los personajes rotos de “Punch-Drunk Love” y “El hilo fantasma”. Pero en “Licorice Pizza”, entiende que lo que se filma es el primer amor. Un amor juvenil, fresco, luminoso y en constante movimiento. Alana Haim y Cooper Hoffman (Gary Valentine) tienen una sencillez tan extraordinaria que se acoplan perfecto a la propuesta narrativa del film. Paul Thomas Anderson ha decidido filmar una historia con rostros “reales”, despojados de cualquier glamour (o estándar de belleza) posible. Y en ese sentido, “Licorice Pizza” podría ser cualquier historia de primer amor. Es universal y nos interpela. La idea del amor como acontecimiento es apabullante y ardua de filmar, pero “Licorice Pizza”, parece ofrecer las respuestas a ese dilema cinematográfico. Paul Thomas Anderson lo hizo de nuevo. Opinión: Excelente.
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Con la maravillosa banda sonora de fondo y un sinfín de situaciones presentadas como una especie de viñetas, Paul Thomas Anderson logra una estupenda «coming-of-age que dialoga con clásicos del cine como American Grafitti de George Lucas y viejos films de amores adolescentes, logrando un festival cinematográfico no solo para aquellos que adoran la filmografía del director, sino también para los nostálgicos del cine y de la cultura pop de principios de los 70.
Paul Thomas Anderson pone en escena el manifiesto de Jim Morrison para la generación del ’60: “Queremos el mundo / y lo queremos ahora”. Licorice es una celebración de la juventud, de sus motivaciones, sus arrebatos, sus histerias, su falta de miedo al fracaso, y donde el drama está configurado por pequeñas tragedias amorosas.
Esta es la última película nominada a mejor película que veo, me va a faltar ver West Side Story, pero me vienen decepcionando tanto las películas yankees que la verdad no tengo ganas de ver un musical, me quedan dos películas nominadas a mejor película internacional. Este film cuenta con tres nominaciones: Mejor Película, Mejor director y Mejor Guion Original, siento un tedio y una decepción al escribir esto, que no tiene una idea. Es la primera, y muy probablemente última vez, que intento ver una gran mayoría de las películas nominadas a los Oscar, y la verdad que en su gran mayoría son una decepción tras otra, y Licorice Pizza no se queda atrás. No sé por qué, pero le tenía fe a este film. Pues no mi ciela, me equivoqué. Es una película que pasan muchísimas cosas, pero a su vez no pasa nada. Es un pastiche de escenas que no se entiende bien que quiere contar. ¿Amor? ¿Des amor? ¿Adolescencia? ¿Adultez? Parece soltar muchas historias, pero nunca termina una. La historia principal parece ser entre Alana Kane y Gary Valentine, pero nunca termina de definir si es una historia de amor o de como van creciendo. Lo que tampoco se termina de definir es el tiempo. Dicen por ahí que esto sucede en un verano, pero no se siente así. Pasan muchísimas cosas en los (largos) 133 minutos, pero nada termina de resultar interesante. Las actuaciones para ser la primera vez de los principales están bien. No son la gran cosa, pero bien. Se destacan Bradley Cooper y Sean Penn en sus respectivos papeles. Las hermanas Haim están bien también en líneas generales, una apuesta arriesgada por parte del director P.T Anderson. Igual es raro el casting. El joven de quince años (Cooper Hoffman) no parece para nada de quince años y la adulta de veinticinco años (Alana Haim) parece más chica. Dejando de lado la parte de que una relación entre esos dos personajes es ilegal en cualquier lado, está contada muy rara. Se conocen en la escuela cuando él se va a sacar la foto del anuario y ella está trabajando, de repente la escuela deja de existir para él, y comienzan a trabajar juntos en emprendimientos que parecen estar solos y que un chico de 15 años no debería poder llevar adelante solo, más allá de la ayuda de ella, le falta algo en la historia que intenta ser realista y falla en todos sentidos, no llega a ser nada. Lo mejorcito de la película es la banda sonora, y son destacables dos escenas. La del comienzo de la película, como él flirtea con ella mientras caminan y la escena del camión en reversa, me pareció muy buena esta última. Mi recomendación: Está nominada al Oscar y es Paul Thomas Anderson. Mi puntuación: 4/10
Licorice Pizza (2021) es un filme escrito y dirigido por el talentoso Paul Thomas Anderson (Phantom Thread, There Will Be Blood, Magnolia, Boogie Nights, Punch-Drunk Love, The Master, Inherent Vice), narra la historia de amor entre Alana una joven de 25 años y Gary un adolescente de 15 años. Alana -interpretada por Alana Haim destacada artista musical- no está feliz con su trabajo, se encuentra algo perdida profesionalmente, con una sensación de fracaso. Por el contrario, Gary con su autoconfianza, a pesar de su corta edad constantemente está emprendiendo proyectos y tiene claras sus metas. En su niñez Gary (Cooper Hoffmanm hijo del actor Philip Seymour Hoffman) fue una estrella del mundo audiovisual a quien actualmente le cuesta admitir que ya ha crecido y que su momento de fama pasó. Licorice Pizza ofrece una gran ambientación de época que logra representar y expresar el clima sociocultural del período, tanto desde lo visual, lo auditivo y lo ideológico. El relato inicia en 1973 ambientado en el Valle de San Fernando, al sur de California, donde los jóvenes se conocen y será el fin de la vida tal como la conocían. La diferencia de edad, que para Alana es un problema, hace que el vínculo inicie más bien en forma de amistad según pasan los años. Este es uno de los aspectos interesantes del film, y es que Anderson entiende que no es necesario marcar la exactitud del paso del tiempo, en ese vínculo en donde cada uno de ellos van creciendo por separado y en conjunto. Anderson es astuto al no representar el coito sexual entre ambos, lo cual dada la diferencia de edad generaría polémicas éticas que harían que al espectador le cueste empatizar con el relato. A través de los años Gary comienza distintos emprendimientos comerciales junto a Alana, sin embargo, ella comienza a sentir que la diferencia de edad empieza a notarse cada vez más cuando decide tomar su propio rumbo en busca del éxito profesional. Al respecto, el único aspecto negativo que encuentro en el filme, sobre todo haciendo una lectura desde la perspectiva de género, es que Alana siempre intenta afianzarse profesionalmente a través de los hombres. Primero a través de Gary, luego junto al personaje célebre de Jack Holden (Sean Penn), seguido de su decepción del mundo de la política en el cual intenta ascender primero con su compañero de campaña Brian (Nate Mann) y luego a través del candidato a alcalde Joel Wachs (Benny Safdie). Por ende, la forma en que es representada la ambición profesional de la protagonista resulta algo patriarcal, sobre todo teniendo en cuenta que en los ´70 ya comenzaba a hacerse lugar la ola feminista. A pesar de ello, hay que destacar que también Licorice Pizza expone y crítica muchas hipocresías de la época. Sobre todo, problematiza el accionar de los hombres maduros como Jack Holden y Jon Peters*, interpretado carismaticamente por Bradley Cooper quien a pesar de su breve aparición logra “robarse” la película. A su vez, representa muy bien la aun carente aceptación social de ciertas cuestiones, por ejemplo, al escenificar que el candidato político siente que debe ocultar su homosexualidad por miedo a que esta cuestión perjudique la votación electoral. En conclusión, Licorice Pizza es una entretenida y dinámica coming-age que tiene la particularidad de centrarse en dos protagonistas. Alana y Gary transitarán juntos un camino de crecimiento, en donde comprenderán que primero deben encontrarse a sí mismos para luego saber a quién quieren realmente a su lado. *Recordemos que el actor y productor Jon Peters, fue productor de A Star is Born (2018) dirigida por Bradley Cooper, y también de la versión de 1976 protagonizada por Barbra Streisand, quien fue su pareja en la vida real.
Tras haber filmado Boogie Nights y Magnolia, Paul Thomas Anderson pudo haberse retirado de la dirección cinematográfica. Ya había logrado lo que muchos no consiguen jamás. Dos obras maestras, que a día de hoy, ni siquiera él mismo ha sido capaz de igualar. No significa esto que el resto de su filmografía sea mala, para nada, pero hablamos de palabras mayores. Lo que es cierto es que cuando proyecta PTA, aparece el cine en toda su dimensión. Su cuidado, su meticulosidad y la forma en que logra desentrañar lo más profundo de sus personajes, marcan un estilo indeleble en sus obras. "Licorice Pizza" es quizás su película más liviana, pero no por ello menos compleja. Las apariencias engañan. En este acercamiento al romance juvenil, hay mucho más que aquello que se ve a simple vista. • Inician los 70 y en el valle de San Fernando, California, todo es efervescencia en exceso. Nuestros protagonistas, Gary y Alana comenzarán a tener una relación amistosa/amorosa que los llevará de un lado a otro durante todo el metraje. Si está PTA en el medio, nada es sencillo. Y es que Gary, actor juvenil y emprendedor nato, tiene 15 años y Alana, una joven que no encuentra su lugar en el mundo, tiene 25. Rehuyendo a los clichés de una película romántica clásica, "Licorice Pizza" construye una relación repleta de vicisitudes entre los personajes. En sus idas y vueltas, pasan de vender camas de agua a coquetear con el mundo de Hollywood. Engaños, celos y peleas caracterizan un vínculo que de tan complejo por momentos se vuelve imposible. • La intensidad impuesta por PTA siempre le hace ir a lo más profundo de sus personajes, operando en la pantalla a cielo abierto. Esta no se trata de una obra oscura, ni mucho menos sórdida. "Licorice Pizza" es una historia tan cálida como repleta de vitalidad. Pero allí, en esa conexión, en ese encuentro es donde emerge el sentimiento mutuo. En ese choque de impotencias trasciende algo más poderoso que un vínculo ocasional. Un instante de amor, mientras un futuro incierto acecha. "Licorice Pizza" es eso y mucho más también.
Desencuentro Escucho a Roberto Goyeneche, me dice que estás desorientado y no sabés / qué "trole" hay que tomar para seguir / y en este desencuentro con la fe / querés cruzar el mar y no podés. Estoy desorientado, desencantado, desencontrado. Vi Licorice Pizza y no tendría que haberlo hecho. Las películas de Paul Thomas Anderson deberían gustarme todas, deberían encantarme. Es uno de los grandes, uno de los directores que más quiero, o eso digo, o eso decía. Escribir sobre una de sus películas, Boogie Nights, me cambió la vida -varias vidas- porque me permitió entrar a la revista El Amante. Pero ya está por pasar medio siglo desde ese momento, es decir casi la mitad de mi vida. Después de ver Boogie Nights vi en VHS -todavía se usaba eso- su primera película, Hard Eight, una de esas óperas primas deslumbrantes que el cine americano suele o solía darnos. Luego defendí -ya formando parte de la redacción de El Amante- Magnolia. No me animo a reverla, de eso estoy seguro. Me enamoré -o ya estaba enamorado de ese cine y esos actores- de Punch-Drunk Love, y también escribí en El Amante. Más tarde llegó Petróleo sangriento (There Will Be Blood) y encontré juntas, en tándem, las pruebas de las acusaciones que se le hacían al cine de Paul Thomas Anderson, como una especie de revelación del orden de todo lo negativo apiñado y en su máximo fulgor. Creo que algo debo haber escrito en algún lado, seguramente comparándola con la maravilla hustoniana El juez del patíbulo (The Life and Times of Judge Roy Bean), otra película con petróleo y que contaba la misma época. Después llegó The Master y fui a verla con cierta reticencia. Me deslumbró y escribí sobre ella en estas páginas sin papel (link). Luego vino Vicio propio (Inherent Vice) y me enfrenté a una decepción gigantesca, o a mi rabiosa incapacidad para querer -o no odiar- esa película (link). Decidí mantenerme lejos de Phantom Thread, de la que no quise ver ni el afiche. Meses después del fenómeno -en Twitter, sobre todo- de Licorice Pizza, me dispuse a verla. Se hablaba de mi adorado cine de los setenta, se vociferaban entusiasmos, se mentaba el encuentro feliz con la esencia fundamental del cine, de la capacidad de PTA de llevarnos a todos y a todo talento a la tierra de los sueños. Yo, desencontrado, contrariado, desinflado. Encontré florituras de cámara, como supo y sabe hacer Paul Thomas Anderson, pero no encontré la energía que otros vieron, ven y están viendo. Licorice Pizza es un como si, pero no el como si de un juego. Es otra cosa, es otra cosa, y de esa otra cosa, algo desplazado, algo que no está en donde promete, una película astuta o que quiere serlo, un relato que elude la fluidez en aras de ser inteligente pero que se pierde, se desencuentra, se desarma incluso antes de armarse. Es una película que intenta ser como de los setenta, pero no lo es porque por un lado no puede serlo, y por otro porque es letalmente autoconsciente. Y por otro porque se decide a no fluir, por llenarse de ripios. Y por otro más porque cree que las elipsis cancheras no son finalmente una pesadilla de focalización externa si se abusa de ellas. Es una película sabihonda, que se empachó de ganas de referencias, de detalles de época pero que no confía en su encanto, o no lo tiene. Y así nos explica con la tele, con la maldita tele, que el petróleo esto y aquello, porque 1973. Sólo una película que no es de los setenta puede cometer esa torpeza wiki enciclopédica. Sólo una película que no es de esos tiempos puede incluir una referencia así de tosca al éxito de Garganta profunda. Sólo una película que no es de esos tiempos puede quedarse en la espalda en el momento de mostrar las tetas. Sólo, me dejó solo la película. Solo, desencontrado. Adventureland de Greg Mottola es la gran película de un amor como este amor, y que viajaba bien a otra década. Adventureland permanece y Licorice Pizza me genera mal humor, quizás porque no logro conectar con ella, quizás porque pone la música con un marco dorado, demasiado farolero. Para peor, las actuaciones son todas excelentes, en términos de que todos los actores llegan con creces a cada uno de los irritantes desafíos -casi de muestrario actoral- a los que se los somete. Una película desencontrada, desmembrada, que aparenta tener fe pero no la tiene (aunque la fe ciega en PTA genera fieles y la fe rebota y vuelve y genera alegrías), y que me encuentra solamente cuando Bradley Cooper copa la parada, o con los chistes de John Michael Higgins y las japonesas. La historia de amor ni siquiera la vislumbré, o simplemente no les creí nada. O será que simplemente vi tres cuadras antes cada sentido a interpretar de cada secuencia de desencuentro o desfase de la parejita, y todo se me hacía eterno, falsamente estirado. O tal vez sea que Adventureland estaba y está viva y Licorice Pizza tiene el hálito de la muerte de la nostalgia recreada con hijos, padres, tíos y nietos de famosos, en una especie de lógica del estrellato de línea de sangre, de la parentela de Hollywood. No es lo mío: soy plebeyo y estoy desencontrado, malhumorado y contrariado. Y, por último, no me gusta el sabor licorice. Es tan horrible como el de un caramelo Media hora que, en este caso, dura más de dos.
Reseña emitida al aire en la radio.