Duelo al sol. El western, el género por antonomasia, siempre tiene algo que decir. Sea en clave directa bajo la estructuración de todos sus rasgos o la parodia, de la cual se pueden desprender al menos dos tipos: aquellos que respetan la esencia y los que se posan sobre un falso umbral de superiodad, el caso de Seth MacFarlane. El Ardor, opus tres de Pablo Fendrik, viene a buscar un lugar en la columna de los westerns más clásicos, aunque sin atarse a gran parte de los elementos característicos del género. El protagonista es un hombre misterioso (y hasta místico) que llega del medio del monte misionero hasta un rancho asediado por unos bandidos que pretenden apropiárselo con fines comerciales relacionados con la tala y el avance industrial acechante sobre paisajes naturales. La primera de las conexiones con El Jinete Pálido (1985) de Clint Eastwood se evidencia en esta llegada de un personaje que bordea lo metafísico y en la defensa de la tierra, un motivo de varios ejemplares del género madre de todos. Bajo una estructura narrativa clásica de situaciones y acontecimientos, El Ardor maneja los tiempos internos sin temerle a la sensación de pesadez en el estiramiento (necesario) de sus escenas ni tampoco a la escasez de diálogos, que se transforma en una de las cualidades de los personajes de Gael García Bernal y de Claudio Tolcachir (un villano de antología), protagonista y antagonista respectivamente. En el primero está ese misticismo mencionado, el cual robustece las acciones, mientras que en el villano -actante piramidal del género- hay un tono monocorde; constructor de una malicia subliminal. La tensión entre buenos y malos siempre tiene matices y es allí donde radica la belleza particular de aquellos films que deciden alterar, al menos levemente, el curso de los mandatos genéricos. En El Ardor se halla tal condición en la presencia más cercana para el público latinoamericano de un escenario hostil porque la selva misionera surge como amenaza (para los villanos) pero a la vez como un lugar imperioso de ser preservado (para los buenos), aunque lo interesante que se desprende de la historia es que ninguno tiene el derecho de posesión sobre el entorno natural. Luego de su ópera prima, la epidérmica El Asaltante, y del archipiélago de personajes desgarrador de la brutal La Sangre Brota, Fendrik expande su poder como cineasta en esta producción internacional, en función de un cine que no se define por el género más puro ni tampoco por el camino tomado por muchos de sus contemporáneos en la era post Nuevo Cine Argentino. Su tercera película es independiente porque mientras que sus predecesoras funcionaron de manera simbiótica (la demora en la realización de la segunda permitió que se hiciera la primera como un ejercicio casi guerrillero en las formas de filmar), aquí el salto de calidad no solo está en el manejo de recursos inéditos en su filmografía por la coproducción internacional sino también en la audacia de trabajar bajo los cánones del western, en un intento por acercarse a un público masivo, del cual una gran proporción seguramente hará el camino inverso y rastreará sus películas anteriores. En el cine de Pablo Fendrik hallamos esa simbiosis entre el género -bastardeado aún más durante este 2014- y la identidad autoral que siempre parece pender de un hilo por no hallar alguna cobija en el circuito comercial: probablemente él sea quien ocupe el lugar dejado trágicamente por Fabián Bielinsky. El Ardor es, sin dudas, el despertar de una nueva etapa en el cine nacional.
La violencia está en nosotros Western moderno y revisionista con un elenco internacional encabezado por el mexicano Gael García Bernal y la brasileña Alice Braga, El Ardor fue rodado en la selva misionera más profunda y describe la historia de Kai, un (anti)héroe solitario con algo de chamán, que decide enfrentarse a tres mercenarios (Claudio Tolcachir, Jorge Sesán y Julián Tello) que trabajan para poderosos intereses que apuntan a incendiar la zona y a atacar a los pequeños campesinos (que se dedican sobre todo a la explotación tabacalera) para quedarse cada vez con mayores extensiones de tierra. Más allá de que pueda leerse como un manifiesto “políticamente correcto” en su mirada ecologista que condena la deforestación de zonas vírgenes, El Ardor retoma el eterno conflicto entre naturaleza y civilización, entre tradición y modernidad, oponiendo las leyendas ancestrales de la zona (hay algo en este sentido del cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul) al avance del capitalismo más salvaje con las topadoras de empresarios codiciosos y de cazadores a sueldo con sus machetes y sus balas. Si bien hay algunas zonas del relato donde la tensión se diluye y resiente frente a un existencialismo algo torpe, el talentoso director de El asaltante y La sangre brota (ambas también presentadas, como esta, en el Festival Cannes) apuesta con criterio y convicción al cine de aventuras en la línea de La Reina Africana; al western que explora (y pone en cuestión) la figura del héroe (con homenajes evidentes a cultores del género como John Ford y Clint Eastwood); a la crueldad del hombre y de su entorno en la línea de Deliverance/La violencia está en nosotros, de John Boorman; a una subtrama romántica (con escena de sexo bajo la lluvia incluida entre los personajes de Bernal y Braga al borde del cliché); a algunas explosiones sangrientas propias del género gore (hasta se apela al recurso de la motosierra); y a múltiples elementos ligados al clasicismo narrativo que desembocan en un apoteósico y épico duelo final.
Cuando la sangre brota Un argumento que parece trillado es el elegido por Pablo Fendrik para su tercera película ambientada en la selva y con el mexicano Gael García Bernal como protagonista y productor. El actor de Amores Perros y Diarios de motocicleta es Kai, una suerte de jaguar humano que emerge de la naturaleza y llega a una plantación de tabaco donde viven un padre (Germán Da Silva) y su hija (Alice Braga, la brasileña vista en Depredadores y Elysium). Su precisión y agilidad encienden cuando un grupo de forajidos (entre ellos Claudio Tolcachir, Jorge Sesán, Julián Tello e Iván Steinhardt) irrumpe para apoderarse de las tierras y empieza su masacre. El ardor, un western selvático que funciona casi sin diálogos, va intensificando el clima de inminente peligro que enfrentan tanto Kai (que le brinda un tono entre ecologista y místico a la historia) como la joven secuestrada por los malvados de turno. El realizador Pablo Fendrik (El asaltante y La sangre brota) no narra con demasiada prisa y va concentrando las dosis de violencia en un desenlace que parece salido de una vieja película del oeste. Entre machetazos, armas y una motosierra que coloca a los enemigos en un lugar de amenaza constante, la película encuentra en el marco escenográfico natural el espacio ideal para desarrollar su mezcla de acción y aventuras. La construcción de planos y miradas alteran, junto al sonido de los disparos, la paz del lugar.
El “western” latinoamericano es un género poco explorado, si bien –como demuestra EL ARDOR– casi todos sus elementos básicos y, si se quiere, prototípicos están ahí. Lo que hace Pablo Fendrik en su tercer filme es adaptar formalmente esos elementos hacia una narrativa clásica del western, pero con las particularidades y el territorio propios de la zona limítrofe entre Argentina y Brasil en la que transcurren los hechos. EL ARDOR funciona como una relectura, además, en versión oscura y descarnada del género. Están presentes el heroísmo, si se quiere, clásico, y el choque entre las fuerzas que intentan proteger la civilización frente a la “destructora”, pero los ejes aquí están invertidos ya que los villanos destructores no son indígenas ni mucho menos sino los sicarios enviados por los propios terratenientes. La trama es clara al punto de ser modélica y podría pertenecer –de hecho, por el tono algo místico y sombrío sería casi igual de lógico– a una película de samurais. Hay un grupo de mercenarios que trabajan para algún tipo de terrateniente y que se dedica a echar gentes de sus tierras, amenazándolos de muerte si se niegan a firmar falsos “contratos de compraventa” de sus terrenos en medio de la selva. Hay un agricultor que, con su hija, vive en la zona. El choque es inevitable y lo que sucede después –el rapto de la hija– también. La figura propia del western es el aparente vagabundo que encuentra cobijo y refugio en esta casa y que luego se dedicará a rescatar a la damisela. EL ARDORLas máximas narrativas son claras y precisas desde el principio y si bien Fendrik modificará algunos elementos para sorprender al espectador (hay una presencia acaso mística recorriéndolo todo), la línea clásica está estipulada de entrada. Lo que es original es la manera en la que se enfrenta a esta historia: los tempos narrativos, la planificación visual, el tono sombrío y oscuro, las inesperadas reacciones de algunos personajes. Los mercenarios son tres hermanos de distintas personalidades: el jefe, cruento y organizado (un excelente Claudio Tolcachir); el hermano más violento y salvaje (Jorge Sesán), y el más confundido y timorato (Julián Tello). Son ellos los que deben encontrar la forma de lidiar tanto con la mujer secuestrada (Alice Braga) y sus inesperadas reacciones, como con la presencia animalística del enigmático Kai (Gael García Bernal), que marcha al rescate. Por las propias condiciones del terreno, por momentos el filme se parece a un juego de escondidas. No están aquí los enfrentamientos a campo abierto ni las cabalgatas del western. La lucha entre los secuestradores y Kai, primero, y lo que va sucediendo a lo largo del relato hasta el esperado y esperable gran choque final, funciona en lo que parece ser un laberinto de enormes árboles, altos pastizales y humo que generalmente no permiten ver demasiado. Detrás de árboles, arrastrándose por el piso o escondidos en canoas, los personajes se enfrentan desde la sorpresa y el silencio. El-ardor-fendrik-garcia-bernal-500Se habla poco y en tono bajo en EL ARDOR (es una película de mínimos y minimalistas diálogos), la violencia es seca y contundente, y el trabajo sonoro del filme apoya esa zona sombría, más cerca por momentos de película bélica (con un escenario tipo Vietnam) o hasta similar a películas de Apichatpong Weerasethakul, especialmente TROPICAL MALADY, aquí también con la presencia de animales que funcionan como guardias de ciertos secretos que parece esconder la selva. Es esa figura animal (tan imponente como brutal) la que le agrega al filme un toque místico o de corte ecologista: los hombres defienden a los hombres, los animales defienden a la tierra. Visualmente espectacular pero sin buscar ningún tipo de belleza pintoresquista, EL ARDOR es un filme de acción pero no en el sentido más accesible del género: es perturbadora, violenta y desprovista de cualquier tipo de sentimentalismo. De hecho, se la puede alinear un poco a JAUJA, la película de Lisandro Alonso que también va a Cannes y que tranquilamente puede ser considerada como un western –más extremo, pero western al fin–. Ambas son películas de secuestro, de pérdida, de revancha, de viajes por territorios inexplorados (árido uno, selvático el otro) y de enfrentamientos entre los ocupantes y los dueños de la tierra. El ardor 1Lo que es un logro importante de EL ARDOR es haber podido armar una coproducción entre varios países latinoamericanos que se sienta totalmente natural, ya que la zona en la que transcurre está habitada por personajes que hablan portuñol y no hay nada forzado en esa combinación. Hasta la presencia del mexicano García Bernal es completamente natural: no sólo porque en cierto modo ya es un argentino más (vive buena parte del tiempo aquí y su acento es impecable) sino que su personaje parece surgir de la nada y sus actitudes y comportamientos no necesitan, al menos de entrada hasta que se sabe algo más de su pasado, justificación territorial. En una cinematografía que apuesta poco al género y cuando lo hace muchas veces parece imitar películas más que tomar modelos narrativos, el tercer filme de Fendrik es una gran noticia: la prueba que el cine de acción, aventuras y suspenso puede estar hecho con la misma gravedad y rigor que una película de autor, y que no necesita subestimar al espectador en ningún momento ni, digamos, “dorarle la píldora”. Desde los tiempos de Fabián Bielinsky, muy pocos en la Argentina pudieron hacerlo.
Al caer la noche. No hay dudas de que Pablo Fendrik es un animal de cine. Ya lo había demostrado con El Asaltante, su ópera prima, seguida por La Sangre Brota. Ahora, su tercer largometraje lo convierte definitivamente en uno de los realizadores más interesantes de nuestro país. El Ardor mantiene esa urgencia por filmar que Fendrik ya mostraba en su primera película -y que ya forma parte de su marca autoral- con la utilización de una cámara en constante movimiento que cumple la función de ser casi la sombra de sus personajes. Fendrik también recurre a la falta de justificación argumental en determinados momentos, que lejos de ser baches de guión, funcionan como un elemento que nos lleva a reflexionar sobre lo que estamos viendo. Es ahí donde aparece la sutileza del director para contar un relato casi exclusivamente a través de la imagen. Porque Fendrik tiene esa capacidad, la de narrar a través de acciones en vez de recurrir a diálogos explicativos. Si bien se pueden encontrar varias diferencias -tanto argumentales como de puesta- entre sus películas, cada una de ellas está atravesada por una coordenada en común: la visceralidad con la que se cuenta el relato y el modo en el que se manifiesta. La crudeza de La Sangre Brota, la percepción del tiempo en El Asaltante, la adrenalina, la construcción de la tensión y la estilización de los encuadres por más urgentes que parezcan. Solo que ahora, Fendrik cambia el paisaje urbano por la selva misionera cuya hostilidad le permite convertirla en el hábitat ideal y natural para estos personajes -mercenarios principalmente- que hacen de la caza un instrumento de supervivencia, ya sea matando animales u hombres asumiendo el rol de depredadores nocturnos. El momento en el que hay que estar más atento es cuando cae la noche. El riesgo y el miedo a ser cazado aumentan y se expresan a través de una cámara que adopta las características de un ave rapaz, metiéndose de lleno en el corazón de la selva mientras sobrevuela al ras de cada hoja, cada bicho, cada gesto, movimiento y cada milímetro del cuerpo de sus personajes haciendo de la piel, un personaje en sí mismo que vemos con una lupa para poder apreciar todas las características -los poros, las marcas, si es tersa o áspera- y sensaciones captadas por el mayor órgano del cuerpo humano: el sudor, el deseo, el tacto. Fendrik pone en escena a la piel como una herramienta esencial de expresión, en un film en el que la respiración de un cuerpo a través de un vestido floreado es una presa siendo observada por un cazador, que se camufla entre las hojas hasta dar el salto mortal sobre su víctima. Y si hablamos de cazadores, no podemos dejar afuera a la presencia, mística y corporal, de una de las figuras más imponentes del film (no por nada Fendrik le concede varios planos), la del yaguareté: un excelente nadador cuya técnica para cazar es el acecho, culminando con un salto inesperado y un mordisco letal. Por eso cuando vemos por primera vez al Kaí de Gael García Bernal -un animal tan enigmático como ese felino carnívoro- emerge del agua camuflándose como si formara parte de la flora y fauna del lugar. La única justificación de su aparición la da una placa antes de los créditos iniciales, sentando las bases del carácter místico y de leyendas ancestrales (como invocando al espíritu de Indiana Jones y el Templo de la Perdición) que empapará todo el film. Pero eso es todo lo que la película necesita poner en palabras. El resto se da de una forma tan natural como la sensación con la que nos vamos de la sala, sabiendo que Fendrik es lo suficientemente solidario como para dejar que el espectador haga el recorrido por sí mismo. Esa solidaridad es la que además le permite exprimir a un actor como Gael García Bernal, que no habla a través de sus líneas de diálogo; se vale del cuerpo y la mirada. Todo se siente natural en El Ardor, un film en el que prevalece el instinto por sobre lo sentimental, en la que cada elemento cumple su función para que este gran cuerpo que es la película, cobre vida: la fusión perfecta entre la simplicidad argumental y la estilización visual, sumado al talento actoral y el de Fendrik para narrar con lo justo y necesario, ayudan a crear una atmósfera tensa que va in crescendo hasta llegar al clímax en medio de un épico duelo que combina lo mejor del western tradicional con elementos del spaghetti (una violencia más marcada, una puesta en escena minimalista). Y no se queda con eso. Todavía se da el lujo de agasajarnos con un banquete de planos spielbergianos donde los rayos de luz natural atraviesan la densa vegetación, como un verdadero cowboy.
Buenas intenciones Hay algo en las ideas, en esas frases cortas de descripción rápida, que podría hacernos creer que El ardor es una película que tiene mucho para ofrecer. Se lo define como un western ambientado en Misiones y la idea es atractiva: tomar estructuras narrativas clásicas, fuertes, y verter en ellas un contenido diferente, de latitudes distintas. Como idea El ardor funciona. Al igual que sus bellas ideas fácilmente vendibles, El ardor está compuesta por imágenes bellas, delicadas, cuidadosas, todas capturadas en la selva misionera. Sin embargo (y a pesar de una vieja y rancia idea que todavía muchos sostienen), ideas atractivas + imágenes bellas no es igual a cine. Más allá de los aciertos o errores técnicos, del trabajo más o menos (conscientemente) acartonado de los actores, del ritmo que se estanca y el argumento que se enreda y desenreda sin una lógica estricta, incluso más allá de la enorme corrección política/ecologista que la película se esfuerza por promover, el problema de El ardor es mucho más amplio, más vago y probablemente sea anterior al momento de rodaje. El problema de El ardor es el tono. O, para ser más precisos, el problema de El ardor es el tono grave, serio, muerto que todo el tiempo parecería estar buscando y que en cierta forma encuentra. No se trata de una película fallida sino, simplemente, de un proyecto de aires estancados. El primer y más evidente componente de este tono es el fantasma del western. Muchos consideran (o consideraron) que el western es el género cinematográfico por excelencia y, con el correr de las décadas, ha quedado indisolublemente asociado al Hollywood clásico (en buena medida también porque es uno de los géneros que casi no sobrevivió al paso hacia el cine moderno). Como parte del Hollywood clásico, el western es un género fuertemente narrativo. Pero es también, fundamentalmente, un género que trabaja con estructuras de lo mítico, con conceptos y espacios abiertos, amplios, pretéritos. Hoy ya no vemos el western (o, por lo menos, a sus mejores exponentes) como un producto en la cadena mercantil que era Hollywood sino como un esfuerzo por construir un relato mítico y fundacional del pasado. Todo eso supo ser el western, y bastantes cosas más. ¿Cuál es la idea, entonces, de retomar esas empolvadas estructuras y aplicarlas a Misiones hoy? ¿Es el argumento de El ardor el argumento de un western? Posiblemente. El cambio en la ubicación geográfica es importante pero no limitante: la vastedad de la selva podría equipararse con la vastedad del Lejano Oeste. El cambio de tiempos sí resulta más revelador. El western clásico (y el spaghetti, ya que estamos) se ambientaba en un tiempo pretérito, ya cerrado, y trabajaba con los componentes que habían sido la base de la construcción de un país. El ardor transcurre en un tiempo no demasiado específico, pero sí por lo menos contemporáneo. Para sortear la dificultad de hablar de elementos míticos en un tiempo contemporáneo, la película recurre a dos elementos: por un lado, el misticismo vagamente indígena y por otro, la conciencia social/ecológica del espectador. Los malos de la película son malos no porque sean mitológicamente malos (que también lo son) sino porque están destruyendo la selva misionera para crear terrenos de cultivos para no se sabe cuál multinacional mitológicamente mala. Ambos elementos pueden resultar un poco forzados narrativamente, por su vaguedad y, sobre todo, porque suponen elementos extracinematográficos que la película no construye pero sí da por supuestos. Esto le quita contenido a la propuesta. Por otro lado, hay un claro problema en la forma en la que la película intenta absorber este fantasma del western. Si las viejas películas del Oeste trataban temas míticos, lo hacían siempre desde la acción y desde un tono seco. El ardor, sin embargo, asume esa sequedad como obligación genérica (dentro de un contexto en el que no está bien trabajada) y sobre ella agrega además todo el peso de un supuesto tono mítico explícito (sobre todo en el personaje interpretado por Gael García Bernal). El resultado es una película que parece construida con bloques de granito en lugar de con elementos vivos. Todos los elementos están ahí, pero ni por un momento podemos llegar a creer que esos personajes son seres vivos, que ese espacio está en peligro, que hay una acción o que existe la ley de causalidad en el universo que propone esta película. Todo está dispuesto desde el primer segundo. Nadie habla o vive en este espacio como podría vivir un ser humano. El interés de la película se aplasta desde los primeros segundos.
Pulsión. Crudeza. Tensión. Antiheroísmo. El combo que define la obra de Pablo Fendrik. Con El Asaltante y La Sangre Brota logró hacerse de un nombre en el panorama cinematográfico local y mundial, lo que le permitió recorrer los festivales más prestigiosos. El Ardor es su primera película con elenco internacional y ambientada lejos de la civilización, en un paraje selvático, donde los rodajes siempre son más complejos (si no, pregúntenle a Werner Herzog). Desafíos que el director afrontó y superó con categoría, sin sacrificar su personalidad. Kaí (Gael García Bernal), un joven y enigmático chamán, comienza a trabajar en una plantación de tabaco. Aún siendo un individuo de pocos gestos y palabras, pronto se gana la confianza del dueño y de su hija, Vania (Alice Braga). Cuando tres mercenarios liderados por Tarquinho (Claudio Tolcachir), aparecen para reclamar deudas, asesinan al padre y secuestran a la chica, Kaí logra rescatarla y juntos deberán huir y proteger sus tierras, sin importar que el verde de la jungla quede teñido de rojo sangre. Fendrik cuenta esta historia de supervivencia en clave de western, pero ambientado en la selva, a mil kilómetros de las leyes y de la moral, donde los conflictos se solucionan a machetazos. Es posible notar influencias de John Ford, de Howard Hawks (sobre todo, el apoteótico final); de clásicos como Shane, El Desconocido, de George Stevens; de Sergio Leone (a esta altura, el primerísimo primer plano, que encuadra el rostro desde la boca hasta los ojos, debería ser rebautizado como “Plano Leone”). Influencias para nada invasivas, ya que nunca distraen de una historia salvaje, intensa, peligrosa, como la selva misma. Además, el director recurre -sin abusar- a simbolismos y metáforas, empezando por un misterioso yaguareté que merodea en los alrededores. Como en sus films anteriores, Fendrik consigue que el espectador se compenetre con los personajes, que viva al límite junto a ellos. Ahora es posible sentir que uno camina descalzo entre el follaje, la humedad, el peligro. Un logro que el realizador obtiene mediante un muy pensado trabajo de cámara, luz y sonido. Esta vez contó con el director de fotografía Julián Apezteguía, habitual colaborador de Israel Adrián Caetano. Gael García Bernal, también uno de los productores del film, da una de sus actuaciones más físicas -y también más introspectivas- de su carrera; una auténtica encarnación de la pureza de la selva, capaz de compasión y de protección, pero carente de piedad con quienes amenazan lo que es suyo. Alice Braga compone a otra mujer que debe sobrevivir en territorios hostiles, como ya lo hizo en producciones tan disímiles como Ciudad de Dios y Soy Leyenda. Además, un ejemplo de versatilidad cuando se trata de roles que demandan diferentes idiomas. Un irreconocible Claudio Tolcachir encarna al villano más inquietante del cine argentino moderno, a la altura de Isidoro Gómez (Javier Godino), de El Secreto de sus Ojos. Por su parte, Jorge Sesán, como el más temible secuaz de Tarquinho, suma otro ser oscuro a su filmografía; ya quedó encasillado en papeles de sujetos rústicos e impredecibles, pero resulta imposible ver a esos personajes en otro cuerpo y alma. El Ardor es la mejor y más ambiciosa Experiencia Fendrik. En cada plano demuestra que tiene “con qué” para ir por más, que su impronta sigue presente sin importar la envergadura del proyecto; que, en sintonía con el título, su talento no para de arder.
Ya no es ninguna novedad hablar del enorme crecimiento que ha tenido el cine de género en nuestro país en los últimos años. En ese aspecto, un director como Pablo Fendrick proviene de dos policiales – El Asaltante y La Sangre Brota –, independientes, chicos, pero con un nerviosismo que pocas veces se ha visto en nuestro cine, por lo menos reciente. En medio de un auge por el redescubrimiento del género, Fendrick pega el salto a una producción mucho más importante e impactante que sus dos film anteriores, y lo fundamental es que pese a cambiar de registro, no traiciona su estilo. Este año el cine argentino parece dispuesto a descubrir lo más instintivo de sius personajes, desde las caóticas seis historias de "Relatos Salvajes", el escape del matrimonio de" En Busca de la Felicidad", la pareja que estalla en "Aire Libre", o en las por venir "Necrofobia" y "Arrebato"; todos son circunstancias de algún u otro modo llevadas al límite; y "El Ardor", le suma a ese ingrediente al que no escapa, el salvajismo natural de su ambiente. Defender la tierra, eso es lo que tendrán que hacer un padre y su hija, que viven aislados en una plantación de tabaco en medio de la Selva Misionera. Defenderla del ataque de un grupo de bandidos dispuestos a la peor de las masacres con tal de quedarse con el territorio luego de hacerle firmar al hombre una venta de propiedad y ajusticiarlo. Pero Vania (Alice Braga) no está sola, desde días atrás los acompaña Kaí (Gael García Chamán), un chamán, un forastero, que despertará su salvajismo para proteger el lugar y a los suyos. Fendrick construye un relato ascético, de pocos diálogos y muchos silencios, algo emparentado en ese sentido a las recientes A la deriva y Marea Baja, pero toda la lentitud que suma ese paso parsimonio, se contrapone en buena hora a una potencia visual y técnica impactante, que refuerza los aspectos más positivos del film, logrando una narración contundente. Hay ahí referencias a "La Cautiva", a Westerns clásicos (en definitiva de eso se trata, de un western selvático), a films como "Holocausto Canibal" y "Last House on the Left", y cierto aire de erotismo latente de muchos films latinos de comienzo de los ’70. Fendrick utiliza todos los recursos a mano para crear un clima subyugante y atrapante, un banda sonora que suma tensión, una fotografía que resalta tonos sucios en contrates brillosos, y construcciones de escenas que rozan lo épico. El elenco también será otro factor fundamental, García Bernal se compenetra con ese ser osco, de pocas palabras y mucho actuar; Claudio Tolcachir compone un villano de lujo, Tarqinho es un ser a odiar; y Alice Braga sale airosa de un papel que quizás necesitaba de una mujer con más calle en la sexualidad latente como lo sería su propia madre Sonia Braga. El Ardor es un film violento, tenso, que pretende disimular sus situaciones, pone lo que hay que poner al asador y no ahorra el buen golpe de efecto, todo esto aúna un conjunto sin fisuras. Hay sí, ciertos baches en lo narrativo, le cuesta arrancar si bien está en clima desde el minuto cero y sobre la mitad vuelve a decaer otro tanto, pero cuando regresa, cuando retoma las fuertes riendas del western más descarnado, toda aquella imperfección queda atrás y los ojos se llenan del mejor cine, aquel capaz de sostener un relato con vértigo, potencia visual, y contenido real. El Ardor es de esas joyitas de género que no conviene dejar escapar.
Desde la primera escena de “El Ardor”(Argentina/Brasil, 2014), previa a los títulos, uno se introduce en un universo particular, que remite a lo más inherente al ser humano, su capacidad de protegerse para sobrevivir. No importa si uno está de un lado o del otro de los acontecimientos que Pablo Fendrik imagina. Si se es bueno o se es malo. Porque en el fondo lo que va a primar a la hora de la verdad es poder seguir en pie luego de la lucha. La ley del más fuerte. La vieja idea de civilización o barbarie puesta en escena una vez más, pero en esta oportunidad desplegando todo su poderío en medio de la enigmática y amenazante selva misionera, tan misteriosa como los seres que la habitan. Con pocos diálogos, pero con actuaciones sobresalientes de sus protagonistas, que desde la naturalidad y mínimos recursos, logran generar una empatía inmediata, el realizador va armando un entramado de relaciones que forjarán una identidad propia al relato. “El Ardor” es una historia en la que un padre (Chico Díaz) y su hija Vania (Alice Braga) intentan resistir a los embates de un grupo de hermanos expropiadores de tierras (Claudio Tolcachir, Julian Tello, Jorge Sesán) que querrán a toda costa quedarse con la propiedad. Pero el padre y la hija no estarán solos, a ellos se sumará Kai (Gael García Bernal) un misterioso sujeto, que se maneja como un integrante más de la selva, y que los ayudará a proteger su propiedad. Luego que Tarquinho (Tolcachir) decida asesinar al padre de Vania (Braga), Kai (García Bernal) se preocupará por ella al punto de no sólo protegerla, sino también entregarse a un deseo e irrefrenable pasión que excede la tensa situación que atraviesan. Con la amenaza latente del regreso de los asesinos, y de un depredador natural que ronda la hacienda (tigre), el plan de venganza ideado por Kai y Vania, determinará un relato que virará hacia una persecución violenta en medio de la selva. Fendrik arma la propuesta con cuerpos que se van transformando a lo largo de la acción y que distinguen los bandos enfrentados por la capacidad de adaptación o no al ambiente que los circunda. En la naturaleza ya no importa si son mal los malos que los buenos, porque en el solo hecho de resistir “El Ardor” encuentra su razón de ser, un vehículo para el lucimiento de sus protagonistas y un homenaje a clásicos del género del western, suspenso y acción. Justamente, en la reinterpretación del western más árido, con una secuencia de duelo que potencia la rivalidad presentada a lo largo de todo el filme, se potencia una impronta ecológica de denuncia y alarma. El hombre avanza sobre el otro y sobre la naturaleza y a su paso arrasa con todo, hasta el punto de intentar con el fuego superar su incapacidad para poder controlar todo lo que desea y en el tiempo que espera. “El Ardor” habla de instintos y pulsiones, de irrefrenables pasiones que dominan a los sujetos y los sumergen en realidades que ni siquiera habían podido detenerse a pensar y procesar. Fendrik construye una lograda película que en el cuidado nivel de producción, locaciones naturales, buenas actuaciones y una banda sonora que acompaña sutilmente la acción, demostrando que el buen cine sigue vigente con ideas y propuestas sugestivas y efectivas.
El bueno, el malo y Alice Braga El Ardor (2014) recuerda a aquellos westerns selváticos como Prisioneros de la tierra (1939) y Las aguas bajan turbias (1952), pero no retiene nada de su crítica social o desglose naturalista. Las películas de Mario Soffici y Hugo del Carril resultan más modernas y relevantes que la contrapartida de Pablo Fendrik, un ejercicio que a falta de ambición se siente aún más conservador y melodramático que sus precursores. Gael García Bernal es el protagonista (y productor) de la película. Los créditos finales lo bautizan “Kaí”. Su rol es hacer de “El Hombre sin Nombre”, sin el beneficio de la personalidad de Clint Eastwood o en su defecto cualquier personalidad distinguible, excepto la del Indio. Se abre camino a lo largo de la selva misionera y da con un rancho mantenido por un anciano, su mano derecha y su hija (Alice Braga). Le ofrecen refugio y alimento. De noche llegan los malos, liderados por Claudio Tolcachir. Quieren que el anciano les ceda el título de propiedad del rancho. Firma, pero lo matan igual y raptan a la hija. Nuestro héroe sobrevive a escondidas y prosigue a vengar la muerte de la persona que acaba de conocer, paso a paso rescatando a la damisela, recuperando el título de propiedad y enfrentando a los malos en un duelo final. Todo esto se narra con una competencia artística y fotográfica impecable. La térrea Alice Braga sugiere fragilidad y fortitud al mismo tiempo. Bernal y Tolcachir están más limitados por el maniqueísmo de sus personajes. Una secuencia en la que Bernal utiliza su entorno selvático para dejar fuera de combate a sus perseguidores con el cuidado de no liquidar a ninguno recuerda a la primera película de Rambo (First Blood, 1982). Pero incluso Rambo – un veterano de guerra deprimido por su pasado y resentido con la sociedad – posee un perfil psicológico más interesante que Kaí. ¿Es Kaí una fuerza de la naturaleza? El texto del prólogo nos informa que los nativos de la Selva del Paraná suelen rezar precisamente a las fuerzas de la naturaleza para que les auxilie en tiempos de necesidad. Y hay un jaguar que posa portentosamente a lo largo del film, pero nada excepto el más superficial simbolismo indica que está socorriéndolo. El jaguar en realidad es un “arenque rojo”, como se le llama a las pistas falsas, para darle a la película una profundidad que en realidad no tiene. Roger Ebert una vez habló de “esas películas que te dicen qué es lo que van a hacer, lo hacen, y te dicen lo que hicieron” – frase que describe perfectamente la unidad dramática de El Ardor. No hay sitio para el suspenso, la ambigüedad o la sorpresa. Es un western ambientado en la (bella) selva misionera con dos escenas de combate y una rauda escenita de sexo apto para menores, y con eso le basta.
LLEGA UN DESCONOCIDO “El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.” Horacio Quiroga De los más de cien estrenos nacionales del año 2014, sin duda El ardor es la mejor. Pensemos en que cientos de películas se cruzan en nuestro camino año tras año, otras miles no se nos cruzan pero están ahí, esperando una oportunidad para que las veamos. Cada día se hace más necesario ser generoso con el espectador, ofrecerle algo que haga la diferencia, que tenga identidad, fuerza, interés de algún tipo y que eso cautive a quien ha decidido pasar dos horas de su vida dedicadas a ver la obra de otra persona. El cine argentino en general suele descuidar al espectador, lo ignora, cree que no existe. Pero quien se siente a ver El ardor tendrá ya al comienzo la certeza de que está viendo esa clase de films que marca la diferencia. La vegetación que arde e ilumina la pantalla con esa ambigua fascinación que produce el fuego, abren el apetito por ver que hay en cualquiera que ame el cine. Estamos adentro, la película ya nos ganó, queremos ver más. Ese encanto inicial es seguido por un film fuera de serie. Una historia atrapante que combina una potente narración clásica con elementos modernos que generan clima en cada escena. El ardor es un film de acción, pero también es un film de silencios, de climas sugestivos que dotan a la película de una identidad poco común. No hay duda alguna de que El ardor es un western. Un desconocido, un solitario, llega a un lugar donde ocurre una injusticia y es el único con la capacidad de cambiar las cosas. Desde westerns puros con Shane el desconocido a El jinete pálido, como derivados del western como Testigo en peligro o Un lugar en el mundo, pasando por otros cientos de historias, este es un tópico tan recurrente como atractivo. De El jinete pálido (The Pale Rider, 1985) de Clint Eastwood posee ese revisionismo respetuoso del género, que abre el juego pero siempre dentro de las reglas esenciales. El misterioso protagonista Kai (Gael García Bernal en el mejor papel de su carrera) llega a una finca tabacalera donde sus propietarios son amenazados para que entreguen sus tierras. Unos hermanos que representan intereses económicos mayores operan como pistoleros que buscan con violencia adueñarse de las tierras. En esa posición ideológica la película se pone del lado del débil, como ocurre en la mencionada El jinete pálido o en Rio Bravo (1959) de Howard Hawks. Kai es el único que puede ayudar a quienes viven en esa finca. Pero este western con elementos modernos no transcurre en un desierto, sino en la selva Misionera, que el director con gran maestría convierte en un personaje más. La tierra en llamada del comienzo es el anuncio de una naturaleza amenazada. Como en un relato del escritor rioplatense Horacio Quiroga, la selva tiene identidad, los animales forman parte del relato. La selva por momentos recuerda también a Apocalypse Now, por nombrar un film bélico ambientado en Viet Nam donde el laberinto verde cobra protagonismo y donde las acciones remiten a un elemento casi místico. Personal, bella y apasionante, esta película tiene grandes momentos de acción así como muchos otros de gran clima y belleza. Extraordinarios y temibles villanos (lo de Tolcachir y Sesán es antológico), un héroe clásico y una historia atrapante. Una verdadera maravilla que merece ser vista en la pantalla grande. Uno de esos films llamados a quedar para siempre en la memoria de los espectadores. Desde ahora, un clásico.
Los títulos de El ardor dejan entrever rápidamente la película que está por comenzar: el plano aéreo de una isla, unos fuegos dispuestos misteriosamente, la tipografía clara y contundente; todo nos informa de un cine vital, móvil, sanguíneo, incluso antes de que empiece el relato. El ardor es un western que no teme imitar la iconografía y las convenciones del género: el cine argentino, salvo por algunos estrenos de los últimos años, prácticamente carece de westerns, y a Fendrik no le tiembla el pulso cuando tiene que filmar a un montón de hombres taciturnos y peligrosos que se arrastran por la selva misionera con órdenes de aterrorizar y conseguir que un colono venda sus tierras, como podría ocurrir en más de una película de John Ford (la escena inicial, aunque distinta, remite en parte al principio de Más corazón que odio). Pero lo que importa acá no es la filiación con el western: se sabe, porque además está de moda decirlo, que el hecho de tomar la estructura y los lugares comunes de un género no garantizan el éxito y mucho menos una lectura interesante del original. Por eso es que, más allá de la gramática de la que se apropia el director, El ardor narra sin preocuparse por la fidelidad de la copia o por el respeto a quién sabe qué canon. La película puede dedicarse a contar sin ataduras y, a su vez, también es capaz de citar al pie de la letra planos de spaguetti western como si estuviera jugando, como pasa en esa imagen estilizadísima de los asesinos a sueldo que van poblando el encuadre hasta llenarlo. Después de una primera película que prometía como El asaltante y de una fallida como La sangre brota, Fendrik insiste con algunos temas pero prueba cosas nuevas: la violencia y la crueldad son nuevamente el combustible que echa a andar los motores subterráneos de la historia, pero ahora, bien lejos del realismo de corte social que surgía en la ciudad de su film anterior, la selva se transforma en una geografía ideal, mítica en la que el director puede ensayar distintas formas del que parece ser uno de sus motivos preferidos: el desafío a muerte. Los planos y el peso del relato descansan mayormente en las actuaciones, y en especial en el trío de villanos compuesto por Claudio Tolcachir, Jorge Sesán y Julián Tello. Cada uno se adueña de un estereotipo y lo explota lo más que se puede: Tolcachir es el jefe sanguinario pero justo, Sesán el lugarteniente leal pero preso de sus deseos, y Tello el inexperto que trata de ganarse el respeto de los otros. De alguna manera, las interpretaciones y la dinámica interna del trío generan algo así como un centro gravitacional que atrae hacia ellos todo el interés y en parte nos hace olvidar de los personajes de Gael García Bernal y Alice Braga. Un poco como en Sed de mal, acá también el héroe es construido con una nobleza y una pulcritud que no parecen pertenecer al universo del relato; en una película increíblemente física, el chamán justiciero de García Bernal acaba perdiendo carnadura al punto de convertirse en un extranjero que parece llegar desde afuera (de la película, del verosímil del género) y nunca pasar a integrar realmente la historia. Los malos comandados por Tolcachir, en cambio, participan plenamente de ese entorno salvaje y mortal.
Cacería cruzada en la selva misionera Exhibida por primera vez en la última edición del Festival de Cannes, la película confirma el interés de su director por lo alterado, lo implosivo, las atmósferas asfixiantes y las criaturas lacónicas, aquejadas por un malestar casi metafísico. “¿Pablo Fendrik, cineasta de la violencia, la inquietud, lo que no encaja?”, escribía en estas mismas páginas el periodista Horacio Bernades en ocasión del estreno de La sangre brota, en mayo de 2009. La pregunta tenía su razón de ser, ya que tanto aquel padre lanzado a la búsqueda de una importante suma de dinero como el director de una escuela que protagonizaba El asaltante estaban imbuidos en sendos tour de force emocionales y físicos. Podía entreverse, entonces, una serie de continuidades estilísticas, temáticas y actorales (la presencia del gran Arturo Goetz) que permitían validar una matriz creativa común y, con ella, una inclinación de la balanza hacia una respuesta positiva. Exhibida por primera vez en la última edición del Festival de Cannes, El ardor es la confirmación de un interés manifiesto de Fendrik no sólo por parte de todo lo anterior, sino también por lo alterado, lo implosivo, lo latente, las atmósferas asfixiantes, las criaturas ominosas, lacónicas y aquejadas por un malestar casi metafísico. La respuesta, entonces, es un sí tan grande como la pantalla. El ardor se presenta como una propuesta tan misteriosa como ese hombre de ascendencia indígena (Gael García Bernal) y constituido como héroe digno de un western. De naturaleza solitaria y errante, lacónico pero seguro, ajado por un pasado poco venturoso del que apenas se revelarán retazos, vagabundea sin rumbo aparente por la selva misionera hasta dar con una pequeña parcela dedicada a la explotación tabacalera habitada por un padre y su hija (Alicia Braga). Ellos están intranquilos: saben que próximamente llegará un grupo de matones (Julián Tello, Claudio Tolcachir y Jorge Sesán) dispuestos a todo con tal de que el propietario firme un boleto de compraventa. ¿Por qué a ellos? ¿Quién los manda? ¿Cuáles son los intereses económicos en juego? Fendrik es lo suficientemente elusivo como para nunca recargar las tintas sobre las motivaciones detrás del “negocio”, pero puede entreverse la presencia de algún poderoso dispuesto a expandir su dominio territorial. ¿Crítica política? Velada y sugerida, como toda buena película anclada y segura de su contexto. ¿Fábula ecologista? Esbozada pero sujeta a la interpretación de cada espectador. Una vez cerrada la transacción forzosa, el trío decide filetear al padre a machetazo limpio y secuestrar a la chica. El visitante, cuyo nombre nunca se menciona pero en los créditos finales se lo bautiza como Kai, iniciará la marcha para su rescate y con él Fendrik comenzará el desarrollo de una cacería mutua en la que los roles gato y ratón se alternarán plano tras plano, dando pie, además, a un ahondamiento en las características personales de Kai –sus ribetes animalescos, la espiritualidad, lo pulsional de sus actos– y en la dinámica grupal del enemigo. Que todo esto ocurra en medio de una frondosidad vegetal genera no sólo una complejidad física en los movimientos y la logística persecutoria que el film traduce en una cámara cercana y nerviosa, sino que le permite al realizador poner en primer plano cuestiones subrepticias en su filmografía previa, como la hostilidad y lo inhóspito. El problema con la flamante geografía es que también sirve como puntapié para una serie de cosas hasta ahora inéditas, con el misticismo y la gran carga simbólica de los distintos elementos a la cabeza. En ese sentido, El ardor encuentra filiación directa en Los salvajes, de Alejandro Fadel, otra película que hacía de su geografía un disparador para la espiritualidad y el autodescubrimiento de los protagonistas. El resultado, en ambos casos, es similar: relatos seguros, ominosos, despojados y secos, que por momentos se empantanan en sus ambiciones de trascendencia.
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Un auténtico hijo e’ tigre Gael García Bernal se luce en este “western revisionado” de Pablo Fendrik, con tintes ecológicos y un aire místico que lo resignifica. En el western, los foráneos, los de afuera llegan, polvorientos al lugar rocoso a imponer su ley. Lo que sucede en El ardor es que no hay ley que valga, parece, y los sicarios que arriban lo hacen sudorosos, pero por el exceso de humedad de la selva misionera, y son enviados por terratenientes que quieren devastar la zona para beneficio propio. La trama, la excusa argumental para que arranque y se desarrolle el filme, es simple. Los asesinos (tres: el jefe, un excelente Claudio Tolcachir, más Jorge Sesán y Julián Tello) son enviados por quienes desean usurpar las tierras y aniquilar a los legítimos dueños, si no firman un modelo de contrato de venta bastante espurio. Y terminan aniquilando a un campesino agricultor, y secuestrando a su hija (la brasileña Alice Braga. Kai (interpretado por Gael García Bernal, otra pata internacional y americana del proyecto), hombre de pocas palabras, que había conseguido cobijo en el lugar, parte, entonces, a su rescate. Pero el personaje de Gael García Bernal si se parece a algo es a un samurai, y no solamente por la cuestión del honor. La película de Pablo Fendrik, el mismo director de las potentes El asaltante y La sangre brota, es el largo enfrentamiento, hasta el esperado duelo final, en medio de la selva. Los personajes se esconden y sorprenden, ya que a diferencia del western aquí no hay lugares abiertos, sino que Fendrik aprovecha lo laberíntico del espacio selvático para crear más y más suspenso. Si en un filme de terror las apariciones son nocturnas, aquí el verde de la jungla juega en ese sentido. El filme también puede entenderse desde su costado ecológico. Hay quienes desean usurpar para su beneficio, y quienes protegen la naturaleza, sean humanos o animales. Al filme lo recorre un aire místico, agigantado por la presencia animal enigmática, y la escasez de los diálogos, que son como la violencia del filme: secos. Gael García Bernal luce entre misterioso e inescrutable. Hay alrededor de Kai algo de intriga como también de reserva, como si el personaje que surge de la selva fuera un ente mítico sobrehumano. El rol del héroe, que en apariencia juega con menos armas que los malvados, le sienta bien, con o sin su físico trabajado. No hay muchos exponentes aquí del género -western revisionado, o drama ecológico con filme de acción, o como quieran definir a El ardor-, pero el ostensible esfuerzo de producción y la capacidad narrativa de Fendrik lo representa sobradamente bien.
Ubicada en el corazón de la selva brasilera, El ardor es una historia que narra la realización de la pasión que liga no sólo a una pareja de amantes sino también al dueño y a su tierra natal. En referencia al actual estado de situación que sufren los desarraigados pueblos originarios argentinos, el filme busca recrear un ambiente cercano al realismo mágico cuando representa la lucha de quienes defienden su propiedad, pero también cuando decide ubicar en el rol protagónico a un joven chaman que domina a las bestias. Dirigida por Pablo Fendrik (La sangre brota), El ardor se presenta como una película de género. Con sonidos, encuadres, planos y personajes que remiten al clásico western, el filme cumple con una amplia mayoría de características que la ubican bajo este rótulo. Pero como la historia no sucede en el lejano oeste y los caballos no viven en las selvas, acá el género se toma algunas licencias y aparecen elementos, como por ejemplo el místico tigre que devora humanos como símbolo del mal que acecha. Lo que no falta son los enfrentamientos cuerpo a cuerpo y la tradicional historia romántica que protagonizan Gael García Bernal y Alice Braga, quienes más allá de sus bellos cuerpos ofrecen al filme un condimento especial que se revela en lo que se podría comprender como una línea argumentativa secundaria, si se toma como primera aquella en la cual se narra el drama de la lucha por la posesión de la tierra. La mítica escena del duelo también tiene su momento y como guiño simpático se escuchan las campanadas que marcan la hora señalada sumado al clásico plano general en el que se ubican enfrentados los oponentes a cada extremo del encuadre. El ardor es una película de ambientes y el efecto alcanza su mayor grado cuando la humedad de la selva comienza a traspasar la pantalla. Las injusticias existen, y más del lado del desposeído que del usurpador, el espectador logra identificarse con la causa y trasladar en el protagonista cierta sed de venganza. Con un guión sólido y las actuaciones de actores como Claudio Tolcachir, el filme logra un gran efecto mimético el cual es fácil identificar en momentos cuando por ejemplo cuando los usurpadores irrumpen de noche en la propiedad privada de la familia protagonista con el fin exclusivo de amenazar y lograr su cometido: la posesión ilegal del territorio. También se pueden destacar escenas muy logradas a nivel realización como lo es toda la secuencia final en donde, inclusive, el despliegue técnico y escenográfico alcanzan el clímax. De temática social comprometida pero sin llegar al golpe bajo, El ardor encuentra un giro atrapante que logra capitalizar la intriga del filme más allá de la recuperación de la tierra. ¿Quién será ese hombre misterioso que emergió de los ríos y domina a las bestias de la selva? ¿Podrá la magia del chamán revertir la masacre? Por Paula Caffaro redaccion@cineramaplus.com.ar
Pablo Fendrik lleva a la pantalla ésta interesante y "rara" película, un homenaje al western, pero con fuertes raíces en el cine independiente, testimonial y con claro homenaje ecológico. Muy cerca de "Hombres Armados" de John Sayles y "La Selva Esmeralda" de John Boorman. Gael García Bernal interpreta a un nativo americano que vive en la selva y vá a parar a una plantación de tabaco donde vive un hombre con su hija. Ese mismo día unos mercenarios desforestadores, que llevan tiempo acosándolos, irrumpirán en la granja provocando una masacre y secuestrando a la joven. El muchacho deberá tomar revancha y tratar de rescatarla a toda costa. Acompaña Alice Braga, sobrina de la mística Sonia y vista en títulos como "Soy Leyenda". Interesante, con aprovechamiento de las locaciones naturales, se destacan todos los rubros técnicos y la buena intención del realizador de salir de un cine comercial y acercarse a un cine de autor.
Crítica emitida por radio.
Crítica emitida por radio.
Western criterioso y contradictorio Dirigida por el argentino Pablo Fendrik, cuyos antecedentes son dos películas urbanas como El asaltante y La sangre brota, El ardor es una rareza que ofrece una historia rural ubicada en la selva del Paraná protagonizada por un mexicano (Gael García Bernal), una brasileña (Alice Braga) y varios actores argentinos. En la película hay unos malos torvos y pérfidos que buscan desplazar a pequeños propietarios rurales, un tema habitual en numerosos westerns. Y del western se nutre en buena medida el film: el rapto de la mujer, el duelo, el asalto final en grupo, el héroe solitario que parece venir de la nada y la relación con el paisaje de los personajes y de los propios planos. También hay elementos de orden fantástico que se prometen antes de los títulos con unos textos y que luego apenas aparecen tímidamente en un par de ocasiones, como si esa línea hubiera sido mayormente truncada luego de la concepción inicial del relato. El ardor también es una película de aventuras (muchos westerns también lo son): el ambiente, los movimientos del personaje principal en las peleas, la presencia de la fauna salvaje. Y en ese sentido se logran algunos momentos de buena tensión como en la llegada de los malos que desencadena el drama y en alguna situación de enorme potencial como la disposición del enfrentamiento final. Y, a la vez que logra esas tensiones y hasta se podría decir esos encantos -por imagen y trabajo sonoro, El ardor amerita una buena proyección- la película se empantana, se detiene por momentos, lo que a veces va más allá de un problema de lentitud para convertirse en otra clase de falla: ¿para qué quedarse con Sesán y sus machetazos al principio, si incluso en segundo plano se notan poco convincentes? Y, película contradictoria, en otros momentos se acelera inexplicablemente, como en la secuencia de García Bernal en el bote, que se estructura de forma torpe, con una narrativa espástica y poco causal. Y hay algo más extraño todavía, que se intentará analizar sin mayores especificaciones para no revelar detalles argumentales: la secuencia final, que debería marcar el clímax de peligro y tensión, parece apostar mucho más y con mayor precisión a su planteo que a su desarrollo y resolución. Luego de disponer el ambiente y las motivaciones de los personajes con notoria claridad, se pasa a una resolución demasiado escueta y, peor aún, una en la que los malos se encuentran prontamente en inferioridad de condiciones -incluso en parte por una decisión extraña-, lo que no permite un final a la altura de las filiaciones genéricas que la película había convocado en varios pasajes de manera criteriosa y hasta honorable. Que en los créditos del final se haga mención al problema de los campesinos desplazados en la realidad y se ponga un link para involucrarse agrega otro componente extraño y anticlimático.
El ardor del paisaje Es notable cómo algunos directores que hace poco más de una década revitalizaron el cine argentino con sus primeros largometrajes (Pablo Trapero, Lisandro Alonso) han comenzado a filmar coproducciones con actores de renombre internacional y acercándose al cine de género. Es lo que hace Pablo Fendrik (1973, Buenos Aires) en su tercer largometraje, que –más allá de sus valores ciertos y también de sus defectos– luce estética y temáticamente como un prototipo del cine latinoamericano que se espera ver en los festivales internacionales. En El ardor hay un joven misterioso (Gael García Bernal), supuesta criatura mítica, probable encarnación de un animal, que deambula por la selva misionera. Tanto los mercenarios con los que se enfrenta como el grupo familiar que defiende (el cual comprende a una linda muchacha interpretada por la brasileña Alice Braga, que viene de Ciudad de Dios, Elysium y otras) son personajes estándar. Igualmente previsibles son los intereses en juego. La combinación de salvajismo, sensualidad, abuso de poder e injusticia social responde, precisamente, a cierta visión que se tiene de nuestra región: por eso la película parece más un producto calibrado que una espontánea visión de su guionista-director sobre un tema en particular. El estilo de El ardor es diferente a las anteriores El asaltante (2007) y La sangre brota (2008). Aquí no está la cámara acompañando y acosando a los personajes sino que, la mayoría de las veces, los observa acomodándose reposada, parsimoniosamente. Con encuadres esmeradísimos, fundidos encadenados y delicados movimientos, Fendrik envuelve y abstrae al espectador. Respecto a su obra previa su trabajo de dirección es más preciso, aunque también impersonal, sin eludir clisés como el ralenti en el momento en que un personaje es asesinado. El instinto que deriva en forcejeos violentos, los baños en el río, los encontronazos pasionales en medio de la selva, remiten a tantos ejemplos de cine argentino sexplotation con Isabel Sarli o Libertad Leblanc, claro que no sólo Alice Braga es menos exuberante (y muestra sólo la espalda) sino que, además, hay aquí una elegancia formal y aires de importancia que aquellas no tenían. Por otra parte, la recurrencia a mitos litoraleños –que se hace explícita con leyendas que aparecen al comienzo y al final del film– asoma sin la riqueza de títulos como La hora de María y el pájaro de oro (1975, Rodolfo Kuhn) u otros más recientes de Gustavo Fontán o Paulo Pécora, por ejemplo. A El ardor debería vérsela, en realidad, como una historia de aventuras y supervivencia plasmada con profesionalismo, y así pueden encontrársele valores. El artificio (efectos especiales incluidos) funciona y los guiños al western no incomodan. Pero la solemnidad, los gestos circunspectos, las frases afectadas y la música excesiva no le sirven para adquirir densidad dramática o mayor trascendencia. Tal vez lo mejor que pueda hacer el espectador de El ardor sea rendirse ante la belleza salvaje del paisaje, sus colores encendidos, el roce con la frondosa vegetación y el asedio del sol y de la lluvia, que Fendrik registra con delectación y se perciben más allá del exotismo for export.
El western de acá El comienzo de El ardor (y por “el comienzo” entendamos a unos largos y buenos minutos) es ejemplar: todo transcurre casi sin diálogos, con planos extensos y personajes indefinibles. De repente un disparo corta la paz audiovisual. Un disparo que sale de la nada, sorprendente; de la oscuridad más allá de los pastizales de esa selva misionera donde El ardor transcurre. Ese disparo, la violencia en sí, llega a la película de Pablo Fendrik para subvertir no sólo el orden de relaciones que hasta ese momento se daba entre los protagonistas, sino también para descolocar el sentido cinematográfico que sus imágenes venían transmitiendo hasta entonces: es desde ese momento que El ardor pasa de cierto misticismo agreste latinoamericano al clasicismo del western Americano, pero en vez de hacer un pasaje entre géneros, estéticas y tonos, prefiere una mixtura que la hacen más original y, en su ambición, un poco fallida. Pero igualmente excitante y trepidante, aún con sus complicaciones. Fendrik es alguien que ha tenido desde siempre un vínculo fuerte con un cine donde la violencia es fundamental, y es también un formalista. Pero no un formalista que estetiza la violencia (y por ende la banaliza), sino alguien que utiliza esos recursos visuales y narrativos para canalizar esa sangre que brota en sus films y permitirle otro tipo de impacto. En El ardor, la acción es brutal: hay machetes, hay moto-sierras, hay balazos profundos. Y sangre, que sale profusamente de las heridas. Como un Cronenberg selvático, Fendrik trabaja la violencia como emergente de emociones más cerebrales y menos emotivas: los villanos atacan por motivos monetarios, son mercenarios al servicio de un poder mayor que desea arrancar de cuajo a esos lugareños; los héroes defienden su espacio, pero son inteligentes y astutos, nunca impulsivos. Ese choque está trabajado narrativamente de manera lúcida: es esta una película de acción con pocos diálogos, pero que construye sus eventos con una progresión envidiable contradiciendo la quietud que muchos verán en una película con muchos planos contemplativos. La superficie de El ardor es un western hecho y derecho (el héroe que llega de la nada; los duelos; el enfrentamiento final; la chica en cuestión; la mística del hombre solitario), pero hay un par de elementos que tuercen ese destino y le aportan su mirada moderna: en primera instancia, hay más planos cerrados que abiertos, lo cual tiene una fundamental concordancia con la búsqueda climática que emprende Fendrik. El sonido -especialmente el sonido- tiene un gran vínculo con esos planos cerrados que van llevando el relato hacia cierta introspección, que se enlaza con esa Latinoamérica mítica que decíamos antes y con la presencia de lo natural. Y por otra parte hay que destacar que el enfrentamiento entre civilización y barbarie que el western proponía -mayormente en sus orígenes y antes del bienvenido revisionismo del género- es aquí invertida: la barbarie la representa el hombre de razón, mientras que la civilización es ese lugareño en constante contacto con su entorno, su espacio, su lugar. Es donde ingresa la línea más política del film, que es también un tanto obvia pero tampoco demasiado subrayada. Evidentemente Fendrik es también un director ambicioso. Su película -una coproducción con Brasil- aprovecha los favores de la gran producción para un rodaje en plena selva y la presencia de un elenco internacional, con el mexicano Gael García Bernal y la brasileña Alice Braga permitiéndole una exhibición mayor a nivel global. Lo interesante en Fendrik es que como pocas veces en el cine nacional se justifica todo esto, con una coherencia notable: nada hace ruido, nada se supone forzado, ni siquiera cae seducido a los encantos del pintoresquismo o la postal for export sudamericanista. El ardor es una película que sucede en esa línea que comenzó a trazar Fabián Bielinski, especialmente con El aura: un cine de impacto hacia el gran público, pero que no olvida los signos autorales. Algo que aún hoy sigue siendo poco usual para el cine argentino. Hay que reconocer, no obstante, que por momentos la ambición del director queda un poco expuesta. En esa apelación a un género con tanta historia como el western, algunas apuestas funcionan y otras no tanto. Por empezar los diálogos, muy marcados y con una elección de tono en la actuación que le resta verosímil al producto final: diálogos susurrados, algo afectados e impostados, que pertenecen a otro registro y que aquí resultan implantados torpemente. Si el western tenía un componente de parquedad evidente en las actuaciones, este surgía espontáneamente y no de manera tan artificial como se lo siente acá. Y hay secuencias de acción, como la huída en bote pero fundamentalmente la del ataque final, que pierden fuerza por decisiones de puesta en escena que no ayudan a sostener la tensión que en otros momentos la película sí logra: salvo el duelo, toda esa secuencia última sobre la que se había sobrecargado de expectativa, es desprolija y apurada, sin el timing ni la astucia anterior. Ahí es donde la ambición del autor le gana a la fluidez del noble artesano (muchos western fueron hechos por artesanos antes que por grandes autores), donde la preferencia por el montaje o encuadre efectista atenta contra la narración, y El ardor luce más calculada que original. Son aquellos defectos los que le restan impacto a una película que, no obstante, produce una cantidad de estímulos audiovisuales enorme. El ardor es de esas películas que, en cantidad, logran que el cine industrial de cualquier país supere la línea media y se instale como una referencia deseable. Cine con aliento masivo, pero con ideas y personalidad.
El Ardor resulta un violento, y al mismo tiempo poético, “western amazónico” El río lleva a Kaí (Bernal) hasta una finca en donde un padre y su hija (Braga) plantan tabaco. Ellos se ven amenazados por un grupo de mercenarios que quieren quedarse con las tierras a toda costa. Cuando estos asesinan al padre y raptan a la joven, Kaí saldrá en su búsqueda para enfrentarlos. Once upon a time in the Paraná La nueva película del director Pablo Fendrik (responsable de las brillantes El Asaltante y La Sangre Brota) es un proyecto por demás de ambicioso tanto desde el punto de vista comercial como desde el artístico. La cinta está protagonizada por dos de las más grandes estrellas de los dos mercados más fuerte de América Latina: Gael García Bernal de México y Alice Braga de Brasil. Al mismo tiempo el nivel de producción (de lo que hablaremos más adelante) es algo pocas veces visto dentro de nuestro cine, cosa que debería ser suficiente para llamar la atención de los espectadores locales. El Ardor es un híbrido perfecto entre lo personal y lo comercial. En ese sentido la película me remite a una época (digamos hasta fines de los 70 principios de los 80) en donde los autores podían trabajar dentro del sistema de géneros de Hollywood con total libertad, entregando productos bien personales pero al mismo tiempo dentro de los cánones de la industria. Aquí Fendrik juguetea con los géneros, pero nunca se deja encasillar. El film es una suerte de western revisionado con algunos toques de thriller y hasta cine de acción, muy en la línea de clásicos como A la Hora Señalada de Fred Zinnemann (High Noon, 1952), Amarga Pesadilla de John Boorman (Deliverance, 1972) o Perros de Paja (Straw Dogs, 1971) de Sam Peckinpah. Fendrik no tiene miedo de pasar de un extremo a otro y de hecho cuando lo hace es con total naturalidad. Podemos haber soportado las escenas más tensas, violentas o gráficas que se imaginen y pasar directamente a un plano fijo, poético, de varios segundos y hermosamente compuesto, donde tan solo vemos rayos de luz solar atravesando las ramas de los arboles en plena selva. Sin dudas El Ardor es una película en la que se dice poco, pero se observa mucho. Más allá de que habrá que afilar la oreja para entender todas y cada una de las pocas lineas de dialogo, lo cierto es que la imagen está captada con un fuerte sentido de lo cinematográfico y es tan poderosa que podríamos verla sin sonido y así y todo entenderla a la perfección. Obviamente aclaro eso para marcar un punto, ya que el apartado sonoro en todos y cada uno de los departamentos es sencillamente fantástico. Desde la edición de sonido hasta la música, que parece salida de una película de Alfred Hitchcock. Por el lado de las interpretaciones debemos destacar el gran trabajo de Gael García Bernal, el actor mexicano logra trasmitir una gran gama de emociones a través de una caracterización que a veces no necesita de palabras para hacerse entender. La brasileña Alice Braga se luce con uno de esos personajes vulnerables que se ve obligada a hacerse fuerte para sobrevivir. Y tambien debemos mencionar la labor de Claudio Tolcachir como uno de esos villanos clásicos, que no tienen ni una gota de bondad dentro. Conclusión El Ardor es un western exótico y violento, pero a la vez poético y sumamente cinematográfico. Fendrik vuelve a entregarnos un producto original y diferente. Esta vez los niveles de producción pueden estar muy por encima que el de sus anteriores films, pero lejos está eso de comprometer su visión como autor. De la mano de fanáticas interpretaciones y una historia que te atrapa desde el primer plano, El Ardor es uno de los grandes estrenos del año que no deberían dejar pasar.
El paisaje protagoniza atractivo western criollo En "Shane, el desconocido", el director Georg Stevens convertíia a Alan Ladd en una especie de cowboy caído del cielo para equilibrar una situación injusta. En un momente este cowboy-angel se batía a duelo con un ominoso Jack Palance demoníaco. La fórmula, con sus elementos sobrenaturales más marcados, también fue utilizada por Clint Eastwood. Pablo Fendrik, director de "El Asaltante" parece anotarse en ese tipo de western con toques esotéricos, sólo que tiene la originalidad de situarlo en tiempos contemporáneos y en un ambiente totalmente distinto como el de la selva misionera. Un convincente Gael García Bernal es el misterioso desconocido que aparece para balancear la situación injusta, cuya víctima (en una gran actuación) es Alice Braga, acosada por unos mafiosos decididos a quitarle sus tierras. En la época del cine digital lo que más y mejor llama la atención de "El ardor" es que se trata de una producción casi totalmente filmada en exteriores, y la esencia de la película es capturar el paisaje donde transcurre la acción. Más allá de que las escenas de violencia tienen clima, están bien filmadas e incluso por momentos alcanzan verdadera espectacularidad, lo que hay para destacar por sobre todo es el uso de paisaje como auténtico protagonista. La fotografía de Julián Apezteguia logra imágenes brillantes, sacándole el máximo provecho a cada elemento selvático que pueda ser utilizado a favor del impacto visual (y obviamente también del drama y la acción). Con respecto al guión, la verdad es que el ritmo no siempre acompaña las imágenes, y por otro lado las derivaciones políticamente correctas de la historia a veces se vuelven un tanto redundantes, por ejemplo el subtexto ecológico. Pero a pesar de estos detalles, sólo el uso del paisaje, el formato de western contemporáneo y autóctono, las buenas actuaciones y las sólidas y a veces imaginativas escenas de acción bastan para recomendar "El ardor".
Venganza y codicia en un paisaje salvaje y peligroso Western latinoamericano, con un mexicano una brasileña y unos argentinos animando una trama densa y salvaje en medio de un verdor feroz que está a punto de caer bajo el avance del poder y la codicia. Historia de venganza con un solitario que viene de la nada a salvar todo. Sangre y acción en un escenario donde la naturaleza y sus pocas armas lucha como puede para no ser arrasada. Con toques místicos (el tigre defiende su hábitat y protege a quienes se resisten a entregarlo) y bellas imágenes, un film parsimonioso, desparejo, lacónico que pone al progreso y al poder como agentes destructivos y que convierte a sus desamparados pobladores en parte esencial de un entramado donde los rugidos, los árboles, los arroyos y la bruma van interponiéndose a su manera a la marcha de los depredadores. Le falta más rigor, hay demasiadas caídas en el efectismo y, al final, lo inverosímil y un par de clishes mal puestos le quitan potencia. Pero es un cine distinto, que explora otros territorios, que asume la textura de su ambiente y que busca la moraleja entre los rasgos amenazantes de un paisaje americano que suele ser al mismo tiempo bendición y condena
"El ardor es un film como esa selva que retrata: misterioso, bello, silencioso y, a la vez, denso, opresivo y con un clima de inminente peligro. Visualmente, una de las películas nacionales más impactantes del año".
Un western en Misiones La película El ardor, protagonizada por Gael García Bernal, es un filme ambicioso y solemne que se queda en las imágenes de la selva. El ardor es tan ambicioso como Relatos salvajes, pero el filme de Pablo Fendrik es más personal y no milita en el desprecio. Como sucede con la película de Szifrón, éste cuenta con estrellas internacionales: Gael García Bernal y Alice Braga son rostros universales (y hermosos); los planos ampulosos tampoco faltan: la panorámica aérea inicial sobre la selva misionera es la primera evidencia, y habrá muchísimos contrapicados para registrar el espesor de la selva y su ecosistema frondoso. La historia es prácticamente un bosquejo: por mucho tiempo los moradores de la selva misionera han trabajado su tierra, pero también desde siempre han tenido que enfrentar peligros. La amenaza de antaño tal vez se trataba de los colonos europeos, la de hoy se circunscribe a una mafia regional que buscar anexar por la fuerza más tierras a su favor. La primera escena dramática pasa por un apriete: un campesino tendrá que firmar un boleto de compra-venta. Si no lo hace, su vida estará en juego, aunque para los forajidos de turno ni la palabra ni la ley tienen peso. Se quedarán con la tierra y se llevarán a la hija del viejo propietario. Existe, aparentemente, una antigua tradición de la región según la cual frente al peligro se invoca la protección de los ríos. De esas aguas espesas y marrones emergerá el personaje sin nombre, sin zapatos y sin camisa (aunque tatuado) encarnado por García Bernal. ¿Es él una fuerza telúrica hecha hombre? Un poco guerrero, un poco chamán, este hombre misterioso, capaz de meditar fumando pipa en medio del peligro, puede hasta comunicarse con las bestias, aunque no se privará de ciertos placeres más propios de mortales. Lógicamente, el héroe mesopotámico luchará contra los malos y protegerá a los débiles. A diferencia de la tradición del western, que siempre está en consonancia con la historia de una nación, la lenta imposición civilizatoria sobre el imperio de la fuerza y el anarquismo tribal, y la invención de las leyes (lo que también hace de ese género un laboratorio experimental de la moral en la vida anímica de los personajes), en El ardor es la superstición y la alusión difusa al mito lo que contextualiza el enfrentamiento de los personajes. De lo que se predica una suerte de apelación universal a la lucha entre el bien y el mal en su grado cero de exposición, y por lo tanto a una moral pueril de supervivencia. Primitiva abstracción que se combina poco felizmente con el kitsch folklórico acompañado de música de cuerdas y parlamentos telegráficos. El ardor alcanza su mayor esplendor en los últimos minutos. El mejor Fendrik, el mismo que hizo ese pequeño gran filme llamado El asaltante, se da el gusto de poner en escena un espectacular duelo, como si estuviéramos viendo una película de Sergio Leone, aunque la secuencia, hermosa en su materialidad, no detiene la fatal tendencia a la solemnidad que somete el filme, de principio a fin, a una amable ridiculez.
Pablo Fendrik llamó la atención hace un par de años con un notable film llamado El Asaltante y otro, más celebrado que bueno, llamado La sangre brota. Se notaba en ambos un nervio narrativo y una pericia fílmica importantes. El ardor es, en sí, un western con todos los elementos del género, y vuelve a mostrar la tensión de la que es capaz el realizador. Que, en ocasiones, se pasa de crispación: es en esos momentos donde la película casi se diluye.
El Ardor es un extraño caso para la filmografía local, que por momentos parece "inspirado" por el western y por otros lo confirma haciendo que "la inspiración" de un paso al costado y dando lugar a la definición pura y clásica del género, tras imitar sin demasiada sutileza no sólo formas (desde planos y composiciones) sino también música y montaje. Si a eso le agregamos un prólogo que adivina un toque "fantástico" para el relato, no resulta errado afirmar que estamos ante una película extraña, por momentos indecisa y con pasajes un tanto confusos. La historia de El Ardor comienza con una vasta cantidad de terrenos en llamas, ardiendo al compás de una música que presagia tragedia: alguien provocó el fuego y ese alguien, demás está decir, no se presentará en pantalla con intenciones amistosas. Esta es una historia de víctimas y victimarios, peleando por puntos de intereses opuestos, unos más valiosos que los otros. De un lado están los bandidos de escopeta en mano que buscan erradicar a los habitantes de unos valiosos terrenos por, suponemos, cuestiones de negocios, y del otro se defienden los habitantes de esas tierras, apenas un reducido número de trabajadores sin intenciones de dejar atrás lo que les pertenece. A esta ecuación se suma, envuelto en un halo de misterio, Gael García Bernal quien sabemos entrará en acción para defender a los buenos, aunque no comprendemos bien porqué ni cómo. Por momentos Rambo, por momentos Perros de Paja y espaciadamente también western clásico (con enfrentamiento final incluido, que hasta retumba en un sonido de campana antes del duelo, que vaya uno a saber de dónde proviene), El Ardor es una obra atípica, no sólo para el cine nacional sino para la cinematografía en general. Da la sensación de que, a medida que avanza la historia, el director se va arrepintiendo de abrir algunas líneas argumentales y las abandona para comenzar otras. El tono errático de la película culmina en unos créditos que buscan conscientizar acerca de la problemática social que aborda la película, que por más que nobles se sienten raros, puesto que lo último acontecido en el ajetreado tercer acto tuvo más que ver con el western y el realismo mágico que con la triste realidad. Mostrarle al espectador la lucha por las tierras a través de seres mágicos que parecen salidos del lejano Oeste, es una idea tan extraña como lo sería intentar conscientizar acerca de los problemas de la radiación a través de Godzilla. La película de Pablo Fendrik aborda una problemática social recurrente en diversos puntos del País (en este caso, concentra su mirada en una historia ambientada en Paraná), y lo hace con un ritmo irregular, cambiante y algo confuso, que sin embargo posee como gran virtud un aspecto visual sólido que resulta decisivo en las excelentes escenas de acción. Esto es finalmente lo que rescata a la película del olvido y eleva por encima de la media del cine nacional. No es poca cosa, aunque queda flotando en el aire una sensación de oportunidad desaprovechada para una película que, aún partiendo de una trama sencilla, tenía potencial para un mejor resultado.
LEYENDAS DE PASIÓN + LA DELGADA LÍNEA ROJA + EL LIBRO DE LA SELVA + HOLOCAUSTO CANÍBAL + ANIMAL PLANET Fendrik pasó de la sordidez urbana a la sordidez selvática. Este cambio no lo favoreció. El Ardor es un western ecológico, metafísico, de una solemnidad naturista desconcertante si se tiene en cuenta la filmografía del director: El Asaltante (2007), La Sangre Brota (2008) y el cortometraje Hija del Sol (2010); tres obras de una aspereza contundente, bien perfiladas en su problemática moral. Fendrik investigaba estados alienados, creaba ensayos sobre la marginalidad sostenidos en actuaciones tangibles. Pérez Biscayart escupía cemento; Arturo Goetz componía al mejor criminal dostovieskiano del cine argentino; Mariela Vitale se afirmaba como delincuente para negar su maternidad.
Cruda visión de una oculta realidad “El ardor” es la tercera película de Pablo Fendrick, y retoma en ésta su denominador común: la violencia, el mal contemporáneo, la cual es ejercida desde distintos estamentos de la sociedad. En algunos casos por la marginalidad, en otros por la droga, asaltos y secuestros, y en un plano más oculto por la codicia. El título del filme “El ardor”, uno de los sinónimos de violencia, suena más poético, pero no deja de ser tan crispado como la palabra original. En “El ardor” es la selva la que impulsará la violencia. La selva, como en la novela “La vorágine” del colombiano José Eustasio Rivera, no perdona a quienes la invaden y los devora. La selva se defiende a su manera, y en este caso usa como justiciero a un chamán. El personaje de Kai (Gael García Bernal), entre enigmático y héroe solitario, recuerda al famoso sindicalista del caucho brasileño asesinado, Chico Mendes, que fuera inmortalizado en la película de John Frankenheimer, “The burning season” (“Estación ardiente”, 1994), con la actuación de Raúl Julia. Si bien puede desde lo formal tener la estructura de un western, no lo es, sino que más bien se inscribe en el territorio de la denuncia ecologista sobre la que se han acoplado varios directores americanos y europeos. “El ardor” está montado desde la perspectiva de la narrativa clásica de sucesos y situaciones siempre justificadas por acciones encadenadas sobre el antagonismo de dos personajes (García Bernal y Claudio Tolcachir), uno, una especie de chamán iniciado en el ritual del agua, y el otro, un villano con exacerbadas constantes de maldad. Fendrick utiliza variados recursos para crear un clima fascinante y con cargas de tensión impuestas por la banda sonora. El relato es fragmentado en escenas breves y apremiantes, con escaso diálogo, plagado de silencios y miradas, dentro de un majestuoso escenario, como lo es la selva misionera, que lo subraya. Por otra parte señala el desajuste entre los individuos y la naturaleza, entre los que son uno con ella y los destructores. La excelente fotografía, enmarcada por tonos sicalípticos, empastados, con puntos de fuga brillantes como si buscaran un nuevo horizonte para crear la sensación de exceso y delirio. El realizador utiliza un lenguaje que literalmente reproduce la selva real con una selva de imágenes, símbolos y líricas descripciones, en las que hay una estrecha correlación o simbiosis entre la realidad representada y el lenguaje que la representa. Las coproducciones permiten intercambiar talentos y mostrar la valía de cada uno de ellos. Gael García Bernal compone a un chamán, con el carácter propio de los mexicanos y movilidad sureña, Claudio Tolcachir construye a su villano desde el sadismo más absoluto, porque sabe que lo que perdura en la mente del espectador es el malvado. Alice Braga aporta la femineidad necesaria sin gran alharaca, y sin la sensualidad que tiene su madre Sonia Braga. El resto del elenco acompaña con excelencia a la triada mexicano-argentina-brasileña, ocupando el lugar de sostenes secundarios con total autoridad. “El ardor” es un filme de violencia encubierta y real, con subliminales ecologistas y una moraleja acertada: si destruyes te destruirán. Pablo Fendrik realiza una denuncia esencial: la naturaleza salvaje triunfa sobre los hombres que abusan de ella tratando de asimilarla a un despiadado sistema industrial o de monocultivo. La “ley de la selva” es implacable y puede transformar el paraíso en un infierno para quienes osan desafiarla.
ERRANTE EN LA SELVA Vania (Alice Braga) vive con su padre en una casa ubicada en la selva misionera. Procuran resistir el embate de tres hombres que, más por las malas que por las buenas, quieren hacerse con el terreno. No se sabe quién los manda pero son conocidos por quemar los terrenos de quienes se resisten. Podemos aventurar que responden a los intereses económicos de los poderosos. Traído por el río, protegido por el espíritu de la naturaleza, el errante y reservado Kaí (Gael García Bernal) será el líder de la resistencia. Si bien transcurre en el noreste de nuestro país (se trata de una coproducción argentino-brasilera), el tercer largo de Fendrik presenta elementos del Far West, es algo así como un western misionero sin caballos ni vaqueros pero con una mujer secuestrada, un héroe que va a su rescate y, sobretodo, un duelo final. Es, además, una obra a favor del ecologismo, coagulado en la figura de ese jaguar que, tan cautivante como ridículo, entra y sale de la escena para socorrer a los buenos y ajusticiar a los invasores. Lo que invade a “El ardor” no son, sin embargo, sus villanos. Es su tono grandilocuente, el innecesario uso de la cámara lenta para acentuar un dramatismo que jamás se apoya en sus figuras internacionales y una música exageradamente presente. “El ardor” es una película en la que se habla poco y mal y que tampoco deja hablar al cuerpo. La suntuosidad del paisaje nunca excede el mero registro fotográfico y la pulsión queda rebajada a una escena de sexo enmarcada en el cliché. Es difícil no decepcionarse siendo que Fendrik había entregado hasta aquí dos cintas formidables como “El asaltante” en 2007 y “La sangre brota” al año siguiente. Fuera del ámbito urbano y sin el recientemente fallecido Arturo Goetz, el director parece perdido. Aun así, y aunque resulte contradictorio, el acierto en esta cinta recargada de prólogos y que parece no comenzar nunca, llega sobre el final. Hay un instante, a la hora del duelo, en el que los elementos que no funcionaron durante todo el film se alinean y el humo se disipa. Solo ahí la imagen cinematográfica toma la palabra y emerge esa belleza que golpea como un machetazo certero.//?z
Un Paraíso para los Malditos Desde el primer fotograma en silencio y con la potencia de las imagenes fílmicas, el espectador queda deslumbrado con esta suerte de folletín folclórico-pasional, con mucho de "Culebrón" televisivo, con la enormidad de los paisajes misioneros, con dos estrellas internacionales que actúan bien y parecen amadas por la cámara: el mejicano Gael Garcia Bernal y la brasilera -hoy ganada por Hollywood-: Alice Braga. Más virtudes son que dirige un argentino destacado (Pablo Fendrik), hay en la trama unos desalmados villanos ajustados -y lo bueno: sin excesos de sobreactuación- como Claudio Tolcachir y Jorge Sesán -, redondeando a la vez una estupenda fotografía, una música notable, y una intensidad que va desde el western despiadado, hasta el erotismo y lo testimonial del cine de Armando Bó -aunque sin su ingenuidad-, del relato mágico a lo Horacio Quiroga, hasta el misterio cercano a "Cat People" de Jacques Tourneur. Y por sobre todo en el guión hay una economía de palabras fabulosa, donde resalta, deslumbra, nos gusta la fuerza y belleza de las imágenes. El eje central es sin dudas el tema duro y urticante de la posesión de tierras, la presión a los colonos habitantes que les dan gente armada y pesada,que obedecen a importantes terratenientes o grandes firmas comerciales, conocido drama desde siempre que sufren en casi toda Latinoamérica, y que se hace imparable.
La selva en llamas La historia transcurre en algún lugar impreciso de la selva misionera entre Argentina, Brasil y Paraguay, donde una mezcla de chamán y guerrero solitario (Gael García Bernal) llega a una precaria pero extensa finca tabacalera, en el difícil momento en que un grupo de mercenarios está acosando a los indefensos propietarios (un padre y su hija adolescente) para robarles sus tierras. El imponente marco de la selva misionera y los mercenarios dispuestos a despejarla de sus habitantes originarios genera situaciones ideales para que florezcan los condimentos esenciales del western: la venganza espectacular que desemboca en un duelo épico entre villanos y justicieros. La película apuesta al cine de género con encuadres, planos y personajes aventureros pero también toma algunas licencias y tiene ciertas zonas de realismo mágico, donde la tensión del relato se orienta hacia una búsqueda más personal e inclasificable. El tratamiento del personaje central es por lo menos extraño y roza lo sobrenatural: cómo se lo presenta: emerge del río, tiene conocimientos medicinales y guerreros; actúa sólo cuando es imprescindible; su mirada siempre va más allá de la situación en que se encuentra y no se ata a relaciones individuales. Su armoniosa relación con el tigre carnicero y con las plantas curativas interna en un clima que trasciende lo puramente beligerante. Con vena mística y social Fendrik sostuvo que el suyo “es un western atípico donde ocurren cosas que no siguen al pie de la letra los cánones del género. La película dialoga con ese molde, la fotografía deslumbra con sus localizaciones y expone una interesante vena mística sobre las culturas indígenas de México, América Central y Sudamérica, donde los nahual eran los intermediarios entre los vivos y los muertos, compañeros en el mundo espiritual y protectores a los que se invoca en caso de peligro. García Bernal encarna a un personaje mitológico, una especie de “nahual”, la versión humana de un jaguareté, donde se establece un vínculo con lo sagrado. Paralelamente, si bien los términos ecológicos no condicionan sino que se desprenden, se deducen de la historia, Fendrik desarrolla un alegato que denuncia la destruccion sistemática de la naturaleza. El director declara haber buscado durante casi un año una zona selvática intacta de Misiones para poder filmar, porque el 80% de la flora originaria fue arrasada para plantar pinos. In situ, el realizador pudo apreciar de primera mano las historias de mercenarios que han hecho fortunas injustas que fueron motivo de inspiración para la trama. El drama social, el contenido telúrico, la integridad del héroe, el paisaje imponente acercan a “El ardor” a ese tipo de cine de grandes ambientes que se pone del lado del desposeído y que lleva al espectador a identificarse contra el usurpador, despertando la resistencia a la injusticia del poder que se impone por la fuerza. Como en la modélica película social de Mario Soffici “Prisioneros de la tierra” de 1939, la selva misionera no es simplemente un escenario, sino lo que da sentido a todo el drama y obliga a un rodaje estoico que también demuestra la ejercitación de los músculos, entre enjambres de mosquitos desafiando la paciencia. “El ardor” retoma esencialmente el eterno conflicto entre naturaleza y civilización, partiendo de leyendas ancestrales que recuperan el espíritu americano y reavivando el cine de aventuras, sumando una subtrama romántica donde Gael García Bernal y Alice Braga aportan mucho más que la perfección estética de sus hermosos cuerpos.
It’s pretty easy to summarize the story of Argentine filmmaker Pablo Fendrik’s El ardor, which was screened out of competition at Cannes, since nothing much happens for quite a long stretch of time, and by time the film ends there are not many redeeming qualities to make up for so much stillness. Not that is has to be an action-driven feature, but at least there should be something going on to make it as dramatic as its premise calls for. It goes like this: a young vagabond shaman (Gael García Bernal) who lives in the forest in Misiones arrives to a tobacco plantation where a father and his daughter (Alicia Braga) live. On the same day, a group of mercenaries also arrive to the place, and force the father into giving up his land. He does so, but they kill him anyway right in front of his daughter. Then they kidnap the young woman and flee, but the shaman witnesses it all — he was hidden in a shack — and soon embarks on a journey to rescue her. So it’s a local version of a western, a genre not often tackled by Argentine cinema at all. The film’s introduction takes place in no more than 15 minutes. From then on you get to see a very slow and uneventful chase that is prolonged for some 80 minutes, give or take. Granted, there are two or three incidents along the way, but that’s about it. The happy ending is somewhat action-filled. It does have some effective moments and some blood here and there. Period. That, and a very pronounced lack of pulse and brio make El ardor hard to sit through. It’s too contemplative, too motionless. And while the atmosphere of desolation and death has been skilfully accomplished (so you can sense the asphyxiating heat), the characters development is very poor. That’s why you can’t even care about them: they are just action figures, or entities, which perform the few actions the screenplay provides. We know almost nothing about the “good guys” and nothing at all about the “bad guys.” To top it all, there’s also a menacing tiger wandering about, meant to symbolize who knows what. Despite being professionally shot (the sound design is also a plus), El ardor fails to be both engaging or compelling. It looks good, but that doesn’t get you very far.
El sosiego Guión y dirección de Pablo Fendrik para esta cinta difícil de definir o de encasillar en un género en particular. Protagonizada por Gael García Bernal y Alice Braga, El ardor alterna momentos de todo tipo que van desde algún que otro pasaje de buen poder de enlace hasta la quietud casi irrisoria de secuencias que se extienden un poco más de lo necesario en su duración. Tres sujetos arriban a la selva misionera con el fin de quedarse con las tierras y asolar contra quienes sean los dueños de las mismas. Así, como en una especie de sometimiento de los más acaudalados sobre los más débiles, se desarrolla la historia sin perder de eje esa premisa hasta su desenlace. El director intercala o improvisa unos guiños al western y nos adentra, desde el comienzo, en la vida de quienes habitan en la espesura de los árboles y la pasividad propia del lugar. Todo transcurre de manera calma, hasta que los acechadores arremeten contra nuestros protagonistas. Es en ese inicio donde El ardor se siente más intenso, ganando en dicho aspecto puntos de gratificación con el espectador. Pero el clímax no se mantiene durante mucho tiempo y la intermitencia recobra protagonismo al desvirtuarse el asunto o más bien volcarse hacia ese ritmo paulatino que prima en la mayor parte del film. La película acierta en materia sonora cada vez que recurre a la recreación de la selva a base de sonidos silvestres que permiten que el observador se sienta, de algún modo, partícipe o interiorizado en el ambiente. Pero la citada buena construcción de clima apacible no se condice o no encuentra el mismo grado de equilibrio cuando se invoca al flanco destinado a generar nervio e inquietud. Los eventos se van resolviendo de una forma que, más allá de lo previsible que se torna, no sorprende ni cautiva. El ardor hace uso de algunos que otros instantes en los que los enfrentamientos se muestran crudos y sangrientos, pero incluso con ellos no logra sacar provecho de lo que tiene por contar para terminar de elaborar una historia atrapante o atractiva para el público. LO MEJOR: un buen comienzo. LO PEOR: carece de fuerza narrativa. De a ratos se torna pesada por la extensión innecesaria de sus escenas. PUNTAJE: 4,5
El ardor es la tercera película de Pablo Fendrik, tras El asaltante y La sangre brota. La primera (un ejercicio de estilo) le abrió las puertas de Cannes. La segunda confirmó la búsqueda de un estilo duro para un relato convencional. La tercera es la vencida: en El ardor la convención derrota al modernismo, y la estilización aparece como mera coartada para echar vino nuevo en odre viejo. (En ese sentido, no diría que Fendrik “claudicó”, porque eso implicaría creer que alguna vez buscó otro camino. Y ese es justamente el error simétrico que cometen algunos críticos: defender o atacar según la trayectoria que ellos mismos imaginaron. Pero el éxito limpia todo, y al que lo consigue ya nadie le reclama nada: en cambio, si el resultado es fallido no hay misericordia, como le sucedió a Caetano con Mala, o a Gugliota con Arrebato). El ardor no menos previsible que cualquier subproducto de género (música omnipresente, consuetudinaria escena de sexo gratuita), pero las evidentes debilidades del guión (basta ver los repetidos e inverosímiles escapes) son menos irritantes que su concepto: el desangelado héroe mítico (encarnado por Gael García Bernal con la misma lejanía que el Che Guevara de Diarios de motocicleta) representa todas las contradicciones de la película (como ese tigre digital que ilustra el espíritu de la naturaleza). El ardor conforma un producto en el que todo -tiempo, espacio, personajes, conflicto- está pasteurizado para mejor consumo de una audiencia globalizada. Las actuaciones y los parlamentos tienen el laconismo y violencia exigido en el cine festivalero (aunque algunos diálogos y resoluciones sean ridículos), al igual que los planos bellamente muertos y el tempo narrativo detenido en la insignificancia (todo dosificado con precisas efusiones de brusca sangre). Contrariamente al western –género con el que pretende emparentarse-, la película transcurre en un tiempo impreciso que se mitifica (en una suerte de comunión que ni siquiera alcanza el aliento de Los salvajes, aunque sí el mismo telurismo de qualité). Sin eludir ningún lugar común, y mezclando ingredientes de todo tipo (de Rambo a Apitchapong, por mencionar dos extremos) su única paradójica cualidad es la de generar un híbrido cuyo resultado estético es igual a cero. ardor El ardor es una literal película “de diseño” en la que cada ingrediente está calculado (desde la estética latinoamericana a la corrección política), y aunque el resultado tenga sabor a poco sin duda será la más exitosa de Fendrik. No extraña entonces que muchos vean este experimento de mutación como un éxito, pero es una repetida defección que los críticos asuman las razones del mercado, avalándolo con la excusa de que los directores dejan la “zona de seguridad” del autorismo para experimentar con el ´”género”, cuando (amén de que el autorismo nunca renegó del género) en casos como este se ve que simplemente se pasa de una zona de confort a otra: del indie al mainstream independiente (trayecto que un festival como Cannes ilustra en el escalafón de sus diversas secciones). Renunciando a su rol, el discurso crítico se contenta con encontrar evidentes referencias “autorales” (de la sobrevalorada Deliverance al inimitable Leone), para mostrar películas como esta como ejemplo a seguir por los realizadores emergentes. Pero no se trata solo de complacidos o complacientes críticos de cine: basta recordar que hasta un analista tan sutil como Fredric Jameson cayó en la trampa, allá lejos y hace tiempo. En “Sobre el realismo mágico en el cine” (un artículo compilado a mediados de los ochenta en su libro Signaturas de lo visible), Jameson sucumbía a pensar ese movimiento como “una posible alternativa a la lógica narrativa del posmodernismo contemporáneo”. Parecía curioso ese rescate de un “género” que hacía rato venía siendo cuestionado (como todo el boom latinoamericano en tanto puro nicho de mercado) cuando en el mismo texto se denunciaba tempranamente un “cine de la nostalgia”, la “estética de la reducción a lo corporal”, y el abandono de lo laboriosamente aprendido por el clasicismo, reemplazado “por el más simple y mínimo recordatorio de un argumento que se despliega como violencia inmediata” (críticas todas que le caben perfectamente a El ardor treinta años después…). Jameson caía en la criticada mirada sobre el realismo mágico como clave de lectura del Tercer Mundo para la academia del Primer Mundo, en una lectura que reproducía el paternalismo colonialista que venía a combatir. Baste citar su presuposición de que “como lectores occidentales cuyos gustos (y mucho más) han sido formados por nuestro propio modernismo, una novela popular o de realismo social del tercer mundo tiende a parecernos (…) convencional o ingenuo, [pero] tiene una frescura de información y un interés social que nosotros no podemos compartir”. El viejo tema del “buen salvaje” en todo su esplendor. Esa mirada, claro, no ha dejado de provocar a su vez distintas reacciones en América Latina a lo largo de su historia (como encarnaciones diversas del Calibán de Shakespeare). Para no remontarnos muy lejos, por la misma época en que Jameson escribía ese artículo Glauber Rocha se entregaba a su último experimento, A idade da terra (1980), en el que su “estética del sueño” venía a criticar su propia “estética del hambre”. Glauber se rebelaba contra su propio cine en tanto había sido fagocitado por el sistema (algo parecido hacía Pasolini con Saló (1975), que no casualmente también sería su última película). Sin embargo, un espectador extranjero no encontraría diferencia entre esa película inclasificable y Terra em transe (1967), o entre Deus e o diabo na terra do sol (1964) y O Dragao da maldade contra o santo guerreiro (1969). Más evidentes son para cualquiera las diferencias entre Prisioneros de la tierra (1939) y El familiar (1975), que pueden ser leídas con provecho junto a El ardor para ver como formas antagónicas de una misma tradición (el retrato de la ardorosa explotación): si la película de Fendrik es conservadora y la de Getino excéntrica, la seminal película de Soffici aun sigue marcando el camino de un cine popular de autor que no renuncia a contar sus coordenadas de espacio y tiempo con un vigor tan sorprendente en la actualidad como inusual en su tiempo.