Solidaridad entre marginados Uno de los temas más dolorosos y urgentes que gran parte del cine actual suele obviar es la pobreza, esa que crece a niveles alarmantes en todo el globo a raíz de la sustitución del trabajo por la tecnología y la especulación financiera en todas las economías nacionales, una reconversión de los oligopolios asimismo complementada por la corrupción privada y el desfalco estatal en un capitalismo cada vez más salvaje, injusto y hambreador. El séptimo arte de nuestros días, también hegemonizado por estudios y productoras gigantes que prefieren esquivar semejante baldazo de realidad, sólo de vez en cuando ofrece un retrato de un tópico que supo estar en el candelero creativo durante décadas y décadas del Siglo XX, hoy sepultado debajo de la catarata del escapismo hueco que inventan los “popes” del marketing y la publicidad que controlan todo el ámbito cinematográfico contemporáneo. Somos una Familia (Manbiki Kazoku, 2018), la última película de Hirokazu Koreeda y la ganadora de la Palma de Oro en la edición 2018 del Festival de Cannes, continúa la buena senda trazada por la obra previa del japonés, The Third Murder (Sandome no Satsujin, 2017), ahora aunando el trasfondo criminal de aquella con su obsesión de siempre, léase la dinámica familiar y las diversas crisis internas de los colectivos hogareños: aquí el relato se centra en la humilde residencia de los Shibata, un clan de clase baja conformado por una señora mayor, Hatsue (Kirin Kiki), una pareja de mediada edad, Osamu (Lily Franky) y Nobuyo (Sakura Ando), y dos jóvenes, Shota (Kairi Jō) y Aki (Mayu Matsuoka). Un día Osamu decide llevar a la casita compartida a Yuri (Miyu Sasaki), una nena que encuentra escondida en la calle y con señales de haber sido muy maltratada por sus padres biológicos. Si bien en gran medida Koreeda en esta oportunidad recupera muchos de los latiguillos de opus recientes y demasiado redundantes como De tal Padre, tal Hijo (Soshite Chichi ni Naru, 2013), Nuestra Hermana Menor (Umimachi Diary, 2015) y Después de la Tormenta (Umi Yori mo Mada Fukaku, 2016), todas propuestas que pretendían calcar los análisis familiares reposados de Yasujirô Ozu, lo cierto es que la introducción del sustrato delictivo rejuvenece el planteo y nos acerca a una nueva dimensión del minimalismo tragicómico de siempre: los Shibata en conjunto apenas si ganan lo suficiente para vivir y por ello se ven obligados a robar en tiendas varias para subsistir, un “oficio” en el que son muy buenos porque cuentan con la paciencia necesaria, se autoconstruyeron una cultura del rebusque callejero y en suma carecen de la moral hipócrita burguesa en lo que atañe a la propiedad. Como cabe esperar de parte de Koreeda, la película nos pasea por las vicisitudes de cada personaje aunque con inusual detallismo y en función de seres realmente complejos, esquema asimismo coronado por un capítulo final que coquetea con el policial cuando esa Yuri que adoptaron y rebautizaron Lin termina siendo descubierta por las autoridades, quienes la consideraban raptada por más que sus propios padres ni siquiera hayan hecho la denuncia. El director y guionista trabaja con astucia tanto la solidaridad entre marginados, hoy mediante un grupo de lo más polimorfo unido por las distintas variantes de la recesión japonesa actual, como el concepto de las familias compuestas e incluso sin vínculos de sangre de por medio, enfatizando la capacidad de elección de sus integrantes con respecto al mismo hecho de convivir con el resto de la “parentela” en plan comunitario afectuoso. A diferencia de los derroteros y desenlaces remanidos de las obras anteriores del cineasta, Somos una Familia sí posee un desarrollo fascinante porque destila humanidad en cada fotograma, dejando que la desesperación contenida de los Shibata aflore en forma de continuas sonrisas que paradójicamente no niegan la situación atribulada de fondo sino que remarcan el dejo picaresco con el que el clan vive a diario, atento a las oportunidades que brinda un entorno profundamente abusivo para con los de menores ingresos. Esta idea del olvido social va calando hondo a medida que avanza el metraje y el catálogo de injusticias queda en primer plano, entre un Estado negligente, un puñado de burócratas mitómanos y odiosos y una pasividad general que siempre termina siendo cómplice de los comerciantes, sus esclavos asalariados y los grupos del poder económico más concentrado y despótico…
La pobreza que no miramos Desde su debut a mediados de la década del noventa el realizador japonés Hirokazu Koreeda ha cosechado una filmografía exultante de un humanismo existencialista y de una calidez sorprendente. Sus personajes han indagado en la cruda realidad para encontrar un sentido a la vida a través de las más variadas experiencias, destacándose la inocencia como una cualidad que persiste como valor en todas sus obras. En Somos una Familia (Manbiki Kazoku, 2018) el trabajo, las changas, las tragedias y las vacaciones exponen la dinámica de una familia muy particular que realiza pequeños hurtos para sobrevivir precaria y felizmente en una sensación de aventura y peligro constante. El film presenta a una familia un tanto particular producto de las relaciones sociales en el Japón contemporáneo colocando a la pobreza como un eje narrativo que marca todo el relato. Una pareja sin recursos que no puede tener hijos vive con un niño que no es su hijo, pero que tratan como tal, una joven que se las rebusca en un taller de la imaginativa industria sexual japonesa, una señora mayor a la que tratan de abuela y una niña pequeña maltratada por sus padres que decide quedarse con ellos. Hacinados en una habitación precaria viven todos en un limbo de la venta de los productos robados hasta que descubren que la niña, Yuri, es buscada por los servicios sociales, que han descubierto su desaparición y se han puesto en alerta debido a que los padres no han realizado la denuncia. Esto pone a la pareja protagonista, Osamu y Nobuvo, en un dilema, disyuntiva que de un problema moral y una elección de vida se transformará en una cuestión policial que pondrá en peligro su libertad. Mientras que la madre de Yuri parece aliviada por la desaparición de la niña, Osamu y Nobuvo se convierten en padres amorosos y Shota y Aki en buenos hermanos que comparten con ella juegos y su forma de divertirse, lo que le otorga a esta hija única la experiencia de una familia por primera vez en su corta vida. El realizador japonés no esquiva las problemáticas ni las contradicciones de la situación. En lugar de caer en el romanticismo de la familia por elección versus la familia tradicional decide complejizar la acción, especialmente en el final, desarrollando distintos aspectos sobre la relación de los personajes que los pone en tela de juicio. A nivel económico los niños estarían mejor con sus familias originales pero es su nueva familia la que les ofrece el amor que sus padres no pueden darles precisamente porque están muy ocupados atareados con sus poses sociales que les proveen el estatus y el dinero y les llevan a abandonar a sus hijos. Koreeda expone los conflictos que las nuevas relaciones sociales producen en la institución familiar a partir del declive de la familia tradicional como eje de la identidad, desgarrada por las nuevas formas de producción, consumo, percepción y asimilación de estas experiencias. El ejemplo de la familia en cuestión provee de una identidad familiar a este grupo de personas sin un lugar a donde ir desde la elección, una opción de funciona en la práctica, pero que propone nuevos y diversos problemas para el Estado en el ámbito de la legislación y la moral de la cambiante -y tan extraña para nosotros- sociedad japonesa. El film ofrece así un panorama de la vida urbana en el Japón actual y de la pobreza como factor distintivo de las relaciones sociales a partir de los nuevos centros sexuales, los salones de máquinas de juegos, los almacenes, las grandes tiendas y la forma de habitar apretujada en pocos metros cuadrados, para ofrecer un gran retrato del Japón dominado por las nuevas formas de habitar y vivir bajo las garras del nuevo capitalismo. Desde los valores y la actitud temeraria hacia la vida y la muerte, pasando por el papel de la educación, Koreeda trabaja a conciencia los lazos familiares marcados por la supervivencia, la competencia constante y el consumismo insaciable, analizados tanto desde la mirada adulta como la infantil en una de sus mejores alegorías sobre la inocencia y la familia.
El más reciente trabajo de Hirokazu Koreeda (“Después de la Tormenta”, “Nadie Sabe”), aclamado por la crítica y por el público, logró el máximo reconocimiento en el prestigioso Festival de Cannes. Luego de la obtención de la Palma de Oro, se perfila para seguir de racha en la temporada de premios logrando una nominación a los Globos de Oro y probablemente también obtenga un lugar en los Oscars para representar a Japón en dicha entrega. Después de ver la nueva película de Koreeda, podemos comentar que realmente es uno de sus mejores trabajos a la fecha (o al menos de sus últimos relatos) y que merece todo tipo de distinción por su extrema sencillez, sensibilidad y compasión para seguir profundizando en la familia y en los lazos afectivos, uno de sus temas recurrentes, desde una mirada bella y desgarradora al mismo tiempo. El largometraje cuenta la historia de Osamu (Lily Franky) y su hijo, Shota (Jyo Kairi), los cuales se encuentran con una niña (Miyu Sasaki) en mitad de la noche durante una helada de invierno. Al principio, y después de ser reacia a albergar a la niña, la esposa de Osamu, Nobuyo (Sakura Andô) aceptará cuidarla cuando se entere de que su madre la maltrata y no quiere tenerla. Así es como la pequeña Yuri se une a una familia disfuncional compuesta no solo por Osamu, Shota y Nobuyo sino también por la abuela y matriarca del clan, y Aki, la tía que se gana la vida como stripper. Todos viven en la pequeña y precaria vivienda que los alberga. Aunque la familia es pobre y apenas gana suficiente dinero para sobrevivir a través de sus respectivos trabajos, y pequeños robos a supermercados que organiza Osamu junto a los niños, parecen vivir felices juntos, hasta que un accidente imprevisto revela secretos ocultos, poniendo a prueba los lazos que les unen. Adelantar más sobre el argumento sería un crimen, ya que la cinta va desarrollando su historia de manera progresiva y acompasada, apoyándose más que nada en este gran elenco que brinda interpretaciones loables e inspiradas para componer un relato sumamente interesante e intrigante que posee varias capas.Por un lado, se encarga de realizar una crítica social sobre estos individuos olvidados y marginados por la sociedad de una forma totalmente realista y sin caer en sensiblerías mundanas y corrientes. Por otra parte, Koreeda intenta presentar los hechos sin buscar la habitual corrección política o simplista de separar lo que está bien de lo que está mal. El autor nipón se apoya en los personajes para mostrar sus virtudes y defectos de igual manera sin descuidar su profundo e inteligente mensaje sobre la familia. Si bien es un tema habitual en la filmografía, en esta ocasión lo resuelve con mayor oficio y contraste dando aspectos tanto positivos como negativos. Algunos dicen que la familia no se elige y Koreeda toma esa tesis para desarmarla y retorcerla desde un punto de vista reflexivo, alcanzando de esta forma la creación de una obra maravillosa, sensible, humanista y melancólica. Un film lleno de momentos memorables que pasa de la risa al llanto con toda la complejidad que la vida misma presenta. Por el lado de los aspectos técnicos, contamos con su habitualmente virtuosa puesta en escena que nos presenta ese seno familiar convulsionado representado en la menesterosa casa pero a la vez en ese acogedor hogar que conformó esta familia. En cuanto al sonido, desde lo musical Haruomi Hosono capta a la perfección la esencia del relato erigiendo una banda sonora minimalista y funcional a lo que se nos muestra. “Shoplifters” es una película llena de sensaciones diversas, que se reflejan en la sensibilidad de la dirección de Koreeda, en las sentidas interpretaciones de sus actores y en lo bellamente angustiante de su historia. Un film realmente disfrutable que hace gala de una falsa simpleza para expresar todo lo que se propone su autor con su sello característico.
Con su apuesta por una emotividad discreta y una austeridad formal, Somos una familia, de Hirokazu Kore-eda, se desmarca de toda noción de espectacularidad. Como suele ocurrir en la obra del cineasta japonés, aquí los significados emergen de forma transparente, perfectamente integrados en una escritura fílmica de corte clásico. En esta ocasión, Kore-eda decide contar la historia de una excéntrica familia que sobrelleva sus penurias con una bonhomía contagiosa. Los empleos de los padres (Lily Franky y Sakura Ando) apenas garantizan el sustento económico familiar, que se alcanza gracias a la pensión que recibe la “abuela” (Kirin Kiki), gracias al trabajo de una hija mayor (Mayu Matsuoka) en un club de contactos eróticos y gracias a los pequeños hurtos que realiza el patriarca del clan junto a los dos hijos pequeños. El director no oculta al espectador los aspectos más inquietantes de este retrato familiar: el padecimiento económico, el cuestionable uso de los niños para realizar robos, o el estado de alienación inherente al trabajo sexual de la chica mayor. Sin embargo, lejos de juzgar tajantemente a sus personajes, el realizador de After Life observa a sus criaturas con indudable cariño, abrazando su cotidianeidad casi como si se tratara de un ejemplo heroico de supervivencia tanto material como emocional. Este contraste entre la sospecha de posibles faltas morales y la evidente simpatía que despiertan los personajes –seres humanos que sufren y aman– genera un sugerente territorio de ambigüedad en la relación del espectador con el film. Una ambigüedad que irá in crescendo a medida que la trama vaya exponiendo la cara más siniestra de la realidad de los protagonistas. Un audaz ejercicio de dramaturgia que pone de manifiesto la mirada desprejuiciada y humanista de Kore-eda. De hecho, Somos una familia puede verse como una suerte de compendio de ciertos intereses expresados por el cineasta japonés en anteriores films. Ahí está, por ejemplo, la preocupación por el bienestar de los niños en una sociedad incapaz de cubrir las necesidades los más necesitados, un tema que vertebraba Nadie sabe. O también el estudio de los vínculos paterno-filiales en la destacable De tal padre, tal hijo, donde dos familias (una rica, otra pobre) descubrían que sus hijos habían sido intercambiados al nacer. ¿Qué da lugar y forma a un lazo de parentesco? ¿Es la consanguineidad la variable determinante? ¿O quizá debe prevalecer el factor afectivo? Complejos interrogantes que la obra de Kore-eda aborda con humildad y valentía, interpelando a la conciencia y a la emotividad del espectador sin caer en el sentimentalismo. Un cine que sabe camuflar la urgencia de su denuncia social bajo el delicado acercamiento a una serie de odiseas cotidianas. Una cuestión de pura humanidad.
SER O PARECER Mientras Nobuyo está dentro de la bañadera, la pequeña juega con su “pulpito” estrenando la enteriza amarilla que habían tomado de la tienda junto con la abuela. En medio de los saltos de la carnada de pesca por el agua, Yuri descubre que la mujer tiene una cicatriz semejante a la suya en el mismo lugar del antebrazo contrario y no puede evitar acariciar la zona. “Me quemé con la plancha”, le confiesa y ambas estiran los brazos para comparar las marcas como una primera forma identitaria común que diluye el carácter de extrañas volviéndolas afines y ayuda a la construcción de un lazo puro, íntimo y de cariño maternal que sobrepasa cualquier estandarte fijado sobre la idea de familia. Porque de eso se trata la película de Hirokazu Kore-eda –ganadora de la Palma de Oro de la última edición del Festival de Cine de Cannes–, de indagar, debatir y visibilizar otras maneras posibles de la conformación del primer eslabón social frente a concepciones aún sumamente arraigadas y rígidas en la cultura. La frase “Hemos sido elegidas, ¿verdad?” acompaña la necesidad de reconocimiento a través de símbolos externos para desdibujar la distancia entre la ilusión de parentesco y los roles efectivos, es decir, entre la niña escondida en la calle fuera del hogar en una noche invernal y quienes la recogen convirtiéndose en sus protectores así como también propone al término familia como un proceso abierto en constante cambio. De hecho, el tímido primer encuentro exhibe los conflictos internos a la hora de tomar decisiones, los sentimientos encontrados y los fundamentos que se ponen en juego en los ámbitos públicos y privados. La elección, entonces, aparece como un valor primigenio, imprescindible y singular para entablar cualquier tipo de nexo personal ¿Cómo debe ser una familia? ¿Qué tipos existen? ¿Quién establece la supremacía de los lazos sanguíneos por sobre los adoptivos? ¿Por qué se mantienen los prototipos obsoletos de mamá, papá e hijos? ¿Cuál es el límite entre enseñar lo que se debe y lo que se puede?¿A través de qué mecanismos se reconocen como semejantes los miembros de una familia? ¿Cómo se expresa el amor? ¿En qué momento el nombre propio se equipara con las construcciones sociales de madre y padre? Además actúa como un disparador para pensar en la unión de esos personajes de los que se conoce muy poco al principio, salvo que carecen de dinero y viven en una casa todos apretados. Esto tiene que ver con un vasto trabajo narrativo en capas que desprende, de a poco, los datos suficientes para desarrollarlos en tanto individuos y como grupo: una abuela que los mantiene con una pensión de dudosa procedencia; una madre que trabaja en una lavandería y se queda con lo encontrado en la vestimenta; un esposo que obtiene una licencia por doblarse el tobillo y enseña a los chicos a robar en tiendas; una adolescente que es stripper y el pequeño también hallado en la calle, en un auto. Durante gran parte de Shoplifters, el relato se centra en la repetición de las acciones, en la convivencia y en los detalles para consolidar los vínculos identitarios pero con el correr del metraje, una serie de acontecimientos ponen en duda todo el universo que creían conocer y deconstruye las posturas de cada uno de ellos. En un día de sol, los seis hacen un pequeño picnic en la playa para disfrutar del paisaje y alejarse de la impureza urbana, como si los improvisados trajes de baño aliviaran la carga personal y borraran las historias secretas. Salvo la abuela que los contempla sentada en la arena, todos se divierten en el mar, ríen, se tropiezan, se toman las manos y saltan las olas. Entonces ¿Cómo se determinan los enlaces? ¿Por sangre o experiencias compartidas? ¿Cuándo “es” una familia? Por Brenda Caletti @117Brenn
Marginalidades Uno de los pilares en los que se apoyan las películas del japonés Hirokazu Koreeda son sin lugar a dudas las miradas de los niños frente a entornos adultos muy complejos y conflictivos. Allí, la transformación de la estructura familiar, la sustitución de roles y los quiebres y rupturas de valores a partir de la irrupción de las crisis económicas de un Japón en transición generan siempre la pregunta sobre las intenciones finales de cada proyecto de este afamado director, ahora nuevamente premiado con su película Somos una familia en el Festival de Cannes. Si hay un elemento en común entre los personajes con diversas características y situaciones es el de la marginalidad. Quedar al margen de una sociedad de consumo reaviva la necesidad de sobrevivir como sea, por ejemplo del robo por menudeo o estafas mínimas al Estado cuando indicios de asistencia llaman a la puerta. Pero también hay otra marginalidad subyacente y que tiene que ver con la de los afectos donde entra en juego el modelo de familia que va contra la convención de lo tradicional cuando los lazos parentales se ven deteriorados y la importancia de los niños como vértices en un triángulo Sociedad, Familia y Estado cambia de forma constantemente. Lo primero que debe destacarse es la naturalidad con la que el realizador nipón expone la dinámica de una familia, cuyos miembros no se encuentran ligados desde lo sanguíneo. Todos viven en una vivienda muy precaria con una anciana, a quien llaman abuela, tanto la pareja protagonista Osamu y Nobuvo como los dos niños Shota y Aki, que no son hermanos pero se tratan como si lo fuesen. Este plan de Koreeda se conserva intacto en la interacción y en los vínculos con la abuela por parte de los niños y de los adultos, padre y madre no biológicos. Casi nadie trabaja porque en los nuevos esquemas del Japón actual ya se comienza a desplegar la larga lista de desplazados o ciudadanos de muy bajos recursos, quienes al igual que Osamu y Nobuvo se despojan de todo dilema ético sobre el hurto en tiendas o la propiedad privada en pos de un fin que justifica los medios. Ahora bien, la introducción de un nuevo miembro a la familia ensamblada transforma las acciones y actitudes de los personajes, redimensiona la trama de los afectos y las carencias no desde el aspecto material únicamente sino en su faz más dramática. Este cambio de rumbo sumerge al nuevo opus del director de Nuestra hermana menor en un melodrama con dosis de policial. Una niña llamada Yuri es cobijada por la familia y cuidada por la abuela como otro de sus nietos pero a diferencia de ellos sobre Yuri, con su nueva identidad Lin, existen sospechas de abandono por parte de sus padres biológicos que no realizaron ningún tipo de búsqueda mientras los medios avivan el sensacionalismo de la desaparición o el secuestro de una niña de clase media. De esa pequeña anécdota policial emanan algunas de las vertientes que lleva tanto a Osamu como Nobuvo a ocupar roles más importantes en el destino de Yuri, mientras Shota intenta comprender a qué se debe tanto protagonismo de la nueva integrante para cuestionar su papel dentro de esa familia y a la vez la búsqueda de una identidad fragmentada, como la estructura poco sólida de la familia ensamblada que comparte la vivienda de la abuela y se oculta de las autoridades. Las intenciones del director quedan entonces descubiertas al equiparar los tipos de marginalidad, sin dejar de lado su enfoque social de la pobreza y la exclusión a la que lleva un modelo de sociedad que parece haber perdido algunos valores tradicionales y adoptado nuevas prácticas concentradas en el individualismo, más que en la idea de comunión o grupo.
Qué es realmente una familia parece preguntarse el talentoso creador japonés Hirokazu Kore-eda en esta delicada, profunda, emotiva película que ganó el último festival de Cannes. Como siempre un núcleo de relaciones en el centro de su atención, pero esta vez el grupo humano que muestra es distinto, casi caídos del sistema social, prácticamente marginados, sobreviven como pueden. Con pequeños robos organizados, estirando sueldos, trabajos temporarios, pensiones y otras ganancias. Una abuela, un chico que se refugia en un rincón en la pequeña casa, un padre que a veces se deja ganar por hartazgo y la holgazanería, mujeres que trabajan en lo que pueden, aún en la exhibición en una vidriera porno. Ese orden particular se altera cuando deciden darle refugio a una niña que ha escapado de sus padres violentos, por una noche que se prolongará en muchas más. Con ese material y una trama provista de un suspenso que revelará poco a poco misterios, verdades y mentiras de ese grupo, en constante sorpresa para el espectador, el director indaga en el verdadero concepto de piedad, con la comprensión y la inteligencia emotiva en cada uno de esos seres y sus verdaderos sentimientos hacia los demás. Va mucho más allá de lo que un anquilosado concepto de un vínculo de sangre puede sostener. Se maneja con una creación de climas por momentos sublimes, con una ambigüedad que incomoda, que nos hace pensar, además de emocionarnos genuinamente. Llega hasta el fondo de nuestro corazón. No se pierda esta película imprescindible.
Somos una familia: La historia de un peculiar clan. La película nominada a mejor película extranjera en los Oscars 2019, llega a los cines argentinos mostrando una sensibilidad, criminalidad y belleza sobre una particular familia japonesa. Cuando una familia se encuentra con una niña afuera en el frío y se la llevan, nosotros también entramos en la vida de esta familia. Las peripecias que deben surcar en sus respectivos hábitos arman una película sincera y entrañable. Nominada a mejor película extranjera, Shoplifters, Manbiki Kazoku o “Somos Una Familia” nos trae a esta familia disfuncional para emocionarnos y encariñarnos entendiendo parte del moderno Japón. Con la habitual simpleza oriental nos presentan a los personajes que deducimos son padre e hijo, la hermana, la madre y la abuela. Todo este marco familiar esconde algo más clandestino, como el trabajo de uno de los integrantes. O más ilegal, como las acciones de otros. O más devastador y triste, como los padres de la niña encontrada. Lo que sobresale del film son las interpretaciones individuales que tienen mucho más peso cuando se contemplan en conjunto, como una verdadera familia. Desde Lily Franky y una brillante Sakura Andô, interpretando a los “padres” de la familia, como la mismísima abuela que presenta esos gestos tan gentiles como directos. Muchos de estos ademanes de cada personaje recordarán a algún familiar que tengamos, por lo más simple que sea, demostrando lo universal de lo hogareño. El director y guionista Hirokazu Koreeda logra mostrar postales familiares gracias una bien lograda fotografía y a la representación de simples y comunes acciones, como conocer bichos en árboles, o bañarse, o comprarse ropa. Eso descubre la niña, una buena familia. Pero también existe la delincuencia. La película robará algo más que nuestra atención. Las buenas actuaciones, junto a una destacable dirección y guion nos entregan este film simple, profundo y devastador de lo que viven ciertas familias en Japón. Todo se une hacia el final. Cada personaje finalmente despliega su pesar como una hoja de papel se despliega arrastrada por el viento. Las simples metáforas y mensajes, no son distraídas por movimientos de cámara exhaustivos. Solo hay gestos que dicen la verdad, en este drama sin ningún engaño. Con personajes memorables, posibles doble moral y planos fijos donde la mirada nos dice todo.
Hirokazu Kore-eda dedicó gran parte de su brillante filmografía a explorar los vínculos familiares, con una pregunta recurrente en torno a sus historias intimistas: ¿qué es lo que constituye una familia? ¿La sangre, el tiempo compartido, la costumbre? Ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y nominada al Oscar a mejor película de habla no inglesa, Somos una familia ensaya una de las respuestas posibles: un clan también puede formarse por elección. Con el tono dulce -pero no empalagoso- que le es habitual, con una mirada que se posa sobre detalles sólo en apariencia triviales, aquí Kore-eda presenta a tres generaciones que conviven bajo el mismo techo: una anciana, una mujer y un hombre de mediana edad, una veinteañera y un niño, a los que pronto se les sumará una niña más pequeña. En apariencia, estamos ante un núcleo familiar más entre los tantos que todavía siguen la tradición japonesa de incluir a los abuelos en la casa. Pero esta gente tiene algunas particularidades. Por un lado, el parentesco entre ellos no está tan claro; por otro, pertenecen a una clase social que no se suele ver en el cine actual: son japoneses pobres. Tienen trabajos precarios, alguna pensión insuficiente, y apelan a otros recursos para llegar a fin de mes. Kore-eda no se regodea en esta condición ni tampoco la idealiza. Simplemente muestra cómo desde los márgenes de la sociedad -y en los bordes de la legalidad- estas personas se las rebuscan para construir un hogar que funcione. Cada uno de los personajes tiene su propio desarrollo individual, en escenas donde se ve cómo aportan su cuota de ingenio para sostener al grupo y mantener los momentos de felicidad compartida, que en general -circunstancia universal- vienen acompañados por el placer de la comida. La casa es chica y ahí prevalece el desorden, pero también el amor y el disfrute de la vida en común: un amarre tal vez más fuerte que cualquier lazo sanguíneo.
Koreeda, que ganó con su segundo largometraje de ficción, After Life, la competencia del primer Bafici allá por 1999, también hace los guiones de sus películas y suele ser además el montajista. Ya desde los roles asumidos es un caso de autor cabal, y uno de los más insoslayables del cine contemporáneo. Sus temas, sus ritmos, sus puestas en escena: el cine de Koreeda no se apura y tampoco se detiene en lentificaciones inútiles; sus historias suelen abordar a la familia y las relaciones entre padres e hijos; sus actores y actrices no fallan e interactúan -también con el espacio- con una fluidez nítida (su cine tiene a la nitidez como característica preponderante). Somos familia -nominada al Oscar como mejor película hablada en idioma no inglés- encaja cabalmente en su filmografía, y fue destacada con el mayor premio al que puede aspirar una película en un festival: la Palma de Oro en Cannes (quizás era una apuesta más vital darle ese gran premio a la extraordinaria Lazzaro Felice, de Alice Rohrwacher, pero esa es otra discusión). Esta es una película de notable solidez, pero eso no implica que carece de riesgos: Koreeda nos mete en una familia japonesa que se sale de los parámetros que se esperan, tanto es así que al principio podemos sentir que estos personajes son dignos de un relato de Mario Monicelli. Hay un padre que le enseña a su hijo a robar, que lo tiene convencido de que no ir a la escuela es lo normal, que decide rescatar a una nena pequeña y desamparada y llevarla a su casa, en donde viven también tres mujeres (su pareja y "la abuela" entre ellas). Entrar en mayores descripciones de las relaciones sería cometer una injusticia informativa contra una película que hace de su forma de exposición de un mundo doméstico particular uno de sus rasgos virtuosos. ¿Cómo se constituye una familia? ¿Hasta qué punto la sociedad y el sistema contienen o contribuyen a dañar los vínculos entre sus integrantes? Es claro que Koreeda no puede responder esas preguntas porque hace cine en el que los personajes no son proyecciones de sus ideas cerradas sino criaturas singulares y no del todo previsibles, en las cuales un connato de celos puede dar paso a la mayor devoción fraternal en pocos instantes. Una vez más, Koreeda sabe especialmente filmar la mirada -nítida- de un niño acerca del mundo exterior, ese que cada vez se le hace más necesario y se le impone frente al esquema familiar, esa apertura que hace temblar toda rutina, por menos convencional que esta sea.
La familia se elige Una película que sin dejar de ser simple aporta valiosas enseñanzas, invitando a una reflexión sobre las emociones y trasfondos del comportamiento socialmente correcto e hipócrita de cierta parte de la sociedad japonesa versus la calidez de personas excluidas y deshonestas -de corazón sensible y atento al infortunio de los demás-, unidas por la injusticia y marginación, donde el dinero escasea y algunos métodos para obtenerlo se vuelven permisibles. Somos una familia (Manbiki kazoku, 2018), es el último film del director y guionista japonés Hirokazu Kore-eda (Nuestra hermana menor, 2015; Después de la tormenta, 2016), película que tuvo su estreno en el 71 Festival de Cannes, donde ganó la Palma de Oro. Kore-eda es un cineasta completo que refleja en sus trabajos un sentido de humanidad diferente, con puntos de vista profundos y logrando conmover al espectador desde la simpleza. Este es el caso de Somos una familia, en el que nos relata la historia de una familia de ladrones y algo más… Al regreso de un robo, Osamu (Lily Franky) y su hijo Shota (Jyo Kairi), recogen en la calle a Yuri (Miyu Sasaki) una niña que, al parecer, se ha quedado sola en medio de una fría noche. Al principio, la esposa de Osamu, Nobuyo (Sakura Andô), se resiste a darle refugio, pero luego acepta cuidarla al ver la dura realidad en la que vive y da cuenta que están conectadas y unidas por las mismas cicatrices. A pesar de la pobreza y de sobrevivir con escasos recursos, esta familia parece vivir feliz, hasta que un incidente revela brutalmente sus secretos más terribles. Los amantes del cine oriental, se sentirán satisfechos con esta conmovedora película que se aleja de la demanda comercial. El guion es sincero y permite que las historias de esta singular familia se desarrollen con naturalidad; la elección de los actores es correcta y las actuaciones verosímiles; conformando una armonía en cada elemento del film, logrando que el espectador se involucre en la trama, empatizando con cada personaje e inquietándolo, a partir de cuestionamientos que surgirán, puesto que no se trata de un cine “obvio”, ya que establece un trabajo de introspección. Imprescindible ver en pantalla grande, historias honestas como esta permiten reencontrarnos con nuestro origen, en donde la vida sucede de manera espontánea. Vaciarnos para recomenzar siendo como somos realmente, sin planteos ni prejuicios, tarea difícil para el cine como herramienta, sin embargo, posible para Kore-eda.
“Somos una familia” (“Shoplifters”) llega a los cines argentinos a días de conocerse su nominación al Óscar 2019 como Mejor Película de Habla no Inglesa. Aunque sabemos que el premio quedará en manos de “Roma”, esta película japonesa ofrece una interesante historia, con buenos giros de guion y una realización que da gusto ver. ¿De qué se trata “Shoplifters”? Una pareja dedicada a hacer pequeños robos junto a su hijo, encuentra a una niña maltratada por sus padres. Deciden acogerla en su caótica casa, mientras viven el día a día, escapando de sus propios secretos. La lúcida ambigüedad “Somos una familia” no es una vorágine de emociones, pero en su sencillez, en el encanto del microrrelato está su valor. Esta familia japonesa que nos presenta el director Hirokazu Koreeda es el lado B de todo aquello que asociamos con el mundo nipón: la prolijidad, la pulcritud, el orden, el desarrollo. Detrás de todo eso está esta familia, familia de margen, asentada en el límite de la ley. Es en esta lúcida ambigüedad que la película destaca ya no solo como un interesante retrato de anécdotas familiares, sino también como un cuestionamiento al espectador. Puede tener un ritmo menor, pero su encanto lo compensa. Inteligente, ingeniosa, con buenos giros argumentales, “Somos una familia” es una buena propuesta para disfrutar del cine japonés. Puntaje: 7.5/10 Título original: Shoplifters Duración: 121 minutos País: Japón Año: 2018
Estamos ante tal vez, la más occidental de las películas del realizador Hirokazu Kore-eda, una propuesta que recupera algunos de temas trabajados en producciones anteriores (vínculos, familia) impulsados por la particularidad de una historia que trabaja el amor en todas sus acepciones, el amor de pareja, el amor de padres a hijos, de hijos a padres, de seres desconocidos que albergan amor para los demás. En “Somos una familia” una familia adopta a una niña que es víctima del abandono y la desidia de sus padres. Ese sería el disparador de un relato que de manera simple comienza a tejer una red de sub ítems que potencian la descripción de personajes y sus acciones. En el recibir a esa niña desprotegida, hay un vínculo que se establece entre los miembros de la familia instantáneo, rápidamente es asimilado por el resto de los mortales que los conocen, y configurando así un particular viaje de identidad que irá tomando caminos insospechados para el espectador. El director, como siempre lo ha hecho, sorprende con una profunda reflexion sobre los vínculos de sangre, y cómo estos pueden, o no, manifestarse en aquellos a los que uno debe, por obligación, relacionarse. Lo más interesante de “Somos una familia” es su desarrollo, en el que se van presentando pistas para comprender el porqué de las decisiones que los personajes, principalmente los adultos, toman y se arriesgan a tomar. Hay una posibilidad, que se escapa desde el planteo, y que la hace potente, más que sus premisas, que imposibilita la concepción de poder relacionarse con otro a partir de la identificación y la necesidad, y que ese vínculo sea tal vez más fuerte que una relación marcada por la sangre. Allí, cuando la reflexión se impone a la acción y al diálogo, como cuando los dos niños se introducen en la pequeña tienda cercana a la casa, e intenta la más pequeña hacer su primer robo, es donde esta película encuentra su base para construir un apasionante drama humano, golpeando al espectador en donde más le duele, en su comodidad burguesa. “Somos una familia” muestra un Japón alejado de los filtros e histories de Instagram, con la miseria dando vueltas, en casas con pisos de tierras y la necesidad de hacer “shoplifter” (algo así como un robo imperceptible, título original del film) para sobrevivir. En la empatía con los protagonistas, en el hacer olvidar algunas cuestiones asociada a la moral de las acciones, y, principalmente, en poder demostrar una vez más, que el amor salva, es en donde este relato, doloroso por momentos, sobre qué es una familia, encuentra su verdadero vínculo, el que entabla con el espectador.
“Ladrones de tiendas” es el título de venta internacional de esta película. “Una familia ladrona de tiendas”, sería acaso la traducción más aproximada del original japonés. “Somos una familia”, se rebautizó acertadamente en estas pampas. De eso se trata, del sentido de familia, el amor que se tienen sus integrantes, y el calor de hogar, no importa que sea una casucha rasposa, y al parecer en este caso tampoco importa demasiado cómo llevan el pan a la mesa, mientras lo coman todos juntos. El detalle es que una noche de invierno también se llevan una nena que estaba a la intemperie. Cuando la quieren devolver, advierten que estará mejor con ellos. Pero esto es apenas la punta de la madeja. La historia se toma su tiempo para que vayamos conociendo a los personajes, les tomemos cariño, y empecemos a sospechar algo. Luego, tras un giro inesperado, una desgracia con suerte, vendrá el momento de la verdad, sin levantar el tono, pero con una intensidad y un fondo moral que obligan a pensar todo de nuevo. Todo, inclusive el concepto tradicional que tenemos de familia. Hirokazu Kore-eda sabe regalarnos películas de mucha ternura, como “Nuestra hermana menor”; a veces hábilmente irónicas, como “De tal padre, tal hijo” (la de los chicos cambiados en el hospital), pero “Somos una familia” es como una de las primeras que hizo, “Nadie sabe”, sobre niños que crecen por su cuenta. Dramática y, aun así, amable, con esos toques de estilo que lo confirman como un verdadero artista en la cinematografía actual. Es simplemente hermoso, y hermosamente simple, el capítulo donde la familia pasa el día en la playa, el hijo mayor descubriendo su pubertad y la abuela cubriéndose las manchas, ya con la vista medio apagada (ella es, o mejor dicho era, Kirin Kiri, la viejita de “Una pastelería en Tokio”).
“Somos una familia”, de Hirokazu Koreeda Por Ricardo Ottone Algunos realizadores tienen temas recurrentes que se pueden rastrear de forma más o menos reconocible a lo largo de su obra. Obsesiones se las llama a veces. También se dice que este continuo regreso a los mismos temas, a los mismos planteos, es justamente lo que los hace autores. En el caso de Hirokazu Koreeda, está claro que ese tema es la familia. Entendida en un sentido amplio, porque las de Koredeeda muchas veces no son familias en el sentido convencional del término y sin embargo funcionan como tales. Y eso es algo que se ve muy claramente en Somos una familia, su última película, ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada al Oscar a mejor película en lengua no inglesa. La familia en cuestión es un grupo de marginales que viven juntos y un poco revueltos, medio apiñados en una pequeña y humilde casa. La integran una abuela, un padre, una madre, una hija joven y un hijo preadolescente, aunque los parentescos reales son poco claros. Sin embargo hay roles asumidos, afectos y un sentido de pertenencia. Esta familia se la rebusca como puede para ganarse la vida: la abuela recibe una pensión del marido fallecido, la hija trabaja en una suerte de peep show y los padres en empleos inestables y mal pagos. Como la plata no alcanza, sobreviven en base a pequeñas estafas y robos menores en tiendas. Robos en donde participan todos los miembros, incluidos los niños. Una noche encuentran una niña en situación de abandono y se la llevan a la casa, integrándola a partir de ese momento como un miembro más de la familia. Una decisión que adoptan de manera bastante natural, ya que veremos que es un poco así como toda la familia se fue constituyendo. La nena se integra como una pieza más, incluso participando de las actividades ilegales, pero su ingreso también va a poner en jaque a la frágil seguridad del grupo. Koreeda trabaja con las emociones de una manera sutil, sin estridencias, pero cálida y humana. En su retrato demuestra empatía por esos personajes imperfectos, disfuncionales y en muchos aspectos cuestionables, sin hacer una condena moral. No los justifica, pero trata de entender sus razones y sus sentimientos. Así es como asistimos en la dinámica familiar a la labilidad de las reglas: el secuestro no es tal si no se pide rescate, el robo se justifica si la tienda no está por quebrar. Los padres adoptan a los chicos, los alimentan, les dan refugio y los incorporan a sus actividades pero también los dejan bastante sueltos. En esto hay un punto de comparación con otro de sus films, Nadie sabe(2006), donde, abandonados por la madre, los chicos se las arreglaban solos y sobrevivían como podían en una circunstancia casi insostenible. Hay por lo menos tres generaciones en la familia, pero la autoridad no es muy sólida, e incluso a veces son los chicos más responsables, o por lo menos más conscientes, que los adultos. Se han hecho comparaciones con Oliver Twist por el uso de los chicos para robar, pero donde en Dickens hay crueldad y sometimiento, aquí hay un intento de contención y afecto e incluso sacrificio. Algo que se maneja en la medida de lo posible dentro de una situación tan inestable que previsiblemente no puede durar demasiado. Koreeda hace un comentario social sin subrayarlo. Si bien los personajes tienen trabajos más formales o más precarios, está claro que esto no es suficiente para sobrevivir. Con lo cual también se está diciendo algo sobre el presente, donde el trabajo ya no es un lugar de pertenencia y seguridad y donde hay cada vez más gente fuera del sistema. Pero todo esto está presente sin necesidad de hacerlo evidente. El realizador continúa planteando la pregunta ¿qué es una familia? ¿qué la constituye? Y no pretende dar respuestas fáciles. Sus temas, sus obsesiones, son lo que lo convierten en un autor, pero es la forma en que los trata lo que lo convierte en un artista talentoso y sensible. SOMOS UNA FAMILIA Manbiki kazoku. Japón. 2018. Dirección: Hirokazu Koreeda. Intérpretes: Lily Franky, Sakura Andô, Mayu Matsuoka, Jyo Kairi, Miyu Sasaki, Kirin Kiki. Guión: Hirokazu Koreeda. Fotografía: Ryûto Kondô. Música: Haruomi Hosono. Edición: Hirokazu Koreeda. Producción: Hirokazu Koreeda, Kaoru Matsuzaki, Hijiri Taguchi, Akihiko Yose. Producción Ejecutiva: Takashi Ishihara, Yasuhito Nakae, Tom Yoda. Diseño de Producción: Keiko Mitsumatsu. Distribuye: CDI Films. Duración: 121 minutos.
Un Asunto de Familia Todo empieza con una coreografía bien ensayada. Un niño y un adulto se deslizan por los pasillos de un supermercado saqueando las estanterías sin que nadie los detecte, tapándose de las miradas vigilantes de cámaras y guardias para engrosar el botín, claramente expertos en la tarea. De regreso a casa, Shota y Osamu festejan lo conseguido y lamentan lo olvidado, hasta que descubren a una pequeña niña jugando en un patio pese al extremo frío del Tokio invernal. Se compadecen de verla allí sola, con frío y hambre, por lo que el padre decide llevarla con ellos. El lugar donde habitan es claramente humilde y con espacio insuficiente para ellos y las otras tres mujeres adultas con las que conviven como parte de la familia, pero nadie objeta mucho el tener que compartir la comida con la niña, salvo por los problemas que les puede traer con sus padres cuando se enteren. Todos viven en la derruida casa de la abuela, sostenida a duras penas con su pensión y lo que Osamu y su esposa logran juntar como obreros, recurriendo a hurtar en tiendas para completar lo que necesitan para sobrevivir el resto del mes. La pequeña Yuri inmediatamente se gana su cariño mientras la abrigan y alimentan, pero de todos modos, entrada la noche, finalmente la llevan de regreso. Antes de dejarla donde la encontraron confirman lo que ya sospechaban por las marcas en su cuerpo: por algo prefería estar jugando sola en el patio que soportar el clima que se vive dentro de esa casa, donde claramente los maltratos y la violencia son moneda corriente. Osamu y Naguya son incapaces de dejarla en ese lugar y deciden regresar a su propia casa con la niña para darle los cuidados y el cariño que merece, aunque sepan que eso eventualmente vaya a traerle problemas con la ley. Al borde del mundo Usualmente el cine japonés que nos llega nos muestra dos posibles sociedades. Una es bastante avanzada, donde todos sus personajes viven cómodamente sacando provecho a la tecnología y el capitalismo. La otra es el mundo del crimen organizado, donde nadie parece dedicarse al delito por hambre. Por eso sorprende Un Asunto de Familia mostrando con naturalidad las penurias de una clase trabajadora que a duras penas gana lo que necesita para sobrevivir y alimentar a su familia, sin acceso a ninguno de esos beneficios que otros parecen disfrutar sin esfuerzo. Osamu no es un criminal típico que busca riquezas fáciles o poder, si roba es porque no tiene otras herramientas para mover la balanza un poco para su lado y sabe que solo trabajando no va a llegar a nada. Hasta tiene su propio código sobre a quiénes puede robar, al menos con la voluntad de no sacar a nadie que lo necesite tanto como él. Con el agregado de que Hirokazu Koreedano romantiza la pobreza ni la delincuencia en la mirada que hace de esta familia de pequeños ladrones, solo las plantea como algo que existe y no tiene sentido negar. A medida que avanza la trama y vamos conociendo los pliegues en la relación de esta particular familia, va quedando claro que hay varios secretos entrelazados en su historia. La vieja casa de Hatsue poco a poco va mostrándose más como un refugio para abandonados y desposeídos que da la bienvenida a quienes creen que a una familia no la hace la sangre. Todos los que viven con ella están en las márgenes de una sociedad que mira para otro lado, pero de todas formas siguen necesitando compartir con alguien la vida. Hay una mezcla rara de resignación y optimismo en la historia que cuenta Un Asunto de Familia, presentando personajes que se saben sin chances de progresar pero que no dejan de disfrutar el presente con lo que tienen, valorando los vínculos afectivos. Y aunque una escena más tarde puedan mostrarse de lo más cínicos e individualistas, el conflicto que esa contradicción les produce es verosímil. Estamos ante una película austera, muy centrada en sus personajes, intimista y climática, que hasta cuando parece que decae o no está avanzando la trama, algo está contando aunque sea para completar alguna faceta de la familia.
De afectos y lazos de sangre Son escasos en la historia del cine los films cuyo punto de vista sea tan variable como en el último de Kore-eda. Dada la ambigüedad moral de Somos una familia, por momentos la película desarrolla dos relatos simultáneos. El final es toda una pregunta sobre el futuro. En películas previas –Un día en familia, La hermana menor, Después de la tormenta–, Hirokazu Kore-eda (1962) exaltó el valor de los lazos familiares, con o sin crisis de por medio. Como si la hubiera agarrado una ola, Somos una familia, cuyo título de distribución internacional es Shoplifters (“ladrones de tienda”) da varias vueltas sobre ese canon previo, poniéndolo todo en duda y, a la vez, reafirmándolo todo. Son realmente escasas en la historia del cine las películas cuyo punto de vista sea tan variable, de escena en escena e incluso en la misma escena. Los mismos personajes pueden ser generosos, altruistas, protectores, interesados y hasta asesinos, haciendo que el relato realista, si retrocediera devendría un policial negro de triángulo criminal, al estilo El cartero llama dos veces, y si avanzara sería un relato de iniciación. Hay muchas películas en Somos una familia (¿somos una familia fílmica?), tanto en sentido diacrónico (el que sigue la linealidad cronológica) como sincrónico (el que sigue los tiempos paralelos). El clan protagónico, los Shibata, son una familia ampliada, que incluye abuela, madre, hermana de ésta, marido e hijo. Todos apretados en un departamentito de tamaño japonés. Anda haciendo falta algún integrante más y ésta aparece una noche, más o menos perdida en medio del frío. Es Yuri, una nena de preescolar, sumamente callada y con marcas en los brazos. Marcas de quemaduras. La atienden, le dan de comer, le preguntan dónde vive, la llevan. Pero desde su casa llegan gritos, por lo cual se la llevan de vuelta a casa. Le preguntan si quiere volver, dice que no y pasa a ser la segunda hija, junto con Shota, que tendrá unos 12 o 13 y tiene la peculiaridad de vivir en un placard, algo que aparentemente no es tan raro allá en las antípodas (ver entrevista). Los chicos no van a la escuela, pero los adultos trabajan. Osamu, como albañil, su esposa Nobuyo en una fábrica y Aki, hermana de ésta, en un peep show. Todo está naturalizado, no hay escándalo. Aki le comenta a la abuela sobre su empleo, y en el empleo le pregunta a su cliente, con amabilidad de geisha, si le gusta verla “de frente o de atrás”. El cliente hace saber sus deseos y ella inicia una mímica masturbatoria, con la serenidad de quien emprende un ikebana. Nadie le pregunta a Shota si no necesita una luz, y Osamu va con su hijo al super (supermercado japonés, no chino). Se comunican por unas señas rarísimas, Shota hace unos signos que parecen corresponder a una cábala, se chorea alguna pavada y se va lo más pancho con su padre. A diferencia de Feos, sucios y malos, que hacían toda clase de cosas aberrantes, los de Somos una familia cometen transgresiones casi infantiles. De hecho, Osamu parece un niño, con unos ojos de asombro, sonrisa pícara y espíritu lúdico. Sin embargo, cuando en un ataque de celos Shota le dice a Yuri que no es la hermana, el “padre” interviene para hacerle pedir perdón y no producir un daño emocional a la niña abusada. De modo inverso, la abuela reclama el alquiler, en el que tal vez sea el primero de los vuelcos de campana que la historia va a dar. El departamento es de ella, que arregló con la hija para que se quede allí… a cambio de un dinero mensual. Algunos gestos y silencios hacen sospechar que no todos los parentescos podrían ser reales. Las preguntas van dando paso a otras, en una suerte de barril sin fondo. ¿Qué importa más, los lazos de sangre (los padres de Yuri) o los afectos (Nobuyo y Osamu, en relación con Yuri)? A la inversa, el afecto que la abuela manifiesta con Aki es auténtico? ¿Es propio de malandras confesar ante las autoridades sin guardarse nada? Y si así fuera, ¿quiénes son los honestos, los sinceros, los que dicen la verdad? Es tal la ambigüedad moral de Somos una familia que por momentos la película desarrolla dos relatos simultáneos, que dan argumentos a cada una de las posiciones posibles frente a los hechos narrados. Sobre el final, cuando el statu quo previo estalla y todo parece disgregarse y reintegrarse, esta condición se agudiza y hay personajes cuyos cambios vitales dan por resultado decisiones resueltamente misteriosas, que pueden causar dolor a terceros, que sin embargo las apoyan gentilmente. En un caso, el dolor es indudable y el futuro, incierto. Seguramente es por ello que Kore-eda cierra con ese personaje, en un clásico final in media res que es toda una pregunta sobre el futuro.
Vemos como una familia disfuncional y pobre hospeda a una niña Yuri Hojo (Miyu Sasaki), que anda sola por la calle, sin darle parte a nadie, ellos le dan cariño, ahí está Nobuyo (Sakura Andō), una luchadora, una madre que intenta que todos estén bien, la hija mayor Aki Shibata (Mayu Matsuoka), trabaja en un club, una abuela (Kirin Kiki) que recibe una pensión, Shota Shibata (Jyo Kairi) hijo y padre de familia, que hace lo que puede, ambos hacen pequeños robos de comida para subsistir. El estupendo cineasta japonés Kore-eda (“De tal padre, tal hijo”) vuelva a tocar los temas relacionados con la familia, humanizando a los personajes, con una fuerte crítica social, como son los hogares en la intimidad y que le enseñan sus padres a sus hijos, además nos habla del maltrato infantil, la prostitución, cuando se roba para comer, entre otros temas. La trama para algunos espectadores puede resultar un poco lenta porque se detiene en distintos planos que enaltecen al film. El largometraje fue ganador de la Palma de Oro de Cannes 2018 y tiene aspiraciones de conseguir el Oscar 2019 a mejor película de habla no inglesa.
CUANDO ALGUIEN TE QUIERE, TE CUIDA Aprendieron que en este mundo la familia se elige, se cuida y defiende, así como también que hay que sobrevivir. Estos son los principales valores que tienen los personajes de Somos una familia. Esta película japonesa explora la peculiar vida de una familia por elección, que rompe con las normas sociales y legales, pero de una manera tan altruista que no lleva a juicios morales. No es hasta el final que uno termina de entender ciertos aspectos que en el transcurso del film generaban intriga. Sin embargo, aun con estos datos pareciera que no se sabe bien cómo llegaron a estar todos juntos viviendo en esa casa. Es como si el viento los hubiera arrimado para pasar la crueldad del mundo con menos dolor. Porque en definitiva lo que logra la película es transmitir el cuidado por el otro. Los cuatro adultos parecen haber elegido esa manera de vivir, o como dice uno de ellos: es lo que aprendieron. Los que generan más ruido son los niños, Porque desde ellos es que vemos un constante aprendizaje tanto de la familia como del entorno, ellos son los que están midiendo la repercusión de sus actos y el valor que se les da. El hecho de robar es algo que al principio el niño realiza como un juego, pero que lo pone en duda cuando su “hermana” empieza a ayudarlo. Somos una familia es una crítica a la hipocresía de lo que significa ser una familia. Muestra que los lazos de afecto pueden ser muy fuertes si se dan de manera natural. También ataca al discurso familiar, que se alimenta con frases como “mi hija ahora…” o fotos familiares muy bellas que esconden por debajo fuertes enfrentamientos y conversaciones postergadas. Hay, a su vez, un panorama de la situación laboral que se vive actualmente. El ejemplo más claro son dos empleadas que discuten quién se quedará con el puesto, mientras que el empleador espera que decidan por él para no hacerse cargo de la situación. La familia está atravesada por ese dinero que aparece a cuentagotas, por esa comida que se gana día a día, de la que no tienen garantía de tenerla mañana. Este aspecto no les influye a nivel relación. Las clemencias los vuelven más unidos, porque todo lo que está bien está en esa casa. Por eso la fotografía es un aspecto esencial en el film, ya que se rescatan momentos familiares que nunca tendrán lugar en un álbum de fotos. Todo lo que son es para ellos, para el afuera literalmente no existen, no sólo por el abandono social sino también por la adquisición de una identidad ficticia.
Poderosos planos En uno de los momentos más cautivantes de Somos una familia, un plano picado muestra a los seis personajes que conforman la ensamblada familia protagonista tratando de avistar los fuegos artificiales desde la veranda de su diminuta y atiborrada casa típicamente japonesa. De un lado del cuadro, follaje; del lado opuesto, los techos de su hogar. Ambos espacios se encuentran bañados de un azul oscuro, índigo, que al mismo tiempo que oculta, resalta. Una pequeña línea recta y oblicua asoma, tan tímida como intensa, entre el espesor azulino. Se trata de la abuela, el hombre, su esposa, la tía, el hijo y la niñita desamparada convertida en hija putativa. Los seis personajes –que no necesitan buscar un autor– se encuentran dispuestos en fila, formando esta recta oblicua, y constituyen de esta manera un centro pregnante imposible de eludir para el espectador, aun para el menos avezado en el pulso narrativo de Kore-eda. Tratar de poner en palabras, de describir verbalmente con algún atisbo de justicia, la belleza visual de la composición de muchos de los planos de esta película es una tarea no solo vana, sino destinada al fracaso más rotundo. Ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y nominado al Oscar como mejor película en lengua extranjera, el nuevo film del reputado director de After Life (1998) y de De tal padre, tal hijo (2013) relata la cotidianidad de este empalme de timadores de poca monta, dados a robar comida de supermercados, golosinas de kioscos de barrio, vestidos de tiendas de ropa. Una noche, al regreso de un atraco cualquiera, padre e hijo encuentran a Yuri, de cinco años, desguarnecida en un balcón, con frío y evidentes marcas de maltrato, y deciden, sin más, llevarla con ellos. Así, el grupo de cinco se transforma en seis y la vida cobra una nueva rutina. La abuela rebusca dinero de distraídos familiares políticos; la mujer, mientras plancha pantalones en una lavandería, rebusca en los bolsillos de los clientes; el hombre se la rebusca de día como albañil. La joven tía trabaja en un peep show y los niños, creyendo según las enseñanzas de su familia que a la escuela van solo aquellos chicos que no pueden aprender en sus casas, vagabundean por los suburbios de Tokio y, de vez en cuando, hacen un alto para que Shota, el preadolescente, le muestre a su nueva adquirida hermana los gajes del oficio de ratero. La trama se va complejizando con algunos giros de guion que nunca parecen solo eso. Jamás resultan solo vueltas de tuercas premeditadas para demostrar inteligencia (la de sus realizadores) y profundidad psicológica (la de personajes complejos para el beneplácito de la audiencia biempensante). Más bien todo lo contrario. Hay algo sumamente lógico y natural en la densidad argumental que se va forjando. Porque esa densidad argumental tiene su correlato en la densidad compositiva de la imagen y en el ritmo firme y acompasado de la narración. La sensibilidad de Kore-eda, hombre de indudable estirpe humanista, dispone el relato de tal forma que todas las gradaciones del gris estén incluidas. Ningún personaje es ni bueno ni malo por completo. Tampoco se los juzga. La ley hace su trabajo; el gobierno, también; los guardias del supermercado, también. El cineasta, cuya visión sabe exponer el detalle y en detalle sin necesidad de resaltar, presenta un estado de situación, a la vez íntimo y general. Por todo esto, Somos una familia es mucho más que una película que trabaja sobre el mundo, sobre sus relaciones y vínculos sociales. Es, además, una obra de infinita delicadeza que trabaja con el mundo, con sus geometrías –algunas complejas, barrocas, y otras espartanas–, con sus espacios –vastos o exiguos, siempre incongruentes–, con sus vacíos –morales y afectivos–, inclusive con sus comidas, sus olores, sus sensaciones y sus berretines. Entonces, Somos una familia no es meramente una sumatoria de planos sino que, parafraseando la célebre frase godardiana, cada plano en ella no es solo un plano: es el plano justo.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
Sólida narración intimista con densa admósfera en las relaciones familiares El director japonés Hirokazu Koreeda continúa en la senda de filmar películas intimistas basadas en los vínculos humanos, sobre todo en los familiares. Desde esa posición puede desplegar su virtuosismo de generar climas únicos, cálidos, como si cada escena no fuera guionada y preparada para una ficción sino que parezca lo más real posible a la vida misma. Porque lo que nos cuenta, es la historia de una familia de clase media baja, donde el dinero no alcanza, ni aun trabajando, y tienen que recurrir a otros artilugios non sanctos, pero que ellos no se lo cuestionan. No sienten culpa, ni remordimientos. Son amorales. Osamu (Lily Franky) oficia como el jefe familiar, trabaja como obrero de la construcción y está casado con Nobuyo (Sakura Andô), que es planchadora en una tintorería. Ambos viven en una humilde y pequeña casa junto a una anciana Hatsue (Kirin Kiki), quien provee una gran parte del dinero mensual perteneciente a la pensión. El clan se completa con la hermana de Nobuyo y de un chico llamado Shota (Jyo Kairi). Comen todos juntos y duermen amuchados. Pese a todos los inconvenientes viven felices, sin discusiones ni reproches. Osamu y Shota van de vez en cuando al supermercado a hurtar mercadería. Son especialistas, y cuando llegan a casa nadie los critica. Pero todo cambia cuando una noche el matrimonio lleva al hogar a una nena, Yuri (Miyu Sasaki), de cuatro años. El relato se sustenta en las acciones y los diálogos. Cada uno de ellos trata de pasarla lo mejor posible. El optimismo manda. Aunque se percibe, a través de la escasa información que se cuela en ciertos momentos, que no todo lo que vemos brilla. Hay puntos oscuros, secretos guardados. Un manto de dudas cubre la narración. Con un guión correctamente articulado, escasa música, porque no es necesario reforzar ninguna situación, actuaciones parejas, donde cada uno de los intérpretes puede desarrollar su personaje sin quedar desdibujado con el correr de los minutos, el film genera incomodidad. Sabemos que algo no está bien, pero no sabemos qué. De dónde puede venir la sorpresa y cómo la justifican. Es conveniente no adelantar nada más. Por la descripción parece un thriller, pero no, es un drama. El desasosiego, la desesperanza y el dolor afloran inmediatamente por el no poder volver a ser. Y eso que parecía una familia muy normal…
Amor en un ambiente hostil Shoplifters, la nueva película del aclamado director japonés Hirokazu Kore Eda, llega a las salas porteñas, luego de ser presentada el pasado diciembre en la Semana de Cannes del cine Gaumont. El film cuenta con el pergamino de ser el ganador de la Palma de Oro del prestigioso festival francés en 2018. En muy pocos minutos la película logra setear al espectador: una familia aparentemente ensamblada, de mal pasar económico, junta dinero y recursos para sobrevivir mediante el robo en tiendas. Osamu (Lily Franky) y su hijo Shota (Kairi Jo), muestran una pericia casi profesional para el hurto. Nadie los detecta y logran llevarse a su casa la mercadería justa para poder comer. Volviendo de una de sus salidas delictivas se encuentran con Juri (Miyu Sasaki), una niña de 5 años que estaba sola bajo la lluvia, a quien adoptan. Durante el primer acto vamos descubriendo que todos los integrantes del grupo familiar tienen una historia adversa, a la que enfrentan día a día, sobre todo, los hijos. Y poco a poco, lo que parecía ser una película de drama familiar, comienza a virar hacia el subgénero del coming of age, el cual tiene como protagonista a los más chicos, en tres etapas distintas de la vida de una persona. La virtud de Kore Eda para contar este drama termina siendo que, llegando al final del film, donde este explica muchas cosas que venía preparado de manera muy poco explicita, el espectador conoce todo de cada uno de los personajes y logra anticipar como va a actuar cada uno de los personajes ante la resolución del conflicto. Se narra y se describe a los mismos de manera tan brillante que en el tercer acto el climax decanta solo. El guion, escrito por el mismo director, también destaca en muchos aspectos. Durante todo el metraje hay muchas escenas muy importantes que no precisan de diálogos, y se entienden perfectamente solo con acciones. Y no se hace abuso de este recurso tampoco. El montaje, muy preciso y también a cargo de Kore Eda, logra que esta historia pueda ser contada solo en dos horas, lo cual posiblemente le hubiera llevado mucho tiempo más a cualquier otro cineasta. Finalmente, el film logra dejar una sensación de melancolía y de autobiografía, como que está narrada por alguien que estuvo ahí. Pero tal vez lo más llamativo es que, bajo ese manto de misterio que encumbra toda la película, la trama que destapa no diluye esa sensación de drama sobre la vida de las personas que finalmente es Shoplifters.
Un cine japonés continúa en esta película, me refiero a un cine en comparte los mismos temas que eran los principales de YAsujiro Ozu y Kenji Mizoguchi, obras centradas en dramas familiares ceñidos por la actualidad social. Una sociedad donde está devaluada la familia y el destino de los personajes es a veces irremediable. Osamu y su hijo, de regreso a casa luego de un robo, se encuentra con la solitaria Juri, que al verla a las afueras de su casa la invitan a que venga con ellos. En esta familia cada uno se proporciona dinero como puede. El padre acompañado de su hijo hacen pequeños robos, la madre trabaja medio tiempo y ahora se quedó sin empleo. La otra joven trabaja en un club nocturno. La abuela recibe una pensión y a la vez un dinero de la familia de su ex esposo.
Ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y reciente nominada al Oscar como Mejor Película extranjera, Somos una familia, de Hirokazu Kore-eda, es un particular retrato de una familia alejada de toda convención. La historia trata sobre los Shibata, una familia de clase baja que vive en una minúscula casa de un barrio residencial de Tokio. Para llegar a fin de mes, además de con lo que ganan con sus trabajos mal pagos, se dedican a robar pequeñas cosas que necesitan y algunos otros artículos que luego venden. La familia se compone de una abuela: Hatsue Shibata, dueña de la casa en la que viven; el matrimonio formado por Osamu y Nobuyo Shibata, él trabaja en la construcción y ella en una lavandería; un hijo, Shota, que no está escolarizado porque, según su lógica, ahí sólo van los chicos que no pueden estudiar en su casa, y la nieta de Hatsue, Aki Shibata. Una noche de frío, Osamu y Shota encuentran a una niña, Yuri, que parece estar en estado de abandono, y la llevan a cenar con ellos con la intención de devolverla después. Pero la familia descubre que la chica tiene cicatrices de algún maltrato y decide quedarse con ella. En apariencia todo es felicidad hasta que un trágico suceso y un accidente durante un robo fallido sacan a la luz los secretos de la familia y amenazan con destruirla. Hirokazu Kore-eda va armando lentamente los lazos de esta familia desordenada, desprolija, con algunos comportamientos debatibles. Somos una familia cuestiona los lazos de sangre, en especial en un momento bisagra: un tercer acto cargado de revelaciones para desarticular lo que venía construyendo en la primera parte. Como en un terremoto, mueve los ladrillos en los que estaba cimentada esta pequeña célula de parentescos enrarecidos, ambiguos, con actos moralmente cuestionables, pero a la vez cargados de afecto. La visión de los invisibilizados, postergados habitantes de un Japón fuera de toda postal turística, en la que un padre le enseña a cometer pequeños robos a su hijo, una abuela se corta las uñas de los pies mientras los demás comen a pocos centímetros, un chico duerme en un placard, una joven trabaja, vestida de colegiala, brindando un show de sexo simulado a través de un vidrio, la anciana vive de una pensión de dudoso origen y todos los miembros deciden, a la vez, que está bien quedarse con la pequeña que encontraron en un balcón y que adoptan como hija propia. Las fuerzas complementarias y opuestas de todas las cosas, el yin y el yang, en una galería de personajes y situaciones que no son juzgados por el director bajo una lupa moralizante. Al fin y al cabo, cada uno de ellos es consciente de sus actos y en su lógica de pensamiento todas las piezas encajan en pos de sostener una familia unida. El realizador de Nadie sabe estructura un relato sensible y hasta se permite el atrevimiento de que todo se ensombrezca cuando en la felicidad de esa familia se inmiscuya el Estado en la burbuja en la que un grupo de oprimidos, que había desafiado las convenciones, vivían contentos.
Una idea de familia, donde lo que une es el cuidado y el amor. En eso se basa la nueva película del talentoso director japonés Hirokazu Koreeda. Un drama capaz de abrir las puertas de la soledad, sin perder la ternura ni el humor. Aún cuando desencadena al policial. La historia cuenta que al regresar de un robo Osamu y su hijo se encuentran con una niña que juega afuera de su casa. Está sola, es de noche y hace frío. La llevan a casa. Nobuyo, la esposa de Osamu, acepta cuidarla solo cuando entiende que la niña es maltratada por sus padres, presenta quemaduras, es callada y mira con tristeza. Pero con ellos, parece estar en calma. Así que Yuri, se integra al clan. A un clan disfuncional, a juzgar por ese robo de algunas chucherías, en un supermercado. De ahí que la película acierta con el nombre original de “Ladrones de tienda”. Osamu (Lily Franky) en verdad, trabaja como albañil, y Nobuyo (Sakura Andô) en una lavandería. El hijo, Shota (Jyo Kairi), lee mucho en su dormitorio armado adentro de un placard. Viven en casa de la abuela (Kiki Kilin), quien se las ingenia para que lo poco que tienen alcance para todos y que en ese espacio tan acotado que es su casa, convivan sin conflicto. También está Aki, la hermana de Nobuyo. Trabaja como striper. El director sitúa la historia en los suburbios de Tokyo. Y resulta muy accesible dado ese naturalismo tan típico en su forma de narrar. Propone una mirada filosófica sobre las relaciones filiales. Una apuesta fuerte del realizador de “La hermana menor”, que aquí parece exponer un interrogante: ¿Qué es una familia? ¿Alcanza la consanguineidad? Para responder, Koreeda avanza desde una red emocional guiada por el deseo, hacia un futuro impuesto por la ley. Pero por ley, familia no es un atípico puñado de seres que roba y miente más de la cuenta, allí donde la pobreza domina el paisaje. Koreeda se detiene en la sencillez y la fortaleza de los vínculos. Y será el tenor de esas pasiones lo que tensa la urdimbre y rompe la red. Sus personajes pasan de ser una típica familia suburbana, para cargar sobre sus espaldas una cadena de delitos que va desde el secuestro y el asesinato, al robo. El pase de lo cotidiano al policial se despliega con maestría entre esas calles de casas bajas. Y permite que cada personaje ofrezca una historia paralela desde la cual es posible reconstruir esa idea de familia, capaz de dar cobijo. Una familia como una postal de una tarde en la playa, donde cada uno ocupa su lugar. Lo que vendrá, abre el camino al mundo adulto. No solo para ese niño que es Shota, quien aprende a robar con su padre y le enseña a su hermana a robar. Con la evidente intención de construir poesía desde el realismo, Koreeda ganó con “Somos una familia” el último Festival Cannes. Y la película está nominada al Oscar 2019, como mejor filme extranjero. FICHA: “Somos una familia”. Título original: Manbiki kazoku. Japón, 2018. / Director: Hirokazu Koreeda/ Elenco: Kirin Kiki, Lily Franky y Jyo Kairi/ Duración: 121’ /Clasificación: Para mayores de 16 años
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Neorrealismo japonés Hirozaku Kore-eda filma su película más bella, emotiva y poderosa. Una maravilla de incorrección plácida en la que volvemos a encontrar las marcas registradas del autor: la minuciosa atención puesta en los rostros, la capacidad para capturar los gestos infantiles y una mirada serena sobre la armoniosa fisonomía de las ciudades japonesas. Sus historias habituales sobre relaciones entre padres e hijos encuentran en esta película una eficacia extraordinaria a través de una familia singular que cuestiona los ideales de paternidad, transmisión y confianza. La familia del título vive de trabajos inestables y pequeños robos en supermercados. Los Shibata responden día a día a sus impulsos en lugar de cumplir con los imperativos sociales, sobre todo el que dicta que una familia se define por los vínculos de sangre. Una noche fría recogen a una pequeña de cuatro años que parece abandonada por sus padres y la adoptan inmediatamente a pesar de su precariedad económica y la falta de espacio. Así es como la familia crece. Desde la revelación de esta pequeña comunidad oculta hasta su explosión, Kore-eda construye un relato riguroso con giros sorprendentes que no opacan su gracia habitual, potenciada en este caso por un inédito vigor sensual. Hirokazu Kore-eda adapta su estilo a las estaciones del año. En invierno, los conflictos bullen en el interior minúsculo de la vivienda mal iluminada. Cuando llega el verano, el mismo espacio se convierte en un modesto palacio de placeres en el que tanto los niños como los adultos se mueven bañados por una luz que exalta el menor gesto cotidiano. El punto culminante de felicidad y el núcleo de la película es un día en la playa: un momento de gracia en donde se funden la realidad y la utopía. En el último tramo asoma la ira contenida del cineasta, pero la película sigue hasta el final sin villanos. Esta familia extraordinaria confronta la norma social, la exigencia de justicia, la gratificación de los deseos y, finalmente, la dificultad para amar y vivir juntos. El cineasta no define la psicología de los personajes ni los equilibrios de fuerza entre ellos: los vamos descubriendo con el paso del tiempo junto a los secretos que se revelan de a poco. Kore-eda posee una delicadeza que hace casi imperceptible el contraplano político que acompaña la pequeña epopeya del clan Shibata. Solo después de un último plano desgarrador tomamos consciencia de esta dimensión. Sin golpes bajos, sensiblería ni subrayados, el cineasta consigue un grado máximo de emoción y verdad.
Somos una familia es la nueva película del aclamado cineasta japonés Hirokazu Koreeda, realizador de obras maestras como De tal padre, tal hijo, After life: La vida después de la muerte o Nadie sabe, y que gracias a este nuevo filme obtuvo la Palma de Oro del pasado Festival de Cannes, además de estar nominada como mejor película de habla no inglesa para la próxima edición de los premios Oscar. Somos una familia trata sobre una familia compuesta por una abuela, una pareja, una hija adolescente y un hijo más pequeño. Cuentan con pocos recursos económicos, por lo que tienen que delinquir para poder obtener los bienes necesarios para sobrevivir, ya que la pensión que recibe la abuela les resulta escasa, y los ingresos que obtienen tanto el padre Osamu, como su esposa Nobuyo, apenas alcanzan para costear algunos gastos. Después de volver de robar en una tienda, Osamu y su hijo se encuentran con una niña pequeña que se encuentra sola y expuesta al frío; pese a la endeble situación económica que afronta la familia, deciden albergarla, ya que su familia real ni siquiera se preocupa por el estado de la misma. Tras un rechazo inicial por parte de la madre, la compleja instancia que la pequeña parece haber pasado con sus padres reales, hace cambiar de opinión a Nobuyo, que se compromete con la situación. La niña pasará a cooperar en los pequeños delitos que Osamu y su hijo realizan, pese a que son conscientes de que no es bueno el concepto que ella puede tomar de los mismos, y de los riesgos que corren. Cuando la familia parece lograr cierta estabilidad, un accidente pondré en velo una verdad que cambiará el destino de todos los integrantes. Decir que Hirokazu Koreeda es uno de los grandes realizadores de la actualidad es una obviedad. Lo interesante es que puede demostrarlo una vez más en su nueva película, donde expone nuevamente ese estilo tan personal, quizás sin el vuelo de otras como De tal padre, tal hijo o After life, pero demostrando su sensibilidad y sus condiciones para abordar historias de índole familiar, con un tacto que lo hace único, con pequeñas reminiscencias al cine de Yasujiro Ozu. Quizás se tome demasiado el tiempo en lograr profundizar sobre algunos temarios, permitiéndose algún que otro bache, pero lo importantes que Koreeda llega al fondo de la cuestión, y otra vez los planteos y reflexiones surgen, demostrando la fuerza de la historia y su guión. Las actuaciones dan un aporte esencial, así como la puesta en escena, fotografía, y todo lo que gira alrededor del filme para lograr sus cometidos y llegar hasta el espectador. Recomendada, como suele pasar generalmente con todas las películas de este gran realizador japonés.
Ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada al Oscar a mejor película en idioma extranjero, Somos una familia, el nuevo opus de Hirokazu Kore-eda (After Life, Un día en familia, Después de la tormenta, Nuestra hermana menor) explora, una vez más pero sin redundancia, uno de los temas centrales en la obra del japonés: los vaivenes, entramados y matices de las familias. Más precisamente, su nueva película comulga con la noción de que el verdadero hogar está allí donde está el corazón. O, dicho de otro modo, tal como lo expresa uno de sus personajes: “A veces es mejor elegir a tu propia familia”. A lo largo de toda su obra, Kore-eda ha observado muy de cerca la naturaleza de los vínculos para preguntarse acerca de qué hace que seamos quienes somos. ¿Es una cuestión de la naturaleza o una cuestión de crianza? ¿Qué nos hace ser hijo o hija? Del mismo modo, ¿qué hace que un padre o una madre sean, efectivamente, padres o madres? ¿Es una cuestión biológica o una cuestión de crianza? Dos de sus películas más sobresalientes, Nadie Sabe y De tal padre, tal hijo, abogan por pensar las identidades en función de cómo se han construido los vínculos, es decir en función de su historia, no en cómo han sido dispuestos por la biología. En Somos una familia, Kore-eda hace foco en, justamente, una familia que desde una mirada convencional podría ser pensada como disfuncional, como mínimo. Pero, desde la óptica de los afectos, es difícil encontrar aquí algo importante que no funcione. De perfecta no tiene nada, eso seguro, pero sí es una familia amorosa. Y muy peculiar. Es que la familia Shibata – con el padre, Osamu (LiLy Franky), la madre, Nobuyo (Sakura Ando), el hijo casi adolescente, Shota (Kairi Jyo), la hermana menor de Nobuyo, Aki (Matsuoka Mayu), y la abuela (Kirin Kiki) – se las ha arreglado para vivir con poco. Están todos juntos en un pequeño departamento, sin privacidad, con no pocas carencias materiales y con fuentes de ingresos mínimas. El padre es obrero de la construcción, la madre trabaja en una lavandería, y su hermana menor, vestida de colegiala sexy, es modelo de números eróticos en un chat para hombres. Como ingreso extra, está la pensión de la abuela. Pero aún sumando todo, es poco dinero y no alcanza para solventar todos los gastos de una familia numerosa. Por eso, para conseguir comida extra y demás, padre e hijo se dedican a cometer hurtos varios en negocios de la zona, sin violencia alguna. Una noche, volviendo a casa con comestibles robados, Osamu y Shota descubren a una niña pequeña en la calle, buscando comida dentro de la basura. Se nota que se fue de su casa o que la echaron. Se escuchan, también, los gritos de una mujer discutiendo con un hombre en un departamento cercano. Y queda claro que esta madre no quiere volver a ver a su hija. Padre e hijo llevan a la niña a su casa, con la idea de hospedarla solamente durante la noche, y después se verá. Porque alimentar una boca más no es la mejor de las ideas. Sin embargo, cuando la abuela descubre moretones y cicatrices en el cuerpo de la niña, la familia decide quedarse con ella. Y le cambian el nombre: ahora se llama Yuri. Lo que sigue es impredecible. Porque en esta familia existe una historia detrás de lo que se ve a simple vista, con secretos y revelaciones, con gestos altruistas y otros no tanto. Kore-eda va desnudando los pliegues de un grupo humano con vínculos afectuosos, pero complicados. Y da cuenta, también, de todo un escenario en el orden de lo social que incluye, eventualmente, a la injerencia del Estado para proteger a los menores – y que, como es habitual, termina resultando en un perjuicio. Mostrar a esta familia con sus penurias económicas equivale a mostrar a muchas otras familias del Japón de hoy en situaciones similares. Porque como todos los grandes directores, cuando Kore-eda aborda un objeto en particular no deja nunca de trazar los rasgos de su universalidad. Es un cineasta que aborda plenamente la dimensión social sin ser estrictamente un cineasta de lo político. A medida que se van haciendo visibles todas las aristas de situaciones compleja, la mirada es siempre empática, pero no por eso deja de ser crítica. Kore-eda no juzga a este padre que enseña a sus hijos a robar, pero tampoco lo disculpa como si no significara nada. Es verdad que su empatía hace que todo se vea de un modo más humano, pero esa humanidad incluye considerar las inevitables consecuencias que toda acción tiene. Lejos se está aquí de cualquier tipo de simplismo. Aparte de la profundidad y la sutileza con las que el cineasta japonés aborda los contenidos, lo que hace que sus películas sean tan maravillosas – y lo que lo enlaza con el cine de Yasujiro Ozu y Mikio Naruse – es la sofisticación narrativa para que los sentidos vayan surgiendo casi sin querer, casi sin que uno se dé cuenta, a partir de los hechos más mínimos y los gestos más pequeños. Nada se dice de golpe, nada se explica ni se grita a los cuatro vientos. Nunca. En cambio, Somos una familia construye un drama de senderos que se bifurcan, se anudan, se tensan, y justo antes de llegar al final se despliegan en todas sus dimensiones. Es recién entonces cuando uno puede intentar asimilar todo lo que ha visto para ver con precisión el cuadro completo. Ahí se liberan muchas de las emociones contenidas, algunas felices y otras no tanto. Como la vida misma.
Un drama sobre las relaciones entre las personas. De lo mejor que se estrenará en 2019. Esta es, primero, la historia de una simpática familia pobre en Japón que sobrevive con pequeños robos y estafas. Pero luego es un drama sobre las relaciones entre las personas, la búsqueda de una respuesta acerca del sentido de la familia. Construida sobre una cuerda que se vuelca cada vez más hacia la tristeza y lo trágico, es el reverso perfecto de “Nuestra hermana menor”, filme anterior del realizador japonés. De lo mejor que se estrenará en 2019.
Shoplifters, título internacional de la última ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes, presenta una prole fuera de lo común: el padre, obrero de la construcción part time, enseña a su hijo a robar; la madre, que trabaja en una lavandería, se apropia de los objetos olvidados en los bolsillos de los clientes; la abuela cobra una mensualidad de su hijo para mantener a su nieta, y a su vez recibe una pensión por su difunto marido, siendo el principal sostén del grupo; la hija trabaja en un sex shop bailando con escasas ropas para clientes. Como si esto fuera poco, se apiadan y acogen a una niña maltratada por sus padres a la que entrenan también en el hurto (todos deben aportar). Comparten una pequeña vivienda donde duermen amontonados en los suburbios de Tokio. Somos Familia (su título en español) podría tratarse de una comedia agridulce de las tantas que ofreció el cine italiano de la mano de Dino Risi o Mario Monicelli. Pero no, estamos en Japón, en pleno siglo XXI guiados por Hirokazu Koreeda en una nueva exploración de lo que significa una familia. Su filmografía siempre giró en torno a los vínculos entre padres, hijos y hermanos como Un día en familia (2008), De tal padre, tal hijo (2013) o la más reciente Después de la tormenta (2016), pero es en su nueva realización donde los cuestionamientos son más profundos, las contradicciones más agudas y los roles del Estado más controvertidos. Koreeda pone el foco en un grupo marginal de la periferia de la capital japonesa, cuyos integrantes mezclan sus trabajos inestables con actividades fuera de la ley con tal de sobrevivir y llegar a fin de mes. No es una familia ordinaria o tradicional, solo llevan el rótulo, ya que más bien es un rejunte de personas que conviven bajo un techo común, donde cada uno a su manera contribuye para la alimentación, la vestimenta y hasta pequeños esparcimientos como el día de playa, sin estar ligados necesariamente de forma biológica. Una suerte de pandilla en la que nadie es lo que aparenta ser. En la media hora final, cuando la ley toma cartas en el asunto con sus procedimientos autoritarios, comienzan las dudas y las polémicas sobre lo que es justo y lo que no lo es para los miembros del grupo, en especial los niños, como en Lázaro feliz (Alice Rorhwacher – 2018). ¿Quién es el verdadero padre, el biológico o aquel que le ofrece cariño y comprensión?, ¿cuál es la verdadera hermana la sanguínea o la mejor amiga?, ¿deben ser separados los menores para reubicarlos en hogares donde reinan la soledad y el desinterés? Interrogantes, puertas abiertas que deja el director para el debate y la deliberación. Koreeda tergiversa un concepto tradicional y ancestral para ubicarlo en un nuevo escalafón, más acorde con los nuevos tiempos en que la genética deja su sello.
El título “Somos una familia” es una opción medianamente aceptable para un juego de palabras intraducible del japonés (el significado de “manbiki kazoku” difiere según la interpretación verbal o su lectura en kanji) que refiere al mismo tiempo a una “familia unida” y a un “robo en familia”. Y la esencia del filme tiene que ver con ambas significaciones: se trata de un grupo familiar improvisado, un rejunte de marginados que conviven bajo un mismo techo, en una vivienda precaria, perdida a la sombra de las grandes estructuras edilicias de Tokio.
La anciana Hatsue afirma: “Por lo general, no puedes elegir a tus propios padres.” Nobuyo, que camina junto a ella, sugiere que “…. tal vez (el vínculo) sea más fuerte cuando elijas tu mismo …”. El diálogo se produce entre una abuela que realiza tareas hogareñas y una mujer que trabaja en una gran planchaduría de alguna ciudad de Japón. El sentido de las filiaciones, el cómo se establecen los vínculos amorosos e incluso las relaciones parentales son interrogantes que atraviesan la historia narrada. ¿Cuándo decir mamá o papá? ¿Elegir o aceptar por parentesco la condición de ser ser hermana, hijo o sobrina? ¿Es legítimo tener abuelas por opción? Un adulto y un muchacho entran a un supermercado. La cámara sigue su recorrido mientras ellos reconocen el terreno donde van a actuar. Por primeros planos de la cara y el cuerpo conocemos los rituales previos a la toma de artículos, apreciamos la mirada atenta y vigilante del muchacho y el modo de colocar los objetos en su mochila. Consumado el robo y ya de regreso, pagan gustosos el valor de unas croquetas. Mientras comen el adulto comenta que robó una trituradora que cuesta cerca de 2.000 yenes. “Costoso”, comenta el joven. “Si lo pagas” responde el adulto con cierta sorna. Una pequeña casa aloja cinco personas y una niña recién incorporada. El trasiego incesante que tiene la vivienda sumado al poco espacio que se dispone, generan una convivencia colectiva constante donde lo personal rápidamente se hace público. Descansos, comidas, quehaceres domésticos, recreación, informaciones y no pocas decisiones suceden en la estrechez física que caracteriza la vivienda. Y allí, confinado a unos escasos metros cuadrados, el ojo fotográfico manifiesta su potencia para registrar el ir y venir de sus habitantes, la mesa con los alimentos, sus comidas, hábitos y objetos de uso cotidiano que apiñados guardan cierto orden. No quedan afuera del reconocimiento las miradas que intercambian los residentes entre sí, la armonía de su convivencia, la atención auténtica a los asuntos de cada uno de ellos y en especial para los pequeños. En ellos vuelcan ternura, curan sus heridas, comparten juegos y afecto físico. Y todo eso se filma desde diferentes lugares: el hueco donde duerme Shota, por tanto desde su mirada o enfocando las imágenes que se reflejan en el espejo y también mediante planos generales que permiten visualizar el movimiento e interacción del grupo de habitantes de la casa. No hurtan lo imprescindible para sobrevivir, por qué habrían de hacerlo. ¿Cuál sería la razón de robar la mercancía de más baja calidad y precio?¿Por qué privarse de lo adquieren aquellos que pueden pagar?¿Vestir a la niña con prendas baratas de poca duración o con las de de buena calidad y más vistosas? En algún momento, Shato, el adolescente que habita la casa, reflexiona junto con Nobuyo, hasta cuándo es posible robar en una misma tienda. Pero siempre hay una afuera. Más allá de los límites de la vivienda existe un orden establecido, guardianes que protegen la riqueza de otros, instituciones que se ocupan de regresar a sus dueños originales aquello que les ha sido sustraído o castigan a quienes no se sujetan a las reglas y procedimientos prescriptos. Ese mismo sistema de vigilancia y castigo avala que se obligue a una empleada a trabajar media jornada y por ende con la mitad del salario original y, un poco después, que los ejecutivos de la empresa conminen a esa trabajadora a decidir con una compañera cuál de la dos renuncia al empleo, todo ello en un contexto de desocupación y bajos sueldos. Una mujer responde al interrogatorio de una policía preguntando “Dar a luz automáticamente ¿te hace madre?” Un niño que acaba de separarse de un adulto y viaja solo en un ómnibus balbucea “papá”. Una niña que se acerca a su madre es rechazada. La niña insiste e intenta una caricia. Su madre, airada, exclama “te dije que no me tocarás. Solo vete.” Familia de ladrones, título original de la película, es una obra de diálogos cortos que al mismo tiempo son de gran intensidad dramática y fuerte carga significativa. Abundan en ella los silencios repentinos frente a las palabras del otro, los gestos que por su capacidad expresiva hacen innecesarias las voces, preguntas que conmueven los cimientos de las creencias morales y las arraigadas convenciones sobre los lazos familiares. Koreeda intenta una mirada nueva sobre viejas cuestiones: la familia, sus vínculos, los valores morales, el rol de las instituciones estatales, la propiedad y algunas cosas más. Un director que no simpatiza con las visiones dicotómicas. Esboza retratos complejos, con personajes contradictorios, en los que muchas veces coexisten valores morales antagónicos e ideologías que en un principio resultan excluyentes entre sí.
Hirokazu Koreeda es uno de los directores japoneses más prestigiosos del cine contemporáneo. Una filmografía de títulos importantes lo respalda. After Life (1998), Nadie sabe (2004), Still Walking (2008), De tal padre, tal hijo (2013), Nuestra hermana menor (2015). Su cine rompe las barreras que lamentablemente existen entre los países del mundo y que nos hacen creer que, por ejemplo, Japón no es una de las cinematografías que más cine produce. En este nuevo título aparecen esos personajes marginales, que viven en sociedad pero al mismo tiempo parecen absolutamente aislados de todo, creando su propio mundo de reglas. Donde la sordidez y lo siniestro aparecen, los personajes de Hirokazu Koreeda muestran un corazón enorme y una humanidad que llega hasta el heroísmo. No son héroes, no son perfectos, tienen contradicciones, temores, miserias, pero también esos gestos parecen romper la indiferencia de una sociedad salvaje. El tono agridulce del film capta también la ambigüedad de sus personajes. La familia protagonista sobrevive a duras penas, con dinero de la abuela (la legendaria Kirin Kiki, fallecida en el 2018) y robando cosas de los negocios, desde comida hasta cañas de pescar. Aunque roban, no son violentos ni le roban a las personas, tan solo se llevan algunos objetos. Claro que son delincuentes por ello, aun cuando la ternura que inspiren sea total. En la misma línea cometerán su acto más criminal al mismo tiempo que el más noble. Descubren en una noche fría a una niña a la que llevan a su casa para darle de comer. Cuando quieren devolverla descubren que la niña sufre violencia por parte de su padre. Una vez más, en esta idea de reglas morales propias, deciden quedarse con la niña para protegerla, pero al hacerlo se convierten en secuestradores. No hay que explicar cuán emocionante es la película por momentos, aun cuando se trate del mejor film de Hirokazu Koreeda y haya algunos subrayados algo innecesarios para un cineasta de este nivel. Lo más destacable es que pueda entender a sus personajes y, como ellos, crear un mundo de reglas e ideas más allá de lo que la sociedad diga que debe ser.
La película del realizador japonés, su mejor en varios años, se centra en una familia humilde que para llegar a sobrevivir tiene que dedicarse, además de sus trabajos, a robar comida en supermercados. Sensible y emotivo retrato de supervivencia y amor familiar que ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes 2018. La familia es el gran tema de la carrera del realizador japonés Hirokazu Kore-eda. De todo tipo, composición y clase social, pero en todos los casos familias que logran atravesar complicadas situaciones y conflictos personales para salir adelante. En algunos casos, como NADIE SABE o la actual SHOPLIFTERS/SOMOS UNA FAMILIA, esas familias son un poco más complicadas que en otros casos, sus vidas más duras, sus circunstancias más difíciles. En el otro film, la situación que se le presentaba a los hijos que vivían solos tras la partida de la madre era casi terminal. Aquí no lo es tanto ya que más allá de las dificultades y complicaciones mayormente económicas que atraviesan, hay lazos sólidos que los unen. A diferencias de otras familias de su filmografía que se llevan mal cuando las condiciones de vida no son especialmente problemáticas, los miembros del clan de SHOPLIFTERS tienen todo para llevarse mal pero se apoyan para sobrevivir, enfrentando a un mundo que los margina e ignora. Todos allí trabajan pero, como el dinero no alcanza, como segunda profesión tienen la de robar, especialmente comida en supermercados. No son robos enormes sino que tienen a llevarse lo que precisan en cada circunstancia. El más activo y preparado para la tarea es uno de los hijos, otra hermana trabaja en un peep show y hasta los padres colaboran en el curro familiar. La situación empieza a cambiar por varios factores. Uno de ellos es que incorporan a una niña abandonada por su propia familia a la troupe. Y ella prueba ser muy útil para estos trabajitos. Pero a la vez tenerla con ellos puede traerles otro tipo de problemas. Y habrá otras complicaciones que ponen la precaria pero entusiasta organización familiar en conflicto con la ley. Todo lleva a pensar que esa forma de vida no puede durar para siempre. SOMOS UNA FAMILIA encuentra la forma de hablar de manera sensible e inteligente del tema que da su título local. Y, a diferencia de otras más recientes películas de Kore-eda, como LIKE FATHER, LIKE SON, el tema no está tratado de forma obvia y subrayada sino haciendo ver todas las contradicciones del sistema que han armado. Si a eso se le suma una puesta en escena discretamente virtuosa en la que esa casa caótica parece cobrar vida frente a nuestros ojos, lo que se descubre es una película muy creíble y realista, muy elocuente y verdadera, sobre los lazos familiares.
Lo más desafiante de Somos una familia, de Hirokazu Koreeda, radica en propagar discretamente sospechas sobre el origen de la familia y la propiedad. Los protagonistas viven robando pequeños objetos propios de la necesidad cotidiana y alguno que otro indispensable para un grato momento de ocio, como una caña de pescar. El plural protagónico es pertinente, en tanto que el rol principal está conformado por una anciana a la que todos llaman abuela, una pareja, una tía y dos niños.
Un hombre y un niño entran en un supermercado. Se miran, hacen gestos, manejan un código en común. De modo que el mayor pone una canasta delante de un cliente para tapar mientras el menor se esconde algunos productos. Luego salen victoriosos y van en búsqueda de croquetas antes de volver a su casa para repartir con el resto lo que acaban de obtener. En el camino se encuentran con Juri, una niña de cinco años en cierto estado de abandono que ellos no aceptarán. Al llegar a su casa, la mesa de la cena se completa con una anciana, una adolescente y una mujer que acepta quedarse con la pequeña y convertirla en un integrante más de la familia, en su “hija” menor aunque eso sea considerado un tipo de secuestro.