Basada en la obra de Yasmina Reza “God of Carnage”, ganadora del premio Tony hace 2 años atrás, el film peca de ser uno más de los ejemplos en que dos expresiones como son el cine y el teatro a veces no pueden separarse al realizar una adaptación. En su concepción cinematográfica, Carnage posee todos los elementos de una puesta en escena teatral, aunque trasladada a un reducido espacio, casi con cámara inmóvil y actuaciones cuyos matices también se ven vinculados a esta modalidad artística, es difícil escapar de la comparación. Pero, Carnage se luce desmedidamente en su temática, el punzante y agil guión permite dar paso a actuaciones soberbias de los cuatro y únicos protagonistas del film (Jodie Foster, John C. Reilly, Kate Winslet, Christoph Waltz). Por más que el film transcurre en Nueva York (otro elemento como para haber sido elegido como film de apertura para esta gala), fue filmado en Francia por la imposibilidad del director como anteriormente destaqué debido a la imposición judicial de público conocimiento...
DESENMASCARANDO AL DIOS CAPITALISTA Carnage fue dirigida por el polaco Roman Polanski (Chinatown, El pianista), quien se basó en la obra teatral homónima de Yasmina Reza. Christoph Waltz (Bastardos sin gloria) y Kate Winslet (El lector) interpretan a los padres de Zachary, quien sería el presunto golpeador, y John C Reilly (Criminal) y Jodie Foster (Anna y el rey) a los progenitores de Ethan, el niño agredido; ambas parejas, casi cuarentonas, pertenecen a una clase acomodada, pero luego de unos minutos de charla, cuando salen a relucir sus opuestos puntos de vista, no podrán ocultar tanto sus miserias económicas como personales. La película transcurre enteramente en una habitación, espacio que se vuelve claustrofóbico a medida que avanza el relato y que lleva a relacionarla con Tape de Richard Linklater. Para sostener la atención, la historia cuenta con pequeños elementos que se van volviendo centrales: un hamster, una tarta de manzana y pera, un florero con tulipanes, un teléfono celular, una cartera. Carnage podría traducirse como matanza o carnicería, pero si se piensa en el título original de la obra teatral: Le dieu du carnage (algo así como el dios de la masacre) puede entenderse un poco más a qué apunta la cinta; quizás, no sólo a esa masacre (verbal y algo física) que llevan a cabo los dos matrimonios sino a aquella que enfrentan especialmente, y a diario, los miembros de la pequeña burguesía; esa masacre que apunta a "caretear", a querer ser el dios de los buenos modales, de tenerla clara en la vida y de vivir en lo superficial. En el film, a pesar de esta mirada ácida, hay espacio para el humor pero el marcado aire de las tablas a veces resta credibilidad a lo que se venía consiguiendo. Algo muy interesante es la importancia que se da a la correcta utilización de las palabras, decir que un niño estaba armado con un palo no es lo mismo que que decir que llevaba uno, como tampoco lo es llamarlo cavernícola sólo por que siguió sus instintos y no los pudo contener. El compositor francés Alexandre Desplat (El discurso del rey, El Árbol de la vida), quien ya había colaborado con Polanski en El escritor oculto, es el resposable de la banda sonora. Aunque la cinta esta situada en Brooklyn, Nueva York, se rodó en París debido al problema legal del director, que le impide ingresar a los Estados Unidos.
Basada en la obra teatral "God of Carnage", esta adaptación dirigida y escrita por Roman Polanski es una sencilla, corta y bien lograda propuesta, en la que se destacan los trabajos realizados por cada uno de los cuatro actores, por el guión humorísico, y por la fluida y natural dirección.
Un dios salvaje es un film con muchas cualidades como para perdérselo. La maestría con la que está dirigida permite al espectador que se sumerja de lleno en esta historia que tiene mucho de comedia negra y poco y nada de previsible. Lo más rico del relato es la forma paulatina en la que se van mostrando los verdaderos sentimientos y personalidades...
Conflicto infantil entre adultos Con la imágen de una golpiza entre chicos, registrada en la lejanía, comienza este film dirigido por Roman Polanski y protagonizado por grandes intérpretes: Kate Winslet, Christoph Waltz, Jodie Foster y John C. Reilly. Un Dios Salvaje es la adaptación de la obra teatral homónima de la autora francesa Yasmina Reza, (interpretada en nuestro país por Gabriel Goity, Florencia Peña, Fernán Mirás y María Onetto) que narra cómo tras el violento enfrentamiento de dos niños en un parque, sus padres se reúnen, en principio de manera civilizada, para hablar del incidente. Los papás de la víctima (Jodie Foster y John C. Reilly ) han invitado a su casa a los padres del agresor (Kate Winslet y Christoph Waltz ) para resolver el conflicto. Lo que comienza como una charla plagada de bromas y frases cordiales va adquiriendo un tono más violento a medida que los padres van revelando sus ridículas contradicciones y grotescos prejuicios sociales. Un Dios Salvaje representa las bajezas humanas en su máxima expresión y demuestra que detrás de estas dos parejas, se esconde una verdadera "olla a presión". Con diálogos ocurrentes, invitados que amenazan permanentemente con irse pero nunca lo hacen y cruces verbales, la película se sostiene por las notables actuaciones, que mantienen el clima enrarecido dentro de un ámbito cotidiano (una misma locación) que no escapa a una puesta casi teatral. La película no quedará en el recuerdo de los mejores trabajos del genial cineasta. Sólo tiene buenos momentos en una historia que pedía mucho más que eso. La versión teatral era mucho más divertida.
Polanski y la condición humana La nueva película de Roman Polanski Un Dios Salvaje (Carnage, 2011), está basada en la obra del mismo nombre presentada en Brodway –del cuál surge esta versión-, Londres y el año pasado en Argentina con Gabriel Goity y Florencia Peña en el elenco. El film de financiación europea, sigue la forma de la puesta teatral de la obra, con algún que otro recurso cinematográfico como la utilización de los diferentes tamaños de plano y leves movimientos de cámara. La historia de Un Dios Salvaje se centra en los padres de dos niños. Los pequeños se pelean y uno de ellos le rompe dos dientes a otro. Los padres del golpeado reciben a los padres del golpeador en su casa, con el fin de encontrar una salida “civilizada” al conflicto. Lejos de entenderse, demuestran ser más “salvajes” que sus hijos. Vayamos ahora a los temas que la obra, al igual que el film, desarrollan como subtramas que son lo más interesante de la propuesta que transcurre en un mismo decorado y en tiempo real. Los padres de familia, magistralmente interpretados por un elenco de lujo –Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz y John C. Reilly- pasan de la cordialidad a la violencia, del cuidado de las formas a la brutalidad en el trato, de ser correctos y reprimidos a estar completamente relajados, exponiendo todas sus falencias sociales. En definitiva, hacen catarsis en escena producto de no poder manejar una situación tensa desembocada por el enfrentamiento de sus hijos. La (in) comunicación, las relaciones de pareja y las formas sociales, sobrevienen en el instinto humano, al que un personaje denomina “Un Dios salvaje”. Temas que se manejan como subtexto en la trama y funcionan de metáfora social. Sin embargo Polanski no logra llevar a sus personajes a los extremos absolutos de la crisis de personalidad. Se muestra un quiebre en su carácter y actitud producido por la curva dramática que representan (hecho que le encanta personificar a cualquier actor pues le impone un reto y expone su oficio en todas sus dimensiones). Un Dios Salvaje se presenta entonces, como una pequeña película del realizador de El escritor oculto (The ghost writer, 2010) y Barrio Chino (Chinatown, 1974), correcta y atractiva, cuyos fuerte está en las temáticas que desarrolla paralelamente. Al igual que la obra.
El discreto encanto de la burguesía Un Dios Salvaje hace recordar a Buñuel y a ¿Quién Le Teme a Virginia Woolf?: Personajes cuyas fachadas terminan derrumbándose por el hastío que se provocan entre sí. Polanski tomó la obra teatral de Yasmina Reza...
“A veces siento que entre dos que se rompen la cara a trompadas hay mucho más entendimiento que entre los que están ahí mirando desde afuera” Rayuela, Julio Cortázar. ¿Cómo romper a trompadas todas las caras de la burguesía y de la clase media-alta de, en este caso New York pero lo mismo da? Dejando que Polanski dirija, y en tiempo real, una adaptación de la obra teatral cómica Le Dieu du Carnage, escrita por la también co-guionista de la película Yasmina Reza. Altos niveles de ironía y cinismo...
Publicada en la edición impresa de la revista.
Roman Polanski sumó otra buena película en su filmografía con esta historia que adapta en el cine la famosa obra de teatro God of Carnage de Yazmina Reza. En Broadway hace unos años tuvo su versión protagonizada por James Gandolfini, Jeff Daniels, Hope Davis y Marcia Gay Harden, mientras que en Argentina la obra se hizo con Gabriel Goity, Fernán Mirás, María Onetto y Florencia Peña. Esta versión para cine es una obra redonda de Polanski que sobresale, además de su talento como narrador, por el tremendo trabajo de los cuatro protagonistas y una trama que toca temáticas universales. En primer lugar brinda una interesante reflexión sobre la decadencia cultural que se viven en estos días y la extinción de la falta de valores, donde la disculpas o la actitud de pedir perdón son vistas como debilidades humanas, entonces frente a cualquier conflicto la respuesta inmediata es cortarle la cabeza al otro como si viviéramos en la época de los samuráis. Los cuatro personajes de este relato viven condicionados por la mirada ajena y el ritmo frenético que imponen las sociedades modernas donde la hipocresía y la corrección política están a la orden del día. Tal vez el personaje de John C. Reilly (que es el más querible de esta historia) sea el único del grupo que vive en paz consigo mismo y no se ve afectado por las aspiraciones burguesas y prejuicios que tiene el resto del reparto. Lo cierto es que lo que comienza como una amena reunión de dos matrimonios para limar asperezas por una pelea tonta que tuvieron sus hijos, luego se convierte en una batalla campal donde las dos familias terminan revelando con bastante crudeza sus peores miserias y pases de facturas que estuvieron reprimidas entre las dos parejas. Está muy bien trabajado el desarrollo de los personajes que en un principio conocemos como un grupo de personas amables, pero cuando se caen las máscaras de la corrección políticas afloran entre ellos verdades que mantuvieron calladas y que nada tiene que ver con el conflicto que los reunió. La dirección de Polanski es brillante. Toda la historia se desarrolla en un departamento y con varias angulaciones y movimiento de cámaras logra mantener el suspenso durante 80 minutos. Ver Un dios salvaje es como ir a una fiesta donde todo está bien hasta que una pareja empieza a gritarse entre sí y el ambiente se pone tenso y ya no tenés ganas de estar ahí. Polanski apoyado por el tremendo trabajo de los actores logra que sientas eso con su narración. Ese departamento que en un principio parece ameno y agradable se termina convirtiendo en un espacio claustrofóbico y agobiante por la tensión que se genera entre los cuatro personajes. El disparador del conflicto es la pelea de dos chicos pero la trama la podrías trasladar también al mundo intolerante de la política local y obtenés una excelente radiografía del país en que vivimos. Por eso la obra funcionó con éxito en todas partes del mundo porque trata temáticas universales que llegan a cualquier sociedad. El trabajo de los cuatro protagonistas en este film es excelente, aunque se disfruta un poco más la labor de Christopher Waltz, quien brinda un personaje distinto a lo que fueron sus últimos trabajos en el cine. Es cierto que en el pasado clásicos del cine memorables como ¿Quién le teme a Virginia Wolf? y El ángel exterminador, de Luis Buñuel, abordaron propuestas similares. En ese sentido, Un Dios salvaje no ofrece nada nuevo pero si aporta una muy buena película de Polanski que se suma a la cartelera y está para tener en cuenta.
Los hijos del dios salvaje Cuatro personas se encuentran en un departamento de New York, están allí por ser padres de dos niños que se vieron envueltos en una pelea. Su meta será llegar a un acuerdo justo tras la reunión y continuar teniendo un maravilloso sentido de la comunidad como cuatro buenos neoyorquinos. Si además les comento que la película está narrada en tiempo real y que además la acción siempre transcurre en ese departamento seguramente llegarán a la conclusión de que las chances de que no sea un bodrio son pocas, ahora voy a decirles un nombre y ahí todo va a cambiar porque a partir de ese nombre es donde va a surgir la magia... Roman Polansky. Roman Polansky, que preparó este guion mientras cumplía arresto domiciliario en Suiza, transforma este argumento sencillo en un mar de sentimientos, porque claro está, las cosas van a salir mal, y las máscaras de los personajes van a ir cayéndose poco a poco por su propio peso. A partir del diálogo y sólo con éste como arma el director nos mantiene en vilo, esperando cuál va a ser la próxima reacción de estos cuatro personajes, de estos cuatro actores que a lo largo de los 80 minutos que dura el film, la descosen. Nancy y Alan Cowan son los padres del niño agresor, del maníaco (como lo llama su padre) que con 11 años golpeo a otro con un palo en la cara en una disputa en un tranquilo parque. Nancy (Kate Winslet) es una agente de inversiones cuyo rodete está tan ajustado como su necesidad de agradar, Alan (Christoph Waltz) , su esposo, es abogado y en su sonrisa se encuentra todo el cinismo de la humanidad, cinismo del cual se siente orgulloso. En el bando contrario se encuentra Penelope (Jodie Foster) y Michael Longstreet (John C. Reilly) , padres de la "victima". Ella tiene un sentido de la moralidad que resulta inhumano, una conducta demasiado intachable y una mirada enjuiciadora, su esposo Michael es un eterno conciliador que en el fondo odia completamente su vida. Estos personajes van a luchar por 80 minutos sólo con el poder de su palabra, así como en 12 Hombres en Pugna de Sidney Lumet, Henry Fonda luchaba por obtener la verdad frente a otros once hombres de un jurado sólo con sus argumentos, así en Un Dios Salvaje y de manera mucho más viceral los personajes van a luchar por demostrar quién es mejor que el otro porque lo que los detiene cada vez que salen por la puerta y los obliga a entrar nuevamente no es una misteriosa fuerza surrealista como en Un Ángel Exterminador sino su propio Ego, su deseo de mostrarse más "evolucionado" y es aquí donde la película se transforma en un ensayo sobre la hipocresía en el ámbito de la adultez.
Miseria que Divierte Carnage es una comedia distinta, psicológica y ácida, que seguramente amarán u odiarán. No es ni de cerca un producto liviano y bien intencionado, por el contrario, se ríe y utiliza la pateticidad humana para hacer humor, cuestión que puede resultar muy atractiva para algunos y muy tediosa para otros. En lo personal la encuentro totalmente fascinante e inteligente, provocando risas, claustrofobia, empatía, asombro y vergüenza ajena en un mismo paquete. El director Roman Polanski ("El Bebé de Rosemary", "Chinatown", "El Pianista") es el encargado de darle vida en la gran pantalla junto a un cast estelar que incluye a los talentosos Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christoph Waltz. El film cuenta una historia universal simple, en la que dos matrimonios se reunen para discutir civilizadamente acerca de una pelea entre sus dos hijos. El encuentro comenzará de la manera más educada posible, pero poco a poco la situación se irá saliendo de control dejando en evidencia lo peor de cada uno al punto tal de que el espectador no podrá sentir otra cosa que incomodidad y lástima por los personajes. Si se dejan llevar, se van a reír muchísimo de las miserias humanas y los problemas de pareja. Creo que Polanski capta muy bien las sensaciones adecuadas para cada momento de la película, explotando las enormes capacidades del guión y la genial transformación de parejas adultas felices con mucho auto control a niños/adultos frustrados y amargados con mucho resentimiento. Los diálogos son sencillamente geniales, la atmósfera es por momentos irrespirable y todo esto es logrado en un set mínimo que simula el living de un departamento. Creo que no es un producto apto para todo los públicos, pero si gustan de las situaciones irreverentes con humor ácido y se dejan llevar por el barco de la pateticidad, la van a disfrutar como locos.
Desde su presentación en el 2006, la aclamada obra teatral de Yasmina Reza, Le Dieu Du Carnage, ha tenido múltiples adaptaciones a lo largo del mundo, desde Londres y Broadway hasta España y Argentina, pasando en medio por países como Rumania o Puerto Rico. Con su paso al cine se puede decir que esta exitosa comedia corre sus primeros riesgos, aquellos que cualquier transposición acarrea. Roman Polanski lleva así a la gran pantalla un film respetuoso del original, pero sin causar el impacto que uno podría esperar. Dos matrimonios buscan un enfoque civilizado para abordar un problema desatado entre sus hijos. Con prácticamente toda la acción transcurriendo en la misma casa, esta rápidamente se muestra como lo que es, una prisión de barrotes invisibles en el que las más bajas pasiones se intensifican y los conflictos se hacen carne. Una característica fundamental que tendrá esta versión será su evidente artificialidad, aspecto seguramente realzado desde el lado de las actuaciones. Con una escalada de desvaríos y argumentos irracionales endilgados mutuamente, este estudio de la condición humana expone un acelerado, y por tanto poco creíble, cambio de actitudes disfrazado de un progresivo descenso hacia el barro. Con una enorme economía de recursos, que no solo se limita a la cantidad de personajes, el peso entero de la obra recae sobre las interpretaciones. Más allá de que no tuve la oportunidad de presenciarla en el teatro, se siente que mucha de la frescura y espontaneidad que los actores deben aportar a sus papeles se pierde. Así es que, como si se tratase de mecanismos de relojería, sus conflictos se dispararán a intervalos determinados, por ejemplo accionados en más de una oportunidad por un agente externo al teléfono. La dirección de Polanski favorece a esta adaptación, manejando los ritmos del desarrollo y logrando que tanto Kate Winslet como Jodie Foster exploten su potencial con escenas muy intensas, por oposición a un Christoph Waltz y a un John C. Reilly incapaces de alejarse de lo caricaturesco. Sin causar el efecto esperado y con una dinámica teatral, el realizador expone al monstruo que todos llevamos dentro y, de un mismo zarpazo, embiste contra la hipocresía del mundo en general.
Un ángel exterminador neoyorquino Cuan una emanación moderna de El Ángel Exterminador de Luis Buñuel, los protagonistas del último film de Roman Polanski, Kate Winslet, Christoph Waltz, Jodie Foster y John C. Reilly, jamás salen de la locación que los encuentra reunidos en la primera escena del film. Los hijos de ambas parejas se han trabado en lucha, resultado por el que uno de ellos ha perdido dos piezas dentales. Los padres del agresor se acercan a pedir las disculpas del caso pero nada saldrá como ellos esperan. El matrimonio de Nancy (Winlset) y Alan (Waltz) son los padres del agresor. El es un exitoso abogado con poco tiempo para ejercer su rol parental, ella una eterna conciliadora que sólo busca llegar a un acuerdo luego de los eventos ocurridos. Por otra parte, los padres de la víctima del ataque, Penélope (Foster) y Michael (Reilly), son una pareja simpática, sobre todo el marido que tratará de obtener el arrepentimiento del agresor. Así las cosas, aparece un quinto elemento que es definitorio en la trama y presente en todas las obras del director polaco: el encierro. Tal vez como una representación del propio ánimo del director que por sus delitos cometidos hace más de veinte años aún no puede pisar suelo norteamericano, la falta de libertad ambulatoria siempre se encuentra presente en sus obras. Quizás como una forma de exorcizar sus propios demonios personales a través del celuloide. El hastío que genera el verse de frente con aquello que nos molesta en el otro termina operando como disparador para que nuestras propias falencias salgan a escena, de la manera más tosca e irrefrenable. Así, el buenazo de Michael comienza invitando una copa de whisky, mientras que el hiperquinético de Alan habla por teléfono con sus clientes y el alcohol empieza a desinhibir a los disertantes. Penélope, también movida por la incomodidad del momento y la aparente impostura burguesa de sus visitantes, empieza a hartarse de ellos, perdiendo poco a poco la compostura. Todo empieza a caer como un castillo de naipes descontrolado y pronto la cortesía forzada dará paso a la sinceridad más fulminante de las formas corteses. Los cuatro intérpretes del film nos brindan actuaciones impecables mucho más palpables, claro está, al momento de perder el control. Waltz en su papel de villano y hombre fuerte de negocios termina robándose el film, con la clara complicidad de Polanski. Foster nos brinda un maravilloso ejercicio de contención de las propias emociones que termina en un devastador y delicioso estallido de furia contenida. Reilly interpreta a un amable vendedor de productos para el hogar de una casa multimarca, tal vez por su propio oficio las buenas formas son parte de su dinámica de comunicación, pero el encierro jugará sus cartas. Kate Winlset interpreta a la mujer y madre fiel, siempre predispuesta al diálogo y pilar infaltable para el equilibrio familiar. Sin embargo, será el detonante de la debacle doméstica. Un Dios Salvaje es la adaptación cinematográfica de la obra teatral de Yazmina Reza, que fuera interpretada hace poco tiempo en nuestro país por Gabriel Goity, Fernán Miras, Florencia Peña y Maria Onetto con gran éxito y maravillosas actuaciones. Es un film pequeño, con una historia mínima pero con enormes conclusiones sobre nuestra idiosincrasia; nuestro nivel de tolerancia y por sobre todo nuestro verdadero ser, muchas veces camuflado bajo el ropaje del buen ser social. El diálogo suele ser el vehículo para la resolución de los conflictos para el hombre social, en este caso Polanski ha pisado el acelerador y su film más reciente Carnage es el resultado de esa carrera frenética.
Anexo de crítica: -Políticamente incorrecto como siempre, el realizador polaco de 78 años que todavía no puede pisar suelo norteamericano por sus acusaciones legales -por eso filma a París como si fuera Nueva York- se toma apenas 90 minutos para desnudar la hipocresía de la burguesía y demoler con inteligencia, cinismo, acidez y gran sentido del humor, las máscaras de la corrección política a partir de un pleito doméstico entre dos niños, que no son más que el reflejo distorsionado de sus mediocres padres, en un derrotero frenético que va desde la camaradería hacia la despiadada crítica social en un registro prácticamente teatral donde la riqueza en las actuaciones se lleva la mejor parte y la impecable puesta en escena todos los aplausos.-
Discusiones de (y entre) parejas A sus 78 años, a Roman Polanski le sientan bien, muy bien, los ambientes de encierro. Cómo le gusta, le sienta bien a Roman Polanski moverse en ambientes opresivos. Sean reducidos por espacio ( La última puerta ) o como en El inquilino , o por momentos en Repulsión , cuando las paredes forman parte del acoso que sienten los protagonistas. No había por qué imaginar que al trasladar Un Dios salvaje , la pieza de Yasmina Reza, no iban a quedarse él, con sus cuatro personajes (y el espectador) encerrados en un cuarto. Tal vez al estilo de su La muerte y la doncella , sobre la obra de Ariel Dorfman, la adaptación de Un Dios salvaje es terribemente fiel al orginal. De hecho, la hicieron Polanski y Reza... Alguna que otra línea de diálogo, un paso por el baño en suite de los Longsteet, la pareja que recibe al matrimonio Cowan, o el pasillo del edificio, rumbo a los ascensores, son los únicos atajos con que el director de Barrio chino planea airear la trama. Por el resto, queda todo igual, excepto la apertura y el cierre: el filme abre en un parque y se ve, de lejos, la agresión de un chico hacia otro, que es la base en la que se sustenta la obra y el motivo por el que ambas parejas se encuentran. Allí y en el desenlace –para ser estrictos, el final “cambia”- son los únicos momentos en que se escucha la música de Alexandre Desplat. Lo que parece ser una mera reunión para conciliar posiciones entre los padres del niño agredido y los del agresor, que son los visitantes, da lugar a un campo de batalla. Contradicciones, autoritarismos, irritación, egoísmos, ánimos conciliadores, apoyos, provocaciones: todo sucede en la continuidad de los 75 minutos reales y corridos en ese living del departamento. Cuando la dueña de casa, Penelope (Jodie Foster), sienta que alguien amenaza su orden o principios, mostrará las uñas. Las mismas que tiene bien ocultas su esposo (John C. Reilly), mientras Nancy (Kate Winslet) parece componer las cosas y su esposo (Christoph Waltz) no deja de habla por el celular. Y allí hay una diferencia notoria, ya que Polanski elige recortar con primeros planos a Waltz, cuando en el teatro sus conversaciones eran siempre a un costado de la escena. La escenografía es cargada. “¿Por qué sos agresivo?” tiene por respuesta “Soy sincero”. Entre momentos de absurdo (ayudados, no sostenidos, por el consumo de alcohol) y complicidades de género, la obra llega a su fin y nos quedamos pensando en la sinrazón de tanta pelea, y el póker de grandes actuaciones que han quedado allí, encerradas entre cuatro paredes.
El salvajismo va por dentro La pelea entre dos chicos de once años es el disparador para mostrar la hipocresía que habita en el universo adulto. El hijo de Nancy y Alan le rompió dos dientes con un palo al hijo de Penélope y Michael. En el departamento de estos últimos se reunen ambas parejas para discutir el asunto. Primero con sobriedad y extrema cortesía, no sin cierta incomodidad, Penélope procura que los otros padres comprendan lo importante que es que su hijo entienda la gravedad del hecho. Nancy trata de ser condescendiente mientras Alan está ocupado atendiendo su móvil que suena cada rato debido a un problema con el laboratorio que representa legalmente. Polanski expone de entrada a sus personajes en este filme cerrado, donde sus intérpretes están atados al texto teatral. Quienes vieron la obra de teatro no encontrarán diferencias notables en el guión, pero sí en las características de algunos personajes, especialmente el de Waltz. El austríaco compone a un cínico impagable, sin dudas el mejor trabajo del filme, y no es que Jodie Foster no se destaque en su rol, el que deja en claro, más que ningún otro el carácter animal escondido tras la pátina de civilización que los niños aún no poseen y sus padres, con apenas algo de alcohol, son capaces de perder por completo. El director impone al relato un clima dramático con cierta acidez y pequeñas dosis de ironía, pero nunca llega al grotesco que tan bien le sentó a esta obra en la versión teatral porteña. Filmada en París y con un cameo del propio Polanski en el departamento de al lado, "Un Dios Salvaje" no quedará en la historia como lo mejor en la cinematografía del polaco, aunque sí destaca como un entretenimiento de alto nivel actoral y exhibición artística.
El infierno son los otros. En la obra teatral A puerta cerrada, el francés Jean Paul Sartre postula que el infierno no es un lugar lleno de azufre y demonios que nos torturan por toda la eternidad, sino que está mucho más a mano y es algo mucho, pero mucho, más vulgar: nuestro infierno, el infierno del ser humano moderno, son los demás, la gente que nos rodea, y estar encerrados con gente poco afín a nosotros puede ser lo más terrible que nos puede pasar. Con una postura similar, la dramaturga Yasmina Reza creó Un dios salvaje, una historia en donde dos parejas de padres, a puertas cerradas, discuten un accidente que involucró a sus hijos: uno le dió un golpe en la cara al otro y le rompió varios dientes. Lo que comienza como una educadísima puesta en común de la situación pasa a convertirse en una lucha verbal sin cuartel, en donde ya no es una pareja contra la otra, sino que se arma un todos contra todos en donde el juego de las complicidades va tomando diferentes matices: hombres contra hombres, mujeres contra mujeres, marido contra mujer, etc. Roman Polanski, en su adaptación, creó un ambiente completamente teatral, en donde los cuatro actores despliegan su verborragia en apenas un decorado: el interior del departamento, limitando las escenas fuera de él a apenas un par que no deben ocupar ni diez minutos del metraje. Encerrados a voluntad, a diferencia de los personajes de Sartre, estas dos parejas se exponen a los ataques de los otros que no solo van por el lado de cómo se cría a un hijo, sino que con el correr de la discusión comienza a tomar tintes más personales, llegando a la moral y a la filosofía de cada uno. Los participantes de esta reunión son, como mencionamos, cuatro: la pareja formada por los dueños de casa Penélope y Michael Longstreet (Jodie Foster y John C. Rilley) y la pareja compuesta por Nancy y Alan Cowan (Kate Winslet y Christoph Waltz). Los primeros son, de alguna forma, más mundanos: ella es una intelectual preocupada por los temas sociales de África y él un vendedor de elementos para el hogar. Los Cowan, por su parte, son una pareja de profesionales y, sobre todo en Alan, se ve el dominio del trabajo por sobre la familia en sus constantes interrupciones para hablar por teléfono con sus clientes, los dueños de un laboratorio que lanzaron al mercado un remedio que puede llegar a ser peor que la enfermedad. Los problemas de la modernidad, la incomunicación, los egos y el orgullo son los temas principales de esta historia, en donde pronto la pelea de los chicos queda en segundo plano para dar rienda suelta a una crítica social en donde nadie se salva. Todos, a su manera, pecan de algo, y todos son igualmente expuestos ante el brillante ojo de Polanski, que no solo logra captar absolutamente todo con una sencillez poco vista en él, sino que logra exprimir hasta lo último a sus cuatro intérpretes que dan una de las mejores actuaciones de sus vidas. @JuanCampos85
A pesar de su gran elenco y de la dirección de Polanski, el film deja "sabor a poco" Un director de renombre que ya ha trabajado varias veces con pocos personajes encerrados en una locación (Roman Polanski), una obra teatral exitosa de una autora consagrada ( Un dios salvaje , de Yasmina Reza) y cuatro intérpretes de primera línea (Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christoph Waltz) para una historia que desnuda la hipocresía, la doble moral, el cinismo de dos matrimonios representativos de una clase media-alta de Nueva York que, tras esa cáscara de corrección política y de buenos modales para la "sana" convivencia, esconde las peores miserias. La propuesta funciona, pero con semejante talento reunido el todo aquí resulta bastante menos que la suma de sus partes. Un niño de once años es atacado con un palo por sus compañeros de escuela y en el incidente pierde dos dientes. Los padres del agredido (Foster y Reilly) y del agresor (Winslet y Waltz) se reúnen en un elegante departamento de Brooklyn para solucionar el tema en buenos términos. A fin de cuentas, son profesionales, intelectuales y empresarios que gustan guardar las apariencias, que viven orgullosos de su civilidad, de la forma racional en que resuelven sus conflictos. En esos primeros minutos, los cuatro comparten un té y charlan con amabilidad sobre la receta de una torta, mientras se dedican cumplidos y se unen en el rechazo a la violencia irracional de los menores. Cuidan cada una de las palabras para no herir susceptibilidades, para no ser malinterpretados. Sin embargo, detrás de todo ese muestrario de cortesía y comprensión se percibe un malestar creciente, una calma que precede a la tormenta, una tensión latente que el más mínimo desajuste o desatino puede hacer estallar. Y así es. Cuando todo parece solucionado, cuando los buenos vecinos están a punto de despedirse, la tregua se quiebra. La inoportuna llamada al celular del abogado, el vómito de la experta en finanzas, el exabrupto del comerciante, el comentario desafortunado de la escritora obsesionada por Africa y, de golpe, todo comenzará a enturbiarse, a degradarse de manera progresiva. Lo que antes era compostura se tornará reproche, agresión y humillación, lo que estaba contenido se desatará y los cuatro irán mostrando su cara hasta entonces oculta y patética. Polanski y sus actores trabajan este crescendo , este efecto bola de nieve de los personajes con criterio, con incuestionable profesionalismo, sin perder la credibilidad, pero también de manera bastante previsible. El director de El escritor oculto va cambiando los planos fijos iniciales por una puesta en escena cada vez más nerviosa, más "sucia", pero la película nunca alcanza una dimensión (una entidad) cinematográfica suficiente como para superar la sensación de estar ante una sesión de teatro filmado. En este sentido, Un dios salvaje se ubica por debajo de otros trabajos del realizador, como El cuchillo bajo el agua , Repulsión , El bebé de Rosemary o El pianista . Una película sólida y correcta como ésta sería para festejar en la mayoría de los casos, pero viniendo de Polanski y de estas verdaderas figuras de la actuación deja gusto a poco.
Cuatro personajes entre cuatro paredes Para un director especialista en filmar espacios cerrados y escenarios únicos, como una forma de potenciar la escalada de tensiones y conflictos entre sus personajes, esta adaptación del hit teatral de Reza luce perezosa y sobreactuada. No deja de ser decepcionante que después de un film como El escritor oculto, que supuso una suerte de relanzamiento de su obra en momentos particularmente difíciles, cuando estaba recluido en una prisión suiza, Roman Polanski haya dado ahora este paso en falso que significa Un Dios salvaje. Adaptación cinematográfica de la popularísima obra teatral de Yasmina Reza –que aquí se conoció dos temporadas atrás, con dirección de Javier Daulte y actuaciones de Florencia Peña, María Onetto, Gabriel Goity y Fernán Mirás–, la versión de Polanski cuenta con un destacadísimo elenco internacional y está filmada con los más cuidados valores de producción, pero eso no alcanza para hacer de la película algo más que un producto tan pretencioso y calculado como la obra misma. Típico exposé de las miserias e hipocresías de la clase media con plata, el material original concebido por Reza propone a dos matrimonios reunidos en un living tratando de resolver, de la manera más civilizada y amigable posible, un conflicto doméstico que sin embargo terminará desnudando sus facetas más agresivas, tristes y rastreras. Sucede que el hijo de Penélope (Jodie Foster) y Michael (John C. Reilly) fue agredido a la salida del colegio por el hijo de Alan (Christopher Waltz) y Nancy (Kate Winslet). En el episodio, el primero resultó con un corte en la cara y perdió un par de dientes, lo que no es poco para un chico de once años. Pero en la escena inicial ambas parejas aparecen dialogando cordialmente, con una sonrisa forzada en la cara, como si no hubiera pasado casi nada y todo pudiera resolverse con una taza de café y palabras bonitas. Previsiblemente (demasiado previsiblemente, se diría), esa aparente armonía y corrección política, en la que todos parecen comprender las razones de los demás, irán cediendo poco a poco sus defensas para ir exhibiendo los pequeños monstruos que se esconden detrás de esos matrimonios falsamente sofisticados y biempensantes de Brooklyn Heights. Desde su ya lejano primer largometraje, El cuchillo bajo el agua (1962), Polanski más de una vez ha manifestado su predilección por los espacios cerrados y los escenarios únicos, como una forma de potenciar la escalada de tensiones y conflictos entre sus personajes. Si en ese film inaugural se trataba de un pequeño velero, en el que un matrimonio aburrido permitía el ingreso de un joven intruso capaz de desnivelar el frágil equilibrio de la pareja, en films posteriores el recurso fue adquiriendo nuevas y cada vez más ricas variantes. Basta con recordar el asfixiante ambiente de Repulsión (1965) donde el personaje de Catherine Deneuve daba rienda suelta a su neurosis, o el castillo aislado por la marea de Cul-de-sac (1966), donde una heterogeneidad de personajes debían compartir forzadamente la situación, para darse una idea de las posibilidades que le abría a Polanski el viejo huis-clos sartreano, donde el infierno siempre son los otros. Hablando de infiernos... En El bebé de Rosemary (1968), el departamento de Manhattan en el que Mia Farrow debía llevar adelante su peculiar embarazo era tan inquietante como el consorcio todo de El inquilino (1976), en el que el propio Polanski, como protagonista, no encontraba otra salida que no fuera el suicidio, incluso por duplicado. En fin, que si de espacios cerrados se trata, se diría que no hay mejor director que Polanski, que no por nada vivió escondido durante su infancia, para escapar del Holocausto, y luego sufrió diversos períodos de reclusión (en los Estados Unidos, en Suiza) por el tristemente célebre episodio de abuso sexual de una menor. El mismo, en un artículo publicado el domingo pasado en Radar, les sugería a los guionistas que no hay mejor disciplina que el encierro. Y sin embargo, con un material que a priori casi podría pensarse que fue escrito especialmente para que él lo filmara, Polanski entrega una película pobre, perezosa, desvaída, demasiado dependiente del texto (no por nada la propia autora de la obra figura como guionista) y completamente condescendiente con sus actores, a los que les permite todo tipo de desbordes, más aptos para un escenario que para los primeros planos a los que el film tanto recurre.
Matrimonios y algo teatral La más reciente producción del famoso director Roman Polanski reafirma su paso hacia propuestas estéticas diferentes. Por un lado, cuatro actores prestigiosos, premiados o nominados al Oscar, con notable trayectoria en los ejemplos de Foster y Winslet, más perfil bajo en Reilly, recordable por encarnar al nazi de Bastardos sin gloria en el caso de Waltz. Por el otro, el nombre Yasmina Reza, dramaturga, escritora y novelista trasladada a las tablas argentinas en Art y La dieu du carnage, ahora en la versión cinematográfica que nos ocupa. Rodeado por la calidad apriorística de semejante quinteto, el veterano Roman Polanski, saliendo de la personal El escritor oculto y acaso recordando mejores épocas, aquellas de Rosemary, vecinos satánicos, bailes de vampiros e historias oscuras que transcurrían en Chinatown. Por último, el cuadrilátero se completa con la puesta en escena que elige el director: caja cerrada, único espacio, dos matrimonios, cuatro personajes, una agresión física de un chico a otro (hijos de las parejas) como disparador argumental y la conjunción de diálogos picantes, situaciones inquietantes y momentos catárticos tal como corresponde a un modelo de packaging teatral y cinematográfico. En ese orden. Ganan los actores, aunque sus trabajos en Un dios salvaje no están entre sus mejores performances. Cada uno tiene su momento “unipersonal” para el lucimiento, su estallido emocional, su frase rimbombante. Winselt y su vómito, Waltz y su celular, Reilly y su borrachera, Foster y su histeria cool están allí, colocadas para el disfrute desde el actor hacia el espectador. Y sólo eso. También la victoria le pertenece a la autora, desde la palabra importante, la frase sentenciosa, la marca teatral por encima del cine, la decoración funcional, los objetos como entidades dramáticas. Y sólo eso, aumentado por un texto previsible, académico, liviano y banal en similares dosis. ¿Y Polanski? El gran derrotado, el que no puede saltar los obstáculos de un libro asfixiante, dispuesto para el elogio ajeno, construido como un mecanismo de relojería funcional, ajeno a los fantasmas, los personajes enajenados y “el detrás de las paredes” que atemorizaba en los mejores exponentes de su filmografía (El bebé de Rosemary; Repulsión; El inquilino; Perversa luna de hiel). Aclaremos: no es condenatorio que Polanski en los últimos años se haya desplazado hacia otras propuestas estéticas, desde el vacío academicismo de El pianista hasta el liviano retrato de la infancia de su versión de Oliver Twist. Pero las imágenes de Un dios salvaje transmiten desgano, falta de rigor e interés cinematográfico, personalidad. En todo caso, el triunfo definitivo le pertenece al lenguaje teatral, acaso la derrota más dolorosa para un director que hiciera del fuera de campo una marca identificable que exclusivamente le pertenece al cine. Y al suyo propio, allá lejos en el tiempo.
En La soga, Alfred Hitchcock se propuso uno de esos problemas (“desafíos”) que ciertos directores gustan enfrentar (los actores también: les encanta escuchar “X realiza un tour de force sin precedentes mostrando una transformación asombrosamente nítida": el horror de los adverbios y del virtuosismo, todo en uno): ¿Cómo se apropia el cine de algo teatral? ¿Cómo se hace para evitar caer en las garras de los gritos, la sobreactuación, el tono impostado que trae la tradición del teatro? Bueno: traicionando. Pero no traicionando la obra como tal, sino traicionando cualquier transparencia formal. En La soga, Hitchcock denuncia y expone el carácter teatral de ese texto de base para hacerlo estallar por los aires. La nitroglicerina: el lenguaje cinematográfico. Mediante administración de punto de vista, mediante el juego con el tiempo real en plano (secuencia), mediante la utilización de los pequeños detalles de la puesta en escena y sobre todo, gracias a una inteligente decisión de temporalizar por sonido, la película se nos entrega como algo completamente nuevo respecto de su precedente teatral pero a la vez utiliza el espíritu de ese arte para cachetaear la cara del espectador: todo acto de adaptación es un acto de traición y denuncia. Sino es una simple traslación impoluta. El mayor de los severos problemas que presenta Un dios salvaje no es el respeto por el texto original, sino la incapacidad de generar, a partir de recursos cinematográficos, una apropiación (lo más parecido a eso es utilizar el modo de puesta de cámara como figuración de las tensiones que se producen en la reunión entre los cuatro protagonistas: planos fijos al principio, travellings elegantes luego, cámara en mano torpe y desordenada hacia el final) ya que estamos ante un festival del diálogo explicativo: en reiteradas oportunidades se nos baja línea explícitamente para que veamos que los ricos son desaprensivos, que la clase media pudiente manda al demonio su corrección política apenas se corre un poco de lo diplomático, que el matrimonio es una convención social vacía que piensa más en el contrato económico que en la pareja, que el hiato generacional entre padres e hijos es cada vez mayor, que el primer mundo expurga la culpa para con el tercero mediante un falso compromiso político, que las mujeres y los hombres encuentran en los objetos de consumo el mejor modo de no comunicarse, y así varios etcéteras. Nada se actúa, todo se explica: “The horror, the horror”(Kurz en Apocalipsis Now). Pero la película de Polanski no sólo nos informa esto mediante diálogos exasperantemente teatrales (prácticamente todo sucede en una sola locación en tiempo real) y sin capacidad de hacer de las limitaciones espaciotemporales algo nuevo (recordemos que Polanski supo dirigir la brillante El cuchillo bajo el agua con tres personajes y un velero) sino que las actuaciones son insultantes incluso para sus intérpretes (todos ellos grandes actores): Winslet, Foster, Waltz y Reilly entregan algo así como un greatest hits de gritos, lloriqueos y gesticulaciones desmedidas que no tienen nada que envidiarle a la comedia de Darío Vittori o al Chavo del 8 y su moralismo de barrio. Pero, insisto: lo peor es que el mismo director que supo hacer genialidades como El bebé de Rosemary, Repulsión, El inquilino o El escritor oculto -películas claustrofóbicas, que hacían de los espacios cerrados lugares incómodos y extraños a puro golpe de puesta en escena- esté imposibilitado de generar un solo momento de molestia, incomodidad, provocación, algo que presupuestamente debería generar el fallido encuentro entre los protagonistas. El resultado es pobre, chato, carente de imaginación visual (apenas un inteligente uso de los espejos, un molesto celular, el mencionado cambio en la puesta de cámara y casi nada más) pero, sobre todo, extraño: no se comprende cómo los actores aceptaron un texto tan poco interesante y cómo el director perdió la memoria. El problema, claro, es que dirigiendo Polanski seguramente lloverán elogios: “un duelo actoral implacable”, “ironía, crueldad y una denuncia sobre la complejidad de las relaciones humanas” y otros varios epítetos de la fritura crítica de cada jueves. El cine de autor siempre se salva, parece. Al menos dura 80 minutos.
Excelentes actores en un film light de Polanski Una discusión en un parque entre dos chicos de unos 11 años aproximadamente termina cuando uno le pega en la cara con un palo al otro. Para solucionar el tema civilizadamente se reúnen en la casa del chico golpeado los padres de los dos pequeños involucrados. Todo comenzara con un dialogo cortes y cordial. Pero a medida que transcurren los minutos afloraran las verdaderas personalidades de las dos parejas transformándose en un combo explosivo. Este nuevo film de Roman Polanski nos vuelve a traer una dirección impecable sobretodo por ser solo 4 personajes y que todo transcurre en tiempo real y en el living de un hogar. Sin lugar a duda Polanski demuestra maestría en el manejo de la cámara aunque no en la adaptación del texto. El director junto con la autora de la obra teatral fueron quienes se tomaron el trabajo de trasladar el texto de las tablas a la pantalla, pero se quedaron a medio camino. Comparada con la excelente versión teatral que en nuestro país pusiera en escena Javier Daulte, el film se convierte en lento y anodino. Los diálogos ingeniosos, mordaces están plagados de una lentitud sajona que le quita esos explosivos golpes de humor que el tema podía merecer. Aquí recién a la mitad de la película uno siente que empieza a tomar el ritmo que el texto se merece. De nada valen los maravillosos trabajos de esos cuatro excelentes actores que son Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz y John C. Reilly. “Un Dios Salvaje” mas allá de mostrar como pueden aflorar las grandes miserias de cada uno en los momentos menos pensados, es un film solo para deleitarse con las actuaciones y poco mas.
“Un dios salvaje” al estilo Polanski En viejos tiempos, si un pibe le volaba dos dientes a otro, el padre del chico nervioso agarraba el cinto, le sacaba los nervios y lo mandaba a pedir disculpas. Raramente los padres del súbitamente desdentado exigían el pago de los servicios odontológicos. Y si eran del mismo barrio, o la misma escuela, pronto las criaturas seguían sus actividades normales, y a veces hasta cinchaban juntas en alguna puja. Pero eso era en viejos tiempos. Quienquiera haya ido a un torneo infantil o una reunión escolar de padres sabe que los pibes son más o menos como siempre han sido, pero los padres están cada vez peor. Acá un chico le dio al otro con un palo en la boca, le sacó un diente y le dejó otro tecleando. Como son hijos de padres civilizados, éstos se reúnen a conversar sobre el hecho. Se trata de una señora que escribe muy bien y su esposo comerciante, que reciben a un doctor en abogacía y su esposa tilinga, asesora de algo. Y la música ya nos anticipa lo que puede pasar, apenas entren en conversaciones, tomen un traguito, hagan pequeñas observaciones, tomen un segundo sorbo, una palabra traiga la otra, se sirvan de nuevo, cambien de aliados y adversarios según lo que vaya apareciendo en discusión, y al rato poco falta para que salten al cuello de quien tienen enfrente y lo acogoten por menos motivo que el que habrán tenido sus hijos para pelearse. Y eso que son gente grande, educada, respetuosa de sus obligaciones y de los derechos del otro, etcétera. Los habita el dios salvaje del título, el dios atávico que todos tenemos y al que hay que controlar para vivir en sociedad. De eso habla la pieza teatral de Yasmina Reza aquí llevada al cine en adaptación de la propia autora con el director Roman Polanski. Sabrosos diálogos, muy buenos intérpretes, un equilibrio que nos permite atender razones y sinrazones de cada personaje, humor corrosivo, varias vueltas de tuerca, concentración y brevedad que se agradecen, eso es lo que vemos y disfrutamos. Y también, una precisa puesta en escena, que gracias al montaje y las posiciones de cámara reduce el riesgo de «teatro filmado» sin caer por eso en distracciones de mero efecto visual. Polanski tiene larga experiencia en este tipo de comedias ácidas circunscriptas a espacios pequeños (ya la primera, «El cuchillo bajo el agua», transcurría mayormente en un velero), y también tiene buena experiencia en la traslación de piezas teatrales (y ésta es mejor que la anterior). Para el caso, tomó la versión más ágil y ligera de la obra, agregando apenas dos planos de los chicos al comienzo y al final, y unas breves tomas en los alrededores del living donde transcurre la «amable» velada. Detalle malicioso, Polanski armó esa adaptación mientras cumplía arresto domiciliario en Suiza, a causa de un pedido de extradición de la justicia estadounidense. ¿Será por eso que ambientó precisamente en EE.UU. esta humorada contra la falsedad de los políticamente correctos y demás chantas e histéricas de buenos modales? Para disfrutar, admirar, y después pensar en la parte que a cada uno le toca. En lo que al autor respecta, el chico que le pega al otro indefenso es hijo suyo, y él mismo aparece fugazmente como vecino chusma.
Las razones para una dicusión El espectador que espere al Roman Polanski clásico, encontrará a otro, quizás más escéptico, reflexivo, pero fiel al espíritu crítico que lo ha caracterizado siempre. Por algo eligió ahora a una autora tan cuestionadora como Yasmina Reza, la misma de "Art" y otras piezas, estrenadas con éxito en Buenos Aires. Aquí el tema es sencillo y con sólo cuatro personajes. El motivo de la reunión de estos adultos occidentales y cristianos es una pelea en la plaza entre los hijos de cada una de las parejas, con el saldo de dientes rotos y hematomas variados. Nada demasiado trascendente. La liberal Penélope Lonstreet, amante de la ecología y la paz, decidió reunirse con los padres del agresor para una conversación clara, de la que todos puedan salir convencidos de que fue una circunstancia simple, todo pasó y tienen los mejores hijos del mundo. La reunión es en un departamento de Brooklyn, donde Penélope vive rodeada de libros de arte y en la compañía de un marido bromista, burgués en ascenso, más bien simplón. Los Reilly integran una pareja de ricos americanos, él abogado y ejecutivo farmacéutico, un Jim frío y absolutamente despreocupado de todo lo que no sea su trabajo y sus negocios, a los que permanentemente accede via celular. Su mujer es rubia y atractiva, señora de "té y canasta". EN LA REUNION Lo que se inicia como una civilizada reunión de adultos racionales, paulatinamente se va transformando en un ring de box, donde las voces suben, las mentes se obnubilan, lo irracional aflora y cada uno, en la discusión va sacando lo peor de ellos mismos. Basada en la obra teatral "Le dieu du carnage" de Yasmina Reza, el filme no deja el ambiente claustrofóbico en que se desarrolla y sin raccontos ni inserts se transforma en un formidable juego de ideologías en disputa, hasta llegar a los insultos y la degradación -que comprende la discriminación, los prejuicios y las contradicciones- demuestra que largos años de "educación y cultura" pueden durar instantes, cuando las propias opiniones no coinciden con las de los otros. Diálogos filosos, argumentaciones traicioneras, muestran la fragilidad de la paz cuando la intolerancia se oculta. Jodie Foster hace un buen trabajo de la señora ambientalista, tan al borde de la histeria como su visitante. El resto de los actores están cómodos en sus personajes, que muestran lo peor de cada uno en lo que se inicia como una conversación aparentemente intrascendente y conciliadora. El austríaco de "Bastardos sin gloria", como el abogado Reilly, se luce en su actuación sin llegar a algunos desbordes con los que a veces Jodie Foster irrita. Muy bien Kate Winslet en un personaje que llega al borde pero no cae en el vacío.
Dos matrimonios encerrados en un departamento a causa de una pelea entre sus hijos desnudan todas sus miserias en esta película que si bien tiene aspectos interesantes, es una obra menor dentro de la extensa e interesante carrera del director franco-polaco. De París a Broadway. De Broadway de vuelta a París. Y de París de vuelta a Nueva York. Ese es el curioso camino que recorrió la obra teatral de Yasmine Reza Le dieu du carnage. Luego de su versión original, en el teatro francés, debió ser adaptada a Nueva York a pedido del ególatra público de la ciudad. Más tarde el maestro Roman Polanski decidió llevar al cine esta segunda versión pero como la justicia de Estados Unidos no le permite pisar el país, debió filmar en París. Y entonces llegan hoy a la pantalla de cine cuatro actores de habla inglesa simulando estar en New York pero que en verdad están encerrados en un departamento parisino. Y se nota. Porque Un Dios Salvaje posee las virtudes, los defectos y los clichés de la comedia dramática francesa. Y también del teatro. Una obra teatral es el arte en el que la actuación tiene más valor, no por nada es el formato preferido de los grandes actores. La falta de apoyo en el montaje o la fotografía que permiten la televisión o el cine deviene en la necesidad de buenas actuaciones para que el guión funcione. Y Un dios salvaje necesita de las cuatro grandes actuaciones de Kate Winslet, Christopher Waltz, John C. Reilly y Jodie Foster quienes interpretan a dos parejas que se juntan para resolver un conflicto entre sus hijos pero terminan demostrándose que sus estadías en el mundo adulto no los habilitan a solucionar absolutamente nada. El hijo de Kate Winslet y Christopher Waltz le ha roto un diente al niño de Reilly y Foster y se reúnen en el departamento de éstos últimos para redactar un informe escolar. Y allí Winslet se delata como madre sobre protectora, Waltz exhibe su cinismo y su adicción al trabajo. Foster dicta clases de moralismo y su esposo- el único personaje que por momentos resulta querible(¿será por qué lo interpreta el gran comediante John C. Reilly?) es uno de esos hombres tan pacíficos que al final terminan explotando por toda la bronca que se guardan. Ellos, todos muy liberales, debieran educar con el ejemplo sin pero se pelean igual que los chicos. Solo que de forma más civilizada. Como personas integradas a la sociedad. Si para Yasmine Reza la clase media alta liberal era puro caretaje, para la dupla Polanski-Reza,(escribieron juntos el guión) llega al nivel de perversa. Las actuaciones de la obra de Polanski son estupendas, especialmente las de los personajes masculinos. Los femeninos caen mucho más en estereotipos y se desempeñan a piacere del espectador machista convencido. Entonces la fórmula excelentes actuaciones- excelente teatro funciona sin falencias. Sin embargo Un dios salvaje es una película de cine y ahí es donde la historia no termina de cerrar. Polanski puede elegir donde poner la cámara, recortar con su mirada, elegir planos que muestren distintas acciones en simultaneo o darle relevancia a la decoración del departamento. Detalles que nos convencen que no estamos en una obra de teatro pero que no alcanzan a paliar la escasa narración a través de las imágenes y demostrar que se trata de una obra de cine. Un dios salvaje encontrará su público en sus protagonistas: padres que no sufren por problemas económicos. Ellos se verán reflejados y se auto cuestionarán por la educación que inculcan. Les gustará la película porque representa muchos de sus problemas. En cambio para el público más joven o para que el que busque entretenimiento la película no tendrá mucho interés. En este último opus de Polanski se pueden rastrear algunos aspectos interesantes aunque sí se quiere aprender del cine, de las miserias, de la perversión y de la vida será mejor recurrir a lucha de un músico judío por sobrevivir durante el nazismo en El Pianista, a la desesperanza y la oscuridad de Chinatown o al más simple y magistral cortometraje Dos hombres y un armario, las genialidades del maestro Roman Polanski.
Detrás de las sonrisas amables y los discursos bienpensantes de la clase media alta urbana puede que se escondan varios monstruos. Ésa es, en pocas palabras, la idea central de Un dios salvaje, la película de Roman Polanski que se estrena en Buenos Aires el jueves 8. Dos chicos de once años, Ethan y Zachary, se pelean en un parque de Brooklyn. Uno le pega al otro con un palo y, como consecuencia, uno de ellos -Ethan- pierde dos dientes. Los padres del chico lastimado invitan a su casa a los padres del otro, Zachary, para discutir el tema y solucionarlo en diálogo amable. Si al principio la charla es pura cordialidad impostada, con el correr de los minutos el clima se va poniendo espeso y empiezan a aparecer las miserias y los conflictos de los cuatro adultos. Todo en tiempo real y en un ambiente claustrofóbico delimitado por las cuatro paredes de un coqueto departamento neoyorkino. La nueva película del director polaco, presentada en el Festival de Venecia del año pasado, es una adaptación de la exitosa obra de teatro Le Dieu du Carnage, de Yasmina Reza. Tanto la obra como la película están marcadas por la presencia de grandes actores. En la versión cinematográfica, Jodie Foster y John C. Reilly interpretan a Penelope y Michael Longstreet, los padres de Ethan, y Kate Winslet y Christoph Waltz son Nancy y Alan Cowan, los padres de Zachary. En la puesta teatral parisina, donde se estrenó originalmente la obra, el papel de Penelope Longstreet estaba a cargo de una de las actrices más importantes del cine francés: Isabelle Huppert. En Londres el papel de Alan lo hizo Ralph Fiennes. La versión neoyorkina contó con James Gandolfini (Tony de Los Soprano), Jeff Daniels, Hope Davis y Marcia Gay Harden en el elenco y ganó tres premios Tony, que son como los Oscar de Broadway. Y la obra también tuvo su versión porteña, con Gabriel Goity, Florencia Peña, Fernán Mirás y María Onetto, bajo la dirección de Javier Daulte. Aunque la adaptación que hicieron Reza y Polanski sitúa la historia en Nueva York, la película se filmó durante doce semanas en París porque el director tiene prohibida la entrada a Estados Unidos (ver recuadro). La versión cinematográfica comienza con la cámara en un parque, donde toma de lejos una situación no del todo clara entre varios chicos. De allí la acción pasa directo al departamento de los Longstreet, donde se desarrolla toda la película siguiendo la estructura de la obra. Kate Winslet interpreta a una elegante corredora de bolsa que sonríe e intenta mediar entre su marido, ansioso por irse, y la falsa amabilidad de los Longstreet. El de Jodie Foster tal vez sea el personaje más estereotipado: una escritora políticamente correcta a la que le preocupan los problemas de África y trabaja en un libro sobre Darfur pero no tiene mucha apertura mental cuando se trata de su propia familia. Christoph Waltz (el “cazador de judíos” de Bastardos sin gloria y el Cardenal Richelieu de la reciente versión de Los tres mosqueteros) es un abogado exitoso, cínico y adicto a la Blackberry, que se jacta de su insensibilidad e irrita a Penelope. Y John C. Reilly es Michael, el marido de Penelope, un vendedor de artículos para el hogar que trata de ser conciliador cada vez que la cosa está a punto de desmadrarse, hasta que se harta y ya no lo intenta más. El director hizo que los actores ensayaran el guión completo como si se tratara de una obra de teatro para que se familiarizaran con la historia y encontraran el tono adecuado, que oscila entre la comedia satírica y el drama. Y realmente se notan las dos semanas intensivas de ensayos. Al comienzo los Cowan están a punto de irse, pero algo en la discusión los retiene y se quedan. Enseguida aparecen las diferencias de criterio en la educación de los hijos y en la visión del mundo de cada pareja. Pero a medida que el tiempo pasa cambian las alianzas siempre frágiles entre los personajes y el enfrentamiento entre parejas cede a la solidaridad de género, los reproches y la desazón por la rutina matrimonial. Y de ahí a las frustraciones individuales. Cuestión que, en un rato, de las sonrisas forzadas del principio ya no queda nada y aflora en cambio el fondo más salvaje y oscuro de estos cuatro representantes adultos de la clase media alta occidental y civilizada. El problema con Un dios salvaje es que lo que funcionaba bien en el escenario no termina de cerrar en la pantalla. Con un guión que se apoya en diálogos rápidos e ingeniosos y en el trabajo de cuatro excelentes actores, la situación logra generar cierto interés y varios momentos cómicos, pero la puesta de cámara no loga darle dinamismo a la acción y todo se vuelve tan irritante como previsible. Los Cowan, que amagan con irse varias veces –con cierta razón, porque el tema a resolver no daba para mucho más- pueden llegar incluso hasta el ascensor, pero el espectador ya sabe cómo sigue la cosa porque si ellos se van, se termina la película. Tal vez en el teatro, donde la unidad de lugar -por la cual toda la acción se desarrolla en un mismo sitio- es una convención habitual, naturalizada por el público, el recurso funcionaba bien. Pero en el cine, donde la cámara puede salir y explorar el mundo, se nota que los personajes no se van porque así lo marca el guión, y el encierro se vuelve un recurso artificial, casi caricaturesco, que el talento de los actores no alcanza a disimular.
Una discusión infantil termina con un niño hospitalizado por la perdida de dos dientes. Días después, los padres de victima y victimario, dos matrimonios respetables de la clase media neoyorkina, deciden reunirse civilizadamente para limar asperezas y resolver la situación como adultos. La tensa calma estalla en guerra campal gracias a un pequeño tecnicismo, y de allí en más las discusiones (entre ambas parejas, entre diversos sexos y en todas las combinaciones posibles) irán subiendo el tono hasta transformar ese elegante departamento en una exposición de todas las miserias humanas. Basada en la obra teatral homónima, que en nuestro país fue dirigida por Javier Daulte y vista por más de cien mil personas, esta trasposición no tiene ni el dinamismo ni la vertiginosidad de su texto original, a pesar de que su autora (la francesa Jazmina Reza) haya sido la encargada de adaptar el guión junto a Roman Polanski. Hay piezas teatrales que al sacarlas de su ambiente natural pierden fuerza, vigor, impacto y su verdadera razón de ser. ¿Por qué ver “teatro filmado” si efectivamente podemos ir a una sala a apreciar la historia tal y como fue concebida? Más allá del talento y los años de destacada trayectoria de cada uno de los cuatro actores protagónicos (Kate Winslet, Christoph Waltz, Jodie Foster y John C. Reilly), el resultado final dista bastante de la perfección. Sin embargo, uno no puede dejar de preguntarse cuál hubiera sido el resultado al verlos en vivo sobre un escenario. Recomendación: sólo para aquellos que vayan a descubrir la historia por primera vez.
Discusiones cinematográficamente teatrales En un principio de posible cine teatral, no solo se trata de llevar la obra de un escenario por delante de las cámaras, ya que sería un error expresar que una película de estas características es únicamente una representación registrada por ciertos dispositivos.
Roman Polanski maneja, como pocos realizadores de las últimas cinco décadas, el absurdo que surge de lo real, las situaciones de encierro, el surrealismo cotidiano y -cuestión técnica- la dirección de actores. Sin dudas, es el director ideal para llevar a la pantalla esta obra de Yasmina Reza, éxito en todas partes -incluido nuestro país- dado que esta historia de dos pares de padres discutiendo “amablemente” la agresión de un chico de once años a otro deriva en una comedia negra y absurda que no dista mucho de los elementos de Cul-de-sac o Repulsión. El problema es que a Polanski aquí le interesa mucho más el texto que el cine, el actor que la puesta en escena, florearse con un reparto perfecto antes que dar del asunto una visión personal. Aún están sus planos enrarecidos por ese pequeño ángulo de cámara que vuelve todo caricaturesco, claro. Salvo que no siempre resulta pertinente. Los actores -Waltz, Reilly, Foster y Winslet, en ese orden de mérito- están muy bien. Pero esto no es más que teatro filmado de un modo casi impersonal.
La obra de Jazmina Reza que aquí conocimos con Florencia Peña, el Puma Goity, Fernán Mirás y María Onetto, ahora en una impecable versión cinematográfica a cargo de Roman Polansky. La ventaja del nuevo lenguaje, con un guión del director y la autora, es que el espectador se acerca a cada uno de los protagonistas y percibe desde los gestos mínimos las explosiones. Un seleccionado de actores: Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christoph Waltz. Seres civilizados, hablando de una violencia infantil que los transforma en seres primarios. Caída las máscaras. Muy interesante.
Civilización o diálogo Un niño le pega a otro en un parque, a la salida de la escuela. La cámara capta la escena a media distancia, discretamente. El episodio deriva en la reunión de los padres en casa del agredido (Ethan). Cuatro actores de carácter, Roman Polanski en la dirección, y Jazmina Reza, la dramaturga y guionista francesa, componen un cuadro cotidiano trazado con los modales de la gente “civilizada”, dispuesta a dialogar sobre la educación de sus hijos. Un dios salvaje transcurre en el departamento de Penélope (Jodie Foster) y Michael (John C. Reilly), con el espectador en medio del cruce de observaciones. Éstas, primero muy medidas y calculadas, pero luego francamente violentas, con esa violencia de la que sólo es capaz la gente educada. La inclusión del espectador es el acierto de Polanski, un maestro para el relato claustrofóbico. El guión remite al clásico Quién le teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, sólo que hay un cambio de perspectiva en el registro de Reza para avanzar en la crítica a un modo de vida y, sobre todo, a la imagen que cierta gente tiene de sí misma. El conflicto entre los niños pone al cuarteto de adultos en el ojo de la tormenta. Los actores se reparten los perfiles necesarios para instalar el conflicto en los cimientos mismos de la cuestión. En esta película de cámara, cada personaje luce sus aristas a medida que transcurre el encuentro forzado. Penélope, nerviosa, obsesiva, preocupada por la violencia en África; Nancy (Kate Winslet), refinada, incómoda, es la que transmite con el cuerpo hasta dónde la asquea la situación. Un gran momento de la actriz en el living de los demandantes; Michael, el vendedor de electrodomésticos que parece aplicar un método sencillo a cualquier problema, es quien naturaliza determinadas reacciones de hombres y mujeres; y Alan (Christoph Waltz), el abogado de un laboratorio demandado por los efectos de un medicamento, el hombre del celular. Los cuatro en una habitación protagonizan alianzas, ataques cruzados y acuerdos momentáneos, en torno a la culpabilidad de Zachary, el niño de 11 años, y las posibilidades del castigo. La causa de la furia del chico va complicando las cosas mientras Polanski maneja con destreza ritmos, encuadres y tiempos aparentemente muertos. La película se apoya en la fuerza de los diálogos con el estilo sutil de Reza (Art) para sacudir las buenas conciencias. La crónica diaria revela hasta qué punto la violencia forma parte de la sociedad, también globalizada con esa marca. “El honor requiere un contexto social”, lanza Penélope y hace pensar. Un dios salvaje funciona como crítica feroz al matrimonio pero, sobre todo, escarba en los hábitos civilizados, portadores de una intolerancia de la que nadie escapa.
Un salvaje ausente La última realización de Roman Polanski es una película de autor. Allí se encuentran presentes cada uno de los rasgos temáticos y estilísticos que han dado a su obra una coherencia y una solidez notables. El único inconveniente es que estas características en Un Dios salvaje han perdido fuerza, provocación y seducción. El resultado es una película lavadita cuyos resortes cinematográficos son resignados a favor de una puesta excesivamente teatral, donde dos parejas desnudan progresivamente sus miserias y su incomunicación a partir de un encuentro motivado por un incidente entre los respectivos hijos. Todas las constantes del director polaco están en esta comedia dramática: estructura circular, predilección por los espacios cerrados, los duelos dialécticos y los cambios de roles entre los protagonistas, la humillación en todas su variantes, la influencia de Hitchcock, entre otros ejes. Sin embargo, son pocas las veces en las que uno reconoce en el film la mirada de la cámara para acentuar la ambigüedad y enriquecer expresivamente los vericuetos de un guión adaptado, hecho que fue una marca registrada del polaco a lo largo de su carrera (aún en una película muy criticada y subvalorada como La muerte y la doncella, cuyo genial montaje ya superaba cualquier lastre teatral). Lamentablemente, en este caso, el texto de Yasmina Reza (guionista de la película y dramaturga) se impone con la tiranía de la palabra y con la mediocridad de situaciones forzadas (los artilugios de los personajes para entrar y salir del espacio en cuestión, la alienación del marido que atiende constantemente el celular y descuida a su mujer, la obsesiva y compulsiva conducta de una esposa que no entiende a su compañero) y un texto que no supera la medianía en los diálogos por la alusión a varios lugares comunes, más allá de la capacidad actoral de los cuatro protagonistas y de escasos momentos de humor. Las imágenes que acompañan los créditos iniciales auguran el mejor camino posible. Somos invitados a mirar de lejos y a adivinar de qué se trata ese tumulto de niños en un hermoso parque; uno comienza a presumir que, detrás de ese marco idílico, asistiremos a conductas inapropiadas. Luego, un fundido en negro borra de un plumazo lo anterior y ya ingresamos en un monótono festival dialéctico que, pese a su corta duración, se torna fatigoso. Es indudable el oficio del director polaco para seguir los movimientos de los personajes, pero al mismo tiempo se extrañan esos deformes rostros tan caros a su filmografía (el recurso de hacer vomitar a la siempre atractiva Kate Winslet no alcanza). Si la excusa es demostrar como tesis que las parejas hoy en día viven incomunicadas y consagradas al consumo capitalista, la forma es muy banal. Dos imágenes de Búsqueda frenética (otra película subvalorada por la crítica), la inicial y la final, hablan más de la crisis matrimonial que todo este reservorio verbal gratuito. Lejos, muy lejos de los desafíos técnicos de El cuchillo bajo el agua, de la opresión claustrofóbica de El inquilino y de la maravillosa El escritor oculto, Un Dios salvaje es también el síntoma de una época, donde grandes autores se han vuelto perjudicialmente impersonales (a juzgar por las últimas obras de Scorsese, Cronenberg, Van Sant, entre otros). Una lástima.
Anexo de crítica: -La propuesta recuerda bastante a los experimentos de Hitchcock en La Soga (Rope) respecto de plantear una situación de alto dramatismo en una única locación y prácticamente sin rupturas formales, es decir, un relato tratado en continuidad como si fuese una enorme toma-secuencia. (Por supuesto, no lo es, como tampoco lo era realmente el film de Hitchcock, que presentaba cortes enmascarados sobre las espaldas de los protagonistas). Como toda obra de Polanski, impecable desde el punto de vista formal y poniendo en escena una temática recurrente en su filmografía: los encierros involuntarios de personajes que no desean otra cosa que escapar de una situación y un lugar del que no pueden salir. Magistrales actuaciones de los actores. A mi gusto, el final está un poco deslucido. Pero el film en su conjunto retoma como estrategia cómica un recurso excesivamente raro en la actualidad, aunque muy frecuente en el cine mudo, que podemos denominar "lógica paroxística". Esto consiste en llevar una situación ya de por sí insostenible hasta sus consecuencias más absurdas, como quien infla un globo hasta que explota.-
El hijo de una pareja adinerada golpeó con un palo a su amigo, hijo de un matrimonio clase media. Las dos parejas debatirán las consecuencias de ese enfrentamiento, en el que el chico vip le arrancó dos dientes al pibe de barrio. Pero lo atractivo de esta película es que todo esto sucede en el living de una casa, y a lo largo de 79 minutos sin interrupciones. Con la mano magistral de Roman Polanski, el texto de Yasmina Reza toma vuelo a partir de las cuidadas interpretaciones de cuatro actores de raza, como lo son Jodie Foster, Christopher Waltz (sí, el malvado militar de "Bastardos sin gloria"), Kate Winslet y John C. Reilly. Cada uno, a su turno, irán mutando según las alternativas del diálogo. Habrá peleas matrimoniales, enfrentamientos hostiles entre ambas parejas, sociedades insólitas a partir de afinidades con el whisky y, sobre todo, la exposición de las miserias humanas más bajas. Esos trapitos que salen al sol, en principio amparados en el reparador objetivo de salvar la dignidad de un hijo. Con el nombre "Le Dieu du carnage", la puesta teatral de Yasmina Reza recorrió el mundo y logró éxito de público y críticas elogiosas. El tema de fondo siempre fue el mismo: tanto en París, en Estados Unidos o en la Argentina los espectadores sintieron que los padres que estaban observando eran iguales al vecino. Y al monstruo que está dentro de uno.
Basada en la obra teatral “Le “Dieu du Carnage”, de la autora francesa Yasmina Reza, llega a las pantallas de cine este filme que resulta de la traslación hecha de la obra original al guión cinematográfico por la misma autora en colaboración con el director del filme Roman Polanski.. Muchos tildarán a lo expuesto en la pantalla como teatro filmado, pero estarán cometiendo un error grave y antiguo. Ya antes de la incorporación del sonido a la cinematografía ambas expresiones artísticas se habían separado definitivamente. Es verdad que al principio el teatro fue fuente de inspiración para el cine, de la misma manera que el manejo audiovisual del cine terminó por modificar mucho de la puesta en escena teatral. Tanto sea desde los planos sonoros, la iluminación, los espacios y, sobre todo, el fuera de cuadro, o el comúnmente mal llamado off. El gran Roman Polanski hace muy buen uso de los elementos inherentes al arte del cine. Los correctos movimientos de cámara, la detención en pequeños detalles, el trabajo del sonido, aparecen impecable, como así también la manera que explota, y muy bien, los espacios reducidos, una especialidad del realizador, a los que debe delimitar las acciones, pero ello no alcanza para configurar una gran obra cinematográfica, y eso se debe al específicamente a problemas en el texto. La historia es muy sencilla. Dos parejas de padres se reúnen para resolver un conflicto entre sus hijos de once años, quienes han sostenido una pelea violenta a resulta de la cual uno de ellos presenta dos dientes menos. Los anfitriones, padres del damnificado, Penelope (Jodie Foster) y Michael (John C. Reilly) con toda delicadeza tratan de exponer sus puntos de vista, y redactar la carta respecto del incidente para ser presentada ante las autoridades escolares. Por su parte la otra pareja parental, conformada por Nancy (Kate Winslet) y Alan (Chrisotph Waltz), sólo van poniendo algún límite sobre el escrito en cuestión.La pequeña anécdota termina con la impresión del escrito. Se trata de parejas representantes de la clase media alta neoyorkina, que denotan mucha amabilidad, mucha cortesía, mucha sonrisa...pero con toda la hipocresía que parece querer poner de relieve el texto de Reza. Es allí donde se aprecia el primer tropezón del texto: la justificación del retorno de la pareja visitante hacia el interior del departamento, luego de despedirse, se torna no sólo inverosímil sino hasta incomprensible desde la construcción de los personajes. Simplemente una excusa para que, a medida que el conflicto se acentúa recurre, constante e innecesariamente, a reiterar la razón de la reunión, cayendo en una escalada de violencia verbal, mucho mayor al episodio de los chicos que generaron el encuentro de sus progenitores. Esta variable es la que permite que cada personaje tenga sus cinco minutos de protagonismo absoluto, y los actores den rienda suelta a los recursos interpretativos que poseen. Posiblemente por ser el personaje que produce más empatia con el espectador, Michael, el dueño de casa, es el exponente de una estética muy distinta a la de los restantes, por tratarse de un hombre sencillo en cuanto a su formación intelectual, que se maneja por lo que le dictan los afectos más que el intelecto. La mejor interpretación del cuarteto protagónico. En contraposición Alan, un prestigioso abogado, con muchas ansias de dinero y poder, esta construido sobre la base de puro cinismo y sarcasmo, es quien aporta las expresiones más filosas, no exentas del mejor humor, sin que ello sólo por definición sea muy bueno. A esta altura de los acontecimientos, y luego de varias apariciones en la pantalla grande de Christoph Waltz, no se sabe si los directores le exigen siempre las mismas características para cada personaje para el que es convocado, o si el actor es en realidad un cínico. En una escala inferior aparecen los personajes de las madres, no del todo bien construidas, pero igualmente muy bien interpretadas, encarnadas por las ganadoras de sendos premios de la Academia de Hollywood, aunque debido a otras interpretaciones. Una comedia que se avecina con el drama, humor, hecho en principio con delicados matices, para luego transformarse en patéticos, mostrando las bajezas de cada uno de los personajes, salvo Michael. Un texto que deviene en tristeza a causa de intentar mostrar un hondo contenido humano y no conseguirlo demasiado satisfactoriamente. Este humor, por momentos melancólico, puede hacer pensar en las miserias cotidianas, al estilo de Anton Chejov, pero muy lejos en los resultados, ya que los giros propuestos forzadamente por el argumento lo termina transformando en demasiado pueril, o infantil, sin nada de profundidad psicológica. Igualmente uno sale del cine cuestionándose muchas cosas, sobre todo en lo referente a las funciones paternales, pero eso excede al producto como tal.
Puro teatro Extrañando al peor Polanski. Salvo en algunos casos la relación entre el teatro moderno y contemporáneo y el cine no es la mejor. Tal vez una de las mayores excepciones a esta regla no escrita haya sido La Soga en la que el maestro Alfred Hitchcock aprovechó el escenario único y la teatralidad para experimentar con las posibilidades del plano secuencia. En Un dios salvaje hay un texto inteligente y filoso escrito por la dramaturga parisina Yasmina Reza (autora de la conocida pieza Art), una correcta dirección de actores (especialmente notables los trabajos de Kate Winslet y John C. Reilly) y tanta teatralidad que asfixia. En Un dios salvaje no está Polanski, no está el Polanski de sus mejores años y películas (Repulsión, El inquilino) ni el de sus últimas producciones que, aunque discutidas por la crítica, dejaban vislumbrar destellos de ese autor que produjo filmes notables. Un dios salvaje no es ni más ni menos que teatro filmado sin otro valor agregado que nombres famosos (Yazmina Reza, Roman Polanski, Kate Winslet, Jodie Foster), la ya mencionada dirección de actores y nada más. Personalmente esta película me hizo extrañar incluso al peor Polanski.
“Un Dios salvaje” es una adaptación de la obra teatral que el año pasado estuvo en Buenos Aires. Con esto, la historia que narra no debería ser extraña para nadie: dos parejas que se reúnen a hablar porque sus hijos se han peleado y quieren buscar la forma de solucionarlo, simple no?. A la luz de los eventos, verán que no todo lo que parece accesible lo es en estos tiempos... A lo largo de la hora y veinte (¿Nada más? Sí, dura eso) de toda la película podemos ver cómo se van revelando cuestiones de cada pareja, que después se transforman en luchas de los sexos por momentos y donde todos mantienen un personaje consistente. Hay un poker de ases fuertes: los 4 elegidos para sostener y vivir la historia son cuatro experimentados actores: Christopher Waltz, John C. Reilly, Jodie Foster y Kate Winslet... Había que pensar en un cast de esa envergadura para dar forma a esta adaptación. Para remarcar los trabajos de estas últimas que por más componen sus roles un poco fuera de registro, (maníacas innecesarias, por momentos), sus personajes siempre le ponen el cuerpo a muchos minutos en escena en los que hay movilizaran al espectador con una gran economía de recursos físicos y materiales, lo que habla de su reconocida capacidad. "Carnage" es un drama...claustrofóbico. Fuerte y ampuloso, inicialmente lento y sincopado en el cierre. Es una producción que sigue la línea de lo que ya le conocemos a Roman Polanski: un recorte geográfico, espacio cerrado que se constituye en una especie de encierro, mucho diálogo interior que se enciende al contrastar personajes, alguna vuelta de tuerca oscura que tiene más aristas de las que se ven al principio y...una curva ascendente que posee una gran violencia contenida. Así filma. No es la excepción este trabajo, podrá gustarte o no, pero sabés adonde va el hombre. Sus actores en general entienden cómo funciona el juego y son guiados para llegar a buen puerto. Eso pasa aquí a medias. El riesgo siempre de llevar una obra teatral al cine con los códigos cuasi teatrales es el previsible: excesivamente hablada, con diálogos que construyen acción (donde en cine no es tan necesario), detalles casi ridículos y poca variación. No hay mucho para hablar en cuanto a decorados, ambientación y demás. Si no fuera por una mención de la ciudad (Brooklyn, pero Polanski no filmó ahí porque tiene vedada la entrada a EEUU, se rodó en un estudio en París), ni siquiera sabríamos dónde están ya que siempre se encuentran en el mismo departamento donde se organizó la reunión. Sabemos la muñeca que tiene Polanski para dirigir, pero este trabajo no nos pareció con el relieve necesario a la hora del balance final. Honestamente, te tienen que gustar los dramas en teatro para que "Carnage" te cierre. Si sos público habitué de las salas y no de las tablas, te va a costar disfrutarla. Eso sí, destaco la interpretación de las mujeres: verlas es un auténtico placer. De lo mejor que he visto de ámbas en años. Más allá de eso, los posibles espectadores, deberían evaluar la propuesta un poco antes de decidirse a encerrarse en este departamento...
Intolerancia de los padres Difícil tarea la que se impuso Roman Polanski para con Un dios salvaje, el siempre riesgoso traslado de una obra pensada como una puesta teatral al entramado de encuadres, planos y movimientos que resulta una película. Como se sabe, esa decisión entraña una complicación nada sencilla de sortear, tal es la de sostener con eficacia la atención de un espectador de cine en algo que ocurre entre cuatro paredes y apenas algún espacio más, sin abandonar jamás el perímetro de un departamento horizontal, y al mismo tiempo lograr que esa forma movilice algo más que la mera atención. Pero Un dios salvaje demuestra que Polanski sabe hacerlo, conoce qué debe poner en juego en esa puesta para que ningún espectador sienta que está conformando la cuarta pared teatral. Es vasta la experiencia de este director, sobre todo en eso de generar universos de todo tipo en los ámbitos claustrofóbicos, en los espacios cerrados que se vuelven amenazantes, en las interioridades de los personajes desde donde surgen toda clase de monstruos, en el acecho temible de quienes parecían amigables. Basta repasar su primera etapa con títulos como El cuchillo bajo el agua, Repulsión, la fabulosa El bebé de Rosemary y la no menos cautivante El inquilino; aun en el film noir Barrio Chino, en el que Polanski demostró su maestría para el género, consigue un suspense que mucho debe a la clausura de los espacios que desnuda a quienes allí dentro traman algo terrible. Y si se quiere, o se mira con detenimiento, hasta en El escritor oculto, su película inmediatamente anterior a Un dios salvaje, que pareció devolver a Polanski a su mejor forma, funciona un cierto circuito que enlaza la trama con los fantasmas interiores y con los que pululan a un palmo de las narices. En todo caso todo esto, en Un dios salvaje –frase que pertenece a un parlamento de uno de los personajes y que alude a que así podría verse a la deidad que domina el corazón de los hombres– estas líneas rectoras están orientadas hacia la comedia negra, es decir, si bien en varios de los títulos anteriores del director mencionados florecen aquí y allá los guiños de humor negro –aspecto que tal vez en la vida personal le haya servido a Polanski para soportar una serie de persecuciones, desde su niñez en el Holocausto hasta la condena originada en el polémico caso de abuso sexual en sus años estadounidenses del que se lo acusa–, aquí se recuesta decididamente en ese tono, facilitado por la pericia que esgrimen los actores protagonistas para moverse a sus anchas en ese registro; pero también por las inflexiones del guión, que trabajó junto a la dramaturga Yasmina Reza, autora de la pieza original que se ha puesto en varios escenarios del mundo, incluido el argentino, donde las consecuencias de una situación tensa derivan en una salida cargada de cruenta ironía. Un dios salvaje cuenta el enfrentamiento que se produce entre dos parejas de padres de niños que se pelearon salvajemente, puja que resultó con uno de ellos agredido con un palo que le hizo perder dos dientes; y enfrentamiento es lo que sucede desde el vamos, sobre todo cuando al conocerse se dispensan vagas disculpas por el comportamiento de sus hijos, queriendo aparecer cada cual más dispensador que el otro; pero, claro, esto será apenas el preámbulo de algo que irá creciendo y desmadrándose hasta quedar atravesado por la absoluta incontinencia de esos personajes de clase media acomodada que aún insisten en creer que conservan alguna vara moral con la que medir el mundo contemporáneo. Un dios salvaje pone en situación que los protagonistas se suman a quienes cada vez están más lejos de comprender qué puede importar verdaderamente y cómo comportarse en consecuencia; sobre todo en aquellos asuntos que conciernen a la educación de los niños, ya que ellos parecen ignorar la posibilidad de una relación que supere los egoísmos y las posturas individuales y se muestran incapaces de escuchar otras razones que no sean las suyas. Esta contienda que tiene lugar en el living del apartamento de una de las parejas de padres tiene momentos sumamente hilarantes, puesto que cada personaje defiende su territorio individual –ya que no solamente el de pareja, entre ellas también las disputas crecen hasta el paroxismo– con recursos que rayan la mayoría de las veces la denigración involuntaria y papelonera. Sin duda estos caracteres ya están en el original de Reza, pero aquí Polanski los pone de relieve en planos certeros que apuntan a revelar cuánto hacen los personajes por manipular la situación cuando sienten amenazados sus puntos de vista; hay, sí, mucho hincapié en los textos –diálogos exasperados, insultos, desvalidos razonamientos– pero, nobleza obliga, Un dios salvaje es justamente la puesta a punto de abrumadoras e involuntarias confesiones esculpidas por el carácter miserable que parece mover las relaciones entre los personajes; es fundamentalmente eso lo que se expresa, acompañado de recursos físicos que grafican de modo incontrastable la ebullición interior. En Un dios salvaje la decadencia es un circuito sin salida, los fantasmas son impiadosos de tan absurdos, los principios éticos se desmoronan ante la imposibilidad de volverlos una práctica y en esa desmesura de incongruencias se desnuda el patetismo imperante de ese encuentro, su carácter anómalo y pueril. Una más a favor es la ajustada duración del relato; el desencanto tiene su clausura una vez agotada su caja de Pandora, cuando el encuentro desfallece por imperio de su propia ley y los personajes experimentan el vacío de sus vidas insatisfechas. Gracia y elegancia para este fresco de puertas adentro y un notable cuarteto que componen Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christoph Waltz, que sustancia sus heridas a fuerza de mordiscos, hacen de Un dios salvaje un relato inspirado.
"BUENAS ACTUACIONES EN UN FILME ´TEATRAL´" Aclamada por la crítica y el público, la obra de teatro en la que se basa este último filme de Roman Polanski, obtuvo un gran éxito en París, Londres y Broadway, tras su estreno en 2006, y ganó varios galardones en los premios Olivier y Tony de teatro. La obra en cuestión es “Un dios salvaje” (“Le Dieu du carnage” en su original), escrita para las tablas por la exitosa Yasmina Reza (“Art”, “Tres versiones de la vida”). La trama se enfoca en cuatro personajes, dos matrimonios específicamente, que han generado un encuentro en el departamento de uno de ellos, para solucionar, civilizadamente, un episodio violento entre los hijos de ambos. Aparentemente, una lucha escolar entre los niños de 11 años terminó con uno de ellos lastimado. Al principio, el diálogo entre las dos parejas va bien y transcurre cordialmente. Pero poco a poco, la charla entre la inversora de bolsa (Kate Winslet), la escritora activista (Jodie Foster), el vendedor de artículos para el hogar (John C. Reilly) y el ocupado abogado (Christoph Waltz ) va subiendo de tono, y las buenas intenciones dan paso a una esgrima oratoria que saca lo peor de cada uno de ellos. Casi tan importante como los cuatro personajes es el escenario. Construido en unos estudios de las afueras de Paris, el plató fue creado por director artístico Dean Tavoularis, dando vida detalladamente a un apartamento neoyorkino de lo más realista, “inventando” las ventanas que dejan ver la calle y los cielos de NYC. Así, ya sea desde el living, como desde la cocina o el baño, se permite un mayor respiro al encierro que implica ver la película toda puertas adentro. Los personajes se mueven todo el tiempo, para dar mayor dinamismo a la puesta, incluso “sacándolos” al pasillo del edificio sin que la charla se suspenda. Hay instancias de mayor climax y otras no tanto, pero claramente, el filme se basa en la excelencia de las performances actorales. Winslet, Foster, Waltz y Reilly se sacan chispas durante los 75 minutos, en tiempo real, que dura el filme, pues prácticamente no hay elipsis. Mejor le había ido al director con su adaptación de la obra "La muerte y la doncella", de Santiago Dorfman, protagonizada en 1994 por Sigourney Weaver y Ben Kinglsey.Ver “Carnage” en pantalla es casi como verla en una sala de teatro, lo que le puede restar puntos a esta adaptación cinematográfica hecha por Polanski y Reza.
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La capacidad narrativa y visual del gran Roman Polanski se pone a prueba en esta última obra suya, algo inusual en su cinematografía. Porque Un dios salvaje, basada en una pieza teatral de la reconocida Yasmina Reza, no deja de ser una de esas películas que se suelen denominar despectivamente teatro filmado. Si bien el realizador de El pianista sale airoso del desafío, el resultado final no escapa a ese mote, a sabiendas que es difícil llevar adelante esa cinchada de formatos en forma acabada. Relevamiento agudo y corrosivo de la clase media burguesa de las grandes ciudades, la autora de ART ubicó originalmente su texto en París y Polanski la trasladó a Nueva York para trabajar con actores mayormente estadounidenses (aunque irónicamente tuvo que filmar en Francia por conocidos impedimentos legales). El resultado es bueno, pero no hubiera estado nada mal que la hubiera rodado directamente en francés con actores de ese origen. Sea como fuere, Un dios salvaje cuenta con un sólido cuarteto protagónico, que intercala detalles sutiles de interpretación que en teatro no hubieran sido factibles. Dos parejas de padres que tienen una reunión aparentemente cordial luego de una grave pelea entre sus hijos, cuatro personajes con características muy definidas que desarrollan diálogos intensos e irónicos y se vuelven despiadados y humillantes. Los cuatro caerán en comportamientos intempestivos que los llevarán al más absoluto ridículo, y en esto Polanski es inclemente. La catarsis será feroz y los emparentará en plena adultez con el enfrentamiento adolescente de sus hijos. Lejos de un final explícito, el film termina con dos últimas y sugerentes imágenes, en una traslación fílmica impecable pero que no será recordada entre lo más destacado del renombrado cineasta.
TORNEO DE LUGARES COMUNES Roman Polanski ensaya -en la que sin duda es la peor película de toda su filmografía- un superficial e insufrible ensayo sobre las máscaras sociales. La obra de Yasmina Reza le sirve de base, o más bien de lastre, para hundir al cine de un solo golpe. No hay reglas cerradas con respecto a cómo debe ser una película. Pero pasados ya más de cien años de historia del cine, tal vez sea hora de que se deje de insistir en tomar el teatro como punto de partida para un film. La apuesta es, por lo menos, peligrosa. Seguramente muchas grandes obras abrevan en el teatro, desde las adaptaciones de clásicos de directores, como Orson Welles, a versiones de obras menores, como Casablanca, el cine no necesariamente se ve arruinado por elegir ese punto de partida. El problema no estriba allí. El problema resulta cuando cuatro personas paradas frente a una cámara pasan ochenta minutos diciendo obviedades, y a eso deciden denominarlo “película”. El enorme y legendario director Roman Polanski ha trabajado en toda su extensa filmografía la claustrofobia y el encierro, y también probó acercarse a la teatralidad en La muerte y la doncella, pero nunca jamás su filmografía había tocado un punto tan bajo. No hay nada, excepto el plano inicial, que sea rescatable de Un dios salvaje e, irónicamente, no es seguro que ese plano lo haya dirigido Roman Polanski. El cine tiene posibilidades maravillosas, muchas de las cuales el director exploró a lo largo de décadas y en diferentes países. Los motivos por los cuales aquí cae tan bajo no tienen que ver con el hecho de que eligió basarse en una obra de teatro. El problema de Un dios salvaje no es la puesta en escena, sino el guión. Todo el guión es lamentable, las situaciones son tan forzadas que cada minuto de la película va en deterioro del buen gusto y la inteligencia del espectador. Verdades de perogrullo inundan todas y cada una de las líneas de diálogo, algo que en cualquier medio, ya sea cine, teatro, televisión o literatura, resulta insufrible. Roman Polanski colaboró muchos años con guionistas brillantes (entre otros, con el impar Jean Claude Carriere), entre esos guiones y el que acá escribe con Yasmina Reza (autora también de la obra en la que se basa el film) parece mediar un abismo. Sin embargo las verdades de perogrullo y los lugares comunes venden bien en el teatro, el cine, la televisión e incluso en los libros en donde obviedades hacen la delicia de muchos. ¿Y con qué se puede combinar eso para que el paquete de mediocridad sea irresistible? Con cuatro sobreactuaciones patéticas que sirven para el supuesto lucimiento de cuatro actores que han sabido hacer su trabajo muchísimo mejor en muchas otras ocasiones. Dos actrices de la talla de Jodie Foster y Kate Winslet hacen aquí todo lo que un actor debe hacer cuando un texto está muerto y un director no sabe hacia dónde ir. Christoph Waltz y John C. Reilly hacen lo mismo. Actúan a la deriva, parecen chicos de nueve años encerrados en el aula y con el maestro ausente. En cuanto al film… para muestra basta un botón. Estamos en el año 2011 (cuando se filmó Un dios salvaje) y alguien, un director y dos guionistas, crean como un personaje adicto a su teléfono, que se desconecta de sus conflictos cotidianos a través de ese aparato. De ese nivel bajísimo está hecha esa película. Celebrarla es festejar la muerte no solo del cine, sino de la inteligencia del ser humano en general.
Matrimonios y algo más Roman Polanski tomó la obra teatral "Un dios salvaje" de Yasmina Reza, exitosa en todo el mundo -incluída Argentina-, para volcar su versión en el cine. Se sabe que trasladar una pieza de tal índole a la pantalla grande puede ser algo riesgoso, complicado y pretencioso, máxime cuando los roles importantes y únicos están solo a cargo de 4 actores, por ello hace recordar a ese "tout de force" actoral llamado "Quien le teme a Virginia Woolf?" (1966, Mike Nichols), aunque este era muchísmo más denso, asfixiante y crudo, otro ejemplo de traslado de 4 actores como base ha sido "Closer" de Nichols too. Cuando un chico golpea a otro en el parque y le saca un diente, los padres de ambos se convocan para establecer un diálogo, un amable departir en busca de un compresión del hecho. Será reunirse para superar el conflicto, algo esperable de personas sociables, de gente burguesa y hasta comprensiva, pero no...lo amable del inicio puede transformarse en un caótico "toma y daca", donde aflorarán miserias, hipocresía, una doble moral discursiva, y hasta reproches mutuos para las internas de cada pareja. Como en la vida misma, por supuesto el humor rodea muchas de las circustancias agrias. El guión compartido entre el director de "El bebé de Rosemary" y la autora teatral que salta así al espacio fílmico, está correcto. La complejidad de mantener en vilo al ocasional espectador con tan solo 4 actores en un mismo decorado, un realizador con el oficio de R. P. lo puede sostener bien hasta el final de esos 80 minutos de metraje. Las actuaciones son superadores de la propuesta cinematográfica en si, Jodie Foster es tan irritable que alguno puede tener ganas de sacudirle desde la platea con algo, Kate Winslet está medida, menos desbordada que su compañera actriz, John C. Reilly hace un trabajo meritorio en ese esposo vendedor de electrodomésticos, y Christoph Waltz es un cínico abogado -labor memorable-, que tambien colgado de tanto celular, y manteniendo esas charlas telefónicas tan molestas puede provocar nuestra antipatía.
¿Trapitos al sol? La nueva película del director Roman Polanski (“El cuchillo bajo el agua”, “El pianista”, “El escritor oculto”), “Un dios salvaje” (Carnage, 2011, basada en la obra teatral de Yasmina Reza –obra que recorrió los teatros de Nueva York y Londres, de Madrid y Buenos Aires–), cuenta la historia de dos matrimonios que se reúnen para hablar y aclarar un episodio: la pelea de sus hijos en el parque, donde uno le arrancó dos dientes al otro al golpearlo con una rama. Así, Kate Winslet y Christoph Waltz (los padres del “violento”), y Jodie Foster y John Reilly (los padres de “la víctima”) comenzarán con un civilizado encuentro en la casa de estos últimos para redactar una nota aclaratoria de lo sucedido –donde aparece una primera “diferencia descriptiva”: si el niño “iba armado” con una rama, o simplemente “llevaba” una–. Pero luego, alguna palabra, algún gesto, comienza a provocar “la permanencia” de la situación, desarrollándose una escalada de discusiones y terminando todo en un enfrentamiento que, imparable, significará por momentos una “guerra de todos/as contra todos/as”. Polanski, especialista en “lo claustrofóbico”, en el misterio, el horror y la alienación, se jugó a retratar cómo las miserias humanas emergen tras la “educación” de la “civilización occidental y cristiana”. Incluso, que haya cambiado de registro –el “misterio” por el ácido humor–, significaba toda una apuesta para su reconocida trayectoria: podría surgir algo más que interesante. Pero no: “Un dios salvaje” es apenas “teatro filmado”. Y, fundamentalmente, un no entrar al fondo de los problemas y conflictos planteados. Aun con buenas actuaciones (aunque Winslet no tiene el mejor papel para lucirse, Foster por momentos exagera –y exaspera–, y Reilly sale “demasiado chambón”), y con buenos planos, con un libro que desnuda la hipocresía de la clase media norteamericana –y por qué no, la de cualquier país–, Polanski no se juega, y se queda, sencillamente, en la mera superficie de las cosas, desperdiciando una excelente posibilidad de desgarrar los velos de la vida cotidiana. Porque si el personaje de Waltz, un abogado que defiende a un gran laboratorio implicado en una denuncia por un medicamento, no provoca la ira completa de Reilly –quien se entera por teléfono de que su madre, ¡justo!, lo está tomando–, algo no está funcionando. Porque si apenas está la queja del personaje de Winslet a su abogado-marido porque nunca deja su celular, e interrumpe cualquier situación en pos de atenderlo, algo falta. Porque si los personajes de Foster y Waltz discuten acerca del África, acerca de –para decirlo en términos sarmientinos– “la civilización & la barbarie”, sin embargo no se desarrolla ninguna crítica fundamental a la hipocresía “de occidente”, ni ninguna otra crisis considerable. En definitiva, hablamos acá una vez más de una buena idea desperdiciada –como ya ocurrió, por ejemplo, con la última película de Moretti, donde se prometía un duelo entre psicoanálisis y religión, pero que nunca ocurrió–. “Un dios salvaje” derrocha gran cantidad de clichés, chistes e ironías completamente previsibles. Es, apenas, una película para pasar el rato –y que por suerte no llega ni a dos ni a una hora y media: apenas 75 minutos–. Compararla con “La soga” de Hitchcock no tiene mucho sentido –si es por la “escena continua”–, y menos con “El ángel exterminador” de Buñuel... sólo por la similitud con el “mecanismo” de que los personajes no pueden abandonar la habitación: acá hablamos, simplemente, de una comedia light, repleta de expresiones y situaciones (harto) gastadas. Parafraseando al escritor y periodista ya fallecido Tomás Eloy Martínez, podemos decir que todo “lugar común” significa “la muerte”... del arte. Y en este caso, del buen cine que uno espera (siempre) en Polanski.
Antes de entrar a la sala, el cartel de Un dios salvaje obliga a detenerse una vez más. El mismo muestra a sus protagonistas –nada más y nada menos que Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz y John C. Reilly– ubicados en filas diferentes, cada uno con tres gestos o estados: sonriente el primero, luego serio y, por último, enojado. Seguidamente, al iniciar la película, los títulos asoman por entre medio de dos árboles situados en un parque. Aparecen y se agrandan, hasta esfumarse. Aunque no resulte llamativo, ninguno de estos fenómenos es casualidad: desde el comienzo hasta el final, el film de Polanski es pura expansión progresiva, una inflamación creciente que con el tiempo va ganando un espacio más amplio. El living de los Longstreet es bastante pequeño. Incluso a pesar de su calidez y luminosidad, la estrechez de las medidas del escenario predominante en la película lo hace un lugar propicio para la tensión. Las palabras rebotan más rápidamente, las miradas se intensifican, los cuerpos reclaman con irritación la falta de confianza. El motivo por el que los personajes se someten a un encuentro de esas características es la necesidad de aclarar un problema entre dos niños. El hijo de la pareja anfitriona compuesta por Penelope (Foster) y Michael (Reilly) ha sido golpeado por Zachary, primogénito de Nancy (Winslet) y Alan (Waltz). El incidente, apenas disparador de los primeros conflictos, queda luego relegado ante una lucha descarnada por defender lo propio- ya sea posturas, valores o profesión- así como por descalificar lo ajeno. Casi en forma constante, esta medición de fuerzas los empuja a un estado de desesperación del que principalmente el humor extrae sus mejores recursos. Tanto la caracterización de cada personalidad como los diálogos y el modo en que los actores se los adueñan es realmente excepcional. Pero, por momentos, y si bien cada uno de los intérpretes sobrevive al protagonismo de manera formidable, los apretones del guión y las reminiscencias del teatro irrumpen y plantan el desequilibrio. Ante la necesidad de un cambio rotundo de tema, por ejemplo, un personaje reflexiona en voz alta, haciendo las veces de una forzada introducción a un nuevo tópico que se corre del flujo de la conversación, tal como si se lo hiciera ante un público presente. Así, el curso al menos aparentemente arbitrario de los hechos se detiene, y la sobreactuación parece ser la consecuencia directa e inevitable que surge ante las exigencias no tanto de curva dramática como del vínculo con los orígenes teatrales de la historia. Es, quizás, uno de los pocos momentos en que Un dios salvaje se vuelve visiblemente artificiosa. Casi llegando al final, la inflamación que anteriormente motorizaba la cólera se detiene. Ya pasaron los vómitos, insultos y los reproches conyugales. Pasó el genial desquite de Nancy tirando el celular de su marido al florero, y las maléficas risas de Penelope al ver a su esposo intentando recuperarlo con un secador. Con la ayuda del alcohol, los cuatro protagonistas se rinden ante el doloroso placer de sus mutuas compañías. El parque vuelve a tomar la pantalla y es casi un alivio. Un dios salvaje culmina sin problemas un relato extrañamente adrenalínico, por momentos al borde de perderse en su propia lógica, pero con la facilidad para hacer de todos sus personajes y atmósferas algo sumamente atrayente. Esa jaula donde las emociones desbordan es el tesoro del que pretende adueñarse una cámara ansiosa por desmantelar todo fingimiento, no con pleno éxito pero sí con una dosis de impiedad parecida a la que reina entre sus criaturas.
Tal vez uno de los principales atractivos de Un Dios Salvaje radique en la chance de observar lo chula que puede resultar Kate Winslet cuando se afloja la blusa y se permite un par de tragos de más. Una visión por demás deliciosa, más si Kate lleva adelante su numerito en el comedor de tu casa, aún cuando el motivo de su visita radique en el hecho de que su hijo le bajó dos dientes permanentes al tuyo. Así, en un palacete de Recoleta -dentro de un living-room plagado de bellísimos ejemplares Taschen- se sucede un match entre dos parejas sólidas y establecidas. El motivo del cónclave ya ha sido especifiado en el párrafo anterior: En una pelea cuasi callejera, el hijo de Jodie Foster y John C. Reilly termina con dos teclas (dientes) menos. El agresor resulta ser el hijo de Kate Winslet y Christoph Waltz. Un Dios Salvaje parte de una pieza teatral, de la cual se nutre Roman Polanski para llevar adelante un bienvenido pingpong entre estos cuatro monstruos (nos referimos tanto a sus trayectorias como a sus personajes en sí), y aunque echemos de menos ciertos factores que Polanski siempre supo llevar adelante con envidiable pulso, debemos convenir que aquí tenemos una generosa cuota de intensidad en un espacio bastante reducido. Lo que habla a las claras de la destreza del realizador en tanto puesta y en tanto dirección de actores. Es la clase de film que podría llegar a compararse (en la filmografía del director) con Death and The Maiden, film con el cual comparte espacios reducidos, bandos actorales claramente definidos y la reticencia de los mismos a abandonar sus posturas, así sean falsas ú oscuras. El devenir de la charla, con cafecitos y pastel (un pastel que cobrará protagonismo con el correr de los minutos), demostrará que la parejita bienpensante y progre es bastante malcogida y que la parejita profesional y letrada sucumbe cuando el blackberry se queda sin baterías. Tal vez surja un problema de empatías con Un Dios Salvaje, tal vez nos cueste un Perú identificarnos con los protagonistas de ese universo ABC1 de bibliotecas nutridas y tulipancitos holandeses sobre la mesita ratona. Donde encontraremos alguna que otra identificación será en la fiereza a través de la cual los papis defienden (ó destrozan) a sus propios hijos.
Peleándose como chicos No quisiera entrar en la polémica de "Consideramos como cine, una obra de teatro filmada casi sin poder romper con el esquema netamente teatral que impone la obra?". Porque de todos modos hay adaptaciones de obras teatrales absolutamente geniales que nos responderian ampliamente la pregunta. Sin ir más lejos es prácticamente imposible pensar que "Incendies" la brillante pelicula canadiense de Denis Villeneuve, es, en realidad la adaptación de una obra de teatro de Wajdi Mouawad, que forma parte de una hermosa trilogía. O por nombrar algunos otros ejemplos, están los ganadores del Oscar al mejor guión adaptado, donde los límites teatrales están muchisimo más difusos, como en "La Laguna Dorada" de Ernest Thompson, "Conduciendo a Miss Daisy" basado en la obra de teatro de Alfred Uhry o "Relaciones Peligrosas" la delicada película con que Stephen Frears llevó a la pantalla a la obra de teatro de Chistopher Hampton. Polanski, lamentablemente esta vez, trabaja con una idea que ya es ancestral, como en el "Huis Clos" de Sartre donde el encierro hace explotar a cada uno de los personajes. Siguiendo el texto de Yasmina Reza (famosa autora conocida también por su exitosísima "ART") ahora se enfrentan y se entrecruzan estos cuatro personajes en un lujoso departamento de Manhattan. El hecho por el cual ambas parejas están reunidas es porque el hijo de una de ellas ha agredido al hijo de la otra pareja. No fue un simple juego de niños ni mucho menos, fue una agresión con un palo que provocó que el damnificado se quedara con un par de dientes menos... Por un lado, los padres del agredido, son Jodie Foster y John C. Reilly, anfitriones de la reunión. Por otro lado -o en la otra punta del ring, digamos- los padres del agresor son Kate Winslet y Christoph Waltz. A los pocos minutos de correr la acción, se están despidiendo en el pallier del edificio, esperando el ascensor e inexplicablemente la pareja invitada ingresa nuevamente al departamento de los anfitriones una vez que aparentemente había quedado todo bastante en claro. Con la excusa de un café, siguen charlando y supuestamente sacándose chispas y lo que a Reza le parece políticamente incorrecto, dista mucho de lo verdaderamente revolucionario aún en materia de teatro. En la local "El gran deschave" o en el superclásico "Quién le teme a Virginia Wolff?" realmente la violencia verbal y lo dicho cobraba una presencia fuerte en escena, no así en "Un dios Salvaje", pieza sumamente sobrevalorada, con pocas condiciones para su trasposición cinematográfica, habiendo ya diferentes films que hablan de la violencia escolar y de las familias que la sufren desde cualquiera de las dos puntas que son mucho más interesantes (sin ir más lejos, se encuentra próximo el estreno de "Tenemos que hablar de Kevin" Crítica aquí). Reza juega con parlamentos supuestamente revulsivos, irreverentes y rupturistas, cuando no son más que algunos dardos livianos entre dos parejas semi-acomodadas, clase media con algunas diferencias. Mientras que en "Quien le teme..." los protagonistas se vomitaban crueles reproches y verdades, acá a duras penas en algunos momentos el guión realmente logra un punto de interés. Mucho palabrerío para que finalmente haya muy pocas cosas interesantes que decirse, defecto que ya por supuesto tenía la pieza original y que inexplicablemente tuvo una trasposición al cine cuando ya desde su ámbito teatral carecía de verdadero efecto. Obviamente que Polanski cuenta con cuatro protagonistas de primer nivel y eso es lo único que logra mantener medianamente el interés. Aunque Jodie Foster no logra dar demasiado con la carnadura del personaje (trabajo que en la puesta de teatro local estaba brillantemente a cargo de María Onetto), John C. Reilly, como su esposo, sí logra encontrar la vuelta para jugar la oposición con el marido de la pareja "contraria". Kate Winslet aprovecha algunos momentos de lucimiento de su personaje para hacer verdaderamente la diferencia -aunque lejana de sus trabajos anteriores- y Christoph Waltz, quizás el personaje menos amigable de la pieza, demuestra que puede brillar aún cuando le toca el papel menos agradecido de la obra. Un juego de alianzas que se van modificando en los distintos momentos de la obra, pivotando entre diferentes puntos de vista y la genial frase de Groucho Marx que los pintaria de cuerpo entero a cualquiera de ellos cuatro: "Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros" dado que el juego que propone Reza es el de justamente no tener un lugar definido sino ir cambiando a medida de la conveniencia de cada uno de ellos. El espíritu de una pieza que no alcanzaba a remontar vuelo en ningún momento, tiene ese mismo espíritu durante toda la duración del film aunque Polanski con su manera de filmar, trata de transformarla en interesante y de encontrar la manera de introducirnos en ese duelo de parejas que tiene mucho de cliché, de frase hecha, de todo lo siempre dicho y muy poco de originalidad. En algunos destellos lo logra, en otros momentos, se lo extraña muchísimo.
Una tarde en el infierno En los comienzos del cine, algunos de los primeros experimentos de ficción consistieron en plantar la cámara delante del escenario teatral, reflejando en nuevo medio expresivo (aún mudo) lo que sucedía delante de las tablas. De todos modos, el cine comenzó a desarrollar su propio lenguaje, y el teatro (como la pintura ante la aparición de la fotografía) comenzó su reacción, que ha signado buena parte de su devenir en los últimos cien años. Si una línea de trabajo ha sido la de la “experiencia total del espectador” (lo que quiera que signifique esto según cada creador: de La Fura dels Baus a Ariane Mnouchkine, simplemente por revolear algunos nombres de vanguardia), el teatro “de texto” o más tradicional desarrolló entre sus búsquedas otra línea consistente en puestas de pocos personajes encerrados en un ambiente en tiempo real, a partir de una situación límite que hace saltar todas las convenciones. Jordi Galcerán con “El Método Grönholm” y Yasmina Reza con “Un dios salvaje” (“Le dieu du carnage”, “El Dios de la matanza”, en el original) tal vez sean los que mejor explotaron esta veta (y con mayor éxito de taquilla) en los últimos tiempos. Por su parte, el cine nunca dejó de abrevar en la dramaturgia, aprovechando su posibilidad de explotar mejor las elipsis y los cambios de lugar, y muchas veces cambiando radicalmente el planteo al introducir a los sujetos ausentes del relato escénico (Jimmy en la autoadaptación que John Patrick Shanley hizo de “La duda”; Cecilia en la reescritura que Roberto Cossa hizo para la versión de “Yepeto” dirigida por Eduardo Calcagno, por poner arbitrarios ejemplos). De todos modos sigue siendo un desafío llevar el teatro al cine: está el riesgo de caer en el “teatro filmado” (también, lo que quiera que signifique esto según cada especialista). Con todo esto en la cabeza (alguien tan experimentado como él no lo podría hacer de otra manera), Roman Polanski se anima al desafío de juntarse con la propia Yasmina Reza para trabajar en la adaptación de un texto que trabaja con cuatro personajes encerrados (al límite de la claustrofobia) en tiempo real, en un contexto que derrumbe las paredes de la corrección y deje fluir a “la bestia humana”. El ojo del creador Al principio (y en relación a lo antedicho) Polanski se da el gusto de introducir, filmado a la distancia y sin oír lo que se dice, como escena de créditos iniciales, el disparador de lo que vendrá: dos niños discuten en el Bridge Park de Brooklyn, Nueva York; uno termina revoleando un palo y el otro tomándose la cara dolorido. De allí, el realizador nos traslada directamente al nudo de la acción. En el departamento de Penelope y Michael Longstreet, los padres del agredido Ethan (que ha perdido dos dientes en el asunto) se celebra una reunión con Nancy y Alan, los padres de Zachary, el que empuñó el objeto contundente. Allí los vemos redactando una declaración, en la que se asumen las responsabilidades del caso, todo muy políticamente correcto. Cuando parece que se van a ir los visitantes y ya están en el pallier (difícil de poner en el escenario de un teatro a la italiana, o más o menos), otro golpe de corrección los vuelve a introducir, para tomar un café y un postre. Claro, qué feo es conocerse así en esta circunstancia. Pero el teléfono del pretencioso abogado Alan empieza a interferir, como el del terrenal comerciante Michael, mientras sus esposas empiezan a reaccionar: a Nancy se le sale la leona por defender a su hijo, aunque sea el que blandió la vara; a Penelope también, pero todo adornado por un sentido de la moral que parece empalagar a los presentes. Lo que seguirá es una explosión de confesiones que se vomitan (como otras cosas menos metafóricas), miserias que fluyen como whisky que las ablanda, todo articulado por un guión que articula las interferencias, los tiempos muertos, los picos de tensión, para sostener al espectador encima de estos cuatro personajes que se deshacen frente a ellos. Polanski, a esta altura de su carrera, se permite no tener que dar explicaciones. Así, respeta la premisa fundante de la obra teatral: cuatro grandes actuaciones desarrollándose en un espacio limitado, o sea poco más (desde lo espacial) que en una puesta teatral. Sin embargo, la mano está en los detalles: la cámara en mano, que juega desde planos generales que semejan lo que se ve en el escenario (a veces con el punto de vista algo bajo, quizás para dar la ilusión de la butaca) hasta los primeros planos que realzan los momentos estelares de cada personaje. La luz natural que inunda el departamento va mutando, conforme pasa la tarde. Los planos que refuerzan el encierro, y la presencia del pallier y el ascensor, representantes de la esperanza de fuga. En carne viva Todo esto no se podría hacer sin los cuatro actores, por supuesto. Quizás por ser anglosajones (lo que quiera que signifique esto, aunque uno de ellos sea alemán), o tal vez por el cambio de registro actoral, los intérpretes están un poco más contenidos que la puesta de referencia que tenemos los argentinos, dirigida por Daniel Veronese, que trabajó las actuaciones con un poco más de intensidad. De todos modos, es un festival actoral, la indolencia de los hombres, la furibundia de las mujeres. Christoph Waltz pone en escena toda la soberbia de Alan, su sonrisa socarrona, su forma invasiva de apoyar el plato o el cuerpo arriba de los muebles, con el mismo desdén que trata sobre la vida de los demás. John C. Reilly encarna a Michael como un Homero Simpson algo más civilizado, si eso fuese posible: en realidad es más despreocupado y básico que perverso, pero en la práctica terminará en sintonía con Alan. Por el lado de las esposas, Jodie Foster expone toda la complejidad de Penelope: su pulsión por “las costumbres occidentales”, especie de superyo de la civilización, que nos aleja del dolor de los pobres africanos que se masacran desde niños. Kate Winslet construye una Nancy algo estructurada y pretenciosa, que se va desatando en torno a revelaciones y explota de golpe (aquí el crescendo se trabaja con un salto). “Penelope, creo en el dios de la matanza, el dios que no ha sido desafiado desde el comienzo de los tiempos”, dice Alan. Y esa frase resume todo: detrás de la moral occidental de las belles manières, está una esencia que nos une a los cavernícolas o a las masacres congoleñas. Sólo hacen falta un incidente trivial y una botella de escocés para que salga afuera.
El nuevo trabajo del enorme Roman Polanski nos acerca uno de los productos más notables del 2011. Un dios salvaje (Carnage, Roman Polanski, 2011), basada en la obra Le dieu du carnage de Yasmina Reza, deslumbra por su elocuencia, provoca con sus frases atrevidas y filosas y nos llega a poner tanto o más incómodos que los personajes en pantalla. El argumento se presenta (aparentemente) sencillo: dos matrimonios se juntan a conversar sobre un incidente ocurrido entre sus hijos: en una pelea entre compañeros, uno se violenta con el otro y el desfigura la cara. Lo que comienza siendo una reunión diplomática y amable, de a poco se va convirtiendo en una carnicería de palabras. Un disparador inocente y superfluo que llevará al extremo a estas dos parejas y a replantearse cuestiones centrales de su vida. Primero que nada podemos decir que se necesitan cuatro grandes actores para que lleven a cabo un film que ocurre prácticamente íntegro en una habitación y que se basa sobre todo en los diálogos. Los cuatro actores que integran esta película no suelen ser calificados como “de primera línea”, pero debo decir que en este film cuasi teatral se llevan todos los aplausos. John C. Reilly y Jodie Foster, interpretan a los padres del niño atacado y Kate Winslet junto a Christoph Waltz, los padres del atacante. Y realmente, el factor actoral es algo que no pasa desapercibido ni es una cuestión menor en este film: vemos cómo en el transcurso de los escasos 80 minutos de duración, los personajes van sufriendo transformaciones y van mostrando su parte más salvaje a medida que la tensión sube. En relación a esto, podemos decir que el film tiene un ritmo privilegiado, porque juega y se maneja a partir de las tensiones y de mostrar u ocultar los rasgos de los personajes. La estructura de obra teatral que tiene, hace que los diálogos se constituyan como el elemento de comunicación por excelencia; es a través de las palabras que se dice todo, el film no se vale de ningún artificio ni de un gran montaje. El conflicto inicial que los lleva a reunirse queda en un segundo plano, y cada personaje va sacando de a poco lo peor de sí: confiesan sus miserias, miedos e inseguridades, quedan expuestos ante todos. Lo interesante es que cada personaje tiene su momento, se va haciendo foco en cada uno de ellos para mostrar las facetas más desconcertantes. Esto hace que como espectadores vayamos tomando posiciones en cuanto a ellos; posiciones que fluctúan dependiendo de la faceta que se saque a relucir. Además de esto, entre ellos van armando bandos que también cambian a partir de los temas que se plantean. Pasan por la catarsis, la furia, la borrachera, la cordialidad. Y al espectador se le hace imposible desvincularse de esto, ya que mientras sube la incomodidad entre ellos lo mismo nos pasa a nosotros. La película parece una sola escena donde todas las caretas y los protocolos se derrumban. La situación se nos muestra un tanto insólita y todo lo que sucede es hasta surreal: de pronto dos parejas desconocidas ponen sobre el tapete sus valores (que empiezan a tambalear a partir de la relación con el otro), sus dudas existenciales y cada palabra puede llevar al extremo los temperamentos de cada uno. Un guión excelente que efectúa una crítica dura a la burguesía y a sus falsos mecanismos de cordialidad y simpatía.
Cuatro excelentes actores y un gran director haciendo lo que saben hacer mejor Siempre admire la inteligencia de algunos realizadores a la hora de hacer una gran película partiendo de un simple incidente en una sola locación. Tal es el caso de Francis Veber con La Cena de los Tontos, pero Yasmina Reza redoblo esa apuesta; es decir presento un incidente mucho más simple como una breve reunión entre dos padres y se las ingenió para demostrar que a veces los argumentos de los adultos, por más escudados en la madurez que estén, pueden llegar a ser igual o peor de violentos que los de los niños, aunque este solo se limite a verbalidades. La adaptación encarada por la autora de la obra y Roman Polanski, director de esta película, elude al sospechoso habitual de la adaptación teatral que es sacar la obra a pasear por exteriores; cosa que solo limita al incidente entre los dos infantes que abre y cierra esta película. Toda la película transcurre en un departamento y por ende hay ingenio, ya lo dije más arriba, en prolongar lo que debería ser una reunión de unos cuantos minutos en una de unas cuantas horas. Dichas prolongaciones son detonadas por sutiles recriminaciones de una pareja de padres a la otra, que progresivamente se convierten, a medida que avanza el metraje, en explosiones verbales de leve melodrama pero notoria comicidad. La película si bien sigue una estructura de introducción, nudo y desenlace. No tiene una percepción de la misma en un sentido tradicional. Es decir, tiene una presentación de personajes, sabemos que es lo que detona la trama, pero no nos percatamos del final sino hasta que este inevitablemente llega; cosa que no pasa seguido con muchas películas en las cuales uno siente cuando está llegando el final. A nivel técnico, Polanski tiene un sentido no solo de puesta en escena, sino de la teatralidad inherente por cuestiones obvias a la historia. Saludo a su fotógrafo, Pawel Edelman por sus composiciones de cuadro estratégicas en 2.35:1 (Cinemascope), donde la cámara casi siempre esta estacionada y se mueve justo en lo necesario. También saludo a su montajista, Herve de Luze, por su montaje de precisión quirúrgica que contribuyó a que la película no pasara más rápido, sino que tuviera al menos un poco más de ritmo y se informara lo justo y necesario y cada personaje, aunque sea en solitario, tuviera su momento. El nivel actoral es el gran atractivo de esta película. Los cuatro actores son excelentes, uno no sabe con quién quedarse. Personalmente el que más dejo el nivel actoral de la película en alto es Christoph Waltz, en su interpretación de un sofisticado y agrandado abogado que no puede sacarse el celular de encima. Luego tenemos a Kate Winslet, que consigue sacarnos unas risas y muchas veces, sobre todo finalizando el metraje, sonoras carcajadas cuando su personaje de esposa snob aparentemente civilizada progresivamente se convierte en una borracha predicadora de verdades. Los que siguen a Jodie Foster les advierto que acá se encontraran con una interpretación distinta, bastante distinta de lo que estamos acostumbrados a ver de ella. John C. Reilly adopta el rol de marido bonachón y de buen corazón como los que interpreto en Magnolia o Chicago, pero también encuentra sus momentos de graciosas rabietas; casi siempre en complicidad con el personaje de Waltz. Conclusión: Aunque su poco habitual desarrollo de guion pueda llegar a dejar al espectador con la sangre en el ojo, el poder de las interpretaciones es lo que lleva adelante la película y contribuye un 50% a esa regla de meterle al espectador la curiosidad de saber que va a pasar. Pero puntualmente, es como si estuviéramos viendo una de esas millones de charlas de café que uno tiene en casa de unos amigos. Si se tiene en cuenta esto, y aun así quiere disfrutar de unos excelentes actores y una puesta en escena prodigiosa por parte de Polanski, la recomiendo.