Fantasmas en las cortinas La muerte de su hermana Rina sume a Marcela (Mercedes Moran) en una ensoñación embotada y extraviada en un duelo demasiado doloroso como para no alborotar la monotonía de su vida familiar cotidiana y encaminarla hacia su inconsciente y los recuerdos de su familia. La ópera prima de la actriz María Alché como directora, Familia Sumergida (2018), retrata la vulnerabilidad de una mujer adulta ante la muerte de un ser querido, abriendo por primera vez la puerta a la comprensión de la propia mortalidad. Esta visión genera un extrañamiento respecto del mundo, desatando recuerdos oníricos que se confunden con la realidad. Con un guión propio, Alché crea una historia sobre la familia, los recuerdos perdidos que se encuentran en las fotos, los libros, las prendas y los lugares combinando las teorías del filósofo francés Henri Bergson llevadas a la literatura por Marcel Proust con un estilo cinematográfico similar al de Lucrecia Martel, quien la dirigió como actriz en La Niña Santa (2004), su primera incursión en el cine. Marcela entra en un trance ante la necesidad de vaciar la casa de su hermana fallecida y deshacerse de sus cosas mientras sus hijos y su esposo siguen con su vida sin pensar demasiado en Marcela o en su familiar fenecido. La ayuda de un amigo de su hija, apesadumbrado por la cancelación de la posibilidad de un trabajo en el exterior que lo deja a la deriva y sin un proyecto, alivia el dolor y la lleva a distenderse un poco, olvidándose de sus obligaciones, de su hermana y de su familia, al menos por un tiempo, compartiendo gratos momentos en un limbo de dos. Pero su familia parece no notar siquiera su ausencia ni su distancia, sus sentimientos melancólicos o su necesidad de escapar de la rutina de un verano inusual y confuso. Los recuerdos se erigen como la base del film de Alché, tanto a nivel de los momentos íntimos que Marcela edifica con sus hijos o con su joven amigo, como los recuerdos que rememora en las tertulias con sus tías y demás familiares, cargando esas escenas de una gran intensidad emotiva que se apodera de los personajes y de la cámara. En este sentido, las extraordinarias actuaciones de todo el elenco liderado por Mercedes Morán, que incluye a Esteban Bigliardi, Marcelo Subiotto, Ia Arteta, Laila Maltz, Federico Sack, Diego Velázquez y Claudia Cantero, dan cuenta de un trabajo muy logrado de creación de la esfera hogareña. Familia Sumergida se destaca también por una extraordinaria fotografía soñadora a cargo de Hélène Louvart, responsable de Pina (2011), uno de los grandes documentales de Wim Wenders, y Las Maravillas (Le Meraviglie, 2014), el poético film de Alice Rohrwacher. Las imágenes captan la desesperación ante la imposibilidad de encontrar una salida a la mortalidad y la añoranza de otras épocas, donde toda la familia se reunía para realizar un ritual cálido y entrañable que quedaba en la memoria emocional como un recuerdo imborrable. La ecléctica música de Luciano Azzigotti también aporta al clima nostálgico y alucinatorio de Familia Sumergida, un film en el que los recuerdos y la intimidad cambian de formas para ofrecer al espectador grados y valores sobre la institución familiar.
"¿Cómo está todo?", pregunta Marcela, protagonista de Familia sumergida, en un pasaje de la película. "Cambiante y misterioso", responde uno de los personajes. Dos calificativos que aplican para definir el debut en largometraje de María Alché -actriz y directora de cinco elogiados cortos-, un cautivante viaje al interior de una mujer atravesada por la soledad, las pérdidas, el dolor y la alienación, deudor tanto del cine de Lucrecia Martel (que dirigió a Alché en La niña santa) como del de Milagros Mumenthaler. Luego de pasar por Locarno, el film acaba de ganar la sección Horizontes Latinos en el Festival de San Sebastián.
La muerte repentina de un ser querido concita inevitablemente un ajuste. El dinámico equilibrio afectivo no es el mismo cuando se muere una hermana, por ejemplo, como sucede con el personaje que interpreta aquí la extraordinaria actriz Mercedes Morán. Todo el filme de la promisoria María Alché no es otra cosa que una meticulosa observación de la vida anímica de Marcela trabajando sobre el ajuste afectivo entre lo que la circunda, lo que acaba de pasar y su pasado. Así, un desconocido se vuelve cercano, el marido un extraño, los hijos están aún más vulnerables que de costumbre, los antepasados vuelven desconociendo las leyes del tiempo. Familia sumergida cristaliza un estado de conciencia sin apelar a la palabra. Es ahí donde esta ópera prima resplandece como pocas.
Con aire del nuevo cine argentino, que desde hace varios años dejó marcada su impronta de la mano de grandes directores y directoras, “Familia Sumergida” continúa con esta tradición estética. El film centra su argumento en la emocionalidad de Marcela (Mercedes Morán). Al moriri su hermana Rina, ella se hará cargo de sus bienes. A partir de este hecho Marcela se sumerge en un viaje completamente sentimental, donde su mundo cotidiano se vuelve extraño y por momentos distante. La única inmersa es ella. Encontrará ciertos facilitadores dentro y fuera de su circulo familiar pero igualmente la soledad interna de esa travesía mental no está presente en el resto de la familia, solo en Marcela. Un relato cálido, lleno de elementos oníricos, que gracias a la bella fotografía y música invitan al espectador a este viaje. Cuando parece que nada sucede en la película, allí está Morán para salvar los momentos en los que el relato hace agua y se queda en una meseta. Una actuación casi a cara lavada, donde todo ese mundo interno mencionado anteriormente se ve reflejado en la mirada. La expresión justa para cada acto cotidiano plagado de tristeza y recuerdos. El resto del elenco acompaña bien todas las situaciones de convivencia de una familia tipo y montan casi hasta coreográficamente el amor del día a día envolviendo al personaje de Morán. La fotografía complementa esos claroscuros de los personajes y las texturas de los sentimientos a través de los contactos con la casa de su hermana y sus pertenencias. Planos colmados de naturaleza y escenas con simbolismos que corresponden a las visiones del personaje principal. Un film de María Alché, que toma para su carrera como directora algo de la grandísima Lucrecia Martel. Una película para descubrir a esta nueva directora.
El río y el camino Marcela no es Rina, pero tampoco es Marcela tras la noticia. ¿Entonces quién es Marcela? Ella es hermana de Rina y de otro hermano con el que se lleva mal; es madre de tres hijos adolescentes, demandantes, y es esposa de un marido ausente (Marcelo Subiotto). Sin embargo, aquello que constituye el esqueleto invisible por el que Marcela sigue en pie se encuentra en el umbral de su rico mundo de subjetividades y en un tiempo sin tiempo, atravesado por el río de los recuerdos distorsionados de su familia, por las voces yuxtapuestas de tías, o gente que ya no vive, pero que está presente en Marcela en medio del duelo por la reciente y repentina partida de Rina. Un departamento vacío repleto de plantas y naturaleza muerta, el reflejo del sol detrás de cortinas y entonces los velos que pueden ser los de la memoria para reencontrarse con la ausencia en los objetos que pertenecían a su hermana, o desdoblarse con el lúdico universo de disfrazarse como ella, con peluca y unos anteojos negros y grandes. Ser otro al menos en el tiempo que la mirada ajena acompañe, tal vez recuperar el juego de la infancia de transformarse con maquillajes como las actrices de cine y ganar glamour en la oprobiosa y gris realidad. Llenarla de colores, así nomás, y de música o pensarla con melodías disonantes que brillan ante la opacidad de los propios colores que se escuchan si la emoción o el llanto los dejan. La opera prima de la actriz María Alché, Familia Sumergida, transita con absoluta libertad por la subjetividad de Marcela (Otra brillante actuación de Mercedes Morán) y lo hace desde una puesta en escena rigurosa, pero también en la puesta de cámara para encontrar la distancia necesaria en ese universo interior al que lo surcan los recuerdos y las presencias en las voces, en los relatos y los cuerpos, desde el proceso interno del duelo por una pérdida de un ser querido. Por momentos, grandes metamorfosis ocupan el espacio cinematográfico, siempre amoldado a los límites de la actuación, donde Mercedes Morán se desliga de inmediato de todos aquellos personajes a los que nos tiene acostumbrados, incluso los que pertenecen a la galaxia de la salteña Lucrecia Martel. La María Alché directora por fortuna también se desliga de la impronta de la directora de La ciénaga pero no rehuye en una pose o impostura de las enormes influencias de ese tipo de cine, que siempre busca un plus en cada personaje y piensa meticulosamente un mecanismo aceitado donde todo importa, todo tiene un sentido no ontológico sino poético, y si es poético es artístico y metafísico. La presencia de un extraño en la vida de Marcela abre las puertas al escape del pasado pero además reinventa el presente y en ese aspecto el aporte de Esteban Bigliardi es sumamente acertado. Es la posibilidad para conocer los deseos de Marcela, lejos de los roles domésticos, que a veces atrapan al cuerpo y al alma. Familia Sumergida es una opera prima redonda, ambiciosa y una interesante carta de presentación de María Alché alejada de aquella niña santa, de los cortometrajes y con muchas ganas de contar sus propias historias.
Hay películas o historias que por su forma de ser relatadas logran transmitir una serie de sentimientos más allá de si consiguen o no entretenernos durante la narración. Lógicamente lo óptimo y lo que hace a una gran cinta es cuando llegan a captar nuestra atención, haciéndonos realizar un recorrido introspectivo a la par del relato y nos transforman una vez terminada. “Familia Sumergida” pertenece al primer caso. En un típico verano porteño, donde el calor abrumador se mezcla con la ausencia de la población; Marcela está en proceso de duelo por el reciente fallecimiento de su hermana y debe lidiar con la casa de ella. En este contexto, aparece un amigo de su hija, mucho más joven que ella, que se propone a ayudarla y así se da una polémica y extraña historia de amor entre ellos mientras el marido de la protagonista, un típico padre ausente, está de viaje. En estos extraños días Marcela se ve interpelada por familiares y anécdotas pasadas que se le aparecen a modo surrealista. Es muy notoria la influencia de Lucrecia Martel sobre Maria Alché, la realizadora que también actuó en “La niña santa”, con un estilo que logra reflejar lo que es Buenos Aires en verano y la desolación por la que pasa la protagonista, sumado a una buena actuación de Mercedes Morán. El film también parte de una idea más que interesante pero no consigue interpelar al espectador para que se sienta parte de la historia y así mantenerlo atrapado en el relato, sino que por momentos aburre y se siente larga, teniendo una duración de solamente 90 minutos. El fuerte del film está en lo técnico, que con una gran dirección de arte y fotografía logra meternos en los personajes y en el contexto. El sentimiento de desolación de Marcela se hace sentir acompañado de una música muy acorde a la situación. También a través de distintos planos entendemos, sin que se acuda mucho al diálogo, cómo se va formando la relación entre ella y el joven. Pero lo más destacado es cómo consigue transmitir todo lo que está pasando, un duelo, el vacío y caluroso verano porteño y una relación muy polémica. En conclusión, “Familia Sumergida” es un film en el cual se nota la influencia estética de Martel, cuyo fuerte está en los aspectos técnicos y artísticos; que, a pesar de ser por varios momentos aburrida, logra llegar al espectador de buena manera.
Familia sumergida (2018) es la ópera prima de la actriz y directora María Alché que nos sumerge, nunca tan bien usada la comparación, en un mundo surrealista. Y no me refiero a los momentos en que la directora apela a escenas algo lynchianas —me refiero a ese universo simbólico en donde se confunde realidad y fantasía en las obras del director David Lynch; Twin Peaks es un claro ejemplo de ello—, sino a la mirada surrealista que aparecen en los momentos más prosaicos de la vida El hecho extraño y extrañado que consiste en desmantelar una casa, atiborrada de cosas, de una persona que murió de forma imprevista, o comer una cucharada de un helado del freezer; un helado que está en una suerte de animación suspendida, son momentos quizás más sobrecogedores que encontrarse con las apariciones fantasmales de seres que solo se encuentran en la cabeza. ¿Qué puede ser más surrealista que la estadía forzada de Nacho (Esteban Bigliardi) que tiene que hospedarse y gastar todos sus ahorros en un hotel para no ser “descubierto” por sus conocidos porque todos creen que se fue de viaje, un viaje que le cancelaron a último momento; situación que le produce mucha vergüenza y que debe soportarla llevando una existencia casi fantasmal? Es por eso que las situaciones por las que desfilan seres estrafalarios —antiguos amigos y familiares ya muertos—, no dejan de parecer algo kitsh y deslucen la carga melancólica —y extrañada— de la película. No hace falta apelar a una simbología que ya aplicó Luis Buñuel en El perro andaluz, sino que lo surrealista —o por lo menos nuestra percepción de ello— está en todas partes. La última porción de un helado de chocolate que quedó como regalo póstumo, sin que nunca fuese ese su fin, es un claro ejemplo de ello. Rina, la hermana de Marcela (Mercedes Morán) es la que dejó el mundo de los vivos y la que dejó, además, un departamento con infinidad de cosas que deben ser embaladas para ser vendidas o regaladas. Es a través de este desfile de objetos, que nos damos una idea del perfil de Rina. Plantas por todos los rincones, lámparas enteladas, bibliotecas, vestidos y telas, muchas telas, que guardan secretos que nunca nos serán develados. Al silencio de este departamento se contrapone la casa de Marcela. Allí vive con su marido (Marcelo Subiotto) y sus tres hijos adolescentes (Laila Maltz, La Artela y Federico Sack) con todos los contratiempos que una familia debe lidiar diariamente. Desengaños amorosos de la hija menor, preparación de exámenes del hijo mayor, peleas entre hermanos, desperfecto del lavarropas, todos sobrellevados por una omnipresente Marcela que, aunque ausente por la pérdida de Rina, se las ingenia para estar en todos los detalles. Mercedes Morán, conocida por su faceta de actriz temperamental, filosa en los diálogos y de armas tomar, aquí se desenvuelve en una actuación silenciosa y automatizada. Casi diría que artificial. Su duelo parece haberle vaciado de toda energía y deambula por los diferentes escenarios —hay una cuota de teatralidad en las actuaciones— como una marioneta a la que le cortaron los hilos. Solo se permite un par de catarsis que fluyen de manera incontenible: el sollozo desbordado cuando le toma lección a uno de sus hijos y cuando queda sola acomodando la ropa. A partir de ese quiebre en su rutina —toda muerte de un ser cercano, lo es— Mercedes deambula como los fantasmas que se le aparecen cada tanto, fantasmas que parecen corporizarse tanto como su propia familia; todos sumergidos dentro de esa laguna mental a la que la muerte de su hermana la arrastró sin anestesia. Gran acierto de esa atmósfera entre onírica y acuática es producto de la sugestiva fotografía de Helene Louvart, graduada en el prestigioso Louis-Lumiere College de París y que trabajó con Wim Wenders, Agnés Varda y Leos Carax entre otros grandes directores. Louvart le imprime esa pátina surrealista al utilizar colores almibarados, difusos, sombríos que parece encapsular cada escena en gotas de lágrimas reducidas al movimiento más mínimo. Hasta el desahogo que encuentra Marcela al conocer a Nacho, es totalmente contenido, como si esas lágrimas fotográficas de Louvart fueran de ámbar y no de agua. Nacho aparece para iluminar un poco ese terreno sumergido, Marcela lo sigue para intentar sacar la cabeza fuera del agua y tratar de ver el sol. Lo hace en algunos paseos que hacen juntos al Tigre, en una tarde en un cuarto de hotel, en una visita a amigos de Nacho, en un baile que termina en un beso apasionado, pero todo desaparece, como Nacho, como esa presunta aventura que parecía estar destinada al fracaso desde el mismo momento en que se conocieron. Y como toda aventura que se esfuma, el círculo se cierra con la vuelta a la vida rutinaria de Rina, con las preguntas por una vida sin nada de heroicidad que parece acentuarse con los dilemas que parecen contaminarlo todo; un agua turbia, sin nada cristalino como para poder ver un fin más diáfano y brillante. Aunque el gesto último parece hacerle un guiño al destino. Un guiño provocativo y desafiante. María Alché, quien se graduó en la Escuela Nacional de Experimentación de Buenos Aires en dirección cinematográfica, viene de realizar los cortos Noelia (2012) y Gulliver (2015) y de interpretar varios papeles en películas como La niña santa (2004) de Lucrecia Martel, Del amor y otras historias (2014) de Alejo Flah y Me casé con un boludo (2016) de Juan Taratuto, entre otras, sin olvidar el éxito televisivo Trátame bien, junto a Julio Chávez y Cecilia Roth. Acostumbrada a que sus obras sean seleccionadas en los más prestigiosos festivales de cine como el de Tolouse, el de Mar del Plata, el de La Habana y el de Rotterdam, su ópera prima Familia sumergida, no solo fue invitada para el 71° Festival de Locarno sino que obtuvo el Premio Horizontes Latinos el 66° Festival Internacional de San Sebastián. Más allá de cierta morosidad en los diálogos, o cierta artificialidad en escenas como la del baile final, María Alché realiza una apuesta valiosa al querer retratar el costado más vulnerable de un ser humano: el del duelo, el de la pérdida, el de encontrarse en terreno movedizo con todas las incertidumbres que eso genera. Si bien Marcela tiene una familia de donde aferrarse, la muerte de Rina la descoloca, como si todos esos pilotes de madera tan sólidos que son sus hijos y su marido, se fueran desintegrando con la erosión del agua. Por eso la aparición de Nacho es como una tabla de salvación ante la pérdida, la rutina, las necesidades que nunca parecen ser satisfechas. Solo que para que eso suceda, primero debe salvarse ella misma.
Todo en su cabeza Protagonista de La niña santa (2004), segundo opus de Lucrecia Martel, directora de los cortos Gulliver (2015) y Noelia (2012), María Alché se sumerge por completo en el mundo del largometraje estrenando su ópera prima como realizadora Familia sumergida (2018), película presentada en la competencia Cineasti del Presente del Festival de Locarno y reciente ganadora de Horizontes Latinos en el 66 Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Con una soberbia actuación de Mercedes Morán, su compañera de elenco en La niña santa, Familia sumergida se centra en Marcela, una mujer de 60 años que enfrenta un duelo por la muerte de su hermana durante un sofocante verano porteño. Tan sofocante y claustrofóbico como el departamento que habita junto a sus tres hijos adolescentes y el marido de siempre (Marcelo Subiotto). La ausencia de éste por motivos laborales y la invisibilidad a la que es sometida por el terceto de jóvenes, que entran y salen de la casa como si la madre fuera un fantasma, hacen de Marcela y su duelo un laberinto sin escape. Alché trabaja la perdida y el dolor con una puesta en escena que deambula entre la realidad y el surrealismo. Ya en sus cortos uno podía advertir que sus búsquedas estéticas y narrativas no eran para nada convencionales y en Familia sumergida lo reafirma. La trama está plagada de situaciones oníricas, derivaciones fantásticas, un humor absurdo a lo Martín Rejtman, mucho de la poética de Lucrecia Martel y ese universo lyncheano en donde los sueños son soñados de manera consecutiva. Marcela pierde todo sentido tras la muerte de su hermana y comienza a transitar por un mundo paralelo, cargado de simbolismos, que la hará atravesar una realidad muy diferente a la rutinaria vida en la que se encuentra. Alché pone en escena una especie de purgatorio mental donde nada es lo que parece ser y todo está teñido de ambigüedades y subjetividades. Familia sumergida es una película perceptiva, de atmósferas, rupturista, un de tour de forcé por la mente de una mujer que ha perdido toda noción de la realidad terrenal, habitante de un universo paralelo que la conecta con aquellos familiares que ya no están en su mismo plano. Para destacar la precisa dirección de fotografía de Hélène Louvart, tan expresiva como la subyugante actuación de Mercedes Morán sobre la que reacae todo el peso de la historia.
Egresada como realizadora de la ENERC, directora de casting, fotógrafa y actriz de películas como La niña santa, de Lucrecia Martel (donde compartió elenco con Morán), Alché debuta en el largometraje (después de haber filmado valiosos cortos como Gulliver, Noelia e Invierno 3025) con este fascinante e inquietante trabajo que tuvo su première mundial en el Festival de Locarno y hace pocos días ganó la competencia Horizontes Latinos de San Sebastián. Morán ratifica su versatilidad con un trabajo muy distinto al de El amor menos pensado, Sueño Florianópolis y El Ángel. En los cortometrajes de María Alché ya había atmósferas surrealistas, derivaciones fantásticas, situaciones del orden de lo metafísico: conflictos existenciales, elementos oníricos, viajes íntimos en los que por momentos se pierden las nociones de tiempo y espacio. Familia sumergida comienza con una situación trágica (la muerte de Rina, la hermana de la protagonista), pero la apuesta sigue siendo netamente realista. Marcela (una omnipresente Mercedes Morán) no solo debe hacer el duelo sino enfrentarse a situaciones traumáticas como ir vaciando el departamento de la fallecida. Marcela está casada con un hombre (Marcelo Subiotto) bastante ausente tanto en términos concretos (suele partir de viaje) como afectivos (es bastante frío) y tiene tres hijos entre adolescentes y veinteañeros (Laila Maltz, Ia Arteta y Federico Sack) con sus propios problemas sentimentales y estudiantiles. La dinámica en el hogar (un departamento algo pequeño para cinco habitantes) es bastante caótico, sobre todo cuando se rompe el lavarropas y luego descubren que el problema son los caños. En medio de ese constante transitar -en el que se esboza cierto costumbrismo y algunos atisbos de humor absurdo (y asordinado) a-la-Martín Rejtman-, la cámara atenta de Alché empieza a concentrarse cada vez más en el personaje de Marcela, una mujer ensimismada, con la mirada muchas veces perdida, que intenta seguir con la vida familiar (regar las plantas, planchar una camisa, ayudar a su hijo quinceañero para un examen), pero sufre de arranques de angustia, se queda dormida y se percibe una cada vez más profunda insatisfacción. No conviene adelantar mucho más de lo que ocurre después de esa introducción, pero Marcela conocerá a Nacho (Esteban Bigliardi), amigo de una de sus hijas, y empezará a recibir visitas inesperadas, de otra dimensión (un vuelvo similar al de algunos de sus cortos). Hay en Alché una búsqueda (una convicción) de captar la intimidad de su heroína y en cada plano hay una carga psicológica y una construcción visual (coreográfica) en ese sentido. No importa si Marcela está en segundo plano mientras el resto de los personajes se mueve: siempre pondremos los ojos en ella, en sus gestos, sus miradas, sus vacíos. En ese sentido, es particularmente elogiable el trabajo de iluminación (nunca ostentoso, pero sí muy expresivo) en colaboración con la francesa Hélène Louvart, directora de fotografía nada menos que de Mia Hansen-Løve (Maya), Alice Rohrwacher (Corpo celeste, Las maravillas, Lazzaro felice), Nicolas Klotz (Paria, La blessure, Low Life), Claire Denis (Vers Mathilde), Jacques Doillon (Le premier venu), Agnès Varda (Las playas de Agnès), Wim Wenders (Pina), Jaime Rosales (Petra) y Eliza Hittman (Beach Rats). Mercedes Morán saca a relucir todas sus facetas, sus matices, sus diferentes registros para un personaje en plena crisis interna. Al contrario que en la reciente El amor menos pensado (donde se maneja con envidiable soltura para el diálogo filoso), aquí debe apelar a recursos mucho más introspectivos y sutiles. Ella es el motor y el corazón de una película por momentos inasible e indescifrable, pero que finalmente resulta tan entrañable como fascinante. Una ópera prima de una audacia y una madurez infrecuentes incluso en el ámbito de un cine argentino que siempre está dispuesto al riesgo.
Hay momentos de quiebre en que la vida parece quedar entre paréntesis. O tal vez sea al revés, y lo que quede entre paréntesis sean las distracciones, mientras desde las profundidades emerge lo que veníamos esquivando, barriendo debajo del trajín cotidiano. Marcela está en uno de esos momentos: acaba de morir su hermana, y el duelo enrarece sus días de ama de casa, esposa y madre de tres adolescentes/veinteañeros. “Esta no sé quién es. Igual ahora no hay a quién preguntarle: están todos muertos”. En el simbólico proceso de desarmar la casa de Rina, Marcela encuentra unas viejas fotos y empieza tanto a vislumbrar su propia finitud como a sentir la soledad del superviviente. Su refugio es su propio hogar, ese lugar donde parece casi imposible estar a solas, animado por movimientos permanentes, gente que circula y una banda de sonido de timbrazos: el teléfono, la puerta del departamento, el portero eléctrico. Algunos talleres literarios aconsejan escribir de lo que se sabe. En su opera prima, María Alché pintó con gran pericia su aldea: un hogar porteño de clase media. Su experiencia como actriz y directora de actores luce en la construcción de esa familia, en la credibilidad de esas criaturas que coexisten pegoteadas en su hábitat de cuatro ambientes. Además de haber protagonizado La niña santa, Alché ha colaborado seguido con Lucrecia Martel, y es inevitable asociar esa dinámica familiar a La ciénaga. O a la Marcela de Mercedes Morán, que siempre anda un poco distraída, con el personaje de María Onetto en La mujer sin cabeza. También hay algo marteliano en la habilidad para enrarecer y darle a la película una espesura dramática y visual (gran trabajo de la francesa Hélène Louvart en la fotografía). El costumbrismo termina de estallar con la irrupción de una serie de escenas oníricas, fantasías que tiñen lo cotidiano y abren nuevas puertas de percepción. Con su dolor a cuestas, Marcela trata de mantener el funcionamiento normal de la casa, pero su realidad ya no tiene los mismos parámetros. Alguien movió el prisma y ahora es inevitable observar la existencia desde otra perspectiva.
Maria Alché debuta en el cine con una propuesta poética, bella, nostálgica que mira el proceso de duelo de Marcela (Mercedes Morán) y su relación con su familia y un recién llegado. En ese explorar sus vínculos, al vaciar el departamento de su hermana recientemente fallecida, los fantasmas amenazan, pero nunca, nunca, terminan por atrapar la esencia de una mujer fuerte que renace en medio de la muerte.
Atravesar un duelo siempre es una tarea difícil. Se nota de manera concluyente en el caso de Marcela, la protagonista de este sólido primer largometraje de María Alché, exhibido en los festivales de Locarno y San Sebastián. Luego de intentar poner un poco de orden en el departamento vacío de Rina, una hermana con la que -se puede inferir- tenía un vínculo potente, Marcela vuelve a la abulia de su rutina diaria, la de un hogar caracterizado por la dinámica caótica de tres hijos adolescentes y la presencia intermitente de un padre bastante desconectado. Familia sumergida avanza primero con una lógica rigurosamente naturalista, pero de pronto el clima empieza a enrarecerse, a tornarse sensiblemente onírico (un modus operandi que también aparece en Gulliver, un notable corto de la directora de 2015) y la película levanta vuelo. Cuenta para eso con la fortaleza de un elenco impecable (Mercedes Morán brilla, pero todo el resto se luce también con trabajos muy solventes) y un dominio notable de la puesta en escena. Se destaca sobre todo la fotografía de la francesa Helene Louvart (colaboradora de cineastas de la talla de Wim Wenders, Claire Denis y Mia Hansen-Love), deliberadamente difusa, muy a tono con esos días opacos, llenos de vaivenes, dudas, nostalgias y replanteos que suele provocar el contacto directo con la muerte.
Una cortina pesada y vieja se mueve ondulante. Detrás se percibe la silueta de una mujer que juguetea con la tela. Una cortina que esconde algo y parece metaforizar la separación de lo que existe contra lo que no se puede ver. Así comienza Familia sumergida, la ópera prima de María Alché (directora y productora, además de actriz en La niña Santa), un largometraje misterioso e inquietante que propone correr el velo de las historias ocultas en la vida de una mujer y su familia. La película recorre el universo complejo de Marcela (Mercedes Morán) y la dura experiencia del duelo frente a la repentina muerte de su hermana Rina. El film pone en primer plano la cuestión de las pérdidas y de la insatisfacción. Marcela riñe con la cotidianidad y las problemáticas de sus tres hijos adolescentes (Laila Maltz, Ia Arteta, Federico Sack) y un marido casi ausente (Marcelo Subiotto) que por un tema de trabajo viaja con frecuencia y pasa gran parte del tiempo fuera de casa. La vida de Marcela se fractura con la pérdida de su hermana y el dolor que supone ir su departamento para llevarse poco a poco sus pertenencias. El clima de la casa familiar es de un desorden reinante; un departamento típico de clase media bastante pequeño y sobrecargado de cosas. Marcela, sobrepasada por la situación, se muestra ausente y perdida, mientras los hijos, cada uno en su mundo, parecen no ser partícipes ni conscientes del barullo que se palpa en la casa ni en la cabeza de su madre. La presencia de Nacho (Esteban Bigliardi), el amigo de una de sus hijas, será quien le devuelva una cierta cordura y conexión con la realidad a Marcela, e inclusive, quien le ayude a transitar todo ese complicado proceso de redescubrirse y reacomodar sus emociones. Sin dudas, el desempeño de Mercedes Morán es impecable y es quien se carga al hombro el relato. Crea un personaje lleno de matices y lo transforma en una mujer, que tan solo con una mirada, es capaz de transmitir una tristeza y un vacío infinito. El personaje de Marcela se deconstruye a lo largo del film para reencontrarse consigo misma y animarse a dar vuelta la página, pudiendo hallar su propia forma de cerrar y sanar los vínculos de su pasado. La película utiliza recursos visuales que se ponen de manifiesto en forma evidente. Es interesante el juego y la supremacía de espacio que se le da a las plantas (cabe mencionar que hasta el propio afiche del film muestra a Mercedes Morán rodeada de hojas). Se ven muchas plantas, pequeñas, grandes, floreros en abundancia por toda la casa, hasta inclusive en la casa de Rina. Mucha (y exagerada) vegetación en ámbitos chicos, donde la presencia de la naturaleza se trabaja como un elemento que separa lo puro de lo contaminado, lo que está seco de lo que florece. Las telas son otro recurso que se utiliza en reiteradas ocasiones: desde las cortinas que tienen un marcado protagonismo y que podrían pensarse como un elemento cuasi teatral, hasta los primeros planos de distintos pañuelos, chalinas y bufandas. Desde el relato, la historia rompe con la lógica argumental de la cotidianidad con ciertas escenas oníricas donde Marcela tiene encuentros con personajes que tal vez ya no están o que directamente, no se sabe si realmente existen. Hay momentos de bailes entre personajes circunstanciales, una expedición a un lugar campestre y encuentros casuales en determinados lugares de la ciudad, escenas que funcionan a modo de guiño o ruptura acorde al cambio que va sufriendo el personaje de Marcela. “Somos lo que ocultamos”, se lee en el afiche de esta historia sencilla que explora todo lo que una muerte puede traer aparejado a una familia que parece no conocerse del todo a pesar de los años. Llegando al final y en referencia a la primera escena, se ve la silueta de Marcela fumando detrás de una ligera y etérea cortina de color blanco, mientras que la noche y las luces de los edificios se conjugan con el sonido de la música de fondo. Algo en la vida de esa familia se develó para siempre.
Historia en capullo El título de Familia sumergida, como tiene que ser, no es azaroso. A los pocos minutos uno presiente que el guión va a ser claustrofóbico. Pese a que tiene algunas escenas en exteriores, la narración se encapsula en una familia que vive en un departamento y sobre todo en la cabeza del personaje de Mercedes Morán. Lo primero que vemos es una especie de alegoría a un capullo, como una larva que no termina de transformarse, y representa quizás lo que está viviendo la protagonista: perdió a su hermana hace una semana y los recuerdos están a flor de piel, presentes en los ambientes de la casa. Atrapada mentalmente por la angustia, Marcela tiene que lidiar con los otros integrantes, su marido que viaja seguido y sus tres hijos adolescentes. En el medio, gracias a su hija mayor, conoce a un joven que le dará aire fresco entre tanta sofocación. A los pocos minutos se nota un estilo similar al de Lucrecia Martel y en los créditos se resuelve el misterio: la directora de La mujer sin cabeza y Zama estuvo involucrada como consultora autoral. Pero María Alché, actriz de La niña santa y encargada de esta historia, logra ejercer un principio de identidad propia, con más sentido del humor y actuaciones secundarias en la línea de la escuela de Nora Moseinco, donde ella se formó. Familia sumergida es una muy digna ópera prima de María Alché. En su clara evidencia de referencias a otras obras, la directora promete un estilo distintivo a futuro.
ahora en esta hora inocente yo y la que fui nos sentamos en el umbral de mi mirada. Alejandra Pizarnik Rina fallece. A su hermana, Marcela (Mercedes Morán), le toca la tarea más difícil: en medio del proceso de duelo tiene que desarmar el departamento que la mujer habitaba. A la par, trata de mantener en orden su hogar, con tres hijos adolescentes, un marido (Marcelo Subiotto) obligado a ausentarse por trabajo y un lavarropas que se rompe con las prendas mojadas en su interior.
Un departamento algo abigarrado, el hijo adolescente con pocas luces, las hijas con sus reclamos, el marido que debe viajar por algún negocio, la madre de familia atiende todo esto algo distraída en otra cosa. Debe vaciar el departamento de la hermana que murió hace poco, y los recuerdos están ahí latentes. A veces el hogar es invadido por unas tías que ya no están y otros parientes de cuando la familia era más grande. Hay gente envuelta en las cortinas como bichos canasto. La mujer acepta todo eso como algo natural, apenas con la expresión típica de un ama de casa que recibe visitas a deshora. Algo mejor, cuando aparece un fulano que tampoco debería estar, pero no por razones sobrenaturales sino por razones pedestres y medio estúpidas. Al menos ese tipo, más joven que ella, va a distraerla un poco. El que no se distrae demasiado es el espectador ansioso, o el que espera un poquito de nostalgia y emoción. En el balance pueden aceptarse unos recursos algo forzados y otras cositas, y apreciarse en cambio algunos momentos dignos de registro, como ese donde la madre se pone a llorar y nadie sabe si es por la hermana o por el hijo tan bruto, pero el pibe se compadece y le pide perdón, todo avergonzado. Autora debutante, María Alche, ya conocida como actriz y directora de casting. Protagonista, Mercedes Moran, con esa capacidad suya para hacernos creíble todo lo que hace y lo que le pasa. Fotografía, Hélene Louvart. En el cierre, el vals peruano "Todo y nada", de las primas Quinteras, lindo, aunque con una letra ajena al espíritu de la obra.
“Familia sumergida”, de María Alché Por Gustavo Castagna El debut como directora de María Alché (aquí la entrevista a la directora y a Mercedes Morán durante el Festival de San Sebastiánno podía ser más auspicioso, gratificante y original. Acercándose pero separándose de una zona referencial como la del cine de Lucrecia Martel, apropiándose de otros territorios más que ajenos a buena parte de nuestro cine (el fantástico como género, los climas y las escenas oníricas) e insertando matices arraigados a la seducción y el erotismo, pero nunca adscriptos a una concepción realista sobre el tema, bajo esos códigos e invocaciones, Familia sumergida es (casi) una película notable y digna de ver más de una vez. Dos espacios, dos casas, una ausencia física provocada por una muerte (la hermana de la protagonista), un ambiente vacío y lleno de recuerdos, un arqueo de vida que hay que hacer, sí o sí. En contraste, Marcela vive con su familia, esposo y tres hijos, con sus problemas afectivos y de relación con el otro, con el anuncio de otra ausencia (temporal) debido a un viaje. En ese tránsito entre el dolor en clave soterrada y austera y el acceso a una zona misteriosa en su vida, Marcela conocerá otras sensaciones, cercanas algunas (la presencia de alguien más joven, un amigo de una de sus hijas), pero también, la cercanía hacia un mundo intangible, el de los recuerdos, el de los fantasmas familiares que pululan por esos espacios que ya conocieron y que ahora la protagonista es invitada a compartir desde la puesta en escena. En ese giro dramático que conlleva a vivir una ausencia física y luego interconectarla con un espacio fantasmagórico, en ese riesgo siempre bienvenido que elige la realizadora, Familia sumergida encuentra su centro, su fusión definitiva, su marca estilística autoral y propia. Como si los personajes flotaran en espacios construidos desde las pesadillas más cercanas (es decir, las familiares), la narración fluctúa y navega en esos ejes discordantes a los que Alché maneja con mano maestra: el realismo invadido por lo sobrenatural, el juego de máscaras, el erotismo a flor de piel. Más de una escena remarcará estos conceptos: una de ellas, por ejemplo, transcurre en otro espacio, donde aparece en esos diez minutos una gran actriz como Claudia Cantero. La otra, solo para elegir dos, tiene relación con el baile final de la protagonista junto a otros personajes. Desde tópicos distintos, claro está, subyace más de una cercanía con el baile final mientras pasan los créditos de cierre de Island Empire de David Lynch. Para conseguir esos climas oníricos la extraordinaria luz de Heléne Louvart adquiere un potente protagonismo. En tanto, el excelente reparto actoral, papeles secundarios o no, tiene a Mercedes Morán en el rol de la divagante e inasible Marcela. Su labor interpretativa excede la misma excelencia. FAMILIA SUMERGIDA Familia sumergida. Argentina/Brasil/Alemania/Noruega, 2018. Dirección y guión: Maria Alche. Intérpretes:Mercedes Morán, Esteban Bigliardi, Marcelo Subiotto, Ia Arteta, Laila Maltz Federico Sack. Producción: Bárbara Francisco. Coproductores: Tatiana Leite, Christoph Friedel, Turid Overseveen. Fotografía y Cámara: Heléne Louvart. Música: Luciano Azzigotti. Montaje: Livia Serpa. Diseño de sonido: Julia Huberman. Dirección de arte: Mariela Rípodas. Diseño de vestuario: Mercedes Arturo. Duración: 92 minutos.
El duelo “Familia Sumergida” (2018) es una película dramática que constituye el debut en la dirección de María Alché, la cual también se encargó del guión. Coproducida entre Argentina, Brasil, Alemania y Noruega, el reparto incluye a Mercedes Morán, Laila Maltz, Federico Sack, La Arteta, Marcelo Subiotto (Rivero en “La Fragilidad de los Cuerpos”), Esteban Bigliardi (El Futuro Que Viene), entre otros. Inicialmente presentada en el Festival de Locarno, el filme pasó por el Festival de Cine de San Sebastián y se llevó el Premio Horizontes Latinos. En un verano muy caluroso y vacío en la Ciudad de Buenos Aires, Marcela (Mercedes Morán) se encuentra totalmente desorientada. Madre de tres hijos adolescentes (dos mujeres y un varón) y con un marido que se va de viaje por trabajo, su vida cambia repentinamente con la muerte de su hermana Rina. Mientras se ocupa de vaciar la casa de la fallecida, Marcela volverá a sentirse parte de reuniones familiares del pasado, a la vez que conocerá a Nacho (Esteban Bigliardi), un amigo de su hija más grande al que le ofrecieron una oferta laboral para irse a vivir al extranjero pero a último momento se la cancelaron. Egresada de la ENERC y con varios cortometrajes en su haber, la primera película de Alché se destaca por ser completamente surrealista e incomprensible en muchos momentos, por lo que no es un film que será aceptado por cualquiera. Sin ritmo ni dinamismo, lo que la vuelve pesada y tediosa, “Familia Sumergida” se destaca por un tema central en particular: el duelo. Tenemos a una protagonista que en su hogar pareciera que está presente solo físicamente mientras los demás continúan con sus pequeños problemas diarios: peleas por una bicicleta, necesidad de aprobar unos exámenes, desamor, elegir qué camisa usar para una fiesta, etc. Marcela sigue estando presente, pero desde su mirada podemos notar que la muerte de su hermana la cambió para siempre. Mercedes Morán hace un gran trabajo al interpretar a esta mujer que luce perdida, que puede vomitar o ponerse a llorar de la nada. Por otro lado, la iluminación y fotografía (está ultima a cargo de la francesa Hélène Louvart) resultaron fundamentales para que la cinta se vuelva tan rara como exótica. Metáforas hay por todas partes sin embargo no logran descifrarse en absoluto salvo una que tiene que ver con la muda de piel en las serpientes. Aunque la película se caracteriza por ser un drama, también tiene situaciones, absurdas o no, que logran hacer reír. Por ejemplo, la cara de confusión total del hijo menor de Marcela cuando la profesora de particular le explica química o que el personaje de Marcelo Subiotto vuelva al hogar y se ponga a cantar muy fuerte porque sí. “Familia Sumergida” se inclina más hacia el lado del cine experimental, ese donde no hay muchas explicaciones sino que logra incomodar o hacer dudar a través de las imágenes. Muy lenta a pesar de su corta duración, la cinta gustará más a los que ya conozcan esta forma de hacer películas.
La ópera prima de María Alchéviene pisando fuerte en festivales internacionales, recientemente seleccionada para la Mostra de San Pablo, compitiendo en los festivales de Valdivia y Locarnoy alzándose con el premio Horizontes Latinos en el Festival de San Sebastian, no sería una exageración afirmar que es una de las películas argentinas más importantes de este 2018. En Familia Sumergida hay una mujer conflictuada (Mercedes Morán), un drama familiar oculto y tintes surrealistas. Es de esas películas complicadas de definir pues su narrativa misma juega con la ficción y la no ficción ¿Qué es real y qué no lo es? ¿Que pasa por la cabeza de la protagonista y que pasa en nuestro mundo terrenal? La directora Alché hizo de Familia Sumergida un film personalísimo, netamente de autor, es una película para ver más de una vez y analizar secuencias que solo son vistas en universos como el de David Lynch o, más lejanamente en el viejo Cronenberg. Tampoco es casualidad que aparezca el nombre de Lucrecia Martel en los créditos, hay ecos de La ciénaga y La mujer sin cabeza. En tanto, la película es compleja y como las malezas que atraviesa su protagonista, muy dificil de contemplar. Sí, tiene escenas que rozan el terror y dejan más incógnitas que respuestas (lo vuelvo a mencionar, todo con el propósito de un enfoque personalísimo de María Alché), lo que hace de Familia Sumergidauna rareza. Tendrá sus seguidores y detractores, personalmente vi más pasos en falso que aciertos en los múltiples homenajes exhibidos. Lo que se puede vislumbrar es una directora que puede crecer a futuro, se trata de una perspectiva poco explorada por nuestras tierras.
El duelo solitario La hermana de Marcela acaba de morir. Sin nadie más cercano en la familia, debe hacer su duelo al mismo tiempo que desarma en soledad esa casa ahora deshabitada. Ni sus hijos ni su marido entienden en profundidad lo que está viviendo, y aunque le manifiestan su apoyo continúan sus vidas como siempre, esperando que siga cumpliendo con su rol de madre, esposa y ama de casa. Solo encuentra algo de consuelo en la compañía de un joven amigo de su hija, quedando flotando en un limbo de puro presente, sin idea de cómo será su futuro cuando se frustran los planes de irse a vivir al extranjero por los que desarmó su vida local. Haciendo malabares entre las exigencias de ser madre de tres adolescentes -que por definición no ven mucho más allá que su ombligo- y la carga emocional de despedirse de su hermana sin nadie que comparta sus sentimientos, Marcela es atacada por los fantasmas del recuerdo, empeñados en revivir historias familiares cargadas de secretos a voces de los que nadie quería hablar abiertamente. Bombardeada y desestabilizada deberá esforzarse para recuperar el balance, no sin antes cuestionar algunas decisiones y comportamientos de su propia vida. Ven sin ver Sin preámbulos, Familia Sumergida arranca con todo establecido y lo explica en una escena. De ahí en adelante no abandona a su protagonista ni un momento, con su dolor en primer plano hasta cuando ella lo esconde para no resultar incómoda a su entorno. Y cuando finalmente la angustia la desborda y pierde la compostura, hace todo lo posible por ignorarlo y seguir como si nada, ante la completa impotencia de su hijo menor. Tiene un ritmo algo cansino, agobiante como enero un rato antes de la tormenta, para contar una historia sin mucha complejidad ni vueltas: son solo un par de días en la vida de alguien. Quizás sus días más difíciles, en los que toda su vida se pone patas para arriba pero la realidad no la deja tomar un respiro para acomodarse y continuar. No hay grandes conflictos, sino simplemente la rutina diaria y los recuerdos del pasado con sus fantasmas volviendo a contarle historias semi olvidadas de una familia que hace mucho que ya no está. El debut de Alché es de esas películas que parecen más pequeñas de lo que realmente son, donde suceden cosas hasta cuando a simple vista nada se está moviendo. Construye un clima de intimidad focalizado en su protagonista que nos convence de estar viendo todo a través de sus ojos, para lo que es fundamental el trabajo de Mercedes Morán en un rol donde hubiera sido fácil perder el equilibrio y sobreactuar su autocontrol, mostrando indiferencia en vez de angustia contenida. Sin embargo su Marcela claramente nos muestra el esfuerzo por ocultar lo que realmente le pasa detrás de su máscara, algo que el resto de los personajes están demasiado ocupados como para ver.
Una mujer enfrentada nada menos que la densidad de piedra de la muerte en una lucha desigual, predecible, donde las armas pueden ser los recuerdos, las presencias menos esperadas, el material sutil de los sueños, y sobre todo una lejanía, un extrañamiento que puede salvarla por momentos de las garras del dolor inevitable. Nada menos que de ese tema se ocupa en su opera prima en largometraje la talentosa María Alché en su “Familia sumergida”. Comienza con una mirada naturalista y luego se interna en un mundo, el de la protagonista, donde nada escapa a su cámara, la presencia del pasado, las visitas construidas con hilachas de otros tiempos, los fragmentos de juegos infantiles, lo imaginado y lo vivido, lo adivinado y lo secreto. Cada toma tiene la construcción del misterio, de lo sutil, con la ayuda invalorable de la fotógrafa Mia Hansen-Love. Mercedes Moran es la protagonista de este film que le exige recurrir a todos los matices sutiles, las capas de profundidad de su talento. Ella es la hermana de la muerta, la madre de tres hijos entre adolescentes y adultos que ya están en sus mundos propios, la esposa de un marido que se percibe lejano y no solo por sus viajes, la compañera de un hombre que quedó “flotando” entre una despedida y un viaje que finalmente no pudo hacer. Ese tiempo suspendido, de esta familia “metida en una pecera” como imaginó la creadora del film, deriva en una película hipnótica, con humor, con abismos, con mucha seducción para el espectador. Muy buenos los trabajos de Marcelo Subiotto y Esteban Bigliardi.
Imágenes de un realismo rarificado El gran trabajo de Mercedes Morán es uno de los atractivos de la película escrita y dirigida por Alché, que evita el lugar común de representar a la familia como un posible infierno y, a cambio, entrega un retrato de relaciones sutil y sin estereotipos. “Te necesito en la vida”, le susurra Marcela a su marido cuando éste está por partir en viaje de negocios. Paradójicamente, será esa ausencia de compañía masculina, de apoyo quizás, la que permita a la larga a Marcela ser, según da a pensar la última escena, su propia compañía, su propio apoyo, tras haber atravesado la tristeza, el duelo, la desorientación, la aventura, la ensoñación, el enfrentamiento con lo desconocido y el regreso a casa, como en algún antiguo mito. En su ópera prima en el largometraje tras haber dirigido varios cortos premiados, María Alché (recordada protagonista de La niña santa, de Lucrecia Martel) encara un viaje interno de identidad femenina en el contexto de una familia vital, pero tan insuficiente como toda familia. Aunque hay una segunda familia en el relato, una de los ancestros que tal vez sea imaginaria o quizás estuvo oculta, sumergida en la memoria, y en ella Marcela hallará alguna clave para (re)leerse a sí misma. Es una muerte, la de la hermana, la que pone en estado de fragilidad la vida de Marcela (Mercedes Morán). Hay que desarmar la casa y no hay quien la acompañe en esa tarea, y en los cajones aguardan las fotos, con su marea de recuerdos. La vida de Marcela se divide en dos: su casa y la de su hermana. Y en su casa se divide por lo menos en tres más, que son sus hijos, cada uno de ellos un universo propio del que Marcela procura seguir dando cuenta. Puede ser que repasando una lección con el menor se quiebre y se ponga a llorar. Y que él crea que llora por él: los adolescentes no pueden no ser egocéntricos. Marcela llora, se distrae, se queda dormida, acaba de perder a una hermana, y nadie le pregunta cómo está: los hijos también son, como los adolescentes, seres egocéntricos. Y Jorge (Marcelo Subiotto) no está. El lavarropas no funciona y aparece un amigo de la hija mayor, unos veintipico de años menor que Marcela, llamado Nacho (Esteban Bigliardi). Éste sí se preocupa por ella. Y la reenvía a una despreocupación adolescente, bien lejos de la responsabilidad materna. El viaje de Marcela junto a Nacho terminará siendo tan largo que terminará bailando un valsecito peruano con un brasileño seductor en musculosa, en una casucha en refacción al borde del río. Y viendo fantasmas: los de unas tías, el de su madre, el de la loca de la familia, que recibía a un amante y que tal vez sea una pariente directa. Hay un mérito mayúsculo de Alché en el modo de representación y es la ausencia de dogma. En principio, la clave de representación es estrictamente realista. Realismo de departamentito chico, como de teatro argentino de los 50, con habitaciones ídem (la hija mayor se va de la casa, de hecho, porque no quiere seguir en la misma habitación que su hermano), con la cocina como centro neurálgico, todo el mundo apretándose y las cuestiones cruzándose. En un momento, Marcela, como prestidigitadora de la atención, habla con sus hijos de una fuente para tortas de la tía muerta, de que el novio acaba de dejar a la hija del medio, de que la mayor se quiere mudar y de lo grande que está... Y todo con una sonrisa de madre encantada. Porque ese es otro dogma que Familia sumergida –presentada en el Festival de Locarno, ganadora de la sección Horizontes Latinos de San Sebastián– no predica: el de que la familia es un infierno. Ni tampoco que a los maridos todo les importa un pito, y que son abandónicos, y que no tienen en cuenta a sus mujeres. Es verdad que Jorge no está en casi toda la película, pero aparentemente tiene motivos válidos para su ausencia, ya que Marcela no se lo reprocha, y a su regreso lo recibe con todo cariño. Es verdad también que a su hijo de unos 15 o 16 años le trae de regalo un juego para chicos de 11... pero no se viene el mundo abajo por ello. Fuertemente impresa por el propio actor, la imagen que se desprende de Jorge es la de un padre bonachón y distraído, bancador y tal vez no muy exitoso económicamente. Donde hay más gato encerrado, y de allí que Marcela empiece a toparse con esqueletos en el armario, es en su familia paterna, y es ahí donde Alché barre con el realismo y acoge un registro de lo imaginario o torcido por la memoria, que es en verdad una suerte de realismo rarificado. Un realismo velado. O que surge de entre los velos: véase el rol que desempeñan los cortinados en todas estas escenas y el modo en que comunican, en términos visuales y de sentido, con el plano inicial de la película y con el momento en que, sobre el final, Marcela une todos los pedacitos de su vida. Para ese rol, el de Marcela, se requería justamente una actriz capaz de unir todos los pedacitos. El duelo y la renacida curiosidad sexual, la introspección y la epifanía, el temor y la protección, el cuidado del otro y el descubrimiento de la risa, el estómago revuelto y el juego adolescente. En su año cinematográfico definitivo (recordar sus papeles en El amor menos pensado y El ángel), Mercedes Morán entrega, en un verdadero tour de force secreto, el que posiblemente sea “el” papel de su vida cinematográfica. El más complejo, el más diverso, el más lejano a su zona de confort.
Escrita y dirigida por María Alché, “Familia sumergida” es una ópera prima que bucea en lo que le pasa a una mujer cuando sufre una pérdida cercana, la de su hermana, cómo le va despertando algo que le pasaba pero estaba dentro y al mismo tiempo la hace reencontrarse cara a cara con fantasmas del pasado. Marcela (Mercedes Morán) está casada y tiene tres hijos. Los cinco conviven en una casa pequeña, donde se amontonan cosas y personas. Sus hijos tienen problemas sentimentales, de espacio o estudiantiles. Su marido se muestra amable y atento… pero se va de viaje por trabajo justo cuando Marcela pierde a su hermana, aun después de que ella le diga, “Cuento con vos en la vida”. Durante este verano Marcela empieza a vaciar la casa de su hermana y al mismo tiempo conoce y se conecta con un amigo de su hija, Nacho (Esteban Bigliardi). Él también se encuentra en un momento crucial de su vida: había preparado, es decir dejado, todo para irse a vivir al exterior de la mano de una propuesta que se cayó a último momento. De repente los dos se encuentran compartiendo momentos de una intimidad palpable, como el revisar entre fotos viejas de la familia de ella, o visitar parientes de él que viven alejados de la urbanidad. La insatisfacción de la que empieza a hacerse consciente Marcela no pasa por una simple crisis de matrimonio o de edad, su crisis emocional es mucho más introspectiva. Todo esto está narrado visualmente a través de escenas con luces naturales que intensifican un clima casi onírico, en un relato donde los fantasmas se van colando en medio de ensoñaciones confusas. Acá, Alché remite al cine extrañado de Lucrecia Martel (Alché fue la protagonista de “La Niña Santa”) pero también a lo pesadillezco del cine de David Lynch. La fotografía es de Hélène Louvart, de extensa experiencia y que ha trabajado con directores como Win Wenders, Alice Rohrwacher y Claire Denis, entre tantos otros. La música, que es de Luciano Azzigotti, termina de generar esos climas de extrañeza aunque por momentos se siente algo invasiva y, sí, descolocada. “Familia sumergida” es el retrato de esta crisis emocional y bastante introspectiva –la película se corre de muchos terrenos esperados para este tipo de historias: una mujer que en medio de su crisis comienza a relacionarse con un muchacho mucho más joven; no es esta la película-. Marcela es una mujer y madre que intenta seguir su vida pero se rompe el lavarropas, se rompe un caño, y ella estalla en llanto mientras ayuda a su hijo a estudiar. Y mientras tanto, esos fantasmas del pasado que acechan. Algunos corpóreos –como el medio hermano al que ella no siente parte de su familia y una reunión impostada- y otros que se cuelan en medio de la realidad en la que navega y se siente perdida. Este primer largometraje de María Alché la sitúa como una realizadora a seguir, acá develando un universo complejo y perturbador y al mismo tiempo sumamente atractivo.
ANOCHE SOÑÉ CONTIGO Y ESTABA BIEN DESPIERTA En su debut como directora de un largometraje, María Alché presenta una propuesta que apela a los sentidos para poder explorar la ausencia. Familia sumergida relata la vida después de una pérdida cercana. Aquí el duelo no aparece tanto en palabras pero sí pasa por el cuerpo. Marcela (Mercedes Morán) debe continuar la vida luego de la muerte de su hermana Rina. El film se sumerge junto con ella a ese tránsito en el que el dolor parece haberla inundado. El título Familia sumergida resulta muy acertado para poder darle nombre a un periodo de vida bastante confuso. Como quien ve debajo del agua, todo se observa parecido pero perturbado. Es así como toma relevancia en el film el modo en el que se decide contar estos momentos. Lejos de centrarse en la nostalgia la perturbación de Marcela genera dinámica. La pérdida y el estado anímico de la protagonista es trabajado desde lo onírico. El film en su integridad genera una confusión tal que no nos permite saber si somos parte de un sueño o si realmente lo está viviendo la protagonista. Los ambientes, las actuaciones y la estética nos transportan a situaciones variadas en las que parece haber alguna distorsión. En cuanto a la estética, podemos hacer foco en la casa de la familia. Las confusiones de Marcela bien podrían estar reflejadas ahí. El aire falta en este lugar que comparten los cinco integrantes, muchas veces vistos todos juntos en un mismo espacio. Está lleno de ruidos en paralelo como el de la televisión, el lavarropas, y las conversaciones entre ellos. La luz entra poco, aunque cálido por momentos, generalmente el ambiente aparece bastante oscuro. La cantidad significativa de platas dan la sensación de invasión y de estar acorralado. Junto con esta impresión de asfixia, podemos resaltar la gran cantidad de objetos y cosas presentes en la casa. Las relaciones entre los integrantes de la familia son cariñosas, pero aún así el diálogo no abunda. No hay charlas directas en las que manifiesten el dolor por la muerte. Las angustias se disfrazan y aparecen con otras formas. Es así como se establecen peleas entre hermanos que de fondo mantienen ese estado de malestar. El juego es otro de los recursos que se utiliza como forma de acercamiento entre ellos. Este aspecto permite que los actores se luzcan. Es el caso de Federico Sack al que se lo ve en varios momentos generar cantos bizarros y bailes para que la madre sonría, sin embargo la naturalidad que obtiene no parecen tener un fin en sí mismo más que el disfrute del momento. Estas escenas le sientan muy bien. Si hablamos de Laila Maltz, quizás el análisis es distinto, en sí es una actriz que genera ambientes extraños, incómodos y cómicos a la vez, lo que también puede observarse en otras puestas como en Música para casarse o en la serie Tiempo libre. Aunque sus personajes son distintos, Laila siempre sabe cómo generar humor, aún en situaciones de dolor. Quizás uno de los elementos más importante del film es la sensación de confusión, tanto de la protagonista como de los espectadores. La muerte de Rina desata en Marcela planteos que quizás antes no se había permitido. Desde la utilización del primer plano, en los que podemos verla con miradas perdidas, hasta conversaciones y acciones en las que no tiene filtro aparece esa idea de caos mental mezclado con una genuina manifestación de sus sentimientos. Por otro lado, hay escenas en las que se puede ver de forma más nítida un sentido onírico. Cuando la protagonista parece estar más perdida, aparecen situaciones en las que se mezclan recuerdos con situaciones presentes. Vemos así la yuxtaposición de conversaciones, personajes singulares y situaciones extrañas como el juego de envolverse en una cortina. Dentro de ese dispositivo, Morán logra explotar su figura caracterizando la crisis desde ese cuerpo que deambula en lo que ha quedado luego de la muerte. En Familia sumergida, compone una actuación mucho más desafiante y supera con creces sus performances en El Ángel y El amor menos pensado.
María Alché, actriz y realizadora, entrega en su ópera prima Familia sumergida, presentada en el Festival de Locarno y ganadora de la competencia Horizontes Latinos en el reciente Festival de San Sebastián, un trabajo que se mueve entre la fascinación y lo inquietante: el momento en el que una mujer, sobre la que pivotea una familia, debe hacer frente a la muerte de un ser querido. Un recorte de varias vidas a partir del momento en que muere Rina, hermana de Marcela (Mercedes Morán) y la dinámica de desarmar una casa y lidiar con hijos, marido y medio hermano. El trauma de vaciar una casa y acusar recibo del impacto de remover el pasado y revisar el presente. La propuesta de Alché puede resistirse a quienes no logren entrar en el clima enrarecido del relato, en parte por la conjunción de elementos realistas con otros oníricos y algunos absurdos y graciosos a su pesar. Una sumatoria de derivaciones insospechadas que nunca terminan de resolverse del todo. Porque la intención no es juzgar. Es que en la vida de Marcela aparecen fantasmas: esas mujeres sentadas en su living que relatan hechos familiares del pasado, con otras apariciones “reales”, como Nacho, el amigo de sus hijas, al que le han cancelado un viaje por el que se iba a vivir a otro país, motivo por el cual se ha desprendido de todos sus bienes y hasta le hicieron una despedida. Ahora él deambula por hoteles, para evitar la vergüenza de ese fracaso. Marcela tiene erráticos encuentros con él, visitando parientes, viviendo situaciones algo insólitas y ambiguas. Alché mira la realidad con lentes deformantes, por momentos con lupa, otras con microscopio y otras con prismas que distorsionan. Es ese momento de quiebre en el que la muerte de alguien cercano hace tomar conciencia de la propia finitud. Y Marcela, en medio de esa selva en que se ha convertido su living, por sumar a su casa las plantas de su hermana fallecida, se permite vivir nuevas experiencias, algunas reales, otras en su cabeza. En ese desarmar la casa de alguien que ha muerto tiene igual peso el conservar una fuente a toda costa, que el revisar fotografías y remover el pasado en imágenes. Todo en una dinámica de familia de clase media, con tres hijos, que viven en un departamento que quizás les quede chico, en donde se rompe el lavarropas, el hijo pide que le planchen una camisa, las hermanas se pelean por una prenda o reclaman un cuarto propio, el marido se va de viaje por trabajo y todos parecen estar en la suya en el periodo en que Marcela necesita contención. Mercedes Morán, de gran presencia este año en el cine argentino, entrega quizás su mejor trabajo, más introspectivo que en otras ocasiones.
Hay un momento en que todo cambia y nada es como era entonces. Esa sensación de estar en medio de una película, de la cual jamás se eligió ser protagonista y por la cual a nadie se le ocurriría pagar una entrada para verla. Eso es lo que le pasa a Marcela tras la muerte de su hermana Rina. Es el momento de reordenar su vida, de revisar el pasado de su hermana, de analizar qué hace con las plantas. Pero también es cuando todo está tan a flor de piel, que esa angustia le permite ir hasta lo más profundo de sus vínculos cotidianos. Ahí se topará con la inocencia y la ternura que le devuelven sus tres hijos adolescentes y veinteañeros, pero también con ese amor a cuentagotas y cada vez más deshilachado que tiene con el papá de los chicos. La película tiene un arma de doble filo. Porque no explica demasiado y eso está bien, pero a veces explica tan poco que deja algunas dudas. Hay secuencias en las que está separada y después resulta que no es así, tampoco queda claro el vínculo de seducción entre Marcela (otro papel sobresaliente de Mercedes Morán) con un joven amigo de su hijo (Esteban Bigliardi) y es algo poco creíble el espacio onírico de la protagonista con imágenes poco felices. El filme tiene un punto de contacto inevitable con "La ciénaga", que se podría explicar porque Alché es actriz y fue la protagonista de "La niña santa", ambas dirigidas por Lucrecia Martel. "Familia sumergida" tiene algo valorable, y es que permite seguir resignificándola mucho después de los títulos finales. Es posible que deje un sabor amargo en el mientras tanto, ya que está lejos de generar empatía con el espectador, sobre todo por la dinámica y cierto caos en el relato. Pero vale apostar una ficha a un cine que se corre de lo previsible, que interpela y te pone de cara a la angustia del vacío.
El cine irrumpe en nuestra vida, la de los espectadores, y le damos el espacio necesario para habitarnos mucho más allá de lo que podemos controlar. La obra se nos aparece y no pide permiso para sumergirnos en su mundo desconocido, su cotidiano extremadamente inquietante, su respirar incómodo de imágenes perturbadoramente bellas y lóbregas a la vez. Sentados en una butaca, atentos y en la penumbra podemos sentir que el discurrir de ese filme puede hasta ser táctil, como una envolvente experiencia física, o un viaje musical pero hecho de una sonoridad desnaturalizada invasiva; donde los planos son un país plagado de objetos que deambulan de lado a lado, y un escenario lleno de cosas muertas se nos hace más vívido que todo lo vivido antes de llegar ahí. Esos minutos los eternizamos pero a la vez la obra nos recuerda que lo que deseamos es efímero, y que también es fugaz lo que más tememos. Esta marca primera, caótica y cinematográfica es la que logra dejar en la piel y en la retina Familia sumergida la brillante ópera prima de María Alché. Una historia que ya comienza “comenzada” (valga la redundancia), pues llegamos al relato a partir de lo que ya no está, de una muerte y de una ausencia donde el sujeto del duelo ya está fuera de campo y quedan en este mundo sus otros mundos: los de sus objetos y los de sus vínculos. La protagonista es Marcela, una mujer de mediana edad , hermana de Rina la que ya no está presente. Marcela es ella, siempre en el foco: Marcela en su duelo, Marcela en su singular universo interior, Marcela y sus hijos, Marcela y su esposo, Marcela y sus vivencias cotidianas, esas que se superponen constantemente con las emociones más íntimas del personaje. En este filme sugestivo y femenino, el mundo objetivo y el mundo subjetivo no son posibles de separar, hay uno solo, todo uno y el mismo a la vez. Ese mundo es el de la mirada de Marcela que desarticula todo orden lógico binario: lo real y lo irreal de manera textual no existen por separado. La narrativa disloca la escisión entre lo que llamamos realidad e irrealidad, yuxtaponiendo los planos de ambas percepciones en un estado único en el que acontecen ambas al mismo tiempo como capas superpuestas de una idéntica escena viviente. Esta distorsión fenomenológica está lograda de manera precisa. Delicadamente elaborada en cada detalle de la puesta propone con cuidada mano artística un trabajo de subjetivación en todo concepto y durante todo relato. El mundo cotidiano acontece con su textura gris y empastada hecha de esas cosas pequeñas de los días, esas cosas que parecen menores pero que invaden todo lo que viven los personajes. Especialmente aquí se nos presentan como un universo sumergido bajo un extrañamiento total, desnaturalizando toda impronta costumbrista clásica. Eso ha sido logrado por varias aristas, entre ellas un guion adecuado para estas aguas y por otra parte un tratamiento sonoro no naturalista – hasta como si no fuera sincrónico – junto a un tratamiento de la imagen y el encuadre para nada estables, lejos de los modelos más deterministas, sin certezas ni ordenamientos fijos para la mirada del espectador. La cámara en mano durante casi todo el filme respira como si estuviera viva, dejando que en el cuadro entren y salgan objetos o personajes como quien atraviesa nuestros ojos sin asegurarnos ni de donde vienen ni hacia donde van. Las transiciones elípticas de escena a escena acentúan el fuera de campo, la incompletitud y la incertidumbre de la trama y de los efectos producidos por el uso puro del lenguaje. Desde las ventanas las luces entran como machones blancos y finalmente el sol no es “el gran tranquilizador de los hombres”, porque bajo su luz prístina vemos las más ominosas de las escenas, las más disruptivas acciones en una serie de hipotéticas alucinaciones de la protagonista transitando su living donde todo, absolutamente todo puede suceder. Es un mundo ominoso, ya algunos submundos como el Lyncheano o el Marteliano nos han hecho andar esos caminos insondables donde se nos filtran fantasmas, entre los sonidos deformados y el borde de los encuadres filosos. Estos estados abominables se instalan en cada rincón del filme de Alché y son construidos como estadios que se cuelan por todos lados, donde lo insoportable domina la intimidad del personaje entre corte y corte, entre plano a plano. Hay escenas enigmáticas que pueden quedar sin explicación lineal y allí subyace su encanto, una de ellas es la que Marcela – con lentes de sol y labios rojos fuego- desfila envuelta en un largo tapado mientras juega frente al espejo narrando un cuento, uno … (¿no importa cual?), que igualmente se repetirá en otro pasaje para volver a tomar sentido. En su primera aparición ese cuento suena lúdico y casi maternal en la narración oral susurrada por Marcela rodeada por los brazos de su hijo y las risas de sus hijas, en cambio en la segunda aparición es otro el corte que nos incomoda con imágenes fantasmáticas. Una segunda situación, otra vez en el mismo living metamórfico, es una clase de química en la que su hijo y un amigo escuchan a la joven profesora atentamente, mientras el resto de los personajes miran, espían, se cuelan en la escena en donde nunca nadie es dueño total de sí mismo, ni de su espacio, ni de su privacidad. Un detalle de dos manchas, una azul y una roja, ilustran la reacción de dos gotas, una de propileno y otra de colorante. El detalle de la observación se centra en la reacción que ambas tienen entre sí, ya que se atraen inexorablemente, y pareciera que allí podemos armar una conjunción, un encuentro que nos de alguna certeza mayor que la existente entre otros vínculos. “Son dos gotas con distinta presión de vapor que van a buscar juntarse para poder tener una mayor estabilidad” afirma la profesora. Marcela es el centro de un filme que funciona como un torbellino alrededor de sus ojos. Encarnada por una insuperable Mercedes Morán que le pone en cuerpo sin limites a este personaje íntimo, complejo y profundamente sensorial. Podríamos creer que la tocamos en decenas de planos como si su fuerza actoral y cinematográfica unidas, la dejaran a la luz hecha de gestos sutiles y pocas palabras y así, sin dudarlo, nos atravesara el cuerpo desde la pantalla. Es madre, esposa, hermana y amante si algunas definiciones clásicas le quisiéramos imbricar, pero no es obvia en estos lazos pues no los ilustra de manera nítida, sino que por el contrario nos llena de dudas cuando la vemos relacionarse. Con su marido actúa como si él fuera un extraño, o le fuera ajeno de alguna manera su cuerpo y su estar allí, mientras que conoce a un joven, a quien podríamos llamar “un extraño” con quién se vincula como si ese mundo le fuera más familiar. Para desarmar esta pequeña obra iniciática hay que abrir la puerta del filme y sumergirnos en su pecera cinematográfica, intensa, llena de deseos, enredada por recuerdos y habitada por fantasmas que nadan como peces, donde la tela de las cortinas que tapan la luz del sol nos envolverán – como una crisálida- para soltarnos 90 minutos después luego de un laberíntico viaje interior. Familia sumergida nos brinda un relato audaz, a pulso de puro riesgo estético, con una apuesta de gran fuerza narrativa, plena de sensorialidad, con garra emocional y precisa hondura intimista. Auguramos un futuro brillante para una nueva gran figura femenina del cine nacional contemporáneo. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Marcela perdió a su hermana. Y su vida cambia. Cosas que antes no observaba, ahora se le presentan nítidas. Palabras, recuerdos, anécdotas. Memoria de lo que fueron las dos, de lo que vivieron, de los recuerdos comunes, de la memoria familiar. Mientras Marcela deshace la casa de Rina y reparte sus cosas es como que va viviendo una existencia paralela. Sus hijos adolescentes, su marido ausente una y otra vez, parecen no ser ya lo mismo para Marcela. Y surgen nuevos personajes en su vida como Nacho, amigo de su hija, con el que parece tener algo especial. El mundo, sus pensamientos cambiaron y presencias del pasado parecen surgir como formando parte de esta nueva realidad. RELATO INTERIOR Singular ópera prima de María Alche, la recordada Amalia de "La niña santa" de Lucrecia Martel. La que deseaba salvar el alma del doctor Jano. Con una trayectoria como cortometrajista, egresada de la Universidad del Cine, la joven directora se revela como una singular buceadora del tema de la memoria y lo hace en una atmósfera extraña, casi onírica, donde vivos y muertos tienen una imagen similar y se entremezclan en una carrera por el recuerdo y el olvido. Con Helene Louvart, una notable directora de fotografía y de cámara, el filme adquiere un tono casi espectral que se suma a la impecable puesta en escena, en algún momento casi teatral (escenas de silencio con predominio de lo onírico) con recurrencia a objetos simbólicos de significación libre (seres o volúmenes recubiertos de telas vaporosas). Un elenco homogéneo rodea la notable interpretación de Mercedes Morán, capaz, con mínimos recursos interpretativos de transmitir la inasible transformación que va apoderándose de su personaje.
Marcela (Mercedes Morán) perdió a su hermana y su vida cotidiana es una coreografía alrededor de esa ausencia. El duelo, en Familia sumergida, no es lacrimógeno y pasivo. Es, en cambio, una sucesión de momentos -activos, impredecibles- en los que no se está con la persona ausente. Dicho de otra manera, el duelo distrae y lleva a la dispersión. Ella se divierte con sus hijos, habla con su marido y luego coquetea con un joven. Pero está sumergida en el pasado y se tropieza constantemente con los fantasmas de su familia. Lo fantástico impregna toda la película. No sólo reaparecen los muertos sino que además los vivos se vuelven monstruosos. Incluso un momento lúdico entre madre e hijo tiene su lado grotesco. Hay voces roncas, brazos que se contorsionan, un juego o performance sin reglas o guión. Es una escena tierna, aunque también remite al amigo imaginario de Danny en El resplandor, ese que habla, con voz quebrada, a través de un dedo índice. Más adelante, al final de la película, cuando se reúne la familia extendida de Marcela, y tras algunos tensos intercambios de opiniones, los invitados descomprimen su incomodidad bailando torpemente, sin gracia, como si fueran extraterrestres que simulan hábitos humanos. Todo está enrarecido y adquiere un signo de pregunta. La muerte no sólo obliga a reevaluar lo que ya fue sino también lo que es. Como si Marcela, al ver a su hijo, su marido o su familia, se preguntara: “Y ellos, ¿quiénes son?” Estas escenas son las más logradas en la película. Ni cómicas, ni fantásticas, ni dramáticas, son fronterizas y ambiguas. Pero están interrumpidas por otras escenas, más predecibles, que podrían ser descartes de La ciénaga, Abrir puertas y ventanas o La luz incidente. El cine argentino ya hace dos décadas que produce este tipo de sutiles y delicados retratos familiares en clave de cine contemplativo, y hace falta algo realmente sorprendente para destacarse. Al ser una ópera prima, es quizás inevitable encontrar a una artista todavía en busca de su identidad. María Alché, la directora y guionista, irrumpió en el cine como la protagonista de La niña santa, en la que también actuó Morán. Y es cierto que algo de Lucrecia Martel hay en Familia sumergida. No sólo de La ciénaga sino también de La mujer sin cabeza y Muta. Esta última, una irreverente publicidad para la marca de ropa Miu Miu, muestra a un grupo de mujeres en un barco. Nunca vemos sus rostros; sus movimientos son erráticos. La banda sonora es ominosa, llena de susurros y sonidos inquietantes. Bordea el terror, sin ingresar en él. Es el mismo recorrido que, en sus momentos más efectivos, transita Familia sumergida. Y ahí está lo más promisorio de Alché, en ese límite, en su capacidad para maniobrar entre registros, para llevarnos a un lugar donde lo fantástico es un gesto de lo cotidiano.
A Marcela (Mercedes Morán) se le acaba de morir su hermana. La tristeza y el dolor le invadio el cuerpo y alma. Debe transitar el momento del duelo, sin la compañía de su esposo Jorge (Marcelo Subiotto) porque tiene que realizar indefectiblemente un viaje de negocios. Así, sola, haciéndose cargo de los tres hijos jóvenes y adolescentes, como asimismo del desarme de la casa de su hermana, se encuentra ella en un periodo clave de su vida. La actriz María Alché debuta en la dirección cinematográfica con una propuesta intimista, cálida y personal, similares a ciertos films de su mentora y guía, Lucrecia Martel, donde lo importante no es el cuento en sí mismo, si hay o no conflictos, sino cómo se relata e interactúan los integrantes del elenco. La soledad de Marcela no es física, es espiritual porque siempre está rodeada de gente, o padece momentos de ensoñación, recordando situaciones vividas cuando era joven, o visualizando a familiares muertos hace años. Técnicamente le cambian el color de la fotografía, y por momentos también la enturbian un poco durante la recreación de esas escenas. Más tarde, la acompaña en el vaciado del departamento, un amigo de su hija mayor, llamado Nacho (Esteban Bigliardi) quien está con ella como una suerte de tutor temporario. Pasan varias horas por día y percibe que, aunque sea por un breve lapso, alguien se ocupa de ella. A raíz de estos asiduos encuentros, el sutil coqueteo y las continuas charlas, la atracción entre ellos no tardará en aflorar. Pero ni siquiera esa situación le provoca culpa alguna, o necesidad de un cuestionamiento a su accionar. Es decir, durante el desarrollo der la historia no hay problemas graves que hagan cambiar de dirección el destino de su vida. Todo el conflicto está plasmado en los primeros minutos, luego continúa manteniendo el orden familiar, y cuando puede se reconstruye a sí misma. Porque la realizadora prioriza el proceso interno por el que recorre la protagonista, y, desde esa posición, traspasar la pantalla, emitiendo sensaciones y sentimientos de diferente calibre, De ese modo logra un ritmo interno con una atmósfera particular, por momentos agobiante, y en otros más distendidos. Así pasa esos días Marcela, despidiendo a su hermana, sin perder el equilibrio y la armonía familiar.
A lo largo de su desarrollo va mostrando todo lo que siente Marcela (Mercedes Moran, muy buena su búsqueda los tonos y los matices que le da al personaje, en una actuación sublime) ante la pérdida de su hermana Rina, junto a ella se han ido varias situaciones de la vida, una parte de ella también se perdió, quedaron atrás las charlas, los encuentros, los festejos y solo le quedan lugares donde compartieron momentos. Allí está ese departamento, que lentamente va quedando vacio, lo único que se mantiene con vida son las plantas. El mundo de Marcela se va mezclando entre lo cotidiano y el vacio que siente por dentro y por fuera, aquí se encuentra representado el duelo de ella y la despedida. Es una película bien intimista, con momentos claustrofóbicos y que va reflejando muy bien el universo femenino. La podemos asociar a “Vergel” de Kris Niklison o “La ciénaga” de Lucrecia Martel.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Debut en largo como directora de la actriz María Alché, Familia sumergida tiene como tema el cambio a partir de una situación de enorme tristeza -la muerte de alguien querido- y cómo se hace carne el paso del tiempo. Narrada con originalidad y tiempos precisos, hay una gran sensibilidad para llegar al centro de la emoción de su protagonista. En cierto sentido, es una película de aventuras, porque implica un viaje hacia territorio no por fatal menos desconocido, y la realizadora sabe mostrarlo.
La opera prima de la actriz de “La niña santa” se centra en las complicadas emociones y sensaciones que atraviesa una mujer tras la muerte de su hermana. Perdida en su cotidiana realidad familiar (esposo y tres hijos), entra en un viaje personal que se convierte en una extraña y fantasmal aventura de descubrimiento. Es casi un cliché pensar que hay muchos elementos del cine de Lucrecia Martel –y especialmente de LA CIENAGA— al ver el universo en el que viven los protagonistas de FAMILIA SUMERGIDA, cómo se van desarrollando los acontecimientos dentro de ella y el cada vez más extrañado tono que asoma promediando el relato. Y es cierto que los hay (la dirige, además, una actriz y colaboradora de Martel, y la protagoniza otra), pero la opera prima de María Alche tiene suficientes elementos distintivos como para tornarse una obra particular, no fácilmente asimilable a ningún otro mundo o realizadora. Es el retrato de una mujer en un estado de enorme confusión emocional. A Marcela (Mercedes Morán, a la que se verá aquí en cuatro películas, siendo esta sin dudas la más desafiante en cuánto a composición y tiempo en pantalla) se le ha muerto una hermana antes del inicio del relato y la película la encuentra arreglando, acomodando y vaciando la casa en la que ella vivía. De ese espacio desolado pasamos a otro, en apariencia muy distinto: la caótica casa de Marcela, con sus tres hijos (Laila Maltz, Ia Arteta y Federico Sack: dos chicas más grandes y un varón más chico, adolescentes todos) y su marido (Marcelo Subiotto), quienes lidian con sus cuestiones cotidianas: peleas con novios, problemas con estudios, amigos que vienen a casa, separaciones, fiestas, autos, bicicletas y conflictos entre ellos. Pero Marcela, por más que trata de ocuparse de todo, sigue ausente, dolida, con la cabeza en otro lado. Uno de esos conflictos cotidianos la pone en contacto con Nacho (Esteban Bigliardi), un amigo de su hija mayor, que está también en una situación extraña: había dejado todo (casa, trabajo) para irse a vivir al exterior con una oferta laboral pero a último momento decidieron cancelársela. Con su marido de viaje por trabajo, Marcela y Nacho terminan estableciendo una curiosa relación de solidaridad y empatía a partir de esa sensación de encontrarse ambos perdidos y descolocados en mundos que cambiaron de un día a otro. Y, más allá de la diferencia de edad, no es muy claro cuándo el límite de la complicidad dará paso a otra cosa. Pero esta descripción, si se quiere, de la premisa dramática de FAMILIA SUMERGIDA no alcanza a describir la sensación que produce la película, esa inquietud y confusión que abruma a Marcela, el ahogo y el encierro en un departamento porteño y la liberación que se produce cuando terminan emprendiendo ambos un viaje. En el medio, además, Marcela tiene que seguir lidiando con otros asuntos familiares del pasado que involucran a sus fallecidos padres y un medio hermano (Diego Velázquez), asuntos que empiezan a alterar su noción de la realidad hasta al punto que empieza a vivenciar situaciones del pasado a la manera de extraños sueños lúcidos. Esa porosa extrañeza se deja ver en cada minuto en FAMILIA SUMERGIDA. Como su título bien lo sugiere, da por momentos la sensación de que Marcela y buena parte de la película existieran bajo el agua, como intentando sacar la cabeza fuera de ella para respirar pero sin casi poderlo hacer. Mientras más avance el relato, más extravagante se volverán algunas situaciones (una, en la que se luce Claudia Cantero, es casi de carácter lynchiano), lo mismo que la propia apuesta formal de la película, que va enredando al espectador a través del sonido y la fotografía hasta meterlo de lleno en ese mundo un tanto irreal en el que hasta los propios miembros de la familia empiezan a parecer extrañas e irreconocibles criaturas. Sin dudas, alguien que suma para conseguir ese tono es la directora de fotografía francesa Hélène Louvart, que trabajó con Claire Denis, Mia Hansen-Løve y Alice Rohrwacher, entre otros. Pero Alché nunca pierde de vista la verdad emocional de los personajes. Y gracias a la actuación de Morán, construyen a una protagonista tan reconocible como inasible, esa clase de persona que se siente perdida dentro de su propia realidad, sin tener muy en claro qué de lo que le pasa es cierto y qué no. Mezcla de fragilidad y confusión, de determinaciones poco claras y convicciones medicadas, Marcela parece hacer por lo posible por salir a la superficie. Pero el mundo, el aire, a diferencia del agua, permite menos oportunidades para esconderse y sufrir. Y para sacar la cabeza afuera primero hay que dejar de lado eso que hunde. (La película se presenta en la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián. Se estrena en Argentina el 11 de octubre)
La vida acuática En su ópera prima, María Alché retrata a una mujer que ocupa los espacios de su hermana muerta, consiguiendo un relato onírico y cautivante. Una cortina flameando presenta a la protagonista, Marcela (Mercedes Morán), a través de su sombra. Una silueta oscura que contrasta con la luz que atraviesa la tela. Cuando los colores de su rostro se definen, el personaje abre la puerta de una habitación para luego dirigirse a la heladera, donde descubrirá, como un tesoro perdido, los restos de un postre helado en el freezer que no dudará en comer. Ella se mueve por la casa con el peso de un fantasma que regresó a un lugar conocido. Habitado. Es el hogar de su hermana Rina, quien acaba de morir dejando un museo de incontables objetos que rebosan en todos los recovecos del departamento. Será Marcela la encargada de desarmarlo, de guardar una a una sus pertenencias en cajas, de cancelar una vida extinguida con cinta scotch. Familia sumergida, ópera prima de María Alché, es una película que no narra acciones sino sensaciones. Por eso la fotografía de la francesa Hélène Louvart es poco nítida, difuminando los contornos de los personajes. Sumergiéndonos a nosotros en la profundidad del agua junto a Marcela, su marido, sus tres hijos, y Nacho (Esteban Bigliardi), un visitante enigmático que le permitirá a esta mujer sobreviviente nadar crol más que hacer la plancha. La dirección de arte acentúa esta idea sutil de mostrar a este grupo de personas sumergido a través de numerosas plantas que enmarcan los ambientes, como si fueran algas marinas y cachalotes rodeando los sillones y portarretratos que decoran la casa. Ambas: la de Marcela y la de su hermana Rina. La protagonista tiene el cuerpo dividido entre las dos casas, estando ausente en cada lugar que pisa. María Alché, quien debutó en cine interpretando a la hija de Mercedes Morán en La niña santa (Lucrecia Martel, 2004), filma los llantos silenciosos de Marcela, imperceptibles al ojo humano. Tal vez porque este personaje femenino se asemeja demasiado a un hipocampo: sin escamas, nada en posición vertical, a diferencia de la mayoría de las criaturas acuáticas. Tiene la capacidad de cambiar de color para mezclarse con el entorno, de volverse invisible para el otro, incluso para ella misma. Como el caballito de mar no tiene mecanismo para defenderse contra los depredadores, su estrategia es esconderse. Por eso Marcela se oculta al comienzo tras una cortina. Para protegerse de los recuerdos de su hermana, tan presente que se convierte en una amenaza más grande que una mantarraya. Si bien Familia sumergida, ganadora del premio Horizontes Latinos en la 66 edición del Festival de Cine de San Sebastián, es un drama introvertido, a medida que avanza el relato se anima a bordear climas de terror, recordando a la paranoia que padecía el Sr Trelkovsky en El inquilino (Roman Polanski, 1976). Tanto ese personaje, interpretado por el director polaco, como Marcela, se afincan en un sitio ajeno perteneciente a alguien muerto. Marcela se prueba el tapado de su hermana Rina frente al espejo al igual que el Sr Trelkovsky jugaba a vestirse de Simone, la anterior inquilina del departamento que ocupa. Están tan cerca de aquellas mujeres difuntas que no tardan en observarlas caminar por el ambiente. Incapaces de distinguir entre fantasía y realidad; entre sueño y vigilia. Pero mientras Roman Polanski decidía aclarar, en el desenlace de la película, qué era verdad y qué era alucinación, María Alché demuestra, al mejor estilo Martel, que la única verdad son las emociones del personaje, de esa madre, hermana, esposa y amante que se encuentra rajada por dentro y por fuera. Esa firme postura autoral consigue que el relato bordee por momentos una atmósfera lyncheana, donde los ancianos escalofriantes de El camino de los sueños (2001) parecen haberse escapado de esa película para invadir el living de Marcela. Por eso el diseño de sonido de Julia Huberman es clave para generar ese estado confuso permanente, que nos mete de prepo en el interior de un sueño que se torna en pesadilla, que muta al igual que la protagonista disfrazada de hipocampo. Rina es el conejo blanco que obliga a Marcela a zambullirse en situaciones extrañas sin saber si está despierta o dormida. Y María Alché es Lewis Carroll, o mejor John Tenniel, logrando que seamos nosotros también quienes no tenemos la certeza de estar conscientes o con los ojos cerrados. No obstante, el recurso suena bastante lógico: cuando alguien próximo muere es difícil, si no imposible, comprender qué es real y qué no. Cuáles son los recuerdos verdaderos y cuáles son inventados. De eso se trata Familia sumergida: de la subjetividad de las vivencias. Por eso Marcela y su terco hermano discuten al no coincidir en una anécdota. Él sostiene que su abuela fue una mujer feliz mientras que Marcela asegura que la pasaba tan mal que a veces se escapaba, y hasta incluso tuvo un intento de suicidio. Es la imposibilidad de encontrar un relato único. Una verdad absoluta. Será un baile, de hecho dos, lo que le recuerde a Marcela que quien murió no es ella sino su hermana. Pero en Familia sumergida los contornos no existen, y abajo del mar nada se ve muy claro. La tristeza es tan difusa como la silueta de los personajes. El espectador solo debe ponerse la malla y nadar como un pez globo que acompaña con paciencia el proceso de una persona que aún no está lista para despedir a su hermana. Y tal vez nunca lo esté.