Vivir y morir en Buenos Aires La visión de esta opera prima del director y coguionista Miguel Cohan me dejó una sensación contradictoria: por un lado, apuesta por un tipo de cine que no me interesa demasiado y que a esta altura ya me tiene un poco cansado (esas fábulas morales "de guión" con una estructura coral con encadenamientos y entrecruzamientos hiperdiseñados en la línea de, digamos, el Robert Altman de Ciudad de ángeles o el Paul Haggis de Crash / Vidas cruzadas). Al mismo tiempo, no puedo dejar de reconocer que -dentro del panorama nacional, tan afecto a los excesos discursivos, los subrayados bajalínea- el film se sostiene con dignidad, profesionalismo y termina siendo bastante convincente en su propuesta. Tras los acordes y la voz del Flaco Spinetta en Post-crucifixión, el clásico de Pescado Rabioso, arranca la descripción de los personajes (que van desde adolescentes a veteranos, de distintos orígenes y clases sociales), que -producto del azar y el destino- se irán cruzando en una noche de furia con accidentes callejeros y cuyas existencias se irán complicando cada vez más a partir de ocultamientos familiares, presiones mediáticas e investigaciones judiciales truchas en un derrotero con un efecto bola de nieve irrefrenable. La película se propone (y por momentos consigue su objetivo) como una mirada despiadada al estado de las cosas en una sociedad argentina marcada por la hipocresía, la doble moral, el cinismo, el miedo, la corrupción, la inseguridad, el individualismo (la falta de solidaridad) y la falta de garantías republicanas (que genera un inevitable deseo de venganza y "ojo por ojo"). Hay en el film algo de la impronta hitchcockiana (el peso de cargar con la culpa, el tipo común, inocente, obligado por las circunstancias a sumergirse en situaciones extremas) y, por qué no, algo del cine de Adolfo Aristarain. Lo dicho: Sin reservas es un film de indudable solvencia técnica, formal e interpretativa (igual hay algunos desniveles entre los actores) y una buena carta de presentación de Cohan. Para mí, se trata de un cine quizás demasiado calculado y recargado (de "mensaje", de moraleja sobre la descomposición del tejido social), pero no deja de ser un más que interesante producto dentro de una vertiente industrial que necesitaría cada año de muchos exponentes sólidos como éste.
De los productores de la ganadora El Secreto de sus Ojos llega la opera prima de Miguel Cohan que cuenta las diferentes historias que entrelaza un accidente de transito, donde una vida se apaga y el responsable huye sin dejar rastro. El padre de la victima , apoyado por los medios encuentra a el supuesto responsable, al que llega por una serie de eventos inflados por la opinión pública. No hay retorno para el responsable, tampoco para quien es castigado injustamente, tampoco para el padre del dolor: no hay retorno de la muerte. Con un maravilloso elenco equilibrado, la vuelta de la efectiva dupla Sbaraglia –Luppi , la calidez de Ana Celentano, lo atinado de elegir a Martin Slipak como uno de los personajes principales, ese ex adolescente de 22 años al que nada le importa, con rasgos similares a quien interpretó en la serie de TV Tratame Bien. Balancea un Machin que aporta a la tonalidad realista del film con su interpretación. Completan el elenco la encandilante española Bárbara Goenaga, la participación del entrañable Daniel Valenzulea y Arturo Goetz para que no sea un mero producto for export. La historia es simple y es por eso que se intentará revelar lo menos posible en este texto crítico. La trama se forma de la ingeniosa relación que se va dando entre los personajes, dando como resultado la pregunta que da origen del film: ¿Cómo se hace para ocultar el hecho de matar y seguir adelante con la vida? En el relato hay varios saltos de tiempo : se destaca como obviando situaciones extremas, que podrían resultar en secuencias trilladas, el espectador puede dar cuenta de lo que ocurrió: lo que le sucedió al personaje en ese periodo, con primeros planos en situaciones cotidianas sin golpes bajos como ser en la cárcel, en alguna marcha o algún quiebre sobreactuado en la familia. Se valora el respeto hacia el espectador: dejando que razone las redes que se forman sin recurrir al flashback explicativo, logrando un film que encuentra el punto medio entre el policial y el drama.
Por suerte para el público cinéfilo, el cine argentino más industrial sigue apostando a películas de género, que no subestiman al público, pero que tampoco se pasa de intelectual y elitista. Como lo fuera El secreto de sus ojos (salvando las distancias, claro), Sin retorno se encuentra en ese ideal término medio. Matías (Martín Slipak), un prometedor estudiante universitario, atropella a un joven en medio de la noche. En vez de socorrerlo, huye y finge que nada sucedió. La víctima muere y la sospecha recae sobre Federico (Leonardo Sbaraglia), un ventrílocuo que había tenido un roce con el muerto debido a que piso su bicicleta. Ese será uno de los equívocos y mentiras que afectará a los protagonistas de la manera más terrible. Mezcla de drama con thriller, Sin retorno es la ópera prima de Miguel Cohan, otrora asistente de dirección de Marcelo Piñeyro. Cohan —quien escribió el guión junto a su hermana— tiene un estilo de contar clásico, sin adornos (“en un tono realista y seco cercano al realismo norteamericano de los años 70”, contó él mismo), explicando y callando según corresponda, con un interesante manejo de la tensión y del sentido de la elipsis, sobre todo en un momento muy específico. Pero el punto fuerte de la película está en las actuaciones. Leonardo Sbaraglia sigue demostrando que le gustan los riesgos. Aquí compone a un hombre común al que las circunstancias lo llevan derecho al infierno, del que logra salir convertido en un individuo con prioridades algo oscuras. Como dos interpretaciones del mismo personaje. Junto a Nazareno Casero, Martín Slipak es EL actor argentino de menos de treinta años. Esta vez le toca un rol cercano al Raskolnikov de la novela Crimen y castigo, un ser atormentado por la culpa pero incapaz de aceptar las consecuencias de sus actos. Luis Machín y Ana Celentano encarnan a sus padres, quienes son capaces de cruzar los límites para cuidar a su hijo y, sobre todo, preservar el status quo (de aquí se desprende una crítica a la clase media y sus valores). Arturo Goetz y Daniel Valenzuela aparecen en papeles mínimos pero importantes. Por el lado de España (el film es una co-producción, por lo que es lógica la presencia de un actor o actriz de nacionalidad española), Bárbara Goenaga interpreta a Natalia, esposa de Federico. Y hablando de Federicos, no podemos olvidarnos del inoxidable Federico Luppi, quien le pone el cuerpo y el alma al padre del muchacho asesinado; un hombre que, en su búsqueda de justicia, llega a cometer un gran error. Sin retorno es una muy buena muestra de que en este país se pueden hacer muy buenas obras de género desde una estructura industrial. Que una buena historia bien contada atrae al público. Además, la película es perturbadora porque lo que sucede en ella puede pasarnos a cualquiera de nosotros.
Caminos cruzados y un falso culpable "Las cosas se están complicando y la policía sigue investigando". Más allá de algunas situaciones forzadas y otras que provienen del azar, la película de Miguel Cohan cruza los caminos de seres que de buenas a primeras se encuentran al borde del colapso. En Sin Retorno, un accidente automovilístico une los caminos de tres personajes que en otras circunstancias no se hubiesen conocido. Matías (Martín Slipak en un atendible protagónico) es un joven de familia acomodada que regresa de una fiesta con el auto de su madre cuando tiene un accidente que termina con la vida de un ciclista. Por otro lado, Federico (Leonardo Sbaraglia), un ventrílocuo que vuelve a su casa luego de su rutina humorística en un local nocturno y tiene un encuentro previo con el ciclista. Y luego entra en acción Víctor Marchetti (Federico Lupopi,), el padre de la víctima que pide justicia y desea ver al responsable de la muerte de su hijo tras las rejas. El film apuesta al suspenso y teje una trama que navega entre la culpa, el ocultamiento de pruebas y el tema del falso culpable. En ese sentido, el personaje animado por Sbaraglia parece salido de un film de Hitchcock: un hombre de familia cuyo universo se ve alterado al convertirse en el "chivo" expiatorio del caso. La película conduce bien la intriga, aprieta correctamente el acelerador del suspenso y lleva al espectador a una zona gris en la que se mezclan la impotencia, el dolor y los manejos económicos de los poderosos. Luis Machín y Ana Celentano encarnan a los padres acomodados de Matías que intentan salvarlo como sea de un caso que podría llevarlo a la cárcel, que ha tomado estado público y que lo acorrala minuto a minuto.
“Sin Retorno” narra la historia de un hombre injustamente condenado por un crimen que no cometió. Basada en un guión del propio Cohan, que triunfó en la convocatoria para operas primas del Instituto del Cine Argentino (INCAA), se filmó primero en Buenos Aires y luego en los estudios españoles Ciudad de la Luz, en Alicante. Un joven muere atropellado en un accidente de tránsito. Matías Fustiniano (Martín Slipak), al volver de una fiesta en el coche de su madre, atropella a un joven ciclista. En estado de shock huye del lugar. Horas después, les miente a sus padres, inventa el robo del coche y hace la denuncia policial. Víctor Marchetti (Federico Luppi), el padre del joven atropellado, se niega a ser testigo pasivo de la muerte de su único hijo. De esta manera comienza así una cruzada por los tribunales y por los medios de comunicación en busca de justicia, creyendo que lo único que le dará sentido a su vida es hallar al asesino de su hijo y mandarlo a la cárcel. Una serie de acontecimientos fortuitos y una “justicia contaminada” por la opinión pública ponen al hombre equivocado en el banquillo de los acusados. Con excelentes actuaciones de Sbaraglia y Luppi, coronadas con conmovedoras y muy realistas escenas de Martín Slipak y Luis Machin, y un Arturo Goetz que intimida…, al terminar de ver “Sin Retorno” se siente una opresión dentro del pecho y una sensación en la que cabria decirnos: “que fácil se encadenan los acontecimientos que pueden cambiar la vida en un abrir y cerrar de ojos.” Respecto a su director Miguel Cohan, las pelis que hizo como asistente de Marcelo Piñeyro le han servido para poder manejar a este importante elenco. Me imagino su primer día en el set, dirigiendo a las figuras de Luppi o Sbaraglia, y la felicidad que debe de sentir, al ver su obra terminada. Un buen coctel de triller policial: la opera prima del director, un magnifico elenco y un estupendo guión.
¿Usted que haría en la misma situación? Tal vez son demasiadas las expectativas puestas en Sin retorno (2010), ópera prima de Miguel Cohan. El film está producido por las mismas empresas responsables de El Secreto de sus Ojos (2009) y cuyo logro es aprovechado en el slogan publicitario. Dichas expectativas no decepcionan si uno busca una historia que en nada se le parezca a la taquillera película de Campanella. En síntesis, no vaya al cine con esa idea sino con la de ver un film de género, distinto, movilizador, que provocará en su interior un debate ético que tal vez nunca logre resolver. El disparador de la historia es un accidente automovilístico. Un ciclista, que está parado en medio de la calle, es atropellado por un automóvil dos veces seguidas. El primero sólo chocará la bicicleta, mientras que el segundo lo dejará sin vida. El conflicto, con el inocente preso y el culpable libre, se generará en el tiempo y como hará cada uno para canalizar lo complejo de la situación que los llevó a estar en ese lugar. Uno de los aciertos del film es el de no ahondar en cuestiones sociales que tienen que ver con el tránsito y como se maneja o la forma de actuar de la justicia argentina, afortunadamente el director se corre de este lugar y nos ofrece un film de género en el que el desencadenante del hecho es solo casual y servirá para ahondar en lo más profundo de la condición humana sacando lo peor o lo mejor de cada uno. En Sin retorno no hay culpables ni inocentes, todos tienen sus miserias y saldrán a la luz en el momento más indicado. Hay un inocente que paga por un crimen al que la cárcel lo convertirá en un ser lleno de odio y resentimiento. Hay un culpable que no puede vivir con la culpa. Hay un padre que busca justicia y que sólo quiere ver a alguien preso sin importarle nada más. Y por último hay una familia que esconde una verdad por protección. A partir de todas estas consignas, Cohan construye un thriller psicológico, de personajes profundos, en donde toda la artillería está puesta en el conflicto moral que no sólo deberán enfrentar cada uno de los involucrados sino también el espectador, y es ahí en donde radica la esencia de la historia. Para lograr los climas necesarios que un film de estas características necesita hay un elenco actoral que nos ofrece lo mejor de sí para hacer creíble la historia. Leonardo Sbaraglia y Martín Slipak nos brindan dos interpretaciones memorables, si bien sus personajes sólo se encontraran en un momento de la película, cada uno ofrece una serie de matices en la evolución de sus personajes que sobre el final pareciera que los actores no fueran los mismos del comienzo. Junto a ellos Luis Machín y Ana Celentano, acompañando en el tono justo que la trama necesita y en roles casi tan protagónicos como los del binomio Sbaraglia-Slipak. Federico Luppi, Arturo Goetz y la española Bárbara Goenaga completan el casting ideal para lograr que Sin retorno sea creíble. Articulando ficción y realidad, Miguel Cohan nos trae un film complejo, tal vez molesto y hasta perturbador, que juega mucho con los tiempos y como éste nos va cambiando, para hacernos avanzar o retroceder en las formas de visualizar las diferentes situaciones por las que el ser humano debe atravesar. Un film que pregunta por respuestas que tal vez nunca lleguemos a encontrar, pero que sin duda nos hará pensar en ellas.
Todo pasa Un summum de los peores vicios de la sociedad argentina. No es casual que el comienzo recuerde a 21 gramos, aquel film de Iñárritu, donde todo empezaba mal y terminaba peor. La estructura coral del film reúne tres historias a priori inconexas. Pequeños detalles desencadenarán una tragedia mayor. Es una lástima que todo ese mecanismo sea puesto en palabras de un personaje a mitad del film ("Si no hubiese puesto hielo en la licuadora...") que termina por enterrar la poca magia que esconde (algo así como la secuencia del "if..." en El curioso caso de Benjamin Button). Una noche, las vidas de tres personas quedarán inexorablemente entrelazadas, a partir de un accidente, Federico (Leonardo Sbaraglia) será el principal sospechoso por la muerte de Pablo Marchetti (Agustín Vázquez). El padre, Víctor (Federico Luppi), apoyado por una explosión mediática, buscará justicia. El aspecto más interesante (y el más logrado) del film, es ese: como el sistema judicial está tan corrompido como para que nadie tenga el menor deseo de hacer las cosas bien, y como está tan afectado por los medios masivos, como para que todos quieran una solución rápida. Matías (Martín Slipak), un joven de 22 años, de clase alta, es el verdadero culpable del crimen. No es necesariamente el villano, aunque por momentos reciba el odio de la platea. Su tormento es convivir con ese crimen, taparlo, y hacer cómplice a su padre, en primera instancia. La música de David Julyan por momentos recuerda a Capote, en tanto acompaña los estados de ánimo de los personajes, de una manera muy similar. Slipak y Sbaraglia son los mejores en la película. Son lo suficientemente buenos como para aportar emociones reales a sus personajes y no convertirlos en meras marionetas del guión. Sbaraglia, que ya ha demostrado su capacidad como actor en Las viudas de los jueves y El corredor nocturno, aporta la carnadura que su personaje necesita luego de una "transformación" que sucede con demasiada rapidez (solamente la mayor elipsis de la película, daba para otro film). Aún así, con sus altibajos, la ópera prima de Miguel Cohan, tiene algunos aspectos muy destacables. El principal es la manipulación emocional, como decía Hitchcock: el espectador cambia "de bando" sin darse cuenta. Más que claro queda cuando Slipak intenta deshacerse de la prueba del delito. Aún con todos sus aciertos, me resulta difícil recomendar el film. Cinematográficamente es chato. Hay mucho product-placement, y la hora y media en la que se desarrollan tantas tramas, es poco. Pareciera que todo está apurado (justamente, lo mismo que crítica la película: la sociedad que exige todo de inmediato). Muchas veces se ve la pantalla chica, en la pantalla grande. Da la sensación, por momentos, que esta película parece pensada más para el primer formato que para el segundo.
El lunes pasado tuve la oportunidad de ver "Sin retorno", opera prima de Miguel Cohan, protagonizada por Leonardo Sbaraglia, Martín Slipak y Federico Luppi. La película cuenta la historia de un hombre común, que tiene un accidente, mata a una persona, y decide escapar y ocultarlo. A raíz de esta situación, el personaje de Leonardo Sbaraglia, un hombre que tiene una familia y trabaja como humorista, es acusado de este hecho, y es ahí donde se empieza a desatar la "acción". Los dos protagonistas, y el padre de la víctima, atravesarán diversas situaciones, y tendrán que hacerse cargo de las decisiones que para bien o para mal han tomado. "Sin retorno" es una película para quedarse pensando, para reflexionar acerca de las decisiones que tomamos, por la simple razón de que puede suceder en la vida real.
Hoy le toca el turno al cine nacional y, por ser la primera vez, me pareció bien hacerlo con la ópera prima de Miguel Cohan. Más allá de que se estrena este jueves y... ¿Desde cuándo justifico mis caprichos? El antitrailer de hoy es de Sin Retorno, punto. Sobre el póster, no tengo mucho para comentar. Me resulta atractivo, pero no me genera nada más. Un punto a favor es que maneja una estética similar a la que suelen usar para los thrillers de afuera, despegándolo del resto la de cartelera local (al igual que se despega con su género, rodeada de dramas, documentales y alguna comedia). ¿De qué la va? Sin Retorno nos cuenta tres historias: la de un estudiante de arquitectura que lidia en secreto con la culpa de haber atropellado a alguien, la de un padre que busca justicia por la muerte de su hijo y la de un hombre de familia que es culpado del crimen por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Quiero aclarar que la película no habla de la casualidad ni de las coincidencias, ni tampoco el guión nos trae un climax tarantinesco (por ir a lo popular) en el que se cruzan las tres historias. Se podría decir que, en vez de ser tres historias que se cruzan, son tres vidas que, tras cruzarse, se vuelven historias relacionadas entre sí. Algo para destacar es el ritmo que maneja, que divide la película en dos partes muy marcadas. La primera, que empieza contándonos la noche del accidente: intensa, con muchos cortes para mostrarnos a los tres protagonistas, y que se va relajando a medida que se va resolviendo el caso. Ya por la mitad de la película, como si lo anterior hubiera sido una introducción de 1 hora, el ritmo se estabiliza con el suspenso que invade la historia y la interrogante que se hace uno al verla: "¿y ahora qué?" En la imagen lo vemos al personaje de Federico Luppi hablando en los noticieros. No la elijo para hablar del personaje o del actor, sino como punto de referencia para hablar de los espectadores. En otros medios que hablan de la película ya se empieza a comentar que es una crítica al sistema de justicia del país. Es cuestión de tiempo para que se asocie con otros casos y para que todos los que comenten la película lo hagan calificándola como "un reflejo de la sociedad en la que vivimos" (u otra frase mediocre del estilo). ¿Por qué esa necesidad de buscar la crítica en cada película nacional? No veo a nadie decir que los policiales yankees donde aparece el viejo policía corrupto sean una crítica a sus policías. ¿Qué? ¿El cine de afuera tiene guiones, actores, fotografía y el de acá son puros documentales o ficciones que esconden un mensaje sociopolítico? ¿Nuestras ficciones son sólo las comedias de Suar y las de Francella? Sí, es verdad, la trama se construye sobre una realidad, pero la mayor parte de las películas parten del mismo punto. Puede tener críticas a esas realidades que muestran, pero no tienen por qué ser su "objetivo". Basta, si quieren hablar de mensajes sociales, tienen El Rati Horror Show. Ah, ¿ver un documental en el cine excede su conciencia social? No apta para claustrofóbicos (no es un chiste como los que abundan sobre "Enterrado", sino por lo que genera la primer parte de la película, con su climax inicial y sus muchos cortes y planos cerrados).
Ni blanco ni negro Un policial centrado en un accidente con imprevisibles consecuencias. Un caso policial puede dispararse hacia cualquier lado, cambiando la vida de todos los implicados en él. Pero no sólo los responsables directos, sino la de todos aquellos que, por circunstancias del destino, aparecen mezclados en él. Y la tesis expuesta en Sin retorno –en el título, sin ir más lejos- es que de esas situaciones no se vuelve. Al menos, no como se entró. El caso que narra el filme es, en principio, simple. Un hombre para (mal) su bicicleta en una avenida para recoger unos importantes papeles que se le cayeron y que se los dio su padre (Federico Luppi). Justo en ese momento pasa en su auto Federico (Leonardo Sbaraglia), un ventrílocuo que viene de trabajar, y se lleva la bici por delante al esquivar un muy poco claro (cinematográficamente hablando) desvío de tránsito. El golpe arruina la bicicleta, pero no le hace nada al muchacho en cuestión. Pero apenas un minuto después pasa lo peor: Matías (Martin Slipak) sale con un amigo de una fiesta para buscar más hielo, y ellos sí se llevan por delante con fuerza al hombre, que todavía estaba ahí, shockeado por el accidente anterior. Los adolescentes dudan, pero deciden escapar de la escena del crimen (el hombre sangraba, parecía muerto), esconden el auto y mienten respecto a lo sucedido. La aparición de la noticia en los medios, la ineficiencia de la policía y la Justicia, y el consecuente escándalo (Luppi termina convertido en una especie de Blumberg) llevan a que Federico, que estaba justo saliendo del país de vacaciones (ay, esas casualidades de guión) pase a ser el sospechoso principal, y que los vecinos “testigos” confundan ambos accidentes, asegurando que él fue el responsable, por más circunstanciales que sean las evidencias. Durante su primera hora, Sin retorno es un policial menor, no mucho más complejo ni desarrollado que un capítulo de alguna serie estadounidense tipo La ley y el orden , ni tampoco mucho más cinematográfico en su tratamiento. Sólido y bien actuado, pero rutinario y metódico, casi programático. Pero las cosas mejoran, y bastante, en su última media hora, aunque contar qué es lo que sucede allí sería revelar demasiado. Digamos que las cartas cambian de mano, que la tensión y el peligro son mayores, y que los dilemas morales no se enuncian sino que se ponen en juego en cuestiones de vida o muerte. Y que los personajes, especialmente el Federico de Sbaraglia (su transformación de timorato humorista a potencial vengador es sorprendente), crecen y se vuelven más ricos y complejos. Lo interesante, además, de Sin retorno , es observar las consecuencias de un caso policial que puede ser sólo un accidente (¿no será, finalmente, el hijo del personaje de Luppi el que causó todo el caos posterior?), pero que termina generando infinidad de versiones. “Cada uno tiene sus razones”, decía Jean Renoir y a esa máxima le hace honor Cohan: llevados por las circunstancias, todos toman decisiones moralmente cuestionables pero, a la vez, entendibles desde la confusión y/o la debilidad. Y la película no busca culpables en los protagonistas. Llegado el caso, la culpabilidad podría recaer en una sociedad que pretende que las cosas sean siempre claras, de manual, blancas o negras. Y no es así: el gris es el más común de los colores.
Consistente relato de un tema muy actual Sin retorno, sólida ópera prima de Miguel Cohan Sin efectismos, sin apelaciones a la emoción fácil, sin discursos aleccionadores, sin subrayados, sin maniqueísmo en la pintura de personajes. A veces, como en el caso de este apreciable debut de Miguel Cohan en el largometraje, conviene empezar por señalar todos los peligros que un film ha sabido sortear a pesar de que la historia que aborda (los accidentes de tránsito y sus consecuencias) se prestaba al sensacionalismo, la demagogia y la solicitación lacrimógena, como lo prueban día a día casi todos los noticieros de TV. Sin retorno se limita a desarrollar dramáticamente una historia similar a muchas que abundan en la crónica mediática: alguien atropella con su coche a un joven ciclista y, creyéndolo muerto, huye e intenta hacer desaparecer cualquier elemento que pueda incriminarlo, incluido el auto, al que denuncia como robado por desconocidos. No hubo testigos: nadie pagará por el delito. Pero el azar se interpone: el atropellado fallece a los pocos días, su desconsolado padre, sin respuestas satisfactorias de parte de la Justicia, recurre a la TV para exigir castigo y la presión mediática, sumada a algunas pruebas poco relevantes y a un par de testimonios irresponsables, termina por acusar a un inocente: un modesto artista de variedades que se gana la vida como ventrílocuo. Una familia que titubea, pero al fin prefiere encubrir al culpable, una policía que actúa con demasiada ligereza, un corrupto agente de seguros que olvida sus bien fundadas sospechas por una buena suma, una justicia excesivamente sensible al reclamo público: todo se combina para que el caso siga adelante y el ventrílocuo termine entre rejas. Casi cuatro años. Como en casi todo el film, Cohan ciñe su narración a lo esencial: no importa tanto mostrar en detalle cómo suceden los hechos principales -el accidente, el ocultamiento, la condena, la cárcel- sino las conductas que los generan y las marcas que dejan en los personajes, tan indelebles como los tatuajes con los que la víctima se ganaba la vida. El elaborado guión (quizá demasiado elaborado y demasiado atento a la reacción que busca suscitar en el espectador, sobre todo con la lección ética del final), habla de la culpa, la hipocresía, el individualismo, la irresponsabilidad y otras manifestaciones que revelan el estado actual de nuestra sociedad. Lo hace con una claridad expositiva que también admite segundas lecturas y muestra firmeza para conducir un elenco sólido en el que Sbaraglia y Slipak asumen las partes más comprometidas.
La más realista y perturbadora de las fábulas Hasta ahora asistente de dirección de Marcelo Piñeyro, Cohan sabe contar el cuento, pero logra otra cosa a la que los buenos policiales no necesariamente aspiran, pero inevitablemente alcanzan: muestra como ente criminal a la sociedad que le sirve de caldo. Para hacer un buen policial hay que haber frecuentado el género. Se requiere rigor, cuidado por el detalle preciso, picardía para la sorpresa, habilidad en la dosificación de información, pulso firme y capacidad de generar tensión a través del encuadre y el montaje. Graduado de la FUC y formado durante años junto a Marcelo Piñeyro, Sin retorno parece indicar a Miguel Cohan, hasta ahora asistente de dirección, como alguien que tiene lo que hay que tener. Sabe contar el cuento, pero logra otra cosa a la que los buenos policiales no necesariamente aspiran, pero inevitablemente alcanzan: muestra como ente criminal a la sociedad que le sirve de caldo. En nueve de cada diez casos, el género funciona como calmante de la clase media, desplazando el crimen hacia uno de los extremos de la pirámide social. Sin retorno pone al espectador de clase media frente a un espejo turbio. Policial genuinamente argentino, no es raro que la cadena de culpabilidades y ocultamientos que la película desata se origine en un accidente de tránsito. Nadie tuvo la culpa, podría pensarse. Ni el tipo que en medio de la noche dejó la bicicleta sobre la calzada y se puso a buscar unos papeles, ni el que por una maniobra desgraciada lo atropelló, ni el pibe que venía atrás y por una distracción circunstancial le dio el golpe de gracia. Pero podría pensarse lo contrario: todos tuvieron parte de culpa. El de la bici, por confiar demasiado en el escaso tránsito de ese sábado a la noche. El que lo atropelló primero, por putearlo, en lugar de ayudarlo. Y el que venía detrás, por ocultar lo que pasó, “mandando en cana”, literalmente, a un inocente. Inocente de eso, al menos. Tal como suele suceder en la realidad, todos los personajes de Sin retorno funcionan como eslabones de la cadena de culpabilidades. O casi todos. Posibles excepciones: una fiscal, que hace lo que corresponde, y el padre de la víctima (Federico Luppi, cuya sola aparición en un policial remite a Aristarain), que pudiendo hacer justicia por mano propia se niega, entreviendo tal vez que una ejecución a sangre fría no le devolverá a su hijo. Todos los demás están cuestionados. Incluyendo la víctima, sus dos atropelladores sucesivos, los padres del segundo de ellos, la policía (cuya presencia es tan inexistente como en la realidad), la compañía aseguradora y la Justicia, que halla culpable al que no fue. Todos ellos arman un rompecabezas de la normalidad de clase media. Desde el matrimonio integrado por un ventrílocuo (Leonardo Sbaraglia) y su esposa (la española Bárbara Goenaga) hasta la familia compuesta por un estudiante de arquitectura (Martín Slipak) y sus padres (el ingeniero Luis Machín y la odontóloga Ana Celentano), pasando por el liquidador de seguros, dispuesto a barrer todo bajo la alfombra, a cambio de un 20 por ciento (Arturo Goetz, con un peluquín que lo hace parecido a Pepe Biondi). Magníficamente actuada (con excepción de la decorativa Goenaga y un pico en Sbaraglia, que vira de la transparencia a la oscuridad), esas culpas repartidas no hacen de Sin retorno una de esas películas pesadamente culpabilizadoras, al estilo de las del mexicano González Iñárritu. Como el apellido del personaje de Sbaraglia (Samaniego) lo señala, Sin retorno aspira a la condición de fábula moral. Pero Cohan –cuyo timing y precisión le permiten no errar ni un solo encuadre– se cuida muy bien de moralinas y moralejas. Sin el menor subrayado, deja que cualquier conclusión se desprenda de los hechos. El trabajo sobre el punto de vista es ejemplar. Como en los films del vienés Otto Preminger (Más allá de la duda, ambiguo policial-moral-jurídico de Fritz Lang, es otro posible antecedente), el espectador es colocado no en el lugar de uno de los protagonistas, sino en el de todos. Pero nunca de modo definitivo. Tómese por ejemplo el personaje clave de Martín Slipak, capaz de generar repulsión, empatía, identificación y hasta piedad. De modo contrario, el de Sbaraglia podría parecer, como algún héroe de Hitchcock, un falso culpable. Pero sucede que en Hitchcock, el falso culpable resultaba ser siempre, en el fondo, un verdadero culpable. De complicidad, voyeurismo, indiferencia o ambición. Que nada muy distinto suceda aquí lleva a pensar la ópera prima de Miguel Cohan como la más realista de las fábulas.
El ciclista imprudente Federico (Leonardo Sbaraglia) es ventrílocuo, anima fiestas, se gana la vida como puede, es más bien un cuarentón perdedor sin un horizonte muy ambicioso. Matías (Martín Slipak), en cambio, estudia para ser arquitecto, es joven y vive de joda. Pablo, por su parte, es tatuador y en su mirada se nota cierto desencanto. Una noche, luego de cenar con su padre, Pablo regresa a su casa en bicicleta, mientras Matías deja por un rato una fiesta en busca de otra licuadora para preparar tragos y Federico termina una actuación. Todos salen en sus respectivos vehículos, con diferentes destinos por las desoladas calles porteñas cuando otro destino, el inexorable, hace que Pablo se distraiga juntando unos papeles que se le cayeron en medio de la avenida. Federico no lo ve, y choca contra su bicicleta y luego de discutir se va, dejando a Pablo puteando y tratando de enderezar el rodado cuando de pronto el auto que maneja Matías lo embiste, y ahora sí, Pablo queda tirado en el pavimento, en mal estado. La situación parece algo tirada de los pelos, inverosímil tal vez, y lo que sigue en la trama oscilará entre acertados apuntes acerca de la justicia y derivaciones algo caprichosas. La cobardía de Matías al no hacerse cargo de haber matado a un hombre, apoyado por su inmoral padre (Luis Machín), derivará en el castigo al inocente Federico, que luego de purgar una condena buscará algo más que venganza. No hay mucho por destacar en el filme, al menos desde lo estético; su cinematografía es más bien mediocre. Es la parte actoral la que salva el asunto, con sólidos trabajos de Machín y Federico Luppi, como el padre de Pablo que busca justicia. El director opta por usar un cartel que indica el tiempo transcurrido entre un acto y otro, recurso simple y directo que evita caer en situaciones que distraerían del eje, pero que sólo el talento de Leonardo Sbaraglia salva. Su actitud corporal y su mirada, sólo esos elementos, alcanzan para saber que pasaron años, que fueron duros y que ya no es el que era. Mientras el resto del elenco y su entorno no alcanza ese nivel, Sbaraglia consigue solito que el tramo final del filme valga la pena. Y eso ya es bastante, aunque no suficiente.
El gusto burgués por la evasión Si consideramos que Sin Retorno (2010) es la opera prima de Miguel Cohan, histórico asistente de dirección de Marcelo Piñeyro, uno no puede más que agradecer la buena voluntad del proyecto y la corrección formal con la que ha sido ejecutado (dos factores para nada habituales en el cine argentino contemporáneo, siempre sumergido en el pedantismo y la desesperación por cobrar a toda costa los subsidios del INCAA). Aquí el realizador cumple y dignifica aportando la profesionalidad necesaria para garantizar la armonía general: claramente la película funciona como un canto sensato a la pulcritud narrativa. Combinando el tono seco de los films norteamericanos de la década del ’70 y la estructura de las obras corales de los mexicanos Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga, la propuesta nos presenta en paralelo tres historias entrelazadas por un par de accidentes automovilísticos, un recurso a esta altura explotado en exceso pero que sigue vigente a nivel internacional. Federico Samaniego (Leonardo Sbaraglia) es un ventrílocuo que una noche arrolla sin querer la bicicleta de Pablo Marchetti (Agustín Vásquez), quien poco después es atropellado por el estudiante de arquitectura Matías Fustiniano (Martín Slipak). El joven llama a una ambulancia y esquiva lo ocurrido denunciando el robo del auto y abandonando el vehículo de inmediato. Lamentablemente Pablo fallece debido a las múltiples heridas sufridas y su padre Víctor (Federico Luppi) inicia una furiosa campaña en los medios de comunicación en pos de hallar al culpable: así Federico se transforma de la noche a la mañana en el “perejil” de turno y es condenado sin el más mínimo resquemor por el sistema judicial. Sin Retorno adopta un pulso de thriller con ribetes trágicos para colocar en primer plano el ideario y los comportamientos de cada uno de estos individuos. Que nadie se extrañe si el acento está puesto en la familia de clase media- alta de Matías: todos los miembros del clan vienen a representar esa clásica predilección burguesa por la evasión; desde su madre Laura (Ana Celentano), pasando por su hermana Luciana (Rocío Muñoz), hasta su padre Ricardo (Luis Machín). Cuando el victimario se quiebre y les confiese lo sucedido a sus progenitores, éstos rápidamente consultarán a un abogado, destruirán las pruebas incriminatorias y asistirán impasibles al linchamiento público de Federico. La sed de sangre de Víctor es el otro condimento determinante en la ensalada. Hay que señalar que el mayor mérito de Cohan pasa por la meticulosa dirección de actores en función de un equilibrio interpretativo de características excepcionales (recordemos las diferencias de edad dentro del elenco, las singularidades requeridas según el personaje y las numerosas escenas basadas en situaciones muy difíciles de transmitir con convicción). Quizás Sin Retorno no ofrece grandes novedades en cuanto al “desarrollo en mosaico” aunque para los estándares argentinos está más que bien: al igualar inquietudes existenciales y estímulos melodramáticos, se impone como un crudo retrato de la injusticia.
Hay una clase de película que los norteamericanos o los españoles hacen varias por año. Se realizan para que la gente entre a una sala, le cuenten una historia y salga del cine con la satisfacción de haberse distraido un rato. Sin retorno es en un 95% una película como esas, y realmente es una rareza en el cine nacional. Hay 5 películas argentinas que lo logran por año, pero me da la sensación de que esta lo hizo más cómodamente. Se propuso un objetivo y lo logró. El guión tiene muy buenos detalles y una buena elaboración de los personajes. El director hace un buen trabajo, ya que el ritmo de la película no decae, y hay escenas muy bien logradas. Sbaraglia está muy bien. Creo que dejó de lado los gestos que tenía de hace 5 años para atrás, y al igual que en Las viudas de los jueves, compone un muy buen personaje. El resto del elenco cumple con creces su cometido. Sin retorno es una muy buena salida al cine, para ver un cine nacional mucho más cercano a lo que la gente ve en la televisión, o que puede leer en una novela. Y seguramente verás que más arriba hablaba de un 95% de similitud con esas realizaciones internacionales con un objetivo claro. Quisiera no hablar del 5% que para muchos será más que eso... creo que falla mal en algo, que no quiero detallar, pero que muchos al verla se darán cuenta. No se si es porque el director quiso dejar en claro que al fin y al cabo era argentino, o que su apellido se parece mucho al de los Coen... pero ese 5% hará que muchos salgan enojados. Podrían haber hecho otra y el resultado sería algo más tradicional. Pero realmente Sin retorno es una buena película, con el objetivo simple de contarte una historia. Y definitivamente aplaudo a este cine, y ojalá que pueda tener un poco más de participación, entre tantas películas festivaleras que se estrenan cada año en nuestro país.
Identidad robada Consecuencias. De eso parece hablarnos constantemente esta opera prima de Miguel Cohan. Interesante entrecruce (temáticamente hablando) entre dos de los títulos argentinos más importantes de este año: Carancho y El Rati Horror Show. Sin Retorno narra la historia de un hombre acusado injustamente, por un crimen que no cometió. Una noche, un joven es atropellado por un automóvil y abandonado en la calle. A los pocos días muere; parece no haber pruebas ni indicios claros para encontrar al responsable. Pero la presión del padre de la víctima, la necesidad de la justicia de dar con un culpable, y la ambición insaciable de la prensa de construir una noticia, hacen que un sujeto inocente terminé siendo juzgado como el homicida. Mientras, el verdadero autor del hecho prosigue su vida sin aparentes consecuencias. Esta historia que transita por las oscuras aguas de la culpa y el más básico instinto de preservación, no apuesta a dejar, ni siquiera insinuar, sombra alguna de moraleja. Y ese es un punto fuerte que tiene la película; más interesada en narrar los efectos de nuestro accionar, no sólo en nosotros y en nuestro círculo más cercano, sino inclusive en personas que no conocemos. La perdida de identidad, o mejor dicho, la identidad robada remite a un doble mecanismo al que se ven forzados los personajes del film. Por un lado, está Matías (Martín Slipak) que decidió no asumir su responsabilidad sobre los hechos, aún a sabiendas de que estaba perjudicando a un tercero. Podemos llamarle a esto simple acto de supervivencia. Por otro lado, Federico (Leonardo Sbaraglia) acusado de un crimen que no cometió, pierde su libertad, y tras los años de cárcel su vida no vuelve jamás a ser la misma. Tal vez a esto podríamos llamarlo destino. Y en todo caso, ambos personajes voluntaria o involuntariamente ven robadas sus identidades, para asumir su otro yo: “ese otro que también me habita… ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel…” como decía el escritor colombiano Darío Jaramillo Agudelo en su más conocido poema. Producida por Haddock Films, esta película cuenta con un grupo importante de actores, entre los cuales destacaría a Leonardo Sbaraglia, Federico Luppi, Ana Celentano y Martín Slipak. Pero aún así, con Sin Retorno me ocurre lo que suele pasarme con otras películas de Haddock: las veo tan sólo como productos. No hay nada en ellas reprochable técnica, ni narrativamente. Sin embargo, como si fueran carentes de ángel o de alma, no logro enamorarme de ellas, aún cuando las obras tengan directores con personalidades y estilos tan diferentes. De todos modos, veo en Cohan una gran habilidad a la hora de narrar. Destaco la sutiliza con la que maniobra en varios momentos del film, y valoro la forma en que utiliza las elipsis (especialmente en la secuencia de la cárcel). Producción correcta, efectiva y hasta entretenida. Pero repito: desprovista de elementos que le otorguen una entidad fílmica difícil de olvidar.
Ejercicio para ciudadanos Un incidente, un accidente y un malentendido cruel desembocan en la tragedia de Sin retorno, la película de Miguel Cohan. El director eligió para su opera prima un tema en carne viva: la muerte en la calle seguida de abandono de personas. Un primer acierto de Cohan, que aprendió el oficio junto a Marcelo Piñeyro, de quien fue asistente de dirección, es el tratamiento del hecho que aparece todos los días en la crónica policial. Con los elementos que el espectador reconoce a fuerza de haber naturalizado la noticia cotidiana, Cohan logra un thriller impecable. Un muchacho sale de una fiesta a buscar hielo y atropella a un ciclista. Huye. Minutos antes, por la misma esquina pasó un hombre que viene de trabajar. Es humorista y vuelve a su casa. El ciclista regresaba de visitar a su padre y se ha conducido de manera imprudente. El cansancio, el celular y la noche participan en la tragedia. Sin retorno va trazando los recorridos del culpable, del chivo expiatorio y el padre del atropellado, hasta que sus vidas se cruzan, fogoneadas por instituciones tan irresponsables como los individuos que las dirigen. A partir de un hecho que el espectador puede evaluar rápidamente, la respuesta de cada uno de los implicados arma una red de mentiras, trucos, comodidades e indiferencia que Cohan plantea con eficacia. El elenco es soberbio. Gran trabajo de Martín Slipak (Tratame bien) que actúa mano a mano con Luis Machín, su padre en la ficción. Sbaraglia transforma a su personaje en un hombre quebrado, con economía de gestos y notable trabajo interior. Lo mismo ocurre con Ana Celentano y Federico Luppi. Sin retorno tiene un ritmo y una tensión constantes y crecientes. El problema de conciencia es una madeja que ha perdido la punta y la verdad, un valor que quedó en el camino. Tanto la policía como la fiscalía buscan cerrar el caso que quema las manos porque la televisión armó el show. El espectador se involucra no sólo por el realismo de las situaciones, sino también, porque los elementos se exponen sin furia, pero con convicción. Es el cine que da gusto ver.
Un más que meritorio debut del director Miguel Cohan, también responsable del guión junto a su hermana para una película que además de contar con un elenco notable, grandes secundarios y un Leonardo Sbaraglia y la promesa del joven Martín Slipak que se sacan chispas, aborda -como pocas veces se ha visto en el cine argentino- los dilemas morales ante las situaciones límites haciendo eje en las responsabilidades individuales sin cargar las tintas sobre el sistema; y por sobre toda las cosas sin caer en discursos facilistas y demagógicos sobre la justicia o la culpa.
Sin retorno toma el camino inverso. Muestra los hechos con nitidez para que, desde el inicio, uno sepa quién hizo qué cosa. El eje del film es un accidente en la vía pública que activa una trama de mentiras, irregularidades y suposiciones erradas. Ya sabemos qué ocurrió: ahora hay que ver qué actitud adopta cada personaje ante la posibilidad de un castigo. Y cómo nos posicionamos nosotros. La película inquieta porque nos incrimina. Desde afuera, desde la serenidad del deber ser, es sencillo decir que ante el hecho existe una única reacción posible: la ética. Pero basta con dudar por una fracción de segundo para comprobar que en nuestro entorno ya no operan las reacciones “normales”, precisamente porque hoy la norma es la impunidad. El film anuda los recorridos individuales con la lógica de un sistema mayor, por eso la angustia que transmite se potencia con el recuerdo todavía humeante de Carancho y El Rati Horror Show. La película tiene un punto débil en ciertos actores secundarios, como los que interpretan al amigo del adolescente y a la esposa del acusado, cuyas imprecisiones resaltan frente a los impecables trabajos de Martín Slipak, Leonardo Sbaraglia, Luis Machín y Ana Celentano. Pero más allá de esto y algún otro detalle menor, estamos ante un film riguroso que sabe aprovechar los recursos más llanos de la narración clásica. En principio, organiza el punto de vista múltiple con transparencia y economía. Por ejemplo, en la primera parte, mientras el relato se concentra en la familia de Slipak, no necesita acudir a Sbaraglia para forzar la tensión venidera. En el cine de hoy abundan las historias corales que abusan del montaje paralelo y apuestan al impacto de las casualidades. Con la excepción de la secuencia del accidente, Sin retorno evita el ir y venir entre un personaje y otro, y se limita a dar informaciones precisas sin crear falsas expectativas. Otro aspecto interesante es la ausencia de psicologismo. No le interesa al realizador fabricar la subjetividad de sus personajes para hacerlos más sensibles, como sí lo hace el director francés apelando a la estilización. La cámara de Cohan expone, enuncia, sin duda elige desde dónde mirar, pero hace todo lo posible por no imponer moldes ni adjetivaciones a sus criaturas. Por eso el relato es sobrio, lineal, seco. La decisiones tienen consecuencias, los hechos se precipitan. Queremos frenarlos y no podemos. Será por eso que nos angustian tanto las elipsis en esta película. Creíamos que la historia no llegaría a ciertas instancias, y sin embargo llega y las rebasa. Pensábamos que íbamos a comprender ciertas cosas que, finalmente, no tienen explicación. Es nuestra responsabilidad inferir los procesos más íntimos de los personajes. Quisiéramos creer que la culpa siempre perseguirá a los impunes, pero es evidente que son muchas las personas capaces de limpiar su conciencia con un simple fundido a negro.
Sin grietas ni sutilezas Vidas que se cruzan a partir de un accidente fatal en Sin retorno, del debutante Miguel Cohan. Sin retorno es una película sobre la injusticia, sobre cómo los errores de un sistema inhumano pueden destruir la vida de un individuo común. Se trata de tres historias que se cruzan a partir de un hecho fundamental para los destinos de los protagonistas: un accidente de autos, con un conductor que huye sin dejar rastro dejando a la víctima muerta en el asfalto. Una historia que puede leerse todos los días en la sección policiales de los diarios, pero entrelazada con dosis justas de melodrama. Federico Samaniego (Leonardo Sbaraglia) aparece en el lugar y el momento equivocados, y le arruinan la vida tras enviarlo a la cárcel por un homicidio que no cometió. Matías Fustiniano (Martín Slipak,quien el año pasado fue el hijo de la pareja protagónica de Tratame bien) interpreta a un joven sin cargos de conciencia y con una vida sin preocupaciones económicas, totalmente incapaz de experimentar algún tipo de sensibilidad por el otro. En el medio una vida perdida y un padre (Federico Luppi) que lucha por lo que considera justo, sin mirar más allá. La opera prima de Miguel Cohan tiene la ventaja de la simpleza, pero el vicio del lugar común. Una película sin demasiadas pretensiones pero muy cuidada, como para llegar al gran público con dignidad. La selección de actores, que se completa con Bárbara Goenaga, Luis Machin, Ana Celentano, Agustín Vázquez y Arturo Goetz, es tal vez lo más destacable de un film que plantea desde el título todo el camino de la historia: ya no se puede volver cuando las casualidades marcan la vida, ya no se puede volver cuando las cuestiones éticas dejan de importar para que la tragedia no arruine las comodidades preestablecidas. Una película sin grietas y sin sutilezas.
El nuevo trabajo del director Miguel Cohan desarrolla una interesante y bien lograda trama, con actuaciones destacables por parte de algunos de sus interpretes, un problema argumental coherente y diferente, pero que falla en la credibilidad en muchas escenas y en las dudosas decisiones que algunos actores decidieron tomar para llevar adelante sus personajes.
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Un policial claramente inconformista El film plantea en un espacio de tensión in crescendo y la necesidad de reflexionar sobre toda forma de violencia. A partir de declaraciones, testigos, incertidumbres y sospechas, el espectador va participando de un desplazamiento de puntos de vista. En su ópera prima, tras haber trabajado como asistente de dirección en algunos films de Marcelo Piñeyro, Miguel Cohan, cuyo guión fue escrito junto a su hermana, nos ofrece un auténtico "policial negro", de esos que saludan a tantas obras de la historia del cine, que coloca a sus personajes en ambientes opresivos y en los que las sombras pueblan la pantalla, sean estas de manera literal o metafórica. En "Sin retorno" ya desde el título se nos ubica en un entramado juego de acciones que se van enmascarando continuamente, a partir de una coartada. En una Argentina en la que a diario escuchamos y vemos noticias sobre hechos que no se adjudica nadie, sean individuos o bien instituciones; en un país en el que en nombre de jerarquías se hace abuso de autoridad; en este país en los que tantos, justamente, siguen apelando porque afortunadamente siguen creyendo en la justicia, los ecos de un film como "Sin retorno" se prolongan, continúan, más allá del final. Aún sin haber planteado la trama, puedo destacar el carácter de apelación y de interrogante que el film, contra todo conformismo, mantiene a lo largo de su narración. Ajeno a las fórmulas que caracterizan films como la multipremiada "El secreto de sus ojos", ya comentada en varias oportunidades, que terminan por legitimar un acto de secuestro, privación de libertad y tortura por parte de su personaje central, con quien el público tiende una sospechosa empatía a cargo del actor fetiche Ricardo Darìn; lejos de todo esto, "Sin retorno" plantea en un espacio de tensión in crescendo, la necesidad de reflexionar sobre toda forma de violencia. En su primera secuencia, "Sin retorno" va, presentando una serie de líneas que pronto se cruzarán en una trágica situación. A partir de declaraciones, testigos, incertidumbres y sospechas, el espectador va participando de un pausado desplazamiento de puntos de vista. El film nos lleva a escuchar las diferentes voces que están allí, en esa trama imbricada de ardides, de declaraciones falsas, de complicidades. "Sin retorno" va más allá de un caso particular, se interna en el laberinto mismo de la institución social. En esta dirección pensemos en el último film del tan cuestionado y perseguido, igualmente amenazado, autor de "El Rati Horror Show", Enrique Piñeyro, quien nos ha acercado un film escalofriante, no aceptado por el gran público. Film de denuncia, el film de Piñeyro; de alegatos. Film necesario. Lo que el espectador ya conoce de antemano es la posibilidad en "Sin retorno" de que se abran otras compuertas que llevan a colocar a un hombre al bordo del abismo y de la degradación. El film de Miguel Cohan, que se sostiene en un ritmo aquilatado, cuenta con las notables actuaciones, en primer término, de Leonardo Sbaraglia, Luis Machín y un joven Martín Slipak. Coproducción, y en tanto tal, encontramos no sólo el nombre de algunos técnicos españoles, al igual que del mismo productor, sino además la presencia de figuras actorales. Federico Luppi, de reconocible e identificable presencia en los policiales negros de Adolfo Aristarain, tales como "Tiempo de revancha" y "Ultimos días de la víctima", este último sobre libro de José Pablo Feinmann, representa en el film al padre la víctima, quien ahora ante la irrupción del fatalismo y de la tragedia, comienza a preguntarse. Es evidente que en un film como "Sin retorno" evidencia la lección de los grandes maestros del género, tales como Alfred Hitchcock, Robert Siodmak, Fritz Lang, Otto Preminger, entre otros. Y ciertamente, del mismo Aristarain. Una lección bien aprendida sobre la manera de involucrar al espectador, de mantenerlo en tensión, de abrir un espacio en el que se colocan puntos suspensivos. No hay en el film concesiones a finales felices, ni resueltos. Como otras tantas historias de vida que se representan en el cine y que no apuntan a tranquilizar de manera simplificada al público, "Sin retorno" vuelve a colocar el tan temido tema de la "justicia por mano propia" con las cartas y el arma sobre la mesa. Uno de los rasgos más relevantes del "cine negro" es que sus personajes no son lineales, ni de una única forma, de esos que terminan por poder etiquetarse en ese pendular dicotómico entre el bien y el mal. Al hablar de accidente callejero, son varias las figuras que comienzan a entrar en juego. Basta con leer las noticias policiales o bien recordar algún caso. La cadena de asociaciones se multiplica, por informaciones, por ese "yo ví eso aquella noche", por un "Sí, ese este, no cabe duda", y así podríamos seguir. Son varias las fojas que se inician como declaraciones, son numerosas las actas que se completan. En ese móvil que debería apuntar, en principio, a esclarecer un hecho y reconocer responsables, a veces, en algunas oportunidades, comienzan a emerger otros intereses que "Sin retorno" se atreve a desenmascarar. Pareciera que ese hecho trágico, que se ha cobrado una vida, aparece para algunos, y se manifiesta como tal, como una nueva y lucrativa oportunidad para no asumir un hecho o bien para obtener dividendos. Sobre la sombras de sospechas que se proyectan, aquí, "Sin retorno", el primer film de Miguel Cohan, abre un sensato y digno diálogo.
Los justicieros del azar. “Sin retorno” es una película sobre la justicia: sobre la institucional, la que se ejerce a nivel personal y la que se desprecia. El director Martín Cohan no cedió a ninguna tentación dogmática en su ópera prima. Al contrario, expone la trama como un mecanismo sometido al azar. De hecho todo comienza con un hecho banal como una licuadora que se descompone. Y sigue con dos adolescentes que van a buscar una de repuesto, en el camino atropellan y matan a un joven, encubren el hecho con una denuncia falsa y otra persona es condenada por el crimen. El filme también es un planteo sobre la decisión de asumir las consecuencias de los propios actos. Con un guión y un elenco comprometido y sólido, Cohan también muestra el envilecimiento personal, sin pontificar. Sólo con ideas.
Sin retorno recupera lo mejor del cine de género. Comandado por productoras masivas que dominan el mercado cinematográfico a su antojo, el cine de género ha caído, ya desde al menos dos décadas, en los recursos reiterados, la sobre-explicación y la valoración dicotómica, siendo estos dos de los peores síntomas del desprecio que sienten por el público. Es por ello que la película de Miguel Cohan tiene el valor adicional de recuperar algunos de los mejores gestos de la tradición del relato negro: la austeridad narrativa y el vacío valorativo. En una película en la que hasta el muerto tiene responsabilidad en el accidente que le produce el deceso, la trama interroga e interpela con inteligencia, y sin el menor rasgo de soberbia, al espectador. Dos hombres distintos, pero que seguramente podrían comportarse de manera similar ante igual situación, son protagonistas de sendos accidentes de tránsito que tiene una sola víctima. Uno de ellos lo mata y el otro termina preso por la muerte. El que queda libre, un joven estudiante de arquitectura de una familia de clase media alta, se debate con su culpa, su miedo y una familia que hará lo imposible para garantizarle la libertad. El otro, hombre de clase media venida a menos, hará lo que pueda para demostrar su inocencia. El padre de la víctima querrá encontrar al culpable y en ese camino por las calles, la búsqueda de testimonios y la demanda de justicia, con la ayuda nada despreciable de los medios, le apuntará al culpable equivocado. Y con la televisión a cuestas, no habrá juez dispuesto a sostener la duda razonable que sirva absolver a quien está condenado aun antes del juicio. En el medio, aparecen una trama de abogados más o menos consecuentes con las trampas legales, un inspector de seguros que, luego de “jugar a Columbo”, revela la mezquindad de sus intereses y una situación carcelaria que, contada apenas en minutos, da cuenta de las implicancias permanentes del encierro. Todos son culpables en alguna medida de los hechos que se cuentan. Y todos son, en alguna medida, personajes capaces de hablar de un modo u otro a los espectadores. Todos ellos llaman a un rincón secreto de cada uno de nosotros. Eso es clave para comprender la esencia del relato negro. Los personajes son personas del común que se comportan como tales. Cohan construye un guión preciso y ajustado. Las relaciones intra-familiares, que son centrales en la historia, aun cuando no son el centro de la trama, están perfectamente trabajadas y contadas con una sutileza que merece ser destacada. Sin retorno es una película que apela a la tensión narrativa permanente y la construcción de un espacio de angustia del que es difícil escapar. Esta condición, que parece inseparable de la condición urbana, atraviesa el relato de punta a punta. Lo policial de la historia articula los distintos niveles del relato. Cohan logra además acompañar a los actores a que encuentren el tono justo para sus personajes. Lo que con un elenco tan importante con el que cuenta, es también destacable. Sin retorno recupera lo mejor del cine de género, lejos de las pobres imitaciones del cine industrial hollywodense. En oposición a ese cine pobre de talento y ambición, Sin retorno es una película que incluye lo social, lo urbano, lo personal y lo moral en un policial que sostiene el interés permanente del espectador.
“Sin retorno” fue dirigida por Miguel Cohan, un debutante en el largometraje. El libro cinematográfico fue producto de la colaboración del realizador y su hermana Ana, hecho bastante inusual e interesante. Cohan exhibe una larga trayectoria como asistente de dirección de Marcelo Piñeyro, por lo que no sorprende la presencia en el reparto de Leonardo Sbaraglia, habitual intérprete en obras del director de “Las viudas de los jueves”. El acierto del casting no se reduce a Sbaraglia, quien aquí compone a un ventrílocuo de nombre Federico. En una noche cualquiera su vida se cruzará, no literalmente, con Matías (Martín Slipak) y con Pablo Marchetti, el hijo en la ficción, de Federico Luppi. En un acertado montaje paralelo, muy típico de films policiales o de suspenso, veremos cómo el azar juntará a estos tres grupos familiares en un accidente de tránsito, de trágicas consecuencias para la familia Marchetti. Tanto Federico como Matías conducen sendos autos, mientras que Pablo lo hace en una bicicleta hasta cometer el error de detenerse en plena calle, cuando una vereda le hubiese salvado la vida. Esta especie de prólogo, de adecuado virtuosismo en lo formal, peca sin embargo de cierto carácter previsible de la situación. El espectador estará esperando que pase algo y lo que se puede lamentar, al menos en opinión de este cronista, es que la repetición de un choque se vea como algo forzada. Salvada esta objeción, la película entra en una temática diferente, cuando el falso culpable (Sbaraglia) es acusado de homicidio, mientras que el verdadero responsable (Slipak) zafa del castigo. Aquí entran en juego inteligentemente los ya mencionados grupos familiares, particularmente los padres de Matías, que componen con precisión Luis Machín y la crecientemente multifacética Ana Celentano (“Las viudas de los jueves”, “Felicitas”, “El mural”, “S.O.S. Ex”). Serán ellos quienes más alentarán el ocultamiento de la verdad. Serán visitados dos veces por un inspector de seguro (Arturo Goetz), quien le afirma en la segunda oportunidad a solas a Machín que “el relato de su hijo es extraño y nos esta ocultando algo”. Claro que acto seguido le propone que “con un veinte por ciento lo arreglamos”, un símbolo de nuestra endeble justicia. Y será esta misma debilidad judicial la que terminará por condenar a Federico a la prisión, ante su desesperación y la de su joven esposa (la española Bárbara Goenaga, la más floja del reparto). Están bien resueltas las escenas en la cárcel, con personajes como el recluso “Kempes” (muy bien Manuel Longueiras) que tendrá decidida influencia en el sorprendente cambio que sufre Sbaraglia, al que apodará “Chirolita” (Obviamente “Kempes” se autodenominará “Chasman”). Cuando cinco años después salga de prisión, una idea fija se introducirá en la mente de Federico, quien siente con razón que está en una situación “sin retorno”. Esta parte final será la más contundente y lograda del relato y por respeto al lector no la detallamos y se la dejamos para que la aprecie en toda su magnitud. No saldrá seguramente defraudado y además podrá apreciar como Luppi, a quien los años se la han venido encima, no se ha olvidado de sus célebres actuaciones en algunos films de Aristarain. Sin duda, Cohan se ha dejado influenciar un poco por el notable director de “Últimos días de la víctima”, pero ello no es pecado sobre todo para quien muestra en su opera prima un promisorio futuro.
Buena en papeles En algún capítulo de Sex and the city, de esos que repiten todo el tiempo en el cable, se establece la sabia categoría de ”hombre bueno en papeles”. Según Carrie Bradshaw existen tipos cuyos antecedentes, listado de cualidades y atributos son casi perfectos y resultan candidatos apetecibles para cualquier dama. Sin embargo, al momento del encuentro y frente a la cruel verdad de las relaciones amorosas, inmediatamente la interesada descubre que la cosa no va a funcionar, que hay algo indiscernible, una arbitraria cuestión de piel que boicotea el proyecto. La situación es injusta pero inapelable: el señor bueno en papeles debería gustarle pero no le mueve un pelo, tendrá buenos antecedentes pero no sirve para el caso concreto. Una categoría como ésta podría trasladarse perfectamente al terreno del cine, y de hecho voy a echarle mano para describir el efecto que me producen películas como Sin retorno. La ópera prima de Miguel Cohan, el otrora asistente de Marcelo Piñeyro, tiene una serie de virtudes que hay que mencionar si se quiere hacer una reseña justa, pero que, al momento del balance final, no alcanzan para redondear una película que la deje a una contenta. Empecemos por reconocer que la historia del chico que atropella, mata, huye y deja que un inocente sea incriminado en su lugar está contada de manera precisa y solvente. No hay lugar para discursos de moralina y no existen parcialidades. Presentada de forma coral, hay tiempo para comprender a los personajes y sus motivaciones. Todos son gente normal en situaciones horribles, cuyas debilidades les hacen tomar decisiones equivocadas. Si hubiera que encontrar villanos en Sin Retorno, tal vez no los encarnarían los individuos sino las instituciones: la policía vaga e inoficiosa, los medios llenando las interminables horas de aire con desgracias ajenas, y la Justicia que trata de sacarse de encima los temas que queman aunque no esté demasiado convencida de la equidad de sus decisiones. Gracias a esa moderación narrativa todos entendemos que podríamos, con un poco de mala suerte, vernos de repente en los zapatos de cualquiera de los protagonistas. También hay que conceder que casi todas las actuaciones son buenas y hasta Leonardo Sbaraglia (sospechado a priori por su “profundidad” y “método” de creerse el Alfredo Alcón del siglo XXI) presenta un perfil sobrio cuyo rostro se va desmejorando escena tras escena y nos hace presumir (gracias a Dios, sin verlo) el derrotero de humillaciones y desgastes que le provocaron un juicio injusto y varios años en la cárcel. Por último, admito que la película resulta entretenida, mantiene la atención del espectador desde el comienzo e incluso hace algún intento de suspenso que funciona hacia el final. No obstante, y aunque con todo este recuento debería presumirse la conclusión de una experiencia satisfactoria, como decía antes, al salir de cine mi cara no era de entusiasmo; más bien lucía una media sonrisa torcida producto de la leve desazón de haber visto algo tibio, que no alcanzó para conmoverme. Puedo dar algunas razones para el rechazo: quizás habrá sido el nombre neutro de la película, “Sin retorno”, que suena a traducción de distribuidora y hay que googlear miles de veces para no confundirla con otros títulos parecidos. Quizás la excesiva corrección formal o el parentesco casi simbiótico de sus imágenes con el lenguaje televisivo. O tal vez su falta de originalidad, quién sabe…Pero lo cierto es que simplemente, por esas cosas que, como la selección de un galán, tienen que ver más con la sensibilidad que con la razón y no se pueden explicar (acá confieso mi impericia como crítica) no pude conectarme con esta película de la cual ni siquiera puedo hablar mal con convicción pero que, aunque buena en papeles, por lo menos para mí, terminó siendo un fracaso en el arte de la seducción.
En el lugar y el tiempo equivocados Con el atractivo de contar con dos actores de peso en los papeles principales (Federico Luppi y Leonardo Sbaraglia), este estreno nacional toma la puesta coral para contar un hecho que cambia la vida de los protagonistas para siempre. Federico Samaniego (Leonardo Sbaraglia) no tendría que haberse ido después de discutir con un joven al que le había arruinado la bicicleta con su auto. Matías Fustiniano (Martín Slipak) no tendría que haber tomado tanto si tenía que conducir. El propio ciclista no debía quedarse en el medio de la calle, allí donde unos segundos después lo atropelló con su vehículo Matías, que se asustó y huyó. Pero el que termina en la cárcel es Samaniego, acusado de homicidio. Con un guión que toma varios elementos de la crónica periodística, la ópera prima de Miguel Cohan –responsable del guión junto a su hermana Ana–, refleja el entramado de hipocresías, injusticias, fatalidades y la ausencia de solidaridad, que, según el sombrío diagnóstico, ahogan al cuerpo social. Desde Matías, un universitario asustado que miente para salvarse y su familia que lo encubre, pasando por Víctor Marchetti (Federico Luppi) el padre de la víctima, devastado por el dolor y fogoneado por los medios, hasta la desidia de la policía y la maquinaria judicial que se pone en marcha a partir de la presión de la opinión pública. A la manera de Vidas cruzadas, de Robert Altman, Sin retorno toma la puesta coral para contar una noche, un hecho, que cambia la vida de los protagonistas para siempre. Pero además, la película dialoga con otros títulos nacionales recientes como Carancho (Pablo Trapero), en cuanto a la feroz visión de las instituciones en progresivo deterioro que no hacen más que replicar un sistema enfermo, o El Rati Horror Show (Enrique Piñeyro), un documental que también habla de una injusticia flagrante y se ocupa de manera exhaustiva del papel irresponsable de los medios. En ese sentido, el film puede ser visto como la calculada apuesta de una ficción que explota los numerosos casos que a diario ocupan grandes espacios en los noticieros, informativos y medios gráficos. Sin embargo, el origen del relato es absolutamente genuino. El desarrollo preciso y seco de la historia, una inteligente vuelta de tuerca en cuanto al tópico de la venganza que históricamente monopolizaron decenas de films reaccionarios –con Charles Bronson a la cabeza–, más un abanico de protagonistas bien delineados donde sobresalen Sbaraglia, Slipak y Ana Celentano, y la tensión siempre en aumento manejada con un preciso timming para el thriller, desmienten cualquier especulación previa.
Nada puede volver a ser igual Al ritmo eléctrico de Post crucifixión de Pescado rabioso comienza y termina la primera película dirigida por Martín Cohan, un drama que preanuncia el destino inevitable de sus protagonistas tanto en su título como en las palabras de Spinetta que la enmarcan: “y en esta quietud que ronda a mi muerte siento presagios de lo que vendrá”. Sin retorno surge a partir de uno de los tantos hechos al cual la televisión nos tiene acostumbrados en nuestra cotidianeidad: una persona atropellada y abandonada en el medio de la calle por un automovilista. El hombre muere luego de algunos días y su padre (Federico Luppi) comienza la búsqueda desesperada de un culpable. Una vez más el caso se vuelve mediático y, ante la necesidad de la Justicia de resguardar la imagen pública, queda implicado en esta historia un tercero en discordia (Leonardo Sbaraglia) y es acusado del asesinato. La película, que comienza siendo una historia coral y termina unificándose, se propone, a partir de estos hechos dramáticos, mostrar las subjetividades de sus tres protagonistas: el padre, el acusado y el verdadero culpable (interpretado por Martín Slipak). Este último se mostrará de modo muy diferente al que nos sugieren los medios de comunicación ante hechos similares: vemos que la culpa trastorna sus días y sus estudios, conserva las apariencias de su vida pero nada dentro de él volverá a ser como era antes, el miedo lo volverá casi un autómata dispuesto a responder toda orden de sus padres. No hay retorno para la muerte, para el delito no admitido, para la culpa, para las falsas acusaciones y condenas ajenas, los hechos de una noche destruyen todo lo que estos personajes y sus familias habían construido. Es una inevitabilidad que recuerda quizás a Irreversible de Gaspar Noé, ya que en ambas películas es imposible borrar los hechos pasados, retroceder para enmendar los errores, “el tiempo lo destruye todo”. A lo largo de la película persiste un buen ritmo narrativo que, gracias al suspenso provocado por la presencia de muchos elementos del thriller psicológico, logra mantener el público atento y expectante. Se destaca, como de costumbre, la actuación de Sbaraglia y es bastante buena también la interpretación de Slipak. Vemos como, a partir del paso del tiempo, ambos personajes evolucionan de forma muy notoria deviniendo en seres casi ajenos a los que eran antes. El resto del elenco también es notable y acompaña con gran dramatismo la evolución de los hechos. Se trata de un film interesante que invita a hundirse en la butaca ante la expectativa de los posibles finales de los protagonistas, aunque nos deje bien en claro desde el comienzo que la guadaña pende sobre sus cabezas y que hay hechos que son imborrables.
La Muerte de un Ciclista Durante una noche, tres destinos se unen a causa de una misma tragedia, un accidente de un chico ciclista que le costará la vida, y que por esa magia del guión son el padre de la víctima (Federico Luppi), un conductor que antes de la tragedia tuvo un confuso episodio con el fallecido (Sbaraglia) y un chico que salía de una fiesta (Martín Slipak), este encadenamiento trágico resaltará una maraña de hipocresías, mentiras y corrupciones como así también el derrumbre de tres hogares, tres familias, algo bastante inherente al mundo caníbal que es nuestra sociedad a veces. Este filme del debutante director Miguel Cohan es sobradamente eficaz en su descripción de espacios y personajes, básicamente fortalecidos por un elenco acorde, a los tres protagonistas hay que sumarles, los padres del chico que provoca todo: Ana Celentano y Luis Machín -venían de hacer otra pareja muy distinta en "El Muro" de Héctor Olivera-, el verificador de la aseguradora (Arturo Goetz), la mujer de Sabaraglia (la española Bárbara Goenaga), todos bien llevados, sin estridencias ni con el típico discuro actoral -mal del cine argento- de la energía disparadora de emociones histéricas. Quizás la resolución final de la propuesta no sea lo convencional para el gran público, ni el cerrojo estimado para cerrar la historia que en verdad, analizándola queda abierta, muy abierta y se puede ver por las calles de la ciudad chica o grande, cuando ustedes quieran, a la hora impensable o en la situación menos esperada.
Un más que auspicioso debut cinematográfico ofrece el joven cineasta Miguel Cohan, un ex asistente de Marcelo Piñeyro (colaboró con él en películas como Cenizas del Paraíso y Plata quemada) que se da el lujo además, cosa que también podría haber conllevado un riesgo, de dirigir a figuras de gran peso en el cine nacional como Leonardo Sbaraglia y Federico Luppi. Los aciertos y valores de este thriller dramático parten fundamentalmente de una potente idea que dio como resultado un sólido guión de Ana Cohan y el director. Varios aspectos turbios de la sociedad argentina, que por momentos recuerdan a las denuncias de El Rati Horror Show, se ponen en tela de juicio en Sin retorno, a través de una trama intensa y atrapante. De todos modos la estructura narrativa del film es lineal y apenas presenta un par de elipsis, pero que son bastante pronunciadas. Se trata de saltos temporales que pasan por alto instancias que podrían haber tenido un interesante desarrollo en la película, como un juicio oral que termina por condenar al personaje de Federico (Sbaraglia), acusado de atropellar a un ciclista y abandonarlo, y el posterior tránsito de él en prisión a lo largo de tres años y medio. Ambos segmentos son obviados en la historia, dejando aún más en evidencia el sustancioso contenido del entramado argumental. Que enfoca las consecuencias de una serie de acontecimientos fortuitos –combinados con irresponsabilidad y negligencia- que desembocan en un accidente trágico. El afán de un grupo familiar por evadir un compromiso legal y el empecinamiento de un padre por encontrar un culpable, sea quién fuere, dan por resultado una injusticia y una posterior venganza. Con una tensión que llega a volverse angustiante y un final de enorme impacto emocional, la película de Cohan cumple satisfactoriamente con casi todos sus objetivos. Se puede advertir algún desnivel actoral dentro de un elenco mayormente impecable, en el que los protagonistas Sbaraglia y Martin Slipak logran formidables composiciones, sin dejar de mencionar a un Luppi conmovedor y eficaces participaciones de Ana Celentano y Luis Machín.
Los caminos de la vida Durante la visión de Sin retorno uno puede preguntarse por momentos si el debutante director y coguionista Miguel Cohan reflexiona sobre escapar del destino. En realidad la base del film se sustenta en esta posibilidad. El hombre como consecuencia de una serie de sucesos. Porque hay que reconocer que a pesar de su relación con títulos como Cuatro vidas y un destino, Crash e incluso con la insufrible Siete almas, este film de factura nacional logra momentos muy logrados en base a un buen guión (quizás muy calculado para algunos) sólidas interpretaciones y un desarrollo técnico impecable. La duda sobre qué hacer en momentos límites flota constantemente en el aire, poniendo en duda incluso al espectador, generándole un compromiso y una identificación que bien podría resultar aleccionadora, aunque termina por volcarse hacia un costado mucho más digno gracias a la destreza del director. Todo comienza con un accidente. O con dos. Primero Federico (Leonardo Sbaraglia) quien esquiva una señal de obra en plena calle y termina chocando con la bicicleta de un hombre que había bajado del rodado para recoger papeles importantes. Tras una discusión por la rotura del pequeño vehículo, Federico se aleja, enojado por la casi tragedia. Segundos después, Matías un estudiante de 22 años de clase media-alta, va a impactar contra aquel hombre perplejo en la acera, a quien dejará inconsciente mientras escapa. Y allí empezará una serie de sucesos que dan cuenta del planteo multilineal del relato. Porque de manera coral, aparecerá el padre de la víctima (Federico Luppi), quien acompañado por los medios de comunicación intentará dar con el responsable del incidente. En el medio, falsas acusaciones, presiones mediáticas y políticas, coimas, arreglos burocráticos falaces y todo tipo de chicanas serán las que pongan en evidencia la trunca realidad del sistema argentino en varios niveles. A partir de ello, Cohan compone una obra por momentos eficaz y por otros excesiva, principalmente por la utilización de la venganza como mecanismo de autodefensa. Es cierto, una serie de sucesos hacen al destino de un hombre, pero también la vida puede jugarnos una mala pasada (será necesario no olvidar que el motivador de toda la trama es un ciclista que está mal parado en la calle y genera no uno, sino dos accidentes). De esta manera, el estilo narrativo de la película nos llevará a pensar en un padre sin consuelo, un hombre acusado que es inocente y un joven que debe callar la verdad para salvar su propio pellejo. Y seguramente habrá tantas sentencias sobre los personajes como espectadores dentro de la sala. Está dicho. Con algunos momentos que fuerzan el relato, Sin retorno es un film que apuesta nuevamente por un cine comercial de calidad. A pesar de los puntos en contra que puedan encontrarse, no hay duda que las grandes interpretaciones (con Sbaraglia, Luppi, Luis Machín, Ana Celentano y Martín Slipak conformando un enorme elenco) y la historia que se apunta desde la pantalla, seguramente generará no sólo una buena experiencia en la sala, sino una aún mejor sensación fuera de ella.
Hay dos maneras de ver “Sin retorno”. La primera, como policial: en ese caso, hay elementos que cierran mal o resultan arbitrarios. La historia es la de un adolescente que atropella y mata a un joven; miente, dice que le habían robado el auto y, tras quebrarse, sus padres lo ayudan a encubrir el asunto. El culpado –por presión del anciano padre de la víctima, de los medios y de la Justicia, presionada a su vez por los medios– es un pobre tipo que pasó por ahí y, antes, había tenido un altercado con la víctima. En toda esta fase del film, el guión muestra elementos apresurados y torpes. Hay personajes que no cumplen función, incluso elementos (¿Cómo es que nadie roba el auto “escondido” en una villa? ¿Cuál es el problema con la pérdida de un celular, cuando se lo da de baja?) que muestran descuido por tramar el crimen, algo que –incluso si se pretende un film “testimonial”– es imprescindible. Esa es la segunda manera: como una película testimonial. En ese caso, si bien no se aparta en ciertos momentos del telefilm, la descripción es precisa y los actores –todos, pero en especial Ana Celentano y Leonardo Sbaraglia, ambos imágenes de la fiereza y la ambigüedad moral que surge por fuerza del destino– son personas reales, todo un milagro en el cine. Desde el momento en el que el falso culpable entra en la cárcel, la historia se vuelve al mismo tiempo angustiosa e inteligente. Quizás porque no importan tanto los detalles, o porque el preciso encuentro entre Sbaraglia y Celentano crea un estado de tensión, y de allí en más nuestro interés permanece, sólido, hasta el final.
Tres historias se entrecruzan a partir de un accidente callejero que deja como saldo un herido de gravedad. El verdadero culpable es un joven (Slipak) que ha salido a una fiesta con el auto de su madre y oculta el hecho, haciéndolo pasar como un robo. Pero el azar (como en “Match Point”) es el gran protagonista de esta película y conduce hacia engañosas apariencias que incriminan a un tercero (Sbaraglia), a quien la casualidad le hizo pasar unos minutos antes y rozar la bicicleta de la víctima, en un incidente sin mayores consecuencias. Las mentiras iniciales se complican y crecen, involucrando a la familia del joven culpable y al investigador de la compañía de seguros que -dinero mediante- no profundiza en los inconsistentes argumentos que hubieran permitido llegar a la verdad. Por otra parte, el padre de la víctima atropellada impulsa una investigación que es apoyada por la prensa y la televisión. Las presiones mediáticas influyen sobre los jueces que necesitan rápidamente de un chivo expiatorio. De esta forma, a partir de indicios confusos y sin escuchar las razones del falso culpable, éste ve su vida transformada en un infierno. Moral sin moralina “Sin retorno” es un film muy profesional en su solidez técnica, formal e interpretativa y una brillante carta de presentación de la ópera prima de Miguel Cohan, producido por los responsables de “El secreto de sus ojos” (2009) y “El corredor nocturno”, aunque no se parece a ninguna de las dos. Por un lado es un film que se enmarca en el thriller pero distinto, original, movilizador, que provocará en el interior del espectador un debate ético. Despierta una rápida identificación por la inmediatez de lo que cuenta, dando una nítida radiografía del cuerpo social, marcado por un cerrado individualismo que lleva a la irresponsabilidad, la doble moral, el miedo, la corrupción, la inseguridad y la falta de justicia, que genera el deseo de venganza. Todo configura una fábula moral o mejor dicho ética, en tanto invita a pensar en el peso de acciones livianamente irresponsables que generan daños irreversibles. Un tema difícil, que elude facilismos sensibleros, apoyado en actuaciones muy sólidas. Sin respiro Uno de los aciertos del film es su concisión, que le permite un ritmo sin respiro. Las elipsis abundan y se indican (cuando son prolongadas) con rótulos: “7 meses después”, “tres años y medio después”. El conflicto, con el inocente preso y el culpable libre, se muestra en el tiempo para ver las transformaciones, que hurgan en el costado más oscuro de la condición humana. Entretenido, perturbador, inquietante, “Sin retorno” es un thriller psicológico de personajes profundos, donde toda la artillería está puesta en el conflicto ético que no sólo deberán enfrentar cada uno de los involucrados, sino también el espectador, porque la película nos hace caber en los zapatos del culpable, del inocente y de las víctimas.