La princesa que lo quería todo Tras triunfar con Jackie, Pablo Larraín estrena su nueva biopic, ahora centrándose en la princesa Diana. ¿De qué va?: Biopic de Lady Di que cuenta la historia de un fin de semana crucial a principios de los años 90. El cine del 2021 no deja de sorprenderme y todavía falta, pero ahora le tocó a la nueva película de Pablo Larraín. Este es su tercer biopic, anteriormente ya realizó la de Neruda (2016) y Jackie (2016). Para esta nueva entrega sumó a Steven Knight a los guiones, más conocido por ser el creador y escritor de la consagradísima Peaky Blinders, pero eso no fue suficiente, siguió sumando estrellas a la lista, de la fotografía se hizo cargo Claire Mathon que ya nos deslumbro en Portrait of a Lady on Fire (2019) y la música quedó bajo la mano de Jonny Greenwood -miembro de la gran Radiohead-, que normalmente se hace cargo de acompañar a Paul Thomas Anderson. Estoy convencido que, sin la solemnidad de Claire, el ímpetu de Jonny, la lucidez de Steve y la experiencia de Pablo para amalgamar todo esto, Spencer no sería la obra maestra que es. Punto aparte para Kristen Stewart como Diana -próxima ganadora del Oscar, espero-. Stewart hace tiempo que viene con una serie de protagónicos muy variados en sus películas, algunos mejores que otros, pero lo que no vamos a dejar de ver es un estilo propio, único y comprometido con los personajes, no importa si es Valentine en Clouds of Sils Maria (2014) o Bella en Twilight (2008), ella siempre trasciende la pantalla y nos llega. Para esta película Stewart hizo un gran trabajo de investigación ampliando el papel que construyeron Larrain y Knights, incluso comentó en la Revista Vanity Fair el desafío que fue el personaje, diciendo que: “Lo despersonalicé por completo y sentí muchas ganas de proteger [a Diana] en aquel momento”, “Desarrollé un rol genuinamente protector hacia una persona que obviamente nunca llegué a conocer” y continuó diciendo, “Lo realmente importante es interiorizar las cosas e incorporar reacciones verdaderamente emocionales a lo que ya existe en la vida real si lo que vas a hacer es narrar la historia de una persona que sí que existió”. La película es prácticamente un 80% ella, la cámara la sigue en todo momento a Kristen, sus expresiones, su andar, su agotamiento se hace sentir, la cámara es tan entrometida que genera esa sensación de incomodidad que deben sentir las celebridades. Podría seguir hablando sobre más aspectos de la película, pero quiero que ustedes terminen de descubrirla. Lamentablemente la vida de Diana no importa de la perspectiva que la veamos, siempre hace referencia al refrán “Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”. Pablo Larraín y compañía nos dejan una excepcional master class de cómo hacer cine. Un drama intimista y arriesgado, contando un aspecto que ya conocimos debido a las innumerables adaptaciones, pero de una forma tan personal que nos atrapará. Sin haber visto West Side Story, French Dispach o The Tragedy of Macbeth, puedo decir ya que Spencer es mi película número 1 del 2021.
La princesa atrapada La popularidad duradera de Diana Frances Spencer alias Diana, Princesa de Gales alias Lady Di (1961-1997) continúa siendo una espina clavada en el costado de la monarquía británica porque la susodicha literalmente objetó casi todos los rituales protocolares de su cargo, se negó a sociabilizar con sus pares de la nobleza y hoy por hoy es la única figura del entramado real europeo que es conocida en serio en todo el planeta, ya pasadas décadas desde su inesperada muerte a los 36 años en un accidente automovilístico en un túnel de París debido tanto a la persecución de los paparazzi más carroñeros como a la intoxicación alcohólica y con antipsicóticos del conductor del vehículo, Henri Paul, jefe de seguridad del Hotel Ritz, quien murió junto a Diana y su pareja del momento, Dodi Al-Fayed. La enorme celebridad de la muchacha, una aristócrata de cuna que supo casarse con Carlos de Gales, hijo mayor de la Reina Isabel II del Reino Unido, y engendrar dos vástagos con el palurdo, Guillermo de Cambridge y Enrique de Sussex, se explica por diversos factores que tienen que ver con la belleza, carisma y timidez melancólica de la mujer, con el hecho de que fue prácticamente la única representante de la realeza que tuvo trabajos bien ordinarios, como instructora de baile, asistente de educación preescolar, anfitriona en fiestas, niñera y hasta encargada de tareas de limpieza, con el traumático matrimonio con Carlos y esa diferencia de idiosincrasias y de edad -trece años en total- que los llevó a varias infidelidades, él con su amante de siempre, Camilla Parker Bowles y futura Camila de Cornualles, y ella con el instructor de equitación James Hewitt y su guardaespaldas Barry Mannakee, entre otros, con la cosificación que sufrió tanto por parte de la triste fauna palaciega como de la prensa amarilla de todo el globo, lo que eventualmente generaría su absurdo fallecimiento, con su labor humanitaria incansable -algo muy raro en la verborragia y la corrección política sin hechos concretos de las coronas europeas- en favor de los pacientes con SIDA y en contra de las minas terrestres, con su insistencia con criar a sus dos hijos por fuera del entramado hermético y de control absoluto y sofocante de la monarquía inglesa para que fuesen personas muchísimo más normales que los esperpentos habituales del rubro y finalmente con sus legendarios problemas mentales, vinculados sobre todo a la depresión, la bulimia, la automutilación y los intentos de suicidio por una inestabilidad emocional que algunos biógrafos llegaron a describir como claro indicio de un trastorno límite de la personalidad. Desde la misma década del 80 se comenzó a acumular un volumen gigantesco de especiales televisivos, documentales y películas biográficas que cubrieron distintos aspectos de la vida y el derrotero público de la mujer y que se extienden hasta las recientes Diana (2013), flojo film de Oliver Hirschbiegel con Naomi Watts, y La Corona (The Crown), interesante serie creada en 2016 por Peter Morgan para Netflix que explora el reinado de Isabel II (Claire Foy), ahora con las actrices Elizabeth Debicki y Emma Corrin como la princesa. Spencer (2021), dirigida por el chileno Pablo Larraín y escrita por el inglés Steven Knight, se centra específicamente en la víspera navideña de 1991 cual punto de inflexión tanto en la relación entre Diana (Kristen Stewart) y Carlos (Jack Farthing) como en lo que atañe al cansancio ya terminal de la fémina para con la realeza en general, por ello los preparativos para los festejos en cuestión se transforman en una excusa para retratar el aislamiento compulsivo que sufría dentro del clan monárquico y su propia tendencia a apartarse del generoso circo estatal para preservar a sus hijos, los todavía pequeños Guillermo (Jack Nielen) y Enrique (Freddie Spry). Enfrentada a figuras castradoras como el propio Carlos y ese implacable Alistair Gregory (Timothy Spall), un personaje inspirado en el Maestro de la Casa Real David Walker, quienes la instan a respetar la etiqueta y obligaciones de su cargo y a dividir su personalidad entre la verdadera prosaica y la exhibida al pueblo o dentro de la parentela monárquica, Diana llega a la Mansión Sandringham, una de las tantas sedes vacacionales de la corona a lo casa de campo palaciega, pero no demuestra interés alguno en asistir a las reuniones, eventos y banquetes de los jerarcas del otrora imperio ya que conoce muy bien la relación de Carlos con Bowles (Emma Darwall-Smith) y además prefiere pasar el tiempo con los niños y su única amiga del séquito real, la encargada de vestuario Maggie (Sally Hawkins), una asistente que Carlos rápidamente envía a Londres para recluir aún más a la protagonista, a la que le asignan toda la ropa de manera unilateral y todo su itinerario sin posibilidad de negarse. Manteniendo también algunos intercambios con el perfeccionista y cuasi militarizado chef del lugar, Darren McGrady (Sean Harris), un señor sin embargo menos hipócrita que el resto del plantel de la residencia, la mujer cae a veces en la bulimia, los vómitos, la automutilación, la inseguridad, el repliegue sentimental y algo de fantasía terrorífica y coquetea con el suicidio en una finca cercana y hoy abandonada donde creció. Larraín, un especialista en biopics como lo demuestran las también maravillosas Neruda (2016), sobre el legendario poeta y compatriota Pablo Neruda, y Jackie (2016), su debut en el mercado anglosajón inspirado en aquella Jacqueline Kennedy durante los días posteriores al cruel asesinato de su marido John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963, aquí no sólo aprovecha al máximo la música entre etérea y ominosa de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead y conocido también por sus colaboraciones con Paul Thomas Anderson, Lynne Ramsay y Jane Campion, y la fotografía de Claire Mathon, combinación de tomas fijas, algo de seudo documentalismo y muchos travellings preciosistas y lumínicos exaltados a lo Emmanuel Lubezki, sino que recupera todas sus marcas autorales de siempre, en sintonía con un relato intrincado, una reconstrucción histórica magnífica, la ausencia de respuestas simples ante dilemas enraizados en la discriminación y el agobio, un registro de corte lírico y visceral, la presencia de esos juegos maquiavélicos del poder, un enfoque iconoclasta en materia de las faenas biográficas mainstream y desde ya una preocupación muy marcada por el desequilibrio mental y sus consecuencias, recordemos en este sentido su ópera prima, Fuga (2006), acerca de un compositor clásico que enloquece, y las dos primeras partes de su trilogía en torno al régimen genocida de Augusto Pinochet, Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010), sobre psicópatas que simbolizan en sí a la dictadura, lote que a su vez se completa con No (2012), sobre aquel plebiscito nacional de Chile de 1988 que decidió la no continuidad de Pinochet. Como hiciese en ocasión de Neruda y Jackie, aunque también de la olvidable Ema (2019) y la excelente El Club (2015), el chileno, propulsor además de la trayectoria de su paisano Sebastián Lelio vía la producción de Gloria (2013) y Una Mujer Fantástica (2017), se vuelca más a la descripción que a la narración clásica y para ello utiliza latiguillos conceptuales del atractivo guión de Knight, un profesional idóneo aunque con una trayectoria bastante despareja, como un collar de perlas que le regala Carlos símil correa esclavista, una presencia fantasmal permanente de Ana Bolena (Amy Manson) que la protege y acompaña cual mártir monárquica en espejo y la negativa de Diana a que sus vástagos participen en una cacería de faisán bien grotesca y gratuita que duplica en parte a su homóloga de La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939), gran joya de Jean Renoir que también pensaba el sinsentido de este culto a la muerte más necia e innecesaria de animales. El hedonismo desabrido y muy ortodoxo de la realeza británica, sombra de esos regímenes farsescos parlamentarios de Occidente que la van de democráticos y ecuánimes aunque son igual de reaccionarios, represivos y manipuladores que los fascismos de antaño, contrasta en pantalla con el quid de “mujer común y corriente” de una Diana que había nacido en este ambiente aristocrático, hija como era de John Spencer, VIII Conde de Spencer, y Frances Ruth Roche, Vizcondesa Althorp, pero a edad temprana optó por abrirse para luego recaer en la boca del lobo al casarse a pura ingenuidad con Carlos, enlace romántico/ mediático/ institucional que provocó constantes fricciones en el statu quo por el hostigamiento caníbal del periodismo y por la banal aunque bien revolucionaria idea de ella -revolucionaria para el conservadurismo estándar de la monarquía- de mantener una existencia privada normal y no permitir que la pompa estatal la terminase fagocitando como a las momias parasitarias de la realeza y sus interminables ceremonias de autolegitimación estúpida. Stewart viene de componer a dos personajes verídicos en las admirables El Asesinato de la Familia Borden (Lizzie, 2018), película de Craig William Macneill en la que interpretó a Bridget Sullivan, sirvienta de una célebre Lizzie Borden (Chloë Sevigny) que asesinó en 1892 a su padre y su madrastra, y Seberg (2019), opus de Benedict Andrews acerca de la vigilancia y el acoso que sufrió Jean Seberg, icono de la Nouvelle Vague y mítica protagonista de Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, cortesía del FBI de J. Edgar Hoover, y en esta oportunidad se luce en su faceta mimética ya que a pesar de que no posee físicamente la presencia apabullante de Lady Di, siendo Kristen bastante más bajita y con un rostro más juvenil perpetuo, de todos modos logra copiar todos los tics, atributos, clichés e inflexiones vocales de Diana, circunstancia que de sopetón pone en primer plano el hecho de que la errática Stewart ofrece desempeños extraordinarios cuando encara personajes muy distintos a ella misma o que la obligan a metamorfosearse en criaturas por demás paradigmáticas, presas de una idiosincrasia muy particular que en este caso indaga con astucia en la noción de la princesa atrapada en su mazmorra de lujos vulgares que la llevan a una fuga hacia su yo del pasado, aquella Spencer del título, junto a sus seres queridos, sus hijos, ahora con el dúo Larraín/ Knight idealizando su infancia cuando se sabe que tampoco fue feliz en esa etapa, marcada por el divorcio de sus padres y por una pésima relación con su madrastra…
Esta suerte de biografía psicológica de la princesa Diana se centra en los tres intensos y dramáticos días navideños que pasa en una elegante y tenebrosa casa de campo de la realeza británica. Con Kristen Stewart, Timothy Spall y Sally Hawkins. Una película de horror psicológico en un gigantesco caserón ubicado en la campiña inglesa –una especie de mezcla entre un film de la productora Hammer y una adaptación de una novela de Henry James–, SPENCER convierte la historia de Lady Di en un viaje cinematográfico al corazón de la angustia, la ansiedad y los miedos de una mujer atrapada en un mundo lleno de rituales y figuras espectrales también conocido como la realeza británica. Un espacio físico y mental que, como el hotel de EL RESPLANDOR, puede terminar por enloquecer a cualquiera que haya llegado allí lo suficientemente frágil y confundido. Tal es el caso de Diana Spencer (Kirsten Stewart), que al comenzar el film ya lleva unos diez años viviendo en el seno de una de las familias más fascinantes y siniestras del planeta. Sus niños –los hoy adultos y complicados William y Harry– ya son lo suficientemente grandes para entender que sus parientes son un tanto raros y que su madre no se lleva del todo bien con la manera en la que se conducen en general y en cómo se comportan con ella en particular. Y su relación con Charles (Jack Farthing) ya está en ruinas, aunque ella parece seguir inexplicablemente enamorada de un hombre que ya tiene, de hecho, otra pareja a su lado. Cuando SPENCER comienza –con Diana manejando su auto por una ruta campestre y gritando al viento «where the fuck I am?»–, no solo parece hacer mención a haberse perdido en camino a la Casa Sandringham sino a su propia confusión vital, personal. ¿Quién es Diana y qué cuernos hace allí? La película tratará de responder la primera pregunta y plantear una potencial salida para la segunda. Larraín le escapa por completo al decoro crítico pero respetuoso de series como THE CROWN. Si bien se los ve y escucha muy poco, los miembros de la familia real son mostrados casi como fantasmas que aparecen en salones como por arte de magia pero carcomen la cabeza de Diana desde adentro. Lo que hace su película, un poco a la manera en la que lo hacía JACKIE, es explorar visualmente el estado mental de su protagonista. La mujer ha llegado a Sandringham para «festejar» la Navidad y SPENCER la acompañará durante los tres regimentados y angustiantes días que pasará allí. De entrada vemos que el evento se presenta de un modo casi militar, con un ejército trayendo la comida al palacio y cocineros que deben actuar como silenciosos soldados a la hora de prepararla y servirla. Y Diana llega tarde, sin ganas de sentarse a la mesa con ellos (y menos de comer), destrozando cualquier protocolo y con algunas pocas tablas de salvación: ver a sus dos hijos, apoyarse en Maggie (Sally Hawkins) –una asistente que es la única que parece entenderla allí– y visitar la casa de su familia, que está ubicada muy cerca de ahí, solo que completamente abandonada. Al llegar se topa con un personaje desconocido que la recibe. El tal Alistair Gregory (Timothy Spall, excelente y creepy) es un funcionario real al que la familia parece haber convocado para ocuparse especialmente que Diana cumpla con los rituales y obligaciones del evento, que son muchos. Ella los conoce –lleva años cumpliéndolos– pero ya está harta de seguirlos al pie de la letra, especialmente cuando la familia no hace más que marginarla y ningunearla. Hay que pesarse al llegar, entrar a cada evento a tiempo y en orden de rango, usar el vestido que otros le eligieron para cada ocasión y, por miedo a los paparazzi que supuestamente observan todo, cerrar cada puerta, cada cortina, cada entrada de luz al interior de la casa. A Diana, que ya llega en un estado límite de fastidio y angustia, estos protocolos rigurosos lo único que hacen es llevarla más y más al borde del estallido. Algo que la familia no puede permitir. O, al menos, no puede permitir que se sepa ya que, por otro lado, parecen hacer todo lo posible para causarlo. SPENCER es una biografía psicológica y un ensayo audiovisual, una película que está a mitad de camino entre un relato tradicional de la realeza y lo que un cineasta como Aleksandre Sokurov ha hecho con míticos personajes de la gran historia del siglo XX como Hitler, Stalin o el emperador Hirohito. Alejándose de uno y otro extremo de ese péndulo formal de la biopic, el realizador chileno suma además una atmósfera de género para trabajar el estado de ánimo de su protagonista. La fotografía en granuloso fílmico, en 16 y 35 mm., de la DF francesa Claire Mathon (RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS, EL DESCONOCIDO DEL LAGO) y la extraordinaria y discordante banda sonora con derivaciones jazzísticas de Jonny Greenwood no hacen más que reforzar esa idea de trip mental que tiene la película. Y pronto también el guión da cuenta de ese recorrido abismal, incluyendo escenas brutales que –vemos luego– solo suceden en la perturbada cabeza de Diana. Los únicos problemas que debilitan un poco la potencia de SPENCER están en algunos apuntes del guión que resultan un tanto subrayados y utilizan metáforas que bordean lo obvio, tanto en su «relación» con Ana Bolena –personaje trágico de la historia de la realeza con el que Lady Di se siente emparentada–, como en otros diálogos que se escuchan y situaciones que aparecen a lo largo de esos angustiantes días. Y, quizás, en que al enfocarse tanto en la experiencia de Diana dejando casi por completo de lado al resto de los Windsor –dando por sentado, a través de los hechos y lo que uno ya sabe previamente, el tipo de presión con la que operan sobre ella–, la película por momentos parece alimentar el mito de la fragilidad mental de la mujer. Dicho de otro modo, uno puede ver el film y sacar como conclusión que Diana bordeaba la histeria y no «ayudaba» demasiado a descomprimir la de por sí tensa situación. De todos modos, mínimos reparos aparte, la película es una experiencia vivencial apabullante, que no llega a ser sórdida (en ese sentido, evita algunos problemas de otros films de Larraín) porque hay un evidente cariño por su protagonista y porque el resto de la familia abruma más desde la ausencia que de otro modo. Los mínimos intercambios de Diana con Charles o con la Reina Elizabeth (Stella Gonet) dejan en claro la crueldad y el doble discurso (la idea de las dos caras que ellos deben tener, la pública y la privada) con el que se manejan allí, pero la película interioriza esa violencia psicológica y la transmite desde la experiencia perturbada y cada vez más disociada de Diana. La necesidad de la joven de salir de esa casa para volver a la suya, vecina pero muy distinta en todo sentido, le da a SPENCER un recorrido dramático probable, un viaje en el que la protagonista busca, de todos los modos posibles, reencontrarse consigo misma, con su identidad, con quien ella era antes de meterse en esa infernal cueva de espectros. Y si eso implica dañarse a sí misma (hay algunas incómodas escenas autolesivas, reales o imaginarias), que así sea. El clásico párrafo aparte es para la actuación de Stewart en el rol de Diana, ya que se trata de una película que es casi un unipersonal de la actriz. Si bien resulta una elección de casting llamativa y, al comenzar las acciones, su manierista y un tanto excesiva interpretación de la princesa puede resultar un poco extravagante (especialmente viniendo de una actriz que acostumbra a un tipo de actuación de baja intensidad dramática), de a poco uno se acomoda a que esa intensidad refleja más que nada la frustración, el fastidio y el desordenado estado psicológico del personaje. Los continuos primeros planos –cada vez más deformados– que Larraín y Mathon le aplican sirven también para entender que su actuación funciona en el contexto audiovisual que propone la película, que no es realista ni mucho menos. Al contrario, se trata de una película de horror fantasmal y Stewart interpreta a Diana como lo que quizás fue, una elegante y desesperada prisionera de la más cara y subsidiada institución psiquiátrica de Gran Bretaña: la realeza.
Otro retrato cubierto de solemnidad a manos de Pablo Larraín. Al menos le sirve a Kristen Stewart para lograr el mejor papel de su carrera. También reafirma que Jonny Greenwood es un gran compositor de películas. El resto se vuelve muy soberbio.
Pablo Larraín es un director con una filmografía despareja y claramente dividida entre lo que produce para el mercado latino y lo que realiza para el mercado angloparlante. Mientras que lo producido en América latina posee una voz propia que cuenta historias de alguna manera significativas su producción para el mercado anglo no es más que una la de una suerte de mercenario que solo cuenta historias que parten desde justificar las vidas de ciertas élites desde la victimización y la abstracción a su propio entorno, en las películas de habla inglesa de Larraín no existen las clases bajas y al alejarnos de aquello que se podría decir punto de vista del pueblo los conflictos solo pueden ser banales y aburridos. En sus dos últimas producciones Larraín recurre a lo mismo, es decir centrarse en dos momentos específicos de la vida de las figuras para desde ese lugar construir una sinécdoque de lo que es su vida en general. Desde un punto de vista humano el espectador puede comprender la centralidad de estos dramas en sus vidas, pero desde un punto de vista de clase es imposible empatizar con ellos, nada más alejado de una persona común que los problemas de una princesa o una primera dama. La historia que nos presenta Larraín se ambienta a principios de los años noventa, durante las vacaciones navideñas de la familia real británica en su finca de Sandringham. En este fin de semana la princesa Diana de Gales, esposa del heredero al trono: Carlos, se da cuenta que su matrimonio está prácticamente terminado y decide que debe cambiar el rumbo de su vida y renunciar al trono y la pompa real. En Spencer Larraín nos cuenta una historia en la que el personaje principal es un ser solitario, abatido y maltratado cuya única respuesta es el ensimismamiento. Spencer es una película que básicamente nos cuenta una relación en crisis en la cual la protagonista debe sufrir una suerte de estigmatización desde su entorno que la aísla y le hace saber que más allá de su título es una extraña en ese medio. Más allá de eso la película no expone mucho más y solamente trabaja la relación de Diana con algunos miembros de su séquito y sus hijos, quizás lo mejor de la película es esa relación madre hijos. Luego de Jackie (2016), Larraín vuelve a abordar a un personaje femenino notorio, en esta oportunidad es Diana de Gales al igual que en Jackie escapa de la biopic clásica lo cual es mérito del guionista nominado al Oscar Steven Knight quien construye un argumento que de alguna manera aísla al personaje principal en un entorno que de alguna manera le es hostil, lo cual no es un secreto que nunca haya sido expuesto por la prensa, es decir más de la mismo sobre este personaje, nada que no se haya abordado antes y nada que aporte algo a su construcción como figura. Larraín trabaja esta historia de una manera que termina hablándonos de opresión, maltrato y clasismo pero que de ninguna manera genera interés o empatía. El gran mérito de la película es que el director utiliza la cámara como elemento del relato de tal manera que asfixia a Diana, la persigue y la ahoga generando una tensión constante. los primeros planos, el movimiento constante de la cámara, los planos detalle, el uso del sonido y la escenografía ayudan a la construcción del estado de ánimo y la psicología del personaje. La directora de fotografía Claire Mathon, trabaja los climas y los ambientes de tal manera que cada circunstancia o escena tiene su propio matiz emotivo construido desde la iluminación y la paleta de colores que enriquecen la narración, el trabajo técnico y la actuación de Stewart son los puntos más altos de la película. Kristen Stewart una vez más nos ofrece una buena interpretación en la cual la transformación no es solo física, sino que trabaja los gestos, el tono de voz y el acento sin caer en la parodia o la imitación sino en la construcción de un personaje que se ve auténtico. Larraín construye la narración desde una puesta en escena correcta y un uso de recursos visuales que no son algo raro en él pero que se ven más pobres que en sus trabajos en lengua hispana. Tal vez la razón para que de alguna manera desentonen los recursos de narración con lo que se cuenta es el poco interés que genera el personaje protagonista y lo poco que hay para contar. Es así que Spencer termina siendo una suerte de historia de Hallmark o una lifetime movie sobre maquillada por el virtuosismo del director.
Critica emitida en radio. Escuchar en link.
Critica emitida en radio. Escuchar en link.
Critica emitida en radio. Escuchar en link.
El estreno de Spencer, la película del chileno Pablo Larraín sobre Diana, la princesa de Gales, podría generar el interrogante sobre la necesidad de abordar una vez más la trágica historia de Diana Frances Spencer, más conocida de Lady Di. Sin embargo el film esquiva la biopic tradicional sobre cualquier personaje conocido y desde la ficción, muestra el derrumbe psicológico de la protagonista durante tres días de una reunión de la familia real. Larraín, que ya había ensayado una incursión a la psiquis con Natalie Portman en la piel Jacqueline Kennedy en Jackie, profundiza el procedimiento en Spencer con una extraordinaria Kristen Stewart en la piel de la atormentada Diana, que deambula, sufre y hasta alucina por los pasillos vacíos de un castillo. Así, la feroz vigilancia de la familia Windsor de los pasos y actitudes sobre la princesa de Gales, es una presencia explícita y amenazante a través de los sirvientes, la absurda etiqueta para cada hora del fin de semana, que incluso habilita a algunos pasajes con elementos del cine de terror, que funcionan como un espejo del estado mental de la Diana. Si bien es una ficción, la construcción del perfil de la princesa es perfectamente verosímil y se monta sobre la rebeldía y la necesidad de mantener su esencia en medio de un modo de vida que incluye traiciones, silencios e hipocresía. El universo endogámico y lúmpen de la realeza británica tiene una puesta vistosa y sin fisuras. Pero lo verdaderamente importante del relato es la batalla dentro de la mente de Diana, en donde el fantasma de Ana Bolena y su trágico fin -que el personaje identifica con su propio destino- tiene tanto peso como la lucha invitáblemente perdida por preservar su individualidad y su rol de madre en un ambiente hostil, regido por las convenciones y la frialdad, en donde cualquier conflicto se licúa o esconde en aras de sostener el régimen monárquico. SPENCER Spencer, de Reino Unido/Chile/Estados Unidos/Alemania, 2021. Dirección: Pablo Larraín. Guión: Steven Knight. Intérpretes: Kristen Stewart, Timothy Spall, Jack Farthing, Sean Harris, Stella Gonet, Sally Hawkins, Amy Manson, Jack Nielen, Freddie Spry, Emma Darwall-Smith. Producción: Pablo Larraín, Paul Webster, Janine Jackowski, Juan de Dios Larraín, Jonas Dornbach y Maren Ade. Duración: 117 minutos.
Candle in the wind. La nueva película Pablo Larraín toma a un personaje histórico (y popular) como el de Lady Di (Kristen Stewart), para hacer una especie de manifiesto visual y emocional sobre la soledad y la incomprensión. Por supuesto en un contexto social especifico, como lo es la realeza británica, con costumbres enquistadas de un sistema monárquico en constante crisis. La trama se centra en un fin de semana de Navidad, a principios de los años 90´, en la Casa de Windsor (Inglaterra); en donde vemos a una Diana Spencer a borde del colapso, dado que cae en cuenta que su matrimonio no va más (sabe del romance del príncipe Carlos con Camila de Cornualles); además de asfixiarla ese modo de vida tan riguroso y estructurado, acompañado de una exposición pública abrumadora. Así vaga por el castillo imponente, en donde no prenden la calefacción por cuestión de protocolo, evitando la balanza y el contacto con su familia política. Le duele mirar a los ojos a su marido, con quien no tiene relación, y añora su niñez… quiere volver a la casa hecha añicos que la vio crecer; sentir la calidez y el abrigo de esos momentos felices. Los únicos instantes que es ella sin necesidad de escindirse en la “princesa”, es cuando está con sus hijos. Lo demás es todo apariencia, una apariencia que le pesa, que no está dispuesta a soportar. Su inestabilidad se refleja en cada pasillo, en cada ausencia a las comidas reales, al no ponerse en vestido indicado; en su bulimia, en la necesidad de sentirse amada, de sentirse libre. Larraín manifiesta con una precisión rigurosa, en cada plano, no solo la emocionalidad del personaje, sino también la vacuidad de un régimen perfectamente organizado. Si bien al principio de la cinta alude a que es “una fábula”, también se podría describir como un preludio de lo que va a suceder. La pulsión de muerte esta presente todo el tiempo en esa Diana que solo es feliz cuando se pone la campera harapienta de su padre, o maneja sin custodia un auto, y come con sus hijos comida chatarra. Ya es tarde para ser una mujer “común”; tiene el peso en sus espaldas de ser Lady Di, aquella construcción social perfecta de un personaje que la gente ama. Y justamente a la realeza no solo le molesta su conducta anti protocolar, sino también la imagen que ha construido, que las personas la hayan elevado a un mito casi viviente. Spencer es un cuento de hadas que lejos de mostrarnos un final feliz, por el contrario, tiene tintes pesadillezcos y expone casi de forma la literal sensaciones tan complejas como la angustia y la soledad.
Larraín construye una visión maniquea y polarizada de la vida de la princesa Diana, en la que sólo algunos destellos de humanidad y dolor, que se desprenden de la maravillosa interpretación de Kirsten Stewart, permiten avanzar en el visionado de esta bucólica propuesta, filmada de manera brillante, pero sin los elementos necesarios para capturar la total atención al relato.
En sus últimas películas Larraín encontró una fórmula que parece abrirle todas las puertas: de los festivales, de Hollywood, de las cadenas de televisión. Jackie, Lisey’s Story y Spencer giran alrededor de la percepción extrañada de una mujer que, por una u otra razón, es trastornada por algún hecho y queda descolocada, fuera de sí. Padecimos Jackie y el rictus eternamente constipado de Natalie Portman, que entiende que la actuación debe transmitir solamente variantes del sufrimiento. Los planos raros, los juegos con el tiempo y con el estatuto de los sucesos (si ocurren de verdad o si surgen de la mente alucinada de la protagonista), las actuaciones afectadas de ambigüedad, de temblores y parálisis, todo buscaba comunicar al espectador que se encontraba ante un objeto difícil, complejo, de calidad que no invitaba al disfrute sino a la reflexión, al análisis y, de paso, al comentario feminista. El modelo dio sus frutos, parece, y Larraín se decidió a replicarlo cambiando el tiempo y el lugar en Spencer. Pero antes estuvo Lisey’s Story, la serie que filmó para HBO sobre la novela de Stephen King, que pertenece al mismo universo de películas, pero en la que, por algún motivo, el director no puede modelar las cosas a su antojo, como si hubiera algo, la obra original, el mismo King o los protocolos de la cadena que (para bien) lo restringen y fuerzan a narrar sin el aparato complaciente y pomposo de Jackie. Pero después vino Spencer donde Larraín está desatado, a sus anchas. La historia de Spencer es en verdad muy simple: tras algunos años de matrimonio y dos hijos, Diana se encuentra agobiada por el peso de la familia real, sus normas, sus tradiciones. La mujer la pasa mal, se enreda sola con sus problemas, se confunde y no sabemos qué tanto de lo que pasa sucede efectivamente o es resultado de su estado. El mismo extrañamiento de Jackie, pero ahora adaptado y amplificado para surfear mejor la ola feminista de Hollywood: cada pequeña rebelión de la protagonista se propone señalar una nueva forma de opresión masculina, desde la disparidad con la que la corona y los medios observan las infidelidades hasta la contundencia con la que se impone la caza como rito de iniciación de los herederos jóvenes. Un par de esos deslices y Larraín pierde el poco misterio que había logrado en Liseys Story: Julianne Moore se pasa la serie entera en carne viva pero retiene para sí una dosis de intriga, de incertidumbre, sobre los males que la aquejan. En cambio, en Spencer la gran Kristen Stewart muestra todas las cartas en las primeras escenas. Su Diana es apenas un manojo de tics destinados a reconstruir la presencia del personaje real. La actriz está toda la película subiendo y bajando los hombros, haciendo puchero y acentuando la sonoridad del inglés británico. Diana es una cáscara, no hay nada más que esa gestualidad mimética. Convengamos que el cine puede albergar seres así, personajes que son pura inmediatez, presencias evanescentes sin espesor y etéreas que eluden la supuesta profundidad que vendría a imprimirles la psicología. Pero Larraín no renuncia a la psicología, al contrario, hace de ella la piedra de toque de toda la película. El resultado es de temer: dos horas viendo a la bella Kristen jugando a ser una muñeca rota, dos horas de ver el mundo desde sus ojos tristes de nena caprichosa. Si por lo menos todo fuera algún revival camp, un retrato gozoso sobre la decadencia de una princesa plebeya. Pero Larraín es un tipo serío, es decir, solemne, duro y machacón que tiene planeado extraer el sentido de cualquier palabra, intercambio o movimiento. Todo debe ser leído como síntoma de la opresión que Diana sufre a manos de la familia real y sus sirvientes. No hay espacio para maravillarse con las tradiciones estrambóticas de la corona, con la pervivencia de rituales tan estrafalarios como antiguos, con las comidas de primera, con los paseos por el campo o para forma de disfrute alguno. Como cualquier predicador, Larraín sabe pulsar las cuerdas del momento para arrancar de allí los acordes que dicta la época, y eso incluye, además del feminismo subrayado y el pesimismo inopinado, la hostilidad hacia cualquier forma de institución familiar o política con reglas propias que tenga una idea estratificada del mundo y las personas. Esto incluye, claro, a los reyes, y sabemos que los demagogos siempre pueden obtener alguna ganancia módica de la crítica a esas rémoras del pasado. Ese sistema narrativo pobre, escaso, complaciente, encuentra su cauce en un final de la misma condición donde comer comida chatarra en la calle puede ser algo parecido a una revolución, un gesto vital y afirmativo.
A esta altura de la historia, y con toda la evidencia a la vista, es imposible negar los malos tratos psicológicos que recibía Diana Spencer, princesa de Gales, por parte de la familia real y su entorno. Más allá de su mítica figura, el director chileno Pablo Larraín fue el encargado de dirigir Spencer, uno de los estrenos de cine de la semana. La autodenominada “fábula de una tragedia real” muestra tres días en la vida de Diana, princesa de Gales (Kristen Stewart), durante una cena de Navidad de la realeza inglesa en la Casa Sandringham, a unos metros del lugar donde ella creció. Si este film funciona, es por el elenco. Kristen Stewart sorprende tras lograr no sólo la corporalidad, sino también el acento y la voz tan particular de Lady Di -la nominación al Oscar como Mejor Actriz Principal es más que entendible-. También sobresale Timothy Spall, quien con una expresión tan británica consigue una mezcla perfecta entre indiferencia y manipulación que sirve como la personificación de la fuerza conflictiva que choca con la de la protagonista. Se destacan también Sally Hawkins y Sean Harris como la alianza pro Diana Spencer. Después de Jackie (2016), el realizador chileno Pablo Larraín se vuelve a embarcar en la historia de una mujer casada con el poder, salvando las diferencias. Las similitudes están a la vista: el uso de primeros planos como para forzar esa emoción e incomodidad en las retratadas y la música, que las pone a ellas en la majestuosidad que merecen, nunca un paso atrás de sus maridos y siempre en una relación honesta con sus hijos. Sin embargo, ambos largometrajes tienen ese elemento melodramático que los hacen pesados de ver; más allá que en el caso de Spencer se aclare que no es, necesariamente, una historia real per se. El film deja una sensación de impotencia tras atestiguar los efectos en la salud mental de Diana por parte de, no solamente la presión del entorno, sino de una manía por culpabilizarla de los errores y omisiones, los cuales paradójicamente son perdonados en la figura de la Reina. A pesar de que Larraín describe hechos que mezclan la realidad con el sufrimiento de la Princesa del Pueblo ocurridos hace varios años, parecería que hoy en día, por esos pagos, las cosas no cambiaron demasiado. La toxicidad sigue a la orden del día.
El chileno Pablo Larraín es un especialista en abordar universos femeninos. Tal interés lo demuestra la producción de películas como “Gloria Bell” (2018), “Princesita” (2019) y “Una Mujer Fantástica” (2019), así como la dirección de cintas del estilo de “Emma” (2019) y “Jackie” (2016). Trazando lazos evidentes con esta última, es que su reciente recorte biográfico de una personalidad atravesada por su desempeño político, sigue los rastros de la fallecida miembro de la realeza británica, Lady Di. La princesa de Gales, primera esposa de Carlos, y heredera de la Corona Británica, vivió sus años bajo los flashes de la prensa y sometida a una enorme presión. Gozó de su popularidad y tal carisma la hizo merecedora del cariño del público, en tanto sufriera en carne propia el escrutinio permanente que los medios amarillistas hicieran sobre la estabilidad de su matrimonio y los escándalos que rodearan al mismo. Activista humanitaria y glamorosa aristocrática, la silueta que traza su figura arroja un reflejo fractal. El ojo público concibe la autenticidad imperfecta de una figura hecha de contrastes. Con magnetismo y de modo por completo anti convencional, el talentoso realizador chileno indaga, con su habitual abordaje antropológico, en la tumultuosa vida privada de la princesa, centrándose en un evento familiar particular, el cual utiliza como disparador para desnudar la crucial naturaleza de sus tormentos y traumas. El drama se desatará, a lo largo de tres jornadas, en una fastuosa mansión, ubicada en una finja de la rural Norfolk. El de Kristen Stewart es un retrato emocional perturbador. Deslizándose hacia las profundidades de su psiquis, encarna a una mártir modernista, debatiéndose entre visiones de Ana Bolena y desarreglos alimenticios con delicias de arte culinario burgués. La estilizada puesta en escena, del siempre inquietante y sutil Larraín, no desatiende detalle a la hora de potenciar todo elemento del lenguaje cinematográfico al servicio de una riqueza sensorial llamativa. Es así como herramientas y recursos, tanto visuales como sonoros, van construyendo esta extrañada, fascinada y perturbadora mirada. Acaso un ensayo sobre la angustia existencial, descansando en el talento sin parangón de una de las estrellas jóvenes más cautivantes del horizonte hollywoodense. “Spencer” es el anverso perfecto del tipo de biopic encarado por Oliver Hirschbiegel para el film “Diana” (2013), protagonizado por Naomi Watts.
Después de la biopic que retrataba la vida de Jacqueline Kennedy en los instantes posteriores al asesinato de JFK, Pablo Larraín («El Club», «No», «Neruda») decidió volver a centrarse en una figura histórica para contar una historia atípica, pero que ayuda a entender el complejo entorno en el que se veía envuelta y asfixiada la princesa Diana Spencer, más conocida como Lady Di. Larraín ha encontrado cierto gusto por representar figuras históricas de distintas latitudes. Ya lo vimos trabajar en la biopic de su compatriota Pablo Neruda, la antes mencionada biopic sobre la primera dama de EEUU, Jackie Kennedy, y ahora con la correspondiente princesa consorte de Gales. Lo cierto es que las aproximaciones que busca el director a las figuras representadas son a partir de periodos limitados de tiempo y no una especie de repaso por su vida. Esto es algo bastante recurrente dentro de las biopics, y dichos eventos representados suelen ser sumamente relevantes o hitos que marcaron a fuego sus vidas. No obstante, «Spencer» a primera vista parece no hablar de algo trascendente dentro de su vida. Este retrato se centra en un fin de semana particular durante los años ’90, en los que Diana (Kristen Stewart) acude junto al príncipe Carlos y sus hijos a pasar las vacaciones de Navidad en la Casa de Windsor en su finca de Sandringham en Norfolk, Inglaterra. El drama se centra en esos tres días, y en cómo Diana empieza a sentirse sofocada por su vida cotidiana dentro de la realeza, al mismo tiempo que comienza a darse cuenta de que su matrimonio con Carlos no estaba funcionando. Dijimos que a primera vista no parece que el film incurra en contar hechos destacados de su vida, si tenemos en cuenta la complicada y breve existencia que llevó Diana antes de sufrir aquel fatídico final, pero digamos que de cierta forma aquel periodo definido fue el que hizo que Spencer termine tomando la decisión de divorciarse del príncipe. Lo más interesante del largometraje, más allá de la brillante interpretación de Stewart que la llevó a conseguir una nominación a Mejor Actriz en la próxima entrega de los Oscars y a tener altas chances de obtener la preciada estatuilla, radica en que «Spencer» compone un verdadero drama de encierro. Incluso desde sus emplazamientos de cámara, la elección de los lentes y ciertos seguimientos de la protagonista en travellings de seguimiento por los pasillos de la finca, remiten directamente a los planos de steadycam de «The Shining» (1980) de Stanley Kubrick, con la que también comparte ese descenso a la «locura» (no a ese nivel tan literal como en la adaptación de Stephen King) que se da producto de la reclusión y el hostigamiento del entorno de Lady Di. Incluso también hay ciertos momentos que se separan de la realidad tal como pasaba en el film de Kubrick, acompañadas por una banda sonora imponente e inquietante. Larraín toma varios riesgos durante el relato, en el que no propone un retrato fehaciente y solemne de la princesa, sino plantea algunos cuestionamientos a la corona británica y cómo fueron comprometiendo su estado mental por medio de rituales y tradiciones que la llevaron al borde. «Spencer» es un film interesante, en sus formas, que ofrece un sólido paso en la carrera de Stewart y de Larraín. Una película inquietante que plantea un debate y un cuestionamiento a las autoridades, pero desde un costado poco explorado. Con una atmósfera amenazadora motivada por su banda sonora perturbadora y una bella fotografía desaturada que retrata los verdaderos colores de la realeza, trasmitiendo la empatía del director por la protagonista y su trágico destino.
El nuevo trabajo de Pablo Larraín se presenta a través de unos títulos explicativos que aclaran que lo que estamos a punto de ver es una fábula a partir de una tragedia real. Y, en efecto, con estas formas y con esta sensibilidad se aborda el drama de la “jaula de oro” que la Princesa de Gales experimentó en condición de ilustre miembro de la Casa de Windsor. La acción, que toma el lapso de tiempo de tres días, arranca la vípsera de una Navidad de principios de los años 90, y queda para siempre confinada en la finca de Sandringham en Norfolk, Inglaterra, propiedad de la realeza británica. Estamos pues en el momento crucial en el que Lady Di (de verdadero nombre Diana Frances Spencer), consciente de que su matrimonio con el príncipe Carlos se ha quedado estancado en un irremediable punto muerto, toma la decisión de alejarse de la estricta línea marcada por una familia que, a esas alturas, ya la considera como un intolerable elemento disruptivo del orden (hogareño, monárquico). Una escapada rural infernal: en una de las suntuosas cenas que plagan el relato, la princesa siente un profundo asco ante la perspectiva de tener que saborear uno de los exquisitos platos que ha preparado el chef de la mansión. Pero, al levantar la vista, el panorama no mejora. Al contrario. A izquierda y derecha solo ve a distinguidos personajes de sangre azul que la atacan con los ojos. Nadie habla, ni falta que hace, menos teniendo en cuenta que hay miradas que matan. De repente, caemos en la cuenta de que la banda sonora de fondo, grosera incisión, a base de cuerdas rasgadas, en la angustia de la protagonista, va in crescendo. De hecho, lo que en un principio creíamos que era música de foso, al final se descubre como de pantalla. Resulta que en aquel comedor, realmente hay unos músicos que tocan sus respectivos instrumentos con una intensidad que parece indicar que están queriendo asesinar el silencio incómodo que se ha instalado en la habitación. Resulta que la escena se ha vuelto tan insoportable, que ha derivado en un show grotesco presidido por la ingesta y posterior regurgitación de objetos que en ningún momento deberían haber llegado al estómago. Es un espectáculo desagradable, vergonzoso, indigno, se mire cómo se mire, y lo protagonice quien lo protagonice. Pero, por suerte, todo esto solo ha sucedido en la cabeza de la atormentada Lady Di. No era cierto, era una fantasía febril producida por una mente a la que solo le queda la evasión del delirio. Recordemos que esto es una fábula a partir de una tragedia verídica. Realidad y ficción se confunden, está claro, pero a nosotros nos ha tocado presenciar unas imágenes tan exageradas, tan terroríficamente burdas, que inevitablemente calan. Los comentarios, anécdotas y chismes que pueden arruinarle la vida a alguien, sienten el mismo -nulo- respeto por la verdad. En estos momentos es cuando el film camina por el alambre que separa la genialidad de la temeridad. Las desagradables caras que juzgan a la Princesa Diana son tan exageradamente largas, que rozan la caricatura. Lo mismo sucede con prácticamente cada momento (y no son pocos) en que Pablo Larraín y el guionista Steven Knight cargan la culpa del trágico destino de Lady Di a la Casa Real británica. Entre esto y la entrevista viral de Oprah Winfrey al príncipe Harry y Meghan Markle hay muy pocos pasos. La distancia se acorta aún más cuando Spencer recurre a la metáfora, gesto siempre arriesgado a la hora de abordar el drama histórico. El peso de la tradición se plasma con los platos de una balanza, los terrores cíclicos del pasado se encarnan en la figura de Ana Bolena y las sogas en el cuello adquieren la forma de lujosos collares de perlas. La auto-impuesta etiqueta de “fábula” como excusa ideal para corretear por las galerías de las miserias de los Windsor como un elefante por una cacharrería. Y de nuevo, la jugada puede leerse en clave anti-monárquica o simplemente como síntoma de torpeza a la hora de regular la sensibilidad del relato. En cualquier caso, a Diana Frances Spencer siempre le toca el rol de principal perjudicada. Si su recuerdo acaba encontrando finalmente cierta dignidad, es sobre todo gracias a quien la encarna, una Kristen Stewart convertida en un acierto de casting inmenso. La actriz que parece que no quiera ser actriz; esa figura de fragilidad auténtica que sufre con la mirada ajena (igual que la princesa en aquella vomitiva cena), da auténtico sentido a la combinación entre realidad y ficción en la que se parapeta el relato. Intérprete y personaje forman un todo robusto y profundamente humano, de una coherencia abrumadora, tanto dentro como fuera de la pantalla. Una fusión que emociona y conmueve por lo infalseable de cada uno de sus gestos y reacciones.
En el comienzo de Spencer, la princesa Diana (Kristen Stewart) está perdida. No puede encontrar el camino que la lleve hasta Sandringham, la imponente residencia campestre de la familia real, que se prepara para recibir a la reina Isabel y sus seres más cercanos para pasar allí la Navidad. Estamos en los comienzos de la década de 1990, diez años después de la llegada de Lady Di al frío mundo de la Casa Windsor, al casamiento con el príncipe Carlos y a la fugaz felicidad de la llegada al mundo de sus dos hijos, Guillermo y Enrique. En un nuevo acercamiento al mundo femenino, y más específicamente a mujeres famosas enfrentadas a complejas situaciones personales, políticas y psicológicas, el director chileno Pablo Larraín observa a Lady Di desde ese momento con una premisa. Da por sentado que el espectador conoce de sobra el contexto histórico en el que se desenvuelve la acción. No hace falta explicar quién es la protagonista y en qué ambiente se mueve. Le basta con presentar a Diana sin dejar nunca que veamos detrás de la apariencia reconocible del personaje (el peinado, los mohines, el movimiento de los hombros) a la actriz que la interpreta. Más allá de esos gestos y del acento británico que en este caso adopta su voz, Stewart no se propone imitar a la verdadera princesa de Gales. Lo que hace es asumir toda la complejidad psicológica de su atribulado presente y la conciencia de que en ese momento está por atravesar la puerta de un laberinto en el que no solo se perderá. En la búsqueda estéril de una salida, Diana acentuará sus perturbaciones, agravará los trastornos alimenticios que sufre, comenzará a autoflagelarse y sentirá, sobre todo, que allí no tiene futuro. “En este lugar el pasado y el presente son la misma cosa”, reconocerá en un momento. Los mejores momentos de Spencer aparecen justamente al comienzo, cuando Larraín expone el contraste entre el ansia de libertad de la protagonista y el destino de cárcel que vislumbra dentro de Sandringham, una fría jaula de oro que le impone el cumplimiento de una sucesión interminable de tradiciones y rituales, algunos insólitos y tan condicionantes para ella como someterse a un pesaje apenas llegada. Larraín nos dice explícitamente al comienzo que estamos viendo una fábula, narrada a partir de una historia real. Esa fábula llega por momentos a convertirse en una historia terrorífica, llena de silencios y de amenazas disimuladas detrás de los modos elegantes de la silenciosa familia real. Spencer es el retrato alucinado de una mujer que nunca quiso ser princesa por más que desde la infancia (reflejada a través de algunos flashbacks) siempre estuvo cerca de ese destino. “Digan que vieron a un fantasma”, le ordena Diana a unos policías que la descubren por la noche, sola y en medio de la oscuridad, rumbo a la abandonada casa paterna. Antes, como en una pesadilla constante, frente a sus ojos aparecen otras imágenes fantasmagóricas. Algunas muy reales, como el momento sin palabras que comparte con la familia real en la cena de Nochebuena. Otras surgidas de la imaginación, como la aparición recurrente del espectro de Ana Bolena. Diana parece estar mirándose todo el tiempo en el espejo de la reina a la que su marido, el rey Enrique VIII, ordenó decapitar bajo acusaciones falsas de adulterio y traición. Esa referencia histórica comienza a hacerse recurrente hasta el punto en que a través de ella la película cae más de una vez en el riesgo de la alegoría. Cuando se hace tan enfático un retrato que hasta allí Larraín había construido con sutilezas y algunos momentos de sugerente belleza, el relato a veces tropieza, sobre todo cuando aparecen algunas explicaciones de más y cuadros que se acercan peligrosamente al territorio del realismo mágico. A pesar de esas vacilaciones, el relato se sostiene y consigue atrapar toda la profunda complejidad psicológica de un personaje atrapado entre sus anhelos y el cumplimiento de sus deberes, y que sabe que está muy cerca de tomar una decisión crucial: tomar distancia definitiva de su familia política. La partitura musical de Jonny Greenwood, llena de notas disonantes, ilustran a la perfección ese inquietante escenario. Junto a la excelente Stewart se destacan Sally Hawkins y Sean Harris como la vestidora y el chef que ayudan a calmar las penas de la princesa, y sobre todo el gran Timothy Spall, un observador riguroso y omnisciente que también entiende, desde la distancia que le da su cargo oficial, el calvario de una mujer a la que le preguntaron si quería ser reina y contestó que sólo soñaba con ser madre.
Sentimientos encontrados despierta en todas las latitudes Spencer, que no es la biografía de Lady Di, sino que se centra en ese fatídico fin de semana de Navidad a comienzos de los años ’90 en el que Diana Spencer (Kristen Stewart nominada al Oscar), casada con el Príncipe Carlos (Jack Farthing, Joe en La hija oscura), se da cuenta de una buena vez que la convivencia es imposible. Es que la disposición emocional que uno tiene ante lo que le cuenta el chileno Pablo Larraín va variando. A la película no le cuesta nada poner al espectador del lado de Lady Di, que sufre el (mal)trato de una realeza estricta. “¿Qué c… hago acá?” se pregunta Lady Di, perdida en la ruta antes de llegar manejando su automóvil -nada de choferes- a la Casa Sandringham, la finca real que quedaba muy cerca de su casa de la infancia. La inquisición tiene un doble sentido o significado -como ya veremos, Larraín apela a metáforas y doble sentidos en más de una ocasión-: más que una desubicación de lugar, Diana advierte que quizá tampoco debería estar donde está, en el centro, no en el corazón, de la familia real británica. Ni jugar o arropar a los pequeños Harry y William mejora su cara. Porque la Diana de Kristen Stewart no ríe ni sonríe ni que le dieran la colección completa de Mr. Bean o El show de Benny Hill. Muchos motivos tampoco tenía. Apenas llega conoce a Alistair Gregory (Timothy Spall), un tipo que está allí como un stopper en el fútbol: no debe dejar que la esposa del príncipe se mueva con facilidad, y sí que cumpla los mandatos de la casa real mientras se “festeje” la Navidad. La única que parece comprenderla -y ya se verá por qué- es su asistente Maggie (Sally Hawkins, de La forma del agua). La cuestión del desánimo con que se sigue la proyección no pasa por ahí, sino por la construcción del relato, que pivotea en demasiadas áreas. Al drama conocido -su lucha contra la bulimia, no se menciona los intentos de suicidio que habría tenido- le agrega un clima como de horror, más metáforas algo burdas. Entrar a la psiquis Como en Jackie, sobre Jacqueline Kennedy, otra esposa en medio del poder, Larraín intenta meterse en la psiquis de su protagonista. Es que entre las elecciones del director chileno -toda una gran apuesta pensar que Stewart podía pasar por Diana- figura pensar que la protagonista está angustiada, claro, pero alterada también psíquicamente. Spencer fantasea con un personaje histórico como Ana Bolena, y cuando deambule por su propia casona de la infancia, aquello que mencionábamos de clima de horror se hará más tangible o palpable, si cabe el término. ¿O acaso la familia real, de aparición esporádica, no es más que una figura como fantasmagórica en la existencia de Diana? La afectación de la caracterización de Stewart, a quien el director fuerza con mohínes y caritas, gestos y posiciones de cuerpo para que se asemeje al personaje real, en verdad no ayuda y aleja al espectador en vez de conmoverlo. Y por momentos la actriz de Crepúsculo parece más una marioneta que una intérprete.
Texto publicado en edición impresa.
A esta altura prácticamente ya no existen hechos reveladores sobre la vida de Lady Di que el público desconozca y su biografÍa se trabajó en numerosas producciones del cine y la televisión. Una de las recreaciones más logradas fue la que presentó recientemente la serie The Crown con las interpretaciones de Emma Corrin y Elizabeth Debick en las distintas facetas de la vida de la princesa de Gales. Frente a este contexto el director chileno Pablo Larraín optó por evadir la biografía de manual para elaborar una exploración más psicológica de la experiencia que vivió la protagonista como parte de la realeza inglesa. Un concepto que el cineasta ya había trabajado en Jackie, con Natalie Portman, que presentaba un perfil similar y que de hecho cuenta con algunos en puntos común con este film. Spencer cubre apenas tres días en la vida de la protagonista, durante las fiestas de fin de año de 1991, que representó un período de enorme tensión entre Diana y la familia real, a raíz de la crisis matrimonial con el Príncipe Carlos. Larraín utiliza ese fragmento de tiempo para construir una especie de radiografía emocional de una mujer que atravesaba problemas de salud mental y buscaba recuperar su sentido de identidad e independencia. Más allá de la cuidada puesta en escena y toda la reconstrucción que presenta de las internas de la realeza, el principal atractivo de este estreno se encuentra en la composición que ofrece Kristen Stewart sobre Diana. Pese a que el relato no le permite desarrollar demasiado el personaje porque se concentra en un tiempo limitado, la actriz encuentra el espacio para capturar la crisis emocional que atravesó la princesa en ese momento. Toda la labor que presenta con expresión corporal y el tono de voz es muy correcta y resulta natural que la tomaran en cuentan en la nominaciones al Oscar. El inconveniente de Spencer, que también acarreó Jackie, es que más allá de la labor de su figura principal como película ofrece un melodrama genérico que después del primer visionado se olvida enseguida. Larraín presenta una mirada bastante simplista de la salud mental de la princesa que podría haber contado con un tratamiento más elaborado. El argumento ofrece pinceladas de un momento de crisis de la protagonista pero no profundiza en ninguna de las temáticas que aborda. Motivo por el cual no llama la atención que en la temporada de premios el film cobre notoriedad por la labor de Stewart más que por el apático trabajo del director.
Pablo Larraín ha logrado encontrar un espacio como director, el de las biografías misóginas más lamentables del cine contemporáneo. No hay nada como un buen embaucador capaz de vender un producto que no es tal, disfrazarse de feminista con un cinismo pocas veces tan claro y avanzar sobre películas que le prometen a sus protagonistas la posibilidad de ganar premios haciendo imitaciones simiescas de personas famosas del siglo XX. Todos ganan, excepto el espectador. Luego de mostrar a Jackie Kennedy como una idiota irrecuperable, ahora Larraín se aferra a una Diana Spencer completamente chiflada, víctima del bullyng familiar, que en su locura charla con Ana Bolena y que practica un complejo de Edipo necrófilo digno de un film más sofisticado que este. Se podrá decir que Spencer no es una biografía tradicional y es cierto. Este retrato de la mente de Diana hace que el clima sea el de El bebé de Rosemary pero en versión comedia. Toda una familia de monstruos acosa a la protagonista que desciende hacia la locura de manera progresiva, repitiendo todas las veces que puede las mismas ideas. Larraín y el guionista Steven Knight juegan todas las cartas que están de moda. Tiene una mujer sojuzgada por un entorno cruel, aunque no importa lo que quiera insinuar la película no logra establecer que sea machista, porque tanto no logra mentir. Para denunciar el machismo en la corona británica se debe remontar hasta Enrique VIII, a quien trata sin piedad, eso sí. Tiene una protagonista con problemas alimenticios, algo que describe con el realismo que le niega al resto de la historia. Tiene muchas quejas con respecto a la realeza en general y defiende a capa y espada a los locales de comida rápida. Un revolucionario que le da al público lo que quiere y a su protagonista la nominación al Oscar que quería. Kristen Stewart quiere premios. La mayoría de los actores quieren eso, al menos eso parece apreciarse en la manera en la que arruinan su trabajo en pos de tener estatuillas, laureles y otros reconocimientos. Los actores aman ser premiados. Los primeros minutos de película alcanzan para desear no haber empezado a ver la película. Su concepto de actuación es la imitación, algo que se ha convertido en pasaporte al Oscar en los últimos veinte años. Ver la manera en la que se arrastra para conseguir ese premio merece en sí mismo algún tipo de galardón, lo único malo es tener que verla durante dos horas. Nunca se convierte en Diana, nunca es algo diferente tampoco, simplemente hace gestos e inclinaciones de cabeza que parecen medidas por un transportador y un compás, para que todos puedan decir: ¡Inclina la cabeza en un ángulo de treinta y cinco grados, tal cual lo hacía Diana! Y eso es todo lo que ofrece Pablo Larraín con su película. Ya debe estar mirando revistas para ver quien es la próxima mujer famosa a la que puede retratar.
Lo primero que nos atraviesa al acercarnos al último trabajo del chileno Pablo Larraín, “SPENCER”, es preguntarnos que quedó de aquella acidez con la que un joven cineasta representaba las problemáticas sociales propias de una Latinoamérica atravesada políticamente por los fuertes movimientos post-dictadura, como lo había hecho en “No”, la inolvidable “El Club” o incluso en un narrativa más disruptiva y contemporánea como la de “Ema”. Pero inexplicablemente Larraín sigue insistiendo con su serie de retratos biográficos que deslucen su filmografía tal como ha sucedido anteriormente con las pobres “Neruda” y “Jackie”. Volviendo sobre este camino y en un registro similar a las anteriores, ahora pone la lupa en el centro de la familia real británica, haciendo puntualmente foco en Diana Spencer. No se enfocará en un hecho puntual de su vida sino que la acompañará durante un fin de semana cercano a la Navidad en donde Larraín elegirá construir su personaje compartiendo algunos momentos palaciegos en donde Diana introspectivamente revisa lo que siente, su necesidad de un cambio, la importancia del vínculo con sus hijos, la frialdad con la que construye su pareja con el príncipe Carlos y finalmente, las reacciones de la familia real frente a sus desafiantes posturas que cuestionan el protocolo. En cada uno de los pequeños momentos que Larraín refleja durante ese fin de semana, el eje central será la desolación y la tristeza que siente Diana con una vida que se le ha ido de las manos atormentada por no poder manejarla, la búsqueda de su propia identidad -inclusive intentando pasar desapercibida y abandonar su halo de realeza para mezclarse como una más dentro de su pueblo-, más allá de cuestionarse permanentemente su rol dentro del palacio y la disonancia con sus propios deseos. En “SPENCER” Larraín vuelve a validarse como un gran puestista en donde cada encuadre, cada detalle, la fotografía y la composición de los planos, da cuenta de la sensibilidad con la que propone contar la historia con un correcto uso de todos los elementos estéticos y visuales que tiene a su alcance. Pero la realidad es que en el cuidado de la puesta y en el preciosismo con el que construye cada uno de los elementos que pone en juego, arma un vistoso espectáculo visual pero que carece completamente de alma. Forma sin fondo: un despliegue formal y exquisito que no logra sintonizar con la narrativa fragmentada y dispersa que reúne diversos momentos que no logran ni un crescendo dramático ni puede, al menos, despertar un mínimo interés por lo que sucede en pantalla. La misma abulia que rodea a cada acto de Diana se traduce en una película morosa donde no parece pasar nada importante y que, inclusive, podrían alterarse las escenas sin generar ningún efecto ya que no hay progresión dramática ni hechos relevantes dentro de su narrativa. Larraín abusa de ciertos detalles que subrayan, incluso torpemente, lo que quiere transmitir como la ruptura, en más de una ocasión, de un hermoso collar de perlas que estalla, dispersando cada uno de sus eslabones, conectado con este volcán a punto de estallar que Diana siente en su interior, más allá del simbolismo sexual y de pureza que siempre se le han asignado a las perlas. Lo mismo sucede en una escena con una mesa de pool perfecta y una bola de billar rodando en el piso, desequilibrándolo todo o la aparición de las palomas muertas y la referencia a su plumaje. En los pocos –muy pocos- momentos en los que Larraín elige desapegarse y volar con su creatividad, logra los pocos momentos interesantes de la historia como cuando mezcla y traza un paralelismo entre la historia de Diana y la de Ana Bolena a la que hace participar, invadiendo los pasillos de ese enorme castillo en donde Diana se devanea con sus propios pensamientos y su incipiente desvarío. Kristen Stewart se pone en la piel de Diana. Obviamente, si analizamos esta composición dentro de su filmografía, Stewart se pone la película en sus hombros y logra captar la atención del espectador con su tono de flema inglesa perfecto y una cuidada composición donde la tristeza y el dolor están presentes en su mirada. Pero transcurridas las primeras escenas, es muy evidente que “SPENCER” está diseñada como un producto que sale al ruedo en la temporada de premios y poco a poco aparecen ciertos mohines –la mirada, la inclinación de la cabeza, el tono afectado- que se repiten en la composición de Stewart como si el andamiaje sobre el que construye el personaje estuviese fríamente calculado y estudiado para lograr la tan preciada nominación al Oscar. Un trabajo que puede ser perfecto y técnicamente deslumbrante pero que, de tan prolijo, carece de esencia y que muchas veces algo más “desprolijo” y menos calculado, puede implicar ese riesgo actoral que, al menos, en esta ocasión no aparece. Ya sucedió con una composición completamente prefabricada de Judy Garland que logro que Renée Zellwegger se alzase con su Oscar a la Mejor Actriz, y puede llegar a repetirse este exitoso camino para el caso de Stewart que tiene una de las luchas más difíciles dentro de los premios de este año. “SPENCER” más allá de un cuidado trabajo de vestuario, diseño de arte y fotografía impecables, más una apuesta a una composición diferente en los trabajos de Kristen Stewart, es un producto que luce distante, sobre un personaje que daba para muchísimo más que un retrato vacío de contenido.
La figura de la princesa Diana por Pablo Larraín Desde una estética particular, grandilocuente y a la vez sobria se construye un relato intimo que, sin ser una representación histórica, logra ser una propuesta atractiva, de marcada emoción. Spencer (2021) mezcla un gran espacio arquitectónico con la frialdad de las relaciones entre los personajes para darle la tensión necesaria a un relato que también presenta aspectos de tinte psicológicos y oníricos y así tratar de mostrar a un personaje sumergido en un entorno inestable. La familia real va a pasar la navidad en la propiedad de la reina Isabel II (Stella Gonet) en Sandringham. El matrimonio de la princesa Diana (Kristen Stewart) y el príncipe Carlos (Jack Farthing) está en un momento de crisis, entre la separación y próximo al divorcio. Sin embargo, para la festividad han decidido reunirse todos en aquel lugar, una especie de tregua donde se verá a Diana frente a toda la realeza y su mirada hacia ella. Entre grandes habitaciones, comidas y vestidos para cada situación y sirvientes que van y vienen, Diana entrará en un momento reflexivo sobre su vida y su matrimonio. Lo cual la llevará a tener un comportamiento de cara a lo que planea para su futuro. Es interesante la construcción teatral, de darle al espacio su protagonismo necesario. Se vuelve importante para la historia. Además, está para mostrar la idea de realeza y lo que significa. Y todo empieza desde lo material, desde los objetos que llegan a la cocina, las paredes, puertas y enormes pasillos. Así mismo las comidas y vestimentas, el movimiento rígido de los cocineros y de los sirvientes. Darle a todo, una mayor expresividad. En ese punto aparece también lo psicológico, con una cámara todo el tiempo con Diana. A veces es estática y presenta grandes planos en los interiores y en los espacios abiertos, largos travellings que se mezclan entre las paredes. Pero también la cámara se aproxima, trae la inestabilidad, incluso de una cámara en mano, y que está muy cerca de sus protagonistas. En este aspecto muestra que es un relato desde la mirada, de lo que Diana imagina y piensa sobre los demás, que a la vez la observan y saben lo que siente o sufre al encontrarse rodeada y vigilada. Sin embargo, siempre es como percibe ella a los integrantes de la corona. La idea de fábula que se plantea al inicio se percibe en las figuras de los personajes secundarios, cada uno con un estilo y comportamiento frio, distante y a la vez extraño. Un relato de cuento de hadas con cierta oscuridad y personajes que marcan el peligro como el Mayor Gregory (Timothy Spall) y otros que son de protección como el caso de algunos sirvientes como Maggie (Sally Hawkins), el chef Darren (Sean Harris) y los hijos de Diana, Willian (Jack Nielen) y Harry (Freddie Spry). Asimismo, es atractivo la idea de lo onírico que llega con el fantasma de Anne Boleyn (Amy Manson), una antigua reina que parece ser la representación de lo que sucede con Diana y su matrimonio. Finalmente, es una película que apela al encadenamiento de imágenes acompañados de un estilo musical particular para mostrar los giros y cambios de su protagonista. Y así, adentrarse en lo que piensa. Una forma de mostrar sus reflexiones de índole existencial. La música que va desde el jazz, clásica y contemporánea, le da el ritmo para construir elementos simbólicos. Todo enfocado en ella y en la decisión que va a tomar. Y todo empieza por el espacio, la casa familiar centrada en su apellido Spencer, frente aquella casa de la realeza, y luego siguen los pensamientos de Diana sobre la infancia y la adultez, el antes y el después de su vida, la idea de pasado y futuro, de rebeldía y, sobre todo, de libertad. Sin lograr cierta perfección, y desde una altiva interpretación de Kristen Stewart, Pablo Larraín (Jackie) vuelve sobre un personaje femenino, en una historia que opta por ser una versión imaginaria, oscura y a la vez luminosa, y también onírica sobre una adaptación de lo que pudiera haber sucedido en aquel tiempo.
Menos Diana, más Spencer Spencer, al igual que Jackie, del mismo director, nos presenta un pequeño fragmento de la vida de la princesa Diana. Un fragmento tan pequeño como lo son unos dos o tres días en las vacaciones de Navidad con la familia real. Eso sí, es suficiente para reconocer y sumergirse en el sufrimiento y agobio de Lady Di en esas protocolares esferas repletas de farsas. El enfoque que elige el cineasta chileno no es el que uno esperaría al ir al cine a ver una película sobre la enorme figura de la princesa. Sin embargo, esta mirada íntima y psicológica del personaje es más bien novedosa e interesante, aunque pueda entorpecer –y lo hace– el ritmo y el desarrollo del film. Es destacable el minucioso trabajo de arte y fotografía para situarnos en este curioso mundillo, que se fortalece gracias a la embriagente música de Jonny Greenwood, que acompaña el temple de la cinta y de la mismísima Spencer. De todos modos, es quizá el tono monótono de la cinta el que, por momentos, termina por aburrir al espectador. Mucho se habló sobre el trabajo en esta película de quien saltó al estrellato por su papel en Crepúsculo en 2008. Kristen Stewart demuestra una madurez considerable y se pone al hombro la obra, ya que se encuentra casi constantemente en pantalla. Si bien la nominación al Oscar a mejor actriz personalmente me parece exagerada (hubiese preferido a Alana Haim por Licorice Pizza), sería injusto no aplaudir su difícil labor de encarnar a una de las figuras más emblemáticas del siglo XX y estar a la altura de las expectativas. El resto del reparto (mención especial a Timothy Spall) cumple en los pocos momentos que tienen en cámara. Spencer es una película diferente sobre Lady Di. Sin tanta acción ni su terrible final, hace hincapié en la Spencer que Diana lleva dentro, en el amor por sus hijos y la deteriorada relación con la familia real. Si les interesa mucho el tema, es una buena opción para ver en pantalla grande. Si no, quizá no tanto… Puntuación: 6/10 Por Manuel Otero
Spencer es la nueva película del director chileno Pablo Larrain, quien luego de su biopic sobre Jackie Kennedy se centra en Lady Di. Interpretada en esta ocasión por Kristen Stewart, quien recibió una nominacion al premio Oscar por su trabajo. Y la acompaña un elenco formado por Thimoty Spall, Jack Farthing, Richard Sammel y la actriz nominada al Oscar Sally Hawkins, entre otros. La historia transcurre durante el festejo de Navidad de la familia real inglesa, en una Sanddrigham State dirigida por el mayor Alistar Gregory (Spall), hábil manipulador obsesionado por hacer cumplir la tradición. Y es allí donde concurre Lady Di (Stewart), cuya crisis matrimonial deriva en problemas psicológicos, que ponen en jaque al estricto orden establecido. El principal problema de Spencer es que aborda la crisis matrimonial de su protagonista desde el thriller psicológico, recurriendo a escenas surrealistas bizarras, y dejando tan fuera de campo las causas que la generan que el espectador que no conoce los hechos reales puede no llegar a enterarse. Porque lo que funciona magistralmente en Repulsión, de Roman Polanski, por ejemplo, acá falla porque la historia no se desarrolla en un ambiente opresivo, sino que en los grandes salones de Sandringham State, en la que si bien es cierto que es tratada con frialdad por parte de la familia, se le exige únicamente cumplir con las normas tradicionales. Lo que tampoco se ve reflejado en la iluminación excesiva de las escenas a cargo de Claire Mathon, que le otorga una estética propia del cine publicitario. Pero el único logro interesante de su puesta en escena se encuentra en la música, a cargo de Jonny Grenwood, quien utiliza música clásica en los momentos donde se describen las costumbres de la monarquía inglesa, y un ritmo de jazz en las escenas donde Lady Di lleva a cabo acciones disruptivas. Una idea interesante para dar a entender el proceso interior de este personaje impedido de expresarse, razón por la que resulta acertada la elección de Kristen Stewart para este papel. En conclusión, Spencer es una película que no funciona, porque no logra fusionar el drama de época con el thriller psicológico, dando como resultado una película aburrida. Porque deja afuera al espectador, con la poca información que le brinda al hacer un mal uso del fuera de campo, a pesar de mostrarle una serie de imágenes bellamente filmadas.
La polémica historia y trágica muerte de la princesa Diana de Gales no ha dejado a nadie indiferente a lo largo de los años. El suceso de la serie The Crown de Netflix y el último gran escándalo de la Corona británica que terminó con el Príncipe Harry (hijo menor de Diana) y su esposa, la actriz Meghan Markle, renunciando a sus títulos reales en 2021, han vuelto a depositar la mirada de los medios y el público curioso sobre las miserias y secretos de la familia aristocrática. En esta ocasión, se trata de un recorte muy preciso acerca de las presiones de la institución, la infidelidad y el acoso mediático que llevaron al deterioro de la salud física y mental de Diana Spencer. El elegido para llevar a cabo este retrato es el director chileno Pablo Larraín, conocido por su estilo transgresor con el que ha brillado en filmes como No (2012), un experimento de estética vintage televisiva entre documental y ficción histórica sobre el plebiscito que acabó con la dictadura de Augusto Pinochet, y El Club (2015), en donde exponía con un tono ácido y una lograda atmósfera incómoda y claustrofóbica los abusos encubiertos por la Iglesia Católica en su país. Buscar Alta Peli CRÍTICASSpencer, de Pablo Larraín (REVIEW) por Giuliana Bleeker publicada el 17/02/2022 El chileno Pablo Larraín lleva a la pantalla las vivencias de Lady Di en Spencer, un estudio psicológico inquietante y elegante sobre una mujer consumida por la represión. Crítica, a continuación. La polémica historia y trágica muerte de la princesa Diana de Gales no ha dejado a nadie indiferente a lo largo de los años. El suceso de la serie The Crown de Netflix y el último gran escándalo de la Corona británica que terminó con el Príncipe Harry (hijo menor de Diana) y su esposa, la actriz Meghan Markle, renunciando a sus títulos reales en 2021, han vuelto a depositar la mirada de los medios y el público curioso sobre las miserias y secretos de la familia aristocrática. En esta ocasión, se trata de un recorte muy preciso acerca de las presiones de la institución, la infidelidad y el acoso mediático que llevaron al deterioro de la salud física y mental de Diana Spencer. El elegido para llevar a cabo este retrato es el director chileno Pablo Larraín, conocido por su estilo transgresor con el que ha brillado en filmes como No (2012), un experimento de estética vintage televisiva entre documental y ficción histórica sobre el plebiscito que acabó con la dictadura de Augusto Pinochet, y El Club (2015), en donde exponía con un tono ácido y una lograda atmósfera incómoda y claustrofóbica los abusos encubiertos por la Iglesia Católica en su país. Al igual que con Jackie (2016), su biopic centrada en la figura atormentada de Jackeline Kennedy mientras rememora en una entrevista el reciente asesinato de su marido, el ex presidente JFK, el cineasta decide ambientar Spencer durante un momento clave de la historia familiar: la tensa Navidad de 1991, en donde la Princesa de Gales decide poner punto final a su matrimonio convulso con el Príncipe Carlos. Spencer, un retorcido cuento de hadas Mientras la familia real se dispone a pasar los tres días de celebración de Navidad en la inmensa mansión de campo repleta de hectáreas de Sandringham Estate, en Norfolk, la princesa Diana (Kristen Stewart, recientemente nominada al Oscar por este papel) se muestra desorientada conduciendo su propio auto sin custodia e incluso escapando de los límites de la campiña. A pocos metros de la mansión, el antiguo hogar en ruinas de los Spencer, en donde fue criada, la atrae como un misterioso imán, un símbolo de aquella libertad a la que renunció hace ya mucho tiempo y de su estado mental en decadencia. «Acá no existe el futuro, pasado y presente son lo mismo«, desliza la princesa hacia sus niños, William (Jack Nielen) y Harry (Freddie Spry), en una clara expresión del estatismo en el que la tradición aristocrática los ha atrapado. Buscar Alta Peli CRÍTICASSpencer, de Pablo Larraín (REVIEW) por Giuliana Bleeker publicada el 17/02/2022 El chileno Pablo Larraín lleva a la pantalla las vivencias de Lady Di en Spencer, un estudio psicológico inquietante y elegante sobre una mujer consumida por la represión. Crítica, a continuación. La polémica historia y trágica muerte de la princesa Diana de Gales no ha dejado a nadie indiferente a lo largo de los años. El suceso de la serie The Crown de Netflix y el último gran escándalo de la Corona británica que terminó con el Príncipe Harry (hijo menor de Diana) y su esposa, la actriz Meghan Markle, renunciando a sus títulos reales en 2021, han vuelto a depositar la mirada de los medios y el público curioso sobre las miserias y secretos de la familia aristocrática. En esta ocasión, se trata de un recorte muy preciso acerca de las presiones de la institución, la infidelidad y el acoso mediático que llevaron al deterioro de la salud física y mental de Diana Spencer. El elegido para llevar a cabo este retrato es el director chileno Pablo Larraín, conocido por su estilo transgresor con el que ha brillado en filmes como No (2012), un experimento de estética vintage televisiva entre documental y ficción histórica sobre el plebiscito que acabó con la dictadura de Augusto Pinochet, y El Club (2015), en donde exponía con un tono ácido y una lograda atmósfera incómoda y claustrofóbica los abusos encubiertos por la Iglesia Católica en su país. Al igual que con Jackie (2016), su biopic centrada en la figura atormentada de Jackeline Kennedy mientras rememora en una entrevista el reciente asesinato de su marido, el ex presidente JFK, el cineasta decide ambientar Spencer durante un momento clave de la historia familiar: la tensa Navidad de 1991, en donde la Princesa de Gales decide poner punto final a su matrimonio convulso con el Príncipe Carlos. Spencer, un retorcido cuento de hadas Mientras la familia real se dispone a pasar los tres días de celebración de Navidad en la inmensa mansión de campo repleta de hectáreas de Sandringham Estate, en Norfolk, la princesa Diana (Kristen Stewart, recientemente nominada al Oscar por este papel) se muestra desorientada conduciendo su propio auto sin custodia e incluso escapando de los límites de la campiña. A pocos metros de la mansión, el antiguo hogar en ruinas de los Spencer, en donde fue criada, la atrae como un misterioso imán, un símbolo de aquella libertad a la que renunció hace ya mucho tiempo y de su estado mental en decadencia. «Acá no existe el futuro, pasado y presente son lo mismo«, desliza la princesa hacia sus niños, William (Jack Nielen) y Harry (Freddie Spry), en una clara expresión del estatismo en el que la tradición aristocrática los ha atrapado. La realeza se ha percatado de su rebeldía y ordena al Mayor Gregory (Timothy Spall) vigilarla de cerca para evitar algún nuevo escándalo que atraiga a la prensa. Prisionera en su cárcel de porcelana, Diana solo confía en su dama de honor, Maggie (Sally Hawkins), con quien no teme develar la furia y angustia que le provoca la farsa de la tradición y la familia frente a la traición abierta de su marido, Carlos (Jack Farthing), con su amante, Camilla Parker Bowles. Como una bomba de tiempo, la tensión constante se hace latente en lo más profundo del interior de Diana, lo que parece conducirla hacia un punto de no retorno. Buscar Alta Peli CRÍTICASSpencer, de Pablo Larraín (REVIEW) por Giuliana Bleeker publicada el 17/02/2022 El chileno Pablo Larraín lleva a la pantalla las vivencias de Lady Di en Spencer, un estudio psicológico inquietante y elegante sobre una mujer consumida por la represión. Crítica, a continuación. La polémica historia y trágica muerte de la princesa Diana de Gales no ha dejado a nadie indiferente a lo largo de los años. El suceso de la serie The Crown de Netflix y el último gran escándalo de la Corona británica que terminó con el Príncipe Harry (hijo menor de Diana) y su esposa, la actriz Meghan Markle, renunciando a sus títulos reales en 2021, han vuelto a depositar la mirada de los medios y el público curioso sobre las miserias y secretos de la familia aristocrática. En esta ocasión, se trata de un recorte muy preciso acerca de las presiones de la institución, la infidelidad y el acoso mediático que llevaron al deterioro de la salud física y mental de Diana Spencer. El elegido para llevar a cabo este retrato es el director chileno Pablo Larraín, conocido por su estilo transgresor con el que ha brillado en filmes como No (2012), un experimento de estética vintage televisiva entre documental y ficción histórica sobre el plebiscito que acabó con la dictadura de Augusto Pinochet, y El Club (2015), en donde exponía con un tono ácido y una lograda atmósfera incómoda y claustrofóbica los abusos encubiertos por la Iglesia Católica en su país. Al igual que con Jackie (2016), su biopic centrada en la figura atormentada de Jackeline Kennedy mientras rememora en una entrevista el reciente asesinato de su marido, el ex presidente JFK, el cineasta decide ambientar Spencer durante un momento clave de la historia familiar: la tensa Navidad de 1991, en donde la Princesa de Gales decide poner punto final a su matrimonio convulso con el Príncipe Carlos. Spencer, un retorcido cuento de hadas Mientras la familia real se dispone a pasar los tres días de celebración de Navidad en la inmensa mansión de campo repleta de hectáreas de Sandringham Estate, en Norfolk, la princesa Diana (Kristen Stewart, recientemente nominada al Oscar por este papel) se muestra desorientada conduciendo su propio auto sin custodia e incluso escapando de los límites de la campiña. A pocos metros de la mansión, el antiguo hogar en ruinas de los Spencer, en donde fue criada, la atrae como un misterioso imán, un símbolo de aquella libertad a la que renunció hace ya mucho tiempo y de su estado mental en decadencia. «Acá no existe el futuro, pasado y presente son lo mismo«, desliza la princesa hacia sus niños, William (Jack Nielen) y Harry (Freddie Spry), en una clara expresión del estatismo en el que la tradición aristocrática los ha atrapado. La realeza se ha percatado de su rebeldía y ordena al Mayor Gregory (Timothy Spall) vigilarla de cerca para evitar algún nuevo escándalo que atraiga a la prensa. Prisionera en su cárcel de porcelana, Diana solo confía en su dama de honor, Maggie (Sally Hawkins), con quien no teme develar la furia y angustia que le provoca la farsa de la tradición y la familia frente a la traición abierta de su marido, Carlos (Jack Farthing), con su amante, Camilla Parker Bowles. Como una bomba de tiempo, la tensión constante se hace latente en lo más profundo del interior de Diana, lo que parece conducirla hacia un punto de no retorno. Escrito por el guionista y director Steven Knight (Locke; Peaky Blinders), el filme se alza como un psicodrama intimista y cuidado que juega también con el thriller e inquieta al espectador sobre cada paso de aquella protagonista al borde del colapso. Haciendo uso de una fotografía en tonos claroscuros y las partituras trémulas y melodramáticas del gran Jonny Greenwood (The Master; Phantom Thread), la película luce como una fábula oscura y elegante en donde la mansión recuerda a aquellas fantasmagóricas historias como la del clásico The Innocents (1961). Los planos largos del gélido y nebuloso campo británico que se abre como un infierno inconmensurable, así como los primerísimos primeros planos casi asfixiantes de Diana, como bien nos tiene acostumbrados el director, potencian los sentimientos que el relato busca transmitir. Las similitudes entre Jackie y Spencer se hacen patentes y no es de extrañar que Larraín haya vuelto a apostar por una biopic atípica, con decisiones estéticas que crean todo un microcosmos terrorífico, para introducirse en la psiquis de esta mujer perdida, enferma y a punto de llevar a cabo una dura transición, entretanto intenta contener un proceso de autodestrucción debajo de sus vestidos y trajes lujosos. En este sentido, el trastorno alimenticio real que padecía la princesa es ilustrado de una manera perturbadora y casi surrealista, con Diana purgando aquel ampuloso banquete de la Corona como una metáfora de su necesidad incontrolable de despojarse de esa vida. Mientras que la Jackie Kennedy de Natalie Portman aún mantenía el decoro y sus estrategias de manipulación en medio del calvario, Stewart se muestra soberbia, poniéndole todo el cuerpo a un personaje frágil, desesperanzado y agobiado que hace que el espectador pueda ponerse unos minutos en la misma piel y empatizar con aquella sensación de sometimiento y alienación. Spencer presenta una visión desgarradora y genuina de una figura icónica que más que develar la persona de carne y hueso detrás de los muros del castillo, se alza como un interesante estudio de personajes y una radiografía del sufrimiento ejecutada con precisión visual.
No es una biografía de Diana, porque Pablo Larrain su director, igual que hizo con su film “Jackie” eligió una inflexión en su vida. Un momento de decisión de la protagonista, tres días fundamentales en la elección de su destino. Al experimentado guionista Steven Knight, le bastó concentrarse en esa desesperación de la mujer tan admirada por el mundo, sometida a un rígido corset de ritos y mentiras para contar prácticamente la tragedia de su vida. La protagonista perfecta Kristen Stewart, amada por la cámara, termina de redondear una película que refleja la fabula quebrada de una niña mujer que comprende que todo terminó para sus ilusiones mágicas. Esos días transcurren en el palacio de Sandrinham donde la familia real festeja su Navidad. Todo lo que Diana vive, con su fragilidad a flor de piel, es la duda de aguantar esa vida sumisa al orden real o rebelarse. Es una pobre mariposa examinada por un entorno implacable, donde “las paredes escuchan” hasta sus pensamientos, donde ella se identifica con Ana Bolena, vive la perdida de lo deseado, se pierde en su laberinto, se escapa y vuelve a los recuerdos de una familia de pertenencia que ya no está a su lado. Un film intenso, inteligente, con una maravillosa fotografía, la música adecuada y la pintura de un mundo interior que se desmorona sin remedio, pero con los dolores de parto de la libertad.
Diana Frances Spencer (1961-1997) fue un ícono, que se ganó el corazón de los ingleses y del mundo entero, querida y admirada por su generosidad y estilo. Puertas adentro estaba sumida en una gran tristeza e impotencia por su fallido matrimonio con Carlos de Inglaterra y las innumerables obligaciones que le imponía la Familia Real. El film dirigido por el chileno Pablo Larraín relata un fin de semana en la imponente Sandringham House. Aquí se ven con detalle los tres días de celebración (víspera de Nochebuena, Navidad, y el día posterior) en la vida de la Princesa de Gales y su enorme esfuerzo por cumplir el protocolo exigido por Isabel II (Stella Gonet). El vestuario (excelente recreación) con el que debe asistir a cada evento, su cercanía con la servidumbre, sus trastornos alimenticios, la angustia en el cuerpo, la infelicidad con su marido y finalmente, su costado más amoroso, el de madre de William y Harry. Visualmente atractiva, la película refleja durante dos horas el peor momento de Lady Di en las Fiestas de 1991. La fotografía es excelente y respecto a las actuaciones, sobresale Kristen Stewart. Al principio cuesta verla en ese rol pero finalmente consigue adueñarse del mismo para reflejar la opresión, que dicen, ha sufrido ante el acoso de los paparazzi y la exigente agenda con la que tiene que cumplir. Si bien "Spencer" hace foco en su protagonista, hubiera sido interesante un poco más de desarrollo del resto de los personajes, ya que no tienen injerencia en la trama, son sombras en el Palacio y apenas cruzan palabra con Diana. La Reina y Carlos (Jack Farthing) son meros espectadores, por lo que se ve un lado de la historia, el resto termina siendo relleno. Maggie (Sally Hawkins) es la encargada de su vestuario y es con una de las pocas personas con las que puede ser ella misma, además de sus hijos, y algunos miembros del personal doméstico, ya que el resto la trata con frialdad. Interesante retrato de una vida con luces y sombras que terminó en tragedia.
¿Es Spencer una película de terror disfrazada?. No, aunque el miedo y la tensión de Lady DI se transmite en cada escena. Reforzado por una gran actuación de Kristen Stewart, quien incorpora magistralmente todos y cada uno de los gestos de la princesa, el film tiene componentes de un clásico del género pero se convierte en un drama personal, ingenioso e incómodo, donde se aborda la paranoia de Diana (o no) mientras pasa un asfixiante fin de semana junto a sus suegros fantasmales.
Tres días en la vida de Diana Frances Spencer, también conocida como Lady Di, le bastan al director chileno Pablo Larraín para retratar el tormento que vivía la princesa de Gales, interpretada por Kristen Stewart, nominada al Oscar por este papel. Larraín entiende que la puesta en escena tiene que ser majestuosa, fina e intimista, de atmósfera desesperante y con una tensión que esté siempre al borde de la explosión nerviosa. En la víspera de Navidad de 1991, la princesa Diana llega a Sandringham House, la casa de campo de la familia real británica, ubicada en Norfolk (Inglaterra, Reino Unido), para celebrar la fiesta con la realeza y sus hijos Harry y William. El detalle es que la princesa llega tarde porque se pierde. De hecho, las primeras palabras que pronuncia son “estoy perdida”. Pero Larraín dejará entrever que la demora es una maniobra premeditada. La rebelión manifiesta sus primeros síntomas. Las escenas de presentación de los personajes y el desarrollo del malestar de Diana (filmado como si se tratara de una pesadilla) son pruebas de la sensibilidad de Larraín, quien ya incursionó en el género de las biopics con Jackie (2016), basada en la vida de Jacqueline Kennedy (Natalie Portman). Larraín y el guionista Steven Knight intentan hacer una fábula a partir de una tragedia real, aunque acá la tragedia no es la que todos conocen, sino la que vive Diana en esos tres días decisivos, en los que siente que le cortan las alas y la obligan a una formalidad que no puede sostener (por esos años, ya estaba en una mala relación con el príncipe Carlos). Las paredes de Sandringham tienen oídos y cualquier mínimo susurro se hace público. De modo que los miembros de la realeza se enteran del desmoronamiento psíquico de la princesa y deciden tomar algunas medidas estrictas, como echar a su vestuarista y amiga Maggie (Sally Hawkins), a quien la ven muy cercana a Diana, muy compinche, lo que Larraín aprovecha para crear una relación que va más allá del mero respeto servicial. El problema es que el sufrimiento de Diana se ve en todo momento forzado, sobreactuado, y sin la profundidad psicológica que requiere el personaje. Al ser una biopic cuyo peso dramático cae sobre los hombros de la protagonista, Larraín se ve obligado a dejar todo en manos de Stewart, quien tiene la ventaja de estar acompañada por grandes actores secundarios (como Sean Harris y Timothy Spall). Spencer se hace fuerte en los aspectos técnicos, en el vestuario, en el espíritu de época, en la fotografía con aire neblinoso y en la música inmersiva de Jonny Greenwood. Sin embargo, su personaje principal no convence. Larraín quiere construir una princesa rebelde, pero los gestos máximos de rebeldía a los que llega Diana son romper una cortina o no vestirse con la prenda adecuada. La interpretación de Stewart roza, por momentos, lo insoportable. El excesivo esmero por sacar el acento británico y por imitar los gestos y las poses de Diana la acerca más a una caricatura que a una interpretación creíble. Spencer es un caprichoso drama biográfico que ofrece pocas pruebas de que Larraín se haya dado cuenta de la significación política de Lady Di.
"Spencer", la fábula oscura de Lady Di El realizador chileno elude los lugares comunes de la típica biopic, y prefiere concentrarse en un momento bien limitado de tiempo para reflejar el agobiante entorno de la princesa británica. ¿Cómo retratar a una mujer tan pública, con una vida escrutada hasta el mínimo detalle y un rostro conocido desde La Quiaca hasta Siberia, de Canberra a Ottawa, como el de Diana Spencer, que pasó a la historia como Lady Di? La respuesta que ensaya el realizador chileno Pablo Larraín en Spencer va en dirección contraria a los usos y costumbres de las biopic tradicionales, aquellas que celebran al homenajeado retratando las principales postas de su vida que lo volvieron famoso, proponiendo lo que una placa negra al inicio de los créditos define como “una fábula basada en una tragedia real”. Una fábula oscurísima, hecha de paisajes brumosos y criaturas ominosas que dialogan directamente con el estado emocional y mental de esa mujer atrapada en la dinámica de una familia con un ADN integrado por partes iguales de glamour y rituales para ella siniestros. Como si fuera una agnóstica en una misa católica en latín, lo que (se) intenta responder Spencer (película y personaje) es qué hace, cómo llegó hasta ahí. Como había hecho en Jackie con Jackie Kennedy, el director de El club, Neruda y Ema concentra la acción en un brevísimo periodo temporal. Lo que ocurrido durante el asesinato de JFK y los días posteriores en aquella ocasión, la semana que va de Navidad a Año Nuevo en ésta. Allí se evidencia la ajenidad de Diana para con toda la liturgia real y su imposibilidad de escapar de esa jaula de lujos, comidas pantagruélicas y vínculos humanos pensados únicamente en función de lo que dirá la prensa y, por ende, “el pueblo”, como le “explica” su marido Carlos (Jack Farthing). Un marido que, como el resto de los personajes, se presenta ante Diana de manera repentina, como recuerdos de una vida que, quizás, en algún momento, fue feliz. El comienzo, no precisamente sutil, la tiene a ella (Kristen Stewart, nominada al Oscar a Mejor Actriz por este trabajo) ilustrando su estado de ánimo cantando (y gritando) “Where the fuck I am?” (“¿Dónde carajo estoy?”) mientras maneja un auto descapotable por el campo. Lo cierto es que la mujer es parte de la realeza desde hace diez años, cuando dio el sí ante el Príncipe Carlos en una boda transmitida en vivo para todo el mundo. Pero ahora es evidente el desencanto, las limitaciones e imposiciones con las que nunca se sintió cómoda. El destino es la Casa Sandringham, donde la familia real suele tomarse un descanso que, en realidad, está lejos de ser tal: con los paparazzi acechando y cada movimiento falible de ser registrado desde el exterior, no parece una buena idea que la Princesa llegue tarde y manejando sola. Una situación demasiado plebeya, demasiado terrenal, para quienes hacen lo posible por exhibir su condición de elegidos. No hay posibilidad de transgresión para Diana: cambiarse sin cerrar la ventana es casi un pecado en un entorno celoso de su intimidad. Su única “amiga”, la única que parece entenderla, es su criada Maggie (Sally Hawkins), a la que desplazan por motivos que ella no puede no interpretar como algo personal. Con una impronta formal más cercana al terror gótico –no parece casual una fotografiada granulada cortesía de la DF francesa Claire Mathon– que a los dramas palaciegos, y alejada del aura sensacionalista de The Crown, Spencer se mueve entre ambientes derruidos (las cocinas parecen calabozos), habitaciones iluminadas con velas y salones con pantagruélicas comidas planeadas hasta el mínimo detalle. En medio de eso queda esta mujer tironeada por el ser y el deber ser, algo que la película remarca con metáforas obvias, como ese collar de perlas del que no se puede liberar porque tiene la obligación de usarlo, aunque sea igual al que Carlos le regaló a su amante. O su obsesión con el libro de Ana Bolena –reina consorte de Inglaterra por su matrimonio con Enrique VIII que terminó decapitada por acusaciones de adulterio, incesto y traición- Vida y muerte de una mártir. En esa última palabra se cifra la clave de lectura de una película que mira al mundo con los mismos ojos extrañados de su protagonista.
Reseña emitida al aire en la radio.
El fin de semana catártico de Diana Difícilmente Spencer se trate una biopic de interés para el público masivo, puntualmente por su ejecución, pero no solo se destaca por la notable interpretación de Kristen Stewart, sino también por apostar al género -con más aciertos que errores- sin las redundantes ejecuciones que se ocupan de llevar constantemente personajes icónicos a la pantalla grande. Tan solo los primeros 15 minutos de Spencer, antes de que aparezca en pantalla el título de la obra sobre un acertado y macabro plano cenital de la mansión de Norfolk donde ocurrirá la mayor parte de la historia, dan cuenta de varios de los puntos que serán corrientes durante el desarrollo de la nueva película de Pablo Larraín. En primer lugar, antes del primer plano, un intertítulo señala que estamos ante una fábula a partir de una tragedia real. Tras esta importante mención, la introducción de la obra rápidamente divide la acción entre los preparativos para lo que será el fin de semana navideño de la realeza británica y, por otro lado, presenta a Diana Spencer (Stewart) perdida para llegar al encuentro (adviértase el extravagante banquete que prepara la cocina militar y, como contrapartida, el modesto café en el que arriba Diana para pedir indicaciones). Sola, desprovista de cualquier seguridad esperable para una figura de tamaña notoriedad y dirigiéndose hacia otros como si Diana no fuera quien de verdad es, se consolida el eje temático principal de la película: la tensión de la icónica Lady Di con la Casa de los Windsor. Mientras tanto, ambas dimensiones transcurren con simbolismos que adquirirán significancia con posterioridad (por ejemplo, el primer plano de un faisán muerto), los primeros acercamientos de Diana con su juventud -intenso travelling mediante que la dirige hacia un espantapájaros- y las primeras aproximaciones del horror, materializadas a través de la fantasmagórica realeza y el inquietante personaje de Allistair Gregory (Timothy Spall), un funcionario real al que se le encarga el seguimiento de Diana durante el fin de semana. Que Diana requiera un control exhaustivo por parte de la realeza, desde ya, tiene su razón de ser. Históricamente hablando, se sabe del desgaste que se produjo entre la Princesa de Gales y su por aquel entonces marido, el Príncipe Carlos (Jack Farthing) y, por ende, con el resto de la Casa Windsor. Spencer se vale de este disparador y se ocupa de presentar a un personaje que comienza a ser visto como una amenaza para la familia más importante de Gran Bretaña. A través de ese punto, tanto a Larraín como al guionista Steven Knight, les interesa especialmente indagar en la psicología de una figura desgastada por todo lo que le implica estar donde está (en este caso, léase “donde” como “con quienes”) y para ello, la dupla en cuestión se vale de varios caminos atípicos en las biopic que inundan año tras año las ternas de premios (¿Será por eso que Spencer quedó relegada a tan solo una nominación para Stewart?). Para ello, se luce la construcción de un clima asfixiante que por momentos hasta se aproxima al horror. El encierro, tanto físico como psicológico, es explotado a través de la puesta en escena (podría decirse que la mansión de Norfolk funciona como un Hotel Overlook aristocrático), primerísimos planos que retratan a Lady Di en todas sus facetas y una constante transición entre lo real y lo onírico, punto en el que se advierten algunas obviedades a raíz de los excesos sobre en los que se quiere llevar a cabo esta decisión. No obstante, el tormento que atraviesa Diana durante este fin de semana festivo, que la llevará hacia los lugares más ocultos de su identidad (incluyendo la antigua casa Spencer, en una secuencia sin dudas escalofriante), no resulta absoluto puesto que hay varios momentos en los que se puntualiza en su versión más plena, aquella que brilla con sus dos pequeños hijos y su asistente Maggie (Sally Hawkins), quien a pesar de trabajar para la realeza logra ser tanto un apoyo fundamental para la princesa como una compañía sumamente entrañable, tanto que no puede pensarse en otra actriz que no sea la dulce Hawkins para el rol. De igual manera, el abrumador clima que abunda durante la mayor parte de la historia y que se incrementa gracias a la notable banda sonora de Jonny Greenwod -que no fue nominado al Oscar por la composición de Spencer, pero sí por la de El poder del perro– encuentra un reconfortante destino apenas comienza a sonar “All I Need Is A Miracle”, de Mike + The Mechanics. Por otro lado, Kristen Stewart, quien logra frente a la cámara un magnetismo irresistible, logra una composición digna no solo del fervoroso reconocimiento que viene cosechando, sino también de La Academia en la venidera edición de premios. Ahora bien, ello no se debe al hecho de la mera imitación (algo similar a lo que hizo Rami Malek con Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody) sino a que logra que el personaje sea verosímil y apasionante dentro de las reglas que propone la fábula de Larraín. Lejos de la frialdad y la mediocridad de la fallida producción dirigida por Oliver Hirschbiegel, en la que Naomi Watts protagonizó a la Princesa de Gales, Spencer se destaca por construir en base al mayor conocimiento posible del personaje, desprendiéndose de los lugares más comunes de la biopic. Puede que esa búsqueda sea un tanto excesiva, lo que conlleve a que gran parte del público masivo no logre soportar el extenuante clima que prevalece, pero más allá de eso, Spencer es una fascinante experiencia dramática y visual en la que predominan los aciertos.
Crítica radial emitida en el programa radial de Any Ventura, y Emiliana Merino, "Aventura para la tierra de uno" por Nacional Folclórica.
La nueva película del director Pablo Larrain tiene como centro la figura histórica contemporánea de la Princesa Diana, interpretada por Kristen Stewart. En el tratamiento a nivel guión se le brinda a la Princesa de Galés una cualidad mas de estudio de personaje que de película biográfica en sí, alejándose de las polémicas de su vida o de su trágica muerte para contarnos, desde un punto de vista mas personal, su paso por la realiza y el intento de la familia real apagar la naturalidad que tanto la caracterízaba. Con un elenco de personajes secundarios totalmente funcionales a la instrospectiva mirada de la protagonista estamos ante uno de los biopics mas puros de ésta ultima tanda de estrenos. La historia se sitúa en la navidad de 1991, durante la reunión familiar de la realeza británica. El matrimonio entre Diana (Stewart) y el Príncipe Carlos se esta desmoronando y la relación de la princesa con la Reina Elizabeth II (Stella Gonet) se vuelve cada más tensa. Los medios ejercen, para colmo, una presión excesiva con respecto al tema, generando que la realeza tome medidas asfixiantes con respecto a la joven, quien se encuentra en plena crisis de ansiedad debido a la situación. La película cuenta con la características mas comunes del cine biográfico europeo, una dirección sutil, con unos planos que hacen enfasis en la estética, lo cual es prioritario a la hora de señalar la formalidad que demandaba pertenecer a ese circulo social. El ojo esta puesto en Lady Dy, su psique, sus relaciones, lo cual esta perfectamente trabajado en lo emocional gracias al talento de Kristen Stewart, el cual está impulsado por una dirección de actores soberbia. El cast que termina de darle clase a la película son Timothy Spall y Sally Hawkins, ambos representando las caras opuestas de esos días determinantes de la protagonista. Uno como el Mayor Alistair Gregory, un ex militar encargado de la seguridad de Diana con respecto a los periodistas infiltrados en el predio real (y un poco más) y la otra como la vestuarista real de la princesa, quien también le servía como confidente y amiga. SPENCER es un biopic fino, de calidad, enfocado en la introspección con un mensaje solido de rebeldía justificada y amor maternal. El ritmo de la película no decae dentro de lo que ofrece, se mantiene verosímil y si gusta al principio va a gustar mas al final. El soundtrack colabora con la atmósfera y es amplificador de la visión en primera persona de la historia. Aprovechenla en cines, los escenarios están filmados a gran escala, una oportunidad única de ver la belleza de Gran Bretaña desde un punto de vista exquisito. Calificación 9/10
FAST FOOD NATION No deja de haber algo interesante en el uso que hace el chileno Pablo Larraín de las biografías cinematográficas. Alejándose del estilo más wikipedístico, que acopia y amontona eventos históricos obvios para demostrar un conocimiento básico de cultura general, lo que hace es interpretar al personaje. Lo hizo con Pablo Neruda, también con Jackie Kennedy y ahora su nuevo foco es Diana Spencer, la trágica princesa británica muerta en los 90’s, uno de los eventos mediáticos a nivel global de aquellos tiempos. Es decir, en Spencer no vamos a ver un recorrido de cómo Lady Di llegó a la Corona y cómo fue el fatal desenlace de su historia, sino que nos vamos a encontrar con una historia ceñida a un par de días en los que la familia se reúne a celebrar la Nochebuena y la Navidad. Ese evento social, sus rituales obligados, sirven al director para sintetizar al personaje y su drama personal: el de quien no se encuentra en el entorno que le toca habitar. Hay otra decisión interesante de Larraín: elige el tono de un cuento de terror. Ahora bien, el problema del cine de Larraín es que no alcanzan las formas que uno elige, sino que importa también qué decide hacer uno con eso. Y a Larraín lo puede siempre el exhibicionismo, el mostrar en cada movimiento de cámara y en cada decisión de montaje su presencia; en atosigar el plano de detalles hasta caer en un barroquismo agotador. Exhibicionismo que, seamos honestos, comparte y socializa con sus intérpretes: así como Jackie era un vehículo repleto de mohines para que Natalie Portman se gane el Oscar, Spencer es otra apuesta para que Kristen Stewart alcance el prestigio que algunos intérpretes evidentemente necesitan. Una presencia repleta de tics y gestos ampulosos. Porque Larraín no termina nunca por construir un personaje, sino que lo que hace es de alguna forma lo mismo que la realeza -según denuncia su película- hizo con la pobre Diana y con cualquier persona que termina ahí dentro: convertirla en un símbolo. Ese símbolo que edifica Larraín es el de la mujer que no puede decidir su destino sino que es víctima de un entorno que la condiciona. Y esos condicionamientos son expresados cinematográficos, como decíamos anteriormente, con el tono del relato de terror; que hasta podría ser una relectura de la Rebecca de Hitchcock si pensamos en cómo esa mujer se agobia hasta la locura entre las paredes de una mansión que la aprisiona. Y si esto es terror, y un poquitín gótico, claro que hay en Spencer fantasmas, como el de Ana Bolena, en un paralelismo simplista con el que Larraín parece querer congraciarse con la agenda actual de temas del cine mainstream. Pero si de congraciarse con la platea hablamos, el final es uno de los más demagógicos que recuerde en el cine contemporáneo. En una secuencia que rompe con la estética que la película venía sosteniendo hasta entonces, cambiando la música clásica por la pegadiza canción ochentosa All I need is a miracle de Mike + The Mechanics, Larraín representa la liberación final de Diana almorzando comida rápida en un Kentucky Fried Chicken con los hijos. Larraín decide entonces finalizar su película con un gesto chanta, algo que termina por despejar las dudas sobre sus intenciones. Que no deja de ser algo típico de estos artistas palaciegos como Larraín, que recorren festivales de cine cinco estrellas y ceremonias de premios engoladas con cenas de varios cubiertos, mientras creen burlarse de ese mundo elevado del que no pueden ser otra cosa que parte.
Entre los tantos misterios sociológicos y políticos que todavía no han sido resueltos, la vigencia de las monarquías europeas resulta un enigma y un indicio de delirio o puro atavismo. ¿Por qué reyes y reinas gozan todavía de legitimidad? ¿Cómo puede siquiera ser de interés la vida de un grupo selecto familiar cuyos privilegios insólitos, que deberían indignar, y sus ritos diarios, que no pueden sino aburrir, pasan por amenos y curiosos?
La misma receta que Pablo Larraín utilizo en Jackie, su filme sobre Jacqueline Kennedy-Onassis, se aplica aquí a una Diana Spencer interpretada con muchos matices (no lo parece, pero es muy bueno lo que hace) por Kristen Stewart. Es una Navidad, hay rumores de separación o divorcio real, las cosas entre Diana y la familia real (especialmente Carlos, claro) andan pésimo y ella misma se siente -eso es lo que se transmite como constante- alguien extraño a ese universo altamente ritualizado. Pero la película no se llama “Diana” ni “Lady Di”, sino Spencer: es decir, el apellido noble que porta esa persona que intenta ser parte de un mundo pero pertenece -por generación, por mentalidad, por personalidad- a otro muy diferente. En cierto sentido, pensemos en Diana mutada en personaje de Volver al futuro que se quedó varada en 1955. De lo que trata este filme que parece decorativo (solo para recordarnos que ese es el decorado de la nada, de que las tradiciones han perdido su valor mítico) es de un viaje en el tiempo, de un pasado obligatorio a un presente que se impone. El momento en el que, cerca del final, Diana y sus hijos cantan en el auto resume prácticamente todo, más allá de que sabemos lo que implica el ruido en un auto cuando de Lady Di se trata.
El primer plano de “Spencer” ubica al espectador en los campos de Norfolk, locación donde transcurre toda la “fábula”, como el propio film se define en los primeros segundos de metraje. Los planos retratan la llegada de cajas en manos de un personal que desfila hacia las cocinas de la mansión donde transcurre la Navidad que reunirá a toda la familia real. Por otro lado, alejada de la puntualidad inglesa, Diana (Stewart) se demora en llegar, se detiene un bar para preguntar dónde está, luego corré hacia un espantapájaros que le recuerda a su infancia y a su padre (este recuerdo tendrá un significado profundo que se desarrolla en el film), y llega finalmente al lugar, donde el oscuro Allistair Gregory (Spall) la recibe con desdén y mirada furtiva. En aquel fin de semana se alternan por un lado los preparativos lujosos para cada comida, las fotos protocolares, las actividades tradicionales (tiro, caza, misa) y por otro, la pesadilla que vive Diana, quien lucha por sostenerse. Su matrimonio con Carlos (Farthing) está en decadencia, se siente rechazada y lo unico que desea es huir de allí. Pasar ese fin de semana con la familia real no le causa otra cosa que angustia y ahogo (la utilización del collar de perlas como símbolo de lo que le pasa a Diana en su fuero interior es muy inteligente). ¿Su cable a tierra? Sus adorables hijos William (Jack Nielen) y Harry (Freddie Spry), y el vínculo que la une con Maggie (Hawkins), su asistente personal. Las escenas con estos personajes contrarrestan con alegría y amor la oscuridad y solemnidad de aquellos días grises. “Spencer” profundiza con sensibilidad en una Diana frágil, casi siempre a punto de caer. Ella no quiere estar allí, ni pertenecer a ese ámbito y las formas que Larrain elige para contar esa sensación son atrapantes desde lo cinematográfico. El vuelo psicológico que se plasma en el film con la figura de Ana Bolena es efectivo e inesperado, le aporta una tensión a la película que incomoda y expone, desde otro lugar, el tormento de Diana. La fotografía de Claire Mathon (a cargo del mismo rubro en “Retrato de una mujer en llamas”) es excepcional, y la música de Jonny Greenwood aporta los climas que el guión requiere, acompaña la tensión dramática y por otros momentos musicaliza la alegría y sensación de libertad del personaje. La nominada al Oscar como mejor actriz protagónica Kristen Stewart ofrece un trabajo de composición sólido, con una carga emocional que afronta con profesionalismo y entrega. Su trabajo bien merece el premio de la Academia. Timothy Spall y Sally Hawkins también se destacan en sus respectivos roles con muy buenas interpretaciones. Larraín, tras dirigir “Jackie” y “Ema”, vuelve a la carga con otro personaje femenino, esta vez uno irónico y también polémico. Una “Diana” que trata con sensibilidad y riesgo a la vez. Su mirada detallista en cada plano hace que Stewart se luzca desde la primera escena. “Spencer” es una opción cinéfila más que recomendable, un trabajo de dirección formidable con una actriz protagónica que cautiva al espectador desde el comienzo. Opinión: Muy buena.
Tres días por Navidad. Son sólo tres días los que tiene que pasar Diana en el castillo real y sin embargo se le hacen eternos. Cansada de interpretar a otro personaje, a una mujer que sonríe cuando en realidad quiere llorar o gritar. De que siempre la estén mirando y juzgando, lo que hace que cada pequeña actitud la transformen en una peligrosa rebeldía. De tener cuidado de cada cosa que dice y sólo poder conectarse de manera genuina con unas pocas personas: sus dos hijos niños y la asistenta que se convierte en amiga. De que la traten como a un objeto precioso y frágil. De no poder hacer lo que quiera, tan simple como eso. Después de su acercamiento a la figura de Jackie Kennedy, el director chileno bucea en la tristeza de la princesa de Gales conocida como Lady Di, que regalaba sonrisas al público y terminó muerta en un sospechoso accidente, esta vez con un guion de Steven Knight. Esta vez la actriz encargada de dar vida al querido personaje es la norteamericana Kristen Stewart, que ensayó mucho para personificarla con un acento adecuado y sus gestos y movimientos. A Larraín le son suficiente estos tres días para introducirse en el interior de Diana y lo hace con una película que por momentos parece un thriller o una de terror porque a la propia Diana su vida a veces le parece una pesadilla de la que no puede salir. La música de Jonny Greenwood ayuda a resaltar estos climas inquietantes en los que incluso a veces realidad y fantasía a veces se confunden hasta casi no poder distinguirlos. Diana no puede comer como una persona normal cuando tiene un estómago que se le revuelve y los ojos de todas las personas encima. No puede elegir qué ponerse ni romper el collar de perlas que su marido le regaló que es igual al que previamente le regaló a otra mujer. No puede correr libre por el campo hasta llegar al espantapájaros que su propio padre instaló. Pero no quiere encerrarse en esa jaula y por eso la fama de rebelde. «Ahora déjeme sola. Me quiero masturbar. Le puede decir a todo el mundo que dije eso». Larraín y Knight construyen la trama a través de escenas más expresivas y sugerentes que expositivas. Allí aparece la figura de Ana Bolena que se encarna y la ayuda a Diana al menos a sentirse menos sola. Los diálogos por momentos le brindan una sensación de estar todo siempre muy calculado, con líneas más literarias que también apelan mucho a la metáfora a la hora de expresarse la princesa. A lo largo de las dos horas que dura la película, somos testigos del espiral descendente en el que se ve envuelta Diana, incapaz de escapar. Su ritmo a veces denso y ominoso pretenden transmitir algo del hastío y descontento. Poética, absorbente, arriesgada, no estamos ante una biopic ni nada tradicional. Aunque por momentos se percibe algo subrayada, es un interesante estudio de personaje el que se realiza. El arte y el vestuario son impecables. Kristen Stewart sorprende con su lograda interpretación aunque por momentos se la siente no impostada pero sí demasiado calculada en sus poses; suficiente para que la nominaran a los próximos premios Oscars. La rodean un par de secundarios muy precisos como Sally Hawkins y Timothy Spall, dos rostros opuestos en medio de esta tragedia real. Spencer es la historia de un encierro. Por eso la vemos casi siempre ir y venir y cruzándose con obstáculos. Un encierro que también tiene que ver con el tiempo, un tiempo detenido que no va ni hacia adelante ni hacia atrás: un presente que teñido de pasado sin atisbos de un futuro.
Llegó “SPENCER”, una película biográfica, dirigida por el chileno Pablo Larraín y protagonizada por Kristen Stewart, que retoma la famosa historia de Diana, Princesa de Gales. Un nuevo planteo que reflexiona sobre el peso que la Corona deposita sobre sus herederos. El film trata sobre un fin de semana de Navidad, en la década del 90', en que toda la familia Real se reúne en uno de sus Palacios en el campo para festejar. En toda la celebración, ya sea durante las comidas formales, o simplemente caminando por el campo o yendo al baño, Diana se siente observada y juzgada por su propia familia, como si fuera integrada por los miembros de la prensa que viven acosándola, y por eso, ella busca refugio. Como siempre, lo encuentra en sus hijos y su amiga vestuarista, pero esta vez también lo halla en quien menos pensaba. El largometraje podría definirse como una pieza sumamente inquietante que atraviesa la pantalla. Está dirigida de una manera que produce sensaciones casi táctiles. En esto, juega un papel muy importante la manipulación de los sentidos a través de las texturas, colores y sonidos. Kristen Stewart suele ser criticada por cómo actúa, también así algunos gestos o miradas a los que acude como recurso inagotable. Sin embargo, en este film su desempeño es impecable, y en caso de caer en sus modismos (casi no sucede), se fusionan adecuadamente con el personaje. Simplemente es una decisión perfecta de casting, en donde ella es elegante, emocional, delgada (como Diana, claro) y bien caracterizada. Por otro lado, el compromiso para con las escenas destinadas a su desorden alimenticio es profundo, notorio y dispara sensaciones intensas en el estómago del espectador. La actriz realmente entrega todo su cuerpo a las escenas, sin tapujos, de una forma cruda y hasta espeluznante (la escena de las perlas se tiene que llevar todos los premios). Se genera una gran empatía (y shock) en la sala. Lo único que uno cuestionaría es el rol del príncipe Carlos, cuyo actor no queda bien con el personaje, o no fue lo suficientemente bien dirigido o profundizado. Los paralelismos que se usan con una famosa Reina Consorte del pasado le dan un giro de suspenso al guion, estirando el brazo un poquito por fuera del drama. Este a veces puede tornarse demasiado angustiante, ya que usa flash-forwards fantasiosos y paranoicos, pertenecientes a Diana, en cuya mente circulan mil pensamientos desagradables a la vez, y, junto con el montaje y la fotografía, el storytelling tiende a torturar un poco al espectador, apurando su cerebro y forzándole sensaciones. La comparación con aquella monarca ayuda a resolver un libreto cuya tensión crece pero no sabe definir, o al menos eso nos hace sentir. La música ayuda en gran medida a desencajar imágenes que, normalmente, se verían como clásicas o inofensivas; volviéndose así, una forma más de conducirnos a través de la psiquis de la princesa de Gales. Por último, cabe destacar que es importante la aparición de escenas tan crudas y honestas sobre un desorden alimenticio tan destructivo como la bulimia. La salud mental también es salud, y evidentemente su visibilidad en cine mainstream ayuda a generar consciencia. "SPENCER" es ideal para espectadores activos que se entreguen a la experiencia sensorial y disfruten descifrando los simbolismos que se presentan como pequeños rompecabezas ante el público. Disfruté muchísimo de resolverlos. ¡Ampliamente recomendada! Por Carole Sang
Los rumores sobre una de las parejas reales son cada vez más grandes. Se habla de aventuras y divorcios. La relación entre la princesa Diana y el príncipe Carlos está pasando por un mal momento debido a una supuesta tercera en discordia. En medio de todo esto son las festividades navideñas y Lady Di tiene que usar todas sus fuerzas para no desmoronarse. “Spencer” es una película biográfica de drama dirigida por Pablo Larraín estrenada para el público general el pasado 5 de noviembre de 2021. Muchos estaban esperando este film con ansias y este recibió una crítica mayormente positiva. Es muy interesante ver otro ángulo sobre los últimos años de la princesa Diana. Es una producción muy bien lograda que avanza de manera lenta pero efectiva. El único aspecto que podría considerarse negativo es el hecho de que para entender la película hay que saber al menos algo de la historia de la familia real británica. De otra manera uno se puede perder muchos detalles. El guión y los escenarios son excelentes al igual que el vestuario. Se destacan las actuaciones de Kristen Stewart (Diana Spencer), Timothy Spall (Escudero mayor Alistair Gregory) y Sally Hawkins (Maggie). Kristen Stewart hizo un trabajo excelente al interpretar a Diana, imitando su lenguaje corporal y su forma de hablar. Estamos sin lugar a dudas frente a una de las mejores actuaciones de la actriz. Gracias a este papel logró nominaciones a los Globo de Oro, al Premio de la Crítica Cinematográfica, a los premios Oscar, entre otros. Si les entusiasma la historia de la realeza y la corona de Inglaterra entonces no se pueden perder “Spencer”. Actualmente se encuentra disponible en cines.
"La princesa y el espantapájaros" Finalmente, después de los avatares para con su estreno en las salas de cine argentinas debido a la pandemia, afortunadamente se estrenó Spencer, una biopic sobre un episodio de la vida de Lady Di. Por Denise Pieniazek La película Spencer(2021), a cargo del director chileno Pablo Larraín, quien ya había trabajado cinematográficamente con el género biográfico en Neruda (2016) y Jackie (2016),centra su acción en la navidad de la familia real británica a principio de la década del ´90. Tal como su título indica la protagonista de la historia es Diana Spencer, conocida popularmente como la princesa de Gales o Lady Di y, al igual que su vida este relato no representa una biopic tradicional. Así es que se sobreimprime en la pantalla “la fábula de una tragedia real”, por ende, la propuesta del relato es en primera instancia desenmascarar aquel llamado idílicamente “cuento de hadas” cuyo paradigma cambió a partir de la experiencia de Diana. Durante la supuesta celebración de la navidad en la finca de Sandringham en Norfolk, cuando Diana y Carlos ya llevan una década de casados, la tristeza y la falta de libertad oprimen a Diana, quien será representada como una mártir pero no idealizada. Por ende, Spencer toma un suceso acotado y particular (a diferencia de la cuarta temporada de la serie The Crown) para de forma sintética representar el pesar acumulado de la princesa de Gales. En consecuencia, es fundamental la forma en que mediante el poético guión de Steven Knight y la sorprendente interpretación de Kristen Stewart, se logra expresar sutilmente la acción interna de la protagonista, cuyo malestar que va in crescendo. Al comienzo del filme, veremos a la actriz caracterizada con todos los detalles elegantes del estilo de Diana, pero ni bien avance la acción el equilibrio perfecto de la actuación aparecerá en la pantalla. Nos referimos al planteo del crítico teatral Jorge Dubatti, según quien una interpretación es lograda cuando el espectador percibe al mismo tiempo al actor/actriz y al personaje. Esto es exactamente lo que sucede aquí, no olvidamos que estamos viendo a Stewart pero de a poco aparece cada vez más la delicadeza y esencia de Lady Di, en sus gestos, en sus miradas, apoderándose casi por completo de la pantalla. Recordemos que por este papel Stewart es una de las nominadas a los premios Oscars en la terna Mejor Actriz Protagónica, cuya entrega es el próximo 27 de marzo. Lo cual se considera acertado, puesto que su desempeño es más logrado y sorprendente que por ejemplo el trabajo de Naomi Watts en Diana: La princesa del pueblo (Diana, 2013). En esa Navidad se condensa mediante metáforas constantes que la apariencia idílica del mundo de la realeza, se transformará literalmente en una pesadilla. Desde la exclusiva ropa Chanel hasta que cada prenda que Diana deba usar tenga una etiqueta designada para cada ocasión de forma reglamentaría, incluso hay una escena en donde la visten como a una muñeca y ella parece inanimada. Justamente, el eje central del relato es la pérdida de identidad de Diana, quien ya no puede reconocerse a sí misma por eso su malestar es constante. En un momento la protagonista se interpela al volver al campo donde pasó parte de su niñez:“¿cómo pude perderme en un lugar en el que solía jugar?”. Por esa misma razón el filme se titula Spencer, “su apellido de soltera”, porque es esa Diana con quien la protagonista intenta reencontrarse, con quién era ella antes de formar parte de la corona británica. Todo esto es representado en la película mediante acciones sutiles como mirarse al espejo y no reconocerse. Asimismo, generalmente se ve al personaje a través de cortinas, velos o ventanas o del propio voilette de su vestuario. Estos recursos son enfatizados por dos metáforas constantes y estructurales del relato, por un lado, el collar de perlas y por el otro un espantapájaros y las aves. El collar de perlas simboliza ese sentimiento que la ahorca, que la asfixia, aquello que junto con sus vómitos frecuentes es aquello que ya no puede contenerse en el cuerpo, que literalmente se vuelve algo repulsivo que sofoca y por eso debe expulsarse. El collar de perlas será aquí para Diana lo que para Ana Bolena era la opresión del corset, algo de lo que debe liberarse. En segundo lugar, la figura del espantapájaros con la que Diana se reencuentra, simboliza la identidad Spencer que desea reavivar, ya que éste pertenece a uno de los recuerdos de su niñez. Pues que es un espantapájaros sino una persona crucificada advirtiendo a las aves que vuelen para otros rumbos. Por eso cuando la protagonista habla con las aves, es como si hablara consigo misma. Del mismo modo, el intercambio de atuendo entre el muñeco de paja y ella, representa el cambio de vida de Diana, se coloca la chaqueta roja de su padre volviendo a ser Diana Spencer, como una “Caperucita roja” que se corre del camino trazado para ella, buscando uno propio. Así como también la veremos utilizar unas zapatillas Nike, como gesto de rebeldía frente al decoro de la aristocracia, igual que las All Star de María Antonieta (2006, Sofia Coppola). De igual modo, hay dos relaciones intertextuales en el relato a las que hay que prestar particular atención. Por un lado, las constantes menciones a Ana Bolena, a través de un libro que la princesa lee “Ana Bolena: vida y muerte de una mártir”, una biografía sobre la esposa del Rey de Inglaterra Enrique VIII, de quien es sabido su trágico e injusto desenlace. Por otro lado, la pintura que se encuentra en el palacio “Diana´s Hunt” perteneciente al barroco realizada por el pintor flamenco Jan Fyt en colaboración con Thomas Willeboirts Bosschaert. En dicha obra se representa a la diosa mitológica Diana (igual que el nombre propio de la protagonista), exitosa después del logro de una caza junto a sus ninfas. Ella es la diosa de la luna por eso suele ser figurada con una luna creciente en la frente, es la protectora de las mujeres y niñas, dueña de los animales y también representa la libertad ilimitada porque nunca se casa. Justamente, en la película será en medio de una ceremonia de cacería de aves -un acto que a Diana le desagrada bastante- que pueda rebelarse contra la realeza a favor de recuperar su autonomía. Lo cual vuelve a reforzar simbólicamente la construcción del relato puesto que las aves, que por su vuelo suelen ser asociados poéticamente con la libertad, dialogando nuevamente con la idea del espantapájaros esbozada anteriormente. Es brillante el poder de síntesis que tiene la película, por ejemplo, al expresar con un cartel en la cocina que dice “mantener el ruido al mínimo”, en contraposición al murmullo de la aristocracia en el salón, la marcada diferencia y desigualdad de clase. Estas dos relaciones intertextuales harán eco durante todo el relato de forma análoga para subrayar que en la realeza (o en la historia escrita por los poderosos) el pasado y el presente son iguales y al parecer no hay futuro posible, en términos de cambio. Es con ello con lo que Diana deseará romper, cuando decida arrancar de su cuello ese collar de perlas. Ese pasado que atormenta casi de forma fantasmagórica y que por momentos la película expresa utilizando elementos del thriller psicológico, que colocan a Diana en el linde de la ensoñación y la realidad. En palabras del cinéfilo Axel Kuschevatzky: “Diana trata durante todo el film de recuperar el control de su narrativa personal mientras su mundo íntimo se desmorona llevándose puesto su sentido de realidad.” En aquella búsqueda, la protagonista constantemente deberá atravesar elementos punzantes, como un alambre de púas de un espacio al que se supone no puede traspasar, como la cerca que enuncia “no trespassing” en Citizen Kane (1941). En ese sentido hay dos formas de interpretarlo, como una Diana con una salud mental frágil, o como se dice popularmente “si podemos soñarlo, podemos hacerlo”. Por eso vemos a Diana manejar un auto tanto en la apertura como en la clausura del relato, es esa independencia lo que busca, es poder transitar territorios con libertad lo que desea. En palabras de su director:“Es la historia de una princesa que decidió no convertirse en reina, sino construir su propia identidad…Finalmente, apuesta por la libertad no solo para sí misma, sino para sus hijos también. Fue una decisión que definiría su legado: uno de honestidad y humanidad que, hasta el día de hoy, no tiene precedentes".
Una extraña fantasía que bebe de una biografía a medias corroborada. Hablemos de «Spencer» de Pablo Larraín.
LA NIEBLA “El espíritu del castillo es el puente levadizo” Jaquess Le Goff en “El nacimiento del purgatorio” Diana Spencer encarna el mayor cuento de hadas de la modernidad. Como toda versión moderna no puede tener un final feliz. El mito fundacional del príncipe y la doncella atrapa a generaciones. El melodrama, la telenovela, siguen teniendo éxito porque en el fondo todos apostamos a que el amor nos va a salvar. Si ese amor viene rodeado de riqueza y boato, aún más. La figura de Diana, Lady Di, la princesa de Gales, ha sido retratada en infinidad de documentales, biografías, autobiografías, ficciones por las cuales podemos conocer la historia oficial y la no oficial. Larraín elige contar una nueva versión que se ajusta muy bien al título que le da a su película. Spencer nos trae el costado terrenal de la princesa, esa chica de 18 años que a pesar de su linaje trabajo como maestra jardinera y, según cuenta la leyenda, soñaba con conocer a su príncipe. Al comienzo, el director sitúa al espectador de dos maneras en el universo al que se va a adentrar. Antes de dar paso a las primeras imágenes imprime la frase en blanco sobre negro: “Una fábula sobre una verdadera tragedia” A continuación, comienza una larga y virtuosa secuencia de títulos que dura catorce minutos y termina con un dron elevado sobre los jardines del castillo donde se va a desarrollar la historia. La cámara enfoca un cuadrado de parcelas verdes con líneas y círculos perfectos, majestuosos, sobre el que aparece el titulo SPENCER con un grado de precisión geométrica que evoca el esquema real, lleno de tradiciones y reglas. Es en esa tensión entre el orden y la libertad que transcurre la película. La novedad de este retrato es la dimensión de la psiquis de Diana. Por supuesto la incomodidad que ella vive es producto de ser parte de un mundo tan rígido como el de la realeza. Aun así, podría haber vivido igual de infeliz si hubiera sido una ama de casa de clase media que se casó con un hombre que estaba enamorado de otra antes de conocerla. O también podría ser el igual al conflicto de una joven plebeya con bulimia y anorexia en un tiempo donde no se hablaba de esos padecimientos. La prisión que resalta Larraín no es solo la de las costumbres centenarias de la realeza sino también la de una mente atribulada. El padecimiento mental no es fácil de poner en escena sin caer en la caricatura o el grotesco. La película refleja a Diana como un alma sensible y sufriente. La jaula está en su cabeza y solo logra pequeños destellos de felicidad con sus hijos y su criada. La prisión de la mente es la más poderosa. Obviamente los hechos objetivos tienen un peso y pueden ayudar o no a engrosar los barrotes, pero hay un componente tan personal en el padecimiento mental que nada de la realidad puede superarlo. Es eso lo que refleja con maestría Spencer. Con cierta solemnidad visual nos adentramos en la soledad de la protagonista y sus tribulaciones. Y todo el tiempo la película parece estar atravesada por la pregunta ¿Por qué? ¿Por qué sos tan infeliz? ¿Por qué te casaste? ¿Por qué entraste en ese mundo? ¿Por qué no podés ser feliz con lo que tenés?. Justamente es lo que alguien que esta triste (o que se siente, como se dice mucho más poéticamente en inglés, “blue”) no puede responder. La imagen granulada con el que está filmada gran parte de la película se emparenta al corazón de una persona que sufre, a la niebla que invade su conciencia. Larraín parece asomarse al ojo de la cerradura de la cabeza de Diana. Por momentos espía y por otros es tragado por la protagonista. El hilo conductor de la narración encarnado en la figura del espantapájaros como hombre falso, atrapante y aterrador para niños y pájaros, no parece ser una elección casual. Otra virtud de Spencer es tomar muchas escenas de la vida de Diana que se han contado, documentado y ficcionalizado en el cine y la televisión para enlazarlas a una nueva coreografía en las que mezcla la realidad con la fábula. Y por encima de todas esas virtudes se eleva la figura de la actriz protagonista: Kristen Stewart, a quien no recordábamos tan alta porque la magnitud de su actuación supera su talla. Vemos a la Diana real y no la vemos. Vemos a un personaje entrañable y desesperante. Stewart declaro en una entrevista para Deadline: “No hay forma de interpretar a la figura histórica de Diana. Tenía que inventarla. Y cuando sentí que la película era mía sin siquiera haberla dirigido fue extraordinario. Ese sentimiento es también una invención, porque la película en realidad es del director. Pero es increíble sentir que es tuya. Y yo siento que esta película es mía”. No se equivoca: Spencer es Stewart. El padecimiento mental es muy diferente a la locura. La locura tiene un grado de la libertad que la tristeza no permite. Quizás ese grado de extrañamiento y rechazo que genera en los otros ese tipo de sufrimiento haya generado una recepción poco favorable en algunos críticos. No es fácil ver ese sufrimiento en alguien que parece tener todo para ser feliz. A la manera de Once Upon a Time, el final de la película tiene carácter de epifanía. Una vez más el cine le hace trampa a la tragedia. Diana podría haber sido feliz. Carlos podría haber sido magnánimo y la reina podría haber comprendido. Nada de eso paso, pero nunca sabremos si fue por su destino de princesa o por su niebla interior.
pencer no intenta contar una historia verdadera: quiere llevarte al mundo de terror que implica ser parte del incógnito círculo de la familia real británica.
Como dije en una oportunidad, es mejor saber nada del filme, llegar con muy alta expectativa, fundada en los secretos de pasillo puede ser contraproducente para el producto en si mismo. Posiblemente esto haya sucedido, no lo descarto, pero trataré de justificar mi decepción. Este falso biopic, no es una biografía, en realidad hace un recorte temporal en la vida de una persona que vivió realmente. El filme abre con la leyenda “Una fabula de una verdadera tragedia”, para luego enseñarnos sobre que hilo narrativo va a transitar el texto. Primero vemos un faisán muerto en la carretera mientras los vehículos reales pasan por encima sin aplastarlo, metáfora que luego tratará de desarrollar en parte el filme. Para luego presentarnos al personaje de Diana (Kristen Stewart) manejando un auto deportivo por la carretera, sola, se detiene en un bar y al entrar clama,“Estoy perdida” y nos es exactamente una alegoría. El final de la historia de Lady Di, fallecida a los 36 años en un accidente automovilístico, es tan conocida y divulgada como lo sucedido con John Lennon, digamos. El relato se adviene a los tres días de un navidad a principio de los años 90 en la finca que la familia real posee en Sandringham, no solo un protocolo, sino también una tradición. Ella sabe que su matrimonio con el príncipe Carlos esta destruido en un punto de no retorno, pero hay que salvar las apariencias. Todo el filme se apoya en la actuación de Kristen Stewart, de la que sale mas que airosa, sin embargo los juegos cinematográficos a los que el director recurre, mas por repetición que por ineficiencia no dan el resultado buscado. De esta manera seremos testigos de fantasías recurrentes de la princesa en varios ámbitos de la mansión, principalmente durante las comidas. Un elemento importante que surge es un collar de perlas que el príncipe regalo, tanto a ella como a Camilla Parker-Bowles, su amante. Este collar incluso va a ser utilizado como representación de los estados de animo de la princesa, haciéndolo jugar mas como una soga al cuello que como collar. Aparecen personajes secundarios de real importancia dentro del texto, posiblemente y por identificación directa Ana Bolena (Amy Manson), la reina decapitada por Enrique VIII. Ella es quien desde la imaginación de Diana le ira enmarcando el camino. Igualmente cobran cierta importancia sus encuentros con el Mayor Alistar Gregory (Timothy Spall), especie de guardián de las buenas costumbres reales, asimismo su asistente y confidente Maggie (Sally Hawkins), pero que en realidad funcionan más como parte de la construcción del personaje principal que apoyatura al desarrollo del relato. Para “informar” de los estados de animo de la princesa el director recurre sistemáticamente a los movimientos de cámara,los primeros planos cerrados, dando cuenta de la asfixia del personaje. También recurre al diseño de sonido y a la banda sonora, con momentos lucidos de música diegética, la orquesta tocando en la cena y posiblemente la escena mas atractiva de Diana y sus hijos cantando en el auto “All I Need is a Miracle” de Mike + The Mechanics. Lo mismo ocurre con la dirección de arte, el vestuario que cobra importancia respecto de nuestra heroína, todo de un nivel impecable, dicho esto en varias acepciones, desde lo pulcro hasta la excelencia. Empero es el trabajo de fotografía el que establece desde la iluminación y la gama de colores, mayormente pasteles, la psicología del personaje. Sin embargo todo esto no podrá derrocar el poco interés que despierta el relato, pues además de reiterativo, no agrega nada a lo sabido de antemano del personaje. Lo que termina siendo un cúmulo de virtuosismo audiovisual, pero vacuo. Calificación: Regular
Spencer, de Pablo Larraín Hasta hace poco, o relativamente poco, sólo conocía al fotógrafo chileno Sergio Larraín (1931–2012) que tuvo el honor de pertenecer a Magnum en los años ´60s. Ahora, desde 1988 con su primer film, Desde el Olvido, viene creciendo la figura de este otro Larraín, Pablo, que nada tiene que ver con su homónimo. Incluso su cine es casi su antítesis. Sin caer en el relato posmoderno, salvo No (Chile, 2012) es un cine profundamente perturbador, podría decir que cercano a Gus van Sant. Conocí a Larraín con El Club (Chile, 2015), vi No para saber algo más de él, y a pesar que la recomendé y la vi un par de veces, no le volví a prestar atención hasta ahora que ví Spencer, y me obligó a ver Jackie, para poder tener algunas ideas más claras. Ya en El Club hay un uso de la fotografía que se repite tanto en Jackie como en Spencer que es una suerte de fog o niebla; en los 70 un fotógrafo húngaro había descubierto lo que se llama el “flasheado” que es una suerte de exposición previa del negativo a la luz que hizo furor en esa época. El director de fotografía húngaro Vilmos Zsigmond [ASC] es uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Llegado a EEUU junto con su amigo Laszlo Kovacs en 1956, después de haber rodado abundante material de los soviéticos a Budapest, sin importar los antecedentes en EEUU comenzaron con un trabajo todavía hoy rentable que es realizar retratos a domicilio y suplementado con trabajo de laboratorio, (negocio que arruinó los autoservicios de kodak), para después empezar a rodar películas de escaso o nulo presupuesto. Si Kovacs con Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, EEUU, 1969) encontró su lugar en la industria, Zsigmond algo más tarde, de la mano de Robert Altman con Los Vividores (McCabe & Mrs. Miller; R.Altman. EEUU. 1971) llevan la técnica al estrellato El flasheado (llamado así porque se le da un “golpe” de flash al negativo) fue empleado en cine por primera vez por Freddie Young OBE, BSC, (UK 9 1902 –1998) en la película Llamada para un muerto, (The Deadly Affair, Sidney Lumet, UK,1966). Consiste en pre-exponer al negativo a una determinada cantidad de luz controlada (pero mínima) antes de su exposición final en el rodaje, y tiene como resultado la reducción del contraste propio del negativo, consiguiendo así también reducir densidad de las sombras lo que redunda en que los colores sean más suaves. EL flasheado fue una solución técnica cuando todavía el control de luz estaba en la prehistoria, no existían los kinos, y mucho menos las post producciones digitales. Un trabajo como el de Kurosawa en Dersu Uzala era tarea titánica, incomparable con el set iluminado de manera perfecta como usa Tim Burton en La leyenda del jinete sin cabeza. Para mi, en Larraín deja de ser una técnica o un elemento decorativo y se convierte en un recurso estético; lo que en El Club parecía un problema como resultado del bajo presupuesto, en su reiteración se torna significante, en lenguaje o discurso. Un textura (fog) que se presenta como luz parásita empieza a funcionar en la reiteración como un contrapunto a ese otro preciosismo que combina la puesta (arte), y fotografía, tan típico de un Visconti o los Coppola (padre e hija) incluso el fog fue una marca de Vittorio Storaro o Ennio Guarnieri fotógrafo de Zefirelli. A diferencia, nuestro director chileno parece poner entre el espectador y lo que sucede un lienzo o, digámoslo de otra manera, entre el espectador y la historia hay algo, lo que se podría llamar una veladura, hay algo velado. Por más que se indague y se quiera construir una verdad lo más próxima a lo que se supone realidad, realidad que siempre se escapa. Y es aquí, en este punto donde creo que opera el cine de Larraín, en el dilema entre verdad y realidad. Incluso si se afirma de manera contrafáctica que el fog es un recurso para dar cierta verosimilitud de documental, el problema de realidad y verdad se afirma. Cuando salí de la sala de proyección (Spencer) tuve la misma sensación que había tenido con El Club, diciendome: Larraín me debe una película de terror clásico, sin saber yo que ya nos lo había dado en La historia de Lisey que había visto sin detenerme en el director. No sólo era el filme de terror sino que resonaba como un conjunto de películas donde la mujer era protagonista, pero no cualquier mujer, y créanme, no un cine de hombres travestidos en feministas. Lo interesante en el cine de Larraín es que pareciera siempre usar a la persona (no deja de cumplir lo prometido). Tambien tiene uno o varios temas que no podría llamar secundarios pero que se reiteran en su universo: una mujer que en algún momento aceptó y se puso a disposición del poder o discurso del poder en determinado momento, por algún motivo (desaparición, muerte o desacuerdo por la crianza) se subleva. Quizás Larraín más que esbozar un conjunto de mujeres que se rebelan, pasa a mostrar a través de estas mujeres, los juegos del poder; ahora cuando por alguna razón surge un conflicto y no se tiene ese poder, entonces aparece la locura simbólica y el real producto de la violencia simbólica y real que se ejerce contra ese cuerpo que se vuelve cada vez más extraño, como si fuese una enfermedad autoinmune, el propio cuerpo finalmente no se reconoce y se ataca a sí mismo. Larraín conoce de cerca estos juegos, de padres cercanos al poder pinochetista, ministros en los gobiernos de Piñera, su cine provoca revulsión, no porque sea obsceno, sino porque el poder mismo que muestra es obsceno. Si Jackie lucha contra que su marido se convierta en un presidente asesinado más, Diana lucha por seguir siendo Spencer, el film comienza en el final de su historia palaciega, cuando logra finalmente en un gesto diríamos heroico enfrentarse a la familia real que se está dedicando a la caza de faisanes. Es conocida estas aficiones de caza de la familia real británica y sus acólitos, faisanes, zorros, humanos por qué no, pero a eso se dedican sus servicios de inteligencia. El films, o los filmes de Larraín, se cruzan en alguna medida con la trilogía (en realidad tetralogía si se considera el Fausto como parte) sobre el poder de Sokurov (Aleksandr Nikoláyevich Sokúrov en ruso: Александр Николаевич Сокуров, 1951), en donde uno de los méritos más interesantes y perturbadores de esos filmes es mostrar cómo el poder ahora ya simbólico, Hitler, Hirohito, Lenin, es vigilada por el poder fáctico. Casi como el subrayado de un libro de Foucault muestra que el poder son todos, entonces que queda para las víctimas: también hacen al poder, en definitiva lady Di es una chica rica, que no supo estar a la altura de las circunstancias, le gustaba mÁs comer comida “chatarra” y escuchar música pop, pero si, manejando su Porsche Carrera negro. Si el final es feliz, a mi juicio, no es feliz porque Diana Spencer logra imponerse como madre sino porque muestra el comienzo del fin de la monarquía británica, quizás la reina madre se debiera haber jubilado hace tiempo, pero sabe que nadie en la familia puede ya hacer su trabajo, que tampoco es Catalina II la grande Emperatriz de Rusia; Bobby Kennedy le dice a Jackie podríamos haber hecho la diferencia, Lady Di se lleva a sus hijos ante la mirada dolida del padre e impotente de la reina, el tiempo de las grandes epopeyas ha terminado, Jackie se debe resignar a poder imponer el lugar donde van a enterrar al marido lo que parece que hace por él, en realidad lo hace por ella. Las dos mujeres están unidas por un collar de perlas, uno gigante de Diana y otro, el de Jackie, la última no se lo saca y camina al lado del carruaje del marido muerto, Diana Spencer, finalmente se lo arranca y le lleva a sus hijos para que no se inicien en la cacería de animales. El porsche en el que se van sea real o no, es de color negro. La historia de Lady Di no es mayúscula, la pelea que tiene con el marido por los hijos, es cotidiano en la caba. Ella no hace ninguna “patriada” enfrentándose a los cazadores, los dados están echados, es María o Diana. Lo notable es que Larraín logra actualizar el problema nodal del poder, y nos muestra cómo éste camina en los bordes de la insanía. Los curas cómplices y pedófilos, cuando están dentro del círculo, son marginales obscenos cuando están afuera, Jackie lo dice permanentemente, Bobby lo dice, Diana lo sabe, es una elección tal que los que están dentro la convierten en loca, sólo por un gesto de amor se puede sanar. La resolución de Spencer me hizo recordar a Ostrov (en ruso, Остров, Pavel Lungin, 2006) donde la sanación queda suspendida entre la mística, el milagro y la intervención, y que no es más milagroso que una intervención correcta, y que no es más amoroso que la transferencia. Algo tan banal, tan mal usado y pisoteado como el concepto de amor, acá tiene un justo lugar. Lo que le permite en definitiva a Diana romper el collar de perlas. Dí finalmente no deja el círculo virtuoso del poder, Jackie tampoco, ¿acaso nos está hablando de algo más?. Deberemos ver cómo sigue esta saga de mujeres aparentemente débiles pero fuertes, rayando con la locura pero con la claridad más absoluta, construyéndose como personajes, a pesar de haber sido contadas una vez más obviamente desde la perspectiva de un hombre. PD: es sorprendente descubrir la similitud entre la voz de la primera dama y Marilyn Monroe, será que Marilyn imitaba a Jackie o era Jackie la que imita la de Marilyn o era la voz que debía tener una mujer en esos tiempos?