Terciopelo azul La Vida de Adèle es de esas películas que te dejan sin aliento. Esas que resultan las más complejas de describir por la dificultad de poner en palabras un sentimiento. Más allá de ser visualmente hermosa, La Vida de Adèle es una gran historia de amor. Enorme, visceral, de esas subcutáneas. El cine necesita más escenas de amor explícito como las que nos entrega el director tunecino Abdellatif Kechiche. Sexo sin tapujos en secuencias de un nivel de pasión carnal liberadora que pocos se han animado a mostrar en pantalla grande, o más bien a estrenar de manera comercial. Dicha valentía siempre genera controversia cuando nos enfocamos en el tema equivocado. Lo importante de La Vida de Adèle es la historia de amor y sus dos involucradas, Adèle y Emma. Dos actrices que desprenden en cada fotograma un aura de sensualidad incomparable, dos milagros que aparecen con la frecuencia de un cometa que pasa cada diez años. Ambas nos cautivan y enamoran desde su primera aparición en pantalla, generando la fuerza de un imán, atrayéndonos constantemente hacia sus rostros de rasgos perfectos, dueñas de una gran belleza natural y pieles aterciopeladas....
Comencemos por el final. Andaba el personal acreditado de este 61ª Zinemaldia pelin mosqueado ya hoy con la distribuidora de La Vie D’Adèle, Palma de Oro de Cannes y ganadora del Gran Premio Fipresci de la crítica internacional, que había tomado la cuestionable decisión de limitar a un único pase – y no de prensa – la posibilidad de ver una de las películas más importantes del año. A las 23:30. Como quiera que la peli de Kechiche dura tres horitas de nada eso obligaba tanto a buscarse la vida para conseguir una entrada como a prepararse para dormir más bien poco. Sin embargo, los que tomamos la decisión de aceptar el órdago y trasnochar nos vimos recompensados con una obra descomunal que sin duda estará entre las propuestas más fascinantes que podremos ver este año. Se harán a si mismos un favor si ese lógico recelo que puedan tener a priori por los casi unánimes elogios que llegaron de Cannes el pasado mayo lo dejan bien aparcadito y se disponen a disfrutar de la brutalmente honesta historia de amor que nos han regalado Kechiche, Léa Seydoux y ese animal cinematográfico de nuevo cuño que responde al nombre de Adèle Exarchopoulos, capaz de devorar la pantalla a bocados...
Solo se trata de vivir. ¿Por dónde encarar una película que contiene tantos disparadores de análisis por la multiplicidad de impresiones emocionales, sociales y morales que despierta? El film del tunecino Abdellatif Kechiche no plantea un eje tradicional de conflicto, sino que se centra en algo tan vital y descarnado como lo es la vida misma. De eso va La Vida de Adèle, de la experiencia de vivir con todo lo que ello conlleva, por eso estamos ante una obra puramente emocional, entrañable, cruda y honesta. El realismo es absoluto, sin ningún condimento o agregado; hay ausencia de música extradiegética, flashbacks, montajes que agilicen la trama o voz en off. Kechiche nos cuenta esta historia visceral valiéndose de un magnífico uso de los primeros planos y sumergiendo la cámara en los poros de la piel de sus protagonistas. Ningún rasgo facial -por más imperceptible que sea- es pasado por alto, el rostro de Adèle funciona como un espejo del nuestro, su mirada, sonrisa, lágrimas, encías, pupilas, todo es capturado con tal intensidad que conduce a una empatía inevitable...
La magia del cine 20:00 hs. Primer piso del cine Gaumont (Argentina). Luego de un cóctel interminable, la Sala 1 se abre y nos invitan a pasar. 20:20 hs., la película se retrasó 20 minutos debido a los agradecimientos que recitaban la presidenta del INCAA (Liliana Mazure), el director del Festival de Cannes (Thierry Frémaux) y el director, las actrices y el productor de “La vie d'Adèle”. Finalmente, luego de esta formalidad, la pantalla baja, se prende el proyector y arranca esta obra maestra, una travesía de tres horas dirigida por Abdellatif Kechiche, un director que ya había triunfado en el Festival de Venecia con tres de sus cinco largometrajes, y que en esta oportunidad, con su quinto film, se lleva el máximo reconocimiento del Festival de Cannes, la Palma de Oro. Su argumento nos habla de una chica (“Adèle”, interpretada por Adèle Exarchopoulos), de familia conservadora, que cursa la secundaria y que tiene conflictos propios de esa edad: problemas con sus amigos, su relación con el sexo opuesto, entre otros. Aunque, la película se centra en el despertar, y futuro desarrollo, de un sentimiento desconocido para nuestra protagonista: la atracción hacia personas de su mismo sexo. En este punto, entra nuestra segunda protagonista (“Emma”, personificada por Léa Seydoux) de quien Adele se enamora a primera vista y, luego de realizarse el encuentro en un bar gay, no se separan más. En este sentido, la película se divide en dos partes: primero, el desarrollo de esta novedad en la vida de Adele (adolescente) y como influye en sus relaciones con el prójimo y, segundo, la vida de Adele con Emma bajo un mismo techo ya siendo adultas. Es un gran logro el ritmo de esta película, ya que siendo muy extensa y al tener tanto para contar, el film no cae nunca, ingresamos desde el primer minuto al universo de esta película y no queremos salir hasta ver como va a terminar la vida de Adele después de todo lo que le pasó. Esto está sostenido, no solo por un guión sólido, ni por un montaje y una elección de planos muy adecuados a la narración (cabe destacar mayoritariamente el uso de los primeros planos, que permite una mayor identificación con los personajes y, principalmente, poder compartir sus problemas) si no, por las brillantes actuaciones de nuestras dos protagonistas, que les valieron también un reconocimiento en el festival de Cannes. La dirección es sublime, en relación a los planos, hay cortos en duración que contribuyen al ritmo frenético que tiene la película, y otros más largos que son portadores de la carga del deseo reprimido que radica dentro de Adele. Y en relación a la dirección de actores, Kechiche pudo lograr que los intérpretes representaran magistralmente estos personajes tan ambiguos como interesantes. Es que esta película es perfecta, no creo que haya alguna que la supere en lo que va del 2013. Cabe destacar las extraordinarias escenas de sexo que tiene, caracterizadas por ser largas, explícitas y que van en contra del tabú que la sociedad tiene hacia la homosexualidad. Estas escenas tienen que ser así en esta película, porque son justamente la liberación para Adele. A quien no le guste estas partes, lo invito a cerrar los ojos y no salir de la sala.
Deseos humanos Con el aval de haber sido la vencedora indiscutible en el último Festival de cine de Cannes 2013, donde consiguió conquistar la Palma de Oro además del Premio del Jurado, La vida de Adele se presenta como una de las propuestas más extremas y rompedoras de los últimos años. El director del film, el tunecino Abdellatif Kechiche, quien ya había alcanzado cierto prestigio entre público y crítica con alguno de sus trabajos anteriores, caso de Juegos de amor esquivo (2003) o la más reciente Venus Noire (2010), nos ofrece una obra carnal y visceral, un retrato despojado de cualquier barroquismo y elemento sobrante que muta a través de sus extenuantes ciento ochenta minutos de metraje en un relato seco y dolorosamente realista. Con la cámara pegada constantemente a la excelente protagonista, una emergente Adèle Exalchopourlos que deja boquiabierto a propios y a extraños con una interpretación tan arriesgada que podría marcarle para el resto de su carrera cinematogràfica, se nos explica el descubrimiento de su homosexualidad por parte de una chica que paulatinamente irá introduciéndose en una espiral diabólica de sentimientos al límite; todo ello de la mano de la que será su mentora y posterior confidente emocional, una no menos soberbia Leya Sedoux, quien da la réplica perfecta en un maravilloso duelo actoral a la protagonista. Pero si de algo se ha hablado hasta la saciedad cuando los sesudos entendidos han desmenuzado de forma laboriosa la película ha sido de sus abundantes y explícitas escenas sexuales, algunas demasiado duraderas para los escandalizados aunque necesarias para el desarrollo de la trama según otros. En efecto, las escenas de cama de las heroínas de la función son largas y gráficas como casi nunca antes se había visto en una pantalla de cine. Podríamos decir que dichas secuencias superan lo erótico para situarse en el terreno de lo pornográfico, aunque queda muy claro en todo momento que son fruto de la consecuencia lógica de una relación amorosa llevada al territorio más físico y corporal (además, vaya por delante que los genitales que aparecen en algunos instantes son falsos). Si hay que ponerle un pero a esta destacada producción, sería el engolamiento disfrazado de verbórrea intelectualoide que impera en algunas fases del film. Tanto Adele como Emma se mueven en los círculos culturales más “in” de su ciudad; una es maestra de escuela y la otra pintora y escultora, por lo que sus amistades son personas leídas y documentadas. Así, las líneas de diálogo que se van sucediendo suenan a pretenciosas y vacías. Si la idea del director era enfrentarlas al instinto animal que lleva a las dos chicas a practicar sexo con fruición, el resultado se ha conseguido con creces. Si por el contrario lo que se busca es dotar al conjunto de una sofisticación no apta para paladares poco cultivados, el producto final adolece de contundencia y profundización. Nuestra recomendación pasa por no dejarse amedrentar por su vasta duración y adentrarse en un trabajo diferente, algo a lo que el espectador medio no está acostumbrado. Se nota que estamos ante una adaptación mascullada, pensada y repensada una y mil veces, con un cuidado exquisito por ofrecer un producto digno que invite a la reflexión, algo que está muy caro en un cine donde por desgracia impera todo lo contrario.
Una parodia de la intensidad. Definitivamente el Festival de Cannes ya no es lo que era a nivel cualitativo, los años minaron los cimientos que tantas décadas han costado construir. La marcada inconsistencia de los últimos lustros ratifica que la Palma de Oro dejó de ser sinónimo de garantía procedimental y apertura artística, volcando la balanza hacia su opuesto exacto: el circo mediático y las realizaciones localistas con fuertes resonancias autolegitimadoras. Así las cosas, el contexto está servido para que ganen bodriazos insoportables como La Vida de Adèle (La Vie d'Adèle, 2013), típica nube de humo que la crítica pedante y somnolienta gusta de inflar en piloto automático, acatando cual niños los caprichos del jurado de turno. Basándose en una novela gráfica de Julie Maroh, la película es una verdadera colección de elementos estilísticos que alguna vez estuvieron cargados de valentía, no obstante hoy no pasan de la “versión berreta” de lo que fueron en su momento de gloria: tenemos una historia de amor supuestamente descarnada a la Bernardo Bertolucci, un tono/ tufillo existencialista símil Robert Bresson, una multitud de primeros planos deudores de Ingmar Bergman, y hasta un registro seudo documentalista en la línea de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Aquí todo es una pose trasnochada, responde a un devenir cíclico y funciona como una especie de estafa en la que la presunta “visceralidad” está castrada...
Hay algo de inasible y fugaz en “La vida de Adèle: capítulos 1 y 2” (Francia, 2013) y está relacionado con su protagonista excluyente: Adèle Exarchopoulos, quien colma la pantalla en cada fotograma. Joven, bella, dueña de unos labios que van a competir con los de Angelina Jolie como los más sexies del cine, arrasa en cada una de sus apariciones. Si bien la película de Abdellatif Kechiche (“La culpa es de Voltaire”, “Cuscús”, entre otras) posee a otros actores, la belleza y frescura de Exarchopoulos hacen que las tres horas de duración contemplando a la actriz sean apenas un instante. Su trabajo, natural y espontáneo, hace que la atracción y empatía con ella sea inmediata. Precedida por varios premios en Cannes 2013, e inspirada en la novela gráfica de Julie Maroh “El azul es un color cálido” (Glenat, 2010), “La vida…” habla de Adèle, una joven de secundaria que quiere explorar su sexualidad y que si bien tiene un primer encuentro amoroso con Thomas (Jeremie Laheurte) es cuando decide avanzar sobre una bella mujer con el cabello azul (Léa Seydoux), a quien vio una sola vez y con la que sueña recurrentemente(“Adéle, estás soñando despierta” le grita su madre), con quien quiere estar. En un bar LGBT finalmente la conoce y pese al rechazo inmediato de sus compañeros de curso (en una cruda escena en la que se muestra el bullying con su peor cara) y el hermetismo con su familia sobre su relación con Emma (Seydoux), la joven encuentra en su cuerpo un mecanismo de liberación que la hará independizarse y encontrar un rumbo a su vida. Con Emma generará un vínculo enfermizo de amor y dependencia que hará inevitable la imposibilidad de desapego entre ellas. Emma es artista plástica, algo que atrae a Adéle (quien ama la literatura y vive leyendo y escribiendo), quien se convertirá rápidamente en su musa y logrará con ella un increíble trabajo simbiótico. La noche, los bares, la música, los cigarrillos, las amistades, las mujeres compartirán todo. Y principalmente la cama, una cama con escenas jugadas y explícitas, con planos detalles que no dejan nada librado a la imaginación (más allá que se ha aclarado que se utilizaron en la filmación prótesis sobre los mismos) y que no importan si representan el verosímil del sexo lésbico o la mirada del director sobre el mismo, pero sí si reflejan el sexo de Adéle y Emma, un sexo que está ahí, en la pantalla, tan visible y tangible que por momentos incomoda. Tan real que nos hace entender lo inevitable de esta pasión. El idilio dura poco porque Adéle siente que Emma no se brinda totalmente hacia ella y empieza a buscar nuevamente algo, algo que ella no sabe qué es pero que necesita. Llora, mucho, miles de planos de Exarchopoulos lagrimeando. La queremos consolar. Kechiche está enamorado de su protagonista y por eso la película está narrada con primeros planos de Adèle en todo momento y si hay una manifestación estudiantil, una marcha por el orgullo gay o si estamos en una disco, sólo nos enteramos por lo que se puede llegar a observar por fuera de la cara de Adéle. Omnipresente en todo el filme. Los cuerpos libres de las protagonistas, principalmente en las escenas de cama y las de baile, liberan la tragedia que poco a poco se va construyendo.Porque así como Adèle no pasa desapercibida, Emma tampoco, y la tormenta que se desatara entre ellas será inevitable. Desapego, amor, transformación, libertad, separación, la comida como celebración, celos, algunos de los tópicos sobre los que trabaja Abdellatif Kechiche para construir un relato contundente sobre la pasión de una joven que ama tan desesperada, urgida y apresurada como su juventud se lo exige.
Blue is the warmest color no es sólo el nombre con el que se estrenó la película en cuestión en los Estados Unidos, es además el nombre de la novela gráfica en la que está inspirada. Aunque en ella, la protagonista no se llama Adele, sino Clementine. Pero hay una razón para este cambio de nombre y tiene que ver con el modo en que el director Abdellatif Kechiche decidió filmar esta película: con improvisaciones y dejándolas a las actrices ser, para que el film fluya naturalmente. Así es que muchas escenas en las que se suponía que estaban ensayando terminaron en el rollo final de la película, donde a la protagonista no dejaban de llamarla por el nombre de la actriz, claro, el de Adele Exarchopoulos, actriz de la que nadie puede dejar de hablar hoy en día. Adele es una adolescente que disfruta mucho de la literatura. Bella con su rostro sin maquillar y su cabello recogido de manera un poco desprolija, derrocha sexualidad. Adele cree parecerse mucho al resto de sus compañeras, hasta que conoce a Emma. La chica de cabello azul, interpretada por Lea Seydoux (actriz que alterna entre Hollywood y el cine francés), estudiante de arte, causa un fuerte impacto en la vida de Adele. Y es que La Vida de Adele es una película no precisamente sobre toda la vida de Adele, sino sobre el fragmento más importante de ésta, aquel que comienza con Adele descubriéndose verdaderamente a sí misma, se enamora, y termina con la lección de que en la vida hay libros cuyas páginas deben pasarse. La película que dura tres horas no se siente larga en lo absoluto y fue galardonada en diferentes festivales. También fue polémica, por supuesto, por sus explícitas escenas de sexo. Pero hay que resaltar algo importantísimo sobre este hecho y es que estas escenas no son gratuitas. El director decide dedicarles tantos minutos a las escenas de sexo como importancia tienen en la vida de Adele. La relación sexual, incómoda, mecánica, que tiene con un muchacho que le gusta, dura apenas unos segundos. La relación sexual que tiene con Emma, llena de pasión, de amor, y de entendimiento, dura cerca de diez minutos. Y la relación sexual que le cuesta la relación a la pareja de ellas dos ni siquiera aparece en pantalla, no es importante. O quizás sí, pero sólo por lo que provoca en ellas dos el hecho de que haya sucedido. Pero a la vez, parece ser un poco una excusa de una Emma que ya no lleva el cabello del cálido color azul, sino rubio, y así se la ve a ella, más fría. Una historia de amor, de descubrimiento. Nada parecido a lo que uno espera, el tema de la homosexualidad está tratado con tal naturalidad que no pertenece a un género aparte, es simplemente una historia de dos personas que se encuentran. En este caso, estas dos personas están interpretadas por estas dos talentosas actrices que además tienen una química brillante lo cual ayuda a que la historia fluya de manera tan natural. Una película pequeña y enorme, en la que casi todo está teñido de azul. Bella, honesta y que no va a pasar desapercibida.
El amor puede llegar de cualquier manera, incluso cruzando la mirada con una desconocida de pelo azul que camina por las veredas parisinas con su novia. Así conoce la joven y sensible del título a Emma, una artista que la ayudará a redescubrirse a sí misma en La Vie d'Adèle, la historia de amor más tierna y absorbente que verán en sus vidas. Es imposible no rendirse a los pies de la musa del director Abdellatif Kechiche, la jovencísima Adèle Exarchopoulos, quien ocupa la pantalla durante los 179 minutos de metraje, que se dividen en capítulos uno y dos. Si bien en algún momento se había planeado dividirla en dos partes, es un factor que se olvida al sumergirse en la historia de esta chica que no sabe qué es lo que la satisface en la vida, hasta que llega el momento de quiebre, cuando su despertar sexual la empuje a caer rendida bajo el encanto de esa muchacha desconocida, la del pelo color azul, el color más cálido, según la novela gráfica en la que se basa el film. Durante más de una hora en la cual Léa Seydoux brilla por su ausencia, exceptuando ese encuentro fortuito en la calle, todo se basa en la vida cotidiana de Adèle, en sus amistades, su primer novio, su relación familiar y escolar, y sus primeros intentos azarosos en probar algo diferente. Todo este tratamiento cotidiano no resulta cansino ni pesado, sino que es una demostración orgánica del hábitat de la protagonista. Con más de 800 horas de metraje filmado, Kechiche tuvo que elegir lo mejor de todas las interacciones de su actriz, pero la cámara ama de tal modo a Exarchopoulos que es imposible despegarle los ojos de encima, ya sea que esté comiendo, durmiendo boca abajo o prestando atención en clase. Pero no sólo es una jovencita de buen ver, Adèle es una actriz a la que le sobra talento, y lo demuestra cargándose la mochila del peso narrativo. Ésta es la vida de Adèle, su paso de la precocidad de la secundaria a la adultez de seguir su sueño de ser maestra jardinera, y el de convivir con su gran amor, esa chica que le robó la respiración la primera vez que la vio. Bajo la total falta de un experto en maquillaje o un estilista en el set, toda la naturalidad de las protagonistas es un toque más que realista, que transmite una sensación de convencionalidad absoluta, teniendo que recurrir a sus dotes naturales para llevar a buen puerto esta historia de amor. Mucha agua pasó bajo el puente desde su estreno y posterior Palme d'Or para el director y sus dos actrices, algo nunca antes visto. Sobre todo, la cantidad de comentarios que generaron las subidas escenas de sexo entre Adèle y Léa, motivo por el cual el ente calificador de Estados Unidos le calzó la aplastante calificación NC-17, más que nada por lo puritano que les debe resultar ver escenas de sexo lésbico. Que si se ven reales o no, que si son más gratuitas que otra cosa, la verdad es que los momentos íntimos entre las chicas son los que cimentan la relación que tienen, Adèle por el lado de la exploración de su sexualidad, y Emma por demostrarle a esta joven intrigante todo el amor que le tiene. Lejos de caer en la casilla de película romántica gay, La Vie d'Adèle genera un trazo de realismo tan puro que los límites de la sexualidad se desdibujan, y hasta cuando la película termina, uno piensa que acaba de ver la historia de dos amigas que uno conoce de toda la vida. Sin lugar a dudas, La Vie d'Adèle es una experiencia cinematográfica en pura regla, un festival minimalista de amor que trasciende cualquier barrera. Intensa, cruda y honesta por sobre todas las cosas, la nueva película del director francés es un hito fílmico y una de las mejores maneras de comenzar el año a puro buen cine.
El mundo de los cómics va mucho más allá de las historias de super héroes de Marvel y DC y cuando te ponés a explorar otros géneros te podés encontrar con cosas fabulosas. "Blue is the Warmest color" es una gran novela gráfica de la artista francesa Julie Maroh, quien narró un relato de amor entre dos chicas dentro del género conocido como "coming of age" que se centra en personajes que atraviesan su paso de la adolescencia a la adultez. En otras palabras, la típica Matías Lértora Movie con adolescentes conflictivos a los que nadie comprende y tratan de buscar su lugar en el mundo a través de una "coctelera de emociones". Si bien la trama no está al mismo nivel de "Extraños en el Paraíso", el clásico comiquero de chicas lesbianas, de Terry Moore ( que por cierto era más delirante), la historieta francesa es muy buena y se destaca por la manera en que la autora trabajó con bastante realismo la relación de las protagonistas. La vida de Adele es una adaptación de este cómic que sigue de manera fiel gran parte del argumento, salvo por dos pequeños detalles. En el cine la versión del director Abdellatif Kechiche tiene un final más positivo y el conflicto se extendió con muchísimos hechos adicionales. Con esta película pasa algo similar a lo que ocurrió con la última entrega de El Hobbit. La historia es muy buena y el trabajo de las protagonistas es brillante pero la historia se estiró de manera innecesaria en una película que dura tres horas. Adaptar un cómic que no supera las 160 páginas, donde encima no hay más de cinco viñetas por hoja, en un film de 180 minutos no tiene sentido y es un problema que tiene esta producción. A la trama le sobran claramente 90 minutos que se hacen sentir y la realidad que está expansión tampoco logra mejorar la versión original que escribió Julie Maroh. Las famosas escenas de sexo de este film sobre las que se hablaron tanto son extensas y explícitas y por momentos queda la duda si el director Kechiche no estaba más interesado en hacer una porno. Este es un aspecto que el cómic trabajó con mucha más sutileza sin caer en la típica escena de lesbianas de un film erótico del canal Film Zone. Lo mejor de la vida de Adele son las protagonistas, Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos, quienes capturararon muy bien el espíritu de estos personajes. La verdad que la película no es tan distinta a tantas otras producciones que vimos dentro del subgénero del coming of age y daría la sensación que la inflaron un poquito desde la prensa. La Palma de Oro en Cannes me pareció como mucho y eso no es desmerecer la virtudes de esta producción que las tiene, ya que no es para nada una mala película. Por el contrario, la adaptación en el cine de este cómic se puede tomar como una versión alternativa de la obra original, que salvo por su duración excesiva y lo que hicieron con el final (que no me gustó), logra brindar una decente historia de amor.
La vida de Adèle es una coming of age movie que rompe los esquemas de ese subgénero. No tenemos el clásico “chico conoce a chica, chico pierde a chica y chico recupera a chica”. En cambio nos encontramos con la historia de una adolescente que se enamora y vive un gran romance con una chica unos años más grande que ella. El público es testigo de las diferentes etapas de esa relación hasta las máximas consecuencias y sin puntos tibios sino todo lo contrario: bien caliente. Y de eso es de lo que se habla y se hablará mucho sobre esta película, de las largas y explícitas escenas de sexo entre las dos protagonistas donde no se deja nada a la imaginación y las sutilezas pasan por otro lado. Bien merecido el premio Palma de Oro del Festival de Cannes para el director Abdellatif Kechiche y las actrices Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, quienes lograron un laburo impecable en todo sentido que únicamente puede ser criticado por alguien que se alarme por el sexo y se encuentre mentalmente en el año 1850. Desde el principio el realizador se ocupa por captar todo con primeros planos para invadir los ojos del público con detalles que van desde las miradas hasta los suspiros. Imposible no creer el romance y sexualidad del dúo protagónico así como también sus distintas vivencias: las felices y las tristes. Las tres horas de duración de la cinta (que se basa en una novela gráfica que se publicó en Francia hace más de tres años) no solo no se hacen largas sino que sirven para que uno se adentre de maravillas en ese mundo y logre empatizar por completo con los personajes. Si quieren ver una gran historia de amor del Siglo XXI brillantemente actuada y dirigida, La vida de Adèle definitivamente es su película.
La vi en el Festival de Cannes, en la premiere mundial. Era el octavo día de festival y ya el cansancio se hacía sentir. Pensar en entrar a ver una película de 3 horas, sin saber nada sobre ella, no me resultaba precisamente seductor o alentador. Pero alguien dijo por ahí que era buena, entonces me aventuré. Y salí con el bocho explotado. A los pocos días, en la entrega de premios, era galardonada con la máxima distinción, la Palma de Oro. Y ahí fue cuando, en la conferencia de prensa del jurado, presidida por Steven Spielberg, escuché los elogios del director de Jurassic Park y de Christoph Waltz, que la describían como “esa gran historia de amor, que trasciende cualquier cuestión de género porque es eso, una gran historia de amor”; al rato, en la conferencia de prensa de los ganadores, las conocí a ellas y terminé de amarlas del todo. A Adèle (la protagonista, la del título, la que se llama también Adèle en la vida real, oh casualidad) y a Léa Seydoux. Y recuerdo a la gente que las ovacionaba y a ellas que se miraban, todavía embelesadas por esa magia aún visible, como un residuo fílmico que no se despega, y lo miraban a él, a Abdellatif Kechiche, su director. Y recuerdo que las miré y me enamoré de ellas como lo había hecho durante la película, y realidad y ficción se entrecruzaron en mi mente y nunca volvieron a separarse, por lo menos en lo que a ellas y a esta película respecta. Y las miré, en particular a Adèle (bueno, a Léa Seydoux también, a quien considero la mujer más hermosa del planeta, pero, en particular, la miré a Adèle) y me di cuenta de que uno no puede apartar los ojos de ella, como tampoco pudo Kechiche, como tampoco pudo esa cámara que la acompaña 175 de los 180 minutos de metraje. ¿Por qué? Porque tiene algo en su mirada, en su boca, en la forma de mover la cabeza, de sacudir el pelo. Tiene esa ingenuidad y esa frescura que uno suele ver en los niños, aún no contaminada ni mediada por las poses y las rigideces que uno adopta con los años. Adèle es como un diamante puro, en bruto. Tiene esa sonrisa que, cuando es vehículo de la sensación de felicidad plena, puede ser uno de los paisajes más hermosos de la Tierra. Y ahí estaba ella, plena, radiante, entre emocionada, embelesada, con cierto dejo de incredulidad, sin poder entender, de a ratos, lo que estaba sucediendo. Y ahí estaba Léa para mirarla con la dulzura de sus ojos celestes, con esa candidez irresistible, con una expresión radiante de paz, dejando que todos los focos se posaran, en un acto de extrema humildad, en nuestra amada Adèle. Mientras miraba la película tenía la sensación de que Kechiche había conocido a esta chica, fuera del ámbito del cine, la había simplemente observado y había decidido hacer una película con y de ella. Casi sin actuación, casi sin artificio; solo ella ahí, siendo ella. Varios meses después, me enteré de que, en efecto, así era cómo había ocurrido. Kechiche la había buscado a ella en particular, había nombrado la película por su nombre y le había dado libertad para que, justamente, se interpretara a sí misma, dentro de una historia determinada. Porque no hay otra. Así surgió esta película, hecha casi toda con primeros y primerísimos primeros planos, que la captan a ella, en su vida cotidiana, en los pequeños y en los enormes acontecimientos de su vida, todo con una cercanía abrumadora que casi asfixia, que nos coloca a una distancia casi imperceptible de ella, para que la observemos con lupa en toda la belleza de su ser, que nunca se agota, en cada acción de su cotidianeidad. La vemos levantarse, con el pelo hecho una maraña, la vemos dormirse, la vemos comer, la vemos morderse el labio inferior con las paletas, la vemos ajustarse la colita mal hecha del pelo, la vemos fumar, la vemos leer, la vemos reírse a carcajadas, la vemos intimidarse cuando sus amigas le dicen que un chico de la escuela gusta de ella, la vemos masturbarse en su cama, la vemos darse vuelta en la calle y vislumbrar, en el único momento con una música que luego se repetiría, al que sería el gran amor de su vida, la vemos bailar, la vemos llorar al no entender qué le está pasando, que está sintiendo, la vemos sentirse insegura y, finalmente, la vemos plena, como nadie jamás lo ha estado, como solo ella puede estarlo. Plena por el despertar sexual, la aceptación de la orientación sexual y la consumación de ese gran amor. Un gran amor del que es imposible dar cuenta con unos cuantos renglones de una crítica. De esos amores de los que solo los grandes poetas tienen autoridad para hablar, porque al resto de los mortales nos faltan recursos, literarios y emocionales, para poder otorgarles entidad bucólica. De esos amores con los que uno sueña, pero rara vez experimenta, de esas certezas que solo aparecen una vez en la vida, de esas sensaciones que extasían al espíritu humano, incluso al más reticente, de esas fantasías de quienes soñamos despiertos. Y ellas viven esa historia de amor, que se consuma en los actos sexuales más hermosamente explícitos jamás mostrados por el cine. Los dos cuerpos desnudos, amándose con salvajismo, dándose placer, recibiendo placer, porque aparece la urgencia de demostrar con el sexo eso que se siente, porque se hace presente la urgencia de la carne, la necesidad del sexo, el desenfreno, los besos que no son besos sino chupadas, lamidas, porque se alcanza un éxtasis tal que ya no basta con solo besar y coger con el otro, hay que hacerlo nuestro al otro, hay que sentir cada milímetro del otro en nuestro cuerpo, hay que frotarse en cada recoveco. Y así ama Adèle. Con esa furia desenfrenada. Así ama y así duela. Porque ese amor, en apariencia sólido, construido sobre la base del respeto, la empatía, la sinergia, la pasión y la comprensión, no resiste el paso del tiempo, la cotidianeidad compartida con la pareja, y no encuentra otro camino más que enfrentar el inexorable fin. Un fin devastador. Porque así como la vimos gozar y enamorarse, ahora Adèle sufre, ahora Adèle llora por las noches, hasta casi ahogarse, porque no se puede concentrar en el trabajo, porque tiene que reprimir las lágrimas mientras está con otra gente, porque no encuentra consuelo, porque sabe que acaba de perder una función vital de su cuerpo. Y ella llora, con mocos, con lágrimas anchas y espesas, con ese pelo que cambió de peinado pero que sigue teniendo la misma desprolijidad de siempre, con esa boca que se va tragando las lágrimas, y le implora a su gran amor que vuelva, pero el quiebre ya es demasiado profundo como para intentar enmendarlo con un pegamento que no sobreviviría a otro golpe. Y Adèle la deja ir, en la secuencia final, con el vestido azul y los tacos, con la copa de champagne en la mano, de la que toma apresurada, en la segunda escena que vuelve a tener música, esa misma música que irrumpió, casi sin que nos diéramos cuenta, cuando se conocieron por primera vez. Y se va caminando sola por la vereda, acompañada ahora por una cámara que ya no la toma en primer plano; por primera vez la vemos salir a la calle en un plano general que la muestra de espaldas. Y así vemos cómo Adèle se aleja de su anterior vida y de ese, su gran y único amor.
La verdad en tus ojos Transposición a la pantalla grande del cómic El azul es un color cálido, La vida de Adele (La Vie d'Adèle – Chapitres 1 & 2, Abdellatif Kechiche, 2013) es una obra que perdurará en los espectadores gracias a su intensidad y consagratoria labor de Adèle Exarchopoulos. Pocas veces el cine le permitió a una actriz brillar en cada escena sin perder la esencia del drama que la contiene. Aplaudida en Cannes (en donde la película fue premiada con la Palma de Oro), Adèle Exarchopoulos ofrece con su homónima criatura una pequeña gema de verdad en cada fotograma; como espectadores conocemos sus dudas, sus temores, y, finalmente, el intenso amor que siente por Emma (la igualmente notable Léa Seydoux). Tres horas de duración tiene este film que también consagra al director de franco-tunecino Abdellatif Kechiche, quien con sus dos películas anteriores (Juegos de amor esquivo, L'esquive, 2003; Cous Cous, La Gran Cena, La graine et le mulet, 2007) ya había demostrado una extraordinaria capacidad de observación, además de una finísima dirección actoral siempre a tono con el realismo naturalista. Adèle es una adolescente de clase media baja que admira a la literatura. Su amor por las letras no la ayuda a congeniar con el resto de sus compañeros, de quienes parece no recibir demasiada atención. Tal vez, no podría ser de otra forma; hay un malestar en su mirada, un sopor en su deambular que connotan cierta inconformidad. El beso furtivo que le roba una compañera (apenas un “juego”, no un sentimiento positivo) deviene en desilusión. Pero lo que le pasa con la irreverente Emma es distinto. Un “flechazo” es lo que le produce esa muchacha de pelo azul algunos años mayor, estudiante avanzada de artes que tiene lo que a ella le falta: seguridad. Tras un primer encuentro entre ambas, La vida de Adele posa su cámara en los múltiples momentos de la relación. Tal vez por la frontalidad y registro explícito que las define, las escenas de sexo tuvieron una atención de la prensa un tanto desmesurada. En todo caso, son tan apasionadas y veraces como lo es el film entero; en esas poses amatorias persiste la misma verdad que hay en la forma en la que Adèle posa para ser retratada por su novia, o el modo en el que acaricia su cabello, casi como si la cámara de Kechiche arrancara momentos de la materia biográfica más que construirlos. Es un cine visceral y honesto, que no escatima sentimiento y se despreocupa por los andariveles clásicos del drama amoroso. Y no es que la película no transite todos los estados de una pareja, sólo que su temporalidad está dada por la conciencia y la carnalidad del amor que explora. Y su degradación se impone penumbrosa, al borde de lo insoportable. La vida de Adele es el testimonio de un amor, un relato de iniciación que condensa un tono propio de la mejor tradición del cine francés, la nouvelle vague, con su predilección por los espacios abiertos y urbanos, la urgencia de los planos, la cámara en mano, la visceralidad puesta en escena. De forma solapada también es una mirada sobre la dinámica social en una Francia post-Sarkozi, con sus reclamos estudiantiles y las divisiones de clase. Lo que al principio podía pasar desapercibido tiene un peso definitorio en el derrotero amoroso de la joven: ella pertenece a la clase trabajadora y su aspiración máxima es la docencia en el nivel inicial, Emma le sugiere (¿o le recrimina?) que explote su talento en la literatura con otros fines. En todas sus dimensiones, el film funciona. Y cuando termina, el espectador podrá recordar que su título es episódico. Y entonces restan esperanzas para volver a encontrarse con Adèle en el lugar en donde la vimos brillar.
Es la historia de un amor como no hay otro igual Conocido en la Argentina gracias a Juegos de amor esquivo y Cous Cous, la gran cena, Abdellatif Kechiche consigue el mejor film de su carrera con una propuesta tan audaz y ambiciosa (dura tres horas) como fascinante y conmovedora. A partir de una novela gráfica de Julie Maroh, el director de origen tunecino narra la historia de Adèle (Adèle Exarchopoulos), una quinceañera en pleno despertar sexual. Lo que arranca como un sensible retrato de las contradicciones, inseguridades y confusiones de una adolescente que busca reafirmar su identidad, luchar contra su inestabilidad emocional con irrupciones de angustia, y sostener su autoestima en el ámbito de un colegio secundario, derivará luego hacia otras etapas -con un ingreso como auxiliar en un jardín de infantes y más tarde como maestra en una escuela primaria- con un recorrido que alcanzará seis años de su vida. De todas maneras, el eje principal de este film es la apasionada historia de amor que la protagonista mantiene con Emma (interpretada por Léa Seydoux), una artista plástica algo mayor que ella que la iniciará en el universo gay-lésbico. Mucho se han comentado las largas y explícitas escenas de sexo que la película contiene, pero no hay en ellas nada de explotación ni de regodeo voyeurista. Están narradas con la misma intensidad, cercanía y naturalidad con que se expone cada instante de la vida de estas dos chicas. La de La vida de Adèle es de esas experiencias transformadoras que son imposibles de explicar en palabras. Se podría hablar de la consagratoria actuación de Exarchopoulos (sin dudas, ha nacido una estrella), del inmenso talento de Kechiche para poner la cámara en el lugar justo, para marcar y al mismo tiempo “liberar” a sus actrices, para observar y captar cada ínfimo detalle que luego adquiere dimensiones insospechadas, para ir y volver de la comedia al drama con una facilidad asombrosa… Pero ninguno de estos conceptos alcanza para describir la verdad que el realizador de Vénus noire y sus dos intérpretes consiguen en cada fotograma. La conflictiva cotidianeidad escolar, los diversos entornos familiares, el universo de la militancia secundaria, el mundo queer, el ámbito de los intelectuales y los galeristas, las referencias literarias (Marivaux sobre todo)… Esos y muchos otros elementos conviven -con insólita armonía- durante las magistrales tres horas de este fascinante, conmovedor e inolvidable film.
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Vi la película de Abdellatif Kechiche durante Cannes y escribí en ese momento la crítica que copio a continuación. Unos días después, LA VIDA DE ADELE iba a ganar la Palma de Oro, se convertiría en una sensación y hasta sería objeto de algunos debates tanto respecto a lo que narra (y cómo lo narra) como a su aparentemente conflictivo rodaje. Durante su paso por la Semana del Cine Europeo -que se organizó en el Cine Gaumont en paralelo a Ventana Sur, a principios de diciembre- volví a ver la película y me pareció apropiado (bah, me dieron ganas) de escribir unas líneas más, a manera de revisión. No me ha cambiado demasiado la visión de la película en términos generales, pero quería agregar algunas ideas nuevas. Aquí, entonces, va la crítica originalmente publicada durante Cannes. La Vie d'AdèleEl realizador franco-argelino de L’ESQUIVE y COUS-COUS logra la que tal vez sea su obra maestra en esta exploración en detalle de la vida de una chica desde los 15 a los 21 años, centrándose especialmente en una larga relación sentimental que tiene con otra chica un poco mayor. Con un realismo a prueba de todo, Kechiche consigue una cercanía física y emocional con sus personajes que es única en el cine contemporáneo, solo comparable a la de los Dardenne, pero aquí en un registro más personal y no tan social. Adele es una adolescente bonita de clase media que va al colegio secundario y empieza a salir con un chico, más por presión de las amigas que por otra cosa. Un día caminando por la calle ve a dos chicas abrazadas y se queda enganchada con una de ellas, de pelo teñido de azul. Y cuando está en la cama con su novio -o bien cuando se masturba- piensa en ella. Una situación medio casual en la escuela la lleva a experimentar con chicas y es así que pasa de una compañera de curso a un bar en el que se encuentra con la “chica del pelo azul”, con la que rápidamente se engancha. Es que la adolescente Adele, bonita y sensual de una manera casi aniñada, llama la atención en ese lugar. Pronto serán amigas y luego más que eso. Seguirán juntas, claro, pero muchísimas más cosas sucederán a los largo de las tres horas del filme que no conviene adelantar acá. laviedadeleKechiche hace una radiografía emocional de Adele, poniendo la cámara encima de su rostro hasta captar su saliva cuando come, sus mocos cuando llora, lágrimas, ojos llorosos y transpiración como si estuviera a cinco centímetros de su alma. Y cuando llegan las escenas de sexo, la cercanía será igual. En un grupo de escenas de sexo que podrían contarse entre las mejores jamás filmadas en el cine convencional (no hablemos de porno ni nada de eso), Kechiche nos pone al espectador como terceros en la intimidad entre chica y chico, al principio, pero más que nada entre las dos mujeres protagonistas, en escenas muy largas que fascinarán a algunos y probablemente incomoden a otros… Con un material bastante simple y arquetípico (una relación complicada más por la propia lógica de la relación que por el hecho de ser entre chicas), Kechiche transmite la experiencia de vida de Adele a lo largo de unos seis años como si nos estuviera pasando a nosotros. La desconocida actriz Adele Exarchopoulos se transforma en una amiga/hermana/familiar del espectador apenas la vemos comer, reírse, hablar y mucho más cuando se emociona, ama y se enoja. Verla crecer en la pantalla es, literalmente, ver a una estrella nacer ante nuestros ojos. la_vie_d_adele_3Adele ama a Emma y se desvive por ella. Emma (la incansable Lea Seydoux) está fascinada por la belleza, la juventud, la pasión y la energía vital de Adele, pero en algún momento aparecerán las diferencias. Emma es una artista, pintora, que promedia los 20 y que tiene un mundo muy separado del de Adele, que empieza a trabajar como maestra y cuyo mundo y gustos son mucho más simples. El filme pone en evidencia esas diferencias (tal vez, demasiado) en sendas escenas en las que las chicas cenan con los respectivos padres. La crisis de identidad sexual, la pasión sexual y el amor profundo entre las dos y las dolorosas crisis son el material nuclear de esta extraordinaria película que dura tres horas pero que podría seguir y seguir. Es que para el final es como si sus protagonistas ya fueran parte de nuestra familia, tan cerca que estamos de ellas y tanto que las vamos viendo crecer y conociendo. la_vie_d_adele_2La naturalidad y frescura de los diálogos, la puesta en escena libre y generosa hacen recordar a L’ESQUIVE, así como a referentes ya clásicos como Jean Eustache y Maurice Pialat. Aquí la película continúa y pasa de la adolessencia a los “veintipico”, de la fascinación salvaje y sexual a la “domesticidad”, pero jamás Kechiche pierde el pulso de lo que cuenta ni de cómo lo cuenta. Está en total control de sus materiales, en especial dejando en claro su mano maestra para los diálogos. Muchos se irá hablando de las escenas sexuales del filme y no está mal que lo hagan ya que Kechiche las ha hecho para eso. Y no sólo por lo excitantes que pueden ser en el sentido más obvio y previsible, sino por lo que bien que revelan la pasión, el cariño, el deseo, la comprensión y el amor que hay entre estos dos gloriosos personajes, que no sólo están entre los mejores que nos dio esta edición de Cannes, sino el cine francés en mucho tiempo. ——————————————————————————————————————————— Revisión del filme: diciembre de 2013 la_vie_d_adele_4Volví a ver LA VIDA DE ADELE en Buenos Aires y en un cine. Como suele pasar con las segundas veces que uno ve un filme, el impacto no es tan fuerte y algunas cosas que parecían sutiles en una primera visión nos pegan como un golpe en la frente por lo obvias y subrayadas. Sigo creyendo que es una gran película, una muy íntima y profunda exploración respecto a las relaciones amorosas, a lo que hay en juego en ellas, a lo que sucede cuando dos personas muy diferentes conectan entre sí y lo difícil que resulta poder sostener esa conexión a lo largo del tiempo. Esta vez, sin embargo, algunas de las oposiciones (sexuales, laborales, de estilo, sociales), entre las dos chicas, se me hicieron un poco reiteradas y demasiado simplistas. AVISO. Lo que sigue aquí contiene potenciales SPOILERS. La película generó algunas controversias, especialmente entre feministas que consideraron extremadamente masculina la mirada sobre los personajes y la forma de mostrar su sexualidad. En un punto es cierto que las escenas sexuales (en especial una de ellas) parecen armadas de una manera sensual que puede ser osada pero está cuidada casi al gusto softcore. Si es más o no “para hombres” no lo sé, pero no creo que se pueda acusar a Kechiche de transformar a sus protagonistas en objetos tomando en cuenta el modo en el que ambas tienen una voz y una personalidad muy individual: son personas, sujetos que respiran en cada imagen de la película. la_vie_d_adele_5La primera vez no se me había hecho larga ni nada parecido. Sentía que la película duraba lo que tenía que durar por la forma de filmar de Kechiche, una característica de varias de sus películas y que podía seguir, inclusive. En esta ocasión sí la sentí larga, pero eso es algo suele suceder cuando uno mira un filme por segunda vez, ya sin el ritmo/suspenso que le da ir descubriendo la historia mientras avanza. Las escenas de Adele en la escuela (ella como maestra) me parecieron un poco reiterativas, por ejemplo. Como la primera vez, siento que hay dos escenas/cuestiones que no me cierran: la escena en la que sus amigas se enojan con Adele porque sospechan que es lesbiana y que la pelea entre las dos amantes se produzca por un breve affaire de Adele (con un hombre) del que ella ostensiblemente se arrepiente. Respecto a la primera, sigo sintiéndola igual: no me creo que ese grupo de chicas reaccione de ese modo ante la novedad, no me dan el tipo. Respecto a la segunda, si bien creo que la “excusa” es menor, es claro también que se trata de eso, de una excusa. Las diferencias entre las chicas estaban empezando a ser evidentes para entonces y, affaire o no, la relación entre ambas era difícil de sostener. Pese a haber pasado el impacto de la primera visión sigo pensando que se trata de una gran película. Tal vez no sea la obra maestra que en un primer momento pude haber pensado que era, pero sin duda es una de las grandes películas del 2013 (2014, para los estrenos argentinos) y, más que ninguna otra cosa, una historia de amor como pocas se han filmado.
Un amor excesivo, una tragedia clásica El encuentro entre las jóvenes Adèle y Emma da inicio a una historia de pasión de esas que ponen en juego razón, arrebato, cuerpo, hormonas, desencuentros y, a la larga, una infinita desolación. Y la actuación de Adèle Exarchopoulos es simplemente fabulosa. Ganadora de la Palma de Oro en la última edición de Cannes y del Premio Fipresci de la Crítica a la Mejor Película del 2013 (entre otros muchos galardones obtenidos de mayo para acá), firme candidata a la nominación al Oscar a Mejor Film Extranjero, La vida de Adèle logra lo que el cine (y la gente) ya no: construir una gran historia de amor. De esas que ponen en juego razón, arrebato, cuerpo, hormonas, desencuentros y, a la larga, una infinita desolación. Con un metraje de 179 minutos (absolutamente inusual para lo que nunca deja de ser un pequeño film intimista), está dividida en dos movimientos: el primero de ellos avanza hacia la plenitud, el desborde, la consustanciación con el otro hasta perderse a sí mismo; el segundo se corresponde, plano a plano, con un melodrama amoroso. En totalidad, el film del tunecino Abdellatif Kechiche (el de la magnífica Juegos de amor esquivo y la más formulaica Cous Cous) es una tragedia hecha y derecha. Una tragedia clásica, con una heroína ciega, incapaz de hacer corresponder deseo y destino. Los amores excesivos siempre fueron una de las especialidades de la french cuisine. Si un cineasta se abocó a ellos con verdadera fijación, ése fue François Truffaut, quien en una ocasión (1975) trasladó al cine La historia de Adela H, de Victor Hugo. Si no fuera porque la actriz que protagoniza La vida de Adèle se llama Adèle Exarchopoulos, uno juraría que esta muchacha de secundario debe su nombre a aquella pariente lejana del siglo XIX. Como la Adjani en el film de Truffaut, Adèle se enamora de quien no debe. La diferencia es, en tal caso, que mientras el teniente de Húsares rechazaba tempranamente a H., aquí nada indica, al comienzo al menos, que el amor de Adèle no sea correspondido. Es verdad que asoman diferencias que se tornarán insalvables. Pero, ¿cómo saber que lo son antes de hacer la prueba? Adèle se enamora de Emma (Léa Seydoux) en el instante mismo en que se cruzan por la calle. Adèle no es gay (Emma sí, desde el propio despertar sexual) e incluso acaba de levantarse, aun en su timidez, al compañerito que más le gusta. Pero desde que ve a Emma, es como si su vida entera fuera succionada por esta chica de cabello azul. Los héroes y heroínas trágicos no suelen registrar los datos que advierten del error de sus elecciones, y podría tomarse como tal el hecho de que ese día Emma vaya abrazada a una chica. Pero, ¿quién a quien alguien le guste mucho renuncia a él por el simple hecho de que esté en pareja? Lo que sí está claro desde un primer momento es que, de modo clásico, Adèle ama y Emma, que tiene el look y los modales del Brando de los ’50, se deja amar. Siempre y cuando por “dejarse amar” se entienda hacerlo con ferocidad: el cronista no recuerda cuándo fue la última vez (si es que alguna vez hubo una) que vio en cine escenas de sexo tan intensas y desesperadas, tan creíbles y transpiradas, tan absolutas como las de La vida de Adèle. Tan necesarias: no hay otra forma de transmitir el fuego que consume a las dos muchachas, que tirar la cámara a él. Pero es verdad que es Adèle la que busca en boliches gay a la chica que la deslumbró, la que fuerza el primer beso, la que sufre cuando percibe los primeros síntomas de descomposición, la que se deshace por dentro, la que intenta recuperar un amor que ya no está. La cámara la sigue todo el tiempo, con la misma obsesividad con que ella persigue a su objeto amoroso. La actuación de Adèle Exarchopoulos es simplemente fabulosa: véase cómo pasa del hermetismo al desborde emocional, de la pasividad a la fiereza (cuando las compañeras de colegio la “acusan” de tortillera), de la melancolía que la cerca a dejarse llevar por la sensualidad de un baile (gran escena), de la locura amorosa a la pasividad otra vez (la fiesta en el jardín, otra gran escena), o cómo hace coexistir máscara social y corazón partido, en la extraordinaria escena del baile africano. Cuando la implacable Emma la echa de casa, rompe desconsoladoramente en llanto, como una nena. “Antígona es una niña”, había remarcado la profesora de Literatura al comienzo de la película, cargado de referencias literarias. “Presten atención al carácter de predestinación que tiene el flechazo de la protagonista en Vida de Marianne, de Marivaux”, indica otro profesor. Más tarde vendrán, de la mano de Emma (¿Emma, como Bovary?), Sartre, el existencialismo y la idea del compromiso. Esas referencias, que puntúan de modo demasiado evidente lo que va a venir, son lo más flojo de La vida de Adèle, que desde el propio título busca el parentesco con Marivaux. Pero la de Kechiche es una de esas obras que, de tan grandes, arrollan sus propias debilidades gracias al torrente narrativo, emocional y subtextual que desencadenan. Para poner sólo un par de ejemplos de la rica alusividad de esos subtextos, se aconseja prestar atención al tema de las diferencias de clase y formación (motivo clásico de toda tragedia amorosa) y la manera en que la pareja de Adèle y Emma va clonando, de modo inconsciente, los roles masculino y femenino, en su acepción más tradicional. Dos puntas a seguir, en medio de un archipiélago de sentidos en el que se recomienda, fervientemente, perderse.
No fue una extravagancia del jurado de Cannes decidir que por primera y única vez la Palma de Oro, distinción que se atribuye exclusivamente a un film (y sólo en contadas oportunidades a dos, ex aequo ), fuera concedida a La vida de Adèle y a sus dos actrices. Era simplemente reconocer la condición autoral que ellas asumen al "vivir" sus personajes, a los que cuesta concebir como representados. Tanta es la verdad y la humanidad que exudan la consagrada Léa Seydoux y la debutante Adèle Exarchopoulos (con cuyo nombre y nada caprichosamente ha querido rebautizar Abdellatif Kechiche al personaje que en el original se llamaba Clémentine). Por la misma razón, resulta imposible abordar un comentario sobre esta obra maestra y no empezar hablando de ellas, de Emma y, claro, de Adèle, cuyo aprendizaje afectivo está en el centro de la bellísima y conmovedora historia de amor y crecimiento. Todo procede de los rostros y de los cuerpos en los que Kechiche sabe traducir y leer los sentimientos y los estados de espíritu de sus criaturas con sensibilidad única e infinita sutileza. La cámara sigue muy de cerca atenta a todo y en planos cerrados el proceso de crecimiento de Adèle, la estudiante que en su despertar adolescente está en permanente búsqueda de sí misma, de sus deseos más profundos, de su definición sexual, de su lugar en el mundo y de un camino hacia la adultez. Y ese proceso se manifiesta en las miradas, en cada detalle y cada gesto, aun en los que hace casi inconscientemente, los que escapan a su control. La boca de la milagrosa Exarchopoulos lo dice todo, y en general sin recurrir a las palabras. En el placer sensual con que devora los spaghettis de la comida familiar se ve la misma fruición con la que aspira a devorar la vida, la que cuando llegue el momento la guiará en un encuentro amoroso que busca consumarse en la comunión con el ser amado. El ser al que está predestinada, según le ha enseñado la literatura a través de La princesa de Cl è ves. La literatura -también Marivaux asoma, como en Juegos de amor esquivo , con su inconclusa La vie de Marianne - ocupa un espacio. Está en cada etapa de la vida de la chica, si bien su núcleo reside en la apasionada historia de amor que protagoniza con Emma, la estudiante de arte de cabello azul que despierta en ella un instantáneo deslumbramiento. La química de los cuerpos se definirá por sí misma en las muy comentadas escenas de sexo, donde son igualmente explícitos los sentimientos y las emociones. Emma, algo mayor que ella, más adulta y formada, perteneciente a otro círculo (una espléndida secuencia basta para exponer las diferencias sociales entre dos familias de valores opuestos, inclusive respecto de la homosexualidad), será a la vez maestra y amante, y Adèle, su musa y su discípula. Las diferencias se extienden a sus respectivos círculos, mientras Kechiche, con mano maestra, expone la evolución del vínculo que va de la gloria de la pasión amorosa a la desgarradora escena de la ruptura. Hay muchos momentos, antes y después, que justifican el inusitado destino de la Palma de Oro, pero éste, que las dos viven con tamaña verdad y que tan hondamente compromete el ánimo del espectador hasta hacerlo sentir físicamente el súbito vacío que desconcierta a Adèle, sería suficiente para certificar su carácter de coautoras. La exactitud con que Kechiche y los editores administran las casi tres horas de proyección -el film parece adoptar el ritmo de la vida y el espesor de las experiencias que en ella caben- es otro de los rasgos que definen esta obra excepcional.
Sensible y creíble historia de amor Estreno local de la película ganadora del pasado Festival de Cannes, con un sorprendente trabajo del director Abdellatif Kechiche y una gran actuación de la bellísima Adèle Exarchopoulos en una historia de amor única. De vez en cuando en el cine se produce un milagro. Poco podía esperarse del director tunecino Abdellatif Kechiche, ya que sus antecedentes (Cus Cus; El amor esquivo) no eran alentadores, pero con La vida de Adèle concibió hasta ahora su película más relevante, su milagro en imágenes. Adele es una adolescente que aun no descubrió su cuerpo y que a través de un cruce de miradas se enamorará de Emma, artista plástica, chica de pelo azul, mirada misteriosa, sin dificultades por corroborar su sexualidad. De allí surgirá una gran historia de amor, dolor, pérdida, besos, caricias, orgasmos, llantos, mocos, peleas, reconciliaciones. Con semejante material, que pudo haber caído en la cómoda historia de iniciación sexual, Kechiche construye una película sobre la piel, piel turgente de dos chicas que se aman de manera rotunda, provocando más de una molestia en el entorno que las rodea. La vida de Adele es un film de primeros planos, de acciones mínimas y cotidianas, de cámara que sigue al detalle los movimientos de la joven pareja. El punto de vista es el de Adele, ya que la película muestra a su familia, a sus compañeras de colegio y a su primer trabajo escolar. La vemos comer fideos con tuco, observar su cuerpo, ir al boliche de lesbianas al encuentro de Emma. El descubrimiento de ambos cuerpos será extenso y prolongado, en una escena bella y creíble, ubicada muy lejos del voyeurístico porno-soft. Sexo crudo y realista fusionado al amor que se tiene la pareja, feliz para Adele y Emma, triunfante para el cine mismo. Kechiche describe la vida de Adele pero desde ese momento también cobra protagonismo Emma, el círculo que la rodea, su familia, su trabajo artístico. Surgirán las dudas de Adele, la gran escena en que Emma echa a la protagonista de la casa donde ambas viven, el duelo, acaso la separación final en el bar, entre lágrimas necesarias y verosímiles, que se transmiten al espectador con la misma intensidad. Semejante film de tres horas que parece poco y nada, de una gran sensibilidad y calidez en cada una de sus escenas, necesitaba dos actrices potentes que cargaran con un notorio protagonismo. Lea Seydoux, estupenda como Emma, confirma su lugar privilegiado como una gran intérprete del cine francés. Pero el milagro es Adéle Exarchopoulos en la piel de la protagonista: cada uno de sus mínimas acciones provoca un inusitado placer, cuando come, llora, miente, toma una cerveza, se cambia de ropa, trabaja en un jardín de infantes, convive con su gran amor. Imposible olvidar la mirada de Adele, imposible no enamorarse de ella.
El amor duele Cuando el amor pega en cierta zona cercana al esternón, a la izquierda, mejor estar preparado. Adèle no estaba prevenida. Tenía 15 años, pero lo que le ocurre supera a cualquiera a cualquier edad. La vida de Adèle es una historia de amor que contagia a puro arrebato, frenesí, pero también sufrimiento. El amor les duele a Adèle y a Emma en esta película de cortas tres horas, que no es, como algunos presentan simplificado, un amor lésbico, sino un amor, no de película -en el cine suele rebasarse la realidad-, un amor que nos llega real, porque es embrollado, vehemente. Auténtico. Adèle estuvo con otros chicos, pero cuando se cruza en la calle con esa chica de cabellera teñida de azul, abrazada a otra chica, no sabe por qué, pero se da vuelta. Y Emma también. Amor a primera vista. A no perder de vista. La relación entre Adèle y Emma en una década será como una montaña rusa. Adrenalina pura, emociones incontenidas, pasión, idas y vueltas, placer sexual, partición de cabezas incluidas. Lo que Abdellatif Kechiche expone es un romance sin red. Si Adèle y Emma se entregan así, y no se miden, es porque se encontraron. Pero las relaciones nunca son sencillas. Pregúntenle a Adèle. El director muestra, mucho, y no se pronuncia sobre sus personajes. Sí se preocupa por las cosas que unen y otras que separan a las protagonistas. Pertenecen a clases sociales diferentes -Adèle es de un hogar proletario, Emma es una extravagante estudiante de arte-, pero ése no será tema para la ruptura. Adèle está obsesionada, necesita a su chica con ella. Los tiempos eran buenos, ella nunca pensó en el futuro. La vida de Adèle es como un merengue relleno con dulce de leche. Empalaga. Kechiche cuenta casi todo -179 minutos- con primeros planos. Tiene sus tempos, sexo sin inhibiciones, apetitos saciados, erotismo de alto nivel, todo en un filme sobre una historia de amor con un lazo imposible de disolver. Y se empecina, pero bien, en mostrar a los personajes en situaciones tan cotidianas como comiendo. ¿En una nueva búsqueda de autenticidad? Lo consigue. Adèle Exarchopoulos tiene una belleza entre fresca e intimidante. El labio superior levantado, la boquita casi perfecta, una capacidad para transmitir sentimientos contundente. Ya a los 20 es la nueva diva del cine francés. Y no vengan con que el amor que lastima, no es amor. Pregúntenle a Adèle.
Un poco (bastante) de amor francés. Pocas veces el cine post-moderno se ha tomado el trabajo de contar una historia de (des)amor en cuerpo y alma con tal intensidad y realismo como es el caso de “La vida de Adèle”. Esta película del realizador francés Abdellatif Kechiche llega a las salas de nuestro país habiendo sido internacionalmente alabada e incluso galardonada con la Palm D’Or en el Festival de Cine de Cannes. Ahora si bien se sabe que un premio no es garantía de calidad, en este caso “Adèle” se merece este y todos los premios que le quieran otorgar. Basada en la novela gráfica de Julie Maroh titulada “Blue is the warmest color” (que se podría traducir como “el azul es el color más cálido”), el film cuenta dos capítulos de la vida de Adèle (Adèle Exarchopoulos), los cuales son claramente reconocibles (aunque no estén explícitamente delimitados) y hasta se podrían comparar en términos poéticos bajo el velo de William Blake y sus dos grandes polos: el de la inocencia y el de la experiencia. En la 1er parte del film, conocemos a una joven Adèle de 17 años, la cual se mueve por el mundo muy espásticamente cual adolescente, come de manera desmesurada y sueña despierta con sus libros y clases literatas. Es en este punto de su vida cuando ante la insistencia de su grupo de pares de secundaria (mayormente mujeres), Adèle comienza a explorar su sexualidad y su curiosidad por lo desconocido. Luego de una fugaz relación con Thomas, nuestra joven heroína conoce a Emma (Léa Seydoux), una joven veinteañera estudiante de arte, con un pelo azulado y ojos a tono quien cambiará su vida para siempre. En la 2da parte del film, el director explora la transformación de Adèle, de niña inexperimentada a joven amante. Con escenas de sexo más que explícitas, discusiones sobre arte y alguna que otra escena familiar, Kechiche retrata la relación de Adèle y de Emma de manera exquisita y presenta un relato crudo y realista de cómo el amor totalitario por parte de alguna de los involucrados puede llegar a doler tanto como la indiferencia. En sus casi 3 horas de metraje, la película no resulta ni empalagosa, ni escandalosa como se podría llegar a pensar y lo interesante es que Kechiche no nutre su historia pura y exclusivamente de la relación de estas dos mujeres, sino que la tiñe de otros intensos temas como la búsqueda del ser, la presión social, el bullying e incluso la homofobia. Las dos actrices principales son quienes se llevan, literal y figuradamente, todas las palmas ya que, es la 1er vez en la historia del Festival de Cannes que la Palm D’Or es otorgada tanto al director como a las protagonistas de la cinta. Adèle Exarchopoulos verdaderamente brilla en cada plano y cada secuencia del film y el trabajo de Léa Seydoux es tan desgarrador como real. “La Vida de Adèle” es una de esas historias que, en menor o mayor medida, tocan profundo y que, sin lugar a dudas, entra en el podio de las grandes historias de amor que el cine nos supo entregar.
Aunque extensa, una atrapante historia de amor El franco-tunecino Abdellatif Kechiche es un director exquisito, exigente y notable, con una mano enorme para conducir roles femeninos. Acá lo apreciamos en "Juegos de amor esquivo", variación de la pieza de Marivaux "Los juegos del amor y del azar" aplicada a unos adolescentes en el colegio. Después vino el drama costumbrista "Cous cous, la gran cena", donde afloró su tendencia a estirar todo más de la cuenta. Lo que vemos ahora es su pieza consagratoria, la de mayor repercusión mundial, y también la más larga: 179 minutos. Pudo durar una hora menos. Confiemos entonces en que la sala tenga aire acondicionado y el público se enganche. Esto no cuesta demasiado, ya que se trata de una historia de amor en todas sus instancias, luminosas, dolorosas, de incertidumbre, de plenitud, desazón, ardor, soledad, aceptación, cariño, en fin, lo que cualquiera vive o ha vivido, y todo eso plenamente interpretado por dos actrices admirables, Lea Seydoux y la chiquita Adele Exarchopoulos. Con un agregado de actualidad: como en este caso se trata de personas de igual sexo, se agregan también, aunque muy poco, algunos conflictos sociales y familiares inherentes. Que se suman a los que puede tener la propia pareja. Emma es refinada, de pretensiones artísticas, capaz de deslumbrar y confundir a cualquiera. Adele es una menor, algo tosca, de procedencia común. La historia abarca unos seis años, siguiendo las evoluciones del amor y la maduración de la protagonista. No corresponde decir más. El asunto se inspira en un comic de la joven Julie Maroh, "El azul es un color cálido", cuyo final melodramático fue cambiado por otro menos terrible. También se cambiaron nombres, variaron título y situaciones (haciendo de paso un guiño a "La vida de Marianne", también de Marivaux), la estructura del relato, la proporción de algunas situaciones (las sexuales crecieron hiperbólicamente), se acentuó la diferencia social entre las dos jóvenes, volaron personajes claves, y, entre otras cosas, se desperdició el uso expresivo de los colores, que el comic aplica hábilmente con mínimos trazos. Si el director de fotografía quería lucirse con ese recurso, se quedó con las ganas. En "La vida de Adele" todo está hecho para que se luzcan solo el director de actrices, y las actrices, harto convincentes en la representación de cada matiz de sentimiento, y en el hiperrealismo de sus escenas íntimas (el gran gancho de la película, pero no lo más emotivo). Quedan para la salida del cine las discusiones sobre elección sexual, erotismo y pornografía, etapas de cualquier relación sentimental, etc. Y para literatura de poster, dos frases originales del comic: "Te quiero apasionadamente. Te quiero apaciblemente". Y "El amor no puede ser eterno, pero nos hace eternos". Reemplazarán por un tiempo aquel "Amor es nunca tener que pedir perdón", de la cándida y heterosexual "Love Story".
La chica del pelo azul Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una adolescente a la que le encanta leer, le cuesta encontrarse cómoda entre sus compañeros, y vive con una extraña y continua sensación de angustia que no sabe de donde viene. Sale con un chico que le gusta, pero por el que no logra sentir nada, su vida es un ir y venir sin rumbo, lleno de preguntas, hasta que un día se cruza por la calle con Emma (Léa Seydoux) y a partir del encuentro con esa chica de pelo azul, las cosas cambian. Adèle comienza a preguntarse que siente por las mujeres, prueba con unos besos a una amiga en el baño de la escuela, se enfrenta con los prejuicios de algunas compañeras, hasta que finalmente en un bar gay vuelve a ver a Emma, y allí parece haber encontrado su lugar en el mundo. Las chicas comienzan una relación apasionada, con una conexión increíble. Una explora el mundo de la otra, y Emma, quien es un poco mayor, estudiante de arte, y con más experiencia, es un mundo nuevo para Adèle. Durante tres horas de película el director muestra seis años en la vida de Adèle, su adolescencia, el encuentro con Emma y la relación que construyen ambas. Desde la pasión inicial, hasta la madurez y la convivencia. Con primeros planos, de forma cercana y con una gran naturalidad, la cámara sigue a Adèle, capta sus sensaciones, retrata su mundo, y los climas no se construyen, se espían. Sabemos antes que ellas qué es lo que les está pasando, porque lo estamos viendo, vemos lo que no se animan a decir, sentimos sus miedos, y vemos como esa pasión que ahora entró en la meseta de la convivencia comienza a peligrar. Cómo ese mundo de la otra que antes era explorado con curiosidad ahora se convierte en un enemigo, cuando Emma se dedica de lleno al arte, y Adèle convertida en maestra de escuela parece no encajar en ese mundo de artistas e intelectuales. Ambas actrices han logrado interpretaciones excelentes, y definitivamente la película no sería tan maravillosa sin ellas; han logrado una gran química, donde en la mayoría de las escenas no hacen falta las palabras. Si bien hay escenas de sexo explícitas, estas no desentonan con el resto de la historia, ya que todo se muestra de la misma forma: de modo realista, cercano, e intenso. La vida de Adèle es una película intimista, de esas difíciles de describir, porque no tiene impacto, tiene silencios, y de forma natural y sensible, nos muestra todo aquello que pasa por el alma y los ojos de la protagonista.
De desencantos y otras yerbas Primero quiero aclarar que vi La vida de Adéle de Abdellatif Kechiche sin saber nada acerca de su argumento, excepto que duraba casi tres horas (demasiado para mi gusto) y que fue la ganadora de la Palma de Oro en Cannes en el 2013, dato nada menor que, indefectiblemente, genera un alto grado de expectativa. Por otro lado (y como verán me sigo atajando) hay veces en las que cuesta descifrar por qué una película nos gusta y por qué no, porque más allá de las cuestiones del lenguaje cinematográfico hay un plus imperceptible que se escapa a cualquier racionalidad y es lo que define si se generó una fuerte relación o no con lo que estamos viendo. Dicho esto, La vida de Adéle es una historia que narra la relación romántica entre Adéle y Emma a lo largo del tiempo, una clásica historia de amor y ruptura. Pero hay algo fundamental en esta historia de mujeres y es que la película tiene una fuerte mirada masculina. La vida de Adéle es una película hecha para hombres. La cámara es ese ojo varonil, esa retina con la que el género masculino mira el mundo femenino y es en este punto en donde la película falla, o por lo menos se aleja de lo que uno cree o espera ver. Si tuviera que hacer una analogía diría que la película es como el pelo de Adéle, atado para que parezca desprolijo pero siempre con un mechón de pelo que milimétricamente cae sobre la perfecta nariz de la protagonista. Que parece que está revuelto pero en realidad hay un exhaustivo trabajo detrás para que esto suceda y de desprolijo no tiene nada, una intencionalidad en hacernos creer que la espontaneidad cobra lugar, cuando es todo lo contrario. Lo mismo pasa con la película, creemos que explora el amor entre dos mujeres, pero en realidad este sentimiento es un acting dirigido a los varones, una mera excusa para que ellos se deleiten viendo a estas dos hembras en acción. Deténganse en el insistente juego de Adéle con su pelo, en cómo deja entreabierta su boca, en sus poses para dormir, la forma en que come, en la forma en que baila, etc. Toda la película está dirigida a los hombres. Y ni hablar de las largas y explícitas escenas de sexo entre ambas, en donde la cámara se cautiva con esas dos rubias desnudas, bien formadas y de facciones perfectas (nunca una gordita para hablarnos del deseo femenino, obvio). Y no es que esto tenga algo de malo en sí, para nada, lo que enoja es que la película pretende ser algo que no es, y cuando uno empieza a rascar un poco la superficie por debajo no hay nada más que un conjunto de escenas dirigidas a complacer a los machos, a dejarlos embriagados en sus butacas y en donde la indagación en ese universo profundo de amor entre dos chicas brilla por su ausencia. Hay reiteradas referencias al cabello, como si toda la psicología femenina se redujera a tener el pelo azul para parecer una artista, corto para simbolizar una postura masculina, desarreglado y enredado para parecer lesbiana, o con dos hebillas para parecer más adulta, pero ojo, siempre siendo sexy y atractiva, no hay que olvidarse nunca de gustarles a ellos. Y sí, claro, gustan, pero del deseo femenino ni hablemos. Lejos está de explorar las percepciones que conviven en la cabeza de las mujeres, más allá de cualquier elección sexual, que dicho sea de paso, de “elección” no tiene nada porque la sexualidad no es algo que uno opta como si fuera un par de zapatos, sino algo que simplemente se siente. Y para completar el panorama, la intromisión de los hombres viene a desequilibrar la armoniosa relación entre ellas. Adéle está lejos de haber generado un vínculo conmigo y no porque se enamore de una mujer, sino porque quien digita los hilos de esta historia no pudo terminar de despegarse de su masculinidad. La vida de Adéle promete, pero no cumple. Ojalá alguien se anime a hacer una historia entre mujeres sin necesidad de estar dirigida a los hombres ni de calentar sus cabezas como objetivo número uno, y que además en el camino, pueda arrasar con ciertos estereotipos. Yo espero esto con ansias, mientras tanto, que no me vendan más gato por liebre.
La película empieza en un universo simbólico ya transitado por Abdellatif Kechiche. La primera escena relevante tiene lugar en un colegio público durante una clase de literatura. La predilección por Pierre de Marivaux ya estaba presente en Juegos de amor esquivo. Aquí, los alumnos discuten ciertos pasajes de La vida de Mariana. El profesor interroga a sus alumnos: ¿existe alguna lógica secreta por detrás del amor a primera vista? Tal vez la inquietud de saber si se trata de azar o predestinación carezca de importancia vital, pero el filme juega una carta mayor con la que insiste en algo distinto: el lugar de cada sujeto en una sociedad específica y cómo los sujetos, si es que pueden, son capaces de saltar las restricciones de su origen social. Adèle proviene de la clase trabajadora y vive en las afueras de París. Estudiar no es solamente una obligación y una condición necesaria para el ingreso al mercado laboral; estudiar es también estudiarse. Su deseo es convertirse en maestra de jardín de infantes. Le gusta trabajar con niños y también le apasiona la literatura. Otra cosa que aprenderá mientras estudia es que no le gustan los chicos sino las chicas, y en parte La vida de Adèle consiste en observar el descubrimiento de su protagonista de que su deseo no corresponde al estándar de erotismo de su sociedad. La salida del clóset, por otra parte, no es equivalente para todas las clases sociales, una lectura que Kechiche, más que insinuar, subraya. Después de intentar una relación con un chico, Adèle conocerá a Emma, artista plástica, un poco más grande que ella. La identidad lésbica ya asumida de su primer amor es un rasgo entre otros; más importante es la pertenencia de clase. Ver los estadios de un romance pocas veces resulta tan conmovedor: la seducción, la pasión y la disolución no son conceptos que se enuncian sino que adquieren existencia en imágenes. Las escenas lésbicas son puro erotismo, pero poco tienen que ver con el porno y el voyerismo: el derecho al placer corporal y la satisfacción de estar con otro que se ama trasciende aquí la elección sexual de los personajes. Es una afirmación de la vida. La cámara de Kechiche se mantiene frontal y siempre cerca de Adèle, como si de ese modo su energía vital se introyectara al lente. Los planos cerrados instituyen una experiencia de intimidad. Es un método de aislamiento por el cual experimentamos en ella el mundo que la rodea. Al comienzo Emma cita a Sartre: "La existencia precede a la esencia". La cita es pertinente para afirmar la plasticidad de la naturaleza (y sexualidad) humana. En sus decisiones los hombres y las mujeres asumen quiénes son. El filme agrega algo más. La naturaleza humana también se define por la pertenencia de clase, diferencia que incluso puede interceptar la evidencia del amor físico y el placer que se siente al lado de un extraño.
La imagen-cuerpo Es Roland Barthes en esa pequeña maravilla llamada Fragmentos de un discurso amoroso quien entre todas las citas incluye en algún momento a Lacan: “encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo desear centenares; pero, de esos centenares, no amo sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo”. Y más adelante: “han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes (y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo”. Los primeros momentos de la película de Kechiche muestran el estado caótico, abúlico y desordenado de la joven protagonista Adèle. Los rituales familiares y escolares transcurren en medio de silencios y soledad, con comidas y conversaciones repetidas. Hay atisbos de búsqueda a base de prueba y error en el amor, o más bien en la fuente de goce sexual, pero nada que satisfaga el deseo, hasta que se produce la captura y el personaje queda raptado por una imagen: una chica con pelo azul se cruza accidentalmente en su camino. El deseo se activa como nunca a partir de ese milagro inesperado que parece consolidar la condición sexual de la protagonista. Ya nada será lo mismo. El color azul será el significante privilegiado: es parte del sujeto amado pero también integra la paleta de colores que el director elige utilizar para asociar la idea de tristeza a la imposibilidad de colmar el deseo. Como suele ocurrir, después de la etapa de deslumbramiento, de la exploración embriagante del otro (mostrada con escenas de sexo jugadas y creíbles, con el tiempo necesario para oírlas y observarlas en toda su belleza), viene la incertidumbre, el miedo a la pérdida y Adèle no sabe muy bien cómo sostener una relación que desborda de plenitud. Aparece como sedentaria, inmóvil, perceptiva. El director filma magistralmente ese rostro que mira en medio de fiestas y ágapes, observa el entorno de su amante compuesto por artistas charlatanes o intelectuales pedantes de los que se siente excluido. Entonces, ante la mínima ausencia o sospecha hacia Emma, cae en la convención social del engaño y es ahí donde se despersonaliza y vienen las secuelas: desaparece el teñido azul de su pareja e invade su vida. El abismo se materializa a causa de la desesperación y se hace efectivo lo inevitable: el deseo como la tragedia es aquello de lo que no podemos escapar. La vida de Adèle es una película con cuerpos. La cámara los descubre, los recorre, apuesta a un valor sensitivo. Como gesto es sumamente interesante frente a tanta abulia reinante. Kechiche elige un camino certero, el de restituir al sujeto en la pantalla, en toda su desnudez, sin tapujos, alejado de los mecanismos de representación publicitarios que dominan un gran porcentaje del cine en la actualidad. Logra con ello que sus personajes tengan el encanto de la fotogenia, la naturalidad conferida por una delicada y efectiva iluminación que da como resultado la luminosidad de esos rostros presentes. Todo un trabajo formal que sostiene, como diría Barthes, “un discurso amoroso de una extrema soledad”.
"El orgasmo precede la esencia" La Vie d’Adele – Chapitres 1 et 2 es, claramente, la película más polémica del 2013. Pero, ¿por qué dejar que la polémica pase por encima del arte que derrama en cada fotograma esta gran obra de Abdellatif Kechiche? Los que quieran hablar de las escenas de sexo explícito, que lo hagan. Los que quieran hablar de cómo el director exprimió a sus actrices hasta el hartazgo y el desgano en el rodaje, o los entredichos en cuanto medio aparecieron, adelante. Allá ellos y su corta visión para recordar una película pura, directa y contundente. Los demás tendremos en nuestra memoria una de las películas románticas más tiernas, conmovedoras y realistas que ha dado el séptimo arte en los últimos años. Kechiche se apropia de la novela gráfica de Julie Maroh, El azul es un color cálido, para dar su propia visión no sólo de lo femenino, sino del arte en general. El guión está excelentemente bien cuidado, y la historia está tan bien contada que no le sobra ninguno de sus casi 175 minutos de duración (sí, casi 3 horas). En ese espacio temporal tenemos trazada la evolución de un personaje impactante, personificado por la bellísima y talentosa Adele Exarchopoulos, que hace un trabajo descomunal a lo largo de toda la película… su película. Porque, si bien Lea Seydoux también brilla con luz propia (¡la escena de su aparición en el bar es increíble!), Adele se lleva todos los elogios por sostener un papel muy complicado, con muchos picos dramáticos y mucha exigencia física. Pero en fin, eso es la vida misma, por eso Kechiche le cambió el título a la historia y la resignificó en esta obra tan profunda. Para no extenderse más, simplemente cabe destacar uno de los tantos momentos geniales que tiene la película, plagada de escenas simbólicas, que sirven como explicación o contestación a aquellos –incluyendo a la autora de la novela original- que denuncian que el film tiene una “mirada masculina” y está dirigida al público masculino. En una escena en particular, en la que Emma (Seydoux) ofrece una fiesta para celebrar una exposición con sus amigos, mientras Adele atiende a todos con una delicadeza y dedicación loables, se abre la discusión sobre la diferencia entre el placer masculino y el femenino. Allí, uno de los personajes, el único varón entre un pequeño círculo de mujeres, sostiene que estas experimentan mucho más los placeres de la vida, sobre todo el orgasmo, siendo el de los hombres limitado y el de las mujeres místico. Kechiche justifica su adaptación brillantemente, hablando a través de este pasaje del guión: “En la medida que soy un hombre, todo lo que miro es frustrante, por los límites de la sexualidad masculina,” dice el personaje mientras sus amigas alrededor devoran el spaghetti, incluso quitándoselo a él de su plato. “Desde que las mujeres son pintadas en los cuadros se ve su éxtasis más que el del hombre, que muestra el suyo a través de la mujer. Vemos a las mujeres bañarse, las vemos…” y es interrumpido por una amiga que dice “L’origine du monde” (El origen del mundo), casi en un gemido mientras chupa la salsa que se derramó en la mano. “Los hombres intentan mostrarlo desesperadamente, lo que significa que lo vieron” continúa el personaje, casi indiferente. Las amigas a su alrededor, todavía sumidas en su cena, cotejan la idea de que quizás los hombres imaginaron, desearon o apenas fantasearon con eso, a lo que el artista finalmente concluye: “Miren en sus ojos esa mirada a otro mundo. El arte de las mujeres nunca refleja el placer de las mujeres.” En resumen, cada uno de los planos y las escenas de La Vie d’Adele no pudieron haber sido filmadas mejor que como fueron hechas. Kechiche es un genio, y Adele su musa.
¿De dónde obtiene La vida de Adele su intensidad, esa que consigue dejarnos sentados en al butaca durante tres horas sin que pensemos ni por un segundo en levantarnos? O, mejor: ¿cómo logra capturar nuestro interés, con qué recursos lo hace? La respuesta, creo, no hay que buscarla especialmente en la puesta en escena: la planificación visual de Kechiche es repetitiva y carece casi por completo de ideas y de ritmo (no es casual que la edición esté realizada a ocho manos). El director se limita a filmar a las protagonistas en una serie interminable de primerísimos primeros planos que ocasionalmente se alternan con algún encuadre general obligado (como ocurre en las escenas de sexo). Al menos en La vida de Adele, Kechiche no demuestra mayor talento para filmar a las personas y las cosas que el que podría tener cualquier artesano de industria; su seguidilla de planos contra planos, de rostros que se contestan unos a otros no es muy distinta de lo que puede verse en una tira de televisión. Pero La vida de Adele es dueña de una potencia que ningún producto televisivo podría igualar, que supera incluso los picos emotivos habituales del mejor cine hollywoodense y que, a diferencia de este, lo logra tomando distancia de los convencionalismos de los géneros y de las narraciones tradicionales. Entonces, ¿cómo funciona la alquimia misteriosa de Kechiche? ¿Mediante qué ingredientes secretos consigue transformar el plomo de un guión algo pobre y de una puesta en escena soporífera en el oro que reluce en pantalla? Esos ingredientes son dos: la elección de las protagonistas por un lado, y la dirección de actores por otro. Del primero no hay mucho para decir: ignoro cuánto tiempo habrá tardado el director tunesino en dar con Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, pero no caben dudas de que la elección fue inmejorable, que cada una le dio vida a su personaje de una manera única e irrepetible. Por otra parte, hay algo que resulta indiscutible: antes de una película que sintoniza con nuestro tiempo, de un cine de sensibilidad contemporánea, La vida de Adele es, más que nada, un ejercicio interpretativo y un trabajo de dirección actoral inmenso. Solo así el director pudo extraer la emoción que atraviesa a su película, solo después de contar con dos actrices notables y que habían compredido a la perfección a sus personajes, y solo después de trabajar la relación de las dos lo suficiente como para que la pasión entre ellas resulte creíble; con esas bases previas es que Kechiche pudo permitirse el riesgo de confeccionar una planificación que descansa, segurísima de sí misma, en los rostros de las protagonistas, atenta al más mínimo gesto o movimiento muscular, al más pequeño tic que, por obra de la amplificación de la cámara, termina definiendo por entero a un personaje tanto o más que lo que la información que el guión pueda proveer. Porque La vida de Adele es una película cerrada sobre sí misma y su propio y diminuto universo, lo suyo no es el retrato de una época o una pintura social sino la exploración de las relaciones y los intercambios que se tejen en su interior. Así, a los ojos del director, en una cena familiar, importa menos la dinámica del grupo y los signos de clase que pudieran definirlos que la saliva que genera Adele cuando mastica con la boca abierta; la cámara se fija en eso y desecha tanto los diálogos como los planos de conjunto. Es por esto, por estar demasiado aislada en su mundo personal, que la película pierde fuerza en los pocos momentos en los que intenta abrir el plano y mirar muchas cosas. Pasa con la discusión en la puerta del colegio, cuando las amigas de Adele la interrogan y la acusan de lesbiana: la escena resulta burda, subrayada, un momento claramente dispuesto para convocar la indignación, para comentar el estado de la sociedad francesa y para mostrar cómo los jóvenes parecieran reproducir la ideología un poco retrógrada del país en otras épocas. No es casual que esa escena involucre a muchos personajes y que incorpore un tono ausente hasta ese momento: la cantidad de rostros, la velocidad de los diálogos (y de las agresiones), los empujones y lo subrayado de toda la situación no hace otra cosa que recordar que el hábitat natural de La vida de Adele no son las calles, los bares y las discusiones a los gritos sino los intercambios en voz baja de los amantes (o sus silencios) y la intimidad que conlleva el estar solo tirado en la cama o el compartir un banco de plaza con alguien al que se quiere. Pero si los méritos que vengo describiendo son, en cierta medida, pre cinematográficos, anteriores al cine, hay un acierto de Kechiche que se apoya solo en las herramientas del cine. Se trata de las escenas de sexo entre las protagonistas que tanto dieron que hablar durante el estreno en Cannes: el cine mostró cómo se acostaban dos mujeres muchas veces, el tema (una relación lésbica) y la imagen (dos chicas teniendo sexo) no son para nada nuevos. Pero sí es nueva la manera en que el director las filma: las dos aparecen totalmente desnudas, excitadas, chupando y succionando desesperadas el cuerpo de la otra; incluso se llega a mostrar mucho sexo oral recurriendo a planos detalles que no permiten falsear la acción. Si la mayor parte de la película, venía diciendo, resulta poco sofisticada en términos de imagen, las escenas de sexo no lo son tampoco, al contrario, es como si Kechiche estuviera convencido de que la única forma de sostener la intensidad acumulada en el relato durante las escenas de cama era filmar el sexo como lo haría una película porno del montón: poner a dos chicas desnudas a tocarse y lamerse sin que el encuadre oculte nada y sin que la edición corte el plano antes de tiempo. Este es otro de los puntos fuertes de La vida de Adele, otro éxito que se cifra en buena medida en la voluntad del director de capturar la mayor cantidad de intensidad posible, sin importar si la planificación termina pareciendo demasiado la del porno. Todo esto, sumado a la forma narrativa más bien elemental del relato de descubrimiento amoroso, arroja una película efectiva, con los reflejos suficientes como para fijarse en el crecimiento de la protagonista y en los cambios por los que atraviesa sin necesidad de explicarlos ni de enmarcarlos en alguna especie de explicación grandilocuente de la vida. La vida de Adele no se arroga para sí ninguna sofisticación, lo suyo es el arte de narrar y mostrar utilizando solo los recursos justos, y esa justeza es solo comparable al rigor de las normas que rigen los códigos del amor en el universo de los personajes. El aprendizaje es duro y los errores se pagan demasiado caro.
Una obra brillantemente construída que compromete la mirada del espectador Hace tiempo que no se ve una obra tan audaz en su propuesta como “La vida de Adèle –capítulos I y II”. Abdellatif Kechiche, el director, aseguró a quién esto escribe, que él no hace cine para moralizar a nadie sino para provocar un cambio: “Que algo cambie. Me gusta pensar en un espectador que entra de una manera a la sala y sale de otra” ¡Vaya si lo logra! Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una bella adolescente de clase media alta, estudiante en la escuela secundaria. De hecho, así como ocurría en “Juegos de amor esquivo” (2005), estrenada en uno de los BAFICI, empezamos a conocer al personaje en plena clase de literatura donde se lee “La vida de Marianne” de Pierre de Marivaux, novelista y dramaturgo sobre el cual el realizador se inspira, y mucho. Sutilmente vemos a Adèle descripta en planos muy cerrados, durmiendo, intercalados por momentos planos detalle del pelo, los labios, una sonrisa. Como si la cámara quisiera captar instantes en la vida de su criatura espiándola en estado natural. A veces furtivamente. Cuando la cantidad de estos planos se multiplican, da la sensación de ir más allá de una cuestión meramente estética. Esta observación minuciosa del personaje nos acerca más a su universo logrando una conexión muy íntima en la cual sus palabras y acciones ya no pueden disociarse de su cuerpo. Parece una obviedad, pero aquí está remarcado. Adèle está detrás de Thomas (Jeremie Laheurte), un estudiante del mismo colegio que es pura pinta. Estudiar y gustar de alguien, eso es el secundario. Todo está dado para un gran amor. Una historia de esas que uno de grande todavía recuerda. Pero en “La vida de Adèle” se produce un cambio tan brusco e inesperado como natural. Cruzando una calle cualquiera, cruza la mirada con otra chica de pelo corto y azul, algo mayor, que va abrazada de su novia. En ese instante de confusión, de aturdimiento, se instalan cientos de interrogantes en la mente de todos. Atracción, tensión sexual, deseo, incertidumbre… todo sucede en esa escena. El cambio es profundo. Más tarde se volverán a encontrar en un bar gay. Ella es Emma (Léa Seydoux), de clase social más baja, otra educación, y con su identidad claramente definida. La ley de la atracción se produce sin prisa pero sin pausa, ayudada por los estupendos trabajos de las actrices que entendieron el código de ir de menor a mayor, tanto en la entrega gestual como sexual. Como lo han hecho pocos directores Abdellatif Kechiche extiende largamente las escenas de cama, que si bien son gráficas, no podrían ser clasificadas como eróticas o pornográficas porque para ello es menester la intención de serlo. Por el contrario, varias veces, mientras tienen relaciones, el cuadro se ocupa de mezclar los cuerpos para hacer uno. Unificar el amor y el sexo representado en estas dos mujeres que se van dejando llevar, una por la otra, a pesar de la disparidad de gustos y costumbres. De ahí en más “La vida de Adèle –capítulos I y II” irá recorriendo un camino a través del cual se profundiza la búsqueda de la identidad en pos de encontrar, a las dos chicas en particular, y al ser humano en general, viviendo como un sólo ser, libre de transitar su vida a partir de sus elecciones y en base a su circunstancia. Basada libremente en la novela gráfica “El azul es un color cálido”, de Julie Maroh (por eso esto es lo de los capítulos 1 y 2), la historia recorre unos diez años en la vida de la protagonista y está dividida claramente en dos partes. Una, hasta que se conoce con Emma, la otra, a partir de mudarse a vivir juntas. No hay transiciones importantes en esto porque la médula espinal, una vez que conocemos a ambas, es el paso de la adolescencia a la adultez y el peso específico que cobra cada decisión tomada las cuales, por cierto, traen su consecuencia. En la dirección de fotografía, la de actores y la estética conceptual para abordar una historia profunda y humana es donde reside la mayor cantidad de virtudes de la ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado. Una obra brillantemente construida que compromete al espectador, no sólo con la historia sino con sus propios miedos, tabúes y barreras prejuiciosas. Pocas producciones logran separar claramente estos conceptos con tanta decisión.
UNA MUJER DESCASADA 1. “Entre los jóvenes que he atraído había uno que noté. Mi mirada cayó particularmente sobre él. No me di cuenta del placer que sentía. Flirteaba con otros, no con él. Quería verlo, no complacerlo. Parece que el primer amor comienza con esta sinceridad”. (fragmento de ‘La vie de Marianne’, novela inconclusa de Pierre de Merivaux entre 1727 y 1740 leído en una escena de la película) En esta lectura asumida en primera persona tanto por el personaje como por el realizador, se expresa la relación básica que organiza la película: la que existe entre la mirada y el placer. El goce personal que produce mirar al otro. Hay un juego de encadenamientos desde la primera escena. En ella el realizador impone al espectador el lugar de aquel que observa deseando. Lo hace consciente de esa operación. Lo invita a asumir sin culpa el lugar de quien mira para complacerse y no para complacer al otro. Y encadenando esa fascinación que opera desde la butaca, Adele descubre el mundo también a partir de la mirada. La mirada configura al cine mismo. No hay cine sin mirada del otro. Del que mira para su propio placer. El espectador de cine nace en el mismo momento en que descubre que “quería verlo y no complacerlo”, que desea profundamente experimentar el propio placer al mirar. Allí, con esa sinceridad, se descubre el primer amor con las películas. Kechiche a partir de las múltiples miradas -la del espectador, la de Adele, la de los adolescentes descubriéndose y la propia- reconstruye dialécticamente la concepción clásica del cine en esta película. Adele es una joven hermosa, seductora, ingenua, voluptuosa. Es una adolescente en construcción. La relación con Thomas, como casi cualquier relación amorosa entre adolescentes, comenzará a partir de seguirse con los ojos. Sin embargo mientras Thomas es quien mira a Adele, ella cruzará su vista con la de Emma. Esa mirada casual que descubre en medio de la ciudad a la bella joven del pelo azul, también le permite descubrir su propia identidad sexual. 2. “La idea en la obra de Sartre es que la existencia precede a la esencia. Nacemos, existimos y nos definimos por nuestras acciones. Eso nos da una gran responsabilidad. Él dijo que podemos elegir nuestras vidas sin depender de ningún principio superior. Me hizo muy bien leer a Sartre en la escuela, especialmente para afirmar mi libertad y mis propios valores” (Emma a Adele en su primer encuentro en una plaza, a propósito de la filosofía de Jean Paul Sartre) El primer encuentro entre Adele y Emma es pudoroso, pero es a la vez el momento en que se despliega la idea central que estructura la película. La disputa sobre la noción de libertad. Lo que comienza allí, en ese encuentro que se prolongará en un intensa historia de amor, es el modo en el que el director propone un debate sobre la libertad ¿Está cerca de esta concepción absoluta que plantea Emma y en su aparente conducta a lo largo de los años, que supone la (auto) construcción del sujeto en su acción libérrima? ¿O por el contrario el sujeto está construido por su cultura, su entorno, las instituciones que lo sujetan, incluso en el marco de libertad que las decisiones como asumir la propia sexualidad suponen? La película es un discurso sobre la libertad. Un discurso que propone el debate, a la vez que un discurso político, sobre la libertad. De la libertad dentro de una sociedad capitalista moderna. Despojado de la idea de un Dios o de una esencia de lo humano, Kechiche dispone el devenir de la vida de Adele para pensar esta noción. Frente a la idea de la propia existencia como única constructora del sujeto libre y autoconsciente, aparece una existencia en la cual el sujeto se constituye sujetado por un sinfín de dispositivos que lo estructuran y condicionan. La familia, la educación, el campo intelectual, la condición de clase, el trabajo, los amigos de la adolescencia, todos ellos implican acciones y discursos con los cuales carga Adele en el proceso de (auto) construcción como mujer, como pareja, como profesora, como compañera de trabajo. Aun así, Kechiche abre la puerta a pensar en el azar y el destino. Deja allí la duda para que el espectador complete ese complejo de ideas que nunca se cierra. Lo que la película cuenta –y de allí lo acertado del título- es como la vida es un espacio de márgenes de libertad ¿Cuánto de lo que ocurre es decidido por Adele? ¿Por qué en el agasajo que hace a las amistades de Emma, ya como dueña de casa, sirve fideos a la bolognesa? 3. “Las ideas se apoderan de mí. Soy una mujer. Cuento mi historia” (fragmento de ‘La vie de Marianne’ ) Soy una mujer y tengo mi propia voz. Esta afirmación está claramente relacionada con la idea de libertad que atraviesa toda la película. ¿Cuál es la propia voz? La identidad autoproclamada, “soy una mujer” es una construcción. Social, individual y política. El trazo que une la manifestación obrero estudiantil con la marcha del orgullo LGTB establece este vínculo. La película es también el proceso de construcción de esa voz. Una voz que, a pesar de que la ruptura con el canon sexual supone una liberación, sigue apagada y escondida. Porque La vida de Adele es sin dudas compleja, contradictoria y abierta. Todo lo que la película tiene de inteligente, sugerente y fascinante no sería tal si no hubiera contado el realizador con la encarnación perfecta del personaje que construye Adele Exarchopoulos (Es bueno contarle a los lectores que el personaje de la novela gráfica en la que está basada la película no se llama Adele y que Kechiche le puso el título a la película por lo inescindible que resultó el personaje de la actriz). La actriz construye a su personaje tanto a partir de una corporalidad expansiva erótica, ingenua y seductora hasta en el mínimo gesto, como desde un misterio interior tan intenso como insondable. Junto a su compañera Lea Seydoux (Emma), sostienen el andamiaje de sentido que encadena el director. Sin ellas nada sería lo que es. Ni en La vida de Adele ni en la vida de los otros (nosotros) que miran (miramos). Por Daniel Cholakian redaccion@cineramaplus.com.ar
Películas de iniciación hay muchas, incluso de temática homosexual. Esta es la vida de Adéle, una chica francesa a punto de cumplir la mayoría de edad, de clase media un tanto progre, con amigas que no lo son tanto y apasionada por la literatura y la enseñanza. Luego de sus primeras experiencias (hetero) sexuales, duda. Eso es lo único que sabemos de ella. Luego, gracias a la insistencia de los primeros planos, de la omnipresencia de su boca, de la incertidumbre de sus ojos, quizás podríamos delinear algunos rasgos psicológicos. Pero eso no es lo importante. Su cara es esencialmente cinematográfica: vale por sí misma y en relación a las imágenes que la preceden. Su presencia llena al cuadro y no permite que se reduzca su expresión a la literatura que exige un guión, que exige una reacción o un sentimiento para poder avanzar la trama. Eso es lo específico (y lo maravilloso) del cine, su misterio. Eso está pasando realmente y su cara es más compleja que la situación que quiere explicarla. Pareciera, incluso, que no está actuando. Y fue así, porque Abdellatif Kechiche no permitió estilistas ni maquilladores en el set durante el rodaje y filmó a Adéle cuando estaba comiendo, durmiendo o en sus ratos libres. De hecho, en la novela gráfica en la que está basada, la protagonista no se llama así. Pero parece que la actriz, Adéle Exarchopoulos, excede cualquier tipo de papel. Hablar de la película es hablar de ella. Todo el espacio, podría decirse, está filtrado por su presencia. No son espacios bien organizados o bien delimitados, son turbios, confusos, porque la misma Adéle pasa por ese estado de ánimo. Ella es el centro y el punto de vista es el de ella. El sexo históricamente fue la elipsis obligada del cine comercial. Unos besos al principio y una charla y un cigarillo al final (con una poco natural omnipresencia de las sábanas). Del acto en cuestión, nada. Pero Abdellatif Kechiche hace del sexo una oportunidad para seguir conociendo a Adéle. Es, en el sentido más puro del término, una experiencia sensorial. Pero nada tiene que ver con una mirada correspondiente a la pornografía, que es utilitaria, con un fin en particular y sin ningún tipo de originalidad. El sexo acá es totalmente gratuito y parte del placer de observar. Pero el montaje (o la ausencia de), las actuaciones y el cuidado ambiente sonoro generan una inmersión total en esa habitación. La película es larga: casi tres horas. Pero de ninguna manera está estirada o tiene metraje de más. Lo que se gana es que los personajes excedan su principal característica (su homosexualidad o, en realidad, su búsqueda de identidad) y no se definan sólo por eso. Así las vemos pintando, en su trabajo, cocinando o sin hacer nada en particular. La vida de Adéle tiene un buen guión, pero no hubiese alcanzado. Tiene una pensada puesta en escena, pero tampoco hubiese alcanzado. La película encuentra en Emma (Léa Seydoux) la coprotagonista perfecta, pero que aún así pasaría desapercibida. Lo que la convierte una gran film es Adéle Exarchopoulos que sin hacer demasiado hace un montón: demuestra que en el cine sigue habiendo belleza.
Realizador de un gran film previo como Cous Cous, fantástica radiografía de una comunidad afincada en otro país, con sus incertidumbres y certezas, ahora arremete con esta deslumbrante, abarcadora, descomunal nueva obra La vida de Adèle. Una presencia reflejada a toda gestualidad en una pantalla que registra puntillosamente hasta sus más mínimos gestos en rabiosos y siempre reveladores primeros planos. Abdellatif Kechiche, un cineasta que demuestra una absoluta capacidad de extraer el talento y la capacidad emocional de sus criaturas, se ocupa simplemente de narrar en imágenes la vida adolescente y el proceso de maduración de una chica desbordada de hormonas en su sinuosa búsqueda sexual, amorosa y existencial. Para ello se vale de tres horas de metraje cinematográfico que, de manera casi inexplicable, no se sienten, y hasta parecen pertenecer a un film de clásica duración de hora y media. Tan explícita en sus escenas íntimas como en las sentimentales, La vida de Adèle es un derroche de humanidad que atribula y compromete al espectador plano tras plano. Y que con tan poco –aparentemente- para contar, quite el aliento, conmueva, estimule, hechice, arrebate; se debe en gran parte a una actriz joven indiscutiblemente extraordinaria llamada Adèle Exarchopoulos. Un sinnúmero de sensaciones enfatizadas por ella junto a un magnífico elenco acompañante.
Una película de una arrolladora potencia actoral Ganadora de la Palma de Oro en Cannes, por decisión unánime de un jurado presidido por Steven Spielberg; sumado a la controversia de sus extensas escenas de sexo y el escándalo mediático existente entre su director y sus actrices, hacían de esta un titulo que debía ser visto, por lo menos, para saber a qué se debe tanta polvareda. Ni bien empezó la función, todos los rumores y controversias dejaron de importar, para dar paso a la apreciación de una película tan intensa, que tal vez no quede en el recuerdo narrativamente, pero si lo haga como el contundente, maduro y comprometido tour-de-force de dos jóvenes talentos. ¿Cómo está en el papel? Adaptación de la novela gráfica Blue is the Warmest Color de Julie Maroh, la película cuenta la historia de Adele, una adolescente que experimenta las típicas dudas e inseguridades que caracterizan a ese periodo de la vida. La historia hace hincapié en el despertar sexual y romántico de dicho personaje, cuya vida da un giro de 180 grados cuando conoce a Emma, una estudiante de arte mucho mayor que ella, con quien inicia un romance; el cual no está exento de los mas intensos, fogosos y detallados episodios sexuales que uno como espectador se pueda imaginar. El desarrollo narrativo no decepciona de ninguna manera. El espectador siente junto a Adele la búsqueda de su identidad como ser humano, así como las intensas y más crudas emociones del derrotero de su historia de amor con Emma, que, a cada paso que da, uno no puede evitar sentir que dejan una marca. Pasándoselo en limpio: una película que tiene uno de los más complejos y profundos desarrollos de personaje que he visto en mucho tiempo. Estructuralmente hablando, si bien hay alguna que otra escena que no aporta nada, dramática o argumentalmente, no parecen sobrar si se las ve como un todo. Estas pequeñas escenas, muy sutilmente y entre líneas, ponen de manifiesto los temas de la película, y si uno escarba lo suficiente, encontrará hasta más de una intriga de predestinación. ¿Cómo está en la pantalla? Por el costado de la técnica, estamos hablando de un tratamiento fotográfico sencillo en materia iluminación, pero con un abundante uso de primerísimos planos, organizados a través de un sobrio montaje que corta en el momento justo; sobre y hacia las expresiones clave de las intérpretes en cada escena. En lo que al aspecto actoral se refiere, diré que se nota a la legua la razón por la cual el jurado eligió darle la Palma de Oro al director de esta película junto a sus actrices, en vez de al director solo. Abdellatif Kechiche no hubiera podido sostener una película de tres horas ––sobre todo una donde 9 de cada 10 planos son primeros planos–– si no fuera por los extraordinarios monstruos que tuvo por actrices. Lea Seydoux y Adele Exarchopoulos se devoran la película; sus intensas y conmovedoras interpretaciones son la principal razón de que esta película de tres horas parezca de menos. Aunque la película va a marcar un antes y un después en la carrera de ambas, la que tiene más chances de beneficiarse en materia premios es Exarchopoulos. La gama de emociones y expresiones que despliega esta señorita es de tal variedad y riqueza que no tiene desperdicio. Es admirable la capacidad que posee para manifestar los deseos y sentimientos de su personaje hasta con en el más extenso de los silencios. Con apenas 20 años, ella ha hecho un contundente despliegue de madurez actoral que no se olvidará con facilidad. Conclusión Si bien por los temas que trata, la crudeza en como los trata y la exigente extensión de tiempo que le toma el hacerlo, ésta definitivamente no es una película para todo el mundo. Pero aquellos que apuesten a este particular tipo de cine, o simplemente quieran aventurarse a algo distinto, se verán recompensados con dos trabajos interpretativos de gran compromiso, madurez y honestidad. - See more at: http://altapeli.com/review-la-vida-de-adele/#sthash.W7q56wJj.dpuf
El azul es un color cálido Adèle es una chica que cursa el último año de la escuela secundaria. Tiene notas mediocres en todas las materias menos en la única que le gusta: literatura. Se divierte, tiene un numeroso grupo de amigas, es atractiva y en poco tiempo seduce al chico más popular del colegio y hasta tienen sexo sin más ceremonia que un par de salidas. Adèle transita todo este periplo como una espectadora, como si estuviera cumpliendo etapas de un video-juego, tal vez empujada por sus pares. Se le nota la apatía, la falta de ganas, hay algo que falla. Su chico se da cuenta, hablan, se dejan ir. Una compañera de clase le da un beso casual, ella se entusiasma pero la otra no, le dice que aquello fue producto de una circunstancia y que jamás se repetirá. Adèle sale de juerga con su amigo gay, Valentín, pero se escapa de la fiesta sin dar explicaciones y termina en un boliche de lesbianas. Y allí, sola en la barra, pidiendo un trago a pesar de ser menor de edad, conoce a la chica extraña del pelo azul. Se llama Emma, estudia “bellas artes” (Adèle le pregunta si existen las artes feas), se gustan, se re calientan y ya no lo pueden detener. Emma la pasa a buscar por la escuela, sus amigas la ven y al otro día confrontan a Adèle por su supuesta homosexualidad. Ella lo niega rabiosamente. Pero la relación continúa. Visita a los padres de Emma en calidad de pareja, son gente rara, artistas, bohemios. Luego Emma visita a los padres de Adèle y ella la presenta como “una amiga que la está ayudando a estudiar filosofía”, esa materia que tanto le cuesta. Está bien-piensa Emma-su novia es joven y todavía no se anima a mostrarse tal cual es. Sin embargo se van a vivir juntas. Y ahí empieza el conflicto. Emma es un espíritu libre, no quiere atarse a los trabajos convencionales y gasta todo su tiempo y energía en luchar para que sus cuadros se exhiban. Adèle es más conservadora, sigue la carrera de maestra y empieza a enseñar en una escuela-“para ganarse la vida”-dice convencida. Adèle no encaja con los amigos de Emma y también perdió a los suyos (de hecho no vuelven a aparecer en el resto de la película). Emma le insiste para que se dedique a hacer “algo” cultural, le sugiere que se ponga a escribir con seriedad. Adèle le responde que solamente quiere tener una vida “normal”: cocinar para su pareja, trabajar y llegar a fin de mes. Esta situación las aleja de a poco. Adèle está aburrida, se siente sola, recupera sus instintos de seducción, baila sensual para un compañero del trabajo (curiosamente nunca deja de reaccionar favorablemente ante los avances masculinos y así lo muestran en toda la cinta) y se comporta como si estuviera soltera. Y hasta aquí llegamos con la crónica para no delatar el final. Y de hecho la película es una crónica sobre Adèle, es su show interminable, sus dudas y complejos pensamientos. No me refiero al personaje sino a la actriz que la interpreta: Adèle Exarchopoulos quien terminó dándole su nombre al film y a la protagonista. ¿Cómo? La historia está basada en la exitosa novela “El azul es un color cálido” (de Julie Maroh) y nuestra heroína se llamaba “Clementine”. Pero cuando el director Abdellatif Kechiche se dio cuenta del pequeño tesoro que tenía detrás de su lente, todo se transformó en Adèle, pura y pasionalmente. Incluso desplazó a Emma y su cabello azul del centro de la escena (interpretada por Léa Seydoux) lo cual se refleja en la pérdida de ese color a lo largo de los años, otrora su sello característico y lo que volvía loca a Adèle. De lo que todo el mundo debería estar hablando es de las maravillosas actuaciones, de la maestría del director para contar y filmar en forma entretenida y poco convencional, del placer que otorga sumergirse en “la vida de Adèle”. Pero claro, hay un pequeño gran problema: la escena de sexo. Y sexo hay mucho pero me refiero a esos larguísimos diez minutos donde Adèle y Emma se hacen de todo, sin reservas, sin censura, a lo bestia y dejando a medio mundo re caliente (hombres y lesbianas, supongo, aunque no quisiera dejar afuera a nadie). La molestia que sufren algunos espectadores, sin embargo, es comparable con aquella película de Vicent Gallo y Chloë Sevigny (The brown bunny, 2003). Es incómodo. ¿La diferencia? Gallo se fue insultado de Cannes mientras que Kechiche se llevó la Palma de Oro. Esa escena podría haber sido más corta o menos intensa, tal vez, porque al principio el director nos hace creer que la relación entre Adèle y Emma supera lo carnal. Pero finalmente nos damos cuenta (y ellas también) que el sexo era lo único que las unía. En definitiva, lo que importa a la hora de sentarse a ver la película es que vamos a presenciar un estudio quirúrgico sobre el fin de la adolescencia y sobre el amor de pendejos, demencial, orgásmico, irrepetible.
La vida de Abdel La gracia incandescente de La Vida de Adèle proviene de la excepcional capacidad de Abdel Kéchiche para capturar lo real, volverlo bello y hacerlo cine. En el centro de la película está la escena de amor carnal más intensa y audaz de la historia del cine tradicional, filmada en planos largos, espléndidamente encuadrada y coreografiada a la manera de los grandes escultores. La cadencia de las respiraciones y los sonidos sensuales de labios y lenguas transmiten las vibraciones de los cuerpos y el éxtasis de los espíritus. Las dos actrices, sublimes, se abandonan al impulso de sus personajes, guiadas por la luz de la pasión. Las bocas besan, ríen, se riegan de lágrimas y sudor. La cámara del cineasta captura las expresiones y las miradas que lo dicen todo, la rabia hecha gritos y la ternura del cuerpo en ebullición. La Vida de Adèle es una melodía de amor desafinada, que se torna imposible por las divergencias sociales que devoran los sentimientos. El tiempo, la rutina de pareja, las diferencias de clase y deseos profesionales erosionan la cotidianeidad. Emma se cansa, mientras Adèle permanece en una pasión obsesiva. La duración de la película es indispensable para su construcción: el tiempo necesario para filmar el despertar de una sexualidad, el nacimiento de un amor, la distancia de una pareja, la evolución profunda de un personaje, los mil procesos a largo plazo que conectan inconscientemente el deseo, el afecto, las culturas, los orígenes sociales y las ambiciones existenciales. En la violenta y angustiante ruptura, Kéchiche sigue siendo tan intenso, preciso y justo como en la fusión amorosa. Las dos actrices merecerían una nota aparte para exaltar su belleza, su talento y su coraje. Adèle Exarchopoulos surge en el firmamento del cine con una convicción triunfal: su espléndido rostro, su mirada melancólica, su boca entreabierta y su nariz perfecta se conjugan en una actuación de una potencia arrolladora. Luego de Sara Forestier y Hafsia Herzi, ésta es la tercera vez que Abdel crea una actriz incandescente. Léa Seydoux iguala su sensualidad y le añade una dimensión perturbadora. El cineasta filma a sus dos musas como un pintor en un estudio de rostro-paisaje. Las líneas de guión son claras y legibles, pero la longitud y el increíble grado de encarnación de las escenas más banales devuelve toda la complejidad de la experiencia real. Sobre los primeros planos de los rostros percutidos, las superficies expresivas poseen infinitos matices. La Vida de Adèle es también una victoria de la integración republicana. No es casual que esta obra maestra tan francesa, dedicada a los sentidos y a la libertad de los individuos y bañada de grandes referentes culturales como Marivaux, Picasso y Sartre, esté firmada por un cineasta nacido en Túnez en un medio popular. La escuela pública, un universo simbólico que ya estaba presente en su cine, resulta fundamental para escaparle al determinismo social. El descubrimiento a través de la literatura determina la experiencia real, cada comentario de texto se refleja en el estado del personaje. Una de las grandes ideas de la película es multiplicar a los profesores de francés en las distintas clases, como si cada texto creara el cuerpo específico para portarlo. El “soy mujer” de Mariveaux prefigura la metamorfosis de la protagonista, la predestinación del encuentro en La Princesa de Clèves anticipa el momento en que Adèle se cruza por primera vez con Emma. Para Adèle, la literatura es una señal que acompaña personalmente su eclosión. En la superficie hay una novela de aprendizaje con sus primeras veces y sus ritos de pasaje, pero en las películas de Kechiche la asimilación del saber es una experiencia inquietante en sí misma. El relato iniciático comienza entre las cuatro paredes del aula y no termina muy lejos. La sola certeza adquirida por Adèle en el recorrido es que el único lugar dónde alcanza una forma de plenitud y realización es precisamente la escuela. Adèle Exarchopoulos resulta especialmente brillante cuando traduce la euforia que un relato debe despertar en los niños. La escuela en el cine de Kechiche es la matriz y también el refugio. El arte, en cambio, vampiriza. En el comienzo de la segunda parte, Emma pinta a Adèle desnuda. El caballete las separa, marca una distancia que irá creciendo y que culminará en la escena final, donde el cuadro permanece pero el modelo se eclipsa. El cine de Kechiche está poblado de modelos vírgenes de toda representación, jóvenes actrices reveladas por sus películas. La Vida de Adèle es una puesta en abismo sobre la crueldad de esta relación, la obra abraza al modelo pero lo elimina. Como en Juegos de amor esquivo, la película se cierra sobre un personaje que se aleja, al que lo llaman pero no se da la vuelta. Tanto Krimo como Adèle salen un poco aturdidos de la gran ficción donde todo se confunde: el amor y el arte, la verdad y el simulacro. No tenemos la certeza de que hayan aprendido algo, pero la experiencia fue fulgurante. Nosotros también salimos de la sala deslumbrados por la belleza, la intensidad y la nobleza de una película imposible de agotar en una visión o en una crítica.
La intensidad del amor ¡Qué difícil me resultó ponerle la nota final a esta película! Este último trabajo del director tunecino Abdellatif Kechiche es un magnífico ejercicio cinematográfico que tiene muchísimos puntos fuertes e interesantes a resaltar, pero también tiene algunos más débiles, que en mi opinión no lo dejan llegar a un "Excelente" directo. Para comenzar, los voy a situar un poco en la trama del film. "La vie d'Adèle" se centra en la vida de una adolescente francesa que pasa por la fase de descubrimiento sexual, luego por el descubrimiento del amor y finalmente por el descubrimiento de ella misma. Cuando hablo de descubrimiento sexual hago alusión a la orientación sexual, que en este caso se inclina hacia la homosexualidad. Kechiche no escatima en exponer explícitamente la práctica sexual gay entre sus protagonistas, por lo que si sos del tipo de espectador que se espanta con estas cuestiones, seguramente de entrada te choque y quizás te haga sentir incómodo/a. Sí, hay sexo entre mujeres y es bastante explícito. Si ya has superado esta cuestión en el cine, vas a poder disfrutar de otros elementos mucho más profundos que hacen a la calidad de esta película y vas a haber dado un gran paso hacia el siglo XXI. Para empezar con la crítica, voy a largar con lo que no me pereció tan positivo. Creo que Kechiche dio rienda suelta a algunos caprichos personales que no sumaron tanto al resultado final. Uno de ellos fue extender el metraje por 3 horas... no era necesario. Con 2 horas, 2 y 15 minutos a lo sumo, bastaba y sobraba. Por otro lado, minimizó algunas cuestiones del contexto en el que está inmersa la historia principal dándole por momentos un toque de historia de hadas que salía de la realidad diaria. Toca algunas cuestiones políticas y sociales como las marchas estudiantiles, la interacción familiar y las diferencias socio económicas, pero las toca muy por arriba, sin comprometerse demasiado con ellas. En este aspecto, creo que perdió un poco de fuerza su relato y lo desconectó un poco de la realidad. Pasando ya a lo positivo, es importante resaltar primero el ritmo de la narración y los planos que logra Kechiche. Las sensaciones y emociones que logra transmitir a partir de las miradas, los movimientos corporales y los primeros planos faciales, son realmente excelentes. La vocación con la que se encargó de filmar a la joven Adèle Exarchopoulos hace prácticamente imposible que no nos enamoremos de ella, tanto mujeres como hombres. El trabajo sobre Léa Seydoux también es muy bueno, pero se nota que le puso especial empeño al personaje de Adèle. Por otro lado, la labor de ambas protagonistas, Exarchopoulos y Seydoux, es sencillamente magnífica, entregándose al 100% en sus roles. Creo que su química en pantalla fue espléndida, tanto que por momentos te dejaba atontado. Finalmente, otra cuestión muy relevante, es que Kechiche tomó una historia de amor gay y la puso en pantalla sin tapujos, dotándola de una hermosura visual inigualable. Que estas historias lleguen a un público más mainstream es un gran avance para la igualdad de género. "La vie d'Adèle" es un film que se va a convertir en un clásico, por lo importante de su temática y por lo bien desarrollada que está su historia, sobe todo a nivel cinematográfico. Una peli fuerte que sirve para encontrarse con la vida misma.
El cine como creador de íconos Antes de exhibirse en el Festival de Cannes del año pasado ya había morbosa expectativa en torno al quinto largometraje de Abdellatif Kechiche (1960, Túnez) por sus escenas eróticas. Una vez que ganó la Palma de Oro pasó a convertirse en oscuro objeto de deseo para cinéfilos de todo el mundo, sumándose nuevos premios y polémicas. La realidad es que, cuando van juntos, prestigio y controversia conforman un escudo protector que, de algún modo, lleva a esperar una película adulta y desafiante, dificultando el análisis sereno. La vida de Adèle no es el único ejemplo: en los últimos años bajaron de Cannes con esos aires algunas películas de Carlos Reygadas, Michael Haneke, Cristian Mungiu y Lars Von Trier. Entonces: ¿cómo examinar de forma desapasionada un film que no sólo viene precedido de eufóricos comentarios sino que, además, es de esos que toman al espectador y no lo sueltan? En términos estrictamente cinematográficos, que una película cause revuelo no la hace mejor ni peor. Asimismo, que circule por el mundo escoltada por elogios exaltados no debería ser un obstáculo para poder verla sin condicionamientos. Intentando analizarla con la mayor ecuanimidad posible a un año de su bautismo de fuego (expresión a la que pueden dársele varios sentidos) en Cannes, podemos arribar a algunas conclusiones. La vida de Adèle expresa de manera verdaderamente intensa y movilizadora la experiencia del amor. Kechiche y sus actrices saben cómo hacer para que el espectador sienta como propia la desesperación –en principio gozosa, más tarde angustiante– que lleva a la protagonista hacia su amada, enfrentando miedos, prejuicios, acosos discriminatorios e inseguridades. La cámara siempre en movimiento, siguiendo de cerca a los personajes (salvo en aislados planos generales), imprime ansiedad a las idas y venidas de Adèle, que se muestra algo ida, de una pasividad que ocasionalmente se rompe ante la devoción que le despierta Emma, de cabello azul y actitud desafiante, más observadora y madura. “Eres voraz, a todo o nada”, le dice ésta a Adèle como estudiándola, apenas la conoce. Y aunque se sufre con esta heroína romántica, un halo colorido derivado de festejos y comidas compartidas le da calidez a la película, expresando así la alegría, la juventud y el placer que, pese a todo, las chicas viven con plenitud. Hay algo espontáneo y vivo en La vida de Adèle que incentiva esa sensación de verdad que la torna creíble, cercana. No se trata de un film original ni renovador. Su historia es convencional: dos personas se enamoran, inician una relación clandestina por un motivo equis, discuten, se separan, más tarde vuelven a encontrarse. Lo mismo puede decirse de su planteo narrativo y formal: toda La vida de Adèle responde a un furioso naturalismo con algunas elipsis temporales (como el abrupto salto que permite reencontrar a Adèle como maestra de escuela) y nutridas conversaciones. La oposición padres progres-cultos-comprensivos (los de Emma) vs. padres conservadores-de clase media (los de Adèle) es bastante previsible. Que el único amigo cómplice de Adèle sea –tenga que ser– también gay, y que no salga a defenderla cuando es agredida, suena manipulador. Que se recurra a citas de obras literarias, a pinturas de desnudos, a reflexiones en voz alta sobre el amor, la adolescencia y el sexo en las mujeres a partir de lo que se lee o se dice en clases, visitas a museos o reuniones de artistas (con superficiales cuestionamientos, como cuando Adèle dice respecto a la expresión Bellas Artes “¿Acaso hay artes feas?”), son atajos cómodos para deslizar datos, explicar comportamientos y dar a entender las ideas que pueden encender o confundir a los personajes. Se dirá que muchos de estas decisiones provienen de la novela gráfica El azul es un color cálido, de Julie Maroh, pero hay aspectos de la obra original que Kechiche desechó, como el empleo del azul para dar sutiles toques de color a los melancólicos dibujos en blanco y negro. Con excepción del registro de arrebatadas discusiones (que también contenían los discretos films anteriores de Kechiche), una breve y silenciosa visita a un museo, algunos planos apacibles de copas de árboles movidas por la brisa, de un baño en el mar o de Adèle durmiendo en el parque, las tres horas de La vida de Adèle exhiben un repentismo que no revela ideas inspiradas de puesta en escena. Indudablemente, hay algo aquí de la devoción del cine francés por la gestación de íconos femeninos. Adéle Exarchopoulos, la joven protagonista, como una combinación de Brigitte Bardot y Jane Birkin, con su sensualidad despreocupada y belleza silvestre, su look de Lolita impasible, su mirada febril y su boca siempre semiabierta, dispuesta a acostarse con hombres y mujeres, llorando, riendo, gimiendo o gritando, poniendo el cuerpo, se alza con inusitado magnetismo, como representación del encanto femenino. En algún punto, ella –la actriz– interesa más que lo que le pasa a Adèle –el personaje–, por lo que no tiene sentido (por obvia) discutir la tendencia voyeurista del film. Léa Seydoux (Emma) es, sin dudas, mejor actriz, y a través de sus expresivas miradas y oportunos gestos pueden intuirse su temperamento y su mundo interior, pero su compañera es como un animal seductor, pura fisicidad. Esto no depende de las escenas de desnudo y de sexo, que algunos –y sobre todo algunas– criticaron (Maroh habló de una “exhibición brutal, quirúrgica, exuberante y fría del sexo entre mujeres”) y que, curiosamente, resultan menos sensuales que la escena de Adèle bailando en la calle con un compañero de trabajo, pero éstas parecen necesarias para sumar ingredientes a la mitificación del personaje, convertiéndolo en diosa entregada a caprichos y fantasías de realizador y espectadores. Con el tiempo, al recordar esta película, no vendrán a la memoria el virtuosismo o la mirada sobre el mundo de su director ni la astucia de su guión o el final de su historia, sino la hipnótica figura de Adèle.
La educación sentimental en el siglo XXI "La vida de Adèle” es la adaptación que el director tunecino Abdellatif Kechiche hizo junto a Ghalia Lacroix del cómic “Le Bleu est une couleur chaude” de Julie Maroh (“El azul es un color cálido”, título que el filme lleva también en inglés), y lleva por subtítulo “Capítulos 1 y 2”. O sea que de entrada se nos plantea que habrá dos partes, dos instancias que a la sazón recorrerán el ascenso, apoteosis y caída de una relación amorosa entre dos chicas, de la “educación sentimental” (uno de los tópicos del romanticismo, junto con la “amada inmortal”) de la más joven, la que le da título al filme, y del encuentro con su identidad. La identidad Adèle es una quinceañera de origen un tanto humilde, que corre todos los días el colectivo para ir a la escuela, interesada en la literatura y rodeada de un grupo de amigas que la estimulan a conseguirse algún muchacho. En algún momento prueba, aunque la relación parece no funcionar, ni en el nivel personal ni en el sexual. Paralelamente, ve su capturada su atención por una joven de pelo azul, abiertamente lesbiana, que se pasea con su novia por la calle. En algún momento comenzarán a cruzarse con Emma, que así se llama la azulina, mientras en las clases de literatura curiosamente el profesor trata el tema de los encuentros predestinados en ciertas novelas. Mientras Adèle explora hacia adentro su identidad sexual (y revelará de paso alguna tensión no reconocida en alguna compañerita) inicia una relación con Emma (estudiante universitaria de arte) que pasará de charlas y dibujitos a tórridos encuentros sexuales. Y hasta allí contaremos aquí: sólo la plataforma desde donde Kechiche lanza el recorrido de su heroína, del amor a la tristeza y más allá. Variaciones Si durante el visionado uno puede distraerse sobre el momento donde se cambia de episodio, que no están numerados como en las novelas, enseguida puede retrotraerse y encontrar el pasaje entre dos etapas diferentes, con temporalidades disímiles y desigual modo de desarrollo. Porque si la primera parte relata una secuencia de hechos seguidos en un intervalo de tiempo breve y a velocidad constante (la búsqueda identitaria de la protagonista, el flirt y el vínculo sexual posterior con Emma), el salto temporal de uno a otro deja varios interrogantes pendientes (la relación de Adèle con sus padres, por ejemplo, que salen de escena). Después de ciertos acontecimientos que afectan a la relación entre ambas de manera drástica, el relato posterior tomará la forma de una retahíla de retazos narrativos espaciados por grandes saltos temporales no del todo indicados pero que se pueden ir estimando, lo que da un cálculo de un marco temporal de algunos años. Así, contra la intensidad física y emocional del capítulo 1, que es la crónica de un devenir, el 2 navega un poco a la deriva, al igual que las emociones y el destino de Adèle. Los cuerpos Nada funcionaría sin Adèle Exarchopoulos, sensual y creíble por donde se la mire. Con su belleza de cara lavada, su pelo cuidadosamente descuidado (el acomodarse el cabello recogido en forma de palmera es uno de los gestos característicos de su personaje), con sus mechas sobre la cara, su modo de lamer los cubiertos al comer los fideos, todo eso la convierte en la musa ideal para Kechiche, cuya cámara se enamora de su rostro (hay una abundancia de primeros planos), capaz de llenar la pantalla; de sus labios entreabiertos y sus paletas a lo Brigitte Bardot, bien para una diva francesa; de su cuerpo y su piel, y de la química con Léa Seydoux, en unas escenas de sexo explícito y gimnástico, que la columnista de Eñe Patricia Kolesnicov llamó “aspiracionales” (“las escenas de sexo son las ganas de ese sexo”) y las comparó con “el muchachito que viene huyendo, salta sobre el capot, recorre el techo con una vuelta carnero que lo tira parado en el baúl y desde ahí balea a los malos”, al que el cine nos tiene acostumbrados. Muy aspiracionales, sí, pero no dejan de acalorar. Seydoux, ya que estamos, se luce en ese personaje firme, seguro de su identidad (la contracara de la jovencita), tierna y predadora sexual al mismo tiempo: la cazadora puede enamorarse, a fin de cuentas. Y sí, también ha llamado la atención de muchos con su piel blanca y sus ojos claros que contrastan con su pelo azul (aunque veremos su rubio natural en algún tramo postrero), a tal punto de que muchos la consideran la revelación del filme, a pesar de tener ya varios trabajos en su haber. Romanticismo Volviendo sobre el principio, el subtítulo recuerda a “El amor (primera parte)”, excepcional creación de Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre y Juan Schnitman. Como aquel filme, este también es inconcluso, imperfecto si se quiere, pero con esos agujeros abiertos y esos puntos suspensivos que la vida suele tener. Hay educación sentimental y amada inmortal, en cierta manera, lo que demuestra que el romanticismo dieciochesco encontró su forma de sobrevivir en el siglo XXI.
El amor y lo esquivo Todo comienza entre clases. Conocemos a Adèle (personaje que terminará por devorarse a la propia película) en su clase de literatura, un espacio reconocible ya visitado por el director Abdellatif Kechiche en su anterior (y notable) Juegos de amor esquivo. En ese escenario se establecen las primeras pautas del mundo de Adèle, adolescente sensible e insatisfecha que desea ser maestra y vive en una casa de las afueras de París con su familia típica de clase trabajadora. En la escuela tendrá sus primeras experiencias amorosas con un compañero. Allí también la irá a buscar Emma, en todo sentido un amor de otra clase. A pesar de la reticencia de Adèle a expresar lo que le pasa, el grado de acercamiento absoluto hará que no quede nada sin explorar de su vida. Se mantendrá omnipresente en las intensas tres horas que la pintan de cuerpo entero. Como Emma, que la usa de modelo para sus cuadros. Algo mayor que Adèle, Emma es una estudiante de bellas artes (no hay artes feas) con una familia que la comprende y la apoya en sus elecciones. El conflicto latente de la aceptación de la homosexualidad en Adèle se va diluyendo hasta quedar en segundo plano. y finalmente desvanecerse. Lo que importa es la naturaleza esquiva del amor, en cualquier relación. Está claro que hay amor entre Adèle y Emma, y hacerlo tangible es uno de los mayores méritos del film. Un film que nunca abandona su estructura convencional pero que logra entre las dos protagonistas y un director atento a los detalles un compromiso pocas veces visto. Por otra parte, lo explícito de sus escenas sexuales no debería escandalizar tanto. Jane Birkin lo hacía en Yo te amo, yo tampoco hace ya demasiado tiempo. Se ha comparado a La vida de Adèle con El desconocido del lago, que pronto tendrá su estreno en Argentina. Las similitudes son superficiales. Ambas francesas, prestigiosas y premiadas; y polémicas por su abordaje de la sexualidad. Pero tanto el enfoque como la puesta en escena son muy distintos. A la precisión absoluta del film de Guiraudie se opone la inmediatez del registro de Kechiche, que logra intimidad pero deja cabos sueltos (algunos personajes, como los padres de Adèle desaparecen sin más). Habrá una nota más amplia cuando se estrene El desconocido. Adèle Exarchoupolos pone todo lo que tiene, hasta su nombre, y Léa Seydoux es una gran actriz. Más allá de los premios (Palma de oro en Cannes, nada menos), de las polémicas varias (que es muy explícita, que no es fiel a la novela gráfica en que se basa y un largo etcétera), hay una película que respira y un personaje inolvidable.
Publicada en la edición digital #257 de la revista.
Principio y fin de una pasión La Palme d'Or del festival de Cannes a la mejor película fue otorgado este año a la épica y extraordinaria historia de amor La Vida de Adèle, que se estrena esta semana en cines argentinos. Tan descomunal es la película que el jurado y su presidente, el mismísimo Steven Spielberg, insistieron en que el premio fuera compartido entre su director, Abdellatif Kechiche, y sus dos protagonistas: Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos. Es que este film es uno de los retratos más apasionantes y desgarrantes del amor que se ha visto en el cine en los últimos tiempos. Cuenta la historia de Adèle (Exarchopoulos), una adolescente francesa que comienza a explorar su sexualidad y se da cuenta de que le falta algo. Pero su vida da un giro inesperado cuando en el medio de una calle transitada cruza miradas con Emma, una chica de pelo azul interpretada por Léa Seydoux. El famoso coup de foudre, o amor a primera vista. Las chispas que nacen entre las dos las llevan a una desenfrenada relación sexual y amorosa. Una escena de sexo explícita que dura más de siete minutos haría orgulloso al mismo Bertolucci –y quizás también lograría hacerlo sonrojar. Las tomas largas y la abundancia de los primeros planos de Kechiche crean una historia íntima e inolvidable, que diferencia a La Vida de Adèle de cualquier otra simple película romántica. Y también muestra los dos capítulos de casi todas las historias de amor: el apasionado y excitante comienzo y la ineludible colisión concluyente. Y, por supuesto, la inevitable ambigüedad final. El film dura tres horas. En esas tres horas lo que llena cada plano es Adèle: Adèle atándose el pelo, desatándoselo y volviéndoselo a atar; Adèle llorando; Adèle comiendo; Adèle durmiendo con la boca abierta, o desparramada en la cama con unos joggings, o corriendo un colectivo para ir al colegio mientras se levanta los jeans para que no se le caigan. En esta película no hay maquillaje ni embellecimientos. Las chicas se visten como chicas y no como Barbies perfectas, y discuten como personas reales –hubo un guión muy preciso pero se les pidió a las actrices que trataran de improvisar sus escenas. Cada detalle no hace otra cosa más que ofrecer un relato real y sincero, como las calles de la ciudad de Lille, normal y cotidiana, que contrasta con el casi omnipresente París de los films franceses de moda de los últimos años como Amélie. Y la actuación de sus protagonistas merece un capítulo aparte. Léa Seydoux (Medianoche en París, La Belle Personne), de 28 años, es ya una actriz consagrada en Francia, una fama que se está proyectando internacionalmente. Su retrato de la elitista y andrógina Emma es casi chocante con sus anteriores papeles, extremadamente femeninos. Y Adèle Exarchopoulos es simplemente una revelación. Con tan sólo 19 años –ahora 20- logró otorgarle a su personaje una franqueza y una madurez que resultan más que refrescantes hoy en día. Una sumersión emocional total de las actrices y una fotografía poéticamente realista hicieron de La Vida de Adèle una joya cinematográfica, y una de las mejores películas del año.