Todo tiempo pasado fue mejor… Es la frase que transmite alegóricamente el film cuyo desarrollo en París se limita nuevamente (como es habitual en la filmografía de Allen) a acceder a un elemento fantástico a partir del cual suscitan los repetidos conflictos de pareja planteados a lo largo de su carrera. Es asi como Gil (Owen Wilson), un escritor que se encuentra de vacaciones junto a su novia (Rachel Mc Adams) y suegros, de “colados” en Paris, brindando los detalles finales a su última novela que trata acerca de una tienda que vende antigüedades; he de allí que Gil declara su fascinación por el pasado, la época del 20’ en Francia, o época de oro, donde artistas plástico, escritores, directores de cine renovaron el mundo del arte con sus visiones. Es así como tras una noche de cateo de vinos el elemento fantástico cual una némesis de la Cenicienta, gana un encanto a las doce de la noche: el transporte a ese década tan deseada. Allen ya incursionó en esta materia con La Rosa Púrpura del Cairo (transporte a partir de una pantalla de cine) y con el plan turístico en una de sus últimas (Vicky Cristina Barcelona) donde se limitaba a mostrarnos cual un guía turístico el territorio español, aquí repite la experiencia con cada uno de los recovecos de la ciudad parisina, sus calles, Versailles, la torre, los cafés, etc.. Owen Wilson, lo más destacado del film gracias a su fluidez actoral también repite a quien otro sino a Allen, en un rol similar a los que éste solía interpretar, balbuceando, tartamudeando y generando todo tipo de encuentros y situaciones repletas de histeria, comicidad y conflicto. Los roles de los suegros dan el pie para poder rematar (como también es costumbre de Allen) los gags, el uso de un padre que no quiere a tal persona como candidato de su hija no es nada nuevo. Quedan olvidadas, pequeñas participaciones de Carla Bruni y Michael Sheen, frente a cada uno de los artistas que rondaban por Paris en la época favorita del escritor, personalidades como Cole Porter, Buñuel, Dalí, Picasso, Man Ray, T.S. Elliot…destacándose Adrien Brody como un insistente y apenas gracioso Dalí. Allen no encuentra quien lo reemplace en materia actoral en cine, puede seguir buscando, llevar y filmar su cine en el viejo continente, aunque estaría bueno que ya sea la hora de reinventarse y viajar a otras latides, Latinoamérica podría ser una buena excusa.
El sueño de los héroes Con Medianoche en París Woody Allen construye un film romántico, melancólico y de tono casi naïf en el que no sólo rinde tributo a la Ciudad Luz sino también a sus "héroes" -esos que marcaron su formación juvenil en el campo intelectual- que coincidieron allí durante los años '20. La película arranca con 60 tomas (las conté) sobre la París más turística, la de las guías, la de las tarjetas postales. A Woody no le interesa sumergirse en las contradicciones, en los matices de la ciudad. Como ya ocurrió con Londres o con Barcelona, no teme caer en el clisé y se queda con lo más reconocible y marketinero de la capital francesa. Sin embargo, Medianoche en París es una película sentida no sólo porque proviene del amor de Woody por la ciudad y por el cine francés (la nouvelle vague fue fundamental en su formación) sino también porque trabaja sobre la fecunda relación (la fascinación mutua) entre la cultura francesa y la estadounidense. En el film, Gil (Owen Wilson) es un reconocido guionista al servicio de Hollywood que lucha por dar a luz a su primera novela ante la despectiva respuesta de su manipuladora novia Inez (Rachel McAdams) y de sus intolerables suegros (Kurt Fuller y Mimi Kennedy), dos republicanos del Tea Party que los acompañan en su visita a la ciudad. Harto de ellos -y de un presuntuoso inglés que intenta seducir a Inéz (Michael Sheen)-, Gil se pierde algo beodo por las callejuelas en la noche de París. Allí, cuando suenan las campanadas de medianoche, cual cuento de hadas fantástico, aparece un antiquísimo Peugeot. Luego de algunas dudas, se sube al auto y comenzará así un viaje hasta los años '20, más precisamente hasta los ámbitos de la bohemia intelectual de la época. Nuestro conflictuado, inseguro antihéroe conocerá en bares y fiestas a Ernest Hemingway, a Cole Porter, a Scott y Zelda Fitzgerald, a T.S. Eliot, a Pablo Picasso, a Djuna Barnes, a Jean Cocteau, a Gerturde Stein, a los surrealistas (Dalí, Buñuel, Man Ray) y se enamorará de una "groupie" de pintores -ex amante del propio Picasso, Braque, Modigliani- interpretada por la bella Marion Cotillard. Sus "regresos" a la París contemporánea, en cambio, se convierten en un suplicio, ya que los demás sólo parecen interesados en el turismo y en el consumo (y además, claro, no le creen una sola palabra). En su segunda mitad, Medianoche en París empieza a repetirse (y pierde así algo de encanto, ritmo y frescura), ya que el protagonista regresa una y otra vez al fascinante mundo de aquellos mitos intelectuales, pero así y todo, con el cameo de la Primera Dama Carla Bruni (una guía turística que tiene cuatro aceptables e intrascendentes apariciones) y con una trama romántica con una joven parisina (Léa Seydoux), se cierran los amables, simpáticos 100 minutos del relato. Hay en el film una idea ingeniosa que sostiene la trama (el viaje tipo máquina del tiempo a una época dorada producto de la insatisfacción con la actual: así, vemos cómo los intelectuales de los años '20 quieren vivir en la Belle Epoque y los de la Belle Epoque, en el Renacimiento) y varios pasajes muy disfrutables con un solvente Owen Wilson en plan "imitando a Woody Allen". No estamos ante una gran película (hace tiempo que Woody no hace un film enteramente redondo y convincente), pero sí ante una de las más interesantes de la etapa más reciente de su carrera.
Melancólica comedia de fantasmas Luego de Match Point (2005) y Vicky Cristina Barcelona (2008), dos de los films más exitosos de su carrera, el cine de Woody Allen está cada vez más relacionado con Europa. Pero en Medianoche en Paris (Midnight in Paris, 2011) el nexo con el viejo continente va más allá del pintoresquismo y la co-producción. Se trata, además, de una declaración de amor a un mundo con el que siempre tuvo afinidad. Quiérase o no, la relación de la crítica con el cine de Woody Allen fluctúa entre el amor y el odio. Alabado por aquellas obras maestras que filmó en los ’70 y ’80 (Manhattan, 1979; La rosa púrpura del Cairo, The Purple Rose of Cairo, 1985; y Hannah y sus hermanas, Hannah and her sisters, 1986; por citar algunos ejemplos), el realizador comenzó a ser mirado con desconfianza a partir de una serie de comedias que, con suerte, fueron tildadas de “menores”. A ese período ingresan cómodamente Ladrones de medio pelo (Small time crooks, 2000), La maldición del escorpión de Jade (The Curse of the Jade Scorpion, 2001) y Scoop (2006), entre tantas otras. Sin embargo, a Woody parecía no interesarle las críticas negativas. Estoicamente, el tipo filmaba una película por año, como lo hace hasta la fecha. Por su simpleza argumental y la liviandad que la recorre, Medianoche en Paris pareciera estar destinada al segundo grupo. O -más aún- ser una coda de la deliciosa Todos dicen te quiero (Everybody say I love you, 1996), film en el que filmó por primera vez a una París de ensueño. Pero su más reciente opus trasciende su verborragia irónica, los pasos de comedia al que nos tiene habituados, los acordes de jazz que jamás abandonará. Se transforma minuto a minuto en una celebración del arte, la inspiración, la bohemia y las mujeres, por sobre toda las cosas. En Medianoche en Paris, Gil (Owen Wilson) es un guionista que viaja con su novia Inez (Rachel McAdams) y sus futuros suegros a la capital francesa. El padre, autoritario y conservador, se traslada por negocios, pero el resto en plan turístico. Asediado por la inseguridad que le transmite la novela que acaba de escribir, Gil no logra congeniar con nadie. Todo se hará más irritante cuando otro hombre coquetee con su novia, aunque tampoco le moleste demasiado. En pleno clima tenso, una noche decide salir a caminar por la ciudad. A partir de entonces, el relato deviene fantástico, pues el hombre comenzará a toparse con personalidades como Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Scott y Zelda Fitzgerald, Luis Buñuel, Salvador Dalí, T. S. Elliot, y tantos más. Estos encuentros están enmarcados en ambientes de ensueño, fiestas y bares, reuniones selectas que lo revitalizarán frente a la medianía cotidiana. Son todos representantes de la “altas artes”, cosmopolitas, geniales, pero -ante todo- inspiradores. Aparece, también, Gerturde Stein (Kathy Bates), quien lee y propone cambios a su novela. La otra mujer fundamental es Adriana (Marion Cotillard), bella aspirante a diseñadora de moda que ha sido amante de Picasso y varios más. A través de los diálogos con estas celebridades de antaño, Gil replanteará su lugar en el mundo. Si consideramos las aflicciones y necesidades de Gil, la película es un acto de pura autocomplacencia (de Allen). Los motivos hay que buscarlos en la vida y obra del cineasta, un intelectual judío que tuvo históricamente más reconocimiento fuera su país. Ya en La mirada de los otros (Hollywood ending, 2002) parodiaba la tensa inscripción de su obra en Hollywood: Val-Waxman, el realizador que él mismo interpretaba, se volvía ciego en pleno rodaje. Pese a un sinfín de conflictos, terminaba su película y la estrenaba. Pero en su país sólo recibía el desprecio de la crítica y el público, mientras que en Francia la aplaudían. Waxman-Allen terminaba emigrando a París, en donde lo esperaba un nuevo rodaje. Volviendo a Medianoche en Paris, es notable que la auto-referencialidad no le reste ni una pizca de encantando a la historia. Aún cuando la imagen que da el film de Francia sea tan maniqueísta, lo que disminuye toda crítica a la superficialidad americana (que la hay). Pero esta liviandad opera en el entorno de ensueño que vive el protagonista, produciendo que la trama trascienda la mera celebración para instaurar un estado de conciencia en el espectador, a tono con lo que Gil vivencia en las noches parisinas. Ni siquiera desentona la mediática aparición de Carla Bruni. ¿Podría criticarse a Allen por oportunista? Su obra entera es la respuesta a esta crítica, pues por más desnivelada que sea su trayectoria, estrella que quiso integró sus elencos, y jamás sobrevoló la intención publicitaria. En medio de un grupo de notables que interpretan a glorias del arte, hasta resulta coherente que la bella Primera Dama componga a una ignota guía de museo. Absoluta “comedia de fantasmas”, el relato remite a Cuento de Navidad, de Dickens. Y, por extensión, a las numerosas versiones cinematográficas a partir de aquél. Como ocurre allí, la historia señala la imperiosa necesidad de trascender lo material. En los deliciosos y cómicos encuentros (el de Hemingway es desopilante), nuestro anti-héroe consigue espiritualizarse. Medianoche en Paris es una bella forma en la que el cine homenajea a una ciudad mítica (mucho tiene que ver el trabajo del fotógrafo Darius Khondji). Es, también, la oportunidad de encontrar a un selecto grupo de grandes actores (a los ya citados hay que agregar a Kurt Fuller, Mimi Kennedy y Adrien Brody). Finalmente, es una declaración de amor por París, las mujeres como musas inspiradoras, la historia del arte y ese pasado dorado al que cada uno de nosotros desearía volver.
En romance con la Belle Epoque Segunda comedia de Woody Allen ambientada en París luego de "Todos dicen te quiero", pero ahora con el elemento fantástico presente en una historia romántica y con extranjeros viajando por la Ciudad Luz. Con un comienzo de bellas postales parisinas, el cineasta neoyorquino narra el periplo de Gil (Owen Wilson) e Inez (Rachel Mc Adams), una pareja estadounidense próxima a casarse, que aprovecha un viaje de negocios del padre de la novia. El es un escritor de novelas (no muy querido por los padres de ella) que tendrá una experiencia única: se encontrará con Adriana (Marion Cotillard), una aspirante a diseñadora de modas que ha sido musa de varios artistas. Y, como si fuera poco, se embarcará en una curiosa travesía hacia la París de los años veinte, donde se topará mágicamente con personalidades como Hemingway, Picasso, Dalí, Buñuel, Rodin y Lautrec. Nada menos. Esto le da a Woody Allen los elementos necesarios para construír una comedia con diálogos chispeantes que se acerca a La Rosa Púrpura de El Cairo. Las artes, las influencias de fuertes personalidades, la admiración y un romance que se va apagando con el correr de los minutos, son los pilares de esta realización que, si bien no es su trabajo más logrado (este año conocimos Conocerás al hombre de tus sueños y Que la cosa funcione) coloca en su mira a personajes conflictivos y dubitativos que se las traen. Un elenco sólido integrado por Michael Sheen, en la piel de un intelectual que se acerca a Inez; la siempre convincente Kathy Bates y Carla Bruni como una guía de museo, hace que el viaje sea ameno y original en su planteo. Veremos qué le deparará Buenos Aires cuando el genial cineasta llegue a rodar a estas tierras.
Medianoche en París retrata el viaje de placer de Gil e Inez, una pareja estadounidense a punto de casarse, por Francia aprovechando un viaje de negocios del padre de la novia. Inez, una mujer absolutamente segura de su condición y amor hacia su futuro esposo, brinda el apoyo sin mucha seriedad a la nueva ocupación de Gil: la escritura de una novela para alejarse de los guiones cinematográficos que escribe para Hollywood. El novio por su parte, es un melancólico amante del arte con la aspiración de quedarse a vivir en Francia y que revive mágicamente a sus ídolos en los pasajes parisinos, encarna el protagonismo para centrarse en aquello que soñó, que aspiró y ve diluirse en sus manos producto del compromiso, encasillamiento rutinario y el “mundo” en general en donde vive. La breve vida de París producto del viaje despierta entonces en cada uno del coro actoral, un cambio en su forma, que culmina, o conduce a una culminación aparente con una metamorfosis personal: La angustia, el amor al pasado y el desprestigio del presente en la mágica ciudad, comprenderán el avance y progresión de la trama en donde Gil se sentirá inundado de una realidad monótona que se contrapone al verdadero viaje de los sueños. La nueva comedia dramática de Woody Allen, retrotrae a lo mejor del cineasta que, con una extrema simpleza que forma parte de su amplio estilo, evoca sus más profundos y encarnizados deseos personales en una polimerización narrativa y artística que resulta en una pieza auténtica de pura imagen, puro sentimiento, de puro cine. Sin aquellos elementos oscuros que caracterizaron producciones anteriores del cineasta tales como Scoop (Scoop, EE.UU. Inglaterra 2006) o Match Point (Match Point, Inglaterra, 2005), un viaje con alusiones a Vicky Cristina Barcelona (Vicky Cristina Barcelona, EE.UU. España 2008), resulta en un elemento sobrenatural y fantástico con el temple narrativo habitual de Woody. Detalle más que destacable se hace presente de la mano de la temporalidad discursiva donde el pasado convive elegantemente con el presente para reivindicarlo en lo que a desarrollo psicológico del protagonista refiere. Hacemos un parate en éste asunto: el pretérito no se crea y se desarrolla como una cuestión azarosa, sino que la especificidad espacio-tiempo se da en pos de un renacimiento artístico pleno en donde las épocas doradas de la literatura, pintura, cine y música actúan en comunión con la vida y obra del personaje principal encarnado por Owen Wilson, en un mundo fotográfico impactante en el cual ni los propios y célebres artistas que se suceden, se comprenden a sí mismos en su totalidad y plenitud, incluso plantean la misma melancolía y creencia de Gil, que aun estando asombrado durante todo el relato, constantemente rectifica aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Y hablamos de arte, de célebre arte de la belle epoque y los años 20, siendo sus voces paradigmáticas, por solo nombrar algunas, Hemingway, Dalí, Buñuel, Picasso, Toulouse Lautrec y Rodin, que certifican aquel sentimiento personal tanto de caracterización como de dirección que hace avanzar ágilmente el relato y sin detalles que resulten superfluos a la totalidad. Situándonos (centrándonos) en la cuestión puramente actoral, Allen reconstruye su intimismo a partir de una coralidad y construyendo puntualmente un progreso a través de Wilson que, extirpado del rol cómico-paródico que lo hizo conocido, acciona dramáticamente recordando aquella mezcla de seriedad e ironía del Jim Carrey de Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdo (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, EE.UU. 2004). Acercamiento en la distancia de los años, las artes son expresadas desde breves simbolismos que, simplemente explicados, abren un abanico de interpretaciones y sentimientos que ocupan la mente en el conocimiento, en la ampliación de un “algo” cognitivo que la historia fue generando a través del tiempo, por ello, no es casual que quien presencie esta obra maestra del cine de Woody Allen, salga de la sala intentando recordar, o simplemente acercase, a las formas de arte que propone desde un lugar no tan formal. Técnica, narración y demás están encaradas desde una visión ya conocida por el cineasta, donde la expresión de una introducción remite a una profundidad invisible por sobre lo que se aprecia en el cuadro. Un claro ejemplo de este recurso es el recorrido parisino que Allen realiza sobre el principio del filme, encarando solo planos descriptivos que consecuentemente se transmutan en narrativos debido a la complejidad de su naturaleza: París por la mañana, lugares que son los que tomaría con su cámara hogareña cualquier turista pero con una simpleza y originalidad que no se logra ni siquiera bajo el riguroso plan de rodaje. Los puntos escogidos por el cineasta se suceden unos a otros creando una historia de parís (del día a la noche), reflejando un amor a la ciudad de las luces similar al que posee por New York, y este intento de abordar París, proviene desde un amor a primera vista cuando se sucedió el rodaje de la película debut como actor y guionista de Woody en el cine: ¿Qué hay de Nuevo, Pussycat? (What's New Pussycat?, EE.UU, Francia 1965); y por otro lado un nuevo acercamiento al localizar escenas, por pocas que fueran, en Todos Dicen te Quiero (Everyone Say I Love You, EE.UU. 1996). Con un sonido repetitivo, constante pero agradable al oído y que ilustra perfectamente el cuadro por cuadro que se propone la visión directiva, Medianoche en París nos habla de una pasión, de un amor que si bien se manifiesta tácito, deja entrever vestigios de su naturaleza. Woody Allen es una vez más aquel genio, aquel artista en el más amplio significado del término, aquel que afirma ese reiterativo “Cada vez que visiono una película que acabo de terminar, siento una penosa decepción. En la pantalla, el resultado no me gusta. Pienso entonces en cuando, un año atrás en mi habitación, tuve una idea excelente de película, y en cómo todo parecía prometedor. Desgraciadamente en la escritura, el casting, el rodaje, el montaje, las mezclas, he ido estropeando mi buena idea. Entonces ya no pienso en nada más que deshacerme de esa carga. Me niego volver a ver la película”, y que nosotros pensamos como respondiéndole: “si esta película es una decepción, bienvenidas sean esas decepciones que dan como resultado obras maestras donde se respire celuloide, como lo es Medianoche en París y bienvenido seas nuevamente, Woody Allen”.
El Arte de lo Imposible No voy a ser hipócrita. Estoy viviendo un momento bastante deprimente de mi vida. No quiero hacer catarsis por este medio, pero hay momentos de mi presente, que me cuesta creer estar transitando. Soy una persona pesimista que cree haber nacido en un momento inoportuno de la historia. No me identifico con el siglo XXI. Me hubiese gustado nacer en los ’50 o en los ’60 admito. Aun cuando políticamente eran épocas convulsionadas, peligrosas, me pregunto constantemente como habría sido mi vida habiéndome desarrollado durante esos años, con quién me relacionaría, cuál sería mi visión del mundo y la juventud de hoy en día. Hoy le temo al porvenir. Lo veo oscuro. Pienso que “Todo tiempo pasado fue mejor”, lo admito. Me gustaría sentarme en un café con Don Angelito y contarle la situación que vive el club de sus amores, imaginar que habría dicho, como reaccionaría, y sobretodo la manera en que habría resuelto, desde el pasado, los errores del presente. Pero la imaginación es poderosa y traicionera. Sería muy lindo que venga el Doc Brown en un DeLorean y me busque para cambiar la historia, o al menos seguir los consejos de alguna persona que considero hoy en día, como influyente en mi vida. Poder establecer diálogos con Hitchcock, Billy Wilder, Orson Welles y rebatir a todos los estúpidos que los etiquetaron a través de una visión superficial de sus obras. Al menos que me venga un pasaje de avión del cielo, y concertar una charla con Woody Allen, para aprender y al mismo tiempo felicitarlo, porque hace dos días me demostró porque me enamoré por primera vez del género cinematográfico, de la literatura, del arte en sí mismo. Medianoche en París nos trae a un Woody Allen auténtico, mágico, nostálgico, pero sobretodas las cosas, cinematográfico, culto, intelectual y filosófico, admirador de todas las artes, meticuloso. Me encanta Allen, pero admito que desde hace mucho que su obra es bastante irregular. Me gustaron sus thrillers con influencias shakesperianas y de teatro griego como Matchpoint y El Sueño de Cassandra, que muchos han criticado. Me pareció profunda Vicky Cristina Barcelona y me reí con elementos aislados de dos obras “menores” como Scoop o Que la “Cosa” Funcione. Me aburrí, me pareció superficial, repetido en Conocerás al Hombre de tus Sueños, pero Medianoche en París nos devuelve al Allen que sabe que el arte da la posibilidad de crear y hacer creer lo increíble. Que en la ficción es posible que no haya límites espacio temporales, que no hace falta justificar tales inserciones fantásticas, porque lo que importa es otra cosa, es la mística, el mensaje, la posibilidad que da una cámara de transformar el mundo, la historia. Así como Tarantino cambió el final de la Segunda Guerra Mundial en Bastardos Sin Gloria y nadie se molestó por eso, así como Buñuel era capaz de revivir una y otra vez a la burguesía, impedir que salgan de una habitación por razones inexplicables, y que sin necesidad de introducir una justificación material, el propio Allen conseguía que los personajes de una película salieran de la pantalla, se enamoraran de los espectadores y los aconsejaran de cómo vivir su vida, esta vez, convierte a París en una fiesta, como diría Hemingway. El protagonista, uno de los tanto alter egos que Woody habría interpretado diez o quince años atrás, necesita entender su vida: está inseguro sobre su obra literaria, sobre su matrimonio, sobre las razones por las cuáles debe seguir enamorado de París y no volver a Estados Unidos. La respuesta será un viaje en el tiempo, que solo se justifica cuando el reloj dan las doce de la noche. ¿Fantasía? ¿Realidad? No importa, Gil viaja a la década del ’20 para encontrarse con Cole Porter (es común que Allen use música de Porter, pero esta vez, además lo incorpora a la acción y aparece dietéticamente), es aconsejado por Scott y Zelda Fitzgerarld sobre relaciones románticas, y acerca de escritura por Ernest Hemigway. Ídolos del protagonista y el director, no solo adquieren un nivel fantástico, sino que resultan afables y familiares. Además Allen se da el lujo de mostrar su mirada sobre como eran ellos. No se preocupa por analizar las características que siempre se enaltecen en las respectivas biopics de los artistas mencionados. Además, tampoco subestima al espectador, da innumerables guiños, que aquellos que no conocen a los artistas mencionados, van a quedarse fuera del juego. El autor se da el lujo que su héroe cumpla con las fantasías qué él mismo o alguno de nosotros podría alguna vez satisfacer. Sí, sería hermoso compartir una amante con Picasso, viajar con ella a la Belle Epoque y sacar la conclusión de que cada uno pertenece a un tiempo específico por alguna razón. La magia, la gracia, el humor arquetipo de Allen son la fuerza motora de esta obra, pero hay que destacar a un elenco que con herramientas simples hacen verosímil lo imposible. Owen Wilson se relaja, más allá de que es uno de los tantos Woody Allen dando vueltas, y logra una interpretación franca, honesta, simple. Se destaca la interpretación de Michael Sheen como Paul, el rival británico de Gil. Pero los hallazgos también se dan en los actores elegidos para conformar a personajes reconocidos del mundo del arte como el cameo de Adrien Brody como Salvador Dalí o Kathy Bates como Gertrude Stein. Pero Allen no solamente es un “romántico”, nostálgico insalvable, enamorado de los más grandes artistas de toda la historia del mundo, sino también un cínico crítico de los críticos burgueses, de los intelectuales soberbios hipócritas que se creen dueños de la verdad y hacen sentir infradotado, subvalorado a aquel que no entiende lo que habla. Y si bien, hay algo de esa soberbia a Allen, lo que el director critica, en realidad es el modo, la clase social, cuestiona el elitismo europeo y lo compara con la “humildad” de los artistas de la generación del ’27, que con su arte combatían las diferencias sociales y creaban medios comunicativos diferentes a los habituales. Es cierto que se le puede critica que el tiempo presente no logra ser tan convincente como la puesta en escena del pasado, que algunos personajes quedan en el aire y Rachel McAdams está un poco desaprovechada, aunque la diva de película, es nuevamente Marion “el gorrión” Cotillard. Innumerables chistes internos (como los que se relacionan con el cameo de Carla Bruni) restan un poco de contención dramática al relato, pero si hablamos de protagonistas, Allen regresa a otra de sus obsesiones: la fotografía urbana. A diferencia de los directores más jóvenes que presumen ser “controvertidos” mostrando la periferia más desigual de las ciudades, el director de Annie Hall, siempre fue un optimista en este sentido, y prefiere mostrar a la urbes como un milagro de la creación del hombre. De esta manera resaltó la belleza arquitectónica de Manhattan, Londres, Barcelona, Venecia y ahora París. Visión turística, sí, puede ser, pero que hermoso es fotografiar París durante toda una jornada, su magia, su mejor fachada. Allen no apela tanto a gags esta vez, sino a la ironía e inteligencia discursiva. Los diálogos contienen múltiples lecturas, pero al mismo tiempo son sencillos, directos. Se puede pensar, incluso, como una de las obras menos pretenciosas pero más efectivas de su director. Con un cuidado estético impecable, encuadres pensados, colores provocativos, elementos que se extrañaban del mejor Allen, Medianoche en París es una gran fábula, un sueño seductor tan soberbio y brillante como la ciudad de las luces.
París era una fiesta. Pese a que su trabajo como guionista en Hollywood le permite disfrutar una vida de comodidades, Gil desearía, por sobre todas las cosas, ser novelista y vivir en París. Hacia allí parte de vacaciones junto con su prometida Inez y sus futuros suegros. Él cree que todo pasado fue mejor, aunque un pedante intelectual amigo de su novia le advierta que tal aseveración es propia de aquellos incapaces de asimilar el presente. Quizá sea cierto. En relación con los antihéroes allenianos, eso es lo mejor que nos puede pasar. Sólo basta con ver la seguidilla de imágenes parisinas que abre el film para comprender que Woody Allen ama la capital francesa, en la que apenas había filmado unas pocas escenas de La Ultima Noche de Boris Grushenko y de Todos Dicen Te Quiero. Sin duda esta ciudad todavía tiene algo mágico que ofrecer. A ella le debemos la más extraordinaria película del neoyorkino desde Disparos sobre Broadway. La fantasía y la nostalgia, tópicos que marcan lo mejor de la obra de Woody, fluyen tan intensamente aquí como en La Rosa Púrpura del Cairo y Días de Radio. Lo que en otros films no pasaría de ser una simple postal turística (La Torre Eiffel, El Louvre, los cafés, el Sena, el Arco del Triunfo, Versalles) adquiere, sin el más mínimo ápice de pretenciosidad, un cariz fantástico, secreto, melancólico. Sólo un genio absoluto del cine puede lograr que, a esta altura del partido, nos emocionemos con un rendez-vous amoroso bajo la lluvia parisina. En ese retrato de una París más bella que nunca, cada pasaje se convierte en un túnel del tiempo hacia esas viejas buenas épocas con las que Gil tanto fantasea. Una noche, al sonar las campanadas de las doce, éste es llevado por un automóvil antiguo a una suntuosa fiesta de los años 20. Allí conoce a F. Scott y a Zelda Fitzgerald, a Cole Porter y a Ernest Hemingway. Sin poder creer lo que está ocurriendo, Gil intenta entregarle un manuscrito de su novela al iracundo autor de Adiós a las Armas. En lugar de aceptarlo, Hemingway lo invita a la casa de la legendaria Gertrude Stein, quien se halla junto a Picasso y a una conocida musa del circuito avant-garde, Adriana. A medida que se aleja de su prometida -tan americana, tan materialista- el protagonista inicia un romance con la francesa, aunque pronto descubre que ella también añora una época de oro no vivida. El relato no exhibe la exuberancia historicista de Zelig, más bien se vale de un saber general para sorprender al espectador. El desfile de artistas de la ciudad luz continúa con los surrealistas (Buñuel, Dalí, Man Ray) y, yendo aún más atrás en el tiempo, los impresionistas (Lautrec, Gauguin y Degas). La desopilante escena en que Gil intenta explicarle sin suerte a Buñuel el argumento de El Ángel Exterminador, que el propio aragonés dirigirá varias décadas más tarde, está indudablemente a la altura de cualquier cosa que haya realizado Allen en sus mejores años. El elenco tampoco se queda atrás. Owen Wilson, acaso el alter ego más aniñado y soñador del cineasta en toda su filmografía, interpreta dicho papel con toda naturalidad, lo cual no debe ser para nada fácil: Kenneth Brannagh debería poder dar fe de ello. Marion Cotillard y Rachel McAdams componen las caras enfrentadas de un pasado hermoso y un presente miserable, respectivamente. En los roles secundarios se destacan Michael Sheen, Kathy Bates y Adrien Brody. Sin olvidar los incansablemente publicitados cinco minutos de Carla Bruni. Este Woody Allen viajero de los últimos años, que ya había pasado con éxito irregular por Londres y Barcelona, estaba en deuda con París, y vaya si cumplió. Asistido por la espléndida fotografía de Darius Khondji, Allen captó la ciudad y se adueñó de ella con su mirada. El retrato logrado abarca el presente, la década de la generación perdida y la Belle Epoque. Lo que nos queda, en todo caso, es la paradoja de la nostalgia. Muchos de nosotros podemos ser cautivados por la idea de que todo pasado fue mejor, pero, a fin de cuentas, el presente es nuestro tiempo y eso es algo que tarde o temprano se deberá aceptar si queremos ser felices. Gracias a maravillas como Medianoche en París, este postulado también se puede adaptar a la carrera del viejo Woody.
Vuelve la magia Mientras promediaba la proyección de "Midnight in Paris", hacía un mapa mental de los últimos trabajos de Woody en estos diez años. Todos, excepto "Match point", muy flojos. A ver, alguno de ellos superior a la media, pero del genio que hizo "Manhattan" uno siempre espera producciones de alto vuelo. Ya con "Whatever works", perdí las esperanzas de ver alguna idea nueva y estaba convencido de que ya no había nada más que ver de él. Duro no? Si, pero llegó Cannes (este año, hace unos meses), las noticias alentadoras de que Allen había frotado la lámpara y... Bueno, fui a confirmar si el milagro se había producido. Y así fue. Woody Allen rodó uno de sus mejores trabajos de los últimos tiempos. Si bien siento que "Midnight in Paris" se nutre del espíritu y varias de las concepciones ya mostradas en "The purple rose of Cairo" (innegable influencia para la construcción de este universo paralelo), lo cierto es que construye una fábula en tono fantástico que sorprende por su sencillez y contundencia. Sabemos que este prolífico cineasta (47 títulos) hace rato que filma lo que tiene ganas, de hecho, la secuencia de apertura con esos largos minutos de postales parisinas sin diálogo a otro quizás no se la perdonaríamos y en él la subrayamos como "un homenaje a la Ciudad Luz". Allen está enamorado de Paris (no tanto así de Londres y Barcelona, a las cuales deja bien paradas cuando filmó en ellas en este último tiempo pero a las que no le dedica una apertura tan fotográfica) y todos los personajes ilustres que desfilan en esta película, (anclados en aquellos luminosos años 20' y que han recorrido las angostas calles de París), han sido influencia vital para su prodigiosa manera de narrar. Aquí, todos ellos tendrán su espacio y lo llenarán con textos que definen rasgos únicos de sus personalidades, de manera que desde la butaca, por momentos, uno no puede evitar emocionarse ante semejante muestrario de talento. Cada escena donde escritores, pintores, cantantes y musas se relacionan con el protagonista, Gil (Owen Wilson), se vive desde la platea con asombro y goce: nuevamente, como hace tanto tiempo, Woody toca nuestra fibra íntima, se mete debajo de nuestra piel y nos regala un cuento maravilloso que reflexiona sobre la superficialidad del mundo actual, de las clases acomodadas y su pérdida de lo importante y rinde homenaje a una época en la que todos quisiéramos vivir. Wilson es Gil, un guionista californiano que está de vacaciones en París con su novia, Inez (Rachel McAdams). Ellos están de visita en la ciudad acompañando a los padres de la mujer, quienes vinieron para una fusión empresarial. En el momento en que conocemos los primeros esbozos que pintan a Gil, sabemos que el director eligió construir un ser querible, plástico, impresionable y cálido para llevar adelante la historia: este escritor está en crisis. Tiene una novela de 400 páginas que parece no interesarle a nadie y quiere dejar los guiones livianos que sólo lo ayudan a facturar para volverse un literato serio. De más está decir que no puedo no ver a Woody aquí!!! Si en todas sus películas el protagonista tiene muchos de sus rasgos personales, no pude evitar relacionar esto mismo con la etapa actual de su carrera..., ¿No serán todas los guiones de los últimos años basura hecha para ganar dinero? (perdón cinéfilos, no pude evitar decirlo!) Pero volvamos a Gil, en esa necesidad de redireccionar su carrera, no encontrará eco en su medio. A nadie le interesa que él deje de hacer lo que hace, aunque sea mediocre. Inez lo menosprecia y trata de encasillarlo y limitarlo todo el tiempo, hábilmente poniendo en palabras lo que el realizador siente, la sociedad quiere que hagas dinero y te vuelvas exitoso y no que intentes ser quien realmente sos, respetando tus condiciones y aspiraciones profesionales. Planteado así, una noche que el personaje principal no quiere participar de otra velada con su aburrida novia, se perderá, alcoholizado, por las calles de París para terminar en una plaza, donde un auto misterioso se detendrá y cambiará su vida. Ese auto es un vehículo hacia los años 20'. Aquella increíble época donde en esa ciudad habitaban talentos como Cole Porter, Josephine Baker, Gertrude Stein,Scott y Zelda Fitzgerald, Pablo Picasso, Ernest Hemingway y otros se abrirá a los pies de Gil. Atravesando una barrera temporal que exactamente se presenta de la misma manera cada día (a la medianoche y con un auto como puerta de entrada), este universo modificará la vida de nuestro frustrado escritor para siempre. Owen, de quien nunca espero nada bueno (debo reconocer), sorprende al público poniendose en la piel de Allen (recordemos este rasgo, es imposible despegar al director del protagonista cuando este último siempre es su alter ego en sus films) pero dotandolo de una llegada mayor. El es el puente de muchas ideas que encuentran una vida facilitadora hacia la audiencia. Su empatía se enriquece con las líneas que trae y ese aire de niño sorprendido que vive fascinado por lo que le toca vivir, nos gana desde la primera noche en que se sube al auto para modificar su destino para siempre. El resto del elenco cumple, pero no me imagino "Midnight in Paris" sin Owen. Lejos, el mejor trabajo de su carrera. No quiero describir las situaciones que él vivirá junto a semejante grupo, ya que Gil transitará la noche parisina con sus nuevos y talentosos amigos y debo decirles que los divertidos episodios que se darán, si bien muchos son previsibles, son absolutamente encantadores. Claro, la realidad de estar en contacto con gente talentosa que modificó la historia, hará que la readaptación a la vida corriente, burguesa y vulgar del día, empiece a ser detestada y con razón. Como le pasa a Allen, o a vos o a mí, nadie quisiera volver a la vida ordinaria cuando está compartiendo momentos tan intensos con seres que han marcado época por su legado literario o artístico. El relato es bastante lineal pero en él, el guión transita lo ya conocido (todas las neurosis de Allen junto a sus preconceptos sobre el mundo), aunque genera ese guiño cómplice que tenía "The purple rose..." en el que abrazamos la fantasía y la hacemos propia, sin dejarla ir. En definitiva, esto es cine y se trata de ensoñación, así que no sólo está permitido, sino que debe ser así. No puedo seguir contando más porque tienen que verla. Si les gusta Woody, si no... Es una fábula urbana simple pero entretenida y original. No es de los puntos más altos de su carrera, pero es un saludable retorno a la buenos trabajos de este particular cineasta neoyorkino. Absolutamente recomendable.
Medianoche en París es una original historia de amor que se destaca como uno de los mejores trabajos de Woody Allen en estos últimos años. A diferencia de su última producción, Que la cosa funcione, la nueva película del director sobresale por ser una propuesta mucho más inspirada que le rinde tributo, con bastante romanticismo, a la capital de Francia y su cultura. De hecho, creo que hizo mucho más esta película por esa ciudad que todos los cortos que integraron la antología Paris, I love you. El género de la comedia romántica viene golpeado desde hace rato, ya sea por la producción hollywoodense o europea. No es fácil encontrar por estos días una gran historia romántica y que además sea entretenida. En la primera parte de la historia, donde se introducen los personajes principales, Allen retrata su fascinación por la ciudad con un fabuloso recorrido por las calles francesas, donde uno puede imaginarse a Woody totalmente embobado detrás de cámaras por la belleza de ese lugar. Las cosas se ponen interesantes cuando en la trama entran en juego los elementos fantásticos y el escritor que interpreta Owen Wilson termina transportado al París de los años ´20, donde conoce a los ídolos de toda su vida como Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Picasso y Salvador Dalí entre otros. Por momentos la película parece una versión inversa de La rosa púrpura del Cairo, que presentaba a un personaje cinematográfico que salía de la pantalla del cine para codearse con el mundo real. En este caso es el escritor que interpreta Wilson, quien escapa de la realidad para sumergirse en un proceso de búsqueda interior que le permite regresar a su siglo y vivir con otra perspectiva su vida. Lo interesante del film es que lejos de ser una historia puramente nostálgica Allen habla sobre aprender a vivir el presente y apreciarlo. Hasta hace no mucho tiempo era impensable imaginar a Owen Wilson, el modelo Hansel de Zoolander, en una película de Allen. Woody evidentemente no pensaba lo mismo y le dio al actor un rol protagónico donde se destaca a lo grande con una encarnación más joven del propio director. Esto supongo que debe haber sido parte de la dirección que tuvo el personaje. Owen Wilson se expresa exactamente como lo hacía Woody cuando trabajaba como actor, donde inclusive a través de la expresión corporal capturó todos sus gestos. El reparto del film en general es excelente pero sobresalen, para mi gusto especialmente, Adrien Brody como Dalí y Michael Sheen (que gran actor), como un pseudointelectual impresentable, de esos que van a ver una película como esta y le pegan por considerarla “un entretenimiento ligero que no tiene la profundidad de la viejas obras de Allen”. Allá ellos. Medianoche en París es una muy buena romántica y está para tenerla en cuenta entre las novedades de la cartelera.
La fiesta inolvidable El exitoso guionista Gil Pender (Owen Wilson) acompaña a su prometida y sus futuros suegros a un viaje en Paris. Si bien el matrimonio entre él e Inez (Rachel MacAdams) es inminente, implica anclarse en una vida que no le satisface por completo; su verdadero sueño es dejar de escribir para Hollywood. En Paris, su costado bohemio aflora y de inmediato queda deslumbrado por los escenarios que inspiraron a tantos artistas. Como muchos nostálgicos, Gil cree que hubo un tiempo pasado que fue mejor. Como muchos escritores, Gil cree que este tiempo pasado fueron los locos años ´20, cuando una oleada de escritores norteamericanos y la bohemia de Europa hicieron de París su destino inevitable convirtiéndose en lo que la editoria y mecenas Gertrude Stein llamaba "la Generación Perdida". Pero convencer a Inez de la posibilidad de mudarse a la Ciudad Luz es imposible, y más cuando la llegada de un amigo erudito (Michael Sheen) y su pareja la distraen de los intereses y expectativas de Gil. Abandonado a su suerte en las noches parisinas, el protagonista se pierde en las calles empedradas y al dar la medianoche, desde un anticuado Peugeot lleno de extravagantes personajes, es invitado a una fiesta que jamás olvidará. Porque cuando entra al salón, lo recibe el flamante matrimonio de Francis Scott y Zelda Fitzgerald, pero también descubre que quien toca el piano es nada menos que Cole Porter. Todo parece indicar que aquel coche lo ha llevado directo a aquella época donde su nostalgia anida, y el summum de sus expectativas llega cuando un jovencísimo Ernest Hemingway (Corey Stoll) le ofrece la posibilidad de que la mismísima Gertrude Stein (Kathy Bates) lea y corrija su novela inaugural. Excitado por la perspectiva de una nueva noche en los años ´20, Gil desafía la estabilidad de su estructura familiar regresando una y otra vez al lugar donde puntualmente a medianoche el anticuado Peugeot lo devuelve a ese París de sus sueños, y a una misteriosa musa, Adriana (Marion Cotillard), capaz de hacerlo olvidar su presente. La llamada "generación del ´20" de Paris, constituída principalmente por escritores y que tenía como epicentro la librería Shakespeare and Company (aún en actividad) tuvo una existencia bohemia tan simple y abierta que sus ecos llegan hasta nuestros días. En uno de sus filmes modernos más logrados, Woody Allen explora los mitos y leyendas en torno a quienes recorrían las interminables noches parisinas. El infortunado matrimonio Fitzgerald, Papa Hem, los surrealistas y cubistas, reviven en la impecable puesta escénica y la excelente caracterización por parte del elenco. Pero Allen va más allá, permitiéndose jugar con aquellos clichés que volvieron a estos pintorescos personajes en la flor de su juventud, las leyendas que fueron más adelante. En lo actoral, Owen Wilson aporta una actitud inocente y expectante, como la de un niño ante su deseo más soñado, el que se deja llevar y el que se juega por aquello que pulsa en su ser más profundo. Los personajes que Gil encuentra en la vieja París están encarnados por notables intérpretes, pero sin dudas el que tiene a cargo Adrien Brody, en una breve aparición, es el más destacable. Más allá de este homenaje retozón a una Paris soñada todavía por muchos bohemios tardíos modernos, subyace el infaltable dilema que el director suele plantear en sus filmes: cuestiones que abordan la propia existencia y desafían la capacidad de decisión de los hombres.
Sueño con el pasado que añoro Allen muestra su amor por la Ciudad Luz y unas criaturas con las que siempre se sintió en deuda. Woody Allen siente amor, históricamente, por historias como ésta: el protagonista anda como perdido por la vida y zonas aledañas, y encuentra en el amor un camino de posible salida, si lo que escribió es en tono de comedia, o de plausible redención, si es drama. En Medianoche en París vuelve a mostrarse efusivo con una ciudad, como en su bienamada Manhattan . Afecto por una urbe y sus seres, aquí son criaturas que Woody ama (y amó ya desde su juventud) desde lo intelectual. Porque convengamos que ese prólogo de imágenes de la Ciudad Luz con que abre en el presente tiene mucho de mirada turística, naif, que no sabemos si es la idealización de Gil, el protagonista, o cómo en verdad Woody, ya sus 75 años, ve o sueña a París. Gil (Owen Wilson) es un guionista de California que está de paseo por París con su prometida, Inez (Rachel McAdams). Que las cosas no marchan como deberían el espectador menos atento lo advierte una noche, cuando ella en vez de acompañar a su pareja, se marcha con otros amigos y lo deja deambulando las callecitas parisinas. Suenan las 12 y Owen es invitado a subir a un Ford de los años ‘20 e ingresa mágicamente a un mundo que lo fascina y con el que siempre soñó. Y del que despierta cada mañana, suponemos, muy a pesar suyo. Es que allí puede hablar sobre su frustración como escritor con Ernest Hemingway o F. Scott Fitzgerald, codearse con Salvador Dalí, Luis Buñuel o T. S. Eliot. El punto en común con La rosa púrpura del Cairo (1985) es claro, aunque aquí no enjuicia la época específica en que transcurre la acción (era la Depresión). La identificación de Allen con la mirada melancólica hacia esas figuras del pasado es el toque autobiográfico de Medianoche en París , ya que Allen no es un escritor en problemas. Porque esos encuentros con Hemingway y Scott Fitzgerald son como la corporización de sus sueños más vívidos. Porque eso es la película: una divertidísima receta que incluye realismo mágico, viaje en el tiempo, comedia romántica y algunas neurosis allenescas. Si Owen Wilson interpreta el papel que, por edad, ya no puede encarnar el director como en su época de Manhattan , a Michael Sheen le toca los que componía a veces Tony Roberts en los primeros Allen, el del intelectual arrogante. Es el amigo de Inez que tiene “la” escena con Carla Bruni, gancho de marketing como la guía de museo. MacAdams juega a lo Diane Keaton, con quien trabajó en Un despertar glorioso , pero se ve que algunos consejitos no los atendió. Pero para quien Allen tiene reservado el rol que a Gil lo dará vuelta como a un guante es a Marion Cotillard, bien francesa ella, quien en los ‘20 sueña... con estar en la Belle Epoque. Es en ese advertir que otro sueña con otra época distinta a la que él tanto atesora lo que le da a Gil un sentido aleccionador: si no es que más vale pájaro en mano que cien volando, es bueno tener a mano la honda adecuada para no errarle al pajarito. Por que sí Podrá criticársele que sumar más y más artistas en cada “viaje” del protagonista al París de los años ‘20 agota el recurso, pero es el filme de Allen más original en años.
Un Woody Allen optimista imagina una fantasía ligera y deliciosa Si en La rosa púrpura de El Cairo era posible atravesar la pantalla para escapar de la infelicidad cotidiana, en Medianoche en París puede pegarse un salto hacia atrás en el tiempo y aterrizar en una idealizada Ciudad Luz: la que era una fiesta según Hemingway, la de los surrealistas, la generación perdida de Gertrude Stein y la intelectualidad bohemia de los años 20. En el cine de Woody Allen, la magia todo lo puede, y París es un milagroso territorio de cuento de hadas, donde la fantasía permite concretar el sueño de huir de un presente que se juzga mediocre y banal para refugiarse en el ilusorio paraíso de aquella edad dorada del pasado a la que se hubiera querido pertenecer. Gil (Owen Wilson), guionista de éxito en Hollywood, aspirante a novelista y enamorado de París, tiene sus motivos para la fuga: un trabajo que no lo satisface, un libro que no consigue completar, un futuro en Malibú junto a la bella niña rica y vacía con la que va a casarse. Y ahora que ha llegado a París, una compañía -novia, suegros del Tea Party, un académico pedante- con la que nada tiene en común. La nostalgia es la negación del presente -lo critican cada vez que él prefiere salir en busca de los escenarios por donde anduvieron sus héroes literarios-; ignoran que en el fondo de los propios sueños (en esa edad dorada que se idealizó y de donde provienen los modelos) también puede encontrarse la lucidez para definir los deseos más profundos y el coraje para concretarlos. Ese camino seguirá Gil cuando la magia parisina y su propia imaginación lo conviertan en un viajero del tiempo, que todas las noches (cuando suenen las campanadas de medianoche, al revés de Cenicienta) el mítico zapallo tome la forma de un viejo Peugeot y sus bulliciosos pasajeros lo inviten a vivir el sueño de conversar con Scott Fitzgerald y Zelda, asistir a una fiesta en honor de Cocteau, escuchar en vivo a Cole Porter, charlar con Hemingway, con Dalí, con Man Ray; conseguir que Gertrude Stein lea su libro y le dé consejos, y frecuentar en fiestas y salones a la bella Adriana, una especie de groupie de la época que aspira a diseñar alta costura y fue musa, modelo y amante de Modigliani, Braque y Picasso. Todos ellos aparecen libres de la pétrea eternidad de los museos y las bibliotecas. Son jóvenes, trabajan, se divierten, tienen sus discusiones, sus amoríos, viven. Están en su presente, y en él hay quien habla de creadores sin ideas, quien hubiera querido vivir en la belle époque, porque entonces sí la fiesta era de verdad y la belleza estaba en su esplendor. Lo que sucede alrededor es lo cotidiano, está contaminado por la trivialidad de la vida presente, carece del aura y del prestigio que el tiempo le concederá (o no) después. En una inteligente escena, Gil (seguramente pensando en su propia situación) le sugiere a Buñuel un argumento: un grupo de la alta burguesía reunida en un salón descubre que por alguna razón no puede salir. ¿Por qué?, pregunta el aragonés surrealista, perplejo, buscando una respuesta racional, que no obtiene. Gil le sugiere que no lo olvide: quizá le sirva alguna vez. En Medianoche en París , todo es ligero, amable, romántico, sutilmente inteligente y tenuemente melancólico. El tono lo aportan el saxo de Sidney Bechet y su "Si tu vois ma mère", que suena mientras se despacha el indispensable sector de postales turísticas en los minutos iniciales, antes de los títulos. El resto está colmado de ironías, ocurrencias ingeniosas, apuntes sobre los clichés norteamericanos acerca de París y sobre la relación entre las dos culturas y abundantes situaciones cómicas. Y cuando el film avanza, las aventuras nocturnas del protagonista amenazan con repetirse y ya han incidido en la progresiva transformación de Gil, Woody Allen da algunas iluminadoras vueltas de tuerca, propone otro viaje, un remate cómico y un desenlace alentador. Se sale del cine con una sonrisa en los labios. Estamos lejos de la cínica amargura de Match Point y del escepticismo de Conocerás al hombre de tus sueños . Por algo este Woody que le hace decir a Gertrude Stein que los artistas están para ofrecer con su obra belleza y esperanza ante el sinsentido de la existencia entrega una obra deliciosa, mezcla de declaración de amor a una ciudad que lo sedujo desde que concretó allí su ingreso en el cine como guionista y actor de ¿Qué pasa, Pussycat? y de reflexión lúcida sobre el sentido de la ilusión. París bajo la luz dorada de Darius Khondji suma lo suyo y en el elenco abundan los trabajos descollantes, empezando por un encantador Owen Wilson.
Cuando la Ciudad Luz era una fiesta La nueva película del director de Manhattan no pretende ser otra cosa que un simpático, ligero, divertimento, en el que Hemingway, Picasso y otras vacas sagradas de la cultura parisina de los años ’20 son mostrados de manera amablemente caricaturesca. Este es el año Woody Allen, al menos en Buenos Aires. Primero fue el estreno, en febrero, de Conocerás al hombre de tus sueños, filmada en Londres. Después llegó, el mes pasado, Que la cosa funcione, fugaz visita a Nueva York, que supo ser la ciudad de sus sueños y hoy es apenas un paréntesis de su casi permanente exilio europeo. Y ahora, a sólo 40 días de su lanzamiento internacional en Cannes, aparece Medianoche en París, que está siendo un éxito comercial en todo el mundo, el mayor que ha tenido Woody desde Match Point, seis años atrás. La nueva película de Allen es una celebración de una ciudad a la que siempre admiró y a la que ya le dedicó una primera declaración de amor en el musical Todos dicen te quiero (1996). El film se abre con una serie de tarjetas postales de París, acompañada por el vigoroso saxo soprano de Sydney Bechet, uno de los músicos predilectos de Woody. En esa ciudad-cliché, adornada aquí por la pátina melancólica que le da la lluvia, se encuentra una joven pareja de estadounidenses (Owen Wilson y Rachel McAdams) a punto de casarse. El es un exitoso y cotizado guionista de Hollywood, pero querría ser algo más que eso, un escritor en serio, un novelista con mayúsculas. Y para ello piensa que debería hacer como sus grandes héroes –Hemingway, Scott Fitzgerald– y radicarse en la Ciudad Luz, para encontrar allí la inspiración que no le llega por otros medios. Su novia –hija de un matrimonio de comerciantes recalcitrantemente republicanos, ajenos a los encantos parisinos– no quiere escuchar ni hablar del tema. Pero Gil se deja hechizar por la ciudad y una medianoche, embriagado por una generosa degustación de Bordeaux (el matrimonio republicano dice preferir los tintos de Napa Valley), atraviesa inadvertidamente un misterioso portal que lo deposita en aquella París que se supone era una fiesta. Y, claro, en la visión de Allen lo es, y a tal punto que allí están no sólo los Fitzgerald (Zelda borracha, por supuesto) sino también Jean Cocteau y Josephine Baker, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, Pablo Picasso y Salvador Dalí (gracioso cameo de Adrien Brody), Djuna Barnes y el admirado Hemingway, aferrado a una botella de Calvados, mientras perora sobre la muerte, el coraje y todo aquello que según su leyenda hace a un gran escritor. Lo bueno del caso es que Allen no se preocupa en explicar nada: Gil entra cada noche a la París de los años ’20 simplemente porque es allí donde lo manda Woody, para deslumbrarse –como a él mismo le hubiera gustado– con todas esas grandes figuras que fueron parte de su formación intelectual. De hecho, este punto de partida remite a un viejo cuento de Allen, Memorias de los años veinte (incluido en el volumen Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, reeditado infinidad de veces por Tusquets), que se movía un poco en el mismo terreno y que parece haber sido reelaborado por el director para una película que no pretende ser otra cosa que un simpático, ligero divertimento, en el que todas estas vacas sagradas de la cultura son mostradas de manera amablemente caricaturesca. Esta falta de ambiciones no le impide a Allen jugar con un par de buenas ideas. La primera tiene que ver con una cuestión de contraste. Esas fantasmales escapadas nocturnas, que Gil considera toda una aventura, colisionan con su banal vida diurna, en la que no sólo debe lidiar con su novia y sus futuros suegros –a cual más prosaico– sino también con un sabelotodo inglés (Michael Sheen) que se empeña en exhibir sus superficiales conocimientos de la cultura parisina cuando él, cada noche, la vive en carne propia. Y así como Gil piensa que la época en que le tocó vivir no vale nada comparada con los dorados años ’20, basta que pase un par de noches en compañía de Adriana (Marion Cotillard), la ocasional amante y musa de Picasso, para darse cuenta de que así como él idealiza una época, ella añora... la Belle Epoque. Contra la noción de que todo pasado siempre fue mejor, el nostálgico Allen, sin embargo, da una vuelta de tuerca y hacia el final de esta Medianoche en París afirma, a la manera de Spinetta, que “mañana es mejor”.
La nostalgia infinita A lo largo de su prolongada trayectoria Woody Allen ha construido numerosas “cartas de amor cinematográficas” a determinadas figuras, obras, géneros y/ o geografías cuya única misión es precisamente transmitir su simpatía por las susodichas, coyuntura que produce diversas reacciones entre el público debido a que en ocasiones como las señaladas el realizador suele privilegiar el mensaje cariñoso por encima de la progresión dramática: así nos encontramos con varios “films- excusa” estructurados alrededor de la admiración del señor y poco más, pequeños caprichos personales que constituyen una rareza en sí mismos. No cabe la menor duda que Recuerdos (Stardust Memories, 1980) funcionaba como un homenaje a 8 ½ (1963) de Federico Fellini, Sombras y Niebla (Shadows and Fog, 1991) rendía tributo al expresionismo alemán, Todos Dicen Te Quiero (Everyone Says I Love You, 1996) a los musicales clásicos hollywoodenses y Dulce y Melancólico (Sweet and Lowdown, 1999) hacía lo propio con respecto al jazz y Django Reinhardt en particular. Continuando esta tradición hoy llega Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), tanto una oda a la metrópoli del título como una ofrenda a la fauna artística de la década del ´20. El director, ni lento ni perezoso, sabe que siempre lo acusaron de nostálgico y por eso aquí pone en tela de juicio esa remembranza infinita basada en la ilusión de un pasado brillante que no regresará jamás, una época lejana considerada opuesta a nuestro presente plagado de insatisfacciones: Gil (Owen Wilson), un exitoso guionista que está escribiendo su primera novela, arriba a la “ciudad luz” junto a su prometida Inez (Rachel McAdams) como parte de un viaje de negocios de su suegro. Ninguneado por su futura familia, el protagonista descubre un vehículo que lo transportará al período en el que vivieron todos sus “héroes”. Desdibujando la frontera entre la triste realidad y la ensoñación más pomposa, delante de sus ojos comienzan a circular creadores de la talla de F. Scott Fitzgerald (Tom Hiddleston), Cole Porter (Yves Heck), Ernest Hemingway (Corey Stoll), Gertrude Stein (Kathy Bates), Pablo Picasso (Marcial Di Fonzo Bo), Salvador Dalí (Adrien Brody), Man Ray (Tom Cordier), Luis Buñuel (Adrien de Van) y T. S. Eliot (David Lowe). Mientras intenta obtener consejos literarios de sus ídolos para finalmente completar su atesorado trabajo, conocerá a la exquisita Adriana (Marion Cotillard), una especie de “groupie” del momento. A diferencia de sus últimos opus politemáticos, en esta oportunidad Allen centra la atención en la romantización apasionada, el arsenal de citas eruditas y la belleza característica de la capital francesa. Como suele ocurrir con las representantes de esta subcategoría de su carrera, el desarrollo de personajes y los remates irónicos quedan en segundo plano dentro de una disposición narrativa muy honesta aunque un poco enclenque. Sin embargo no nos podemos quejar porque ya venía siendo hora de que el neoyorquino se diera un gusto luego de tantas propuestas extraordinarias, además el convite cumple de sobra con su objetivo…
Cuando la ciudad era una fiesta Sobredosis de Woody Allen en seis meses. Durante el verano fue su versión melancólica sobre el paso del tiempo en Conocerás al hombre de tus sueños, y hace un par de meses la mirada ácida y agria que transmitían las imágenes de Que la cosa funcione. Como se preveía, Woody llegó a París y ahora le rinde culto y admiración a la ciudad en una historia que recuerda a otras visiones nostálgicas, aquellas de Días de radio y La rosa púrpura del Cairo. Luego de un comienzo desa-lentador, con esas interminables postales turísticas de la ciudad, Medianoche en París presenta a su alter ego, el guionista en potencia Gil (Wilson) y la relación con su novia, sus futuros e insoportables suegros, sus sueños perdidos, sus añoranzas por un pasado que recuerda y que nunca volverá. O, en todo caso, su manía por comparar a ese París con aquel, el de los años veinte, la Belle Époque, el mundo cultural que estallaba en cada café a través de las vanguardias artísticas de la década. Aquel París era una fiesta de la intelectualidad y de la creatividad cotidiana y ese París del pasado será el que (con)vivirá con el atribulado Gil: conocerá a Gertrude Stein, Picasso, Hemingway, Scott Fitzgerald, Cole Porter, Dalí, Buñuel y tantos más que hicieron bastante –con sus egos y narcisos– para olvidar el horror de la Primera Guerra y prologar a los nacionalismos avasallantes de la década siguiente. El primero de los encuentros “fantásticos” entre el París actual y aquel de casi hace un siglo sorprende y estimula la alegría: en ese segmento de media hora, Medianoche… construye sus mejores momentos, los gags e ironías de mayor impacto, las invocaciones más sorpresivas de aquellos artistas y creadores de los años 20. Allí, Woody Allen invade ese mundo con una mirada que entremezcla admiración con placer, ingenio con ingenuidad y una transparente melancolía revestida de una filosa ironía que nunca cae en el cinismo. De allí en adelante, esos cruces originales entre dos mundos opuestos se transformarán en algo mecánico, previsible, acaso falto de sorpresa. Surgirá un hipotético amor en el “pasado” de Gil (una diseñadora de modas y musa inspiradora de aquel mundo) y otro de estos tiempos, mundano y “real”. En ese debate conflictivo entre añorar un tiempo mejor desde el recuerdo y la casual convivencia y la certeza de poner los pies sobre la tierra y vivir el presente de la mejor manera, en ese eterno intríngulis de cotejar dos mundos en colisión, Allen profundiza su mirada reflexiva y su opinión por el paso del tiempo. Sin necesidad de volver al pasado, percibiendo que el viaje hacia atrás que disfruta Gil sólo fue un viaje vital y necesario. También placentero pero con la imperiosa y saludable necesidad de vivir el presente. Y está bien que así sea.
También el París de Allen es una fiesta «Ese mes fuimos al taller de Picasso en Arlès, que en aquel tiempo se llamaba Rouen o Zurich (...). Entonces, Picasso estaba a punto de empezar lo que más tarde se daría a conocer como su período azul, pero Gertrude Stein y yo tomamos café con él y tuvo que empezarlo diez minutos más tarde. Duró cuatro años y, por tanto, esos diez minutos no significaron gran cosa». La antológica frase está extraida de «Cómo acabar de una vez por todas con la cultura», uno de los libritos de Woody Allen que recopilan sus artículos de fines de los 60 en «The New Yorker». A más de cuarenta años de entonces, y seis después de que Allen, como Picasso, iniciara su «período turístico», su primer film en París está consagrado a esa «generación perdida» que tanto ama y conoce, como ya dio testimonio en la humorada de la cita, que llevaba el título de «Para acabar con los libros de memorias». La coincidencia de ambos hechos (el rodaje en París y la recuperación de esa mitología cultural que Ernst Hemingway hizo célebre en «París era una fiesta» y que, pocos años atrás, retomó Vila-Matas en «París no se acaba nunca») es para celebrar: el nuevo film de Woody Allen, inspirado, ligero, melancólico, divertido, es también una fiesta. Como si su zambullida en esas memorias gozosas lo hubiese liberado del humor más cínico y agrio de algunas de sus últimas películas (y, de paso, también de la obsesiva reiteración en el tema de las relaciones entre hombres maduros y jovencitas histéricas), en «Medianoche en París» alcanza esa misma frescura, y ese mismo ángel, al que llegó por ejemplo en «Todos dicen que te amo». Y si hay algo que no puede dejar de percibirse en este film es el inmenso placer que le debe haber dado escribirlo y rodarlo, si bien no en la misma época al menos en los mismos escenarios. Es imposible, en especial para el seguidor de su obra, no contagiarse de ese placer: Woody Allen dirigiendo a Cole Porter, a Luis Buñuel, «Tom» Eliot, Gertrude Stein (Kathy Bates), Salvador Dalí (Adrien Brody), Man Ray, Djuna Barnes, Picasso, Hemingway, Scott y Zelda Fitzgerald e, inclusive y más atrás en el tiempo, a Gauguin y Toulouse Lautrec, no es cosa de todos los días. No son ellos, claro, los personajes centrales, sino los de la fantasmagoría que vive, después de cada medianoche en París, el protagonista que encarna Owen Wilson y que el propio Allen habría interpretado años atrás, si el tiempo le hubiese permitido conservar la misma juventud con la que revive a Hemingway en el restaurante Polidor del 6e. arrondisement, a Zelda Fitzgerald junto al Pont Neuf, y a Porter tocando «Lets fall in love» en el departamento de Gertrude Stein y Alice B. Toklas del 27 de la rue Fleurus. Básicamente, y para no desbaratar mayores detalles del argumento, Gil (el personaje de Wilson) está en París con la insoportable familia de su insoportable futura esposa (Rachel McAdams), y la única forma que encuentra para rehuirle a los tediosos compromisos es escaparse por las noches a recorrer París. Ya imaginará el lector en qué hueco del tiempo termina cayendo, y a cuál se propondrá regresar desde entonces todas las medianoches. Sin embargo, ese recurso argumental no finaliza allí, ni en las visitas a los años y figuras de la «generación perdida». Hay una prolongación, articulada por uno de los personajes femeninos más hermosos de esta película, Adriana (Marion Cotillard, ganadora del Oscar por su papel de la Piaf en «La vie en rose»), cuyas caminatas con Gil a orillas del Sena, ambos como náufragos del tiempo, representan las mejores escenas de esta película. La muy publicitada aparición de Carla Bruni-Sarkozy (como guía en el Museo Rodin) se limita a dos brevísimas escenas, pero aun así Allen le regala líneas de texto inspiradas y divertidas.
El amor a orillas del Sena Sólo Woody Allen podía permitirse incluir en un mismo filme, a actores que representan una de las épocas de oro del arte internacional, como Degas, Toulouse Lautrec, Manray, Luis Buñuel, Cole Porter, Zelda y Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, o Gertrude Stein, sin obviar a Pablo Picasso, o a Dalí. Lo curioso es que en este viaje por el pasado, el gran Woody no emplea efectos, ni tampoco ningún juego sofisticado de cámaras, para hacer que su protagonista (un guionista estadounidense, que trabaja en Hollywood y visita París, con su novia y los padres de ella) viaje en el tiempo, tanto a la década de 1920, como a la Belle Epoque, con el Moulin Rouge incluído y su artista paradigmático el genial Toulouse Lautrec. AUTO ANTIGUO Sólo un abrir y cerrar de puertas de un auto antiguo que recoge al protagonista en las escalinadas de una iglesia por las noches, le sirven de apoyo a Allen para que su "alter ego" viaje en el tiempo y de pronto se descubra tomando unas copas con los Fitzgerald, encantadores y de gran vida social; o toparse con un Hemingway, siempre dispuesto a pelear, después de unos tragos demás, o ver y escuchar a Cole Porter tocando sus melodías en piano, siempre muy bien rodeado. Allen concreta un filme encantador, que lo podrán disfrutar mejor aquellos de una edad aproximada a la del cineasta, que cuenta con varias décadas en su haber, ya que la mayoría de los que en esta historia aparecen dejaron legados insustituíbles a través de sus obras literarias, plásticas o musicales. "Medianoche en París" refiere a los paseos nocturnos de Gil, ese guionista inconformista, que busca su lugar en el mundo y no se atreve a mostrar su novela porque todavía la considera en construcción. Aunque más tarde el aval de Gertrude Stein lo hará recapacitar como para atreverse a algo impensado hasta ese momento. LA OVEJA NEGRA Gil es la "oveja negra" que acompaña a esa familia estadounidense, que se creen superiores y tienen demasiado poca simpatía por los franceses, mientras que el futuro yerno cree haber descubierto su lugar de inspiración a orillas del Sena, en los barcitos bohemios o simplemente caminando por las nocturnas calles parisinas. El filme es chispeante, irónico, ingenuo y pequeño y podría leerse como una travesura típica de Allen, que apela al entretenimiento haciéndole recordar al espectador, que a fines del siglo XIX y principios del XX, hubo una serie de precursores, que en la actualidad no han podido ser reemplazados en cuánto a su lucidez e inteligencia creativas. Clive Owen, como Gil, el guionista, consigue una interpretación de gran eficacia. Cómodo en su papel el actor, se desenvuelve con una informalidad muy bien estudiada. A su lado, el papel que desempeña Corey Stoll, como Hemingway no deja de ser un hallazgo, del mismo modo que Kate Bates hace de Gertrude Stein o Alison Pill, de una admirada Zelda Fitzgerald. Un París idílico, fascinante que invita a viajar lo antes posible a esa ciudad soñada, es retratada por momentos por Allen, como si se tratara de una gigantesca tarjeta postal.
UN AMERICANO EN PARIS Medianoche en Paris es una agridulce y amable comedia de Woody Allen en tono nostálgico. Sencilla e inocente historia de corte fantástico que le permite al realizador entregar una obra placentera, sin solemnidades ni grandes discursos. El comienzo no podría empezar peor. Una larguísima y poco lucida secuencia de montaje nos muestra un sinfín de postales de la capital francesa. Como si fuera una oda rancia a la tilinguería y al cine qualité, Allen se sumerge en esos primeros minutos en lo que será, por suerte, el peor momento de la película, y al que podemos considerar como la antítesis de aquel espectacular y apasionado comienzo de Manhattan. Es curioso este arranque, pero a la vez no. Allen viene repitiendo, desde hace una década, un esquema bastante sencillo. Anuncia lo importante de la película, lo hace de forma fuerte y obvia, y luego se entrega al relato, a veces a la altura de la promesa, a veces ni por asomo y algunas otras veces, como ocurre acá, en una dirección distinta. ¿Entonces por qué ese comienzo? Porque, como en todas las variables citadas, Allen consigue así que el espectador se ocupe con algo y pueda hacer su propia película, independientemente de lo que luego el director ofrezca. Una guía, para resumirlo de forma directa. Esas postales, casi todas mediocremente filmadas, sin pasión alguna, son la forma en que Allen parece decirles a los espectadores: “¿Vinieron a ver París? ¡Tomen París!” Y yo agregaría: será inútil. Pero lejos está Allen de hacer un cine qualité, incluso más allá de esta demagogia inicial. Por el contrario, Medianoche en París es muchas cosas, pero no es qualité, ni solemne, ni grave, ni seria, ni importante. La película en todo caso es tan exagerada en sus citas, referencias y vínculos culturales que parece más un acto de sincero romanticismo nostálgico que un provocador desafío de competencia cultural. Y los films nostálgicos de Woody Allen nunca han sido demagógicos, sino que son verdaderas obras llenas de calidez y también afecto por los tiempos idos. Días de radio es el punto máximo de esa nostalgia, aunque también esté presente en otros relatos del director Asimismo, el corte fantástico de Medianoche en París la emparenta con La Rosa púrpura del Cairo, otra de las grandes películas nostálgicas de Allen”. Esa nostalgia tiene acá un tono particularmente agridulce, donde el personaje tiene un espíritu romántico que lo hace idealizar un tiempo pasado. Pero la gracia de la película no está en su mensaje transparente de declarar que todo tiempo pasado será idealizado, generación tras generación. Eso queda muy claro, se ve y es la forma en que Allen juega a dos puntas. Por un lado se declara enamorado de aquella época que el personaje idealiza (París de los años 20), pero a la vez sabe que todas las épocas sufren de la misma idealización. Con humor y sin solemnidad, pone a todos los grandes nombres de la cultura no sólo a ser simpáticas caricaturas de la imagen que de ellos tenemos, sino también a mostrarlos ridículos, enamoradizos, vulnerables, volátiles, humanos. Llenos de los defectos de cualquiera, van desfilando en las medianoches de París todos los héroes literarios, cinematográficos y plásticos que Allen tiene. El humor funciona siempre, pero más aun cuando los muestra impostados y delirantes. Las fantasías del protagonista lo sacan de un presente gris y son el material que el tendrá para entender su vida y seguir sus sueños personales. Inesperadamente parecida a Conocerás al hombre de tus sueños , Medianoche en París vuelve a traer al protagonista de un film de Allen a la postura de decidir sobre su propia vida, pateando el tablero y las convenciones. El se enamora de París, pero sobre todo retoma el rumbo de su vida. En esta historia que es una de las más inocentes, simples y placenteras películas de Woody Allen de los últimos años.
Una fábula mágica que reivindica al cine actual Siempre ante un nuevo film de Woody Allen las expectativas son muy grandes y acordes a la gran carrera del cineasta estadounidense. Quizás se lo cuestionó porque sus últimas películas, a pesar de ser muy correctas, no estaban a la altura de las mejores que había realizado; pero se puede decir que con Medianoche en París, su nueva obra, nos presenta uno de los trabajos más destacados de su carrera. Ya desde el comienzo se puede apreciar una maravillosa sucesión de planos que resaltan la bella París, como en su momento Allen había hecho con New York en Manhattan. Cada imagen es de una lucidez encantadora, que acompañadas por los ya inmortales acordes de jazz, manifiestan desde ese momento que se dará pie a una obra destacada. En Medianoche en París, Gil (Owen Wilson) y su prometida Inez (Rachel McAdams) deciden acompañar a los padres de ella a la ciudad parisina y disfrutar de un viaje antes de su boda. La cuestión es que él no se encuentra del todo feliz siendo guionista de Hollywood, sueña con terminar de escribir su novela y el sitio en el que se encuentra será el que lo inspire a realizar un cambio en su monótona vida. Es ahí que el film tendrá un quiebre mágico, cuando una medianoche perdido por la ciudad invitan a Gil a que se suba a un auto antiguo que lo llevará a la década de 1920, una época soñada para él, en dónde se relacionará con el círculo intelectual de los más destacados artistas del período. Medianoche en Paris tiene un giro nostálgico de una calidez sublime, algo similar a lo que Allen había mostrado con los tiempos dorados de los programas radiales en Días de Radio o con lo fascinante del cine en La Rosa Púrpura del Cairo y aquel homenaje a El Moderno Sherlock Holmes de Buster Keaton. En este nuevo film, esto sucede cuando el protagonista se transporta a un mundo paralelo, donde se codeará con los artistas que siempre admiró como los escritores Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, el pintor Pablo Picasso o el músico Cole Porter. La cuestión es que esa realidad fantástica que Gil comienza a frecuentar cada noche lo termina atrapando como no lo hace su vida habitual y más aun cuando conoce a Adriana (Marion Cotillard), una carismática joven que tiene un amorío con Picasso y que anteriormente había estado con el solemne artista plástico Amedeo Modigliani. El nuevo film de Woody cuenta con un guión majestuoso, la transición entre las distintas épocas en las que transcurre la narración es brillante; y los diálogos están a la altura de los mejores del director, sólo basta con observar una escena fenomenal en la que Gil se encuentra en un bar con un grupo surrealista integrado por Salvador Dalí (ilustres minutos interpretados por Adrien Brody), Man Ray y Luis Buñuel. Cada frase que emiten los personajes es de una comicidad brillante y sumamente ingeniosa, provocando que el hilo de la historia profundice en cada detalle. Medianoche en París es una película encantadora, tan bien narrada que su ritmo es avasallador, que junto a la bella fotografía de Darius Khondji provocan ese clima nostálgico acerca del pasado. Para Gil que vive el presente, su tiempo y lugar ideal es Paris de 1920, pero para Adriana que vive 90 años atrás será la misma ciudad en 1890 mientras transcurría la Belle Époque. El realizador neoyorquino destaca muy poéticamente el sentimiento por los períodos pasados y con hacer real el sueño de escaparle a los inconvenientes actuales para experimentar una existencia diferente. Allen demuestra que está en su mejor estado creativo, Medianoche en París es su más destacada comedia desde Los Secretos de Harry en 1997; en tanto que respecto al panorama del cine actual, no alcanzarían los calificativos para decir que no solo es la mejor película del año, sino el más lúcido film de la joven década.
À bout de souffle. Owen Wilson encarna a un mediocre guionista de Hollywood que busca en París la inspiración para terminar su primera novela. Se hospeda en un fastuoso hotel con su insoportable novia millonaria y con sus suegros, infames miembros del Tea Party. En los primeros minutos de película, entre la exagerada acumulación de planos de la capital francesa que sólo existen para los turistas ricos y la pintura chirriante de la vanidad de estos privilegiados, se instala un ambiente incómodo. Una noche, el protagonista deambula medio borracho y amargado por una callecita empedrada, cuando de repente aparece un auto de los años veinte que lo lleva al pasado para encontrarse con los escritores, artistas y figuras intelectuales que admira. La experiencia se repite cada noche pero, una vez evaporado el encanto del primer aliento, el viaje en el tiempo se vuelve insulso y el juego de las diferencias entre la copia y el original no alcanza para cubrir la vacuidad del planteo. La película oscila entre los fantasmas del protagonista en los años locos y una visión de París de tarjeta postal. Durante el día, Carla Bruni guía a los protagonistas por un city tour donde el conservadurismo facho de los republicanos y la ironía blandengue de nuestro héroe demócrata examinan la ciudad-museo como si fuese una Disneylandia de lujo. Por las noches, el aspirante a escritor se embarca hacia el París de los años veinte junto a Hemingway, Picasso y Dalí, en busca de la llama, el deseo y la carne que no posee en el presente. Pero pronto termina extraviado en un museo de cera donde todo suena falso. Owen Wilson gesticula su asombro cuando los personajes del pasado intercambian citas populares de enciclopedia. Mientras que las escenas de histeria con su ingrata compañera en el presente poseen diálogos que parecen escritos por un asistente. Luego de una hora y media de idas y vueltas temporales e imitaciones más o menos grotescas (la peor es la caricatura de Dalí a cargo de Adrien Brody), el director nos entrega una moraleja perezosa, convencional e hipócrita, según la cual hay que aprovechar el presente aunque nos parezca peor que el fantasma del pasado. Woody Allen se pierde en un boceto que se asemeja a una caricatura de su propio cine. La película termina con la triste impresión que otro recorrido parisino hubiese sido posible: sobre el delicado rostro Léa Seydoux, una actriz secundaria que ilumina cada una de sus escenas, se vislumbra que Woody Allen aún puede sublimar a las chicas bellas con su cámara.
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Medianoche en París, o Woody Allen, el incensante hacedor Comedia romántica en la que Allen rinde tributo a la Ciudad Luz desde dos aristas: la romántica y postal y la maravillosa germinadora de vanguardias y bohemias Luego de haber filmado en Europa películas que merecieron diversa suerte con la crítica, Allen regresa para rendir tributo a París desde dos miradas, por un lado la infinita gama de postales y vistas que todos conocemos, hayamos estado allí o no y para viajar en una maravillosa máquina del tiempo que lo lleva a lo mejor de una época poblada de sujetos de su admiración. Gil, Owen Wilson, llega a París junto a Inez, su novia interpretada por Rachel McAdams, la idea es acompañar a los padres de ella en un viaje de negocios. Gil duda muchísimo sobre su obra literaria y su suegro, un republicano recalcitrante, no contribuye en nada a subir su autoestima. El film comienza con esas fabulosas imágenes de la ciudad que a pesar de su uso y abuso no han perdido la magia. París es la ciudad romántica en el imaginario universal y la película se encaminará hacia una comedia de ese género. Su novia no toma demasiado en serio la necesidad de Gil de escribir o terminar su trabajo atascado, tampoco se plantea demasiado el funcionamiento de la relación ni la pasión o su ausencia y se muestra como alguien dispuesta a condescender con tal de tener un matrimonio armoniosamente norteamericano. Pero para Gil, esto es poco o nada. De modo que, a la inversa que en el cuento de la Cenicienta, la calabaza pesada que transporta a Gil durante los días, se convertirá en carroza cuando al largarse, atribulado, a pasear a medianoche por la ciudad, encuentre un viejo Peugeot que lo llevará a un viaje en el tiempo. Un viaje que se repetirá y que es de esos que todos querríamos hacer para encontrarnos con personajes que, latentes en la formación y la poética cinematográfica de Allen, han influido de manera notable no sólo en su formación sino en su modo de hacer y leer el cine. Instalado en la década del 20’, se encontrará con Cole Porter que ha llenado de música sus films y aquí es más que notas y armonías, con Picasso, con Scott y Zelda Fitzgerarld, con un brillante Salvador Dalí, encarndo por Adrien Brody y con Gertrude Stein a cargo de una notable Kathy Bates, entre otros. El lujo del viaje a esa época bella, la reflexión sobre la escritura y todos los movimientos artísticos de vanguardia de París son indicios para que el espectador, con ciertas competencias, disfrute al máximo no sólo de la representación de esos popes sino además de una mirada, una más posible, que aquí parece ser la que el propio Allen tiene sobre ellos. De nuevo, la figura del alter ego que todos los seguidores de Allen conocemos aparece en Owen Wilson, con una lograda inflexión hacia a la inseguridad, un alto nivel de conflicto existencial y todo aquello que conocemos del Woody que hacía los papeles hasta hace unos años. Lo cierto es que todos estos personajes, incluida Adriana, una amante que Pablo Picasso supo tener y que elabora muy bien Marion Cotillard, reconfiguran el estar en el mundo de Gil, a quien nadie le cree sus viajes nocturnos al pasado y cuando su novia comienza coquetear con Paul, en la piel de Michael Sheen, un insoportable y soberbio británico que también está en tránsito en París dictando conferencias, el redireccionamiento de su vida será otro porque el cambio ya está en marcha. Por un lado la bella ciudad de los Campos Elíseos y Versalles y por otro, subterránea y fantasmal, la París profunda e intelectual a la que todos querríamos arribar para presenciar en qué clima de novedad del Siglo XX se gestó la Nouvelle Vague. Estas reflexiones le dan pié al director para dejar atrás el chiste y apelar al sarcasmo e ironía que su mirada posa sobre cierto esteticismo de elite y sobre la grandeza por qué no, de los intelectuales que tanto ha frecuentado. No hay gag, sino un humor construído sutilmente. El contraste entre el día y la noche son notables. El día trae consigo la luz y hace relucir aquello de lo que el protagonista desearía huir para siempre. La noche con sus fantasmas corporeizados es una fiesta de un tempus fugit que se mira con nostalgia pero que acarrea una esperanza final hacia el futuro. Romántica por el enmarque geográfico y la trama, cínica por cómo Gil evoluciona en sus epifanías nocturnas, Medianoche en París, es otro trozo de arte que Allen nos regala desde hace ya… ¿Pero qué placer sería encontrarse con Man Ray o Buñuel y hacerle una preguntas no?
Anexo de crítica: Para quienes hayan seguido su obra no es nada novedoso el recurso del homenaje en el director Neoyorkino en películas como La rosa purpura del Cairo, en la cual también un elemento fantástico actúa como puente para fusionar dos mundos antitéticos, por no citar claro está a su obra maestra Manhattan. Claro que Manhattan no es París en un doble sentido: como película y como espacio cinematográfico en sí mismo y además Woody Allen tampoco es el mismo de aquellos años dorados. Sin menospreciar este nuevo intento que es justo decir apuesta al romanticismo y a la nostalgia desde el minuto cero, despojado de toda la impronta nihilista y psicoanalítica del siempre presente universo Allen, Medianoche en París es un sentido y honesto folletín que realza las postales de la ciudad luz como sólo el director puede hacerlo, aunque el desfile de personajes reconocibles a la larga se vuelve caricaturesco y poco interesante teniendo en cuenta las personalidades y la época retratada, donde la reconstrucción de cada detalle merece toda nuestra atención. Por ese motivo y en sintonía con la experiencia del protagonista, quien escribe prefiere el pasado del director de Crímenes y pecados y no tanto su presente, aunque eso implique obstinarse en volverlo a soñar...
El pequeño gran hombre de Manhattan está de nuevo entre nosotros pero desde París, su segundo hogar, la ciudad en la que su cine es más protagonista que en ningún otro lado, incluso más que en New York. Y Allen aquí no solo aprovecha la ocasión para trabajar como secretario de turismo ad honorem de la ciudad luz (la intro del film se compone de un par de minutos de imágenes de la ciudad, sin más hilación que el paso de las horas de la mañana a la noche). Sin embargo, el bueno de Woody, pese al desgaste que viene presentando su filmografía, nos presenta una trama interesante desde su planteo. Gil (Owen Wilson) es un guionista de Hollywood devenido en escritor, enamorado de París y su encanto bohemio, pero que a punto de casarse comienza a sufrir demasiados contrastes con su novia. Hasta aquí nada demasiado alejado del universo Allen. Pero, una noche, tras las campanadas de las doce, un carruaje recoge a nuestro antihéroe y lo traslada a la década de 1920, en medio de un agujero temporal en el que se relaciona con nombrecitos como Pablo Picasso, Salvador Dalí, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y, sobre todo, una de sus enamoradas, Adriana (Marion Cotillard), que parece logra desestabilizar al rubio. El film se apoya en la idea del viaje en el tiempo, pero sobre todo en aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, o al menos en la posibilidad de refutar semejante concepto. El Gil de Wilson (con perdón) enfrenta así algo similar al ascensor que transitó otro de los personajes de Woody, aquel de Deconstructing Harry. Con el marco de una ciudad siempre apta para la postal turística y un trabajo de reconstrucción de época loable, la labor de Owen Wilson es formidable, demostrando el gran actor de comedia que es, en este caso no solo como el escriba en busca de su isla de Utopía, sino como el inevitable alter ego del director (saco un talle más grande incluído). Del resto del cast se destaca, como era de esperar, Cotillard, exquisita, además de la breve aparición de Adrien Brody en la piel de Dalí. El resto acompaña con dignidad, sin mayores luces pero con lo justo, bajo la batuta atenta de un autor que no parece querer ceder ante la disciplina autoimpuesta de un film por año. En este caso, y después de la muy floja Conocerás al hombre de tus sueños, la partida volvió a salirle bien.
La vida está en otra parte En una entrevista reciente con Kent Jones, Allen dice: “Tengo un sentimiento recurrente e insistente de que la realidad en la que estamos atrapados es, en verdad, si la diseccionamos, una pesadilla”. Su declaración sintetiza Medianoche en París y una preocupación filosófica que recorre toda su obra: el cosmos es un fenómeno sin sentido, y la existencia de los hombres no constituye una excepción metafísica. ¿Cómo defenderse o vivir con esa clarividencia? Los planos iniciales sobre distintos lugares de la ciudad de París son cinematográficamente elegantes. Quizás Allen recordó una conversación que tuvo con Jean Luc Godard acerca de cómo filmar la arquitectura de una metrópolis sin ceder a la estética televisiva. Suena un tema de Sidney Bechet: el espacio remite al presente, la música al pasado, lo que anuncia una intersección futura en el relato. Gil Pender (Owen Wilson) es un escritor frustrado que trabaja como guionista en Hollywood. Junto con su prometida viaja a París, lugar que estima ideal para escribir en serio. Es evidente que se quieren, aunque sus agendas inconscientes son ostensiblemente disímiles, algo que la familia de la novia entiende muy bien. Entre paseos y encuentros familiares, después de una cena, Gil se perderá caminando hasta llegar a la calle Montagne St. Geneviève, donde el conductor de un auto antiguo lo invitará a subir. Será un puente mágico al pasado, a la década de los años locos de 1920, un viaje que Gil emprenderá todas las noches. Allí conocerá a Scott Fitzgerald y a Hemingway, inspirará a Buñuel la trama de El ángel exterminador, discutirá con Dalí y Man Ray acerca del surrealismo, y hasta tendrá un affaire con una amante de Picasso. Gertrud Stein, por otra parte, le hará una crítica a su novela. Al igual que en La rosa púrpura de El Cairo, ese circuito temporal y espacial no será explicado. En un pasaje lúcido, un personaje del ’20 y Gil se toparán con Lautrec en el pináculo de la Belle Epoque. Esa escena constituye el centro de gravedad filosófico: la idealización del pasado es una falsa opción, que ni siquiera funciona como consuelo. El pasado mítico es un obstáculo, un impedimento, un deseo negativo. Finalmente, entre sus periplos al pasado, Gil tomará una decisión sobre su futuro. Quizá porque la mayoría de los personajes son especímenes grandiosos de la literatura y la pintura, y todos ellos tratan a Wilson, el álter ego de Allen, como a un igual, la película carece del típico desprecio de Allen por sus criaturas, que siempre son menos inteligentes que su titiritero detrás de cámara y, por obsecuencia y consecuencia, también menos sagaces que su público. Wilson, además, le impone un tono ligeramente naif a su personaje. Es evidente que Allen ha trabajado conscientemente sobre la inocencia del personaje, pero el modo como Wilson interpreta a un imaginario Allen rejuvenecido trastroca la amargura cínica del cineasta en una ligereza que hasta puede confundirse con sabiduría prematura. La mejor película de Allen en años insiste en una sola cosa: las cosas funcionan sólo por deseo.
Woody Allen habla en esta película de un pasado mítico que se construyó durante todo el siglo pasado con la capital francesa como referencia y epicentro del arte y la vanguardia. Allen revive en su película los personajes canónicos de la literatura, la pintura, la fotografía y el cine del siglo XX, en una París de entreguerras donde los estadounidenses fueron legión. Así aparecen Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, Man Ray, Cole Porter, T.S.Elliot, Josephine Baker, Djuna Barnes y Gertrude Stein. Allen construye en este caso la búsqueda de la felicidad en estado puro para luego deconstruirla. A mitad de camino, el director comienza a dudar del camino que hace emprender a su alter ego, Gil, a cargo de Owen Wilson. El intérprete sobresale con un personaje con destellos de tristeza de su propia inspiración, con lo cual afortunadamente consigue desbordar la matriz alleniana de su personaje. El director se deleita fotografiando los paisajes mas sugestivos de París con un guión que se concentra en lo esencial de su personaje. Y hace viajar en el tiempo a ese hombre, un exitoso guionista de Hollywood que sueña con ser un gran escritor. Gil en apariencia lo tiene todo, pero intuye que no tiene nada. Y decide comprobarlo cuando se le da la posibilidad de viajar en el tiempo y sumarse a esa fiesta continua que Hemingway supo describir durante los años 20 en París.
Es un poco más que increíble, pero este es el tercer film de Woody Allen que se estrena en lo que va del año en el país (y dado que las anteriores “Concerás al hombre de tus sueños” y “Que la cosa funcione” aún dan vueltas por el interior y algunas salas, se dará la situación inédita de tres Allen en cartel). A las dos anteriores les fue bien: tuvieron el público que se esperaba y parecen haber redorado los blasones comerciales del realizador. Es posible que el protagónico del gran Owen Wilson logre que, como en los EE.UU, sea además el mejor de sus films en la taquilla. No se pida originalidad: aquí Wilson –el clon de Allen de turno– es un guionista que una vez quiso ser escritor. Está en París con su novia, un poco invitado por sus suegros (que lo desprecian). Una noche –y varias–, la magia lo lleva a un París arquetípico y artístico, lleno de nombres famosos, con los que comienza a alternar. Es claro que el film juega alrededor de la domesticación del arte (estaba en “Conocerás...”, Wilson es la versión amable del personaje de Josh Brolin) y del amor, y que Allen disfruta de hacer chistes sobre los lugares comunes de la cultura. También, que el cine es casi una excusa para el largo monólogo (a veces divertido, a veces patético; a veces amable, a veces cruel) que es su obra. Eso sí, es un film simpático e incluso agradable, como si la geografía se impusiera a cierta misantropía propia del director.
Oh La La!! es lo que el espectador suspira al ver las primeras imágenes del último film romántico – surrealista de Woody Allen, ya que es notoria la fascinación de este con la ciudad de París: las tomas no son solo de los sitios turísticos que nunca fallan, sino también de sus calles, sus entradas, sus veredas y la belleza que se desprende de ver la Ciudad Luz bajo la lluvia. El encanto parisino traspasa la pantalla y se instala en la sala. La historia sitúa a Gill (Owen Wilson) y a Inéz (Rachel MacAdams) en su último viaje de solteros, acompañados por los padres de ella que gozan de una buena posición económica. En un almuerzo se topan con una pareja de conocidos; él es un turista afectado, un libro andante, todo lo sabe y de todo da una opinión que pareciera universal.... su mujer lo acompaña festejando sus monólogos. La pareja insiste en pasar tiempo con ellos durante la estadía. Inéz representa a la turista que va de compras a París como si se tratase de un gran anticuario de extrañezas, visita algunos puntos típicos en compañía de la pareja -con quienes se siente cómoda e ilustrada, por decirlo de alguna manera- desacredita frente a ellos a Gill en cuanta oportunidad se le presenta y da por sentado un futuro junto a él casi sin análisis previo o algún tipo de reflexión. Gill, en cambio, está en esa etapa en la que fantasea con quedarse a vivir allí y establecerse como novelista; piensa que la ciudad se entiende con él y que es allí donde la inspiración correrá por sus venas. Enamorado del adoquín que pisa, presto a repensar su actual relación y un poco quién es y qué quiere hacer de ahora en más. Es difícil aceptar que Owen Wilson sea el protagonista de esta historia, más que nada porque se lo suele asociar a otro tipo de films, como Zoolander, Noche en el Museo o Marley y Yo, entre otras; rescatando excepciones como Los Excéntricos Tenenbaum, el actor y guionista se amolda a la dirección del film, y el espectador no puede imaginar a otro en su lugar. ¿Quién a media noche en Paris sube a un auto de época y viaja en el tiempo (en un film dirigido por Woody Allen)? Él, aunque cueste creerlo: se encuentra en la noche parisina de los años veinte con varias de las figuras que admira e idolatra, caminando por la ciudad: Zelda Fitzgerald, Gertrude Stein, Ernest Hemingway. En medio de esto conoce a una especie de Kiki de Montparnasse, musa inspiradora de Picasso y otros vanguardistas de la época, pero más acotada. Noche a noche la cita se da en esta dimensión idealizada por él, aburrida para ella. Y es por eso que cuando se agota el recurso, la segunda vuelta de turca es la belle époque, con Toulouse-Lautrec y Degas, y con repetición de la fórmula inicial: durante parte de estas idas y vueltas Will entiende que algo debe cambiar. Aunque con un final un tanto precipitado, ya que todo se da de una manera demasiado redonda, el ritmo no se ve alterado por estos “viajes al pasado” y la historia no tiene inconvenientes ni momentos incoherentes, todo encaja perfectamente y los protagonistas se dejan llevar. El film es divertido y original, de mirada efectiva y sensación agradable: Woody Allen sale airoso de una cinta dedicada a los enamorados de un periodo, apasionados por la historia del arte y melancólicos (como siempre).
Dulce y Melancólico. Esa máquina de crear que es el director neoyorquino, que puede estrenar una película por año regularmente hace más de 30 –pese a que en la argentina ya suman tres en 2011 dado la demora en estrenarlas– ha logrado uno de sus films más frescos y posiblemente más queridos de los últimos años. “Todos dicen te quiero” fue una película con ribetes musicales de 1996 que Woody filmó y protagonizó en Paris, donde enamoraba a nada menos que Julia Roberts (si, no hay que olvidar, que todo puede ocurrir en las películas). Años después y sin musical de por medio la acción transcurre también en Paris. Todo lo mejor que la Ciudad Luz tiene para ofrecer y significa en la historia de la cultura (y por que no, también del cine) parece reunirse en “Medianoche en Paris”. Decenas de tomas sobre los íconos de la ciudad abren la película: Allen logra ponerse en el bolsillo a los espectadores. Gil (Owen Wilson) e Inez (Rachel McAdams) son una pareja de Beverly Hills que viaja a Europa junto a los padres de ella (unos republicanos recalcitrantes) para realizar algunas compras para su futuro casamiento. Gil quiere ser algo más que un guionista exitoso de Hollywood, desea escribir una muy buena novela. No sólo debe luchar contra sus propios límites si no también contra la falta de apoyo de Inez. Gil es, como todos los personajes de Woody: neurótico, automedicado, inseguro pero también –como su creador– talentoso. Owen Wilson logra estar a la altura de los alter-egos del director. Cuando Gil se pierde por las calles de París en una noche de copas, sucede un inesperado suceso: al tocar las doce la ciudad vuelve al glamour de los años 20 y lo transporta a ese mundo de bohemia y ebullición cultural, donde compartirá noches de conversación, tragos y bailes con: Cole Porter, Scott y Zelda Fitzgerald, T.S. Eliot, Jean Cocteau, Ernest Hemingway, Pablo Picasso, junto a Salvador Dalí, Luis Buñuel y Man Ray, entre muchos otros. También se deslumbrará por alguna mujer que participa de esos ambientes. Y hasta logrará que su novela sea leída por la mismísima Gerturde Stein (Kathy Bates en un papel encantador). Con el correr de las noches, sus ausencias van sorprendiendo a Inez y su familia. Así el pasado y el presente junto a sus consecuencias se van mezclando en la trama. Woody a sus 75 años, dice presente una vez más, con una visión mucho más optimista que su anterior “Conocerás al Hombre de tus Sueños” sorprendiendo a los incondicionales como así también a los que le han recomendado algún año sabático (incansable, ya está filmando en Roma con Roberto Benigni) Una idea repetida en el cine de Woody, siempre se anhela lo que no se tiene. Los de la Belle Epoque desean vivir en el Renacimiento y los bohemios de los años 20 en la Belle Epoque. Mientras, en una sala de cine, durante 100 minutos, un pequeño (solo en tamaño) director logra conmover una vez más a miles de espectadores, que observan como una lluvia parisina puede resultar tan romántica como sorprendente. No es poco.
Un americano en Paris Ya la primera secuencia del film nos instala en el devenir de toda la historia, en tanto y en cuanto aparece como un pasatiempo superficial pero que en realidad esconde en forma subyacente ideas, pensamientos profundos, en relación con el deber ser. Al igual que con su “El sueño de Cassandra” (2007) que tenia varias posibilidades de lectura. Sobre todo por la justificación del titulo que aparecía a simple vista como el nombre del barco comprado por los protagonistas pero, atravesada por una especie de thriller, dejando al espectador que supiera de la historia de la adivina griega e hiciera su propia lectura, claro que sin llegar a la casi perfección que había logrado con “Match Point” (2005), posiblemente, en realidad es casi opinión unánime, la mejor realización del genio neoyorquino en su periplo europeo. El film abre con toda una gama de imágenes muy del orden de la mirada de un turista sobre la “Ciudad Luz” pero que, si se la piensa detenidamente, nos damos cuenta que el gran Woody Allen no se queda sólo en el hecho voyeurista, no sólo manifiesta su amor por la ciudad, sino que se podría inferir como “Un Largo Viaje de un Día Hacia la Noche” (perdón Eugene), más específicamente la medianoche de Paris, que da nombre al producto. Pasando por una mañana soleada, una tarde lluviosa, un atardecer romántico y la medianoche iluminada a pleno, casi postales, pero que no es sólo eso. La definición de “Ciudad Luz” hace referencia a que fue la primera en haber iluminado artificialmente los espacios públicos. Pero también se debe a que siempre fue un referente cultural de Occidente, el centro de todo emprendimiento de nuevas corrientes estéticas, y para cualquiera que se preciará de artista, escritor, plástico, poeta o cineasta en el siglo XX era como estar en el paraíso. En ese medio ambiente nos presenta a una pareja estadounidense de novios a punto de casarse conformada por Inés (Rachel Mc Adams) y Giil (Owen Wilson), éste que pasa a ser un muy buen alter ego (desde la actuación) de Woody, claro que con cuarenta años menos. Ellos están ahí supuestamente acompañando a los padres de ella, que arribaron con el propósito de concretar un negocio, pero Giil, que no es aceptado por sus suegros, esconde algo más, vivencias que se precipitan como de vidas pasadas en esa ciudad, cuando su aspiración era ser un escritor serio, quedo amarrado como un guionista para las producciones comerciales de Hollywood. Ahora, intentando retomar el camino trazado por sus sueños, esta dedicado a escribir su primera novela, que, vaya casualidad, tiene como protagonista a alguien que vive del pasado vendiendo objetos del pasado, pero pasado al fin. En esta estadía cambiaran muchas cosas. Una noche, luego de haber ingerido más vino que el recomendable, sin llegar a un estado de embriaguez, luego de caminar por las calles de la ciudad, se detiene en la curva de una de las arterias sentándose en un banco. El silencio es cortado por las campanadas de medianoche desde alguna iglesia lejana. De un vehículo antiguo que transita por el lugar es invitado a incorporarse al grupo de personas, que lucen elegante vestuario, con destino a una reunión de bohemios. Gil se incorpora a ellos y es transportado a otra época, a la que tanto ama (al igual que el director, por supuesto), los años 20 a pleno en Paris. Allí se encontrará con todos sus referentes culturales, desde Ernest Hemingway, Cole Porter, Scott Fitzgerald, Salvador Dali (magnifica composición de Adrien Brody, o la escritora yankee Gertrude Stein (otra gran performance de Kathy Bates). Pero la que cambiara su vida será el encuentro con Adriana (la genial y bellísima Marion Cotillard), ella es en ese momento la musa inspiradora, también amante, de Pablo Picasso. Este viaje fantástico al pasado es donde se produce el quiebre del filme, en casi todos los aspectos, principalmente desde lo estético, como una clara diferenciación entre uno y otro tiempo, el pasado que se idealiza y el presente que se torna insoportable. Con una gran reconstrucción de época, con tonos calidos, muy buen diseño de vestuario, vemos a Gil estar como no creyese lo que vive, en pleno éxtasis. Por las mañanas el presente se lo muestra distante, competitivo, sin sueños y menos futuro, debe lidiar contra la chatura intelectual de los padres de su novia y contra la impostura de ella. Siempre conservando, más allá de las diferencias temporales, una línea argumental sostenida por un guión de muy buena factura, apuntalado por diálogos que aparecen sencillos, coloquiales, pero que en el fondo esconden desde pensamientos claros y profundos hasta el acervo cultural de Allen, in cluso se da el lujo de hacer humor construyendo grandes homenajes. Posiblemente, tal como ocurría en la mencionada anteriormente “El sueño de Cassandra”, aquellos que no estén familiarizado con la cantidad de personajes que circulan por el relato se perderán posiblemente los guiños del guión (parece un juego de palabras, no?) pero tendrá otra lectura tan valida y placentera como los otros. Woody Allen había manifestado hace poco tiempo que envejecer no tiene nada de bueno, se presentaba como muy alejado de ser nostálgico, y si bien durante toda la proyección uno puede tener la sensación que todo esta trabajado desde el lugar contrario, sostenido por la frase “Todo Tiempo Pasado fue mejor”, el cierre muy del orden de cortesía a Chaplin, es más que esperanzador, tanto para este presente como para el futuro no sólo del personaje. (*) “Un americano en Paris” (1951), de Vincent Minelli.
ENCANTADOR TRIBUTO AL ARTE, EN UNA CIUDAD MÁGICA Medianoche en París gira en torno al gran amor de un hombre por la capital francesa, y alrededor de la ilusión de creer que la vida de los otros es mejor que la propia. En este caso, el anhelo del protagonista pasa por vivir en otra época, en los años 1920s. Gil, un guionista (Owen Wilson) e Inez, su novia (Rachel McAdams) llegan a París aprovechando un viaje de negocios del padre de ella. El estar en ese bello lugar, hace que en Gil renazcan antiguas ambiciones literarias. Y ese enorme deseo permite que su ser (¿su mente, su cuerpo, ambos?) viaje en el tiempo y se tope con gigantescas figuras del arte y la cultura de hace 100 años y más, logrando toparse con la escritora Gertrude Stein (Kathy Bates) y el pintor Salvador Dalí (simpático Adrien Brody), además de con Scott y Zelda Fitzgerald, Hemingway, Picasso, Man Ray, Modigliani, Toulouse-Lautrec, Degas y Buñuel, entre otros. Woody Allen recurre una vez más a la nostalgia, al deseo de volver al pasado, a cierto inconformismo por la vida que tenemos, pero siempre con un tono entre burlón, gracioso y melancólico.Wilson cumple a la perfección con el rol que otrora se hubiese otorgadoAllen para sí mismo hace 25 o 30 años atrás. Está todo el tiempo en pantalla, participando de todas las escenas del filme, y lleva ese protagonismo con hidalguía, y permitiéndose un rol sin los excesos a los que nos puede haber acostumbrado en gran parte de su filmografía. Es uno de los actores contemporáneos más exitosos, masivamente conocido como comediante, que navega, algunas veces, a dos aguas entre el cine industrial y el independiente. Marion Cotillard, como Adriana, la musa inspiradora de Picasso, exuda belleza y refinamiento, sensualidad, delicadeza y elegancia en cada uno de sus momentos compartidos con el protagonista. No así Carla Bruni, la actual primera dama de Francia, que en el papel de una guía de turismo sólo cumple con decir un texto sin que resulte atrayente o exclusiva su breve participación. Las locaciones incluyen algunos de los lugares más conocidos y apreciados de París, como la librería Shakespeare & Co, el Salón de los Espejos de Versalles, los jardines de Monet en Giverny, el Museo de L’Orangerie, el Museo Rodin, el Mercado de Pulgas Paul Bert, la Rue Montagne, Notre Dame, la Plaza Dauphin, Maxim’s, el Puente Alejandro III, entre varias locaciones originales, bellamente retratadas por la apuesta fotográfica de Dairus Khondji. La mayoría de sus soberbias imágenes buscan el color, y hasta el aroma y el gusto de sus bellos lugares, mientras el oído se embelesa con melodías de Cole Porter. Midnight in Paris es una carta de amor de Woody Allen a la Ciudad Luz, a la cual él equipara a su bienamada Nueva York. Y también es un filme para aquéllos amantes de la cultura (léase pintura, música, literatura, cine, escultura, etc.), dada la importante presencia de referentes de todas esas ramas del arte. Con una idea excelente y una historia muy bien intencionada (esto es lo que le vale un punto extra en esta crítica), Allen vuelve a salir airoso y regala un cuento de fantasía en una de las ciudades mágicas europeas.
Una vez por año, el inmenso Woody Allen nos regala una aventura de fuerte arraigo urbano. Esta vez, siguiendo con sus afinidades citadinas, retrata como ninguno a la ciudad de París. Hay algo especial a la hora de la medianoche, en aquel instante arbitrariamente señalado para determinar el fin de un día y el comienzo de otro; en ese detalle sobradamente indescriptible que contiene tanto mística como magia. Tal vez por ello, Medianoche en París, flamante película de Woody Allen, siga a un joven escritor, Gil (Owen Wilson), y a su novia, Inez (Rachel Mc Adams), en una visita a la bellísima capital francesa, cuyo contexto horario sea el ligado al advenimiento de criaturas sobrenaturales: el apogeo de la oscuridad. Allí, el protagonista viajará todas las noches años atrás en el tiempo para obtener asesoramiento y la amistad de los genios literarios de la época. Esta muestra cinematográfica de Allen, cada vez más cerca de su propia redefinición como artista, sigue en su inagotable factoría del continuum, ofreciéndole al mundo la notable producción de una película por año. Después de Vicky Cristina Barcelona, los colores de este filme están ligados en forma directa con los efectivamente utilizados en territorio catalán. Esa paleta de color beige y marrón logra una belleza en su interpretación de una París notable, prosiguiendo, además, con su trip internacional luego de, también, la Londres retratada con Match Point o la mencionada Barcelona de Scarlett Johansson, Penélope Cruz y Javier Bardem. A su modo, el de Medianoche en París es el guión más original que ha escrito desde entonces. Se ve, por momentos, y ahí radica la dialéctica de su obra, como uno de sus cuentos clásicos –mezcla de las The funny ones, caso La Mirada de los Otros, Ladrones de Medio Pelo o, mismo, el episodio de Historia de Nueva York, Oedipus Wreck, con el exquisitismo estético de las últimas-, sostenido en esa falta de lógica formal que lo caracteriza, llena de enrosques absurdos y chistes afines. Las actuaciones, en su mayoría, son correctas, sin embargo hay alguien que sobresale notoriamente, y ese es Adrien Brody, en su magnífico papel como Salvador Dalí. Por su parte, Owen Wilson cumple pero intenta, aquí, parecerse demasiado y actuar como el mismísimo Woody Allen. Como punto alto, vale mencionar que las imitaciones de todas las grandes figuras históricas –Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Henri Matisse, entre muchos otros- se ven exactamente igual que en la vida real. Esta es una película que, de seguro, no defraudará a cualquier espectador o aficionado al gran Allen. Es cierto que no se aproxima explícitamente hacia alguno de sus largometrajes en particular, pero está, sí, un paso adelante de, por ejemplo, El sueño de Cassandra, Conocerás al hombre de tus sueños e incluso a Scoop y a la muy recomendable, hace poco estrenada en territorio argentino, con el protagónico de otra bestia del stand-up comedy: Larry David, Que la cosa funcione. Sin embargo, si el deseo es el de disfrutar al Woody Allen crítico del psicoanálisis y la psiquiatría, al superador nato de Ingmar Bergman, al destructor de ciertas muecas sociológicas, habrá que recurrir a Annie Hall, Hannah y sus hermanas, Crímenes y Pecados, etc. Desde el exuberante montaje de las escenas de apertura se destaca una Francia intensamente pintoresca, funcionando como una suerte de carta de amor a la Ciudad de las Luces. Medianoche en París es, entonces, una comedia romántica de marcados tintes surrealistas con ingeniosos gags cómicos, determinando, en consecuencia, una historia creativa con una hermosa imagen de la urbe. La pregunta que surge, después de contrastar a su creador con el resto de sus contemporáneos, y es que siempre hacen falta popes para marcar el pulso de las cosas, es si quedan cómicos geniales en el cine actual. Pues, quizá, resulte que Woody Allen sea el último. En efecto, hay que disfrutarlo bajo cualquier circunstancia, hasta que por fin acabe de una vez por todas con la cultura, terminando, con ello, inclusive, con uno de sus máximos creadores y desconstructores: él mismo. Y es que, por más descabellado que aparente, Woody puede hacer y deshacer lo que quiera en París, Nueva York, Barcelona, Londres o Buenos Aires, porque lo sabe absolutamente todo, a la misma altura que las figuras míticas que recupera y hace alusión en Medianoche en París.
Ciudades Medianoche en París (2011) es la tercera película de Woody Allen que se estrena este año en los cines argentinos, luego de la catastrófica Conocerás al hombre de tus sueños (2010) y la mucho mejor Que la cosa funcione (2009). Felicitaciones a la distribuidora Diamond Films por estrenar Medianoche en París apenas un mes después del lanzamiento mundial de la película en Cannes. Ahora, pasemos a hablar sobre el nuevo Allen, es decir, sobre el amor a las ciudades. Cuando uno entra a los cada vez más dominantes cines de las cadenas multipantalla, los chicos que cortan los boletos de papel cada vez más finito dicen: “que disfrute la película” para todos, así uno vaya a ver Saló o los 120 días de Sodoma. Con Medianoche en París, sin embargo, se aplica correctamente el verbo disfrutar. La flamante película de Woody Allen es para disfrutar. Claro, no todos disfrutarán en el mismo grado. Los más aptos para este disfrute serán aquellos que suelen enamorarse de ciudades. Uno se enamora de ciudades cuando una combinación de cosas entre las que uno se mueve, se desplaza, pasea, compra, mira, genera una amalgama irresistible. Como decía Jean Cocteau, la poesía puede estar en el modo de vestir, en la forma de caminar, la forma de hablar, en las relaciones entre las cosas, en una esquina (y una esquina es punto de combinación de dos cuadras). Las ciudades tienen todas las posibilidades para enamorar, y también de perder el encantamiento. Hay ciudades con más éxito que otras, pero todas tienen chances de enamorar. Algunos ejemplos de combinaciones para enamorar, a título personal: Mondoñedo. Un pueblo de Galicia con una catedral más grande que el mismo pueblo, en combinación con la lluvia, las calles de piedra, el frente de una casa tremendamente angosta, una fuente medieval, la lluvia, el frío, un altillo en un bar hotel, y un honesto vino que no se destacaba por su calidad pero sí por su entereza. Chicago: el tren en altura y el centro por debajo, con reminiscencias de Calles de fuego de Walter Hill y centenares de películas, la disquería soñada (Reckless Records), la deep dish pizza, la mejor arquitectura imaginable, el río y el Old Town. Es bastante llamativo que Buenos Aires, ciudad sin grandes bellezas naturales ni especial tendencia monumental, aún después de muchos años, pueda seguir enamorando, pero el helado recién hecho de Cadore de Corrientes y Rodríguez Peña, más unas porciones de muzzarella de Banchero en la misma calle-Avenida en la intersección con Talcahuano, más “Todo ayer” de Rodolfo Mederos en la versión de Generación cero, todavía logran el encanto. En fin, en Medianoche en París Allen le declara su amor a la ciudad que más enamora: París, que lanza esas encantadoras combinaciones al que llega por primera vez y al que vuelve, y al que vive allí, como si le sobraran. Una hermosa esquina se combina con el olor del pan y ya está, y hay tanto más que sería hasta obsceno citarlo. Woody Allen lo intenta en el prólogo de la película, con planos de la ciudad. Sí, son demasiados, pero la reiteración es la falla central de la película: así también serán demasiados los personajes de los años veinte del siglo veinte, ese pasado al que se accede por otra de las magias de este París alleniano. Más allá de esos excesos, Medianoche en París cuenta con el protagónico del extraordinario Owen Wilson, quien a diferencia de casi todos los protagonistas de las películas de Allen que no protagoniza Woody, no lo imita. La personalidad, la presencia y la fotogenia de Wilson enamoran a la cámara velozmente, y Wilson –confiado– hace la suya: mirada decidida, convincente amor por la ciudad, ganas de pasear, una nariz digna de figurar en un museo de belleza no convencional. Wilson es gran parte de la película, París es otra (mencionemos solamente a la chica local con los viejos discos, una combinatoria irresistible, y todavía no llueve). Allen agrega algunos chistes inspirados, música feliz (algo de Cole Porter, más presente que nunca), fotografía a la altura de la ciudad luz y muy buenos personajes secundarios, como Hemingway y Dalí en los años veinte o el pedante sabelotodo en la actualidad. Y está Rachel McAdams, con una hermosa contundencia física que enamoraría inmediatamente en Chicago (que está cerca de su Ontario natal), pero que en París es la evidencia de que el amor se hace de combinaciones. Y las películas, se sabe, son combinaciones que pueden enamorar incluso más allá de algunos defectos, como ese vino de Mondoñedo.
París soñada El 41º largometraje dirigido por Woody Allen (1935, New York, EEUU) comienza con una serie de planos fijos de sitios de París, bellamente iluminados y musicalizados, similares a los que el director reunía en Manhattan (1979), aunque ahora su deslumbramiento es con la glamorosa capital francesa. No es la única diferencia: si en los ’70 y ’80 sus películas eran mordaces y juveniles, ahora no son mucho más que comedias dramáticas realizadas con profesionalismo, con elencos y escenarios apreciados por el público masivo. Esto no significa que en Medianoche en París no haya ironías, subrayando las diferencias entre las inquietudes de Gil, joven guionista estadounidense (un Owen Wilson siempre optimista), y la frivolidad de las personas que lo acompañan durante su estadía en Francia (su novia, los padres de ella, una pareja amiga). Con ese contraste, el veterano realizador se burla ligeramente del modo de vida y estructuras de pensamiento de burgueses adinerados, saliendo en defensa de ciertos valores representados por los artistas y escritores de la idealizada París de los años ’20. Esto último lo hace apelando a un recurso indudablemente ingenuo: Gil encuentra, cuando sale a caminar de noche, a F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Gertrude Stein, Salvador Dalí, Pablo Picasso, Jean Cocteau y otros. Es un acierto que Allen no se preocupe en aclarar cuánto hay de real en esos encuentros, que, de todas maneras, no expresan cabalmente un clima festivo y bohemio: las caracterizaciones y los diálogos son de un simplismo cercano al de un acto escolar, y faltan planos más abiertos, más sugestión y magia. Gil termina definiendo el rumbo de su vida gracias a la inspiración que le brindan esos descubrimientos. Avanzada la película se van sumando alternativas que la vuelven graciosa, asomando finalmente una suerte de moraleja, dando a entender que no todo tiempo pasado fue mejor, o que, en todo caso, tenemos la tendencia a valorar otros tiempos en desmedro de los actuales. El recurso humorístico de la pérdida de unos pendientes, aunque efectivo, parece salido de un viejo vodevil; la desaparición del detective, en cambio, es un buen gag, resuelto con apenas dos planos muy breves. La idea de cruzar personajes de dimensiones diferentes no es novedosa, y el mismo Allen la puso en práctica en algunos de sus films (El dormilón, Zelig, La rosa púrpura de El Cairo, incluso en el episodio que dirigió para Historias de New York). Tampoco es la primera vez que filma en París: ya había imaginado románticos bailes en calles parisinas en Todos dicen te quiero (1996). Pero, al margen de las comparaciones, Medianoche en París resulta un placentero film menor. Como la película que, en un momento, la candidata a suegra de Gil dice haber ido a ver: “Era algo infantil y poco verosímil, pero nos divertimos mucho.”
París vuelve a convocar toda la magia Con un sorprendente Owen Wilson que interpreta a un hombre en crisis con su inminente matrimonio y deseoso de crear, la película despliega la música, el clima onírico y las referencias a Vincent Minelli. Puro disfrute artístico. En los días previos al estreno de Todos dicen te quiero, festiva comedia musical del siempre sorprendente Woody Allen, leíamos entre otras declaraciones que entre sus films musicales favoritos figuraba el de Vincent Minnelli de 1950, Un americano en París, con banda sonora de George Gershwin, compuesta particularmente para este film y con los inolvidables protagónicos de Gene Kelly y Leslie Caron; que, dicho sea de paso, se puede volver a admirar mañana, a las 19, en la sala Madre Cabrini. Tal vez, en el origen mismo de Midnight in Paris se encuentren los borradores y apuntes de este film de Vincente Minnelli que tiende puentes hacia Midnight in Paris, y despierta, por igual, en las salas de exhibición, contagiantes aplausos por parte de la platea. Y que ha motivado, por su gran concurrencia, a que algunas salas hayan tenido que desempolvar aquel cartel que señala "No hay más localidades". No quisiera ahorrar epítetos, en nombre de una prosa más conceptual. No es el momento. A partir de una doble visión, es necesario seguir transmitiendo ese clima de fábula y magia que se respira en el film, que nos recorre el cuerpo poniendo en juego las posibilidades hechiceras y convocantes del cine. Woody Allen, en su film número 41, regala este viaje en el tiempo, este pasaje al mundo de lo posible, esta exaltación de los sueños y de la imaginación que brinda, como en los antiguos cuentos de hadas, desde el tañido de doce campanadas, a medianoche. Midnight in Paris permite que nos reencontremos con numerosos momentos de la obra de Woody Allen. Así, ya desde el inicio, ofrece un cruce en el film de Vincent Minnelli (rodado íntegramente en estudios, como si de un sueño se tratara) y la primera secuencia de Manhattan, en la que al son de la obertura de Rhapsody in blue y tal como leemos en su guión original "La silueta de varios edificios, y espacios de Manhattan se recortan en el horizonte. Coches. Un puente y edificios. Un restaurant. Una calle cubierta de nieve con automóviles que se dirigen al rascacielos Empire State" y luego la voz de Ike el personaje que interpreta el mismo Allen: "Capítulo primero. Adoraba Nueva York. Era su ídolo... Hemm no, pongamos mejor: La había hecho desproporcionadamente romántica. No importaba cuál fuese la estación, para él era la ciudad en blanco y negro que vibraba al son de las grandes melodías de George Gershwin". De la misma manera puede pensarse este escrito como un capítulo primero para acercarse a Midnight in Paris. Y es que las primeras imágenes del film llevan a esta fascinante ciudad, a diferentes lugares y momentos, a tantos espacios mitologizados por el cine, por tantos directores, por tantos artistas. Ahora este París de Allen asoma desde la música de Sydney Bechet y de Cole Porter. Y de igual manera, algunos parlamentos del film de Vincent Minnelli circulan: uno dice que quien en París no puede crear, en tanto es el sueño de los artistas, sólo le resta volver a Estados Unidos y casarse con la hija del jefe. Y es así como llegamos a presentar a Gil Pender, otro de los alter?ego de Allen, interpretado magistralmente, por su forma de andar, por sus gestos y tics, por sus respuestas, por un sorprendente Owen Wilson (nuevamente este término, pero ahora un tanto inesperado). Nuestro personaje está en las vísperas de su matrimonio y ha viajado allí, junto a su prometida y sus suegros de fuerte estirpe republicana y atentos solamente a cuestiones empresariales. Disputas y debates a la hora de la cena que apuntan a enfatizar el carácter romántico de Gil que se opone, de manera contrastada, a los de su novia Inez. Para Gil, París es la ciudad amada. Y es la ciudad con la que sueña, con aquellos años 20, en los que los intelectuales, artistas y bohemios se encontraban en los Cafés, en los ateliers y galerías; y en ciertos momentos en torno a la gran escritora Gertrude Stein y a su pareja Alice B. Toklas. Para Gil, París es el caminar bajo la lluvia, esa que irrita a su novia. Y es al mismo tiempo la posibilidad de volver a reconstruir el puente Nueva York-París de los años locos, del tiempo del jazz, de las canciones de Josephine Baker y de las veladas en torno a los encuentros con Cole Porter y su amada Linda, Jean Cocteau y Ernest Hemingway. En tanto escenario de un teatro de sueños, como la sala cinematográfica lo era en La rosa púrpura de El Cairo, París se abre para Gil cada medianoche, desde la posibilidad de viajar a aquellos años locos. Ese es su sueño y en ese sueño, que se abre desde la fuerza de la creación artística, Gil conocerá a la mujer de sus sueños, cuyo deseo los remontará a otros tiempos. En un juego de escritura a la manera de un diario, de tienda de recuerdos y de discos de pasta de Cole Porter, en esos paseos a orillas del Sena, Allen reanima el espíritu mágico de gran parte de su legado cinematográfico. Un cielo iluminado por citas fílmicas y pictóricas, de Monet y Cèzanne a Van Gogh y Touluse Lautrec, de Degas, Picasso entre tantos otros, de frases poéticas de subrayados musicales. Y del otro lado, las sospechas de infidelidad, la figura de un detective que se perderá en los pasillos del túnel del tiempo. De este lado del espejo, convencionalismos y pedanterías, vanidad y apariencias. Y allá, Gil creando para el propio Buñuel el libreto de uno de sus futuros films El ángel exterminador y compartiendo con Dalí una copa en un excéntrico ángulo de su memoria. De los paseos por las galerías, de las esculturas de Rodin, Allen va abriendo espacios que se multiplican como imágenes de un caleidoscopio que abren la puerta de nuestro propio desván. Toda una celebración. Algo mágico nuevamente está por acontecer. Y tal como Gil espera, comienza a llover.
Que la inocencia nos valga Para los que se llenaban la boca diciendo que Woody Allen está amargado, que sus nuevas películas destilan misantropía y vinagre, a ver cómo les cae ésta. Dicen que los extremos se juntan y ahora, doblando el codo de la mitad de los geriátricos 70 nuestro amigo, adorador de Manhattan y de su hijastra asiática, se despacha con una película gozosamente infantil. Medianoche en París requiere de una predisposición especial, pide para su disfrute que dejemos afuera del cine nuestro cinismo y nos dejemos vender alegres espejitos de colores. Ya desde la primera escena nos avisa qué es lo que vamos a ver. Se suceden una colección de postales de la París más perfecta que pueda existir, igualita a como la imaginamos cuando todavía no la conocíamos y como nos gusta recordarla cuando ya estuvimos por ahí. Es una escena larga y caprichosa donde Allen parece decirnos que nos va a hablar de la nostalgia, pero también de la esperanza. Porque el comienzo de Medianoche en París nos muestra esos lugares donde, para adelante o para atrás, ponemos las cosas más puras de nuestra, por lo general, mediocre existencia. Después de esta apertura comienza el relato. Owen Wilson es el Woody Allen de turno (es divertido ver cómo la lente del director y el poder del guión pueden descubrir en este rubio tostado de mirada pavota al personaje que alguna vez fue Alvy Singer o Isaac David y cuyos tics se repiten siempre en la filmografía del director). El tipo está a punto de casarse y circunstancialmente está de visita en París, pero quisiera quedarse a vivir ahí porque es guionista con aspiraciones de escritor y sospecha que el lugar le va a dar inspiración. Entonces, durante el día hace una vida miserable de turista gringo, pero a la noche ocurre un milagro: se transporta a la París de los años 20 y entra como pancho por su casa a la intimidad de las celebridades más top de la época. Y de nuevo acá la gente que gusta de encontrarle la quinta pata al gato podría decir que la descripción de la galería de artistas que Owen Wilson se encuentra es de trazo grueso, un truco de Allen para que la gilada se sienta culta por adivinar en dos diálogos que el borracho sentado en el bar es Hemingway o ese con cara de Adrien Brody que habla de rinocerontes es Dalí. Sin embargo, no creo que Allen proponga una trivia tipo “conozca a los famosos de juerga por París” (si fuera así estaría más senil de lo que pensamos y haciendo aquello de lo que se rió en toda su carrera), sino que más bien acá vuelve a importar el asunto de la vuelta a la infancia, al momento en que podíamos permitirnos admirar a nuestros héroes sin cuestionarlos porque es el tiempo de la construcción de los mitos. Creer, por ejemplo, que French y Berutti solamente eran patriotas que repartían cintitas celeste y blancas y que Sarmiento iba todos los días a la escuela con su guardapolvo blanco y siempre, siempre planchado. Allen sabe que la nostalgia requiere síntesis, no distraerse en suspicacias y detalles para dedicarse solamente a sentir, que es lo importante. A esta altura de su carrera, Allen no necesita probar que sabe filmar bellamente, ni que puede escribir diálogos precisos con el timing justo. Su pericia como director se da por sentada hasta en sus peores películas, pero hace tiempo veníamos sintiendo que a sus obras les sobraba oficio y le faltaba pasión. Por eso, Medianoche en París es una buena noticia. Celebramos la vuelta de su espíritu en este viaje alucinado, un poco bobo pero sentido donde habita la memoria emotiva de los artistas que Woody Allen quiere y admira. Y frente a semejante acto de sinceridad, hay que ser muy mala persona o tener el corazón de piedra para no sentirse conmovido.
Escritor se busca a sí mismo en Paris Gil (Owen Wilson) es un artista en crisis que cuestiona sus talentos y posibilidades literarias, mientras está escribiendo su primera novela (hasta ahora lo suyo eran guiones para Hollywood). Se encuentra en París junto con su novia Inez (Rachel McAdams), con quien se va a casar, aunque la relación también está en problemas. Woody Allen, al igual que Gil, admira París -o al menos, a sus productores europeos-, por lo cual se preocupa en demostrarnos que aquella ciudad es hermosa por muchas razones, desde un largo comienzo que consiste en planos de diferentes sectores famosos de la capital francesa a ritmo del infaltable jazz clásico, casi un spot de turismo. Luego sí, se nos sugiere todo aquello que le pasa a Gil en Paris, con su trabajo y con sus relaciones personales. Es que si algo se nota claramente en esta última película de Allen, es su falta de capacidad de síntesis y la continua reiteración de diferentes elementos; como algunos chistes, ciertas actitudes de los personajes, alguna música y alguna intención. Woody no redondea y se lo encuentra a veces dando vueltas en círculos dentro de la historia. Hay que reconocer, sin embargo, que esto no afecta realmente una película que no sólo es mirable, sino también amable y divertida. Que al director neoyorquino le falte un poco de solidez, no significa que sufra de la desmesura insoportable de Michael Bay por ejemplo, sino más bien, de una falla de cierta importancia que por suerte no influye tanto en una película que también tiene muchos aciertos. Por ejemplo, está el buen elenco que sostiene a Medianoche en Paris. Personajes como la insoportable Inez que hace Rachel McAdams, o el pedante Paul del gran Michael Sheen (el Frost de la buena Frost/Nixon) están más que correctos en sus actuaciones, y aunque son estereotipos, acompañan muy bien al Gil de Owen Wilson. En cuanto a Wilson, que le toca componer al personaje alter ego de Woody Allen, se puede decir que es un gran acierto suyo el no imitar los tics que el director tiene al actuar, logrando así apropiarse del papel y divertir con armas propias. Entre ellas, un acento extraño, casi inglés, pero hablado con los cachetes inflados, y una nariz que se va tornando cada vez más misteriosa en cuanto a su forma (de hecho, ya parece una mutación genética). En esta París también merodean algunos personajes que ya pueden ser calificados como históricos, interpretados con mayor o menor suerte. Se trata de artistas, escritores, pintores geniales que alguna vez pisaron el suelo parisino. La ciudad los formó, los alojó y les dio material con el cual hacer sus obras. Desde Cortázar y Pizarnik, hasta Marta Minujin han reconocido la influencia de París en ellos y sus obras. Aquí en la medianoche francesa de Woody Allen aparecen los artistas geniales del imaginario norteamericano. Desde el influyente y reflexivo Ernest Hemingway interpretado por Corey Stoll , hasta la pareja parrandera de Scott y Zelda Fitzgerald (Tom Hiddleston y Alison Pill, respectivamente), pasando por la Gertrude Stein de la buena de Kathy Bates. También está un eternamente enojado Picasso (Marcial Di Fonzo Bo), que tiene una amante llamada Adriana, personaje importante interpretado maravillosamente por Marion Cotillard, que no sólo es una gran actriz, sino que además es hermosa. Woody se encarga de resaltar aquellos aspectos conocidos de estos personajes logrando una burla respetuosa que a veces es excesiva y otras veces lo suficientemente divertida. La galería de artistas que presenta el director es enorme e innecesaria, atiborrada de homenajes y referencias, y en general es un deleite, y llega a cumbres como cuando aparece el Dalí de Adrien Brody. París es una usina cultural, la capital de amor, centro político del universo y hasta un lugar donde se come bien. Estos son saberes baratos desde hace mucho tiempo, lo cual no significa que sean mentira. Allen se encarga de decirnos que todo aquello es verdad y más. Que París siempre ha sido mágicapor varias razones: o por el amor, la inspiración que provoca, o por quienes la eligieron y la están por elegir. Por suerte nos lo dice con su cine, que aunque un poco desgastado y enclenque, todavía puede hacer reír y disfrutar.
Gil, su prometida y los padres de ella se encuentran de viaje en París. El es un guionista de éxito que lleva un tiempo intentando escribir una novela. Fascinado por la ciudad, Gil realiza largos paseos por sus calles y una de las noches es recogido por un coche que le transporta atrás en el tiempo, a la época dorada parisina. Por esas cosas que tiene la distribución, Midnight in Paris es la tercera película de Woody Allen que se estrena en lo que va del año. Pocos directores son tan prolíficos como él, y son pocos también los que sufren tanto de las comparaciones consigo mismos como en su caso. En los últimos años ha salido de su amado Nueva York para pintar hermosos retratos de ciudades europeas, ya fue el turno de Londres y Barcelona, será Roma en su próximo trabajo, y en esta oportunidad se ocupó de la bella capital francesa. Su cámara recorre París y la captura en forma esplendorosa, logrando que esa fascinación que siente Gil al caminar sus calles sea la misma que uno experimente al redescubrir una ciudad tan delicada como esta. Gil, el rendidor Owen Wilson, descansa una noche de la pedantería de los amigos de su futura esposa, cuando es recogido por un auto antiguo que lo conduce a una fiesta. Desde ese momento, y todos los días a la medianoche, será transportado hasta los años ’20, a la época dorada parisina, en donde conocerá a Hemingway, Picasso o Buñuel, y dejará que Gertrude Stein evalúe su boceto. Woody Allen demuestra así una vez más que sus dotes como guionista siguen vigentes, esa capacidad de pensar historias originales y entretenidas e imprimirles siempre su toque personal, permitiendo que la "cosa" funcione sin importar lo difícil que la idea pueda resultar. Ese toque personal lo dan sus ingeniosos diálogos y su punzante sentido del humor, los cuales lamentablemente no están del todo presentes en este recorrido por París, así como esos tópicos recurrentes que son pilares fundamentales en su obra, como la literatura, la música, el sexo, la psicología, la política y tantos otros. Y uno de estos temas es la columna vertebral de su nueva realización, del cual se permite la burla y su desmitificación: la nostalgia. Fuera de lugar en su presente del 2010, Gil añora con todo su ser el vivir en la década del '20, y cuando finalmente lo logre, descubrirá que hay quienes vivieron en ese período pero que querían estar en tiempos de la Belle Époque. Y a su vez, los que vivían esa época, añoraban ser parte del Renacimiento. Allen se ríe de la nostalgia y a su vez contesta a todos los que establecen comparaciones, los que miden su obra actual con los lejanos '70 y '80 y sólo encuentran negativas diferencias. Woody todavía sorprende, divierte y emociona. Y a los 75 años sigue dando batalla a los defensores de que todo tiempo pasado siempre fue mejor.
Medianoche en París recupera mucho de ese Woody Allen de antaño, el que era capaz de reflexionar y filosofar desde la ligereza y el buen humor. Invocaciones. De eso está hecha Medianoche en París, la tercera película de Woody Allen que llega este año a la Argentina. El orden -atemporal- de los estrenos termina siendo el adecuado: la primera Conocerás al hombre de tus sueños es la que confirmó el estancamiento del último Allen más allá de alguna línea genial; Que la cosa funcione demostró que hurgar en el pasado (el guión era de los años 70’s) podía ser un punto de reinvención del cine de Allen; y Medianoche en París muestra que en el hoy todavía hay material para seducir al espectador, casualmente en una película que celebra el presente y condena, de alguna manera, la nostalgia sobre el pasado. Decíamos invocaciones. Quien suscribe suele temer cuando el cine recurre a los fantasmas, pero no a los fantasmas del cine de terror sino aquellos que son una llamada poética al pasado. Se teme, habitualmente, por la pomposidad, la pretenciosidad de esos productos que sugieren en la sutileza de lo fantasmagórico lo más refinado del arte. Y Allen, este Allen del que a esta altura desconfiamos un poco, construye impensadamente en Medianoche en París una película de invocaciones que es ligera, divertida, esponjosa, arbitraria. Invocaciones que son tanto de las musas intelectuales de Allen que aparecen por allí (Hemingway, Cocteau, Porter, Fitzgerald) como del propio cine del director, del bueno y del malo. Gil Pender (Owen Wilson) es un escritor que tiene buen trabajo como guionista en Hollywood, pero que añora ser un gran novelista. Junto a su prometida Inez (Rachel McAdams) y sus suegros republicanos llega a París, en un viaje que terminará siendo revelador de cara a su futuro. Gil es un nostálgico, especialmente de la década de 1920 y de esa París, y una noche de borrachera, vagando solo por esas callejuelas, será invitado a recorrer la ciudad en un viejo automóvil: portal mágico que lo llevará a vivir en la París habitada por los antes mencionados y muchos más (notablemente divertido Adrien Brody como Salvador Dalí). Como es habitual en el cine de Allen, lo fantástico ingresa de la manera más prosaica posible: no hay rigor ni demasiadas explicaciones, sino que el director sospecha que lo maravilloso está ahí nomás, a la espera de revelarse. Y eso ocurre en Medianoche en París, donde sólo un auto, una callejuela, una borrachera, posibilitan el viaje al pasado. Las invocaciones, decíamos, son también del cine del propio director, del mejor y del peor. Como viene ocurriendo en la última década y media, sus películas comienzan a hacerse un poco repetitivas, desconfían de la inteligencia del espectador para poder descifrar lo que la pantalla les pone enfrente: por eso, aquí los personajes verbalizarán al exceso lo que les pasa y explicarán cuál es el conflicto central del film: que aquí no es otro que el de la insatisfacción que todos los tiempos representan, la frustración ante un pasado que se supone glorioso. Allen con el tiempo se ha vuelto un poco perezoso y sus películas, llamativamente, se han comenzado a hacer más largas: a Medianoche en París le sobran, fácil, 15 minutos. En ese estiramiento, se suceden repeticiones o excedentes que no agregan nada. Por ejemplo, la acumulación de “famosos” que aparecen por allí y la forma en que se remarca su presencia -“¡Hey, Cole Porter!”- hace recordar a ese maravilloso falso biopic que fue Walk hard: the Dewey Cox story. Pero, también, Medianoche en París recupera mucho de ese Woody Allen de antaño, el que era capaz de reflexionar y filosofar desde la ligereza y el buen humor (por eso el exceso de cameos no suena a pedantería intelectual, sino a sátira descontracturada). Y hay algo particular, que la emparienta con Vicky Cristina Barcelona, otra de sus propuestas europeas: tanto en aquella como en esta, hace evidente una mirada del norteamericano sobre lo extranjero. Eso que no pudo concretar en sus incursiones por Inglaterra (tal vez por la comunión en el lenguaje) es aprovechado en estas películas que soportan, incluso -y por eso mismo- el aire de tarjeta postal que por momentos las trasciende: Allen se sincera y dice directamente que es imposible ver lo otro sin los ojos del turista. Por eso el cliché, por eso el lugar común. Incluso refleja como en un espejo el arranque de Medianoche en París (rutinario y grasa) con el de Manhattan (cinematográfico y excelso). Y finalmente Medianoche en París encuentra en Owen Wilson el cuerpo ideal para transportar su espíritu sensible, romántico, ridículamente nostálgico: Woody le pega un puñetazo al nostálgico bobalicón que cree que sólo lo pasado fue mejor, y le dice que hay que vivir el presente, mirando al futuro. El actor es quien logra hacer que todos los elementos del film (los malos y los buenos) cohesionen en algo diferente: contra la distancia irónica de los últimos Allen, Wilson impone su figura de seductor en low-fi. Hacía rato que el director no filmaba un plano tan romántico como el de Wilson bailando con Marion Cotillard; hacía rato que no construía un final tan bello como el de Medianoche en París. Wilson hace lo que ningún otro: no intenta un alter ego del director por acumulación de tics, sino que fusiona su estilo con la neurosis habitual. De ahí surge algo nuevo, diferente, una sensibilidad que es una dicción extraña, una nariz y una ciudad particulares. Nariz y ciudad que tienen un encanto arrebatador y que dinamitan, a fuerza de carisma, cualquier dejo de apolillamiento del último Allen.
TRIBUTO AL ARTE Woody Allen es un director amado y odiado por muchos, que últimamente no ha conseguido plasmar en pantalla una historia interesante, bien resuelta y con el toque personal que ha caracterizado su filmografía años atrás. Por suerte, "Medianoche en París" vuelve a tomar lo mejor de dicho autor, con muy buenas actuaciones y una originalidad que se destaca desde los primeros minutos de proyección. Gil es un hombre que queda fascinado con la ciudad de París, por lo que comienza a pensar en mudarse allí para poder inspirarse para la finalización de su primera novela. Su prometida no está de acuerdo y continuamente van a discutir sobre sus dicisiones. Por las noches, él inexplicablemente hace un viaje a los años 20, donde va a encontrarse con las máximas figuras culturales y artísticas de la época, situación que lo convence mucho más de quedarse en dicha ciudad. La película tiene un comienzo en el que se pueden ver diferentes imágenes, con cámara quieta, sobre París, presentando la ciudad y creando la atmósfera indicada para que la historia pueda desarrollarse. Se muestran los lugares típicos y algunos no tan conocidos expuestos con encuadres muy llamativos y una fotografía hermosa. Con rapidez, la cinta presenta a los dos personajes principales y a su entorno social, procurando personificarlos con detallismo y haciendo hincapié en las actitudes de Gil y su negación con uno de los amigos de su mujer. Se plantea el conflicto de la historia muy sutilmente y se empieza a inspeccionar en una fantasía que nunca se ve desbordada por la propia locura de dichos momentos. Sin duda alguna, cada una de las situaciones del pasado, en las que el protagonista comienza a entablar una relación con las personalidades artísticas de los años 20, son las más interesantes y las mejores logradas de la película, no solo por el excelente trabajo de personificación, de vestuario y de ambientación que se puede apreciar en cada uno de esos pasajes, sino porque dichos momentos están plagados de sorpresas que el espectador podrá identificar y con ellas entretenerse, todas teniendo un mismo hilo conductor: la cultura parisina. El humor, como en toda película de Allen, tiene mucho protagonismo y aquí se vuelve a remitir a una ironía y a un absurdo que estaba algo faltante en las cintas del director de los últimos años. Gil y cada uno de los viajes al pasado son los principales exponentes de la gracia y de dicho desarrollo que hacen referencia a los clásicos del realizador y al humor de los hermanos Marx, solo que aquí llevado adelante con mucha delicadeza y no tanta exageración. El guión introduce el argumento como una típica historia romántica, luego va pasando por la comedia y el drama, con algunos toques de fantasía y ciencia ficción y concluye con una esperanzadora y muy bien lograda escena final. Las actuaciones son muy buenas. Owen Wilson logra destacarse desde su primera aparición, no solo al desarrollar la identidad de su rol, quien dice que nació en una época diferente, sino porque tiene algunos rasgos físicos y aprovecha mucho las expresiones faciales, las cuales hacen referencia al mismísimo Woody Allen. Muy buena interpretación protagónica. Rachel McAdams también está bien, en especial al ser firme en sus convicciones y al mantener siempre sus personalidad intacta. Quienes los acompañan le aportan lucidez y una pizca de histrionismo a la historia, por ejemplo: Michael Sheen, un hombre culto e insoportablemente manipulador; Marion Cotillard (Adriana), una mujer que vive los mismos sentimientos que Gil; Alison Pill y Tom Hiddleston, como la pareja Fitzgerald, y cada uno de los que poco a poco aparecen encarnando alguna personalidad histórica de la cultura francesa (esa escena con Buñuel que hace referencia a "El ángel exterminador", una de sus películas, es excelente). "Midnight in Paris" es una película que tiene un desarrollo muy interesante, una propuesta original, divertida e inteligente, que demuestra que Woody Allen, pese a que sus últimas películas no hayan sido del todo satisfactorias, puede volver a ser quien era en el pasado. Con muy buenas actuaciones y miles de referencias a la cultura parisina, esta es una película que hay que ver, observar y recomendar. Una gran cinta, un tributo al arte y a la belleza francesa. Imperdible. UNA ESCENA A DESTACAR: cada una de las idas al pasado.
Talento Intacto Midnight in Paris es el último trabajo del reconocido director Woody Allen, trabajo con el cual, coinciden las críticas mundiales, se coloca nuevamente en el Top de directores legendarios del cine. En esta ocasión nos trae una Comedia Romántica que tiene cita en la ciudad de las luces, la ciudad del amor y del arte, la ciudad icono de Europa, París. Continuando con su exploración de otras culturas distintas a la neoyorquina, en la que se ha convertido en un referente mundial, Allen vuelve a filmar una historia fiel a su estilo pero combinando la trama de la misma con el entorno del lugar donde se desarrolla, acercándose al enfoque que le dio a Vicky Cristina Barcelona, donde la vida de la city actúa como un personaje más de la historia. Un escritor llamado Gil y su novia Inez, hacen un viaje de placer a París acompañando a los padres de ella sin saber que ese viaje se convertirá en un punto crucial de sus vidas. Al no tener química con los programas que organiza Inez con sus nuevos amigos Paul y Carol, Gil comienza a frecuentar la fascinante ciudad de París en la soledad, una soledad que muy pronto se ve cargada con viajes intertemporales a los años '20, donde conocerá a todo tipo de figuras que el admira como Ernest Hemingway, Picasso y Salvador Dalí, entre otros. Protagonizan el film Owen Wilson (Gil) y Rachel McAdams (Inez), contando con la participación también de Michael Sheen (Paul), Adrien Brody (Salvador Dalí), Kathy Bates (Gertrude Stein) y Marion Cotillard (Adriana). Es un sello personal de Woody imprimir mucho de sí mismo en los personajes que incluye en sus películas, pero en este caso esa impresión se hace carne viva en Owen Wilson, que a mi parecer realiza un trabajo fabuloso, uno de los mejores de su carrera. El mejor humor irónico del director se hace presente en este film, junto a diálogos muy bien creados, donde la neurosis y las mañas de los personajes son el condimento especial. Se combina lo mejor del viejo Woody, con lo mejor del nuevo Woody. Debo resaltar que es muy inteligente para atraer al espectador con sus capturas del entorno en el que se desarrollan las historias, pero es verdad también que en este caso muestra la cara más amable o atractiva de una ciudad que no siempre es buena anfitriona con sus visitantes, y que puede ser más cruel de lo que nos imaginamos. En este sentido, creo que siendo un talentoso como es, podría haber utilizado no sólo esa fase de París, sino que también podría haber sacado situaciones de lo más copadas trabajando con la cara sombría de una metrópolis como esta. En conclusión, si son seguidores de Allen, no se pueden perder esta cinta, y si gustan de una historia inteligente acompañada de locaciones que enamoran, también la van a disfrutar muchísimo. ¡Recomendable!
Una encantadora fantasía parisina Woody Allen da la sensación de hacer algunas películas “de taquito”. “Medianoche en París” es una de ésas. Comienza con una sucesión de imágenes estilo postal turística de distintos lugares típicos de la capital francesa, mientras se escucha una melodía del saxofonista Sidney Bechet, como para entrar en clima. El film es un tributo a una ciudad ícono de la cultura de Occidente del siglo XX y el homenaje elige enfocarse en la década de los años ‘20, que marcó de manera indeleble a todos los artistas e intelectuales europeos y estadounidenses, que fueron quienes protagonizaron con su experiencia y su influencia las más importantes tendencias estéticas y filosóficas de la época, cuyos alcances llegan hasta nuestros días. La anécdota reúne a Gil (Owen Wilson), un guionista de cine de Hollywood y novelista frustrado, quien junto a su novia Inez (Rachel McAdams) y sus suegros (Kurt Fuller y Mimi Kennedy), está de visita en París en un viaje que combina negocios y placer. Allí se encuentran con otro matrimonio joven, amigos de Inez, con los que Gil no simpatiza demasiado. Pronto, las discusiones y desaveniencias van a distanciar a la pareja, y mientras Inez sale a divertirse con sus amigos, Gil encara un paseo solitario por las calles nocturnas de la ciudad de sus amores. ¿Y qué es lo que sucede? Un embrujo muy al estilo Allen. Justo a medianoche, por una callecita oscura, aparece un viejo Peugeot de los años ‘20 y uno de sus pasajeros incita a Gil a sumarse al grupo. El joven guionista de cine, que está algo embriagado por haber abusado de algunos buenos vinos, se ve pronto rodeado de un grupo de personas bastante extravagantes y vestidas al estilo de la belle époque. Y eso no es todo, pronto descubre que no se trata de cualquier gente, sus nuevos amigos son nada menos que personajes muy famosos de la literatura y del arte, con quienes mantendrá interesantes diálogos. De paseo con los grandes Scott y Zelda Fitzgerald, Ernest Hemingway, Cole Porter, Gertrude Stein, T.S. Eliot, Pablo Picasso, Djuna Barnes, Jean Cocteau, los surrealistas Dalí, Buñuel y Man Ray lo llevarán a ciertos lugares míticos donde ellos se reunían habitualmente para compartir veladas donde el arte, el alcohol y los romances eran los temas prioritarios y lo que daba sentido a la existencia. Gil queda deslumbrado y a partir de allí, comienza a transitar por una especie de “doble vida” muy particular, en la que incluso se enamora de una bella mujer de aquella época, Adriana (Marion Cotillard), quien fuera amante de Picasso, Braque y Modigliani. La extraña experiencia se repite cada medianoche y Gil, seducido por ese mundo y desengañado de su presente no del todo satisfactorio, terminará sufriendo una crisis con su pareja y la huida nostálgica al pasado le abrirá la puerta para un futuro diferente. “Medianoche en París” parece una película hecha “de taquito”, casi como una excusa para hablar de las bondades turísticas de la capital francesa, mientras se hace un repaso por su riquísimo acervo histórico-cultural, con una fugaz participación de la primera dama Carla Bruni incluida en el paquete. Sin embargo, la misma idea, el mismo material e incluso los mismos actores, en manos de cualquier improvisado posiblemente terminaría en un pastiche mediocre insustancial, pero en manos del genio laborioso de Allen se convierte en un exquisito juego intelectual, un pasatiempo hecho con buen gusto e inteligencia, en el que el espectador se verá tratado con respeto y amabilidad, como en cada una de sus producciones.
DEFENSA DEL COPY AND PASTE ¿Qué tienen en común Ingmar Bergman con Woody Allen? Ambos conectan cine con filosofía. ¿Qué los diferencia? Bergman filosofa de verdad, usando el lenguaje fílmico como frontera estética a la que el pensamiento abstracto no llega. Con semejantes pretensiones hizo películas enroscadas e interminables. Woody Allen, en cambio, filosofa en joda, con una ligereza ridícula y amable. Supongamos que para filosofar se necesita una mirada más o menos grave. Bueno, Woody Allen no puede sacarse al humorista de encima. Lo tentó la seriedad de joven con Interiores y Septiembre, pero después sus partículas tragicómicas anularon cualquier intención de pensamiento activo. Quedó un Woody Allen que filosofa con vagancia, copiando y pegando. Filosofía fácil, entretenida, de contenido puro, tan pedagógica que insulta. La selección rápida de una tesis para verificarla con una narración manipulada convierte a Woody Allen en un sofista caradura. Sus ideas disparan anécdotas, son películas que funcionan como los relatos mitológicos que transmiten cosmovisiones. Acá, bajo la premisa de que el pasado se idealiza, Owen Wilson viaja en el tiempo y descubre que las cosas no son tan así. Leí que Woody Allen quiso rendirle homenaje a sus ídolos intelectuales. Homenaje ambiguo, perturbado por malas intenciones. Resulta que las celebridades que encuentra Owen Wilson son figuritas graciosas que dicen con solemnidad exactamente lo mismo que escribieron. El caso más gráfico es el de Hemingway, que expone con monólogos lo que publicó en Adiós a las Armas o en París era una Fiesta. Las caracterizaciones son deliberadamente grotescas, para un reconocimiento inmediato y simplista. Estas decisiones logran que Medianoche en París sea enmascaradamente burlona, dando por sentado que lo ídolos del pasado hacen las mismas idioteces que los enemigos del presente. La infidelidad de la novia de Owen Wilson en paralelismo con la infidelidad de Marion Cotillard arroja sospechas y después el desenlace deja todo explícito. La fascinación de Medianoche en París y por extensión la fascinación de Woody Allen recae en su filosofía divertida y tonta; excusas para encontrar líneas de comedia y soltar un humor sutilmente malvado. Dicen que en los horarios de trasnoche esta película se aprecia mejor.
Siempre tendremos París Woody Allen con casi una cincuentena de pelis hechas, puede bordear el filo de lo imposiblemente original, del "más de lo mismo", de hecho sus últimos filmes no han sido nada más que correctos, con diálogos algunos más sabrosos que otros pero nada de aquél maestro de "Annie Hall" o "Hannah y sus hermanas", por elegir dos obras notables de su filmo. Sin embargo, con esta peli muestra que aún siempre se puede llegar a a dar más y de lo bueno. Este Allen es el de la magia cinematográfica, ese que puede ofrecer un comedia melanco, nostalgiosa, que nos llegue directo al corazón, y redoblar la apuesta con ácida crítica a la superficialidad actual -el ejemplo son los mediocres padres del personaje de Rachel McAdams-, por ello se nutre con un guión aderezado de sabor francés. En "La Rosa púrpura de El Cairo" nos maravilló con aquél traslado de personajes fuera de la pantalla, ahora hace que un escritor americano (obvio: alter-ego-Woody), que medio ha perdido el rumbo con una novia materialista e insoportable, vea transformada su visita a París en un increible viaje en el tiempo, donde saltará a través de una circustancia a los años 20 y allí se codeará con intelectuales y artistas como Dalí, Buñuel, Los Fitzgerald, Hemingway, Picasso, Dalí, Buñuel, Cole Porter, etc pero hasta habrá una sorpresa más que aquí no revelaremos. Rubro actuaciones: Owen Wilson como el protagonista está más que bien, parece mentira que alguna vez estuvo cercano a convertirse en el típico comediante yanqui pelotudo de desabridas pelis, y que haya zafado por suerte. Marion Cotillard es la actriz bella y sensual que encastra perfecta en la heroína del cuento, Michael Sheen está magnífico como el pedante sabelotodo, Rachel McAdams es una novia tilinga innmejorable, en sus pequeñas participaciones destacan su belleza plus: Carla Bruni y Léa Seydoux, y divertidisimo el Dalí a cargo de Adrien Brody, y destaquemos como curioso que Pablo Picasso está encarnado por el actor argentino residente en Francia: Marcial Di Fonzo Bó. París, París, siempre París, y sus rincones y su historia y sus cafés, y el arte, y su lluvia, y sus puentes, y la Eiffel, y las callejuelas y arrabales, y el violín jazzero de Grapelli acompañando, y hasta el "Let’s do it" por Cole Porter, en fin...gracias al cine y a Woody, siempre tendremos París!
Sin lugar a dudas Medianoche en París es una de las películas "más amplias" de Woody Allen, porque es difícil que no la disfrutes, incluso si no te gustan las otras películas de este gran personaje. Queda claro que también hizo la peli de manera súper relajada. Arranca con muchas tomas de París como cuando Enrique Carreras filmaba en Mar del Plata y te mostraba todas las "postales". Dentro de esa ciudad maravillosa Woody te cuenta una linda historia, con simpáticos personajes. Realmente Medianoche en París es un cuentito. Una historia que te la podía contar tu abuelo, aunque no supieras en ese entonces de que personajes estaban hablando. Notable elenco, que labura orgulloso de estar con ese directo, y como siempre no fallan. Medianoche en París es para ver un cine inocente y gratificante.
La vie bohème de Woody Por esos azares de la distribución este año Woody vino en trío. Primero nos visitó, alterando el orden cronológico de sus producciones con "Conocerás al hombre de tus sueños" (Critica), a mi gusto, de lo más flojito en sus guiones en bastante tiempo con personajes completamente a la deriva, entrecortados y con muy poco sentido del humor (sólo es rescatable una escena genial donde el personaje de Josh Brolin se entera que su amigo al que cree muerto no lo está, con una muestra de ironía a mansalva, típicamente Alleniana). Hace pocos meses nos deleitamos con las desventuras de Larry David como su alter ego en "Que "la cosa" funcione" (Critica) y volvió a despuntar un Woody más brillante y con el recurso del diálogo de frente con el público, que tanto rinde a nivel complicidad y aciertos del guión, y aún con sus más y sus menos, la cosa realmente funcionó. Pero sin lugar a dudas, la tercer producción de Woody en este año, "Medianoche en París"es una comedia deliciosa y sutil, donde si uno entra en juego desde las primeras imágenes, quedará capturado por una hora y media en una tierna comedia donde Woody rinde un homenaje a la ciudad Luz y al gran movimiento cultural que siempre estuvo presente en ella. Allen arranca impecablemente con un clip al compas de una música perfecta para pasearnos por las callecitas parisinas, atravesar el Sena, dar una vuelta por el Arco del Triunfo, la Tour Eiffel, volver a quedar extasiados en la entrada del Louvre, caminar por Montmartre y deslizarnos por las escalinatas de Notre Dame, luego, empezar a anochecer en una ciudad intensamente esplendorosa. Llueve? Llovizna? No importa, estamos en París y según el protagonista -y porqué no según Woody- Paris es aún más hermosa cuando llueve. Owen Wilson es un escritor asentado exitosamente en el mercado televisivo y al mismo momento que tiene éxito, lo padece -rasgo típicamente presente en cualquier buen personaje del director-. Se ve sumido en la mediocridad y quiere "parir" una obra diferente, que él sienta como literatura. Completa el panorama de este personaje en busca de su identidad profesional, el hecho de que está a punto de casarse con Inez (Rachel Mc. Adams) y que adoraría que compartiese su mirada sobre Paris como la ciudad ideal para asentarse y comenzar a escribir su novela, producir algo de mayor vuelo. La excusa de la visita es aprovechar que están sus suegros (perfectos Kurt Fuller y sobre todo Mimi Kennedy) pero el objetivo es tratar de convencerla a Inez de quedarse por un tiempo en la ciudad Luz y poder crear con libertad, mientras que ella sigue soñando instalarse en Malibú: como en todo buen Woody, los polos opuestos se atraen!. Por su parte, Inez, está extasiada cuando se encuentra con Paul (Michael Sheen) un erudito engreido pero que la hipnotiza con sus conocimientos y la seduce con su verborragia. Gil (Owen Wilson, en un registro completamente diferente a lo habitual, hasta con tics y gestos del propio Woody que sorprenden más que gratamente) se libera de la movida parisina con amigos que proponen Inez con Paul y su esposa, y empieza a vagar por las callecitas hasta perderse. Cuando suenen las doce, como una Cenicienta moderna, pasará un auto antiguo que lo transporta a otro Paris, el de los años '50. Tal como pasaba con "La Rosa Púrpura del Cairo" donde Mia Farrow interactuaba con los personajes de ficción de la pantalla, Gil atraviesa el tiempo y comienza a frecuentar reuniones en donde dialoga con F. Scott Fitzgerald y su esposa Zelda, conoce a Hemingway y como si fuese poco, tocando el piano en las reuniones de amigos está el mismísimo Cole Porter... para completar el crisol artístico y la explosión creativa que vivía Paris en ese momento, pasean Pablo Picasso, su amante Adriana (que ha sido entre otros amante de Modigliani, nada menos), Gertrude Stein y Luis Buñuel. No dejemos afuera a Man Ray y a Salvador Dalí (en una histriónica y divertida composición de Adrien Brody soñando con rinocerontes), a Josephine Baker bailando en un barcito tan pequeño como sofisticado y al paso fugaz de Djuna Barnes. Regada como siempre de la mejor música, Woody vuelve a entregar una comedia intelectualmente llena de guiños, cautivante y sencilla, con muy buenas actuaciones: sorprende Owen Wilson en un personaje totalmente diferente, Marion Cotillard está dulcísima como la enamoradiza Adriana y Kathy Bates -como Gertrude Stein-, Alisson Pill -como Zelda Fitzgerald- y particularmente Corey Stoll como Hemingway sobresalen en un elenco compacto que no tiene fisuras. y con una exquisita y brillante fotografía que hechiza desde los primeros fotogramas. Cuando vuelvan a sonar las doce, cuando vuelva a transportarse en el tiempo, cuando todos sigan sosteniendo algo así como que "todo tiempo pasado fue mejor" y se aferren a glorias pasadas o quieran volver el tiempo atrás, el Woody maduro y que sabe de vueltas de la vida, decide apostar a que el presente, el HOY, sigue siendo la mejor opción de todas las posibles. Y con la fuerza de cambiar el rumbo en nuestras manos. Y mientras tanto, un paseo por las callecitas de París, mientras se larga a llover, bordeando sutilmente lo perfecto.
Todo tiempo pasado ¿fue mejor? Música de fondo y postales de París (las últimas, bajo la lluvia). En los primeros cinco minutos del filme, es todo lo que muestra Woody Allen?. Es suficiente para demostrar (una vez más) que la capital francesa es una de las ciudades más bellas, seductoras y apasionantes del mundo, y que el director está perdidamente enamorado de ella. Allen ya le había rendido un inolvidable homenaje a la Ciudad Luz en aquel soberbio filme que tituló "Todos dicen te quiero"; en esta oportunidad, vuelve a declarar su amor por París a través de una propuesta llena de calidez y sensibilidad. Uno de los principales aciertos del director está en la selección del elenco: es excelente el trabajo del protagonista, Owen Wilson?, eficazmente secundado por un elenco de primera línea. Otro de los puntos a favor es el guión, inteligente, sutil, tierno, románticamente ingenuo; y la clave de la película está en la naturalidad con la que Allen introduce a los espectadores dentro del mundo mágico al que accede el protagonista cuando, a la medianoche, sube a un viejo automóvil para volver casi un siglo atrás en el tiempo. Entonces se suceden con fluidez los encuentros con Hemingway, Cole Porter?, F. Scott Fitzgerald?, Picasso, Dalí, Buñuel y muchos otros ídolos del personaje (y del director del filme, evidentemente). El truco dramático le permite a Woody Allen formular interesantes teorías acerca de la creación artística, de la nostalgia por un pasado glorioso y hasta de la idea de la felicidad que persiguen los seres humanos. Además, le sirve en bandeja la oportunidad de intercalar algunos guiños humorísticos (y homenajes) acerca de la singular atmósfera cultural que impregnó al París de los años 20. El personaje de Marion Cotillard? (Adriana, una amante de Picasso y de Hemingway que cautiva al protagonista) le permite a Allen darle una vuelta de tuerca a la historia e introducir la reflexión de que la nostalgia por los tiempos que se fueron no es una característica excluyente de quienes vivimos en estos días porque siempre se puede encontrar (y extrañar) una época dorada perdida en los años que pasaron. Adriana contrasta, además, desde la sensibilidad y la emoción, con el pragmatismo elemental que gobierna los actos de la vida de los futuros suegros y de Inez, la novia del escritor, graciosamente interpretada por la siempre correcta Rachel McAdams?. El director se permite un par de chistes simples y directos, como el del investigador privado contratado para seguir a Owen que se pierde en el tiempo, y una especie de cameo "king size" a cargo de Carla Bruni?, pero el tono del filme es decididamente romántico y lleno de nostalgia. Y la fotografía, que durante una buena porción de la filmografía de Woody deslumbró a los espectadores subrayando las bellezas neoyorquinas, aquí se rinde incondicionalmente a la indescriptible majestuosidad de los paisajes parisinos y a la irresistible seducción de los rincones cálidos e íntimos que generan a cada paso sus callecitas empedradas y sinuosas. A pesar de proponer un desenlace quizá demasiado explícito, Allen vuelve a lograr una película deliciosa, de esas que se disfrutan con una sonrisa en los labios desde el primer fotograma hasta los títulos del final.
Seas o no seguidor de Woody Allen, no podés dejar de ver esta excelente película, que a través de un relato simple pero tan atrapante como viajar en el tiempo, conduce al espectador por diferentes ramas del arte homenajeando a hombres tan destacados como Picasso, Dalí (interpretado magníficamente por Adrien Brody), Hemingway...
El poder de la ilusión Ya hemos hablado alguna vez por acá de aquella “función” del cine para transportarnos a diferentes espacios, realidades, sentimientos, etc. Pero esta vez es necesario intercambiar la palabra cine por arte en general. Es muy común escuchar artistas que venderían su alma al diablo por estar (aunque sea por una noche) con sus ídolos, en épocas pasadas e idealizadas. Ese querer pertenecer, querer conocer lo que habrían pensado nuestros ídolos, lo que nos hubieran dicho, etc. que se materializa en una imaginación e ilusión de ensueño. La nueva película del (siempre) genial Woody Allen, Medianoche en París (Midnight in Paris, Woody Allen, 2011) nos muestra esta ilusión típica de artista en un relato de lo más logrado. Gil (Owen Wilson) está de viaje por París con su prometida Inez (Rachel McAdams) y la familia de ella. El es un escritor, que tiene en proceso de escritura una novela pero se encuentra bloqueado. Enamorado de la atmósfera parisina pero en total desconexión con sus compañeros de viajes, Gil, en una noche de borrachera cae en una fiesta bastante particular: ubicada en los años ’20, que tiene de invitados a sus mayores ídolos literarios. Pareciera que Allen se ha dado el gusto de hacer una película sobre sus propios deseos. Y, muy lejos de ser algo puramente personal, el film se vuelve el sueño hecho realidad de muchos. ¿Qué harías si te encontraras con tu mayor ídolo? Woody Allen pone en el tapete y trabaja un abanico de ideas interesantísimas. La disconformidad, propia del humano con respecto al presente, el hecho de estar añorando siempre el pasado (actitud sumamente romántica, que caracteriza al personaje de Gil) o de apuntar a un futuro poco cierto; la necesidad de que las obras de arte estén avaladas por una tradición (autores, movimientos, épocas, actitudes) y se inserten dentro de ciertos parámetros; la figura del escritor se pone un poco en ridículo, podría decirse, así como también el cliché del artista y su musa. Si bien pareciera ser una historia sólo apta para literatos, muy por el contrario, es una película sumamente cómica por donde se la mire y con millones de líneas que se desprenden y que no sólo apuntan a un espectador culto. midnight in paris poster Medianoche en París: El poder de la ilusión cine La ciudad de París viene a ser un personaje más que importante y fundamental, así como en la mayoría de sus obras, Allen se dedicó a retratar New York de una manera única y definitoria de su estética, en este film, París es el centro que une el amor (condimento infaltable de esta ciudad), la fantasía, la magia, el arte…Con una fotografía excepcional que inicia la historia con un muestreo de los lugares más bellos de la ciudad de la luces, nos sumergimos en una atmósfera de ensueño y salimos del cine pidiendo por favor un pasaje a Francia. Infaltable en las películas del director en cuestión es su propia presencia protagónica, o bien (y ahora que está veterano) un actor en su reemplazo que reproduce las forma estereotipadas tan típicas de su actuación (hipocondríaco, anti social, intelectual, problemático en sus relaciones con las mujeres, etc.) y esta vez fue a Owen Wilson a quien le tocó semejante desafío; y debo decir que realmente lo ha llevado a cabo con total naturalidad y acierto. Curioso es ver a quien años atrás pegaba patadas junto a Jackie Chan, ahora siendo dirigido por uno de los mejores directores de cine contemporáneos e interpretando la neurótica personalidad de este genio. En fin, sólo me queda recomendarles sin más esta bella película, no sólo para los amantes de Woody o para los literatos. Es un film que refleja el deseo de todos nosotros de vivir en otro lugar, otra época, de ser alguien más. Un pasaje cómico ineludible y una verdadera fantasía para vivir aunque sea por una horita y media.
"PARA COLMO, EL MAL TIEMPO" Woody Allen es un director de Hollywood. Más allá de que él pudiera haberse reformulado, oxidado o erotizado por Eruopa o una prostituta del Pigalle, sus películas son un producto altamente comestible. En este sentido, tratar de acercarnos con "objetividad" o "haciendo de cuenta que Woody Allen es un cineasta cualquiera" demostraría que es tiempo de que cambiemos de trabajo... Woody es una galletita de marca, con copyright y grasas trans. No nos gustó cuando cambiaron el envoltorio, ¡es cierto! La comeremos menos y diremos que sabe peor. Sin embargo, la tendremos siempre en la alacena. Y sí, es como ir a lo seguro. No, ya sé que desde hace diez años que ir a ver Woody Allen es la experiencia de la ramera de Amsterdam sin protección... Pero digo que esta vez el neoyorquino pisó tierra firme, got his head shrunk, y combinó su historia cinematográfica con Hemingway y una contrición. Anotemos, en primer lugar, que se trata de un solo concepto, bien desarrollado y acotado a sus márgenes naturales que en caso de ser traspasados lo arrojarían en el sinsentido. También puede decirse que se trata de una adaptación de A moveable feast, de Ernest Hemingway: la adición de personajes y la minifalda no borran la intención compartida de mostrar París más como un sueño, que como una ciudad bella. Los artistas siempre buscan darle una vuelta de tuerca al mundo; y si admitimos que los guionistas de cine lo son, entonces reconozcamos los anhelos de Gil (Owen Wilson) y comprendamos su interés en escribir una novela, apartarse de sus pacatos suegros republicanos y tratar de capturar a ambas prometidas, la novia parisina de carne y mármol y la naïve americana (Rachel McAdams) cuyas exigencias de compromiso parecen incluir paseos por museos y prados con un pedante profesor. Así es como una noche acepta la invitación de un viejo Peugeot y conoce a Picasso, Buñuel, Dalí, Zelda y Scott Fitzgerald, entre otros. Claro que hay una historia de amor, que viene al caso para apretar a un corazoncito del momento con mucho menos riesgo que si se tratara de Zelig. Por su parte la risa, cuando llega, llega grácil y ubicada, y son pocas las quejas que se nos pudieran hacer del estilo "me trajiste a ver una comedia" (lo cual nos depara una vida marital mucho más angustiosa que si hubiera reclamado por haber asistido a una función de Van Damme). Y mientras tanto, Woody nos quiere hacer creer que "todo tiempo pasado NO fue mejor", y tenemos que aceptarlo, porque por algo hay tanta obesidad en EEUU: su fast food y sus cookies son exquisitas.
Medianoche en París (Midnight in Paris) es un cuento de hadas, el film más concientemente infantil de toda la obra de Woody Allen. Un cuento suave y etéreo que se acaba en un suspiro, que disipa cualquier conflicto a velocidad de varita mágica para entregarnos finalmente la sonrisa del príncipe ante su deseo cumplido. Y como niños nos quedamos con ganas de más y queremos que venga otra vez la carroza que nos lleve de parranda con nuestros ídolos del arte. Y como adultos tomamos prudente distancia y nos sentimos un poco frustrados porque sabemos que la fábula es demasiado ingenua, principalmente porque resulta evidente cuál es la variable faltante en este ejercicio de añoranza de épocas doradas: la Historia. A simple vista, es cierto, la trama parecería no necesitarla, pero luego ocurre algo curioso: esa ausencia termina cobrando fuerza, justamente porque se instala como inevitable fuera de campo, el lugar en donde las hadas son espantadas por el horror. Allen abre la ecuación para el espectador. Vayamos a una escena puntual, aquella en la cual Gil (Owen Wilson) visita junto a Ernest Hemingway la casa de Gertrude Stein, en donde conoce a Picasso y a Adriana (Marion Cotillard, magnífica en su sofisticada sencillez). Un quiebre se produce allí: fascinado con Adriana, Gil deja por primera vez de prestar atención a las celebridades de su entorno y se concentra en la muchacha. Los vemos a ambos entrar solos en una habitación mientras los demás personajes quedan detrás, casi perdidos en un rincón del encuadre. El efecto es extraño, porque como espectadores queremos seguir indagando en la vida de esos genios que ahora quedaron momentáneamente relegados. Aunque sus cuerpos se nos escapen, algo alcanzamos a oír: Stein le dice a Hemingway que su editor aún no le dio noticias con respecto al último libro del escritor. En ese diálogo lateral los artistas se abocan al costado menos glamoroso del arte: la burocracia, los intentos fallidos, las frustraciones, las negociaciones, la industria cultural triturando la mística de la vida bohemia. Es como si Allen estuviera explicitando en esta escena, en este desplazamiento, que en su fantasía no hay espacio ni tiempo para los detalles de lo real cotidiano. En los sueños de Gil no hay lugar para el tedio ni para el dolor social: en sus idealizados años veinte sólo se admiten los highlights (¿acaso en los sueños existen los tiempos muertos, los tiempos de la espera? ¿Acaso un sueño es otra cosa que un clímax detrás de otro?). Sí, es verdad, Hemingway en algún diálogo menciona la guerra y Zelda Fiztgerald amenaza con tirarse al Sena, pero esos momentos funcionan más como datos pintorescos de los personajes que como flujos de tensión. Si los personajes famosos del film se reducen a un puñado de rasgos básicos y reconocibles es porque provienen de la imaginación selectiva del protagonista, que sólo quiere recordar el rostro festivo (y estereotipado) del pasado. Nadie habla de la carga de tristeza que viene con el paquete, y este es el hueco que a nosotros nos toca completar con nuestros propios ecos y temores. Por otro lado, sospecho que confrontar a Gil con un hecho histórico concreto (una imagen de Hitler, por ejemplo) habría sido una opción demasiado fácil para empujarlo a preferir su presente. Pero ésta no es la idea de la película. Todas las peripecias que atraviesa Gil no tienen otro objetivo que hacerlo jugarse por su deseo más profundo, asumiendo lo único que siempre llevó “piel adentro”, ya fuera en la vigilia o en el país de las maravillas. Escribir, París, el amor sincero. Anclas para el hoy. Gil nunca pretendió mudarse al pasado, pero aprovechó para descubrir otras ansiedades y beber de las vehemencias tan admiradas. El viaje en el tiempo le permitió encontrar, sobre todo, el entusiasmo. Que no es otra cosa que el futuro.
Trataré sólo tres elementos de Medianoche en París de Woody Allen: dos elementos técnicos narrativos y el tono de la historia. ¿Cómo hace para hacer pasar al protagonista de nuestra época a 1920? Éste es un problema que cualquier escritor de ficción debe resolver en un texto fantástico. Usa un automóvil antiguo que pasa cuando suenan las doce de la medianoche, por una esquina y lo lleva a Gil al París que desea conocer en vivo y en directo. Alucinación, o sueño, no necesita precisar la clasificación de la experiencia porque es una historia fantástica y Gil cuenta que tomó bastante red wine en una cata de high society pero no como para hacerlo perder la conciencia. Si digo género fantástico y París, digo Julio Cortázar. Y entonces recuerdo El otro cielo, La noche boca arriba, donde recurre a cambios de espacio y tiempo como en el film que nos ocupa. La trama celeste de Bioy Casares, o El milagro secreto de Borges, también recurren a artificios donde los personajes se ven llevados a mundos paralelos o a una alteración del tiempo y del espacio. En el cuento mencionado de Borges, el tiempo que Dios le da al protagonista es para concluir la escritura de una obra literaria. Woody Allen recurre a un diario íntimo encontrado entre antigüedades para ligar un dato entre dos tiempos en el romance entre Gil y su Adriana imposible. El hallazgo de libros o textos es otro motivo literario muy clásico que se encuentra por ejemplo, en el Quijote de Cervantes. Mi lectura apunta a que Medianoche en París es un film homenaje a los escritores de ficción. Su protagonista logra que el mismísimo Ernest Hemingway opine sobre su novela. No le interesa la opinión de Paul ese pedante contemporáneo que se quedará con su prometida. Es considerable lo que Hemingway dice en el automóvil acerca del amor y de la muerte, aunque luego le dé algunas pinceladas de caricatura. La fantasía realizada del film es que la primera novela de Gil, de la que dudaba en calidad, ha sido aprobada por su maestro literario. Así como en Hollywood ending toda la historia concluirá en un witz en el que se ríe de la crítica de cine, en este film parece concentrarse en el particular modo en que Gil se autoriza como novelista. Gil deja su cómoda vida de guionista de Hollywood para largarse a la bohème parisina que sí le interesa y con la que sueña, y en la que algunos de nuestros mejores escritores como Sábato en su época surrealista, Cortázar y Saer produjeron sus ficciones. París es ante todo una gran musa literaria y “el lenguaje es él mismo una compañía”, según aclarara Lacan en 1969. Woody Allen vuelve a reírse sin piedad de las imposturas posmodernas, y como analizante que parece seguir siendo, insiste en las huellas de la singularidad que en esta historia ubica también en el gusto por las antigüedades. Comparar el París de Woody Allen con el París de nuestros escritores argentinos es una licencia literaria, local y convencida.
Y vuelve Woody, quizá más personal que nunca, y a la vez es menos Woody que otras veces. No me pidan que les explique porqué, es una percepción rara, la peli de cabo a rabo tiene la sustancia de Woody Allen, pero quizá es una de las que menos se ve esta cosa psicológica y amoril (aunque la tiene). Si en cambio encontramos sus innumerables referencias (más que referencias en este caso :D ) arte, miedos hipocondríacos, cine y literatura. Y si aparece el amor, pero no esta explotado como en otras pelis de él. A aquellos que gustan de sus películas, esta les va a encantar. Y a los que no, atentos, porque puede que también les guste. ¿Por qué? Porque tiene el aire a medio camino entre sus típicas películas y aquellas otras como Un sueño de Casandra o Match Point. Así que por las dudas, amantes o no del cine del director, intenten verla, porque no solo es genial, sino que a demás se recrearan la vista con imágenes de Paris que dejan embobado literalmente. ¿Por qué me gustó tanto? Porque tiene ese pasaje mágico que unido a la verborragia y estilo de sus películas arman una cinta que es una maravilla. Porque esto de viajar por el tiempo a épocas pasadas, de pensar “que bueno haber podido estar allí en determinado momento aunque más no sea un ratito como espectador forastero” es parte de mis pensamientos mágicos favoritos. No es azar que tanto me gusten las películas de época, que en dos horas me transportan a un lugar y tiempo pasado, muuuy pasado, no es azar que adore las construcciones que se caen a pedazos, las vestimentas antiguas, etc. Y esta peli da con eso, con esa fantasía que tenemos de haber vivido otra época, y haber sido contemporáneos de alguien a quien admiramos. Y allí en ese camino se pone a explorar y disfrutar la peli. El lugar, como ya dijimos, Paris. Las actuaciones, geniales. Eso si, el personaje principal (Owen Wilson) no termina de cerrarme, no lo hace mal, pero en todo momento que lo escuchaba, escuchaba a Woody Allen, no considero que supo hacer suyos esos diálogos, cosa que por ejemplo con el protagonista de Si la cosa funciona, no me paso. Pero los demás están todos muy bien, entre ellos, Adrien Brody y Alison Pill sobresalen según mi criterio. La gran protagonista de todos modos, sigue siendo Paris. Como otra cosilla que no me gustó, además del protagonista, es la resolución del personaje de Marion Cotillard. Y quizá el final algo simplista, aunque esta bien de todos modos. Así que en definitiva una peli para disfrutar, para pasear por las distintas épocas de Paris y dejarse enamorar.
Desde “Alice” en adelante, Woody Allen apeló a elementos mágicos en sus comedias sentimentales. Así, sus personajes neuróticos y abrumados encuentran una salida a su rutina y sus tormentos por la irrupción de lo inesperado. “Medianoche en París” luce como una feliz combinación entre “La rosa púrpura de El Cairo” y “Todos dicen te quiero”. Gil, guionista americano de paso por París, al llegar la hora de las brujas se despide de su pareja y de sus amigos con cualquier pretexto y sale a callejear, hasta que encuentra lo que busca y lo trasladan al París de los años locos, cuando la ciudad era una fiesta disfrutada por Hemingway, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Buñuel y Dalí. El arte, la bohemia y la libertad a cada paso. Y la posibilidad de enamorarse de una desconocida a la que podría perder irremediablemente. Lo mejor de Allen en mucho tiempo.
Las puertas de la percepción El último opus de Woody Allen se ha estrenado el fin de semana en nuestras salas, configurando un año por demás inusual para el director newyorquino (se trata del tercer estreno de Allen en menos de seis meses, luego de Conocerás al hombre de tus sueños y Que la cosa funcione, ambas presentadas con retraso) que sugiere una certidumbre: Allen viene teniendo una de sus mejores rachas cinematográficas, al menos de su época madura. Ya no debería quedar lugar a dudas, tampoco, acerca del cariño que el público argentino, cordobés incluido, le tiene al geniecillo neurótico, que como ya hemos dicho en los últimos quince años venía entregado más fiascos que otras cosas, aunque ahora la tendencia parece haberse revertido. Medianoche en París es, efectivamente, una de las mejores películas de Allen en mucho tiempo, aunque no precisamente porque recupere el costado que suele ser más celebrado por el público, sino todo lo contrario. El cine de Allen es monotemático y multifacético al mismo tiempo. Aunque sea un cliché, puede decirse con razón que Woody viene filmando la misma película desde hace décadas, o que cada nuevo filme suyo constituye un capítulo más de una gran obra. Una película interminable donde su mirada irónica del mundo, a veces lúcida pero otras tantas cínica y misántropa, ha dejado ya de constituir un acicate para el espectador, y puede llegar a configurar hoy un refugio seguro desde el cuál reírse del mundo y de las miserias ajenas. Pero al mismo tiempo, como todo buen director, Allen siempre puede sorprendernos, y donde antes había esnobismo vacío, o una apropiación fetichista de la cultura y la historia occidental (muy propia de una clase social específica, a la que Woody suele retratar con una mezcla de fascinación y dureza, y con la que la platea siempre se identifica), hoy podemos encontrar una luz de honestidad y verdad, acaso recuperar ésa humanidad que se hallaba escondida tras los devaneos nihilistas del director. Jonathan Rosenbaum, aquél monumental crítico que nos visitara hace ya un año para la Semana de la Crítica, supo sintetizar el nudo del asunto al postular que la clave del cine de Allen está en hacernos sentir a nosotros, los espectadores, más inteligentes que sus personajes: la empatía se construye allí desde la compasión, sentimiento peligroso pues implica la subvaloración de su objeto (el sujeto de la compasión). Pero el cine de Allen siempre tiene sus bemoles, e incluso la radicalización de su personaje arquetípico, el intelectual antisocial, neurótico, lúcido y despreciativo, puede ocasionar otros efectos y llegar a configurar una particular transgresión de lo políticamente correcto o lo socialmente establecido (ver a Larry David en Que la cosa funcione). El principal mérito de Medianoche en París, sin embargo, está justamente en alejarse de esta fórmula narrativa: esta vez, el alter ego de Allen, Gil Pender (el gran Owen Wilson), sigue siendo un escritor frustrado, pero sin ningún atisbo de genialidad, ni tampoco grandes delirios egocéntricos. Es, más bien, un hombre simple, inocente y bondadoso, que quiere probar suerte con su verdadera vocación, luego de haber triunfado en Hollywood como guionista. A París irá con su futura esposa, Inés (Rachel McAdams) y sus suegros, en busca de una inspiración que no encuentra, aunque allí tampoco tendrá mucha suerte, pues sus días pasarán entre visitas a museos y la compañía de una pareja amiga de Inés, cuyo principal interés es un supuesto intelectual tan pedante como insoportable. Una medianoche, empero, el mundo se le abrirá: un auto antiguo lo subirá y lo llevará sin explicaciones a su adorado París de los años ´20, donde podrá encontrarse y conocer a sus grandes ídolos de la literatura, la pintura y el cine, como Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Luis Buñuel y Salvador Dalí, entre muchos otros. Allí encontrará también a Adriana (la bellísima Marion Cotillard), una amante circunstancial de Picaso, de quien no tardará en enamorarse, como tampoco en aprender las trampas que conlleva la nostalgia. Filmada con evidente elegancia, Medianoche en París es también un homenaje de Woody a la ciudad de la luz, que funciona como un personaje más de la película, aunque sin caer nunca en la estética publicitaria: Allen registra a París con planos generales y encuadres cuidados, más un uso de la luz que evidencian un sincero amor, muy lejano a las postales for export (la ciudad funciona como un gran fondo de la historia, siempre sugerente y casi nunca en primer plano). El humor no está aquí tan acentuado en diálogos mordaces o ingeniosos, sino más bien en la caricaturización de ciertos personajes famosos (con lo que Woody parece reírse de sí mismo), y en una gran interpretación de Wilson, que vuelve más humano y querible al eterno alter ego del director. Y si la nostalgia es el centro temático del filme, Allen da aquí otro giro inesperado, ya que ahora postulará con lucidez que la mirada idealizada del pasado no es más que un engaño del presente. Por Martín Ipa