La pesadilla del asistencialismo Ken Loach es uno de esos realizadores que vienen filmando -detalle más, detalle menos- la misma película desde sus trabajos televisivos de la década del 60 hasta nuestros días, lo que en términos prácticos constituye un ejemplo de coherencia e impetuosidad política como ya casi no existe en nuestra apática contemporaneidad, siempre controlada por una industria cultural y una prensa burguesa idiota que construyen un modelo de representación de la realidad vinculado a mantener el estatus de esa clase media alta que se desinteresa de todo lo que no sea ella misma y que para colmo se la pasa avalando a los gobiernos encabezados por una oligarquía reaccionaria e inhumana. La militancia de izquierda del director siempre estuvo orientada a retratar el devenir y los padecimientos del proletariado inglés (pobreza, marginalidad, falta de perspectivas a futuro, etc.) y todo ese conjunto de barbaridades que llevan a cabo las administraciones conservadoras en el poder (represión, flexibilización laboral, deshonestidad, prebendas hacia los sectores del capital concentrado y salvaje, etc.). Continuando con su estrategia de revertir la invisibilidad a la que están condenados los humildes en el ámbito artístico actual, Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) es otro glorioso capítulo en la cruzada de Loach en pos de denunciar la complicidad del Estado en el sostenimiento y expansión de la desigualdad detrás de un sistema económico que sentencia a la miseria a buena parte de la población. Desde que en los 70 los activos financieros reemplazaron al trabajo como eje de la cadena de valor, los antiguos obreros se transformaron en lúmpenes y la burguesía de servicios en una portavoz lobotomizada de los intereses hegemónicos, un cuadro de situación que a su vez se completa con un régimen asistencialista que suele enarbolar una idiosincrasia de naturaleza y ribetes kafkianos. Precisamente, es ese manojo laberíntico, pesadillesco y demencial el núcleo de la historia que nos ocupa, una que vuelve a servirse de un desarrollo semi neorrealista apuntalado en el slang de los suburbios, un ritmo sosegado, fundidos a negro entre las escenas y mucho inconformismo de barricada. El protagonista al que hace referencia el título es un carpintero de Newcastle de 59 años que debido a un infarto no puede volver a trabajar por el momento, circunstancia que lo lleva a solicitar una ayuda estatal que poco a poco se convierte en un martirio inexplicable de trámites, categorizaciones, delirios varios, recategorizaciones y pérdida progresiva del respeto propio como ser humano. Daniel Blake queda atrapado en una red burocrática tan insensible como impersonal que trata a los excluidos y sus familias como simples números y no da soluciones concretas en ningún momento, más bien todo lo contrario: el esquema hace de la perversión su precepto rector porque eventualmente obliga al hombre, cuando los tests reduccionistas de turno lo descalifican como beneficiario del seguro por enfermedad, a buscar trabajo para recibir un magro subsidio mensual a pesar de no estar en condiciones de volver al ruedo. El círculo de la desesperación sólo encuentra un atenuante cuando Daniel traba amistad con Katie, una madre soltera con dos hijos en un estado similar de abandono. Mientras que por un lado el director reutiliza los recursos del documental para apegarse a los hechos con vistas a construir un caso testigo de tantos otros a lo largo y ancho de Gran Bretaña y el globo en general, por el otro -y sobre todo en esta oportunidad- pone de manifiesto el sadismo sin precedentes que ejercen los esbirros de las dependencias gubernamentales vía acción u omisión, siempre más atentos a los tecnicismos expoliadores, el autoritarismo y los planteos ridículos que a resolver el problema de fondo u ofrecer una respuesta en verdad satisfactoria. La misma esencia del asistencialismo aparece desnuda en la película gracias al señalamiento de esta característica central de toda la estructura, la de reproducir las injusticas y los desajustes sociales en el tiempo a través de paliativos cuyos requisitos para su obtención parecen ideados por uno de los funcionarios del fascismo en su versión/ parodia orwelliana (en nuestro Tercer Mundo las formalidades son más laxas, no obstante el cúmulo de menesterosos sobrepasa en proporción a sus homólogos de Europa). En un capitalismo orientado a la timba financiera, la corrupción, la vulgaridad mediática, una economía uniforme y no diversificada, un cuadro fiscal regresivo y la destrucción del empleo, la vieja fórmula -venida a menos- de la masa adormecida del extinto Estado de Bienestar hoy por hoy continúa vigente aunque aggiornada mediante la hipocresía retórica de los tecnócratas y sus secuaces asociados a un empresariado de índole explotadora. La propuesta se basa en el excelente desempeño de Dave Johns como Daniel y Hayley Squires como Katie para hacer del naturalismo su principal arma política y el signo irrevocable de su integridad, esa que la crítica cinematográfica burguesa no llega a comprender en su banalidad consumista solventada por un mainstream que tiende a celebrar la cultura de la irresponsabilidad social y el desinterés por el prójimo, como si todos fuésemos islas en el océano de la utopía mercantil del neoliberalismo. Yo, Daniel Blake es un film extraordinario que llama a la solidaridad y la resistencia contra la derecha putrefacta que nos gobierna…
La máxima ganadora de esta edición fue un panfleto sin ingenio, de buenas intenciones pero ineficaz y contradictoria frente al tema elegido. Es legítimo querer cuestionar el orden vigente económico mundial, que naturaliza sus injusticias, como si el neoliberalismo fuera un plan evolutivo de la especie surgido de las entrañas de nuestros genes. Pero el camino elegido por el cineasta inglés Ken Loach en I, Daniel Blake es una representación bastante inocua y narcótica de cara a las asimetrías sociales que detecta. Lo que vemos es conocido, y su tratamiento, más que hendir el sentido común para poder pensar algo nuevo o simplemente ver de otro modo, redobla la familiaridad del tema y congela el diagnóstico, apelando al peor argumento político en el cine: la empatía sensiblera.
Ken Loach conoce como nadie a la clase obrera inglesa, y en esta oportunidad se mete de lleno con la actualidad y urgencia de un sistema que expulsa en vez de contener y que genera día a día a miles de pobres. Daniel Blake luchará por su pensión tras la decisión de la ART de impedirle volver a su trabajo, y en el camino que comienza en solitario, pero que luego se suma una mujer con sus hijos, se habla de una realidad que golpea y duele, y que, en más de un punto, sirve para ejemplificar también la situación actual del sistema previsional y social de nuestro país.
Película ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes del año pasado, su director, Ken(neth) Loach, vuelve a ser reconocido con este galardón luego de diez años. Aquella vez fue premiado por “El viento que acaricia el prado”, su trabajo más reconocido. Daniel (Dave Johns), el protagonista de esta historia, es un carpintero de 59 años que sufre un infarto y que, por su débil estado de salud, la doctora que lo controla no le permite volver a trabajar. Con esta condición recurre al estado para que le den un subsidio por incapacidad, pero, en vez de encontrar una solución, se ve envuelto en un círculo burocrático deshumanizante. En las idas y vueltas de estos interminables trámites conoce a Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos hijos que también está penando por la falta de ayuda del estado. La película denuncia la falta de garantías que brinda el estado a sus ciudadanos y la poca consideración que tiene a sus derechos. Vemos toda una maquinaria que, con una implacable perversidad, genera, o, mejor dicho, por ser la cuna de la Revolución Industrial, produce, pobres. El gobierno fagocita la vida, sueños y esperanzas de sus ciudadanos, reduciéndolos a la nada. Los esfuerzos de Daniel y Katie por salir adelante son embestidos por la inacción de un ente público que no los protege y los desmoraliza. El largometraje es un grito de repudio a la administración pública y las políticas laborales de Inglaterra. El pesimismo de la historia termina jugando más en contra que a favor. La (re)visión exacerbada de Loach para con el gobierno británico está tan manipulada que, al ser tan evidente, termina por encasillarse en un discurso que apela a la sensibilidad, perdiendo todo rasgo de denuncia. Los empleados estatales, por ejemplo, dan respuestas automáticas como lo hace Johnny Cab, el robot taxista de “El vengador del futuro”, que no entiende las directivas de Schwarzenegger. Lo que se sugiere acá es la imposición de una doctrina como si fuese similar a la programación de un autómata. Los empleados pierden todo rasgo humano de empatía y son subyugados por el poder que imparte el estado. Solo una funcionaria pública, una excepción entre tantos “sometidos”, “tiene la capacidad” de ver la realidad para darle una mano (mínima) al protagonista. Lejos de este oasis, el padecimiento de Daniel se acentúa con los llamados y sus esperas eternas en el contestador y los trámites públicos extenuantes con su imposible conclusión. Todos recursos que alejan al relato de la denuncia y lo acercan más, aunque sin querer y salvando las distancias, a la cinematografía de Michael Haneke (“Funny games”, “El séptimo continente”), que se destaca por el padecimiento al que son sometidos sus personajes. Remarco, otra vez, que la intención primaria de Loach no es hacer sufrir a sus personajes, sino hacerlos transitar y pelear por su bienestar en un mundo (diegético) que les da la espalda. El objetivo del director es conmover al espectador, no provocar incomodidad. “Yo, Daniel Blake” reflexiona sobre el rol del estado, sobre su accionar ideal y real, pero su planteo político pierde entereza cuando vira a un dramatismo con intenciones lacrimógenas. Puntaje: 2,5/5
El outsider La última película de Ken Loach, ganadora de la Palma de Oro en el 69 Festival de Cannes, plantea la historia de un carpintero de 59 años que tras sufrir un infarto no le queda otra que recibir asistencia estatal, y la burocracia del sistema de pensiones británico se la niega. Antes de ver las primeras imágenes de Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) se escucha un diálogo. Es la insólita hoja de requisitos que debe responder el protagonista para que le otorguen su pensión por discapacidad. Los requisitos determinan que el hombre, que no puede trabajar por exigencia médica, está en condiciones de hacerlo: su pensión es rechazada. Como no puede trabajar ni tampoco cobrar la pensión correspondiente pide una pensión por desempleo. Su sinsentido se extiende: tiene que demostrar que busca trabajo a diario para cobrarla, y de obtenerlo, rechazarlo por pedido médico. El cine de compromiso social del veterano director de El viento que acaricia el prado (The Wind That Shakes the Barley, 2006), adquiere en la figura de Daniel Blake (Dave Johns) un eslabón más cercano en su obra, la de un británico anciano desamparado por el sistema que no termina de encontrar –ni entender- su lugar en el mundo. Otra vez estamos del lado de los outsiders del sistema, peleando por las injusticias sociales y por denunciar un mundo cada vez más desalmado, donde la humanidad no encuentra su razón de ser. Pero esta vez el argumento no recae sobre la Guerra Civil española (Tierra y libertad, 1995), ni sobre los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos (Pan y rosas, 2000), sino sobre un personaje cercano en edad y ubicación geográfica al director. Daniel Blake es rechazado por el sistema social al que justamente aportó, como buen ciudadano, toda su vida laboral. Reclama derechos lógicos y se ve inmerso en un espiral de humillaciones para obtenerlos. Su condena es haber creído en un Estado que tiene que brindar la asistencia social a la población que necesita de ella y, en lugar de eso, busca cláusulas y motivos para no pagar. Daniel Blake no entiende a su joven vecino inmigrante que trafica ilegalmente zapatillas para vivir. Es significante su caso, porque este joven de origen africano encuentra por fuera del sistema su forma de sobrevivir. Tampoco entiende a la mujer, madre de dos hijos, que conoce en las oficinas estatales justo cuando le niegan la ayuda social por llegar tarde a cobrar el dinero. Ante la necesidad económica se ve obligada a prostituirse. Ambos jóvenes encuentran soluciones por fuera del sistema, sin embargo, Daniel Blake resiste dentro de él. Daniel Blake -¿cómo Ken Loach?- es un hombre de otro mundo. Por eso no se le ocurre trabajar en negro o buscar un testaferro para cobrar por su trabajo y seguir viviendo dignamente. Por eso no se le ocurre acceder a responder lo que la oficina de ayuda social necesita escuchar por más tonto que sea. Es un hombre forjado a la antigua, cuyos valores y principios lo llevan a pelear por sus derechos ante un Estado que lo ningunea. Basta pensar lo ocurrido hace días en Argentina en materia de reducción de pensiones por discapacidad, y pensiones a jubilados, para trazar paralelos. Y sino ver que uno de los quiebres del protagonista es cuando le llega la impagable boleta de luz y gas. Tanto en el primer mundo como en este los sufrimientos son los mismos parece decirnos Ken Loach a sus ochenta y un años de edad. Su visión pesimista del mundo queda reflejada en esta película que, si bien no es su mejor film, tiene ese toque personal del hombre fuera de época que lo identifica.
Es el film que ganó la Palma de Oro en el ultimo Festival de Cannes, y coleccionó otros premios entre ellos el Cesar, el Bafta y el Donatello a la mejor película de la Unión Europea. Su director Ken Loach, una leyenda, nos regala un film realista, conmovedor, que debería ser de visión obligatoria pora todos los empleados de oficinas públicas que tratan con personas necesitadas. Un planteo simple, un carpintero, orgulloso de su profesión debe dejar de trabajar por problemas cardíacos, es lo que le señala su médico. Pero cuando acude a pedir ayuda del estado, hasta que mejore su condición, se encontrara con barreras burocráticas infranqueables. En ese laberinto se cruzara con una madre que padece hambre, para que sus chicos coman y un vecino que tiene “un rebusque”. Una trama de dificil pero profunda solidaridad que emociona con armas legítimas. Grandes actores Dave Johns, Hayley Squires, Briana Shann entre otros. Climas bien logrados, sin gradilocuencias, con detalles reveladores, y una critica a los servicios sociales ingleses que en un tiempo fueron los mejores del planeta pero que desde la época de Margaret Thatcher se fue privatizando y cambiando radicalmente. Las situaciones violentas que vive ente hombre de 60 años, un analfabeto en tema del uso de las computadoras que solo puede hacer un tramite en una de ellas y nadie puede ayudarlo según las normas, es de una reveladora y refinada crueldad sin límites. Una de esas peliculas inolvidables.
“Yo, Daniel Blake” es una piña en el pecho, una muestra de que el estado puede ser muy cruel, sea en Inglaterra, en Argentina o en China. Muchas veces el sistema gana… o siempre? La historia de Daniel Blake, es tan cruel como real, tan inevitable como honesta. Daniel Blake sufre un infarto y a causa de eso debe dejar de trabajar por un tiempo. A raíz de ello emprende una odisea, porque no es un trámite, para sacar un seguro de desempleo. Las peripecias de este hombre que bordea los sesenta años, es muy similar a las que puede pasar cualquier jubilado o persona adulta por estos lados. La burocracia, el no ponerse en el lugar del otro, el abandono por parte del estado, todas estas realidades se reflejan en este film dirigido por Ken Loach. En la piel de Daniel Blake está Dave Johns quien hace un trabajo impecable, junto a Hayley Squires que encarna a Katie, una joven con dos hijos que también está transitando un difícil momento; y la vida, o el destino, hace que terminen apoyándose uno al otro y entablando una relación entrañable. “Yo, Daniel Blake”, te pone en la cara aquello a lo que todos tememos, es un golpe al alma y por momentos hace que se estruje el corazón. Grandes actuaciones con una historia sencilla en cuanto al contarla, aunque dura para transitarla.
Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de 2016, la última película de Ken Loach (The Wind That Shakes the Barley, The Angel’s Share) es una desvastadora radiografía social quizás un poco panfletera pero más que relevante en los tiempos que corren. El foco de la película se centra en el viudo Daniel Blake (Dave Johns, extraordinario en su sencillez) quien tras sufrir un infarto es considerado capaz de seguir trabajando, aún cuando su cardiólogo personal estima que no está apto para regresar. El aparato gubernamental, pronto descubre Daniel, es un sistema ocioso que no se preocupa por el ciudadano o está tan desbordado que no tiene tiempo para ocuparse uno a uno de todos los que necesitan asistencia del Estado. Sumado a esto, la iliteralidad cibernética de Daniel le prohíbe completar un simple formulario para apelar la sentencia que le permita cobrar el seguro de desempleo. En el camino el carpintero viudo se cruza con Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos hermosos pequeños obligada a vivir en un hostal para personas de bajos recursos y amonestada por llegar tarde a una cita gubernamental por no conocer la zona a transitar. Este encuentro es el chispazo para que Daniel intente luchar contra el sistema perverso, pero con resultados infructuosos. A cada paso que el logre, la burocracia lo aplasta una y otra vez. Misma suerte corre Katie, quien protagoniza uno de los momentos más devastadores de la cinta cuando acude a un banco de alimentos con sus niños. Entre esos duros momentos recorre Loach junto a su guionista y colaborador asiduo Paul Laverty la vida de estos británicos sin suerte, mostrando una y otra vez que la gente quiere salir de la situación en la que se encuentran, que hay voluntad de ayudarse los unos a los otros, pero que se ven constantemente asediados por un conglomerado mucho más grande que ellos, simples hormigas, cifras en un sistema muy fallido. En un mundo donde nadie los comprende o nadie se molesta en hacerlo, Daniel y Katie se tienen entre sí. Johns y Squires hacen una dupla estupenda, aprovechando la economía del guión y sus líneas y maximizando la química casi paternal que forjan empujados a la situación límite donde han sido empujados. La escena del banco de alimentos es tan sólo la primera de unos cuantos momentos desesperanzadores del film. Loach tiene otros malos tragos bajo el brazo. Y justo cuando el momento triunfante de Daniel llega, el batacazo final es quizás algo telegrafiado pero no por ello menos demoledor. La vida es impredecible y extraña, pero no deja de doler que el sistema gubernamental esté podrido hasta la médula y no actúe en consecuencia. El premio mayor de Cannes quizás le haya quedado un poco grande a Loach en vista de las circunstancias, pero I, Daniel Blake es insoslayable en el estado actual de la sociedad mundial toda. Y eso, a veces, es más que suficiente para dejar una huella fuerte en el espectador, como la simple y triste historia de Daniel Blake.
Yo, Daniel Blake, de Ken Loach Por Hugo F. Sánchez Daniel Blake tiene 59 años, es viudo, está enfermo del corazón, apenas puede manejar un celular obsoleto, no tiene computadora y escribe con un lápiz de carpintero. Porque Daniel Blake es carpintero, eso lo define, sabe trabajar con las manos, no necesita decirlo pero cree en honrar la palabra empeñada. Se podría decir que DB es de otra época pero no, es de esta, no está muerto, está enfermo y hasta que el médico certifique que su vida no corre riesgo no puede trabajar. Así que mientras tanto no tiene ingresos, así que debe recurrir al Estado para que le den una pensión temporaria por incapacidad. Y si bien jamás pensó que iba a necesitarla sabe que es su derecho, el obstáculo es que sí, es esta época y aunque forma parte de ella, el presente lo va empujando hacia la periferia. Pero DB es testarudo y cree en sus propias fuerzas y sobre todo en su dignidad, así que emprende los trámites para conseguir la pensión pero del otro lado está el Estado, éste Estado, el de ahora, el del presente, que va a hacer todo lo posible para hastiarlo, doblegarlo, correrlo. Con una carrera enfocada principalmente en retratar los conflictos sociales que trae aparejada la modernidad, Ken Loach (Riff-Raff, Tierra y libertad, Kes, Agenda secreta, Como caídos del cielo) no duda en golpear debajo del cinturón cuando considera que su mirada no quedó del todo clara. Este enfoque hizo que con el correr de los años prácticamente se convirtiera en un lugar común criticarlo como un dinosaurio, empeñado en hacer siempre lo mismo con apenas algunas variantes y de esa polémica no está exceptuada Yo, Daniel Blake -Palma de Oro en Cannes 2016-, tildada como panfleto proletario y un poco más allá, como un relato que daba cuenta del agotamiento del director británico, un dinosaurio que ya no tenía nada que aportar. Bueno, con 81 años, con su puesta clásica y bien cercana al cine documental -y a las problemáticas que aborda-, Loach sigue su camino y es implacable a la hora de contar la vida y la supervivencia de sus criaturas que representan a millones de personas que son desplazadas a la marginalidad. Héroe de la clase trabajadora, el protagonista (Dave Johns) lucha contra la burocracia, acusa el golpe de las injusticias pero pelea contra el sistema, se planta. Pero no es solo él sufre la miseria y el film se encarga de exponer una problemática que alcanza también a los jóvenes. Y entonces ahí está DB, que ayuda a una joven madre soltera (Hayley Squires) con dos hijos que tuvo que mudarse a 400 kilómetros de de su lugar por el alto precio de los alquileres, aporta su vida como ejemplo moral para su vecino, también muy joven, que vende zapatillas importadas de contrabando, se enoja con los servicios sociales y da cuenta del absurdo laberinto burocrático al que exponen diariamente a miles de desgraciados sin recursos. Loach va recorriendo cada una de las estaciones del descenso hacia la pobreza y la marginalidad y efectivamente, no es para nada sutil a la hora de retratar la caída de DB y de su entorno, pero en du defensa, el hambre, los malos tratos, el frío, la indiferencia no son precisamente sutiles y el realizador parece estar convencido que solo la brutalidad del relato transmitirá la crudeza del universo que muestra la película. Probablemente Ken Loach podría decir lo mismo desde otro lugar, sin efectismos ni remarcaciones, pero en su conjunto Yo, Daniel Blake tiene la potencia noble y extraordinaria de un director que confía en el camino elegido desde siempre y supuestamente debería jubilarse. YO, DANIEL BLAKE I, Daniel Blake. Reino Unido/Francia/Bélgica, 2016. Dirección: Ken Loach. Guión: Paul Laverty. Elenco: Dave Johns, Hayley Squires, Sharon Percy, Briana Shann, Dylan McKiernan, Natalie Ann Jamieson, Jane Birch, Stephen Clegg, Colin Coombs, Harriet Ghost. Producción: Rebecca O’Brien. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 100 minutos.
Este film ganador de la Palma de Oro en Cannes narra la historia de un carpintero que, recuperándose de un ataque cardiaco y sin posibilidades de volver inmediatamente a trabajar, no logra que el Estado le conceda beneficios. De eso y de su amistad con otras personas marginadas por el sistema. Loach retrata la burocracia como un gigantesco laberinto impersonal y transforma a su personaje en alguien que decide tomar la lucha por la dignidad en sus manos, un poco como en otras de sus películas, como por ejemplo “Caídos del cielo”, aún una de sus mejores obras. El problema del film consiste en el “buenismo” de Loach, que pone al Estado en el lugar del villano y a los pobres, en el de víctimas sin medias tintas ni ambigüedades. El acierto, que todo tiene una dimensión humana donde no falta el humor y se acerca, desde su épica mínima, al heroísmo, a temas que superan la realidad contemporánea.
Ken Loach vuelve a enfocar su cámara en quienes son invisibles para el sistema Con 81 años, más de cinco décadas de trayectoria y películas que ya son verdaderos clásicos, como Poor Cow, Kes, Agenda secreta, Riff-Raff, Como caídos del cielo o Tierra y libertad, Ken Loach es uno de los directores más consecuentes y potentes en su reivindicación de la clase obrera, esos trabajadores de clase media-baja que sufren la constante y progresiva degradación de sus condiciones laborales; es decir, de su dignidad y su autoestima. El realizador británico consiguió su segunda Palma de Oro del Festival de Cannes en 2016 con Yo, Daniel Blake (la primera había sido en 2006 con El viento que acaricia el prado), film que tiene como protagonistas a uno de esos héroes (mártires) de la clase trabajadora que tanto les gustan a Loach y a su habitual guionista Paul Laverty, en este caso acompañado por el personaje de Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos pequeños que viven en condiciones más que vulnerables. Loach construye otra cuestionadora mirada a la falta de trabajo y oportunidades, a la crueldad de la kafkiana burocracia estatal (muchas veces asociada con la insensibilidad del sector privado) y a las miserias del poder. Puede que por momentos la película resulte un poco manipulativa y en otros algo demagógica en su glorificación de esos personajes nobles y queribles, sencillos, algo torpes y siempre bienintencionados, pero Yo, Daniel Blake funciona bien sobre caminos previsibles. Dave Johns está impecable como ese carpintero de 59 años oriundo de Newcastle que lucha para mantener sus beneficios sociales. Este viudo testarudo con problemas coronarios y dificultades para encajar en estos tiempos modernos en los que todo se hace online, en que ya no se escucha ni se ayuda al prójimo, resulta una suerte de alter ego de Loach, cuyo discurso puede sonar para algunos demasiado voluntarista o incluso demodé, pero con su conmovedora carga humanista y su incansable denuncia de las grietas y contradicciones del sistema sigue siendo necesario. Así, contra todas las modas y los prejuicios, este "último mohicano" del cine europeo (aunque uno podría sumar a la lista, por ejemplo, a los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne) sigue ostentando una fuerza, una vitalidad y una coherencia que no muchos colegas jóvenes pueden exhibir.
Mi nombre es todo lo que tengo Aquí menos estereotipado, Loach aborda las dificultades de un carpintero por conseguir una pensión. El cine de Ken Loach es de denuncia social. El director de Pan y rosas viene quizá repitiendo la fórmula, salvando algunas películas como El viento que acaricia el prado, pero Loach lo ha dicho; hace 50 años que filma la misma película. Algo así como hacen los hermanos Dardenne, con su cámara en mano y sus personajes también trabajadores. En Yo, Daniel Blake, vuelve a mostrar las desigualdades e injusticias que debe afrontar la clase obrera inglesa. Siempre tienen buen corazón, salidas ingeniosas, humor pese a las dificultades, y si hay que hacer una división, no una grieta, entre los malos y los buenos, ya se sabe de qué lado están. Y de qué lado está Loach. Pero esta vez todo pareciera menos estereotipado. Blake es un carpintero. 59 años, viudo, sufrió un ataque cardíaco y el médico le recomienda que cese de trabajar. Daniel se acerca, entonces, a Seguridad Social para conseguir un apoyo, una pensión. E ingresa en un laberinto burocrático que atenta contra su salud, no sólo cardíaca, sino mental y espiritual. “Soy un ciudadano”, esgrime en un momento como su mejor defensa. Nada, pero nada podrá modificar su conciencia ni sus principios. Daniel Blake es, sí, un personaje arquetípico de Loach. Si hay que luchar, se lucha. Hasta cuando se pueda, o más. Pero Yo, Daniel Blake tiene otro personaje que la está pasando mal, tal vez peor que el protagonista. Es Katie (Hayley Squires), madre de dos criaturas que debió mudarse de Londres a Newcastle, donde vive Blake, y así y todo no puede dar un paso adelante. Loach no confronta sino que empareja a los personajes y sus situaciones. Porque una cosa es llegar casi a los 60 y no tener dónde caerse muerto, y otra es ser joven, con hijos a cargo y estar en la misma encrucijada. Como si Inglaterra no previera ni se preocupara por el cuidado y el mantenimiento de su sociedad. Borren el “como si” y no utilicen el potencial. Tal vez la Palma de Oro en Cannes ayudó a que Yo, Daniel Blake tuviera una respuesta entusiasta por parte del público británico, ya que lo que cuenta es sumamente doloroso y el cine de Loach no suele ser, en términos de taquilla, popular. Pero el filme está contado con tesón, firmeza, ardor y buenas intenciones, y todo eso salta de la pantalla hasta la platea. A excepción de la escena en la que Katie ingresa al banco de alimentos, y donde el director de Como caídos del cielo “aprieta” más el lápiz (la cámara) y remarca innecesariamente. Y cierto desenlace de un personaje ,que se siente como un mazazo. Dave Johns, un comediante que viene prácticamente de la TV, es el motor, el propulsor del filme. Dice lo que Loach siempre ha dicho, actúa como un vecino, se hace querible hasta en sus berrinches. El director más que pintar su aldea, no sólo muestra su país, sino la sociedad en la que muchos vivimos alrededor del mundo.
Ken Loach en una de sus obras más representativas En sus películas, y también en esta, las historias muestran la dignidad de las personas, la solidaridad entre iguales, y la bronca frente a las injusticias. "No sólo debemos tocar el corazón de la gente", dice el maestro Ken Loach, que desde hace ya 50 años viene emocionando al público de todas partes. Y lo hace con armas nobles, de modo "simple, claro y conciso", como él mismo define su estilo. Sus historias muestran la dignidad de las personas comunes, la solidaridad entre iguales, y la bronca frente a las injusticias de la vida. Para el caso, el carpintero Daniel Blake es un trabajador de los de antes. Nunca fue a la Obra Social, aunque aportaba todos los meses. Ahora la necesita. Pero los burócratas se la hacen difícil. Personal antipático, firme cumplidor de reglas ridículas. Pedidos encauzados al contestador automático. Formularios a llenarse sólo por internet, sin asesor humano para quien no sepa usar la computadora, etcétera. Pasa en el Reino Unido, pero acá es fácil identificarse. Pese a tantas molestias, el hombre aún saca fuerzas para defender a una joven madre en situación casi de calle por culpa (parcial) del organismo que debería ayudarla. El hombre también saca fuerzas para dejar públicamente sentado su reclamo. Pero, claro, de a poco se va cansando. ¿Será eso, quizá, lo que quieren los llamados sistemas de ayuda pública? "No solo debemos tocar el corazón de la gente, sino impulsarla a que se pregunte ciertas cosas, y reclame a quien corresponde". Esa es la frase completa de Ken Loach. Y ésta es una de sus obras más representativas y conmovedoras. Curiosamente, burócratas y críticos progres de todas partes lo desdeñan, aduciendo que "ya está remanido". Por suerte no opinó lo mismo el Jurado de Cannes 2016 presidido por George Miller, el de "Mad Max", que le otorgó por unanimidad la Palma de Oro, declarando que su cine es, "decididamente necesario, y muy bueno". Y los actores también son muy buenos.
Película minimalista y desesperada La película de Ken Loach logra sintetizar interrogantes, resistencia y dilemas. Coherencia en la piel de un carpintero de salud afectada. Reencontrar a Ken Loach en la gran pantalla es motivo de celebración así como posibilidad de reflexión social renovada. Y lo cierto es que lejos está de subvertirse aquello que tempranamente el realizador inglés visibilizara y cuestionara, desde una construcción formal que le ha vuelto un cineasta distinguible. Es decir, por un lado, Loach es dueño de una claridad expositiva que resulta de una comprensión cinematográfica depurada; por el otro, el minimalismo de su última película da cuenta de este hacer artesanal mientras articula una crítica socialbastante desesperada. Daniel Blake (Dave Johns) es carpintero, tiene 60 años, problemas de salud, está solo, y camina entre los discursos y papeleos virtuales que le reservan la parte médica y su gobierno. Su única posibilidad de subsistencia radica en un seguro de desempleo que el estado inglés le demora entre trámites incongruentes. Blake intenta todos y cada uno de estos pasos, a la vez que fuerza su comprensión de cara a las nuevas tecnologías. La relación frígida de los trámites virtuales se impone como escollos insalvables que sortear. Aun cuando las razones que se expongan ‑imposibilidad de trabajar y la necesidad de hacerlo‑ no guarden relación lógica. Atento a una situación social extensiva ‑cuyo ejemplo local toca al gobierno nacional con la anulación de pensiones por discapacidad‑, Loach ensaya su mirada sobre una burocracia que sabe cómo disfrazarse de gestos y uniformes, mientras ordena el comportamiento de los cuerpos. Cuando alguna de estas piezas se salga de lugar o pretenda decir o hacer algo distinto, el discurso vigía sabrá rápidamente imponerse. El claro retrato de esta hegemonía se condice en los gestos de sumisión, perceptibles en el silencio con el que se acatan las órdenes. De todas maneras, alguien siempre grita. Pero no necesariamente acuda otro en su ayuda. El Blake de Loach sí, él viene a encarnar un ¿último? residuo solidario. Con su corazón afectado, Blake es todavía capaz de sentir lo que sucede a su alrededor. Así es como conoce a Katie (Hayley Squires) y sus hijos, a quienes asiste, ayuda, con quienes comparte su tiempo. Pero Blake nunca pide nada, a nadie. Lo único que necesita es la aprobación de ese poco dinero con el que podrá, ni más ni menos, comer. Hay un momento que es refulgente, en donde se cuelan todas las contradicciones, dedicadas a interpelar a ese mismo sector obrero o social con el que Daniel Blake se identifica. Sucede allí cuando el personaje sale decidido a dibujar el graffiti con su nombre, cuando interviene la pared ciudadana y hace oír su reclamo. Así como existe una adhesión que se traduce en aplausos y algún discurso encendido, Blake logra la inmediata presencia policial, dedicada a apresarle y reordenar el entuerto. La serie de intercambios que ocurren en ese momento son suficientes para dibujar, en pocos trazos, la incertidumbre de un sector que ‑se intuye‑ no sabe demasiado bien dónde está parado, o quizás ya no le interese. Al menos, en tanto retrato de una clase media, brutalmente empobrecida, que está preocupada por no perder el asiento de espera o su lugar en la fila, que se siente atraída ante algún episodio que pueda significar un escándalo pasajero, y que es atenta con los comentarios que trasladen su rencor a quienes todavía están peor. Es tan amargo ese momento de gloria pasajera que lleva a un interrogante perplejo. Como si Daniel Blake fuera la última mecha de una llama casi apagada. Es por esto que el desenlace no podría ser otro. Vale decir, Blake es un desfasado porque respira un aire diferente, porque piensa al mundo de otras maneras. No se trata de pensarle como alguien atado al pasado ‑algo que el film podría equívocamente sugerir‑ sino, antes bien, de entenderle como una persona capaz de pensar otro mundo. Con el acallamiento que sobre su cuerpo y voz el sistema sobrelleva, lo que también está llevando por delante es la posibilidad de otro mañana. Es por esto que Yo, Daniel Blake tal vez sea una de las películas más desconsoladas de su director. Y también, como se decía, de las más económicas: el despliegue de su historia es pequeño, de pocos personajes y escenarios. Como si en ese ámbito estuviese contenido algo mucho mayor. Es tanto más, por eso, lo que se cifra en su personaje.
El bullying no es un suceso moderno, eso es ya sabido, pero el hecho de estar presente en la agenda de todos los medios de comunicación le da una nueva pintada de cara a esa forma de violencia, donde algunos chicos son tomados como blanco de maltratos por el resto. En este caso, el protagonista de El Corral es víctima de un sinfín de abusos por el hecho de ser un cuatro-ojos miope, sin amigos, pésimo en los deportes, con gustos distintos a los que están de moda, es decir, el raro de la escuela. En medio de esa etapa donde lo diferente es un pecado que se paga a diario está Esteban Ayala, quien lejos de vivir la adolescencia como una belle époque, busca el modo de evadirse de ella a través de la poesía: un lugar donde puede abstraerse de los golpes –físicos y psicológicos-, de las gastadas cotidianas, de la falta de atención de sus padres y el rechazo de su hermana.
Recordemos que esta película resultó ganadora de la “Palma de Oro” en el Festival de Cannes y obtuvo otros premios entre ellos: el Cesar, el Bafta y el Donatello a la mejor película de la Unión Europea. De uno de los cineastas más reconocidos del Reino Unido Ken Loach (81 años), llega una historia de visión obligatoria sobre las penurias que debe vivir un trabajador en este caso viudo, cuando se enferma y para el sistema a los 59 años es grande , el Estado está ausente (mucha burocracia) y resultan terribles las peripecias que debe sobrellevar. En esa travesía se encuentra con una madre soltera con hijos cuya situación es penosa pero juntos intentarán vencerlo todo. Contiene una fuerte crítica al sistema de subsidios en Inglaterra y el desempleo, cuyo resultado son seres abandonados por el Estado. Un film emotivo, duro, con muy buenos diálogos, situaciones dolorosas, una gran dirección cinematográfica, excelente la construcción de personajes de Dave Johns y Hayley Squires. Varias escenas te llevan a la reflexión y resulta muy humana. De un gran realismo social y político. En algún punto “Todos Somos Daniel Blake”.
El veterano director británico (el de Mi nombre es Joe o Agenda oculta), sigue con la cámara atenta a las historias de la clase trabajadora de su país. Yo, Daniel Blake es como una esencia de esa obra, y si bien no su mejor película, la que le ganó la Palma de Oro en Cannes 2016. Un relato que abre con su protagonista (Dave Johns) iniciando los trámites burocráticos que siguen a un infarto, que no vemos pero que le impide seguir trabajando al menos por un tiempo. Peor es la situación de Katie, madre soltera de dos hijos pequeños que no tiene trabajo, ni prácticamente para comer fuera de la ayuda estatal. Con ella Blake se une como familia, una creada por la desesperación o, mejor, la solidaridad entre los que casi nada tienen. En esa relación, mediada por los chicos, aparece la ternura capaz de suavizar -un poco- la tremenda aspereza del sistema que los corroe. Pero Loach parece estirar demasiado ese relato, acumulando desgracias para ambos personajes y bordeando un miserabilismo que, paradójicamente, le quiza fuerza a su denuncia. Con menos golpes, la mirada hacia los desfavorecidos de ese sietema, en el primer mundo opulento, hubiera sido igual de claro y contundente.
Me matan si no trabajo Yo, Daniel Blake es tan torpe que en su intento por criticar el capitalismo, termina insinuando que el que no trabaja es porque no quiere. Cuando se estrenó en la Argentina Tierra y libertad, la primera película de Ken Loach que ví, yo tenía 18 años, Menem acababa de ser reelecto y esa historia potente sobre un desempleado inglés que viaja a España a luchar contra los fascistas en la Guerra Civil me conmocionó, como a muchos. Hace mucho que no la reveo, pero es probable que tenga dos virtudes fundamentales: un manejo extraordinario de los diálogos y la discusiones políticas que parecen menos guionadas que improvisadas sobre una base teórica fuerte; y también una visión para nada maniquea, que hace que esta historia de lucha tenga las proporciones justas de heroísmo y desencanto. Pasaron veinte años, yo ya no tengo 18 y Ken Loach vuelve catorce películas después con Yo, Daniel Blake, otra historia de “lucha” que, esta vez sí, recibió la Palma de Oro en Cannes (en 1995 Underground, de Emir Kusturica, se la había arrebatado con cierta justicia). Pero mientras hoy mis ideas están más cercanas a las del desencanto de Tierra y libertad, Ken Loach parece haber retrocedido y estar haciendo películas para un chico de 18 años. La película empieza con la pantalla negra y un diálogo. Daniel Blake (Dave Johns) es entrevistado por una “trabajadora de la salud” que tiene que autorizar o rechazar su pensión por invalidez (tema, por otra parte, muy actual en la Argentina). La mujer le pregunta cosas concretas: ¿puede caminar más de 50 metros sin ser asistido por otra persona? ¿Puede levantar sus brazos como para poner algo en su bolsillo superior? ¿Puede levantar sus brazos por arriba de su cabeza como si fuera a ponerse un sombrero? Daniel Blake se impacienta, le dice que su problema es del corazón, que tuvo un ataque cardíaco y el médico le dice que no puede trabajar, que sino se muere. La mujer, quizás demasiado fiel a las reglas burocráticas, le pide que simplemente conteste las preguntas. ¿Puede apretar un botón como los de un teléfono? ¿Tiene alguna dificultad significativa para comunicar un mensaje simple a desconocidos? ¿Alguna vez sufrió una pérdida de control que le provocó una evacuación extensa de los intestinos? A Daniel Blake, como imaginarán, le niegan la pensión por invalidez (saca 12 puntos de 15), entonces empieza un peregrinar kafkiano por distintas oficinas estatales, en las que intenta, por un lado, conseguir un seguro de desempleo, y por el otro, apelar la decisión de la junta médica. Uno imagina que la intención de Ken Loach es criticar a la burocracia estatal y al capitalismo por dejar en estado de indefensión a un tipo que trabajó toda su vida y que ahora no puede hacerlo por una enfermedad. Pero la verdad es que, visto desde estas latitudes, todo parece muy light. En primer lugar, puede aplicar a un seguro de desempleo. Su “problema” es que tiene que hacerlo por internet, y él no sabe manejar computadoras. No importa, va a un locutorio y todo el mundo lo ayuda. ¿No tiene currículum? El Estado le ofrece un curso gratis para diseñar uno. Claro, Loach pinta al profesor de ese curso como un cínico que les enseña a pisotearse y a competir. En su deseo de culpar al “sistema”, es tan torpe que los villanos son los burócratas, los pobres tipos que atienden las oficinas y que, para un ojo un poquito más perspicaz, serían tan víctimas como los ciudadanos indefensos. En Yo, Daniel Blake todos son buenos: los desconocidos que lo ayudan a tipear su currículum, el guardia de seguridad del almacén que le perdona a la chica que haya intentado robar unas toallitas femeninas, el vecino joven con pinta de delincuente juvenil (negro, por supuesto) que después resulta que apenas vende zapatillas hurtadas a las empresas malvadas. El Universo es perfecto, si no fuera por la burocracia estatal incapaz de resolver los problemas del protagonista con la eficiencia suficiente. Hasta consigue trabajo entregando un currículum horrible escrito a mano, aunque lo tiene que rechazar por su salud; y cuando pierde su seguro de desempleo, le ofrecen la posibilidad de recibir comida gratis. La sensación que deja Yo, Daniel Blake es que el capitalismo inglés es una especie de paraíso repleto de oportunidades aún en el medio de la crisis, que todos los ciudadanos son solidarios y buena gente, y que el que se muere de hambre es porque quiere, porque no tiene la mínima paciencia para aprender a usar un mouse y llenar un formulario online. Por eso el final es tan inmoral: no quiero espoilear, pero resulta un final artificial y canalla, que pretende decir lo que la película no venía diciendo hasta ese momento, lo que Ken Loach fue incapaz de decir. Quizás porque él mismo ya no cree en eso, pero tiene que cumplir su papel en el firmamento del cine social.
El humanismo social del director de “Kes” regresa en su versión más genuina pero a la vez maniquea en esta historia de un hombre luchando contra la burocracia del sistema laboral británico. Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2016. Ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2016, la más reciente película del veterano realizador inglés lo devuelve a su formato más clásico y característico luego de algunas para mí fallidas incursiones en un tono más cercano a la comedia o relatos de época. El problema de un filme como YO, DANIEL BLAKE es que raramente resiste comparación con las mejores películas de Loach en este formato “realismo social” cotidiano, de pequeños seres enfrentados al sistema por distintos motivos. Allí donde sus primeras películas como KES –o posteriores, como RIFF RAFF— se mantenían más cerca de un neorrealismo puro y duro, más sucio y si se quiere, desorganizado, aquí esa misma búsqueda está más cercana a la fórmula, sostenida fuertemente en el guión y subrayada al extremo, especialmente sobre el final. Al principio, el filme parece moverse en zonas más inestables e intrigantes, poniendo en primer plano los problemas del protagonista para conseguir que le paguen su salario pese a no poder trabajar por culpa de un ataque cardíaco. Daniel es viudo, vive solo y no tiene idea cómo funciona internet, por lo cual le resulta muy difícil completar los trámites que necesita para recibir el seguro que le corresponde ya que el salario por incapacidad se lo rechazan, porque la decisión de su entrevistadora es que está capacitado para trabajar, aunque los médicos digan que no. Es por eso que entra en una extraña espiral burocrática que lo obliga a buscar trabajos que luego no podrá hacer, pero para recibir un dinero tiene que demostrar que está intentando volver al mercado cuando en realidad lo que realmente necesita es que la salga la apelación para demostrar su incapacidad. Algo que se demora y demora por motivos varios. Una de las principales causas de esa demora es el desinterés y las trabas técnicas y burocráticas que le ponen los que trabajan en estas dependencias, personajes que –salvo excepciones– Loach trata como robots sin sentimientos que repiten tecnocráticas frases hechas y solo quieren sacarse de encima a estos personajes poco útiles en el mercado laboral. Si a esto le sumamos que Blake no es muy ducho para manejarse en la web (algo que Loach curiosamente muestra como algo que lo ennoblece) y que suele embroncarse ante situaciones injustas, es claro que recuperar su dinero se le va a complicar. Es ahí donde la película empieza a enredarse en mecanismos un tanto sentimentales de guión. Daniel conoce a una mujer recién llegada a Newcastle desde Londres, sola y con dos hijos a cuestas, que está pasando hambre y a la que –como buena persona que es– ayuda hasta transformarse en una especie de padre/abuelo de esa familia, que atraviesa una situación relativamente similar a la suya. Más allá de una muy buena escena en un “banco de comida”, la relación entre Daniel y Katie se siente siempre como un mecanismo para hacer avanzar dramática y emocionalmente un relato cuya lógica original no lo precisa –sobre el final la relación toma ribetes un tanto absurdos y paternalistas–, como si el guión de Paul Laverty quisiera allí armar un cruce generacional de situaciones de marginacion económica y social. La película se instala como una reflexión sobre estos tiempos de recortes presupuestarios y políticas de ajustes que suelen dejar a personas como ellos “fuera del sistema”. Esto, que la transforma en una película de fuertes convicciones políticas –las usuales de Loach–, también la vuelve un tanto previsible, ya que es claro que, en este universo, este tipo de personas nobles y humanas tienen todas las de perder, y que su única victoria posible es moral, pírrica. Acaso LADYBIRD, LADYBIRD sea la película de Loach más cercana en tono a ésta, la que muestra la lucha entre gente decente y trabajadora que pasa malos momentos y una burocracia de robóticos trabajadores sociales que no solo no los ayudan sino que les complican y arruinan las vidas. En ese sentido, Loach vuelve a pecar de un maniqueísmo un tanto banal, dividiendo a sus personajes entre héroes y villanos casi de la misma manera que en una película más convencional de Hollywood. Salvo algunas excepciones (como un gerente de un supermercado en el que Katie roba algo), los personajes parecen dividirse como si la famosa grieta fuera literal: hay gente muy buena y gente muy mala, y los grises casi no existen. Vuelta a ver fuera del marco del Festival de Cannes, como suele suceder, la película mejora un poco. Allí, sus maniqueísmos, sus limitaciones estéticas y el hecho de haberle ganado la Palma de Oro a películas indudablemente mejores (TONI ERDMANN, ELLE, etc.) la volvían casi una causa a la que había que ponerse en contra. Aquí, en el contexto del usualmente mediocre estreno semanal y de un Cannes 2017 que trajo películas de inusitada crueldad, el humanismo limitado, maniqueo pero genuino de Loach molesta menos. Y hasta su subrayado y manipulador final termina arrancándote un lagrimón aún a sabiendas del golpe bajo que estás recibiendo ahí donde más duele.
Con sencillez, ironía y el fuerte tono de denuncia social característico del autor, "Yo, Daniel Blake" retrata la realidad del sistema de seguridad social británico, de empleo público y la precariedad laboral, inmerso en una burocracia llena de contradicciones. Siguiendo el tradicional espíritu de denuncia social que ha sido eje fundamental en la filmografía del director británico Ken Loach, Yo, Daniel Blake retrata con sencillez y un suave tono de tragicomedia la realidad del sistema de seguridad social británico, de empleo público y la precariedad laboral, inmerso en una burocracia llena de contradicciones que parece existir sólo para poner trabas en un sistema frío, irracional e implacable tan actual y universal. Daniel Blake -Dave Johns- es un carpintero de Newcastle cercano a los 60 años a quien después de un infarto los médicos le prohíben trabajar. Un ciudadano ejemplar que siempre ha pagado sus impuestos, nunca ha tenido problemas con la justicia, humilde, trabajador y buena persona que imposibilitado de ejercer solicita una pensión por discapacidad a la seguridad social. Así comienza una odisea por el sistema burocrático del Reino Unido en el que paradójicamente solo tendrá derecho a prestación social si busca trabajos que no podrá aceptar.En la carrera por no perder sus derechos y la dignidad se encontrará con Katie -Hayley Squires-, una madre soltera con dos niños de padre diferente, que tras residir dos años en un albergue, debe mudarse a las afueras de Londres para ocupar el piso que al fin le han otorgado y encontrar un trabajo mínimamente decente. Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2016, Yo, Daniel Blake desarrolla su relato sobre dos ejes: por un lado la determinación de un hombre cercano los 60 que no quiere jubilarse enfrentando una adversa e indiferente realidad social, y por otro la abrumadora critica social a un sistema cuya siniestra burocracia deja hombres, mujeres y niños abandonados en parte a la caridad del prójimo. Dave Johns, un actor popular de la televisión inglesa que hace su debut cinematográfico, interpreta con naturalidad y frescura, imprimiéndole una particular fragilidad, a este personaje que intenta mantener intacta su dignidad mientras se enfrenta al infierno burocrático de las llamadas en espera y un mundo informatizado que le resulta tan extraño y amenazador.Elaborando el duelo de su recientemente fallecida esposa, quien otorgaba sentido a su existencia, y reponiéndose de un ataque al corazón Daniel también deberá luchar para salir del laberinto de la ineficacia de los servicios sociales que no conciben algo tan elemental como lo escrito con espray en una pared: “Me llamo Daniel Blake y soy un ser humano”. Con una estética neorrealista, diálogos precisos y una banda sonora austera, casi imperceptible, Loach se empeña por subrayar la incómoda verdad de un sistema injusto y realidad social de un país, con personajes que siempre dejan huella y momentos que buscan sin engaños emocionar al espectador. Sin romances, realismo, sutileza e ironía Yo, Daniel Blake busca, y encuentra, la complicidad y empatía de un espectador que padece las injusticias a la par de sus protagonistas.
La nueva película de Ken Loach, que se alzó con el palmarés de Cannes en el 2016, es un relato áspero que desnuda las incoherencias asistencialismo social. Filmar la pobreza y no caer en absurdos románticos quizás sea el mayor mérito de la película ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado. Hay una bienvenida discreción al momento de retratar las rutinas y penurias de seres marginales, sin exaltaciones idealistas ni turismo solidario. Hay, inclusive, cierta modalidad pobre para filmar la pobreza. Las escenas destilan precariedad no por lo que muestran sino por los recursos fílmicos empleados: planos extremadamente simples, escenarios despojados, diálogos costumbristas al límite, diseño sonoro hueco y hasta unos fugaces fundidos a negro que dan una sensación amateur. Por supuesto que nada de esto es un descuido, el prolífico director Ken Loach utiliza esta gramática adrede en lo que sería una mímesis entre su función narradora y los personajes que transitan el relato. Pareciera que Loach se esfuerza por ser básico y esto genera, por un lado, un fenomenal acierto climático, aunque por otro, cierta pereza para darle energía el relato. Yo, Daniel Blake narra las peripecias de un carpintero que sufre un ataque cardíaco en el aserradero en donde trabaja y debe pedir un subsidio por discapacidad. Mientras nos introducimos en el ecosistema de este simpático hombre (que encima es viudo y la mujer se muere loca), deberemos soportar un infierno kafkiano que pondrá al Estado y su burocracia como el principal enemigo. Allí se presenta uno de los puntos truncos del filme: la obsesión por mostrar cuán enroscados son los trámites, cuán contradictorias son las exigencias y cuán inhumano es el trato. Un dominó de escenas burocráticas que priva a la película de lo más importante: el lazo humano. Dan, en su aventura por el subsidio, conocerá a Katie, una madre con dos hijos recién llegada a la ciudad. La amistad que desarrollan ambos personajes es de una nobleza abrumadora que saca de ambos una camaradería auténtica. Pero todos los personajes de la película, sin excepción, se ayudan, y esto hace que en el último tramo del filme la tesis se pinte algo tosca: no son los hombres particulares sino el sistema neoliberal lo que no funciona y crea un determinismo desgraciado. El discurso del epílogo dispara a sangre fría y aniquila la libertad interpretativa. Aún con desaciertos productos del fervor panfletario del director, Yo, Daniel Blake es una obra seductora y amarga que entabla puentes de empatía y desvanece prejuicios. La escena del comedor es devastadora y hará que todos quieran donar alimentos no perecederos cuanto antes.
Ganadora del Festival de Cannes 2016 llega Yo, Daniel Blake, la nueva película de Ken Loach. Daniel es un carpintero viudo, sin hijos, de 59 años que vive en Newcastle y que, debido a un infarto, no puede seguir trabajando. Solicita una ayuda gubernamental que le es sistemáticamente negada. En un centro de trabajo, y a raíz de una arbitrariedad que presencia, trabará relación con Katie, una joven madre soltera con dos hijos, que fue removida de Londres. En Yo, Daniel Blake hay todo un entramado social de seres que se necesitan el uno al otro y que se solidarizan con el prójimo en situaciones límites, aun cuando ninguno de ellos lo está pasando bien: Daniel y Katie, los hijos de ella con Daniel, el vecino de origen africano de Daniel que trafica zapatillas falsificadas desde China y que, a su vez, necesita de Daniel para recibir la mercadería. Todas personas sumidas en actos que no precisan de grandes sumas de dinero para mejorar sus vidas pero que, sin embargo, esa ayuda les es esquiva y además está trabada por laberintos burocráticos. Pero ese prójimo es siempre otro oprimido, nunca el estado que tiene una perversa política de poner palos en la rueda a la hora de otorgar ayuda. Poner el dedo en la llaga a los británicos, y con ello a las políticas neoliberales de los países más poderosos del mundo que dejan en la calle a personas que aportaron al sistema, que pagaron religiosamente sus facturas, que son honradas y que son descartadas y obligadas a vivir actos humillantes, es la materia de la que está hecha Yo, Daniel Blake. Y es ese mismo material, que no puede ser más que de alta sensibilidad, el que le juega, por momentos, en contra por una descripción algo maniquea de lo que parecen ser buenos y malos. Quizás porque sea un espejo en el que a nadie le guste verse reflejado. ¿Qué hacen los que están bien para que los demás no lo pasen mal? Los empleados de la oficina de ayuda son todos insensibles y robotizados, maltratadores, salvo una empleada. Exigen que un carpintero de avanzada edad, que siempre ha trabajado primordialmente con sus manos, se maneje con internet, cuando nunca ha tocado una computadora y hasta lo envían a hacer un curso para tener éxito en la creación de un curriculum. La crueldad del mundo que abre brechas entre los que tienen posibilidades, dejando en el camino a los que no pueden seguir el ritmo de la marcha de la tecnología y la modernidad. Cualquier parecido con la actualidad, no sólo del primer mundo sino también del tercero, no es mera coincidencia. La deshumanización, planteada desde el inicio en los créditos (en los cuales escuchamos a alguien del gobierno haciendo preguntas absurdas sobre la salud de Daniel, con un tono frío y a quien éste le contesta de un modo sarcástico), le traerá al protagonista unas penosas consecuencias. Los caminos elegidos por Ken Loach y su habitual guionista, Paul Laverty, son a veces desgarradores y, en este caso, ver a seres reconocibles enredados en situaciones miserables, es un golpe en la cabeza.
Triste, solitario y final. No debería discutirse lo necesario que resulta el cine del inglés Ken Loach (1936, Nuneaton) en estos tiempos de egoísmo cínicamente envuelto en anuncios de modernidad, en distintos países de Europa y América Latina: el veterano realizador se ha caracterizado por poner siempre su mirada en las víctimas de calamidades diversas (guerras, desigualdad económica, discriminación social, desocupación), con ánimos de denuncia, dejando a lo largo de su filmografía varios momentos recordables por su intensidad y soplo humanista. Sin embargo, Loach –quien, si bien viene haciendo cine y televisión desde hace más de cincuenta años, entre los argentinos tuvo especial repercusión en los años ’90 con Riff Raff (1991), Como caídos del cielo (1993), Tierra y libertad (1995), La canción de Carla (1996) y Mi nombre es todo lo que tengo (1998)– conduce su último film hacia una pendiente de lugares comunes, con un cierre que invita más al lamento que a la resistencia. Yo, Daniel Blake empieza despertando expectativa en torno a la suerte de Dan (Dave Johns), carpintero viudo que, orillando los sesenta años, debe luchar para mantener sus beneficios sociales después de quedar sin trabajo por deficiencias cardíacas. Testarudo, poco carismático y algo arisco para dejarse ayudar, el hombre se muestra, de todos modos, solidario con vecinos y ocasionales compañeros de desgracia. Como Katie (Hayley Squires), joven que acarrea dos niños y espera, como él, que el Estado le ofrezca algún tipo de paliativo a su desamparo. La acción apenas sale del interior de comedores populares, oficinas teóricamente destinadas a ofrecer contención a gente como ellos y los departamentos (modestos, aunque nunca miserables) que habitan, junto a otras familias obreras e inmigrantes. Un problema del film (Palma de Oro en Cannes el año pasado, premio que el director ya había ganado diez años antes con El viento que acaricia el prado) es que, a medida que avanza la historia (escrita por Paul Liverty, no sólo autor de los guiones de varias películas de Loach sino también de otras como También la lluvia), se vuelve previsible: que alguien pasado de hambre intente robar en un supermercado, que un chico se vuelva sociable gracias a la empatía con el flamante amigo de su mamá, o que un personaje perseguido por la policía encuentre el apoyo de gente anónima que lo aplaude, son fórmulas que ya no sorprenden. El final, de hecho, puede sospecharse apenas iniciado el film. Hay, asimismo, mucho dato declamado, por ejemplo en secuencias como la de Dan recordando a su mujer y Katie al padre de sus hijos. Su estructura misma se acerca más a la de un emotivo telefilm que a una fábula negra como La noche del Sr. Lazarezcu (2015, Cristi Puiu). Casi sin música, Yo, Daniel Blake expone los contratiempos de sus personajes tiñendo de gris ese ambiente geográfico y humano. A cada paso que dan, la burocracia y el dudoso funcionamiento de las instituciones van llevándolos hacia un camino sin salida. Ahora bien: ¿no hay, efectivamente, salida a esos problemas? En tanto sindicatos y antiguos compañeros de trabajo de Dan permanecen fuera de campo, quienes circulan por el film mendigando trabajo no se agrupan y prefieren arrojar su queja al voleo. “Busco y exijo mis derechos, quiero que se me trate con respeto” escribe en un momento el protagonista, pero no sabe mucho qué hacer en pos de esos fines. La escena en la que estalla escribiendo su nombre y alguna otra cosa en las paredes, despertando sonrisas cómplices en la gente, parece una idea sacada del cine de otra época. Bombita Rodríguez, el polémico personaje de Ricardo Darín en Relatos salvajes (2014), parecería un buen compañero de aventuras de Dan, al menos en momentos como ése. Hasta el pronombre (“Yo”) con el que Dan comienza el texto que estampa espontáneamente en un muro callejero (trasladado al título de la película) pareciera estar agregando a esa oposición estéril cierto grado de egocentrismo y aislamiento.
Obra inolvidable de notable sencillez narrativa y conmovedora humanidad ¿Cómo hacen? Porque uno debe preguntarse cómo hacen. Artistas como los hermanos Dardenne, Michael Haneke, Adolfo Aristarain (¿Qué están esperando los productores locales para ponerle un billete para que dirija?) o en este caso Ken Loach son verdaderos cronistas de nuestro tiempo. Su cine está tan cerca de la gente común, y tan sensible a las problemáticas cotidianas, que parecieran vivir al lado de los personajes que retratan, como si fuesen vecinos ocasionales. Tal vez como los grandes escritores su poder central está en la capacidad de observar a las personas, estar permeables a sus padecimientos, alegrías, frustraciones, y finalmente poseer la sensibilidad suficiente para hablar de eso con el lenguaje de la imagen. El esperado estreno de “Yo, Daniel Blake” viene con la Palma de Oro en Cannes 2016, razón de más para ir al cine corriendo, pero además porque se trata de un nuevo opus del director de “Tierra y libertad” (1995), “El viento que acaricia el prado” (2006), “Como caídos del cielo” (1993) o “Riff raff” (1991). Casi cincuenta años hablando de la clase trabajadora sin estridencias, sin partidismo. y con total compromiso por el espejo que ha construido. Lamentablemente para la humanidad y afortunadamente para el cine, Ken Loach sigue vigente. Daniel (Dave Jons) es un trabajador de oficio. Del tipo de oficio que obliga a poner el cuerpo más que la cabeza. y muchos años de eso hacen mella en el estado físico. Un diagnóstico lo obliga a tomarse una licencia lo cual no tiene nada de extraño, sino fuese porque de este pequeño hecho nace una lucha impotente contra la burocracia de un sistema preparado para excluir y dilatar la paciencia. A la carencia individual, el guión le adosa un segundo personaje. Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos hijos que también anda pululando en busca de una oportunidad que le dé un poco de respiro frente a la circunstancia. ¿Qué circunstancia? Tiene hambre. No tiene para comer. Evidentemente, el secreto no está en la anécdota en sí, que en definitiva es el disparador, sino en la forma. La notable sencillez con la cual el director narra su historia es la gran estrella de “Yo, Daniel Blake”. Una escena lo pinta como hombre común. Llegando a su casa le echa en cara a un adolescente la forma en que éste saca la basura. Pocas veces se ve tanto poder de síntesis para retratar la falta de don de convivencia en sociedad, y es que todo es así en esta obra maestra. Si bien es cierto que los males comunes son polos (no tan) opuestos que se atraen, el hecho y la forma en la cual Daniel y Katie se encuentran también habla del destino y de la predisposición a la solidaridad. Ken Loach es un hombre tan preocupado por el presente (o por cómo el pasado se replica en él) que se apoya en los planos cortos de sus personajes, pero con el suficiente aire como para que las emociones fluyan en el trabajo actoral. Nosotros no conocemos a los dos protagonistas sólo por lo que dicen, sino porque los podemos observar en su estado natural como si estuviésemos tomando un café en un bar, y ellos nos contasen lo que les está pasando con ese mismo nivel de exposición. Un estupendo trabajo de la dirección de fotografía ayuda a contextualizar. Si algo ha logrado el maestro Robbie Ryan es el indispensable clima de decepción general, pero confiando en un retratista que se ocupa minuciosamente de alejarse del panfleto y de evitar alzar las banderas de la clase trabajadora para poder acercarse aún más al factor humano. Es inolvidable “Yo, Daniel Blake”. Entonces, ¿Cómo hacen estos tipos para hacer todo bien? Puede haber muchas razones. Tal vez la que más cierra es que realmente creen que el cine, como arte, debe siempre funcionar como el reflejo fiel y honesto de lo que pasa y nos pasa en el mundo.
Crítica emitida por radio.
Yo, Daniel Blake: Víctima de la burocracia estatal. Finalmente llega a las salas el último film de Ken Loach, el cual fue galardonado con la Palma de Oro en el Festival de Cannes del año pasado. Ken Loach es un director prolífico que nos ha otorgado films como El Viento que Acaricia el Prado -2006- (cinta que también le valió el premio mayor en el festival francés), Riff Raff -1991- y The Navigators -2001-, entre tantos otros. Sus films se caracterizan por expresar o sacar a relucir problemáticas actuales de la sociedad británica que rodea a los personajes. En esta oportunidad, Loach decide poner el foco en la desidia, la indiferencia y la burocracia estatal frente a las personas de bajos recursos, aquellos que necesitan algún tipo de plan social o incluso a personas como Daniel (Dave Johns), que tienen problemas de salud y no pueden trabajar, pero tampoco pueden cobrar un seguro de desempleo o un subsidio temporal por incapacidad. A pesar de que el médico le ha prohibido trabajar, la administración le obliga a buscar un empleo si no desea recibir una sanción. Daniel es una de las tantas víctimas del sistema capitalista que son confinados a un limbo burocrático del cual no pueden escapar. El realizador trabaja con sensibilidad y pericia un tema delicado para la sociedad británica y quizás para la población mundial en su totalidad. Loach no tiene pelos en la lengua a la hora de hacer una profunda crítica anticapitalista y de izquierda sobre los trabajadores y aquellos individuos que son invisibles ante el sistema. La narración se desarrolla de forma prolija y pausada, siguiendo el ritmo que se toma la maraña administrativa de Gran Bretaña para atender las necesidades de las personas con problemas. Por otro lado, la película nos muestra la historia de Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos niños que también presentan dificultades para tratar con el Estado. Así es como los caminos de Katie y Daniel confluyen e intentarán ayudarse mutuamente para salir adelante. Nos encontramos ante un drama profundo y sincero, bien conforme a los tiempos que corren y con una mirada crítica por parte de su realizador. Las actuaciones que nos otorgan sus protagonistas son muy enérgicas y le hacen justicia al tipo de relato que se nos quiere presentar. Un relato duro que está pensado para pegarle al espectador donde más le duele, y para hacernos reflexionar ante la insensibilidad y el desinterés por el otro. Donde los empleados estatales son como maquinas frías que solo cumplen sus funciones sin importar las consecuencias. Yo, Daniel Blake es un drama pujante con trabajos impecables por parte de Johns y Squires. El mensaje de Ken Loach es bien claro, y pese a que por momentos roza la demagogia, está muy bien direccionado e intencionado. Otro triunfo por parte del director que a sus 81 años demuestra que todavía tiene mucho que decir.
En noviembre pasado, el líder del Partido Laborista Jeremy Corbyn aprovechó una sesión parlamentaria con la Primera Ministra británica Theresa May para recomendarle que viera junto con el secretario de Trabajo y Pensiones Damian Green la película más reciente de Ken Loach, Yo, Daniel Blake. De paso, el candidato estelar de las recientes elecciones generales en el Reino Unido mencionó un caso real similar al del carpintero con licencia por enfermedad que protagoniza la ficción ganadora de varios premios además de la Palma de Oro del 69º Festival de Cannes. La sugerencia pícara de Corbyn y la respuesta de May en defensa del sistema de asistencia estatal a ciudadanos desempleados aumentó la temperatura de la discusión mediática en torno a la legitimidad de la nueva denuncia cinematográfica del autor de La parte de los ángeles, Pan y rosas, Ladybird, Ladybird, Riff Raff entre otras películas críticas del establishment anglosajón. Por ejemplo el diario The Guardian publicó a principios de 2017 este informe sobre más casos de ciudadanos vulnerables maltratados por el Estado, y esta transcripción de las declaraciones de un gerente de la entidad semipública Jobcentre Plus, que aseguró que “Yo, Daniel Blake no representa la realidad”. En esta entrevista que le concedió a Dundee Contemporary Arts, el guionista Paul Laverty se refirió a una encuesta nacional realizada cuando el gobierno británico decidió profundizar el recorte del presupuesto destinado a la seguridad social, después de la crisis bancaria de 2008. El socio creativo de Loach contó que la mayoría de los encuestados justificaron la medida porque, dijeron, un 27 por ciento de ese presupuesto había sido destinado a ciudadanos que simularon necesitar ayuda estatal. Tras sostener que ese desvío no había alcanzado siquiera el 1 por ciento, Laverty se declaró fascinado por “esa brecha entre percepción y realidad”. Sin dudas, la valoración de I, Daniel Blake depende en gran medida de la percepción que el espectador tenga de la realidad. Quien considere que el Estado de Bienestar es insostenible en el siglo XXI, y por lo tanto justifique su desmantelamiento a escala global, verá en esta película un dramón digno de la izquierda trasnochada. Quien entienda el presente neoliberal como un azote a la dignidad humana apreciará el nuevo Yo acuso de Loach. Desde esta segunda perspectiva, los aciertos del realizador inglés pesan más que algunos aspectos cuestionables. Entre los primeros, figuran el tino para retratar la faceta más perversa de la tecnocracia primermundista (aquí no hay nadie gasallesco, con perdón del autor de la crítica publicada en Página/12). También corresponde elogiar la constitución de un elenco sólido, donde sobresalen los actores protagónicos Dave Johns y Hayley Squires. El mayor reparo aparece ante un desenlace predecible, acaso muy condicionado por la intención de subrayar la estrecha relación entre ficción y realidad con la lectura formal de una suerte de manifiesto. A algunos espectadores nos juega en contra conocer de antemano una parte de ese contenido, citado en afiches y otras piezas promocionales del largometraje. Yo, Daniel Blake se estrenó en nuestro país el jueves pasado, cuando todavía se mantenía álgida la discusión en torno a los recientes amagues gubernamentales con miras a reducir las pensiones por discapacidad y por viudez. En este contexto, la película de Loach ofrece un adelanto del futuro siniestro que nos depara la alianza Cambiemos, y que sólo reconocemos los argentinos preocupados por el avance local del neoliberalismo global.
¿No somos todos los seres humanos, en nuestras respectivas vidas, un poco obreros? Esto pareciera plantear la última película de Ken Loach que se estrenó esta semana en las carteleras argentinas. Somos obreros como Daniel Blake es un carpintero, no tanto del sistema, sino de lo que nos vamos labrando en vínculos entre los amores perdurables, las casualidades en la calle, los vecinos y los compañeros de trabajo. Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) trata de las peripecias del personaje homónimo que da nombre al título de la película: Daniel Blake (Dave Johns); peripecias en el sentido homérico de la palabra: el anuncio de una enfermedad cardíaca por parte de la doctora de Daniel desencadena a la vez vínculos que fortalecen la camaradería entre vecinos y gente que consigue en el camino y su paulatino hastío del sistema inglés. En este sentido, el vínculo que más resuena es el que hace con Katie (Hayley Squires) a quien Daniel conoce mientras ambos esperan en el banco para ser atendidos. A ambos los sacan del banco alegando que “hicieron una escena” para que Katie pudiera ser atendida. Así empieza una amistad donde hablan de sus recuerdos mientras comen o comparten las labores hogareñas. Podría cuestionarse la película -ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2016-, por caer en un sentimentalismo amilanado de que todo pasado fue mejor. Katie se ve envuelta en situaciones donde surge la duda de si son verosímiles con la trama, por ejemplo cuando roba unos artículos en el supermercado. Se puede entender su desesperación por el embrollo donde está metida sin necesidad de mostrar varias veces situaciones conflictivas. Esta misma sensación se genera cuando Daniel no vuelve a aparecer por un tramo de la película y Daisy (Briana Shann), la hija de Katie, va al apartamento de él y Daniel la recibe acobijado bajo una larga manta. Sin embargo, hay toques de humor a lo largo del filme que balancean el melodrama hasta llevar a la catarsis de la escena final. Esto permite pensar la posibilidad de que todo se está planteando como una realidad agridulce. Al final, Loach explora con atino las complejidades de cómo funciona la sociedad inglesa contemporánea, donde a las personas marginadas sí se les permite actuar, sólo que dentro de los intrincados parámetros del sistema.
LOS DE AFUERA SIGUEN SIENDO DE PALO Nadie puede poner en tela de juicio los méritos que ha logrado el director británico Ken Loach para posicionarse como uno de los directores más influyentes de su época y más comprometidos con un cine de índole social y de denuncia. Con su última película, ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes del 2016 (premio en el que reincide, dado que ya se había alzado con dicho galardón diez años antes con El viento que acaricia el prado), vuelve a abordar aquellos temas referidos a la falta de empleo, a la burocracia extrema que corre del mapa a quienes menos oportunidades tienen y los deja a un lado de la sociedad, a un costado de un mundo que sigue funcionando solo para aquellos dotados de poder y que convierte en paria a todo aquel que no pertenezca y no pueda jugar bajo las reglas del sistema. El argumento presenta a Daniel Blake, un carpintero de 59 años, que ha sufrido un ataque al corazón, y a quien los médicos aún no lo permiten trabajar. Allí comienza su odisea al intentar dar batalla por los beneficios sociales que le corresponden. En la búsqueda de un seguro de desempleo, se debe enfrentar al inflexible sistema laboral británico, donde hasta que pueda comprobarse su incapacidad física Daniel deberá seguir buscando trabajo, incluso cuando no pueda aceptarlo en el improbable caso de que lo consiga. En paralelo y para dejar aún más en claro la intención del director de dar cuenta del mundo injusto donde se mueven sus personajes, Daniel se hace amigo de una joven mujer, madre de dos hijos, en situación económica precaria, la cual no encuentra mejor opción para poder llevar un plato de comida a sus hijos que comenzar a prostituirse. Otro ejemplo claro de “aquellos que están fuera del sistema” resulta el vecino que se gana la vida vendiendo zapatillas de marca, de manera ilegal claro, y si bien Blake simpatiza con ambos, nunca logra doblegar sus propias convicciones y sigue bajo ese mismo régimen de leyes que parecieran no contemplar derechos para él o su grupo de gente más cercana. La propuesta tiene buenas intenciones desde la construcción de personajes queribles, sin embargo nunca logra una total empatía con el espectador, quizás se deja entrever demasiado una manipulación esquematizada conducida bajo el golpe sensiblero, que denota un maniqueísmo básico y previsible en todo el relato. Dista de la calidad cinematográfica que Loach nos tiene acostumbrados, sin embargo es digno de celebrar la coherencia que mantiene el octogenario realizador a través de sus películas, manteniéndose siempre fiel a una mirada cuestionadora, lo cual resulta siempre necesario. Por María Paula Putrueli @mary_putrueli
Perdiendo el tiempo El cine político es, para aquel que goza del séptimo arte en su variable más poética de construcción de sentido, motivo de recelo. La película siempre amenaza con convertirse en un panfleto, un “engaño” en el cual las emociones de algún incauto son manipuladas para introducirle el odioso “mensaje”, la “moraleja” que convierte a la obra de arte en alegoría y didactismo. Yo, Daniel Blake está más allá de estas teorizaciones. La película ganó en 2016 la Palma de Oro en Cannes signada por la polémica: fueron criticados el trazo grueso de su guion y su descaro a la hora de apelar a la conmiseración por sus personajes. Cabe aclarar que quien haya podido esgrimir estas razones para restarle mérito no sintió esta película: puede haberla visto, pero sin dudas evitó dejarse llevar por la honestidad de su puesta en escena y la admirable falta de regodeo en sí misma que Yo, Daniel Blake exhibe. Ya no se hacen películas como esta. De verdad. El relato tiene como protagonista al Daniel del título (Dave Johns), un obrero independiente de Newcastle de 59 años. Daniel enfrenta una delicada condición cardíaca y su médico le ha prohibido trabajar. Debe solicitar ayuda económica estatal, la cual jamás ha necesitado hasta ahora. Cuando una “profesional del cuidado de la salud” estima que no reúne las condiciones necesarias para recibir esta ayuda, Daniel decide apelar su decisión. Esto lo enreda en un mundo burocrático que lo empuja cada vez más a la exclusión y a la pérdida de su dignidad. Obligado a completar interminables formularios, responder preguntas irrelevantes y esperar llamados que nunca llegan, Daniel Blake se encuentra obligado a perder el tiempo en un sistema diseñado para vencerlo, mientras su salud corre peligro. Ese “perder el tiempo”, al cual el protagonista alude reiteradamente a lo largo del film, es uno de los aspectos que le da vuelo a una película que podría haberse convertido en un panfleto político contra la injusticia social en la Inglaterra de David Cameron. El tedio al que se somete a Daniel tiene una fuerte cuota de comedia absurda que genera tanta risa como impaciencia. Pero se trata de un tedio que sólo atraviesan los personajes, porque en la película pasa de todo: Yo, Daniel Blake se ocupa del espectador y le ofrece un rico abanico de grandes escenas. Párrafo aparte merece Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos hijos con la cual Daniel traba amistad. Es Katie quien encarna la mayor cantidad de las situaciones “de trazo grueso”. Una en concreto ocurre en una banco de comida para pobres: en mitad del recorrido por las góndolas, Katie abre una lata de conservas y se come su contenido con desesperación, después de días de pasar hambre para alimentar a sus hijos. La puesta en escena de este momento ultrajante, patético, de una profunda amargura, tiene un impacto demoledor. De pronto la película ingresa en el terreno del neorrealismo italiano, de Los 400 golpes, de ese cine de denuncia furibunda contra la anulación del hombre. No en vano dice Ken Loach que Ladrón de bicicletas es una de las películas que lo motivó a hacer cine. Yo, Daniel Blake es una película de denuncia como solo el cine social europeo puede ofrecer: conmueve sin reparos, está determinada a que el espectador sienta. Ingresa repetidas veces en el terreno panfletario tan temido, sobre todo en su tramo final. Pero su desapego de toda pretenciosidad le permite continuarse en la mente (y la acción) del espectador, en una fábula de alarmante actualidad y relevancia.
UNA DENUNCIA Y UN POCO DE CINE Si hay algo que Ken Loach no es, es sutil. Su cine, sus mejores y peores películas, tienen siempre una carga panfletaria en primer plano (y que no se entienda aquí lo “panfletario” como algo negativo), a la que el director apuntala con herramientas más o menos cinematográficas. Si en el camino tiene que caer en algún trazo grueso o exceso sentimental no le preocupa demasiado. Es decir, sus historias (cuentos de hadas de la clase obrera) tienen como principal objetivo la denuncia social; luego, y una vez cumplido el propósito, parece preocuparse porque sí, porque se parezcan un poco a una película. Yo, Daniel Blake es el último ejemplo de esta militancia fílmica que lleva adelante el octogenario realizador británico, una película que resume en cierta medida todo lo bueno y lo malo de su cine. En Yo, Daniel Blake (ganadora de tres premios en Cannes 2016, incluyendo la Palma de Oro) Dave Johns interpreta al Daniel del título, un carpintero que tiene que dejar de trabajar tras sufrir un infarto y que se somete durante los 100 minutos que dura la película a las idas y vueltas en que lo mete el sistema de asistencia social británico. Si bien el universo que retrata Loach aquí es habitual de su cine, el laberinto kafkiano que propone, su mirada hasta por momentos sardónica sobre esa burocracia estatal, tiene muchos elementos del cine rumano contemporáneo. Con ese detalle, Loach se muestra actualizado respecto del cine que instala conceptos formales y temáticos. Y no es menor, cuando el tema de la tecnología y su impacto en las generaciones más viejas es uno de los elementos fundamentales del relato: a Daniel lo obligan a realizar una serie de trámites a través de Internet, pero su desconocimiento en la materia (“si usted me da un terreno, le construyo una casa, pero no sé nada de computadoras”, dirá) le complica mucho más el panorama. La forma en que el sistema fecha el vencimiento de sus ciudadanos es uno de los macabros subtextos del film. Uno de los problemas fundamentales del cine de Loach es que lo que denuncia resulta irreprochable: quién en su sano juicio no se compadece con el pobre Daniel, con las peripecias que le hacen vivir y con la situación límite en que lo colocan. Desde la construcción maniquea de un mundo repleto de criaturas inocentes enfrentadas a un estado omnipresente y diabólico (en eso se diferencia del cine rumano, donde sus personajes pueden ser aún gentes bastante ruines), se impone una verdad difícil de refutar. Incluso, Loach conoce tanto la herramienta cinematográfica que su película funciona como un mecanismo tan perfecto que asfixia al espectador y a sus protagonistas. La forma de soltarse, de perderle un poco el respeto a ese muestrario de miserias de la Europa dominante, es descubrir aquellos resortes que el director utiliza para manipularnos. Esos resortes, en este caso, están accionados por el personaje de Hayley Squires, Katie, una joven con dos niños que llega de Londres a Newcastle sin un centavo y a la espera de la ayuda de la caridad estatal. Contra el camino pulcro y casi de observador que Daniel representa (es constantemente el ojo del espectador con la bronca atorada), Katie es la chica sobre la cual cae la sordidez que el relato precisa para reforzar el panfleto: y se da esa secuencia efectista en la que abre una lata a escondidas, hambrienta como está, o aquella en la que termina aceptando una propuesta laboral indecente. Son descensos un poco bruscos de una película que no parece precisar de esos detalles para decir lo que tiene que decir. Ni para qué mencionar un final que simbólicamente funciona, pero que hace agua narrativamente. Y ahí otra vez, los objetivos políticos de Loach confrontando con la idea de hacer cine. Y ahí, otra vez, la falta de sutileza. Así y todo, con lo negativo que se le puede marcar a Yo, Daniel Blake, la película funciona porque se edifica desde la empatía real que genera Dave Johns, que se lleva el relato sobre la espalda con una hidalguía inusual. Comediante británico, esa chispa que da el humor es la que enciende los mejores pasajes del film, aquellos en los que lejos de pensarse como parte de un programa de ideas se proponen como una mirada honesta y afilada sobre un sistema perverso.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Para los iniciados en estas lides, les cuento que ha llegado a nuestras salas lo nuevo del enorme Ken Loach. Seguramente debe ser el realizador con mayor sensibilidad social que yo recuerde en los últimos 20 años. Es inglés, patalea contra el sistema y desde hace años ha realizado películas donde retrata las luchas sociales silenciosas y febriles, de gente común enfrentada al gigante monstruo de la burocracia neoliberal moderna. Y como siempre digo, algo hay que aprender de los británicos. Sus films atacan al gobierno en la mayor parte de los casos y sin embargo, son financiados con fondos públicos. Increíble. Se imaginan algo así en este lado del mundo? Loach ganó con "I, Daniel Blake" la Palma de Oro de Cannes en 2016 y está bien. Es una cinta tremenda. Simple. Calida y humana. Y contundente en sus principios. Una producción destinada a concientizar y denunciar el destrato a que los gobiernos actuales someten a sus ciudadanos, amparados en su supuesto derecho a establecer reglas claras para evitar transgresiones al sistema. Esta es la historia de Dan (Dave Johns), viudo de 59 años, sin hijos, carpintero, que sufrió un accidente mientras trabajaba. Su corazón falló. Pero ahora está mejor y aguarda que pasen unos meses para volver a su empleo. El problema es que alguien hizo una evaluación incorrecta de su caso y ha perdido el seguro médico. Lo han declarado "sano". Y por consiguiente, para conseguir el subsidio que le permita sobrevivir, tiene que demostrar que está buscando empleo. Dan no entiende los principios de este perverso mecanismo y la cosa se complica porque todos los trámites que tiene que hacer, son online y él no tiene nadie que lo ayude con eso. Para peor, cada vez que pide ayuda en las oficinas esttales a las que acude, nadie lo escucha, y cuando lo hacen, es para sacarlo del edificio acusandolo de generar disturbios. En una de esas visitas para intentar que alguien lo ayude, Dan se cruzará con Katie (Hayley Squires) y sus hijos Daisy (Briana Shann) y Dylan (Dylan McKiernan), quienes vienen desde Londres a Newcastle, donde transcurre la acción. La mujer no tiene empleo y le dieron una vivienda social por su situación, pero a muchos kilómetros de su familia. Sin más ayuda que la que Dan pueda proveer, Katie intentará organizar su vida en la nueva ciudad, tratando de conseguir empleo para arreglar la casa que le dieron y garantizar la comida para sus hijos, cosa no tan simple como se verá. Harán una alianza tácita para acompañarse y enfrentar la adversidad de la subsistencia diaria en el frío invierno inglés. Loach pinta su aldea con furia. Asistimos al calvario de Dan, quien se va viendo atrapado en la red creada por el sistema, diseñada para que el valor de cada ciudadano, sea reducido a un conjunto de variables a comprobar desde un ordenador. El cineasta inglés muestra los dientes y arriesga a sus personajes a atravesar ese mar de dolor y resignación ante la fuerza de la cruda realidad económica europea (y mundial,desde ya) en un mundo que no tiene lugar para lo que no es digital y pragmático. Sensibiliza al espectador y le muestra una faceta cruda de este modelo económico: en este universo actual y en el que está delineandose, no habrá lugar para muchos y el rol del Estado estará a contramano de las expectativas de su pueblo... Lo que se ve aquí es una potente instantánea de un conflicto que se reproduce en todo el mundo. Pero Loach, voz autorizada en la materia, denuncia y exhibe en lenguaje artístico una realidad oscura y lacerante como pocas, la desidia de quienes gobiernan, frente al dolor de los excluidos. Extraordinaria lección de cine.
Error de aplicación de criterio. Daniel es carpintero pero ha dejado su trabajo por un problema cardíaco. Tiene que pedir una pensión por discapacidad ya que los médicos le prohíben volver a retomar su actividad. Sucede que cambiaron el sistema de otorgamiento de pensiones y, más allá de lo que digan los médicos, uno debe sumar 15 puntos en un test de aceptación para acceder al subsidio. En el test nunca le preguntan sobre su corazón, y Daniel obtiene 12 puntos. Para el desprevenido, esta no es la sección de política, sino la de cine. Porque no se trata de otra injusta historia de las que encontramos día a día en Argentina. Esta es una película inglesa. No se nos dice exactamente quién gobierna, pero sabemos que se ha decidido tercerizar las pensiones. Una empresa privada norteamericana se encarga de examinar a las personas que esperan cobrar un subsidio. A esta empresa, lógicamente, no le interesa ayudar ni hacer justicia, ya que no es ese su objetivo. Sólo se dedica a gestionar y administrar. “Me matan si no trabajo, y si trabajo me matan” parece decir Daniel. Perdido en un laberinto burocrático, su salud empobrece y su bolsillo se enferma. En la línea de Mi nombre es Joe (1998), Ken Loach, retrata las problemáticas cotidianas de los excluidos generados por los sucesivos fracasos económicos y las políticas de desigualdad social. En 11’09’’01, El día que cambió el mundo, película que rememora el atentado a las torres gemelas a partir de cortos de diferentes directores, Ken Loach patea el tablero. Decide darle la palabra a un chileno. Pablo firma y escribe una carta a los familiares de las víctimas estadounidenses de aquel atentado. Allí explica que el 11 de septiembre para él significa otra cosa. Significa el golpe de estado en Chile apoyado por EE.UU. En este caso, Daniel Blake, en señal de protesta y como último recurso, resuelve escribir su nombre con letras grandes en la pared de la empresa que le niega la pensión. Lo importante de Joe, de Pablo y Daniel es que tienen un nombre. Ken Loach, al nombrarlos, los humaniza. Sus nombres son sus mejores armas. Su mejor argumento es el de ser personas. Eso debería bastar para que a los personajes de Loach se les respeten sus derechos, pero hay gente que todavía no se logra convencer. Para el desprevenido, esta no es la sección de política. O tal vez sí.
Maldita burocracia. El director Ken Loach regresa a los cines con Yo, Daniel Blake, una película que muestra el lado B del primer mundo. ¿De qué se trata Yo, Daniel Blake? Daniel Blake (Dave Johns) sufrió un infarto y por un tiempo no puede trabajar, por lo que intenta solicitar ayuda estatal para poder vivir. Presa de la burocracia, conoce a una joven madre de dos niños (Hayley Squires) y entablan una relación de compañerismo ante la desgracia. Razones para ver ‘Yo, Daniel Blake’ Sí, definitivamente tenés que ir a ver esta película. ¿Por qué? Es una drama social con más humor que golpes bajos (suele ser al revés) que retrata la trampa burocrática en la que se ve envuelto un señor inglés, un ciudadano que a minutos de Londres pasa hambre y humillaciones. La pobreza no es solo tercermundista, pero cambia en sus formas. La miseria y el hambre no es igual en Sudamérica que en un país como el Reino Unido, pero existe. Y es interesante verlo porque es un lado de la sociedad desarrollada que no siempre sale en las películas. Pensalo: cine inglés… espías… realeza… detectives. Por supuesto que cine social lo hay en todos los países (y el Free Cinema es su antecedente en el caso del Reino Unido) pero no siempre es lo que más llega. Ken Loach logra filmar una película inteligente, sin fallas y desbordante de realismo. Fuerte también, cruda. Impecable en lo técnico y con actuaciones absolutamente creíbles, “Yo, Daniel Blake”, con este título que suena tanto a declaración de principios, es eso: un hombre que se para frente a la burocracia del sistema y le escupe en la cara, sean cuales sean las consecuencias. Puntaje: 9/10 Título original: I, Daniel Blake Duración: 100 minutos País: Reino Unido Año: 2016
Ken Loach, con el cine a la izquierda Hace ya medio siglo que el director británico Ken Loach se dedica a la producción audiovisual, su particular visión crítica se transmite a través de una forma especial que ha logrado cautivar un público muy amplio alrededor de todo el mundo. Su última película Yo, Daniel Blake, realizada a sus 80 años y ganadora de la Palma de Oro en el festival de Cannes de 2016, se estrena este jueves en pantallas argentinas. La nueva producción trae todos los elementos y marcas de estilo de un cine propio, crítico del capitalismo y sus valores, fiel y sincero con sus personajes y contradicciones, en búsqueda constante por develar los verdaderos problemas del tiempo presente, denunciar sus causas, descubrir sus trampas y sembrar la necesidad de actuar para transformarlo. En esta última producción es, como en la gran mayoría de sus películas, un protagonista de origen obrero es el encargado de hacer avanzar la historia. Daniel Blake, un carpintero que sufre problemas de salud se enfrenta a un abrumador sistema burocrático de ayuda social que como resultado enferma más de lo que aporta. La amistad y la solidaridad se descubren en los que enfrentan esta situación. Te puede interesar: Yo, Daniel Blake: la vuelta al cine social de Ken Loach Desde hace años Ken Loach basa sus proyectos de ficción en la realidad social y en la historia.A través del trabajo con diferentes guionistas ha investigado cada problemática para que sus personajes trabajen en un terreno firme y que la identificación con el público parta de este compromiso. El caso de Yo, Daniel Blake es respaldado por las noticias cotidianas. En la Gran Bretaña actual donde personas se mueren por culpa de los materiales de mala calidad destinados a los edificios de viviendas populares, o como registró The Guardian en sus páginas luego del estreno con decenas de comentarios y mensajes de personas que denunciaban casos similares al de la película. Por otra parte los relatos locales no dejan de ser expresión de historias que pueden ocurrir en cualquier rincón del planeta, sin ir más lejos el estreno en Argentina coincide con la quita de subsidios por discapacidad que impulsa el gobierno. La destrucción de las políticas sociales y sus consecuencias son una misma en la ficción y en la realidad. La mezcla de técnicas de documental que influyen en la forma narrativa, junto a su experiencia en teatro y una forma propia de trabajo para la dirección de actores fueron construyendo un lenguaje cinematográfico especialmente sensible y crítico, desarrollado a través de todos los años de trabajo. Te puede interesar: Ken Loach: Desafiar el relato de los poderosos Desde el comienzo, con ideas claras Su recorrido cinematográfico a partir de los años 90 tuvo recepción en Argentina, con algunos estrenos en cines y especialmente en ciclos especiales. Pero más allá de sus títulos más conocidos como Tierra y Libertad, El viento que agita la cebada, Pan y Rosas, Mi nombre es Joe, entre otros, la producción de Ken Loach plantea su visión crítica, de izquierda, con una especial mirada hacia el movimiento obrero desde los comienzos de su actividad. En sus primeros trabajos para la BBC, el formato televisivo es renovado con trabajos como Cathy Come Home, sobre el desempleo y el problema de la vivienda, o The Rank and File, sobre las luchas obreras "desde las bases" que desafiaban a la burocracia sindical ligada al partido laborista. Su visión aguda y sin concesiones se enfrentó en no pocas ocasiones con el boicot y la censura. Los directivos de la BBC presionaron para cambiar el final de The Rank and File, lo que les molestaba era que luego de una gran lucha obrera traicionada por la acción de la burocracia sindical, la serie terminara con una reflexión sobre la necesidad de construir un partido que verdaderamente represente a los trabajadores y luego se sucedían imágenes de niños y la frase de León Trotsky "La vida es hermosa, que las futuras generaciones la libren de todo mal y opresión y la disfruten plenamente". Para la BBC esto era demasiado. En algunas entrevistas Ken Loach recuerda estas épocas en donde se iban definiendo sus ideas "Nosotros nos identificábamos con el tipo de análisis que empleaba términos de clase. Nos dábamos cuenta de que los socialdemócratas y los políticos laboristas no hacían más que actuar a favor de la clase dirigente y proteger los intereses del capital. Una vez que uno hace ese tipo de análisis, todo encaja en su sitio y lo más curioso es que, desde ese momento, ya nunca deja de encajar..." Sus primeros guiones fueron en trabajo conjunto con Jim Allen, un escritor de origen obrero, con tradición de izquierda cercano a los grupos trotskistas, con él realizó The Big Flame y The Rank and File, ambas sobre importantes huelgas traicionadas por la dirección sindical, también Days of Hope, una serie de televisión que abarcaba desde la primer guerra mundial hasta la huelga general de 1926, sobre este trabajo Loach rescataba "creo que era una historia que valía la pena contar: la historia de la lucha de la década de los veinte, cuando la Revolución Rusa todavía era joven, cuando se produjeron grandes disturbios en Gran Bretaña que desembocaron en el mayor disturbio de todos, la huelga general en 1926"..."cuando la gente vive un período de convulsión política en el presente siempre le parece que esta convulsión nace por arte de magia, pero en realidad siempre hay una larga lucha que la ha precedido...","Days of Hope es una película sobre la historia, sobre quién la escribe y a quién le pertenece". Junto a Jim Allen también trabajó en Agenda secreta, Lloviendo piedras y Tierra y Libertad. Entre otros importantes colaboradores como el productor Tony Garnett o el guionista Paul Laverty, Loach destaca siempre la importancia de los equipos y el trabajo en común a lo largo de su producción. En este sentido también reflexiona "Otro factor importante fue la gente políticamente comprometida que conocí y que se declaraban antiestalinistas. Desde el principio me identifiqué con esa posición porque así uno podía defender la idea del socialismo sin tener que defender el comunismo que se había impuesto bajo el gobierno de Stalin, que había destruido la posición de izquierda y asesinado a quienes se oponían a su Partido, y cuyo modo de gobernar era claramente una atroz dictadura responsable de los horrores más espeluznantes. Una vez que entendías eso, ya no tenías que cargar sobre los hombros el peso de los crímenes de Stalin cada vez que hablabas de socialismo como una alternativa política en Gran Bretaña. Eso fue vital." A través de sus películas, además de la crítica a los gobiernos conservadores y sus políticas, especialmente Thatcher, una de las reflexiones recurrentes es el papel de las direcciones traidoras en las luchas obreras. La burocracia sindical, los dirigentes socialdemócratas, laboristas, como la ejemplar denuncia del rol del stalinismo en España. Con sus palabras describe este aspecto "Uno de los temas más recurrentes en la historia política de la izquierda durante este siglo es que la gente corriente, los trabajadores, llámalos como quieras, han demostrado tener un inmenso potencial para lograr cambios, pero en su lucha no solo han tenido que enfrentarse a los bajos sueldos, al cierre de las fábricas, al malestar y a la falta de servicios sanitarios, sino también a los problemas internos de liderazgo. Los dos males gemelos que los han asediado son, a mi entender, la socialdemocracia y el stalinismo." El cine y su público A pesar del monopolio norteamericano de la distribución cinematográfica, Ken Loach conquista con cada película miles de seguidores en distintos rincones del mundo. Una de sus primeras producciones de TV Cathy Come Home, logró en 1966 un récord de audiencia, un cuarto de la población británica vio este unitario. No hay dudas que si sus trabajos fueran proyectados ampliamente en cine y tv la audiencia se multiplicaría. Su cine y también sus palabras, aportan una crítica profunda al sistema capitalista y esta visión es compartida por miles. Loach se plantea reflejar el contenido político a través de una forma estética, y en ocasiones planteó que para realizar un film, éste tiene que emocionarte tanto por su contenido temático como estético. En una entrevista realizada hace varios años se preguntaba sobre la importancia de indagar "¿en qué se parecen los hombres que ven una película y los hombres que la protagonizan?", la respuesta a esta pregunta se encuentra en la gran simpatía que sus historias despiertan en los miles de trabajadores, mujeres y jóvenes que diariamente se enfrentan a las miserias de este sistema. (Los fragmentos de entrevistas y citas corresponden al libro Ken Loach por Ken Loach, de Graham Fuller)