El fracaso de la sociedad argentina. La última película de Gastón Duprat y Mariano Cohn, la brillante El Ciudadano Ilustre (2016), hace con la idiosincrasia y vicios de la Argentina lo que un cuchillo caliente en dirección al cuello haría con la yugular de un necio que piensa que la muerte está lejana. La premisa de base es tan sencilla como demoledora: Salas, un paraje del interior de Buenos Aires plagado de personajes ingenuos, anodinos y violentos, organiza una suerte de regreso celebratorio de su único “hijo pródigo”, el Nobel de Literatura Daniel Mantovani (Oscar Martínez), alguien que pasó sólo su infancia en el lugar, lleva 40 años viviendo en Europa y en el fondo odia a este típico ejemplo del proverbio “pueblo chico, infierno grande”. Existe algo misterioso que se esconde detrás de un reencuentro sadomasoquista de este calibre, por un lado patético y por el otro hilarante, y es ese pequeño tesoro del ciclo de la tragedia nacional el que capturan los realizadores en el film, prácticamente los únicos intelectuales del cine argentino reciente, como lo demuestran también sus excelentes trabajos anteriores. Por supuesto que hablar de Cohn y Duprat implica asimismo referirse al hermano de este último, Andrés, responsable principal de los guiones y artífice de lo que fue aquella trilogía acerca de la burguesía vernácula compuesta por El Artista (2008), El Hombre de al Lado (2009) y Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011): la primera le pegó sin piedad al linaje cultural snob, la segunda cargó contra el académico y la tercera despedazó a la clase media hipócrita y pusilánime de la Capital Federal y el conurbano. Si bien a primera vista pareciera que ahora les toca sólo a los “pajueranos” del interior y que El Ciudadano Ilustre se especializa en un pasado rústico que repele y atrae al mismo tiempo, a decir verdad la propuesta se hace un festín con una fauna que podemos hallar en casi cualquier esquina de este inefable país. Así tenemos a un clásico intendente populista y manipulador, algunos lúmpenes que dan vergüenza ajena y otra buena tanda de burgueses abyectos y fascistoides que controlan el destino del enclave a pura intimidación y opulencia gratuita. Los cineastas profesan simpatía por Mantovani, algo así como una versión muy sensata del intelectual argentino soberbio, autoreferencial y eurocentrista, un personaje interpretado con maestría por Martínez. Continuando con el elenco, y en un juego de espejos en verdad fascinante entre la realidad y la ficción, aquí encontramos a Dady Brieva como Antonio, un amigo de la infancia de Daniel que terminó casado con la que fuera la novia del susodicho, en el período previo a su partida al viejo continente (sus exabruptos y su doble discurso no son rasgos fortuitos…). Mediante una serie de capítulos que nos presentan el derrotero del paradójico protagonista en Salas, antes y después de su coronación como “ciudadano ilustre” del municipio, la trama desmenuza la sensibilidad e ideologías del ser argentino por antonomasia; esa mixtura de riqueza, mezquindad, resentimiento, delirio, súplicas, dolor y pobreza, todo en una misma bolsa en la que sólo resultan invariantes los dos extremos, los correspondientes a una pirámide social basada en la desproporción y el saqueo ad infinitum. Entre el ocaso profesional y la tentación de un sincericidio en pos de contarles a los locales lo que piensa de ellos, Mantovani funciona durante gran parte del relato como los ojos de Duprat y Cohn, con el objetivo de registrar un choque de “buenas intenciones” destinadas a un nuevo conflicto (o mejor dicho, a una nueva fase de una vieja pugna) y finalmente al colapso: mientras que el Nobel de Literatura pretende dar sentido al vínculo que lo sigue atando a Salas, ya que toda su obra transcurre allí y lleva 5 años de bloqueo creativo, los pueblerinos pretenden fagocitar como parásitos -y desde el cholulismo más masturbatorio y desagradable- algo de la fama del escritor, desconociendo por completo su producción literaria y su actitud inconformista. A través del entrecruzamiento de arquetipos laxos de la argentinidad, la historia va superponiendo capas significantes a medida que los encuentros de Daniel con los salenses se extienden hacia lo peligroso y las tensiones comienzan a aflorar, esas de la disputa “conservadurismo/ chauvinismo versus progresismo/ tolerancia”. Hasta los horizontes cinematográficos de El Ciudadano Ilustre son por demás particulares, porque abarcan películas tan disímiles -aunque temáticamente semejantes- como Cuando Huye el Día (Smultronstället, 1957) de Ingmar Bergman, Los Secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997) de Woody Allen y Cuéntame tu Historia (State and Main, 2000) de David Mamet; todos opus que pusieron de relieve con perspicacia la distancia entre los mecanismos de canonización del statu quo, los caprichos del mainstream cultural y los pormenores del mundo real y cotidiano, ese que manifiesta indiferencia ante los aires de superioridad y nunca conocerá el atajo al éxito que desde tiempos lejanos a veces brinda la industria cultural. Como si se tratase de una parodia avejentada de la estructura de los “coming of age”, aquello que marcó la juventud del protagonista es analizado no desde una romantización que se viene abajo (como ya dijimos, el señor detesta al pueblito y el viaje es fruto de su curiosidad), sino vía una suerte de confirmación de sus peores temores, los que ratifican la inmutabilidad del panteón de las miserias criollas (el amor, la amistad, el barrio, la política y el poder económico son todos sinónimos del fracaso de la sociedad argentina).
El Ciudadano Ilustre Quizás resulte difícil separar la interpretación, notable, de Oscar Martinez del personaje que interpreta en “El Ciudadano Ilustre” (Argentina, 2016), la nueva incursión cinematográfica de la dupla Gastón Duprat y Mariano Cohn. Daniel Mantovani (Martinez), un laureado escritor que hace 40 años se encuentra fuera del país regresa a Salas, el pequeño pueblo que lo vio nacer para recibir el premio que da título al filme. Con miedo, de no saber qué va a encontrar, Mantovani emprende un viaje que terminará por afirmarle aún más los motivos por los que decidió alejarse, ya que en ese pequeño infierno, además de su ex novia (Andrea Frigerio), algún conocido (Dady Brieva), un grupo variopinto de personajes lo expondrán a todo aquello que el temía volver a ver. El guión de Andrés Duprat reposa en la mirada particular del pueblo, el que, quedado en el tiempo, ubica al escritor a lo peor del lugar, que aún sigue sin perdonarle el utilizar el mismo como fuente de inspiración para su obra. Tras recibir su premio Nobel, el hijo pródigo regresa, y el gag imposible de encorsetarse, explota en la pantalla, mientras se reflexiona sobre el rol del artista en la sociedad, su ascenso, caída y desaparición.
Estructurada en capítulos, la nueva película de Gastón Duprat y Mariano Cohn combina humor y nostalgia en la vida de un escritor argentino que triunfa en el exterior y vuelve a su pueblo natal. No todas serán rosas y halagos. La nueva creación de la dupla de directores integrada por Gastón Duprat y Mariano Cohn, El Ciudadano Ilustre, ovacionada en el Festival de Venecia, trae el eterno dilema de los argentinos que triunfan en el exterior y enciende además una historia rica en contrastes y enfrentamientos. El escritor Daniel Mantovani -Oscar Martínez-, ganador del Premio Nobel de Literatura que alguna vez se le negó a Jorge Luis Borges, es un hombre solitario, malhumorado y exitoso que forjó su carrera en Europa al escribir sobre Salas, su ciudad natal y sus personajes. Él abandonó su pueblo cuarenta años atrás pero ante una carta de invitación del intendente -Manuel Vicente- para nombrarlo "Ciudadano Ilustre", decide alterar su agenda, viajar solo y, sin quererlo, desatará una serie de situaciones que lo pondrán en peligro. Quizás ese lugar "incómodo" al que tanto se refiere el escritor en pleno vacío creativo durante la trama, sea el mismo del que escapa y que lo colocará en el ojo de la tormenta. Estructurada en capítulos, la nueva película de los realizadores de Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, y El hombre de al lado combina humor y nostalgia para abordar temas como la soledad del éxito y los reservorios de violencia que se esconden en los lugares menos pensados. De este modo, el arribo del hombre exitoso al pueblo genera curiosidad y admiración de los lugareños que lo siguen a sol y a sombra, lo filman y le piden fotos. En ese mundillo de personajes tan particulares, asoma su amigo de la infancia -Dady Brieva-, y su ex novia -Andrea Frigerio-, casada ahora con el anterior. No faltará el político que sigue su conveniencia y sus secuaces, pintando una triste realidad argentina. Pero no todas serán rosas para Mantovani, porque un hecho fortuito encenderá la mecha de la venganza. La pintura costumbrista de un lugar que no cambió demasiado es uno de los fuertes del film que avanza con toques de humor y también va generando un clima enrarecido dentro del movimiento cotidiano de Salas. Una situación impensada -al menos para Mantovani- es la que dispara la acción de la historia hacia otros rinconces más oscuros y hace que el relato crezca en intensidad y cinismo. Entre la reina de la belleza, un vecino que asegura que uno de los personajes de las novelas de Mantovani era su padre, un hombre que quiere una ayuda económica para su hijo discapacitado y un concurso de pintura que pondrá al pueblo patas para arriba, son algunas de las sorpresas que depara la película. Párrafo aparte para Oscar Martínez, en su tercer trabajo del año para la pantalla grande después de Koblik e Inseparables, que logra dotar de conocimiento y determinación a su escritor en crisis, en un mundo de éxito y reconocimientos, y está además muy bien secundado por el elenco. Y como afirma en uno de los pasajes del film, una vez más la ficción supera a la realidad.
Profeta en su tierra Los prolíficos e incansables Mariano Cohn y Gastón Duprat –autores de innovadores formatos en T.V, como Televisión Abierta (1999), y responsables de excelentes filmes, como El Artista (2008) y El Hombre de al Lado (2009)- regresan a la gran pantalla con una comedia dramática que, a partir del regreso de un escritor afamado a su pueblo natal, explora la soberbia petulante característica de la intelectualidad (o de cierto sector dentro de ella) y la hipocresía de la sociedad exitista que lo legitima. La película aborda en clave satírica la tópica del “retorno del hijo pródigo”, en este caso de Daniel Mantovani (Oscar Martínez), un escritor consagrado mundialmente por haber ganado el Nobel de Literatura y que, tras cuatro décadas de ininterrumpida estadía en Europa, decide regresar a Salas (su pueblo natal en la Provincia de Buenos Aires) para recibir la medalla de “Ciudadano Ilustre”. En este auténtico viaje al pasado los conflictos no tardarán en aparecer, pues la fuente de inspiración de las novelas que lo llevaron al éxito son justamente los habitantes de Salas (y no precisamente sus aspectos más pintorescos, sino su hipocresía, sus miserias y su conformismo campechano). En ese sentido, pese a que toda la obra de Mantovani está montada sobre la crítica permanente hacia ellos, la efervescencia y la fascinación por tener a un artista internacional en el pueblo hace que, en un principio, nadie se resista a su llegada Con un magistral sentido del cinismo, Cohn y Duprat narran en El Ciudadano Ilustre los pormenores de esta evidente contradicción en diversas situaciones: en el exitismo del pueblo que recibe con bombos y platillos a la persona que los defenestró toda la vida (pero que a su vez los hizo famosos); en la genuina (e inexplicable) emoción que siente Mantovani al recibir el máximo reconocimiento por parte de la comunidad que odia y de la que escapó cuando era joven; o en la ignorancia de aquellos que lo alaban por ser una figura mundial pero nunca leyeron -o entendieron- siquiera una página de sus libros (el conductor que se limpia sus partes utilizando hojas de sus novelas es bastante ilustrativo en este sentido). WHISKEY Mientras avanza el relato (dividido en cinco actos: “La invitación”, “Salas”, “Irene”, “El volcán” y “La cacería”), Daniel –que pasa de la idolatría absoluta al repudio generalizado a medida que se conoce el contenido de sus obras- se va encontrando con viejos conocidos de la infancia: su antigua novia Irene (Andrea Friggerio), su mejor amigo del colegio Antonio (Daddy Brieva), ahora casado con Irene, su hija (con la que habrá alguna que otra complicación) y diversos personajes del pueblo. Por momentos hilarante, por momentos lúcida e irónica (aunque a veces algo redundante), los directores construyen un relato repleto de personajes mediocres, detestables y aprovechadores (entre ellos Mantovani); una historia en donde abundan las falsedades y escasean las acciones honestas; una comedia ácida que problematiza el lugar de la producción artística, el egocentrismo intelectual y cuestiona el endiosamiento social exacerbado por parte de la sociedad que los consagra. El Ciudadano Ilustre es un filme que, en líneas generales, desarrolla con innegable humor y sarcasmo las excelentes ideas que propone. Si bien no todas sus partes encajan con la misma efectividad (la sub-trama con Antonio e Irene es bastante floja en términos dramáticos) y pese a que por momentos se torna algo monótona y reiterativa, se trata de una propuesta valiosa, fresca y divertida que cuenta con una actuación deslumbrante de Martínez y que, además, presenta un giro inesperado sobre el final que dejará reflexionando a más de uno.
¿Cuáles son los alcances de un escritor reconocido con respecto a su pueblo natal? ¿Alcanza éxito gracias a o a pesar de su pueblo natal? Éstas son algunas de las preguntas que resaltan de El ciudadano ilustre, película argentina que se estrena mañana y que compite en el Festival de Venecia, donde recibió una ovación. Con una simpleza que a ratos nos deja pidiendo más, el filme de Gastón Duprat y Mariano Cohn narra el regreso del escritor Daniel Mantovani a su pueblo natal para obtener un reconocimiento importante, cuya vuelta lo hace a través de la cursilería que despliegan los ciudadanos, amigos del escritor o lectores de su obra. Lo admiran de una manera tan ridícula que es casi sombría. El dúo de directores retrata todo este pequeño mundo entre matices y hechos evidentes. Es lo que le brinda humor a la trama: esta mezcla de fijación y encanto ante Daniel Mantovani. El escritor para su pueblo natal es más que una figura pública, es una figura de la cultura, casi una estrella pop. Desde el ámbito pequeño de un pueblo, Duprat y Cohn van retratando cómo recibe cada sector de una sociedad a una figura de tal envergadura: los groopies, la municipalidad, los amigos. De esta manera, cada uno va desmoronando los alcances de la literatura con sus intereses particulares. Éste quiere cenar con el afamado, otro quiere salir de caza con él, este otro quiere que el escritor escoja un cuadro en particular en cierto concurso. A su vez, Mantovani va derrumbando las expectativas de los ciudadanos con sus propias decisiones. Es decir, se trata de un forcejeo constante que esboza una crítica de cómo funciona la sociedad. A fin de cuentas, el guión junto con el resultado final cuestionan a todas las figuras vinculadas con la historia: al autor, a sus lectores, a sus familiares. Todos terminan siendo como títeres de sus intereses. Ni siquiera Mantovani que es el más cuestionador se deslinda de esto. Por su parte, si bien todo el elenco es sólido, es por supuesto Oscar Martínez, quien destaca con una fiereza taimada. Su Mantovani es un hombre tajante que no se calma con adulaciones, es crítico de sí mismo y de su obra, aunque también la defiende cuando es necesario. Hay un recuento de su vida que le dedican en el pueblo que remite a esta cursilería risible e incontrolable. Sin embargo, con su decisión de regresar, Mantovani se muestra como víctima indirecta de lo que ha escrito del pueblo, sean exageraciones o certezas. Un proceso interesante que rodea la película es la publicación del libro homónimo y escrito por el propio Mantovani, aunque el personaje es evidentemente ficción. ¿O acaso no sea tan evidente? Sea como sea, la edición lo promociona como el único Premio Nobel de Literatura argentino y los espectadores que quieran continuar el proceso que se inicia con el filme, pueden comprar el libro en algunas librerías del país.
Pocos días después de su estreno mundial en la Competencia Oficial de la 73ª edición de la Mostra de Venecia llega a los cines argentinos esta película de los realizadores de El artista y El hombre de al lado que narra las desventuras de un escritor ganador del Premio Nobel (Oscar Martínez) que vuelve a su pequeña ciudad natal tras más de cuatro décadas de ausencia. Esta sátira con mucho humor negro funciona bien en el terreno de la comedia pura, pero por momentos resulta un poco obvia en su exploración de las contradicciones entre el cinismo de la vida intelectual y el conformismo (y el patetismo) de la dinámica pueblerina. Los directores de El artista, El hombre de al lado y Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo (además de varios documentales y proyectos para TV) se basaron en un guión de Andrés Duprat (hermano de Gastón) para una película que funciona mejor como superficial comedia de enredos que como mirada crítica a las contradicciones, miserias, hipocresía y cinismo del universo literario y la exploración del muchas veces incómodo lugar del escritor. Hay, sí, un puñado de buenos gags, momentos de indudable inspiración, algunos diálogos punzantes como dardos, lúcidas observaciones sobre la dinámica pueblerina, buenas actuaciones, pero El ciudadano ilustre -desde su apuesta técnica y estética bastante chata y por algunas ideas obvias y, para colmo, reiterativas- carece de las capas, los matices, la acidez y la negrura que sus realizadores intentan alcanzar. Dividida en un prólogo y cinco capítulos (La invitación, Salas, Irene, El volcán y La cacería), El ciudadano ilustre arranca con el mordaz, para nada complaciente discurso que Daniel Mantovani (un siempre convincente Oscar Martinez) da ante la Academia y los reyes de Suecia tras recibir el premio Nobel de literatura. En ese ámbito expone varios de los temas que sobrevolarán el resto del relato, ya que habla de esa consagración como “el ocaso” y como “una canonización terminal como artista”. Pasan cinco años y Mantovani está radicado en Barcelona. En ese lapso no ha escrito más que obituarios, presentaciones y prólogos, mientras su rutina diaria consiste en pedirle con desdén a su asistenta (Nora Navas) que rechace todas y cada una de las múltiples invitaciones que recibe. Sin embargo, una de las cartas despierta su atención: el intendente de Salas, su pueblo natal al que no ha regresado en las últimas cuatro décadas (se fue a los veinte y es ya un sexagenario), lo invita a participar en los festejos del lugar y a recibir la medalla de “Ciudadano ilustre”. Tras una negativa inicial, se decide a viajar a su terruño, ubicado a 700 kilómetros de Buenos Aires. Tras un tortuoso viaje de ida (en el que las páginas de uno de sus libros se usará para prender un fuego y como reemplazo del papel higiénico, metáforas algo burdas), llega a Salas, donde pasará de celebridad (lo pasean en el camión de bomberos) a poco menos que el enemigo público número uno. La película -plagada de discursos con “frases célebres” del tipo “mis personajes no pueden salir de Salas y yo no puedo volver” que Martínez sobrelleva con conmovedor profesionalismo- cae por momentos en cierto patetismo pueblerino (más cerca de los hermanos Coen que de Preston Sturges), aunque generalmente con bastante gracia. En este regreso del hijo pródigo se irá topando con un aspirante a escritor (Julián Larquier) que trabaja en la recepción del gris hotel en el que se hospeda (“parece salido de una película rumana”, dice Mantovani), una joven y atractiva groupie que no tardará en meterlo en problemas (Belén Chavanne); Antonio (Dady Brieva), su mejor amigo del colegio; y su ex novia Irene (Andrea Frigerio), ahora casada con Antonio. En el camino del autor aparecen también desde el intendente peronista del lugar (Manuel Vicente) hasta el patotero Florencio Romero (Marcelo D’Andrea), que intentará desacreditarlo por todos los medios. Película sobre las fobias y las neurosis, sobre los aspectos parasitarios del arte, sobre la crisis existencial, sobre el conformismo y el absurdo pueblerino, sobre la responsabilidad y la libertad del artista, sobre los peligros de revisitar el pasado, sobre el éxito y los ideales, sobre la mediocridad social y la (falsa) sofisticación del arte, El ciudadano ilustre es en sus mejores momentos una sátira y, en varios otros, una bajada de línea algo torpe y que recupera ciertos “debates” a esta altura ya demasiado transitados o incluso perimidos. Lo bueno de El ciudadano ilustre -y lo que en definitiva la blinda de cualquier cuestionamiento más extremo- es que funciona bien en el terreno del gag, de la comedia pura. Más allá de que los dos últimos episodios no están a la altura del resto y la resolución se resiente un poco, la película nunca deja de entretener y atrapar. La paradoja aquí es que el film gana cuando apuesta al humor más directo y popular, y -por el contrario- pierde eficacia cuando se pone “sofisticada” y con ese aire de cinismo y superioridad hacia los personajes que ha sido desde siempre la marca de Cohn y Duprat.
UN FILM REACTIVO AUNQUE NO REACCIONARIO Nadie es profeta en su tierra, afirma una máxima y efectivamente, en este nuevo film de Duprat y Cohn se reconfirma. El ciudadano ilustre es un film confrontativo -entre la alta y la baja cultura, entre lo rural y lo urbano, entre el primer y el tercer mundo-, un film de reactivos sin ser del todo un film reaccionario. Este camino, que no es en lo absoluto nuevo para esta dupla de realizadores (Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, El hombre de al lado, El artista, Yo Presidente), encontrará por momentos grandes logros y, en otros, algunos obstáculos. No es un film sencillo, de esos en los que se encontrará absoluta homogeneidad por parte de la crítica y por parte de los espectadores, pero tal vez por ese motivo sea interesante abordarlo. Daniel Mantovani (Oscar Martínez), un escritor nacido en Salas, una localidad rural de Buenos Aires, vive exiliado hace más de treinta años en Europa. Recientemente ha recibido el premio nobel de literatura y se encuentra en un blanco creativo desde hace unos cinco años. Gracias a una inusual invitación, por parte del intendente de Salas, Mantovani es convocado a participar de una serie de actividades de la localidad argentina con motivo de su bicentenario y, entre ellas, se encuentra la de recibir el galardón máximo de la ciudad: la del ciudadano ilustre de Salas. Allí, el escritor reencuentra a sus viejos paisajes y personajes, puesto que todas sus narraciones han estado centradas en el modo de vida de Salas y de la experiencia que este dinámica ha impactado en él imágenes de su juventud. Los reencuentros con viejos amigos y viejos amores no se hacen esperar, al igual que el descubrimiento de los pequeños virajes que la localidad ha desarrollado. Pero tal vez el giro más importante, e impensado, sea el que proviene del choque cultural entre su vida de exilio y ese presente de Salas. No pasa mucho tiempo para que comiencen a surgir conflictos, algunos derivados de viejas rencillas y otros producto del rumbo de vida de Mantovani y la confrontación con ese modo de vida que él ahora desconoce y ya no lo representa. De alguna manera la ficción (dentro de la ficción) no logra ganarle a la realidad que se representa en El ciudadano ilustre. Mantovani cuenta a un poblador un relato de uno de sus viejos libros: la historia que narra la pelea fatal en Salas entre dos hermanos mellizos enfrentados durante décadas por una mujer. En esa pequeña historia, el enfrentamiento es entre polos evidentes así como su resolución también lo es: uno tiene barba y el otro no, uno es rico y el otro pobre. Se trata de llevar la pelea a la fatalidad y hacer una sustitución de roles. Por momentos el film juega a que se va a desplegar esta historia, a que se hará carne el cuento de Mantovani dejándole a él como uno de los protagonistas. El escritor enfrentado a Antonio (Dady Brieva) por un supuesto viejo amor, Irene (Andrea Frigerio). Y sin embargo, la visita del escritor es más compleja, involucra a otros personajes, otros desprecios -sociales y políticos además de afectivos- así que paulatinamente va prometiendo otro final muy diferente del que se resuelve en la ficción del cuento de Mantovani. De seguro, algunos dirán que este film es reaccionario a la vida de pueblo. Sin embargo, es un film que habla de reacciones propias de cierto perfil de ciudadano; el del exitoso, el del pueblerino, el del político, etc. Duprat y Cohn montan simulaciones y simulacros o, de alguna manera, dan cuenta de la existencia de algunos de ellos. Y algo ya sabíamos antes de ver el film: aquí no van a encontrar ningún ciudadano ilustre. EL CIUDADANO ILUSTRE El ciudadano ilustre, Argentina, 2016. Dirección: Gastón Duprat, Mariano Cohn. Guión: Andrés Duprat. Realización y montaje: Jerónimo Carranza. Intérpretes: Oscar Martínez, Dady Brieva, Andrea Frigeiro, Nora Navas, Manuel Vicente. Duración: 118 minutos.
Esta brillante obra de Gaston Duprat y Mariano Cohn (El hombre de al lado, El artista) nos relata la historia de Daniel Mantovani (Oscar Martinez), un irreverente, talentoso y prolífico escritor argentino radicado en Europa. Que luego de consagrarse mundialmente al ganar el premio nobel de literatura, decide adoptar un perfil mas bajo (un poco adrede y otro poco, quizás, a causa de un “bloqueo de escritor”) y comienza a evitar todo tipo de exposición mediática y publica. Es así que, día tras días, recibe numerosas invitaciones para dar charlas, entrevistas, seminarios, recibir premios, etc, alrededor de todo el mundo; pero así como las recibe, las rechaza. Sin embargo, un día, entre todas las invitaciones que Mantovani ignora automáticamente, aparece una que capta su atención: El intendente de Salas, pequeño y humilde pueblo de donde el es oriundo, quiere reconocer su trayectoria y homenajearlo, nombrándolo ciudadano ilustre. En medio de esta especie de crisis creativa/existencial, el escritor acepta la invitación y parte rumbo a la tierra que lo vio nacer. Pero Salas no es sólo su cuna, sino también la fuente de inspiración de sus exitosas historias. Cada una de ellas utiliza a la ciudad como marco y se nutre de sucesos allí acontecidos, de sus costumbres y hasta de sus personajes. Sin embargo, este detalle de la obra de Mantovani no es del agrado de todos los habitantes. Mientras que algunos se sienten halagados y orgullosos de que su pueblo sea representado y conocido alrededor del mundo, otros se sienten traicionados e insultados; ya que consideran que el autor se ha dedicado, exclusivamente, a mostrar la peor cara de Salas. Estas perspectivas cruzadas, convertirán lo que auguraba ser un tranquilo y placentero regreso a la raíces, en un revelador, y lleno de peripecias, reencuentro con amores, amigos y lugares del pasado. Largometraje ilustre: El ciudadano ilustre es una obra que se destaca en todos sus aspectos. La habilidad con que Cohn Y Duprat combinan armoniosamente la comedia, el suspenso y el drama, es admirable. Por un lado, logran entregarnos secuencias desopilantes, con un manejo de los tiempos milimétrico; mientras que, cuando es necesario, generan la intensidad y el suspenso requerido. La utilización de largos planos estáticos en la mayoría de las escenas, ademas de potenciar la capacidad interpretativa de los actores, nos de la sensación de estar disfrutando una obra de teatro. El magnifico guion de Andres Duprat construye, con una naturalidad e ingenio envidiable, un relato sencillo, ágil e hilarante; que ademas se da el lujo de explorar y reflexionar sobre cuestiones tales como el arte, la identidad, los orígenes y el éxito. Las actuaciones son increíbles. Por supuesto, el trabajo de Oscar Martinez es soberbio; le basta una mirada para transmitir todas las contradicciones y motivaciones del complejo personaje que interpreta. Pero también, ademas de Martinez, gracias a un gran trabajo de dirección, cada uno de los actores (desde Dady Brieva y Andrea Frigerio, hasta quienes tienen pequeñas y desopilantes intervenciones) brilla cuando aparece en pantalla. Conclusión: Un guion magistral, interpretaciones extraordinarias y una efectiva y genial ejecución, convierten a El Ciudadano Ilustre en un nuevo clásico del cine nacional.
Todo porteño debería tener derecho a considerarse europeo y que el resto del mundo se lo tome en serio al menos durante unos minutos, como para que el trauma del sudamericanismo le duela menos a la ilustrada ciudadanía nacida en Buenos Aires, República Argentina, irremediable culo del mundo. El escritor argentino Daniel Mantovani (Oscar Martínez) vive en Barcelona desde hace 40 años. Allí construyó una carrera literaria brillante, plagada de premios, reconocimiento y euros. También cosechó un Premio Nobel de Literatura y, sobre todo, una obra escrita basada en sus recuerdos del lejano pueblo bonaerense de Salas, de donde se fue y al que no piensa volver nunca más. Sin embargo, una carta de su pago natal le reaviva la curiosidad y decide darse una vuelta por unos días en los que sus antiguos vecinos lo homenajearán por el premio recibido en Suecia. Aunque en realidad en la lejana tierra lo espera mucho más que una medalla y un aplauso. El ciudadano ilustre representa la mirada de la clase media internacionalista argentina, esa que tiene sede central en Buenos Aires y sucursales a lo largo de todo el país. Porque, se sabe, el país más austral del mundo pretende ser la capital de Europa en América Latina. Y porque todo argentino de bien es más español que jujeño, más francés que neuquino, más merecedor de una reina que de un barón del conurbano. Mariano Cohn y Gastón Duprat, que dieron el gran salto de reirse de los feos de clase media baja (en el legendario Cupido, de Muchmusic) a satirizar el planeta snob del mundo de las artes plásticas (en El artista, con Sergio Pángaro), eligen aquí pintar la pequeña aldea provinciana con una mirada tan porteña/europeista que termina pegando la vuelta y se transforma en una certera salpicadura de ácido sobre ese mismo sector sociocultural. El Mantovani de Oscar Martínez la pasa mal desde que se sube al remis que lo lleva del aeropuerto de Ezeiza a Salas. Como un viaje inciático a un deja vu que no quería sentir, el recorrido por una ruta inhóspita es apenas la introducción a un virtual descenso a los infiernos del subdesarrollo. Así es que, según la firma de Cohn/Duprat, el literato se cruza con enormes retratos de Perón y Evita, videos-homenaje con locutor kitsch, un intendente grasa, un concurso de pintura clase B, una ex novia (Andrea Frigerio) y un amigo de la infancia (inquietante Dady Brieva) con más vueltas de tuerca de las que uno querría descubrir. El calvario de nuestro antihéroe está narrado con el acierto del guiño cómplice. El film está dirigido a quienes miran a esos pobladores de Salas como los mira Mantovani: por arriba del hombro, con el sentimiento camp de quien se cruza una película de Isabel Sarli en el cable y la deja para disfrutar de lo burdo. Salas es el Plan 9 de la Argentina/Ed Wood, esa que quiere ser pero no le da el piné. O que ni siquiera pretende nada que no le haya puesto el destino en frente. Mantovani hace su inmersión en el pantano del fracaso y termina enlodado. Tiene razón Mantovani, alterego de los realizadores: ser argentino, irse a Europa y volver es una película de Enrique Carreras, pero una que toca protagonizar y sufrir de adentro. Aunque con pasaporte de la Unión Europea tiene otro gustito. Desde el casting hasta la foto, pasando por un guión que hace del clima y la tensión dramática una religión, El ciudadano ilustre cuenta de forma impecable lo que quiere contar. Y eso es algo que en el cine no tiene nacionalidad.
Pueblo chico, personaje grande Por fin un escritor argentino gana un Premio Nobel. Ésa es la premisa ficcional de El ciudadano ilustre, el arranque de la historia que protagoniza Daniel Mantovani, cuyo temperamento rebelde queda en evidencia en la propia ceremonia de entrega de ese preciado galardón. Mantovani es un intelectual solitario, agobiado por los compromisos que la exige su profesión y, aunque él seguramente negaría la categorización, crudamente misántropo. Recluido en su espectacular residencia de Barcelona, recibe decenas de invitaciones que rechaza. Pero hay una que lo tienta inesperadamente: desde su pueblo natal, Salas, eje de toda su literatura, llega la noticia de que quieren nombrarlo ciudadano ilustre. Movido probablemente por la curiosidad, la nostalgia y quizá en busca de nueva inspiración, Mantovani acude. Y obviamente el reencuentro con ese lugar pequeño y desangelado que parece haber quedado congelado en el pasado provoca una serie de episodios que son los que se desarrollan a lo largo de los cinco capítulos en los que está dividida la historia, cuya fluidez narrativa es un mérito indiscutible. Cohn y Duprat saben cómo hilvanar con eficacia situaciones por lo general cargadas de un humor ácido y filoso. Cada escena dura lo conveniente, tiene un remate o, con pericia, deja abierto un enigma. También son convincentes los trabajos del elenco: tanto Oscar Martínez, el punto de vista que privilegia la película, como Dady Brieva, Andrea Frigerio y Manuel Vicente están ajustados, en sintonía con el tono del film, puntuado por ironía y el desencanto. Y es en los momentos más oscuros cuando todo se consolida: en las amenazas que el recién llegado empieza a recibir por no interpretar cabalmente la lógica que domina a esa comunidad cerrada o cuando aparecen cuentas mal saldadas de hace años. Trastabilla, en cambio, con la insistencia en el trazo grueso y los lugares comunes para desnudar la dinámica del pueblo chico, reproduciendo innecesariamente prejuicios cristalizados. Cohn y Duprat se recuestan demasiadas veces en caricaturas muy reconocibles, dibujadas con un cinismo y un distanciamiento que ya parece marca registrada de su obra. El plano de la oficina de la intendencia del pueblo, con los retratos de Perón y Evita de fondo, simboliza ese enfoque que generaliza sin matiz alguno. Como si hubiera que dar por sentado que un político de provincia, y para colmo del PJ, es un siempre un mero oportunista. Es una mirada que puede generar una veloz e irreflexiva complicidad porque simplifica el mundo, nos lo presenta más asequible. Todo lo contrario a lo que el cine debe proponerse.
Pinta tu aldea (si puedes) Sin cinismo, pero con humor negro, la película con Oscar Martínez interpela al público en todo momento. Una radiografía o un espejo de ciertos aspectos de nuestra sociedad es lo que devuelve la pantalla cuando nos sentamos cómodamente en nuestras butacas a ver El ciudadano ilustre. No hay cinismo, ni tampoco hipocresía, sino sarcasmo e ironía. La misma que la dupla Duprat y Cohn destilaban en El hombre de al lado (2009), porque en el fondo el planteo es similar: una acción del protagonista genera una reacción de su entorno (el vecino en El hombre..., más de un habitante del pueblo al que regresa Daniel Mantovani en El ciudadano...). Y el público asiste, algún espectador más atónito que otro, a una escalada de violencia ante la que debe tomar una posición. Mantovani (Oscar Martínez en otra labor que lo consagra allí arriba, y que demuestra cómo el cine argentino “se lo perdió” durante tantos años) es un escritor que dejó Salas, su pueblito bonaerense, se afincó en Europa y ganó el Nobel de Literatura. Entre tantas invitaciones para dar conferencias, que rechaza una otras otra porque es un tipo de pocas pulgas y un hueso duro de roer, que cuestiona hasta a la Academia sueca cuando lo premia, le da el OK a la de su pueblito, que lo quiere declarar Ciudadano ilustre. Se alejó durante décadas, pero las vivencias que tuvo allí, en ese pueblo chico, nutrieron y están más que latentes en las páginas de sus obras. Así que cuando llegue será recibido con bombos y platillos -cochebomba de bomberos y un remis destartalado incluidos-, pero también con resquemores y ánimo de venganza. Si no es fácil alcanzar el éxito, los recelos y la envidia suelen ocupar tanto o más esfuerzo. E intolerancia. Mantovani no es un tipo simpático, y lo sabe, pero es sincero. Los directores juegan a la contraposición. Es una constante. Mantovani con el intendente, que aprovecha la situación buscando rédito político del visitante, Mantovani con un artista local, y con dos coprotagonistas. Es que los personajes centrales, Mantovani y los que componen Andrea Frigerio -aún afeada y sin maquillaje es lindísima como Irene, la novia del pueblo a la que dejó cuando eligió partir a Europa- y Dady Brieva -Antonio, el tipo con el que se quedó Irene- parecen creados, cortados con rigor, y tienen un solo rostro. La trama le va presentando al (anti)héroe distintas vicisitudes, y también al espectador. El ciudadano ilustre es una película que interpela. Lo hace las mayoría de las veces con humor negro, pero no es una comedia. El conformismo es un tema abordado, y también las contradicciones intelectuales y cómo funciona el mundo literario -Mantovani, que se siente superior al resto, desde que ganó el Nobel no volvió a escribir ninguna novela-. es una película punzante, negrísima y siempre atrapante y entretenida.
El Premio Nobel en un pueblo perdido. La conocida soltura de Oscar Martínez le da peso específico a un personaje con el que cuesta sentir empatía, en un film que tiene su mejor funcionamiento en la primera parte antes de perder el mejor humor y caer en la misantropía. Aquello que Borges nunca tuvo lo tiene Daniel Mantovani: un Nobel de Literatura. Eso imaginan Mariano Cohn y Gastón Duprat –junto al guionista y hermano de Gastón, Andrés Duprat– como punto de partida para El ciudadano ilustre, cuarto largometraje de ficción de la dupla de realizadores que, por estos días, compite en la selección oficial del Festival de Venecia. En una introducción previa a los cinco capítulos que dividen la trama, el célebre y comercialmente exitoso literato (interpretado con usual soltura y circunspección por Oscar Martínez) acepta el galardón con un discurso absolutamente imprevisible y provocador, escena que anticipa algunas de las virtudes de la película. Creído de sí mismo, egocéntrico a pesar de sus aires de desprejuicio personal y con una agenda de actividades digna de un primer mandatario, Mantovani es una nueva versión (o un alter ego inter-ficcional) del protagonista de El hombre de al lado, el diseñador interpretado por Rafael Spregelburd que veía cómo su vida cotidiana comenzaba a trastocarse luego de la aparición de un nuevo vecino. No hay moradores colindantes en este nuevo relato (Mantovani vive en una casa-biblioteca elevada y aislada del resto del mundo), pero sí una población entera que, de golpe y porrazo, vuelve a encontrarse con su hijo dilecto, con el embajador cultural y orgullo de ese pedazo de tierra. Luego de un par de breves escenas en Barcelona, llega la invitación a visitar el terruño, un pueblito bonaerense llamado Salas al cual el escritor no ha regresado desde que decidió autoexiliarse, hace ya unas cuatro décadas. “Mis personajes no pueden salir de Salas y yo no puedo volver”, afirma el autor, cuya obra parece girar obsesivamente alrededor de ese lugar, sus habitantes y costumbres. Es entonces que el punto de conflicto del film se hace diáfano, luego de aceptar el convite para ser reconocido por sus coterráneos como ciudadano de honor: el contraste entre cosmopolitismo y vida pueblerina, la sofisticación versus la rusticidad, la recreación literaria de Salas en contraste con las realidades de la vida en el lugar. En viaje rutero a bordo de un auto raído y acompañado de un particular remisero, la necesidad hará que algunas páginas de su último libro terminen sirviendo para hacer una fogata o limpiar el culo del chofer ante una urgencia fisiológica. Metáfora algo burda (y cursi, como afirma el propio Mantovani) que ilustra a la perfección lo mejor que el film tiene para ofrecer durante su primera mitad: un humor directo que apela al gag y a la comedia de situaciones sin miedo a las incorrecciones políticas. Como solía ocurrir en algunos exponentes de la comedia italiana clásica más ácida, la mirada sobre la población local no deja títere con cabeza: detrás de una superficie campechana, el intendente encarna al perfecto oportunista; uno de los potentados del pueblo resulta ser un matón de cuarta; su viejo amigo de la escuela (Dady Brieva) parece haber potenciado sólo sus zonas erróneas; el que no resulta algo corto de entendederas es un pesado y el que no peca de cholulo se pasa de insufrible. Sólo el botones del hotel, que no casualmente parece querer seguir el mismo camino de su ídolo, y una ex novia de juventud (Andrea Frigerio) aparentan tener algo parecido a esa cualidad tan humana llamada empatía. Durante la primera mitad de El ciudadano ilustre, los realizadores enfrentan esa descripción corrosiva a un antihéroe del cual no resulta fácil hacerse amigo: Mantovani posee varias de las características irritantes del divo y la película pone en discusión la idea de que, en el fondo, lo suyo puede no ser otra cosa que la explotación artística de un pueblo perdido en algún lugar del Sur desde la mirada paternalista del europeo. Ese choque entre la mirada del visitante hacia sus paisanos y el paulatino desencanto de estos últimos con el homenajeado es lo que hace latir los primeros tramos de la historia con un humor aceitado. Pero todo se desbarranca a partir del momento en el que el film decide adoptar la visión (ética, moral e incluso estética) del escritor y acompañarlo en lo que, a partir de allí, serán sus desventuras y su calvario. No ayuda, precisamente, el estilo llano y poco imaginativo de la puesta en escena, absolutamente entregada a la ilustración de las ideas, situaciones y diálogos del guión. La acidez decanta en grotesco, la ironía en misantropía pura y dura y –a medida que el humor desaparece y le cede el lugar a la grosería– los dardos se transforman en dagas traicioneras, rematadas por un cierre tan chapucero como las pinturas amateurs que Mantovani decide juzgar con sensata severidad.
El profeta en su tierra La nueva película de Mariano Cohn y Gastón Duprat– los realizadores de El hombre de al lado (2009) – es una reflexión sobre la lealtad y la traición, la autenticidad y la hipocresía, y la particular relación de admiración y reproche que tiene la comunidad con los que encuentran el éxito fuera. El ciudadano ilustre (2016) trata sobre Daniel Mantovani (Oscar Martínez), galardonado con el Premio Nobel a la Literatura al principio del film. Daniel dejó su país hace 40 años e hizo carrera en Europa, pero siempre se inspiró para escribir en su juventud en Argentina. Como lo pone varias veces a lo largo del film, él huyó pero sus personajes se quedaron. Cuando le llega una carta de su pueblo natal de Salas invitándolo a recibir el premio a “ciudadano ilustre”, su reacción inmediata es rechazarla. Pero reconsidera. La idea de regresar le da gracia, curiosidad, quizás nostalgia. La película narra en cuatro capítulos los cuatro días de estadía de Daniel en Salas. Al principio la comunidad lo recibe como a un hijo perdido o héroe de guerra – el orgullo del pueblo – pero de a poco se va revelando la enorme brecha ideológica que separa a Daniel de su pueblo y que lo único que la emparcha es un imbécil sentido del nacionalismo. Que el pueblo está más interesado en celebrarse a sí mismo a través de Daniel que a la obra de Daniel en sí misma, por el mismo motivo que se puede mencionar a Diego, el Papa y la reina de Holanda en la misma oración. Obviamente la historia se cuenta a través de la idiosincrasia argentina, pero sería un error leerla como una autocrítica exclusiva a Argentina. Alrededor del mundo se idolatran figuras por ningún otro mérito que el de una simple casualidad topográfica. Y por cada cuestión que abre la película – en términos de política, sociedad, arte y cultura – hay varias voces opinando. El film efectivamente viene a abrir debate más que a pasar sentencias, por más que Mantovani tienda a hablar en extensos monólogos que, sentimos, explayan la opinión de los directores y del guionista, Andrés Duprat. Martínez encarna a su personaje con una mezcla de cautela y fastidio y la certidumbre de que tiene razón a todo momento pero no por ello debe caer en la arrogancia, sorteando obstáculos y malentendidos a pura parla intelectual. Su actuación hace creíble el tipo de diálogo que suele leerse bien en papel pero no suena tan bien en una película. El reparto incluye a Irene (Andrea Frigerio) como la mujer que Daniel dejó atrás en su éxodo; a Antonio (Dady Brieva), el hombre que la terminó desposando y mantiene una tensa amistad con Daniel; Julia (Belén Chavanne), una groupie académica que se come a Daniel con los ojos desde la primera toma, el guardián (léase censor) local de la “cultura” (Marcelo D'Andrea) y el chabacano intendente del pueblo (Manuel Vicente), cuyo primer acto cultural es emparejar a Daniel con la Miss Belleza local y subirlos juntos a un camión de bomberos. Sigue una presentación PowerPoint que se encuentra al nivel de una fiesta de quince, sino más bajo. El ciudadano ilustre empieza satirizando ciertas deficiencias sociales, pasa por una suerte de comedia de enredos y termina deviniendo en un altamente crítico humor negro. Es la mejor película de Mariano Cohn y Gastón Duprat y tiene toda la pinta de que va a convertirse en otro clásico moderno del cine argentino.
UN ESCRITOR Y SUS FANTASMAS Es una comedia inteligente con momentos absurdos y reideros de trazo grotesco y efectivo, pero también con reflexiones interesantes y una mirada hacia ciertas características de los argentinos, el amor-odio hacia los famosos, la eterna frustración, la destrucción del ídolo, el sometimiento, el patrioterismo. Que también resultan comunes rasgos humanos de cualquier geografía. Todo eso amalgamado tiene un resultado sólido, una mirada satírica y por momentos feroz de los estereotipos. Un espejo deformado donde mirarnos si nos atrevemos. Y un gran plus, el trabajo profundo, convincente de Oscar Martínez, para darle vida a un escritor consagrado, ganador del premio novel, que solo escribe sobre su pueblo natal, que viven en soledad y pasa por una crisis creativa paralizante que el trata de disimular como pueden. Y hacia el final, una sorpresa que permite la sonrisa y un discurso del laureado Mantovani muy punzante. El resultado es grato, convincente. El absurdo, el humor ramplón y la mirada sagaz., con momentos memorables. Dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn sobre un libro de Andrés Duprat.
Crítica emitida por radio.
La nueva película de Mariano Cohn y Gastón Duprat (El hombre de al lado) es una ácida y negra comedia sobre el retorno de un escritor (Oscar Martínez) a su pueblo natal, a cinco años de haber recibido el premio Nobel de Literatura. Dividida en capítulos, la película dedica su primera parte a la observación de la vida pueblerina de Salas, en las antípodas de la sofisticación y cosmopolitismo de Daniel Mantovani, el ciudadano ilustre e hijo pródigo. Todo en Salas es de mal gusto, de una modestia ridícula, pacato, chato y estúpido. Una mirada que lejos de cualquier calidez o afecto, parece derivar del desprecio con el que el autor evocó ese lugar desde las páginas de sus libros. Sólo en los ojos emocionados de Mantovani aparece, por algún instante, algún trazo de sentimiento genuino. El guión acumula situaciones de gran incomodidad para su protagonista. El padre de un chico minusválido que le pide miles de dólares para comprarle una silla, la señora que le pregunta porqué no escribe cosas lindas, el paseo en camión de bomberos junto a la reina de la belleza. En la incomodidad, claro, hay tensión, y esa tensión va creciendo, a medida que el pueblo que al principio lo recibe como un prócer se va volviendo cada vez más hostil. Son buenas las observaciones de la vida pública de una celebridad, verdadero imán que atrae a todo tipo de locos, garroneros y pesados. Cualquiera que haya estado cerca de alguna estrella de las artes sabe cuántos aspirantes a escritores, estudiantes de letras o fanáticos perturbados se dedican a la persecución de su presa como si les perteneciera. Pero el Ciudadano Ilustre tampoco destila cariño por su personaje central, un tipo brillante pero solitario y amargado. Hacia la mitad, la película toma un giro y el pueblo le muestra los dientes al laureado visitante. Sin embargo, son algo gruesos los trazos con los que se pinta el cambio de humor, hasta la violencia, de los enemigos de Mantovani -un patotero que lo acusa de insultar a Salas desde su obra y Antonio (Dady Brieva), el siniestro amigo de la infancia que se casó con su antigua novia, Irene (Andrea Frigerio). Demasiado violentos y brutales, principalmente el de Brieva, un compendio de lo desagradable y amoral que además tiene su momento Midachi. Como si tuvieran que engranar en la maquinaria de que nadie es profeta en su tierra. Las envidias, los celos y el resentimiento por el éxito ajeno no admiten sutilezas en esta película que algunos vieron como metáfora de lo peor de la argentinidad y otros, como una mirada muy argentina de vernos a nosotros mismos.
Publicada en edición impresa.
El ciudadano Ilustre presenta a Oscar Martínez como un escritor ganador del premio Nobel, que regresa a su pueblo para ser homenajeado cuarenta años después de su partida. La presencia del intelectual en su pago chico despertará toda clase de sentimientos entre sus coterráneos. Una gran comedia nacional, plagada de ironía y sarcasmo, una crítica al ser nacional y al falso patriotismo, que atrapa desde la primera escena hasta el último fotograma. Enorme Martínez en el papel principal, muy bien acompañado por una sorprendente Andrea Frigerio y un reparto muy bien elegido. Mariano Cohn y Gastón Duprat plantean esta comedia por momentos absurda, por momentos grotesca, con una puesta minimalista que acentúa la experiencia.
El ciudadano ilustre es la cuarta película de ficción de los directores Gastón Duprat y Mariano Cohn y se encuentra más en sintonía con El hombre de al lado (2010) que con Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011) por su estructura. A lo que me refiero con esto es que el film comienza con un planteo que luego pasa a comedia con secuencias muy graciosas para terminar en un tono más serio. La secuencia inicial está muy bien lograda desde el punto de vista de producción sin nada que envidiar a Hollywood porque la puesta en escena de la entrega de los Premios Nobel parece verdadera. La genialidad del film se encuentra en los contrastes y lo absurdo (exagerado y parodiado) de la vida y costumbres del pueblo en contraposición con su protagonista. Oscar Martinez ha crecido mucho en los últimos años en el cine y sin dudas se ha consagrado como uno de los mejores actores argentinos. Este papel no es la excepción por la profundidad de su personaje y la manera en la cual lo compone. Es algo soberbio. El que sorprende es Dady Brieva como tipo de campo un tanto resentido y que quiere cuidar lo que siente como suyo. Te hace reír y también te hace odiarlo. Y en su segunda incursión cinematográfica Andrea Frigerio se luce como una persona que quedó atrapada en un lugar que le queda chico. Asimismo, el gran personaje del film es el pueblo (llamado Salas) porque tiene una identidad en si misma tan típica (y exacerbada) que hará pasar al espectador por todo tipo de sensaciones. Desde el punto de vista técnico la película no posee objeciones pero tampoco cuenta con planos memorables salvo por el genial opening que comentaba unas líneas más arriba. Con la mezcla justa de comedia, drama y luego thriller El ciudadano ilustre llega a un final muy cantado, tal vez su máximo error, pero no por eso menos genial y en total concordancia de una gran película nacional que no hay que perderse.
Estampas del ser nacional en buena historia de pago chico El film de Cohn y Duprat es una franca pintura de nuestras torpezas y mezquindades y, en su aparente sencillez, alberga una gran riqueza a descubrir. Con esta comedia satírica de creciente extrañeza, risa decreciente, interés constante, elenco justo, riqueza semioculta y remate preciso, Mariano Cohn, Gastón Duprat, y el guionista Andrés Duprat completan la trilogía iniciada por "El artista" y "El hombre de al lado". Una donde tipos prestigiados por "la Cultura" chocan con los demás mortales. Pero también, como dijo alguien, una sobre la incomodidad de la persona consigo misma y con los demás. Recordemos el origen latino de la palabra "persona" (máscara usada por el actor), revisemos el uso de "la Cultura" frente a la simple cultura, y la cosa se pone aún más interesante. He aquí un tipo que ha triunfado fuera de su tierra, y hoy vuelve a ella, desdeñoso y evocativo. Es un Nobel de literatura. ¿Qué le importa al grueso de sus coterráneos la literatura? Agradecen que puso el nombre del pueblo en boca del mundo, luego empiezan a verle la hilacha, y después ya lo cascotean. Sobre todo, si su obra se inspira en los chismes del pueblo, tipo Manuel Puig, honra y deshonra de Coronel Villegas, a donde nunca volvió, según dicen. Pintura franca de nuestras torpezas, mezquindades, vanaglorias y mutuas incomprensiones, de nuestros gustos proclamados con mal gusto, y otras cuantas cositas del ser nacional volcadas en una historia de pago chico donde se juntan el cielo perdido con el purgatorio vecino al infierno, al ciudadano lo ostentan un día de pie sobre un vehículo, y lo sacan una noche, también de pie sobre un vehículo, no diremos con qué fines. También hay un gaucho de fantasía que busca plata y otro sin disfraz que brinda un mate al afligido. Un discurso de protesta (es el miedo a la "canonización terminal" del Nobel) y otro de alegría. La negación y la confirmación del sufrimiento como fuente de inspiración. Una fuente seca en el pueblo que inspiró al escritor ahora seco. Etcétera. Más ve uno esta película, más cosas le descubre. Y eso que parece sencillita nomás. Muy bien Oscar Martínez, presente en todo momento. Acompañan Dady Brieva, Andrea Frigerio, precisa en cada detalle, Manuel Vicente como funcionario bien intencionado; Marcelo D'Andrea (el prepotente del pueblo), el joven Larquier Tellarini (el conserje), Iván Steinhardt, Belén Chavanne, muy natural y al natural, lo cual se agradece, y largo elenco de rostros bien elegidos. Se disfruta. Dan ganas de rever las anteriores. Y recordar la teoría del a veces recordado Leo Sala: toda trilogía implica una tetralogía. La cosa se completa entonces con la menos apreciada "Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo".
Pasaron los años y Leonardo Kachanovsky – el arquitecto protagonista de El Hombre de Al Lado – abandonó la arquitectura por la literatura, abandonó su “polémico” hogar, cambió su nombre a Daniel Mantovani, y emigró a Europa en donde triunfó en las letras y recibió el Premio Nobel de literatura. Ahora es convocado por el pueblo que lo vio nacer. Esto no es exactamente así; Leonardo y Daniel no son el mismo personaje, pertenecen a diferentes películas; pero dentro de la mente de los realizadores Mariano Cohn y Gastón Duprat (más el guionista Andrés Duprat, hermano del segundo), parecieran querer repetir – quizás inconscientemente – las características de uno en otro, siete años después. Cohn y Duprat tienen una larga trayectoria tanto en el cine como en la televisión, en diferentes rubros y géneros. Pueden dirigir un “documental” como Yo, Presidente; y una película como Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo; ser directores del Canal de la Ciudad; y crear programas como Cupido y TV Abierta. Eclécticos, quizás haya una línea directriz en toda su obra, una supuesta irreverencia. Esa irreverencia es la que intenta imponerse en su nuevo opus El Ciudadano Ilustre, posiblemente su film con mayores similitudes a su proyecto más celebrado, El Hombre de Al lado; y no solo porque los protagonistas de ambos films se parecen mucho entre sí. Mantovani (interpretado por Oscar Martinez) nació en Salas, pueblo rural del Interior de Buenos Aires. Hace muchos años emigró de ahí y se autoexilió en Europa. Escritor, goza de mucho éxito y reconocimiento, aunque vive alejado de la sociedad, tapado por libros y objetos inanimados de lujo. En el momento en que se encuentra en medio de un bloqueo creativo, recibe la premiación al Nobel de Literatura por sus escritos, todos representados en el pueblo de su juventud. Paralelamente, Salas se encuentra en los festejos del Bicentenario, y el Intendente, en un acto de demagogia, convoca a su hijo pródigo a participar de los festejos; además de ser el centro de una ceremonia en la que se lo declarará Ciudadano Ilustre del pueblo. Daniel acepta, emprende el retorno, pero una vez allí verá que las cosas no son tal como él las recuerda; o sí, pero vivirlas en carne propia será otra experiencia. Así como en El Hombre de Al Lado – trazar paralelismos me resulta inevitable – la medianera dividía dos estilos de idiosincrasia distintos, entre el snob apático, y el noble vulgar; en El Ciudadano Ilustre, el océano es el que divide el estilo de vida “intelectual”, citadino de Mantovani, con el pueblerino de los habitantes de Salas; el cruce de uno hacia el otro producirá el choque cual la ventanita en la medianera. Cohn y los Duprat arrojan líneas sin preocuparse en sutilezas, no se andan con demasiadas vueltas para dejar en claro que tanto uno como los otros tienen rasgos cuestionables y/o despreciables. El escritor es egocéntrico al punto de caer en la falsa modestia abiertamente, mira permanentemente desde arriba y cargado de prejuicios y rencores. La gente del pueblo – focalizados en especial en uno interpretado por Dady Brieva, amigo de la infancia de Daniel, rivalizados por una mujer con el rostro de Andrea Frigerio queriéndonos hacer creer que puede ser una mujer de pueblo – es extremadamente vulgar, salvaje, inescrupulosa, intolerable, y varios otros adjetivos descalificativos de la condición humana. Dividido episódicamente; en un primer tramo el film plantea las miserias – y bondades en contrapunto – de unos y otro; pero en determinado momento, se advierte aquella subjetividad que ya olíamos más disimuladamente en el film de 2009. El Ciudadano Ilustre adopta la mirada del recién llegado al pueblo y se focaliza en querer hacernos reír con las excentricidades y mal gusto de los habitantes de Salas, dejando abierta una clara generalización hacia la vida en los pueblos ¿En definitiva los prejuicios del urbano no eran tan errados? Tanto en El Hombre… como en esta oportunidad, habrá una suerte de redención para que no pensemos que los realizadores tienen las mismas ideas que sus personajes “de ciudad”. Pero en esta oportunidad, el trazo anterior es tan extenso, corrosivo, y explícito, que siempre quedará tildando la duda. Aun en proyectos como El Artista que buscaba reírse de la comunidad artística, no se ahorraban una mirada socarrona hacia un sector mísero. Pensemos que son los creadores de (por lo menos) dos ciclos televisivos famosos por burlarse de cierto aire popular, desde lo exagerado o grotesco. Como comedia, El Ciudadano Ilustre funciona si nos dejamos llevar, en base a un humor directo, de gags explícitos, que no le temen a lo escatológico. No hay ninguna búsqueda estética ni narrativa, tampoco las necesita. El elenco, encabezado por Martinez omnipresente y Brieva, saca lo mejor de sí, y parecen ser producto de un correcto casting en el que cada uno tiene el rol que merece (con la salvación hecha antes de Frigerio). Las interpretaciones son lo mejor de la propuesta. Cohn y Duprat realizan otra mirada aguda al género humano desde la comedia directa. Mirada que cuando es más abierta logra sus mejores momentos. No puede evitar mostrar una hilacha de subjetividad en carne viva, y desde ese momento, dependerá de las ideas previas del espectador, apreciar la obra a su manera; lástima que la propuesta no se abre al debate.
El ciudadano ilustre ofrece una punzante observación sobre muchos aspectos de la sociedad y la cultura. Critica las miserias, el conservadurismo, las mezquindades y esos supuestos valores que conforman el “ser criollo”. También carga contra la burguesía intelectual, reflexiona acerca de la idea del éxito, sobre cuál es el rol del artista en una sociedad y sobre la cultura institucional. [Escuchá la crítica completa]
Straight from Venice, The Distinguished Citizen is a metaphor for smalltown Argentina in a comedic key POINTS: 7 Released locally just a few days after its Venice premiere, El ciudadano ilustre (“The Distinguished Citizen”), the new film by Mariano Cohn and Gastón Duprat (The Man Next Door, The Artist), is an odd combination of dead-pan comedy and mordant satire about a Nobel Prize-winning Argentine author based in Barcelona who returns to spend three days in his small hometown of Salas, some six hours away from Buenos Aires, after a 40-year-absence as he has been named Distinguished Citizen and is to receive a medal. But El ciudadano ilustre is not only a matter of mere comedy. It’s also a portrayal of a country, a metaphor, if you will, as seen through the prism of a small provincial town. It works quite well when it comes to the laughs and the gibberish, but then it becomes too thin and trite when it goes for ideological queries. However, it’s largely entertaining, and even with its flaws, it does pay off mainly thanks to finely calibrated performances, very well written dialogue and inspired comedic situations. In the brilliant first scene of the film, which is divided in five chapters, you see Daniel Mantovani (Oscar Martínez, from Inseparable, Wild Tales, and Paulina, in another stellar performance filled with nuances) while he’s receiving the Nobel Prize for Literature in rather unfriendly terms. In the presence of the king and queen, he vehemently states that receiving such a prize equals his artistic death — for if the establishment feels he’s so remarkably outstanding, then his work is no longer revolutionary or groundbreaking. His worst fears have come true: he’s become a comfortable artist. Despite his fierce criticism, he accepts the prize. Five years go by and he hasn’t written a single page. He’s now resting at his posh, modern home. Aided by his secretary (Nora Navas) he peruses many invitations and says no to all — except to the letter from the mayor of Salas, his hometown, who invites him to receive the honour of Distinguished Citizen. Perhaps out of curiosity or boredom, or who knows why, he decides to fly over to BA. And as soon as he’s picked up at the airport by a rather dumb driver with a lousy car, you know you’re in for a comedic tour de force. Soon enough, a tyre blows up as they travel on a deserted country road. While waiting for help, it gets cold and so pages of his novels are used to light a fire — which is a fine gag. Then more pages are used as toilet paper — which is a lame gag. Fortunately, as the film unfolds, the good and very good gags are cleverly scattered with precise timing, whereas the not-so-good are just few and far between. After a tiring car ride, they arrive in town and lots of welcoming events meant to make him feel happy and at home have been planned. Too bad that the words “happy” and “at home” don’t go well together that often. Among the townspeople, there’s Antonio (played by the always reliable Dady Brieva), Mantovani’s best friend in high school; his wife Irene (Andrea Frigerio), who was once Mantovani’s girl friend; a young, hot and stereotyped groupie (Belén Chavanne); an aspiring writer (Julián Larquier), who works at the front desk of the hotel where Mantovani stays — which, according to the author, looks “like the set of a Romanian film.” Finally, there’s Florencio Romero (Marcelo D’Andrea), a bully who harasses Mantovani, and the town’s mayor (Manuel Vicente). What ensues is Mantovani’s confrontation with the townspeople, who first welcome him with open arms, but upon realizing he’s not an object to be placed wherever they want, they just don’t like him that much. They are proud of him for being born in Salas, but they also despise him for writing about the miserable, pathetic people of Salas — yet Cohn and Duprat are smart enough not to let viewers find out what Mantovani actually wrote so you can never know how much of a cynic or a misanthrope Mantovani actually is. But you do know he can be pedantic, patronizing, and haughty. Small town jealousy, craving for success, unfulfilled longings, an artist’s relationship with his oeuvre, clashes between the European literate and backwards townspeople, conformism versus evolution, chauvinism and mediocrity, and demagogues utilizing artists are arguably the main themes El ciudadano ilustre embraces lightly yet with enough ability to keep the story flowing at ease. With such a busy agenda, it’s no wonder there may be not enough depth, some conceptual redundancy, and unnecessary plot digressions — i.e. the rekindling of the love affair between Mantovani and Irene. Or the groupie herself, who feels forced into the story in order to open up an equally forced subplot. And the two last chapters are not that organic either. Aesthetically speaking, nothing is particularly notable; on the contrary, though the overall worn down look of the town by production designer María Eugenia Suerio is a plus. On the other hand, the hilarious art contest, the interview at the tacky TV station, the local beauty queen, the open talk, they all superbly represent an absurdly pathetic scenario with multiple shades, which proves to be very appealing for all the wrong reasons. What’s best is the carefully constructed tone that’s become a trademark for Duprat and Cohn. They make you feel uncomfortable because you are not sure whether you should laugh or feel pity, get angry or simply cry over these characters — writer included — when you think what a bunch of losers they can be, how obnoxious they can get, how needy they act, and how fragile they get. It’s just that they are so human. So Duprat and Cohn don’t need to worry like Mantovani does. For sure, they’re far from being dead artists as their film is often uncomfortable — but in a good way. That should come as a compliment. Production notes El ciudadano ilustre (2016). Directed by Mariano Cohn, Gastón Duprat. Written by Andrés Duprat. With Oscar Martínez, Dady Brieva, Andrea Frigerio, Manuel Vicente, Julián Larquier, Belén Chavanne, Marcelo D’Andrea. Cinematography: Mariano Cohn, Gastón Duprat. Running time: 118 minutes. @pablsuarez
Daniel “Titi” Mantovani (Oscar Martínez, brillante y una maestro a la hora de interpretar), un exitoso novelista, cuando tenía 20 años se fue de su pueblo Salas en Argentina, hace 40 años que vive en Europa allí triunfo y es reconocido como Premio Nobel de literatura, (que alguna vez se le negó a Jorge Luis Borges), es un hombre solitario, con un buen pasar económico, malhumorado y al que no le gustan los medios, entre otras cosas. Su vida se altera cuando recibe una invitación de su pueblo natal y nada menos que de su amigo el Intendente (Manuel Vicente). Una vez en su pueblo lo nombran “Ciudadano Ilustre", allí comienzan a surgir una serie de situaciones incómodas, lo persiguen distintos lugareños, se encuentra con personajes de su juventud, su amigo de la infancia Antonio (Dady Brieva, se luce), y su ex novia Irene (Andrea Frigerio, impecable), entre otros. Pero varios hechos desafortunados alteran su estadía. Y como dice el refrán “pueblo chico, infierno grande”, “Nadie es profeta en su tierra”, y esto se cumple. Se encuentra dividida en capítulos, es una comedia negra, con toques de sátira, con un guión inteligente que desnuda al ser humano (lo burgués, la clase media hipócrita, sus miserias, entre otros aspectos) y cuenta con actuaciones a la altura del relato. Llega este film de la mano de Mariano Cohn y Gastón Duprat, los directores de la exitosa “El hombre de al lado”, participará de la Competencia Oficial del 73er Festival Internacional de Cine de Venecia, que se llevará a cabo entre el 31 de agosto y el 10 de septiembre.
El Ciudadano Ilustre es el nuevo trabajo de la dupla Cohn- Duprat, actualmente en competencia oficial en el Festival de Venecia. Daniel Mantovani es el único escritor argentino, por lo menos hasta el momento, que ganó un Premio Nobel de literatura. Su obra de ficción siempre se situó en Salas, el pueblo donde nació, en la provincia de Buenos Aires. Pero desde que aceptó el galardón, que el mismo cree que lo colocó en un lugar de canonización en el que preferiría no estar, no publicó ninguna novela, si no sólo artículos, prólogos y obituarios. Ausente de Argentina desde hace 40 años, cuando dejó su tierra para probar suerte en Europa, vive en una moderna casa en Barcelona, programando una agenda, plagada de invitaciones a todas partes del mundo, que generalmente rechaza. Entre los convites que objeta a su asistente Nuria, llega una invitación de su tierra natal para ser nombrado Ciudadano ilustre. De la vuelta a su pueblo y la recepción del mismo, se nutre El ciudadano Ilustre. Estructurada con un prólogo y cinco capítulos (La invitación, Salas, Irene, El Volcán, La cacería), El ciudadano ilustre es una sátira burlona de los personajes de pueblo en relación a una celebridad nacida en esa tierra, que se dedica a la literatura y que quizás sea más fotografiado por celulares que leído. Gana puntos cuando presenta situaciones mordaces y patéticas (el viaje en remis, su presencia como jurado en un concurso de pintura, los habitantes que creen saber en quienes están basados los personajes de ficción, el chovinismo tan argentino de mencionar al Papa, Messi, la reina de Holanda y… Mantovani, sin mencionar jamás a los cinco restantes compatriotas que fueron galardonados por la fundación sueca). Cuando el asunto vira al drama o la oscuridad, la película se resiente. Los personajes relacionados con el pasado del escritor, su amigo de la infancia, Antonio y su ex novia Irene (actualmente casada con Antonio) actúan de contrapeso dramático en la historia. Mantovani no tiene lazos de sangre, sus padres han muerto, nunca se casó, no tiene hijos, de manera que su literatura es su legado y su posibilidad de trascendencia. Pero estancado en su proceso creativo, la vuelta al pueblo puede ser la posibilidad de encontrar nueva inspiración. Los momentos más pequeños relacionados con un costado más humano del personaje principal (la aparición de una groupie, el joven conserje del hotel con aspiraciones literarias) tienen mejor funcionamiento que la tensión que se pretende reflejar con el triángulo amoroso de antaño. Los directores de El artista y El hombre de al lado, Gaston Duprat y Mariano Cohn ponen el dedo en la llaga en la argentinidad y en la vida de pueblo y eligen concentrar su pirotecnia en eso y no tanto en la vida intelectual, o en todo caso, tamizan el falso brillo de la cultura (que ya habían transitado con éxito en El artista) para aglutinar situaciones cómicas que el guión de Andrés Duprat transita con más eficacia que las de tensión dramática. Visual y técnicamente carece de vuelo, con un registro casi televisivo de décadas atrás (de dónde surgió la dupla de realizadores). La estelarización de Oscar Martinez es indiscutible, tiene autoridad para asumir un personaje que no es cómodo y que es a la vez peso y contrapeso de todas las acciones. Como es usual, la dupla de directores suele convocar a actores con distintos tonos y registros y lograr emparejar siempre para arriba: Dady Brieva, una impensada Andrea Frigerio , Belén Chavane, Manuel Vicente, Julián Larquier, Marcelo D’Andrea y Gustavo Garzón son las solventes caras conocidas, junto a otros secundarios que tienen igual lucimiento en la fauna de personajes pueblerinos.
Martínez es profeta en su tierra La tercera película que estrena Oscar Martínez en un año es en realidad la consagración definitiva de sus dos directores, Gastón Duprat y Mariano Cohn Este 2016 parece ser el año de Oscar Martínez. A la muy buena Koblic y la excelente Inseparables, ahora se le suma El Ciudadano Ilustre que termina de encumbrar a este actor que no necesita ninguna presentación para el público local. Lo cierto es que Martínez no cuenta con una filmografía muy vasta comparada con su carrera y hasta 2014 contaba con solamente 16 películas en cuarenta y tres años de trayectoria. Pero desde 2014, el actor se ha venido dedicando con plenitud a este arte y por eso se lo pudo ver en Relatos Salvajes, La Patota y las películas antes mencionadas. En El Ciudadano Ilustre, Martínez interpreta a Daniel Mantovani, el primer escritor argentino en ganar el Premio Nobel de Literatura, que tras recibir ese galardón siente que se encuentra en el ocaso de su carrera y sufre un bloqueo que le impide escribir por un período de cinco años. Las novelas de Mantovani se caracterizan por retratar la vida de los habitantes de Salas, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires en el que nació y al que no ha regresado hace cuarenta años, ni siquiera para enterrar a su padre. Sin embargo, eso va a cambiar cuando, entre las numerosas invitaciones que le acerca su asistente, encuentre una carta de la Municipalidad de Salas en la que lo invitan a recibir la medalla de ciudadano ilustre, en el marco del festejo de un importante aniversario del pueblo. Daniel descubrirá que su viaje no será sólo para regresar triunfalmente al pueblo que abandonó hastiado sino también un viaje al pasado en el que se reencontrará con viejos amigos, amores y paisajes de su niñez y adolescencia, y volverán a sacar a la luz tanto las afinidades que todavía lo atan a Salas así como las insalvables diferencias que lo transformarán rápidamente en un elemento extraño y perturbador para la vida del pueblo. Es entonces cuando la calidez de la gente desaparece y se multiplican las controversias que irán llevando a Mantovani muy lentamente hacia un punto sin retorno; lo que revela a su vez las dos formas irreconciliables de ver el país: el rechazo a la mirada crítica que él representa en sus novelas frente a la defensa nacionalista de los lugareños. La película retrata en clave de comedia negra estas dos visiones contrapuestas que vienen generando divisiones entre los argentinos desde la época de la Revolución de Mayo, pero que los directores muy hábilmente han sabido dosificar de manera equilibrada en la producción; y sin tomar partido por ninguna de las dos. Pero Duprat y Cohn no se conforman con esto y van dejando caer sutilmente una bajada de línea continua sobre estos temas desde el inicio hasta el último fotograma del film, así como también aprovechan todos y cada uno de los espacios vacíos en cada cuadro para ir pintando toda la iconografía representativa de los pueblos de la provincia de Buenos Aires. Lo que en una primera instancia puede parecer algo muy analítico, es en realidad una maravillosa comedia que es más bien una pintura de las costumbres argentinas, de la idiosincrasia local, y de cómo se cuestiona a las personalidades en el país cuando éstas no actúan "como la gente quiere que actúen". Algo también muy destacable es la manipulación del espectador que hacen los realizadores mediante una serie de planos que se cierran sobre el protagonista, y que impiden ver lo que está sucediendo alrededor y que aumentan la sensación de angustia ante lo que puede o no suceder en los próximos segundos. En el plano actoral, no sólo se nota una muy buena elección de actores (Dady Brieva como el amigo pueblerino –algo que también le había tocado en suerte cuando hizo la voz de la grúa de Cars-, Manuel Vicente como el intendente de Salas, Andrea Frigerio a cara lavada como la ex novia) sino también una acertadísima dirección que culmina con la risa del espectador. Si hay una película que va a ir a ver este fin de semana, que sea El Ciudadano Ilustre. No se va a arrepentir.
La dupla responsable de “Yo, Presidente” (2006), “El Artista” (2008), “El Hombre de al Lado” (2009) y “Querida, Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo” (2011), Gastón Duprat y Mariano Cohn, se embarcan en su primera gran producción nacional protagonizada por Oscar Martínez, Dady Brieva y Andrea Frigerio. “El Ciudadano Ilustre” (2016) narra la historia de Daniel Mantovani (Martínez), renombrado escritor argentino ganador del Premio Nobel de Literatura que, hace más de 40 años abandonó Salas, su pueblito natal, e hizo rancho en Europa donde alcanzó fama y popularidad gracias a los relatos inspirados en los recovecos y personajes de ese lugar al que juró no volver. Sí, toda una contradicción, pero Mantovani es un personaje contradictorio que, tras despreciar el prestigioso galardón, no logró concebir una nueva obra. Ahora, desde Barcelona, pasa sus días rechazando propuestas mientras encuentra de nuevo la inspiración. Como un ardid del destino, le llega una invitación muy particular del intendente de Salas para retornar a su lugar de origen y, durante tres días de festejos, poder nombrarlo ciudadano ilustre. Mantovani apenas lo medita y decide aceptar el desafío de volver a las calles que lo vieron nacer, y reencontrarse con viejos amigos y amores, sin medir las consecuencias que esto puede llegar a acarrear. Desde el primer minuto que el escrito pone un pie en Buenos Aires todo se torna confuso, chocante y bizarro. Pronto debe abandonar sus “maneras europeas” y recordar que se encuentra en un lugar muy diferente donde todos le reclaman algo y lo consideran como una parte de su familia. Las primeras situaciones, llenas de halagos desmedidos y mucha idiosincrasia criolla, lo van ablandando, pero poco a poco las tensiones se empiezan a hacer presentes y este viaje de placer se va tornando en algo, posiblemente, peligroso. Duprat y Cohn nos van llevando por un camino sinuoso, por momentos, lleno de humor y empatía hacia un protagonista que, de entrada, no nos cae tan bien por culpa de su petulancia (aunque se va haciendo querer); pero con cada giro todo se pone más tenso, incómodo, extraño y oscuro, convirtiendo lo que podría ser tranquilamente una comedia de situaciones, en un thriller casi psicológico que van en crescendo con cada giro de la historia. Al final todo depende del espectador y lo que elige “creer” en este rejunte de dramas pueblerinos, comedia y algunos enredos que pueden no terminar tan bien. Los habitantes de Salas, en principio, orgullosos y felices por Mantovani, se van volviendo posesivos y dejan de lado sus modales para mostrar su verdadera cara de resentidos. Martínez se carga la película al hombre, los largos discursos del personaje y su cambio de humor a lo largo de tres días complicados. El escritor va reaccionando a su “entorno”, y así los realizadores van construyendo un relato que se desvía de las formas y convencionalismos, pudiendo desembocar en algo totalmente diferente. “El Ciudadano Ilustre” se mueve entre diferentes puntos de vista, y recién cobra un verdadero sentido cuando llegamos al final de esta historia, un recurso muy inteligente por parte de los realizadores que no subestiman al espectador y lo suman a este juego cinematográfico que no tiene nada que envidiarle a Hollywood.
El ciudadano ilustre (2016) tal vez pueda acomodarse dentro de la misma línea trazada por los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat del retrato ácido de lo que somos. Desde El artista (2009) hasta este cuarto opus no existe posibilidad alguna de empatía con ninguno de los personajes, tampoco es una cuestión clasista o siquiera ideológica pero eso no significa que tanto Cohn como Duprat dejen de asumir una posición desde su mirada de la realidad y expresen, desde su cine -sin parafernalia ni artilugios- su crítica, acomodada en la sátira y en el cinismo sobre las imposturas, revelando -por decirlo así- las miserias y evaluando si las virtudes son tan virtuosas como parecen.
Civilización y barbarie Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelven con El ciudadano ilustre al terreno conocido de El hombre de al lado: cinismo, humor y misantropía. Después de la enigmática y en cierta medida desconcertante Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelven al terreno seguro y efectivo de El hombre de al lado, su película más exitosa. El tema es el choque entre el hombre culto y supuestamente civilizado contra aquel que representa el pueblo, lo popular y supuestamente bárbaro. En el caso de El ciudadano ilustre, el hombre civilizado lo personifica el escritor Daniel Mantovani (Oscar Martínez), ganador del Nobel de Literatura, que vuelve de visita a Salas, su pequeño pueblo natal, después de 40 años de vivir en Europa. El hombre bárbaro que en el caso de El hombre de al lado era Víctor (Daniel Aráoz), acá es todo el pueblo, una especie de Fuenteovejuna que se vuelve en contra de su hijo pródigo. Pero mientras en la película anterior el chiste pasaba por invertir los roles, por representar al “civilizado” como un tipo muy desagradable y al “bárbaro” como una amenaza que al final no resultaba tal, acá los límites son más difusos y aunque el punto de vista siempre está con Mantovani, el relato va empujando nuestras simpatías de un lado al otro. El punto fuerte, como siempre, es el guión mordaz y preciso de Andrés Duprat que en este caso empieza con un monólogo potente de Martínez en la escena en la que acepta el premio Nobel. Para sorpresa de los presentes -entre ellos, los reyes de Suecia-, Mantovani se lamenta por el lauro, porque dice que significa que su arte es cómodo, que ya forma parte del establishment. En unas pocas líneas y gracias no sólo al texto de Duprat sino también al gran trabajo de Martínez -que brilla también cuando toca cuerdas más humorísticas- se construye el carácter de Mantovani: un presuntuoso autoconsciente, incómodo con su prestigio, un cliché que sabe que lo es. Bastante más complejo que su par de El hombre de al lado: el Leonardo de Rafael Spregelburd era directamente un esnob y mal tipo. En contraposición, sus oponentes también adquieren complejidad. Mas allá de que en más de una oportunidad la película cae en la tentación de hacer humor con la rusticidad de los habitantes de Salas -un humor que, de todas maneras, es muy efectivo-, en algunos momentos clave los personajes logran poner en evidencia a Mantovani, lo desnudan ante el mundo y ante sí mismo. En particular Florencio Romero (Marcelo D'Andrea), esa especie de gangster de pueblo chico que exige que su cuadro sea finalista en el concurso del que Mantovani es jurado. Pero aunque la cosa tenga sus matices, es conveniente que no nos hagamos los giles. El ciudadano ilustre es, en definitiva, una película misántropa y cínica como suele ser el cine de Cohn y Duprat. Y aunque al intendente del pueblo (Manuel Vicente), flanqueado por sendos retratos de Perón y Evita, al final se le perdone un poco la vida, la mirada de la película está del lado de Mantovani. Puede que no sea apropiado referirse a cuestiones extracinematográficas, pero es tentador pensar que la elección de Martínez y de Dady Brieva (su némesis pueblerina) tiene algo que ver con la identidad política de cada uno y que El ciudadano ilustre es una muy vivaracha relectura de todas las tensiones políticas que atraviesan la Argentina y que se pueden englobar en la muy elocuente y sintética de civilización o barbarie.
Esta nueva comedia negra de los creadores de “El hombre de al lado” narra el viaje de un prestigioso escritor ganador del Premio Nobel de regreso a su pueblo en la provincia de Buenos Aires, donde lo esperan incómodas sorpresas. Oscar Martínez se luce en una película en la que la misantropía le gana al humor. Las comedias de Mariano Cohn y Gastón Duprat son indudablemente oscuras. Pero no necesariamente por el lado que los realizadores imaginan –la violencia que parece motorizar cada situación cómica– sino por la visión que envuelve a los personajes que las habitan. Las criaturas de sus películas, y en especial las de EL CIUDADANO ILUSTRE, son seres bastante despreciables, por uno u otro motivo. Y esa cualidad –intrínseca al género humano según esta misantrópica visión del mundo– no puede hacer más que enfrentarlos en combates que difícilmente tengan final feliz. Ese sesgo nihilista, perverso pero obtuso, sin matices, tiñe toda su obra y la vuelve tan incómoda como esquemática, tan molesta como finalmente previsible. EL CIUDADANO ILUSTRE tiene mucho de EL ARTISTA y de EL HOMBRE DE AL LADO, al punto que podría verse casi como una combinación entre ambas películas. De la primera tiene la descripción sombría del mundo de la creación y los creadores, gente inteligente pero también pedante, insoportable y snob. De la segunda tiene eso también (representado allí en el personaje de Rafael Spregelburd) pero sumado al choque cultural que se produce cuando un miembro de la élite intelectual se topa con, digamos, un argentino de medio pelo, un provinciano inculto y agresivo (allí, Daniel Aráoz). En el nuevo filme, que está en competencia en Venecia, el artista pedante es el escritor Daniel Mantovani (un muy sólido Oscar Martínez), quien cuando empieza la película gana el premio Nobel y en su discurso de aceptación prácticamente les dice a quienes se lo entregaron que es lo peor que le ha pasado en la vida, que su consagración marca que es un escritor de consenso, que ya no provoca ni produce incomodidad en sus lectores. El premio lo lleva a una crisis literaria por la que está cinco años viviendo en una lujosa casa en Barcelona sin escribir mientras se la pasa rechazando invitaciones a recibir premios en todo el mundo. Pero, como decían en EL PADRINO, hay una oferta que no puede rechazar. Una invitación, en realidad. Es de su pueblo, Salas, ubicado en el medio de la provincia de Buenos Aires y del que se fue a los 20 años para nunca más volver y que es, según se dice, escenario de toda su literatura. En la mejor parte de la película se lo muestra viniendo al país y trasladándose hasta el pueblo ubicado a unas 6 o 7 horas de la Capital (depende la ruta), en medio de la nada misma. El humor que implementan en esta primera parte funciona, desde la eficacia de los chistes específicos hasta la gracia que causa el choque entre la búsqueda de perfil bajo del escritor con la celebración un poco berreta y pueblerina del intendente y los habitantes de Salas, con desfile, reina de la belleza a mano y todo. Pero luego la cosa se va oscureciendo con la aparición de una serie de personajes que van tensando más los hilos del choque. Un habitante del pueblo empieza a enrostrarle en la cara y públicamente que en toda su literatura no hizo más que hablar pestes de su pueblo. Su mejor amigo de la adolescencia se ha casado con su novia de entonces (Dady Brieva y Andrea Frigerio) y queda claro de entrada que la situación es incómoda entre los tres, a lo que se suma un elemento más que conviene no revelar aquí pero que ennegrece más la trama. Los esfuerzos de Daniel por ser más amable y tolerante de lo habitual con sus coterráneos no dan resultados ya que todo parece volverse en contra suyo allí. El pueblo, de a poco, va revelando un costado entre monstruoso y brutal, de pocas luces y tradiciones corruptas, machistas y retrógradas, de las que el hombre trata de escapar otra vez, no siempre lográndolo. Allí la película empieza a perder chispa y lo que el espectador recibe ya es una especie de torrente de comportamientos bestiales ante un escritor que se va volviendo cada vez más víctima de las circunstancias. Son los habitantes de Salas los que reciben casi toda la ira y veneno del misantrópico texto. Es también ahí donde la película pierde el ritmo y la gracia: la sátira amable de la primera mitad se va volviendo narrativamente confusa (el personaje de Frigerio, que parece ser importante, casi desaparece) y la oscuridad del retrato ahoga cualquier sonrisa. Es igual que esa broma incómoda y agresiva que una vez causa gracia pero a la tercera ya revela de parte del autor algo parecido a la “mala leche”. Tampoco ayuda que, cinematográficamente, la película no sea particularmente agraciada. El timing cómico, heredado de su larga carrera televisiva, es el área que mejor dominan los realizadores. El resto parece escapárseles un poco. NOTA: Lo que sigue no es estrictamente un SPOILER en un sentido narrativo pero algunos pueden tomarlo como tal, por lo que prefiero avisarlo. Como es algo que puede modificar la lectura del filme creo que es interesante analizarlo, sin revelar los detalles específicos. Sobre el final del filme, los directores hacen una voltereta, un giro narrativo, que podría poner en un terreno metaficcional todo lo que estuvimos viendo. Este hecho, que hace suponer que las cosas pueden no haber sido tal como las vimos, parece querer endilgar el punto de vista (y la misantropía) del filme al personaje del escritor, como si los autores de la película tomaran cierta distancia de lo visto. Pero el efecto no se consigue: la identificación de la película con el punto de vista del protagonista es tan fuerte que es más un chiste que otra cosa saber quién, finalmente, nos contó el cuento. No hay distancia, no hay diferencia, no hay una nueva lectura para ser hecha de lo visto, más que volver a quitarle a Daniel esa cierta “humanidad” que parecía haber alcanzado a lo largo de la trama. La ficción, sea literaria o cinematográfica, funciona aquí con la misma lógica. Y endilgarle su malicia al “autor” dentro de la trama, más que una vuelta de tuerca, se parece a un acto de cobardía intelectual.
La argentinidad al piso El ciudadano ilustre empieza con alguien que recibe el premio Nobel de literatura. Es un escritor argentino. El discurso que da al recibirlo contradice todas las reglas de la demagogia, el protocolo o la simple diplomacia. Ese escritor misántropo siente la aprobación como una condena. En ese sentido hace pensar en Jean Cocteau, que al recibir un premio dijo: “Los premios no hay que rechazarlos, hay que no merecerlos”. Lo que sigue son cinco años de bloqueo creativo. Con un pasar económico cómodo y con un prestigio que no se apaga, Daniel Mantovani (Oscar Martinez) se ve tentado por una invitación pobre y algo ridícula de su pueblo natal, Salas, en la provincia de Buenos Aires, Argentina. Mantovani hace años que vive en Europa pero se lanza a la aventura de volver, solo, a ese pequeño pueblo para recibir un premio: el de Ciudadano ilustre. Gastón Duprat y Mariano Cohn dirigen el guión de Andrés Duprat que sin duda es una historia a contramano de la inmensa mayoría del cine argentino de los últimos quince años. A no confundirse, hubo grandes películas en esos años, pero había algo ausente, una mirada que no era común ver, y esa mirada la trae El ciudadano ilustre. Todas las cinematografías, incluso las de los países con estricta censura, suelen tener una mirada crítica en muchos de sus films. Incluso las cinematografías más amables con películas más comerciales suelen incluir un cuestionamiento. Pues el cine argentino del siglo XXI casi no lo tiene, al parecer, la última década no ha tenido conflictos, ni problemas, y todo el mal ha quedado circunscripto a un sector de la sociedad durante la última dictadura militar. El cine de la última década se ha encargado de esconder el malestar, de fingir una tranquilidad que no se ha vivido en la realidad del país. Pocos films, más allá de su ideología, han mostrado al menos esta tensión. No es que cada película tenga la obligación de mostrar tal o cual cosa, simplemente es la suma de films la que hace sospechar una actitud complaciente, tibia, cómplice, con el poder de turno. Por eso, entre otras cosas, es un oasis El ciudadano ilustre. Cuando Mantovani vuelve a Salas se encuentra no solo con un pueblo, sino con una idea de la argentinidad. Una sociedad cerrada que primero dice estar orgullosa de su hijo pródigo, pero que pronto revelará que lo desprecia. No al escritor en sí, sino lo que la existencia y el discurso que él tiene significa. Mantovani es un artista revulsivo, dice lo que no quieren escuchar, deja de dorarles la píldora nacionalista y le habla de un mundo de ideas superior a una bandera. Toda la acumulación de Dios, patria, familia que el pueblo exhibe con orgullo de desarma cuando Mantovani empieza a decir lo que piensa. Primero él intenta ser amable, condescendiente, hacer caso omiso de las cosas que lo molestan. Pero pronto todo estallará y tanto él como el pueblo comienzan una batalla que no es otra cosa que una batalla de valores. A pesar del humor, que podrá provocar risas, no hay duda, la película es de una ferocidad sin precedentes. Ni Perón, ni Evita, ni el estado, ni la iglesia, ni la Cultura (así, con mayúsculas), ni la familia se salvan. El patrioterismo barato, el arte visto por países y no por calidad, todo recibe su merecido. No se trata de coincidir con el misántropo Mantovani, se trata de la alegría de saber que haya cineastas que conservar su mirada intacta a pesar de años de artistas dormidos y distraídos. Como siempre, Gastón Duprat y Mariano Cohn, directores de películas como El hombre de al lado, tiene gran afecto por los detalles, y aunque la película se vea sencilla, está plagada de esos elementos sutiles que acompañan el contundente resultado final. Desde los secundarios desconocidos hasta los actores principales, todos encuentran el tono perfecto para que la película no se convierta en un grotesco, ese otro género tan caro al corazón argentino. El más sobrio de los actores, Oscar Martinez, consigue darle toda la fuerza a su personaje y mostrar con contundente sentido común, lo disparatado que es el mundo en el cual fue criado. Martinez suma aun más a su impecable carrera de actor. Excelente elección para los directores y su discurso contra todas las modas. El éxito de El ciudadano ilustre sería una gran noticia para el cine argentino. No por cuestiones de nacionalismo, sino por nuestro propio bien como sociedad. Argentina, europea, asiática o marciana, las ideas de la película tienen el mismo valor. Nos alegra tan solo saber que el espíritu crítico habita en nuestro cine. Por si acaso, y para evitar confusiones a la hora de festejar premios, recuerden siempre las palabras de Jorge Luis Borges: “Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo”. Mantovani no podría estar más de acuerdo.
EL HOMBRE DEL OTRO LADO DEL MUNDO Como en El hombre de al lado, Marino Cohn y Gastón Duprat en El ciudadano ilustre se muestran interesados en esa suerte de choque que se da entre la civilización y la barbarie, o como ellos lo ven entre la sociedad intelectual y moderna y los sectores medios-bajos embrutecidos y conservadores. Si antes la contienda era individual, dos personajes que podían simbolizar un todo, aquí el choque es más abrupto: lo intelectual lo vuelve a representar un hombre, en este caso el escritor Daniel Mantovani (un perfecto Oscar Martínez), pero lo brutal está representado en los habitantes de un pueblo, en un grupo, básicamente en una sociedad que se parece mucho a esa sociedad argentina que habita el interior del país: vida de pueblo, de gente aparentemente bonachona y espíritu amable que esconde bajo la superficie un machismo y una violencia constitutiva. Por lo tanto, El ciudadano ilustre debe ser vista como una sátira virulenta e incómoda sobre el ser nacional. En el film el protagonista es un escritor argentino que ganó el Premio Nobel y que se encuentra recluido en su hogar de Barcelona tras cinco años sin poder escribir un nuevo libro: precisamente, Mantovani había señalado durante su duro discurso al recibir aquel galardón que para él ese instante sintetizaba su muerte creativa. Lo que logra sacarlo del letargo es, curiosamente, una invitación del intendente de su pueblo natal, que lo convoca para ser nombrado ciudadano ilustre. Para el escritor será no sólo una forma de regresar al terruño tras cuatro décadas de ausencia, sino también para -tal vez- renovar su imaginario: es que su obra está ineludiblemente ligada con los personajes que habitaban su pueblo. A partir de estos elementos, la literatura y la mirada del profesional, la película genera puntos de contacto con otra obra de Cohn y Duprat como El artista. Porque precisamente muchas de las discusiones que se generan entre el protagonista y los habitantes del pueblo tienen que ver con el arte, con la cultura y con una forma de plantarse ante los mismos, sin indulgencias. Hay en El ciudadano ilustre elementos de lo esperpéntico a lo Luis García Berlanga (con lazos ineludibles hacia ¡Bienvenido, Mister Marshall!) pero también al neorrealismo italiano, especialmente a Los monstruos de Dino Risi (no de gusto el cine nacional heredó tanto de la comedia española e italiana). El arribo de Mantovani al pueblo es una escalada de horrores que pone en evidencia no sólo la chatura del lugar y sus habitantes, sino de lo oprobioso de cierta noción de ser nacional arraigada e instalada culturalmente. Los directores son todo lo virulentos que su mirada suele ser, pero acrecentada por un personaje misántropo y decididamente cínico, al que se agradece que Martínez no construya desde la antipatía patológica sino desde una parquedad no exenta de cierta amabilidad, forzada, pero amabilidad al fin. Durante buena parte de la película, las cosas funcionan porque la comicidad surge genuina, creativa, impiadosa pero divertida, más allá de una puesta en escena que o busca emular la chatura del espacio donde habita la ficción o es decididamente básica. Pero el ridículo constante del que es víctima el protagonista no puede más que invocar la risa del espectador por ser una referencia apreciable (el paseo en autobomba, los concursos de arte entre gente con buenas intenciones pero carente de una sensibilidad artística, el chauvinismo, el oportunismo político), pero también por gozar de un timing preciso: el film de Cohn y Duprat se viste de las ropas del costumbrismo para deconstruirlo y despedazarlo en una operación similar a la de ¡Soy tu aventura! de Néstor Montalbano pero con mala leche. Y precisamente este elemento es el que termina generando cierta crisis dentro del film, y el que le impide un cierre adecuado o más claro: la mala leche. Porque progresivamente, cuando las cosas se van poniendo más oscuras, los directores eligen no sólo reforzar el imaginario de imbecilidad constante de los habitantes del pueblo, sino ponerse del lado de Mantovani, que es también -y no hay que olvidar- el punto de vista de un tipo que hace cuarenta años que mira todo desde la vereda de enfrente y tiene una posición fácil respecto de su entorno. La crueldad y la misantropía pueden ser divertidas un rato, incluso la película es valiente e incómoda al animarse a cuestionar muchas de las cosas que el cine nacional con aliento masivo decide ocultar, pero si no hay una instancia que humanice a los personajes todo queda en una pose canchera y superficial, maledicente: El ciudadano ilustre le ofrece a sus criaturas poco lugar para la redención y opta por la bajada de línea sentenciosa antes que por la sátira, perdiendo en el camino parte de su objetivo principal. Antes citábamos a Berlanga y Risi, pero en verdad el espíritu que termina campeando en la película es el de los hermanos Coen en su versión más molesta, esa que los encuentra ubicados en un Olimpo desde el cual señalan con el dedo y se ríen de todos los idiotas personajes que construyen. Es curioso viniendo de Cohn y Duprat, quienes con El hombre de al lado habían logrado una centralidad inusual en la mirada abordando los mismos temas que abordan aquí.
"El ciudadano ilustre", una película virtuosa al pie de la letra El nuevo filme de la dupla Cohn / Duprat es una adaptación exacta de la novela sin perder el humor sórdido que los caracteriza. Quien haya leído El Ciudadano Ilustre, la novela de Daniel Mantovani, habrá notado que en estructura y ejecución es un elegante guión de cine: prosa ligera, inmediatez visual, agilidad para insertar diálogos sin trabar la acción. Tal sumatoria clamaba urgente una adaptación cinematográfica. Podría considerarse que el oficio de reescritura a cargo de Andrés Duprat, hermano de Gastón, consistió en no caer en la tentación de adulterar la arquitectura o establecer líneas de fuga. La trasposición es puntillosamente fiel, tomándose licencias inofensivas, omisiones microscópicas. A excepción -como no podía ser de otro modo en estos realizador subversivos-, de su último tramo, que propondrá un sofisticado cruce de dimensiones, redoblando la apuesta autoficcional. Al ser la historia un calco de la novela, entra en juego la agudeza de Mariano Cohn y Gastón Duprat como los encargados de darle vigor audiovisual al libro, e incluso autonomía. El Ciudadano Ilustre, ya la película, es un relato tan absorbente y angustioso como el de su materia prima, así que en absoluto hará falta tener leído el libro para apreciarla. La premisa seduce de entrada: Daniel Mantovani regresa a su pueblo natal para ser distinguido, pero ese regreso se transforma en un peregrinaje infernal, un vórtice kafkiano al que se le agrega una subtrama de vodevil que aminora la turbulencia intelectual y amplía el espectro de público. La crueldad habitual de Cohn y Duprat esta vez actúa en piloto automático, como una sustancia intravenosa. Esto posibilita la incorporación de nuevos elementos atmosféricos. En el filme rebasa un patetismo derrotista, algo así como un trueque de cinismo por melancolía. Tanto el escritor autoexiliado en Europa como el pueblo de Salas, astuta metonimia de Argentina, son incompatibles, universos trágicamente destinados a no comulgar, realizándose mutuos reproches y dejando brotar sendas miserias y rencores. El tono televisivo en la dirección de fotografía, otro sello de Cohn y Duprat, baña al filme de una mediocridad estética que profundiza la insipidez de Salas y sus habitantes. A esta aridez pictórica debe agregarse una puesta que resuelve las escenas con la menor cantidad de planos posibles, casi todos frontales, de cámara inestable. Estamos ante encuadres carcelarios en donde los personajes son arrojados para que lidien con situaciones incómodas, de una violencia siempre a punto de estallar. Como propuesta formal funciona a la perfección y permite que los actores se luzcan sin la tendenciosidad de un montaje. Con mezclas de thriller y drama, con risas desesperadas y una hipnosis siniestra, El Ciudadano Ilustre se convierte en una radiografía de la resignación en todos sus estratos. El arte, parece decirnos el epílogo, será una desafiante mueca irónica antes de saltar al vacío.
El famoso vuelve al pueblo para pelear con sus fantasmas Daniel Mantovani es un consagrado escritor argentino que vive hace 40 años en Barcelona. Daniel Mantovani es un consagrado escritor argentino que vive hace 40 años en Barcelona. Es millonario, se la pasa postergando conferencias y firmas de libros en todo el mundo y desde que ganó el Premio Nobel de Literatura, hace cinco años, no volvió a escribir una línea. Una mañana, entre las tantas invitaciones que les leía su secretaria privada, quien junto con la mucama eran las únicas personas que pisaban su casa, le llega una carta de Salas, su pueblo natal. "Creo que hice una única cosa en toda mi vida, escapar de ese lugar", dijo Mantovani, impecablemente representado por Oscar Martínez. "Lo que te da terror te define mejor", canta Gabo Ferro, y aunque no forma parte de la poderosa banda de sonido de esta película, la frase pinta como ninguna la realidad de este personaje. Es que Mantovani teme tanto la abulia de Salas, la chatura de ese lugar, el amor perdido y las amistades ambiguas de ese pueblito de Buenos Aires, que irá en busca de esos fantasmas para perderles el miedo de una buena vez. O para escapar, con el fin de no volver nunca más. Lo que sí, definitivamente, hará un viaje hacia su pasado para encontrarse a sí mismo en este presente. A Salas irá, nada menos, para recibir el título de ciudano ilustre. El encuentro de los mundos opuestos es un tema abordado recurrentemente por la dupla de Mariano Cohn y Gastón Duprat. Lo hicieron con una eficacia envidiable en aquella comedia negra "El otro lado" al mostrar el contraste entre Leonardo, ese diseñador intelectual que encarnaba Rafael Spregelburd, y Víctor, el violento vendedor de autos interpretado por Daniel Aráoz. Aquí la antinomia se da entre Daniel y Antonio (Dady Brieva), que lo llama Titi, como en aquel entonces, y le contará que se casó con Irene (Andrea Frigerio), la novia que el escritor dejó cuando abandonó el pueblo. En ese cruce está lo más gracioso y a la vez lo más oscuro de la película. Mantovani vivirá situaciones bizarras, como recorrer el pueblo arriba de un coche bomba, caminar por una plaza y que los vecinos lo filmen con un celular, que una joven bellísima (Belén Chavanne) se le meta en la habitación para tener una noche de sexo, o ser presidente del jurado de una pésima exposición de cuadros, que le generará enemigos impensados hasta ese momento. Así como ocurrió en menor grado en "El otro lado" y mucho más en "El artista", la dupla Cohn-Duprat vuelve a reflexionar sobre el concepto de arte, la creatividad, la fama, el arte elitista y el arte popular, y los límites difusos entre la cultura institucional y la de raíz. Pero aquí le suman algo más, y es poner el foco en el lado menos conocido de las figuras famosas. Y lo hacen desde el lugar en el que se corren del estrellato y se acercan a un acto solidario, como donar una silla de ruedas a un desconocido o publicarle un cuento a un principiante. Aunque lo más revelador es cuando muestran a este Nobel de Literatura desafiando al poder real, a las normas establecidas institucionalmente, y al poder de barrio, representado por los que toman decisiones en un pueblo perdido. Pese a las dos horas de película, "El ciudadano ilustre" se disfruta de principio a fin e invita a una sonrisa agridulce.
Premiados insensibles. En algún momento de su película, Gastón Duprat (1969, Bahía Blanca) y Mariano Cohn (1975, Villa Ballester, San Martín, Gran Buenos Aires) –autores también del guión junto a Andrés Duprat, hermano del primero y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de la capital argentina– le hacen aclarar a su protagonista que los personajes de un artista no necesariamente reflejan lo que ese artista piensa. Sin embargo, es curioso cómo la actitud de superioridad del escritor de ficción Daniel Mantovani es similar a la de los realizadores, reconocidos y premiados (volvieron hace unos días del Festival de Venecia con la Copa Volpi obtenida por su protagonista Oscar Martínez) pero poco proclives a analizar con sensibilidad y lucidez la realidad que los circunda. Impulsores de iniciativas originales en TV, cuando incursionan en cine (El hombre de al lado, Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo) recurren a gestos propios de cierta televisión también: simplismos, porteñismo, burlas disparadas con inmadurez, desdén sobre personajes y situaciones que merecerían ser abordados con mayor profundidad. Ese espíritu, que remite a programas como CQC, asoma nuevamente en este film sin alma, sostenido en las módicas sorpresas que depara su guión y su visión –más previsible que descarnada– de ciertos vicios de la Argentina. El mencionado Mantovani es el ciudadano ilustre del título, escritor célebre que viaja de España a un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde vivió sus años de infancia y adolescencia, para ser allí centro de sencillos homenajes. Individualista e impaciente, se enfrentará a viejos conocidos y pueblerinos fastidiosos, lo que da lugar a ironías sobre corrupción, violencia e ingenuidades varias. El afán provocador de Cohn-Duprat no es desdeñable, pero defrauda lo elemental de sus planteos: cuesta admitir la superficialidad de los conceptos que tienen sobre la literatura, la política, la amistad, la educación, la mujer, la Argentina (el regreso del escritor a nuestro país es visto como un riesgo alejado del más mínimo atractivo) e incluso los premios Nobel (egocentrismo, riqueza económica y pocas luces para reflexionar sobre su especialidad son los rasgos que caracterizan a este imaginario Nobel argentino, a años luz de Leloir, Milstein o Pérez Esquivel, que lo fueron de verdad). Párrafo aparte merecería la mirada sobre la vida cotidiana en el siempre mal llamado interior. Desde ya, no está mal satirizar elementos del conservadurismo y la hipocresía que suelen anidar en los pueblos: el problema está en la forma o, más aún, en el lugar desde el cual Cohn-Duprat los destacan sarcásticamente. Manuel Puig describía el mismo ambiente en Boquitas pintadas (que mereció una recordada versión cinematográfica de Torre Nilsson) sin eludir la idea malsana de círculo cerrado, pero descubriendo, al mismo tiempo, corrientes de afecto sincero, intentando comprender a esos seres anónimos. En documentales como El ambulante (2010, De la Serna-Marcheggiano-Yurcovich) las peculiaridades de la vida pueblerina asomaban naturalmente, dejándole al espectador la posibilidad de opinar sobre ellas, mientras que en El ciudadano ilustre las intenciones aparecen subrayadas: hay que reírse de la modesta escultura tallada en un tronco, del muchachón insistente que invita a comer al escritor, del pibe discapacitado que necesita dinero (por más que haya buenas intenciones en todos los casos). Si alguien tiene talento, como el conserje del hotel, será bendecido con un buen trato; si se es ingenuo o torpe, en cambio, no merece atención. Las referencias burlonas a ciertos estandartes del nacionalismo –incluyendo cuadros de Perón y Evita en la oficina del intendente–, así como la visión desideologizada que ostenta el inconmovible protagonista, reacio a banderías políticas y religiosas, convierte al film en un referente posible de ciertos valores asumidos por el partido gobernante en la Argentina de 2016. Sobre el final, después de momentos tensos que parecen desprendidos del film de Vinterberg La cacería, se juega con una vuelta de tuerca que no adelantaremos aquí, pero que no parece suficiente para dejar de ver en todo lo visto hasta ese momento una pintura impiadosa de la vida en un pueblo, ícono de la Argentina más que del mundo todo (los males comienzan a ocurrir apenas Mantovani llega a Ezeiza). El ciudadano ilustre es, al mismo tiempo, sorprendentemente chata: salvo algunos aislados planos fijos casi documentales de gente en las puertas de sus casas, todo el film es de un estilo bastante opaco. En varias secuencias el ritmo se estanca registrando conversaciones sin gracia que duran más de la cuenta y, una vez finalizada la película, quedan en el recuerdo la eficacia de algunos enredos argumentales y poco más: difícil rescatar un primer plano significativo o una resolución perspicaz. Entre los actores, sólo Manuel Vicente y Andrea Frigerio imponen algo de dignidad a personajes de una pieza. En Antonio, el viejo amigo dudosamente confiable, cuesta no ver a Dady Brieva (a quien le resulta difícil hacer creíble incluso una borrachera), en tanto Oscar Martínez pone su profesionalismo al servicio de otro de sus seres malhumorados para el cine, en este caso un narrador cuyas triviales cavilaciones sobre el arte y el mundo lo muestran más cercano a un mal profesor de escuela secundaria que a un Nobel capaz de volcar la riqueza del universo en las páginas de sus libros.
AVERNOS PROVINCIANOS Un pueblito de temer, aunque por otros motivos, es Salas, donde transcurre gran parte de la acción de El ciudadano ilustre. La reciente ganadora de la Copa Volpi al Mejor actor (galardón que han obtenido Alec Guiness, James Stewart, Burt Lancaster y Philip Seymour Hoffman, entre otros) en el 73° Festival de Venecia cuenta la historia de Daniel Mantovani, ganador del Premio Nobel de Literatura, que vuelve a su pequeña ciudad natal luego de cuarenta años. Al igual que en El hombre de al lado y El artista (ambas superiores a El ciudadano ilustre), hay en el cuarto largo de ficción de la dupla Cohn-Duprat, reflexiones sobre el arte que van de la mano con un contraste entre el cosmopolita europeo y el “simple” hombre de pueblo. Quizás sea esperable que un escritor consagrado mundialmente tenga una noción distinta acerca del “buen arte” que aquel que participa en un concurso de pintura local, el punto es desde dónde se construye el imaginario del pueblo bonaerense. Es por eso que los logros de la primera mitad de la película (escenas como el paseo en autobomba, el video de bienvenida, las entrevistas en medios locales) se resignifican negativamente con el correr de los minutos y llegando al final solo queda gusto a nihilismo exacerbado y, para colmo, reiterativo. Como ocurría con la Relatos salvajes de Szifrón, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, todos son miserables, a excepción de un personaje, que, como el protagonista, sueña con ser escritor. El resto se halla condenado al patetismo. El humor al hueso y la incorrección política que hacían de El ciudadano ilustre una tragicomedia prometedora se desdibujan cuando los directores deciden ponerse del lado del cosmopolita y resolver las tensiones por el espectador. El discurso final se parece a una jugarreta, como si los directores quisieran dar marcha atrás en aquello que han transmitido.
Farsa trágica y logrado retrato de un escritor presumido y sinuoso, que reside en Europa y que, tras ganar el premio Nobel, decide ir de paseo a su pueblo, ese “lugar donde mis personajes no pueden salir y yo no puedo volver”. Y allí (algo parecido a lo que pasó a Manuel Puig con General Villegas, su pueblito), en vez de recoger las mieles de su consagración se topará con la cara verdadera de unos personajes y un pasado que vienen a pedirle explicaciones. Están sus calles, sus conocidos, su novia del ayer (que lo sigue queriendo) y están las necesidades de cada uno, de un intendente de un pintor, de una vecindad que fueron parte de su vida y de sus relatos y que lo obligarán a reconocer que lo que se escribe no necesariamente es lo que se piensa y que, a lo largo de la vida, ficción y realidad, sueños y vigilias, se van uniendo y se van separando (y en el final, su brazo lastimado lo reafirma). El film funciona mejor al comienzo. El tono farsesco de la primera parte acredita más de un acierto. Su pintoresquismo, algo exagerado, tiene humor y simpatía. Pero le cuesta más cuando irrumpe la violencia, cuando el pueblo dejar ver su peor cara, aparecen personajes demasiado subrayados (¿era necesario que hasta la reina de la belleza fuera tan poco agraciada?) y se arriba a un final poco convincente. Como en “El hombre de al lado”, Kohn y Duprat subrayan la incomodidad de todo intelectual engreído y desdeñoso cuando debe enfrentarse con la cruda realidad y sobre todo con el otro. El resultado, de cualquier manera, es por demás alentador: hay chispa, hay un gran trabajo de Oscar Martínez, personajes secundarios muy bien pintados (el intendente, la funcionario que supervisa el concurso de pinturas) y una historia que no te suelta y hace reír y pensar.
Pueblito de rencores amados Qué importa saber si lo narrado sucedió. Importa el verosímil, el estar atado a lo que se cuenta. El ciudadano ilustre tiene un momento bisagra, cuando el chofer le pide a Daniel Mantovani (Oscar Martínez), en medio del fogón y la noche, que relate uno de sus cuentos. El plano se sostiene en Martínez, con su voz. Suficiente. Más aún, habrá que pensar en el último plano de la película como reiteración del mismo momento. Para precisar si todo lo visto no forma parte de esta maquinación sin descanso, traumática y perversa, que es la cabeza de este escritor. Desde la anécdota, Mantovani obtiene el Nobel literario, sufre cinco años de bloqueo creativo, y decide con sorpresa aceptar la invitación de su pueblito natal: Salas (que se dice igual al derecho y al revés, otro indicio para pensar que lo visto no es más que el reverso del plano último). Pero sea el tiempo narrativo que sea, con la veracidad puesta dentro o fuera de las páginas, lo que seduce, en todo caso, es el laberinto entre autor y personajes. Ya le sucedía a Alain Resnais con Providence, también a Woody Allen con Los secretos de Harry. Más la variación cercana que permite El gran pez, de Tim Burton, pero con la diferencia de que Mantovani no esquiva rencores sobre el pueblito de su infancia, sino que los actualiza. Allí vuelve, como fagocitado por el goce en el displacer. La manera de buscar justicia (para esto es que a su pueblo viaja) será por mano propia, literaria. Un ajuste de cuentas poético, así como inalcanzable al entendimiento de los sentenciados. Pero el precio a pagar no es menor. El relato aquél con el cual el escritor entretenía la noche y el fuego ya exponía un desdoblamiento, a partir de una mujer amada, con alusión al mito de Caín y Abel. Lo que sigue será su puesta en acto. La sensación que persiste tras ver El ciudadano ilustre es paranoica, ya que cualquiera puede tener otra cara. El pueblito, por sus horizontes limitados y su actitud reaccionaria. Mantovani, dada su ética cuestionable: él mismo lo da a entender cuando disculpa a Leni Riefenstahl, la cineasta del nacionalsocialismo, al situarla como ejemplo de un arte que no debe explicaciones, a nadie. Al tocar esta tecla, sensible, Cohn y Duprat acentúan un planteo que ya abordaran en El artista y El hombre de al lado: la relación social no es inmune al arte, ni éste a las relaciones. Por muy a salvo que Mantovani se sienta en su isla de libros centenarios, el pasado lo vendrá a buscar. Y tendrá que presentarle batalla. El resultado es un film encantador, siniestro. Con un Martínez capaz de encarnar el premio y el tedio, la melancolía y el desdén, la altivez y la generosidad. Su mejor espejo, en todo caso, está en el pibe que quiere escribir, cuyas ilusiones exceden lo que le rodea. De un modo borgeano, el escritor viejo y el escritor joven se encuentran. Para que la historia se repita.
Un escritor argentino recibe el Premio Nobel de Literatura. Dice algo terrible entonces. Años más tarde, alejado de la escritura, invitado constantemente por los círculos académicos, recibe una carta chica, manuscrita, que lo invita a volver al pueblo del que se fue a los veinte para declararlo “Ciudadano Ilustre”. Y decide ir, casi de incógnito. El punto de partida le sirve a la sardónica dupla Cohn-Duprat para radiografiar las taras del provincianismo argentino desde un humor a veces cruel pero pocas injusto. La película es un hallazgo de ironía no exento de ternura, con momentos hilarantes. Pero detrás de esta aparente comedia se esconden dos temas: uno, qué nos queda realmente de la memoria, dónde están las emociones reales (vean la pequeña escena de los ancianos que convidan un mate). Otro, qué es realmente una ficción, para qué nos sirve, por qué contamos cosas. El acierto de la película consiste en disolver el concepto de “patria”, o el nacionalismo berreta (ese provincianismo, ni más ni menos) y afirmar el punto de vista individual sobre cada cosa que nos sucede. Los directores aciertan, sobre todo, en la mirada lateral, en documentar aquello que sucede en los márgenes, en el pequeño gesto ridículo que vuelve todo humano, y en evitar lo políticamente correcto. Oscar Martínez entiende bien el juego y se luce, como todo el elenco, con especial atención a la calidez triste que emana Andrea Frigerio.
En este pueblo no hay Nobel que valga La ovación conquistada nada menos que en el Festival de Venecia puede obedecer a diversas lecturas. A fin de cuentas, la paleta temática que propone “El ciudadano ilustre” es amplia y se ajusta a varios paladares. Pero la sensación, como comentó el jueves pasado Oscar Martínez en una entrevista con LA GACETA, es que la película, incómoda y por momentos áspera, desnuda la naturaleza humana con inteligencia quirúrgica. Esa honestidad intelectual la diferencia del resto. Estamos en Salas, un pueblito perdido de la Provincia de Buenos Aires al que Daniel Mantovani regresa después de casi 40 años. Ganador del Nobel de Literatura, toda una estrella, Mantovani se ha nutrido de las historias y los personajes de Salas para construir sus ficciones. En cuestión de horas pasará de ciudadano ilustre a enemigo público, porque en Salas el resentimiento flota por cada calle y a Mantovani tienen mucho para cobrarle. “El ciudadano ilustre” recorre ese muestrario de miserias, motivado en gran parte por el inmovilismo y la frustración que suponen vivir en un lugar en el que nunca pasa nada. Pero también aborda otros tópicos, como la pose del artista y los discursos que deconstruyen la cultura desde la soberbia y la indiferencia. Con semejante carga pudo haber sido una película pretenciosa y engolada, pero Mariano Cohn y Gastón Duprat encontraron el vehículo ideal para descomprimir y humanizar la historia: el humor. Ese código permite disfrutar “El ciudadano ilustre” desde la complicidad y la comprensión. Las locaciones y la galería de figuras -maravillosos estereotipos- que despliegan Cohn y Duprat resultan un activo clave de “El ciudadano ilustre”. Tanto como su precisión formal y lo bien escritos que están diálogos y situaciones. Claro que hay una pata decisiva en esta mesa tan bien servida: la interpretación de Oscar Martínez, capaz de hacer de Mantovani uno de los mejores personajes de su carrera.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Según Brecht, son sombríos los tiempos en que la gente pide que se ledescargue de la preocupación de defender sus intereses reales y su libertad. Son los tiempos del hombre cínico, que abomina de la sociedad y desprecian sus convenciones, y son los tiempos también del disidente, que no quiere someterse a los hechos consumados y, a contracorriente, toma partido por la libertad. Esencialmente ese es el concepto que manejaron Gastón Duprat y Mariano Cohn, cerrando su trilogía iniciada por “El artista” (2008), continuada en “El hombre de al lado” (2009) y finaliza con “El ciudadano ilustre”, en donde los protagonistas chocan con la realidad de un ser que solo enfrenta lo cotidiano para sobrevivir, y al que no le interesa los valores de otro cuyo alimento radica en la cultura. En “El ciudadano ilustre”, con guión de Andrés Duprat, que consta de un prólogo y cinco capítulos (La invitación, Salas, Irene, El volcán y La cacería), mantienen la idea de insistir en una reflexión sobre la cultura y a la vez sobre la condición humana. Herbert Read decía, en su libro “Al diablo con la cultura”, que: "la actitud política característica de nuestros días no es de fe positiva, sino de desesperanza”. Por lo tanto, sostenía, desde esa premisa que se observan ciertas predisposiciones en la sociedad en las cuales muchos individuos se refugian y buscan seguridad en el anonimato del rebaño y en la rutina, sin que parezcan tener ambiciones más allá de subordinarse, y funcionar de acuerdo a los mandatos de un ser superior o un hombre que con voz un poco más alta y un dedo acusador pueda dirigir ese rebaño. Precisamente, Read recuerda a Nietzsche, como el primero que llamó la atención sobre el significado del individuo como una medida dentro del proceso evolutivo. La relación entre individuo y grupo es el origen de todas las complejidades de la existencia. En este proceso, el individuo acaba viendo primero deformados sus instintos y luego finalmente inhibidos. Gracias a un rígido código social, la vida se convierte en convención, conformismo y disciplina, de la que escapan seres anárquicos como los artistas. Según Herbert Reed: “Desde que la democracia tomó la forma de concepción política clara, en los tiempos de la ciudad–estado de Atenas los filósofos partidarios de dicha concepción tenían que vérselas con la anomalía del artista . Han entendido que, por su propia naturaleza, el artista es incapaz de encajar dentro de la estructura de una sociedad igualitaria. Es – indudablemente - un inadaptado social, un psicópata, a juicio del vulgo. Para los filósofos racionalistas, como Platón, la única solución era expulsarlo de la sociedad. Un racionalista moderno seguramente le recomendaría que se sometiera a tratamiento para curarlo de su neurosis.” Carl Jung habló de "arquetipos del inconsciente colectivo", consistentes en complejos factores psicológicos que dan cohesión a una sociedad, y en la propuesta de Duprat y Cohn se ve claramente el manejo de esos arquetipos y de sentimientos como la envidia que de acuerdo a Dante Alighieri en el poema del Pugatorio de “La Divina Commedia”, era: "Amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos.", ya sea un premio o dinero o poder. “El ciudadano ilustre” es reflejo de lo anteriormente dicho, pero además una reflexión sobre el proceso creativo, de un personaje de ficción, que representa a los artistas reales. Es también el sufrimiento de un artista, de un hombre, que debe luchar contra las presiones que se ejercen sobre su persona, representadas por – en este caso - una editorial que exige un próximo libro, compromisos para dar conferencias y un pueblo que busca reconocimiento a través de él, pero luego lo expulsa , como sostenía Platón, de su sociedad. El absurdo es el hilo conductor de la trama. Un absurdo que tiene leyes inamovibles y muestra a los personajes en toda su alteridad. El protagonista es un héroe absurdo que debe decidir si vivirá o morirá, enfrentado a un universo “súbitamente despojado de ilusiones y luces”, diría Camus. En “El ciudadano ilustre” hay una constante tensión entre su deseo y lo que debe hacer, relacionada con el regreso su pueblo de donde nació, Salas, y el mundo en el que eligió vivir. Entre la vida pueblerina, simple y plagada de envidias y enconos y, la gran ciudad, Barcelona, con otro tipo de problemática, pero tampoco exenta de los males que afectan al pueblo Mantovani el escritor, ganador de un premio Nobel de Literatura, regresa como el hijo pródigo, que puso de relieve en los medios de comunicación del mundo a su pueblo, Salas, pero que desde su primera pisada en suelo argentino todo se vuelve caótico y absurdo. Tal vez esta evocación del escritor vilipendiado y agredido sea un pequeño homenaje a Manuel Puig, al que se lo consideró héroe y villano en su pueblo natal General Villegas, y murió en Cuernavaca (México). Quien haya vivido en un pueblo alguna vez recordará el dicho de “pago chico, infierno grande”, las mezquindades están a flor de piel, y el mal gusto, se disemina por doquier, especialmente en la muestra de pintura en la que se debe elegir un ganador, que por cierto ya estaba declarado. También está presente la cordialidad auténtica del hombre humilde que ofrece un mate sin reclamar nada, ni siquiera un gracias. El absurdo que tiñe al filme está relacionado con la entrada y salida del pueblo por Mantovani. Entra subido a un camión de bomberos con el intendente y la reina de la belleza a su lado y sale también de pie en una camioneta de noche y sin sirenas, pero sin saber que tal vaya hacia la muerte. Pocas veces es observable en la cinematografía argentina un retrato tan descarnado de la torpeza, de la picardía criolla, de los fanatismos, de ese sentimiento del ser nacional, que nadie sabe explicar bien que es, pero que es importante manifestar. La excelente actuación de Oscar Martínez permitió dejar lucir a sus antagonistas como: Andrea Frigerio, Manuel Vicente y Dady Brieva, y todo un elenco de figuras secundarias: Marcelo D’Andrea, Ivan Steinhardt, Belén Chanover, Larquier Tellarini, cuyos escasos recursos gestuales supieron aportar la profundidad requerida en la intencionalidad de los directores de mostrar oculta tras una comedia agria y delirante, la máscara de un gran cinismo que recuerda nadie es profeta en su tierra, y que el éxito es algo que se paga con el rechazo y la agresión.
Otra vez el dúo de Mariano Cohn y Gastón Duprat, aciertan con esta película: El Ciudadano Ilustre, que incluso fue seleccionada para representar a la Argentina en los premios Oscars. El film tiene el sello personal y distintivo que suele manejar la dupla. Ya lo hicieron con sus anteriores films: Yo Presidente (2003) El Artista (2008), El Hombre de al Lado (2009), y Querida, voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo (2011). Son siempre películas diferentes, con otra mirada sobre la sociedad, más ácida y real. En esta oportunidad, la historia trata sobre un escritor argentino, Premio Nobel de Literatura, que hace 40 años abandonó su pueblo natal: Salas. En Europa triunfó escribiendo sobre el pueblo y sus particulares personajes. Luego de todos esos años, el Intendente lo invita para nombrarlo Ciudadano Ilustre, y él, a pesar de su odio por el lugar, decide volver. En este regreso, en donde no tiene ni siquiera un buen recuerdo, Daniel Mantovani (Oscar Martinez) vivirá más historias para plasmar en otro libro. El humor ácido, directo y popular, cargado de frases celebres, recorre todo el film, sumado a la vida pueblerina que se muestra de manera desgraciada junto a la figura del Intendente, y la gente del lugar que aparece no avanzar, no salir adelante, que, al igual que el pueblo, se quedan detenidos en el tiempo, conformes con una existencia mediocre. Oscar Martinez está impecable en su personaje, los diálogos para argumentar son sólidos e inteligentes. Dady Brieva, pone humor, pero también logra amedrentar en las escenas finales. Lo que se destaca es el guión y las actuaciones, no necesariamente la cámara o la fotografía, que no tienen nada de especial. La película es entretenida de principio a fin y siempre, esta dupla, deja reflexionando al espectador.
Historias Extraordinarias (Primera Parte) El Ciudadano Ilustre es una película excepcional. En la escena inicial del film de la dupla Cohn-Duprat, el escritor Daniel Mantovani (Oscar Martínez) recibe apesadumbrado el Nobel de Literatura. La consagración, él explica tras aceptar el premio, significa que ha pasado a ser canónico, una voz del consenso que ya no provoca incomodidad alguna. Esta es la presentación del personaje, pero también una declaración de principios (y de guerra) del film. Cinco años más tarde, Mantovani vuelve al pueblo que lo vio nacer, al que abandonó de joven para no volver, y se reencuentra con viejas amistades y amores de la adolescencia. Mantovani, que se curó de los males del nacionalismo viajando, encuentra en esa pequeña sociedad cerrada un ecosistema que no acepta disenso alguno ante sus valores y verdades básicas. Con brutalidad, Cohn y Duprat arremeten contra el chauvinismo local, que tiñe desde la política a la cultura, sin dejar cuartel. Desde su estreno, no han faltado los que buscan relaciones directas entre las ideas de la película y los eventos de la última década (y un poco más) del país. Aunque válidas, el conflicto del film es en verdad uno mucho más viejo en estas tierras y ejemplos hay de sobra, así nos remontemos a Sarmiento o a Borges (y su famoso “dormir por la Patria”). El de Mantovani es un conflicto tan histórico como vigente, y el film de Cohn-Duprat es el único en años, si no décadas, que se atreve a abordarlo con firmeza. Y, afortunadamente, también sabe hacerlo sin caer en representaciones maniqueas, algo que no lograron en El hombre de al lado (2010). A pesar de que expone sus ideas implacablemente, El ciudadano ilustre no se olvida de que es cine y no panfleto. Desde el comienzo es claro que ni Mantovani es un santo, ni Antonio (Dady Brieva) y el resto del pueblo unos villanos absolutos. Cohn y Duprat les permiten existir, los observan con sentido del humor pero sin dejar de comprenderlos. Aunque se posicionan firmemente con Mantovani, el devenir del escritor es consecuencia de su propio accionar errado. Cuando el pueblo finalmente se pone en contra del visitante, no es por sus posturas sino por sus actos. Todo se construye desde los personajes, desde sus lugares y costumbres, de los que pueden reírse por igual, más allá de su posición en el conflicto, y a los que evitan observar con desdén. Con un elenco de actores secundarios maravilloso, pueblan a Salas con decenas de personajes entrañables, arquetípicos pero no chatos. La representación del pueblo es un gran logro del film que demuestra el ojo para el detalle de los directores. Salas captura la esencia del pueblo de interior sin caer en escenas de costumbrismo. El Ciudadano Ilustre es una película excepcional porque, simplemente, no hay otras iguales en el cine nacional actual que se atrevan a defender cruzadas quijotescas tan poco populares con tanta lucidez y ferocidad, y más importante aún, que lo hagan con las mejores herramientas del cine narrativo.
Llega este jueves el estreno de la última película de la dupla de directores Gastón Duprat y Mariano Cohn (El hombre de al lado, El artista, Living Stars) con guión de Andrés Duprat. Daniel Mantovani (compuesto maravillosamente por Oscar Martínez) es un escritor consagrado, valorado tanto por sus pares como por sus lectores. Acaba de ser elegido para el premio más importante de toda su carrera, el Nobel de Literatura. Digamos que lo acepta, pero es increíble (y como mínimo audáz) el discurso de rechazo que da ante el jurado cuando lo recibe. Entre la enorme cantidad de invitaciones de todo el mundo que llegan a su residencia de España, hay una de la municipalidad de Salas, provincia de Buenos Aires. El motivo, consagrarlo como Ciudadano Ilustre de su pueblo natal. Descartándola de plano en un principio, hace más de 40 años que se fue de la Argentina, decide aceptarla y regresar. Cuando hay talento, cuando las cosas se hacen con calidad, cuando hay una buena historia que contar, cuando se cuidan todos los detalles, pienso que el boca en boca hace el resto. El casting está impecable, muy bien elegido todo el elenco. Hay en el film una fuerte autocrítica al propio arte. El humor aparece en muchos instantes, logrados y con gran efecto. Como por ejemplo, cuando le pasan el vídeo homenaje que le hace la gente de su pueblo, o cuando se presenta al canal de tv de Salas para dar una nota. Muy presente la mirada critica, contenida, a la mediocridad. También valorada cuando hay talento detrás (Montavani recibe para darle una lectura los cuentos del joven escritor recepcionista del hotel) Como una paradoja de su propio destino el escritor repite en diferentes pasajes del film “mis personajes de las novelas nunca pudieron salir de Salas, y yo nunca pude volver”. Bien escrita, con muy bella fotografía, y una excelente dirección “El Ciudadano Ilustre” entra dentro de la categoría, para mi gusto, de las imperdibles.
Regreso sin gloria Hay una escena breve del “El ciudadano ilustre” que, en apariencia, no figura entre las más significativas de la película. Sin embargo, sintetiza el tono general de la propuesta, centrado en el humor cáustico, por momentos agresivo, la mirada impiadosa de los personajes y la ambigüedad. Se trata de la actitud del escritor Daniel Mantovani (Oscar Martínez) cuando termina de ver un video que le prepararon en su pueblo natal. Es un homenaje empalagoso, lleno de clichés, más apropiado para una quinceañera -como los que él se burlaría en sus novelas-; pero Mantovani tiene los ojos llenos de lágrimas. Sus antiguos coterráneos, impulsados por el lógico entusiasmo, lo interpretan como profunda emoción. Pero al espectador le queda la duda. ¿Y si en realidad esas lágrimas son de risa? ¿No sería esa actitud más acorde a la antipatía que, hasta ese momento, mostró el novelista? No es una película fácil. Interpela, obliga a tomar partido y a defender posiciones. Porque el personaje central, ese artista exitoso y ególatra, que vive recluido en una mansión-biblioteca-fortaleza que construyó en Barcelona, desprecia a sus semejantes. No es un buen tipo, pero menos aún lo es la mayoría de los habitantes del idealizado pueblo de Salas. A medida que se va destruyendo la capa de afabilidad y admiración mezcladas con cierta simpática chabacanería, se revela una fisonomía oscura, repugnante. Y finalmente expulsiva. Interrogantes La anécdota sobre la cual se construye el filme de Mariano Cohn y Gastón Duprat (la misma dupla que rodó “El hombre de al lado”, en 2009) es ampliamente conocida por el espaldarazo que obtuvo al convertirse en la elegida de Argentina para intentar un lugar entre las nominadas al Oscar a Mejor Película Extranjera. Un escritor argentino, ganador del Premio Nobel de Literatura (toque argumental que remite a la declamada tristeza nacional por el galardón negado a Jorge Luis Borges) decide volver a su pueblo natal, luego de cuarenta años. El motivo: allí lo nombrarán ciudadano ilustre. No es un dato menor que el hombre haya obtenido fama y fortuna a partir de la transformación en literatura de las historias que vivió o escuchó en ese rincón del mundo durante su primera juventud. De modo que su llegada detona una serie de bombas que estaban ensambladas desde mucho tiempo antes. Al principio, el humor es lo que predomina, en especial por el contraste entre las costumbres refinadas del novelista y la caricaturizada tosquedad de los pueblerinos. No es liviano, sino más bien sombrío. Pero la progresión de las situaciones hace que la historia vire con naturalidad hacia terrenos más espinosos, cercanos al thriller o incluso al terror. Para lograr eso, las actuaciones son clave. Martínez está perfecto en su construcción de desagradable misántropo, Dady Brieva controla su histrionismo, Manuel Vicente resume todos los vicios del político oportunista y Andrea Figerio sobresale en un papel a su medida, como la antigua novia de Mantovani, devenida en mujer amargada en sus roles de madre y esposa, que encuentra un cable a tierra en la docencia. Incisiva y honesta, “El ciudadano ilustre” tiene un final abierto que es como una admonición. Pone en aprietos al público, lo intima a rever su visión de los artificios literarios. ¿Por qué un escritor escribe lo que escribe? ¿Cuáles son las reglas del arte? ¿Quién las impone? El film abre éstos y otros interrogantes pero no da respuestas. Cada espectador deberá hallarlas.
Volviendo a tocar temas que recorren toda la filmografía hasta el momento de Mariano Cohn y Gastón Duprat, tales como el arte, el cinismo y la eterna lucha entre lo sofisticado contra lo burdo, El ciudadano ilustre se convierte en el film más entretenido de los directores de El hombre de al lado (2009). A la vez encuentra nuevas fallas que, desafortunadamente, no lo vuelven el trabajo mejor logrado de la dupla. Después de haber estado lejos de su pueblo natal por más de cuatro décadas, el ahora exitoso escritor Daniel Mantovani (Oscar Martinez), ganador del premio Nobel de literatura y exiliado en España, decide volver al pueblo argentino de Salas donde será condecorado como ciudadano ilustre. Siguiendo las reglas clicherísticas de “pueblo chico, infierno grande”, la estadía de Mantovani en Salas se irá transformando paulatinamente en un calvario que por momentos parece responder a la estructura de los films de horror estadounidense donde el o los visitantes quedan a merced de unos provincianos más que locos. El protagonista se haya atrapado a voluntad entre muestras y actividades culturales de escaso talento, la pasividad agresiva con el que lo trata su viejo amigo Antonio (un Dady Brieva que no llega molestar pero que denota el empeño, por parte de él y los directores, de crear un nuevo Victor, el personaje de Daniel Araoz en el film de 2009) y el absurdo de los variopintos provincianos que rodean a Mantovani con invitaciones a cenas, una entrevista televisiva y paseos en camión de bomberos o en camioneta, manejando un genial antes y después visual. Con ello, Cohn y Duprat ofrecen una serie de gags que, siendo el factor humor donde resalta lo mejor de la historia, divierten y mantienen el interés sin dejar lugar a tiempos muertos como ocurría con otros de sus films. Sin embargo, cuanto más adentrado se encuentra uno en el relato (dividido en cinco capítulos), los mismos por momentos tiendan a agotarse siendo víctimas de una reiteración presente que incluso devela el camino que tomarán ciertos eventos a posteriori. Pero quizás el mayor defecto de la historia sea recaer en un discurso sofisticado que posiciona a los directores y al guionista (Andrés Duprat) al mismo nivel de pretensión egocentrista del protagonista. Y es que los temas que aborda el film, como el lugar del artista, lo rústico de ciertas sociedades, la hipocresía cultural y la mediocridad presente más allá del éxito, están bien tratados siempre y cuando no son acompañados por un discurso transformado en mensaje literal y algo burdo, carente de sutileza, como algunos de los habitantes de Salas. Si en El artista (2008) o El hombre de al Lado para bien o mal quien triunfaba era el artista con aires de grandeza, posicionado falsamente por encima del resto, con El ciudadano ilustre lo sofisticado pierde ante el humor de efecto directo dando por resultado un film disparejo, que cumple pero con ciertos baches que lo vuelven algo tosco en su estructura. A fin de cuentas, un habitante más de Salas.
Empecemos por recordar que El ciudadano ilustre es la película que eligió la Academia de Cine y Artes Cinematográficas de Argentina para que represente a nuestro país en la selección general de los Premios Goya y los Premios Oscar en este 2017. Regalito que dejaron las antiguas autoridades antes de su renovación en el mes de octubre. En ninguna de las dos quedó en la selección final. Sí, acaba de conocerse sus nominaciones a los premios Ariel, en México. En su momento me había parecido que El invierno, notable film de Emiliano Torres, era mucho más representativo para instalarse en todo ese lugar internacional, representativo no sólo de un tipo de acceso a la producción cinematográfica bien argentina, sino también de un momento particular de nuestro país: lo nuevo vrs lo viejo, el individuo solitario frente al paisaje patagónico, todo dignificado por la fotografía de Ramiro Civita. Sin embargo, el mainstream local ensalzó esta película que, además de todo, volvió de la competencia oficial del Festival de Venecia con un premio gordo. El de mejor actor protagónico. Ver también Nota sobre las candidatas finales al Oscar Extranjero, sin películas iberoramericanas La película. Pobre pueblo el de Salas. Ese lugar ficticio ubicado imaginariamente al suroeste de la provincia de Buenos Aires y desdoblado entre su chatura estructural y su violencia contenida. Pobre protagonista, escritor exitoso (Oscar Martínez) ganador del premio Nobel, que encuentra una manera de regresar a su pueblo natal y reconciliarse con su tierra, con su país, con su gente, pisando las calles del lugar que lo vio nacer, despues de 40 años, y lleno de contradicciones irreparables. El regreso del hijo pródigo, extrañamente recibido. Pobre también la calidad institucional de esas Direcciones de Cultura en ciudades de la Argentina, generalmente a cargo de los familiares del poder político, representadas como máximo logro por “las Reinas de Belleza” u organizadoras de concursos de “Pintura” que sufren de jurado al invitado de turno, en este caso un escritor (?). Pobres argentinos cruzados por dicotomías irreparables: ignorancia vrs conocimiento, campo vrs ciudad, lo nacional y lo internacional. Lo popular y lo consagrado. Dicotomías a las que el cine argentino suele aferrarse con una lamentable asiduidad sin simular su intención de romperlas ni de plantear ninguna cuestión crítica. Pobres los ignorantes que sufren de desconocimiento y de apatía. Pobres. El tema del arte y el artista viene siendo una preocupación sostenida por la triada creativa de los hermanos Duprat y Mariano Cohn desde films como El artista o El hombre de al lado, repletas de esos juegos dobles sin posibilidad de grises. Eso sí, entre el 2009 y el 2016 corrió mucha agua bajo el puente político de la Argentina y el espíritu de época se llevó por delante esa visión parcial y algo estructurada del choque entre el maestro y el ignorante. Entonces, por lo pronto, El ciudadano ilustre se ríe de algo que atrasa. Por las dudas, y si hiciera falta alguna pregunta clarificadora en torno a la historia, podríamos preguntarnos cuál es el punto de vista que se privilegia, cuál de esas representaciones es la que lleva el pulso de la narración. Claramente, entre el vecino insistente que sueña con el personaje de un libro, o el remisero que no lleva rueda de auxilio y tiene que esperar toda la noche que alguien aparezca a arreglar la pinchadura; o el padre que suplica una silla de ruedas para su hijo, o el matón que se violenta porque no quedó seleccionado en el concurso de Pintura, o varios más; entre ellos y el europeizado y pulcro, educado y victorioso ilustre e ilustrado, seguramente no hay mucho que pensar, máxime si la narración está impulsada a ser narrada desde una primera instancia desde ese segundo y triunfante personaje de la historia. Para percibir esa preeminencia narrativa del personaje central, hubo que atravesar hacia el comienzo de la película por un “mojón”: el cuento oral que Mantovani cuenta en medio de la noche en torno a los dos hermanos gemelos enfrentados por una mujer. El espectador apreciará, a partir de allí y sin demasiado cuestionamiento que ese conjunto de hechos que enfrenta el escritor en ese pueblo de Salas va como en un crescendo de enrarecimiento y violencia que sólo tienen que ver con ese lugar “raro y atrasado” que ataca irracionalmente a ese punto de vista privilegiado. En otras palabras: todo nos parecerá raro, atrasado y violento porque así le parece a Mantovani. En medio de todo eso, es infalible la participación de Dady Brieva que le otorga un componente mayor a ese oscuro “ser pueblerino”. Tal vez lo mejor de El ciudadano ilustre. Y la perla para el final, a modo de toda una declaración de principios en torno a la noción de cultura que también parece atravesarnos peligrosamente. Tanto, como los tiempos que corren. “La mejor política cultural es no tener ninguna” dice el personaje de Oscar Martínez nunca abandonando un modo sentencioso y anquilosado: “siempre se considera a la cultura como algo frágil, raquítico, que necesita ser custodiado, promovido…” “la palabra cultura siempre sale de la boca de la gente más ignorante y más estúpida.. y más peligrosa.” Otra vez el punto de vista de Mantovani contiene una amenazadora convicción: que la cultura, en la pelicula representada fundamentalmente por la literatura (de la que se habla poco) y la pintura en ese confuso concurso, no hay que custodiarla, ni promoverla, ni siquiera nombrarla. Ojalá que lo dicho no funcione como punta de lanza y que en los tiempos venideros esto no sea así.