La auténtica magia del cine El director de esa gran película llamada ;Las trillizas de Belleville invirtió más de cuatro años de trabajo y 12 millones de euros para concretar este guión original (hasta ese entonces inédito) escrito en 1956 por Jacques Tati, el genial creador de Playtime, Mi tío y Trafic. La película tiene como protagonista al propio Tati (en una versión animada, claro), como un decadente mago que, luego de varios fracasos en París, sale de gira por distintas ciudades y pueblos del Reino Unido hasta que conoce a una inocente joven escocesa que pasa a acompañarlo en el tour y a convertirse en una suerte de hija sustituta (de hecho, Tati concibió esta historia como un regalo y "pedido de perdón" para una hija adolescente a la que apenas conoció) quien cree que el protagonista tiene poderes sobrenaturales para conseguirle vestidos, zapatos y todo lo que ella sueña. Y él, por supuesto, hará todo lo posible para no desilusionarla a pesar de las crecientes dificultades que acarrea. Película de viaje, perdedores y enredos que transcurre en pubs, hoteles y teatros de mala muerte, oda profundamente lírica, sensible y melancólica hacia un mundo perdido y un tiempo que pasó, El ilusionista es un film bello, pero sin demagogia alguna. Esa falta de "gratificaciones" instantáneas lo hace, es cierto, por momentos un poco frío y algo arduo, pero al mismo tiempo le otorga una nobleza y una solidez artística infrecuentes.; Concebida con la técnicas artesanales de animación en 2D y la inclusión de algunos elementos en 3D, El ilusionista es una tragicomedia (llena de gags pero también de una profunda nostalgia) que no sólo remite al universo de Tati (el artista favorito de Chomet) sino también al humor físico de un Charles Chaplin o un Buster Keaton. Es decir, a la altura de los verdaderamente grandes.
Este nuevo film del director de Las trillizas de Belleville tiene algo a su favor: está basado en un guión nunca filmado de Jacques Tati. Entonces, ahí surge el humor, surgen los personajes complejamente simples que tras una construcción puramente física delimitan un mundo. El mago Tatischeff se muda a Escocia, esperando que allí sí tenga el trabajo que en Francia le comienza a escasear: y ahí se muda con su conejo irascible -genial apunte que hace recordar al corto Presto, de Pixar- y a una joven tímida y callada, aunque impetuosa y activa que descentra al más envarado Tatischeff. El problema del film está en su resolución, donde el mundo de la magia queda subvertido por la más cruda realidad: la aparición del rock, de la televisión y demás cuestiones parecen destruir el universo de gente como Tatischeff, sostenido en la más pura fantasía y la credulidad de los espectadores. También parece haber una crítica en sordina a Disney con la aparición de cierto personaje masculino -ver los trazos con los que está compuesto en comparación al resto de los personajes-. Y si bien todo parece estar bastante bien en L’illusionniste, el final amargo, la pesadumbre, que niega la posibilidad de magia no le sienta a un film que encontraba sus mejores pasajes, precisamente, en la posibilidad de lo sorpresivo a partir del más prosaico acto de magia.
Un relato sobre las injusticias de la vida, sobre las vueltas y la miseria humana en su máximo exponente, una película con tintes tristes, pero que demuestra que las ganas de vivir son mucho mayores pese a los problemas. Esto es lo que es esta maravillosa obra de Sylvain Chomet, una joya cinematográfica que desborda cualidades artísticas y con un planteo argumental muy preciso y emocionante.
Si Disney estuviera vivo Vi L’illusionniste en el Festival de Mar del Plata, un mediodía a sala llena, con un grupo de personas de las más diversas edades, lugares de origen, intereses y gustos. Absolutamente todos salimos del cine emocionados y felices. Media hora más tarde estábamos discutiendo a gritos por cuestiones laborales que no vienen al caso, pero hubo un momento mágico (si se me permite la obviedad hablando de una película que gira en torno a un mago) que será imborrable en nuestro recuerdo del festival. En ese mismo momento, una señora mayor todavía con lágrimas en los ojos exclamó “¡Ay, si Disney estuviera vivo!”. No se equivocaba en la referencia; L’illusionniste tiene una capacidad de emoción universal y de apelar a todos los espectadores en distintos niveles, un humor tierno e inocente, y una fluidez narrativa que recuerdan a las mejores películas de aquél. Claro que esos mismos méritos provienen del guión de Jacques Tati; la película de Sylvain Chomet toma lo mejor de ambos y el resultado tiene una potencia imbatible. Originalmente pensada para ser protagonizada por el mismo Tati y su hija, la historia no podría haber caído en mejores manos. Chomet le imprime la melancolía dulce que ya había explorado en Les Triplettes de Belleville y la lleva un poco más allá. Varios elementos se lo permiten: la representación de un mundo que se acaba (el del espectáculo de variedades o music hall); la historia particular de un ilusionista casi desempleado, que recorre teatritos en la Escocia de los años 50 buscando un público que todavía preste atención a sus inocentes trucos; la relación casi paternal de éste con Alice, una chica que abandona su pueblito para acompañarlo en su gira de frustraciones; la utilización –excelente– de la técnica de animación tradicional, la casi completa ausencia de diálogos. Varios gags son recurrentes (el conejo que se escapa de la galera, la colocación del afiche del mago en cada teatro), pero a lo largo de la gira y a través de la inclusión de diferentes personajes (el ventrílocuo, el payaso) más derrotados aún que el ilusionista, el humor se va haciendo más amargo. O tal vez sólo se vaya develando lo que ya estaba ahí, debajo de la superficie de ternura; los magos no existen, los payasos se suicidan, los muñecos de ventrílocuo se venden como baratijas, las bandas de rock gritón tienen más éxito que cualquiera de ellos. Las luces de la ciudad se van apagando y por último se apagan las del cartel que reza “Music Hall” en la puerta de un teatro; y nos dejan ahí, lagrimeando en la oscuridad de una sala con una o dos jubiladas al lado. Afuera, Mar del Plata se esfuerza por mantener alto el honor de Ciudad Feliz, y el esplendor que su Festival supo tener; nosotros sabemos que algo se perdió, y es irrecuperable.
El Ilusionista es justamente lo que significa su titulo, es la ilusión de tener vivo por un rato al eterno Jacques Tati y lograr emocionarnos con su último guión, texto que jamás llegó a filmar. Sylvain Chomet, director de la magnífica película Las Trillizas de Belleville toma la responsabilidad de darle vida a este Tati y dibuja al mítico personaje ( con una precisión en cuanto a expresiones y movimientos casi matemática) en esta oportunidad llamado Tatischeff (el verdadero apellido de Tati) un ilusionista que deambula por bares y teatros europeos y no es visto prácticamente por nadie. Tatischeff conoce a una joven mujer en un bar escoses y comienzan una historia fraterna de cuentos de hadas inolvidable. El Ilusionista es una bella fabula que permite disfrutar una vez mas a uno de los mas grandes protagonistas de la historia del cine.
La magia resurge en un mundo de cartón pintado El cineasta francés Sylvain Chomet, el mismo que presentó Las trillizas de Belleville en el año 2003 en Cannes, adaptó para su segundo trabajo un guión original de Jacques Tati. Se trata de El ilusionista, que cuenta la historia de un viejo mago que trata de no defraudar a Alice, una niña convencida de que sus trucos de magia son reales. De la misma manera que él cautiva a la pequeña, el film lo hace con el público y lo hipnotiza por la belleza de sus imágenes, plasmadas con una perfecta combinación de técnicas artesanales de animación y tecnologia que potencia los relieves y los fondos. El protagonista actúa donde puede, entre teatros con más butacas que público, y en medio de una trama que habla del peregrinaje de un artista junto a su conejo en un mundo de cartón pintado que parece desmoronarse. El ilusionista es la historia de un viaje, pero también es una enternecedora historia entre dos personajes que parecen entenderse (la chica termina siendo su asistente) en el mundo del olvidado music-hall. Entre afiches que promocionan su actuación y en medio de castillos o callejones que parecen detenidos en el tiempo, el realizador logra una película querible, nostálgica y técnicamente envidiable.
El mundo de los otros El realizador de Las trillizas de Belleville (Les triplettes de Belleville, 2003) vuelve a sumergirse en el inspirador mundo de Jacques Tati, esta vez no sólo desde su despliegue visual. También lo hace a través de un guión inédito de 1956 que lleva su firma. El ilusionista (L’Ilusioniste, 2010) está teñido de un tono melancólico que aumenta con el correr del metraje. Este film animado, hecho con un exquisito diseño de arte, sigue el itinerario del mago Tatischeff, quien nos introduce a un pasado en donde el espectáculo de varieté comenzaba su declive. Nuevas expresiones artísticas como el rock and roll cobraban mayor impacto. Tratando de sortear este contexto, el hombre sale de gira en búsqueda de los espectadores perdidos. En Escocia conocerá a una introvertida joven, Alice, con quien lo unirá una relación cercana a la paternidad, vínculo que a ella le permitirá conocer una realidad hasta entonces ignorada. Si la muchacha tendrá una experiencia positiva, en cambio Tatischeff se las tendrá que ver con un destino más adverso, haciendo frente a las penurias económicas con su humilde acto y un irreverente conejo blanco a cuestas. En su anterior film, Chomet se metía en el mundo del espectáculo desde un lugar más lateral y cómico. La comicidad de El ilusionista sigue siendo eminentemente física, pero esta vez ha cedido en lugar de un relato más íntimo y melancólico. En ese sentido, el guión oscila entre la descripción del contexto artístico que le cierra las puertas al mago y la relación de éste con la chica y de la chica con el mundo urbano, en donde conviven la frivolidad y el excentricismo, pero también la posibilidad de encontrar el amor. La película es un testimonio de lo que ha sido y nunca más será, pero gracias al personaje de esta muchachita tímida, abre el camino hacia las nuevas generaciones desde un punto de vista menos dramático y pesimista. La película casi no tiene diálogos y en cuanto a su estética se destaca una pátina de colores ocres, justa elección para una historia que rememora la filmografía de un maestro del cine como lo es Tati, hacedor de varias joyas (Playtime de 1967 o Las vacaciones del señor Hulot, Les vacances de M. Hulot, de 1953). Por momentos el justo homenaje pareciera restarle autonomía a la película, concentrada, como dijimos, en la tríada compuesta por Tatischeff, Alice, y las nuevas condiciones culturales. No es muy lógica dentro del universo del film la inclusión de un par de secuencias hechas con tridimensionalidad, dado que –justamente- gran parte del atractivo de El ilusionista está relacionado con la “vieja escuela” de animación. Pese a ello, es muy apreciable observar cómo Sylvain Chomet vuelve a visitar a la escuela de cine cómico mudo en general y el cine de Tati en particular, proponiendo nuevos temas y potenciado su destreza en la animación. El ilusionista resulta una bienvenida mirada hacia el mundo del espectáculo de antaño, la vida en las ciudades y la transformación de los hombres en su contacto con otras realidades, temáticas contadas con melancolía y pura belleza visual.
La magia nunca se termina El animador Sylvain Chomet toma un guión inédito de Tati y entrega un filme bello y melancólico. La historia de un mago itinerante que a finales de los años ‘50 viaja de Francia a Escocia en busca de nuevos horizontes para encontrarse allí con una sorpresa algo inesperada fue un guión que Jacques Tati dejó sin filmar. Aseguran que el comediante francés lo consideraba demasiado serio y melancólico -y sin el suficiente humor- como para que sea una de las aventuras de su alter ego cinematográfico, Monsieur Hulot, a quien conocimos a través de clásicos como Las vacaciones de Mr. Hulot y Mi tío , entre otros filmes. Y algo de eso hay. El ilusionista , retomado medio siglo después de haber sido escrito por el animador Sylvain Chomet (director de la excepcional y muy curiosa Las trillizas de Belleville ), no es una historia demasiado graciosa y apenas unas pocas situaciones llevan a la risa. Pero Chomet no tuvo miedo de entrar en este terreno: el filme es la historia de un artista en decadencia, de un viaje a un lugar de encanto y decepción, de un encuentro fortuito y de un mundo en vías de extinción. Hay una combinación de dos artes que desaparecen que le agrega peso y densidad a la película de Chomet. Por un lado, la magia clásica y el antiguo vaudeville, que van perdiendo terreno en esa época frente a otros espectáculos de más impacto (como el rock: el filme transcurre en 1959). Y, por otro, la propia animación en 2D, para adultos, de dibujos simples y elegantes, de fondos tradicionales a los que Chomet agrega (en una mala decisión) algún que otro toque ostensiblemente digital. El ilusionista sigue las peripecias de Tatischeff (el apellido real de Tati), un mago de esos que sacan conejos de galeras, hacen trucos con flores y fuego y no se caracterizan por la espectacularidad. Al hombre le va mal en Francia y termina llegando a un pueblito perdido de Escocia. Allí encuentra que su arte no sólo es más apreciado, sino que se topa con una niña que cree que su magia es real y que termina fugándose del pueblo cuando él concluye su paso por el lugar. La chica y el mago viajan a la bellísima Edimburgo, que el filme animado captura en toda su espectacularidad (Chomet hizo la película viviendo durante años allí) y en donde el hombre consigue un nuevo trabajo. Allí termina convirtiéndose en una especie de padre de esta preadolescente que -fascinada por la gran ciudad- se va volviendo más caprichosa y exigente con el tiempo, haciéndolo trabajar de más con algunas graciosas consecuencias. La película narra la historia de esta relación de forma mesurada, tranquila, con muy pocos espacios para gags. Aunque el conejo que el mago arrastra tiene sus momentos, Chomet abandona la pretensión de crear un filme animado cómico para toda la familia y prefiere apuntar a la extrañeza de esa relación padre-hija (se especula que el guión tiene elementos autobiográficos sobre una hija que Tati tuvo en Escocia y abandonó), a la melancolía que genera un mundo algo romántico en decadencia (el de la magia, pero también el de todo el concepto de music hall ) y a transmitir una sensación de tristeza, casi de desolación. Para los fans de Tati habrá varios guiños, dos de los cuales son muy evidentes. Por un lado, la forma en la que la película es semi-muda, con diálogos casi ininteligibles (ellos hablan en distintos idiomas, de hecho). Y, por otro, cuando el Tati animado se encuentra, en la pantalla, con el real, en una escena de Mi tío . Y allí el círculo se termina de cerrar.
En busca del tiempo perdido El meticuloso trabajo de animación de Chomet, heredero en su dibujo artesanal de la llamada “línea blanca” de la historieta franco-belga, le calza como un guante al guión de Tati, de un lirismo tan sensible como elegíaco. “Tati y Bresson son los dos genios gemelos del cine francés”, escribió alguna vez Marguerite Duras. Para Jean-Luc Godard, “Tati tenía el sentido de la comedia porque tenía el sentido de la extrañeza”. Y según François Truffaut, “Tati, como Bresson, reinventa el cine en cada film”. Formado en el ambiente del teatro de varieté y el music-hall, Jacques Tati (née Tatischeff, 1909-1982) le dedicó al cine una obra tan escasa como influyente, apenas seis largos y un puñado de cortos de un rigor y una pureza extremos. Actor, guionista, productor y director de sus propios films, Tati fue un autor total, que gozó simultáneamente de la popularidad del gran público (particularmente en sus primeros tres films) al mismo tiempo que era admirado y celebrado por sus colegas más exigentes. Su figura ha quedado asociada por siempre con la de su creación, el legendario Señor Hulot, protagonista de casi todos sus films e incansable batallador por un mundo más habitable, a escala humana, contra la homogeneización y la frivolidad de una cultura que se dice moderna. Para Serge Toubiana, director de la Cinémathèque Française, “en sus seis películas Tati captó algo esencial: el paso del tiempo, la evolución del mundo”. Y el crítico Michel Chion sintetizó: “Tati es un mundo en sí mismo”. Es imposible referirse a El ilusionista sin mencionar a Tati. No sólo porque el segundo largometraje del animador Sylvain Chomet –el realizador de la celebrada Las trillizas de Belleville– está basado en un guión escrito por Tati que nunca llegó a poner en imágenes, sino también porque el propio Tati es el protagonista, a partir de una historia que, aunque no es precisamente autobiográfica, tiene mucho de personal (ver entrevista a Chomet). Si en el vértigo ciclístico de Las trillizas de Belleville Chomet ya insinuaba su admiración por Tati, al que homenajeaba explícitamente con una cita de Día de fiesta (1949), su primer largometraje, aquel en el que un cartero repartía enloquecidamente la correspondencia trepado a una modesta bicicleta, ahora en El ilusionista Chomet vuelve a Tati en pleno, pero al Tati de los últimos años, marcado por la melancolía y escéptico de las bondades del mundo moderno, en el que se sentía fuera de lugar. Si en Mi tío (1958) –una de cuyas escenas Chomet ahora alude literalmente– el emblemático Monsieur Hulot, alter ego de Tati, se preocupaba por el viejo París que iba quedando atrás con la uniformización y automatización de la nueva ciudad, en El ilusionista reaparece, como un leitmotiv, ese mismo tema: el transcurso del tiempo, los cambios en las costumbres, la inadecuación frente al mundo. El ilusionista del título es Tatischeff, un viejo mago profesional, tristón y solitario, que allá por los años ’50 comienza a sufrir las mutaciones en los gustos del público y la aparición de nuevos espectadores, que ya no serán los suyos. El mundo del music-hall está en decadencia, las luces del varieté comienzan a apagarse y ya casi no queda audiencia para sus repetidas rutinas. Probará salir de gira, pero nomás llegar a Londres descubrirá el signo de los tiempos que corren: las adolescentes histéricas ante cada nueva actuación de The Britoons, algo así como un supuesto antecedente de los Beatles. Más lejos, en un pueblo perdido de Escocia, encontrará no sólo algo de su viejo público entre los parroquianos de un pub. También conocerá a una muchacha pobre e ingenua, que cree descubrir en el mago el misterio de un mundo desconocido y ajeno y a quien Tatischeff adoptará casi como a una hija. Como en toda la obra de Tati, en El ilusionista el argumento es lo de menos. Lo que verdaderamente importa son los ambientes, los detalles significativos, las pequeñas acciones reveladoras, los apuntes no por laterales menos importantes. El meticuloso trabajo de animación de Chomet, heredero en su dibujo artesanal de la llamada “línea blanca” de la historieta franco-belga, le calza como un guante al guión de Tati, de un lirismo tan sensible como elegíaco.
El ilusionista es el nuevo trabajo del cineasta francés Sylvain Chomet, quien dirigió hace unos años Las trillizas de Belleville, que terminó nominada al Oscar. En esta oportunidad presenta una película de un tono más melancólico que su trabajo anterior, que se destaca por una cuestión en particular. La historia está basada en un guión incompleto de Jacques Tati, quien es considerado uno de los mejores directores en la historia del cine. Su caso es interesante porque le bastaron seis películas apenas para dejar una huella importante en este arte. Tati fue un director que se destacó por hacer comedias super populares, que fueron muy exitosas entre 1949 y 1974, como “Las vacaciones de señor Hulot”, que tuvo tres secuelas. Estos filmes se caracterizaron por presentar historias muy graciosas que hacían hincapié en los chistes visuales y la comedia física, como en las viejas películas de Chaplin o Buster Keaton. Inclusive las ves hoy y siguen vigentes porque son muy divertidas. Tati, que interpretaba al señor Hulot, prácticamente no usaba diálogos en sus trabajos y se centraba en la sátira visual. Menciono esto porque el cine de Chomet está totalmente influenciado por el arte de Tati, más allá que en este caso se inspirara en un guión incompleto del viejo Jaques. De hecho, en La trillizas de Belleville hay referencias a las películas del señor Hulot. El Ilusionista desde lo argumental no tiene la misma fuerza que el film anterior del director, que era mucho más divertido. En este caso salvo por dos personajes, todas las personas que aparecen en la historia son absolutamente deprimentes. Es como que a Chomet le pintó el bajón y mató sus penas escribiendo esta historia, que de haber sido dirigida por Tati, no tengo duda hubiera resultado más divertida. Lo mejor del film es el trabajo de animación. Con las películas de Chomet pasa algo muy similar a lo que ocurre también con los filmes de Hayao Miyazaki (El viaje de Chihiro), donde los escenarios y los extras en la trama tienen un realismo poco habitual en este género cinematográfico. En el caso de El ilusionista, cuando el director retrata esos fabulosos paisajes europeos, los detalles en los dibujos son tan abundantes que no parece que estuviéramos viendo una película animada. La otra virtud del film es la dirección. Prácticamente sin diálogos, Chomet se las ingenió para hacer llevadera la trama desde lo visual como en los viejos dibujos animados. Este estreno, al menos en la copia que pude ver yo, no viene con subtítulos pero eso no afecta en ningún momento la comprensión de la historia, justamente por el gran trabajo que hicieron con la dirección. Para los amantes de la animación es una propuesta que no se puede dejar pasar, ya que son esa clase de películas que no llegan con frecuencia a los cines y hay que aprovechar. Hugo Zapata EL DATO LOCO: Hay un momento en que el protagonista entra a un cine y se puede ver la escena de una película. Ese fragmento (que por cierto quedó muy bien editado dentro de esta historia) corresponde a “Mi tío” (1958) de Jacques Tati y es la secuela de “Las vacaciones del señor Hulot”.
Quedan los artistas El gran Tatischeff ha visto tiempos mejores. Hacia los años ´60, con el declive de un estilo de vida y de la costumbre del asombro, comienza a advertir que se hace muy difícil la supervivencia de su arte. Tatischeff sabe cómo deslumbrar a los niños, a los simples, e incluso a un público nuevo en un pueblito aislado, pero es rechazado de manera más o menos rápida en las grandes ciudades. Es justamente en un pueblo escocés donde conoce a Alice, una adolescente que termina yéndose con él de viaje y poniéndose bajo su cuidado como si fuera la cosa más natural del mundo. Alice está convencida de que Tatischeff es capaz de materializar dinero, pares de zapatos, comida o un abrigo de la mismísima nada. Para el veterano prestidigitador se vuelve una auténtica prueba de entereza mantener la ilusión de Alice y, al mismo tiempo, conseguir trabajo para comprar todas esas cosas que ella, una joven pobre e impresionable, admira con deseo en cada escaparate de Edimburgo. Con una resignación estoica y un sentido de la rectitud muy personales, Tatischeff se vuelve querible no sólo para quienes se cruzan en su camino a lo largo del viaje por Francia y el Reino Unido, sino para el espectador. Es que, finalmente, es el espectador quien será capaz de apreciar todos los guiños a Mr Hulot y al propio Jacques Tati, creador de aquel entrañable personaje cinematográfico, y de la historia que aquí adapta con maravilloso pulso el realizador Sylvain Chomet. Chomet y su equipo de animación vuelven a demostrar en este filme una calidad extraordinaria. Ya que, como sucedía en el largometraje "Las trillizas de Belleville", los diálogos son escasos o nulos, con una mezcla enrevesada de idiomas que no confunde al espectador porque las imágenes y la música son lo suficientemente elocuentes para transmitir conceptos, emociones y actitudes. No es un trabajo fácil, pero lo consiguen de manera natural y deslumbrante, como si el cuento no pudiera ser relatado de ninguna otra manera. Salvando alguna morosidad en el inicio de la trama, el filme discurre de forma bastante ágil, interesante, sobre todo, por la construcción hiperbólica aunque humana de los diferentes personajes centrales (Tatischeff y Alice) y secundarios (el ventrílocuo, el payaso triste, el escocés borracho y el representante del mago, entre otros). A medida que avanzan los minutos, la sensación de melancolía y fatalidad se adueña de la pantalla; se vuelve, por momentos, no apta para demasiado sensibles. Como sea , "El ilusionista" consigue transmitir un mensaje de esperanza, fundada en la capacidad que tienen los auténticos artistas (esa maravillosa especie en riesgo) para reinventarse y surgir nuevamente de sus propias cenizas.
El ilusionista Sylvain Chomet crea un delicioso homenaje a Jacques Tati y el music hall Lápices y acuarelas producen el milagro. Aquí está otra vez Jacques Tati, aquel poeta de la comicidad, este señor impasible y larguirucho, de aire ensimismado, pantalón siempre un poco corto y movimientos algo torpes que suele dirigir la mirada hacia las cosas más simples de este mundo y descubrir en ellas el costado gracioso, que es también un costado revelador. Tenía que ser Sylvain Chomet quien lo trajera de regreso: quien haya visto Las trillizas de Belleville habrá percibido que hay una secreta afinidad entre ellos, cierto parentesco en la sutil elegancia con que conciben el humor, en su estilo de caricatura, en su ternura, en su tenue melancolía. Y ahí estaba el Film Tati Nº 4 , un viejo guión que el genial creador del Sr. Hulot dejó en estado de proyecto, listo para que Chomet concretara en animación lo que, muerto su creador, ya era imposible materializar con actores. La idea de asociarlos fue de Sophie Tatischeff, la hija de Jacques y original destinataria de la fábula, que alude a la relación entre un prestidigitador maduro y una muchacha pobre que lo adopta como padre, y constituyó el primero de los muchos aciertos de este film delicioso. Difícil establecer cuál es el principal: si la animación de Tati (obra del propio Chomet, ilusionista él también al fin porque devuelve la vida a la figura inconfundible); si haber modificado el guión para que fuera Edimburgo (la ciudad donde vive el director y le es bien familiar) el escenario en que transcurre la mayor parte de la aventura; un escenario de ensueño gracias al trazo meticuloso y el tratamiento poético de la luz y el color; si el bello cuento que mezcla gracia y tristeza al exponer las desventuras del ilusionista que, en París, en Londres o en Escocia tropieza con el mismo desinterés de un público que prefiere delirar con los jóvenes ídolos del rock, o si la dulce melancolía que envuelve su historia con Alicia, la chica menesterosa que descubre en uno de esos hoteles llenos de saltimbanquis, ventrílocuos, cantantes y acróbatas y que tal vez sea la hija a quien, aunque sea fugazmente, podrá darle alguna felicidad. Lo que sí puede asegurarse es que será difícil permanecer indiferente ante la irresistible seducción visual de este triple homenaje (a Tati, al music hall, a Edimburgo) en el que no falta algún guiño y hasta incluye imágenes de Mi tío . Mucho más difícil todavía será aceptar la leyenda del final. Si "los magos no existen", según dice, ¿cómo se explica lo que hemos visto hacer a Chomet?
Larga vida al rock Las trillizas de Belleville tenía una cosa triste con las caras estiradas, los cuerpos semiderretidos, los personajes oscuros, esas viejitas un poco cirujas que juntaban sapos. Pero también tenía un poquito de jazz, tenía un aire de nuevo-viejo algo extraño, en fin, tenía algo. A muchos les gustó; a mí me gustó mucho hasta que un tiempo después me gustó mucho menos, aunque nunca diría que es otra cosa que una película inofensiva. Ahora bien, El ilusionista se mete con Tati (está bien, Tati se había metido primero con El ilusionista, porque el guión le pertenece). Y como esas cajitas musicales de plástico que escupen una Para Elisa tocada con chapitas cuando se abre la tapa, la película, protagonizada por un Tati de animación que imita los gestos, formas de moverse y balbucear del original, resulta ser una maquinita de dar lástima. Primero: el Tati de Tati era un distraído que iba por el mundo un poco como Bob Esponja, resguardado en su despite y su imbecilidad incluso, con buena suerte de dibujo animado que se desliza por las situaciones disparatándolo todo para seguir viaje después, como si nada (La pantera rosa es experta en estas cosas). Hay algo alegre, algo de impunidad feliz en ese modo de moverse, de no estar nunca realmente en peligro. Bueno, pongamos que El ilusionista no quiere recuperar a ese Tati, no importa. Tiene derecho. Lo que nos ofrece en cambio es un Tati en el que todos los gestos y señales externas del primero cobran otro sentido: la cabeza baja, la espalda un poco inclinada, el balbuceo, todo filtrado y expandido por los marrones y grises de la película, no hacen más que mostrar un hombre derrotado, triste, torpe, que nos interpela a golpes de piedad a medida que realiza, una tras otra, sus buenas acciones desprendidas, como un santo. Más solemne imposible. Segundo: el pianito. Detestable. Es uno de los peores usos de la música que me acuerdo de este año. Porque todo el tiempo (y cuando digo todo es literal, es TODO el tiempo) suena una música melancólica con notas de pianito triste que sumadas a los marrones y grises de los que ya hablé, a la melancolía de un mundo que termina, a la cabeza baja y la espalda agachada del Tatischeff protagonista, a la dulzura extrema de la niña inocente que el protagonista adopta, protege y adorna con sucesivos vestidos y zapatitos, termina por dar la sensación de estar subidos a una calesita de merengue con dulce de leche y una cereza artificial arriba. Demasiado. Tercero: la latita de conserva. El ilusionista dibuja el mundo de los magos de sacar conejos de un sombrero y desaparecer pañuelos adentro de una mano. Desde el comienzo de la película, para indicar que este mundo se extingue frente a nuevos fenómenos culturales, se hace que Tati observe desde un costado del escenario, mientras espera su turno para actuar, a una bandita de rock´n roll en la que el cantante, ridículo y gritón, se revuelca por el piso con un jopo y un traje blanco. Mientras tanto se muestra a Tati, cara de pobretón y derrotado, que poco después sube por fin al escenario y debe hacer su gracia delante de una vieja y su nietito porque el resto del público vació el teatro. ¡A llorar a los caños! Y larga vida al rock, que si Tati levantara la cabeza y viera la desprotección con que se pinta al mundo de la magia, pienso que se reiría. Fellini lo entendió mejor y en Los payasos supo ver cómo ese mundo que cambiaba se iba volcando al cine (es decir, vio transformación donde la película de Chomet ve algo que se destruye, salvo por esa pequeña lucecita obvia que sale volando en el final). Latita de conserva, dije. Porque si frente al pasado, frente a lo que cambia, no hay otra cosa que los colores ocres (y acres) de la nostalgia, eso se empieza a parecer un poquito a la muerte. La única excepción, las imágenes lindas de El ilusionista, son las de un barco cruzando el mar con montañas de fondo, de un tren que pasa sobre el mar, serenos préstamos de Miyazaki. Pero Miyazaki no le tiene miedo al cambio, sabe hacer anacronismos más caleidoscópicos que este marrón de postal vieja, donde el pasado y el futuro se mezclan para cruzar una guerra mundial con naves futuristas, por eso sus películas, incluso cuando trabajen con la tradición, siempre están vivas. En cambio no pude dejar de sentir todo el tiempo que El ilusionista está protagonizada por un difunto, que la película logró matar a ese Tati que el cine (ya saben, Trafic, Parade, Playtime, películas de colores, siempre encendidas) había mantenido vivo. Y divertido.
La vida útil Si bien no todos creemos en la inmortalidad del alma, asumir que todo lo que existe no vivirá para siempre no es afable. A veces, la lucidez es incompatible con el bienestar, de allí que cierta obstinación del instinto nos lleva a percibir el mundo, a quienes vivimos en él y nuestras prácticas como perennes. La ilusión que destituye El ilusionista es la creencia en la inmortalidad: la de ciertos oficios, modos de entretenimiento y estilos de vida. Es 1959, y en un teatro parisino el ilusionista Tatischeff espera por hacer su habitual número de magia. Mientras, el público enloquece con una banda de rock: Billy Boy and the Britoons. Cuando el mago suba al escenario, la sala quedará semivacía, y los dos espectadores no quedarán encantados por la destreza de sus manos y las proezas que involucran a su conejo. Pero Tatischeff no se rendirá. Viajará a Londres, trabajará como mago de casamientos y teatros, llegará más tarde a una isla escocesa y luego se quedará por un tiempo en Edimburgo, en donde junto a una suerte de hija putativa (a quien adoptó en la isla) intentará sobrevivir ejerciendo su oficio. En la segunda ciudad más importante de Escocia, Tatischeff verificará el fin de una época. Los datos están a la vista: un ventrílocuo alcohólico, un payaso suicida y unos acróbatas que han dejado el circo por la publicidad son personajes conceptuales de un mundo pretérito. Una vez más, Billy Boy and the Britoons vendrán por su lugar. En efecto: es el fin del music hall y el nacimiento del concierto de rock, o la sustitución de una forma de recreación por una nueva modalidad asociada al espectáculo. Esta tesis inicial se repite durante toda la película, y si queda alguna duda, el último plano, de un cartel de music hall que se va apagando, funciona como un certificado de defunción. Tatischeff es el apellido original de Jacques Tati, uno de los cineastas más grandes de la historia del cine, el Chaplin de la modernidad cinematográfica. Aquí, como ya sucedía en Las trillizas de Belleville , el animador Sylvain Chomet le rinde homenaje, aunque en esta ocasión va un poco más lejos que una cita cinéfila: El ilusionista es una adaptación animada de un guión del propio Tati. Se trata sin duda de una pieza amorosa. Tati dibujado casi tiene el efecto de una resurrección. Sin embargo, hay algo del universo de carne y hueso de Tati que se resiste a su traducción animada, como si los gags y la comicidad lúcida de Tati necesitasen de su cuerpo. El ilusionista es una película diferente. Chomet, sin duda, es un gran dibujante. Los planos generales de las distintas ciudades y los paisajes marítimos y montañosos son bellísimos. Los rasgos físicos de todos sus personajes son graciosos y originales. En ese sentido, la superioridad de estos dibujos respecto de productos como Megamente y compañía es ostensible. Sin embargo, la película puede resultar tan ajeno al público de hoy como sucede en el relato con el personaje frente a sus espectadores, para quienes el mundo del music hall es ya una estrella difunta. La magia ya no existe, se lee en una carta. O, dicho de otro modo, una modalidad del cine ya cumplió su vida útil.
Luminoso homenaje al maestro Tati Llega una nueva delicia animada del director de Las trillizas de Belleville, que vuelve a abordar el tema de la soledad a través del conmovedor encuentro de un prestidigitador en decadencia y una joven trabajadora de una taberna. Una historia que esperó durante décadas, el realizador de la fantástica Las trillizas de Belleville, una película de animación con apenas dos personajes ambientada entre los finales de los años cincuenta y el comienzo de los sesenta, todo eso es El ilusionista, segundo largometraje de Sylvain Chomet, que tomó un guión autobiográfico del actor y director Jaques Tati (1907-1982) y lo convirtió en el homenaje al maestro francés, uno de los grandes artistas del siglo XX, que dejó joyas inolvidables como Las vacaciones del Sr. Hulot, Mi tío y Playtime. La película cuenta el comienzo del fin del vaudeville a través de un prestidigitador (alter ego de Tati), que actúa para cada vez menos público en teatros de mala muerte, miembro de un ejército en retirada compuesto por payasos, magos y ventrílocuos. El protagonista está solo, sin afectos a la vista pero también sin más obligaciones que con su arte en extinción. Y allí va, a donde requieran sus servicios, se sube a trenes, barcos carretas, lo que sea para llegar a distintas localidades de Gran Bretaña para hacer lo suyo en lugares aun peores que los de su patria. Pero de pronto ocurre el milagro. En Escocia encuentra a una joven, pobre, fregona en una taberna, tan sola como este héroe grandote, anacrónico, que convierte a la adolescente en el motor de su vida, la hija que nunca tuvo, que lo admira por su capacidad de hacer aparecer objetos preciosos (vestidos adorables, relucientes zapatos), que le permiten a la chica soñar con otros mundos posibles. En ese sentido, es conmovedor proceso de acercamiento del protagonista con la huérfana, llena de magia, humor y aprendizaje de ambos, como cualquier relacione padre-hija. Si el imaginario de Tati se basaba en la crítica a la atronadora sociedad de consumo a través de un minucioso trabajo con el sonido que en buena parte provenía de los objetos que rodeaban a sus criaturas –en contraposición a la lucha contra los elementos de Buster Keaton–, tal vez la única objeción sea que Chomet utiliza el sonido de la música incidental para llenar huecos en la narración y así recorrer el camino de la nostalgia por un mundo que ya no existe. Al filo de 2011, el estreno de El ilusionista es una agradable sorpresa en la cartelera local, una película que sin dificultades puede ubicarse entre los primeros puestos de las habituales listas de las “mejores del año”.
Melancolías del Music Hall Quizás pocos lo recuerden pero hace ya siete años nos topábamos de improviso con la que se convertiría en una de las películas animadas más queridas de la década, Las Trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), aquella obra surrealista, kitsch, muda y de corazoncito retro comandada por el enajenado Sylvain Chomet. La carrera posterior del cineasta estuvo marcada por una serie de proyectos frustrados por razones de variada índole: primero se vio obligado a cancelar Barbacoa debido a la escasez de recursos, luego fue expulsado por la Universal Pictures de Despereaux- Un Pequeño Gran Héroe (The Tale of Despereaux, 2008) a causa de desavenencias creativas y finalmente, sin trabajo, no le quedó otra que desmantelar Django Films, su estudio de animación ubicado en Edimburgo. Sin embargo supo abrirse camino entre tantas dificultades y hoy podemos disfrutar de su segundo largo como director, El Ilusionista (L´Illusionniste, 2010): hablamos de una propuesta basada en un guión que Jacques Tati dejó sin realizar, circunstancia que le otorga un aura insólita al convite no tanto por los homenajes explícitos (que por supuesto los hay) sino más bien por las diferencias para con los rasgos generales que cabrían esperar (en función de aquellos seis opus históricos). De hecho, Chomet se despega a conciencia del humor visual sustentado en meticulosas coreografías y se centra muchísimo más en una anécdota minúscula, la amistad entre un mago y una adolescente, con el fin de retomar la crítica a una sociedad consumista que se muestra indiferente a la suerte de sus miembros. Nuevamente tenemos a nivel formal todas las características de Las Trillizas de Belleville: personajes lánguidos y de trazo artesanal, fondos oscuros pero plagados de colores pasteles, utilización sutil y no invasiva del 3D, pluralidad de rostros con facciones caricaturizadas y ciertos pormenores de un inusitado realismo. El protagonista, una representación directa de Tati, ve peligrar su medio de subsistencia frente al avance masivo de productos típicos de la modernidad del Siglo XX como el pop y la televisión. Después de encontrar en una comunidad aislada de Escocia a una joven de condición humilde, la chica lo acompaña en un derrotero en donde la pobreza, la frustración y las melancolías varias del Music Hall son las verdaderas estrellas (así ventrílocuos, payasos y equilibristas sufren también el olvido). Satirizando el supuesto “progreso material” que nos llega en envases tan antisépticos como insípidos, Chomet cita con inteligencia a Mi Tío (Mon Oncle, 1958) y respeta a rajatabla el legado del cómico francés aunque al mismo tiempo subvierte nuestras expectativas acercándolas al cine de Charles Chaplin, de quien el propio Tati era un devoto admirador. El Ilusionista es una creación de una belleza arrolladora que se rebela contra la animación mainstream estadounidense. Con un ritmo narrativo sosegado y un tono entre tierno y distante, el film debe ser leído como una comedia dramática silente que no busca impostar sonrisas y/o complacer a los oligofrénicos de siempre: estamos ante un retrato sincero de un fracaso construido a partir de detalles líricos en los que el declive suprimió toda magia.
Elogio a Tatí Una imagen vale más que mil palabras y con un lenguaje sencillo y simple se pueden reconstruir mundos reales y complejos. Eso es lo que propone Sylvain Chomet, en su nueva obra, tras el éxito de Las Trillizas de Belville. Al igual que en su primer largometraje, el realizador de 47 años, nos muestra que la falta de diálogos puede enriquecer la pantalla siempre que la animación sea clara y el mensaje, universal. En este sentido, se lo puede considerar a Chomet, otro discípulo de Hayao Miyazaki, y un compatriota ideológico del cine de Nick Park o John Lasseter, dos artesanos de la animación contemporánea, que han demostrado con sus respectivas empresas, Aardman y Pixar, respectivamente, que las herramientas de las que se debe valer el realizador de animación son sus propias manos y el trazo de su lápiz, aún cuando sea virtual. Esta vez, Chomet no solo se inspira en la imaginación, sino también en la obra de un artista completo (payaso, actor, guionista, realizador) de la década del ’50 proveniente de su Francia natal: Jacques Tati. Con apenas 5 largometrajes (Día de Fiesta, Las Vacaciones del Sr. Hulot, Mi Tío, Playtime, Trafic) , Tati revolucionó el cine francés a fuerza de una inocencia keatoniana, basada en miradas, planos generales silenciosos, y una visión infantil del mundo que en realidad, termina siendo compleja e irónica, llena de ternura, humor y melancolía. Inspirado por un guión nunca realizado por Tati en 1959, demasiado lúgubre según el autor, Chomet agarra la posta y dirige esta obra largamente esperada por los fanáticos del cine, y especialmente de ambos artistas. Inteligentemente, Chomet homenajea a Tati con gracia y melancolía, pero lamentablemente hay más de la segunda que de la primera. A veces hay obras que gustan más o menos, según la percepción que uno tiene de la vida en general, y del momento anímico que cada espectador pasa cuando ve la película en sí. Y si uno anda medio deprimido o no quiere deprimir, El Ilusionista no es la obra adecuada. ¿Por qué? Porque destila melancolía y tristeza en cada plano. No a un nivel literario, vulgar o burdamente representado como se suele hacer en el cine estadounidense, sino a un nivel subtextual. El Ilusionista desilusiona en cierto sentido. Aun con una mirada cínica y satírica alrededor de la ternura, nostalgia y melancolía que rodeaba a Las Trillizas de Belville, uno podía palpar cierto optimismo o esperanza, en medio del humor negro imperante. Pero en El Ilusionista, el texto es tan directo y poético a la vez, que a pesar de no usar recursos golpebajistas, primero planos de los personajes, diálogos o una empatía entre los protagonistas y el espectador, Chomet logra emocionar con muy poco, y un mensaje demasiado claro: cuando no hay espectadores, la magia y el arte están muertos, dejan de existir. Son solo trucos creados creados por hombres. Esta moraleja tan sutilmente confeccionada, pero a la vez tan directa es lo que convierten a la película en un obra pesimista y desesperanzadora acerca del futuro de la sociedad. No hace falta tener un cinismo estupidizador como el de los hermanos Coen, para mostrar como la humanidad se viene abajo si no existe el arte, solamente ver como los jóvenes prefieren ciertas arbitriariedades de la vida, antes que el esmero de expresar un sentimiento a traves de la creación artística. Tati, siempre fue un visionario en este sentido. Un crítico de la sociedad, un marginal. Pero tambien un amante del cine mudo, especialmente de Keaton (en cuanto a la inocencia, expresividad y sentido del humor) y de Chaplin, (por la manifestación social). En este sentido, Chomet se acerca un poco más al segundo, en su última etapa (la de El Pibe, La Quimera del Oro, Luces de la Ciudad y especialmente, Tiempos Modernos). No dudo, que a pesar, de su pesimismo, El Ilusionista (al igual que Las Trillizas…) se convierta en un clásico y Chomet en un autor de culto. Más allá de las contundentes imágenes, los paisajes, el clima, el diseño de los personajes, se trata de una obra atemporal. Al poco tiempo de situarla en París, 1959, nos olvidamos del tiempo. El mensaje es demasiado contemporáneo y por eso impacta. Se destaca la cinefilia de Chomet y el amor por la obra de Tati (asi como el tributo de este por el Music Hall), y como ya dijeron varios colegas, la secuencia en la que personaje y creador original se reúnen en un cine, provoca una grata sonrisa en el amante cinematográfico. Los 80 minutos y la narración episódica provocan que el relato se haga un poco monótono, y por momentos tedioso, pero aún así es una maestra, que imagino se va a poder apreciar más si uno está con el ánimo adecuado para verla, y que no va a faltar en ninguna retrospectiva de los tesoros cinematográficos que Francia ha heredado del gran Jacques Tati.
A Jaques Tati se le desvaneció la ilusión del Music Hall Sophie Tatischieff le pidió a Sylvain Chomet que se hiciera cargo de llevar a la pantalla la historia que su padre, Jacques Tati, no había filmado. Se trataba del guión “Film Nº 4”, escrito en 1956 que estaba depositado en la Cinemateca de París. Chomet es un dibujante de historietas que también desarrolla la realización de cine de animación y que obtuviera con su obra “Las trillizas de Belleville” (2003) dos nominaciones al Premio Oscar. También ha incursionado en el cine de acción real al participar con el segmento “Distrito 7” en la película “París, je t´aime” (2005). Se comenzó el proyecto retitulando a “Film Nº 4” como “L´ilusioniste” y fue presentada como obra cinematográfica de animación en la Berlinale 2010. La historia, fue reelaborada en algunos aspectos para remarcar de manera extrema la nostalgia que Tati sentía por el género del “Music Hall” del que fuera destacado actor antes de dedicarse a la cinematografía. Chomet utilizó para dibujar al protagonista la imagen de Jacques Tati y también su verdadero nombre, no hay que olvidarse que el autor del guión lo escribió pensando que él mismo lo interpretaría. La acción está ubicada en 1959 cuando el ilusionista Tatischieff comienza a percibir que el Music Hall ya no tiene respuesta en los espectadores y que éstos cada vez son más escasos. Comprueba que en contraposición los grupos de “rock” llenan los teatros y rápidamente desplazan a los artistas de “varieté”. Decide proseguir con su carrera en Edimburgo y hasta allí viaja para presentarse en “pubs”. En el hotel en que se aloja también están otros artistas de “variedades”. Todos se resisten a aceptar que “su” género artístico está en plena agonía. La mucama del hotel, una joven a punto de convertirse en mujer, cree inocentemente que los trucos de Tatischieff son verdaderamente “mágicos”. Y cuando el ilusionista abandona la ciudad para trabajar en otros lugares, la muchacha lo sigue convencida de que la “magia” solucionará todos los inconvenientes que puedan presentarse en la vida. La relación entre el hombre y la joven está planteada como la de un padre que necesita proteger y una hija que necesita ser protegida. Ella comienza a descubrir las cosas “mágicas” de la vida y él ya sabe que en la vida no hay “magia” sino que la única alternativa para sobrevivir es afrontar la realidad. La historia en su trama y subtramas está bien contada, la expectativa por un final (que sea lógico) se mantiene a lo largo de todo el desarrollo. Aunque se haya utilizado la animación se ha respetado el estilo narrativo de Jacques Tati que se basaba en la acción visual, sin diálogos pero respaldándose en sonidos guturales y de ambiente a lo que sumaba la música incidental. El realizador Chomet trabajó técnicamente con efectos digitales fijos para las “escenografías”, y con animación manual para las acciones de los personajes con soporte ink “acuarelado” que da al espectador la plena sensación de estar viendo una obra contenedora de recuerdos que fueron muy valiosos para el autor del guión. Como un tributo (obviamente esperable) aparece una escena de la película “Mi tío” en la que se puede ver a Jacques Tati en el centro de la acción de la película que dirigió en el año 1958, considerada la obra emblemática de su carrera. Toda esta realización cinematográfica de animación está impregnada de una poética melancolía. Quizá sea más apreciada por los espectadores mayores de 50 años pero disfrutada por los de todas las edades.
La ilusión del cine. Alice mira por la ventana. Ella es pobre, vive en un pueblito de Escocia y está encantada con la magia de Tatischeff (que además de ser el nombre del alma mater de la película, Jacques Tati, es el nombre del ilusionista). Mira, y no sabe que abajo una señora tiene problemas rellenando una bolsa con plumas. El viento sopla con más fuerza y las plumas decoran un árbol como si fueran copos de nieve. Ella piensa que el frío invernal hizo nevar y enciende la chimenea, para agasajar al mago. El mago llega a la habitación (para ese entonces el viento y unos niños ya desplumaron al árbol) y Alice vuelve a mirar por la ventana: la nieve no está más. Indudablemente Tatischeff hizo que desapareciera. Alice en cierta medida nos representa a nosotros, los que amamos al cine. Creemos en una ilusión (que es mucho más romántico que decir "un truco de magia" que devela su artificio) y en este caso, creemos en el cine. Si no creemos en el cine, no lloramos cuando Chaplin se encuentra con la florista ciega. Si la ilusión no existiera, no nos pondría nerviosos ver la silueta del cuchillo acercándose a la bañera. George Meliès, el director de la primera película de ciencia ficción/fantasía de la historia (El viaje a la Luna), era un mago Y cualquier película con magos, tiene una responsabilidad mayor a la hora de hacer un comentario sobre el cine (todas las buenas películas lo hacen). ¿Nunca vieron un detrás-de-escena de una película que les gustó mucho? ¿Nunca sintieron decepción por saber como era "el truco" que hacían para hacernos creer que existía un castillo enorme, por ejemplo? Las personas inteligentes aceptan la magia, la ilusión. Se dejan maravillar por ello. Los cínicos, los que llevan una vida gris, no están pensando en la magia. Están pensando en descubrir el engaño, la trampa. Pobre de ellos. El ilusionista, en sus breves 80 minutos habla sobre muchas cosas. Sobre el estado del arte (principalmente de los artistas), sobre el amor entre un padre y una hija (Sophié, la hija que Tati apenas conoció), sobre el cine mundo y cómico, sobre las modas. ¡Qué atrevimiento sería criticar a The Beatles hoy en día!... por suerte la banda ficticia de la película se llama The Britoons (algo así como los "dibujitos británicos") que son verdaderamente unos tipos dibujados, que gritan y enloquecen a las muchachas. El espectáculo de Tati es anacrónico. Nadie se queda para ver a un viejo sacando un conejo de la galera. Qué acto viejo, qué cliché. Hasta un chiquito cínico advierte la falsedad (que no se ve, claro) del asunto. Nadie parece dispuesto a creer en la magia. Ese es un poco el rol que tienen, lamentablemente, algunas películas clásicas y animadas. Muchos son reacias a verlas. Han perdido su inocencia y el blanco y negro les parece anticuado. Ni hablar de tratar de ver una película animada con un adolescente: quieren ver algo "serio", algo "adulto". En un mundo ideal, The Britoons y el ilusionista tendrían el reconocimiento que se merecen. Y no digo uno en desmedro del otro. En una época donde el 3D parece la excusa para ir al cine (el 3D, que oscurece la pantalla y le da "más" profundidad de campo a las películas que de por sí son en 3D) y los efectos visuales son cada vez más importantes (no por nada la Academia de Hollywood expandió la categoría a 5 películas nominadas), ver El ilusionista, una película casi muda (los personajes sólo murmuran), con una paleta de colores pastel (¡vieja!) y acuarelados (¡débil!) resulta casi tan anacrónico como ir a ver el espectáculo de Tatischeff. El ilusionista es un hombre alto, de movimientos torpes, con unos pantalones ridículamente cortos, que encuentra afecto y cariño en un pueblito escocés. En París su show es poco menos que despreciado. Allí conoce a Alice, la muchacha que escapará de su realidad con él. Es una muchachita cuyos modelos de roles son los maniquíes de las vidrieras de ropa. No confundan las cosas: no es frívola ni tonta. Es inocente, y por eso la magia de Tati(scheff) impacta directo en su corazón. Él, en una cruzada quijotesca (o chaplinesca) intenta complacerla como sea. Pero como en una cruzada quijotesca, Sancho llora la muerte de Quijote, y lo insta a volver a ser un caballero errante. Sancho, la figura que quería que Quijote recupere su salud mental, lo llamaba de nuevo a la acción. En El ilusionista, sucede algo parecido, aunque de otro modo. Que El ilusionista es una película melancólica, sensible, lírica y profunda, de esos no hay dudas. Pero no es como la ópera prima de Sylvain Chomet, Las trillizas de Belleville -que también era melancólica-. Esa arrancaba como un rayo: con la canción Belleville rendez-vous y las "caricaturas" de Fred Astaire y otros bailando.Esta es una película mucho más tranquila. Comparte, eso sí, el amor que los personajes tienen por sus hijos. O sus nietos. Son una prueba de lo que las personas podemos hacer por quienes amamos. El resto de los personajes no son despreciados, aún cuando sean seres deformes, con cabezas puntiagudas y intenciones poco nobles. Aquí algunos secundarios dan lugar al costado más melodramático y poco sutil de la película (un payaso depresivo y suicida, por ejemplo) pero uno lo soporta, porque tampoco desentonan con el tono general. No es una película triste. Para nada. El ilusionista es una ilustración del cine. Un grandioso homenaje al cine de Jacques Tati, Las vacaciones del señor Hulot, Mi tió -de la cual se ve un fragmento-, un recordatorio de por qué amamos no sólo al cine de Tati, sino al cine en general. Porque El ilusionista es mágica. Es maravillosa. Es cine.
El ilusionista describe, con esa triste melancolía de lo que ya no es, el universo de los viejos artistas de variedades. Sylvain Chomet se apropia, en el mejor sentido de la expresión, de un guión nunca filmado de Jacques Tati, para poner en escena a Tatischeff, un personaje de animación que funge de alter ego del propio Tati, en clave de misterio humano y melancolía. En El ilusionista cuenta de algún modo el universo de los viejos artistas de variedades, también mirado con esta sensación de la tristeza de lo que fue. Habla de un tiempo ido a algún lugar del universo donde seguramente habitarán aun esos magos, payasos, ventrílocuos y otros personajes del music hall. Tal vez, en un hotel viejo que los aloja como en una suerte de retiro protector. Tatischeff comprende que su arte y labor está perdiendo atracción entre el público, y viajando desde el centro (París) hacia la periferia (un pequeño pueblo de Escocia), va en busca de aquellos que todavía aprecien su talento como ilusionista. Y allí encontrará una joven con quien tendrá una relación afectiva y cálida, jugando por momentos de padre protector. A partir de conocerse, el mundo que parece reconstruirse para ellos, al tiempo que cambia, casi fatalmente, para otros como ellos. La película cuenta una historia y no la cuenta. Habla de lugares, de momentos, de historias. Un hotel de actores viejos, el hambre de estos artistas en decadencia, el trabajo diario por el pan, Europa que cambia y se moderniza, el deseo y la memoria, la magia y la realidad. Apelando a dos recursos interesantes como el humor físico y el uso socialmente inapropiado de los objetos – y un casi nada adorable conejo de la galera – la comedia se desarrolla en este universo de perdedores de una era que está cambiando. Y lo hace de un modo sencillo y por eso mismo, capaz de reforzar la melancolía propia del relato (el espectador, a su vez, añora ese tiempo real o imaginario que es parte de la historia misma del cine). Sin diálogos, Chomet se apropia, decíamos, del guión. Pero también adopta al propio Tati como protagonista, y a su estilo en cuanto a cierta extrañeza del actor / personaje, en relación con el mundo que le tocó vivir. Porque esto le pasa al ilusionista, quien desencantado, comprende en su viaje hacia el “afuera” de París, que el mundo es para él cada vez más ajeno. Y aun cuando la esperanza es posible, comprende que el mundo moderno ha sido definitivamente desangelado.
El paso del tiempo y la tristeza infinita. Con sólo seis películas en su haber, el cineasta, guionista, actor y mimo Jacques Tati (1907-1982) se aseguró un lugar de privilegio en el Olimpo del cine francés. Al estrenar Mi tío, su film más exitoso, Tati resumió en una frase la temática que atravesaría toda su obra: “La película lleva a cabo una defensa del individuo. No me gusta sentirme militarizado. No me gusta la mecanización. Prefiero vivir en un barrio antiguo y humano que en medio de una red de autopistas, aeropuertos y carreteras y todo el barullo de la vida moderna. La gente no se siente feliz rodeada por líneas geométricas”. El contraste temático, impulsado por la recurrencia al gag de la tradición muda y por una estética impecable hasta en sus más mínimos detalles, se centra en la figura del entrañable Monsieur Hulot, personaje principal en cuatro de sus largometrajes, Las vacaciones del Sr. Hulot, Mi tío, Playtime, y Trafic. El propio Tati interpretó a este hombre alto y torpe, fácilmente reconocible por su atuendo –impermeable, sombrero, paraguas y pipa– cuyas andanzas dieron lugar a un agudo comentario sobre la experiencia cotidiana frente a la consolidación del sistema capitalista en un mundo cada vez más rutinario y automatizado. En los films mencionados, el buenazo de Hulot, con su humor cordial y su inocencia infantil, puede ser tomado como la personificación de una manera de ver la vida que parece haber sido olvidada para siempre y que sería, acaso, el único antídoto contra la infelicidad y la deshumanización modernas. Cuenta la historia que en 1956, luego de su debut con Día de fiesta y antes de Mi tío, Tati escribió junto a su compañero de trabajo Henri Market el guión de El ilusionista. Tuvieron que pasar cincuenta y cuatro años para que ese guión fuera finalmente llevado a la pantalla. El encargado de hacerlo fue el dibujante Sylvain Chomet, famoso por Las trillizas de Belleville, película animada cuya estética remite precisamente a los años 20 y al estilo de Tati. Por cierto, no es casual que en el inicio de este comentario se haya hecho referencia al legendario cineasta y no a Chomet, por cuanto el film que nos compete es, antes que nada, un sentido homenaje de éste a aquél. Sólo que ese culto al preciosismo de la imagen y a una cierta sutileza del sonido con escasez de diálogo, en este caso, es trasladado al lenguaje animado, con las marcas de un estilo clásico que, más allá de abordar diversas técnicas gráficas, sobresale por su sencillez y amenidad. Nuevamente, el personaje principal es Hulot, ahora en la forma de un viejo ilusionista. El eje del relato se define por la relación entre éste y Alice, una ingenua joven a la que conoce en un pueblo escocés. Luego del encuentro inicial, él decide llevársela consigo, iniciando así una tierna relación padre-hija. El resto transcurre entre los trabajos ocasionales que el pobre ilusionista debe realizar para ganarse la vida y el despertar amoroso de Alice, lo cual hará que, eventualmente, sus caminos se separen. Por sobre todas las cosas, se percibe en el film de Chomet una dulce sensación de nostalgia. Ambientada a fines de la década del 50, su protagonista, como no podía ser de otra manera, es una metáfora de viejas épocas, indudablemente mejores, pero esta vez la magia característica de su calidez humana no alcanza para torcer el rumbo del tiempo. Como resultado queda una obra hermosa e infinitamente triste. ¿Acaso la escena del abandono del conejito no podría remitir a Umberto D? Es posible. Sin embargo, Hulot no es Uumberto D. La angustiante desesperación de aquél, propia de una Italia devastada por la guerra e imbuida en su totalidad por el presente, no es en absoluto la melancolía reflexiva y silenciosa de éste. Perdido entre los ruidos de la ciudad, ahogado por la rutina autómata de una modernidad implacable, el descorazonador susurro de Hulot y de Tati espera a quien quiera y pueda escucharlo. Sólo es cuestión de afinar nuestra sensibilidad. Así, de vez en cuando, se nos develará la extraña belleza de lo singular por fuera del tiempo.
Sylvain Chomet sigue eligiendo un modo de relatar donde las palabras sobran Dos cosas se pueden decir con certeza de L’ilusionniste: que claramente es una historia de Tati y que sin dudas la cuenta Chomet. El espíritu de Jacques Tati, que ya se vislumbraba en el anterior film de Chomet, Las trillizas de Belleville, recorre toda la animación. No solamente porque el personaje principal sea él mismo, el mago Tatischeff, sino por cierta atmósfera romántica en la que el pasado se escurre, hasta casi desaparecer, fascinados todos por una modernidad ruidosa y consumista. En medio de estos cambios- a nivel mundial- Tatischeff recorre el orbe tratando de vivir de su arte. Hasta que llega a Escocia y conoce a una jovencita que, embelesada por sus actos de magia, decide seguirlo. En una contradicción propia de la mentalidad capitalista, Tatischeff deberá cada vez hacer cosas menos relacionadas con lo mágico para mantener la ilusión en la niña de que las cosas materiales que ella desea poseer se pueden obtener por arte de magia. De igual manera, el espíritu de Chomet también está muy presente: la relación con los animales (en Las Trillizas… era el perro Bruno, aquí es el conejo), la mirada no del todo simpática sobre los niños (no son los personajes más queribles dentro del universo Chomet), las ciudades plagadas de personajes consumistas, elitistas y hostiles. Sylvain Chomet sigue eligiendo un modo de relatar donde las palabras sobran y la mera mímica de una sonoridad alcanza para hacernos entender el mensaje. Sin embargo, a diferencia de su anterior animación, la música incidental ocupa todo el metraje. Los estados de ánimos del espectador son manipulados principalmente mediante el uso de la música. Contrariamente a Las trillizas…- donde el recuerdo inmarcesible que el niño tenía de su abuela hacía que los personajes fueran extraordinarios, heroicos, improbables- aquí, los protagonistas son mucho más realistas. La dura realidad del artista que ya no tiene lugar dentro del mundo del espectáculo (el mago, el payaso, el ventrílocuo, el trapecista, “casualmente” todos artistas que son asociados a la marginalidad del circo ambulante) es representada sin el velo encantador de la nostalgia. Paradójicamente, El ilusionista es un recorrido por el mundo de la desilusión.
Jacques Tati ha sido uno de los más grandes humoristas que ha dado el cine, pero además fue una suerte de poeta del paso de comedia. Su impronta personal, a través de su alter ego Monsieur Hulot, era desarrollar historias en las que los gags eran prodigios de coordinación entre el contexto, los personajes y su espigada y caricaturesca humanidad. Una meticulosa torpeza, combinada con candor y ternura, terminaban produciendo una gracia irresistible. Pero además Tati tenía una mirada levemente sarcástica del mundo que lo rodeaba, y eso quedó plasmado en películas fuera de serie como Playtime y Trafic. En El ilusionista, film que nada tiene que ver con el excelente film de Neil Burger con Edward Norton, el director Sylvain Chomet retoma un guión del comediante y cineasta francés que nunca fue rodado y lo traslada al terreno de la animación con fascinantes resultados. Fundamentalmente este recurso le sirvió para revivir de alguna manera a Jacques Tati, quien a través de sus inspirados trazos vuelve a mostrar esa fisonomía inconfundible. Chomet tiene como antecedente insoslayable esa maravilla del género llamada Las trillizas de Belleville, una obra de animación única en su tipo, así que la imaginaria unión entre Tati y Chomet se puede decir que ha sido una óptima idea, que ha deparado una obra artística formidable. Sin diálogos, sólo con algunos balbuceos ininteligibles entre los personajes que combinan distintos idiomas, la historia narra el ocaso de la carrera de un viejo mago, que en medio de fracasos en el mundo del music hall de hace varias décadas atrás, encuentra en un viaje una joven que pasa a acompañarlo en su tour y convertirse en una suerte de hija sustituta. Con más melancolía y sordidez que optimismo y más lirismo y sensibilidad que humor, El ilusionista es una joya que hay que disfrutar sin preconceptos. Y para los amantes de Tati y Las trillizas de Belleville, una cita obligatoria.
Realismo mágico En el año 2003, Sylvain Chomet se hizo famoso con Las trillizas de Beleville, un largometraje de animación tradicional que llegó a ser nominado a dos premios de la Academia -terna en la que fue vencido por el tanque de Pixar Buscando a Nemo- y recibió una catarata de elogios y premios a lo largo del mundo. Su relato contaba la historia del secuestro de un ciclista durante el Tour de France y la alocada búsqueda que emprendían su abuela, su perro y las trillizas del título para dar con su paradero. Un filme casi mudo en donde los dibujos hablan y cuentan la historia sin necesidad de más. Con El ilusionista pasa algo bastante similar. Nuevamente se trata de una película casi muda -existen algunos diálogos, pero los personajes hablan en distintos idiomas y no se entienden entre sí, por lo que se decidió que los espectadores tampoco se enteren de lo que están diciendo-, sólo que esta vez se trata de una historia un poco más amarga y sin tanta fantasía, en la que un mago itinerante que va boyando de teatrito en teatrito buscando quién contrate su avejentado espectáculo y que se ve desplazado por las nuevas formas de entretenimiento (el rock es el ejemplo más claro que muestra el filme) y que en uno de sus viajes de trabajo conoce a una jovencita dulce a la que termina adoptando casi sin querer. El guión del filme fue escrito hace 55 años por el mimo, actor y director francés Jacques Tati y llegó a manos de Chomet gracias a su hija, a quien le dedicó la película en los créditos finales. El personaje principal del ilusionista se llama Tatischeff (nombre verdadero de Tati) y es una representación de aquel memorable actor de Las vacaciones del señor Hulot, Playtime y Mi tío. Si bien se trata de una historia agradable y placentera de ver, hay a lo largo del metraje un halo de nostalgia que la cubre de principio a fin. Se lo puede ver en los tugurios en los que el mago trabaja, en la tristeza o apatía del público que lo acompaña -o mejor dicho, que no lo acompaña- en sus funciones, en la superficialidad con la que son presentados los nuevos entretenimientos que van desplazando las viejas artes -además de magos, hay otros personajes que forman parte del mismo universo como payasos y ventrílocuos, cada uno más deprimente que el anterior-. Sin embargo, El ilusionista también es una comedia, plagada de momentos cómicos y gags que no dejan que la melancolía se apodere del espectador completamente. Tal como sucedía con Las trillizas..., El ilusionista es una película profundamente bella, en donde cada cuadro, cada dibujo, es un espectáculo singular digno de apreciar con detenimiento. Las escenas panorámicas, de paisajes, por ejemplo, merecerían estar colgadas en algún museo. Y también es impresionante la reproducción de la ciudad de Edimburgo, capital de Escocia, en donde los personajes se instalan durante gran parte del metraje. Hay un mágico realismo en los dibujos de Chomet que lo pone inmediatamente en una categoría distinta a las caricaturas a las que estamos acostumbrados -las de Pixar, Disney o Dreamworks, digamos-. Cabe mencionar que la decisión de no subtitular ni traducir el filme es exagerada. Es comprensible que si los personajes no se entienden entre sí, los espectadores puedan percibir que se trata de diálogos intrascendentes y que no tienen valor argumental. Sin embargo, sobre el final de la película hay una nota con una frase que cierra el círculo de la historia y esas palabras tampoco tuvieron traducción, por lo que muchos espectadores se habrán perdido de esa clausura. En resumen, Chomet es un realizador notable, que sabe contar historias y que, ante todo, es un virtuoso de la animación tradicional, un hombre capaz de hacer emocionar a través de las imágenes increíbles que nos presenta y que gracias a eso puede contar historias sin necesidad de utilizar demasiados diálogos o extensos parlamentos. El ilusionista es una película de animación adulta de alta calidad y de una belleza impresionante.
Cada vez más el cine animado es aceptado por el público como una alternativa estética, en lugar de ser considerado un entretenimiento infantil. Es una tendencia saludable, que habla de la apertura mental respecto de las posibilidades del arte cinematográfico. El sentimiento es el mismo por parte de los cineastas: cada vez hay más animadores que se atreven a un paisaje más adulto, a expresar lo fantástico sin caer en lo pueril. Sylvain Chomet lo había hecho con “Las trillizas de Belleville”, un éxito mundial. “El ilusionista” es un lamentable paso hacia atrás, una muestra de que no todos comprenden el asunto. El film es la traslación al dibujo animado de un guión de Jacques Tati sobre un mago al que el mundo moderno (sí, es un film un poco conservador) deja sin trabajo, y que el gran cómico francés no pudo realizar. Lo que Chomet hace es dibujar al protagonista igual a Tati y verter todos los gags –muchos surrealistas y poéticos– al dibujo. El problema es evidente: esos gags tenían ironía y humor, porque se construyeron para ser interpretados en carne y hueso. En el dibujo animado, un cine donde sabemos que todo es falso y donde cualquier cosa es posible, lo que tenía que ser irónico se transforma en un apunte poético falto de humor. Justamente, la poesía de Tati en films como “Mi tío” o “Playtime” contenía lo ácido y lo ridículo, porque las personas (reales) se veían ridículas. Chomet logra un film técnicamente brillante, fotográficamente impactante y, al violar el legado de su maestro, emocionalmente nulo.
Un tiempo que fue hermoso Es curioso, y a la vez también como un aire fresco luego de tanta animación norteamericana –aunque hubo algunas buenas de ese origen, justo es reconocerlo, como Toy Story 3, Mi villano favorito y, por qué no, la reciente Enredados–, que un film francés del género llegue a salas comerciales. Pero El ilusionista ya venía levantando polvareda allí donde se exhibiera recostándose en el ocurrente y efectivo film anterior de Sylvain Chomet (1963, Maison Laffitte, Francia), Las trillizas de Belleville, que sólo se vio en circuitos especializados antes de editarse en video, de alguna manera una exitosa ópera prima que le granjeó reconocimiento internacional a partir de dos nominaciones al Oscar (mejor animación y mejor canción). En El ilusionista, que data de 2007, Chomet vuelve a entusiasmarse con una época situada a mediados del siglo XX –la historia arranca en 1959–, cuando la modernidad artística comienza a hacer estragos con las modalidades más artesanales, primitivas en su despliegue. El film toma un guión de Jacques Tati –también se ve como homenaje al genial francés– que el actor y director dejó en proyecto y lo convierte en una consumada animación capaz de encender momentos de intensidad poética y visual. Con un estilo apuntalado en el trazo a lápiz y en el uso de acuarelas deliciosas, Chomet cuenta la historia de un ilusionista –cuya figura remite esencialmente a la de Tati, un hombre alto con pantalones demasiado cortos y una enorme capacidad de asombro– que se va quedando sin público en una París donde las marquesinas teatrales comienzan a dar cabida a los afiches de incipientes grupos de rock. Se hace evidente en El ilusionista una unidad estilística y temática, probablemente un rasgo que Chomet ya puede exhibir como suyo –estaba en Las Trillizas…–, porque la materia referencial de su film ofrece un universo que, sin temor a resultar costumbrista, recupera la sensación de estar ante restos de visiones y restos de experiencias de un mundo que ya no es el mismo, y donde la gracia y la melancolía ocupan lugares más emocionales que reales. El film, que ya contaba con una versión animada hecha por el propio Tati, plasma el itinerario del ilusionista en busca de su público para evitar el naufragio de su actividad y la evocación de ese mundo espontáneo que el mago practica en cada acto, para matizar el mal trago. En un alto del camino, una joven humilde se le pegará como una hija desprovista necesitada de padre. Así los dos, ilusionista y muchacha, terminarán en un hotel de Edimburgo –ciudad natal de Chomet– donde el movimiento, el juego y un inquieto contacto harán aflorar un emotivo registro de la vida compartida. Hasta que el mago sienta que su partida es imprescindible para que el mundo siga andando. Desprovista de diálogos, dinámica en su desplazamiento por paisajes encantados, típica y desmitificadora a la vez, El ilusionista es una magnífica muestra de la sobrevivencia de valores en un mundo turbulento y áspero. Tal como la misma delicada estructura animada de la que se vale Chomet para señalarlo.
Una historia de sentimientos nobles y soledad Éramos pocos espectadores en la noche del viernes, en la segunda y última función de ese día. Allí, en esa pequeña sala, no éramos más de veinte. Y la situación parecía reflejar lo que nos mostraba la pantalla. Frente a nosotros, en un pequeño teatrillo, el personaje de ese mago, Tatischeff, hombre de mediana edad, con ese parecido tan particularmente cercano a Monsieur Hulot, desplegaba su ingenio frente a una platea semivacía. Sólo estaban allí una abuela y su nieto. Tras aquella maravilla que vimos a principios de este nuevo siglo, Las trillizas de Belleville, y de uno de los episodios de París, Je t'aime animó la letra de un guión guardado del gran creador Jacques Tati, Nº 4, que le fue confiado con cierto recelo al realizador por la propia hija reconocida del director. Hay toda una leyenda de tramas secretas y amores negados detrás de esta historia, que tiene mucho de melodrama sublime y que nos lleva hoy a disfrutar, mágicamente, de este prodigio fílmico. A diferencia de los dibujos animados de hoy, El ilusionista no se promociona desde la truculencia, ni efectos especiales, ni formato y proyección 3 D. Por el contrario, reconocemos las imágenes como si estuviésemos leyendo libros de cuentos antiguos, con sus figuras troqueladas, con esa pátina de tintas, de luces y sombras, de colores que se refugian en cajas de acuarelas. Sorprendente es el film de Sylvain Chomet para quien firma esta nota. Nos reencuentra con una historia de sentimientos nobles y soledad; nos hace participar de ese perfume de melancolía que se expande en ese forcejeo entre el ayer y el hoy. Parecería que en nuestro mundo actual, como en el del personaje, ya no hay lugar para los magos y los sueños. Iluminado por citas cinéfilas (los zapatos rojos que nos llevan al mundo de Oz, la proyección de una escena de Mi tío del propio Jacques Tati), el film de Sylvain Chomet está ambientado a mediados de los '50, cuando ya los grupos de rock preanunciaban a los nuevos conjuntos musicales y poblaban los escenarios. Cuando ya los magos, ilusionistas, artistas de varieté, comenzaban a ser marginados por los propios empresarios y el público. De París a Edimburgo, viajes en tren y en barco, cielos azules grisáceos, y las incesantes lluvias; historia de otro encuentro: el del mago Tatischeff con una joven huérfana, silenciada, llamada Alice, a quien el artista le brindará su cariño paternal y le abrirá otras puertas. Entre la nostalgia y el tierno humor, El ilusionista revisita aquel cine artesanal que hizo soñar a tantas generaciones. A aquel maestro de la comedia que fue y es Jacques Tati, cuyos gestos, actitudes, forma de caminar, vuelven a proyectar a Monsieur Hulot en la pantalla de los sueños. Y a la magia como acto de fe, tal como nuestro siempre presente Jorge Luis Borges la redescubre en su inmortal cuento La rosa de Paracelso.
Si te gusta la animación y ya estás cansado de ver películas infantiles, ésta es una gran oportunidad para ver una historia magnífica, realista y que llega al fondo del alma. La historia prácticamente no contiene diálogos, sólo algunas palabras sueltas, pero a pesar de ser casi una película muda...
Excelente película, con un despliegue de tonos, y dibujos espectaculares. Otra vez, Chomet, nos da una historia riquísima desde todo punto de vista. Un derroche visual. Es algo así como un juego de palabras pero llevado a la imagen (y el sonido). Con innumerables detalles, referencias, y sentido estético. Conocí el otro largometraje de este director, algo tarde (el año pasado), y quedé maravillada. Esperaba esta peli con ganas, y no me defraudó en lo absoluto. Si debo decir, que el mensaje es algo más triste que en la anterior. Si bien en ambas, se eligen personajes algo en decadencia, aquella cuenta con más alegría, y esta con una nostalgia intrínseca en todo el filme y un mensaje final, algo desesperanzador, por no decir desbastante, y además, debo decirlo, déjenme decirlo, algo contradictorio con el mismísimo cine, del que tan buen uso sabe hacer el director. Pero es evidente, que aún no estando de acuerdo con ese mensaje, no puedo más que decir que lo elabora de la mejor manera, que la peli es excelente, un deleite para los sentidos. Y con un alto contenido filosófico además, no solo sobre la magia, sino sobre el arte en si, la popularidad, y la inocencia. Vamos que no tiene desperdicio!!! Si no la vieron, ya saben, es extraordinaria ;D Para verla más de una vez, e ir pescando cada detalle, ya que cada plano esta cargadísimo de éstos, con mucha minuciosidad e información en cada plano, que cuesta un poco captar cada trazo en un primer visionado. Una música genial, personajes uno más rico que el otro, colores para sacarse el sombrero, toda la peli es tan artística, hace tanto uso de los recursos expresivos, que uno no puede más que dejarse llevar por lo que ve, y quedar al final, maravillado.
El hombre indicado Esta brillante animación supone la conjunción de dos talentos: el animador francés Sylvain Chomet, y el director, actor cómico y guionista Jacques Tatischeff (generalmente conocido como Tati), autor de clásicos personalísimos como Playtime, Mi tío, y Las vacaciones del Sr. Hulot. Junto a Otar Ioselliani, Chomet es uno de los más evidentes herederos del legado estilístico de Tati. En Las trillizas de Belleville, Chomet ya hacía uso de una acción detenida, sin diálogos, con planos generales en los que se entrecruzaban los personajes y dando una visión infantil y caricaturesca del mundo, en una obra repleta de ternura, humor y melancolía. También suponía un lacónico homenaje al vodevil, por lo que el espíritu de Tati sobrevolaba la obra en toda su dimensión. Tati, por su parte, demostró en su obra haber sabido heredar de Buster Keaton la inocencia, la burla soterrada y la inteligente y elaborada utilización de la puesta en escena para crear gags (instancias humorísticas carentes de diálogos), y de Chaplin la crítica social y la entrañable dimensión humana de los personajes. Sus películas son, además, frescos sugerentes y representativos de los cambios sociales de una época. El guión de El ilusionista fue escrito por Tati en 1959, y fue un regalo y un pedido de perdón a su hija adolescente, Sophie Tatischeff, por haber sido un padre ausente y no haberla conocido. Tati murió en 1982 sin nunca haber llevado el guión al cine, ya que lo consideraba demasiado lúgubre. El libreto fue entonces conservado por Sophie quien pasó mucho tiempo buscando el director indicado para proponerle la filmación de la película. Cuando Sophie vio Las trillizas de Belleville no lo dudó más, y supo que Chomet era el hombre. Terminada la Segunda Guerra Mundial comenzó la decadencia de los Music Hall. La televisión y las bandas de rock supusieron una afluencia del gran público a nuevas formas de espectáculo y asestaron el golpe final a la feria de varietés. El mismo Tati había iniciado su carrera humorística en el Music Hall, entre acróbatas, payasos, bailarinas, mimos y magos, por lo que es comprensible que esta película esté tan cargada de melancolía, y que, a nivel conceptual, impere una atmósfera sombría, en un mundo circense que vive sus últimos estertores, y que se ve fulminado por nuevas formas artísticas. Tatischeff –el mismo Tati, ataviado con la típica gabardina corta y la pipa, y la forma de caminar característica de su personaje, el Sr. Hulot- es un viejo ilusionista que viaja de un lugar a otro ofreciendo sus espectáculos. Pero últimamente el público es insuficiente, y sus funciones son un fracaso tras otro. Todo el entusiasmo popular parece llevárselo los “Brittons” -versión en clave burlesca de Los Beatles-, y el detalle da cuentas, como pocos, que el mundo ha cambiado para siempre. Una escena en que unas chicas emiten chillidos por la calle y se pelean por un pedazo de póster de los Brittons demuestra que los días de gloria de Tatischeff forman ya parte de un pasado remoto. Luego de su decepción en París, el ilusionista comienza una gira por Reino Unido, junto a Alice, una adolescente escocesa que cree que él es un mago de verdad, y que es capaz de conseguirle la ropa y los objetos que quiere. Con tal de no romperle la ilusión, Tatischeff busca la forma de concederle sus deseos, obteniendo dinero en trabajos nocturnos. Mientras, varios personajes en decadencia abandonan las esperanzas de proseguir con su trabajo de artistas. La película tiene su primer escena en blanco y negro, pero en seguida Chomet inunda el cuadro con una nutrida paleta de colores. Nadie mejor que él podría haberse asignado para la ardua tarea de revivir el guión de Tati, ya que El Ilusionista es, de todos modos, una obra vital y luminosa, que fue concebida con el mayor de los respetos al guión original –del que se conservaron la mayoría de las escenas-, a la riqueza de la obra de Tati, y a su estilo visual y formal. Sophie estaba en lo correcto: Chomet era el hombre indicado.
Lo bello y lo triste Sylvain Chomet, autor de Las trillizas de Belleville, recupera un guión escrito por Jacques Tati en 1956 y ofrece un brillante homenaje en un film profundamente emotivo y melancólico. Basada en un guión que Jacques Tati dejó sin materializar, El ilusionista se hace cargo de la impronta tatiana con elegancia. Sylvain Chomet releva una capacidad de describir el mundo que sólo tenía el director de Playtime; haciendo uso de esa cualidad característica de Tati para narrar con los sonidos y sumando las delicias de su bellísimo dibujo. Sabemos que - desde Dia de fiesta (1948)- Jacques Tati describió con minuciosidad crítica, el proceso de modernización de cada época en que le tocó vivir. Allí está el cartero de Dia de fiesta resistiéndose a adoptar costumbres foráneas (estadounidenses) o el propio Tati afirmando a propósito dePlaytime: “mi film supone en cierto modo la defensa del individuo, pues en esta organización hiperautomática siempre necesitaremos a una persona que –provista de un minúsculo destornillador- venga a arreglar el ascensor”. Pero El ilusionista agrega una mirada más descarnada hacia la tecnificación de su época (tal vez con una mirada más resignadamente condenatoria). Puede decirse que El ilusionista carga con un oscurecimiento progresivo, que avanza en su tono inicialmente luminoso hacia un clima más bien sombrío. Situado en 1959, el film de Chomet tiene como protagonista a un solitario mago francés (un Sr. Hulot eterno) que comienza a ver transformada su vida profesional por el imperioso acceso de la modernidad, (las bandas de rock como iconografía epocal). Para ganarse el pan, buscará suerte haciendo presentaciones en casamientos, teatros semidesiertos, bares, tugurios, hasta probar suerte en Escocia donde entablará una afectiva relación con una joven a la que apadrina y suma en sus viajes buscavidas. Sin embargo el tinte idílico de esa relación se contrastará con una realidad de pronto desapego. Desesperanzada y a su vez luminosa, testimonio impasible de una época perdida; El ilusionista es un film de Jacques Tati pasado por el tamiz desencantado de Sylvain Chomet. Es decir: la mirada de un director que no llegó a ser testigo directo del devenir-espectáculo del mundo, atravesada por la perspectiva de otro director muy consciente de que ese mundo de 1956 no vuelve más. ¿O será que el film bosqueja un Tati cuya profunda amargura jamás conocimos en su obra? Mientras el mundo pasa indiferente por el costado -al ritmo de un inminente jukebox-la única persona que celebra el show de magia de nuestro personaje es un borracho. Compartamos entonces junto a él, la embriaguez de revisitar a Tati a través de El ilusionista.
Otra joya de Sylvain Chomet: "L'illusionniste" Hace unos cuantos años, en uno de los tantos films imperdibles que se anunciaban en el BAFICI estaba en todos los listados de la crítica un film de animación: "Las trillizas de Belleville - Les tripplettes de Belleville"? y recuerdo un domingo por la tarde con un cine América completamente repleto, tantos chicos, adolescentes como adultos, disfrutaron por igual de esa rara joya de la animación plagada de humor, ironía y una pizca de delirio creativo. Seguramente quienes la vieron en aquel momento, o un poco más tarde cuando fue estrenada comercialmente, todavía recuerden vividamente a todos sus personajaes: el ciclista corriendo el Tour de France con un entrenamiento delirantemente rígido, su perro, su infancia tan marcada y ese trío de cantantes tan particular como inolvidable. Algunos años después, encontrarse nuevamente con el estilo de animación de Sylvain Chomet vuelve a ser un enorme placer de 80 minutos sutilmente creativos. En este caso, ya no hay tanto humor como en su filme anterior, todo es mucho más medido y en función de rendirle un entrañable homenaje a la figura y a la obra de otro gran maestro: Jacques Tati. Este director francés, creador de las aventuras del Sr. Hulot en "Mi tio" o en "Las vacaciones del Sr. Hulot" y de sus otras obras como "Playtime" y " Dia de fiesta" es quien ha dejado escrito -y sin filmar- el guión de "L'illusionniste". La hija del director, Sophie Tatischeff, a quien está claramente dedicado, ha decidido llevar a cabo ese sueño de su padre, de la mano de otro gran artista como es Sylvain Chomet. Con todos los tópicos que recorren la obra de Tati pero fundamentalmente centrado en el demoledor paso del tiempo sobre el/los artista/s, en "L'illusioniste" se rinde homenaje a esos artistas que han sido juglares, bohemios, itinerantes, llevando su arte a cada rincón, a cada pueblo, a cada teatro. Un estilo de arte que fue erosionado por el paso del tiempo, por la tecnología, por los nuevos astros que aparecieron en cada rubro sin un mínimo camino recorrido, estrellas que se forman por el sistema mismo y que ya desaparecerán de la noche a la mañana. Contra todo eso resiste el protagonista del film, alter ego indiscutido del propio Tati y su Monsieur Hulot, que va de aquí para allá con sus artefactos para hacer sus trucos, su malhumorado conejo y su afiche para desplegar en cada uno de los lugar en donde se presente. Y aunque ya casi nadie esté interersado en su performance tan carente de histroinismo y efectos especiales seguiremos los pasos de este ilusionista que resiste y se niega a cambiar, que sigue a a contrapelo del avance aplastante del cambio capitalista, obsesión y crítica que aparece en casi todos los filmes de Tati. Chomet no duda ni un segundo en el estilo que le imprime al relato, un tono inmensamente cargado de nostalgia, de una sensación de melancólica que aparece desde las primeras escenas, en donde uno como espectador queda solidarizado con la pena que atraviesa a este mago errante de una tristeza a flor de piel. El ambiente de los artistas de variedades, reunidos genialmente en un hotel donde los lleva el manager general hará que nos encontremos con un ventrílocuo que trata de subsistir, un trío de gimnastas acróbatas y un depresivo payaso que también marca el fin de toda una época. Con guiños y autoreferencias a sí mismo (en una escena el personaje entra a un cine donde están dando "Mi Tio") el tono nostálgico que irradia la historia es a la vez un gran homenaje a todos los artistas de una época que han tratado de subsistir mostrando su arte contra tanta nueva estrella recién llegada, como una despedida y un manojo de recuerdos de un tiempo pasado. Casi como un homenaje a sí mismo que plantea Chomet, sosteniendo un estilo de dibujo clásico, sin ningún tipo de efectos especiales, contra tanto 3D y computadora que abunda en cualquier producción del género. Sin más diálogos que algunas líneas balbuceadas en diferentes idiomas, tan universales como el idioma gestual, la historia transcurre con más gestos que palabras, donde Chomet alcanza a contrarnos la historia de este artista en un mundo de artistas, la magia de un show por más pobre que sea y el encuentro de este hombre simple con una niña/señorita que lo sigue en su camino, Alice, con la que entrabalará un lazo entrañable, nueva autoreferencia que hace Tatí al vínculo con su propia hija que apenas conoció. Con este estilo sumamente particular, con la simpleza del dibujo más clásico que ya casi ha desaparecido en el cine de animación de hoy en día, logra otra rara joya, hipnóticamente bella, profundamente melancólica y absolutamente única, diferente a todo lo que hemos visto. Imperdible.
Triste y melancólico El cierre de año vino con una sorpresa inesperada, que no se trata precisamente de la letra digitalizada de C.S. Lewis, sino de una apuesta bastante más digna: la resurrección animada de un tal Tati, genio siempre vigente de la comedia moderna, sin duda uno de los realizadores más importantes del siglo pasado, hoy injustamente confinado al olvido. Sylvain Chomet, responsable de la celebrada Las trillizas de Belleville, estuvo a cargo del desafío, que trascendió la mera encarnación animada de Jaques pues El Ilusionista es directamente una adaptación de un guión del propio Tati, que nunca llegó a filmar. El resultado es un filme crepuscular, irremediablemente nostálgico, que reivindica otras técnicas y otros métodos cinematográficos, y homenajea sinceramente a ese gran maestro que fue Tati, aunque al mismo tiempo no hace más que resaltar su ausencia, o quizás la infranqueable distancia que nos separa de su cine. Como todo gran autor, Tati fue un pensador de su época: sus películas interpelaron al mundo, fueron testimonio vivo de la situación histórica que atravesaban, e incluso anticiparon algunos de los dilemas que enfrentaría el hombre moderno. El Ilusionista es, en cambio, una obra atravesada por el paso del tiempo, una mirada retrospectiva plagada de nostalgia y melancolía, que a lo sumo puede testimoniar el fin de una era (aunque no sólo la de Tati, sino tal vez también la de Chomet, cuyo trabajo se basa en la animación artesanal), porque precisamente ya ni siquiera cree en las posibilidades del cine que homenajea. Se trata, sin embargo, de un homenaje sincero y sentido, que respeta las formas del cine de Tati, aunque tal vez no su estética. Su protagonista es el propio Tatischeff (apellido original de Tati) convertido en un ilusionista errante a fines de los años ´50, cuando el mundo comenzaba a modificarse irremediablemente por la llegada de la modernidad. Ya en su primera presentación queda claro el planteo de la película: el público no aplaude sus trucos artesanales, ni se deja seducir por el conejo en la galera, y pronto veremos que los jóvenes prefieren enloquecer con una nueva banda de rock. El viejo Tatischeff (dibujado con la estética propia de Chomet, personajes alargados y grises, siempre tristones, aunque con los gestos del inolvidable Sr. Hulot) buscará nuevos horizontes en teatros desvencijados, fiestas de casamientos o bares de mala muerte. Pero sólo los niños parecen valorar sus trucos, y entonces conocerá a una joven sirvienta que quedará embelesada por su magia, y a la que no tardará en adoptar como hija propia. Ya con ella, Tatischeff se mudará a Edimburgo, donde las cosas no harán más que complicarse pues allí todo está en decadencia (en su hotel hay un payaso suicida y un ventrílocuo alcohólico), mientras Tatischeff se empeña en mantener la ilusión de su joven acompañante, quien cree que él tiene la capacidad de transformar sus ropajes viejos en flamantes vestidos y abrigos, para lo que necesitará cada vez más dinero. Escencialmente nostálgica, plagada de música melancólica que acentúa los colores grises y marrones que dominan el mundo de Chomet, la película tiene sin embargo la virtud de ir a fondo en su tesis, y no proponer soluciones mágicas. El director sí respeta los principios formales de Tati, y así los planos medios y los grandes encuadres dominan la película, proponiendo además otros tiempos al espectador, tanto en el desarrollo de los planos como en el de las acciones de los personajes, que se desmarcan notablemente del cine de animación contemporáneo. Prácticamente sin diálogos, los pocos que hay no están siquiera traducidos, ya que la apuesta pasa por la imagen: como Tati, Chomet cree en la fuerza de sus dibujos, que en algunos planos generales alcanzan una belleza sublime. Claro que las distancias son enormes, entre otras cosas porque es el propio Chomet quien aquí postula que “la magia ya no existe”. Por Martín Ipa