LAS DESDICHADAS TRAGEDIAS DE UN PUEBLO ALEMÁN Narrada en blanco y negro, “La Cinta Blanca” es una película que desarrolla un detallismo artístico impresionante, una cálida pero abrumadora dirección y una bellísima fotografía, los condimentos justos para que las tragedias que se van presentando en la historia cobren fuerza, verosimilitud y profundidad. En una pequeña aldea alemana una serie de violentos acontecimientos van a ser el centro de atención de todos sus pobladores. Niños abusados, accidentes intencionales, suicidios y un gran misterio por saber quién es el responsable de dichos golpes, son el centro de atención de todos los aldeanos. Esta es una historia trágica, de muerte, desencuentros y violencia, pero a la vez es uno de los tantos relatos ficticios o verídicos, eso no se sabe, que forman parte de la antesala a la Primera Guerra Mundial, y, sin mantener una idea política marcada, la misma es contada con excelencia, astucia y principalmente delicadeza. El blanco y negro no solo nos hace sentir que estamos viendo un archivo histórico, sino que potencia en cierta manera las diferentes situaciones que se van presentado. Es así como cada uno de los juegos que se realizan con la iluminación y la escenografía marcan las intenciones del director que le aportan otro grado superior de belleza y un dramatismo increíble. La fotografía no solo cumple con su función de lograr crear la ambientación perfecta para que la historia se entienda y sea creíble sino que se destaca por ser precisa en cada uno de sus objetivos y muy bella, otorgándose el lugar, en cada una de las escenas narradas en primera persona por el profesor, de lucirse y de crear admiración. El trabajo de Haneke es muy detallista. Cada vestimenta, objeto, expresión, movimiento y silencio tiene su justificación y gracias a su sofisticado trabajo los 144 minutos de duración son los justos y necesarios. La labor de cada uno de los actores y actrices es maravilloso ya que les brindaron a sus personajes identidad, dolor, alegría y mucha seriedad. Christian Friedel, en el rol del profesor, está muy correcto, cada uno de los pasajes en los que demuestra su amor y luego su desconfianza cerca del final, están muy bien interpretados. Leonie Benesch dota a Eva de inocencia y de un espectacular trabajo emocional, donde sus silencios y gestos valen más que las palabras que no se atreva a decir por respeto. Burghart Klaußner (pastor) en un excelente y potente personaje, duro y por momentos sentimental, muy buena interpretación. Rainer Bock, como el doctor, quien se destaca cerca el final por su crudeza. A su vez, vale la pena destacar las actuaciones de los protagonistas de la historia, los niños, que gracias a la impecable labor de dirección, lograron darle mucha dulzura pero a la vez desconfianza a sus personajes. Entre ellos se destacan Thibault Sérié (Gustav), quien con sus pocas palabras logra enternecer y principalmente hacer pensar a los más grandes (escena del pajarito) y Leonard Proxauf (Martin), serio, correcto y miedoso. Hay situaciones que se cierran y otras, muchas, que no, por lo que el final abierto aparece y da el primer paso para que el público logre sacar sus propias conclusiones y arme poco a poco este gran rompecabezas. “La Cinta Blanca” es una película muy bien dirigida y aunque no es el mejor trabajo de Haneke este es para recomendar. Una cinta con actuaciones muy bien niveladas, una fotografía exquisita y una historia diferente, astuta e inteligente. Un relato para pensar, sacar conclusiones y volver a mirar. UNA ESCENA A DESTACAR: Las escenas en las que Gustav pide permiso para entrar al despacho de su padre y pedirle favores son maravillosas y poseen un sentido metafórico bellísimo.
Luego de realizar la calcada pero sorprendente remake americana de su film Funny Games, Michael Haneke, uno de los grandes cineastas de la actualidad, se alzó con todos los premios internacionales con esta, su última película. La cinta blanca ha sido considerada por muchos como la gran obra maestra de Haneke. Quien esto escribe no está tan seguro de ello, y cree que esta consideración se basa en dos aspectos concretos: La puesta en escena, más convencional que buena parte de sus películas (incluyendo una voz en off que hace más digerible el relato), y el tono general, que juega con lo aparentemente bucólico de la vida en la aldea, aunque se encarrila en una progresiva sordidez. La cinta blanca puede o no ser la mejor obra de Haneke a la fecha, pero sí ocupa un lugar privilegiado en el esqueleto formal y discursivo de su filmografía. Haneke se caracteriza por mostrar en sus películas una terrible violencia instalada en sus personajes principales, que corroe a la sociedad. Para Haneke, el mal mayor del siglo XX es la violencia inherente al ser humano encarnizada en la civilización occidental. Si esta afirmación es el eje vertebral de su cine, La cinta blanca es la semilla de esta visión, el amanecer de un siglo atravesado por las heridas de guerra y por la alienación cada vez más salvaje del hombre. Lo que narra el film es la vida cotidiana en una aldea alemana, en la cual comienzan a suceder hechos de violencia aparentemente inexplicables. Sin embargo, un paseo por el pueblo, de la mano de un joven profesor (quien narra la historia, con una voz que evidencia su tono evocativo), nos muestra que esa violencia se encontraba instalada en una comunidad afectada por la doble moral de los adultos y las aparentes transgresiones de los hijos. Entre los adultos se encuentran el médico de la aldea, que abusa de su hija y humilla a la mujer que lo acompaña desde la muerte de su esposa, el pastor, un padre despótico, que juzga permanentemente a sus hijos (a ellos les coloca una cinta blanca para recordarles su pureza e inocencia) y a los miembros de la comunidad, y el barón, a quien todo el pueblo le rinde pleitesía, pero que no puede evitar sus propios dramas conyugales. En ese contexto, una serie de actos violentos sacuden a todos, pero deja en evidencia las miserias de los adultos. Los niños, presos de la demanda de inocencia de sus padres, chocan con las perversiones que ellos se esfuerzan en ocultar, y encuentran que la ley paterna se contradice con un ejemplo para nada positivo. La excelsa fotografía en blanco y negro del film, sumada a la blancura geográfica (la nieve), reflejan a la perfección el estado de aparente inocencia que comienza a teñirse de negro. Del mismo modo, escenas bucólicas como el primer encuentro entre el profesor y la niñera del barón, contrastan con el horror que se esconde puertas adentro, y algunas escenas pequeñas, como la del niño ofreciéndole a su padre un ave enjaulada para su liberación, exponen inteligentemente el planteo del film. Desde el inicio, La cinta blanca puede verse como el germen de la violencia contemporánea que suele plasmar Haneke en sus películas, y sus implicancias históricas se confirman hacia el final, cuando se menciona el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, el acontecimiento detonante de la Primera Guerra Mundial. De ese modo, la hipocresía que se yergue sobre todo el pueblo y el esfuerzo de los adultos por ocultar sus miserias y perversiones cotidianas, frente a la mirada absorta de los niños, expone un discurso opuesto a la forma de entender la Historia como una sucesión de procesos políticos y acontecimientos puntuales, su visión se centra en la implicancia de la vida cotidiana en estos procesos. En su última película, Haneke muestra menos violencia y una cierta inocencia que pugna por salir a la luz, para terminar dándose de bruces con el horror del universo adulto, y pese a esa aparentemente luminosidad representada por algunos pocos personajes, Haneke sostiene su brillante incorrección y molestia. Su cine refiere a la Historia en general, y al fin de la modernidad en particular, pero encuentra su esencia en la mirada sin concesiones del hombre occidental y su perversa naturaleza. Una mirada que se impone como una de las más lúcidas y audaces del cine actual.
Casi está por comenzar la Primera Guerra Mundial, cuando en un pueblo protestante del norte de Alemania comienzan a suceder hechos dudosos en los cuales algunos habitantes del pueblo sufren diversos atentados que hacen peligrar su vida. Simultáneamente, el maestro del pueblo irá relatando en voz “en off” el día a día de cada una de las familias que vivía en el lugar y en dónde, según él, ha surgido la causa de éstos terribles acontecimientos. Muchos han catalogado éste film como un buen relato del origen del nazismo. Yo creo que más bien, es un ejemplo de cómo se genera la maldad en el ser humano. Cómo la violencia, engendra más violencia. Y cómo lo que a alguien le pasa de niño lo determina como persona. Sería un prejuicio decir que es sobre el origen del fascismo sólo porque la historia transcurre en Alemania, cuando esa realidad se vivía en esa época en muchos rincones del planeta. Lo valioso de ésta película es que lleva al espectador a pensar, no presenta las resoluciones en bandeja. Sin embargo, deja algunos cabos sueltos a los que el espectador no encontrará respuesta, y eso lleva a sentir el final como incompleto. La fotografía es impactante, aunque tal vez para rescatar la época no era necesario recurrir al blanco y negro. Ese recurso, más un guión que por momentos se vuelve plomizo, son dos aspectos negativos del film. Lo positivo es el realismo con el cuál se muestra la crudeza de la época. Una muy buena película que además de estar nominada al Óscar como Mejor película extranjera, ha ganado el Globo de Oro y la Palma de Oro.
A los jóvenes de ayer... "Miralos, miralos, están tramando algo / Pícaros, pícaros, quizás pretenden el poder", cantaba Charly García con Serú Girán allá por los confines de los '80. Esa frase se me vino a la cabeza al ver al grupito de niños de Michael Haneke observar por la ventana, o caminar en grupo rumbo a la casa de la hija del accidentado doctor. Hipotéticamente, según la tesis quirúrgica del director austríaco, fueron los que después, tambien con una cinta blanca -aunque teñidas de svásticas y estrellas de David-, plagaron al mundo con la maldad que germinó en las tinieblas del seno familiar corrupto de la Alemania pre-Gran Guerra. Haber trasladado esa idea, a modo de fábula, a una simple aldea con un par de personajes significativos no estuvo nada mal, porque logró concebir un filme extraordinariamente reflexivo y perturbador, aunque al final uno se quede con la sensación de que se podía ser un poco más responsable con el mensaje final y no quedarse simplemente con el "esto fue así; si les gusta bien, y sino también". Nadie, y muchos menos yo, puede negar el inmenso talento de Haneke. De hecho, el apartado técnico es lo más exquisito de esta película, destacando esos fuera de foco tan tenebrosos, que esconden -al igual que sus personajes- los secretos de los actos que cometen en la oscuridad, mientras sus niños los repiten (y perfeccionan) a plena luz del día, y sus resplandecientes cintas blancas los justifican y protegen dentro de todo ese marco de absurda religiosidad excesiva y obsesiva de la época. La fotografía de Christian Berger es sensacional, atractiva y reveladora, así como asfixiante y compañera de la punzante y tenaz dirección del que también escribió la obra. El blanco y negro abala todo un abanico de posibilidades sugerentes para con la época, lo que le da otro toque maestro a una ambientación impecable, imposible de llevar al color. Simplemente, estamos ante una exposición fotográfica que ilustra como radiografía el corazón de una historia fuerte y reflexiva, aunque demasiado soberbia y permisiva, con un metraje tedioso y segregador de ideas. Tenemos por un lado la trama central, y por otro la composición de los personajes, dos cosas que van en paralelo y casi nunca llegan a cruzarse para definir del todo el concepto general, ya que, insisto, me quedé con las ganas de ver una propuesta más comprometida desde lo ideológico, algo que ahora sí le celebro a Quentin Tarantino, por muy idiota que haya sido su mensaje en Inglorious Basterds. Igual, no me malinterpreten, no estoy comparando las películas. Nada más lejano a mis intenciones. Simplemente mencioné el otro filme como para ejemplificar lo que sentí cuando la escena final comenzó a quedar a oscuras, y Das Weisse Band llegaba a su fin. Comparto la idea que leí en varias críticas: a la película le sobra esa voz en off. De por sí, el personaje del profesor es bastante desubicado, ya que queda atrapado dentro del salvajismo humano (y por lo tanto, político) que se regodea durante cada fotograma. De todos modos, he de mencionar que el reparto no tiene nada reprochable, sino al contrario, es muy bueno. Rescato la conversación sobre la muerte, de lo más grandioso que he visto en muchos meses en cuanto a guión; simple, directo y conciso. Finalmente, estamos ante una película imperdible, de lo mejor del año y muy merecedora de los reconocimientos que tuvo (como la Palma de Oro o el Golden Globe) y tendrá (si no gana el Oscar será sólo porque la Academia no quiere que alguien de afuera les diga lo que tienen que pensar). Y eso hace Haneke en esta gran obra de arte: obliga a pensar. Y eso se agradece con creces. Sólo nos queda pensar lo que hubiese estado en nuestras manos de haber formado parte de esa historia, aunque en retrospectiva lo seamos. Porque hubo un tipo que nos trasladó hasta allí y, durante casi dos horas y media, nos hizo vivir en carne viva la cosecha de una siembra siniestra y malévola. Una cosecha que a todos nos hubiese encantado destrozar como el muchacho lo hace durante la celebración del pueblo.
Cautivos del mal En el regreso al cine de su país luego de varios proyectos en Francia y de su fallida remake de Funny Games en los Estados Unidos, Michael Haneke ganó la Palma de Oro en Cannes (festival que ya lo había premiado por La pianista y Caché: Escondido) con La cinta blanca, una película de dos horas y media, rodada en blanco y negro, y ambientada en una pequeña y muy rígida comunidad protestante del norte de Alemania poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Película de estructura coral, narrada con enorme rigor, profundidad y precisión, La cinta blanca apela al esquema de pueblo chico-infierno grande para describir, a partir de la voz en off del maestro de escuela del lugar, las historias de vida de los habitantes de esta comunidad rural, dominados por el fanatismo religioso, la represión sexual, la falta de afecto, las dificultades laborales y las diferencias sociales. La exposición de los secretos y mentiras de los distintos matrimonios y las conflictivas relaciones entre padres e hijos (son todas familias numerosas) van dando lugar a las crecientes explosiones de violencia, rebeldías, delaciones, castigos y suicidios en un film complejo, impecable e implacable. La fotografía en blanco y negro (digital) a cargo de Christian Berger (también nominado al Oscar) es un deleite visual. Espero que las copias en fílmico con que se estrena en los cines argentinos le hagan justicia a su magistral trabajo. No tan a favor (Por Sergio Wolf) La confusión entre “grandes películas” y “películas grandes” es la que ha motivado enormes malentendidos, como el que ocurrió con La cinta blanca, de Michael Haneke. La indudable densidad de Haneke, el refinamiento con que despliega las líneas dramáticas y el tejido de tela de araña que inventa para articularlas, son notables. Pero también es notable la precisión del cálculo. Es curioso que el punto en cuestión sea justamente la precisión del cálculo porque es un rasgo inherente al “estilo Haneke”, en la medida en que parte del impacto de su cine se sostuvo siempre en su justeza para aplicar los golpes de efecto más contundentes en los momentos más apropiados. Lo que ocurre con su última película, paradójicamente, es lo contrario: con el objetivo de confortar a públicos y jurados frecuentemente reactivos a sus impactos, las situaciones de La cinta blanca se detienen justo en los momentos en que en películas anteriores el tono enloquecía y se volvía desmesurado, incontrolable y visceral. Así, la precisión del cálculo tiene un sentido, un objetivo y sentido opuesto en esta película en la que Haneke fusiona al Bergman de El huevo de la serpiente con el Carpenter de Village of the Damned.
El origen del mal Para hablar de La Cinta Blanca, inicialmente se debe mencionar que fue creada por un director emblemático de origen alemán, Michael Haneke. Cineasta que además a sus obras suele pincelar con sus otras dos profesiones: la filosofía y la psicología. Trazos que ya pudieron ser disfrutados en sus anteriores films La Profesora de Piano y Caché-Escondido y que dan un sello Haneke a sus creaciones. La Cinta Blanca que como ya se había dicho en otras entregas, trata sobre una serie de sucesos que transcurre en un pueblo protestante del Norte de Alemania, hacia 1913/1914 en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Mientras todos se ven conmovidos por una serie de extraños e inexplicables incidentes que adquieren la forma de un ritual de castigo, un profesor tratará de ir demostrando una posible teoría de lo acontecido. Los protagonistas principales de la historia son el barón, el pastor de la Iglesia, los niños del coro, un doctor viudo y el maestro de escuela que es partícipe y, conjuntamente, el encargado de ir narrando los hechos. Pero esta historia viva no está basada en un hecho real, sino como dice el autor y lo traslada al comienzo del film “No sé si la historia que quiero contarles es verdadera en todos sus aspectos”, pero de seguro logra su cometido, dejar ese gusto amargo en la boca y esa sensación de querer saber más. La cinta contó con más de 100 extras que resultaron de castings que se hicieron en zonas rurales de Rumania y Alemania, no dejando nada al azar como los rostros de los jóvenes del coro y el singular profesor y su prometida. (Escena inolvidable la de su primer encuentro, tanto por el dialogo como por la interpretación de ambos). Como cierre Haneke decidió realizar la película íntegramente en blanco y negro para darle un entorno más creíble y de documento. La Cinta Blanca resulta una ilustración cinematográfica que fue premiada en diversos festivales entre los cuales se hizo acreedora de Palma de oro Festival de Cannes (2009), Premio FIPRESI (2009) y Globo de Oro a la Mejor Película Extranjera (2010).
El planteo de La cinta blanca parte de la exposición algo elíptica de una situación siniestra que comienza a manifestarse en un pueblo de Alemania antes de desatarse la Primera Guerra Mundial (en realidad, la historia narrada culmina justo allí, con el asesinato del archiduque Franz Ferdinand en Servia). La estructura coral propone como ejes del relato a las familias de los tres poderes del pueblo: el administrador, el párroco y el médico. El punto de vista, algo confuso, es el del maestro (es él quien rememora esos hechos desde la voz en off, pero lo que expone el relato escapa continuamente a la factibilidad de su conocimiento, pertenece en cambio al campo de una intimidad que lo excede y lo excluye). En ese grupo social, el patriarcado dominante y la educación religiosa férrea exponen su (doble) moral detestable en la que lo exterior oculta siempre una violencia inconmensurable y soterrada, una perversidad oculta bajo las buenas costumbres aparentes de la cual las víctimas son, principalmente, los niños (otro eje en el cine de Haneke, que aquí pasa a primer plano, el rol de los niños en una sociedad ya desintegrada, la pérdida -o la inexistencia como tal- de la inocencia); y de ahí las consecuencias perceptibles en la construcción del misterio planteado. Esa situación siniestra, esos hechos desestabilizadores, son brutales y misteriosas agresiones injustificadas que van socavando la débil estabilidad de la comunidad. La violencia perpetrada, claro, en gran medida, es física (como en muchos de los clímax de Haneke), sin embargo la escena más perturbadora del film es la agresión psicológica del médico hacia su amante, un acto de humillación insoportable pocas veces expuesto con semejante crudeza que se liga con ciertas situaciones de uno de sus films mas notables, 71 fragmentos de una cronología del azar. El estallido más visible de violencia en Haneke es, aunque permanezca fuera de campo, físico, sin embargo lo más brutal siempre se manifiesta continuamente desde la agresión psicológica o emocional, producto de un estado de cosas no explicado (sólo sugerido) en el que lo humano constituye una excepción (inexistente ya) a la generalización del vaciamiento afectivo. Pero lo que en su primer film, El séptimo continente, constituía la base de un sistema férreo y apabullante por lo clínico y austero de su puesta en forma (la extrema fragmentación del encuadre cerrado, gestos maquinísticos y repetitivos ejecutados por manos deshumanizadas, mecánicas e impersonales, despojadas de rostro e identidad), devino paulatinamente (casi película a película) en una concepción más ambigua de un cuadro abarcativo espacial y temporalmente. Lo paradójico es cómo Haneke, aún así, sostiene el concepto semántico del cuadro y el montaje desde una perspectiva visual aparentemente opuesta. De la fragmentación extrema a la imagen abarcativa (¿baziniana?, en parte sí, idea sostenida por él sin mencionar al teórico francés). De todos modos, y certificando la ambigüedad de cada recurso técnico, tales concepciones de la imagen-cine comulgan en la evidencia de un recorte que patentiza la ausencia de todo lo no mostrado, la elipsis (espacial y temporal) como eje del sistema. Así, el horror que aquí hace metástasis sobrepasa lo exhibido y parece ser un mal mucho mayor, no del todo explicado, no del todo resuelto; pero sí justificado como efecto inevitable de una situación planteada (lo mismo, a diferencia del resto de su obra, sucede en la mucho más clásica La profesora de piano). La extrema precisión casi quirúrgica de La cinta blanca decanta lentamente sobre una exposición de la maldad en su estado más puro e impensable (por momentos estamos casi frente a una película de horror al estilo El pueblo de los malditos de Wolff Rilla), su contemplación gélida de los hechos produce una distancia azorada y a la vez hipnótica, apoyada en un maravilloso blanco y negro (una imagen más pictórica, menos clínica que en sus films anteriores) y en la presencia inmutable de la naturaleza; y hay algo aquí que remite, aunque extrañamente, lejanamente, a ciertos aspectos de Dreyer o Bergman, y claro, siempre, a Bresson (“entonces, ¿quien gobierna el mundo?…”). Lo que, de algún modo, parece desestabilizar un tanto el sistema-Haneke en esta película es la explicación psicológica de los hechos, como ocurría en la relación madre-hija de La profesora de piano, pero que estaba ausente en el resto de sus films. La ausencia absoluta de la exposición de motivaciones psicológicas generaba en sus otras películas la idea de una violencia injustificada y aterradora que sólo hallaba base en la construcción formal (puramente cinematográfica) de un mundo deshumanizado (y es esta misma concepción formal la que destilaba posibles causas, la que sugería un estado de cosas en el que esa violencia era inevitable). Sin embargo (y soslayando también este gran eje temático un poco simplista que constituye el germen del fascismo –El huevo de la serpiente…-), La cinta blanca no deja de confirmar a Michael Haneke como uno de los más rigurosos cineastas contemporáneos, dueño de una mirada gélida y perturbadora que no deja de escarbar (tan cinematográficamente) en las consecuencias aberrantes de una sociedad deshumanizada. El cine de Haneke, aún hoy, es como un veneno lento pero preciso. Su mundo (tan parecido al nuestro, al de todos) está lleno de culpas y de culpables, la cuestión es que el castigo, como siempre, se manifiesta con violencia de los modos más impensables, injustificados y siniestros.
La angustia corroe el alma Los efectos del filme de Haneke siguen al espectador mucho después de la proyección. La naturaleza misteriosa de estos actos criminales despertó una antigua desconfianza entre los pobladores", dice el narrador en off de La cinta blanca. Quien fuera el maestro de la aldea al norte de Alemania, poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, oficia también como los ojos del espectador. Alguien ató un delgado cable en la entrada del pueblo, que provocó que el caballo que montaba el doctor del pueblo cayera, y lesionara gravemente a su jinete; niños, que habían desaparecido en el bosque, regresan con muestras de torturas; una noche, un granero se incendia. Ni el maestro ni el espectador saben quién fue. Pueden seguir indicios, sospechar. Pero nadie puede explicarlos. Para la cámara de Haneke, nadie en la aldea ve lo que ha sucedido. La negación es una de las armas más cobardes del ser humano. Desde su estreno en el Festival de Cannes en mayo pasado, aún antes de ganar la Palma de Oro, se habló de cómo Michael Haneke volvía a su tierra -y a filmar en alemán- para manejar una hipótesis que explicara el origen del nazismo. Cómo la violencia contenida en esos hogares en los que la disciplina era férrea, la pobreza, moneda corriente -como el maltrato y el abuso de los padres sobre sus hijos- y la esclavitud a las formas más autoritarias anidaban en una sociedad que eclosionaría y daría origen a uno de los mayores males del siglo XX. Haneke puede dar a entender que en esa comunidad religiosa, esos niños y niñas que andan en grupo pueden sentir que, ante lo que consideran injusticia, es Dios quien les ordenaría hacer lo que hacen. Si es que fueron ellos. Esos chicos, con el correr de los años, bien podrían estar arriba en la pirámide fascista. Pero lo mejor es que Haneke no da nada por sentado, ni siquiera muestra la violencia. Presenta los prolegómenos y las consecuencias de esos actos criminales, desnuda la asfixia del ambiente. El director de Caché- Escondido escribe casi monólogos que el pastor tiene con sus hijos, denota la violencia verbal y psíquica en alguna pareja, connota pero no muestra un incesto o castigos corporales. La utilización del blanco y negro refuerza el sentido de desesperanza. Hay imágenes realmente bellas (la cosecha en el campo) e imponentes (el incendio), pero donde la monocromía lastima más a los ojos es en esos planos que el director le dedica a los niños acusados o abusados, que llevan esa cinta blanca atada al cabello o en un brazo para recordarles lo que es la inocencia y la pureza. La brutalidad que acecha desde el fondo del alma de los habitantes de este pueblito rural aparentemente idílico puede explotar en cualquier momento. La angustia que se instala en el espectador en más de un momento hacen que la visión de La cinta blanca incomode, pero también nos deje pensando mucho después de terminar su exhibición.
Haneke y las ambivalencias del alma humana La cinta blanca busca las raíces del totalitarismo La cinta blanca del título es, sobre todo, la marca de la mortificación: la insignia humillante que el amo impone a quien desobedeció sus leyes implacables, la señal que revela la existencia de un régimen despótico que no admite indisciplinas. De eso habla el sombrío, enigmático y perturbador film de Michael Haneke: de la opresión y de los efectos que ella acarrea; de la culpa, el sometimiento y la negación, temas habituales en su cine; del terror que puede esconderse bajo la imagen de la normalidad. Tiene algo de fábula sin enseñanzas y algo de caso policial sin resolución ni culpables, pero teje una inquietante y compleja red de sugerencias cuya interpretación queda en manos del espectador. Es válido pensar que el narrador se refiere a la historia alemana del siglo XX -y en particular al proceso que generó el fascismo- cuando en el comienzo sugiere que los hechos por evocarse pueden ayudar a entender lo que sucedió después. Pero probablemente Haneke apunte más allá: a todos los totalitarismos, a las condiciones sociales en que éstos germinan, a los motivos por los cuales el hombre (individual o colectivamente) puede responder a la humillación padecida con conductas antisociales o con crueldades extremas generalmente dirigidas no a sus opresores sino a seres más débiles o indefensos. Apunta, en fin, a las ambivalencias del alma humana. La historia habla de inexplicables hechos violentos que se suceden un año antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, en un pueblo rural del norte de Alemania donde todavía se prolonga el siglo XIX. La mitad de la población trabaja para el barón dueño de las tierras, y las jerarquías de una sociedad patriarcal, casi feudal, parecen perdurar: cada uno acepta su lugar en la comunidad. El adusto e inflexible pastor que humilla a sus propios hijos con la cinta blanca es el que impone las rígidas normas morales; el maestro, quien -pasados los años, como lo sugiere la voz en off de un hombre mayor- evoca el irresuelto caso, sucedido cuando él tenía 31 años y cortejaba a una niñera adolescente; el doctor, la primera víctima de los ataques: un alambre invisible tendido entre dos árboles causa la caída de su caballo y lo manda al hospital por largo tiempo; los chicos, casi todos escolares, tienen especial relevancia y en algunos casos (un inofensivo discapacitado, el hijo del barón) también son objeto de brutales agresiones, así como pasibles de desconfianza. La llegada de la policía sólo exacerba el estado de sospecha mutuaque se ha apoderado de los vecinos. Brotan recelos, envidias, venganzas. El mal se extiende; la noticia de una violencia superior, la guerra, es casi un alivio. Sombría intimidad Riguroso y preciso en la marcación de su formidable elenco (chicos incluidos), Haneke no se ciñe a la evocación más o menos objetiva del maestro: también se mete en la intimidad de las casas para hurgar en las raíces del mal y destapar otras violencias, otros abusos, otras perversiones. El sombrío cuadro se aligera un poco con la breve subtrama del noviazgo del maestro y con algunos apuntes que demuestran que no todo es tan cerebral ni tan pesimista en la mirada del cineasta austríaco, si bien cuesta no pensar en que estos impenetrables críos de 1913 serían los adultos del 30 y del 40. Film duro, conciso, sin desmayos a lo largo de sus 144 minutos admirablemente fotografiados en blanco y negro, La cinta blanca deja un rico sedimento que incita al análisis demorado. La precisión de su elaborada puesta en escena acentúa la potencia de algunas escenas (el abuso del que es testigo un chico, el despiadado diálogo del doctor y la partera, el fugaz pantallazo de un ahorcado), pero no es tanto esa elegante crudeza lo que más estremece sino el terrible sobreentendido que hay detrás de la imagen bucólica que Haneke eligió para cerrar su historia.
El Mal detrás de la bruma Sin necesidad de embarcarse en explicaciones nítidas, el realizador de Caché va tejiendo un tapiz inquietante a través de los hechos que se suceden en una pequeña comunidad asfixiada por el misterio y un férreo espíritu de religiosidad. Hay algo más que misterioso, más bien maligno, en ese pequeño pueblo del norte de Alemania, hacia 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Al comienzo, la inexplicable caída del caballo del doctor del pueblo, que termina hospitalizado durante meses. Luego, la muerte aparentemente accidental pero dudosa de una campesina. Más adelante, el secuestro y apaleamiento del hijo del Barón, que deja a toda la comunidad sumida en la perplejidad y el miedo: ¿quién podría hacerle eso a un niño? Y peor aún, ¿al heredero del Barón? ¿Y el sospechoso incendio del granero de su propiedad? Pero la cosa no acaba allí: Karli, el inocente del pueblo, un chico con atraso mental, aparece una noche en el bosque, prácticamente ciego, con sus ojos casi arrancados. Todo eso sucede mientras el rígido pastor protestante del pueblo impone a sus hijos que lleven bien a la vista “la cinta blanca”, un símbolo que les debe recordar a toda hora el camino de la pureza. Y que es el elemento simbólico al que alude el título de la nueva, magnífica película del austro-alemán Michael Haneke. Rodada en un ascético blanco y negro, que le da una extraña belleza, pero al mismo tiempo la despoja de todo preciosismo formal, La cinta blanca es una película de época que se revela inapelablemente contemporánea. No sólo porque habla del pasado con el mismo grado de verdad con que el cineasta suele abordar el presente, sino también porque –sin que lo enuncie jamás en voz alta– los ecos lejanos de esa comunidad enviciada por valores absolutos de pureza pueden seguir resonando aún hoy como los antecedentes de actuales casos de represión y fanatismo religioso. El film de Haneke habla de un micromundo que expresa una sociedad patriarcal, punitiva, en la que impera un severísimo orden jerárquico y se reprime todo sentimiento. Nada en ese pequeño pueblo parece estar fuera de lugar y, sin embargo, un círculo de malicia, envidia, brutalidad y venganza comienza a ganar a sus habitantes, sumiéndolos en la humillación y la sospecha mutuas. No es el mismo “huevo de la serpiente” del cual alguna vez habló Ingmar Bergman, refiriéndose al nazismo, aunque sus larvas son evidentes, en la férrea disciplina que rige la vida cotidiana del pueblo, en sus rituales de castigo y sumisión, en el anhelo de pureza absoluta en el que son formados sus niños. En La cinta blanca hay algo menos sociológico, menos histórico en un sentido estricto y, por el contrario, más enquistado en la conciencia profunda de una comunidad, como ya sucedía en la notable Caché, donde a través de un único personaje parecía materializarse la vergüenza y la culpa de todo un país, Francia, y toda una generación, la del protagonista, que supo negar un episodio precisamente “escondido”, como fue la matanza de doscientos argelinos en pleno centro de París, en 1961. Con un rigor espartano en su estructura dramática y una precisión y una frialdad quirúrgica en cada uno de sus planos, Haneke nunca cede a la tentación de explicar nada. Por el contrario, su narración va tejiendo un denso, enfermizo tapiz, hecho de infinidad de pequeñas escenas y episodios que van sumiendo al relato en la ambigüedad y en el misterio, al mismo tiempo que todo parece ir cobrando un sentido terrible, como le sucede al narrador del film, el maestro del pueblo. El parece el único capaz de conservar la inocencia, de expresar su amor sincero por una institutriz del pueblo, situación que da lugar a unas escenas de una ternura muy contenida, es cierto, pero también muy raras en un cineasta habitualmente tan cruel como Haneke. Sin embargo, el hecho de que sea ese personaje quien narre la historia desde una voz cascada por la vejez y el paso del tiempo (“No sé si todo es completamente cierto, algunos acontecimientos todavía permanecen en el misterio”, dice al comienzo) propone un distanciamiento frente a la materia dramática que invita a rechazar la identificación con los personajes para privilegiar, en cambio, una reflexión sobre los sucesos narrados. El ritmo del relato, pautado no sólo a partir de las estaciones que marcan los ciclos vitales de la comunidad sino también, y muy especialmente, de sus rituales religiosos (la cruz es un elemento omnipresente en el film y no únicamente en la casa del pastor), contribuye también a preguntarse por el sentido de los acontecimientos antes que dejarse arrastrar por ellos. Lo que, en todo caso, el film de Haneke va descubriendo poco a poco, con un notable entramado formal –que va sumando geométricamente esos episodios de violencia, cada vez más graves y atroces–, es que detrás de esos actos en apariencia anárquicos se esconde un Mal que, lejos de lo que preferiría esa feligresía de un protestantismo extremo, no tiene nada de sobrenatural. Por el contrario, la revelación –en verdad la suposición, así de ambiguo es el film– de quiénes y por qué practican esas brutales acciones disciplinarias no podría ser más inquietante, más revulsiva.
El eje del mal Observador sutil de los mecanismos de poder en la actual sociedad europea, el austríaco Michael Haneke se corre de nuestro tiempo para centrar su relato en una pequeña comunidad del norte de Alemania. La cinta blanca está construida a partir de una rigurosidad tan asfixiante como el clima en el cual se desarrolla. Luego de que algunas de sus joyas hayan sido exhibidas en el BAFICI (Funny Games, Le temps du loup) y del estreno de La profesora de piano y Escondido, llega a la cartelera porteña la película con la que consiguió la codiciada Palma de Oro en Cannes. Ambientada en el periodo inmediatamente anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial, la película es un relato coral que indaga en la cotidianeidad de un grupo de pobladores, interrumpida a partir de unos extraños sucesos. Una serie de atentados y golpizas a niños ponen en superficie a la violencia latente que pareciera obedecer a órdenes mucho más primitivos. Violencia naturalizada en la fragilidad de los vínculos familiares, la doctrina religiosa, y la inestabilidad económica que castiga silenciosamente a los habitantes. El relato está organizado por la voz en off de un maestro, quien rememora este periodo algunos años después. Esta herramienta y el impecable blanco y negro del fotógrafo Christian Berger operan connotando a la historia como parte de un testimonio universal. Pero Michael Haneke es por demás sagaz en la indagación de esta idea. Por un lado, el maestro señala que los hechos no necesariamente son tal cual los relata, indicando desde el comienzo que la inestabilidad de la memoria (la individual y la colectiva) puede jugarnos una mala pasada. Por otra parte, la película se resiste a una tesis unívoca, escapa a la consagración de una idea rectora que simplifique o banalice la cuestión del origen del nazismo. Hay en cada micro-relato un aura de verdad subjetiva, de vacilación entre el drama familiar y la constitución de una personalidad afín con la violencia. No por nada los niños del film serán los jóvenes del nazismo, algunos años más tarde. Hay, también, un señalamiento metonímico de cada micro-relato en relación a una expresión mucho más grande. Tal vez por ello la presencia de los niños resulte fundamental, desde la pasividad con las que los más pequeños parecieran aceptar cada injusticia, hasta la habilidad de los más grandes para sugerir y domesticar cada atisbo de violencia. La cinta blanca es una película de una dureza poco frecuente, no tanto por lo que muestra sino por lo que sugiere. El drama interno de cada personaje encuentra su objetivación en los estallidos de odio que parecieran consolidar un orden autoritario. La trama indaga sobre las redes de complicidad y silenciamiento que hacen posibles esos estallidos, y que cimientan las condiciones de posibilidad para que sean funcionales a un Mal mayor, recién sugerido de forma más explícita hacia el final.
La nueva película de Michael Haneke es dura. El creador de las impecables Funny Games y Caché, trae un cuento que para el espectador medio significarán dos horas somníferas, pero en realidad se trata de un fino retrato de la sociedad alemana corrompida hace casi cien años. El relator y uno de los protagonistas, del cual nunca se sabrá el nombre, es un joven docente que ve con sus ojos que la conducta rígida pero amable de los ciudadanos adultos, desde el barón hasta los chicos, cambia dentro de las cuatro paredes de sus casas. Más aún cuando en el pequeño pueblo en que habitan comienzan a acontecer una serie de accidentes provocados a propósito. Ante todo, es necesario destacar que todo desemboca en la Primera Guerra Mundial, por lo que quizás el contexto violento y tenso de La Cinta Blanca se justifica por la época pre autoritaria en que transita la narración. Algunos de esos elementos explican por qué, a pesar de haber sido la favorita, no se llevó el Oscar que ganó El Secreto de sus Ojos. Es más densa y menos entendible que nuestra representante. El elenco infantil, clave en la historia, está muy bien dirigido. Algunas escenas de sumo dramatismo y fragilidad son llevadas a cabo con mucha veracidad por los talentosos chicos. Lo mismo corresponde a los más grandes, que encarnan tanto personajes inocentes como crueles. La fotografía es una protagonista más. Las imágenes son en blanco y negro, por lo que es difícil en ocasiones leer los pálidos subtítulos cuando las imágenes son del mismo color. La utilización de estos matices extremos hace que cada fotograma sea una belleza. Los paisajes son más ricos de esta manera, y se acentúa la oscuridad o luminosidad (según la situación de cada momento, no precisamente debido a las necesidades de las locaciones) con este recurso. Con una sutileza admirable, el cineasta y también escritor de la cinta, logra tratar temas como la discriminación, el acoso sexual y el incesto sin tener que dejar todo claro en la pantalla. Algunos indicios sirven como información para confirmar aquello que se sospecha. En conclusión: una sociedad que rompe reglas morales, recurre a la violencia con frecuencia y utiliza la fe como momento de congregación y unión.
El film trascurre en un pequeño pueblo alemán, no muy lejano a El Pueblo de los Malditos , en el cual suceden una serie de extraños e inexplicables sucesos producto de la sociedad represora , todo esto en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Rodada en blanco y negro, lo cual resalta su fotografía, Haneke va uniendo las historias de diferentes personajes: como lo son el maestro de escuela, quien relata en voz en off, el barón: preso de su imagen, el pastor de la iglesia: pesadilla de todo niño, el doctor viudo: la viva imagen de la perversión y los niños.... oh, los niños. Todos tienen su porque para justificar sus actos, a todos les paso algo, a todos les va a pasar algo peor. No es fácil sostener una misma posición durante toda la película, primero uno trata de armar un camino de acciones buscando la entrada, la mecha, el latigazo, la bofetada... también se busca a un salvador, ese personaje que cursa el camino del héroe, que no nos defraudará... pero no. Es erróneo pensar que esta es la llave para entender el pensamiento, el accionar: el horror Nazi. El director de Funny Games hace más de 10 años que trabajaba en este proyecto y vuelve a caer en los mismos temas, la violencia y la culpabilidad.... pero aquí se pone el acento en la perversión de una manera inusual: como parte de la vida. Nadie se salva, a todos les toca. Das weisse Band es la cinta blanca sinónimo de pureza que el padre le coloca a su hijo recordandole que esta a prueba y debe llevarla atada a su brazo día y noche, hasta que vuelvan a confiar en el. El tiempo pasa lentamente, el maestro decide contar como se van sucediendo los hechos al ritmo de las estaciones, la mirada de los Deutsche Cuckoos por momentos es difícil de sostener, pero igualmente el relato atrapa. Finalizo recordando que fue uno de los films nominados a mejor película extranjera para los premios Oscar 2010 y ganadora del Globo de Oro 2010 Mejor película extranjera, premio a la Mejor Fotografía otorgada por la Asociación Nacional de Críticos de EEUU entre otros premios.
El autor político. La última película de Michael Haneke, que transcurre entre 1913 y 1914 en una aldea del norte de Alemania, está tan lejos de ser un típico film de época como de representar una alegoría sobre los orígenes del nazismo. La cinta blanca es coherente con una obra sólida y rigurosa que, más allá del momento histórico y geográfico en que se desarrolla cada película, interroga el presente y revela con su cámara situaciones que invariablemente nos incomodan. Un cine político que se zambulle en el horror cotidiano con una extraña holgura, toma distancia del sujeto y genera una reflexión sobre los cánones establecidos. La puesta en escena depurada y compuesta por largos planos fijos, está siempre en función de su tema por excelencia: la violencia como consecuencia lógica de un sistema social y económico disfuncional. Una historia alemana (de niños). Desde el primer plano, Haneke los ubica en el centro del relato. Los rostros indescifrables de esos niños rubios son el eje del misterio, partículas indefinidas alrededor de las cuales se mueven cuerpos más grandes: los padres, la iglesia, la nobleza, la escuela, la medicina y la policía. El rigor protestante de la comunidad genera una construcción social falsamente homogénea y funcional en la que cada uno ocupa su lugar, desempeña su papel y no sobrepasa su condición. Pero el orden es minado poco a poco por una anarquía profunda que revela la verdadera naturaleza de la sociedad, y pronto los acontecimientos asumen el aspecto inquietante de una condena eterna. La cinta blanca, como todas las películas de Haneke, posee una mezcla paradójica de control absoluto y apertura del sentido. Su confección meticulosa y obsesiva no impide que parte del relato policial quede sin resolver. La intriga crece, pero en lugar de encontrar una respuesta descubrimos las miserias de los habitantes del pueblo. Aunque los enfoques, el montaje, la luz y los actores estén dirigidos con una precisión escalofriante, el relato conserva zonas difusas e inciertas. Ética de la representación. El maestro de la escuela es el único adulto al que la película le otorga una mirada ambigua. El joven lleva la voz en off del relato (es el encargado de interrogar el espanto) y protagoniza escenas sentimentales de gran nobleza aunque, a la hora de la verdad, abandona el terreno del crimen en lugar de cooperar. Por el contrario, la brutalidad del pastor y el regente con sus propios hijos no tiene matices y determina la supresión de los deseos y la voluntad. El uso del fuera de campo, que sirve para alimentar la intriga cuando los episodios misteriosos se suceden entre las imágenes, tiene también un valor ético cuando estallan los accesos de violencia física. En este sentido, la escena de fuerte anclaje bergmaniano en la que el médico tortura verbalmente a su amante, resulta mucho más chocante que los múltiples castigos físicos que ocurren a puertas cerradas. La elección del blanco y negro evita el falso naturalismo, acentúa la distancia en el tiempo y marca el ahogo de las pulsiones y de los sentimientos. La impecable reconstrucción histórica va en la misma dirección, asimilando la incomodidad de la vida diaria a la fealdad de la arquitectura y los mobiliarios. La extensa profundidad de campo, las hábiles elipsis, la ausencia total de música y la perfección cromática constituyen una puesta en escena precisa que permite descubrir algunas verdades desagradables que yacen bajo el barniz de la civilización. Es entonces cuando la paradoja del cine de Haneke se fortalece y su espléndida forma contribuye del mismo modo a enredar la mirada, distraer el sentido y propagar una extrañeza inquietante.
La cinta blanca transcurre en los meses previos a la primer guerra mundial, pero mostrando a una generación que fue protagonista de la siguienta guerra, la de Hitler. Eso es lo más interesante de la historia, y es lo que quiso mostrar el director al contarla. No es una trama apasionante por algo en particular, ni tampoco van a encontrar una línea sobre algo específico. Sin embargo, va contando distintos hechos en un pequeño pueblo, con todas las clases sociales concentradas en un pequeño espacio, y conociéndose todos. A simple vista podría ser un relato lento, pero ahí es donde el guión marca una diferencia, con distintos hechos que la pueden acercar un poco a una película de suspenso, y de esta manera haciendo pasar con buena y regular velocidad las dos horas y monedas que dura toda la historia. La película es una Polaroid de una sociedad, que a la distancia uno puede notar el grado de intolerancia, discriminación e hipocresía que fluyó naturalmente para que un tipo como Hitler llegara a ser elegido por el pueblo alemán como su líder. Y al ser un reflejo de un momento, no tienen que esperar un final super claro y revelador, ya que toda esta historia termina casi 30 años después. Una película como Traffic de Soderbergh también fue la muestra de algo que sucedía o sucede. Son historias de las cuales uno ya sabe datos secundarios y las consecuencias de la misma. No confundamos con esas películas, donde el director dice que quiere dejar al espectador reflexionando… y lo que sucede es que uno se pregunta en realidad para que se hizo. La cinta blanca cumple con su propósito con creces, y no aspira a más nada. Además visualmente es maravillosa, con su blanco y negro que no tiene grandes contrastes, pero que es de una suavidad y pureza que no debe haber sido casual. El director se luce con el uso de la cámara, que no es para nada “moderno”, pero que no deja de seguir a los personajes, mostrando perfectamente sus rostros o el entorno que los rodea. La cinta blanca está claro que no será pasión de los grandes públicos, pero es una película que justifica todos los premios internaciones importantes que tiene.
Detrás de las apariencias Ganadora de la Palma de oro en Cannes 2009 y nominada a mejor película extranjera junto a la finalmente ganadora El Secreto de Tus ojos, La cinta blanca, del cineasta austríaco Michael Haneke (Cache, Funny Games, La profesora de piano) es un análisis sobre el origen de la violencia en la sociedad. La historia transcurre en un pueblo rural entre 1913 y 1914, a instancias de la Primera Guerra Mundial. Los habitantes de esa comunidad cerrada y enigmática, profesan la religión protestante y una educación rigurosa. Donde todo parece controlado y calmo se van sucediendo distintos episodios accidentales de manera misteriosa. A través de un narrador en off que cuenta aquellos episodios, Haneke nos introduce en una comunidad que responde a patrones muy particulares donde resulta natural aplicar métodos abusivos en la crianza de los hijos: violencia psicológica, física, castigos y perversiones. A partir de una mirada ácida y verista, Haneke logra, con maestría, indagar en los orígenes fundacionales de la violencia. Una violencia latente que dará lugar a cualquier otra clase de fanatismo, entre ellos el nazismo, en respuesta a una represión y sometimiento constante. ¿Cómo crecerá esa generación temerosa y obediente?. ¿Se vengarán para liberarse? Nadie puede salir ileso de la culpa y los estigmas. El film logra generar una atmósfera por momentos claustrofóbica, donde los secretos y la complicidad forman parte de su universo. Desde el registro de las acciones más perversas a las sutilezas más cínicas el relato se vuelve circular y enigmático. Haneke, uno de los grandes cineastas europeos de la actualidad, hace una aguda autocrítica de la sociedad en la que todos son cómplices y responsables de su pasado y presente.
Los claroscuros de la perversión Una lectura apresurada sobre la obra del director austríaco Michael Haneke trazaría como uno de los tópicos recurrentes la violencia en todas sus expresiones. Sin embargo, desde la fundadora Horas de Terror (Funny games, 1997) hasta la fecha lo que el realizador explora desde su cine en realidad se circunscribe -en profundidad- a desnudar aspectos de la condición humana, entre los que puede encontrarse la maldad en todas sus formas, incluida la perversión y la violencia, más que como un efecto aventurando hipótesis de sus causas y consecuencias. Podríamos decir entonces que para el director de Cache / Escondido no existe pureza alguna ni absolutos que no sufran naturalmente cierta metamorfosis hacia lo oscuro, lo enfermizo, como representación simbólica de la libertad. Si el hombre nace malo o se vuelve despiadado cuando entra en juego la sociedad, con sus códigos y reglas represivas, es algo que a Haneke no le preocupa demasiado porque huye de los determinismos y así evita (conceptualmente hablando) el salvoconducto de la redención condenando a sus criaturas a la responsabilidad de sus actos o a la faz menos feliz del libre albedrío. Ahora bien, sin este prólogo sería realmente difícil comprender el complejo tejido que urde la trama de La cinta blanca, su último opus ganador -entre otros premios- de la Palma de oro en el Festival de Cannes 2009. Aquí el cineasta apela a lo micro para adentrarse en lo macro; reflexionando sobre la facilidad con que penetran los totalitarismos en las sociedades patriarcales. Sin duda, el ícono más representativo del régimen totalitario sigue siendo el nazismo, y en este caso particular se desliza su germen como conclusión implícita del relato que va, por supuesto, más allá del particular. El título hace alusión a un brazalete que se ponía a los niños, principales protagonistas de esta obra, para recordarles y afirmar su inocencia y su castigo si llegaran a desviarse de los caminos de Dios. Precisamente en un doble rol de víctimas y victimarios son los pequeños aquellos que atizan las brasas que calientan el caldo de cultivo que inunda la apacible tranquilidad de una comunidad protestante en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Allí, una seguidilla de misteriosos actos aberrantes pone en jaque la autoridad del Señor noble (recordemos que se trata de una sociedad patriarcal) con la inminente amenaza de levantamiento de los campesinos. De todos los lugareños preocupados por la incesante aparición de niños maltratados, el profesor es quien comenzará a escarbar en la superficie para ir revelando secretos y miserias de los habitantes hasta llegar al escalón más alto de la pirámide social, cuyos pilares no son otros que la educación y la religión en sus aspectos más peligrosos. Envuelto en una constante tensión y ambigüedad y fotografiado magistralmente en blanco y negro, el film plantea un relato coral narrado por el profesor ya envejecido que recuerda aquellos sucesos sin poder asegurar si fueron o no verdad, recurso ejemplarmente utilizado por el autor para sumir a la historia en un terreno de abstracción que transforma cada acción y personaje en señal o símbolo de algo más difuso y no tan terrenal, como sucediera por ejemplo con Dogville de Lars Von Trier; película con la que comparte varias ideas pero cuya mayor diferencia en este caso obedece al registro naturalista y no representativo. Por su grado de audacia y complejidad narrativa estamos en presencia de una obra maestra de este polémico artista, quien además de hacer buen cine es filósofo y psicólogo; rótulos académicos que lo convierten en un inflexible observador de la condición humana y un principal transgresor de las convenciones sociales, que cuando se vuelven absolutas resultan nefastas para la libertad de pensamiento.
A pesar del estereotipo de centrar una historia deliberadamente alegórica sobre el origen del “totalitarismo civilizado” en un pueblito luterano de la Alemania previa a la Primera Guerra Mundial, la última película de Michael Haneke está al nivel de Escondido (Caché, 2005) y La profesora de piano (La pianiste, 2001). La carrera del austríaco es sinónimo de una pretenciosa irregularidad, pensemos sino en las fallidas Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages, 2000), El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003) o ambas Funny Games (1997 y 2007). Aquí entrega su realización más madura en términos narrativos, incluye una inesperada relación romántica y una vez más consigue muy buenas interpretaciones del elenco en su conjunto. Adoptando una perspectiva realista y dejando de lado buena parte del formalismo hueco y las contradicciones ideológicas del pasado, tenemos una obra tradicional y poco imaginativa pero compacta desde lo narrativo: viniendo de un diletante del “extremismo europeo” como Haneke eso ya es algo...
Cine para chicos pomposos En la que probablemente sea su mejor película, Caché, Haneke se jugaba del todo por la ferocidad de la mirada y la explosión de la violencia, apostaba como pocas veces antes a la inteligencia del espectador y dejaba de lado la exposición for dummies de temas “importantes”. Con La cinta blanca, Haneke ha vuelto a seducir a quienes creen que las películas son mejores si tienen más sordidez y, sobre todo, más literalidad para machacar en sus ideas. La cinta blanca es una gansada elegante, disfrazada de gran cine, hecha con prolijidad y mano férrea, con esa tan mentada rigurosidad (rigor artis, rigor mortis) con la que se pueden hacer grandes películas y también asfixiantes banalidades. Ya con Funny Games Haneke había seducido a quienes creen ?a priori? que una película europea es más “profunda” que una americana, aquellos que asocian a Europa con la palabra film y a Estados Unidos con la palabra película, mientras creen secretamente que “film” tiene un aire más prestigioso. En 2001, escribí esto sobre Funny Games (la versión austríaca): “Funny Games (Horas de terror, 1997) comienza con el plano aéreo de un auto que lleva un bote por una hermosa ruta. Adentro del rodado va una familia de vacaciones, el hombre y la mujer desafían su conocimiento de música clásica y ópera, y el rubio niño mora en el asiento trasero. Y se vienen los títulos a todo metal en la banda sonora. Claro, es una película de asesinos psicópatas. Cualquiera que haya visto dos psychothrillers americanos estará familiarizado con el plano aéreo, la salida de la ciudad y el heavy metal. Pero Haneke no hace cine americano, hace otra cosa, y se ocupa de marcarlo. Supuestamente, reflexiona acerca de la realidad y la ficción. Sobre el final, uno de los malos (que ya miró dos veces a cámara para delatar claramente el dispositivo) decide que así no son las cosas, toma el control remoto, rebobina la película que estamos viendo y cambia el relato. ¡Ah, osadía del ‘cine arte’! El mundo según Wayne ya lo había hecho en 1992 y con mayor intensidad. (...) Luego del asesinato del niño, la cámara se queda varios segundos encuadrando un televisor encendido que chorrea su infantil sangre.” Frente a estas películas, muchos espectadores ya grandes se sienten como chicos que buscan la aprobación del adulto con poder de sanción artística o intelectual (en este caso el maestruelo Haneke): Haneke les revolea alguna idea sobre la violencia en el mundo, agrega dos o tres gotas de supuesta reflexión sobre la televisión y el cine de Hollywood, y estos adultos deseosos de interpretar temas supuestamente importantes servidos en bandeja se sienten satisfechos. En La cinta blanca, una película hecha para seducir jurados y espectadores que buscan status de serios pero que son como chicos pomposos deseosos de un felicitado, Haneke tal vez intente ser el Bergman de El huevo de la serpiente (una de sus películas menos logradas), y el gran sueco sale muy bien parado en la comparación. También podría decirse que intenta ser el Carpenter de El pueblo de los malditos y... bueno, tal vez no sea del todo justo comparar a un esforzado vendehumo como Haneke con un cineasta extraordinario como Carpenter. La cinta blanca es una sucesión de momentos sórdidos con una excepción en el minuto 119’ (el nene que le regala el pajarito al padre; pero claro, está al servicio de una situación prefabricada para mayor sordidez). Ese mundo sórdido de la década del diez del siglo XX será, para quienes sumen edades y se sientan satisfechos de su sagacidad, el huevo de la serpiente del nazismo. Claro, estos nenes jodidos de más o menos doce años serán los adultos nazis a fines de los años treinta. Ah, qué idea sofisticada. Y medio giluna, por otra parte: estos pibes de La cinta blanca se rebelan, y si la maquinaria nazi funcionó lo hizo en buena medida gracias a la falta de rebelión y a la capacidad de seguir cualquier tipo de orden de muchos de los involucrados. Los adultos de La cinta blanca, por su parte, también son unos hijos de mil puta, y les hacen a los chicos todas las crueldades posibles, y también son crueles entre ellos (la última conversación entre el médico y la comadrona es digna de una parodia). Todas estas crueldades se presentan mediante múltiples historias de distintos personajes que se imbrican en una estructura de bloques, con los puntos justos para el corte comercial, muy al estilo telefilm de gran producción o miniserie cara, filmada con brillo, con buenos encuadres, con referencias pictóricas (ver la foto, que es parecida a Las espigadoras de Millet). Dirán que “esto es cine”, y algunos citarán el “uso del fuera de campo”. Claro, de muchas situaciones de violencia solo vemos el resultado: ahí está el plano detalle de los ojos lastimados del chico con atraso mental, y ahí Haneke aprovecha para acercar la cámara con todo, para impactar arteramente en esta película de la que dicen que es distinta al cine de Hollywood (sí, es distinta al buen cine de Hollywood). Pero aceptemos que Haneke decide dejar los hechos de violencia “fuera de campo”. Sí, mayormente lo hace, el tema es cómo lo hace. Hasta para el fuera de campo hay trazo grueso en La cinta blanca: sabemos que el hijo mayor del pastor será castigado por su padre con 10 azotes. Lo vemos entrar al cuarto en donde será castigado, la puerta se cierra y no vemos lo que sucede (ah, la violencia fuera de campo). Luego el pibe sale, cierra, camina hacia otra habitación, y busca (ah, fuera de campo) la vara con la que será castigado. Entra entonces otra vez a la habitación en donde será castigado, cierra la puerta (ah, el fuera de campo), y escuchamos cuatro gritos debidos a cuatro azotes (AH, EL FUERA DE CAMPO). Y así procede Haneke con demasiadas cosas en esta película que vende sofisticación y sutileza pero que es como un elefante (blanco) en un bazar. Todo sea para que se entienda, ¿vio?: se repite lo que simboliza la dichosa cinta blanca; el médico es cruel hasta la parodia con la comadrona; el personaje que dice “asesinaron al archiduque en Sarajevo” parece ser un personaje-wikipedia (hace décadas se habría dicho “personaje-Manual Estrada”). Y ahí hay una referencia para el regocijo de los chicos pomposos de la platea, que se sienten reconfortados porque ellos saben que eso fue el detonante para el inicio de la Primera Guerra Mundial. Para terminar, creo que este agudo párrafo del crítico chileno Héctor Soto sobre Bailarina en la oscuridad se aplica perfectamente a La cinta blanca. “Es el problema de todo antimodelo. Donde había blanco hay que poner negro; donde había glamour, que venga la fealdad; donde había fantasía, acá está el sadismo y el espanto. Ok. Pero, ¿y dónde había trampa? Muy fácil: Bailarina en la oscuridad coloca otras trampas. Miren qué gracia: a la inmoralidad de hacer creer que la vida es demasiado fácil opongamos la de hacer creer que sencillamente es un horror.”
Obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes y era la firme candidata a alzarse con el Oscar a la mejor película extranjera (que finalmente ganó “El secreto de sus ojos”). La filmografía de Haneke, un alemán sesentón criado en Austria, tiene como temas recurrentes la violencia y la culpa, como lo demostró en títulos inquietantes (“Funny Games”, “La profesora de piano”, “Caché-Escondido”). Acá apunta a las raíces del nazismo, como ya lo hiciera Ingmar Bergman en “El huevo de la serpiente”. La acción transcurre en un pueblo protestante del Norte de Alemania, entre 1913 y 1914, en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Protagonistas: un noble barón de la región, el pastor a cargo de la iglesia, los niños del coro, un médico viudo y un maestro recién llegado. Una serie de incidentes con las características de un ritual de castigo conmueven a la comunidad. Haneke pone el acento en el agudo retrato de una sociedad represora, que encontrará su abominable culminación en el nazismo. Y bucea sin piedad en los comienzos de ese movimiento. Antes de la Primera Guerra, el protestantismo religioso era severísimo. Los chicos eran educados bajo una disciplina feroz. “Quienes estaban en el poder, inculcaban a las criaturas una rígida moral que desmentían con sus actos”, subraya el director. Veinte años más tarde, esos chicos se convertirían en justicieros: “Creían ser la mano derecha de Dios”, sostiene. Filmada en blanco y negro, con un elenco juvenil de actores no profesionales, la película estremece y nos lleva a pensar que ese horror podría reinstalarse. La perversión anida en la naturaleza humana, más allá de las mejores intenciones, insiste Haneke. Una mirada lacerante que compromete a todos.
DE ÉTICA, ESPÍRITUS Y RELATOS ASCETAS Aclamada por la crítica y premiada en Cannes, la última película del director Michael Haneke, La cinta blanca, busca erigirse como una radiografía de la sociedad alemana en la que se gestó el nazismo. El depurado relato no alcanza sin embargo a cubrir con tan pretenciosa tarea, muy a pesar de su esmerada estilización. A principios de s.XX, el economista y sociólogo alemán Max Weber escribió unos ensayos que se publicaron durante dos años en una de las revistas más prestigiosas de Alemania y luego, en forma de libro, con el título: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El autor planteaba allí una tesis que se convertiría en una de las teorías que más polémicas ha desatado en el ámbito de las ciencias sociales sobre la relación entre la ética del protestantismo y el espíritu del sistema capitalista. Como consecuencia de las excesivas reediciones y traducciones de los textos, los detractores de la teoría weberiana vieron en la misma un intento por refutar la teoría marxista del materialismo histórico. Una interpretación que estaba lejos de la intención de Weber, quien no pensó su tesis –que concibe una visión causal idealista de la historia y la cultura–, como la refutación de la teoría materialista que argüía su compatriota Karl Marx, sino como una vertiente más en el arduo y complejo proceso de pensar los procesos históricos. A grandes rasgos, lo que Weber había observado y aquello que lo llevó a escribir sus ensayos fue que la ética de la religiosidad protestante (principalmente en sus líneas calvinista y luterana) había contribuido a la expansión del capitalismo por cierta afinidad con su “espíritu”. Cabe aclarar que Weber no consideró que el capitalismo fuera la consecuencia necesaria del protestantismo, sino que ambos estaban imbricados por una mera “afinidad electiva”. O sea que lo que Weber halló en la ética de la religión protestante fue una condición ideológica propicia para que el capitalismo evolucionara de la forma en que lo hizo, pues el ascetismo intramundano y la santificación del trabajo, dos principios básicos de dicha corriente religiosa, que conjugados con otras variables –como la económica, por ejemplo– propiciaron en determinado momento histórico las condiciones para el desarrollo del capitalismo moderno. Michael Haneke, el reconocido director de cine austríaco (aunque nacido en Alemania), que cuenta en su haber con los más altos galardones del cine europeo y con el beneplácito de la crítica especializada, intenta en su última película, La cinta blanca, demostrar su versión de la tesis weberiana al pintar el fresco de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. Filmada en un depurado blanco y negro, cuya estética no puede dejar de compararse con la de Dreyer (con la salvedad de que en este caso fue rodada en color y luego, en postproducción, convertida), con una cámara que casi no se mueve en pos de escrutar cada mínimo gesto de los personajes o de remarcar su ausencia en el plano, con una banda de sonido sin estridencia alguna, como si con la sordidez de ese mundo visual monocromático bastara para generar la inquietud que se busca producir, La cinta blanca intenta erigirse en una radiografía de una sociedad en la que se gestó uno de los regimenes políticos más nefastos y oprobiosos de los que la historia de la humanidad puede dar cuenta. Sin embargo, no son tan claros los aciertos, pues, así como los detractores de Weber creyeron ver en su visión idealista de la historia la refutación de la teoría materialista, Haneke peca aquí por defecto al dejar de lado algunas otras cuestiones que se pusieron en juego en aquella época para dar nacimiento a tremendo horror, y deposita solamente en cierta ética religiosa las raíces ideológicas del nazismo. Un análisis un tanto reduccionista si uno se pone a pensar que este tipo de recortes sociales se podría hacer en muchos otros países de fuerte raigambre protestante en donde el nazismo no pudo afianzarse como lo hizo en la Alemania de la Segunda Guerra (el caso de Inglaterra es uno de ellos), o bien, en cientos de comunidades actuales en donde la educación y la religión siguen funcionando con una doble moral, en base a una culpa fundacional que gobierna todas y cada una de las acciones y un alto grado de perversidad e hipocresía (las noticias diarias sobre los curas adictos a la pedofilia es apenas la punta del iceberg de creencias y estructuras religiosas que se hunden en el anacronismo, la falta de ética y la detentación de un poder enfermo y maquiavélico). Haneke inclina la balanza, al juzgar los motivos que dieron origen al régimen nazi, por la ideología que sustentó una educación severa y de un fuerte ascetismo religioso, y desdeña el gran factor económico, producto de la nada despreciable derrota del Imperio alemán a manos de los Aliados, en 1918, cuando finaliza la Primera Guerra Mundial. La Historia es más compleja de lo que parece. El relato de La cinta blanca está construido en base a cuatro personajes, tres de los cuales son parte de un mismo lado de la moneda y el cuarto es su reverso. El médico, el pastor y el dueño de la estancia en donde se emplean todos los habitantes del pueblo son los arquetipos del mal, los modelos de los que la película se sirve para mostrar la doble moral, la falta de ética y de escrúpulos, la severidad educativa y religiosa, la represión sexual y la carencia de ella, la hipocresía, y la explotación feudal que imperaban en esa comunidad, modelos que a su vez son los que tallarán el espíritu de esos niños –pequeños perversos polimorfos–, la generación venidera. El cuarto personaje, el maestro del pueblo, que es quien nos conduce por el relato con su voz en off, cumple la función de marcar los buenos valores, la senda correcta de la que la sociedad terminará por apartarse con la intensidad de una caída por un barranco. El ascetismo que Haneke le carga a la puesta en escena y a toda la dimensión del relato es afín a ese ascetismo que caracteriza al dogma protestante, una decisión que si bien está en concordancia con el tema, le quita la posibilidad a la película de generar algún tipo de emoción o empatía, por el contrario, el distanciamiento es total, no sólo respecto de los personajes, sino también respecto de la historia e, incluso, del drama o de la visión nefasta que plantea sobre la sociedad que se retrata. Viniendo de cualquier otro director, uno podría imaginar que éste es un recurso estilístico, una elección estética en sintonía con el tema al que la película alude, sin embargo, tratándose de Haneke, ésta parecería que es la única manera en que puede filmar, ya que el mismo efecto (por defecto) producen sus films anteriores La profesora de piano (The Pianist, 2001), Escondido (Caché, 2005) o Juegos Perversos (Funny Games, 1997). Michael Haneke se parece más a un sociólogo que a un realizador cinematográfico, busca hacer cuadros de situación, pequeñas e insidiosas disecciones de temas sin llegar a producir emoción, aunque sí cierta sensación de repugnancia o rechazo por todo aquello que sus imágenes sugieren. Pero con ello no alcanza, sobre todo porque además sus películas dejan sin resolver –en la mayoría de los casos– la poca intriga que sus tramas generan. Algunos podrían decir –de hecho el propio director lo ha declarado así en más de una oportunidad– que está más interesado en plantear los conflictos que en resolver las tramas. Pues bien, frente a esto uno también podría pensar que en realidad no sabe cómo hacerlo, no sabe cómo darles un cierre a las historias sin que eso implique que pierdan peso o espesura los temas. Pero parecería que es más sofisticado decir que lo que se busca es perturbar al espectador, plantear preguntas más que respuestas. Lo cierto es que puede hacerse todo eso y aun asi, encontrarle finales a las historias, finales que se ocupen de atar los cabos sueltos de la trama; la tarea más compleja a la que se enfrenta cualquier narrador (ya sea cineasta o escritor) y la que más se elude en el cine independiente actual. Haneke, quizás, debería animarse a traspasar ese “ascetismo intramundano” que caracteriza a sus películas y ponerles un poco de pasión, de fuerza vital, aun cuando su mirada se siga depositando en las mismas miserias del alma humana, y aun también cuando acierta a convertir la cinta blanca en una ingeniosa y triste metáfora de la cruz esvástica y de la estrella de David que tanto unos como otros portaron (en el segundo caso, “debieron” portar) en brazaletes durante cierta etapa negra de la Historia.
Tuvimos la ocasión de asistir a la película de apertura Festival Cinematográfico Internacional de Uruguay, y con ella, la oportunidad de sopesar nuevamente a la reciente ganadora del Oscar, El secreto de sus ojos. Es que La cinta blanca, la película del Michael Haneke ganadora de la Palma de Oro en Cannes exhibida en la Cinemateca de Montevideo, era la candidata más firme para quedarse con la estatuilla que resultó en manos de Campanella. ¿Injusticia? Tal vez, ¿pero de cuántas está hecha la historia de Hollywood? El filme trabaja a partir de una hipótesis muy clara: la estricta educación familiar proyecta en un grupo de niños y adolescentes, un perfil temerario, ignominioso, cruel, un panorama que les templa el carácter como posible antesala a los años de horror del nazismo. Los acontecimientos que se narran están marcados por crímenes y hechos de violencia cometidos misteriosamente mientras se suceden, a modo de espejo atroz, los golpes de vara y carradas de desprecios y de castigos inmisericordes. En el tiempo lento y envolvente de La cinta blanca, alumbran las bestias. El riguroso blanco y negro de la fotografía, la tiñen de un indudable tinte reminiscente de cine alemán. Con un ritmo mirífico, Haneke nos sumerge en las razones por las que víctimas pueden convertirse en victimarios, nos lleva allí donde germina el odio, el desencanto y el sadismo ante el panorama de los ideales torcidos, del pensamiento miope, la moral atornillada a los dogmas asfixiantes… una olla a presión que, si explotara, lo encontraríamos lógico. Basta ubicar en 1913 el film en un pueblecito protestante del norte de Alemania poco antes que se sacuda todo el continente, para saber que todo finalmente explota y que el film se transforma en una profecía autocumplida. Claro que eso no quita la contundencia, y la indudable maestría con la que el director crea el clima de La cinta blanca. Una película en la que recae el peso dramático, no en un niño o en dos, sino aproximadamente en más de diez actores entre niños y adolescentes que protagonizan con una intensidad y realismo pocas veces o nunca visto en el cine. En una escena, un niño de 4 años en medio de lo que se supone la noche, baja las escaleras buscando entre sollozos a su hermana. El miedo de su rostro y el hilo de su voz traslucen el horror que se intuye, se avecina, se concreta. El niño, tras una puerta, encuentra a su hermana en una pose sexual – sugerida - con su padre, el prestigioso médico del pueblo. La inocencia y el terror por lo descubierto, derrama en su ser una angustia que nos hace temer por lo que pueda desencadenar en el futuro. La hipótesis de Haneke recorre un camino similar al de Emile Durkheim con la teoría acerca del suicidio. Así como el interés del sociólogo francés no era desenmascarar individualmente las causas del suicidio sino colocarlo como indicador social de la relación entre el desarrollo capitalista y el orden social, el director austríaco enmarca la escalada de violencia y atrocidad también como signos de una sociedad que está enfermando. Los más pequeños son el síntoma, el lente donde pone la lupa el film para mostrar las grietas de la cohesión social que contienen el coctel letal que combina represión, frustración y violencia. Un personaje, tal vez demasiado limpio, funciona como alguna excepción al horror desempolvando a la doble moral del pueblo. Se trata del maestro de coro que es también el narrador de la historia. Su rol conserva algún halo de prestigio aunque no parece portar los hilos del poder, de índole tradicional - la ley permanece ausente- como lo hacen el frío barón (quién ostenta también el poder económico), el pastor protestante (el más severo y desalmado), el capataz (bestial) y el médico (un perverso obsesionado con el sexo). Sin dudas, el poder en buenas manos. Muchas preguntas sobrevuelan La cinta blanca. ¿Existe la crueldad sin conciencia, sobre todo cuando se sospecha que quienes la ejercen son niños?, ¿la falta de leyes y de autoridades formales, provoca la criminalidad como una manera de justicia por mano propia?, ¿la religión protestante incita al libre albedrío?, ¿niños educados con una moral rígida, reproducen un modelo social hipócrita e intolerante? Y algo más, ¿todo esto es la semilla de un régimen totalitario? La discusión está abierta. Haneke no se preocupa, está acostumbrado a sembrar polémica con sus películas.
¿Calma en la superficie? Durante una clase de catecismo, una chica aelaman que estará entrando en la adolescencia, trata de mantener la calma entre sus alborotados compañeros. No puede, y es reprendida por su padre, que es además, el profesor y el Pastor de la pequeña comunidad. La chica, cansada un poco por los abusos disciplinarios de su estricto padre, se desmaya. Sabemos, por su manera de ser, que eso no terminará ahi. Habrá una venganza, y será la explosión de odios y reconres, contra un tercero, totalmente ajeno a esos problemas. Esa es una de las tantas (sub)tramas que hacen de La cinta blanca (titulada así por el listón que debían usar los niños para recordar la pureza) una película imperdible. Poderosa, tensa, de autor. Pero cuidado: no es para mí la mejor de Michael Haneke. Pareciera que entre tanto decorado, tanto vestuario y recreación de un pueblito de inicio del siglo XX, el alemán director de Caché - Escondido y La pianista pierde un poco el ritmo. El film dura dos horas y veinte minutos, aproximadamente, pero se siente un poco más largo, quizás también por la frialdad del relato y la ausencia de música. Claro que también, el impacto emocional e intelectual que ejerce al terminar, es mucho mayor que la mitad de las películas que acostumbro a ver. La idea que propone Haneke es la siguiente: esta acumulación de odio, de resentimiento, es lo que podría haber sido la antesala del nazismo. O de los nazis. La cara de un chiquito hostigado mentalmente por su padre, es una de las imagenes más potentes del año pasado. Podríamos pensar que es el huevo de la serpiente. Tampoco es casualidad la ubicación y el tiempo en el que se ubica la historia. La película está en blanco y negro, y su fotografía es imponente. No sólo por los paisajes de la campiña alemana, sino por cada plano que esconde terribles sucesos. El fueracampo siempre fue un arma que Haneke utilizó muy bien. Los mejores momentos son aquellos donde la escencia retorcida y perturbada de Michael Haneke se esparce. Si en Caché la sensación era que el peligro podía estar al acecho, listo para explotar en cualquier momento, acá la sensación es que estamos asistiendo a la génesis del mal, y no podemos hacer nada para impedirlo. Una impotencia que también sufre el joven protagonista, un profesor que sólo quiere construir una prolífica relación amorosa con la jovencita Eva. Hay muchas subtramas y casi todas están entrelazadas. Una multiplicidad de voces y miradas que recuerda, un poco, a Robert Altman. Con menos éxito, claro, trata de ir al corazón de las relaciones entre diferentes clases sociales. Uno de estos momentos tiene lugar luego de una pequeña celebración en la mansión del Barón y la Baronesa de la comunidad. Alguien del pueblo, aparentemente no muy contento con los dos, se encargó de destruir toda la cosecha. El mal latente. Una secuencia con un timming fabuloso, y que devela los mecanismo para el ojo ejercitado en el cine del director de Funny games tiene lugar cerca de un lago. El niño rico está alegre con su flauta. Pero el ritmo enloquece a los hijos de los peones. Algo pasará. Seguro. Si bien con el correr de los días La cinta blanca creció en mi cabeza, volviéndose cada vez más fascinante, tengo que ser justo y admitir que hay un par de cosas que no me convencieron. En primer lugar, Haneke tienen (o siente) la necesidad de incluir una historia romántica entre dos personajes benévolos, como para lograr la empatía y el calor con el público. Está bien, decididamente no es esta una película masiva, aunque si una más "digerible" que Caché. El mismo director se encargó del guión, y se nota en algunas situaciones demasiado explicativas o relatos truncados por una voz en off que es la del protagonista, a una edad mucho más avanzada. Y a veces (sólo a veces) me surgió la incómoda idea del síndrome scorsese: pareciera que con tanta producción, con "tema importante" y actores alemanes reconocidos que se mezclan con nuevos intérpretes (la mayoría de los niños, surgidos de un inmenso casting) para obtener algún premio grande. La Palma de Oro la obtuvo en Cannes, y hasta la nominación al Oscar, en la que muchos predijeron una victoria y asi, una especie de vuelta al reconocimiento de grandes autores extranjeros que son la alternativa al cine de Estados Unidos. Un año más, ganó una película que, por el contrario, se amolda perfectamente al tipo de cine de Hollywood. Pero la sorpresa que da Haneke es, como Tarantino el mismo año, utilizar un subgénero que ultimamente rondea lo solmemne e insoportable (pero que parece para los académicos, importante per se, vean sino The reader) y convertirlo en una suerte de despedida inteligente y elegante. Sí, hay muchos directores que ya usaron una temática similar, pero vean este film, y digánme si no les queda la sensación que, al conocer lo que vendrá luego de los créditos, esta vez, la conclusión es el inicio. La historia tiene ribetes del policial poco convencional cuando los siniestros aumentan. Desde brutales castigos corporales a los pequeños de la aldea, hasta un granero en llamas. ¿Acaso son capaces los niños de esto? Todos los indicios apuntan a ellos. Y hay algo bastante perturbador en ese pensamiento. Pero tampoco los adultos están limpios: el doctor del pueblo sufre un "accidente" a caballo en el inicio. Cuando se recupera, descubrimos que el hombre no es precisamente ningún santo, y razones para atentar contra él, sobran. En ese mundillo de hipocresía, el rey es el Pastor. Lo que lo hace un personaje tan interesante, es, como todo buen villano, que hace lo que cree correcto. Cuando castiga a sus hijos, y los obliga a usar el listón blanco, él cree educarlos bien. Uno de los diálogos finales es una demostración del impresionante actor Burghart Klaußner (quien también trabajó en The reader) y cómo para ese momento, nos creímos hasta el mínimo gesto de su personaje. En sintesís, esta gran obra trata de simular la aparente calma en la superficie de las relaciones en ese pueblito alemán. Pero a medida que el relato avanza y se desenvuelve, notamos que la apariencia es sólo eso. Que en el fondo, al agua está fría, helada. Y hay oscuridad. Mucha.
Haneke logra el tono perfecto para una película que propone sugerencias, indicios, vacilaciones, miedo. El espacio dominado por muros grises y austeridad luterana, es el espacio perfecto para encuadrar el orden represivo, para ocultar los abusos. Haneke vuelve a filmar en Austria, y el retorno marcado con esta película, sirve para pensar como hay situaciones en su país, que parecen hacerse presentes desde el pasado. Porque si ese país fue propicio para la terrible experiencia del nazismo, aun hoy la política está atravesada por formas variopintas de discriminación. El relato trata de hechos acontecidos en un imaginario pueblo rural, durante los meses previos al comienzo de la primera guerra mundial. En el mismo, una serie de accidentes graves, muertes repentinas, asesinatos y desapariciones, ocurren sin que nadie aparezca como sospechoso de esos acontecimientos. La pequeña sociedad donde esto ocurre, está organizada a partir de familias claves: la del barón, dueño de las tierras, de cuya producción viven todos sus miembros, su administrador, el médico, hombre viudo, y el pastor. Todos ellos tienen hijos, y este conjunto de jóvenes y niños, rondan constantemente los escenarios donde se han producido los hechos. No hay indicio de que tengan algo que ver con ellos, pero están allí, como una presencia más amenazadora que potencialmente culpable. De lo que trata La cinta blanca es de aquello que está agazapado, lo oculto, lo amenazante. Da cuenta de aquello que puede desplegar un poder violento sobre cualquiera que sea convertido en blanco de un grupo social medianamente homogéneo. De allí que vincular esa latencia con la posterior explosión del nazismo o las mayorías políticas mucho más cercanas de neto corte racista, es absolutamente pertinente. Lo más importante es que esto aparece como efecto de una construcción social, y no como simple problema de sujetos peligrosos o poco apegados a las normas. Aquí lo que ocurre, y puede seguir ocurriendo, es consecuencia de un orden basado en estructuras semi feudales de dominación. Por ello adquiere un sentido clave entender el vínculo entre la organización comunal, los actores principales, y sus estructuras familiares. Esta dominación es económica (propia a una etapa previa al capitalismo), religiosa y basada en el saber (cuyo lugar es detentado por el médico). Las formas simbólicas y materiales de la dominación se estructuran además en el orden familiar y desde allí constituyen a esos jóvenes que corporizan la amenaza. La semi esclavitud, la represión sexual, el abuso, son las claves para entender aquel surgimiento de las extrañas prácticas que asolan a la pacífica comunidad. Las familias, cuya constitución y orden es naturalizada, esquematizan la construcción de esa comunidad, son el pilar de la misma. Y es por eso que en su seno nace esta especie de “huevo de la serpiente”. Haneke logra el tono perfecto para una película que solo propone sugerencias, indicios, vacilaciones, miedo. El espacio dominado por muros grises, ángulos rectos, austeridad luterana, es el espacio perfecto para encuadrar el orden represivo, para ocultar los abusos. La cámara mira aquello que es permitido, sin embargo los espacios vacíos, los rincones despojados, las habitaciones amplias, son cargados de sospechas por el modo que se propone la observación. La cinta blanca es una película que interroga a los discursos del poder, a los sujetos, a las estructuras sociales de cohesión, a los saberes instituidos, a la moral no solo de un tiempo y un lugar. Proponer una lectura restrictiva de esta mirada crítica a Austria y al nazismo es una vana forma de acallar las preguntas que cualquier espectador debería hacerle a su propia comunidad.
Un cine de situaciones (crueles) “Cada época se apodera de la condición humana y los enigmas se le proponen a su libertad a través de situaciones particulares. Antígona, en la tragedia de Sófocles, debe escoger entre la moral de la ciudad y la moral de la familia. Este dilema apenas tiene sentido hoy día. Pero nosotros tenemos nuestros problemas: el de los fines y los medios, el de la legitimidad de la violencia, el de las consecuencias de la acción, el de las relaciones del individuo con la sociedad, el de los proyectos individuales con las constantes históricas, y otros cientos más” Jean-Paul Sartre En el artículo “Por un teatro de situación” (1947), el filósofo Jean-Paul Sartre decía que lo “moderno” en el teatro sería el compromiso (y la “libertad” de “decisión”) de los personajes: “es decir, la situación” . En La cinta blanca (Das weisse band), el director Michael Haneke, hace algo similar desde su planteo fílmico: poner “en situación”, a inicios del siglo XX, a una comunidad campesina, donde las violencias están legitimadas, y las acciones (de los adultos... pero también de los niños) tienen –tendrán en el devenir histórico- consecuencias. La película (un trabajo que le demandó 10 años de investigación –y que se materializa en una impecable reconstrucción de época-), ganadora de la Palma de Oro de Cannes y nominada al Oscar en 2010 como “Mejor película extranjera”, transcurre en un pequeño pueblo del norte de Alemania, en 1913, hasta los inicios de la Primera Guerra Mundial. Allí veremos a las autoridades del pueblo (un médico, un pastor protestante, el Barón –un terrateniente-) imponerse, brutalmente, día a día a la nueva generación: a niños y niñas de entre 8 y 14 años. A los castigos y vejámenes que son el pan diario se sucederán accidentes y violencias de no se sabe quién (o quiénes). A la constante de opresión se le suma como breve historia “extra” la del romance del joven profesor del pueblo –otra autoridad, aunque en este caso benévola-, que a su vez relata, ya viejo, desde la voz en off, aquellos “extraños sucesos”. Esta nueva obra de Haneke –que cuenta con más de una docena de producciones, entre las que se encuentran La profesora de piano y Caché- tiene excelentes actuaciones, tanto de adultos (Burghart Klaussner como el pastor; Christian Friedl como el maestro) como de niños. El hecho de haber aprovechado correctamente el blanco y negro (digital) realza la crudeza, al dar una atmósfera “histórica” al film. Filósofo y psicólogo, Haneker es catalogado de maneras extremas: para muchos es un director frío y sin pasión; para otros, es un excelente –e “incómodo”- expositor de las miserias humanas. La “irresolución” de varios temas que hay en La cinta blanca se pueden entender desde su posicionamiento: “No hay nada que explicar. Mi principio siempre ha sido hacer preguntas, presentar situaciones muy precisas y contar una historia para que el espectador pueda buscar las respuestas por sí solo (…). Me esfuerzo mucho para obtener este resultado. Me parece que el arte debe hacer preguntas y no avanzar respuestas que siempre me parecen sospechosas, incluso peligrosas”. Filmada “quirúrgicamente” (cada escena, línea de diálogo está concretada como si fuera una parte, un mecanismo fundamental de un aparato de precisión), La cinta blanca habla del mal que anida en el ser humano. Si bien se ha querido ver esta película como “la antesala del fascismo” (ya que los jóvenes protagonistas son/serán parte de la generación que, adulta, llevará al poder a Hitler, apoyando el nazismo) Haneker ha respondido que sin embargo esta lectura sería “muy fácil” y que él apunta, esencialmente, “a las raíces del mal”, a “la perversión de la especie humana”. Pese a ello, el notable, terrible desencanto en que nos sume la película –una especie de hipóstasis de la crueldad, la hipocresía y la corrupción- tiene causas muy bien identificadas en el film: la sociedad patriarcal (con las enormes injurias y dominios sobre las mujeres del pueblo), el dominio económico (la explotación de los campesinos a manos del Barón ) y la opresión religiosa (con el pastor que obliga a llevar a sus hijos la cinta blanca como “castigo” –aunque en realidad hay muchos otros- y recordatorio de la “pureza” a que deben aspirar). En suma, La cinta blanca es una notable producción, fuerte e impactante . Una película que retrata la brutalidad de personajes e instituciones que vienen del medioevo, y fueron absorbidas por un capitalismo que, ya entonces, comenzaba a mostrar sus primeros síntomas de agotamiento histórico. 1 - http://www.la-ratonera.net/numero15... 2 - Quien trabajó también en Good Bye Lenin! y en El Lector. 3 - Haneker dijo “mi objetivo principal: provocar y remover las conciencias” (http://www.elpais.com/articulo/cult...).
Parábola sobre fanatismo y violencia Considerada por su director "una obra contra cualquier uso perverso de ideas corruptas", la película cuenta en blanco y negro, a la manera de una crónica, la marca de conductas severas, autoritarias, de dogmatismo religioso y reprimidas. En el Festival de Cannes de 2009, en el que el realizador Alain Resnais recibió el "premio especial por el conjunto de su carrera" y en el que se dio a conocer su último film Las hierbas salvajes, el máximo galardón, la Palma de Oro le fue asignado a La cinta blanca, de Michael Haneke. Tiempo después, y ya en los umbrales del premio Oscar, el film fue seleccionado para representar a Alemania para competir en el rubro "mejor película extranjera". La continuidad de esta historia es de público conocimiento. Sabemos que La cinta blanca fue una de las favoritas por parte de los que integraban el jurado; pero finalmente, le premio lo recibió el muy controvertido, aunque igualmente muy ovacionado, film de Juan José Campanella, El secreto de sus ojos. Desde estas básicas consideraciones el lector podrá inferir acerca de los criterios que finalmente triunfan en el mundo de la industria del cine estadounidense: mientras el film de Juan José Campanella decidía cerrar, desde la voluntad de su protagonista, literalmente, las puertas del horror de lo que acababa de presenciar en una alejada finca en la que se estaba llevando a cabo una acción por mano propia; el film de Haneke nos propone indagar en los silenciosos y alarmantes pliegues de un pasado que dará a origen a una de las manifestaciones más abominables del totalitarismo del siglo pasado, cuyas consignas y sombras aún permanecen agazapadas. Podríamos tal vez considerar, desde algunos aspectos, a La cinta blanca como una relectura de lo que el genial Ingmar Bergman nos proponía en su incomprendido film de los 70, El huevo de la serpiente, cuya historia transcurría en Berlín, a lo largo de una semana de 1923; época atravesada por persecuciones, una alarmante desocupación, picos inflacionarios y proliferación de mercados negros. Ahí, detrás de la escena, el movimiento nacional socialista actuaba con su peligrosa astucia, moviendo los hilos de fuertes sentimientos nacionalistas y promesas de un renacimiento y de fe en el mañana. Como se puede seguir de cerca a través de algunas canciones, en el admirable film de Bob Fosse, Cabaret. A diferencia de El huevo de la serpiente, el film de Haneke transcurre en un pueblo de Alemania del Norte en los días previos a la Primera Guerra Mundial. En ese espacio, retratado por medio de una serena fotografía en blanco y negro, que parece transmitir la idea de un mundo ordenado y armónico, algo extraño, sospechoso, comienza a manifestarse. Desde la voz en off de un hombre ya maduro que recuerda, cuya voz va proyectando con sus propios estados de ánimo el acontecer de aquellos días en los que cumplía función docente, como maestro del lugar, La cinta blanca va mostrando, en principio, a la manera de una crónica, los distintos hechos que se comenzarán a suceder allí, en ese espacio, marcado como en los films de Bergman, por conductas severas y autoritarias, dogmáticas en el orden de lo religioso, reprimidas e hipócritas. Una sociedad que no tolera el mínimo error, una comunidad que tras sus canciones celestiales, no se permite perdonar. El título del film alude a una suerte de insignia y emblema, ligado no sólo a la pureza e inocencia, sino también a lo que se debe llevar ante la culpabilidad de una falta, hasta poder recuperar un estado de arrepentimiento y purificación. En el film de Michael Haneke, de quien destaco particularmente Caché (Escondido) con Daniel Auteuil y Juliette Binoche, el transcurrir de los días se sostiene en una voz, que pausada y dolorosa, ayuda a construir un relato distanciado, por momentos hierático, en el que todo parece que va a estallar desde una violencia subterránea, contenida. Retrato de una sociedad enferma, que maquilla su perversión en aparentes normas de convivencia y de sagrados rituales, La cinta blanca va describiendo un micromundo, símbolo de una sociedad en descomposición en el que el desprecio, las vejaciones y sometimientos, la discriminación, van señalando la arquitectura de los sistemas despóticos y genocidas, en el que se debe excluir y eliminar al diferente, en el que no existirá punto de vista que se corra de una inalterable posición, en el que las relaciones de clase someten y humillan. Michael Haneke desde una perspectiva crítica inusual en el cine de hoy se atreve allí donde otros apelan al conformismo y al cínico olvido. Los protagonistas de esta historia no son algunos: las conductas de perversión alcanzan a todos los miembros de una comunidad, a todas las edades, a todos los roles, en un pacto de cómplice silencio y de una falsa garantía de estabilidad. Desde un rigor narrativo que nos recuerda a las novelas tradicionales, por su armado, por la construcción de situaciones, el film explora la violación de una ética y apela a una actitud crítica sobre la responsabilidad individual y social. Desde su mirar hacia el pasado, La cinta blanca nos mueve a reflexionar sobre los comportamientos de hoy y todo el relato se va construyendo como una parábola sobre el fanatismo y la violencia, a partir del funcionamiento de arbitrarias leyes sociales, que relegan al individuo a un permanente estado de resentimiento y de culpa. Originalmente, La cinta blanca fue pensada como una miniserie, pero por razones de financiamiento no pudo llegar a ser. En el momento inicial del guión el nombre que había pensado su realizador era La mano derecha de Dios, ya que como señala Michael Haneke: "Una vez que pequeños protagonistas han absorbido las consignas de la vida de sus mayores, las aplican con el mismo rigor. Por eso no considero que La cinta blanca sea sólo un film histórico sobre el nacimiento de las ideas del nazismo, sino una obra contra cualquier uso perverso de ideas corruptas".
Extraña y hermética peli alemana. 1913: en un pueblito comienza una serie de extraños accidentes y la repentina e inexplicable locura de los niños toma por sorpresa a los adultos. Está filmada en blanco y negro, lo que la hace más lúgubre e internante. La dirige Michael Haneke, especialista en pelis enfermas y mala onda, que acá se despacha con esta metáfora sobre el advenimiento del nazismo. No la dejes pasar, es uno de los estrenos del año.
Juventud en marcha La película de Michael Haneke retrata los orígenes del nazismo en la Alemania de 1913. En una entrevista para la revista Film Comment, otorgada al crítico austríaco Alexander Horwath, Haneke sostenía: “Siempre pienso que en los lugares ‘pequeños’ se ensayan y se desarrollan los grandes acontecimientos, en términos de su clima moral y espiritual”. Tal declaración funciona como un contrapunto semántico de las primeras palabras del narrador omnisciente de Una cinta blanca, un maestro de escuela que habla desde un futuro impreciso: “Creo que debo contar los extraños sucesos que acontecieron en nuestra aldea... Quizás podrán esclarecer cosas que ocurrieron en el país”. Es 1913, al norte de Alemania; los años venideros, entre guerra y guerra, no serán otra cosa que la mácula de un siglo. Todo empieza con un accidente: un cable casi invisible intercepta a un jinete y su caballo. De allí en adelante, los accidentes serán una constante. La serenidad pastoral y el sobreviviente orden feudal de un pueblo pequeño protestante se resquebrajan. El barón conocerá el descontento de sus súbditos, el médico de la comunidad será capaz tanto de curar a los pobladores como de humillar a quien supuestamente ama, el implacable pastor no podrá rectificar el Mal que merodea entre sus fieles. La cinta blanca sobre el brazo de sus vástagos podrá remitir a un ideal de pureza a conquistar a través de la disciplina y el dogma, pero detrás del discurso virtuoso y teológico se agita una violencia enmudecida. El látigo y la oración son complementarios, como la castidad y la compulsión libidinosa. La ganadora de Cannes 2009 pone en escena la tesis del psicólogo Wilhelm Reich: el fascismo es un fenómeno ligado a la insatisfacción sexual de las masas. Que a un adolescente le aten las manos para dormir es el reverso del pasaje en el que un adulto se siente con el derecho de gozar de su descendencia durante la misma etapa de crecimiento. Estos jóvenes caucásicos, futuros miembros de la juventud hitleriana, antes de levantar su mano ante la presencia de un demente aprendieron un evangelio en el que Eros poseía el semblante de una deidad demoníaca.
Michael Haneke regresó a Alemania, su tierra natal, para filmar luego de trabajar en el extranjero. El creador de grandes películas como Funny Games y Caché, relata en esta obra una serie de acontecimientos ocurridos en una pequeña aldea alemana alrededor de 1910, los cuales buscan representar el momento en el cual se plantó (y germinó) la semilla que décadas después dará sus frutos y se convertirá en el nazismo. El cine de Haneke se siente. La opresión que se vivía en aquella época puede verse en los encuadres de realizador alemán. Una larga y apacible toma de un pueblo tranquilo, produce, inexplicablemente, muchos nervios en el espectador. Ocurre lo mismo con todas las tomas del filme. Sabemos y sentimos que algo no anda bien. Un caballo y su jinete tropiezan misteriosamente con un cable amarrado entre dos árboles, el hijo del barón es encontrado maniatado en un establo con claros signos de maltrato, en el bosque golpean y dejan al borde de la muerte a un niño con problemas mentales. Haneke no nos muestra al culpable y nos hace desconfiar de todos. La belleza de las imágenes en blanco y negro fruto de la excelente fotografía de Christian Berger (nominado al Oscar por este trabajo) no puede disfrutarse con tranquilidad. El espectador no podrá parar de hacer conjeturas y tratar de deducir durante todo el filme quién es el responsable los actos. La respuesta es simple, absolutamente todos son culpables. El pequeño pueblo está contaminado, como en un futuro lo estará la nación. Las estrictas costumbres y prácticas de los padres frente (y hacia) a sus hijos y la aplicación de una doctrina religiosa a rajatabla, sembrarán en los corazones de esos niños un odio y un resentimiento que, sin duda, años después, los llevará a apoyar un movimiento como el nacionalsocialista. En síntesis, una película para ver, sentir y sufrir, con escenas increíblemente realizadas y por momentos muy fuertes. Varias historias paralelas irán tejiendo la trama para llegar a un producto casi perfecto con un final abierto, que como todos sabemos termina treinta años después convirtiéndose en una de las páginas más oscuras de la humanidad.
Michael Haneke, el reconocido director de cine austríaco, cuenta en su haber con las más altas distinciones del cine europeo y con la anuencia de la crítica mundial más cultivada. En su última película, La cinta blanca, colorea (en blanco y negro) el cuadro de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. Allí se suceden diversos sucesos de violencia, gestados por no se sabe quién, aunque se intuye con el rodar de la película. Esta obra intenta erigirse en una radiografía de una sociedad en la que se gestó uno de los regímenes políticos más funestos y deshonrosos de la historia de la humanidad: el nazismo. El maestro del pueblo es quien nos conduce por el relato en off, narrando en un presente (que no vemos, pero que escuchamos con su voz avejentada) los sucesos de los que fue testigo cuando tenía 31 años. Con exagerada sobriedad en la forma de relatar, Haneke vuelve a provocar (como ya lo había hecho – mucho mejor - en Funny games o La profesora de piano) con una obra algo extensa, claustrofóbica, de pretendido suspenso (logrado por lo que no se muestra) y con un ritmo aletargado, demorado. Sí resulta excelente la puesta en escena en cuanto a vestuario, maquillaje, fotografía, escenarios, acorde al tono del relato, pero sólo eso… El tratamiento de la historia y sus personajes genera tal distanciamiento del espectador que resulta imposible emocionarse o sentir empatía por algunas de sus criaturas. Quienes la vimos en el cine podemos dar cuenta de ello: compartimos una palpable sensación de inmutabilidad cuando las luces se encienden...
"Creo que el arte debe generar preguntas y no afrecer respuestas, las cuales siempre me parecieron dudosas, por no decir peligrosas". Michale Haneke. Después de ver un film como La cinta blanca del austríaco Michael Haneke no cabe la menor duda que: se merecía la Palma de Oro y cuantos premios queden por venir y de que Haneke puede entrar resueltamente en los top five de directores. Sin ánimos de exagerar, hablar de un film como este es casi imposible, se dificulta justamente porque como reza el epígrafe Haneke nos atrapa en una narración novelesca- se cansó de aclarar que el guión es original y no basado en una novela- que cosecha preguntas todo el tiempo, que está tan bien ambientada en esas impecables tomas en blanco y negro que el misterio, la rigidez, la tensión, la claustrofobia no nos deja quitar un segundo los ojos de la pantalla y nos mueve el cerebro constantemente sobre qué pasa, por qué pasa y cómo sucede. Imágenes impecables que sin necesidad del golpe bajo ni la insanía de la violencia explícita provoca más que cualquier otro perturbador recurso. Blanco que te quiero blanco. Una voz en off, perteneciente al maestro de escuela, nos cuenta los misteriosos hallazgos de personajes- en su mayoría niños- víctimas de castigos extremos. El misterio de cuáles son esas manos responsables de semejantes actos es el misterio que ronda a los habitantes, misterio cuya revelación se nos dará aludida en pequeños pero profundos diálogos, encubiertos en expresiones sagaces y acertadas, en actos aludidos con imágenes esbozadas pero a la vez puntuales. Es que finalmente llegamos a la clave del asunto, ese representado por la cinta blanca símbolo de la inocencia, de la pureza, de la nobleza de espíritu: ¿existe realmente el ser humano puro, noble e inocente?. "Si inculcamos el principio de lo ideal, ya sea político o religioso, al estado de lo absoluto, se transforma en inhumano y nos lleva al terrorismo.(...) El film no es solo sobre el facismo lo cual sería una interpretación demasiado simplista desde que la historia transcurre en Alemania, sino sobre el modelo definitivo y universal del problema de los ideales corrompidos". Haneke no deja de aprovechar el tema de cuán posible es la violencia en el ser humano, no deja de preguntarse qué la genera y porqué; y en La cinta blanca, creo-humildemente- que lo hace con una de sus mejores tesis cinematográficas. Aunque destaco, claro, ser una neófita aun de sus obras. Cuando el cine es obra de arte. Sin seguir indagando en los múltiples significados y alusiones del film para no tentarme en contar lo que arruinaría su visionado, quiero centrarme en la hechura general del film. Su ambientación del tardío siglo XIX y principios del XX es portentoso; no podría haberse filmado a color, sinceramente no. Es un recurso que nos coloca en el centro de la memoria, en la lejanía del documento testimonial de una época pasada y que como tal nos es narrada, no vivenciada; pero no por ello resulta fría y distante. Haneke se pasó meses y meses investigando la época y las costumbres que están fantásticamente planteadas en la película. Todos y cada uno de los hábitos, rutinas y costumbres de aquellas décadas están retratadas con pulcritud y hasta diría exactitud. Trabajo que siguió en una meticulosa y detallada post-producción digital para quitar cualquier elemento que nos inste a pensar en una semejanza con la actual. El reparto, sobretodo de niños y aldeanos lo introdujo en un casting de más de 7000 infantes y en el recorrido de países como Rumania para dar con el aspecto físico y los rasgos típicos de aquel entonces, todo lo cual puede percibirse claramente en los personajes por ejemplo de Anna (Roxane Duran) y Martin (Leonard Proxauf), quizá los niños más sufridos de la historia. Un trabajo de dirección maravilloso que no deja en sombras a ninguno, sean estos profesionales o novatos.Christian Berger, director de fotografía y Anja Müller, en la dirección de arte son dos nombres que nunca se me van a olvidar. Sus labores hacen casi obligatorio una nominación al Oscar, mínimo. No creo haber visto este año una película tan magnífica en su realización. Tantas ovaciones de la que fue objeto y a las que tememos cuando visionamos un film que de inflado puede desilusionarnos, acá es pura razón de ser!.
El discurso y sus consecuencias El estreno tardío de La cinta blanca en Mar del Plata (en Capital se estrenó en abril) da para hablar de otras cuestiones vinculadas con la distribución de películas en el país, aunque sería mejor utilizar otro espacio para eso porque es un tema muy complejo. En todo caso, aprovechemos lo poco de positivo que puede tener una situación como esta y que se debe, exclusivamente, al revuelo que puede generar un film de estas características: director importante, temas importantes, cierto prestigio académico ganado a fuerza de premios en festivales. Todo esto no hace otra cosa que generar dos posibilidades: o una crítica indulgente que destaque cosas que -incluso- pueden no estar siquiera en la obra; o, todo lo contrario, una crítica alejada de la complacencia, que hasta puede sobreactuar el gesto y enojarse de manera desmedida con una película que tiene, en igual cantidad, aciertos y defectos. Aunque, coincidimos, lejos está de ser la obra maestra de la que se habló. Y si podemos hacer este análisis, es porque con todo el tiempo que transcurrió desde su llegada al país hasta su exhibición en las pantallas de la ciudad sería de necios negar que no hemos leído nada sobre ella. A esta altura, incluso, como medio hemos debatido la posibilidad de cubrirla o no: ¿qué podemos decir sobre esta película que no se haya dicho? ¿Cuál es el sentido de abordarla? En todo caso, lo que podemos hacer es observar cómo algunos discursos se construyen de manera tan autorreferencial que terminan por asfixiarse. Incluso, cuando de eso habla el film de Michael Haneke, que pone en primer plano un discurso en extremo cerrado que de tan asfixiante propicia el nacimiento de una monstruosidad. No estamos diciendo que parte de la crítica en la Argentina se haya convertido en un monstruo, pero sí que al menos se han gestado paradigmas difíciles de sostener y que, en algunos casos, se debe someter el discurso a una fricción innecesaria para encajarlo en los cánones previstos. En especial hubo pocas voces enfrentadas a esta película, pero fueron bastante furiosas: recuerdo a Javier Porta Fouz y a Leonardo D’Espósito, no sólo por la violencia del discurso sino porque además son dos plumas que aprecio. Desde las páginas de El amante, el primero ha instalado un término para distinguir a estas películas que, bajo su punto de vista, son banales pero revestidas de una falsa trascendencia: “cine choronga”. No está mal, incluso si coincido bastante con este criterio, que castiga a películas pedantes, que ponen el tema delante de la forma y creen que con hablar de cosas importantes alcanza, cuando no profundizan nada porque su solemnidad narrativa habilita sólo una dirección posible para analizar lo que se está mirando. Habrán leído mi encono con una película como El origen, así que mi cercanía con esta postura queda totalmente definida. Ahora ¿una película como La cinta blanca puede ser analizada bajo este criterio? Me parece que no. Y aquí lo que empieza a entrar en crisis son algunos argumentos críticos esgrimidos con suposición de inteligencia suprema, porque “me las sé todas y a mí no me engañan”: cuestionar a La cinta blanca por la gravedad de su tema es invalidar automáticamente cualquier temática similar (y se me hace inaudito este discurso cuando además una persona como Porta Fouz pone por los aires una película tan choronga como El secreto de sus ojos; al menos D’Espósito ha sido más coherente). Daría la impresión de que los cuestionamientos que se le han hecho al film de Haneke podrían haber existido incluso si no se miraba la película, ya que lo que se ataca estaba en la sinopsis y la frialdad formal del director no es ninguna novedad: por eso no debe verse como esteticismo vacuo su puesta en escena. Se adivina allí entonces un tufillo prejuicioso, aunque esta vez es contra cierto cine “académico” y no como ocurre malamente con el cine mainstream. En La cinta blanca, Haneke vuelve a explorar la violencia como un síntoma social: ambientada en los años previos a la Primera Guerra Mundial, se ubica en una aldea del norte de Alemania donde una serie de extraños sucesos comienzan a generar desconfianza entre la gente: hechos de violencia que tienen, en algunos casos, a los niños como protagonistas. El mayor problema del film, y de ahí cierta inercia que la somete y que se hace notar en sus 144 minutos, es que el director plantea su tesis bien arrancado el film y, por más ambigüedad con la que trabaje en cada plano y secuencia, cada minuto que transcurre se va confirmando la presunción. En ese arranque la voz en off de uno de los personajes, ya adulto, pone en duda la figura de los niños y da a entender que eso que está ocurriendo es la base de lo que luego sería la Alemania Nazi. Por cierto que Haneke, como lo ha dicho, no hace referencia exclusiva el nazismo, sino que en el film trabaja sobre la idea de un germen de fascismo, que puede haber sido aquel pero puede ser cualquier otro del pasado, presente o futuro. En eso, La cinta blanca se parece bastante a Petróleo sangriento: la religión y el poder económico, en pugna para pervertir y violentar la conciencia de generaciones. Como decíamos, a pesar de la profusión de subtramas, no hay mucho más en el film que lo que se dice en un comienzo: esa voz en off si bien se entiende conceptualmente por tratarse de la voz del maestro en la aldea, es perjudicial no sólo porque limita la imagen a una única dirección del relato (y reitero, por más que el director juega con la ambigüedad y nunca dé nada por sentado) sino también porque da por tierra con el misterio y el suspenso que la historia podía tener. Ese es tal vez el mayor desacierto de Haneke, más aún que el exceso con que extrema su estilo formal, plagado de planos fijos, fuera de campos y planos secuencias. Al arrojar todas las sospechas de entrada, e incluso contextualizarlas con una posibilidad respecto a lo que pasó en ese país tiempo después de esos hechos, Haneke se ve obligado a repetir el patrón poder-sometimiento-degradación-perversión para movilizar la historia en no uno, no dos, sino tres de sus personajes: el barón del pueblo, el pastor protestante del pueblo y el médico del pueblo. Todos, y cada uno a su tiempo, minimizarán a quien tengan al lado abusando de su posición. Y además, cada una de estas acciones estará reforzada con una consecuente sordidez. Incluso hay un diálogo entre el médico y su amante que, sinceramente, da risa; y una analogía entre el abuso sexual de un padre a su hija con la perforación de las orejas, que sobresale por indignante y grosera. Esos son momentos donde Haneke pisa el palito de la necesidad de decir y mostrar, sin darse cuenta que cuando mejor le va es en cuando no dice nada y deja todo librado a la inteligencia del espectador: recordar Caché. Sin embargo estas fallas son parte de la ambición de la película, y nadie puede culpar a Haneke por eso; tampoco por filmar aquí su film menos enemistado con el gran público, al menos en lo superficial. Si la violencia de La cinta blanca es una que subyace en el inconciente colectivo, la misma se debe sentir pero no mostrar: mostrarla sería síntoma de culpabilidad y lo que quiere dejar en claro Haneke es que esto es algo que está afincado, metido muy adentro. Por eso, el estilo ascético del relato es funcional a las implicancias del texto y no un mero preciosismo. Deliberadamente sabemos que aquellos que fueron parte del régimen fascista fueron estos hijos construidos a base de represiones, sin embargo lo que vemos es el adoctrinamiento que sufrieron y nunca la respuesta a eso. O sí, conocemos las consecuencias como un síntoma que se respira. Película atmosférica, sobrevuela continuamente un aire de intranquilidad y de paz prefabricada que se genera a partir de unos planos largos y una fotografía que propicia la niebla, el delicado ostracismo de la oscuridad donde se agazapa la bestia. Precisamente de eso, con sus defectos a cuesta, habla La cinta blanca. De un monstruo que está a la espera de dar el zarpazo: Haneke no se deja llevar por la tentación de mostrar ese zarpazo sino que opta por registrar cómo la bestia fue provocada e incentivada por un poder religioso y económico, que sólo pudo construir a su propio enemigo: uno que salió de sus propias tripas. Por eso deja en fuera de campo lo que ocurrió después, porque sería redundante y además permitiría la lectura sobre que eso se circunscribe exclusivamente a la Alemania de por entonces, cuando en verdad su subtexto es atemporal. Tal vez La cinta blanca sea más válida como síntoma que como película. Y, a la vez, ese síntoma se transmute a la crítica de cine y sus taras: ¿cómo diferenciar a esta altura el cine que nos habla en serio de cosas importantes de aquel que es pura pose y pseudo intelectualidad? Lo importante, en todo caso, es abrir el juego y airear el discurso antes de que el fundamentalismo crítico lleve a algún tipo de fascismo y sólo sean válidas aquellas películas que se expresan en base a nuestros forzados dogmas. Fuera de eso, nada.
El origen del mal o el miedo por venir Uno de los factores más importantes a tener en cuenta al tratar de analizar esta realización es cómo nos es presentada la historia. Una voz en off nos adentra en el relato a partir de sus recuerdos, o de un saber, como si se tratase de la mejor tradición oral, con la única salvedad de estar acompañadas por las imágenes que ilustran lo narrado. Quién es éste narrador omnisciente, bien podría ser el director del filme, pero no, Michael Haneke lo corporiza en uno de los personajes de la historia, El Maestro, que a la postre será el protagonista de la historia que constituye la subtrama de la historia, pero no el personaje principal. Otro elemento a considerar es la elección estética, ya sea por la fotografía en blanco y negro, por la iluminación hacia tonos fríos, lúgubres, que van retratando paisajes oscuros en un pueblo del norte de Alemania. La ausencia de una banda de sonido que pueda edulcorar las imágenes también esta en relación directa al diseño de producción del filme, que nos es presentado en forma deliberadamente atemporal, hasta que al estar finalizando un hecho nos ubica temporalmente la “Fabula”. También hay que reflexionar sobre el tema propuesto, la profundidad con que es tratado, posiblemente no desde los personajes, pero sí desde el discurso del director, haga que todo lo anterior pase como desapercibido durante la proyección de la obra, para luego dar cuenta de conjunto. De que va la historia. En ese pequeño pueblo comienzan a suceder hechos aislados, sin aparente conexión entre ellos, en el primero, el doctor tiene un “accidente” ecuestre cuando esta volviendo a su casa después de atender a un enfermo, razón por la cual durante mucho tiempo deba quedar internado en el hospital. Alguien extendió un cable a través del camino, lo cual inicia la búsqueda del culpable. Otros hechos de violencia se suman a este, todos sin posibilidad de resolución. Gran parte de los habitantes, trabaja para El Barón dueño de las tierras, y los rangos de una comunidad casi medieval se eternizan, donde cada uno conoce y acepta el lugar que le asignan. Desde El Barón (amo y señor) hasta el encargado de la hacienda, la comadrona, los mismos granjeros, con una muy buena utilización de recursos narrativos, el guionista-realizador nos pinta a todos y cada unos de los personajes, incluido el huraño y riguroso Pastor, quien por falta de valor para enfrentarse a su propia mediocridad y a quien lo subsume en el ostracismo, somete a sus propios hijos a la denigración con una cinta blanca cada vez que no son estrictos en el cumplimiento del mandato moral. No sólo estos, sino todos los niños en edad escolar, miembros del coro de la iglesia, tienen especial relevancia y son objeto de brutales agresiones, así como generadores de violencia entre sus pares y pasibles de desconfianza, incluido un discapacitado hijo de la ama de llaves del doctor. Este es otro factor de peso, los personajes infantiles y las interpretaciones de los niños y adolescentes sobre los cuales Haneke carga el peso dramático de la historia, ya que ellos serían los protagonistas, por edad, de sucesos posteriores de la historia de Alemania y del mundo Es una realización de tempo lento, en apariencia, sin embargo es decididamente atrapante desde los títulos hasta la última toma. Nos punzan profundamente las imágenes y el solo hecho de identificarse con el director y/o su mente o con el maestro y/o su recorrido hacia una salida más luminosa, nos invita a quedarnos, mientras tanto vivir esa barbarie subyacente que nos hace experimentar, sabiendo que nos es muy común estar en presencia de una disección de la sociedad tan precisa que nos enfrenta a lo peor de nuestra historia y nuestro posible futuro. Mientras iban transcurriendo los minutos, más se me aparecía como presentificación el filme de Ingman Bergman “El Huevo de la Serpiente” (1977), el origen del mal, la constitución de los regimenes totalitarios, la semilla del odio, de la discriminación, pero también la duda, el suspenso que genera el texto. Por ultimo, no quisiera cerrar sin antes detenerme en algunas cuestiones “técnicas”. El filme es poseedor de un extraordinario planteamiento formal del relato, sustentado por una soberbia puesta en escena, inquietante uso del fuera de campo y un más que logrado diseño de montaje. Ya me he referido a la fotografía, a la excelente realización y a su guión perfecto. Todo lo apuntado hace que “La cinta blanca” pueda ser calificada como “obra maestra”.
El aclamado film de Haneke que, pese a ser la favorita, se fue con la manos vacías del Oscar 2010, es no sólo una gloriosa entrada más en la filmografía del realizador de Funny Games y Caché, sino acaso su obra maestra. Situada en tiempos apenas anteriores a la primera Guerra Mundial, La Cinta Blanca narra los cada vez menos espaciados exabruptos de violencia en un pequeño pueblo donde todos desconfían de sus vecinos, y actúan ya sea por temor a represalias o por puro odio y venganza. Haneke hace de éste un nuevo ensayo sobre la violencia, y la retrata de manera seca, fría y contundente: los golpes físicos duelen casi tanto como las agresiones verbales entre sus protagonistas. El narrador en off, quien recuerda todo lo que el espectador ve en la pantalla grande, advierte desde un principio: "no sé si lo que aquí cuento realmente sucedió así, pero en todo caso quizás pueda explicar mucho de la historia de este país". Si no la explica, pega en el palo.
Masticando frustración El director alemán radicado en Austria Michael Haneke parece superarse año tras año. Cuando se pensaba que no podía hacer algo mejor que Caché, redobla su grandeza con esta imprescindible La cinta blanca, quizá su película más accesible y la que condensa mejor los principales tópicos de su obra. En 1989, Haneke filmaba su primer largometraje y obra maldita, El séptimo continente, en la que seguía la cotidianeidad de una familia nuclear vienesa hasta su repentino suicidio colectivo (se basaba en una historia real). Allí se inauguraba una trilogía sobre la “glaciación emocional”, que se continuó con El video de Benny y 71 fragmentos de una cronología del azar. En El video de Benny la aproximación se centraba en la vida, también basada en hechos reales, de un adolescente de 14 años que asesinaba a una amiga simplemente para saber qué se sentía. Más adelante, el director se interesaría en una serie de crímenes perpetrados por jóvenes acomodados, para los que no había una explicación social, y esta preocupación la llevó a la pantalla en su descomunal Funny games, una de las película más crudas que pueda recordarse, que trataba sobre una familia que era invadida y arrasada por un par de jóvenes perversos. El filme escondía una inteligente deconstrucción de los tópicos de la violencia y la manipulación en el cine. Heredero de la austeridad enigmática de Bresson y de la despiadada franqueza de Bergman, el director alemán fue entonces, desde sus inicios, un implacable diseccionador de la violencia más desatada y desconcertante; especialmente aquella que surge desde las entrañas del estado de bienestar, de las buenas costumbres y de la estabilidad de la burguesía bienpensante. Esta obsesión es traducida en una microfísica de la violencia, donde es explorada su expresión pero también sus sufridas causas, la opresión escondida en las relaciones de poder, las injusticias privadas, la oscuridad reinante que predispone al horror. Haneke no da respuestas, indaga en la idiosincracia, en los gérmenes de la culpa y la pesadumbre, la vergüenza y la frustración, con deslumbrante lucidez crítica y, de a ratos, directamente demoníaca. Nadie se encuentra a salvo en su cine, sus personajes viven realidades que los convierten en bombas de tiempo, en sospechosos y en los posibles depositarios de un mal ancestral. La obra cinematográfica de Haneke podría dividirse en dos: por una parte se encuentran sus películas más herméticas y de difícil análisis, entre las que se hayan sus obras “fragmentarias” compuestas por retazos de la vida cotidiana de diferentes personajes, sin un claro hilo común (El séptimo continente, 71 fragmentos de una cronología del azar, Código desconocido), y películas desconcertantes y de difícil descripción como El video de Benny y El tiempo del lobo. Por otro lado, sus películas más accesibles (Funny games, La profesora de piano, Caché) tienen un eje narrativo claro, son lineales y hasta se valen de algunas características de género. En esta última vertiente se podría inscribir esta brillante La cinta blanca. Un pueblo protestante en el norte de Alemania, en 1913, es el sitio ideal para que Haneke disperse sus ácidos cáusticos. En primer lugar porque es la tierra fértil de donde surgirá el nazismo, pero además porque reúne características productivas y sociales de un poblado del S XIX, con ciertos indicios que marcan el pasaje al S XX. La primera Guerra Mundial cierra la película, inaugurando un siglo signado por las catástrofes; asimismo, cerca del final el barón es abandonado por su mujer, quien se va con un sofisticado banquero italiano, en un movimiento que simboliza el desmoronamiento del antiguo orden y el triunfo de la burguesía capitalista. Sería injusta una lectura única de la película como una aproximación al huevo de la serpiente y al surgimiento de los futuros nazis, porque las circunstancias expuestas son factibles de verse reflejadas en una infinidad de situaciones, con resonancias en nuestra existencia misma. En palabras de Haneke: “Cuando alguien cree tener la verdad sobre lo que es justo, se torna rápidamente inhumano. Esa es la raíz de todo terrorismo político”. Desde una perspectiva coral, se parte de una serie de crímenes anónimos que, en un principio, llevarían a pensar en una trama de tipo policial. Pero como en Caché, el enigma nunca es resuelto, ni tiene solución aparente. Valerse de las premisas de los géneros para luego romperlas y traicionarlas es el efectivo recurso utilizado por Haneke para disparar interrogantes en su audiencia. Terminada la película, a muchos espectadores le asaltarán las incógnitas: “¿Quién es el autor de los crímenes?” (en Caché sería “¿quién filma los videos?”), luego “¿por qué la película está concebida de esta manera?” y, más acertada: “¿qué es lo que acabo de ver?”. Y nadie podría responder mejor esta última pregunta que el espectador mismo. En La cinta blanca el poder es detentado por una tiránica trinidad encubierta de buena educación: el barón, el médico y el pastor. Ellos son quienes determinan la existencia del resto del pueblo, quienes son más respetados y temidos, y por la misma razón, quienes gozan de una impunidad absoluta. El barón monopoliza la producción de bienes del pueblo, y tiene la potestad de arrojar al hambre y a la miseria a familias enteras -como dijera Foucault, el poder de “dejar morir”-, el cura inocula el sentimiento de culpa y define el comportamiento de sus devotos, criminalizando a piacere, y el médico utiliza su investidura para maltratar y abusar sin miramientos de sus allegados. Dentro de esta lógica perversa, el último eslabón de la cadena de frustración son los niños. Ellos son golpeados, apaleados, maniatados y hasta abusados sexualmente por los mayores, y para colmo, la religión los convierte en culpables y pecadores. La cinta blanca del título es el símbolo de la inocencia y la pureza, la marca que deben llevar los hijos del pastor para autocorregirse en su comportamiento. No causa daño físico a sus portadores, pero reproduce el poder al interior de ellos mismos, aún cuando los mayores no están presentes. Es el recordatorio de que son pecadores de antemano, que deben aprender a controlar sus acciones, sus dichos y hasta sus mismos pensamientos. Haneke muestra además como acciones de mínima gravedad son replicadas con castigos terribles y desmesurados: una llegada tarde supone quedarse sin comer, tortura psicológica, golpes de vara y sermones insoportables; un solidario llamado a silencio, tirones de orejas y humillación pública. Los niños están incapacitados para expresarse y por consiguiente estallan de diversas formas: desmayándose, tomando pequeños revanchismos, exponiéndose a la muerte, violentándose entre sí. La sugerencia de que ellos mismos pudieran ser los autores de los crímenes propicia un clima de ominosa paranoia que recuerda al clásico de terror de Wolf Rilla El pueblo de los malditos, en el cual los niños de un pueblo inglés desplegaban poderes telepáticos, con oscuras intenciones. Una pulcra y despojada puesta en escena rememora a los austeros cuadros de las películas de Dreyer y la perfecta composición fotográfica en blanco y negro de Christan Berger aporta una fuerza climática y un atractivo visual que no tiene precedentes en la anterior obra de Haneke. El título original viene acompañado de un agregado: “un cuento infantil alemán”, apunte sarcástico que se condice con una obra con aires de fábula, ambientada en un pasado distante y concebida en un registro cinematográfico que transporta al espectador a un mundo alternativo; uno que podría ser elocuente sobre la humanidad y varios de sus peores vicios. Un último apunte permite entrever otro gran sarcasmo hanekiano. Al final de la película las febriles desconfianzas se ven apaciguadas, y el rencor imperante se amortigua con la llegada de la guerra. El pueblo se revitaliza y vuelve a ponerse en movimiento y, curiosamente, la frustrante represión afectiva y sexual impuesta al narrador por parte de su futuro suegro se ve aligerada. La guerra propicia la unidad y el entusiasmo colectivo en una comunidad nutrida -y necesitada- de violencia. Raíces malditas En el año 2002, Haneke nombró para la revista Sight and sound diez de sus películas favoritas de todos los tiempos. Tres de ellas tienen elementos en común con La cinta blanca: Al azar Baltazar (el despojado cuadro semirrural), Alemania año cero (la aproximación a las más insufribles penurias de un niño) y El espejo (la escena del incendio del granero); las otras películas se condicen sobremanera con su perfil: Al azar Baltazar (Robert Bresson, 1966) Lancelot du lac (Robert Bresson, 1974) El espejo (Andrei Tarkovskii, 1975) Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975) El angel exterminador (Luis Buñuel, 1962) La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925) Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) Una mujer bajo la influencia (John Cassavetes, 1974) Alemania año cero (Roberto Rossellini, 1948) El eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962)
El huevo y la serpiente El fin de semana cinematográfico trajo nuevas gratificaciones para los amantes del cine en las carteleras comerciales de la ciudad: si bien se fue Las playas de Agnès, acaso uno de los mejores filmes que pasarán por las carteleras de Córdoba este año (y que apenas duró una semana), en su lugar se estrenó la última película de Michael Haneke, La cinta blanca, un inquietante ensayo sobre el fanatismo moral y religioso ambientado en un pequeño pueblo del norte de Alemania, en 1913. No casualmente, ambas películas se estrenaron únicamente en el cine Showcase, el único complejo comercial que intenta apostar de tanto en tanto al cine independiente del mundo, particularmente el europeo (algo por supuesto para celebrar, aunque queda por ver cuánto se mantendrá en cartelera: por las dudas, estimado lector, recomiendo ir antes del jueves). Rodado en un ascético blanco y negro, con un trabajo excepcional en la fotografía (a cargo de Christian Berger, quizás en su mejor colaboración con Haneke) La cinta blanca es un filme que levantó y seguramente levantará más de una polémica, pero cuyo rigor político, ético, formal y estético están fuera de toda duda. Pocas películas, en efecto, han abordado situaciones de semejante complejidad de forma tan rigurosa: podrán decir que Haneke quiere hablar de “grandes temas” y que incluso intentó seducir a los jurados del mundo con ella (se llevó la Palma de Oro del Festival de Cannes 2009), pero nunca se lo podrá acusar de banalizar el tema, como tampoco de proponer lecturas simplistas y tranquilizadoras, que busquen normalizar una experiencia en cierta medida traumática para las mentes biempensantes. Más bien, uno diría todo lo contrario. Y acaso el principal error sea considerar a La cinta blanca solamente como un estudio del germen del nazismo: si bien la lectura es válida, y está legitimada por el propio filme, se trata de un análisis más universal, un ensayo trasladable a otras latitudes, épocas y culturas; ya que lo que Haneke examina es el funcionamiento de una sociedad autoritaria, dominada por un dogmatismo religioso que, en el fondo, esconde férreas relaciones de poder y represión. Estamos en 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. El pequeño pueblo protestante se ve sacudido una mañana por un accidente provocado al doctor con una trampa. El hombre terminará hospitalizado durante varios meses. Pero entretanto, se sucederán otros hechos aún más inquietantes, que sugieren la existencia de un plan maligno en curso: primero, la muerte de origen dudoso de una campesina, luego, el atentado contra el hijo del terrateniente del lugar y el incendio de un granero, más tarde la feroz golpiza de otro pequeño con atraso mental. Filme de naturaleza coral, La cinta blanca irá revisando simultáneamente la existencia de varios de sus pobladores: el estricto pastor del lugar, capaz de colocar una cinta blanca a sus hijos para recordarles el ideal de pureza, el doctor, que bastardea a su amante y servidora incondicional, el maestro y narrador de la película, enamorado de una joven empleada del Barón, quien a su vez mantiene al pueblo en una situación feudal. Como en Caché, escondido, el filme parece replicar en su forma narrativa la estructura del psiquismo: la maldad, la violencia y los actos más aberrantes se mantienen casi siempre fuera de campo, pero sus consecuencias van aflorando progresivamente, descubriendo un mundo atroz que se esconde detrás del puritanismo religioso, la represión sexual y el disciplinamiento social y económico. El cine de Haneke está hecho de sugerencias, y aquí son manejadas con maestría por el director austríaco y alemán -aunque a veces haya algún golpe de efecto de más-, quien dosifica el suspenso hasta la más terrible revelación final, sobre la autoría de los atentados. Pero acaso lo más importante sea la clarividencia sociológica del filme: La cinta blanca es una pequeña gema para analizar el comportamiento de las sociedades patriarcales y autoritarias, que puede encontrar varios paralelismos en la actualidad y por supuesto en la historia (para nosotros, claro, la última dictadura militar). Por Martín Iparraguirre