Almodovar clásico vs. Almodovar contemporáneo. Es el sabor que me dejó la presentación de su último film, una mezcla de elementos bien marcados del cine que solía realizar en sus comienzos, repleto de situaciones relacionadas al sexo, contenido de colores vibrantes, la sátira, conducir escenas al extremo y lo perverso. Si a esto le sumamos su fascinación por los géneros, sobre todo el thriller como es en este caso, la admiración por el suspenso y el film noir, bien podríamos aseverar que su cine se encuentra en el mejor estado, con una imponente estructura narrativa por sobre todas las cosas. Almodovar se ha convertido en un director adulto, sus obras ya no tienden a buscar un efecto de polemizar, pero en La Piel que Habito, una trama que va creciendo vertiginosamente, impensable y de esas en que no se puede contar ni el mínimo detalle al lector de una reseña por la posibilidad de arruinar el factor sorpresa, logra un efecto impactante: dejar boquiabierto al espectador. Basada en la novela “Mygale” de Thierry Jonquet y protagonizada por Antonio Banderas (ex actor fetiche de Almodovar con quien no trabaja hace 20 años), componiendo a Robert Ledgard, un detallista cirujano plástico que busca venganza sobre quien abusara sexualmente de su hija. La trama del film es negrísima, inicia con el cirujano habitando una imponente mansión, de aquellas estructuras que contienen todos los elementos electrónicos de avanzada a mano que uno pueda imaginarse y una fiel ama de llaves a su disposición interpretada por Marisa Paredes. El film es movilizado a partir de alternación con flashbacks constantes, sin melodías armoniosas, el score remite a la genialidad de Bernard Herrman debido a la inclusión de puntillosos violines para marcar la psicótica experiencia. Elena Anaya, quien ya ha trabajado con Almodovar en Hable con Ella, habita la piel de Vera, una mujer que convive recluída en una habitación de la mansión, vigilada, detenida, observada. Almodovar logra generar climas extremos y las sensaciones más diversas, desde la empatía hasta la melancolía y el temor, propone jugar con el género del thriller, uno de sus favoritos y sobre el que mejor ha sabido afianzarse, con todos los elementos que en su trayectoria bien ha sabido utilizar, su sello característico está a la vista. Un film que fluye constantemente y genera suspenso como pocos.
¡Átame, Matador! A veces uno pierde la esperanza cuando entra a una sala cinematográfica. La mayoría de los directores se están olvidando de filmar. Graban. Es cierto, que muchos de ellos, hacen cosas increíbles con el material digital (Sokurov, Lynch), pero después no se sale de la media, de aprovechar la reducción de costos y el avance tecnológico para pensar en función de efectos especiales y el 3D. Pero todavía existen realizadores de vieja escuela que siguen imponiendo personalidad, autoridad, cinefilia y aprovechan el 35 mm para lograr maravillas que solamente se pueden apreciar en una sala, en pantalla gigante.
Desequilibradamente cinéfila El español Pedro Almodóvar demuestra cada vez que presenta un nuevo film que es uno de los directores más destacados de los últimos treinta años. A través de las mezcla de géneros y estilos, del impacto visual de sus imágenes y de su mirada cinéfila, concreta obras dignas de ser recordadas y analizadas, desde sus inicios entre lo kitsch y lo grotesco hasta la madurez que le adjudica un cine genuino de autor, a través de temáticas faltantes de escrúpulos que exhiben las historias de ciertos personajes marginales que son característicos de éstas. En La Piel que Habito, su nueva película, Almodóvar narra una nueva historia descabellada dentro de su rico portuario. Robert (Antonio Banderas) es un reconocido cirujano plástico que tras su mujer terminar incinerada en un accidente, se dedica a la creación de un transplante de piel que traiga consecuencias novedosas al mundo de la ciencia. Vera (Elena Anaya), la joven paciente con la que esta experimentando su nueva técnica, será la que confronte con éste, que a través de un pasado revelador, le darán pie a un atrapante thriller que continúa con la senda de Los Abrazos Rotos, su obra anterior. El film enfoca grandes climas de suspense al estilo de Vértigo de Alfred Hitchcock o ¿Qué Pasó Con Baby Jane? de Robert Aldrich, como también incluye ciertas características del film noir, y hasta se puede decir que por tener un presente que transcurre en un futuro (aunque sea un cercano 2012), La Piel que Habito tiene reminiscencias al género de ciencia ficción, ya que el hecho de la transformación de cierto personaje tiene mucho que ver con el clásico Metrópolis de Fritz Lang. Lo que tiene la película, como la mayoría de las de Almodóvar, es que se compone de una estructura narrativa impecable, dónde cada espacio temporal está correctamente relatado, siendo que la transición del presente al pasado a través de flashbacks se produzca con una sutileza digna de destacar. Pero lo que tematizará La Piel que Habito es la venganza, cuestión que a priori parecería un tanto compleja, pero que el film irá dando a saber de una manera más que calificadora en el modo que el contenido se vaya sumergiendo en cuestiones como la ausencia de la moralidad, las diversidades sexuales y las situaciones grotescas, siendo destacable como el propio realizador se toma el privilegio de citarse a si mismo con una perturbada escena que hace recordar a Kika. La cuestión, en tanto a las acciones, será que los personajes resultarán tan diabólicos que la trama se forjará siniestra, en tanto que mediante cada revelación que el film proponga, la obra tomará un eje macabro digno de un universo del género de terror, brindando las mentes psicológicamente más desequilibradas propuestas por el director. La Piel que Habito es un film avasallante de una desgarradora profundidad narrativa, que acompañada por la impecable composición musical de Alberto Iglesias y exquisitos planos detalle hace que la nueva obra de Almodóvar sea sumamente interesante, con el plus de ver a Banderas en un gran protagónico y a su vez volviendo a sus inicios de actor fetiche del realizador como en Matador, La Ley del Deseo, Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios y ¡Átame!
Retrato de una obsesión En la etapa más reciente de su ya prolongada carrera, Pedro Almodóvar se ha sentido fascinado por los géneros, especialmente por el thriller y el film-noir. Aquí, propone una relectura de los clásicos de suspenso de Fritz Lang y de una de sus pelícujlas favoritas, Les yeux sans visage (1960), de Georges Franju con Pierre Brasseur, mezclada con el mito de de Prometeo (que a su vez es el origen del Frankenstein, de Mary Shelley) para narrar los experimentos que un brillante y psicopático cirujano plástico (Antonio Banderas, en su reencuentro con el director) realiza en su propio laboratorio para cambiar la piel (y luego también el sexo) de una de sus víctimas (Elena Anaya), a quien mantiene encerrada en una suerte de cárcel de lujo. En verdad, La piel que habito combina varios temas, climas y géneros: es una historia de amor, obsesión, manipulación y venganza, un retrato de una familia salvaje y amoral con al gran Marisa Paredes como la madre de Banderas, un ensayo sobre los excesos en la bioética y una desgarradora mirada al abuso de poder que combina también elementos propios de la ciencia ficción y la comedia negra. A partir de la novela Tarántula, del francés Thierry Jonquet que el propio realizador de Atame y Matador modificó a su gusto, Almodóvar propone una explosiva combinación de incisiones en los cuerpos, perversiones varias, relaciones posesivas, escenas sexuales y disparos a quemarropa. Una mezcla que funciona bastante bien (hay altibajos, pero también grandes momentos) y que definen el actual estado de las cosas en el universo de este cambiante, pero siempre provocativo y singular artista.
El Moderno Pigmalión Luego de más de veinte años, Pedro Almodóvar vuelve a unir fuerzas con su musa masculina Antonio Banderas en La piel que habito (2011), adaptación de la novela Mygale de Thierry Jonquet atravesada por “el toque almodovariano”: sensibilidad kitsch, revisionismo del género y una compleja trama enraizada en la perversión interna de sus personajes y las relaciones de deseo y repulsión entre ellos. El Doctor Ledgard (Antonio Banderas), el cirujano estético más codiciado de Toledo, opera en su clínica privada El Chaparral. Tiene una sola paciente, Vera (Elena Anaya), encerrada en un cuarto, confinada en un traje que protege su frágil piel. El ama de casa, Marilia (Marisa Paredes), vela sobre sus vidas con la férrea diligencia que Almodóvar suele dotar a sus mujeres: abnegadas al bienestar de los otros, pero siempre con una actitud sardónica que delata una esclavitud voluntaria. La muerte de su mujer Galatea ha castrado emocionalmente a Ledgard, que pasa sus días cual Frankenstein agazapado en su laboratorio, experimentando con la transgénesis y desafiando la bioética para crear un tipo de piel artificial que podría haber salvado a su mujer. Su nueva Galatea es Vera, y Ledgard literalmente esculpe a la mujer de sus sueños cual moderno Pigmalión. Un inesperado giro melodramático deviene en crimen y, a través de un flashback se vuelve a la génesis de un primer crimen, que transformará a Ledgard de un prometeico doctor a un faustiano científico loco, corroído por rencor, lujuria y venganza. Eventualmente se volverá al presente, donde nuestra percepción de los personajes cambiará por completo hasta el mismísimo clímax de la historia. En un film sobre la piel, nada es lo que aparenta. La piel que habito es uno de los thrillers más logrados de sus tiempos y otro punto cúlmine en la carrera de Almodóvar. Compuesto de estilemas genéricos tomados del horror, el melodrama y el noir, está vivo y aterra por su estudio de sus retorcidos personajes, sin caer en exhibicionismos sangrientos y sustos descartables. Los tres protagónicos dominan sus escenas y confieren a esta grotesca historia un nivel de verosimilitud espeluznante. Almodóvar siempre ha reforzado el mito de que todos sus films tienen algo de autobiográfico, y como la Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock, probablemente éste sea uno de sus films más personales. Pocos directores pueden ostentar un estilo propio que ha patentado códigos actorales, puestas en escena, dirección artística y fórmulas de guión. Almodóvar ingenia una película propia y auténtica, digna de un autor.
Almodóvar regresa con la precisión de un cirujano El cineasta Pedro Almódovar arremete con sus obsesiones en una película diferente en su carrera y se reúne, después de veinte años, con Antonio Banderas. La piel que habito, una historia sobre la identidad, la transformación, la venganza y la espera, está narrada con la precisión de un cirujano y alimentada por varios géneros. En la trama dicen presente la ciencia-ficción, el drama, el policial y el terror, pero también las pasiones desenfrenadas que llevan el estilo de un narrador que salta en el tiempo para contar su historia de locura y encierro. La acción se ambienta en El Cigarral, una masión aislada (al mejor estilo Frankenstein) donde habitan el Dr. Ledgard (Banderas), un cirujando plástico, y su fiel ayudante Marilia (Marisa Paredes). Allí, incansable, el médico desarrolla una piel artificial con la que podría haber salvado a su esposa que sufrió graves quemaduras en un accidente automovilístico. Doce años después, consigue cultivarla en su propio laboratorio gracias a la terapia celular. Pero necesita a un "Conejillo de Indias", Vera (Elena Anaya) para probar su experimento. El film está atravesado por el suspenso y da rienda suelta a un juego perverso que se irá construyendo con el correr de los minutos. La piel que habito acierta en los climas (pobre el incauto que ingresa disfrazado en la mansión) y sorprende al espectador más experimentado por el vuelco que da la trama. Crimen y misterio se conjugan en un eterno juego entre "el cazador y su presa", como si se tratara de un film del italiano Darío Argento, en el que el bisturí y las pinzas están servidas en bandeja. El sólido elenco encabezado por el actor de La ley del deseo y Atame se completa con las convincentes actuaciones de Marisa Paredes (un rostro inevitable en films de Almodóvar), Elena Anaya, Jean Cornet y Susi Sánchez.
EL ABOMINABLE DR. LEDGARD En su nuevo film, Almodóvar apuesta por completo al amor loco, a la cinefilia más rotunda y al deseo como el único motor de la existencia. Caminando por los límites del cine de terror, el director ha logrado reencontrarse a sí mismo y a uno de sus mejores La piel que habito es la nueva película de Pedro Almodóvar. Su nombre, como el de ningún otro director europeo contemporáneo, remite instantáneamente a un universo, a una iconografía. También a un malentendido por el cual no son pocos los que creen que el director manchego es sólo Mujeres al borde de un ataque de nervios, la más popular de sus películas y a la vez una de las que menos lo representa como director. Almodóvar es La piel que habito. Es ese universo oscuro por momentos, y luminoso en otros. Es ese director capaz de mostrar optimismo en lo espacios más siniestros y de sumergirse en la locura como quien recorre un espacio conocido. Él mismo lo dejó en claro cuando filmó un film llamado La ley del deseo y cuando su propia productora llevó el nombre, justamente, de El deseo. Su obra está regida por esa única ley; su espacio es el de la pasión por encima de la razón, el de los caminos que recorren aquellos que saben que más allá de todo orden y civilización, algo primitivo, profundo e incontrolable habita en cada ser humano. La piel que habito lo reencuentra a Almodóvar con sus aristas más insólitas e inverosímiles, las mismas con las que se han hecho gran parte de las obras maestras de la historia del cine. Se hacen presente aquí sus maestros, sus referentes cinematográficos por excelencia: Luis Buñuel y Alfred Hitchcock. Maestros del amor loco, estos dos cineastas no midieron ni especularon a la hora de exponer sus universos más oscuros y ocultos. Eso, y su genialidad cinematográfica, los convirtió en lo que hoy son en la historia del cine. Ambos sabían que el deseo era todopoderoso y que el ser humano se entrega al desastre con una convicción que contradice todos los instintos de supervivencia. Almodóvar lo sabe y repite esa misma historia en cuanta ocasión puede. Versión siniestra de Pigmalión (¿acaso no lo son todas?), Almodóvar cuenta la historia de ese objeto del deseo perdido y vuelto a reconstruir. Lo mismo se puede ver en Vértigo, de Alfred Hitchcock o en Más allá del olvido, de Hugo del Carril. No deja de ser interesante que aunque La piel que habito se base en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet, sean muchas y muy fuertes las similitudes que tiene con la película Los ojos sin rostro (Francia, 1960), de Georges Franju, obra maestra del terror, verdaderamente de avanzada para su época y un clásico imprescindible. Un detalle: los guionistas de Los ojos sin rostro son nada menos que Pierre Boileau y Thomas Narcejac, los autores de la novela De entre los muertos, en la que se basa Vértigo, de Alfred Hitchcock. Todo este marco de referencias es para explicar que más allá de algún coqueteo con cierto tono plausible que Almodóvar imprime aquí o a allá, en el fondo estamos en el puro terreno de la licencia poética, del disparate total filmado con seriedad pero de forma autoconsciente. Tomarse literalmente esta película –o cualquier otra de la historia del cine- es perder el tiempo. Lo que debe analizarse, como en Buñuel, como en Hitchcock, como en el cine de terror también, es el universo de ideas que el relato expresa. La desesperación de un hombre que entra en un laberinto de locura, venganza y deseo. Un análisis minucioso de la obra nos llevaría a las interpretaciones más asombrosas, más aun si pensamos qué es lo que hace el Dr. Ledgard (brillante Antonio Banderas en la que tal vez sea su mejor actuación hasta la fecha). Es importante preguntarse qué es lo que hace el Dr. Ledgard, por qué lo hace, a quién se lo hace y finalmente cuáles son las consecuencias. Allí se verá claramente el riesgo y la fuerza de la película. Otro film de Almodóvar, justamente, se llamó Laberinto de pasiones. Pero acá la gran diferencia con el comienzo de su obra es que se coloca a sí mismo –el director/el cirujano- como centro de la trama, del desastre y de la locura. Lo mismo que hacía Hitchcock en Vértigo lo hace Almodóvar en La piel que habito: retratar su propia obsesión a través de un personaje obsesivo, enceguecido por la pasión y la locura. La diferencia entre Hitchcock y Almodóvar es que la perfección estética y la fineza del director inglés será siempre una meta inalcanzable para cualquier otro cineasta. Aun así, un buen programa es ver La piel que habito, Los ojos sin rostro y Vértigo todas en un mismo fin de semana. Aunque luego de semejante festín cinéfilo de amor fou es posible que no haya vuelta atrás. Y no debería haberla, porque es mejor sumergirse un par de horas en estos universos de deseo e intensidad convertidos en imagen cinematográfica que transitar por los mediocres caminos del cine naturalista.
Las procesiones van por dentro Somatizar una película tan revulsiva como La Piel que Habito (2011), para bien o para mal, resulta francamente inevitable, es una consecuencia directa de un cine que se origina en las entrañas y que emparda la pasión con el intelecto sin hallar ninguna paradoja en el camino. Si en términos históricos siempre fue una empresa muy dificultosa el simple hecho de delimitar los géneros intervinientes en cada nueva obra del genial Pedro Almodóvar, hoy su último opus nos conduce a un nivel de desconcierto inédito: las referencias van desde Los Ojos sin Rostro (Les Yeux sans Visage, 1960) y Vértigo (1958) hasta Frankenstein (1931) y Pacto de Amor (Dead Ringers, 1988), sin dudas todo un catálogo de films perturbadores. A pesar de que volvemos a estar frente a un melodrama exacerbado con un verosímil de contrastes heterogéneos, vale aclarar que en esta ocasión el tono tiende a ser más severo que de costumbre y el desarrollo narrativo paulatinamente se desplaza del thriller con detalles de ciencia ficción a un horror clasicista centrado en la transformación corporal. La trama gira alrededor de la relación entre un inquietante cirujano plástico, el Doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas), y su “conejillo de indias”, la pobre Vera (Elena Anaya). Con la ayuda de Marilia (Marisa Paredes), un ama de llaves que hace las veces de asistente personal, el médico mantiene bajo cautiverio a la mujer sometiéndola a operaciones varias. Lo que en un primer momento aparenta estar vinculado a un fetiche sádico para con la investigación y el testeo de una novedosa piel artificial creada en laboratorio a través de procedimientos transgénicos, con el transcurso de los minutos muta hacia oscuros designios que tienen su raíz en el pasado lejano, en una obsesión que se remonta a las terribles quemaduras que sufriera su esposa y los trastornos psicológicos de su hija adolescente. Como es habitual en las realizaciones del manchego, aquí el amor platónico y el desenfreno sexual se confunden en exquisitos remolinos de encuentros y desencuentros en los que los protagonistas terminan fagocitándose los unos a los otros a puro mutualismo masoquista. Siempre que Almodóvar se propone adaptar material ajeno se toma muchos años para pulir el guión y la presente traslación de la novela Tarántula de 1995 de Thierry Jonquet no fue la excepción, este proyecto particularmente ha tenido un copioso tiempo de maduración: aunque se barajó la posibilidad de filmarla en inglés, por suerte el director mudó la acción a Toledo y decidió reanudar su fructífera colaboración con el inefable Antonio Banderas, quien en esta oportunidad ofrece uno de sus trabajos más logrados, a la altura de lo mejor de su carrera. Elementos tradicionales como los toques kitsch, una banda sonora lacrimógena y la maravillosa puesta en escena ahora están en sintonía con un relato austero. Uno nunca deja de sorprenderse ante un talento inclasificable, tan emparentado al cine de Douglas Sirk y Luis Buñuel como al de Rainer Werner Fassbinder y John Waters. Los rasgos distintivos son la naturalidad con que incorpora situaciones insólitas y la enorme destreza para ponerlas al servicio de un entramado expositivo en el que priman la complejidad moral, el humanismo concienzudo y las múltiples lecturas según el contexto considerado: en La Piel que Habito cuesta deducir la opinión del realizador acerca de los personajes y/ o su lógica, lo que es seguro es su cariño por cada uno de ellos y la certeza de que los envases serán perfectos pero las procesiones siguen su recorrido por el interior…
Loco(s) de amor Almodóvar prepara un cóctel de ambición, obsesiones, abusos y sexo. Un Almodóvar más maduro no significa condescendiente ni vendido al establishment, y La piel que habito trae de nuevo al director de Carne trémula al campo del thriller y sorprendiendo al espectador a cada paso de su trama. Como si Pedro Almodóvar caminara sobre sus propias huellas pero reinventara esta conjunción de drama, thriller y filme de ciencia ficción en la que un cirujano plástico (¿psicópata?) pone todos sus esfuerzos en conseguir crear una piel nueva. El hombre tiene sus motivos. Basada muy libremente en la novela Tarántula , de Thierry Jonquet, Almodóvar toma la idea y la transforma a su gusto. Este es un filme del manchego de cabo a rabo, con personajes ambiciosos, obsesivos y pusilánimes, su cuota de humor, de sexo salvaje y de romanticismo. Un cóctel que preparaba en los ’80 de manera más despareja, y que ahora sirve en copa de cristal. Robert (Antonio Banderas, que vuelve a trabajar con Almodóvar después de 20 años) tiene encerrada en su mansión/laboratorio a una mujer (Elena Anaya). El está experimentando para conseguir una piel más resistente, luego de haber perdido a su esposa, que en un accidente sufre tremendas quemaduras. Su confidente y ama de llaves, Marilia (Marisa Paredes) tiene una relación algo misteriosa con Robert. La historia también va y viene en el tiempo, con otra subtrama sobre un joven que trabaja en una tienda de ropas con su madre, que en algún momento se encontrará con el personaje de Antonio. La película trata sobre la obsesión, pero también sobre los abusos a los que la venganza o precisamente esa obstinación o complejo pueden llevar a una persona a traspasar ciertas reglas y aprovecharse de un tercero. El director le brinda a Banderas un personaje que el malagueño jamás hubiera podido interpretar en su etapa anterior en conjunto sin que al espectador se le escapara una sonrisa. Aquí es todo lo contrario. El actor de La ley del deseo debe ceñirse, ajustarse a una personalidad de muchas aristas, un científico loco, sí, pero astuto y maquiavélico... y hasta por momentos entrador. Poco a poco el melodrama –el género en el que a estas alturas es evidente que mejor se siente el realizador- va ganando espacio, y todo lo anterior –el mito de Prometeo, las cirugías plásticas, el costado del thriller- dejan su lugar ante los resortes de una historia cien por ciento almodovariana. Además de a Banderas, Almodóvar llamó a Marisa Paredes, otra de sus favoritas para un papel en el que la maternidad, como en Todo sobre mi madre , entra a jugar de manera preponderante. En síntesis, Almodóvar regresa con su mejor cine, que puede desconcertar y pasar por telenovelesco, pero que está contado desde las entrañas de los personajes. La película tiene y muestra una vitalidad difícil de observar en otros cineastas españoles contemporáneos.
Pedro Almodovar está trastornado, está loco, mal del marote, y cualquier otra forma de decir que no está bien. ¿Cómo alguien puede imaginar una historia así??? La piel que habito es para mi, la historia más rara de todas las que vi de Pedrito. Pero lo banco. Si comenzamos a ver una historia así de un director "normal", seguro a los 15 minutos nos levantamos, pero por ser de Almodovar sabemos que lo que viene hará cerrar todo, incluso nuestra desconfianza. Un Antonio Banderas maravilloso, lejos de sus papeles tontos de Hollywood le da mucha garra a toda la historia. Se lo ve "veterano" y eso es lo que transmite con su mirada y gestos también. Es una gran composición. La peli tiene sus cosas "WTF??" habituales en Almodovar, pero todavía me pregunto para que está todo lo del brazuca... raro. El secreto de su piel... perdón, La piel que habito, es una gran historia, que no sirve para iniciarse en las películas de Almodovar... es solo para los que hicieron el master en este genial y demente director español. Cuesta un poco digerirla, pero saldrás con la satisfacción de que el tio pervertido te ha contado una nueva historia loca. No es la mejor de el, pero tiene su sello inconfundible y eso es lo que uno va a buscar al cine en este caso.
Se habló mucho de la relación entre Antonio Banderas y Pedro Almodóvar en los medios, donde se decía que estaban alejados y era imposible que volvieran a trabajar juntos. Al final nada de eso resultó cierto ya que volvieron a reunirse otra vez para brindar la mejor película que hicieron ambos artistas en muchos años. Almodóvar es un buen director que hizo filmes importantísimos dentro de la producción española, pero en el último tiempo empezó a aburrir. Sus melodramas tediosos terminaron por saturar y el cineasta no hizo otra cosa que repetirse a si mismo contando relatos que eran más de lo mismo. Algo similar le ocurrió también a Woody Allen hasta que empezó experimentar con elementos diferentes en sus trabajos y volvió a filmar buenas películas. Para quienes le veníamos pidiendo al director español una propuesta distinta, La piel que habito es una respuesta contundente. Finalmente Almodóvar se despertó de su siesta y realizó un thriller totalmente absorbente que te mantiene intrigado desde las primeras escenas y que además brinda una de las historias de venganza más retorcidas que se filmaron en los últimos años. La piel que habito es una película totalmente influenciada por el viejo “giallo”, que es con el nombre que se conocía a los policiales eróticos italianos de los años ´70, que solían filmar directores como Darío Argento y Lucio Fulci. La particularidad es que en este caso Almodóvar combinó ese tipo de cine con los thrillers clásicos de Alfred Hitchcock, quien también representó una notable influencia en esta producción. Este film es una gran bocanada de aire fresco para la filmografía del cineasta español, donde pudo mostrar su maestría como narrador dentro de un género que nunca había explorado de esta manera. El reparto para variar es excelente y Antonio Banderas con este trabajo se redimió de todas las películas malas que hizo en Hollywood . Es loco verlo en este film porque uno descubre nuevamente a ese actor talentoso que surgió con Almodóvar en los años ´80. El psicópata que interpreta en esta historia, que por cierto, tranquilamente podría haber sido amigo de Jigsaw (El juego del miedo), ya que los dos están totalmente pirados, es claramente uno de los mejores personajes que brindó en su filmografía. La trama demencial que presenta este film estuvo basada en la novela “Tarántula” de Thierry Jonquet, que ya había despertado polémica en 1995 por el relato depravado que brindaba el autor. Por supuesto el film no puede escaparle a ciertos elementos desconcertantes como el sujeto brasilero vestido de tigre que aparece en una escena y el musical de Concha Buika que no aportan absolutamente nada a la trama, más que para satisfacer un capricho del director con el objetivo recordarnos que él está detrás de cámaras y no puede dejar afuera sus incompresibles excentricidades. Al margen de estas cosas que se le pueden objetar al film, La piel que habito es lo más interesante que hizo Almodóvar en muchísimo tiempo y ofrece un buen cuento de suspenso.
Para componer esta mezcla de thriller glacial, melodrama rocambolesco, film de horror y variación sobre Frankenstein, Pedro Almodóvar se inspiró en una novela francesa ( Tarántula de Thierry Jonquet), a la que introdujo las modificaciones necesarias para convertirla en un producto con su sello reconocible, incluida su actual tendencia hacia lo tenebroso. Además del refinamiento visual de todas sus películas y de sus incuestionables dotes de narrador, La piel que habito expone rasgos característicos de su cine: su voluntad de provocar, su actitud transgresora, la infaltable dosis de perversidad, atmósferas cargadas de perturbadora sexualidad, transformismo, madres dominantes, referencias a la cultura pop, inverosímiles enredos folletinescos, excentricidades varias y el atrevimiento que tanto se le celebra. Esta vez, el humor asoma poco y se lo extraña sobre todo cuando el realizador se aproxima a lo camp . Quizá porque a esta altura de su carrera el manchego ha perdido parte de su frescura y ha empezado a tomarse demasiado en serio. Si hasta se da el gusto de poner en escena a un Prometeo encadenado aunque el rebuscamiento de la situación resulte excesivo. El protagonista de la oscura historia es un genio de la cirugía plástica que tras la trágica muerte de su mujer (se suicidó después de sufrir un accidente que la dejó desfigurada) se consagra obsesivamente a la creación de una piel artificial tan sensible como la verdadera pero resistente al fuego. Claro que en el sofisticado laboratorio que tiene en su residencia-clínica, el hombre lleva sus experimentos bastante más allá de lo que la bioética (y la autoridad científica) permiten. En secreto, este moderno Frankenstein de escasos escrúpulos ha estado investigando en la transgénesis. Sólo su asistente sabe de la existencia de la criatura que el científico loco tiene encerrada bajo llave mientras dura el extensísimo tratamiento. Quiénes son estos tres personajes y por qué hacen lo que hacen es algo que Almodóvar irá revelando de a poco, sobre todo en un retorno al pasado que ocupa el sector más interesante del film y que no conviene revelar. Pero sí puede decirse que no se le ha escapado ningún tema de los que se han ocupado largamente las publicaciones de actualidad en los últimos tiempos: de las violaciones o la inexplicable desaparición de jóvenes a los trasplantes de cara o las operaciones de cambio de sexo y de los casos de abuso (los de padres que mantuvieron encerradas a sus hijas o los de figuras públicas que aprovecharon de su poder) a las perturbadores esculturas de Louise Bourgeois y sus fantasías incestuosas. Quien quiera reparar en las referencias cinematográficas, que suelen ser abundantes en el cine de Almodóvar, tendrán aquí bastante trabajo. Son muchísimas y van de vagas inspiraciones a citas directas -Franju y Hitchcock- son los más notorios, pero no los únicos. En esta historia que es tanto de amor obsesivo como de venganza y cuyo elenco incluye destacables labores de Antonio Banderas, Marisa Paredes y la muy sugestiva Elena Anaya, conviven los hallazgos visuales (hay refinamiento en la puesta y también en la pulcritud casi publicitaria de la fotografía de José Luis Alcaine), con giros artificiosos que pueden resultar irritantes o bordear el ridículo. Lo que resulta menos perdonable es que el film, que sabe cómo alimentar la curiosidad, no logre comprometer al espectador con la historia y generarle alguna emoción.
Frankenstein perdido en su laberinto Reaparece el barroquismo del último Almodóvar, aunque escondido debajo de una superficie límpida, ascética y gélida como la de un laboratorio, escenario central del que quizá sea el experimento más complejo, oscuro y autorreferencial del director. Un poco como en Los abrazos rotos, su film inmediatamente anterior, no hay una sino varias películas dentro de La piel que habito, nuevo melodrama noir de Almodóvar, protagonizado por Antonio Banderas y Marisa Paredes. Las historias dentro de otras historias, los racconti, las digresiones siempre fueron un sello distintivo en su cine de los últimos años y aquí reaparece una vez más ese barroquismo, aunque escondido debajo de una superficie límpida, ascética y gélida como la de un laboratorio, escenario central del que quizá sea el experimento más complejo, oscuro y autorreferencial de Almodóvar hasta la fecha. “Yo creo que el mejor material para la ficción y para fabular es nuestra propia naturaleza, en todos los aspectos. Especialmente en los aspectos más imperfectos”, le decía Almodóvar a Página/12 en relación a Los abrazos rotos, donde el protagonista era un director de cine que se quedaba ciego. Ahora, en La piel que habito, el protagonista es el obsesivo doctor Robert Ledgard (Banderas), que bien puede leerse como otro alter ego de Almodóvar, en la medida en que –a la manera de un cineasta– también decide sobre la vida y la muerte de los personajes con los que trabaja. Cirujano plástico reconocido internacionalmente, Ledgard es una suerte de Dr. Frankenstein redivivo, un genio perverso que en su quirófano, aislado del mundo y con la sola ayuda de una agria gobernanta llamada Marilia (Paredes, en plan Igor), intenta de- sarrollar un nuevo tipo de piel, sensible a la caricias pero mucho más resistente que la piel humana. El problema es que esa experiencia no la lleva a cabo trabajando sobre cobayos, como declara en una conferencia pública, sino sobre un ser humano que tiene recluido contra su voluntad –en una lujosa finca de Toledo, la misma que usó Buñuel para encerrar a Tristana– y al que somete a las más diversas intervenciones quirúrgicas, capaces de alterar por completo su fisonomía. La piel que habito es ese tipo de películas de las cuales no conviene adelantar demasiados detalles, no porque trabaje en el terreno del suspenso propiamente dicho (aunque también lo tiene), sino porque cada una de las vueltas de tuerca del guión –y son muchas, quizá demasiadas– van revelando zonas que el director deliberadamente quiere mantener ocultas para ir descorriendo el velo de a poco. Baste con saber que a Ledgard no lo anima solamente el afán científico, sino que antes lo mueve la necesidad de ejecutar una cruel y dilatada venganza: cambiar totalmente la identidad de su cobayo humano. Pero lo que Ledgard no sabe es que, a la manera gótico-romántica, terminará perdida, fatalmente enamorado de su propia creación. Hay un afán manipulador en Ledgard, una pulsión de someter –de la manera que sea– la voluntad de su víctima, que no es muy distinta de la manipulación que Almodóvar, a su vez, practica sobre el espectador. Es como si cada incisión, cada vejación incluso que Ledgard practica sobre su víctima, Almodóvar a su vez (en la que quizá sea su película más perversa) la practicara también sobre el espectador, que asiste indefenso a la desmesurada ambición demiúrgica del cineasta. Como Ledgard, Almodóvar también parece persuadido de que todo lo puede. Que uno lo haga en nombre de la ciencia y el otro en nombre del cine, no exculpa a ninguno de ambos. Sin embargo, y en tren de interpretaciones, la secuencia final quizá dé alguna pista de la autoconciencia del director: el quién mata a quién es muy revelador, de la misma manera que lo es el último, callado grito de auxilio de uno de los personajes, en un pueblecito de La Mancha no muy distinto quizá del que salió el propio Almodóvar. Más allá del virtuosismo con el que filma Almodóvar, de la fluidez que le confiere a su película, a pesar de la infinidad de recodos que tiene la trama, y del lujo de su paleta cromática, cada vez más sofisticada, La piel que habito hace extrañar al primer cine de Almodóvar: un cine más abierto, más libre, menos asfixiante y menos pendiente de ese solitario experimento de laboratorio que es siempre un guión de hierro.
Locura en ejercicio En La piel que habito, Pedro Almodóvar encontró la historia a medida para volver a sus obsesiones. Cruel, misteriosa, bizarra y bastante kitsch, la película inspirada en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet responde a los ritmos del thriller pero con el plus que ha convertido al director en una marca. La historia gira en torno a un experimento del cirujano plástico Robert Ledgard, personaje que interpreta Antonio Banderas? con un registro mejorado, por el tono del relato y la cámara endemoniada de Almodóvar. La piel que habito también podría inscribirse en la lista de culebrones, en este caso, por momentos sofisticado, pseudo-culto, con mujeres bellas, mujeres que no siempre lo son en el sentido estricto del género; muertes, violencia sexual, manejo cruel de la intriga que, de todos modos, no cae en el horror explícito. El cirujano lleva adelante una venganza y con esa excusa desnuda su naturaleza perversa. “El rostro nos identifica”, es la primera frase de Robert en una conferencia. Lo suyo es la manipulación genética, búsqueda estimulada por un trauma que no lo deja en paz desde que murió su esposa. Gal sufrió quemaduras en todo el cuerpo, a causa de un accidente, y la tragedia se instaló en su corazón hasta el desenlace fatal. También tuvo una hija que murió muy joven. Robert pasa horas recluido en su laboratorio. Sin abundar en detalles que develan el juego del thriller, cabe señalar la puesta de la película en la que el director ostenta madurez a la hora de elegir los lenguajes para contar con imágenes. Hay una diferencia deliberada en el color de la piel de Robert (el rostro bronceado de Banderas borra la expresividad) y la transparencia del rostro de la joven cautiva. Observada por un circuito cerrado de cámaras, implacable, la imagen vista desde afuera modifica la escala del cuerpo enfundado en una malla color beige. La habitación de Vera también tiene unos pocos detalles visuales y alude a la obra de la artista plástica francesa Louise Caroline Bourgeois (1911-2010). Almodóvar reproduce en el trabajo artesanal del cirujano, las texturas y hasta algunos íconos de la escultora. En tanto, Vera imita formas y pasa sus horas muertas superponiendo capas de arpillera sobre formas humanas. Pero el director no puede con su genio y en medio de esa composición y del diseño de los ambientes como de museo de arte contemporáneo, suma detalles, diálogos imposibles, como cuando Robert le dice a Vera: “Lo último que quiero es que te sientas incómoda”; humor negro; la visita guiada a lo feo; el rostro de la maldad en sus diferentes versiones (Robert, Tigre, Marilia). El elenco responde con eficiencia a los personajes entre misteriosos y border. Inmersos en los conceptos de belleza y horror, que distancian y eliminan la emoción, Elena Anaya? (Vera), Marisa Paredes (Marilia) y Jan Cornet (Vicente) son criaturas indefensas frente a la locura del médico que ha alcanzado la transgenia como si se tratara de una nueva religión.
Ritual sobre el cambio de género Es un Almodóvar más centrado en cuestiones de identidad genérica y multimediática (cámaras constante), pasando por psicopatías generales. Donde el humor apenas se esboza (el hombre Tigre) y el final es simplemente, la vuelta a casa Y Almodóvar debutó con una de terror. Por supuesto que no con una de terror cualquiera, sino una muy pulida y austera, con mucho de cine televisivo de sábado a la tarde de los "70 y clásicos europeos de terror de la década de 1940, más algún Cronenberg "posmo", más cercano a "Pacto de amor" a "Crash". Están todos. Esta especie de Doctor Muerte frankenstiano que es el cirujano plástico, Robert Ledgard (Antonio Banderas), la pobre esposa quemada y de cuya desgracia surge el deseo del médico de la "piel definitiva", la hija inocente violada por quien será transformado en objeto de deseo de su creador y la bruja mala de Marilia (Marisa Paredes), de secretos inconfesables. Amadas-amados, amputaciones sexuales, gozos multifuncionales, canciones mágicas cantadas por un niño que en vez de despertar a la Bella Durmiente, la precipitan a la muerte ante la presencia del vidrio convertido en momentáneo espejo. Fábula devenida pesadilla, en la que se esconde la monotonía pueblerina, el horror de la violación y la castración, la soberbia del médico que todo lo puede, y la presencia en la "casita del horror" de seres transgénicos y reproducciones de Tiziano, con mucha piel en exposición, estatuitas simil Louise Bourgeois y ropa de Jean Paul Gaultier. Todo en la Toledo de 2012. SIN DESBORDES El filme de Almodóvar no alcanza su desborde habitual que, sin embargo, es no sólo la característica de su estilo sino su mayor logro. Todo es medido y sólo hay monstruos bien personalizados, pero no aquelarres orgiásticos o de sangre, que uno esperaba en un Almodóvar típico. Todo está hecho con armonía, hasta la cara desfigurada a lo Mason Verger (rival de Hannibal Lecter) de la mujer de Ledgard no aterroriza y las relaciones entre el doctor y su amada-amado no erotizan. Es un Almodóvar más centrado en cuestiones de identidad genérica y multimediática (cámaras constante), pasando por psicopatías generales. Donde el humor apenas se esboza (el hombre Tigre) y el final es simplemente, la vuelta a casa. Un lugar especial es el de Antonio Banderas, que como el vino y el tiempo, aparece macerado y brillante en una estupenda actuación. Bella la niña Anaya, exacta Marisa Paredes y el toque musical Almodóvar, ese sí, inconfundible, en este caso, con la afro española Concha Buika. Elegante el diseño de producción.
El cuerpo, la piel, el bisturí y el deseo La nueva película de Pedro Almodóvar conjuga una historia dark con una estética freezer, uniendo a gusto y placer citas cinéfilas con tics genéricos, donde el terror de quirófano se da la mano con el melodrama desangelado. El cine de Pedro Almodóvar está constituido por cuerpos, se trate de jóvenes con el sexo que les brota por los poros, maduros que desean amor para ocultar la soledad, enfermos e inertes, sudorosos, transpirados, travestidos, ausentes, presentes, fantasmales. Con los años, el cuerpo en las películas de Almodóvar fue variando: en un principio, urgidos por el sexo y sumergidos en el melodrama y la comedia, las últimas películas del manchego abandonan la pasión desenfrenada para sumergirse en un mundo glacial, cerebral, donde el deseo se concilia con la ciencia, ya lista para aplicar el bisturí en la piel desnuda. En Hable con ella, por ejemplo, el cuerpo ya no respondía por su estado vegetativo y los pasillos silenciosos de un hospital simbolizaban la mirada gélida y distante del director, ya lejos de sus chicas Almodóvar y de los rituales a fuego y pasión de antaño. Pedro hace tiempo que dejó de ser el “Pedrito” de la movida española y en su 18º film se ubica en la piel de Robert Ledgard (Antonio Banderas), un reconocido cirujano plástico especialista en terapia celular. Pocas veces Almodóvar conjugó una historia dark con una estética freezer, conjugando a gusto y placer citas cinéfilas con tics genéricos, donde el terror de quirófano se da la mano con el melodrama desangelado. Múltiples vueltas de tuerca –que no conviene revelar– y una estructura que juega con flashbacks y flashfowards ostenta el argumento de La piel que habito, una película que no colmará de alegría a los fans del Almodóvar cachondo, pero que provocará satisfacción al espectador ansioso por ver cómo se relaciona la ciencia con el melodrama tan afín al cineasta. Es que Ledgard es un Dr. Frankenstein siglo XXI con un bello conejillo de Indias (Elena Anaya), de piel cubierta por un body color carne, y un ama de llaves-secretaria-madre Marilia (Marisa Paredes, gran trabajo), una especie de Igor en estado incendiario. La mayor parte de la historia transcurrirá en ese frigorífico de experimentación (El Cigarral), donde se teje una compleja trama que Almodóvar construye como si encarnara a un médico con su barbijo y sus instrumentos científicos. Por supuesto que habrá amor y pasión, engaños y desengaños, violencia física y subliminal y una veta policial que convive pacíficamente con el melodrama. Pero Almodóvar está serio y solemne, acaso un poco presuntuoso de sí mismo, dispuesto a apostar todo o nada con su observación cutánea de la vida. Y sale airoso del desafío, aferrado a prolijos cortes de bisturí, eligiendo una puesta en escena que parece concebida por un par de esquimales pernoctando en Alaska. Hacía tiempo que la piel sudorosa había mutado a una piel reconstituida, invadida por la ciencia. Al fin y al cabo, es el cine de Almodóvar el que vive en una permanente mutación.
No es el mejor film de Almodóvar, pero atrapa Menos artificiosa que la anterior, pero más disparatada si se la mira desde un punto de vista lógico, la nueva película de Almodóvar es una mezcla de misterio, perversión, suspenso, venganza, abuso de la ciencia, cambio de sexo, amores tortuosos, y dos exabruptos humorísticos, todo expuesto con gran calidad formal y elegancia casi constante, salvo unos pocos momentos fáciles de soportar o perdonar. Con todo eso, digamos, entretiene bastante. Sin mostrar nada espantoso, produce cierto miedo. Sin profundizar en nada, pone sobre el tapete algunos temas actuales como la bioética y la transgénesis, y otros temas eternos, como la afirmación de cada persona por sobre las prisiones o seducciones que otros impongan. Y sin copiar nada, nos acerca a la sensación de inquietud casi onírica que en su momento provocó «Los ojos sin rostro», de Georges Franju. Este film, y algo de «Vértigo», son los principales referentes que ha tomado Almodóvar para su nueva obra, junto a la novela corta «Mygale», de Thierry Jonquet, editada en español como «Tarántula», sobre un cirujano plástico obsesionado por su relación con una mujer y la locura de su hija, hasta que dos delincuentes se cruzan en su camino. Almodóvar suaviza aspectos de la novela, agrega obsesiones propias, y vuela hacia otro asunto, donde el médico es un Pigmalión medio diabólico y degenerado que se inventa su Galatea (y ya sabemos qué pasa entre Pigmalión y Galatea), en supuesto beneficio de la humanidad y homenaje a la memoria de su difunta esposa que se murió escapando con otro tipo (ambos hombres, lados de una misma medalla). Antonio Banderas hace bien un personaje inhabitual en su repertorio. Lo acompaña y enfrenta Elena Anaya, prisionera con capacidad de adaptación y manejo, pero no de olvido y desamor. Al final veremos cuál es su amor más fuerte. Se lucen también tres viejos compañeros de Almodóvar: José Luis Alcaine, con una fotografía tipo Estudios Hammer, el editor José Salcedo, y, en primer término, el compositor Alberto Iglesias, cuya música es casi otro protagonista. En cambio Marisa Paredes, en el papel de madre cómplice, está un poco ridícula. Bueno, las madres de las películas de Almodóvar casi siempre lucieron medio ridículas.
La piel que habito o el amor al cine El nuevo film de Almodóvar lo reencuentra con su mejor factura y explota el talento de sus actores de modo magistral narrando como en los viejos tiempos Por Andrea Migliani El nuevo film de Almodóvar lo reencuentra con su mejor factura y explota el talento de sus actores de modo magistral narrando como en los viejos tiempos. Espero lo nuevo de Almodóvar como lo de Woody Allen, sé, soy consciente de que puede ser menos que lo anterior. Que tal vez no me conmueva como Átame (1989), o Tacones lejanos (1991), que tal vez no sienta extrema admiración por una escena como la de campo en Todo sobre mi madre (1999), dónde los travestis jugaban sus destinos a todo o nada. Y que La ley del deseo (1986) es un peliculón, pero yo espero. La estética de Almodóvar puede variar pero jamás se traiciona. Y esta vez, con La piel que habito, aborda un terror nuevo y a la vez un reencuentro con lo mejor de su cine. Este film es una declaración de amor al cine. Basada en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet, la historia remite a otras en dónde el objeto de deseo es tan potente, está tan instalado que no hay salida. Entonces, ir por el deseo gana la partida. No importa que la locura se apodere de todo, no importa que el límite a traspasar no tenga retorno. En Toledo, donde la belleza es per se una marca, el Dr. Ledgard, a cargo de un brillante Antonio Banderas, desarrolló su tarea de cirujano plástico y ahora con una sola paciente la lleva adelante desde la obsesión. La muerte de su mujer lo ha privado de su objeto de deseo y lo ha sumido en una obcecación pertinaz. Por eso Vera, en la piel, literalmente, de Elena Anaya, está internada y recubierta de un traje que cuida una dermis que es más frágil que el cristal. Su ama de llaves, una de las más maravillosas actrices del cine español, Marisa Paredes, aquí desempeña el rol de su ama de llaves y cofre de secretos. Desde la muerte Galatea, así se llamaba su esposa (como la del abandonado pastor Salicio, de Garcilaso de la Vega), el Dr. Ledgard, experimenta de diversos modos, violando todas las leyes de la ética médica pero con un objetivo, dotar a su nueva Galatea de una piel capaz de resistirlo todo. ¿Lo logrará? ¿De qué cosas será capaz esta criatura que como todas las del universo almodovariano llegan a forzar todos los límites? El sexo como pulsión del deseo que recorre varios tramos del film se ve en distintas variantes de las que muchas harían trinar al Papa, pero esa es otra marca de Pedro, mostrar eso que está allí y que ocurre o puede ocurrir, porque el deseo como un carro cuyos caballos se han desbocado, lo arrastra todo. Ha retornado el Almodóvar en que lo narratológico es vital y que para sus seguidores es fundante. Voy al cine a que me cuenten una historia y si me la cuentan bien, poco importan las imágenes, su crudeza, delicadeza o montaje porque no hay narración que cumpla con su cometido si su forma no está bien estructurada. Necrofilia, masoquismo, abuso, pasado, la nueva película de Almodóvar toma tips del cine de terror, del film noir y también del melodrama que a Pedro tanto le gusta porque en cada personaje, aún en Robert Ledgard, lo mejor de Banderas de los últimos 15 años, todos se ajustan a esos roles que el melos demanda para digerir el espanto de algunas situaciones o el desagrado del descubrimiento de un pasado muy oscuro. O, sencillamente porque su hacedor, adora el género así como el kitsch y tantas otras que ya son sus marcas. Marisa Paredes cumple y más, como es su estilo y Elena Anaya, a quien la cámara adora, dota a su criatura de esa sutileza necesaria de la cautiva, casi como todas las novias de Frankenstein, víctimas y no tanto. Volvió Almodóvar y me siento tentada de decirte amable lector: ¡No te pierdas esta perla!
Anexo de crítica: Con este opus 18, el realizador Pedro Almodóvar confirma que su cine está pasando el tránsito hacia una metamorfosis lenta pero progresiva que habla a las claras de una búsqueda personal que se apoya en la relectura y revisión de géneros y películas especificas como en este caso Vértigo o Frankenstein por citar las más emblemáticas. La piel que habito, en definitiva, son varias películas a la vez como si se tratara de la dermis y la epidermis en un cuerpo con malformaciones desde el momento del nacimiento pero que un obsesivo cirujano y director de cine como Pedro Almodóvar se encarga de suturar y reconstruir para expresar a los cuatro vientos que su cine está vivo.- Pablo E. Arahuete (9 puntos)
Antes que nada, uno sabe lo que va a ver cuándo entra a ver una de Pedro Almodóvar. Sabe que va a tener ciertos elementos, cierta estética, cierto uso de la palabra así que no podía entender cuando alguna gente a mi alrededor reaccionaba escandalizada frente a algunas sugerencias. Por otro lado, había una pareja de amigas que no paraban de hablar tirando conjeturas sobre de qué iba el argumento y yo pensaba dónde está el disfrute si ya de entrada pensás que el film es muy complicado... No lo es, así que a dejar los prejuicios afuera de la sala, así se lo disfruta. "La piel que habito" es una historia de amor y pérdida, de vocación y obsesión, de búsqueda de uno mismo y de la libertad. Es un relato poderoso, filmado sin darle un aire al espectador, narrado con tanta luz (física) como si fuera un quirófano y tantas imágenes como para marear al espectador principiante. Y el cócktail resultante es una delicia, por más que sea predecible en todo su torturado relato. Antonio Banderas representa a Robert, un médico cirujano e investigador que ha perdido a su mujer a partir de un accidente de tránsito. Ante la envergadura de su ausencia y otras cuantas más, irá cortando su lazo con la sociedad e irá pareciéndose de a poco a un investigador que hace pruebas tanto en ratas como en personas. Claro, para semejante personaje, tiene que haber una víctima. Y la hay. Vera (Elena Anaya). Una mujer muy especial. Su sola aparició en ese traje que todos ya conocemos, haciendo posiciones de yoga (!) es de una potencia visual increíble...Y realmente la dupla que hace con Banderas (que se lleva todos los aplausos) es para sacarse el sombrero. Marisa Paredes (Marilia en la historia), aparece para confirmar que esta es una auténtica película de Almodóvar, no sólo por sus participaciones anteriores (fue una de sus favoritas), sino porque encarna a la madre típica de sus historias y lo hace con una mezcla de dolor, sacrificio y amor que es inmensa en pantalla y representa el sello de Pedro en su estado puro. También tendremos los elementos clásicos a los que este enorme director nos tiene acostumbrados: las drogas, el uso del sexo, el abuso que hace que el mismo parezca un acto de violencia, la mujer doblegada ante el mundo machista, la sobreviviente, el cambio de la sexualidad, la sociedad como regulador (por lo que se termina estando lejos y aislado).. Como ya dije, una historia disfrutable e intensa que reafirma la vigencia de su cine. Pocas cosas te arruinan más la cabeza que estar solo con vos. Ahora bien, si bien la primera mitad del film es mucho más lenta que la segunda, es atrapante ver como Almodovar prepara el terreno y sube la apuesta promediando el film. Su talento le permite cerrar la historia sin dejar un solo cabo suelto. Tal vez sea un poco excesivo el uso de música cuando los silencios habrían funcionado infinitamente mejor. Es cierto. Además me llamó la atención la elección de los mismos, ya que por un lado tenemos una partitura excesivamente dramática con violines, piano y una gran orquesta y por el otro una electrónica más cercana a la banda sonora de Kill Bill que a la película que estamos viendo. Otra nota al pie de página: hace muchos homenajes al cine de thriller muy visibles, tanto es así que no llega a construir suspenso, pero sí provoca naturalmente lo que mejor hace, drama. Verán muchos espacios que les resuenan familiares (estilos), pero ninguno compite con el valor que representa Pedro haciendo lo que mejor hace: retratar seres torturados en situaciones extraordinarias cuyas manifestaciones visibles son un festín emotivo para el espectador. La piel sale más dura después de la función. No sé si es la mejor de Pedro, pero vale la pena verla en cine.
VideoComentario (ver link).
Sobrevivir a la obsesión El doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas) es un hombre de mediana edad, parco en sus gestos y palabras, una eminencia en su especialidad: la cirugía plástica. Lleva algunos años retirado en una clínica-casa llamada El Cigarral, en las afueras de la ciudad, con la única compañía de su fiel criada Marilia (Marisa Paredes) y una paciente muy especial que está confinada a una habitación hermética. La joven paciente (Elena Anaya) alterna momentos de sumisión resignada a su condición de cautiva, con otros momentos de rebeldía que la dejan al borde del paroxismo. Porque Vera no está allí por su propia voluntad; el doctor Ledgard tampoco es el profesional equilibrado y compuesto que sus colegas creen, y en medio de ellos se extiende una red de ocultamientos y una historia de tragedia, crímenes y violaciones a la ética. Una visita inesperada a El Cigarral trastocará el orden que Robert supo cultivar en años de reclusión; el quiebre se suscita justo cuando la obra máxima del cirujano ha culminado. Porque la ambición de Robert es, ni más ni menos, que la perfectibilidad de la piel humana. Un descubrimiento que, de haberse producido años atrás, le habría salvado la vida a su esposa Gal. Los almodovarianos puros se reencontrarán con un atisbo de aquél cine desquiciante, descolocado que fue el sello del manchego en los noventa. Los más neófitos, una película que es pura adrenalina desde el comienzo, pese a alguna morosidad en el relato. Los diálogos, en general, son circunstanciales y bastante olvidables (con la sana excepción de las escenas que comparten Banderas-Cornet y Banderas-Anaya). En todo caso, no defrauda, aunque sobre el final la tensión afloja el nudo de tal manera que parece que hubiéramos entrado en otra película; justo cuando todo termina. ¿O es que empieza?
Presente y futuro Pedro Almodóvar, manchego, tiene más de treinta años de carrera cinematográfica y cerca de veinte largometrajes. Rosendo Ruiz, cordobés (de la provincia argentina y no de la andaluza) tiene una película del año pasado. Hoy es el estreno en Argentina de La piel que habito y también el estreno fuera de Córdoba –allí se reestrena– de De caravana. Las dos, vean las dos, incluso pueden armar un vivificante doble programa. Sí, claro, hay diferencias: la película de Almodóvar deja ver un evidente aplomo, un presente de gran seguridad. La piel que habito propone un viaje guiado por un experto en referencias múltiples (Franju-Hitchcock-la Hammer-Corman, por nombrar sólo cuatro), una actuación fuertemente depurada de Antonio Banderas, encuadres y colores fascinantes, violentos encastres temporales, irrupciones disparatadas, pasiones oscuras y una mezcla de géneros, de ambientes, de orígenes y raíces poco frecuente. Almodóvar, a estas alturas, con un equipo de gente experta (fotografía de Alcaine, montaje de Salcedo, música de Iglesias) y una seguridad cinéfila que deslumbra, combinada con una osadía que parece haber regresado a su obra en los últimos años, hace una de esas películas imperdibles incluso para quienes no gusten de ella. No intenten bajarla de ningún lado, no la vean en una sala que no tenga la calidad técnica adecuada: La piel que habito se estrena en grande, con decenas de copias, y merece verse de la mejor manera posible. La seducción que maneja Almodóvar necesita brillo, colores, gran tamaño, claridad en el sonido. También son parte de las películas las condiciones en las que las vemos, y en algunos casos en particular esas condiciones son de mucho peso. De caravana es una irrupción, una ópera prima. No, no toda ópera prima es una irrupción, algunas son meramente continuaciones inopinadas de lo ya transitado. De caravana irrumpe, como dicen que irrumpió Almodóvar los que lo vieron irrumpir a hace más de tres décadas. Sí, claro, De caravana es una película menos pulida que La piel que habito, menos depurada en la amalgama actoral, y a veces se resiente con detalles extemporáneos o no del todo resueltos (Almodóvar, a estas alturas, construye con tal solidez que hace aparecer a un brasileño vestido de tigre y todo sigue fluyendo e incluso reafirma su autoría con más fuerza). Pero no interesa tanto resaltar los detalles negativos de De caravana. Bueno, sí, al menos uno: ¿cómo sabe el protagonista dónde vive la chica al principio?, ¿me perdí algo? Pero para ajustar detalles hay tiempo, carrera por delante, y si uno revisara Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón seguramente encontraría muchos aireados chirridos y refrescantes desajustes. Vamos a lo que importa: De caravana es una película singular, que habla desde un lugar específico en el mundo, en la que los personajes viven y se desarrollan y no están petrificados para que el director se luzca en sus meras manipulaciones. El viaje, o mejor dicho los viajes iniciáticos del “cheto” Juan Cruz por el amplio mundo de la bailanta y los viceversas de la “bailantera” Sara son narrados con gracia, cariño y cercanía. De caravana está viva, en la amalgama del recital de la mona y la atracción entre los protagonistas, en mucha nobleza, en muchas sorpresas, en la mirada genuina, en frecuentes diálogos creíbles. El crítico chileno Héctor Soto escribió: “La debilidad que presenta una elevada proporción de los juicios cinematográficos en circulación radica no tanto en la falta de información o de rigor, sino en la falta de afecto y compromiso, lo cual es más grave. Aquel déficit puede cubrirse con datos o con una cierta disciplina intelectual; el déficit afectivo, por su parte, es una dolencia del alma más que de la percepción y casi nunca es redimible.” Podríamos aplicar lo escrito por Soto sobre la crítica a De caravana y diagnosticar que no se observan en ella dolencias del alma. Hay, entonces, futuro para el cine de Rosendo Ruiz.
Hace ya bastante tiempo que sabemos de la pericia técnica –a veces estética– de Pedro Almodóvar. Es decir: es difícil que una película suya esté mal narrada o mal filmada, que no contenga algún plano notable, algún momento inspirado. Lo que también es difícil hoy, cuando Almodóvar además es plenamente consciente de sus virtudes, es que haya algún elemento que nos emocione. Hay una barrera en sus últimas películas: vemos las emociones de los personajes y las comprendemos de un modo intelectual, pero no se nos transmiten. En este film, donde juega –aunque lateralmente– con el cine de terror y suspenso, se narra la historia de un cirujano que desarrolla una piel artificial y que mantiene en su casa-castillo encerrada a una bella mujer con quien experimenta. Pero detrás de esta situación hay un pasado lleno de dramas pasionales, de violaciones y de tristezas. Justamente ese pasado es el que aparece disuelto en el virtuosismo constante de la puesta en escena. La ironía del secreto/vuelta de tuerca de la película también pierde su fuerza emotiva en la misma medida en que el realizador muestra una enorme pericia como narrador. Quizás –solo quizás– el film sea más un acto de sinceridad del director que un acto de comunicación para los espectadores. Formalmente admirable, el film resulta un acto más cerebral que –perdón– de pura piel.
La piel del deseo. La Piel que Habito adapta, si bien no de manera muy fiel, la novela Tarántula, de Thierry Jonquet. Almodóvar, como era de esperarse, hizo el libro suyo. El resultado es una extraña mezcla de film noir, ciencia ficción y melodrama, con los infaltables toques de humor que caracterizan al cineasta manchego. La vida de Robert Ledgar (Antonio Banderas) está atravesada por la obsesión...
“La piel que habito” es el último trabajo de Pedro Almodóvar, dos años después de que “Los abrazos rotos” (2009) recogiera un gran recibimiento a nivel internacional. Esta vez, el director manchego realiza la adaptación de la novela “Tarántula”, de Thierry Jonquet, entregando un melodrama que bordea el relato de terror, protagonizado por una especie de doctor Frankenstein que juega a ser dios, manipulando a otras personas como experimentos de laboratorio. Robert, un cirujano plástico, atormentado por el suicidio de su esposa (quien previamente había quemado la totalidad de su cuerpo en un accidente de auto) decide poner en práctica una investigación para la creación de una nueva piel, acorazada contra toda agresión externa. Para llevar a cabo las pruebas en un ser humano, aprovechará para vengarse de un joven que intentó violar a su hija, dejándola mentalmente enferma. Con influencias del cine de Buñuel, Hitchcock y Dario Argento, este nuevo proyecto vuelve a reunir a Pedro con Antonio Banderas, con quien no colaboraba desde hace 2 décadas, desde “¡Átame!” (1990). Aunque en diversas ocasiones Almodóvar había afirmado que contaba con Penélope Cruz para este proyecto, finalmente, por problemas de agenda con Penélope, dio el papel a la extremadamente guapa Elena Anaya, muy bien maquillada para este rol, en el que resulta crucial mostrar la tersura y el color de su piel. La escenografía y utilería del filme tienen preponderantes presencias, realzando la bella finca señorial en la que está filmada la película. La música de Alberto Iglesias (que incluye algo de instrumentos electrónicos) así como la cuidada composición de los encuadres, aportan belleza audiovisual, reforzando el drama de sus protagonistas. Resulta complejo determinar la cuestión protagonista-antagonista, dado que, tanto Banderas como Anaya intercambian constantemente ambos roles. Los dos son víctimas y victimarios del otro, y la vida los une uno al otro en una enfermiza relación que culminará en grandilocuente tragedia. Si bien existen algunos apuntes de humor, en este caso son muy breves, y gana lugar el drama y el horror (de éste último, no tanto por lo que se muestra, sino por lo que significan las acciones de los personajes). La presencia de buenos actores, incluyendo también a la gran Marisa Paredes, le otorgan la credibilidad de la que el guión, por momentos, carece. Eso no quita que se extinga el entretenimiento, es más, todo lo contrario, sólo que el nivel de verosimilitud no es muy alto, y hay que ver la peli con pocos prejuicios para poder entrar en el submundo propuesto por Amodóvar durante 2 turbadoras horas.
La historia está bien narrada logrando la dosis de suspenso necesaria para atrapar al espectador del principio al fin, ya que si se hubiera relatado en forma lineal el efecto no hubiera sido el mismo. Es posible que a algunos se les haga muy larga ya que avanza en forma lenta dentro de una atmósfera densa del estilo de las películas de terror del viejo cine...
Siempre hay lugar para un rollo más Robert es un cirujano plástico exitoso que además se dedica a la investigación. En los últimos tiempos ha estado experimentando en su laboratorio en la creación de piel, mediante un procedimiento transgénico, para ser usada en humanos. Sus aplicaciones serían varias, desde reparación de heridas producidas por quemaduras hasta prevención de otras enfermedades, “como por ejemplo, la malaria”, dice sin titubear ante un auditorio de colegas que lo escuchan entre maravillados e incómodos. Pues a partir de ahí empieza a desenrollarse la historia que hay detrás de Robert. Resulta que el hombre estuvo casado con una mujer muy bella que casi muere víctima de un accidente de tránsito en el que el vehículo en el que viajaba se incendió. Rescatada de entre las llamas, aún con vida, logró sobrevivir gracias a los cuidados de su esposo, pero quedó desfigurada. Mientras la cuidaba, Robert empezó a investigar la manera de recuperar la belleza perdida de su mujer. La historia que cuenta Pedro Almódovar en “La piel que habito” está basada en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet, y refiere al caso de este médico quien, pese a sus esfuerzos por salvar a su esposa, no lo consigue, aunque le queda una hija, la que sin embargo, al haber presenciado el suicidio de su madre (por culpa de un espejo inoportuno que se cruzó en su camino), debió ser internada en un neuropsiquiátrico ya que la experiencia la sumerge en la locura. Es decir que la vida de Robert no es un lecho de rosas ni nada que se le parezca. Pero la vida le tiene reservadas todavía más experiencias extremas. Cuando su hija parece recuperada, decide llevarla a una fiesta para que se empiece a socializar y no va que cae en manos de un joven drogadicto que solamente quiere divertirse. Una confluencia de señales y situaciones hacen que el encuentro entre los chicos se convierta en una desgracia. A partir de entonces, el cirujano plástico volverá a sus experimentos, pero ahora motivado por su sed de venganza y pasará fronteras, físicas, mentales, morales y espirituales, hasta lograr resultados extraordinarios. Claro que todo eso ocurrirá en la clandestinidad y en el más absoluto aislamiento, en su clínica privada, que también es su hogar, una especie de fortaleza hermética en las afueras de Madrid. Almódovar vuelve a sus obsesiones en “La piel que habito”. Pone a jugar cuestiones que tienen que ver con los deseos más profundos que anidan en la mente humana y que a veces consiguen manifestarse, dando rienda suelta a fantasías que no por retorcidas no resultan familiares. El clásico tema del científico loco que experimenta con seres humanos, logrando transformaciones que pueden llegar a modificar de tal manera la naturaleza, que lo que se obtiene ya no se sabe a qué categoría pertenece. Sin embargo, y pese a todas las transgresiones, la crueldad extrema y la perversión dominante, el director manchego parece añorar un espíritu de normalidad al que se aferra siempre. Un retazo, apenas un recuerdo medio perdido de algo que pertenecía a otra realidad, esa realidad perdida, destruida y fragmentada, irremediablemente transformada en otra cosa. Almodóvar cuenta historias entre absurdas e inverosímiles, sólo para expresar a través de su arte, los delirios a lo que se puede llegar cuando se va más allá de los límites conocidos, y lo hace con cierto refinamiento.
Un ADN ciento por ciento almodovariano recorre “La piel que habito”. Pero a diferencia de filmes anteriores que hicieron del apellido Almodóvar un adjetivo, en este caso el trabajo del manchego que creó algunas de las mejores películas del cine español, pierde fuerza y da lugar a un relato algo pretensioso. Sus trabajos anteriores tuvieron diferentes proporciones de pasión, amores imposibles, obsesiones, arrebatos, sangre y sexo, y siempre el director mantuvo el pulso firme y logró imponer su talento narrativo a pesar de los desbordes. En este caso son demasiadas las cuerdas que toca y van desde referencias mitológicas, a la actualidad pasando por Frankenstein y apuntes de noticias siniestras. No hay verosimilitud, y no podría haberlo, en un relato como este sobre un cirujano plástico loco con aspiraciones de semidiós interpretado por Banderas. El hombre tiene una historia negra, con una mujer calcinada en un accidente, una hija con fobia social y secretos que espantan que le deparan un guión gótico y que no le teme a los estereotipos del folletín. El, sin embargo, se las arregla para reparar lo que el destino le deparó. A pesar del cuidado diseño de arte, las sutilezas de la fotografía y algunas buenas actuaciones, a lo largo de dos horas sorprende comprobar que el ingenio y la creatividad de Almodovar hubiesen merecido una mejor historia.
El gabinete del Dr. Caligari Uno de los grandes mimados del cine español, el gran director Pedro Almodóvar, vuelve con un filme que a primeras lecturas parecería ser que lo aleja un poco del estilo y recorrido que ha construido a través sus anteriores diecisiete películas. Pero esto no es así. Más allá del cruce de géneros, terror, ciencia ficción, thriller, etc. en que intenta instalarse con su decimoctava producción, es factible ver como afloran en este las obsesiones e ideas de Almodóvar. Casi desde el inicio temas como la diversidad sexual, el travestismo, la intolerancia, la discriminación implícita, en primeros términos, y bastante más subyacente, no por eso menos común en su filmografía, el del poder en todas sus fases y facetas. Pero la historia que cuenta en cuanto a fábula a desarrollar tiene más que ver con una venganza que con todo lo otro. Basada en la novela policial “Tarántula” del escritor francés Thierry Jonquet, fallecido en 2009, narra el recorrido atravesado por la obsesión de un cirujano plástico, el Dr. Robert Ledgard (Antonio Banderas), quien intenta crear una piel más resistente que la humana. Para tal fin cruza todas las líneas de la ética médica - investigativa, utilizando un humano para la experimentación, Vera Cruz (Elena Anaya), involuntariamente conejillo de indias. La mantiene encerrada en su consultorio transformado en quirófano, vigilada por su confidente e incondicional vieja ama de llaves Marilia (Marisa Paredes). La moral en pos de la ciencia ni es cuestionada por el dúo. La estructura que eligió para construir la historia es la de no ser lineal, utilizar flashbacks que vayan entregando la información necesaria al espectador, y de esa manera integrarlo al relato atrapándolo con mano maestra. Asimismo se da el lujo, sin caer en pozos narrativo y estilísticos, de circular por el melodrama más clásico, o el humor más coloquial, que podrían hacer que el cinéfilo olvide la trama principal, pero fue cuestión de los tiempos utilizados y de una excelente compaginación para que esto no suceda. No sólo el montaje esta en los puntos más salientes del filme. Como siempre su “obsesión” por el detallismo, por la dirección de arte, es superlativa, comenzando por los espacios en que se desarrollan las acciones. Como aquellos elementos que puestos en forma intencional siempre van dando información al espectador, específicamente las obras pictóricas que aparecen en los encuadres, a las cuales el realizador español, sin detenerse en las mismas, le entrega un valor que en manos de otro realizador podrían ser desaprovechadas y pasar desapercibidas, para ello cuenta con un trabajo de fotografía de muy buen nivel a cargo de José Luis Alcaine En ese orden de importancia habría que incluir en tercer lugar la música de Alberto Iglesias, la que le da los tonos justos a cada plano, trabaja por momentos desde la coincidencia estilística y en otros desde lo contrapuntístico en relación a la imagen. La cuarta pata que sostiene toda la producción son las actuaciones, en este caso sobre todo la de los tres protagonistas. Posiblemente al personaje de Fulgencio, interpretado por el gran actor Eduard Fernández, le falte un poco de desarrollo, sobre todo por la importancia que juega dentro del conflicto, concerniente en su resolución, finalmente, y si en un escalón más bajo, la interpretación de Jan Comet en el personaje de Vicente. El único punto débil, que desciende un grado el nivel general, esta en los diálogos, no el guión, que no es tan original como se presupone. Tiene, desde la estructura narrativa, muchos puntos de contacto con “El Coleccionista“(1965) de William Wyler, como así mismo, desde el relato propiamente dicha, presenta también alguna cercanía con Frankenstein (elija la versión que quiera) como las pláticas entre los médicos, específicamente aquellas que deberían instalar el verosímil científico de la ficción, las que pecan por inocentes. En definitiva, si bien un poco por debajo de otras de sus producciones como “Hable con Ella” (2002) o “Volver” (2006), es una muestra más del talento de Pedro.
Dos gotas de agua resbalando por un cristal Almodóvar combina sus habituales recursos estilísticos y visuales para transformar una historia aberrante en algo bello y deseable, como los pechos de su criatura. Su nueva película es un thriller a flor de piel, un himno al látex, una apuesta al artificio extremo. El rigor implacable de su puesta en escena nos cautiva con elegantes encuadres, colores deslumbrantes y bruscos cambios temporales. Las primeras secuencias son placenteramente desconcertantes, no sabemos a dónde nos llevan, no logramos hacer pie en una historia que se bifurca con distintas capas narrativas que tanto pueden aportan claves como disolver la intriga. La piel que habito es una película desmadrada, exuberante y profusa, en la que el director introduce elementos disparatados sin perder jamás el control absoluto. Transtextual. Antonio Banderas compone a Robert Ledgard, la reencarnación moderna del doctor Frankenstein: un oscuro y diabólico cirujano plástico que no teme experimentar con humanos para llevar a cabo sus investigaciones sobre la piel. Ledgard vive en una mansión donde tiene cautiva a Vera, la misteriosa joven creada a golpes de bisturí con el fin de resucitar la imagen de su difunta esposa, o de reinventarla como en Vértigo. La piel que habito es un compendio de citas y homenajes cinéfilos que van desde las películas de la Hammer hasta el giallo italiano, de Buñuel a Hitchcock pasando por De Palma y Cronemberg, pero sobre todo por una particular relectura de Los ojos sin rostro de Georges Franju. Almodóvar no pretende encubrir la falta de verosimilitud de la historia sino que se divierte acentuando sus efectos: la acción se sitúa, en una suerte de ciencia ficción absurda, en el año 2012, la historia se desarrolla en una Toledo fantástica que posee un acantilado, y el personaje que saca de su encierro a Vera es un preso en fuga disfrazado de tigre y salido de un carnaval. Esta intrusión grotesca, aunque necesaria para que evolucione el relato, rescata la esencia de lo carnavalesco al utilizar la alegría para transgredir de manera irónica. El tigre bien podría ser un personaje del primer cine de Almodóvar que irrumpe para celebrar el reencuentro entre el cineasta y Antonio Banderas. Contra todos los prejuicios, el actor sorprende con un registro depurado, como una especie de Gary Grant malévolo. Cada una de sus intervenciones le agrega tensión al relato, especialmente en las escenas de los actos quirúrgicos, donde el director reduce la profundidad de campo para perder a los personajes del segundo plano en una tenue nebulosa. Retazos. Paradójicamente, la sexualidad es poco carnal y encuentra su origen en las imágenes: la inmensa pantalla a través de la cual el cirujano observa a Vera, la imagen de la violación frustrada y la de la mujer muerta que se intenta reproducir. No tenemos conciencia de las dimensiones de la habitación en la que la joven está recluida hasta que se introducen en ella algunos vestidos. Vera destroza las prendas, las arroja al piso y da motivo a una de las secuencias más sugestivas de la película. En un plano más amplio, vemos cómo los retazos toman la forma de una instalación de arte contemporáneo hasta que, repentinamente, surge la danza de la aspiradora que los hace desaparecer. Vera necesita una determinada desnudez en su ambiente y los vestidos no son el único problema, la piel que habita también le parece un límite exagerado para su evolución natural. Sobre el final, podemos comprobar que la película es además la historia de un vestido que se devuelve al remitente, como una especie de boomerang transgénico que reafirma la singular extravagancia del cineasta. En tiempos de vacas flacas para el cine de género, La piel que habito ofrece un menú ficcional copioso en el que cada escena y cada plano crean nuevas perspectivas dramáticas, temáticas y sensoriales.
Una nueva película de Pedro Almodóvar no es un estreno más, sino un verdadero acontecimiento. En sus largometrajes, el director español ha creado un universo propio y reconocible que el público y la crítica de todo el mundo esperan con ganas. Pero Almodóvar, que es un autor cinematográfico a la altura de los más grandes que ha dado el cine en el siglo pasado, no se conforma con hacer lo que todos esperan que haga y refritar, como otros, las fórmulas que ya le dieron buenos resultados. El director manchego sabe cómo cambiar para seguir siendo el mismo. Fiel a su identidad artística, se permite el riesgo. Por eso su última película, que en Argentina se estrena el jueves próximo, puede resultar tan extraña como familiar. Como otras veces, Almodóvar se nutre de varios géneros cinematográficos entre los que sobresale el melodrama pasional, y vuelve sobre algunos temas y obsesiones recurrentes. Pero el director –y guionista- no se queda en la comodidad de lo viejo y conocido, sino que se anima a incursionar en un terreno nuevo, el cine de terror, para crear una historia que gira, también, en torno a la cuestión de la identidad. En La piel que habito, Almodóvar adapta y reelabora la novela Tarántula, de Thierry Jonquet. Más de veinte años después de Átame (1989), el director vuelve a colaborar con Antonio Banderas, con quien trabajó por primera vez en Laberinto de pasiones (1982), cuando el actor tenía apenas veintidós años. Esta vez Banderas interpreta al prestigioso y perverso cirujano plástico Robert Ledgard, que se incorpora al extenso linaje de científicos locos que han dado a luz la literatura y el cine de terror, empezando por el célebre doctor Frankenstein. Ledgard, cuya esposa murió tiempo después de haberse quemado viva en un accidente, practica experimentos para crear, a partir de técnicas transgénicas, una piel tan sensible como la humana pero más resistente. Pero el conejillo de indias del cirujano no es precisamente un conejillo sino Vera (Elena Anaya), una chica joven y bella a la que mantiene secuestrada en condiciones de lujo y atendida cordialmente por Marilia (Marisa Paredes), una ama de llaves a la vieja usanza. Vera vive encerrada en El Cigarral, una especie de clínica-prisión que funciona en la casa de Ledgard en Toledo, en un futuro tan cercano (2012) que difumina los límites entre el realismo y la ciencia ficción. Especialista en cirujía estética, Ledgard utiliza sus conocimientos para manipular el cuerpo de Vera y recrearlo hasta dejarla igualita a su esposa muerta. La obsesión de este cirujano exitoso y de apariencia impecable con la imagen de su difunta esposa es una de las tantas referencias cinéfilas de la película. En este caso, remite a Vértigo, la película de Alfred Hitchcock en la que el personaje de James Stewart descubre en la calle a una mujer que le recuerda a su esposa fallecida e intenta, a través del vestuario y ciertas indicaciones, transformarla en ella. La primera parte de la película es bastante rara. La relación entre estos tres personajes no se condice con el clima de aparente armonía que se respira en la casa. En su celda de lujo, Vera practica posturas de yoga y elabora muñequitos de tela que copia de la obra de la artista Louise Bourgeois; mientras Ledgard la admira fascinado desde fuera, a través de varias pantallas que reproducen las imágenes de una cámara de vigilancia. Al principio es difícil entender qué pasa; con un tono frío y distanciado, la película muestra apenas la punta del iceberg, y abre cada vez más interrogantes. Pero de repente irrumpe Zeca, un extraño personaje que confunde a Vera con la esposa muerta de Ledgard y dispara una sucesión de hechos violentos. A partir de allí, varios flashbacks servirán para develar la oscura y rebuscada trama que une a los personajes, con varias vueltas de tuerca tan sorprendentes como perturbadoras. No conviene contar demasiado porque parte del atractivo de la película reside en cómo el espectador va uniendo las piezas de ese rompecabezas narrativo, y vale la pena verla. Pero sí se puede decir que se trata de una historia de pasión, venganza y abuso de poder; todos temas frecuentes en la obra de Almodóvar. La diferencia en este caso es el tono de terror psicológico, que domina casi todo el relato. En varias entrevistas a medios extranjeros, el director español contó que en un primer momento había pensado hacer un film mudo en blanco y negro, inspirado en los films expresionistas de directores alemanes como Fritz Lang o Friedrich Murnau. Pero al final decartó la idea porque era “poco comercial” y utilizó como principal referencia cinematográfica la película francesa Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju, en la que un cirujano plástico enloquecido secuestra chicas para arrancarles la piel y utilizarla para reconstruir el rostro de su hija, desfigurado por un accidente del que él se siente responsable. En La piel que habito, el terror y la violencia no se traducen en imágenes sangrientas. De hecho, casi no hay sangre: la película es fría y aséptica como todo el imaginario visual asociado a la medicina moderna, a la que los pacientes se entregan dóciles. Y eso refuerza todavía más el terror, la sensación de estar ante algo verdaderamente siniestro. Porque acá los avances científicos -que parecen de ciencia ficción pero se acercan mucho a la realidad- se utilizan para castigar al otro, para ejercer sobre él un poder absoluto y pulverizar su identidad. Pero esa violencia también puede ser una trampa para quien la ejerce. Y en cierta forma de eso se trata la película, de la posibilidad de resistir y preservar la identidad, pero también de quedar atrapado en en el propio laberinto.
Trato de imaginarme a Almodóvar viendo cómo ataviarse para La piel que habito. Lo veo frente a un placard lleno de colores rojos y verdes intensos pensando cómo se va a vestir esta vez. Agarra un traje negro cruzado de Hitchcock. Casi nunca lo usó, pero le queda cómodo. Después ve un espléndido diamante de Douglas Sirk, a veces con más brillos, otras más opacos, pero este accesorio si lo viene luciendo hace tiempo y le encanta. Después manotea prendas de otros directores de culto, piensa que pocos los van a identificar, pero que después se va a divertir revelando sus nombres en las entrevistas. Ahora veo la película, ya está vestido de pies a cabeza y opera el milagro: usó ropa prestada, pero se lo ve tan personal que es imposible dudar que es él. Porque La piel que habito habla de la identidad que sigue perenne –para Almodóvar y para todo cristiano- sin importar que mute la piel que uno habita, que cambie de forma, de color o de sexo. Por eso no estaría de más para hablar de la película separar la forma del contenido. Respecto al contenido, resulta difícil no contar detalles que provoquen insultos de quienes todavía no la vieron. Pero se puede decir que Antonio Banderas es un cirujano loco que tiene secuestrada a Elena Anaya para cambiarle la piel y moldearla a su gusto y placer. Viendo la primera parte, donde apenas se presenta historia y los personajes, podría pensarse que Almodóvar tiró todo por la borda y se metió de lleno en la ciencia ficción. Pero al cabo de la segunda parte, cuando se empiezan a atar cabos y explicar motivos, es fácil identificar géneros más afines a la filmografía de este español tan amigo de los melodramas. Hay amores locos, pasiones absurdas y, también un poco de humor. Como no podía ser de otra manera, las madres (que son siempre un poco la suya pero en sus diferentes facetas) también están presentes. Marisa Paredes (mamá de Banderas) y Susi Sanchez (mamá de Jan Cornet) son dos presencias fuertes que marcan territorio y marcan historia. Las madres son el punto de partida y punto de llegada en la vida de sus hijos. Marisa Paredes dice en su vientre solamente puede engendrarse locura, y ahí anda el nene en su casa-prision, escarpelo en mano, secuestrando y mutilando gente, mientras su madre le prepara las masitas que a él le gustan. Paredes advierte que las cosas van a terminar mal, pero no hace nada para impedirlo y, cuando la última desgracia finalmente ocurre, no duda en acompañar a su hijo en el final de quien mal anda mal acaba. Por otra parte, está Sánchez y su feria americana, el sitio del que el hijo reniega, pero del que nunca se hubiera ido sin avisar, el único espacio donde en La piel que habito hay lugar para la comedia. Al final de su odisea, Cornet vuelve junto a su madre que, a pesar del tiempo, lo sigue esperando. Solamente volviendo al seno materno, Vicente logra confirmar que a pesar de todo lo sucedido no ha perdido su identidad. Por otra parte, la forma resulta impecable y nunca se vio a Almodóvar tan preciso y especulador(saludemos acá al viejo Hitch). Los movimientos de cámara están manifiestamente presentes, el manchego quiere que prestemos atención a lo que está haciendo, a quien se está refiriendo, a veces en detrimento del relato. Parecería que quisiera incluir a todas las bellas artes en la pantalla. Hay escenas en que el encuadre y la composición están tan cuidados que las tomas parecen cuadros (a veces se refieren directamente a un cuadro, como en la que Banderas se recuesta para ver a Anaya y ambos funcionan como espejos de maja vestida y desnuda respectivamente- aunque no se sabe bien ahí quien tiene más desnuda el alma-). También hay alteraciones temporales casi literarias y títulos de libros en manos de los protagonistas. El Cigarral está lleno de cuadros reconocibles y el fantasma de Louise Bourgeois- con sus muñecos cosidos y sus imágenes abstractas que deschavan el inconsciente- parece habitar la clínica-palacio de Toledo donde Banderas tiene cautiva a Anaya. Almodóvar estuvo rasqueteando duro a Banderas para sacarle la cubierta de macho latino, porque lo dejó en carne viva (una carne viva demasiado tostada, hay que decirlo). Aprovechó la poca ductilidad del actor para el lado del bien, porque lo vemos en pantalla frío e inexpresivo. Si existe alguna duda en el personaje, o algún rasgo de pasión, tenemos que imaginarlos, porque la cara de Banderas y su actitud corporal no nos dicen nada. Por su lado, Elena Anaya es todo cuerpo, desnudo y vestido. En su caso, la piel que habita fue diseñada por otro (si creemos en la ficción, por el cirujano Albert Le… y si vemos la ficha técnica, por Jean Paul Gaultier), pero su actuación conserva como testimonio de identidad la expresión de sus ojos, los que, en primerísimos primeros planos, transmiten de principio al final lo que en verdad siente su personaje. En mi familia es habitual el dicho que vaticina que “el de que prestado se viste, en la calle lo desvisten”. Pero justo a Almodóvar, tan gustoso de las sentencias de viejas de pueblo no se le puede aplicar esta amenaza. En La piel que habito consigue tirarse encima casi todo el guardarropa de la cinefilia sin por eso perder su personalidad. Su cine por sí mismo ya forma parte de la alta costura.
Publicada en la edición impresa de la revista.
MONOGRAFIAME ÉSTA, JUDITH BUTLER Almodóvar y una supuesta metamorfosis. Algunos críticos se enojan por este devenir artístico, pero para mí que altere sus elementos estéticos es necesario y consecuente. ¿Qué prefieren, un cineasta tartamudo u otro curioso y movedizo? Dicen que el de los noventa pierde el despilfarro del ochentoso y que éste del nuevo milenio se empaca con el preciosismo de su puesta en escena. Como un gen delirante que se activa en directores seniles que ya no saben qué contar. A los que piensan así, aprovecho el espacio ofrecido por Bitácora de Vuelo para desearles una vaginoplastia dolorosa. Y que se les infecte la cicatriz. Peor, que la cicatriz se les raje, se desangren y un cordero sarnoso les lamba la entrepierna para que después un enano desnudo los vuelva a coser con alambres. Pedro Almodóvar alcanzó su estado de gracia. Un estado de gracia implica no tener que demostrar ser Pedro Almodóvar. La Piel Que Habito es la plenitud de una obsesión sin referente, que sin proponérselo contamina su universo. El autor acá no se exalta, no se precipita; sus glándulas kitsch dejan de brotar como pústulas porque están metabolizadas. La secuencia del Hombre Tigre, por ejemplo, no está filmada con la locura que amerita; Almodóvar narra con la impasibilidad de quien se habituó a estar loco o ser un narcisista depravado. Y sabemos que un loco desprejuiciado intimida más que un chillón histérico. En La Piel Que Habito nadie grita ni se las juega de telenovelesco, pero todo lo que sucede sí es patético, asqueroso, rebuscado y melodramático. La virtud de esta película es la asepsia que encubre lo almodovariano para hacerlo omnipresente e intangible. Hombres enamorados de mujeres lesbianas que se enamoran de hombres luego de que estos hombres los convierten en mujeres. Reemplazos de reemplazos que regresan sobre un original apócrifo. El retorcimiento de la historia no solo aterra, genera el estupor de lo inverosímil, ese no saber qué sentir hasta el último cambio de plano que ofrece la película. Encima la mutación personajes/situaciones se combina con una anti-estructura narrativa que hace de La Piel Que Habito una coherencia fílmica absoluta y deslumbrante. Transexuales de la LGTB: no se la pierdan. Lectores en general: estén atentos que pronto publico una reseña sobre La Purga, esa serie que está revolucionando la producción cordobesa y la pasan los miércoles a las 23 por Canal 10. Estén atentos.
Pasión y extraordinaria locura Cierto es que cada nuevo título de Pedro Almodóvar despierta por lo menos curiosidad por ver qué otro giro pone en práctica sobre la negrura que vienen acumulando sus films: crímenes, violaciones, incesto, ambiciones malsanas, traiciones, psicosis fueron conformándose como arquetipos de sus relatos, y aunque siempre envueltos en su pátina melodramática, son inequívocamente los componentes exclusivos, los que están movidos por las pasiones y movilizan la pasión narrativa del realizador español. En Los abrazos rotos (2008), Almodóvar había llegado a un punto de alto rendimiento formal y argumental, retomando el pulso que había logrado en La mala educación (2004) y que había aflojado en Volver (2006). Los abrazos… resumía la pureza de su tendencia pop y de humor negro y consumaba una historia de ribetes trágicos con envidiable plasticidad; la desmesura y el barroquismo de Almodóvar tuvieron en Los abrazos… un denodado filtro que los transformaba en ubicuos apéndices para que la historia se ramificara y se hiciera más rica en sus posibilidades de desarrollo. Algo de todo esto hay ahora en La piel que habito, una historia terriblemente almodovoriana basada en la novela Tarántula del francés Thierry Jonquet, un escritor del género noir, que el director quería convertir en film hacía bastante tiempo. Y es auténticamente almodovariana porque del seno de La piel que habito surgirá una nueva criatura, un objetivo recurrente en los films del realizador donde, en cualquiera de sus formas, a través de una venganza, de la vuelta a la vida luego de un coma, de un cambio de identidad sexual, alguno de los personajes deviene otro; se diría que toda razón es atendible para Almodóvar para que se opere esa transformación, una necesidad casi interior de constatar que el ser humano puede tener varias vidas en una. En La piel que habito la razón para ese cambio es siniestra, de un alto nivel de perversidad sin prejuicio de que tal vez esto ya se encuentre en la novela, que opera como un castigo o tortura ante el que sin dudar muchos preferirían la muerte. En un formato de thriller aunque, como ocurre con buena parte de los films de Almodóvar, condense otros géneros, en La piel… puede verse una transposición del tema Frankenstein a partir de la transgénesis, esa parte de la ciencia que se ocupa de las transfiguraciones moleculares y que la bioética ha venido a regular para que no genere monstruos o criaturas impredecibles en su capítulo humano. También es la historia de una venganza de límites insospechados practicada por un psicópata investido como un científico innovador reconocido por su comunidad alla Mary Shelley; la de una familia disfuncional con lazos fluctuantes entre el amor y el odio, y la de una locura colectiva al menos de los personajes en acción y relación que no terminará más que como una tragedia anunciada. Con un disparador que puede situarse en Los ojos sin rostro (1960), el film de Georges Franju que describía a un cirujano brillante que quitaba las pieles de muchachas que raptaba para restituir la belleza de su hija muerta en un accidente trágico, este film de Almodóvar ensaya también la idea de que para el hombre siempre es posible refinar sus métodos de crueldad con tal de dar rienda suelta a alguna pasión enfermiza. Aquí, el doctor Ledgard quedó emocionalmente quebrado por no poder salvar a su mujer de las graves quemaduras que sufrió en un accidente mientras se fugaba con el hermanastro del médico, con quien había comenzado una relación sentimental. A partir de allí, y en la, a esta altura habitual práctica lúdica de cajas chinas con que al realizador español le gusta ampliar la resonancia de sus historias, otras situaciones van entrelazándose con un vértigo narrativo que estimula a concentrar la atención aun en las escenas más desprovistas. El doctor Ledgard pertenece a una familia a la que su propia madre -a la que el médico no reconoce como tal- juzga maldita desde su propia génesis y él actuará convencido de que lograr sus oscuros objetivos no es otra cosa que una cuestión de voluntad, de designio, para lo cual se siente como un moderno Prometeo. Con una puesta en escena refinadísima en la que pueden verse remedos posmodernos de las de algunos films clase B que se ocupan de científicos obsesivos en plan siniestro; una fotografía de calculado impresionismo, y un montaje que deja para el final buena parte del principio de las vicisitudes del relato conjugando solipsismos de los que los protagonistas principales son deudores -en esta elección puede verse un carácter demasiado arbitrario en detrimento de la fluidez del relato-, La piel que habito se ocupa menos de la traumática experiencia de alguien al que le cambiaron el sexo involuntariamente, que de apuntar la densidad patológica de un ser humano que se ve como un “creador” de vida, donde el devenir otro se inicia en los melindrosos caminos de los recursos científicos apropiados por una mente desquiciada. Claro, se trata de un film noir, y todas las motivaciones son impulsadas por el afán obsesivo de lograr lo imposible, en este caso recuperar la esencia de alguien ya muerto. La piel que habito muestra entonces a un autor recostado en su madurez narrativa y lo sitúa como un hacedor de dispositivos fílmicos de innovadora eficacia.
Almodóvar se florea con una propuesta inteligente e inquietante Increíble. Con la paciencia de un alquimista el director elaboró su película número dieciocho. Es en la que Pedro Almodóvar muta la piel que él habita, cinematográficamente hablando. Propone a la platea darse una vuelta que dura casi dos horas por el cine. Por su cine y por el que a él lo apasiona. En "La piel que habito"Almodóvar asume riesgos, de los que sale indemne, para narrar esta historia. Sale de su rutina. Y apuesta por nuevas ideas, manteniendo algunas viejas y exitosas estructuras. Con sutileza comienza a armar un thriller y se atreve a realizar un cóctel explosivo. Comienza mezclando ingredientes del cine negro, más un toque de terror y otro de ciencia ficción, con escenas y situaciones fácilmente reconocibles de sus películas, como "Kika", "Átame" o "Laberinto de pasiones". Y le agrega, por partes iguales, su estética, algo de medicina, una pizca de música, con pinceladas de humor. Y sexo. Escenas de sexo bien graduadas, al igual que el terror y la angustia. Salta la sangre, flashbacks, algún toque de comedia, disparos, perversiones varias y relaciones posesivas asfixiantes. Angustias y obsesiones todas estas mostradas con la pulcritud que se le reconoce a Almodóvar. Plantea finalmente una historia que aborda la identidad como eje central. El espectador asiste a una clase magistral en la que Almodóvar va ajustando sutilmente todas las tuercas. Para que, con el transcurrir de la película, no quede ningún cabo suelto. Una mansión es el lugar elegido para desarrollar el filme. Su dueño es el Dr. Robert Ledgard (correcto Antonio Banderas); un respetado y muy ambicioso cirujano plástico. Es un investigador que no se detiene ante nada desde que su esposa sufrió un accidente de tránsito del que resultó con con gravísimas quemaduras. Desde entonces Ledgard dedica su vida a tratar de crear una piel. Una que sea capaz de resistir el dolor y las quemaduras. Su vida está apuntalada por Marilia, una criada (a cargo de la solvente Marisa Paredes) y se vuelve aún más tortuosa por un hecho que altera la existencia de su hija. Entre la medicina y planear una venganza al Ledgard la vida se le va transformando en una pesadilla. En su casa-clínica tiene prisionera a su cobaya-paciente. En ella, convertida en su posesión y en su objeto del deseo extremo, trabaja día y noche. Vera, tal el nombre del personaje que encarna la bellísima Elena Anaya, es su obsesión y a la vez será disparadora de la violencia, del amor y la intriga. Puede incomodar al desprevenido, sorprender al que recién lo descubre, llenar los sentidos al almodovariano, pero de seguro "La piel que habito" no pasará inadvertida.
Pedro, el cirujano A esta altura de su carrera, Pedro Almodóvar puede hacer lo que se le cante. Ya no tiene que concebir películas para ganar el Oscar: ya lo ganó primero con Todo sobre mi madre, su peor filme, y con Hable con ella, uno de sus mejores. Es el realizador español más influyente de las últimas décadas, y rankea muy alto en la tabla europea, e incluso mundial. Su estilo es claramente reconocible y ya tiene un piso de público predeterminado. Incluso los críticos, expertos en ignorar cineastas en cuanto pasan un poco de moda, siempre discuten y polemizan sobre sus obras. Para bien y para mal, Pedro nunca pasa desapercibido. Por algo en los créditos, en el momento en que aparece la clásica frase “Un film de…” le basta con poner simplemente “Almodóvar”. Ni el nombre de pila necesita ya. Por eso no es de extrañar que en sus últimas películas haya ido refinando su estilo al extremo, a la vez que redobla la apuesta narrativa y explicita cada vez más sus obsesiones referidas al cuerpo, la sexualidad, el choque de géneros, la mirada, el punto de vista, el artificio y el cine. La piel que habito es un ejemplo bastante evidente de esto. El film cuenta la historia de Robert Ledgard (Antonio Banderas), un brillante cirujano plástico que mantiene prisionera desde hace años a una mujer llamada Vera (Elena Anaya), con la que realiza todo tipo de experimentos vinculados al cuidado de la piel humana. El vínculo entre ellos es largo y complejo -atraviesa el deseo, el amor, la opresión, la represión, la venganza, la sumisión-, y Almodóvar se encarga de complejizarlo aún más, con muchas idas y vueltas en la narración, que en algunos casos son bastante forzadas.De hecho, en mitad del metraje, el film parece perder su eje, introduciendo nuevos personajes que durante bastante tiempo parecen estar sin rumbo, como esperando que el director hiciera algo con ellos. Es que Almodóvar controla todo y, a diferencia de muchos de los mejores momentos de su filmografía, los protagonistas no tienen la oportunidad de ejercer su propio destino, de crear su propia historia, porque hay un autor-Dios muy pendiente de que lo que tiene para decir se cumpla. Por eso algunos de ellos son memorables, como el de Marilia (Marisa Paredes), una madre incompleta, que puede llegar a tener dos hijos, uno al que niega y otro del que se esconde parcialmente, comportándose siempre de manera maternal, pero a la vez, negándose a asumir totalmente su rol; pero otros estereotipados, como Zeca, uno de los hijos de Marilia, quien es más una caricatura que otra cosa. No nos olvidemos por supuesto de Robert -mostrando el mejor lado siniestro de Banderas, lejos de la estampa de estrella hollywoodense, casi como probándose a sí mismo- y Vera (Anaya como figura ambigua y seductora), ambos con pesadas mochilas sobre sí mismos. En esa configuración-construcción-manipulación de los personajes, La piel que habito es un film que alterna entre el distanciamiento clínico y la cercanía extrema, brutal. A tal punto se da este juego de avance y retroceso, que en varias secuencias la película no se piensa a sí misma más allá de ciertos rasgos estilísticos, con lo que se aparta cuando se tendría que acercar, y viceversa. Las secuencias finales de La piel que habito, una obra tan mecánica como desconcertante, confirman buena parte de las virtudes y defectos que posee todo el relato. En cierto modo, su lógica es implacable y prácticamente innegable. Sin embargo, también aparece como forzada e incoherente con lo que los personajes parecían sentir y proclamar. Aún así, Almodóvar posee el talento suficiente como para transmitir las marcas corporales y psicológicas de quienes protagonizan el film a los espectadores. El problema a futuro pasa porque su habilidad a la hora de contar y su capacidad de puesta en escena no le hagan perder su humanidad.
Un pentagrama teñido por la violencia En un escenario sujeto a mutilaciones y travestimientos, el pasado irá asomando desde una demencial historia de pasiones que conducirá hacia la noche en los jardines, en este film que marca el reencuentro del manchego con Antonio Banderas. ¿Qué se oculta detrás de ese cartel de esa gran finca, que abre su camino de entrada con naranjales, llamada El cigarral, en las afueras de Toledo? Por cierto, basta escuchar con atención el primer fraseo musical, compuesto por Alberto Iglesias, habitual colaborador del director desde La flor de mi secreto (1995), para ubicarnos en un clima de intriga. ¿Qué comenzaremos a develar a medida que avanza el relato, desde la presentación de sus personajes?, situación que se inicia en su ámbito doméstico que poco a poco, irá mostrando una antigua historia. En su último film, presentado en la muestra oficial de Cannes de este año, donde obtuvo la Palma de Oro la tan controvertida, abucheada y aplaudida por igual, El árbol de la vida, de Terrence Malick (para este crítico, un nuevo evangelio megalómano en clave de disciplinamiento "new age"), el film de Almodóvar no mereció reconocimiento alguno por parte del Jurado oficial integrado por Jude Law, Uma Thurman, entre otros, presididos por Robert De Niro; aunque amplios sectores de la crítica se encargaron de subrayar los méritos del film, reafirmando la capacidad narrativa de su realizador y su particular manera de mirar el cine, de ofrecer diferentes cruces con sus films más amados. Este film del realizador manchego, privado él en parte de una correcta audición y con diagnóstico de fotofobia, transita por los caminos más escarpados y riesgosos de su filmografía anterior. Y ésta, su obra número 19, es un auténtico orillar el abismo. Desde el título el film se emparienta con una larga tradición de relatos que abren los espacios vidriados de laboratorios y generan criaturas artificiales, desde que Mary Shelley imaginó el origen de una nueva criatura. Igualmente allí están los ecos de los films de Fritz Lang y George Franju, de Caligari y Mabuse, a través de atmósferas expresionistas, personajes que se proyectan y se agigantan abriéndose a lo siniestro; seres sometidos a la voluntad hipnótica de omnipotentes manipuladores. Hipnótico sí, es el film de Almodóvar. Como lo sigue siendo ese film de Alfred Hitchcock, auténtico palimpsesto del mito órfico, que es Vértigo, también aquí presente a través de la necesidad de recrear la figura del ser amado. Y todo ello filtrado en los colores rabiosos que se enfrentan a los claroscuros de los melodramas de Douglas Sirk, como ya lo había hecho en Tacones lejanos. En 1990, Almodóvar había filmado aquel último film con Antonio Banderas, Atame, con Victoria Abril, historia de pasiones que se libran en un juego de permanente tensión, desde ese grito imperativo que se profiere estruendosamente desde el título. Desde aquellos días, el actor cubrió roles de estrellas frente a las cámaras de directores estadounidenses pero jamás logró impactar como cuando Almodóvar le acercaba los guiones. Ahora, Antonio Banderas, lejos ya del exitismo de Hollywood, y del glamour de la alfombra roja, regresa con este film, desde este rol que compone, desde una construcción que remeda a tantos personajes movidos por intereses particulares, dibujando un nuevo diagrama, un juego laberíntico en el que asoman las siluetas del crimen y del incesto, la tortura y la falsificación, los cambios de identidades que se ciernen ominosamente como un humo letal tras las paredes de El cigarral. Y las puertas se abrirán para otros personajes, que descubren otros pasadizos de la historia familiar, que pueden sorprender con otros ropajes y cometer actos animalescos, de manera directa que irán desocultando a los que se actuaron desde las actitudes formales. Una madre será el puente por donde transitan aquellos episodios que están manchados por huellas de sangre, una madre que se volverá cómplice, que orquestará su propio epílogo. Como en los films de Alfred Hitchcock, ellas deciden cuando debe caer el telón. En un escenario sujeto a mutilaciones y travestimientos, que dejan reconocer las marcas del cine de David Cronenberg, el pasado irá asomando desde una demencial historia de pasiones que nos conducirá hacia la noche en los jardines, donde el cruce de lo no permitido, el borramiento de toda línea divisoria se fusionará y enmascarará en el rostro de un otro. Film pesadillesco, que se atraviesa como un túnel, La piel que habito nos lleva a deslizarnos por los ámbitos más perturbadores de la vocación voyeurista de cada espectador de cine. Fue en 1987, cuando Agustín Almodóvar, hermano del realizador, abre las puertas de su propia productora, El deseo y desde entonces, desde ese primer día de rodaje de La ley del deseo, en este film en el que Antonio Banderas componía un joven psicótico que mataba por amor, es el deseo liberado el que se expande de manera desenfadada, adoptando diferentes máscaras y nombres, posicionándose de diferentes formas, en cada uno de sus films. Como si de un film surrealista se tratara, una vez más, La piel que habito, aún con sus marcados desajustes y disonancias, se interna en esa eterna noche que desnuda sus más reprimidos secretos. Almodóvar vuelve a la gran novela, eriza la piel de la pantalla y nos entrega en un pentagrama teñido por la violencia del ímpetu y del estallido del deseo, un itinerante descenso hacia una tragedia que se vuelve puro acto de liberadora, y al mismo tiempo, encadenante fábula.
Humanidad Bizarra La Piel que Habito es el flamante último trabajo del pervertido favorito del mundo, Pedro Almodóvar. Nos fascina, nos da asco, nos incomoda, nos complace, nos hace reír y nos hace pensar que el mundo se fue al carajo... Pedrito. Lo podés amar u odiar, pero si has visto al menos 2 películas de su autoría (recomiendo "Todo Sobre Mi Madre" y "Hable con Ella"), no te puede pasar desapercibido. En esta ocasión nos ofrece una historia provocadora, tan tétrica como absurda, que tiene tanto enredos y tragedias que la única forma de hacer una sinopsis sin develar algún secreto importante de la trama, es explicar lo que dice en todos lados... Un brillante cirujano plástico (Antonio Banderas), luego de perder a su esposa a causa de un accidente que le quemó casi todo su cuerpo, decide crear un tipo de piel que sea resistente a cualquier daño que se le pueda infligir, pero que a la vez, sea sensible a una caricia o tipo de contacto que no sea malicioso. Para llevar a cabo su plan, deberá probar sus experimento sobre un humano, en este caso, la misteriosa Vera (Elena Anaya). Si hasta ahí les pareció un poco bizarro, no tienen idea idea de lo que les espera. En el aspecto técnico, cada vez está mejor, creando planos interesantísimos y muy vistosos, de una siniestra belleza visual. El sexo, siempre presente en los films de Almodóvar, además de formar parte de su sello característico, es un pilar importante de la trama de esta historia y de la creatividad del realizador. Almodóvar sin sexo, es como El Chavo sin Chespirito... no tendría gracia, ni expresaría la esencia del autor. En la Web se comentaba bastante sobre una secuencia en particular en la que aparece un tipo vestido de tigre y tiene sexo con la protagonista femenina, diciendo que es un acontecimiento que no aporta nada a la trama, que está colgada, que es un capricho del director... y sí... es un capricho, pero que demuestra su esencia creativa, y eso creo, es lo que diferencia a un artista. Lo tomo como una autorreferencia de Pedro que creo, quiso reírse de sí mismo y de toda la polémica que lo envuelve por lo sexual y bizarro de sus creaciones. La película tiene suspenso y drama, accidentes, asesinatos, gente perversa, pero también tiene sentido del humor... retorcido, pero humor al fin. Una historia de venganza, locuras y problemas familiares que resulta muy entretenida en la medida que uno se deja llevar por el "Mundo Almodóvar".
La filmografía de Pedro Almodóvar necesitaba de un golpe o giro dramático como el aquí presentado para poder superar los lugares comunes y las repeticiones en las que su cine entró en los últimos años. Aquí no solo le da vida a una desquiciada historia sobre la obsesión del amor, sino que, manteniéndose fiel a las características que lo personifican, le brinda al espectador una retorcida, polémica, bizarra, inverosímil, excesiva y maravillosa propuesta para sorprenderse.
CONTINGENCIA La última película de Almodóvar podría haber sido extraordinaria; a medio camino, el film oscila siempre entre secuencias notables y escenas insignificantes. Hace un largo tiempo que el universo cinematográfico de Almodóvar conversa poco y nada con el exterior. Sus películas son solipsistas, mónadas sin ventanas, o, dicho con mayor precisión: el cine y el mundo son inconmensurables entre sí; nada tiene que ver uno con el otro. La explosión libertaria española de fines de los ’70, que tuvo a Almodóvar como un intérprete lúcido, ya no es su interés predilecto. Desde fines de los ’90, el Almodóvar maduro se ha especializado en la intimidad. Al menos por lo visto hasta hoy, la comedia resulta incompatible con ese tópico, y el drama no va más allá de lo que sucede dentro de la piel de los personajes. La piel que habito arranca con una referencia histórica precisa: Toledo 2012, y en algún momento la historia irá hacia atrás, unos 6 años antes. Pero el film podría estar situado en el limbo, y no es casual que esta exploración sobre la identidad humana dé la espalda a España y su contexto actual, más allá de la voluntad claustrofóbica que atraviesa el film, que prácticamente transcurre en espacios cerrados y en donde la piel es un cerco vulnerable. La única nota de contemporaneidad es que los personajes leen La República y ya no El País, una flecha irónica directa contra el crítico de ese diario con quien Almodóvar tuvo una discusión hace dos años. Y allí Almodóvar tenía toda la razón. Antonio Banderas es un cirujano plástico. Su mujer murió carbonizada. Su obsesión: inventar una piel, es decir, el contorno de la identidad. “El rostro nos identifica”, dice el personaje de Banderas, mientras da una conferencia sobre el trasplante de rostro. Las investigaciones del doctor rozan los límites del manual de bioética del siglo XXI. Y es por eso que su conejito de Indias parlante vive encerrado en su clínica privada. ¿Un spa de experimentación subjetiva? El parecido con su mujer muerta es ostensible, aunque más tarde habrá revelaciones, y nuestro doctor quizás sea un delincuente delirante. La afirmación más poderosa del filme reside en postular la plasticidad de la identidad humana. Todo es alterable: el rostro, la piel, el sexo. Como siempre, la sexualidad humana en Almodóvar es manipulable, un punto de vista que se apoya en otro que el film suele defender, aunque no siempre con los mejores argumentos: la experimentación e investigación científica madura sin límites éticos. ¿Una película de terror? Tal vez, aunque en los últimos 30 minutos se filtra el humor irónico de su director. La piel que habito es una película fallida. Sus excesos musicales, la poca fluidez de su relato, los subrayados y el desprecio rotundo por vincular el film con el mundo atentan contra la película. Así, algunas pasajes prometedores de La piel que habito se diluyen a medida que avanza su metraje. Un elegante fundido encadenado de un rostro de un hombre que deviene en mujer, o algunos planos en picado heterodoxos no conquistan la trivialidad de su propuesta y la grosería que merodea cada tanto. La dermatología de Almodóvar no puede hacer suyo el famoso aforismo de Valéry: “Lo más profundo es la piel”.
La piel que habito es un film que se reconoce almodovariano, la mano de su director se distingue en cada fotograma. La temática, la estética, los personajes, incluso la forma de desarrollar la historia, son propias de su filmografía. En ella, el realizador español vuelve al cine noir, aquel presente en La mala educación y en Los abrazos rotos (película que en muchos aspectos es similar a esta), y lo hace desarrollando una historia de obsesión cargada de suspenso. Para aquel que vio los adelantos, es un placer ver cómo aquellos fragmentos, en apariencia aleatorios, se convierten en piezas de relojería que funcionan a la perfección en un film de gran ritmo que, no obstante, se toma su tiempo para desarrollar cada aspecto sin dejar cabos sueltos. Con buenas actuaciones de Antonio Banderas y Elena Anaya, la última creación de Pedro Almodóvar se destaca por sostener un clima tenso que se mantiene hasta la última escena, capaz de erizar la piel. Atrapante y perturbadora, bien musicalizada y excelentemente narrada, la nueva película del realizador manchego se perfila para ser una de las mejores del año.
Ansias de libertad El cuerpo humano y su identidad sexual ha sido uno de los temas cinematográficos del año. Morir como un hombre, la excepcional película del portugués Joao Pedro Rodrigues, fue la que mejor exploró los dilemas de toda persona en relación a su propia materia, o cómo la identidad sexual define un modo de estar en el mundo: la vida de Tonya, la travesti protagonista del filme, constituye el más grande alegato que se pueda imaginar a favor de la libertad individual y el derecho de toda persona a vivir en lo diverso. Humano, libre y feliz, Morir como un hombre ya puede encontrarse en las bateas de los videoclubes, y su recuerdo viene a cuento por otras dos películas de la cartelera actual: La piel que habito, último opus de Pedro Almodóvar, y La peli de Batato, estreno nacional de Peter Pank y Goyo Anchou (que se proyectó en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, por lo que ahora está fuera de cartelera, aunque se repondrá en los Espacios INCAA). Como en la última filmografía del director manchego, La piel que habito es una película formalmente impecable, casi perfecta, pero que al mismo tiempo ostenta una rara frialdad: el modo de relación con sus personajes ha dejado de ser la pasión y el cariño, y la precisión de la puesta en escena amenaza con ahogar todo atisbo de libertad. El Almodóvar moderno se parece a su nuevo protagonista, un reconocido (y desquiciado) científico que ha perdido todo límite moral en su trabajo, al punto de naturalizar la más tenebrosa perversión. La piel que habito es así una de las películas más oscuras (y perversas) de Almodóvar, donde el director consigue radicalizar sus obsesiones y fantasías, aunque la pasión vuelve a estar en cuentagotas. Antonio Banderas compone (con corrección) a ese Frankenstein demencial, herido por un pasado ominoso: el doctor Robert Ledgard, cirujano de profesión, que al comienzo de la película anuncia un descubrimiento notable, la invención de una piel artificial más resistente que la orgánica. Claro que su cobayo es un ser humano, más precisamente Vera (la bellísima Elena Anaya), a quien mantiene secretamente encerrada en una fastuosa mansión en Toledo, y a la que ha sometido a diversos experimentos para modificar su cuerpo y darle la piel más hermosa del mundo. En algún momento, el filme retrocederá en el tiempo para mostrar el pasado de cada quien y entonces se revelará una trama de amor obsesivo, engaño, locura y un plan de venganza ejecutado por el propio Ledgard. A medio camino entre el melodrama, el thriller pasional y el filme de terror, La piel que habito es una obra desmedida pese a su contención: una pieza capaz de mostrar al Almodóvar más virtuoso y al más oscuro y problemático al mismo tiempo; un demiurgo obsesionado con sus propias fantasías y con la pulcritud de sus formas, pero que se desentiende de lo que pone en escena, o que al menos no es capaz de contextualizar ni problematizar los fenómenos que representa.
Las críticas de alta escuela no dejan de ubicar como referencia ineludible a Les Yeux Sans Visage, de Georges Franju. Puede ser. También hay algo de Le Sang Des Bêtes, llegado el caso. Por que Antonio Banderas -su personaje- fabrica piel sintética gracias a las células de la sangre de las bestias (en este caso, chanchitos). Y tensando la cuerda también podemos encontrar referencias en Panic Room, de David Fincher. Por que la estilizada obra bioartística del cirujano genetista sueña su sueño en una habitación hermética y monitoreada desde el afuera. Y el pánico propiamente dicho se manifiesta en la rutilante jeta de Marisa Paredes cuando a la mansión (y a la película) llega un gato montés brasileño con ganas de moverse a la obra de arte del eminente cirujano. Diez minutos perfectos, pura tensión, que de por sí valen la película entera. El resto de la trama nos ayudará a entenderla (a la trama, digo). A porqué dos irmãos se odian al punto de reventarse la vida mutuamente. A porqué nos cuesta tanto aceptar que algo se termina, prolongándole una agonía tan deliciosa como innecesaria. A la necesidad de fumar amapola que aparentemente tienen los profesionales de la medicina, incluso cuando comprobamos que no hay ningún opiáceo capaz de adormilarnos la obsesión que nos inunda los poros, sean estos sintéticos ó naturales. Lo mejor, lector ocasional, es que vayas a verla y saques tus propias conclusiones. No se trata de un film ultracomplejo (basado en una novela compleja… y al mismo tiempo también parece haber sido inspirado en un alucinante film francés) que divide aguas al punto de generarte cuestionamientos respecto a entrarle ó no entrarle, se trata de la última de un gran realizador, y convendría no dejarla pasar. Eso sí: quizá sea momento de admitir (desde la impunidad que nos regala el ser cronistas al filo del anonimato) que el trabajo del músico Alberto Iglesias es superlativo al punto de convertir cuatro planos seguidos en una experiencia cinemática profundamente valiosa. Ojo, no estamos desmereciendo a Pedro Almodóvar, pues al fin y al cabo es su película y fueron sus decisiones las que -afortunadamente- hicieron que de la combinación surja la magia. La Piel Que Habito es un novelón imprescindible para cualquiera que disfrute de Almodóvar (ya sea del viejo ó el nuevo, para nosotros sigue siendo el mismo individuo). Desde nuestro flanco freak, podemos asegurar que el factor en cuestión está presente y no desentona. El lunar en el culo del brazuca disfrazado de yaguareté no nos permite mentir.
Ya se sabe que con Pedro Almodóvar detrás de cámaras uno nunca se puede estar demasiado cómodo, ni tampoco permanecer indiferente a lo que nos muestra en pantalla. Podrán gustarles sus películas en mayor o menor medida, pero si hay algo seguro es que eso que verán será diferente a todo. La piel que habito es la primera colaboración del director con Antonio Banderas en 21 años luego de Átame y déjenme decirles que la dupla volvió a lo grande, con un film impecablemente ejecutado que va construyendo la historia lentamente hasta volarnos la cabeza con un giro de trama tan perverso como shockeante, que uno tarda el resto de la película en asimilarlo. Impactante, bizarra, cruda y brillantemente actuada, la última película de Almodóvar es más aterradora que cualquier entrega de El juego del miedo por una única y simple razón: es espeluznantemente real. “Nuestro rostro nos identifica, nos distingue de los demás”, esas son las primeras palabras del cirujano plástico Robert Ledgard (Antonio banderas), quien obsesionado luego de que su esposa muriera a causa de graves quemaduras, ha inventado un nuevo tipo de piel más resistente que lo natural. Para este nuevo descubrimiento hizo falta un conejillo de indias llamado Vera (la bellísima Elena Anaya), quien reside hace seis años en contra de su voluntad en la mansión “El cigarral”, propiedad de Ledgard. A pesar de que la experimentación en humanos está prohibida por la ley, para el Doctor Ledgard los escrúpulos nunca representaron un problema ya que pone su obsesión por encima de todo. Es por eso que vemos a Vera en un traje ajustado que es como una segunda piel, aparentemente acostumbrada al cautiverio. ¿Pero, quién es? ¿Cómo llegó allí? Y la pregunta más importante: ¿por qué ni siquiera intenta escapar? Vera es un interrogante en sí misma, una pregunta cuya respuesta Almodóvar irá develando sutilmente y con maestría. Todo este misterio se acrecienta cuando nos enteramos que el rostro de Vera es igual al de la esposa de Ledgard y que además la cautiva desarrolló una especie de síndrome de Estocolmo al enamorarse de su captor. Luego de tomarse un buen tiempo para introducirnos a los personajes, la historia nos remite seis años atrás y nos muestra algunas de las causas de porqué Robert se convirtió en un monstruo al vengar la muerte de su hija. Este flashback no solo es la respuesta a todo sino que lentamente va jugando con el público, dándole pequeñas pistas que conducirán a una aterradora conclusión. Esta conclusión quizá podrá resultar previsible para algunos pero resulta tan descabellada que muy pocos se atreverán siquiera a pensarla, un giro de trama que dará que hablar durante mucho tiempo tal como pasara con aquel de Sexto sentido. Aquí Almodóvar utiliza la piel como metáfora de lo que nos protege, nos define y nos da identidad, esa identidad que Vera luchará por no perder, mientras que Robert lucha con su enfermiza obsesión. Esto sumado a la utilización de los constantes espacios cerrados genera una atmósfera asfixiante como el tono de la historia. Además, las interpretaciones del dúo protagónico son perfectas cuanto menos: Banderas compone un personaje complejo y con muchos matices, pero la que se destaca es Elena Anaya con el papel más difícil del film, una mujer en apariencia sumisa pero que es una sobreviviente nata que hará lo que sea para recuperar su libertad. La piel que habito es uno de los filmes del año gracias a una narración perfecta a la que no le hace falta demasiado diálogo para trasmitir lo que sienten sus personajes. Almodóvar enciende una mecha que se va consumiendo lentamente hasta hacer implosión en el momento justo y de la mejor manera. Una película que dura más de lo que se puede ver en pantalla, ya que los espectadores estarán digiriéndola mucho tiempo después de que salgan de la sala.
Hay dos momentos en los que La piel que habito pone en evidencia su procedencia: el ingreso a la casa del Hombre tigre, el hijo bestial de la sirvienta, personaje del melodrama más acérrimo que interpreta Marisa Paredes. Minutos que son un vértigo de situaciones bien almodovarianas: el habla del personaje, la violencia contra su madre, la irrupción y violación de la joven cuidada en la habitacion-carcel vigilada especialmente y finalmente la muerte en manos del héroe (?). Esa casa hasta esa instancia inexpugnable, la mansión de un cirujano plástico renombrado. El otro momento: el plano final con la presentación de ese "yo" diferente, plano interrumpido abruptamente por los títulos, como una nota musical seca y terminante que da su tesis precisa para que no quepan dudas dónde está el problema central de la película. No hay lugares a salvo en La piel que habito. Tampoco hay cuerpos a salvo. En esos dos momentos está Almodóvar, para los que lo buscan. No en el tratamiento gélido de sus composiciones de color, o la correcta y refinada propuesta de uno de sus actores fetiche, o en la historia de venganza desmedida que tiene por detrás más vínculos con el melodrama y la tragedia, y toda la referencia mitológica, literaria e incluso cinematográfica de la "construcción" de la mujer ideal. Tampoco está siquiera en la música (que muchos coinciden es casi lo mejor del film) de Alberto Iglesias, recurso que es importante en toda la filmografía de Almodóvar o en las propuestas simbólicas: citas a la maja desnuda, costureras y costureros que cosen vestidos como el cirujano cose la piel, Louise Bourgeois. Incluso en lo más parecido a la perversión de Cronenberg y Dead Ringers o al voyeurismo de David Lynch en Terciopelo azul. La piel que habito es lo que es: una piel que no se quiere habitar, a la que se llega violenta e involuntariamente tras una máscara de pulcritud exasperante. Interesante esto de nunca involucrar al espectador. Todo es demasiado fuerte, demasiado provocador para su comodidad. Nada hay de conmovedor en todo eso, y es porque no tiene que haberlo. Porque a un tipo como Almodovar le viene en ganas. Y está muy bien. Almodóvar, que nunca le temió a los cuerpos (ni a los fantasmas), va un poco más allá en la cuestión actual de las problemáticas del género, el transgénero y las disforias del cuerpo: para un director para el que los cuerpos (sobre todo femeninos) siempre son punto de encuentro (Inolvidable Hable con ella ) la vuelta de tuerca está en el punto de la ficción que bordea la parodia, que anuda la historia real, que se pierde en los laberintos de las pasiones desmedidas: esta es la ciencia ficción que evidencia La piel que habito. Una ciencia ficción no tan lejana de lo real que la subyace.
¡Qué hermosa manera de empezar el 2012 cinematográfico con la nueva de Almodóvar! El director madrileño nos sorprende con un drama que cava bien hondo en los temas más citados por él en su carrera y los trabaja de forma más excesiva y dramática que nunca. La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) desde antes de su estreno viene teniendo buenas señales. Desde que su mujer murió quemada en un accidente de coche, el doctor Ledgard (Antonio Banderas), eminente cirujano plástico, se interesa por la creación de una nueva piel con la que hubiera podido salvarla. Doce años después consigue cultivarla en su laboratorio, aprovechando los avances de la terapia celular. Para ello no dudará en traspasar una puerta hasta ahora terminantemente vedada: la transgénesis con seres humanos. (Fuente: labutaca.net) La película es, ante todo una historia de amor y de venganza. De por medio, el director mecha bastantes temas interesante y controversiales que nos podría llevar horas de discusión, pero creo que la base es el amor, la venganza y la locura. Robert, con algunos condimentos, es en realidad el estereotipo del científico loco; un Frankestein al que se le agrega una buena dosis de amor y erotismo. Y, ¡cómo no hablar del erotismo!, factor infaltable en la estética almodovariana: esta vez, como tantas, Almodóvar lleva el deseo, lo erótico, lo sexual al límite de lo bizarro. Su obsesión con el travestismo, con las relaciones sexuales retorcidas son trabajadas de una manera muy nueva, llevadas a extremos maravillosos. Creo que La piel que habito es una de las obras más logradas del director, más madura y más sentida. Hay una temática que es bastante patente en la historia y es el tópico de la cárcel, del encierro. El estar encerrado en el cuerpo, en la sexualidad, en lo material del cuerpo. Vera está literalmente encerrada por Robert, pero además de estar encerrada en esta prisión sirviendo de conejito de indias, esta piel que habita también se presenta como cárcel. ¿Hasta qué punto la carne, la piel, condicionan nuestro ser? Invento, hombre, piel. Intervenir al hombre como a las cosas, como a lo natural. No existe lo natural. Todo es reversible. No sólo el sexo sino que la sexualidad. El personaje de Banderas en un momento dice algo así como: intervenimos la tierra, la comida, etc., ¿por qué no intervenir la piel? Sí podemos decir que, para los amantes del director, se nota bastante la ausencia de la cuota humorística, si bien tenemos dos o tres pasajes cómicos. Podríamos decir que es un film que más bien se acerca a los del estilo de Todo sobre mi madre o Hable con ella; donde el humor y los colores extravagantes, los decorados kitsch están ausentes. Pero, a cambio de esto, obtenemos un film sumamente profundo. Otra crítica que podríamos hacer es que durante la primera mitad de la película, la historia resulta un poco densa e inentendible. Y luego, en la segunda parte, se unen todos los retazos de historia que veníamos presenciando para lograr una exquisita obra. Todos los cabos se atan a la perfección y el factor sorpresa estalla de maravilla. Cabe destacar la actuación siempre impecable de “la chica almodóvar”, Marisa Paredes y la de Antonio Banderas, en uno de los papeles más comprometidos y profundos (a mi entender). Finalmente, sólo puedo decir que La piel que habito es de esas películas que te dejan pensando por días y días y que hacen que surjan millones de preguntas, así como hablábamos en el caso de Melancolía. Una trama perfectamente lograda que demuestra el profesionalismo superior del director, una historia impactante llevada a cabo por actores que deleitan.
Muchas características definen el cine de Almodóvar; Irreverente, provocativo, introspectivo y sobre todo controvertido, pero además de esos calificativos es innegable la excelente manufactura del español en su prolífico trabajo. En su más reciente producción, el cineasta mantiene todos estos elementos, pero aventurándose ahora en un género poco explorado en su carrera, el suspenso; Logrando de esta manera, atrapar al espectador con su ritmo, narrativa, arte y una muy bien lograda banda sonora que se engalana con la presencia de Biuka, una excelente cantante afroespañola. La cinta La piel que hábito habla de obsesiones, de culpas, de deseos y venganzas, las cuales se nos van descubriendo poco a poco, pero de una forma perturbadora desde el principio y dejando nada en claro, inquietándonos de una manera angustiante, que recrudece con los juegos y saltos de tiempo en el film. La película nos presenta al Dr. Robert Ledgard un prestigioso cirujano plástico que a raíz de la trágica muerte de su mujer, se avoca a la tarea de encontrar una piel bella e invulnerable, experimentando en secreto con una mujer que tiene cautiva, cuyo encierro y origen comprenden el principal misterio de la historia. Es cierto que el director se toma muchas libertades argumentales para describirnos como entre prisionero y celador se empieza a desarrollar una variación enferma del síndrome de Estocolmo. Pero con un excelso control del drama, Almodóvar llega a convencernos y obviar todo para enfocar nuestra atención en atestiguar los hechos que llevaron a nuestros protagonistas a un punto catártico donde no hay mas remedio que gritar las verdades, de rasgar las heridas y al mismo tiempo abrir la piel que, para uno es coraza, para otro prisión y para otros disfraz. La piel que habito es una reinterpretación del mito de Pigmalión y Galatea, donde el creador se enamora de su creación, pero como en toda historia de Almodóvar esa adoración y amor es enferma, mal encausada, pero no por ello menos real e intensa. Antonio Banderas bien dirigido por alguien que conoce todos sus rangos histriónicos es asertivo y maravilloso, Erika Anaya es, no sólo preciosa, sino frágil, vulnerable, pero además capaz de mimetizarse y cambiar de piel en la película como si fuera un camaleón. El resto del reparto no solo son cómplices y testigos, sino protagonistas de historias veladas que si no merecen mas tiempo en pantalla es sólo porque a estas alturas Almodóvar nos tiene enganchados en una trama que a estas alturas nos ha desollado y despellejado nuestros tabúes, miedos, perversiones y valores. Debe mencionarse que esta no es la mejor película de Almodóvar pero no obstante, sí la más impactante, por lo que es sin duda, una necesaria recomendación y motivo de amplias horas de discusión y degustación. Algunas películas no deben ser desmenuzadas para evitar arruinar la sorpresa y esta es una de ellas, donde el clímax amarra al espectador a su asiento, atrapándolo en una piel que nadie más que el director desea habitar.
Vamos con una reseña al tuntún, porque para hablar de Almodóvar viene bien. Y no porque no me guste eh. La piel que habito es rara. Es piel y es sentir. Separados una cosa de la otra. La piel que habito es coloridamente Almodovariana. Pero esta vez están un tanto oscuros sus colores fuertes, gracias a la historia algo macabra. La piel que habito habla del ser, de quién se es, se aparente lo que se aparente. Almodóvar y su obsesión por el tema sexual, homosexual, transexual, y sus derivados. La piel que habito, no es un Thriller a mi parecer. Ni es una historia de amor tampoco. Es un cuento de seres enfermos que conviven enfermamente. La piel que hábito, como otras pelis de Almodóvar, me dan la sensación de un jaque de ajedrez, su revés es certero, apela a la mezcla para conseguir ese agridulce que nos deja sin saber de que costado pararnos. Ese sabor agridulce de mirar algo que justamente ni es venganza, ni es amor, ni es odio, ni es nada, y es mucho de todo a la vez. Ese a cuestas de cada personaje. Esa cosa intensa en su hacer. Ese saberlos enfermos, sufrientes y victimarios. De saber imposible el relato. Y aún así ponerse a pensar. Una locura de película. Bien armada. Y con una música exquisita. Un final, de locos, como toda la peli.
LA VENGANZA A FLOR DE PIELSobre lo amoral Almodóvar, desde sus comienzos como cineasta, se ha destacado por pertenecer al selecto grupo de realizadores dueños de una poética de autor clarísima, una (est)ética que tiñe todos y cada uno de sus films y devela, a través de diversas estrategias, una clara intencionalidad, tanto a nivel del guión como de los recursos audiovisuales que conforman el aspecto formal del texto fílmico. Desde sus primeras películas de hace más de treinta años hasta el presente con su último film, La piel que habito, Almodóvar ha dado a conocer sistemáticamente su paleta de colores, su menú de sabores favoritos, esos temas recurrentes que son la columna vertebral de toda su filmografía. Y uno podría pensar, algo ingenuamente, que este director de 62 años, con casi veinte largometrajes al hombro, ha perdido la vitalidad que tanto le caracterizó durante toda su carrera. Porque algo no se le puede negar a La piel que habito, y es eso: su vitalidad, su fiereza, su audacia. Se trata de uno de los films más arriesgados y extremos de Almodóvar, una mezcla de cine negro, thriller, ciencia ficción y melodrama que no dejará de sorprender a más de uno. ¿Y de dónde proviene este impulso, la fuerza que posee La piel que habito? ¿Qué es lo que lo hace tan fascinante? Dejando de lado la increíble fotografía y la gran solidez actoral, me atrevo a decir que el gran acierto de esta película es su estrategia narrativa, la forma en que suministra la información, no sólo con cuenta gotas, sino de la manera más cruel y perversa que podamos imaginar, sumergiéndonos en un mundo muy particular y haciéndonos olvidar o restarle importancia a ciertas falencias narrativas y desaciertos que en el momento generan incomodidad y desconcierto, pero que a la larga olvidamos. Antonio Banderas y Elena Anaya, protagonistas del film. La película nos presenta a un exitoso cirujano, Robert (y a ese le falta una "o") y sus experimentos clandestinos con una "paciente" que tiene encerrada en su mansión, Vera. Se trata de una mujer hermosa, de piel artificial perfecta, un misterioso personaje que lo tiene todo menos la libertad. El inicio del film nos dispara una ráfaga de cuestionamientos, todos en relación a un mismo punto: ¿quién es esa chica?. Y esto es lo que se nos contará de manera fragmentada a lo largo de la primera hora del film. Se podría dividir a La piel que habito en dos partes: una centrada en Robert, la otra en Vera. El hallazgo aquí es justamente el punto de giro, el quiebre en la narración antes de la mitad de la película: cuando el protagonista pasa de ser Robert a ser Vera. Detrás de este quiebre hay una clarísima intencionalidad. La multiplicidad de géneros (o la ausencia de ellos) es algo que ha caracterizado a toda la filmografía de Almodóvar, y este es un claro ejemplo de ello. La transgénesis que experimenta Robert con la piel humana es similar a la que crea Almodóvar con su film: comienza como un thriller con aires de ciencia ficción y termina como un melodrama hecho y derecho, un acérrimo cuestionamiento de la identidad, de nuestra identidad. Y este cambio de registro es el que nos pone en jaque, principalmente a través de una de las claves en lo que respecta a la creación del suspenso: el espectador siempre sabe más que los personajes. Por momentos el film parece un paseo dedicado sólo a nosotros, y en todo momento se nos deja en claro que aquel mundo diegético que estamos viendo existe y subsiste a los personajes, los rodea y los supera. Almodóvar sabe utilizar el relato en función del espectador y de la creación de suspenso, nos compromete con información adicional mediante la cual nos introduce en lo atroz de esta historia, que lo es todo menos sencilla. Y esa es otra virtud: la eficacia para narrar algo tan complicado como la historia de La piel que habito es notable. La decisión de dividir el relato mediante un flashback es un gran acierto del director: se trata de un esquema diseñado para perturbarnos e introducirnos de lleno en la historia. Porque nada de lo que vimos hasta entonces es como creíamos. Una vez que sabemos el pasado, ¿cómo ver el presente?. Incluso luego de enterarnos de los hechos previos al presente (gran elección la de las placas que marcan el flashback) el rostro de Vera cambia, sus reacciones y sus facciones: ya no las vemos tan naturales como antes. Algo en ellas ha cambiado. Y entendemos lo que significa para Robert la aparición del personaje de Zeca y los hechos que el mismo desencadena (se trata de toda una secuencia criticada negativamente por muchos, pero que para mí es una pieza clave para comprender al personaje de Robert). Porque es la única forma. Y Vera ya es mujer, y Vera es ahora Vera. Y con el entierro de Zeca, Robert entierra no sólo a ese cadáver, sino también a su esposa y también a su hija, los entierra "bien profundo". Y Vera es ahora su mujer, Vera es ese otro femenino que a él le han arrebatado en dos distintas ocasiones y de maneras muy similares. Y Vera es, ahora, la protagonista del film. Una trama inquietante, plagada de metáforas, un film fascinante y difícil. Porque lo interesante aquí es que no se trata de un golpe bajo final, de un nocaut caprichoso por parte del director, sino que forma parte de un mundo (almodovariano desde la raíz) que, aunque ficticio, está allí presente. Frente a nuestros ojos. Y somos los únicos capaces de percibirlo (casi) en su totalidad. No es casualidad el título de la película, no es casualidad la primera persona que habla. Presenciamos, una vez más, a Almodóvar hablando sobre sí mismo, a Almodóvar hablando de Almodóvar en un film para el cual reescribió el guión durante varios años. Se trata de su piel, se trata de su vida, y esto se ve reflejado en el film. La cara y la contracara, la piel perfecta de Vera contra la piel rugosa y manchada de Robert. Pura metáfora, puro símbolo. Todos los personajes juegan roles clave, porque son todos reflejos de los otros y de ellos mismos. En el triángulo Robert-Vera-Zeca se ven condensados dos triángulos previos en la historia (posteriores en lo que es el relato, en términos de Jacques Aumont): el triángulo entre Robert, su esposa y Zeca, y a su vez Robert-Norma-Vicente. Y al darle fin a ese triángulo, al enterrar el origen, el trauma (al dar lugar al olvido), es que Robert logra superar sus recuerdos y engañarse, y es ahí que Vera deja de ser su experimento y pasar a ser una persona. Pero una foto de Vicente basta para que Vera vea. Y eso es todo. No hay forma de aplacar la venganza, no hay opio que nos haga olvidar. La crisis de identidad se torna espesa, la justicia irrumpe y llega el momento de verse a uno mismo, de encontrarse en uno. La intensa escena final es desgarradora, y la última línea nos llega como un eco desde más atrás de la pantalla, desde dentro de la piel de quien verdaderamente nos habla.
Almodóvar redobla la apuesta en esta intriga espesa en la que caben, por lo menos, cinco películas. Apelando a su habitual mixtura de géneros, va del thriller al melodrama, coquetea con el culebrón y no para hasta la tragedia. El doctor Robert Ledgard, eminente cirujano plástico, pierde a su mujer en un accidente y la reinventa de una manera temeraria. Experimenta con piel sintética. Su hija es violada por un adolescente, entonces lo secuestra y lo somete a una vaginoplastia, cambiándole el sexo tras incontables operaciones. La hija muere, pero él convierte a su paciente en objeto del deseo hasta darle el rostro y la figura de la mujer perdida, secundado por un ama de llaves que es, en realidad, su madre. Hay visitas indeseables, ladrones fugitivos, más violaciones, pantallas televisivas que vigilan todo, secuestros y varios asesinatos. Banderas da el tono exacto como el implacable y helado Ledgard. Un Almodóvar recargado.
El último grito de Almodóvar Hay procesos irreversibles, caminos sin retorno, viajes sólo de ida. “La piel que habito” cuenta la historia de uno de estos procesos. La protagonista recorre involuntariamente uno de esos caminos, es obligada violentamente a emprender un viaje del que no puede regresar. Su kafkiana historia corresponde al dictado de una condena cuyo jurado está compuesto por una sola persona, su peor enemigo. El veredicto, por lo tanto, no es sino una forma de venganza extrema. “La piel que habito” narra la historia de esa venganza. Pedro Almodóvar (2011) Almodóvar es siempre Almodóvar. Así, en negrita, en oscuro, remarcado. Digo, ¿se le puede pedir sutileza?, ¿podrá alguien alguna vez tildarlo de incoherente? Seguramente será difícil, o por lo menos, polémico. Como todo lo que plantea con cada relato, con cada escena. Y no hablo solo de “La piel que habito”, que es una película recomendable porque, por lo pronto, es uno de los pocos films en los que se puede escuchar a Banderas -que dicho sea de paso está bastante bien conservado teniendo en cuenta que cruzó los 50 el 10 de agosto- en un español de tono poco halagador poco usual, pero misteriosamente atrapante. “La piel que habito” no es una metáfora, pero tampoco una exageración. Una sensación de claustrofobia recorre el cuerpo del espectador. No hay escapatoria: la película es el claro mensaje de uno de los directores que hace varias décadas viene dejando atrás ciertos temas tabú. El género, el sexo, están presentes en ésta última entrega. Pero el encierro es otra cuestión. Y tiene que ver no solo con los primerísimos primeros planos o las escasas locaciones en las que se desarrolla la historia -una sucesión de ambientes esquemáticos, inmaculados, recurrentes-, sino también con la ¿condena? de la naturaleza. Y escribo “condena” sin temor a equivocarme o a resultar contradictoria con mi filosofía `anti-fundamentalista´. Almodóvar es él a ultranza, le guste a quien le guste. Y así ha cosechado amores y odios, solo comparables en intensidad a sus guiones. La piel que habito es una manera de decir “aquí estoy, ésto soy, a pesar de todo”. Entre dolores, venganzas, rencores, amores enfermizos, suicidios, tragedia mucha tragedia, crudeza y más crudeza, la película logra un dramatismo angustiante, despierta una curiosidad inusitada… quizás porque más allá del parecer, la libertad está en el ser, en un rincón al que muy pocos acceden.