Las hijas de la dictadura El último film del reconocido realizador argentino Pablo Trapero, La Quietud (2018), indaga en los conflictos de una familia de clase alta vinculada a la última Dictadura Cívico Militar en Argentina. El largometraje de centra en la relación de dos hermanas, Mía y Eugenia, interpretadas por Martina Guzmán y Bérénice Bejo, unidas por una profunda e inusual relación a pesar, o tal vez producto de, la distancia y las cicatrices que la vida les ha dejado, marcando un fuerte y resistente lazo fraternal. Con un patente protagonismo de las dos actrices principales acompañadas por Graciela Borges, quien interpreta a la madre de ambas, y la participación secundaria de Joaquín Furriel y Edgar Ramírez, la película desarrolla una historia de carácter marcadamente femenino que interpela las secuelas del genocidio perpetrado por los militares argentinos y sus cómplices e instigadores civiles durante de década del setenta a través del tamiz de la lucha de los organismos de Derechos Humanos por la búsqueda de la Memoria, la Verdad y la Justicia como ejes de convivencia y contrato social. En una obra recargada de planos secuencia y abruptos cambios de tenor musical, la trama se abre con el regreso de Eugenia, la hermana mayor, quien vive en París, a la Argentina debido al accidente cerebrovascular sufrido por su padre, que se encuentra en grave estado tras ser citado a declarar por la apropiación de inmuebles y propiedades de varios detenidos desaparecidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los principales centros clandestinos de detención ilegal que funcionaron en la Argentina tras el Golpe Cívico Militar de 1976. El reencuentro entre Mía y Eugenia es intenso e introduce al espectador en un vínculo emocional profundo y de gran belleza, captado con delicadeza por la cámara del director de El Clan (2015) en un opus donde predomina una imagen estilizada sobre el universo suntuoso de las clases hegemónicas, sus gustos e intereses, prolegómeno también de sus miserias y gran leitmotiv del guión del realizador en colaboración con Alberto Rojas Apel. El film cruza en todo momento los límites de la moral burguesa para llevar al espectador de un drama de clase al sainete grotesco que representan las clases hegemónicas argentinas en pleno estado de descomposición social a pesar de su rol dominante en los ejes productivos, económicos y políticos del país a través del sistema de castas absurdas que reproducen. Aunque algunas actuaciones parecen forzadas en ciertas escenas, La Quietud logra desnudar la intimidad de las miserias que denuncia para anteponer la memoria, la verdad y la justicia a la penosa construcción de mitos por parte de los restos putrefactos de la oligarquía terrateniente argentina y sus lacayos escribanos y abogados. En su noveno film Trapero consigue retratar el proceso de desmoronamiento de una familia de parásitos en proceso de desintegración exaltando dialécticamente los resultados del choque entre amor y desamor, pasión, odio y obsesión, en relaciones complejas y enrevesadas que buscan complacer y lastimar al mismo tiempo. Las buenas actuaciones de todo el elenco se funden con una fotografía que hace hincapié en detalles y gestos reveladores de la psicología de los personajes, mientras que la música busca destacar situaciones y escenas que comienzan o culminan algún momento conflictivo y significativo del relato. La Quietud es así una nueva intervención sobre el presente a partir de una pesquisa en torno a nuestro traumático pasado autoritario y sus secuelas sobre una generación interpelada a tomar partido a riesgo de perder su estatus social y sus ingresos.
Si hay un director argentino que creó, a lo largo de su carrera, un fuerte respeto en el ámbito cinematográfico, sin dudas es Pablo Trapero. Luego de “El clan”, regresa tres años más tarde con “La quietud”. Este film llama la atención desde su afiche: el parecido entre Martina Gusmán (“Carancho”, “Elefante blanco”, “El marginal”) y Bérénice Bejó (fue nominada al Óscar por su protagónico en “El artista”) es sorprendente y, en cierto punto, perturbador. Además, el nombre no aparenta decir mucho y, si se observa el resto del elenco, podemos ver que Édgar Ramírez (encarnó a Gianni Versace en el documental de su asesinato), proveniente de Hollywood, Graciela Borges, la gran exponente del cine argentino y Joaquín Furriel, cuya trayectoria en este ámbito es sumamente extensa, el resultado de esta película debía ser más que aceptable. Así lo fue; “La quietud” supera cualquier expectativa. Eugenia (Bejó) regresa de París por motivos familiares y se reencuentra nuevamente con su hermana Mía (Gusmán) y su mamá Esmeralda (Borges) en la estancia “La Quietud”, donde vivían actualmente. Las hermanas tienen una relación muy especial entre sí que, lentamente, se va desarrollando a medida que aparecen Vincent (Ramírez), novio de Eugenia y Esteban (Furriel), el abogado de la familia. Ellos funcionarán como accesorios a la convivencia y del pasado de las hermanas, atravesando momentos incómodos y, sin lugar a duda, dramáticos. El guion de esta película, escrito por Trapero, es fantástico. No posee vacíos argumentales y toca distintas temáticas que, para aquella persona que mira la película, resultan incómodas. Por ejemplo, el film abarca desde cuestiones de la dictadura militar, hasta el aborto, pasando por el incesto y el Edipo, suavizándolo todo con una gota de humor negro. Además, la historia está contada desde el punto de vista femenino: todo gira en torno a Eugenia, Mía y Esmeralda. Los hombres participan de manera accesoria y son usados como intensificadores del dramatismo que reina la vida de las mujeres. La estancia donde se filmó la película (es la estancia “La república” en las cercanías de Luján) parece ser construida en base a las necesidades del largometraje. Las habitaciones y el diseño del lugar se complementan de manera excelente con la visión cinematográfica de Trapero, quien se destaca en esta labor de dirección. A esto se le suma la elección de la musicalización, que se acopla muy bien con el toque internacional brindado por Bejó y Ramírez. En cuanto a las actuaciones, la única que desentona un poco es la de Furriel. Quizás sea un tema de dicción (y por eso su personaje habla poco), pero, cada vez que interviene, es muy importante a la trama. Además, es para destacar lo realizado por Martina Gusman. Sin dudas, eleva a la película y genera una muy buena dupla con Bejó, pilares esenciales del film. Edgar Martínez cumple un rol algo enigmático, pero termina a la altura del producto. Graciela Borges, por su parte, alcanza con decir que acá demuestra por qué es una de las figuras más importantes del cine argentino. “La quietud” trabaja con una multiplicidad de temáticas que se unen de manera magistral gracias a un guion escrito de forma excelente, que genera una comodidad notoria en cada actor y actriz del largometraje. Es curioso, porque la incomodidad se planta en el interior de cada espectador mediante la inquietud de lo desconocido y, hacia el final, se puede observar cómo se resuelven todos los conflictos a un tiempo adecuado. Sin dudas, esta película es un logro más dentro de la obra de Pablo Trapero y, vale destacar lo siguiente: es una producción 100% argentina.
El “Súper Agosto” del cine argentino, que tuvo a El Ángel, El amor menos pensado y Mi obra maestra dominando la taquilla, se cierra con el regreso de Pablo Trapero en un film muy distinto al resto de su obra. Esta incursión en el universo femenino a partir de los secretos y mentiras de una familia de clase alta dueña de la estancia que da título a la película lo muestra brillando en el terreno visual, aunque no del todo convincente en términos dramáticos. El noveno largometraje del director de Mundo grúa, El bonaerense, Familia rodante, Nacido y criado, Leonera, Carancho, Elefante Blanco y El clan tendrá además dentro de pocos días su debut internacional en el marco de la Mostra de Venecia. Tiene razón cuando Pablo Trapero dice que La Quietud es la película más libre (en términos de producción) y más arriesgada (en lo artístico) de una carrera que lleva ya más de dos décadas (sus cortometrajes Mocoso malcriado y Negocios son de 1993 y 1995, respectivamente). Director fundamental del denominado Nuevo Cine Argentino, que cambió para siempre el panorama local a fines de los años '90, pasó del minimalismo de Mundo grúa (1999) a filmar la película nacional más grande y exitosa de 2015 como El clan (más de 2,6 millones de espectadores). Ahora, da otro brusco movimiento de timón al presentar un drama familiar más intimista, pero no por eso menos ambicioso. El resultado es menos sólido y convincente, pero aun con sus desniveles es de destacar el riesgo, la audacia y los desafíos asumidos por un creador que podría haber ido a lo seguro con un proyecto más demagógico, eficaz, complaciente y superficial. Dentro de una historia coral, ambientada en el seno de una familia de estructura matriarcal y con claro protagonismo femenino (los personajes masculinos son más bien accesorios), el eje y el motor de la narración pasa por Mia (Martina Gusman), hija menor que mantiene una relación edípica con su padre (Isidoro Tolcachir) y otra decididamente tirante con su madre Esmeralda (una espléndida Graciela Borges). En el inicio del film descubrimos que su padre es investigado por un fiscal sobre unas propiedades, pero -justo en medio de una audiencia en tribunales- el anciano sufre un fuerte ACV que lo deja en coma. Frente a lo delicado de la situación, la otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), regresa de urgencia desde París (donde se ha radicado), y junto a Mia se instalan en La Quietud, la majestuosa estancia familiar donde reina la manipuladora Esmeralda, el mejor personaje que le regala al film unos bienvenidos momentos de humor negro subyacente. El principal problema de La Quietud es que no siempre alcanza la sutileza, los matices, los detalles decisivos, las observaciones rigurosas ni la profundidad y credibilidad psicológica que una propuesta de estas características requiere (exige). Lo que el film logra en el terreno visual (la mayoría de los planos tienen un virtuosismo y una belleza incuestionables) no lo consigue en cuanto a solidez dramática, ya que varios conflictos se esbozan a puro trazo grueso y se resuelven de forma subrayada, con el manual psicologista: no solo el apuntado Edipo, sino también el conflicto madre-hijas (Esmeralda tiene una clara predilección por Eugenia que genera una profunda insatisfacción y resentimiento en Mia), la relación simbiótica entre las hermanas, y ciertos secretos y mentiras que se remontan a los tenebrosos tiempos de la última dictadura militar. Lo mejor de La Quietud -además de las atmósferas y climas visuales construidos en un entorno idílico que, poco a poco, va mostrando un progresivo enrarecimiento- son algunas secuencias coreográficas a puro plano-secuenca y otras donde se asume un riesgo mayúsculo al entrar en las zonas más íntimas (incluso con una fuerte carga sexual) de estas mujeres en tiempos de empoderamiento femenino. Incómoda, provocadora y audaz, La Quietud surge como una película que, aún con sus sus ambiciones por momentos desmedidas, invita a la reflexión y al debate. Trapero explora nuevos rumbos y eso siempre es de agradecer en la carrera de un cineasta, sobre todo de uno ya consagrado.
La Quietud es la nueva película del aclamado director Pablo Trapero (El Clan, Carancho, Elefante Blanco). Esta vez no muestra a las clases bajas/medias de la sociedad argentina, sino que se ubica en plena estancia de miles de hectáreas donde sucederá la mayor parte de la historia. Los dueños de todo son Esmeralda (Graciela Borges) y su marido. Padres de Mía (Martina Gusman) y Eugenia (Bérénice Bejo), quien vive en París y vuelve a Argentina por el mal estado de su padre luego de un ACV. Todo el relato pasa a través de Mía, la protagonista, pero no deja de lado a ningún personaje en la interacción de la trama, un punto muy favorable para la narración. A dicho elenco de primera, se le suma el esposo de Eugenia, Vincent (Edgar Ramírez) y el abogado de la familia (Joaquín Furriel). El guion está escrito a la perfección, como pocos se suelen ser, dando un claro desarrollo y progreso de los personajes a medida que el tiempo corre. Si bien por momentos rebalsa el llanto dramático en las actuaciones, Trapero supo cómo vincularlo con cada uno de los papeles. El film cuenta con una crítica social implacable, donde cuestiona desde la pertenencia de tierras a las clases altas hasta los vínculos familiares, pasando por un autoritarismo maternal y un favoritismo con la hija lejana. Las analogías -no tan obvias- representadas por el director entre la familia y la estancia -que a pesar de parecer perfecta, está lejos de eso- son geniales. Por ejemplo, se suele cortar la luz y todos se quejan, esa oscuridad es casi tanta como los secretos que cada personaje oculta -que son más oscuros aún-. Un trabajo actoral que da placer, sobre todo la leyenda Graciela Borges quien da cátedra interpretando a una madre clasista, conservadora y mala persona. Con su voz pone a todos rectos cual líder militar, con pleno autoritarismo. Los encontronazos de ella con Martina Gusman son exquisitos. También así la química que tiene esta última con Bérénice Bejo a pesar de tener escenas jugadas llevadas al ámbito incestuoso. La Quietud se encarga de tocar todos los temas controversiales habidos y por haber (incesto, infidelidad, autoritarismo, relaciones familiares, amor, enfermedades, aborto, etc.) y falla en muy pocos momentos donde la introducción del tema genera cierto desconcierto. Los toques “humoristicos” vienen muy bien para contrarrestar el oscuro drama. Es una película sólida, muy bien escrita y mejor actuada.
La nueva creación de Pablo Trapero después de El Clan nos muestra a otra familia con más sombras que luces, mientras sumerge a los personajes en vaivenes emocionales inesperados y en secretos que están por salir a la luz. No todo es idílico en la estancia La Quietud, en la que Mia -Martina Gusman- se críó junto a sus padres, pero una situación inesperada hace que ella y su hermana Eugenia -Berenice Bejo, la actriz de El Artista-, recién llegada de París, se reencuentren en la casa comandada por la implacable madre Esmeralda -Graciela Borges-. Ese ansiado acercamiento entre Mía y Eugenia despierta entre ellas un juego de exploración sexual y pasiones al que se sumarán luego Vincent -Edgar Ramírez-, el marido de Eugenia que también arriba al lugar, y Esteban -Joaquín Furriel-, el escribano de la familia. El filme tiene la estructura de un drama que juega con el erotismo, las pasiones cruzadas y el suspenso, en ese orden, y en el que el deseo ocupa un lugar preponderante. El plano secuencia que sigue a Mía desde atrás o el ingreso de las hermanas a una estancia cubierta por la bruma presagian tiempos poco felices para todos en los que se irá desempolvando un pasado nefasto, atrocidades y apropiaciones perpetradas por la dictadura militar en la Argentina. La película cautiva desde el comienzo gracias a la hipnótica labor de Martina Gusman, que logra transmitir los diferentes estados por los que atraviesa esa hija en tensión y conflicto constante con su madre y la devoción por un padre anciano y enfermo. Por su parte, Graciela Borges compone magníficamente a una Esmeralda que recuerda el pasado con dolor y aflora su lado oscuro. Esta es una historia que aborda el universo femenino y lo hace con sensibilidad narrativa a través de una temática arriesgada que cubre varios flancos. El silencio, lo no dicho y la historia del pasado también son comensales de esa gran mesa donde la comida reúne a los miembros de un clan muy particular, entre cortes de luz, miserias y miradas solapadas.
Mia parece tener una vida por demás acomodada. Viviendo con su madre y padre en la finca La quietud, todo iba bien hasta que su padre sufre un ACV y es internado. Es por esto que su hermana, Eugenia, viaja desde Francia para estar con la familia. De a poco, secretos internos empiezan a salir a la luz, tumbando de a poco el frágil castillo de naipes que Mia tenía como vida. Hoy nos toca hablar de La quietud, el nuevo film de Pablo Trapero, que se aleja de su temática más recurrente, que en lugar de mostrar los barrios bajos de Buenos Aires y como es la vida en ellos, dando casi un vuelco de 180 grados y explorando la vida de una familia en apariencia acomodada, pero sostenida en una maraña de mentiras. A muchos la película quizás les haga recordar a La ciénaga, de Lucrecia Martel, en especial por el tema de la familia viviendo en un lugar alejado; pero poco y nada tiene que ver con el film dirigido por la realizadora argentina, ya que acá se nos plantean dos grandes temas de fondo. Por un lado, ambas hermanas, en apariencia perfectas, tienen una vida sexual bastante activa con hombres que no deberían tener esos encuentros, haciendo que el secreto que las dos llevan, sea cada vez más grande para esconderlo. Y la otra sub trama preferimos no explicarla demasiado, pero diremos que tienen que estar atentos a los primeros minutos de metraje, para que luego no les parezca algo sacado de la galera. Lo malo es que estos dos arcos argumentales parecen no congeniar demasiado; de hecho, es como si uno tuviera que terminar, para que el otro empiece a tratarse, cuando bien podrían haberlos hecho convivir de entrada, sin que resulte incómodo para el espectador. Las actuaciones por suerte sí están a la altura. El elenco masculino que en esta ocasión se limita a roles secundarios (y donde sorprende ver a Edgar Ramirez) cumple su función a la perfección, así como también Martina Gusmán y Graciela Borges, quien en más de una escena termina siendo el alivio cómico, pero que a la vez protagoniza los momentos más intensos cuando comparte mesa con sus hijas. Por desgracia tenemos que recalcar el trabajo de Berenice Bejo, pero como una de las cosas en contra. Y no por su performance, sino porque a la actriz radicada en Francia no se le entiende casi nada cuando habla en castellano. La quietud termina siendo una película irregular, pero que viéndola el espectador no se va a aburrir, ni a sentir que tiene minutos de más. Pero si uno la piensa con detenimiento y la digiere de a poco, va a empezar a encontrarle flaquezas en casi todos los apartados (ni hablemos del aleatorio uso del a música). De todas formas, la recomendamos bastante más que algunas cintas provenientes del norte.
La nueva película de Pablo Trapero se sumerge de lleno en el universo femenino. La madre es Esmeralda (Graciela Borges, fantástica en cada una de sus apariciones) y sus dos hijas son Mía (Martina Guzmán) quien vive en la Estancia “La Quietud” con sus padres y es la menor y Euge (Berenice Bejo) la mayor, quien vive junto a su pareja Vincent (Edgar Ramírez) en París y vuelve a Buenos Aires al enterarse de que su padre, ya mayor (Isidoro Tolcachir) ha sufrido un ACV en el momento en el que un fiscal le está tomando declaración por el origen de unas propiedades. La llegada de Euge pone en evidencia el favoritismo de su madre por ella y la tirantez entre la misma y su hija menor; el excesivo amor de Mía por su padre y la relación entre hermanas, demasiado volcánica y amorosa. Por momentos, también conflictiva. Las hermanas comparten todo, quizás demasiado. Es un amor que roza lo simbiótico y cae en algunos excesos. Con el devenir de los días, la salud del padre se complica y Vincent también viaja hacia nuestro país, lo que genera en todos algunos cambios en el entorno familiar. Esteban (Joaquín Furriel) es el Escribano de la familia y también está interesado en una de las hermanas. En la Estancia todo es un secreto a voces. En “La Quietud” nada está realmente quieto, sino todo lo contrario. Se tocan muchos temas importantes, algunos en mayor profundidad, y otros como al pasar, y eso termina jugándole un poco en contra, ya que no todos pueden cerrarse de la mejor manera. A saber: el amor y desamor entre padres e hijos, la maternidad, la fidelidad, la apropiación de propiedades en la última Dictadura Militar, el Edipo de Mía con su padre, las relaciones complejas entre varios miembros de la familia, el quedarse instalado o no en un estilo de vida acomodado, etc. De todas formas, es una buena película, con muy buenas actuaciones de todo el elenco, algunas escenas inolvidables, sobre todo las que incluyen a Graciela Borges, cuenta con excelente música y es visualmente impecable. --->https://www.youtube.com/watch?v=kA_j8stYYOU ACTORES: Martina Gusman, Bérénice Bejo, Graciela Borges. ACTORES SECUNDARIOS: Édgar Ramírez, Joaquin Furriel. DIRECTOR: Pablo Trapero. GUION: Pablo Trapero, Alberto Rojas Apel.
Una película distinta de Pablo Trapero, que se aleja de mundo marginales y lacerantes temas sociales (“Leonera”, “Carancho”, “Elefante blanco”) para internarse en las relaciones de una familia aristocrática que habita una hermosa estancia que se llama como el título del film. Una ironía que a poco se descubre, tras la apariencia de opulencia y calma, bulle de secretos, pasiones, odios añejados, relaciones peligrosas. En contraposición con el afuera bello, el (### y ½)adentro no tarda en estallar. Entre un hecho que convoca a la hermana que vive en Paris, que finalmente se reencuentra con la que se quedó junto a su madre. Entre Martina Guzmán la menor y Bérénice Bejo, la levemente mayor existe un vínculo único que se descubrirá totalmente hacia el final. Pero entre ellas una matriarca el papel de Graciela Borges dominando las riendas de una realidad que no se sostiene. Las mujeres reinan en el film en sus relaciones endogámicas, dominadas por pulsiones de pasión y muerte, verdades enterradas y vergonzantes, mentiras patológicas. Los hombres asisten a ese mundo casi sin comprender, actuando por impulso. Muy bien filmada todas esa realidad oscura en contraposición con lo que se entreve hacia el exterior. La naturaleza y el melodrama profundo, a veces de pincelada gruesa, sin una buena profundización. Para eso Trapero contó con la complicidad, el parecido, el talento Guzmán y Bejo, entregadas y cómplices. El trabajo de Graciela Borges es sorprendente, de un espesor dramático conmovedor. Buenos desempeños de Joaquín Furriel y Edgar Ramírez. Una trama que tiene el suspenso de un policial, con un toque Trapero muy especial, y una vuelta de tuerca que supone que la libertad es una utopía para las jóvenes de la familia no tan normal.
Secretos y mentiras de la clase alta La nueva película del director de El clan se mete de lleno en la geografía de cierta aristocracia terrateniente y copetuda, donde brilla la enorme figura de Graciela Borges. Dentro de la prolífica filmografía que convierte a Pablo Trapero en uno de los cineastas argentinos más reconocidos en el mundo, la llegada de La Quietud representa una marca visible. En muchos sentidos puede ser vista como un retorno a territorios conocidos, aunque también asoman algunos elementos novedosos. En primer lugar el abordaje de una saga familiar –espacio con el que el ya lidió en títulos anteriores como Familia rodante (2004) o El clan (2015), su trabajo anterior– ofrece una recurrencia temática. Como en la última, acá el director aprovecha ese ámbito para tensionar lo íntimo con lo no dicho, aquello que es más que un secreto, lo innombrable, haciendo surgir lo siniestro de entre las grietas que produce dicha fricción. En la misma línea, ambas películas también representan un cambio de paradigma social dentro de su obra, que hasta entonces se movía por territorios que van de la clase media caída en desgracia hacia abajo. En cambio, tanto La Quietud como El clan tienen como escenarios distintos espacios de las clases altas. Si la anterior se desplazaba sobre el imaginario de la burguesía que habita los barrios ricos al norte del conurbano, La Quietud asciende unos escalones más, metiéndose de lleno en la geografía de cierta aristocracia terrateniente y copetuda. En ese sentido, la enorme figura de Graciela Borges en el papel de una materfamilias dura y omnipresente, resulta ideal para garantizar el verosímil de la apuesta. Es ella quien sostiene con su aura la ilusión de pasar una temporada encerrados en una estancia señorial y la que lidera la buena labor del elenco. Y aunque las protagonistas son en realidad Bérénice Bejo y Martina Gusmán, es en torno de su estrella que gira el sistema solar de La Quietud. Borges es Esmeralda (sí: como Mitre), la madre de Eugenia y Mía. La primera vive en Francia y regresa al país a partir de que su padre sufre un ACV. Mía en cambio vive acá y fue frente a ella, en la primera secuencia del relato, que su padre tuvo el ataque que lo mantendrá en coma toda la película. Esa escena tiene lugar durante un interrogatorio judicial. Ahí un fiscal intenta dilucidar la validez de las escrituras de propiedad de la estancia que da nombre a la película, introduciendo una primer aviso que como una flecha luminosa señala hacia la dictadura militar. Aunque, como ya se dijo, el relato gira como un huracán alrededor del personaje de la Borges, el mismo se desarrolla sobre el vínculo de las hermanas, sobre los códigos secretos de la adolescencia y la infancia que el reencuentro saca de la hibernación en la que los sumía la distancia. Ese carácter de cosa más oculta que secreta también habita en otros elementos del relato y es ahí donde se esconde la clave que acciona el mecanismo de la película. Algo que La Quietud también comparte con El clan es cierto artificio narrativo, cierta obviedad en la forma en que el guion construye el relato que de algún modo se opone a la búsqueda de naturalismo que signaba a Elefante blanco (2012), Carancho (2010) y sobre todo Leonera (2008), los exitosos trabajos anteriores que lo transformaron en un cineasta convocante. Hay algo de artificial en la búsqueda evidente de convertir a la película en un melodrama erótico, en el esfuerzo por hacer que lo sexual aparezca como contraparte desbordada del silencio que pesa sobre los rincones oscuros de la historia familiar. Hay algo de artificial en la forma en que se va montando el conflicto entre Esmeralda y Mía, la hija menor que además es la favorita de ese padre puesto en stand by. El truco se revela cuando la acción de la palabra por fin aclara algunas cosas, desencadenando el último acto a partir de una serie de giros de guion que, sí, también resultan un poco artificiales. En contra de eso La Quietud consigue un momento que representa su estado de gracia. Un momento en que la artificialidad es puesta al servicio de una serie situaciones que parecen dejar de tomarse en serio las torturadas existencias de sus protagonistas, alejando a la película del melodrama para dejarla más cerca de una sombría comedia de enredos. En su transcurso los elementos fluyen con una potencia que no tenían antes ni se repetirá después, y que hasta ayuda a aceptar algunos de los volantazos que Trapero necesita dar para que el guión vaya para donde él quiere.
Hay una frase, de boca de Esmeralda (una Graciela Borges que demuestra por qué es una diva del cine nacional) que marca un quiebre en La quietud, el noveno filme de Pablo Trapero, realizador de películas tan disímiles como Mundo grúa y El Clan. Marca un desafío artístico y comercial como no había afrontado hasta el momento. Porque La quietud arranca como un relato intimista, y femenino, de un tipo como el que Trapero no encaró, y que luego tiene implicancias sociales e históricas que se suman a las de la intimidad de las relaciones familiares. La quietud es una estancia donde vive tranquilamente Esmeralda junto a su esposo y su hija menor, Mia (Martina Gusman). Cuando el escribano sufre un ACV en plena presentación judicial a la que lo citaron, Eugenia, la hermana mayor (Bérénice Bejo) llega desde París para acompañar al padre enfermo. El regreso de Euge trastoca esta tranquilidad, esa quietud. Por un lado, porque tiene una relación muy franca y cercana, se diría simbiótica con Mia. Es que es mucho lo que comparten. Y por otro, porque Esmeralda tiene una clarísima predilección por Eugenia, que Mia no entiende el porqué, mientras ella siempre ha endiosado a su padre. Una relación edípica. Trapero se regodea, y no es un menoscabo, con las escenas de relatos eróticos en pleno auge de empoderamiento femenino, con sexo fuerte y muchas posiciones fetales. El filme parece tomarse sus tiempos para desandar luego la historia que primará, pero siempre con Mia y Eugenia como personajes centrales. Por más que Esmeralda talle, y bien fuerte. Y como si el nombre de la estancia hiciera eco a cierta calma que imperaba allí. Hasta que, claro, se produce el quiebre. Los personajes masculinos –el marido de Euge, interpretado por el venezolano Edgar Ramírez (La chica del tren, Manos de Piedra), un letrado más que amigo de la familia, interpretado con la solvencia acostumbrada por Joaquín Furriel- acompañan. Trapero posa la lente en las mujeres, en lo que secretean, se guardan y revelan. No parecen “transformarse”, sino que sufren una implosión. Y lo que salga de ello es, claramente, imprevisible. Es en ese afán de imprevisibilidad tal vez que Trapero apela, desconcierta con las canciones de la banda de sonido. Como Le rempart, cantado por Vanesa Paradis, o People2, de Aretha Franklin, y el tema que funciona casi como un leit motiv, Amor completo, por Mon Laferte. Porque La quietud busca, y logra inquietar, perturbar. Trapero saca de cierto lugar de confort al espectador, y cuando deja el virtuosismo visual del comienzo para hincar el diente en la trama, desgarra donde debe.
Trapero parece definir su película en los primeros planos. Un largo travelling sigue a Martina Gusmán en su llegada a la estancia familiar, la acompaña por los pasillos, la espera en la puerta de una habitación , la hace (y nos hace) partícipe(s) de una encendida discusión fuera de campo entre sus dos padres. A partir de allí creemos que la película será como las anteriores: la entrada difícil de un personaje en un mundo ajeno, desconocido. Como Gusmán lo había encarnado en la cárcel de Leonera o en el oscuro mundo de los juicios por accidentes de tránsito de Carancho. Sin embargo, aquí esa pista se enrarece, ese mundo familiar se hace opaco de manera impuesta, en virtud de un guion que acumula efectos sin nunca gestar sus causas.
La inquietud La Quietud (2018) es una ficción de telenovela filmada y actuada con la seriedad de un drama. Reúne una familia de mentirosos bajo el mismo techo y exacerba un sistema de relaciones superficialmente plácidas hasta que los viejos resentimientos estallan y los secretos salen a la luz. Hay revelaciones, contra-revelaciones y suficiente material para llenar una novela turca en Telefé, pero la dirección, actuaciones y temáticas subyacentes elevan el material. El foco de la historia es el triángulo formado por las hermanas Mia (Martina Gusmán) y Eugenia (Bérénice Bejo) y su madre Esmeralda (Graciela Borges). Reunidas en la estancia “La quietud” tras el accidente cerebrovascular del padre, Eugenia es la hermana ausente (regresa de París) y por lo tanto la preferida de la madre. Esmeralda no disimula su desprecio por Mia y Mia compensa con una fijación edípica por su padre. Reunidas las hermanas por la noche se desnudan, se meten en la misma cama y comienzan a masturbarse alentándose mutuamente con recuerdos eróticos de su niñez. La escena existe, según Gusmán, para “incomodar” y porque “está bueno vencer barreras e incorporar dentro del inconsciente colectivo la idea de que las hermanas también pueden masturbarse juntas”. La escena retrata tajantemente la simbiosis infantil entre las hermanas, aunque narrativamente no conduce a nada - queda como un non sequitur impresionista. El segundo acto suma dos zánganos en la estancia, interpretados por Joaquín Furriel y Édgar Ramírez. La novela redobla apuestas. Una hermana tiene sexo con el novio de la otra, la otra tiene sexo con el escribano de la familia, hay un embarazo y no se sabe quién es el padre, un accidente de auto, un juicio, un funeral y extensos monólogos en los que Mia, Eugenia y Esmeralda rompen en llanto. La película cuenta con actuaciones consistentemente buenas aunque en algunas escenas Esmeralda queda al borde de la caricatura, híbrido de su contrapartida telenovelesca y la irascible matriarca que Borges interpretara en La ciénaga (2001). A pesar de la estructura folletinesca el guión baraja relativamente pocos elementos y los aprovecha en buena medida, problematizando cada situación al máximo y conservando la unidad de acción de un drama intimista manchado con la histeria del melodrama. Hay momentos bien realizados donde lo ridículo transgrede en la comedia. El clímax se visualiza perfectamente en una coreografía en plano-secuencia en la que la cámara baila un vals en una funeraria mientras los personajes intentan contener sus verdaderas emociones. Subyacente al melodrama hay una trama secreta cuyo talante no sorprenderá a nadie una vez que la matriarca de la finca insiste en llamar “gobierno militar” a la última dictadura. Más que una sorpresa termina siendo la única conclusión posible de una trama de perspectiva histórica con foco en una familia donde las peleas más dañinas giran en torno al revisionismo, ya sea la fecha de una vieja filmación o algo más turbio.
Te puede gustar más o menos, pero Pablo Trapero sabe muy bien cómo transportarte a los universos que construye. Ya sea a la hostilidad de Carancho (2010), a la crudeza de El clan (2015) o al rechazo de El bonaerense (2002). La quietud tal vez es su film menos violento (en el sentido literal de la palabra), pero es el más morboso y más retorcido. Juaga a eso y lo cumple. Por momentos puede parecer un culebrón. Pero la factura técnica y la narrativa te aleja de ahí enseguida. El espectador queda cautivado desde el principio, ya sea por los planos secuencia o los planos cenitales. Gran fotografía por parte de Diego Dussuel con excelente montaje por parte del mismo Trapero. En cuanto a lo actoral, la dupla que conforman Martina Guzmán y Bérénice Bejo es formidable, creés que son hermanas, aún en esa relación tan particular. El resto del elenco acompaña bien, tal es el caso de Joaquín Furriel y Edgar Ramirez, aunque este último provee un buen nombre para el poster, pero no mucho más que eso. La que se lleva todos los aplausos, sobre todo por una GRAN escena es Graciela Borges. Muchos dirán que hace siempre el mismo rol, yo no coincido. Pasa que su voz es demasiado peculiar y distintiva. Y acá la rompe. Hay un par de puntos de giro más que interesantes, que hacen que el film adquiera otro nivel. La quietud es una muy buena película, otra gran opción de cine nacional que llega en el mes más fértil de los últimos años.
Buceando en el melodrama más clásico y sumando condimentos asociados a las pulsiones sexuales de dos hermanas, la nueva propuesta de Pablo Trapero y con un elenco internacional, encabezado por Graciela Borges, como una especie de matriarca déspota que digita los destinos de los personajes, se permite jugar con la fotografía y la banda sonora para despistar y solapar índices y motivos que luego cobrarán sentido hacia las revelaciones finales. Película de progresión lenta, con una preferencia por la exageración, en puesta, en actuaciones, en diálogos, el trabajo sobre una doble tragedia permitirá un lucimiento interpretativo, y, paralelamente, una reflexión sobre la particularísima búsqueda de sentido e identidad sobre el pasado y presente de los personajes.
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Una familia, muchos secretos “La Quietud” es una película nacional de drama dirigida, escrita y producida por Pablo Trapero (7 Días en La Habana, Elefante Blanco). El reparto está compuesto por Martina Gusmán (Leonera, Carancho), Graciela Borges, la franco-argentina Bérénice Bejo (The Artist), Edgar Ramírez (Joy, La Chica del Tren), Joaquín Furriel (Las Grietas de Jara, El Jardín de Bronce), entre otros. La cinta participará en la 75 Mostra de la Biennale de Venecia siendo parte de la Selección Oficial por fuera de la competencia. Desde su infancia, Mía (Martina Gusmán) vive en la serena estancia de campo llamada “La Quietud”. Debido a que su padre sufrió un accidente cerebro vascular, su hermana mayor, Eugenia (Bérénice Bejo), decide volver al país tras residir en París, ciudad que fue su hogar por 15 años, para acompañar a la familia en este difícil momento. El reencuentro entre las hermanas se dará bajo la atenta mirada de Esmeralda (Graciela Borges), madre de carácter fuerte que estará súper emocionada por la gran noticia que le trae su hija. Con la llegada de Vincent (Edgar Ramírez), pareja de Eugenia, y la presencia de Esteban (Joaquín Furriel), escribano y amigo de la familia, las mentiras y engaños no tardarán en salir a la luz. Luego de “El Clan” (2015), donde fuimos testigos de la maldad que presentaba el patriarca Arquímedes Puccio (Guillermo Francella), a Trapero le interesó explorar el universo femenino con esta película. Y qué mejor que hacerlo retratando a una familia de clase alta, que por fuera de la casa parece que todo anda en calma, sin embargo dentro de esas paredes los secretos se acumulan. El foco del film está puesto en las diversas relaciones y las revelaciones que se van dando hacen que la narración se vuelva atractiva. Puede compararse a la cinta con un culebrón, ya que las situaciones que se plantean abarcan el embarazo, la sexualidad, tristeza ante la pérdida de un ser querido, locura, infidelidades, celos, el deseo de ser reconocido, etc. Al tener tantos temas se necesitaba de un gran trabajo por parte de los actores para que todo resulte creíble y sin dudarlo aquí el reparto elegido funciona. Martina Gusmán se luce interpretando a Mía, una mujer contenida que desde siempre fue dejada de lado por su madre ya que ésta siempre prefirió a su hermana. Al no sentirse amada, el único refugio que tiene es su padre, al que ella considera su héroe, sin embargo no todo es lo que parece. Graciela Borges sólo con su presencia intimida y genera tensión, más aún en las incómodas y silenciosas cenas que se dan en la finca. En este escenario, los hombres nunca llegan a ser el centro de atención, más bien están a merced de las mujeres. En cuanto a ellas no se puede dejar de mencionar el vínculo primordial del film: las dos hermanas. Desde una de las primeras escenas juntas, ya captamos que Mía y Eugenia tienen un trato particular y distinto al de cualquier otro. El parecido físico entre Gusmán y Bejo ayuda mucho a que nos creamos que verdaderamente comparten la misma sangre. El trasfondo político, basado en la impunidad que hubo en la década del 70, hace que la cinta sea muy argentina. Además, le aporta una gran cuota de realismo ya que los sucesos de la película referidos a ese aspecto no son ficción, por más que estos personajes sí lo sean. La estancia de campo, que en la realidad está ubicada en Luján, así como los caballos, las flores y el césped contrastan a la perfección con las escenas de la ciudad y las avenidas llenas de autos. La música también es uno de los elementos principales y, aunque en el primer tramo es usada para momentos de relleno que parecen más un videoclip, no se puede negar que la canción “Amor Completo” de Mon Laferte encaja por completo con lo que expone el filme. Por más que “La Quietud” tenga un desenlace que deja un par de cabos sueltos sobre las figuras masculinas, su desarrollo resulta todo un deleite por mantener y acrecentar el interés. Si se tiene en cuenta la forma en que la película está filmada, solo por ello ya merece ser vista en cine.
“La Quietud”, de Pablo Trapero Por Hugo F. Sanchez La Quietud es una majestuosa estancia en la provincia de Buenos Aires en donde vive Esmeralda (Graciela Borges), es ella y los demás, es ella la que ejerce una especie de matriarcado ahora que su marido Augusto (Isidoro Tolcachir) es un anciano en decadencia y su hija Mía(Martina Gusman) aun no encuentra su lugar en el mundo, mientras adora a la distancia aEugenia (Bérénice Bejo), su otra hija que vive hace años en Paris. Esmeralda parece no necesitar salir de La Quietud para manejar lo que necesita ser manejado, guardar los secretos que no deben revelarse pero sobre todo con la familia, utilizarlos para herir, manipular y controlar ese pequeño universo endogámico y oscuro. El patriarca que ya no es tal es reclamado por la Justicia en relación a unas propiedades y allí sufre un ACV que lo deja postrado, lo que determina la vuelta de Eugenia al hogar, en donde se encontrará con el pasado intacto como lo dejó hace años: una madre siniestra, su hermana cuya vida parece estar centrada en el odio hacia su madre y la devoción por su padre y por supuesto, los secretos encerrados y conservados en perfecto estado entre las paredes de estancia, trágicamente hermosa ahí, en el medio del bucólico campo. Melodrama clásico con una Graciela Borges insuperable como una malvada de antaño que no se ve como tal yuna pequeña galería de personajes rotos por una tragedia inicial en los tiempos de la dictadura militar, quese proyecta de manera fantasmagórica y por qué no, fantástica, hasta el presente y La Quietud es otra incursión de Pablo Trapero en un mundo familiar luego de Familia rodante y El clan -Esmeralda bien podría compartir un registro similar al temible Arquímedes Puccio-. La llegada de Eugenia y luego de su marido Vincent (Edgar Ramírez), más la presencia constante de Esteban (Joaquin Furriel), un abogado y amigo de la familia, va desenredando y en paralelo, volviendo a enmarañar la trama de esa familia, en donde, el dinero, la infidelidad y la violencia familiar son la consecuencia de años de silencio y complicidades cruzadas. Con escenas de una fuerte carga sexual, planos secuencia que acentúan la atmósfera asfixiante, La Quietud es audaz por abordar un universo para la mayoría desconocido, sin embargo la ambición de la puesta en tanto se exige abordar demasiados temas, le resta cohesión al relato. Lo cierto es que Trapero es uno de los realizadores argentinos más importantes de los últimos años y como tal, es valioso el intento de desmarcarse de lo seguro e intentar otros caminos, aún cuando el resultado no tenga la contundencia de otras de sus películas. LA QUIETUD La Quietud. Argentina, 2018. Guión y dirección: Pablo Trapero. Intérpretes: Martina Gusman, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez y Joaquín Furriel. Fotografía: Diego Dussuel. Música: Papamusic. Edición: Alejandro Brodersohn y Pablo Trapero. Dirección de arte: Cristina Nigro. Sonido: Federico Esquerro. Distribuidora: UIP (Sony). Duración: 117 minutos.
La nueva película de Pablo Trapero (“El clan”, “Elefante blanco”, “Carancho”), protagonizada por Martina Gusman, Berenice Bejo, Graciela Borges, Joaquien Furriel y Edgar Ramirez, relata con profundidad e intimidad un drama familiar que atraviesa diferentes temáticas como la identidad, el amor, los secretos y las mentiras, en el contexto de personajes acomplejados y desgarrados desde lo emocional. Tras un inesperado evento que deja al padre de Mia (Martina Gusman), en estado de coma, la familia decide unirse para juntar fuerzas y enfrentar el momento que les toca vivir. Eugenia (Berenice Bejo), quien vive en París, no duda en trasladarse a Buenos Aires cuando se entera que su padre esta grave, y se instala junto a su hermana en “La quietud”, la majestuosa estancia familiar donde vive la madre de ambas, Esmeralda (Graciela Borges). El fuerte lazo que une a Mia y Eugenia, y la relación entre ellas dos, mas allá de como se vinculan estos personajes con los restantes, genera la reflexión de cuan poderoso puede ser el amor entre hermanos, en este caso, hasta tal punto en donde la estabilidad emocional de una depende de la otra. Si bien la película gira en torno de Mia, pues el devenir de los hechos los vemos a través de su mirada, hay que destacar el sublime trabajo de Graciela Borges, una actriz enorme que no solo le da a su rol múltiples matices, sino que se pone al hombro escenas de gran carga emotiva y dramática, que resuelve con el oficio que lleva en su haber. La dirección de arte y de fotografía, logran trasladar al espectador a “La quietud”, en donde transcurre gran parte del filme, lo que hace que de alguna manera todo se vea potenciado, el contraste entre ese espacio de calma, y lo que ocurre entre los personajes allí mismo, vuelve más interesante la historia, que se toma su tiempo en contar de forma detallada aquello que ocurre. La multiplicidad de temas que abarca la película, podría tornarla ambiciosa, pero “La quietud”, en este sentido, logra armonizar todo lo que ocurre de forma tal que el relato lejos de deslucirse frente a tantos hechos, se vuelve cada vez más interesante profunda. El filme, con una precisa y detallada dirección de Pablo Trapero, atraviesa los secretos y deseos de una familia con todas las complejidades que esto implica.
El nuevo opus de Pablo Trapero, "La quietud", es un drama de cocción lenta, que aguarda tantos secretos como los de esta familia epicentro del relato. A casi veinte años de su primer largometraje "Mundo Grúa", y a quince del primer trabajo en corto "Mocoso Malcriado", Pablo Trapero demostró ser un realizador inquieto. Pilar del movimiento conocido como Nuevo Cine Argentino, pronto fue ampliando su espectro de historias naturalistas centradas en su Conurbano natal para abarcar otras áreas en proyectos más ambiciosos. La quietud es su octavo film, luego del biopic policial sobre la familia Puccio "El Clan"; y lo primero que hay que decir es que nuevamente pega un volantazo. Así como José Celestino Campuso observó por la mirilla el mundo de la alta sociedad en "Placer y martirio"; Trapero hace lo suyo en "La quietud", lejos, bien lejos, de El Rulo de "Mundo Grúa", el Zapa de "El Bonaerense", o la familia de "Familia Rodante". Todo comienza con Mía (Martina Gusmán), que debe ir a buscar al aeropuerto a su hermana Eugenia (Berenice Bejó) que regresa de su vida en Europa por la delicada situación que atraviesa la familia. El padre de ellas, de muy delicada salud, está siendo juzgado por la irregular venta de terrenos e inmuebles. Todo se agrava cuando, al poco de regresar Eugenia, durante una complicada declaración en la justicia, el hombre fallece. Mía y Eugenia deberán pasar una temporada en "La quietud", la estancia familiar, en medio de recuerdos de una infancia bucólica, y una vida parisina posterior que ya no es. En realidad, quien mueve los hilos de la familia, y funciona como motor del relato (pese a que el centro pareciera ser Mía) es Esmeralda (Graciela Borges), la matriarca. Una madre que desprecia a Mía y protege a Eugenia, sin ocultarlo ni un poco. El de "La quietud" es un mundo femenino, con aires telenovelescos. Un campo abierto y despojado, una estancia y hogar que demuestran glorias pasadas, una familia de la alta sociedad que añora épocas pasadas en las que se autoexiliaron en Europa para evadir los tiempos convulsionados, y las paredes que guardan secretos. Pero es una telenovela alla Trapero. Los hombres en "La quietud", o son frágiles como la figura paterna (que tuvo su época de mandamás, pero ahora queda claro que las riendas son de Esmeralda); o son objetos de pertenencia y deseo como Vincent (Edgard Ramírez); o son los encargados de cubrir las aguas sucias, como Esteban (Joaquín Furriel). Mucho de lo que ocurre en aquí tiene que ver con ese mundo de intramuros, de tracciones familiares, de grandes mansiones y apellidos compuestos. Esmeralda pone la vara, decide qué se hace y que no, tiene la mirada juzgadora permanente, pero también es un ser sufrido, escondedor, y por supuesto, manipulador. Eugenia reconoce el inconseguible amor maternal, y responde con un evidente complejo de Edipo. Entre Mía y Eugenia hay una relación cargada de ambigüedades y pulsiones. Trapero y Alberto Rojas Apel crearon un guion que pareciera no estar diciendo demasiado. Durante gran parte del relato, no hay un centro claro. Asistimos a estas tres mujeres refugiadas en esa casa llena de recuerdos polvorientos. ¿Pero qué más? Se van tejiendo las relaciones con un hilo muy fino, delicado, y por lo tanto, de costura lenta. En este tramo, podemos observar mucho de algunos ejemplos de colegas del NCA,"La Ciénaga" de Lucrecia Martel, "Géminis" de Albertina Carri, y la propia "Nacido y Criado", son una referencia ineludible. En el último tercio, en el claro tercer acto, un hecho imprevisto desencadena una furia narrativa que reordena todo lo anterior. Trapero recurre a su clásico estilo de disimular su relato hasta bien entrado en situación. No se puede decir que se baraja y se da de nuevo, mucho de lo que antes vimos y parecían simples datos, ahora suman el valor debido. Y sí, Trapero quería decir mucho más de lo que parecía. Con un fotografía bellísima que aprovecha tanto los escenarios naturales abiertos, como el interior de ese hogar lleno de recovecos. Hay incontable cantidad de planos que son para pausar y admirar, recurriendo a un bienvenido clasicismo que Trapero no había demostrado hasta este momento, pero que a La quietud le sientan a la perfección. Interpretativamente, Trapero se luce una vez más, como un más que correcto creador de clima. Más allá del sorprendente parecido físico, Martina Gusmán y Berenice Bejó tienen química cómplice, se las expone a escenas muy jugadas, y ese lazo creado, salva la situación. Edgar Ramírez luce ajeno, tanto como su personaje que cumple la función de peón. No así Joaquín Furriel, que aún en un rol menor, se luce como uno de los mejores elementos del film. Sin dudas, "La quietud" sería otra sin Graciela Borges. Ya es sabido que la cámara la ama, y Trapero le dedica planos de una belleza inexplicable en palabras. Una mujer capaz de hacer precioso un simple acto como usar boquilla, mirar por una ventana, o caminar trastabillando con un desabillé. Esmeralda es el alma de la película, las mejores escenas de la película pasan por ella; el gran tercer acto es un desencadenante de sus hechos. Borges está a la altura de la circunstancia, o "La quietud" está a la altura de la actriz. Es amarla y odiarla a la vez, es querer aplaudirla de pie. No es fácil entrar este mundo hermético , pero Trapero se toma su tiempo y lo hace de un modo que puede alejar a quienes busquen un modo de relato más actual. En su trayecto de evolución permanente mixtura su experiencia en el NCA, con exponentes de la generación del ’60 que narraban lo derruido de estilo de clase alta que hasta entonces sólo se veía en comedias blancas. Como un Leopoldo Torre Nilsson a la hora de presentar el escenario y contar algunos conflictos. Clásica, y a la vez rupturistia. Telenovelesca por momentos, pero jugada en varios planteos. Decidídamente atípica. "La quietud" es la obra de un director que quiere hurgar en las formas.
Desde su irrupción en el primer BAFICI, hace ya veinte años, Trapero es uno de los directores de cine argentino que cuenta con una trayectoria tal que nos permite asegurar que es un autor con estilo propio y que se encentra en la búsqueda permanente de un nuevo lenguaje cinematográfico. “Mundo Grúa” fue su primer título, de corte netamente independiente, que supo marcar todo un estilo dentro del llamado -en ese entonces- “nuevo cine argentino”. A partir de allí, su cine estuvo siempre atravesado claramente por temáticas de corte social con un fuerte compromiso de denuncia a través de sus personajes protagónicos, tal como lo hizo en “Carancho” “Elefante Blanco” o “Leonera”. Luego de su incursión en un proyecto netamente comercial como “EL CLAN” (indudablemente su película más impersonal pero más taquillera) ahora con el estreno de “LA QUIETUD”, Trapero vuelve a contarnos una historia intimista –podemos relacionarla dentro de su filmografía con “Nacido y Criado”- aunque en este caso, con una óptica dominantemente femenina. “LA QUIETUD” se centra en el vínculo de dos hermanas, Mia (Martina Gusmán) y Eugenia (Bérénice Bejo) quien debe regresar desde Paris con motivo de una descompensación que ha sufrido su padre, la que lo ha dejado en un coma profundo. El guion se dispara en diversas direcciones: por un lado encontraremos el propio vínculo entre las hermanas, teñido fuertemente por los recuerdos y con una cantidad de secretos subyacentes que se irán desentrañando a medida que transcurra la trama. Por el otro, se presenta en este entramado familiar a una Eugenia que se instala en la estancia familiar (justamente “La quietud” del título) como esa hija pródiga que regresa, marcando más aún la absoluta preferencia que tiene su madre por ella –quien incluso no duda en exponerlo abiertamente-, mientras que Mia es la que tiene un lazo tan fuerte como patológico con su padre y será, por ende, la que sufra mucho más profundamente el difícil momento por el que atraviesa la familia. El producto en los rubros técnicos es impecable y Trapero vuelve a demostrar un talento especial en el manejo de la cámara: exquisito en la presentación de la estancia familiar como un personaje más de la trama y efectivo en la dirección de sus actores, luciéndose sobre todo en escenas de gran tensión que están muy bien resueltas. Pero “LA QUIETUD” comienza a resquebrajarse con un guion que cae en múltiples lugares comunes, que toma decisiones de manera abrupta y caprichosa hasta que se tiñe, sin quererlo, de un clima de folletín para este retrato de la burguesía local, con momentos en los que incluso se hace difícil creerle a los personajes. Diálogos forzados –hay escenas en las que a Bejo no se la nota cómoda con la dicción y todo suena muy impostado-, situaciones que se resuelven de una escena a otra sin ningún arco dramático y “sorpresas” en los giros que presenta la trama que remiten a momentos históricos muy oscuros y terribles de nuestro país, tema que parece estar justificado por la necesidad de incluir un elemento que genere un viso de compromiso político dentro de la historia. Así las capas se van superponiendo y el efecto acumulación en vez de sumar, resta. Traiciones cruzadas, secretos, infidelidades, relaciones edípicas y mentiras familiares que irán saliendo a la luz, todo se va mezclando lentamente en una historia que pretende incluir demasiados temas sin lograr profundizar en ninguno demasiado en ninguno de ellos. Algunas escenas, incluso, desentonan con la propuesta general del film, sobre todo en lo referente a la sexualidad de las hermanas que generan una particular incomodidad por el trazo demasiado grueso con el que están construidas. Por supuesto que también hay puntos fuertes de “LA QUIETUD” y la química que logran Martina Gusmán y Bérénice Bejo como las hermanas es tan intensa que incluso, por momentos, en pantalla, tienen un parecido absolutamente asombroso. La potente composición de Graciela Borges como la matriarcal Esmeralda, dueña de un temperamento fuerte e indomable, devuelve a la pantalla a una de las actrices más icónicas del cine nacional en un papel que explota en cada una de las escenas que juega, con interesantes contrapuntos con Gusmán. Los roles masculinos quedan relegados a un segundo plano en esta historia de fuertes protagonistas femeninas, pero Joaquín Furriel (como el hijo del escribano que se verá implicado en la investigación que se lleva a cabo sobre ciertas escrituras) sabe sacar partido de su Esteban y Edgar Ramírez como el esposo de Eugenia, también aporta con su aparición nuevos condimentos a la trama. Trapero parece narrar un universo que le es ajeno y no logra la contundencia y la intensidad de la mayoría de su obra. No obstante, es un director que toma riesgos, que sabe cómo contar una historia, aun cuando las irregularidades de “LA QUIETUD” hagan que quede como un producto menor dentro de su filmografía.
Un melodrama de madre y hermanas simbióticas Ha llegado a la cartelera nacional La Quietud (2018), el último film de Pablo Trapero (director de Mundo Grúa, Leonera, Carancho y El Clan, entre otras). La Quietud narra una historia familiar en donde sus tres protagonistas son una madre y sus dos hijas, quienes justamente hacen avanzar la acción. Mientras que el hombre de la familia es enjuiciado por la dudosa adquisición de sus bienes durante la última dictadura militar argentina, las tres mujeres en cuestión lidiarán también con conflictos personales que poseen una prehistoria desconocida en inicio para el espectador. Este matriarcado está liderado por Esmeralda, personaje interpretado con un excelente y requerido don de mando por parte de Graciela Borges, y compuesto además por sus dos hijas, su favorita Eugenia (Bérénice Bejo) y la hija menor Mia (Martina Gusmán). Desde el inicio del relato se expone el vínculo particular que poseen estas hermanas que son “dos caras de una misma moneda”, no sólo por su parecido físico sino porque son capaces de compartirlo todo, desde la intimidad de la masturbación hasta sus parejas. En dicho sentido, como en la mayoría de los melodramas clásicos, el relato juega constantemente con la figura del doble femenino, sólo que en este caso a diferencia de Rebecca (1940), Más Allá del Olvido (1956) y Vértigo (1958), ambas mujeres están vivas y comparten el mismo tiempo y espacio de la diégesis, y esa figura del doble no se da alrededor de un hombre sino entre ellas. Incluso las hermanas poseen el mismo tatuaje similar al símbolo de piscis, en donde dos peses nadan en sentido contrario y cuya significación es de signo doble o mutable. Por otro lado, La Quietud al mismo tiempo que representa a las hermanas como simbióticas, resalta las diferencias entre ambas: mientras que Mia se ha quedado viviendo con sus padres, Eugenia vive en París y regresa cuando su padre tiene problemas de salud. Es decir, mientras que Eugenia ha podido independizarse Mia ha permanecido cerca del nido familiar. A partir del reencuentro, los resentimientos y secretos del pasado, tanto de sus padres como entre ellas, comenzarán a resurgir y ese espacio, ese escenario, donde trascurre el relato pasará de ser “quieto” y campestre a “inquieto” y salvaje, despertando el instinto de supervivencia más interno de cada una de las protagonistas. Esta inquietud será metaforizada en la luz intermitente de la casona, cuya tensión es constante, evidenciando el estado psicológico y emocional de la familia en cuestión. Mientras que en El Clan (2014) Trapero citaba a Buenos Muchachos (1990) e intentaba imitar el estilo de Scorsese, en La Quietud está más cercano a la perversión melodramática de Almodóvar. Sin embargo, la perversión que en Almodóvar produce fascinación, aquí genera cierto rechazo o turbación constante. Mientras que las mujeres del relato son muy activas y hacen avanzar la acción, los hombres parecen ser inactivos o secundarios sin posibilidad de elección, son como testigos de las decisiones que ellas toman; idea que se sintetiza y enaltece con el ACV que padece el padre de la familia, quien queda postrado e inmóvil tal como el nombre del espacio en el que habita, “quieto”. En consecuencia, las mujeres representan lo salvaje y lo ambiguo de la expresión mediante lo sexual, y por otro lado un accionar interior que no puede ser exteriorizado. La Quietud es un relato distinto a todo lo que conocemos dentro de la filmografía de Trapero, aun así en este melodrama su realizador tiene la necesidad de incluir uno de sus estilemas, un vínculo basado en episodios reales de la historia argentina: la dictadura militar y el enriquecimiento ilícito de esta familia de la aristocracia en decadencia. Al igual que la lamentablemente poco recordada El Dueño del Sol (1987) de Rodolfo Mórtola, quien se adelantaba a su época exponiendo la maldad de un patriarcado y un perverso vínculo de recelos entre hermanos a partir de una herencia, en la que también estaba presente de fondo la dictadura del 76, aquí el matriarcado generará un efecto similar entre las hermanas. En conclusión, La Quietud es un relato interesante que incomoda al espectador, lo cual es llamativo dentro del cine nacional pues se opone a ciertas normativas del ideal de familia y los vínculos intrapersonales, pero si bien la dosificación de la información es atractiva, la coincidencia abusiva del melodrama tradicional resulta aquí algo desmedida o condensada intensamente en la última parte del film, restándole fluidez al relato. La Quietud inicia y clausura su historia con la apertura y cierre de la cerca de la estancia que le da el título al film resaltando el carácter ficcional de lo acontecido y distanciándose de la realidad, a pesar de incluir anteriormente un enfoque interesante sobre el período más angustiante de la historia argentina.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
Se llama "La quietud", pero es una película inquietante, y fue hecha por un director que nunca se queda quieto, dormido sobre sus laureles. Entre cortos, largos y ahora también episodios de televisión, Pablo Trapero ya acumula una veintena de títulos, 35 premios fuertes, prestigio internacional y varios éxitos comerciales. Su anterior trabajo, "El clan", con Guillermo Francella, sumó 2.500.000 espectadores locales, o más, y se vendió hasta en el Japón. Después de esa, la tenía fácil. En cambio, eligió algo distinto. Aquí reconsidera algunas de sus constantes y las pervierte un poco, a ver qué pasa. Hay momentos de humor, pero es humor negro. Hay expresiones de cariño familiar, pero los espectadores pueden removerse en sus asientos. Hay una crítica social, pero encarada desde el interior de la gente que se critica. Hay nervio y parece que algo va a explotar a cada rato, pero quizá sea más bien una implosión. Y hay un elenco y una dirección de actores de primera línea. En esto no ha cambiado. Así, Martina Gusmán y Bérénice Bejo, tan parecidas entre ellas, hacen de hermanas enfrentadas en muchas cosas y unidas en otras (y acaso también en aquellas que las enfrentan). Graciela Borges es la madre, una matrona tremenda y regocijante (para quien la mire de lejos). Detrás están Joaquín Furriel, Edgar Ramírez e Isidoro Tolcachir. Los hombres tienen la parte débil frente a esas mujeres. Envolviendo a todos, un pasado tenebroso, la estancia señorial, y la cámara de Diego Dussuel, de luz exquisita y cuidadosos planos secuencia. Quizás al libreto le faltaría un leve pulido, puede ser. Pero la mano del director es precisa, y la película, ya lo dijimos, es inquietante.
Pablo Trapero dirige un film de un tono diferente al que tiene acostumbrado a su público. Una historia con demasiados aspectos que resulta incomprensible. Mia (Martina Gusmán) se reúne con su hermana Eugenia (Berenice Bejo) en La Quietud, la idílica estancia familiar en la que se criaron. Bajo la mirada de su madre Esmeralda (Graciela Borges), el reencuentro genera que salgan a la luz diversos secretos familiares a los que deberán enfrentarse. El argumento es el punto más flojo de la nueva película de Trapero. Lejos de su título, resulta un torbellino de información que genera confusión y no resuelve. Tiene algunas cosas interesantes, como la construcción de una familia matriarcal y la particular relación entre las hermanas, pero en su totalidad es incoherente. La Quietud (2018) aborda el tema de la Dictadura Militar argentina desde una perspectiva diferente a la que se puede ver en otros films. Quizás ese sea el punto a favor más destacable del guión porque le da un poco de sentido a todo lo que se plantea. Cabe mencionar el gran trabajo del director y la belleza de las imágenes, principalmente el travelling inicial en el que se aprecia el campo y la estancia. Las escenas entre Graciela Borges y Martina Gusmán son las más enriquecedoras: el contrapunto que hay entre ellas genera tanto momentos tensos como graciosos. Berenice Bejo, Joaquín Furriel y Edgar Ramírez completan un elenco que sostiene a la película. La Quietud pasa y moviliza al espectador de una manera extraña, con muchas cosas que decir, mal encausadas y poco verosímiles.
La Quietud, el nuevo film de Pablo Trapero (Mundo Grúa, Elefante Blanco, El Clan) es, en propias palabras del realizador “su film más libre y más arriegado”, en referencia a como fue producida la película -que por el afiche y los nombres internacionales podría dar a pensar que es una coproducción, pero no es así- y a la temática del film. La Quietud nos presenta a Mia (Martina Gusman) y a Eugenia (Berenice Bejo), dos hermanas: la primera viviendo en Buenos Aires y la segunda radicada hace muchos años en Paris. A partir de un acontencimiento familiar se reencuentran en La Quietud, la estancia familiar que poseen en Buenos Aires y desde el primer momento, podemos percibir que algo en su vínculo es al menos llamativo. Hay una extraña simbiosis entre ellas, se trata de un vínculo tan intenso que produce bastante incomodidad para el espectador, y este clima será el que caracterice a toda la producción. Por otro lado, la historia también incluye a Esmeralda (la magistral Graciela Borges) como la madre de ambas mujeres, quien aporta su cuota de incomodidad al film al tener una preferencia excesivamente marcada por Eugenia sobre Mia, a la que trata con poco menos que desprecio. El elenco se completa con Vincent (Edgar Ramírez), el novio de Eugenia, y con Joaquín Furriel, como el amigo y abogado de la familia. Sin embargo, estos dos últimos personajes resultarán accesorios, ya que el film se centra netamente en el universo femenino y en los vínculos entre estas tres mujeres, todos atravezados por lo no dicho, por el deseo de lo prohibido y por los secretos familiares que durante años fueron guardados en La Quietud, pero que en el presente vienen a justamente cuestionar y generar inquietud en esta pequeña gran familia que inicialmente parece perfecta e impoluta, pero que a medida que el relato transcurre, nos demuestra que no todo es lo que parece. Es en este sentido que la película incomoda constantemente al espectador, desde el contraste entre el inicio y el fin, las temáticas que aborda -que involucran la dictadura militar, menciones al aborto, violencia familiar, etc- hasta las intensas escenas de sexo que se exhiben, pasando por lo toques de humor que repentinamente cambian los climas. En La Quietud todo es intenso y complejo, hay algo oscuro en los roles de estas tres mujeres; y los hombres que las acompañan parecieran tener como función principal servir sin cuestionar, ser objetos de deseo, y encarnar el goce que aún velado y representado en lo sexual, es lo más genuino y sincero que estas mujeres tienen para ofrecer. Con una trama simple pero potente, Trapero logra una de las películas más personales e interesantes de su ya consolidada carrera. La elección de actores resulta excelente a la hora de componer a esta familia, unida pero fragmentada, en la que se destacan especialmente Graciela Borges y Berenice Bejo, pero los cinco protagonistas encarnan a la perfección la intensidad que el particular guión requiere. Imperdible.
UN SALTO AL VACÍO Si bien hace tiempo que Pablo Trapero se ha convertido en un director mainstream, hasta ahora su cine no se había apartado del todo de sus temas y personajes habituales. Por más dinero invertido en sus películas y por más búsqueda de un público masivo que uno pudiera señalar. Leonera, Carancho, Elefante blanco, El clan formaron parte nuclear del proceso de “industrialización” del cine argentino de las últimas décadas, pero los mundos retratados no dejaban de pertenecer a esos márgenes que Trapero gustó transitar desde Mundo grúa en adelante: si la familia de El clan es de una clase media con privilegios, su ingreso en el mundo del hampa y el crimen los pone en otro lugar. Por eso que La quietud representa un salto al vacío en su carrera: la película luce todo lo profesional que lucen sus últimas películas, pero el mundo que retrata, el muestrario de personajes, pertenece a otro lugar, a una clase acomodada, adinerada, de enormes casas en el campo y vida en el extranjero para contar anécdotas del mundo. Si el cine de Trapero contaba historias de aprendizajes sobre personajes que ingresaban a universos impropios, esta vez el que ingresa a un lugar que no le pertenece es el propio Trapero. Y con él, de la mano, el espectador, en una experiencia por momentos desconcertante. El ingreso a ese mundo es más que explícito en el prólogo película: allí la cámara acompaña a un personaje mientras abre puertas y recorre los pasillos y las habitaciones de La quietud, la estancia familiar que será el espacio fundamental del film. En el epílogo, el movimiento hará el sentido contrario clausurando los espacios. Allí la cámara de Trapero se pasea con una elegancia que por momentos luce virtuosa y por otros un tanto antojadiza, como se viene moviendo en sus últimas mañosas películas (Elefante blanco, El clan), más preocupadas en el efecto que en el rigor narrativo. Trapero supo construir en sus películas durante mucho tiempo un discurso propio, que tomaba aspectos del cine latinoamericano y sus conflictos sociales para solidificarlo con una estructura clásica propia del cine norteamericano. Su cima en ese sentido sería la notable Carancho (a partir de esta película, además, comenzó a coquetear con el star system nacional). Lo interesante, en todo caso, era que lo autoral se retroalimentaba de lo prediseñado y viceversa, para crear un lenguaje personal. Si con Elefante blanco y El clan uno veía reiteraciones que eran más una parodia de sí mismo hasta vaciarse de sentido, en La quietud se observa una saludable pulsión casi obsesiva por correrse del camino trazado y buscar otros horizontes. La apuesta es respetable (siempre lo es cuando alguien busca desaburguesarse), incluso también lo es su nivel de provocación con esta historia de represiones sexuales intrafamiliares y amores incestuosos. Pero el modelo elegido por el director ahora es cierto cine europeo, especialmente el nórdico, atravesado por tensiones psicológicas y una buena dosis de morbo. Y hay algo que Trapero no termina de domar ni controlar. A diferencia de sus personajes, que buscaban la forma de sobrevivir a mundos ajenos, Trapero en La quietud se enfrenta a lo desconocido sin saber muy bien qué hacer. Para el director, la burguesía es un teleteatro de las cinco y el registro es el del culebrón. No hay nada de malo en eso y hasta podría ser divertido, si Trapero fuera un director con sentido del humor, algo que aún en sus mejores películas siempre faltó a la cita. La quietud es una película que busca el kitsch a los gritos, algo que el director comprende a partir del uso de una banda sonora con alta dosis de melodrama, pero donde las imágenes y las actuaciones no terminan de encajar en el juego. La impar Desearás al hombre de tu hermana es un buen ejemplo del lugar hacia el que podría haber ido esta película (incluso se le parece argumentalmente), si Trapero no se mostrara tan incómodo al trabajar estéticas pueriles que pusieran en duda su estatus actual de autor de cine festivalero. El tironeo entre el drama ascético bergmaniano y el culebrón a lo Alberto Migré es lo que hace ruido en La quietud porque se resuelve por el lado del control excesivo de las formas. Hay una sola escena en la que la película parece lanzarse al disparate y tener vida (no, no es el fallido plano secuencia en un funeral), y es una cena compartida entre Edgar Ramírez, Graciela Borges, Martina Gusmán y Joaquín Furriel. Allí el diálogo disruptivo, irónico, se impone y se pone en evidencia lo mejor de La quietud: que es Graciela Borges, que brilla con luz propia y cuando ella comanda las acciones todo crece. Su presencia de diva fantasmal recorriendo los pasillos de la mansión es lo que unifica conceptualmente a la película, lo que hace que los mundos disonantes que Trapero quiere juntar con pegamento fusionen y hagan sistema. Allí adivinamos lo “alto” y lo “bajo” de la cultura arremolinándose y creando una brisa saludable. Cuando esto no sucede, La quietud es un ridículo constante e involuntario que se balancea entre la provocación fatua y los caprichos de un director pretencioso.
Cuando se alcanza el éxito no hay nada más difícil que no repetirse. Con mejores o peores resultados, a nuestro gusto o no, acertando o equivocándose, Pablo Trapero jamás lo hizo. Después de Mundo grúa le dijo adiós a la austeridad, la deriva y el minimalismo indies y saltó a El bonaerense, relato clásico sobre la iniciación en el Mal, al borde del género (el policial) y con valores de producción a la altura del mainstream nacional. De allí en más su política sería la misma de película en película, no repitiéndose ni una sola vez a lo largo de una carrera que lleva ya nueve títulos en diecinueve años, y que pasó de la producción propia de Mundo grúa a la asociación con todas las majors habidas y por haber a partir de Leonera (2008). Alguna vez la cosa no salió, como en Familia rodante (2004). Alguna otra desorientó por lo lejos que se había ido de casa, allá en San Justo (Nacido y criado [2006] transcurría en Comodoro Rivadavia). A la altura de Leonera estaba claro que la sencillez de Mundo grúa había dado lugar a la exuberancia de puesta en escena, y Carancho (2010) mostró un Trapero absolutamente autosuficiente en términos narrativos. Sobrevinieron las que a criterio de quien escribe son las películas más desencaminadas de su carrera: el cine social para paladares europeos de Elefante blanco (2012), que parecía mirar el fenómeno de los curas villeros desde Francia, y la chatura estética, sensorial y humana de El clan (2016), desperdicio pleno de un estofado suculento que Luis Ortega cocinó enseguida a toda orquesta en Historia de un clan. La atípica unanimidad crítica que había acogido a Mundo grúa empezó a desgajarse a la altura de Nacido y criado, y lo siguió haciendo a medida que el nombre de Trapero crecía en el circuito de festivales y pasaba a jugar de local nada menos que en Cannes. De la mano de Ricardo Darín, único actor argentino capaz de convertir una película en éxito, Trapero conoció las mieles del público a partir de Elefante blanco, y con Francella y los Puccio alcanzó ese breve cielo. Tal como era de esperarse (en Trapero rige como con ningún otro el axioma “espera lo inesperado”), La quietud representa un corte drástico con todo lo anterior. Una vez más el director de Nacido y criado desalienta toda expectativa. ¿Actores supertaquilleros, después de haber filmado con Darín y Francella? No. Graciela Borges ya no lo es. Famosa, celebrada e icónica, sí (burlada y caricaturizada también, por ese modo de hablar que es todo un emblema del chetaje nacional). Pero supertaquillera, no. ¿Más cine de género, después de los policiales Carancho y El clan? Tampoco. ¿Cine de exportación después del Goya y el premio como Mejor Director en Venecia, ambos por la última de las nombradas? Nada de eso. La quietud es una película demasiado desbalanceada, demasiado lanzada a la pileta, demasiado incómoda como para tomarla como propia. La nueva de Trapero es una película bastarda, que no reconoce padres (aunque podría tener alguna pariente no reconocida, como pronto se verá) ni familia. La familia vuelve a ser, sin embargo, su tema, como en buena parte del cine del autor: la complicada relación padre-hijo en Mundo grúa, la orfandad del Zapa en El bonaerense, la pérdida de los suyos para el protagonista de Nacido y criado, la familia rodante, la de El clan y hasta los propios Trapero en el corto Negocios, previo a Mundo grúa. Ahora, dando un salto mortal en términos de clase, tras haber inspeccionado largamente las fronteras de la marginalidad conurbana, Trapero se muda hasta la rica pampa húmeda, donde se yergue la impresionante estancia de la familia protagónica. Estancia del mismo color que la Casa de Gobierno, que según me comentaron sería en verdad la de Amalita Fortabat, representante de los que en verdad gobiernan. La Amalita del caso es Esmeralda (la Borges). El viejo truco del patriarca moribundo es el macguffin que pone a funcionar la trama, motivando el reencuentro familiar de Esmeralda con sus hijas Mia (Martina Gusmán, junto al realizador desde Nacido y criado, con la única excepción de El clan) y Eugenia (la francesa hija de padre argentino Bérénice Bejo, coprotagonista de El artista), y más tarde también con el marido de Eugenia, Vincent (el venezolano Edgar Ramírez, recordado sobre todo por su impresionante protagónico en Carlos, de Olivier Assayas). Cercanos al núcleo familiar son el anciano Augusto (Isidoro Tolcachir), para quien el pater familiae agonizante trabajó toda la vida, y el hijo de éste, Esteban (Joaquín Furriel), que es además el abogado de los capitaneados por Esmeralda. A pesar de que el título y la presencia de Graciela Borges hagan pensar en La ciénaga, La quietud (que, como allí, es también el nombre de la casa) parece, en su primera mitad, una suerte de Dallas pampeano. Hay muuuucha plata (no se sabe bien cómo hizo un mero empleado para reunirla, más tarde se sabrá), decorados ostentosos, gatos encerrados (Mia y su madre se odian), y todo esa obscenidad disfuncional está convertida en objeto de consumo, entre otras cosas por una cámara que en la apertura de la película sigue el ingreso de Mia a la casa y su andar por los pasillos, con un plano secuencia tan extenso y exuberante como el del comienzo de Animal. Uno de esos planos que piden contemplarse con un vaso de whisky en la mano, como quien aprecia las líneas de un super sport. Este acuerdo demasiado armónico entre forma y contenido se ve salpimentado por un factor exploitation que pone a Mia y a Eugenia al borde del incesto, sobre todo por una larga escena de masturbación a dúo donde la excitación de ambas crece hasta el orgasmo. A cargo de todas sus películas desde Mundo grúa, de Trapero siempre se dijo que era un director con cabeza de productor. Esto es: uno que piensa en qué invertir, dónde ahorrar, qué poner o sacar para hacer diferencia, a qué festival o público apuntar y con qué recursos. En este caso, la carta de Trapero es la del ratoneo, con dos chicas lindas y sexys haciendo la cochinada. No sólo a dúo sino también con sendas infidelidades, que van echando leña al fuego -el afiche de la película, con Martina Gusmán y Bérénice Bejo mirándose con cariño y en musculosa, es un adelanto. Es en este punto donde uno recuerda la reciente Desearás al hombre de tu hermana, de la cual La quietud parece, por momentos, la remake prestigiosa. Allá también había dos hermanas muy sexualizadas, a cual más hot (Pampita y Mónica Antonópulos), haciendo “la porquería” con disparos cruzados. En la película de Diego Kaplan, la más excitada era la mamá (Andrea Frigerio). En la de Trapero, Graciela Borges se masturba, o al menos lo intenta, al escuchar cómo en la pieza de al lado su yerno hace gritar a su hija. Que no es su esposa. ¿Se entiende? A la inversa de lo que podrán pensar las buenas conciencias, ese factor exploitation no es el que degrada a La quietud, sino el que le da una bienvenida inquietud. La película cobra vida, despierta, se asume en el momento en que Graciela Borges exclama “¡Morite, hijo de puta!”, y actúa en consecuencia. De allí en más es un derrape continuo, y siempre es más excitante, más aventurado contemplar un derrape que un andar calmo y sin accidentes. En medio de esta tendencia al vuelco de pronto se devela una trama secreta que constituye el mayor crimen familiar y que comunica nada menos que con la ESMA de tiempos de la dictadura. Es complicado fusionar explotación y conciencia porque la primera requiere necesariamente de un coqueteo con la inconciencia y la irresponsabilidad, y La quietud no sale airosa de esa ciénaga. Pero es preferible desbalancear por arriesgar demasiado, como en este caso, que quedarse corto por hacer lo correcto, como en El clan. Si aquella era una película cauta, temerosa y frustrante, esta es, como de costumbre en Trapero, exactamente lo contrario: riesgosa, lúdica, lanzada y algo chocante. Bravo por ello. No puede dejar de dedicarse un párrafo a Graciela Borges, que a los setenta y largos es no solo un milagro de la naturaleza, sino que con la actuación más intensa de la película se ratifica (después de El jefe, Piel de verano, El dependiente, Crónica de una señora y La ciénaga) como LA actriz del cine argentino. “Gra” tuvo la desgracia de que ese cine resultó menor que su capacidad de actriz, impidiéndole sumar la cantidad de grandes actuaciones a las que estaba destinada. Cuando se le da la oportunidad, como en este caso, le saca todo el jugo posible.
Yo adivino el parpadeo Dos hermanas muy unidas afectivamente pero separadas por la distancia se reúnen en la estancia familiar de La Quietud: Eugenia vuelve de urgencia desde París para estar cerca de su anciano y enfermo padre, quien acaba de sufrir un ACV mientras era interrogado por un fiscal. En la Buenos Aires que lleva años sin pisar la esperan su madre Esmeralda y su hermana menor Mía, la única que parece realmente interesada por la salud de su padre. Volver a verse después de años las hace recordar su infancia cómplice, el despertar compartido de la sexualidad, y también los conflictos que implicaba el vivir todo juntas, incluyendo la dispar relación que cada una de ellas tiene con sus padres; porque mientras Esmeralda favorece claramente a Eugenia y trata con frialdad a Mía, la hija menor sostiene una relación estrecha con su padre que ni siquiera su esposa comparte. La sorpresiva enfermedad del padre de familia y la noticia de un igualmente inesperado embarazo, fuerzan a aflorar algunos de los secretos mejor enterrados de la casa y de su entorno, donde nadie es del todo inocente. Moda tocada de oído Como no es tan raro en el director, La Quietud habla más de sus personajes que de una historia concreta y bien delineada. Pasa los primeros tercios de la película presentándonos a las mujeres de esta familia y algunos personajes extras que las rodean, mostrando sus rasgos principales que eventualmente resultan ser los únicos que tienen. Poco parece interesar a las hermanas más que el sexo y el romance, con reglas que difícilmente resultarían aceptables para el afuera pero que en privado viven con naturalidad. Solo esto justifica en la trama varias escenas de sexo que de otra forma son irrelevantes, sin aportar nada a la historia más que intentar agregar matices a los personajes. Es recién durante el último tramo donde la trama pisa el acelerador y se vuelve más interesante, detonando varios conflictos que se venían dejando a fuego lento desde el principio. Algunos remarcados tanto que no dejan margen a la sorpresa, como la revelación sobre los supuestos crímenes del padre que se adivinan desde los primeros minutos. Más interesante resulta la confesión de Esmeralda sobre sus motivos para no poder amar a su segunda hija, a pura fuerza de talento actoral de Graciela Borges. Las acciones se amontonan en el último tramo como si se hubieran olvidado de incluirlas durante el resto de la película, tiempo que ocuparon en detallar las infidelidades que todo el mundo parece cometer en ese círculo, al punto de que pierdan importancia de tan comunes. Esta remontada final resulta en que podamos salir de ver La Quietud con un recuerdo bastante positivo, el cual empieza a resquebrajarse en cuanto hacemos un breve análisis y recordamos los bostezos de toda la primera parte. El peso de toda la trama recae sobre el trío de mujeres, entre las que se destaca notoriamente Borges sosteniendo ella sola cada escena donde le toca pararse en el centro, acaparando los mejores momentos de la película con un personaje difícil de querer pero de lo más interesante. Con menos éxito quedan las hermanas protagonistas, forzadas a repetir algunas líneas de diálogo insostenibles, acompañadas por los llantos más carentes de lágrimas. Hay una clara intención de mostrar el universo femenino, centrando la mirada en sus mujeres y dejando a los varones en los márgenes como una forma de empoderamiento; sin embargo todo eso no deja de sentirse oportunista y superficial, puesto a través de una lente que no deja de objetualizar los cuerpos que muestra, siempre siguiendo un sentido estético normativo y en función del ojo masculino. Hay poco y nada de empoderado en las mujeres de La Quietud, para quienes su libertad tiene que ver más con una cuestión de clase que con subvertir roles de género. Desde el lado visual este nivel de producciones se merece una exigencia que no tendríamos con otras producciones menores y no se puede decir que no cumpla con las expectativas. Si bien no son tantas las veces donde destaque, contando un plano secuencia donde se cruzan varias acciones diferentes y algunos encuadres en penumbras, propone una puesta bastante naturalista y cálida acorde con el entorno idílico de la estancia.
[REVIEW] La Quietud: del pánico de perder las cosas que tienen. “Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen“. Patas arriba: La escuela del mundo al revés (2008) – Eduardo Galeano Lejos del contundente y afilado sarcasmo que presenciamos en Carancho (2008), la denuncia de Elefante blanco (2012), o la crónica policial que fue El Clan (2015), esta vez Pablo Trapero se juega por un sutil y enrevesado drama familiar para narrar una realidad tan nuestra, tan históricamente cercana y tantas veces oportunamente olvidada. Junto a Alberto Rojas Apel, Trapero elabora una historia de corte intimista, que sin embargo enlaza de manera acertada una realidad que hoy sigue pidiendo una lectura profunda. Son tres las protagonistas indiscutibles de este drama; Mía, Eugenia y Esmeralda; las dos hijas y la matriarca de una familia clase alta que lidian no solo con sus desavenencias personales, también con cuestiones de una justicia que lenta pero constante intenta reparar los garrafales crímenes cometidos en tiempos de la dictadura militar. Una narración que corre por dos vertientes claras; la una, la expuesta y detallada, tiene que ver con la relación que la familia sostiene a base de hipocresías heredadas y aprehendidas. Difíciles de encausar cuando son sustentados por una mujer, Esmeralda (una, siempre, magistral Graciela Borges) que no termina de conciliar su relación con su hija Mía (Martina Gusman) como sí sabe hacerlo, con la otra, Eugenia (Bérénice Bejo). Tan iguales ellas, las hermanas, en la apariencia física como en esa ciertamente incomoda intimidad. Pero una, Eugenia, pudo irse, construir más allá una suerte de vida propia, aunque hipócritamente viva gracias al dinero que su madre le envía constantemente. Y la otra atrapada aquí, en la quietud de esa estancia y el desmedido amor hacia su padre. Cuando este sufre un ACV en las oficinas de tribunales, en medio de un incomodo interrogatorio, es cuando todos se reencontraran, convivirán y desataran esa murmurada pero constante tragedia en ciernes. Ellas, más allá de la participación de Vincent (Edgar Ramirez) pareja de Eugenia y Esteban (Joaquín Furriel) abogado y amigo de la familia, son quienes tienen que desandar un largo camino de reconocimiento y aceptación. Más allá de toda reconciliación innecesaria es, uno de los fuertes del guion, el realmente terminar de comprender su lugar en esta comedia negra que los padres escribieron con el campo bonaerense de fondo. Ellas lidian con lo adquirido, tanto material como emocional, de manera torpe pero constante como si al fin hubieran decidido terminar con la charada, o quizás a sabiendas de que el tiempo se terminó y hay que ajustar cuentas. Por otro lado y retomando las dos lineas argumentales, por debajo, sutil corre una historia que las supera, que las hace solo peones en un juego mayor, como es la historia de un país. Y aunque por momentos parezca una anécdota más en el batiburrillo de ellas, es al fin y al cabo quien desata el drama. Arrastradas parecen las tres por fuerzas que no pueden o no saben manejar. Trapero es realmente acertado en la puesta elegida, cruzando por momento la vereda en su relato y hablando de la humanidad que muchos creemos no poseen esos que imaginamos monstruos. Claro que es una rota y desmadrada, donde la empatía es tan circunstancial como profundo el amor de las hermanas. Filmada con una exquisita puesta en escena, con esos planos secuencias que persiguen a los personajes por la laberíntica mansión campestre, con un elenco entregado, el nuevo film de Pablo Trapero, aunque se siente mucho más personal y lejano a su zona de confort, sigue siendo un narrador incomodo para la platea autocomplaciente, lo mejor de este director, lejos.
Con Pablo Trapero ocurre algo singular: a medida que su cine fue ganando en capacidad de producción, ambiciones y medios, sus resultados se fueron empobreciendo. Cuanto más tiene menos logra. Su mejor obra todavía sigue siendo su debut, Mundo grúa, una sinfonía entrañable. Después se internó en aguas más profundas -El Bonaerense, Leonera y Carancho- y logró darle mayor compromiso dramático y visual a una obra bien valorada. Y se animó a más. Y apareció El Clan, un producto de menor estatura en su filmografía. Y ahora da otra volantazo para tratar de retratar la clase alta. La quietud es un melodrama más oscuro que profundo, denso y rebuscado. Trapero abre la tranquera de su cine para visitar una estancia lujosa donde la agonía del patriarca parece anunciar la enfermedad terminal de todos. Allí vive Mia (Martina Gusman) junto a su madre, Esmeralda (Graciela Borges), una dueña de casa que sabe administrar los secretos con mano firme. El dueño de casa sufre un ataque en pleno juicio por un asunto turbio. Y eso trae de vuelta a la hermana mayor, Eugenia (Berenice Bejo), que vive desde hace años en París. A ese cuadro se suman la pareja de Eugenia, que aprovecha a fondo la simbiosis enfermiza de estas hermanitas que confunden todo, y un escribano que también sabe explotar los enredos de un ámbito lleno de sueños inconfesables. A Trapero le cuesta darle fuerza a esta historia. No es convincente. El relato no fluye con naturalidad, todo es forzado, salvo esa Esmeralda, una matrona muy bien servida por una Graciela Borges que destila la justa dosis de sutileza, cinismo y reproches. El film está muy cuidado y Trapero en ese aspecto luce cada vez más seguro y maduro. Pero a la historia le falta sustancia, intensidad, agudeza. Ni la retorcida relación de esas hermanas ni los juegos de espejos que propone (un falso embarazo retrata el mundo de apariencias de que esa familia) ni el eco de los desmanes de la dictadura ni el rol descolorido de esos amantes que hacen y se dejan hacer, logran levantar la puntería de un film bien vestido, pero impostado, que debe recurrir a más de un golpe de efecto (asesinato, el accidente en pleno velorio y el revolcón de bienvenida entre las hermanitas) para tratar de darle complejidad a este relato espeso, enredado y artificioso.
Familia rasante. Todo lo que (para el cine argentino de la época) era novedad en Mundo grúa (1999) fue, con el paso de los años, extraviándose en el camino: todavía en El bonaerense (2002) y Leonera (2008) –incluso en las más endeble Familia rodante (2004)– podían advertirse esos rasgos de espontaneidad, de viñetas sacadas de la realidad, de aspereza mezclada con ternura, con los que Pablo Trapero supo plasmar historias de gente gris sobreponiéndose a la adversidad. Si en sus últimas películas el cálculo y el afán efectista comenzaron a ganar terreno, ya en La quietud la frescura directamente brilla por su ausencia. Una vez que la cámara nos introduce (serpenteante travelling mediante) en el mundo de una familia de clase alta integrada por una ceñuda matriarca, su marido (que a poco de iniciado el film entra en coma) y sus dos hijas (una de las cuales regresa después de un tiempo en París), empiezan a sucederse hechos evidentemente desprendidos de un guión que articula dificultosamente ingredientes crepitantes: insinuaciones edípicas e incestuosas, secretos familiares guardados durante años, fortunas mal habidas, referencias a la última dictadura militar, algún accidente, infidelidades y venganza. Las complicaciones de la trama desembocan en un desenlace algo absurdo, cercano a cierta idea de emancipación femenina a tono con la época. La fotografía de Diego Mussuel acierta al transmitir intimidad en los cuartos de la estancia que da nombre al film o al sumar a los truenos que insinúan tragedia las luces de las lámparas encendiéndose y apagándose, único elemento de La quietud que tiende a lo fantástico. En cambio, las intervenciones musicales (creativas y oportunas en las mejores películas de Trapero) resultan aquí poco felices, incluyendo algunas canciones dulzonas apareciendo de manera improcedente, como la que sobreviene tras la secuencia de la dueña de la estancia con su marido moribundo que recuerda a otra de Amour (Michael Haneke). Una acalorada discusión que se desata mientras la familia ve proyectadas imágenes del pasado en una gran pantalla resulta visualmente persuasiva pero débil en términos dramáticos, en tanto el sinuoso desplazamiento de la cámara durante un velatorio apenas permite conducir los cruces entre personajes propios de un culebrón hacia algo más tenso. En el balance, prevalece lo decorativo y afectado, yendo desde una masturbación compartida hasta la indolente forma de exponer, hacia el final, la detención de uno de los personajes en manos de la Policía. Si un melodrama no emociona, estamos en problemas. Y si la intención fue trazar una visión crítica de la oligarquía argentina, debe reconocerse que otros lo han hecho mejor: bastaría con recordar cualquiera de las adaptaciones cinematográficas de textos de Beatriz Guido en torno a turbios enigmas familiares latiendo en el seno de estancias y casonas. Tal vez porque Martina Gusmán y Berenice Bejo son llevadas a desmedidas escenas de gritos, risas, gemidos y llanto, y Graciela Borges parece limitarse a imponer su presencia (como si la protagonista de Crónica de una señora reapareciera cansada y malhumorada casi cincuenta años después), las reacciones y sentimientos de sus personajes pocas veces resultan verosímiles. Tampoco aportan mucho Isidoro Tolcachir (en ingrato papel), Joaquín Furriel y el venezolano Edgar Ramírez, a quien, cuando se lo ve llegando al aeropuerto interpretando a Vincent, uno imagina al actor arribando a la Argentina para trabajar unos días en esta ambiciosa coproducción. En medio de ese pequeño grupo de damas perturbadas y galanes hot, asoma de vez en cuando una doméstica de nombre Raquel, siempre dispuesta a responderle con resignación a Esmeralda (Borges) “Sí, señora”: tal vez sea el único personaje que transmite verdad y por eso da ganas de conocerla más, pero Trapero no le dedica un solo primer plano. Por Fernando G. Varea
Crítica emitida por radio.
Para entrar en la quietud que propone esta película hay que ingresar en el universo Trapero. Es casi una condición sine quanon. Claro que no es lo mismo el Trapero de "El bonaerense" comparado con el de "Elefante blanco" y mucho menos el de "Leonera" con "El clan". Bien, aquí el realizador apeló a hacer un rompecabezas de sí mismo, que se termina convirtiendo en una trama forzada y demasiado retorcida. La historia hace foco en la relación de dos hermanas: Mía (Martina Gusmán) y Euge (Bérénice Bejo), cuya seducción mutua en principio asoma como poco creíble, pero a los efectos del guión sirve para narrar un drama con giros eróticos donde, como en casi la mayoría de las películas de Trapero, el director parece que disfruta poner la cámara en los atributos físicos de su mujer en planos lo más hot posibles. El hallazgo de la película pasa por la mamá de estas hermanas, interpretada por una Graciela Borges que expone su perfil más logrado para convertirse en un ser tan detestable como querible. El deseo anda volando en la tensa calma de La Quietud, que es el nombre de la estancia donde hay tantos secretos como traiciones y tantos placeres como miserias. Lo más forzado es la necesidad del director de incluir el tema de los desaparecidos y los vejámenes de la dictadura militar en el contexto de esta familia aburguesada y atípica. El cierre, con tinte romántico, desorienta más todavía.
Tras el súper éxito de taquilla que fue El Clan, Pablo Trapero regresa al cine con La Quietud, una propuesta que parece estar a las antípodas de sus anteriores películas. Dos hermanas y una madre protagonizan este drama se secretos y mentiras. ¿De qué se trata La Quietud? Una familia encabezada por Esmeralda (Graciela Borges) y sus dos hijas (Martina Guzmán y Bérénice Bejo) empieza a descargar tensiones guardadas cuando el padre de esta familia sufre un ACV. La convivencia obligada hace que las relaciones entre estas tres mujeres empiezan a ser cada vez más tirantes. Con qué te vas a encontrar En la conferencia de prensa, Pablo Trapero dijo que, pese a las apariencias, La Quietud tiene una fuerte conexión con su cine anterior, en especial con El Clan, en tanto esta es una versión femenina y espejada de aquella familia siniestra. Ok. No es que no tenga razón, pero si vas con la idea de ver una película de ese estilo, no va a pasar. La Quietud está mucho más cerca del melodrama y solo se aleja de este tono cuando se mete en la trama policial. La mezcla de géneros es interesante, pero da la sensación de que la historia de las dos hermanas, su madre y sus hombres (Joaquín Furriel y Edgar Ramírez) no dejó espacio para desarrollar la historia judicial, que es bien interesante, pero casi resulta menor. Hay ciertas escenas que parecen forzadas e intrigas que no terminan de definirse. Lo mejor de La Quietud, por lejos, es el trabajo de una Graciela Borges extraordinaria. Esa maldad pícara se lleva la película y la eleva varios puntos. Hay que reconocerle a Pablo Trapero el haberse corrido de la zona de confort para dirigir un melodrama de clase alta, opuesto a todo lo anterior. La Quietud, hay que decirlo, entretiene, pero hay algo de sabor a poco. Puntaje: 5/10 Duración: 117 minutos País: Argentina Año: 2018
En este film los personajes centrales son mujeres; por un lado las hermanas Mia (Martina Gusman, logra transmitir todo lo que observa y siente) y Eugenia (Berénice Bejo, en una destacada actuación. Recordemos que trabajo en “El artista”) y la madre de gran temperamento, Esmeralda (Graciela Borges, se luce, maravillosa y esta estupenda). El director Pablo Trapero (“El clan”, “Elefante blanco”) se toma su tiempo para ir presentando cada uno de los personajes y todos se van vinculando bajo una admirable estructura narrativa que se divide en dos tiempos y utiliza la cámara con gran maestría. Dentro de su desarrollo nos encontramos con varios símbolos. Todo sucede en una enorme estancia llamada “la quietud” que le da el nombre a la película; comienza cuando Mia abre la tranquera, vamos al interior de una familia, su cierre será cuando todo finalizó y al salir de allí algo nuevo tal vez esté por llegar. Mia va a buscar a su padre (Isidoro Tolcachir, “Hija única”) pero al llegar escucha una fervorosa discusión con su madre Esmeralda, cuando llegan a tribunales en pleno interrogatorio este hombre sufre un ACV y queda en coma. Ante tal situación regresa urgente desde Francia su otra hija, Eugenia, quien se encuentra radicada allí junto a su esposo Vincent (el venezolano Edgar Ramírez, “La chica del tren”), y luego aparece en escena Esteban (Joaquín Furriel, “El faro de las orcas”), el escribano y amigo de la familia. Una vez todos allí, comienzan a jugarse entre escenas sensuales y carnales, hechos relacionados con la última dictadura militar, un pasado oscuro, llena de misterio, secretos, miedos, ingresamos en lo más íntimo de una familia, explorando el universo femenino, Mia busca ser amada y sufre el complejo de Edipo. La película contiene una pincelada de humor negro, hay buenos silencios y un apropiado uso del plano secuencia. Además, están siempre latentes las relaciones, las cuales entre madre e hija son muy intensas y esto provoca ciertas incomodidades entre ellas. Posee un ritmo con bastante tensión, ironía, audaz, perturbadora e inquietante. La fotografía es bellísima, al igual que la música.
Hay directores que definen un estilo propio que, tras dos o tres films iniciales, conquistan los elogios de la crítica y la aceptación del público masivo. Pablo Trapero, realizador de títulos tan emblemáticos y convocantes del cine argentino como Mundo grúa, El bonaerense, Leonera, Carancho, Elefante blanco y El Clan; es sin dudas uno de los importantes nombres de la pantalla grande nacional. Sus historias han estado siempre signadas por una impronta realista, con apuntes de crítica social y conflictos precisamente trazados. Dentro de su filmografía, La Quietud representa un volantazo absoluto, un renovado y sorprendente cambio de paradigmas. La película comienza con un elegante plano secuencia que sigue a Mia (Martina Gusmán), ingresando en la estancia familiar llamada La Quietud. Dentro del gran caserón, se escucha una acalorada discusión entre sus padres, señal de comienzo del fuerte cimbronazo que vendrá. Mia acompaña a su papá que debe comparecer ante un fiscal, ni ella ni nosotros sabremos la causa de la citación hasta bien entrado el relato. En plena declaración, el hombre mayor sufre un ACV, lo cual impulsa la llegada desde Francia de la hermana de Mia, Eugenia (Bérénice Bejo), la hija predilecta de una madre tan punzante y sombría como Esmeralda (Graciela Borges). Sin apelar al vértigo narrativo, pero con una atmósfera que combina un notable virtuosismo visual, con una narración que dosifica el pesado historial de una familia que esconde más de un secreto, Pablo Trapero juega claramente las cartas del melodrama, con todos sus condimentos: infidelidades, ocultamientos, un accidente y una variada gama de patologías mentales. A diferencia de sus films anteriores, el director orquesta una puesta que apela al marcado despliegue del artificio. Desde la musicalización omnipresente, que incluye temas completos de Vanessa Paradis, Mon Laferte y Aretha Franklin, hasta el extremado refinamiento con que su cámara va siguiendo cada instancia de la historia. Los diálogos tienen marcadas oscilaciones, que podrían resultar un tanto desconcertantes para algunos espectadores. Hay de todo. Desde charlas íntimas desarrolladas con total naturalismo, hasta pasajes más afectados en donde el texto adquiere los más subrayados ribetes característicos del culebrón. En ningún caso, se trata de una indefinición de tono por parte del guión escrito por el propio Trapero, en colaboración con Alberto Rojas Apel. Si hay algo admirable en esta película, es la plena convicción y auto conciencia de cada uno de los caminos que elige. Entre las bifurcaciones que plantea La Quietud, también está aquello que subyace en las sombras durante buena parte del relato. Afortunadamente, el film no incurre en el lugar común del flashback explicativo sobre el pasado de la familia protagonista. De manera tan atípica como magistral, la película funciona tanto en un primer tramo en el que reina una lograda atmósfera de incomodidad intercalada con desatadas escenas pasionales, como en la recta final cuando Trapero decide poner los trapitos al sol y esclarecer el origen del infierno. En un melodrama promedio, un cierre que explicite todas las causas del mal, equivale a una fórmula tan desgastada como automatizada. En cambio aquí, ese desenlace funciona porque Pablo Trapero lo encara sin quedar a medias tintas, yendo de lleno a la catarsis más visceral. La escena de una crispada Esmeralda revelándole a Mia lo más terrible que una madre podría confesar a su hija, alcanza el nivel de contundencia necesario, porque está capitaneada por una enorme actriz como Graciela Borges, que se apodera de un largo plano sin cortes con un grado de potencia y precisión descomunal. Esta historia, absolutamente dominada por sus tres mujeres protagónicas, asume una audacia poco habitual en el cine argentino, que generalmente ubica a los hombres en el centro de la escena. En esta oportunidad, reconocidos nombres como Edgar Ramírez y Joaquín Furriel, funcionan como meros satélites de las féminas que van al frente en cada una de las decisiones de la trama. A su vez, la película es doblemente osada si tenemos en cuenta que su director venía del arrasador éxito de taquilla de El Clan, que llevó a más de dos millones y medio de espectadores a las salas. La Quietud en cambio, ha tenido un lanzamiento a gran escala en más de 200 cines del país, y una tibia recaudación durante su primer fin de semana. Pablo Trapero se inclina esta vez por una jugada arriesgada, que no cuenta con el gancho comercial que de antemano tenía su versión de los crímenes de la familia Puccio. En un film de considerable presupuesto como este flamante estreno, las compañías productoras, entre las que se encuentra Matanza Cine, fundada por el realizador y su pareja (Martina Gusmán), corren el riesgo de no salir bien paradas en términos de rentabilidad. Mientras tanto, como expresión de nobleza, el cine siempre gana cuando sus grandes creadores deciden salir de la zona de confort. La Quietud / Argentina / 2018 / 117 minutos / Apta para mayores de 16 años con reservas / Dirección: Pablo Trapero / Con: Martina Gusmán, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez y Joaquín Furriel.
Negación y abnegación. Mía (Martina Guzmán) llega a la estancia de familia tras una larga ausencia europea. Entra en La quietud, nombre del lugar y del noveno opus de Pablo Trapero. La cámara acompaña en un plano secuencia extenso para recorrer los pasillos de esa casa, abarrotada de objetos, lujo, pero la calma se corta con el bullicio, donde su madre Esmeralda (Graciela Borges) y su padre discuten, gritan, sin que ella logre advertir de qué se trata. Paradójicamente, en La quietud prevalece el movimiento y en el cine de Trapero el riesgo de lo nuevo y la capacidad de volver a ciertas obsesiones temáticas para encontrarle una vuelta a la transformación de su cine, que va de aquella minimalista Mundo Grúa a la industrial El clan; que va de algún que otro coqueteo con el cine social de Elefante blanco hasta el retrato descarnado de un sector de la pirámide de la sociedad argentina muy mal visto, y que se vincula con el exceso, con la corrupción y el abuso del tráfico de influencias siempre amparado en el secreto y en la gimnasia social de la negación porque en el fondo a muchos de la pirámide les encantaría ser como esta familia desde el punto de vista material. Sin preámbulos, es más que evidente que el estatus de los habitantes de La Quietud se acomoda en esa frase popular que reza: “Los números no cierran”. Gozar de las mieles de la riqueza a expensas de otros parece el detonante que moviliza la conexión entre el pasado y el presente del padre de Mía, una inesperada citación a pedido de un fiscal devenida ACV para mantener el secreto hasta la tumba, evitar un juicio público, pero también para desplegar una trama clásica de melodrama de clases, con dosis de erotismo puertas adentro, rivalidades entre hermanas, para ir desmenuzando la telaraña del pasado en cada rincón de esa casona obscena. Y es que tampoco “cierran los números” de las fechas cronológicas entre la jefa Esmeralda y su díscola hija Mía. Dispuesta a enfrentar a esa madre autoritaria y a defender con uñas y dientes el nombre y honor de su padre cuando Esmeralda deja que escape algún reclamo aireado ante tanta asfixia de mentiras. Los gritos clausuran la verdad y el que grita más fuerte gana la disputa para que el rol de madre desacredite ante los otros al de hija, consentida, mal agradecida como si la película de Pablo Trapero a la altura de las luchas familiares buscara inspiración en lo mexicano, en el sórdido melodrama de Arturo Ripstein mezclado con la telenovela de Televisa en lo que podría llamarse Esmeralda Mía, sin duda un éxito garantizado para la televisión for export de estos tiempos. Pero por suerte y más allá de la humorada, La Quietud intercala ese culebrón de burguesía pampeana con otra película a partir de un punto de inflexión -que por motivos obvios no se revelará aquí- y la encargada de hacerlo no es más ni menos que Graciela Borges, tal vez en una de las mejores actuaciones de su carrera de actriz porque es en ella donde el director de Carancho confía para conducir su propio relato a un peligroso terreno de ambigüedad narrativa y saludable perturbación que pueden llevarlo al abismo. Si bien Martina Guzmán en su papel de Mía y Berenice Bejó complementan un trío de mujeres fuertes en lo que hace al carácter y a la relación con el mundo masculino, Graciela Borges eclipsa cualquier escena desde su postura, convicción y dolor contenido, incluso en una escena de autosatisfacción sexual al escuchar los jadeos en un cuarto cercano a su habitación. Pablo Trapero vuelve al núcleo familiar blindado de mentiras como sucedía en su anterior film con el clan Puccio; vuelve al apunte político de una época también de inflexión acompañado de un relato más clásico que moderno en términos de estructura narrativa y deja la incertidumbre para lo que vendrá a partir de este viraje y riesgo, aspecto que seguramente traerá elogios y frustraciones por parte de la crítica, local, internacional y del público en general.
Audaz, inquietante y por momentos incómoda, Trapero se la juega por una historia simple pero arriesgada que se mantiene a flote por la tensa atmósfera que genera, su belleza estética y la buena labor de sus intérpretes. A lo largo de sus casi 20 años de carrera, Pablo Trapero pasó de ser un cineasta fundamental del nuevo cine argentino con sus películas independientes (Mundo Grúa 1999, El Bonaerense 2002) a director de la producción nacional más grande y taquillera del 2015 (El Clan). En esta —su novena película como director— el director se la juega por una historia simple pero con una apuesta audaz y provocativa en su tono. Mia (Martina Gusman) vive junto a su madre Esmeralda (Graciela Borges) y su padre en la bella y pacífica finca familiar llamada La Quietud. Cuando su padre sufra un ACV mientras testificaba ante un fiscal y quede en coma, su hermana Eugenia (Bérénice Bejo) regresa de París para acompañar a la familia en este difícil momento. El reencuentro de las hermanas, los favoritismos de los padres, la presencia de Vincent (Edgar Ramírez), el marido de Eugenia, y Esteban (Joaquín Furriel) -contador amigo de la familia- destaparán una trama de secretos, mentiras y tensión sexual que amenaza con destruir la aparente paz del campo. Lejos estamos del primer Trapero minimalista e independiente (Mundo Grúa, El Bonaerense) que luego evolucionó a un cineasta con proyectos de mayor talla con cierto compromiso social (Carancho, Leonera, Elefante Blanco). El director siempre se caracterizó por no enfrascarse en una temática concreta e ir construyendo su estilo mientras explora distintos relatos. La Quietud nos invita a espiar en la intimidad de una familia burguesa de apariencia perfecta que oculta una gran cantidad de secretos y miserias enterradas a lo largo de su historia. Graciela Borges en el papel de rigurosa y gélida matriarca que no oculta el favoritismo por una de sus hijas (y el desprecio hacia la otra) es la principal fortaleza de la película. Esmeralda es la titiritera que maneja los enredados hilos de su núcleo familiar y sus allegados. La reina del cine argentino logra devorarse la atención del espectador y secuestrar cada escena como si hubieran sido diseñadas exclusivamente para su lucimiento. Si bien Borges es “la cabeza” de la película sin dudas las hermanas son el corazón. Su vínculo es el más fuerte y deberá resistir las olas de secretos y mentiras que amenazan con destruir ese amor fraternal, el único lazo puro y real que parece existir en la película. La química y complicidad que comparten Martina Gusman y Bérénice Bejo es tan auténtico que cuesta creer que no sea parientes en la vida real (y el parecido físico también ayuda). Edgar Ramírez y Joaquín Furriel aprueban con creces en sus roles secundarios pero no son más que accesorios para la trama relegados a un segundo plano por las mujeres de la historia. Esto no es una falla de construcción de personajes, es por diseño, el universo de La Quietud es profundamente femenino. Trapero se arriesga con un tono que por momentos se vuelve incómodo (hay algunas escenas de alto voltaje y en la película se habla de sucesos bastante oscuros de la historia de nuestro país) y se luce como un gran generador de climas y atmósferas. La Quietud no podría sostenerse sin eso. Una vez más demuestra su ojo experto que explota la belleza del entorno rural con planos de gran riqueza visual y algunos ejercicios de cámara muy bien logrados (un plano secuencia en el segundo acto de la película es verdaderamente excelente). La Quietud logra cumplir con las expectativas que genera como una de las grandes apuestas del cine nacional del año. Una película audaz que se atreve a salir de la zona de confort de las historias familiares intimistas sin caer en el melodrama con dos protagonistas que brillan a la hora de vendernos ese amor de hermanas. Un amor que (en consonancia con la canción que funciona como leitmotiv de la película) arrulla, ahoga, aplasta y te desarma.
LA QUIETUD por Marcela Gamberini - Críticas 06 Sep, 2018 08:25 | Sin comentarios El propio director se encargó de decir que este es su film más arriesgado. ¿Cuál es el entonces el riesgo? Gamberini ensaya una respuesta, más allá de la declaración del cineasta. Compartir en Tumblr Universo de mujeres En la primera secuencia de la película se muestra no solamente la laboriosa puesta en escena de Pablo Trapero – a la que ya nos tiene acostumbrados- sino la magnificencia aparente de una clase social alta, del imaginario de una burguesía que tiene muchos más silencios que palabras dichas. En esta secuencia, los primeros planos de Mia –Marina Guzmán- en su auto, conduciendo (gesto que será recurrente en la película) y el seguimiento demasiado cercano de la cámara la muestran como el punto de vista desde donde se narrará. La cámara la sigue de frente hasta que atravesamos la tranquera- que esconde del otro lado todo un mundo de silencios y secretos- y luego entramos con Mia en ese caserón llamado La Quietud atravesando largos pasillos y algunos vericuetos. Este travelling laberíntico es premonitorio en tanto se muestra la dinámica en la que el espectador recibirá la información. La matriz narrativa de La Quietud es esa: un camino laberintico a recorrer, con un centro que se descentra a veces, que se descalibra otras. Así, la película aparece un poco desbalanceada en su narración. El final circunscripto a la revelación de una verdad oculta por parte de Esmeralda – la madre de Mia y de Eugenia, la esposa del hombre que vegeta en su cama, la gran Graciela Borges- se hace esperar demasiado (o llega sin una medida elaboración del mismo). Hay algo de artificio en el relato que la separan del registro más natural o más realista de otras de las películas de Trapero como Carancho o Elefante blanco; algo que desestabiliza el relato produciendo algunos giros abruptos que tendrán su resolución cuando la madre decida ejercer el don de la palabra frente a un tribunal. La Quietud, Argentina, 2018 Dirigida por Pablo Trapero. Escrita por P. Trapero y Alberto Rojas Apel Mientras Mia y Eugenia comparten demasiadas cosas, Esmeralda es la figura magistral de un matriarcado que se va disolviendo de a poco, quien ejerce el poder desde lo profundo de esa mansión inabarcable, expresando a Mia demasiado rechazo y oposición. La madre es el centro sobre el que gravita la película, es ella la que hace avanzar el relato con sus comentarios hirientes hacia Mia y sus gestos amorosos hacia Eugenia; tiene el cetro de la verdad, lo dice directamente. En cierta medida, su respiración ahogada y profunda marca con precisión el ritmo espasmódico de la película. Su recorrido por la casa vestida con una bata sugiere tanto una especie de vestido de novia desvaído o de reina destronada; sus cigarrillos fumados en boquilla a escondidas y sus copas de vino bebidas de a sorbos, como también la campanilla sibilante con la que llama a la mucama reúnen algunos detalles que delinean no solo un matriarcado brutal y violento, sino una clase social que se ha construido sobre un laberinto de falsedades y silencios. Hay una marca de autor en La Quietud no solo se verifica en la cuidada puesta en escena, sino también en los materiales que elige Trapero para disponerlos en la narración. La familia como centro endoscópico de una sociedad en quiebre es también el nudo desde donde se ata El clan, Familia Rodante, la poco considerada Nacido y criado, incluso la genial Mundo Grúa. El orden de lo familiar pensado como grupo endógeno y carne de diván, donde la violencia resplandece y se ejerce con demagogia y arbitrariedad, donde las heridas – reales o simbólicas- son demasiado profundas. A diferencia de las películas precedentes, La Quietud es una película de mujeres (en familia). Aquí están las mujeres con poder y sin poder, las que son madres e hijas, las que también pueden ser hermanas como esposas. Son mujeres que mandan y ahogan a los hombres (literal y metafóricamente), mujeres lastimadas y heridas, mujeres sexuales. Es asimismo un film de mujeres que son vengativas y amorosas, cuerpos de mujeres que se amontonan en una cama, en un revoltijo de manos y bocas y sexo. La Quietud es un film de mujeres en tensión, donde la violencia se articula en la palabra y por la administración perspicaz de los silencios. En este film de Trapero las hermanas son demasiado parecidas físicamente, similitud que dispara asociaciones y juegos demasiados peligrosos: la identidad, la sexualidad y el afecto se ponen a prueba, y al espectador también. El film establece, además, una relación entre cuerpo y lugar. El mapa geográfico sobre el que mueve La quietud es el caserón donde los cuerpos de las mujeres recorren pasillos, se meten en camas propias y ajenas, comen alrededor de una mesa mientras la madre ocupa siempre la cabecera. Topología del poder, las mujeres demandan, los hombres cumplen y se transforman en muertos vivientes como el padre, o en suplicantes como el hijo del escribano o también en cornudos como sucede con la pareja de Eugenia. Esta vez, marcadamente, Trapero se desvía del universo de los patriarcados, como sucedía en El clan, y se aventura al espacio de lo femenino, con sus laberintos de susurros, secretos, miradas cómplices, sonrisas compartidas y violencia doméstica. Es un mundo lejano para los hombres, un cosmos que sí había mirado en Leonera, aunque ese intento era parecido, pero bajo otro gesto estético y conceptual. En aquella película el personaje que también interpretada Martina Guzmán se introducía en un espacio ajeno, no conocido, donde la mirada masculina era preeminente. En La quietud la mirada es esencialmente femenina: Mia, su hermana Eugenia y la madre Esmeralda – incluso el ama de llaves – constituyen un clan de otra naturaleza; también son leonas, pero legislan donde viven; es el lugar doméstico asociado habitualmente a las mujeres. Quizá en este desvío consiente de Trapero se encuentre el punto más interesante de La Quietud, un indicio de que algo puede estar cambiando en su cine, un desvío en consonancia con la época, en la que la mirada femenina es en sí un gesto político y a su vez conlleva a un desafío estético. Aquí hay gesto más que interesante para un realizador que filmado casi siempre la vida de los hombres Marcela Gamberini / Copyleft 2018 Compartir en Tumblr Dejar un comentario Comentario Nombre * Correo electrónico * Web Time limit is exhausted. Please reload CAPTCHA.
Ya desde su título, La quietud impone un contraste estridente: no hay nada en el décimo filme de Pablo Trapero que se parezca al reposo, y por eso la relajada llegada de Mia (Martina Gusmán) a la amplia estancia familiar no es sino un breve umbral hacia una cruda inquietud. Lejos del sutil suspenso perverso-burgués de un Hitchcock o un Chabrol y más cercano al pastiche –de los más flojos- de François Ozon, La quietud despliega la marcha hacia el abismo de una familia argentina de clase alta que esconde debajo de su alfombra rural la oscuridad de todas las aberraciones de sangre: incesto, violación, asesinato y hasta una negra intervención histórica. El vínculo oneroso-notarial –y el presagio del derrumbe– se hace rápidamente explícito en el viaje relámpago que Mia emprende con su envejecido padre a la escribanía urbana donde él trabaja y en la que se desploma por un ACV. El traslado patético del entubado moribundo a la casa de campo coincide con el arribo de su otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), que reside en Francia y es a las claras la preferida de su autoritaria madre (Graciela Borges, también sostén inmoral de la película). SUSCRIBITE ML Buscar en Vos... LA VOZ MUNDO D VOS Tevé Cine Música Personajes Videos Escena Comer y Beber Cartelera Agenda Clima Cartelera Horóscopo Fúnebres Estadísticas Quiniela Agenda Clasificados Musa Voy de Viaje AgroVoz Club La Voz La Voz Global Comentario de "La quietud", de Pablo Trapero: rural y decadente Calificación VOS: 1 de septiembre de 2018 • Cine > Comentario de cine Por Javier Mattio 10 En La quietud Pablo Trapero pone el foco en una familia de clase alta de elenco internacional presidido por Graciela Borges. El resultado deja que desear. Ya desde su título, La quietud impone un contraste estridente: no hay nada en el décimo filme de Pablo Trapero que se parezca al reposo, y por eso la relajada llegada de Mia (Martina Gusmán) a la amplia estancia familiar no es sino un breve umbral hacia una cruda inquietud. Lejos del sutil suspenso perverso-burgués de un Hitchcock o un Chabrol y más cercano al pastiche –de los más flojos- de François Ozon, La quietud despliega la marcha hacia el abismo de una familia argentina de clase alta que esconde debajo de su alfombra rural la oscuridad de todas las aberraciones de sangre: incesto, violación, asesinato y hasta una negra intervención histórica. El vínculo oneroso-notarial –y el presagio del derrumbe– se hace rápidamente explícito en el viaje relámpago que Mia emprende con su envejecido padre a la escribanía urbana donde él trabaja y en la que se desploma por un ACV. El traslado patético del entubado moribundo a la casa de campo coincide con el arribo de su otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), que reside en Francia y es a las claras la preferida de su autoritaria madre (Graciela Borges, también sostén inmoral de la película). Una torpe escena de masturbación mutua entre las hermanas –y un primer subrayado de la decadencia del clan en el recuerdo de un pasado de celuloide que siempre fue mejor– corona con su canción a todo volumen de Mon Laferte una superposición insólita de capas y tonos y registros de la que La quietud nunca se recuperará. La entidad masculina que integran Joaquín Furriel y un desaprovechado Edgar Ramírez y que insufla sexo, infidelidad y feromonas al súbito matriarcado está igualmente traída de los pelos y sucumbe entre el lugar común y lo inverosímil. Como las frustrantes intermitencias lumínicas del living hogareño de la que se queja el personaje de Borges, La quietud chisporrotea entre la exageración vincular de telenovela, un mal thriller pseudoerótico, una tragicomedia de risa involuntaria y un policial político metido a presión. Aunque las intenciones de un director siempre permanecen inescrutables, la película sugiere que Trapero quiso dar aquí un desvío del foco social-marginal de su conocido sello (Carancho, El bonaerense, Leonera), que parece asomarse en un ínfimo fuera de campo en la aparición de una ambulancia, un juicio, un coche de policía, la amenaza carcelaria. Este otro lado de intimidad aristocrática de cámara –que es el coqueteo consagrado con estrellas internacionales– acaba siendo un traspié forzado en quien entregó algunas de las cintas más paradigmáticas del Nuevo Cine Argentino. No es raro, entonces, que en La quietud haya un embarazo perdido suplido por la inseminación artificial, símbolo de una película sin razón de ser que encuentra su acabado en una obsecuente manipulación.
Esta critica cuenta el final de la película, se recomienda leer el texto luego de ver la película. El director de La Quietud es Pablo Trapero. Desde hace ya casi veinte años, Trapero es una de las figuras más importantes del cine argentino. Irrumpió en los festivales, a partir del BAFICI, con su ópera prima Mundo grúa. Asociado a una forma argentina de neorrealismo, su cine siempre manejó los trucos de la más pura ficción. El bonaerense fue otra de sus grandes película y la confirmación de su talento para observar y plasmar los universos en los márgenes de la Ciudad de Buenos Aires. Su filmografía nunca fue estática, siempre hubo búsquedas y novedades. Leonera, Carancho y Elefante blanco lo convirtieron en un cineasta mucho más masivo, un marca en sí mismo, capaz de mostrar la marginalidad y la sordidez de manera contundente. Leonera era la más optimista de las tres mencionadas. Su punto máximo de éxito comercial se dio con la película El Clan, basada en la historia real de la familia Puccio y sus crímenes. La sordidez se mantenía, pero la marginalidad no estaba vinculada con las clases bajas de la sociedad. Pablo Trapero encontró con La Quietud la manera de entrar en nuevo espacio, arriesgarse como un cineasta nuevo, apostar a algo diferente. El viejo conflicto de todos los cineastas: Mantenerse en el camino que es su estilo y por el cual han sido reconocidos, o presentar algo nuevo que no ha sido lo que su público asoció históricamente a ellos. Cuando alguien va a ver a un director que conoce lo hace esperando lo primero y no siempre acepta algo diferente. El riesgo puede tener un valor en sí mismo, pero con eso solo no alcanza, hay que ofrecer algo nuevo y bueno para seguir siendo atractivo. La Quietud es la historia de dos hermanas. Mia (Martina Gusman) vive en Buenos Aires, acompaña a su padre y mantiene una relación conflictiva con su madre Esmeralda (Graciela Borges). Eugenia (Berénice Bejo) vuelve de Paris luego de quince años cuando el padre de ambas debe ser hospitalizado tras sufrir un ACV. Así como Mia ama a su padre, Eugenia es claramente la favorita de su madre. Se reúnen en la finca La Quietud que da título a la película y que es un juego claro con respecto a todo el malestar y la turbulencia bajo la superficie del bello y tranquilo espacio. Poco a poco se irán sabiendo cuales son las cuentas pendientes entre todos los integrantes de la familia. Luego se sumará el marido de Eugenia, Vincent (Edgar Ramirez) y un amigo de la familia, Esteban (Joaquin Furriel) con quien Eugenia tiene un romance desde hace tiempo. Vincent y Mia a su vez son amantes, algo que la propia Eugenia explicará que sabe hace tiempo. Pero hay que repetirlo: La Quietud es la historia de dos hermanas. Mia y Eugenia comparten su sexualidad en la escena inicial en la que se reencuentran y comparten la maternidad en la escena final de la película. No son gemelas, no son mellizas, pero están unidas y se protegen frente a la amenaza de haber crecido en un familia oscura, con un padre siniestro y una madre que es una reina malvada. Nunca se sabrá toda la verdad, solo se sabrá que ambas mujeres siguen unidas, prácticamente pegadas, como si estuvieran ambas compartiendo un mismo vientre, un mismo lugar de seguridad y certeza. Afuera todo es peligroso, solo entre ellas pueden protegerse. Cuando el protagonismo es femenino en las películas de Pablo Trapero, parece que hay futuro, hay esperanza, hay un paso más allá. Muchos de sus films son desoladores y pesimistas, pero como Leonera, La Quietud cierra con una nota luminosa. Pero no es la luz de una película fácil o domesticada, es el desenlace de un melodrama intenso. Porque la película es un melodrama en el sentido más estricto del término. Vueltas de tuerca, pasiones incontrolables, exceso y dudoso gusto, inverosimilitud. Personajes irracionales a merced de sus sentimientos. Y una villana que parece ser la creadora de todo este caos. La madre, figura idealizada en la cultura, es en el melodrama un personaje ambiguo en algunos casos y en otros directamente un monstruo. Para eso Trapero no pudo elegir a una mejor actriz que Graciela Borges, la más grande estrella que ha dado el cine argentino luego de su Edad de oro. Esmeralda se pasea por La Quietud como la señora Havisham de la novela Grandes esperanzas de Charles Dickens. Una figura que se adueña de la finca Gloria Swanson de Sunset Blvd. se adueñaba de su mansión de Hollywood. Como esos grandes personajes de la historia del melodrama. Borges tiene una potencia cinematográfica y una presencia que asombra. No importa cuando quiera un guión imponernos una idea, solo a través de una actriz así se consigue que todos podamos entender el conflicto de la familia y las hermanas. Mia y Eugenia son como Hansel y Gretel huyendo de la bruja, sobreviviendo unidas al peligro y la muerte. Un paréntesis para enumerar algunas actuaciones memorables de Graciela Borges. Fin de fiesta (1960), Piel de verano (1961) y La terraza (1963) de Leopoldo Torre Nilsson; Circe (1964) de Manuel Antín; El dependiente (1969) de Leonardo Favio; Crónica de una señora (1971) y El infierno tan temido (1980) de Raúl de La Torre; La Ciénaga (2001) de Lucrecia Martel y Monobloc (2005) de Luis Ortega. Es una lista muy incompleta, un paseo acelerado para redescubrir y valorar las diferentes etapas de un actriz que, dicho con total admiración, es un verdadero animal de cine, sus actuaciones en películas claves de la historia grande del cine argentino la encuentran hoy todavía tan vigente y apasionada como si no tuviera décadas de trabajo en su historial. Su potencia en La Quietud mete miedo, abruma, convence a cualquiera acerca de su poder sobre los demás. La Quietud no es una película fácil, no es un melodrama adaptado al gusto masivo. Es un melodrama tan oscuro y enrevesado como lo eran las mejores películas de Douglas Sirk. Tiene un humor perverso y poco simpático. A pesar de que el vínculo entre mujeres la convierte en una película perfectamente acorde a la sensibilidad de los tiempos que corren, la película no es demagógica y tal vez pague un precio por eso. En Argentina tal vez distraiga la forma poco lógica en la que la historia política se mete en la trama. No es injustificable pero no es tan impecable como el resto de la película. El melodrama cinematográfico puede tener referencias históricas, pero habita mucho mejor en un mundo de melodrama puro, sin esas marcas. La Quietud parece coyuntural en algunos aspectos, pero es atemporal en otros. Podría haber transcurrido en cualquier época o lugar del mundo. Más allá de los detalles, se trata de una exploración apasionante del amor entre dos mujeres, dos hermanas sobrevivientes a un padre convertido en una sombra y una madre que se eleva como una figura temible digna de una tragedia clásica. Madre e hijas, una historia de mujeres.
El último filme del director de “Mundo grúa” (1999) y otras producciones alejadas estéticamente de ese inicio, pero tan valederas como esa, ejemplos como “Carancho” (2010) o “El clan” (2015), realizaciones que terminaron de sacarlo de los márgenes de las producciones cinematográficas e instalarlo como uno de los propulsores del mejor cine industrial argentino. El tema en cuestión no es sólo el “qué”, sino, y siempre, el “cómo”, si bien los personajes elegidos siempre se posicionaban en una fina línea divisoria, de lo moral. En esta oportunidad el director decide dejar esa moral de lado para jugarla, sin juzgar desde otro lugar, los secretos y mentiras dentro de una familia de la alta alcurnia vernácula. El filme abre con la imagen tranquila de Mia (Martina Gusman) manejando el auto en un camino campestre, un plano que se corta para dar paso a un largo travelling persecutorio de Mia, mientras transita por la casa de sus padres, en su búsqueda, a los que se oye, hasta que los enfrenta y hace su aparición Esmeralda (Graciela Borges) La ejecución técnica de esta secuencia es perfecta, lástima que no hace más que alarde de un saber, técnico claro, de cómo se filma, no se justifica ni en ese momento ni en el resto de la narración. Podrían desplegarse interpretaciones, pero esas se chocan de frente contra el cartel que se visualiza al inicio de la segunda secuencia. El problema arranca después, la falta de información detallada en pos de poder manipular al espectador, para luego transformarse en una catarata de patologías e insinuaciones nunca del todo desarrolladas. Mía y Eugenia (Berenice Bejo) son dos hermanas que se reencuentran después de mucho tiempo. La segunda regresa por sucesos que involucran al padre de ambas, mientras que la primera pretende mostrarle que nada ha cambiado. Junto a la madre, las tres se verán obligadas, desde las cuestiones legales y laborales del jefe de familia, a reconstruir el pasado, a enfrentar los desafíos y desvaríos que aparecen en el presente O si se quiere, un viaje al décimo infierno de la mano de Esmeralda, quien no aparece como actriz principal siendo ella realmente la que promueve las acciones y los desenlaces. Un personaje casi construido deliberadamente para Graciela Borges, y lo sostiene con luz propia. Por otro lado la cantidad de temas que intenta abarcar el texto se van diluyendo con el correr los minutos, al punto tal que por ausencia de desarrollo termina cuando no confundiendo desde la pregunta de ¿falta algo más. La dictadura militar y las apropiaciones de personas y objetos, la dialéctica del amo y el esclavo, nadie es exactamente lo que parece ser, la traición, los desamores, las infidelidades, las injustificaciones, el incipiente lesbianismo disfrazado de incesto, la envidia hasta la locura de todo se sabe dentro de la familia. Demasiados temas para terminar siendo un casi culebrón televisivo que se “eleva” desde el uso de la banda de música y la formalidad del uso de los recursos lingüísticos cinematográficos al simple melodrama. Lo mejor está en las actuaciones, hacen lo que pueden, a la cabeza Graciela Borges, la siguen Joaquín Furriel y Edgard Ramirez de buenas performances con lo que les toca. La pareja protagónica, Berénice Bejo y Martina Gusman, tienen un parecido asombroso. Pablo Trapero sabe contar, sin lugar a dudas, acá se olvidó de observar un poco más el medio en que se sumergía, lejos de los márgenes que él bien supo retratar, y eso se nota. No termina por defraudar del todo. Pero se espera más. ¿Culpa nuestra?
Una familia unida por el amor y el espanto La nueva película de Pablo Trapero indaga en los secretos íntimos de una familia de clase alta, un vínculo al borde de la patología La quietud es el nombre de una lujosa estancia en las afueras de Buenos Aires. Un lugar de ensueño en donde Mía (Martina Gusman) ha pasado gran parte de su vida, creciendo bajo el ala de sus padres. Un incidente médico hará que su hermana Eugenia (Berenice Bejo) regrese tras años viviendo en París. El reencuentro ocurrirá bajo el escrutinio implacable de la madre, Esmeralda (Graciela Borges). Cuando el marido de Eugenia, Vincent (Edgar Ramírez), se haga presente también, algunos de los secretos familiares más profundos y oscuros emergerán cambiando para siempre la relación de la familia. Play El filme funciona casi como un espejo de la anterior película de Trapero, El clan. Aquí también se indaga de manera intimista en una trama familiar en el seno de una clase acomodada. Quizás sin los recursos del género policial visibles en la historia de los Puccio, pero con perversiones y maldad suficiente, La quietud solo está presente en el nombre de la finca. Entre los muros del lugar todo está más que movido. Hay triángulos amorosos, engaños, complicidades sexuales y un espíritu lúdico y erótico que se respira a lo largo de las casi dos horas de metraje. En el guión, en el que los diálogos y las situaciones suenan naturales se dan cita temas urticantes como el aborto y hasta el incesto, tópicos que no parecen puestos de manera efectista y que hacen avanzar la trama hacia un final oscuro e impensado. A pesar de la presencia de los sólidos Edgar Ramírez y Joaquín Furriel, esta es una historia de mujeres, narrada desde sus miradas, con personajes femeninos de peso. Un matriarcado puro y duro representado por la contundente Graciela Borges, ícono del cine nacional en una composición cercana a las divas hollywoodenses de los cincuenta "a lo Bette Davis". Gusman y Bejo se parecen, logran mimetizarse y hacer creíble un vínculo tan espiritual como carnal. Verlas juntas genera curiosidad y morbo. Gracias a elaborados planos secuencia, una fotografía brillante y una dirección de arte irresistible, la película se disfruta y se enmarca dentro de las obras fílmicas nacionales más sólidas del año.
Pablo Trapero es uno de los (pocos) autores que tiene el cine argentino. Su estilo, siempre en tensión, nos habla de un misterio que se esconde debajo de la normalidad, y de personajes cuyo entorno cambia sin que ellos mismos puedan comprenderlo casi hasta el final. Aquí tenemos un melodrama familiar, el encuentro de dos hermanas en un campo de la familia, bajo la supervisión de su madre (una terrible, perfecta Graciela Borges). Ese reencuentro de superficie es, en el fondo, un descubrimiento, el de una verdad oscura donde la familia hunde raíces. Aunque Trapero mantiene un control absoluto de la puesta en escena -algo que pocos realizadores nacionales logran con el sentido que tiene el creador de Mundo Grúa- hay en este film que parece íntimo una intención de totalidad, de explicar de dónde viene el mal en el mundo -el país- en el que vivimos. Cada plano de la película (que no carece de cierta ternura, algo que también aparece en otros filmes aparentemente terribles del director como Leonera o Carancho) sostiene una enorme tensión, está cargado con los elementos de la asfixia, aun en los momentos en apariencia más distendidos. En la presencia de ese malestar constante, casi un fantasma o una aparición sobrenatural, reside gran parte del mérito de la película, incluso cuando, en otros aspectos, parece no llegar del todo al punto. La idea de un relato tradicional que estalla por la interposición de algo terrible, de todos modos, es muy buena y se mantiene a lo largo de toda la película.
Con Pablo Trapero estamos ante un cineasta que film a film madura su talento y se revela como una de las grandes figuras del cine nacional. Ya lejos de la promesa que asomara en Mundo Grúa y El Bonaerense, su universo cinematográfico se ha ido poblando en los últimos años de una obra uniforme, dueña de una profundidad notable, capaz de crear climas perturbadores y ser visualmente muy elaborada. La Quietud es el regreso de Pablo Trapero a la gran pantalla luego de la elogiadísima El Clan, otra muestra de su creciente solidez narrativa, cada vez más perteneciente a un cine de corte mainstream. El presente film se demuestra como un sólido ejercicio de reflexión acerca de la identidad personal, los traumas familiares, los tabúes sociales y el oscuro pasado de nuestro país en tiempos de dictadura.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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La idílica estancia 'La Quietud' es hogar de la familia de Mia (Martina Gusman), y sus padres. La chica debe llevar a su padre a una audiencia, donde éste sufre un ACV. Este suceso hace que Eugenia (Bérénice Bejo), la hermana mayor de Mia, viaje desde Francia para acompañar a su familia. La reunión de las tres mujeres (Las hijas con su madre) da comienzo a una revolución de problemas familiares que se venían arrastrando desde siempre.
PLENITUD FEMENINA Como si se tratara de una silueta vislumbrada en un espejo empañado tras una ducha caliente, la primera imagen de la película emerge etérea, ligera y sutil. De a poco lo difuso cobra nitidez y revela a Mía al volante bañada por los rayos dorados, amarillos y naranjas del atardecer. La cámara, antes imperceptible, se transforma en la mirada de la mujer contemplando el campo inabarcable, los árboles, los caballos y los reflejos del sol sobre el lago acompañados por una melodía francesa cargada de erotismo. El cuadro se abre descubriendo la mansión alargada roja y blanca: majestuosa, imponente y guardiana de numerosos secretos. Una vez más, la lente se adueña de la pantalla con un marcado zigzag por los pasillos de la casa colmados de objetos de valor hasta que ésta se detiene delante de la puerta cerrada, donde los gritos de los dueños disipan el clima de ensueño. Después de tanto sopor, parece que la estancia comienza a despertarse. Si bien difieren las construcciones narrativas, las búsquedas estéticas y hasta los momentos temporales, La quietud y Desearás al hombre de tu hermana concuerdan en el tratamiento de tres cuestiones. La más notoria tiene que ver con el retrato de un universo puramente femenino gobernado por una madre manipuladora y vigorosa que demuestra con claridad la preferencia por una de las hijas; incluso, los filmes coinciden en que sea aquella que no vive en el país y viaja por una circunstancia específica, y dos hermanas cuyo vínculo encuentra un momento de tensión en mayor o menor grado que afecta al resto de los personajes. Para el desarrollo de las personalidades del tridente y de su empoderamiento se vuelven vitales los roles secundarios masculinos ya sean las parejas de las jóvenes o novios y amigos familiares así como también los padres que no aparecen en escena o lo hacen por poco tiempo. En segundo lugar, el protagonismo de caserones soberbios y casi irreales con numerosas habitaciones y espacios significativos –la piscina en uno y los cuartos de las hermanas o padres en el otro–, el contacto con el terreno, los caballos, la naturaleza y un acopio de muebles y objetos de valor. Es decir, un mundo alejado del movimiento urbano pero que explota la abundancia económica, la posición social, la exhuberancia y hasta la excentricidad. Como bien remarcó Pablo Trapero en la conferencia de prensa se tiende a la idea de exilio plasmada en las dos huidas familiares a París y en los videos caseros que refuerzan aquellos buenos viejos tiempos como en personajes que no se sabe de dónde son –Vicent o el acento de Eugenia–, en la ubicación incierta de la estancia aunque no muy lejos de la ciudad y el aeropuerto, en los trabajadores del campo que casi no se ven realizando sus tareas y, por sobre todo, en la manera silenciosa de habitar el lugar, como si cada uno le pidiera permiso a los elementos, rincones y secretos para pertenecer. Por último, en la preponderancia de la sexualidad como rasgo distintivo familiar. En este punto, los filmes son disimiles. Mientras que Diego Kaplan trabaja tres posturas encarnadas en cada mujer como el goce sin tapujos, la autorepresión y el sexo como herramienta de domino femenino per se; la última obra de Trapero la adopta como algo natural y libre. De allí que Mía y Eugenia experimenten sin vergüenza el disfrute y los orgasmos por separado o en conjunto como un juego de niñas escondidas en el placard o ya de adultas en la misma cama seduciéndose con las fantasías de aquellos momentos dorados. La sensualidad del filme coquetea tanto con el parecido físico como con los intentos de simbiosis que ellas mismas generan gracias al tatuaje de los dos peces y la pulsera de plata en la mano derecho, la ropa –sobre todo en las remeras y bombachones que utilizan–, lo no dicho y el anhelo incesante de felicidad hacia la otra. Esta misma lógica se replica en la incondicionalidad del amor que cada padre siente por una de ellas y en el límite fino entre el cariño y el Edipo, por ejemplo. La quietud, como bien indica el título, se construye desde esa silueta empañada que, poco a poco, alcanza claridad y rompe con aquello omitido, oculto, con el pasado, con los gritos del principio, la opulencia y esa forma de no habitar la estancia. El aparente sosiego se diluye gracias al ACV del dueño, el regreso de Eugenia, los recuerdos, las mentiras, los papeles, las investgaciones y ciertos personajes que saben más de lo que dicen. La fascinación por ese mundo cerrado y sin alteraciones se resignifica hacia el final dejando tras de él un pesado legado y el surgimiento de un nuevo amor incondicional con la misma melodía francesa. Algunos vicios parecen difíciles de cambiar. Por Brenda Caletti @117Brenn
En esta nota que le hice a Pablo Trapero incluí, en cierto modo, la crítica de LA QUIETUD, por lo que me resulta un poco reiterativo volver sobre muchos de los conceptos allí vertidos nuevamente. Es por eso que utilizaré este espacio, como lo hice otras veces, para abrir las puertas a lo que a veces llamo “Debate con spoilers”. Esto es: una aproximación crítica que no escatime ni oculte la resolución de la trama y a partir de la cual podamos discutir sobre la película con total libertad sin tener cuidado de SPOILERS o cosas similares. Así que, ya saben, lo que atraviesan estas líneas entran en un terreno de PURO SPOILER Siguen acá? Seguro? Después no se quejen… Ok, LA QUIETUD se centra en la reunión de dos hermanas, una que vive en la Argentina y la otra en Francia, cuando el padre de ambas sufre un ACV que lo deja en un estado semi-vegetativo. Lo primero que sorprende, además de lo parecidas que son (no son mellizas) es la escena que tienen la primera noche que pasan juntas, una suerte de masturbación compartida en una cama en la que recuerdan un hecho de la adolescencia de ambas. La escena es llamativa y sugerente al punto que por momentos parecieran estar teniendo una relación sexual, llamémosla, “incestuosa”. No llega a serlo –al menos, no literalmente– pero lo parece. Esa escena me da la pista de un eje temático del filme quiero discutir después. Por otro lado, está la relación que cada una de ellas tiene con sus padres. Mia (Martina Gusman) es claramente la favorita del padre y la recién llegada Eugenia (Berénice Bejo) es la preferida por la madre, Esmeralda (Graciela Borges). Sobre el final de la película, Esmeralda explica porqué ella nunca ha querido a Mia, en una dolorosa confesión en la que da a entender que su nacimiento es producto de una serie de violaciones del padre, a quien ella secretamente odiaba, como queda claro en la escena en la que lo mata o deja morir. A partir de lo que sucede después (los papeles que las hermanas encuentran) esta “confesión” pasa a ser un tanto dudosa. Ya volveré sobre esto también. Por otro lado está la trama amorosa. Eugenia está casada con Vincent (Edgard Ramirez) y él, a su vez, mantiene hace muchos años una relación en paralelo, cuando se cruzan, aquí o allá, con la propia Mia, quien habría sido su primera novia, o quien gustó primero de él. Eugenia, en tanto, tiene su propio affaire amoroso con el amigo de la familia que interpreta Joaquín Furriel. Y hasta se podría dar a entender que la madre ha tenido lo suyo en el pasado, quizás con el padre del personaje de Furriel, socio de su marido. No olvidemos acá el “embarazo psicológico” de Eugenia, otro eje en apariencia menor pero finalmente importante de la trama. Esto lleva a la otra revelación del final, una que se instala sutilmente desde la primera escena: que el caserón en el que viven —“La quietud”, del título– fue robado a personas desaparecidas por la dictadura, las que fueron obligadas a firmar ventas de inmuebles bajo tortura. La única duda ahí es si fue Esmeralda o su marido (o Esmeralda forzada por su marido, o ambos de común acuerdo) los responsables del despojo de ésta y en apariencia muchas otras casas. Todo este material junto y en la forma que se combina da como resultado una película curiosa, arriesgada, que va del melodrama al absurdo y que mezcla elementos del más oscuro drama bergmaniano con situaciones extravagantes propias del cine de Buñuel, por citar los dos ejemplos más obvios. Si bien es un filme con un alto grado de riesgo que no siempre logra estar a la altura de los desafíos tonales que se propone, mi impresión es que se trata de un muy interesante ejercicio de un cineasta como Trapero que ha decidido salir del camino seguro y esperable a partir de su filmografía anterior y meterse en territorios casi desconocidos. Esa decisión es la que más valoro de LA QUIETUD: no tenerle miedo al ridículo, a pasarse de rosca, a coquetear con una trama casi telenovelesca, especialmente en un cine como el nuestro que, en muchas de las grandes producciones, suele tenerle miedo a tomar riesgos. Algo parecido, si quieren, a lo que me sucede con LA CORDILLERA, cuyos “problemas” para mí son tapados por la decisión de ir para adelante con apuestas tonales y narrativas no necesariamente accesibles o cómodas para la mayoría de los espectadores. Hay algo, aquí, cercano a ese elemento fantástico y un tanto inexplicable, a la vez que un eje temático (“cómo los poderosos se volvieron lo que son a partir del despojo y cómo eso lo desconocen sus hijos o pretenden hacerlo”) que ronda también la película de Santiago Mitre. Volviendo a la resolución de la trama, hay un elemento que me parece interesante para analizar y parte de lo que sucede al final cuando Eugenia queda finalmente embarazada. El desdoblamiento entre las hermanas establecido al principio de la trama y la ausencia de Vincent (que no está en el lugar ni se lo menciona como parte de un posible trío) en esa situación dan a entender que estamos ante una versión de la clásica figura del doble o doppelgänger. Se podría argumentar –no de una manera realista sino en plan especulativo– que una de las hermanas no existe, o es un fantasma. O que el propio Vincent no existe. Y hasta que el embarazo final (el real) también es la expresión visual de un deseo de ambas y que no está realmente sucediendo. Juro que en algún punto imaginé que la película podía tener un plot twist tipo SEXTO SENTIDO aún cuando la lógica de los acontecimientos no daba para eso. Lo que se ve se relaciona un poco más con algunas ideas sobre relaciones entre hermanas que aparecen en películas de Ingmar Bergman, por ejemplo. O de ciertas películas de Buñuel como VIRIDIANA. O desdoblamientos a lo David Lynch. Nada de esto, aclaro, pretende ser creíble o realista (la película jamás propone que Eugenia o que Vincent no existen) pero sí como motivo de análisis que se combina con otro desdoblamiento que es el de los padres de ambas. Esa idea jugada también sobre el final, en relación a cuál de los dos es el “villano apropiador” (en este caso de casas, aunque también se podría pensar en relación a las hijas cuyas edades rondan las de los “nietos”) rima, si se quiere, con la del desdoblamiento de las hijas, al igual que las discusiones sobre las relaciones entre padre y madre en relación a una u otra hija. Me gusta la idea de pensar la película como una pesadilla, una especie de ensoñación no realista en la que esta cantidad de elementos (a los que hay que sumarle la muerte del padre y el accidente que deja a ambas lastimadas de manera muy similar) se acumulan de la forma en que lo hacen porque no responden a la lógica del drama sino a la del sueño, donde todo sucede de maneras muchas veces veloces e inesperadas. Los que analicen la estructura dramática de LA QUIETUD de manera tradicional la notarán fracturada, con un “tercer acto” apresurado y plagado de revelaciones que contradice la respiración previa de la película. Pero si se la piensa en términos menos realistas resulta más satisfactoria. Tal vez la dificutad para verla de esta manera tenga que ver con que Trapero no tiene quizás la destreza en este tipo de relato que puede tener, por citar un ejemplo, Lucrecia Martel, que suele manejarse muy bien en ese terreno intermedio entre lo real y lo fantástico, entre lo creíble/lógico y lo pesadillesco, desde los pequeños mitos y apariciones de LA CIENAGA a las sensaciones cada vez más “fantásticas” de sus siguientes películas. Como Pablo no introduce nunca lo fantástico directamente –ni toca lo religioso, otro elemento que siempre aporta a este tipo de análisis y que es central en Buñuel o Bergman– estas interpretaciones pueden no ser tan fáciles de hacer. Pero los invito a pensarla, si quieren, de esa manera. Hay muchas otras cosas que se pueden analizar desde distintas perspectivas en LA QUIETUD. Y eso me gusta que suceda. Como dije antes, pese a lo irregular que es en algunos aspectos, tengo la impresión que hay algo en ella que se sostiene, firme, en un registro en el que habitualmente no analizamos las películas argentinas comerciales o de gran presupuesto. Y menos las de Trapero, cuya fama esta ligada a un tipo de cine más compatible con el realismo social.
En las amplias habitaciones de una casona de campo, cuyo nombre es también el título de la última película de Pablo Trapero , se ocultan unas cuantas cosas. En principio, una pila de secretos del pasado (familiares, pero también de otras índoles) que empiezan a subir a la superficie luego de la internación del patriarca y el regreso desde Francia de una de sus dos hijas. Martina Gusmán y Bérénice Bejo son las encargadas de darles vida a Mía y Eugenia, dos hermanas unidas hasta el punto de la simbiosis. Lentamente, el reencuentro comienza a generar un tembladeral, que el film metaforiza sin miedo al ridículo con unos breves cortes de luz algo sobrenaturales. En la cabecera de la mesa se sienta la patrona, una Graciela Borges con guiños a otros roles de su carrera, a veces con una copa de vino tinto en sus manos, aunque esta vez sin hielitos. El deseo sexual como chispa de encendido de los motores, la idealización de un tiempo pretérito que tal vez nunca fue perfecto y la posibilidad de que los cambios sean más drásticos de lo esperado se entrelazan en este Trapero cosecha 2018, que bien puede ser definido como un melodrama sobre endogamias familiares y sociales.