Basada en la obra literaria homónima de Lionel Shriver, esta película es una interesante representación sobre una conflictiva y extremista relación entre madre e hijo que, pese a desarrollar algunos excesos dramáticos, está muy bien dirigida, presenta un trabajo actoral maravilloso y tiene un guión narrativamente complicado, pero entendible y muy fuerte.
¿Cómo nace el mal, cómo se nutre? ¿Es responsable de él quien lo engendra? ¿Su desprecio y rechazo son justificantes o agravantes? Esta son solo algunas de las preguntas que presenta ésta interesante y compleja película psicológica. Perturbadora e inquietante, la cinta nos presenta a través de un desarmado rompecabezas, la vida de Eva Khatchadourian (Tilda Swinton- sensacional), en un momento en el que es una persona alienada, odiada y acosada por una sociedad que pareciera tener todo el motivo para demostrarle esta antipatía. Poco a poco la directora nos va develando a Kevin, su primogénito, un niño que desde su concepción pareciera odiar y despreciar a su madre. Durante la primera mitad del film descubriremos como es que este odio va creciendo y abalanzándose sobre toda la comunidad. Para después demostrarnos una verdad que ni la madre, ni nosotros deseamos afrontar. Kevin comprenderemos es un monstruo, en el verdadero, crudo y estricto sentido en el que una persona puede convertirse en un ser despreciable y aborrecible. Sin embargo, la película aborda no sólo este tema, sino que nos presenta la disyuntiva de la responsabilidad, las obligaciones y las culpas que pareciera van implícitas en el cariño y en el amor maternal. Kevin pareciera no merecer ningún tipo de afecto, ni empatía y sin embargo tampoco nos elude el hecho de que pareciera que Eva es de alguna forma causa y efecto. Tenemos que hablar de Kevin no es una película sencilla, genera ambientes y sensaciones con una edición desordenada, una cámara intrusiva que se mete desde las pupilas hasta las entrañas de los personajes y con una banda sonora que violenta casi de la misma forma que las imágenes. El desenlace es formidable no porque se descubra la tragedia, sino porque nos demuestra que nuestros personajes son más humanos y reales de lo que realmente nos atrevíamos a suponer. De esta forma la directora toma una postura y nos propone que la sangre es más fuerte que la razón. La mejor película del 2011, estará plagada de premios, sin duda alguna, los cuales además de reconocer el gran trabajo histriónico de sus protagonistas (mención especial a Ezra Miller y Jasper Newell) y el de la directora Lynne Ramsay. Pero principalmente las preseas deberán ayudar a reconocer a la sociedad algo aún más terrorífico, en el fondo no es la capacidad de odio lo que nos hace repudiar a Kevin, sino nuestra imposibilidad e ignorancia para entender al igual que su madre que hay en su cabeza.
El suplicio de una madre. ¿Qué ocurre cuando un niño nace “distinto”? Sin discapacidades sino con un comportamiento que, a vista de otros, médicos, profesores, es completamente normal pero en la cotidianeidad frente a sus vínculos más cercanos es el extremo opuesto, especialmente para Eva, su madre (Tilda Swinton), quien pasa gran parte de sus días con este...
Tilda cria cuervo(s) Tan desordenada como la mente de Kevin, la tercer película de Lynne Ramsay (de quien se vio en nuestro pais "El viaje de Morvern - Morvern Callar" con Samantha Morton), nos presenta un puzzle para que vayamos descontruyendo a medida que transcurren las escenas. Nada está narrado cronológicamente y es quizás en ese punto donde radica el mayor interés que tiene el espectador en ir descubriendo lentamente el suceso impresionante que fue el punto de inflexión para esta familia tipo y que la ha diezmado por completo. No es tarea simple penetrar en el universo que plantea la directora, sin embargo hay algo hipnótico en cada una de las escenas, sobre todo en aquellas en donde Kevin transita entre sus 6 y 8 años y se muestra naturalmente el grado de violencia y de maldad con el que trata a su madre Eva (nuevamente un trabajo más que descollante de la gran Tilda Swinton injustamente olvidado a la hora de las nominaciones a los premios Oscar de este año). En forma casi permanente se establece la duda de si Kevin es el resultado de una imposibilidad de empatizar con el mundo que lo rodea, si sencillamente es un niño "dificil" que su madre no puede ni pudo manejar o si hay un componente natural para que Kevin se incline a desplegar su maldad gozando en cada uno de sus actos. O es más fuerte el deseo de llamar la atención que borra los límites de cualquier normalidad y lo conduce a una especie de locura? Es una reacción casi lógica a la falta del amor filial de su madre? Narrada casi permanentemente desde el punto de vista de Eva y entretejiendo y conectando diferentes imágenes y momentos que su mente asocia desordenadamente, la narración se establece de una particularmente original. Casi construida como un "racconto" personal, el eje central es el derrotero moral que tiene la protagonista sobre el hecho de haber contribuido directa o indirectamente a la formación de un "monstruo" dentro de un ambiente familiar en donde se intentó dar lugar a la comprensión pero quizás faltaron establecer claramente los limites. Ezra Miller también brilla en los momentos más psicópatas de Kevin donde una mirada punzante y diabólica desestabiliza a una madre que no sabe cómo contenerlo, cómo reaccionar. Kevin además disfruta mostrándole a su padre una cara antagónica, completamente opuesta, a la que muestra con su madre y estableciendo de esta forma un peligroso triángulo entre ellos. Pero son mucho más despiadadas todavía las escenas que protagoniza el pequeño Jasper Newell que representa a Kevin durante su infancia. El grado de maldad y manipulación de este pequeño Kevin generan una repulsión muy fuerte en el espectador. La imposibilidad de Eva de traspasar prematuramente algunas barreras y ofrecer su amor hace que las cosas paulatinamente se sumerjan más en las aguas del descontrol y la violencia. Mediante algunas escenas donde la madre es juzgada y menospreciada en la mirada social nos vamos dando cuenta del impacto que ha tenido lo que Kevin ha hecho -un drama que ha pasado de la intimidad de su casa, de su nucleo familiar a un estado público-, pero el rompecabezas se irá armando a medida que el guión aporte mayores datos. Siempre nutriéndose del impacto de una escena, de un acto, sin abundar demasiado en palabras -los dialogos son más bien líneas cortas y lacerantes entre los personajes y en las primeras escenas hasta pareciese que Kevin padece de autismo por la falta de comunicación verbal con sus padres -, luego se irá develando eso tan terrible que ha sucedido y que es el eje central de la historia. Y allí, mostrando sólo algunos elementos para que de a poco se vaya develando lo que Kevin ha hecho, es donde la película de Ramsay gana en complejidad narrativa y en contundencia dramática. Con un registro lacónico y a la vez directo, Lynne Ramsay logra sumergirnos en el universo de esta familia contando con Tilda Swinton para Eva en una labor intensa y acertada, transmitiendo en sus miradas la desesperación y la angustia que la embarga, John C. Reilly como el padre y como ya fuese dicho acierta con Ezra Miller y Jasper Newell para duplicar la maldad de Kevin y hacerla traspasar la pantalla. Cualquier familia quisiera ocultar los problemas, lo que subyace, "lavando los trapos sucios en cada casa". Pero lamentablemente la fuerza de la psicopatía de Kevin hace emerger el problema causando irreparables consecuencias y en "Tenemos que hablar de Kevin" queda también explícita esa marca de que todo lo que no se resuelve termina impactando fuertemente quizás en un punto donde no haya retorno ni solución alguna. Tenemos que hablar de Kevin y de tantas otras cosas....
Muchas parejas sueñan con casarse y tener hijos; pareciera uno de los proyectos ineludibles de todo ser humano. Eva (magistral Tilda Swinton), con sus cuarenta años a cuestas, está felizmente casada con su esposo (John C. Reilly), es autora y editora de guías de viaje, y lo único que le falta es ser madre, cuestión que resuelve dando a luz a su primer hijo Kevin. Sin embargo, nada es como ella esperaba, las expectativas puestas en el proyecto de ser madre no se parecen en nada a la realidad que comienza a vivir. En la película “Tenemos que hablar de Kevin”, basada en la novela de Lionel Shriver, Eva pone a un lado sus ambiciones y su carrera profesional para dar a luz a su hijo. La relación entre ambos es extrañamente complicada desde los primeros años, mostrando el niño una evidente antipatía hacia su madre, todo lo contrario de lo que sucede con su padre. Cuando Kevin (magnético Ezra Miller) tiene 15 años realiza un acto irracional e inexplicable a los ojos de toda comunidad. Eva lucha con sus propios sentimientos de dolor y responsabilidad y vive un presente sombrío y malogrado. Es intrigante todo el desarrollo del filme, porque el montaje salta en el tiempo constantemente, mostrando pero sin revelar lo que sucedió con Eva, que la vemos en un presente devastado. Swinton está superlativa, pero la dirección de Lynne Ramsay es algo "afectada", con una puesta en escena algo forzada; el color rojo constante, presente en todo, es poco sutil y resulta abusivo su uso. Por otro lado, el estilo de montaje “saltado” tiene sus aportes positivos, pero por momentos no favorece el desarrollo del guión. El trailer (engañoso) presenta una película algo más convencional, que particularmente hubiera agradecido más. En este filme inglés hubo más preocupación por la forma que por el contenido, lo que puede desanimar hasta al espectador más osado.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Tenemos que hablar de Kevin es de indispensable visión para todos aquellos que gusten de ver un buen drama completamente alejado de lo habitual. Creo que si el argumento se hubiera contado de forma lineal con el estilo acostumbrado de cualquier drama común y corriente le hubiera restado muchísimos puntos al resultado final. El uso del rojo en prácticamente todas...
Mamita querida… Una de las grandes preguntas que atormentan a la humanidad es ¿de donde proviene la maldad? ¿De donde provienen los psicópatas, los psicóticos? ¿Es posible ser simplemente un asesino por naturaleza? ¿Acaso todos los criminales son víctimas de una mala educación, provienen de la marginalidad, han tenido abusos sexuales, maltratos físicos? ¿Por qué un chico que se cría que en un ambiente cálido no puede convertirse en un ser diabólico? ¿Cuál es la responsabilidad de los padres? Basada en la exitosa novela de Lionel Shriver, Lynne Ramsay regresa al cine con una obra intensa, cínica, morbosa, maliciosa, pero a la vez extremadamente atractiva, tensionante, crítica y visualmente meticulosa. Ya en El Viaje de Morvern, la obra que la trajo a estas tierras, Ramsay había demostrado un gran talento para no seguir las convenciones. Para crear un personaje, alrededor del mismo un mundo, pero a la vez no salir de su cabeza. Desestructurar la narración, ir armando un rompecabezas para generar un efecto final más impactante, y además darle un tono visual marcado, provocando un doble sentido de objetos, que posiblemente, fuera de contexto no tendrían sentido. Pero acá, el contexto es todo. El contexto es Kevin, como él mismo dice. La forma en que la realizador construye el personaje de Eva, desde la empatía hasta la vergüenza y la culpa, y se va relacionando con este niño, posteriormente adolescente, que desde un principio adquiere unos tonos maléficos, es realmente admirable. Todo juega a favor de demostrar que Kevin es peor que el mismísimo Demian, pero solo mamá sospecha que algo no está bien. Claro, es un niño. Todos son traviesos, tienen algo de malicia. Sin embargo, a medida que la tensión se intensifica, la destrucción psicológica de Eva se agranda, y al final, a pesar de que nunca nos da pistas de lo que fue el suceso, por el que Kevin está preso y Eva en constante éxodo, los hechos no provocan sorpresa. Tenemos que Hablar de Kevin, se puede ver como un alegato social, y el tono entre morboso y seudo humorístico que elige Ramsay fue fuertemente criticado, especialmente porque los hechos que narran no se alejan demasiado de ciertos actos reales. Pero justamente esto es lo que la aleja de obras más convencionales que se limitan a contar los hechos y punto. Solamente Gus Van Sant en Elefante, se había animado a meterse en la cabeza de un adolescente traumado, pero acá, la directora se pone (o nos pone) en el rol de la madre inocente e ingenua, pero no tanto como el padre de Kevin, completamente ausente de la crianza, alejado. Ramsay elige que contar, que no, que elementos narrativos dejar sutilmente aclarados porque no necesitan enfatizarse. Los silencios, miradas, planos fijos o una construcción eisenstiana del montaje es fundamental para la creación de climas, y para que el espectador rellene aquello que no se dice. Es que básicamente, lo que no se dice es necesario que la sociedad lo divulgue. Ramsay mantiene el suspenso y el misterio. ¿Por qué no vemos a Kevin fuera de su casa, de su contexto hogareño? ¿Por qué no la vemos a Eva trabajando, pero asumimos que lo hace? ¿Por qué no vemos a Franklyn, el padre sacando fotos? ¿Dónde están los abuelos? Ramsay elige no ampliar el espectro de personajes, lo que lo hace teatral, pero a la vez más intimo y personal. Visualmente, elige contrastes, colores llamativos, una morbosa fascinación por lo rojo, que no es casual ni arbitrario, que adquiere un especial sentido de repulsión. Los cereales machacados, la mermelada rebalsando el pan. Todo adquiere otro significado si proviene de Kevin. Y la mirada de Eva… Tilda Swinton se aleja de sus propios clisés y estereotipos para crear un personaje querible, verosímil hasta llegar al punto de odiarlo. Son tantos los matices de sus expresiones, la evolución de una sonrisa hasta la mueca de disgusto, odio o la sospecha, que es imposible no sentir atracción hacia ella. Ramsay, explota a Swinton, pero la manipula, la forcea a quedarse en un molde social “aceptable”. Logra que no desborde dramáticamente. Es simplemente sublime el nivel de sutileza para aceptar una realidad, ante la preocupación de ser una víctima de las circunstancias, o quizás la principal victimaria de los actos de Kevin. También debo adular dos trabajos inolvidables. En primer lugar, Jasper Newell, el pequeño demonio súper talentoso e ingenioso. No recuerdo haber sentido tanto odio por un infante hace mucho tiempo. Ni siquiera Polanski ha creado criaturas tan horribles como este chico. Newell es un descubrimiento increíble. Por otro lado, la versión adolescente de Kevin, Ezra Miller es otro verdadero placer, aunque más previsible que el anterior. Esa sonrisa cínica, maléfica, anticipatoria, y al final, el arrepentimiento, la duda. Miller también es capaz de manejar varios estados anímicos con la misma careta. Esto provoca un duelo actores constante, de miradas y gestos mínimos. En el medio vemos a John C. Reilly, nuevamente en el rol del esposo/padre ingenuo abstraído de la realidad que se vive en su casa, con esa sonrisa de oso Teddy pintada en la boca. Sin embargo, su ausencia y estado es fundamental para entender las consecuencias de los actos de Kevin. Si bien el personaje se parece al que interpretó en Un Dios Salvaje (estrenada hace un par de semanas) o especialmente al esposo de Roxie en Chicago, Reilly logra convencernos de su benevolencia, lo cuál permite que se lo odie al mismo tiempo. Ramsay da una mirada siniestra acerca del prototipo de familia “normal” estadounidense con sus prejuicios y la necesidad de mantener una imagen. Hay que resaltar el atino de una banda sonora oportuna, fantástica, que por un lado contrasta, pero por otro lado incrementa el humor negro que rebalsa el film. Sarcástica, trágica y reflexiva, Tenemos que Hablar de Kevin es un film que no deja indiferente; que provoca, genera el diálogo, acerca de la responsabilidad de los padres en los actos de cada hijo es las diversas facetas de su vida. El oscuro retrato psicológico de lo que sucede en la cabeza del vecino.
El suplicio de una madre Hay directores especialistas en la perturbación. Digo perturbación, que es un sentimiento incómodo, diferente al del desagrado, la repulsión (que le cabe perfectamente a un especialista en eso de epater le bourgeois como Gaspar Noé o el Lars Von Trier de los últimos 10 años). Mientras la perturbación penetra, afecta y queda (algo muy propio de cierto cine de terror, especialmente el terror clase B que debía sugerir mucho más de lo que mostraba), el desagrado o la repulsión pasan, atraviesan y siguen su camino (como cierto gore de consumo rápido como Escupiré sobre tu tumba, la saga de El juego del miedo o la de Hostel). Ojo: la idea no es hacer un panegírico de una forma sobre la otra, ya que hay sendos exponentes brillantes en ambos modos para aterrorizar al espectador. La diferencia radica en la economía de recursos, información y procedimientos de ambas decisiones narrativas. En el mundo de los perturbadores (desde el Michael Haneke de Caché-Escondido al terror suburbano de Los extraños o al falso home-movie de Trash Humpers), Lynne Ramsay posee una capacidad especial que la hermana con otra directora como Claire Denis (centralmente pienso en Trouble Every Day… aquí estrenada con el nombre fatídico de Sangre caníbal). La directora escocesa tiene algo de la construcción circular de universos de violencia propia de las películas de Lucrecia Martel, pero a diferencia de la salteña, los recursos formales se desviven por aparecer con cierta histeria (como si Ramsay fuera una operaprimista que quiere llevarse al mundo por delante con sus imágenes). En la construcción del universo opresivo que caracteriza a la obra de esta directora, donde la violencia es un tema central, es donde debemos encontrar los principales logros de Tenemos que hablar de Kevin (que dialoga con su contratara casi perfecta de otra película reciente, también con Tilda Swinton como madre abnegada, llamada El precio del silencio), film que parece haber nacido de una pregunta clave: ¿Cómo se puede volver a contar otra vez la misma historia de la explosión gratuita de violencia? Aunque también aparecen otras preguntas que podrían darnos pistas sobre la génesis del proyecto: ¿Cómo se construye la historia de un psicópata sin psicología, sin mundo interior (una especie de Michael Myers realista)? pero sobre todo, ¿Cómo contar una película de terror fuera del género? Las respuestas a esas preguntas desembocan en este tercer largometraje que tiene algo del Roman Polanski de El bebé de Rosemary pero con una perspectiva de terror realista y ateo (aunque también está ligeramente construida la estrategia de la percepción desviada de la realidad de la protagonista así como sucedía en Repulsión y en El inquilino). Además, circundan el terror clase B de La mala semilla y la reciente La huérfana, pero sin lo sobrenatural como coartada. Por ahí también anda una referencia literaria, una breve pero poderosa novelita de Doris Lessing llamada El quinto hijo. El problema es que para organizar el universo opresivo y salir airosa de todas las preguntas que planteamos antes, Ramsay opta por un relato casi exclusivamente subjetivo, sostenido en dos tiempos que se entrelazan: por un lado, el pasado con el nacimiento, crianza y adolescencia del susodicho primogénito, el Kevin del título; por otro, con el relato asfixiante (el trabajo con el color y los espacios es brillante y anticipa en el insípido pasado la irrupción colorista del presente trágico) el presente después de la tragedia (no voy a adelantarles cuál pero se imaginarán quién es el responsable) y el intento de la protagonista de rearmar su vida. Esa decisión estructural aparece acompañada por un criterio formal de un manierismo por momentos agotador (desenfoques constantes, tendencia muy pronunciada a cortar los planos en un picado fino violento, exacerbación del uso del rojo como resaltador de la presencia de la violencia y la sangre y otras varias cuestiones más). El resultado es una película incómoda, que genera un nudo en el estómago pero que parece superada por la naturaleza de peso de sus materiales, como si el mundo se le viniese encima, insisto, como si tuviese que demostrarnos talento. En definitiva, el gusto es algo amargo hacia el final: tenemos la sensación de haber podido estar frente a una gran película de horror social suburbano y nos encontramos con una expresión de intenciones nobles pero inacabadas. El cine de Ramsay, así y todo, sigue ahí, esperándonos, para que no nos acomodemos tanto en nuestros asientos, nuestras camas, nuestras mesas, con nuestros hijos, como si todo pudiera preverse. Quizás lo que mayor incomodidad genera el visionado de Tenemos que hablar de Kevin es que el mundo sigue siendo un lugar insondable, incomprensible, un arma cargada de misterio.
Eva vive sola en una casa que nunca termina de limpiar (unos desconocidos mal intencionados mancharon la fachada con pintura roja) y ocupa un puesto sin interés dentro de una pequeña empresa en la que reina un ambiente siniestro. Flashback: Eva y Franklin viven felices y enamorados hasta que el comportamiento extraño del pequeño Kevin, fruto de su unión, genera un malestar creciente en la joven madre. El nacimiento de un anticristo en el seno de una familia ordinaria podría ser un buen argumento para una película clase B, pero Tenemos que hablar de Kevin posee un embalaje de pretencioso formalismo, sin una pizca de humor que anime su visión del mundo simplista y desagradable. En la apertura, Eva participa de una fiesta popular en la que se vierten toneladas de tomates maduros en las calles de una pequeña ciudad española. La secuencia tiene valor de presagio: todos chapotean en torrentes de pulpa roja y el espectador comprende inmediatamente que la película se encamina hacia un final sangriento. La construcción temporal es inútilmente alambicada y llena de metáforas (la pintura roja que no puede quitarse de las manos la madre del monstruo) como de pesadas señales (el zoom sobre un ojo en el cual se refleja el objetivo de tiro al arco). La realizadora abusa de los efectos de puesta en escena destinados a instalar un sentimiento de agorafobia (la deshumanización de los decorados) y fatalidad (los sonidos de la secuencia siguiente comienzan siempre algunos segundos antes del final de la escena en curso). El empleo sistemático del mismo recurso no tarda en volverse tan evidente como insoportable. Como si la minucia sádica con la cual se pone en escena el calvario de la madre-coraje no fuera suficiente, la película despliega la tesis de un Mal en estado bruto que surge por generación espontánea. Apenas nacido, Kevin ya es un perverso manipulador, un psicópata en potencia. La maldad del hijo parece alimentarse de las buenas intenciones de los padres (aunque el padre esté completamente ausente y la puesta en escena lo subraye en exceso) y sólo cuando Eva pierde los estribos y lo golpea con violencia, el chico da pruebas de respeto. Por lo tanto, además de militar por la detección de asesinos desde el embarazo, la película sugiere que Kevin habría salido más derecho con algunos castigos corporales. El tema de los niños-monstruo, muy en boga en estos últimos años, nunca había sido explotado de manera más obtusa. Dejamos para el final el pretencioso formalismo que anunciamos en la introducción. Lynne Ramsay empapa su película de un rojo agresivo y bien exagerado, no hay una escena que no esté cubierta de escarlata. El espectador puede elegir entre irritarse ante el método espantosamente repetitivo o esquivar el problema jugando a adivinar lo que contendrá el plano siguiente: una ensaladera roja, vino tinto, la pelota roja, una pantalla roja, latas de conserva de tomates, un oso de peluche rojo, mermelada roja o los número rojos del despertador. Y no seguimos con la enumeración para que el texto no sea tan aburrido como la película.
Los horrores cotidianos Ser madre es un estado constante de sentimientos encontrados. Viendo la película de Lynne Ramsay no pude evitar recordar aquella tarde en que, estando en un curso de pre-parto, la partera que lo dictaba dijo “no se sientan culpables si alguna noche sienten ganas de tirar a su bebé por la ventana, es algo completamente natural”, para espanto de algunas y sonrisas de otras. No pude evitar preguntarme qué hubiera sentido Eva Khatchadourian...
El otro lado de Elephant Si en Elephant (2007) Gus Van Sant realizaba un atroz retrato minimalista sobre la planificación de una masacre en una escuela por parte de algunos alumnos, en Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011) Lynne Ramsay indaga sobre el contexto familiar que lleva a un adolescente a cometer un hecho de dichas características. El resultado: Excelente. Kevin (Ezra Miller) nació en una familia tipo pero con la particularidad de ser rechazado por su madre quien ve en él la causa de todos sus fracasos y frustraciones. Desde niño Kevin ha demostrado algunos problemas de conducta, sobre todo hacia su madre. El film acompañará las diferentes reacciones de Kevin desde su nacimiento hasta días antes de cumplir dieciséis años en que se desencadenará el trágico final. Tenemos que hablar de Kevin, basada en la novela homónima de Lionel Shriver, está narrada desde la visión que la madre tiene de los hechos que terminaron en una tragedia. Desde el comienzo el espectador sabe que Kevin a matado a varios de sus compañeros de colegio, lo que desconoce es el motivo que lo llevaron a realizar tal magnicidio. Para desentramar los hechos, la historia vuelve a través de un juego de temporalidades a los momentos que Eva, la madre, tiene sobre la vida Kevin y que pueden ser los causantes del fatal desenlace. Eva busca una explicación y un culpable que no será otra que ella misma. La historia toma un solo punto de vista y es el de la madre –espectacular actuación de Tilda Swinton-, pero en realidad nunca se sabrá si lo que ella recuerda es la verdad o agobiada por el sentido de la culpa busca redimir al hijo haciéndose cargo de situaciones que ella cree que sucedieron y que hicieron de Kevin el pequeño monstruo que es. Preguntas que el espectador deberá buscar en las propias conclusiones que saque de la historia y en la información que se le brinda. Uno de los tantos logros del film es el manejo del suspenso. Sin bien uno de entrada sabe el desenlace hay una situación especial, dada a partir de la forma en que se presenta al personaje de la hermana de Kevin, que nos mantendrá en vilo durante toda la película esperando que algo suceda e imaginando la forma. Sin duda, la realizadora quien ya había demostrado en El viaje de Morvern (Morvern Callar, 2002) un manejo similar de los tiempos y el crescendo dramático, aún sabiendo el final, vuelve a dar cátedra en dicho sentido superándose a sí misma. Tenemos que hablar de Kevin es una película dura, difícil, tal vez aterradora pero necesaria para entender las causas que llevan a un adolescente a actuar de la manera en que lo hace. Sin juzgar, sin moralejas, sin mensajes esperanzadores ni redenciones cuenta el lado B de una tragedia, ese costado que nadie conoce pero del que todos opinan. De visión obligatoria.
Mal nacido Lejos de la idílica relación maternal y de las películas sobre sociópatas adolescentes como Elefante por citar el caso más emblemático, Tenemos que hablar de Kevin coquetea con el cine de David Lynch o el de David Cronenberg por instalarse en la fragilidad de la psiquis humana desde el punto de vista de la manipulación psicológica. La directora escocesa Lynne Ramsay fragmenta un relato pesadillesco y oscilante entre pasado y presente de Eva (brillante actuación de Tilda Swinton), quien debe sobrellevar una vida signada por la tragedia y a la que por resonancia se le suma el desprecio de toda una comunidad por ser la madre de un menor sociópata, responsable de la muerte de varios de sus compañeros de clase, entre otras cosas. En un continuo sincopado que durante la primera mitad del film yuxtapone imágenes del pasado, alucinaciones y retazos del presente, la trama se va armando de viñetas que marcan el proceso de transformación de la protagonista: una escritora que queda embarazada de un niño sin desearlo, con el que desde el primer minuto de vida no puede conectarse maternalmente hablando. No son los llantos insoportables del bebé ni tampoco las llamadas de atención durante su temprana infancia con indicios de problemas de adaptación y aprendizaje, sino su macabra inteligencia que lo vuelve dominador de sus padres en muy poco tiempo. Sobre todo de un papá (John C. Reilly) muy corto de reflejos, complaciente, que ha perdido todo tipo de autoridad ante el bastardo, que interpreta un papel de hijo dulce y bueno (Ezra Miller en su etapa adolescente y Jasper Newell en el periodo infantil) cada vez que pretende conseguir algo a cambio. Sin embargo, la llegada de una segunda hija, Celia (Ashley Gerasimovich) a la familia que viene a representar el contraste ideal y la inocencia ante el potencial asesino, desatará la furia de Kevin y provocará un quiebre en el relato con la necesaria distancia de su directora para no contaminar la historia. Sin establecer juicios de valor o máximas moralizantes y aliviadoras para un espectador que rápidamente experimentará una identificación primaria con la madre y el rechazo manifiesto hacia el hijo, la realizadora construye con paciencia el retrato meticuloso de un engendro social y amoral que es producto de la sociedad en la que vive y consecuencia directa de la decadencia de la familia como bastión intocable y de la cultura como su faz más cruda y perversa. El valor de esta obra más allá de sus elementos estéticos y una puesta en escena impecable es precisamente su falta de optimismo y esperanza en las instituciones más importantes de la estructura social, así como el despojo absoluto de sentimentalismo o redenciones de último momento para dejar tan inquieta e incómoda a una platea que se preguntará igual que la protagonista ¿por qué? Cuando la respuesta más sencilla es ¿por qué no?
Semilla de maldad Tilda Swinton se luce en este duro filme sobre la relación entre madre e hijo. A mitad de camino entre la película de terror y el estudio psicológico de una tensa relación, Tenemos que hablar de Kevin es más bien el retrato de una crisis nerviosa, de la depresión en la que entra una madre luego de que su hijo adolescente comete un acto terrible de insoportables consecuencias. En términos narrativos, el tercer filme de la talentosa realizadora escocesa Lynne Ramsay (la excelente Ratcatcher y El viaje de Morvern ) cuenta la difícil relación entre una madre y su hijo desde el embarazo hasta ese momento de quiebre, la incómoda historia de cómo quien parece ser un hijo no deseado se va transformando en una especie de monstruo que parece querer castigarla por traerlo al mundo, por no quererlo lo suficiente o, simplemente, porque es más parecido a lo que ella sería si “la vida” no la hubiese domesticado. Pero esa visión literal del filme sería limitada, ya que la historia se presenta como la pesadilla, los pedazos de un espejo roto que Eva, la madre, revisa cuando mira su vida en un estado casi catatónico. Yendo y viniendo en el tiempo, reforzando (acaso demasiado, a partir de recurrentes motivos visuales y auditivos que lanza Ramsay al espectador) la idea de inestabilidad emocional, tal vez todo lo que vemos no sea más que una deformación afiebrada de esa relación. Es que más de un espectador podrá preguntarse, viendo el filme, hasta qué punto es posible que nadie se dé cuenta de los problemas de un chico que se niega a ir al baño solo hasta los 8 años, destruye el cuarto y las cosas de su madre, y la tortura con su desprecio, su falta de afecto y su tono burlón y cínico (a su padre, en cambio, lo trata con afecto, pero sólo para molestarla a Eva). Ramsay parece allí apelar a una visión distorsionada. Tanto para la madre como para el hijo, los únicos que existen son ellos, y la película es ese juego de ajedrez vuelto pesadilla. Ramsay quiere hablar de demasiadas cosas en el filme y en ese sentido su retrato “social” de cómo Eva (extraordinaria Tilda Swinton, mezcla de tolerancia, desprecio, bronca, miedo y depresión en cada plano) tiene que tolerar las consecuencias de los actos de su hijo a partir de las reacciones de otras personas, la lleva a un territorio algo obvio. Con pintar la relación y la vida familiar queda claro que, en el fondo, el filme es una crítica casi “lynchiana” al sueño americano. Transformar en monstruos a los demás puede ser excesivo, por más que integren en cierto sentido la permanente pesadilla que es su vida. Tenemos que hablar de Kevin es una película perturbadora, dura, incómoda. Un filme que cualquier madre (o padre) verá con cierto espanto y terror, pero que en algún lugar se reconocerá en esas sensaciones confusas y ambiguas que se pueden producir en la relación con sus propios hijos, por más que las chances de que salgan como Kevin sean, por suerte, ínfimas.
La metafórica e impactante escena inicial con Tilda Swinton en medio de una masa de cuerpos refregándose en el rojo mar de una tomatina quiere ser el anticipo de lo que vendrá: el sacrificio de una madre condenada por las atrocidades cometidas por su hijo. Quizá sin proponérselo, lo es del film entero: la puesta en escena, estilizada hasta el alambicamiento, de la cruel historia de odio entre una mujer y el ser demoníaco que trajo al mundo o quizá de la historia de una criatura no deseada que fue convirtiéndose en monstruo a medida que el rechazo materno se le hizo más y más evidente. Imposible establecer cuál de las dos visiones es la que más se aproxima a la verdad ya que accedemos al cuento a través del espeso bosque de recuerdos, sensaciones, pantallazos y vivencias del presente o del pasado extraídas de la mente culposa de la mujer y por lo tanto difícilmente neutral. Pero en uno u otro caso, una historia chocante y provocadora que no puede terminar sino en la más brutal violencia y que Lynne Ramsay envuelve en un ropaje de virtuosismo formal que a veces abruma, a veces distancia del relato y sirve para amortiguar tanta crudeza, y casi siempre suena artificioso. El rojo es un mal augurio constante, pero las maldades del muchacho, ese perverso Robin Hood que parece haber nacido sólo para convertir la vida de su madre en un infierno, no tardan en hacer su aparición. Su vida se reconstruye entera al cabo del bombardeo de flashbacks provisto por la directora, y en la sucesión de sus canalladas expuestas en detalle y con cierto regodeo, Kevin se revela como el más temible de los chicos perversos que han pasado por el cine de horror. Y Tenemos que hablar de Kevin lo es, si bien con las ambiciones y bajo la apariencia del cine arte o al menos con el declarado objetivo de indagar en el origen de este alarmante fenómeno de las matanzas en los colegios que acaba de ganar penosa actualidad con el reciente episodio de Oakland. Film incómodo, deliberadamente perturbador, con momentos logrados y abundantes golpes de efecto que a veces tambalean entre el ridículo (el blanco reflejado en la pupila de Kevin) y el mal gusto (el plano de la boca del muchacho masticando mientras oye decir que su hermanita deberá usar un ojo de vidrio en lugar del que perdió por causa de sus flechas), seguramente consigue lo que se propone: inquietar. Pero no parece que agregue algo al análisis de un tema al que, con menos artificio y más lucidez se acercó Gus van Sant en Elephant . Lo que sí merece aplausos es la interpretación. La de John C. Reilly, en su retrato del padre permisivo, la de Ezra Miller, irreemplazable Kevin, y sobre todo la de Tilda Swinton, cuya labor excepcional justifica por sí misma la visión de la película.
Duro acercamiento al resentimiento filial Lo que vemos al comienzo es la fiesta de la Tomatina, en Buñol, Valencia. La gente se tira tomatazos, se enchastra, pega saltos, ahí anda nuestra protagonista medio en éxtasis. Tiempo después la vemos esconderse de otras personas junto a unos envases de tomate. Suena irónico. Pero más la vemos limpiando las manchas de pintura roja en el frente de su puerta. Eso es angustioso. Esas manchas no son el signo dejado ante el ángel para salvar al hijo. Son otra cosa, como las miradas de odio de la gente. No toda, por suerte, pero ella está viviendo un calvario sin fin, sin salvación, sin perdón. Muchos objetos rojos hay en esta historia. Y miradas de rechazo. Ya se sabe, ella sufre la vergüenza de algo terrible que hizo el hijo. En su cabeza, los recuerdos se suceden sin orden, cuando él era niño, adolescente problemático, bebé llorón, y ella una madre desamorada, soltera tranquila, esposa de un buen tipo medio imbécil, todo en vaivén, hasta desembocar en los recuerdos de una noche espantosa, y seguir para atrás y para adelante, y en su rostro esas preguntas que no dice, ¿qué debía hacer?, ¿cómo no me di cuenta?, ¿cómo debí haberlo encarado? El pibe fue manejador y dañino desde los primeros años, ella también lo aborreció desde los primeros años. Eran tan parecidos que no se entendían, salvo para lastimarse. Y uno de los dos era más fuerte. Al final, con una sola frase que uno de ellos dice, parece que algo empieza a aflojar. Ya no hay nada rojo en esa escena. Pero ya es tarde. Buen film, para reflexionar sobre la maternidad, el diálogo, el resentimiento filial, las formas involuntarias e indirectas de filicidio, según hubiera recordado el doctor Arnaldo Rascovsky, o el matricidio figurado del egocéntrico que no perdona, la madre muerta en vida que persiste en sus deberes cotidianos. Tilda Swinton es una máscara intensa. El nene Jasper Newell y sobre todo el chico Ezra Miller son excelentes, con una expresión de maldad tan lograda que dan ganas de cachetearlos. Y la directora y coadaptadora Lynne Ramsay es de un ingenio y una capacidad impresionante. Estuvo hace diez años en Mar del Plata, cuando nadie la conocía pero ya tenía en su haber otras dos historias interesantes de gente retorcida. Esta que vemos ahora es la mejor, aunque también la más efectista y discutible.
Tenemos que hablar sobre Kevin es uno de los filmes más perturbadores e interesantes que se estrenaron en el último tiempo. Se trata de un viaje por el lado oscuro de la mente humana que ofrece una experiencia mucho más aterradora que los decadentes filmes de horror que pudimos ver en el cine recientemente. La directora Lynne Ramsay, quien se destacó en la producción independiente, con su loca película Morven Callar (estrenada en Argentina hace unos años) en este caso brinda un fascinante estudio sobre los orígenes de un asesino serial con un enfoque narrativo muy interesante. Ramsay construye la historia como si se tratara de un rompecabezas, donde brinda las distintas piezas como escenas fragmentadas que representan los recuerdos de la protagonista. Lo que en un principio parece algo caótico, a lo largo del film, cuando empezamos a conocer los detalles de la vida de Kevin y su familia, luego todo cobra más sentido. De haber tenido una edición lineal la experiencia de ver este film me parece que no hubiera sido la misma. La historia está basada en la novela homónima de Lionel Schriver, que sobresalió en su momento por la manera en que encaró esta temática. Tenemos que hablar sobre Kevin va más allá de los crímenes que cometió un psicópata, ya que la película se centra en otras cuestiones como la responsabilidad de la maternidad, el rol de los padres y su influencia en el desarrollo de sus hijos y la interrelación entre ellos en la vida cotidiana. La gran paradoja del título es que nadie jamás habló sobre Kevin y a la larga su destino tuvo mucho que ver con eso. Uno de los aspectos notables del trabajo de la directora Ramsay es que su narración no se detiene a juzgar a los familiares o la educación que le dieron al chico, sino que nos conduce a modo de viaje voyeur por los hechos que desencadenaron el horror. Todo esto es narrado desde la psiquis de la madre del asesino, interpretada por una tremenda Tilda Swinton, que compone a una mujer muerta en vida. Los tres actores que interpretan a Kevin, en distintas etapas de la historia, son increíbles, especialmente Ezra Miller, quien encarna al protagonista en su adolescencia, y se nota también en este aspecto el gran trabajo de dirección. La verdad que no vas a salir con un sonrisa del cine, porque la experiencia que ofrece la película es perturbadora, pero es una propuesta que permite reflexionar sobre varias cuestiones que afectan a la sociedad que vivimos y eso es mucho más de lo que brindan otros estrenos.
No los une el amor, sino el espanto La directora de El viaje de Morvern hizo una película deliberadamente áspera, incómoda, perturbadora, porque no trata sobre el amor entre madre e hijo sino, por el contrario, sobre su odio. Tilda Swinton aporta su máscara, tan gélida como expresiva. Casi diez años después de su película inmediatamente anterior, la estimable El viaje de Morvern (2002), y después de varios proyectos frustrados, la directora escocesa Lynne Ramsay reapareció el año pasado en competencia oficial en el Festival de Cannes con Tenemos que hablar de Kevin, un film que le ganó tantos adeptos como detractores. Se entiende: Ramsay hizo una película deliberadamente áspera, incómoda, perturbadora. Y no sólo porque no trata –como suele ser habitual– sobre el amor entre madre e hijo sino, por el contrario, sobre su odio. También porque el punto de vista es el de una mujer que, por adaptarse a los dictados familiares y patriarcales, termina sintiéndose culpable de haber engendrado a un monstruo. El film de Ramsay está estructurado como un puzzle, que la directora irá construyendo pieza a pieza junto al espectador, colocando simultáneamente algunas de los bordes al mismo tiempo que algunas del centro, hasta que el relato poco a poco va cobrando forma y contenido. Las primeras imágenes de la película, aparentemente desconectadas y contradictorias entre sí, son significativas: una ventana abierta, que invita a inmiscuirse en una escena primal, en un acontecimiento nocturno y traumático; y una fiesta dionisíaca, una ceremonia pagana bajo el efecto de la luz ardiente del sol y la fuerza de la naturaleza, en la que una mujer parece entrar en éxtasis. Esa mujer es Eva (Tilda Swinton), la madre de Kevin, y entre estas dos imágenes se concentra su tragedia: la que va de una vida libre y feliz, la de una viajera impenitente, a la que descubre las ruinas que han quedado de su existencia después de su reclusión familiar y de la irrupción de su hijo. Entre una y otra, el film de Ramsay se va sumergiendo paulatinamente en una serie de círculos infernales, cada vez más angustiantes. Y lo hace un poco a la manera de Eisenstein, como si hubiera decidido aggiornar su vieja Teoría del Montaje de Atracciones y ponerla nuevamente en práctica para dar cuenta de la fractura emocional de una mujer. A una imagen-shock la directora sucesivamente le opone otra, tan shockeante desde lo visual como la primera. El acoplamiento y la acumulación de hechos dispuestos estratégicamente en una cadena de asociaciones determina que la función de un plano existirá sólo cuando éste sea montado con el siguiente, hasta ir construyendo un sentido. Un sueño de tonalidades predominantemente rojas dará lugar a una realidad no por prosaica menos escarlata. Y cuando Eva intente limpiar los bombazos de pintura roja con el que sus vecinos han atacado su casa, lo hará como si expiara sus culpas, como si quisiera limpiar la sangre que ha derramado a baldes su propio hijo. Un hijo que de bebé es inquietantemente molesto (no deja de llorar hasta que deja los brazos de su madre), de niño odioso, de preadolescente dañino y, en las puertas de la adultez, directamente siniestro. Si hay algo irritante en el film de Ramsay, más allá de su tema –de esa aversión madre-hijo, de la existencia de un niño maligno–, es su representación. Hay un formalismo a ultranza en Tenemos que hablar de Kevin, un esteticismo que convierte la película toda en una suerte de laboratorio cinematográfico. Esa experimentación, en todo caso, no sería posible sin la presencia de Tilda Swinton, que una vez más aporta su máscara, tan gélida como expresiva. Es ella quien carga con el peso mayor de una película que finalmente nunca llega a hablar de aquello que desde su título dice ser su centro: Kevin.
El origen del mal en un adolescente Aunque no hay razón para la tragedia, sí hay muchos avisos. Un inteligentísimo niño es el epicentro de un drama familiar al que es imposible encontrarle respuestas. Cruda e íncómoda historia sobre el núcleo duro del horror. Cuando transcurren los primeros minutos de Tenemos que hablar de Kevin, existe el peligro de llegar a la conclusión de que se trata de otra producción indie standard, con una cámara que no deja de moverse, cortes de planos como para acentuar algún momento dramático, preciosismo visual con tomas aéreas de un personaje abandonado a una situación casi onírica –como la escena de la protagonista llevada en andas y con los brazos en cruz en la tradicional tomatina en Valencia–, y por supuesto, el infierno de los suburbios, elemento central de buena parte del cine independiente de los últimos años. Sin embargo, el film de la escocesa Lynne Ramsay (El viaje de Morvern) es eso pero mucho más. Si con la lógica urgente dictada por las noticias los medios hablan de un nuevo “fenómeno” cuando uno o más chicos irrumpen en una escuela y matan a sus compañeros, desde el cine, Bowling for Columbine fue el intento de Michael Moore de responder sobre las causas de la tragedia, Gus Van Sant documentó el sinsentido del salto al horror de dos adolescentes-ejecutores en Elefante, y Ramsay se decidió por el núcleo duro del horror. El origen del mal. Para eso el relato se ubica en dos tiempos que se alternan, el penoso presente de Eva (la fantástica Tilda Swinton), que intenta seguir con su vida y vegeta en un empleo para el cual está sobrecalificada –mientras cada tanto debe limpiar la fachada de su casa de violentos graffitis escritos en rojo sangre y soportar agresiones en la calle de su amorosa comunidad–, y su vida como madre de Kevin. Un bebé difícil, un chico raro, un adolescente siniestro. Y no es que el hogar de Kevin haya la sido un infierno, no, apenas una casa en las afueras, con un padre amoroso aunque rabiosamente negador (John C. Reilly), una madre fría pero que se esfuerza por hacer lo correcto y una hermana pequeña que sí, también va a saber quién es Kevin. No hay razón para la tragedia que se avecina, aunque si muchos avisos. Ahí está el inteligente y pequeño Kevin que no abandona los pañales pero puede comunicarse como un adulto, también el que provoca los desastres hogareños de cualquier niño pero que curiosamente dirige con saña contra su mamá, o el que se concentra obsesivamente en un inocente juego de arco y flecha que luego se convierte en el pedido a su padre para que le compre un equipo profesional, y el adolescente que es descubierto masturbándose y sigue con la faena mirando fijamente a los ojos de su mamá. Lo cierto es que la primera impresión resulta apresurada cuando el packaging del comienzo se atenúa y encuentra el tono justo, para contar lo incontable de una historia incómoda, devastadora y sin respuestas.
Angustiante tema de una madre Eva y Franklin. Ella, es editora y redactora de guías de viaje; él, fotógrafo. Se quisieron de adultos, quién sabe si para estar más seguros. Y lo tuvieron a Kevin. Después, no más trabajo para ella y meterse en el mundo del bebé, para protegerlo, para cuidarlo. Casi sola, porque Franklin trabaja por los dos. Y Kevin llora que te llora, almacena palabras sin largarlas haciendo dudar sobre si puede hacerlo. Parece no llevarse bien con su madre. Y vive para mortificarla, para enfrentarse con ella. Ya adolescente, nos enteramos, provocó una tragedia, algo que nadie pudo esperar, pero que ocurrió. Después vendrá la culpa. No en ese chico de mirada inquietante, en ella, en Eva, la madre que se pregunta: ¿Por qué?. Y nadie puede explicar ¿qué pasó?, el por qué pasó lo que pasó, eso que hace a Eva blanco de castigos y venganzas para toda la vida. LA DAMA PUNK Tenemos que hablar de Kevin está basada en el libro de la escritora Lionel Shriver, nombre adoptado por Margaret Ann Shriver, hija de un ministro de la Iglesia (el tema de la culpa no viene solo) y contó con el guión de la singular directora Lynne Ramsay y su marido. El pasaje de la estructura epistolar de la novela a la simbiosis de color y sonido en que se transforma en el cine, genera el particular estilo que Lynne Ramsay elige para representar la estructura mental de la protagonista. Y es un hallazgo que habla de la experimentalidad y audacia de esta escocesa que no por nada es denominada por los jóvenes como la dama punk del cine. Filme intenso que enfoca la estructura familiar y su funcionamiento, de temas tabús como la noción de maternidad no aceptada y de los fracasos en la educación ante casos límites, "Tenemos que hablar de Kevin" más que plantear situaciones, instala preguntas, si esto puede ocurrir y si las relaciones patológicas tienen posibilidad de reversión. Lírica, aguda y absolutamemente original, la película pone en la mira el nombre de una directora notable, Lynne Ramsay, los de gente ya conocidas por el público argentino como Tilda Swinton en una performance excepcional, dos desconocidos de gran futuro, el adolescente Ezra Miller, músico y cantante y el niño Jasper Newell.
Eva (Tilda Swinton) vive en una casa derruida por el abandono y por la tristeza de un presente oscuro que arrastra, a su vez, un pasado de profundo dolor y una tragedia por la cual es la única responsable aparente. Pero, sobre todo, la existencia de Eva se encuentra partida en dos desde el nacimiento de su hijo, Kevin, alguien al que no pudo amar, un ser que pareció haber llegado a su vida para carcomerla. La extraordinaria interpretación de Tilda Swinton (Orlando, La Playa, Crónicas de Narnia) es una parte importante de la contundencia con la que este film pega sin anestesia al espectador desprevenido. Con un montaje que rompe el paradigma de lo que se supone debe hacerse para llevar adelante el relato de un drama clásico, la realizadora Lynne Ramsay trabaja la imagen de manera puntillosa pero sin apelar a esteticismos empalagosos ni atajos de pseudo arte (como los que pudimos ver en la reciente Drive). El resultado estético es formidable por la forma en que es funcional a lo que se está contando, por el modo en que cada poro de dolor de los personajes en juego se trasladan a la pantalla y al ojo testigo como un grito de urgencia. A través de diversos flashbacks que ilustran sobre ese pasado en el que se forjó el abominable presente de Eva, Kevin (que adquiere un tamaño descomunal en la actuación del pequeño Jasper Newell) es vehículo de las frustraciones, caminos mal transitados, miedos y angustias de su madre, quien a su vez no se ve entendida por su marido (el gran John C. Reilly), quien a su vez demuestra hacia su hijo una devoción que profundiza más las cicatrices. Tenemos que hablar de Kevin es mucho más que un drama hecho en Hollywood (esos plagados de golpes bajos y sobreactuado sentimentalismo), es una gran película sublimada por un elenco de nivel, a su vez dirigidos por el pulso firme de una realizadora honesta.
El mal de occidente Sabido es que Japón es uno de los paises con mayor tasa de suicidios del mundo. El japonés con problemas acaba con su propia vida. En los EE.UU., aquel que tiene problemas acaba con la vida de aquellos que están a su alrededor, y luego tal vez, si tiene lo que hay que tener, se suicide. A través de un relato deliberadamente teñido de una estética indie que logra saturar de la peor manera, la directora Lynne Ramsay se la agarra con la buena de Eva, exitosa editora de libros de turismo que lleva una vida felíz junto al exasperante Franklin, hasta que tiene su primer hijo. Abundan entonces las idas y vueltas en el tiempo para narrar cada momento en la vida de esta pobre infelíz a quien la autora del relato decidió hacerla sufrir lo indeseable. Si hay algo que destila este filme es sadismo, para con la protagonista y también hacia el espectador que asiste a cuanta humillación Eva pueda ser sometida. ¿Y por qué le pasa todo lo que pasa? Desde el inicio se insinúa una tragedia. La que comienza con el primogénito que de tanto llorar y llorar logra que su madre disfrute del ruido de un taladro en plena calle con tal de no escucharlo gritar. Un auténtico chico-problema, o lo que en nuestro argot rioplatense denominamos un "pendejo insoportable" que mientras va creciendo va adoptando una personalidad realmente satánica que muestra solo a su madre. Hay que destacar la actuación de Tilda Swinton quien encarna un personaje llevado al extremo al que es complicado acercarse, establecer cierta empatía incluso desde su fisic du rol, tan andrógino. Lamentable es el rol dado al siempre eficiente John Reilly, su personaje carece de profundidad, es apenas un boceto de lo que debería y por eso molesta más de lo que aporta. Los chicos que interpretan a Kevin cumplen con creces su interpretación de la maldad hasta que Ezra Miller corona al personaje como el adolescente sin límites que desata el horror. Película de difícil asimilación, con serios desórdenes argumentales, acaba siendo un manjar solo apto para masoquistas.
El profundo abismo rojo de Eva ¿Quién es Kevin? y ¿Por qué es bueno saber de él? Quizás sean algunas de las preguntas que se haga el espectador antes de verla. Pero la realidad, es un film que va más allá de todas las teorías que uno se pueda imaginar. La película basada en la novela homónima de la escritora americana Lionel Shriver, Tenemos que hablar de Kevin es un drama duro y muy crudo sobre la maternidad, la culpa y la imposible expiación. Tenemos que Hablar de Kevin Eva, interpretada por la siempre convincente Tilda Swinton (Io Sono L´amore), es una mujer que decide dejar sus ambiciones de lado para tener a su primer hijo, Kevin. A las claras, la relación entre los dos es tremendamente difícil, incluso de bebe, desarrollando Kevin una personalidad agresiva y manipuladora. Eva, irá creando una especie de depresión postparto que prospera en culpa e incomprensión hacia su hijo y complica seriamente las relaciones con su marido (interpretado por John C. Reilly), que parece no enterarse absolutamente de nada. Pero la "olla a presión" estallará, cuando a punto de cumplir 16 años, Kevin comete un acto que marcará no sólo a su familia sino también a toda la comunidad. Mientras Eva repasa todo lo ocurrido hasta el momento, en un intento vacío por entender que pasó, el espectador se sumergirá entre flashbacks y fusiones en esta historia apasionante. Tenemos que hablar de Kevin sorprende por su crudeza teñida de rojo, por una temática controvertida y por el duelo interpretativo que ejecutan sus dos actores protagonistas: la versátil Tilda Swinton y el casi desconocido Ezra Miller. Ambos, a través de unas miradas profundas que lo dicen absolutamente todo y escasos diálogos, dan en el centro con todo el dramatismo y brutalidad que la cinta requiere. Un punto a parte para el pequeño Jasper Newell, que interpreta a Kevin de niño con la misma fuerza que Miller, y cuenta con una serie de escenas determinantes para el desarrollo de toda la acción. Con una banda sonora estratégica que acompaña a la perfección a los desorientados y enfadados protagonistas de la historia. Tenemos que hablar de Kevin consigue transportar hacia una atmósfera asfixiante y roja que acompaña a Eva desde el nacimiento de Kevin. Gracias a su directora, Lynne Ramsay, la tarea está cumplida porque busca a través de cada plano y desenfoque, arrastrar al espectador hasta un abismo carmesí.
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Es una película perturbadora. La directora, lyne Ramsay, se basa en una novela de Lionel Shriver. Elige contar la historia de un adolescente que provoca una masacre desde el punto de vista de la madre. Una mujer de ojos apagados y el alma destrozada en una genial interpretación de Tilda Sinton, que soporta el desprecio de una comunidad, que sigue adelante no sabe cómo y se hace las preguntas políticamente incorrectas. En sus recuerdos, dosificados para provocar todo el terror, el espectador terminará de hilvanar y se quedará pensando, y mucho, en este film. Como Bowling for Columbine o Elephant pero desde otro ángulo. Destinado a provocar.
Tenemos que Hablar de lo Siniestro. Una mujer que responsabiliza a la maternidad de su no felicidad presente; un niño que crece sin uno de los alimentos más necesarios para vivir: el deseo maternal; un padre que hace la vista gorda frente al monstruo que se está engendrando; una sociedad reaccionaria que busca justicia basada en sensaciones pasionales.
Cómo y por qué se llega a la tragedia Cuesta reconocer que la infancia es la circunstancia clave del ser humano donde se evidencian las marcas que luego van a constituir la adultez. Antes se pensaba que el desafío tanto para los padres como para los maestros era la adolescencia. Pero hoy sabemos claramente que la niñez es la clave donde suceden los mayores conflictos e interrogantes. Tenemos que hablar de Kevin trata de esto, aunque el mayor problema de la familia en cuestión sea justamente no hablar y negar la existencia de una realidad a costa de la propia vida y de la ajena. Una pareja de clase media alta, con una buena relación entre ambos decide tener un hijo. Eva es una mujer plena en su relación amorosa y como profesional. Se dedica a escribir y editar guías de viaje, un trabajo bastante hedónico. Esta casada desde hace años con Franklin, un fotógrafo que trabaja en publicidad. Cerca de sus cuarenta años y tras muchas dudas nace Kevin, el producto de esa decisión. Desde el comienzo de su relación con el hijo, nada se parece a los mitos creados y mantenidos por hombres y mujeres desde que el mundo es mundo. Ella siente que Franklin prosigue su vida normalmente y ella debe privarse de placeres que le son importantes como el sexo, la gimnasia o el vino. El pequeño Kevin desde que nace será una prueba a la paciencia de la madre, que es en realidad con quien tiene el conflicto mayor, y a quien tortura sin pausa. Lo que comienza con llantos interminables, berrinches, escenas de histeria, va evolucionado lentamente hacia una violencia en principio invisible, que va adquiriendo con el correr del tiempo mayor visibilidad y mayor impunidad. Kevin piensa que todo el mundo gira alrededor de él y poco a poco aprende con mucha inteligencia a dominar el hogar con continuas demandas, ataques de ira, recurriendo a múltiples estrategias, con cinismo y falta de compasión. Estas marcas vienen acompañadas de una absoluta ausencia de culpa por el dolor que desencadena en el entorno, y de una incapacidad de empatía, mientras la madre que es su blanco predilecto boya entre el temor, la duda y el miedo a plantear una realidad, que no obstante la desborda, pero sigue siendo más fuerte mantener esa supuesta armonía familiar, incluso decidiendo la llegada de una hermana a esa casa, que en ausencia del padre se parece más a un campo sórdido de batalla, donde victimas y victimarios se acomodan cada vez en sus roles patológicos: Alguien que es sólo un niño pero que actúa como un monstruo. Ella, que hace intentos por establecer una relación emocional, cuyo resultado siempre es quedarse atónita y no hacer nada, ni imponerse, ni poner límites. El, absorto en su trabajo, típico macho que llega a su casa en busca del paraíso y de la propaganda de la familia feliz, de esas que comen pochoclo mientras miran la TV, y no percibe ni el agotamiento de la madre y minimiza hasta el absurdo la conducta del niño y desestima y malinterpreta los pocos comentarios de esta. El complejo de Edipo fue uno de los pilares sobre el cual Freud armó su teoría, en base a la tragedia de “Edipo Rey” de Sófocles. No solamente para la teoría, ya que es el eje pulsional con el que explica como se estructura la personalidad, sino de la clínica, ya que de su evolución depende la forma en que se presentan a posteriori las distintas patologías. Pero este desorden del comportamiento obedece justamente a una insistencia en intentar encajar en los viejos esquemas patriarcales. Mientras la demanda de la vida laboral hace que los padres permanezcan mucho tiempo fuera de la casa, y en consecuencia cuando arriban a ella, resulta mucho menos complejo y desgastador no poner límites, la mayoría de las veces porque no se sabe bien donde se encuentran. Y los niños que son como esponjas perciben la duda, el asombro frente a situaciones límites, la inacción y también la actitud de negación. Y de este modo van desarrollando al pequeño y terrible tirano. Todo esto sumado a una sociedad cada vez más consumista, que hace todo el tiempo el esfuerzo por paliar esa ineptitud con la inconmensurable oferta con que todos los medios nos bombardean. Complejo panorama, con temas tratados por Michael Moore en su documental Bowling for Columbine que tomó como punto de partida la masacre del instituto Columbine (el trágico tiroteo que tuvo lugar en 1999 en el Columbine High School) para realizar una reflexión acerca de la naturaleza de la violencia en los EE. UU. Donde se refirió además al erróneo concepto armamentista de la sociedad estadounidense y a su concepción del miedo. Acá el arma es un arco y una flecha que va creciendo de tamaño a medida que Kevin crece. Acontecimiento sobre el cual había ya había trabajado Gus Van Sant en el 2003, con Elephant. Aunque la estrategia de Gus Van Sant es exponer las cosas con un estilo más poético, donde no se explica demasiado aunque se diga todo. Es más, el título del film se refiere a la frase inglesa elephant in the room (es decir “elefante en la habitación”) usada para indicar los problemas enormes que todos ignoran a propósito. Una muy buena metáfora sin duda, que de otra manera remite a todo aquello sobre lo que no se habla. No obstante los aspectos sociológicos y psicológicos sobre condición, motivación y conducta desde su génesis los tenemos acá, porque Lynne Ramsay indaga sobre el contexto familiar y lo hace magistralmente. Basada en la novela de Lionel Shriver, el personaje de Eva intentará atravesar el duelo y todo lo que esto implica para la sociedad en que vive y donde es juzgada sin piedad. Narrada en base a continuos flashback que se entrelazan en un guión impecable y protagonizada por Tilda Swinton en una memorable actuación. Tenemos que hablar de Kevin es un film que no puede dejar de verse en un tiempo donde este tipo de patologías se multiplican sin tener el claro si se desencadenan por una falta de educación emocional de los padres, si obedecen a factores genéticos hereditarios o si es el resultado de un deteriorado esquema patriarcal en el cual se insiste resolviendo sobre la marcha lo que debería ser hablado y tratado con seriedad y responsabilidad. Este inusual thriller abre la reflexión sobre el tratamiento y el abordaje de lo que puede ser leído como un espejo de la ausencia de comunicación entre los integrantes de una familia tipo, o no. 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Hace ya unos años el director Gus van Sant sorprendía con un film duro, constituyendo temática socio-existencial, denunciando el uso indiscriminado de las armas, de la posibilidad, facilidad, para adquirirlas, y de las tragedias producidas por las mismas, como lo es en el caso de “Elefante” (2003), en manos de dos adolescentes. Sorprendía desde el estilo, la narración, el discurso, ya desde el titulo, pues la figura que representaba era la de un elefante en carrera y la imposibilidad de detenerlo, sólo matándolo, tal cual la imagen de una bola de nieve que comienza a rodar. Lo imprevisible de aquella realización era proporcional a la irreversibilidad de las acciones de aquellos jóvenes, hechos ocurridos realmente, ubicados en la tragedia de la escuela de Columbine, basándose también en el documental de Michael Moore “Bowling for Columbine” (2002). Toda esta introducción viene a cuento del filme que nos convoca, ya que trae directamente a la memoria los mismos hechos, pero en este caso a contraposición de las mencionadas, poseedora de una regular factura, previsible, y estéticamente pretenciosa. Tiene algunos agregados que podrían haber funcionado a favor del desarrollo de lo narrado, la trama paralela, que en realidad termina por ser la trama principal, dependiendo con cual de las dos historias el espectador termina por engancharse, identificarse, proyectarse, o lo que sea que pueda lograr, si lo logra. También funciona el otro cúmulo de variables en un film, como los son la presentación de las causas y la constitución familiar, pero realizado de la manera que se hizo termina por ser lamentable también esta variable. Ya desde la primera escena instala la idea de que todo lo contado lo será desde el punto de vista de la madre del personaje actante de la historia, no personaje principal del filme, como lo es Eva Katchadourian, (Tilda Swinton). Ella es la que nos narrara desde el recuerdo, el otro, el hijo, Kevin ya adolescente (Ezra Miller) será el que promueva las acciones. Una mujer que se dirige hacia una ventana abierta donde flamea una cortina, música empática, casi lúgubre, presagia los hechos, con movimientos ralentados del personaje. Corte a escena de ensoñación con Eva en medio de un festejo en una ciudad española donde predomina el rojo, ella nadando casi literalmente en un mar de tomate ¿Alegoría de la sangre? Por supuesto. Corte al presente. Ella vive sola en una casa pequeña de un pueblo pequeño, consigue un trabajo pequeño, en una pequeña empresa. Todo esto son los únicos pequeños detalles del filme. Lo demás es grandilocuente y pretencioso. Su casa es agredida por manos anónimas, son jóvenes, le pintan el frente de la casa con inscripciones de color rojo, nuevamente el rojo, pintura difícil de eliminar, la marca queda. Luego, el recuerdo de su vida anterior, familia bien constituida, su marido Franklin (John C. Reilly) y el hijo de ambos de muy pequeño. Ya desde la cuna, (estoy exagerando sólo un poco) Kevin demuestra ser la encarnación de la maldad, agresivo, petulante. El padre esta más ausente que presente, no por acciones sino por como esta presentado y desarrollado, gran desperdicio de un actor maravilloso que hace lo que puede con lo que le toca. A esto se suma la poca química que pueden generar la pareja parental, no sólo por personalidades, sino porque a priori nunca podrían hacerlo. Tilda Swinton es casi andrógina, indefinida, fría desde la apariencia en todas sus películas, Reilly esta en las antípodas, siempre aporta un plus de color, de carnadura humana a sus personajes. En ningún momento se los puede ver como la pareja feliz que intenta mostrar el texto al inicio temporal de la historia. Ella es una madre presente, hasta por momentos es cariñosa, hacendosa, el padre es rechazado de cuajo por el pichón de diablo que tienen como hijo. Pero esto, fundado en el principio del complejo de Edipo, nunca es observado ni presentido por ellos. Para congraciarse con Kevin, Franklin se acerca y promueve el lado más oscuro de su hijo y le regala en su quinto cumpleaños un arco y flechas. Que luego irán incrementando en tamaño y poder destructivo. Nadie se da cuenta de nada, sólo los espectadores. Nace la hermana, bellísima niña, la luz de los ojos de su madre, ya la conocíamos por obra del recurso del flash back, y esto hace eclosión en la personalidad de Kevin. La ultima pregunta que hace, y se hace, el personaje de Eva da cuenta que no hay peor ciego que el que no quiere ver. La tragedia ya estaba encaminada. Lo terrible de todo esto es que el titulo es lo que brilla por su ausencia en todo el filme, nunca hablan de Kevin, aunque sea menester y claramente necesario. Lo rescatable, lo único rescatable, son las actuaciones y el casting, la primera en manos de Ezra Miller, construyendo un Kevin adolescente increíble, sólo desde la mirada y lo gestual promueve el temor, en un segundo plano Tilda Swinton personificando una madre distanciada, fría, que intenta por todos los medios no serlo sin lograrlo, y por último el ya nombrado, y desperdiciado, John C. Reilly No agrega nada. Aburre, y para colmo es un filme violento, sádico por antonomasia, pero gratuito, vacuo, sin justificación de ninguna índole, ni desde lo estético ni desde lo estructural narrativo, y menos desde el guión, casi un gran clisé a esta altura.
ENEMIGO ÍNTIMO En su tercer largometraje –y el primero en diez años- la directora Lynne Ramsay construye un minucioso y angustiante relato sobre una madre y su vínculo con su perturbador hijo. Cuando Eva Khatchadourian mira el mundo, lo ve todo teñido de rojo. Cuando sus agudos ojos negros -por momentos el único rasgo vivo en su rostro impasible- escrutan la realidad, sólo perciben espectros, fantasmas y miradas acusadoras. Cuando repasa su vida, sus aciertos y errores, el amor y el espanto, no le queda más que un inmenso signo de interrogación. Eva era feliz con su libertad, sus viajes, su vida bohemia. Tenía un gran amor, pero no estaba en sus planes establecerse ni formar una familia, al menos no en el momento en que concibió a su hijo. No lo quiso mientras lo tuvo en su vientre, ni en el minuto en que salió de él. Y resultó ser que, como una cruel bofetada del destino, Kevin tampoco la quiso nunca. Poco importaron los esfuerzos genuinos de la madre por crear un vínculo con su hijo, por conquistarlo, por transmitirle su amor una vez que lo tuvo en su vida. El niño hizo todo lo que pudo para demostrarle que la rechazaba específicamente a ella y a su cariño. El llanto constante e insoportable del bebé devino en desplantes, caprichos y burlas, y más tarde en la destrucción sistemática de todo lo que la madre amaba. Con los saberes y herramientas que fue adquiriendo en cada etapa de su vida, Kevin desafió a Eva, descreyendo de ese amor maternal que sólo consideraba un hábito adquirido. Tenemos que hablar de Kevin es un recorrido espeluznante por la mente de esta mujer que intenta desentrañar cómo y por qué su hijo resultó un ser de maldad y muerte. ¿Fue su culpa, fue aquel desamor inicial el responsable de haber creado un monstruo? ¿Fue ella demasiado débil, demasiado permisiva frente a los comportamientos crecientemente destructivos de su hijo? ¿Fue ella una víctima más, o fue un victimario solidario? La de Eva es una mirada inquisidora, que no ahorra en detalles ni omite reconstruir sus propias equivocaciones. De hecho, los pequeños castigos cotidianos que se impone, la actitud de soportar pasivamente las agresiones y el escarnio a los que es sometida a diario, hablan de la responsabilidad que siente por las ominosas acciones de su hijo. Eva es una mujer que se sabe condenada –“Iré directo al infierno, sufrimiento eterno” les responde a unos predicadores que vienen a hablarle sobre la otra vida-, quizás porque ya su existencia es un castigo abominable. El desafío de la película es transmitir el oprobio de esta mujer, sugerir y presagiar el horror dejándolo fuera de plano, y la directora Lynne Ramsay lo logra con creces. Construye la mirada atormentada, por momentos alucinada, de la madre utilizando expresivamente el color –luces de neón, latas de tomate, un peluche, un árbol en flor, un frasco de mermelada (por nombrar sólo algunos ejemplos) tiñen todas las situaciones de rojo y transforman a la sangre en un personaje omnipresente, aún sin mostrarla explícitamente- y cargando de significado a determinados objetos. En este sentido, es muy elocuente el papel de Robin Hood, el libro que marca el momento de mayor cercanía en la relación madre e hijo, y que a la vez sirve como inspiración macabra para el desenlace final. Sumado a todo esto, la realizadora encuentra en la impresionante creación de Tilda Swinton a una mujer que ha sido literalmente despojada de todo, vaciada por dentro y por fuera; y en Ezra Miller y su rostro perturbador, al psicópata perfecto. Al cabo de este viaje por la tragedia, se hace evidente que la única fuerza que impulsa a Eva a seguir adelante con el mismo afán con el que pule las paredes de su casa e intenta quitar el tinte rojo de su vida -aún a sabiendas de que el rojo y su recuerdo volverán a cada momento, en todo lugar- es esa pregunta, la que cierra el film, la que gobernará para siempre su existencia y muy difícilmente hallará respuesta.
EL GERMEN DEL MAL Todo sobre mi hijo Lynne Ramsay es una directora escocesa que cuenta en su haber con tres largometrajes: Ratcatcher (1999), Morvern Callar (2002) y el film que desembarca en el día de la fecha en las salas argentinas: Tenemos que hablar de Kevin. Premiada en sus dos trabajos previos, Ramsay se caracteriza por su particular estilo y es una de esas directoras a las que es obligación seguir y mantenerse al tanto de en cuanto proyecto esté involucrada. No he visto sus obras previas (lo haré en los próximos días), pero se me hace la idea de que todos sus films se deben caracterizar por estrategias semejantes, como por ejemplo tener abundantes climas y sensaciones creadas a partir de un gran uso de la fotografía y una banda sonora perturbadora, como es en este caso. De hecho, esta es una película que, se podría decir, es perfecta desde el punto de vista formal. Desde la cámara hasta las actuaciones, del mecanismo a lo dramático, hay una perfección notable, se trata de un gran trabajo y un raro exponente de un género como el terror, dentro del cual se podría encasillar (aunque no es nuestra intención), en parte, este film. Sin embargo, por sobre este perfeccionamiento de recursos (y quizá gracias a él, ya que por momentos esta formalismo nos distancia del relato y resulta excesivo), hay ciertas falencias en el relato que hacen que el film pierda algo de credibilidad y se torne obvio y algo subrayado; sobre esto volveremos más adelante. Hay muchas cosas sobre las que se podría llamar la atención, no coincidir, incluso señalar como puntos débiles, pero aún así, indudablemente hay algo que no se puede negar, y eso es que Tenemos que hablar de Kevin cuenta con un buen trabajo de dirección, una destreza notable para generar atmósferas cargadas de horror, densas y sofocantes, bordeando el terror más puro, el terror a lo desconocido. A no saber de lo que es capaz la persona que tenemos al lado. El terror al otro. Eva y su hijo Kevin, una relación complicada desde el comienzo. Para dar comienzo a la descripción de esta película, creo que deberíamos dividir la trama en historia y relato. Primero la historia: Eva (Tilda Swinton) es una mujer que trabaja en una agencia de viajes y que, contra su deseo, queda embarazada de un niño. Desde pequeño, el niño, de nombre Kevin, presenta un notable rechazo hacia su madre, haciendo todo lo posible para disgustarla. Al crecer, el rechazo va aumentando gradualmente, hasta llegar al punto de convertirse en odio, puro y simple odio. Eva odia a Kevin y Kevin odia a Eva. Todo las maldades que hace el niño son (o al menos parecen, ya que siempre vemos todo desde el punto de vista de Eva) dedicadas a su madre, mientras presenta para con su padre una notable y, a los ojos de Eva, falsa amistad. Ya de adolescente (interepretado por Ezra Miller), su relación es sádica, bordeando incluso lo incestuoso (de manera latente, implícita), y todo lleva hacia un final que, previsto o no, es una exteriorización de los sentimientos de Kevin para con el mundo, y da razón de la naturaleza autodestructiva que presenta el joven desde sus primeros años de vida. El film (al igual al libro homónimo, escrito por Lionel Shriver, en el que está basado) presenta una estrategia narrativa clara, en la que el tiempo de la línea argumental no es lineal. Todo comienza una vez que Kevin ya ha hecho eso , ya ha realizado lo monstruoso. Eva vive sola, y a través de ella recordamos lo que ha sucedido, a modo de flashbacks, imágenes de su memoria. Así, nos enteramos de que tenía una familia, un marido, una hija y un hijo, Kevin. Y paralelamente, se narra la concepción del mismo y su juventud, desde que es bebé hasta su adolescencia, asistiendo así, nosotros, como espectadores de este desarrollo, el crecimiento de un sociópata. El relato entonces comienza con una imagen al comienzo indescifrable, pero que una vez que terminamos el film es siniestra, síntesis del horror de lo sucedido: una cortina de la ventana de un cuarto a oscuras moviéndose a la par del viento, al ritmo de los regadores de un oscuro jardín del que vemos sólo una mínima parte. Luego de esto, una imagen no menos aterradora invade la pantalla: gente, mucha gente, arrojándose salsa de tomate en una tomatina, festejo originario de Buñol, Valencia. Esta imagen, impactante, nos remite directamente a lo que nos quiere remitir: un baño de sangre completamente atroz en el que la protagonista se encuentra sumergida, arrastrada como si fuera su propia crucifixión. Así, estas secuencias funcionan como un díptico que a modo de prólogo nos introduce en lo que será una historia sórdida y, por momentos, desagradable. Eva, desde el comienzo, se encuentra frente a una situación argumental que funciona como metáfora a nivel de la historia. Los vecinos, furiosos con ella por lo sucedido, le arrojan pintura roja en todo el exterior de su casa y su auto. Así, Eva debe limpiar su casa hasta que no queden rastros de sangre, hasta que quede limpia, al igual que su conciencia. Porque es ella también la trastornada por lo sucedido, no sólo por ser su madre, sino también porque siente que esa atrocidad es fruto de su comportamiento, de su actitud hacia su hijo desde que estaba en su vientre. En este nivel metafórico, bastante obvio, es en el que se maneja esta película. Todo el simbolismo presente no es muy complejo, y de hecho resulta recalcado en diversas oportunidades. La presencia casi constante del color rojo colabora con esto, y resulta, en un punto, excesivo y redundante. El mismo está presente en el juguete rojo que vemos que tiene su hija, Celia, cuando al comienzo, mediante un breve flashback, vemos a Kevin con una pesada mochila a punto de ir para la escuela; también en la bola con la que juega (o intenta jugar) Eva arrojándosela a Kevin, en un intento de que éste haga lo mismo, al igual que en la mermelada que el joven se sirve en un par de tostadas y aplasta, como si fuera un ser vivo al que le estuviera aplastando el cráneo, o al pistola de juguete que Eva rompe a patadas luego de que Kevin le redecore la habitación (seamos sinceros, no quedó nada mal), casi la destrucción de un feto por parte de su portadora. Ezra Miller logra crear un personaje muy convincente, principalmente a través de su perturbadora mirada. Así, este simbolismo, que funcionaría mucho más efectivamente en menor medida, aquí resulta excesivo, al punto de perder toda efectividad. Lo mismo sucede con el personaje de Kevin de niño (interpretado por Jasper Newell). Este joven, con ceño fruncido y trompita de malo, que mira a su madre desafiante, resulta grotesco, y el grito de "¡Muere, muere, muere!" mientras juega a un videojuego de matanza con su padre está completamente de más. Muy distinto es del Kevin más grande, actuado con solvencia por Ezra Miller, que sabe aportarle al personaje un misterio y una carga de terror con su cara andrógina, digno hijo (ficcional) de Tilda Swinton. Es que lo que no parece quedar claro es que es mucho más terrorífico un mal sutil, disfrazado, disimulado e implícito, que algo explícito y completamente subrayado. Kevin no tiene por qué ser el mismísimo demonio desde que es bebé, y no hay necesidad de que veamos reflejado en su ojo el blanco del tiro con arco y flecha, un recurso demasiado obvio para hacernos notar su fascinación por este deporte y su relación con la masacre posterior. Es en estos momentos de metáforas evidentes y simbolismo vacío en los que la película pierde muchísima fuerza, y torna un relato que se encontraba desde el comienzo cargado de tensión por su manejo de la información en algo obvio y previsible. Un ejemplo de este recurso utilizado correctamente es el parecido de Eva y Kevin. El mismo, lejos de ser evidente como pareciera, resulta un aditivo interesante y le añade complejidad al relato, dando énfasis a la idea de que Eva es tan culpable como Kevin de lo sucedido, de que en ella hay una culpa de la que no puede escapar. "Puedes ser muy dura a veces" le menciona Kevin luego de una crítica de su madre. Ella lo mira sorprendida. "Y tú lo dices" . "Sí. Yo lo digo. Me pregunto de quién lo heredé" . Eva se hace la desentendida y se marcha, intentando escapar a esa verdad a la que luego deberá afrontar. Un método interesante para observar en este film es el uso de la comida. El tratamiento de la misma es muy particular: siempre se remite al asco. Ya desde el comienzo, con la secuencia de la tomatina, se deja en claro la sensación de desagrado con respecto al alimento. Y esto se hace claro avanzado el film. Cuando Celia pierde el ojo, Kevin, al momento de hablar sobre el tema con Eva, muerde un alimento redondo, blanco, muy similar a un ojo humano. Lo mismo con la ya mencionada secuencia de las tostadas, o con los huevos que come Eva, luego de encontrarse con una madre de uno de los muertos en el supermercado, o con los copos coloridos que Kevin aplasta con sadismo convirtiéndolos en polvo. Como mencionamos con anterioridad, el aspecto formal de este film es muy llamativo. La cámara siempre tiende a un contrapunto entre planos cortos, muy cerrados, con poca profundidad de campo, y planos generales muy abiertos, en los que los personajes parecen un elemento más del decorado. A través del travelling, se remite a la tensión, a lo que está sucediendo fuera de campo. La banda sonora, a su vez, es completamente inquietante. En el comienzo, las extensas notas de un sintetizador nos adentra en atmósferas muy logradas, al igual que en varios otros momentos del film. La utilización de elementos tanto diegéticos como la regadora de césped (ese sonido se queda grabado en uno al salir de la sala de cine) o extradiegéticos, como por ejemplo los aplausos en el momento en el que Kevin se entrega o cuando está en el gimnasio haciendo reverencias a un público invisible, aportan muchísimo a la tensión de la película. También cabe mencionar la música que por momentos utiliza la película. Esto se da principalmente en los recorridos en auto, en los que se filtra en la banda sonora temas llevaderos de blues o de Buddy Holly, con el objetivo de alivianar un relato que, de otra forma, sería casi imposible de ver de comienzo a fin por su densidad y lo tremendo de lo que se nos está narrando. Las actuación de Tilda Swinton es estupenda, en su papel de madre que debe lidiar con su culpa y responsabilidad de lo que hizo su hijo, y también destaca el papel de Ezra Miller, muy acertada elección. No se supo aprovechar bien a John C. Reilly, cuyo personaje es bastante básico, sin mucha profundización. De hecho, no aporta mucho a la trama excepto en su rol implícito de marido y padre, al igual que el personaje de Celia (interpretado por Ashley Gerasimovich), quien posee muy escasas apariciones. Eva y Franklin, interpretados por Tilda Swinton y John C. Reilly. En definitiva, un film que resulta interesante por su narrativa y por su ritmo visual y sonoro, definitivamente una experiencia para ver en pantalla grande. El libro escrito por la inglesa Lionel Shriver se trata de una novela epistolar, en la que mediante cartas que Eva le escribe a Franklin, su marido, se nos cuentan las cosas que vio de Kevin y su comportamiento enfermizo desde que es pequeño. Al final, nos enteramos que Franklin está muerto, asesinado por su propio hijo al igual que Celia, su hermana pequeña. Interesante y difícil labor la de llevar al cine una historia semejante. La directora Lynne Ramsay sale airosa del desafío aunque algo escondida detrás de las formas, detrás del suspenso del género, y no logra del todo aportar una visión propia de las cosas. Los puntos débiles del film son, como mencionamos, la estrategia algo evidente de suscitar terror en la anticipación reiterada de los hechos, casi como una guía al espectador como para que no se pierda en el medio y sepa que el final será tremendo. Es que por momentos, es como si esta película se proclamara la mejor experiencia de terror de la década antes incluso de llegar a la mitad del film. Rigurosa, evidente ejercicio de estilo, Tenemos que hablar de Kevin por momentos se olvida de que existen personajes y no sólo vehículos de emociones, y que a veces puede resultar mucho más impactante la construcción y evolución del mal que la cualidad innata del mismo.
La directora británica Lynne Ramsay es una de las más originales de los últimos años. Sus dos películas anteriores (Ratcatcher y El viaje de Morvern) mostraban una inusual sensibilidad para conjugar en la imagen lo cotidiano y lo extraño, y para crear un auténtico lazo de empatía entre el espectador y sus criaturas sin necesidad de seguir una narración tradicional. Lo mismo logra en este film sumamente intenso -en gran parte mérito de su actriz, la perfecta Tilda Swinton- donde se investiga la naturaleza del mal a través de la historia de un adolescente obsesionado con castigar a su madre, capaz de decisiones terroríficas. Es una película de suspenso, por cierto, pero tiene otra dimensión: la de investigar cuál es la verdadera naturaleza del amor familiar, y de preguntarse si existe por encima de cualquier otra cosa. Inquietante en lo formal y narrativo, tensa y atractiva, resulta de esas películas con mucha más tela para cortar una vez que se acaba la proyección.
Años han pasado desde el estreno de ese film pequeño y enigmático que I-Sat solía emitir, El Viaje de Morvern. Su directora, Lynne Ramsay, estuvo ausente de las pantallas cerca de una década y su auspicioso regreso llega de la mano de Kevin, un joven que dio y dará que hablar. Con él aborda una problemática propia de la época, enfocándose en una parte de la ecuación que hasta el momento era ignorada. En cualquier caso de violencia hay dos caras, la víctima, aunque aquí son muchas más que una, y el victimario. Pero qué ocurre con la familia del segundo, aquellos que se ven afectados por las consecuencias de los actos del primogénito, a la vez que son considerados culpables por dar origen a tan pernicioso mal. En esa fina línea se sitúa We need to talk about Kevin, película que sigue a Eva, la mamá de la bestia. Como si se tratara de un demonio, Kevin pareciera haber nacido siendo malo. No hay ningún acontecimiento que defina su existencia futura, no es víctima de abusos y vive junto a su familia acomodada en una gran casa de los suburbios. Hay cierta indefinición en torno al desarrollo psicológico de este joven, un psicópata desde su edad más temprana, capaz de ser un niño dulce y bueno a los ojos del ausente padre, a la vez que un diablo reencarnado para la cada vez más trastornada madre. Ramsay amaga con ciertas imágenes que dan cuenta de maltrato psicológico por parte de Eva, una mujer a quien el hijo pareciera haberle interrumpido sus planes de vida. La directora, no obstante, acaba por quedarse con cierto enfoque propio del terror, una semilla de maldad cuyo florecimiento se va gestando a lo largo de los años. La trágica ebullición adolescente de ese lado oscuro pareciera seguir un camino lógico trazado desde la infancia, un desenlace esperable al que solo le faltaba conectar ciertos circuitos para detonar. Entre los muchos aciertos de la película cabe resaltar la creación y el sostenimiento de una atmósfera asfixiante, impulsada por buenos manejos de los tiempos y los silencios, así como apreciables detalles de edición y sonido. Es destacable además la entrega plena de Tilda Swinton a su personaje, con el que ofrece una formidable interpretación que se ve complementada con la buena elección de casting con Ezra Miller, un joven de rostro afilado y mirada sombría al que el rol de Kevin le sienta bien. Con su narración no tradicional, Lynne Ramsay ofrece una de las grandes películas del último año, un retrato detallado, duro y visceral sobre la faceta olvidada de una tragedia.
El mal como posibilidad A Caro, mi novia, porque hay veces que las películas se ven, se sienten, se hablan y se escriben acompañado. Hay films que abordan el género del terror lateralmente, desestabilizando al espectador desde lo cotidiano, haciendo que lo que parece rutinario, común, adquiera dimensiones terroríficas. Podemos pensar en, por ejemplo, Elefante y La mujer sin cabeza, con sus miradas sobre las instituciones, los ritos, el poder, la vida y la muerte, que introducían un clima turbio a lo que parecía claro y transparente, detectando el mal, incubándose, donde sólo parecía reinar la quietud y la tranquilidad. Desde el principio, Tenemos que hablar de Kevin se inscribe en esta tradición, dándole al común agitar de unas cortinas un contenido horroroso, o mostrando un momento de felicidad de Eva, la madre encarnada por una magnífica Tilda Swinton durante uno de sus viajes. Esa misma madre que nunca consigue aceptar su rol y que, principalmente, nunca alcanza a amar verdaderamente a su hijo. Ese mismo hijo que luego toma su arco y flecha, usando a sus compañeros de colegio como blancos de práctica. El terror que va delineando el film de Lynne Ramsay (quien ya había probado que podía desequilibrar a través de su puesta en escena con El viaje de Morvern), en una historia que va y viene entre el antes, el durante y el después de la tragedia, es tan fragmentario como calculado y preciso. Vamos viendo como, poco a poco, el Kevin del título se va convirtiendo en un monstruo, rivalizando permanentemente con su madre, quien nunca puede comprender a lo que se enfrenta, y con la ayuda involuntaria de un padre negador. Esa monstruosidad se va hilvanando poco a poco, sin prisa pero también sin pausa, a través de pequeños pero terribles momentos: el hijo que no quiere jugar con la pelota; o que rompe cosas; o que estropea las paredes de un cuarto; o se hace caca a propósito; o lastima a su hermana; o colecciona virus de computadora. Actos comunes, casi naturales en cualquier niño, pero que aquí son vistos desde otra perspectiva, en la que una simple acción destructiva preanuncia otra, y otra, y otra más, como un camino trazado de antemano hacia un inevitable final. Tenemos que hablar de Kevin no es precisamente sutil, a pesar de lo ajustado de su puesta en escena. El rojo invade la imagen todo el tiempo, a través de una mermelada en el pan, la pintura roja en una casa, las manchas rojas en una pintura, las luces y, finalmente, la sangre. La abundancia de primeros planos y planos detalles es inmensa, acrecentando la claustrofobia. Los efectos de la violencia son expuestos sin vueltas. Se pasa de secuencias casi oníricas, unidas a la felicidad, a pesadillescas. La música infunde temor o actúa de forma irónica zambullendo rápidamente al espectador en la sensación buscada. Los personajes son transparentes en sus comportamientos y diálogos: agreden, ignoran, manipulan, callan para eludir el enfrentamiento. Es esa misma brutalidad la que le permite al film imponerse como experiencia. No deja de ser llamativo cómo Tenemos que hablar de Kevin se va constituyendo en una película sobre la culpa y los niveles de responsabilidad, partiendo de la base que los padres nunca se sientan, precisamente, a hablar del hijo. La historia está vista en su totalidad desde el punto de vista de Eva, quien, impotente, intuye lo desajustada que es la realidad de su familia (y en especial del vínculo materno-filial que establece), pero a la vez nunca puede escapar de ese escenario. Todo relato necesita de un protagonista con quien identificarse, aunque en este caso cuesta sentir empatía por Eva, no sólo por su falta de amor por Kevin, sino incluso por su resentimiento hacia él. Aún así, esa identificación termina surgiendo porque Eva, a pesar de por momentos incurrir en frases o conductas casi imperdonables (como cuando le dice al hijo que si él no hubiera nacido ella estaría de viaje en París), tiene, antes que nada, una patética dignidad, proveniente de su inquebrantable e infructuoso deseo de ser una buena madre. Eva es, ante todo, una mujer, una persona común, simple a pesar de su intelectualidad, que puede fallar como cualquiera. Su fracaso es tan estrepitoso como humano. Ramsay afirmó en diversas entrevistas que su obra no pretende ser un fiel reflejo de la realidad, remarcando el carácter de ficción y planteándola como una hipótesis. Y es cierto, Tenemos que hablar de Kevin está enmarcado como un escenario cuasi irreal, como un enunciado que debe ser todavía probado. Pero a la vez, el ser una hipótesis le da calidad de posibilidad, de chance de poder ser. Esa probabilidad latente que es la película termina golpeando como un martillazo.
La muerte en vida "We need to talk about Kevin" es una de las películas más aterradoras que vi en mi vida. La historia es tan siniestra que hace que cualquier bosta de exorcismos baratos que andan por la cartelera (sí, estoy hablando de vos "Con el Diablo Adentro") parezca una comedia de Ben Stiller. Lo 1ro que hay para resaltar es la narrativa de la historia, fabulosa, intrigante rompecabezas que va tejiendo una estructura que vuela los sesos y hace crecer escena a escena el nerviosismo y el horror. En este aspecto un aplauso para la directora Lynne Ramsay, que supo tomar una buena historia y agregarle un plus cinematográfico espléndido. Por otro lado, pero relacionado a la trama, tanto el libro como el guión adaptado juegan a la perfección con la idea de ¿La maldad de una persona, está influida por el comportamiento de los padres o puede ser que simplemente haya una maldad innata en ciertas personas? Este planteo lleva al espectador a estar muy atento a lo que sucede en ambas partes, como lidian los padres con el problema y como va evolucionando el comportamiento del hijo. Es una de las pocas películas que conjugan el drama y el terror de tal manera que se genera un combo poderoso y terrorífico. Kevin podría ser el nene que va al colegio con mi hermanito, con mis hijos, con mis sobrinos... quizás compartí el colegio con un Kevin que no llegó a explotar, quizás todavía pueda hacerlo. El pibe es un pendejo de mierda, intolerable, pero a su vez es una mente maestra, un genio seducido por la maldad que nos hipnotiza y nos atrae hacia la trampa, aún sabiendo que va asesinarnos. Por último, se habrán hartado de leerlo pero Tilda Swinton es sencillamente INCREÍBLE. Su trabajo interpretativo es el corazón de la película, y sin este componente, "Tenemos que hablar de Kevin" sería otro buen film de suspenso y nada más. El proceso de muerte en vida del personaje que compone es excelente. La escena cuando comienza a creer que su hijo puede cambiar es desgarradora. A los amantes del cine netamente comercial puede llegar a parecerles un poco lenta de más, pero si se dejan atrapar por su historia, van a entretenerse y horrorizarse en iguales proporciones, habiendo asistido a una experiencia que los dejará pensando.
Apenas empieza este film somos testigos del desmoronamiento de una persona, de cómo ella es la sombra de lo que fue. Las pesadillas aparecen claustrofóbicas cuando eran felices y el ayer y el hoy se mezclan sin piedad para desarmarla. Eva es una madre y como tal quiere amar a su hijo pero algo ha sucedido que la dejó en un estado catatónico. No es que ella sea indiferente, es que cada vez que se siente feliz o que va a poder salir adelante, alguien en el pueblo está dispuesto a recordarle lo que ella engendró. Siempre con una fotografía que resalta los rojos, la sangre parece perseguir al personaje. Cuando ve a su hijo, este es capaz de despedazar de una forma intimidante a sí mismo con tal de alejarla. El tema siempre será el mismo: Eva siempre supo quién era Kevin y sin embargo no lo detuvo. Otro dato interesante es cómo pinta a John Reily, el padre del chico, siempre con esa postura de que "acá no pasa nada", apoya la idea de que ella siente que es mala madre, que no está sabiendo manejar las cosas. Pero no hay psicópata que no sepa jugar sus fichas. La banda sonora nos muestra canciones alegres, románticas, que nos sitúan en un pueblo pequeño que no está dispuesto a absolverla. ¿O es ella la que no va a hacerlo? Lynne Ramsay, quien tiene una trayectoria importante en cortos, nos lleva al corazón mismo de los chicos con problemas. Acá no hay una búsqueda por tener excusas y en el hecho de que ella sea la narradora está la bestialidad de él y la culpabilidad de ella. Honestamente, la película tiene mucha muñeca y Tilda Swinton está espectacular. La genialidad del chico, de cómo tomarlo con esas cejas tan pronunciadas y siempre con esa mueca casi irónica en la que se cree que está tramando algo tremendo funciona espectacular. Pero te deja de cama. Lo pensaré muy bien si quiero volver a verla…no es para días grises.
Paradojas de parir al niño maldito Si hay un cochecito, de esos que son grandes, con techito, es porque -claro- hay un bebé dentro. Pero también porque, si se trata de una película, la referencia es El bebé de Rosemary. Entonces: Tenemos que hablar de Kevin como secuela -que no es- del film de Polanski. Con Tilda Swinton como Mia Farrow: flaca, taciturna, ojerosa, pálida. En verdad, el vínculo cinéfilo dice y no dice. Por qué el niño, el adolescente, el hijo "querido", hace lo que hace no puede saberse. Sino sólo que lo hace. Como un rompecabezas destrozado, el film de Lynne Ramsay (El viaje de Morvern) dispersa sobre rojo sus piezas: pintura, salsa de tomate, celebración, Malbec, sangre, primer embarazo. Con una gillette, Eva rasca el rojo sucio del vidrio, castigo que sobrelleva sobre sí, sobre su casa, sobre su automóvil. Sola, cree todavía en algo que averiguar. Que le permita entender, o volver a creer; en este sentido, el momento del baile de Navidad, cuando el amigo de oficina se acerca a su oído a decirle lo que dice, quizás sea lo más espantoso de todo lo sucedido o por suceder. De manera tal que Kevin -el bebé, el niño, el adolescente, el primer hijo, el hermano mayor- deba ser ese interrogante que concita tanto, que dice nada, que odia todo. Carita de desdén que encuentra filiación con la niña de La mala semilla (1956), de Mervin LeRoy. Hay algo, en este sentido, que persiste sobre cine y suelo norteamericanos. "Amo Nueva York" dice Eva, "pareces una calcomanía" replica su marido (John C. Reilly). Ironía que luego es estampa, allí cuando Kevin salude a un público invisible, dentro del estadio de básquet del colegio, con la bandera estadounidense como rótulo sobre la pared, minutos antes de iniciar el gran show, su acto final. Colegio que también es nido siniestro, depositario que un mundo adulto prevé para sus adolescentes. Ambito para una violencia adquirida, tal vez, de manera genética. (Hay un diálogo entre madre e hijo de feliz coincidencia al respecto, con los gordos como víctimas). Con tantos ejemplos como noticias de diario se saben, con el recuerdo de Columbine como vector, a su vez, del film de Michael Moore: Una nación bajo las armas (2002), Tenemos que hablar de Kevin se suma a esta lista de títulos dedicados a indagar en el "ser americano". Así como Gus Van Sant también lo hiciera desde su notable Elephant (2003). Con una narrativa dada desde la atracción y repulsión. Las imágenes dicen de maneras imprevistas. Con falsos raccords. Entre tiempos diversos. Tejiendo la historia desde su desenlace y su inicio, como un juego -se apuntaba- de piezas rotas y yuxtapuestas, con el rojo como vínculo adherente, con el sonido como disparador de asociaciones varias. La palabra (roja) "exit" (salida) aparece en varias escenas para dar paso a no más que a otra puerta de laberinto. Y un desenlace que puede entenderse como el relevo emocional y materno respecto del que Polanski ya provocara con aquel -otro- hijo demoníaco.
La raíz del odio y sus consecuencias En “Tenemos que hablar de Kevin”, de la directora escocesa Lynne Ramsay, la historia, los personajes, el ambiente, la imagen, la forma en que está narrada y el montaje, son un todo articulado, una unidad de sentido que muestra pero no explica por qué a veces suceden cosas que van más allá de lo previsible o de lo considerado normal. El film se centra en la relación madre-hijo, entre una joven madre primeriza, Eva (Tilda Swinton) y Kevin (Ezra Miller) su primogénito, un niño raro. El relato no sigue un discurso lineal, se va desplegando a la manera de un rompecabezas en el que las piezas van cayendo de manera caótica, dislocada en el tiempo y el espacio. El tono de tragedia se respira desde el primer plano y se mantiene en altos niveles durante toda la película hasta el final, y sumerge al espectador en un estado de inquietud, a veces de rechazo. Esos sentimientos son los que manifiesta Eva hacia su hijo, incluso desde antes del parto. Ambos mantienen una relación tensa, de mutua agresividad, fría y a menudo perversa. El padre, Franklin (John C. Reilly), es apenas una figura secundaria que suele poner un poco de equilibrio, funcionando a veces como el factor que aparece para descomprimir la siempre alterada relación de la madre con el hijo. Ramsay apela también al uso de íconos y símbolos, que refuerzan el mensaje de disfuncionalidad que afecta a la familia, a la que se agregará, años después, otra hija, una niña de conducta más normal, pero que será una de las primeras víctimas de la violencia de su hermano mayor. Frialdad, un orden maníaco, ausencia de alegría, sentimientos de furia reprimida, son las características del hogar, aun cuando Franklin, un mediocre y simplón, trata de poner a veces un toque de sentido común. Pero es evidente que ni entiende demasiado lo que está pasando en el seno de su familia ni se hace cargo tampoco de la gravedad de lo que se está gestando, de modo que cuando todo estalla finalmente, sucumbirá también como el resto de las víctimas del joven. Porque hay que decir que lo que intenta Ramsay, a partir de la recreación de la novela de Lionel Shriver, es escudriñar el entorno familiar del protagonista de una matanza en un colegio secundario de Estados Unidos. La idea dominante es que el problema quizás tenga el origen en la falta de sentimientos maternales de esa mujer escuálida y gélida. La cuestión es que Kevin crece de una manera diferente al resto de los niños, tiene dificultades para incorporar el lenguaje, dificultades para controlar esfínteres, dificultades para expresarse, pero se revela como un frío y calculador manipulador, que se va de las manos de sus progenitores y de todo el sistema, provocando una tragedia que nadie supo prevenir a tiempo. Olla a presión La película parece pensada a la medida de la capacidad histriónica de Tilda Swinton, que construye el personaje exacto que la historia requiere, y también es de destacar la interpretación de Ezra Miller, con su adolescente terriblemente perturbador y hasta por momentos, repulsivo. Sin atenuantes, finalmente madre e hijo se enfrentan cara a cara y se hacen cargo de su mutua desgracia, sin atisbos de redención, dejando la impresión de que esa olla a presión que son esos indescifrables sentimientos que los unen pueda volver a estallar en cualquier momento. El punto de vista es despojado y no toma partido por ninguno de los personajes, simplemente muestra lo que quizás nadie quiera ver.
Publicada en la edición digital de la revista.
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Rojo profundo Tremenda y abrumadora experiencia la de ver este filme de la directora Lynne Ramsay, acaso un crítico utiliza la misma definición para orientar sobre un filme light, pero en este caso es a la inversa: nada más pesadillesco, oscuro, denso y duro de digerir que esta producción que toma un tema muy actual: la violencia adolescente, y que además habrá más tela por cortar ya que se puede sumar aquello de los hijos no deseados, y otros accesorios dentro del guión que dejarán serios planteos en el espectador. El pequeño Kevin desde niño es manipulador, insolente y psicopatea a su madre -lo opuesto es con su padre-, y que ergo deriva en un púber monstruoso que estará signado por la fatalidad, dentro de una sociedad tan desesperadamente alienante como su entorno. No hay posibilidad de mejor rostro desolador y sufrido al extremo, en una aguda realidad que la desborda, que el de esa inmensa actriz que corporiza a la madre llamada Tilda Swinton, que rodea su presencia de tonalidades rojas. Roja es la "Tomatina" popular en España que abre el filme, y roja es la pintura que arrojan los vecinos en la propiedad de la mujer, rojo destino, rojo sueño delirante que se hará realidad, rojo desenlace que tendrá la historia. Por estos tiempos, donde tanto se habla y se escribe acerca del "bullying" -el acoso escolar-, donde abundan los transtornos compulsivos y las patologías se multiplican caóticamente, donde la familia sigue siendo el germen del adulto del mañana -sea para bien o mal de la sociedad-, sería bueno que intenten ver este gran filme, meritorio por cierto pero absolutamente duro.
El demonio en casa En principio, el argumento de Tenemos que hablar de Kevin se anticipa interesante. Queriendo comprobar que el rubro "masacre escolar" no fue agotado sociológicamente por Michael Moore ni artísticamente por Gus Van Sant, la escocesa Lynne Ramsay aborda el tabú con la consigna (adaptada de la novela de Lionel Shriver) de contarlo todo desde la mirada de la madre de quien será el asesino de sus compañeros. Así, las idas y vueltas temporales muestran la convivencia hogareña con el Kevin bebé, niño y adolescente, hasta que sucede lo inevitable. Pero una vez plantada la temática, la película, en plena fuga de los antecedentes fílmicos mencionados, termina contando otra cosa: Ramsay no pretende en ningún momento explicar los antecedentes psicológicos o familiares que pueden haber desencadenado el asunto, no intenta atisbar el origen posible de la matanza. Lo que cuenta es otra cosa: apoyada en el gran trabajo de Tilda Swinton, el filme aborda el inexplorado terreno cinematográfico de la desolación que sufre una madre cuando su hijo no conecta con ella, la repugnancia de haber dado a luz a semejante criatura perversa que ya de bebé la mira con una maléfica intensidad. Esa soledad desesperada y ese vínculo extrañado entre ella y su hijo es lo mejor del filme, que mantiene sagazmente en un segundo plano al padre (John C. Reilly) y a la hija menor (Ashley Gerasimovich). Pero las muecas y los actos mefistofélicos del Kevin mayor (el ascendente Ezra Miller), el más próximo al episodio sangriento, sumergen súbitamente al filme en una atmósfera de terror, con el suspenso de entrecasa ante cada próximo paso inaudito que dará "Chucky" Kevin. El problema de Tenemos que hablar de Kevin radica desde un comienzo en su causalidad viciada, ya que parte de una premisa que no cumple (¿para qué el contexto de matanza de secundario, frente a un niño que ya nace endemoniado? ¿Por qué el moralismo ulterior, si todo responde a una maldad casi sobrenatural de quien bien podría haber nacido del vientre de Mrs. Rosemary?). Por eso, la naturaleza inclasificable de Tenemos que hablar de Kevin es también su propia trampa. Como thriller tal vez sea un hallazgo, pero entonces la cruzada a lo Columbine no es más que una carnada.
Una película para debatir entre todos Tercer largometraje de la cineasta Lynne Ramsay, nacida en 1970 en Glasgow, Escocia. Los anteriores fueron Ratchatcher (1999) y Morvern Callar (2002). Ambos son perturbadores dramas que rozan el terror. Tenemos que hablar de Kevin tampoco le va en saga. Es la adaptación de la novela de Lionel Shriver, que trata sobre las relaciones maternofiliales, a partir de un episodio similar al de Bowling for Columbine (2002), de Michael Moore, y Elefante (2003), de Gus van Sant. El filme está organizado en base a flashbacks. Comienza con la visita de Eva a su hijo Kevin, a punto de cumplir dieciocho años y dos de permanencia en la cárcel por una masacre que ejecutó contra compañeros de su colegio. Pero el filme no explora el crimen, sino apenas los momentos previos y posteriores de ese trágico episodio. El interés de la directora está puesto en desentrañar por qué Kevin llegó a cometer ese acto criminal. El relato vuelve una y otra vez al pasado para reconstruir la relación de amor-odio de Eva con su hijo. Y de éste con su hermana menor Celia y con su padre Franklin, un hombre bonachón, afectivo, pero negador, que desestima la preocupación de su esposa por la conducta de Kevin. La verdad primera es que Eva no ama a su hijo y en "respuesta", Kevin revela desde muy chico un comportamiento perverso. Los breves interludios de ternura filiales son, casi siempre, pausas estratégicas que preanuncian nuevas embestidas de creciente violencia. La directora definió claramente su propuesta: "No es una película realista. Es una película hipotética. Qué pasa si no amo a mi hijo. Qué pasa si él se da cuenta y se venga. Qué pasa si mi hijo es un monstruo. Es un filme sobre un tema tabú, y por eso es perturbadora". Una cuestión secundaria, pero no menor, es la respuesta de una comunidad impiadosa hacia Eva por el crimen cometido por su hijo. Inclusive de parte de sus nuevos compañeros de trabajo en una agencia de turismo, donde ella trabaja no sólo para subsistir, sino también para afirmarse moral y psicológicamente. Escasean los diálogos, porque es más una película de miradas y silencios reveladores, en una casa bella y espaciosa, con un amplio jardín donde Kevin practica tiro al blanco con un arco que le regaló su padre. Un acierto de la directora es el recurrente uso del color rojo, desde una inicial tomatina valenciana, para prefigurar el episodio criminal. Y otra baza es la actuación de Tilda Swinton como Eva, que le significó el premio del Cine Europeo como mejor actriz. Tenemos que hablar con Kevin es también un filme para debatir con la participación de padres, psicólogos y psiquiatras.
Esta película (¨We need to talk about Kevin“, Lynne Ramsay, 2011) viene precedida de cierta polémica, pero no por méritos propios, sino por el contenido del libro que dio origen al film. Y el conflicto en los lectores estaba dado en varios ámbitos, siendo el más relevante, el cuestionario que deriva de plantearse qué pasa cuando no hay vínculos entre una madre y un hijo. Tu propia sangre, alguien que pariste, no te quiere, y aunque ella lo fuerce, no parece funcionar. Y no porque sea mala persona, sino porque tu hijo es un engendro de maldad. Simplemente, la maldad por la maldad. Algo inherente al sujeto y que no tiene explicación. El film de Lynne Ramsay toma otro camino, pero rescata la pregunta primordial: ¿cómo tu hijo se convierte en alguien malvado sin que te des cuenta, o (y ésta es la pregunta más dura) sencillamente nació con el germen de un alma negra? Sin embargo, esta película brilla por sí misma. Y se ilumina por la portentosa interpretación de Tilda Swinton, una actriz que hace tiempo está pidiendo un protagonismo que los grandes directores vivos no han capturado aún. No es que se descubra en este personaje, pero su caracterización enaltece el relato y lo torna más interesante, porque a través de sus miradas, de sus silencios, hacia su propio hijo, va transmitiendo ese cúmulo de sensaciones que pesan sobre una mujer atormentada y confundida, que no tiene la oportunidad de transformarse en la madre a la cual toda mujer aspira de forma instintiva. John C. Reilly, está correcto en su papel del padre que no sólo se mantiene ajeno a la dicotomía madre-hijo, sino además de aquél incrédulo que niega con tozudez lo evidente, que su vástago es un sociópata que sólo guarda las formas para sobrevivir y engañar al resto, menos obviamente a quien lo trajo al mundo. Un padre egoísta ante los temores de su mujer, que se ciega más por comodidad que por convencimiento. Tenemos que hablar de Kevin poster 420x600 Tenemos que hablar de Kevin cine Sin duda que quien se lleva el palmarés, es Ezra Miller, joven actor que transmite a través de sus gestos la indiferencia y desprecio que le produce su entorno. Una familia modelo, pero vacía, donde el concepto de lo normal, no encuadra con su torcida lectura de la vida, la cual simplemente no termina de escribir. Ahora bien, el envoltorio puede traer a engaño. Una fotografía cargada al rojo, algo obvia por lo que busca proyectar en el epílogo, pero que contrasta con una música incidental acertada, a cargo de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead, quien reincide en las bandas sonoras, donde sólo conoce de buenas elecciones. Resulta curioso que la película busque no sólo no juzgar a la progenitora, sino exculparla por las conductas de su hijo, pero mostrando a su vez cómo la sociedad sí lo hace de manera brutal, inquisidora, recayendo en ella la mochila de piedras, de haber parido a un ser que sólo destila maldad. Esta es una película dura, que carga en los hombros de la madre el estigma de la culpa y el arrepentimiento constante, por algo que pudo hacer y no hizo. Creo que algo le faltó en el relato, pero que no desmerece algo notable, el cómo contar una relación familiar y transformarla en un thriller psicológico potente y oscuro. Resulta más inteligente hacer las preguntas adecuadas, que intentar responder cuando no te convences de la sustancia de esa respuesta. Y en eso, este film, hace lo primero.
Tenemos que hablar de Kevin es, paradójicamente, casi una película muda. Y es que de eso se trata: una familia sin diálogo que construye, o deconstruye, la personalidad de un sociópata. Una joyita del cine – arte. “Tenemos que hablar de Kevin” es la historia de la madre de un adolescente que asesinó a sus compañeros de secundaria. Eva (Tilda Swinton) intenta atravesar el duelo y los sentimientos de responsabilidad por las acciones de su hijo. La idea de este film puede resultar interesante e inquietante a la hora de conocer como decide abordar la directora esta temática tan complicada y mediatizada en los últimos tiempos. Y es justamente este condimento el que hace efectivo todo el relato. Lynne Ramsey plantea la construcción de una historia a través de flashbacks continuos en los cuales vamos conociendo la historia de esta familia y la destrucción del personaje de la madre. Con una carga simbólica muy fuerte, la historia va hilvanando diversas situaciones conflictivas y breves diálogos en los cuales la relación madre-hijo es muy clara: no existe autoridad, ni predisposición, ni aceptación mutua. Kevin es el fruto de un enamoramiento fugaz, y complica la vida de su madre desde el comienzo. El rechazo que denota Eva en primera instancia, no hace más que acrecentarse a lo largo del filme y Kevin toma esto como revancha: él tampoco la acepta y hará de todo para demostrarlo. El parecido físico y gestual de Kevin y Eva no es un dato menor, y es un logro más de la directora. Ellos se pueden ver reflejados, cada cual es lo peor del otro y, a su vez, lo mejor. En cada gesto de ella se puede ver el esfuerzo que hace por controlar a su hijo, y no dejarse llevar por los impulsos y en cada gesto de él se ve el rechazo, una mente que está pensando y planeando cada movimiento hasta dar el batacazo final. La carga de símbolos, las brillantes actuaciones y el relato a través de flashbacks le suman una impronta a este filme que lo enriquece y lo hace llevadero. Necesitamos ver que pasa, como continúa y, sobre todo, como termina. De otra forma, quizás, hubiese sido tediosa. Un gran filme para ver, analizar y replantear.
Maldad, locura y desamor ¿Es la mente de un desquiciado asesino el resultado de un estado cerebral por naturaleza o de la impronta dejada por su infancia y sus padres? Así golpea desde el comienzo Tenemos que hablar de Kevin (We need to talk about Kevin, 2011). Dirigida por la cuasi ignota Lynne Ramsay (medianamente conocida en la industria por su breve filmografía basada en varios cortometrajes), el film explora le mente de un asesino serial y la relación con su madre, como así también el terror y el odio se funden en una sola cualidad de la persona que engendró al pequeño monstruo. Desde el comienzo la expectativa frente a la pantalla es brutal. El espectador sabe que Kevin cometió alguna atrocidad (sin imaginarse cuan lejos llegó). La primera metáfora visual que muestra a Eva (Tilda Swinton), la madre de Kevin (Ezra Miller), rodeada de cuerpos rojos saboreando y festejando la tradicional tomatina española, es una leve preparación ambiente para lo que espera el transcurso de la película. Eva, una escritora de viajes con fugaz éxito, empieza a notar un comportamiento extraño en su primogénito Kevin. Franklin (John C. Reilly), padre del pequeño, muestra un contundente desinterés empañado por la invención de diversas excusas sobre el comportamiento de su hijo, lo que lleva a Eva a luchar contra la crudeza del perverso Kevin. Mediante sucesivos flashbacks la historia va entretejiendo anécdotas que no dejan en claro si fue el desapego de Eva hacia su hijo lo que generó ese instinto asesino o si la maldad es algo innato en él. La sublime fotografía, llevada a cabo por Seamus McGarvey (quien también haría un gran trabajo en Los Vengadores), deja a la vista un color rojo tenue que acompaña la retina del espectador durante casi toda la historia y enfatiza los momentos claves del film. Otro aspecto intachable son las interpretaciones. Actuaciones que por si solas justifican la visión de la película. Tilda Swinton encarna una excelente Eva, frustrada e incapaz de entender lo que hizo su hijo mientras lucha por ser nuevamente aceptada por la sociedad, que la ve como la persona que crió al monstruo de la ciudad. John C. Reilly hace lo suyo de manera aceptable, como el padre inhibido que hace oídos sordos a los complejos de su hijo y cualquier excusa alcanza para aprobar su comportamiento. Ezra Miller, con su caracterización del Kevin mayor, es la revelación. Su demoniaco, andrógino y brutal personaje esta llevado a cabo de una manera realista que marca el suspenso a lo largo del film. Si bien la historia y la temática (ya llevada al cine con menos artificios argumentales y más lucidez por Gus Van Sant y su simplista Elephant) son de intensa importancia para la calidad la historia, Ramsay nos prepara un terreno diferente. Lleno de complejas psicologías, donde se deja en claro que el recursos de la violencia extrema y la abundancia de efectos especiales no son necesario para causar terror. A veces, solo alcanza con una mente perversa.
Es apasionante intentar descifrar lo que entendemos por maldad. A mi juicio la maldad pura no existe, sino que lo que tenemos es un grupo de individuos formados con un criterio moral radicalmente diferente (y carentes de cualquier tipo de remordimiento por sus actos), categoría en la cual entran los sicópatas, asesinos seriales y genocidas. Uno imagina a un malvado como un individuo sádico que disfruta de la perversión de sus actos, pero ello implicaría un estado de conciencia que el chiflado carece - el único caso parecido sería el del individuo bueno impulsado por un acto de venganza contra un criminal, pero allí no sólo estamos hablando de una persona desequilibrada impulsada a ejecutar actos de violencia que van contra su naturaleza sino que después, en frío, la memoria de sus actos terminará por atormentarle durante el resto de su vida -. Es por eso que tenemos de un lado de la barra a tipos como Hannibal Lecter y, del otro, a un desenfrenado al estilo de Jon Voight en Deliverance (un tipo normal que se ha visto descender a un estado de salvajismo con tal de reparar la vejación que ha sufrido). El sociópata carece de crisis de conciencia simplemente porque considera a los demás como cosas: al poseer su propia escala de valores es incapaz de sentir el dolor ajeno. Tanto los asesinos seriales como Adolf Hitler y Josef Stalin han sido capaces de dormir plácidamente por las noches aún después de masacrar 5 o 100.000 personas, en donde la cantidad de víctimas no significa nada frente a su indiferencia al dolor. En algunos casos se trata de una causa - mística, mesiánica - que lo lleva a la matanza; en otra, es un dolor interno, un deseo de experimentación o una necesidad cuasi orgásmica que debe satisfacerse mediante un baño de sangre; pero esos individuos poseen un comportamiento casi alienígena, lo cual los quita de la escala con la cual nos medimos todos los seres humanos. Mientras que en algunos la locura es el fruto natural de un entorno torturante, desviado y traumatizante, en el caso de Tenemos que Hablar de Kevin es genética. En muchos sentidos el filme se asemeja a esas películas paranoides de la década del setenta sobre el advenimiento de anticristos y otros niños demoniacos del estilo de La Profecía o El Bebe de Rosemary: desde el día de su nacimiento el chico no ha sido normal y, con el paso del tiempo, se ha vuelto mas alienígena, peligroso e intimidante. Ciertamente Tenemos que Hablar de Kevin es mucho mas realista que los filmes antemencionados - pretende ser un estudio dramático sobre el origen de los asesinos seriales adolescentes, esos que cada tanto surgen en Estados Unidos y provocan masacres en sus colegios secundarios -, y es un filme que rebosa amargura e impotencia. Las grandes bazas de la película son las actuaciones - Tilda Swinton como la torturada madre; Ezra Miller & Jasper Newell como el estremecedor niño sicopata (en sus diferentes edades), el cual reacciona ante todo con un odio y violencia inusitados - y el clima. No es una película de horror standard, sino que es mas un drama con feeling de cine arte. La gente habla poco, hay escenas largas y atmosféricas, y la cosa pasa por la transmisión de emociones. Es un filme tan genial como terrible. Durante 90 minutos uno se empapa de frustración al ver cómo este chico se transforma en una fuerza rebelde e incontrolable. Tiene mucho que ver las perfomances - Jasper Newell (Kevin a la edad de 8 años) comanda la escena con una autoridad escalofriante -, las que transmiten una sensación de incomodidad creciente. Es que el pibe es una criatura brillante, prepotente y apática, la cual se baña de normalidad cada vez que aparece el padre - y por ello mantiene las apariencias -. Es posible verlo como un monstruo misógino, el cual desprecia profundamente a las mujeres - con su madre tiene un encono personal; con su hermanita el odio llega hasta el punto de cercenarle un ojo y matar a su mascota - y sólo se entiende en un mundo de varones. Después de todo, los acontecimientos se disparan cuando sus padres llegan a tal estado de crisis que la única resolución posible es el divorcio. ¿Qué haría Kevin si estuviera todo el tiempo al cuidado de su madre?. Toda la historia está narrada en flashbacks, los cuales no siempre son prolijos. Vemos el presente de Tilda Swinton - odiada por el pueblo, golpeada, insultada, vandalizada, debatiéndose entre los sicofármacos y el alcohol - y vemos ráfagas del pasado, de la masacre del colegio, de como Kevin se fue volviendo cada vez mas tiránico y falso, y de la creciente impotencia de su madre - la cual no escatimó carácter o violencia para intentar domar a la criatura -. Es posible que el personaje del padre sea demasiado naif: los excesos de Kevin, en unos cuantos casos, resultan imposibles de camuflar; el atentado contra su hija es una canallada, pero él se refugia en la teoría del accidente (y quizás porque considera a Kevin su hijo favorito ya que la llegada de la nena no fue deseada); y es obvio que en la escuela hay cortocircuitos pero esas cosas parecen aflorar recién sobre la hora final de la crisis matrimonial. Da la impresión que es un descreído de cualquier versión que pueda ofrecerle Tilda Swinton, dejando a la mujer en completa soledad y sin apoyo posible para buscar atención siquiátrica temprana para el pequeño. Suena terrible que ella sea la única que conoce toda la verdad, y no pueda hacer nada para cambiar el acontecimiento de las cosas. ofertas software para estudios contables Lo que es particularmente inquietante es la lectura final de la historia; pasada la tragedia, la madre decide permanecer al lado de su retoño sicópata en un último intento de conseguir su retorcido cariño. Si yo fuera Tilda Swinton me hubiera suicidado hace rato o, bien, me hubiera conseguido un arma y hubiera pulverizado a tiros a mi desgraciado hijo. Pero el personaje de Swinton vive en piloto automático y hay varios indicios - como preparar una habitación para Kevin similar a la que tenían en la casa en donde ocurrió la masacre - de que a la mujer le faltan varios caramelos en el frasco. Quizás crea, en su desquicio, que ésta es la oportunidad que el destino le había reservado para encontrarse con su hijo y encaminarlo - o redimirlo - o, bien, el instinto de supervivencia de una familia (o lo que queda de ella) prima sobre todo el horror y la locura padecida. Tenemos que Hablar de Kevin no es un filme para cualquiera; rebosa de inteligencia, es intenso y estremecedor, pero es amargo y frustrante. Es mas un estudio de personalidades que una cinta de horror, pero deja una huella profunda, la cual permanece con uno aún muchos dias después de haberla visto.