Una impecable, imperdible y espectacular película que no se puede dejar de ver en pantalla grande. Las escenas bélicas son contundentes, brutales, fuertes y verosímiles, a tal punto que realmente duele verlas. En esta oportunidad no sólo los...
El pacifismo según Gibson Hasta el último hombre (2016) es una propuesta intensa a nivel visual que hace de su desparpajo al momento de las secuencias de combate su principal fortaleza, circunstancia que asimismo le permite superar los estereotipos que enmarcan el desarrollo dramático… Como no podía ser de otra forma tratándose de Mel Gibson, una vez más el señor entrega una película profundamente contradictoria cuyo corazoncito está ubicado en una suerte de derecha irreverente que confirma algunos valores tradicionales al tiempo que niega otros, todo un esquema de superposiciones que se extiende también a las minucias del relato. Aquí el australiano -de ascendencia norteamericana- construye una epopeya militarista light en sintonía con la decisión de centrarse en la historia real de Desmond Doss, el único objector de conciencia que recibió la Medalla de Honor de los Estados Unidos por su participación como rescatista médico durante la Segunda Guerra Mundial. Si por un lado el director sigue obsesionado con la representación más brutal y preciosista posible de la violencia, por el otro continúa en la búsqueda del trasfondo humanista y cierta misericordia. La trama a rasgos generales toma prestados el andamiaje y algunos motivos de Nacido para Matar (Full Metal Jacket, 1987), una de las tantas obras maestras de Stanley Kubrick, con el fin de presentarnos una primera mitad de entrenamiento y una segunda parte de batallas, aunque ahora con el agregado de un prólogo que resuelve rápidamente el background del protagonista antes de enlistarse: así nos enteramos que Doss (Darcy Bryce de niño y Andrew Garfield en la adultez) por poco asesina a su hermano en una pelea, con el tiempo se obsesiona con el mandamiento “no matarás” -dentro de un ideario protestante dominado por la Iglesia Adventista del Séptimo Día- y eventualmente conoce a la chica linda de turno, Dorothy Schutte (Teresa Palmer), y se suma al ejército para “salvar vidas”, a pesar de la oposición de su padre Tom (Hugo Weaving), un veterano lúgubre y adicto al alcohol. Así las cosas, la primera hora del metraje funciona como una versión un tanto mojigata de la propuesta de Kubrick, en esencia con el Sargento Howell (Vince Vaughn) y el Capitán Glover (Sam Worthington) presionando a Doss para que renuncie y no los ponga más en ridículo por su negativa a portar armas y a entrenarse los sábados. Durante la segunda mitad Gibson se siente más cómodo y se luce vía una serie de carnicerías a puro gore que retoman lo visto -en materia de osadía y desparpajo formal- en Corazón Valiente (Braveheart, 1995), La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004) y Apocalypto (2006). Al igual que aquellas, Hasta el Último Hombre (Hacksaw Ridge, 2016) debe ser leída como una película paradójica porque es tan mezquina y maniquea a nivel dramático como interesante en el apartado visual, quitándole la asepsia al cine contemporáneo y sus insoportables CGI. En este sentido, el realizador se enrola en la vieja escuela del séptimo arte centrada en la acción sin anestesia, la piedad inusitada y la mugre de las muertes en las trincheras símil La Patrulla Infernal (Paths of Glory, 1957). Por supuesto que en el aspecto ideológico el opus deja mucho que desear debido a que es tan chauvinista como casi cualquier otro film del mainstream de nuestros días (el pacifismo de Doss no incluye ningún cuestionamiento a la guerra o a la intervención concreta de su país, empezando por su misma presencia en el campo de batalla), no obstante lo compensa con la fastuosidad de la fotografía de Simon Duggan y las “preocupaciones” naturalistas del propio director (las masacres están perfectamente coreografiadas y ofrecen una sorpresa tras otra). Las redundancias religiosas, lo esquemático del personaje de Doss y las participaciones poco convincentes de Vaughn y Worthington quedan al final en segundo plano frente a la excelente labor de Garfield y de un Gibson que sabe cómo desatarse al momento de la furia bélica más árida y demencial…
Con controversia o sin ella, una película dirigida por Mel Gibson es siempre un evento. Con sus cuatro films previos dejó claro que tiene una marcada habilidad para narrar con imágenes, y si bien Hasta el Último Hombre promete ser una película visceral es también una película sobre los principios, más que la prédica religiosa que sus detractores sospechan. Cuestión de Principios: Hasta el Último Hombre cuenta la historia real de Desmond Doss, un soldado del ejército norteamericano, quién a finales de la Segunda Guerra Mundial salvó él solo a 75 compañeros de su escuadrón. Esta sería una historia de heroísmo más del montón, pero la de Doss tiene el particular detalle de haber hecho esa faena sin tener arma alguna para defenderse, por el simple hecho de no cree en ellas. La historia está contenida en un prolijo guión y se toma la molestia de dividir la travesía de Doss en tres partes: una es su crianza, donde aprende el valor de no quitar una vida; la segunda es su formación en el ejército, donde es ridiculizado y hasta casi juzgado como un traidor por simplemente no querer disparar un arma o agarrarla siquiera; y la tercera es la guerra propiamente dicha, donde motivado por su fe (religiosa, personal o como quieran llamarla), realiza su hazaña. Cabe aclarar que si bien la película no está exenta de una carnicería descomunal como pocas veces se vio en una pantalla de cine, tiene claro que el corazón de la historia que cuenta no está ahí; lo importante son los principios del personaje de Doss, por qué los tiene y hasta dónde es capaz de llegar para defender aquello en lo que cree. Este detalle es lo que hace la historia atractiva, generándole curiosidad y ansiedad al espectador por ver como lidia Doss con dichas creencias en situaciones límite. ¿Torcerá sus principios para salvar su vida o se sacrificará para mantenerlos? Esta pregunta es la que provee una gran parte del entretenimiento de la película; los desmembramientos son un detalle de color. Andrew Garfield se lleva al hombro con mucha dignidad al personaje protagonista. Sam Worthington y Vince Vaughn (en uno de sus desvíos poco frecuentes de la comedia) son acompañantes a la altura del desafío. Pero el que se lleva las palmas, el que conmueve cada vez que Gibson le dedica un plano, es Hugo Weaving, quien da vida al padre de Doss, un veterano de la primera guerra mundial perturbado y autodestructivo, pero de quien se puede percibir un enorme afecto hacia su hijo. Un rol con un enorme abanico de matices al que los académicos deberían echarle un ojo. En el costado técnico hay una fotografía y un montaje muy bien afilados. Cada plano y cada corte tienen su razón de ser; nada sobra ni nada es librado al azar. No obstante, el apartado que se lleva los lauros es el diseño sonoro, donde se escucha cada sonido de la guerra hasta en el más mínimo detalle. Conclusión: Hasta el Último Hombre es una narración entretenida con todo lo que tiene para ofrecer una película del mejor cine bélico. Pero lo que la hace una propuesta disfrutable es que la guerra es sólo un detalle más, la verdadera carne del relato es el límite que tienen los principios del ser humano, y como respondemos cuando este se nos presenta.
Valiente corazón Tras pasar más de diez años en candilejas Mel Gibson regresa no menos que triunfalmente a la dirección con la película bélica Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), basada en la historia real del soldado Desmond Doss, que a fines de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en el primer “objetor de conciencia” en participar activamente en el frente de batalla y ganar la Medalla de Honor. Y jamás tocó una sola arma. La primera mitad de la película transcurre en una plácida y rural Virginia. Vemos la infancia de Doss, y cómo deja a su hermano al borde de la muerte por accidente durante una pelea. Inmediatamente se encuentra a sí mismo en una pintura de Abel y Caín, y renuncia por siempre a la violencia. Ya de grande, Doss (un campechano Andrew Garfield) pasa sus días cortejando a una enfermera bonita (Teresa Palmer) y sufriendo el alcoholismo de su padre (Hugo Weaving). Doss ha renunciado a la violencia pero no a su sentido del patriotismo, y decide enlistarse en el ejército. Llena perfectamente su papel de soldado salvo por un detalle – es un cristiano adventista y rehúsa siquiera tocar un arma. Ahora se ha ganado la ira de sus oficiales (Vince Vaughn y Sam Worthington) y el desprecio de sus colegas, que confunden sus principios con locura y cobardía. Doss plantea que quiere servir en el cuerpo médico del ejército, pero aún para calificar para el puesto rehúsa pasar una sencilla prueba de tiro. Las armas para él son como una alergia – su uso no se discute. Antes que comprometer su moral prefiere sufrir hasta el fin las consecuencias de su desacato. La segunda mitad del film mueve la acción al desembarco en Okinawa, en el que las fuerzas aliadas deben trepar un escarpado acantilado y enfrentar al ejército japonés en un accidentado campo de batalla. Las escenas de lucha aquí son de entre las mejores que se han hecho en una película de guerra, y la maestría con la que Mel Gibson dirige el campo de batalla recuerda a la seminal Corazón Valiente (Braveheart, 1995). Gibson captura el caos con claridad y estructura las batallas sin jamás perder la unidad de acción, por más brutal e intensa que se ponga la carnicería. No hay otra palabra para describirlo – el infernal campo de batalla tiene más tripa y carne que cuerpos. Se establece un balance efectivo entre la cursilería de la primera parte y la visceralidad de la segunda. Para una película bélica, Hasta el último hombre es inusualmente sensible, lo cual hace que la violencia se sienta tanto más brutal. Aunque algunas escenas se ponen un poco ridículas hacia el final, el cual está lleno de momentos tan impresionantes como improbables. Así que el final propio muestra entrevistas con las personas reales que inspiraron la historia, como para subrayar su credibilidad. La película es desvergonzadamente religiosa pero no se siente como un sermón ni mucho menos una obra de fanatismo; se toma el tiempo para explicar y establecer la devoción de Desmond, y demostrar que no por ello es peor persona o soldado. Por sobre todo el film enseña que las creencias religiosas no deben ser tomadas como una discapacidad, que no han de impedimentar nuestra pasión o sentido del deber.
La convicción como arma y defensa En Hasta el último hombre (2016), Desmond Doss (Andrew Garfield) se une al ejército estadounidense como doctor para afrontar la Segunda Guerra Mundial pero, en contra de todas las leyes y normas tácitas que dictaminan a la guerra, lo hace de una manera inusual. Por convicción, no quiere utilizar armas ni terminar con ninguna vida, siendo el primer objetor de conciencia en la historia estadounidense en recibir la Medalla de Honor del Congreso. Las huellas de Mel Gibson como director se reúnen en un mismo camino. Lo épico, lo dramático y lo heroico se encuentra inspirado en hechos reales con grandes historias de vida llenas de sacrificios. Corazón Valiente (1995), La Pasión de Cristo (2004) y Apocalypto (2006) dan muestra de ello. La fe y la devoción por Dios del soldado Doss chocan constantemente con el pensamiento militar, social y político comunes de la época de los ’40. La construcción paulatina del film potencia a Andrew Garfield que, con su carisma, logra una de las mejores actuaciones de su carrera gracias a las distintas situaciones adversas que Doss debe atravesar para seguir adelante. Gibson se toma su tiempo para dejarle en claro al espectador que tan fuertes son las creencias de Doss, quien sufre de discriminación, violencia verbal, psicológica y física a manos del ejército pero también de parte de su familia. El director dividió a la película en dos partes –el entrenamiento y la guerra en sí- mediante un gran pulso narrativo que no deja que el espectador pierda el interés con lo que sucede en pantalla, gracias a la gran empatía de Garfield como también a su relación con su mujer Dorothy Schutte (Teresa Palmer). El elenco que se completa con Vince Vaughn, Hugo Weaving, Sam Worthington. Cada uno aporta desde su lugar, su visión e interpretación un panorama único en la periferia de lo que ocurre alrededor de Desmond Doss. A pesar de ser un film claramente relacionado al drama bélico y norteamericano, las convicciones del protagonista dejan un mejor sabor de boca con respecto a un mundo que duda de su cordura, valentía y potencial. En ese contexto, tan inhóspito y difícil -en el cual solamente su mujer Dorothy cree en él- Doss vuelve para desacreditar, perdonar y aceptar el pasado, al igual que lo refleja la iglesia católica con la figura de Dios. Con un gran trabajo en conjunto desde el aspecto visual, sonoro y directivo, las aguas fluyen hacia el mismo lugar generando una película cautivadora, emocionante y dramática. Mel Gibson supo adaptar la historia del soldado, en su defensa por la vida y la convicción por su religión, para hacer una de sus mejores películas y también, uno de los mejores estrenos de este nuevo año.
No perdamos la fe, Mel Gibson vuelve al cine y es momento que empecemos a rezar con él para volver a tener obras como estas.
Porque tengo el corazón valiente La Segunda Guerra Mundial tal vez sea uno de los hechos históricos que más representaciones tuvo en la gran pantalla. Es larga la lista de sucesos reales que han sido retratados desde que finalizó la guerra en 1945, pero había una historia poco conocida y que se convirtió en uno de los actos más valientes que tuvo el enfrentamiento global. Desmond Doss (Andrew Garfield) es un joven adventista que se enlista en el ejército, pero durante los entrenamientos le hace saber a sus superiores que aunque apoya y está dispuesto a servir a su país, ni siquiera va a tocar un arma ya que, según sus fuertes creencias, quitar una vida es el peor pecado que podría cometer. A pesar de la incrédula mirada de toda su unidad y los continuos hostigamientos de sus superiores para que renuncie, no se deja desanimar y sobrepasa todos los obstáculos para llegar a convertirse en médico de combate sin un arma que lo proteja. Su labor será en la sangrienta Batalla de Okinawa donde deberá ayudar a los soldados heridos por los japoneses. Diez años después de su último proyecto como director, Mel Gibson vuelve a ponerse detrás de cámaras con una historia sobre el heroísmo y la fe. Ambas están muy bien retratadas y nunca busca mostrar una superioridad moral del protagonista sino que obra según lo que para él es humano. Todo el elenco es sólido es sus interpretaciones y cabe destacar al ex Spider-Man Andrew Garfield como Doss, a Teresa Palmer como la esposa del soldado, a Vince Vaughn como un sargento que hace todo lo posible para que Doss desista de su entrenamiento, aunque la mejor interpretación es la de Hugo Weaving como el padre alcohólico y traumado del joven. En los rubros técnicos el punto fuerte se encuentra en la maravillosa fotografía y la poderosa banda de sonido a cargo del británico Rupert Gregson-Williams. Hasta el último hombre es una muy buena película con un tercer acto contundente y explosivo, grandes escenas de acción y momentos dramáticos a la altura que bien vale la pena verla en pantalla grande.
El idealismo como concepto formal Poco tiempo después del ataque a Pearl Harbor, Desmond Doss (Andrew Garfield), un joven de Colorado, decide ingresar a las filas del ejército de su país, aunque no desde un impulso de cierta venganza para matar japoneses sino para salvar vidas. La historia real de este héroe, que salvó 63 vidas -cargándolas sobre sus hombros y sin portar un solo fúsil por ser objetor de conciencia- está configurada casi a medida para ser parte de la filmografía de Mel Gibson como director. Así como a Clint Eastwood le importaba desgranar el factor humano en la reciente Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, 2016), a Gibson le preocupa abordar la existencia humana desde un caso único en la historia del ejército estadounidense. Ambos directores abrazan el cine clásico, cierto es que Eastwood es más dogmático mientras que el actor de la saga Arma Mortal (Lethal Weapon) desconoce la moderación de las formalidades, las cuales arrastra hasta el límite. Las vísceras, la sangre y las mutilaciones son los platos principales, en ellos reposa la hipérbole que caracteriza al cine de Gibson; aquí tienen lugar a partir de la segunda mitad del relato, durante las batallas profundas de Estados Unidos dentro de territorio nipón. En su opus más polémico, La Pasión de Cristo (The Passion of Christ, 2004), el festival de torturas físicas se presentaba como la instancia necesaria hacía la reencarnación; pero aquí la violencia explícita de la guerra, representada en una ornamentación predilecta del director, cobra un sentido más atendible porque es la manifestación más pura del infierno. Por el mismo sendero de la desmesura aparece la intersección del humor negro en el fragor de la adrenalina, un recurso que George Miller utilizaba en la saga Mad Max aunque con algo más de sutileza. Antes de llegar a la instancia épica de la batalla de Okinawa, en la primera mitad en el relato, se narra la niñez y la juventud de este soldado que oscila entre un fuerte vínculo con su hermano (al que casi mata de un golpe) y la tormentosa relación con su padre alcohólico (otra gran interpretación de Hugo Weaving), un veterano de la Primera Guerra Mundial. Allí, en esa relación, se vislumbra una clase de expiación de los propios demonios del director, particularmente en un hecho que rearma a partir de un flashback, en el momento que Doss espera que se derima su futuro a través de una corte marcial, ante la negativa de portar un arma durante su entrenamiento y declararse objetor de conciencia. Su padre, precisamente, es el que torcerá ese destino a favor de su hijo, en una suerte de lavado de culpas. También hay tiempo para contar el cuentito amoroso del joven y una enfermera, Dorothy (Teresa Palmer), que sirve para generar cierta tensión sobre su decisión de ir voluntariamente a la guerra, pero que se transforma paulatinamente en una columna de resistencia para la causa idealista de Doss. Entre las dos partes del film hay marcadas diferencias, porque si en la primera hay una edificación de ciertos traumas infanto-juveniles en el perfil del protagonista que derivan en su causa cuasirevolucionaria (en especial para el ejército de un país sediento de venganza contra Japón tras el bombardeo de Pearl Harbor), hay en la segunda mitad un concierto de crudeza sobre el horror de la guerra, un lienzo sobre el que Gibson pinta basándose en su estilo bien calado en el exceso. Más allá de lo explícito de su estrategia formal, hay en su cine una prolijidad que no debe confundirse con esta manera de encarar las historias, las de estos hombres que ante la extraordinaria adversidad de la vida siempre ponen la otra mejilla, como sucedía en la mencionada La Pasión de Cristo (máximo exponente de este concepto) y también en su ópera prima El Hombre Sin Rostro (The Man Without a Face, 1993). Incluso más allá de corrección, el cine de Gibson se caracteriza por encontrar particular belleza en el mayor de los infiernos, tal como sucedía en Apocalypto (2006), thriller sanguinolento enraizado en la polémica sobre los pueblos originarios momentos antes de la llegada de los españoles a tierras mayas. Sin profundizar en la reflexión ideológica, Hasta el Último Hombre (Hacksaw Rigde, 2016) se las arregla bastante bien para polemizar una historia real de valentía sin precedentes, es decir que el mismo Mel particulariza a partir de ciertas intenciones formales, escapándole a la pereza de narrar un clásico cuento genérico sobre la Segunda Guerra Mundial.
Sobre la pasión, la sangre y la carne. El director de Corazón valiente reincide en el melodrama con seguridad y firmeza. Su fábula de superación personal pone el foco en Desmond Doss, objetor de conciencia en la II Guerra Mundial. Hay una delgadísima línea que separa lo bueno de lo malo, la relectura de la copia, el homenaje del plagio, lo moral de lo inmoral, y también la rigurosidad histórica de la licencia narrativa. Todo esto podría sonar a obviedad para cualquier artista habituado a la creación de mundos ficticios, salvo, claro, para el inefable Mel Gibson, quien ya había demostrado en La Pasión de Cristo y Apocalypto que su interés pasa menos por anclar sus películas en coordenadas reales que en esculpirlas como una replicación perfecta, fotográfica de lo real. Con tres nominaciones para los Globos de Oro, entre ellas las de Mejor Película y Director, y con otras tantas pronosticadas para los Oscar, Hasta el último hombre es otra de las supuestas verdades absolutas que el también actor viene a revelarle al mundo entero, un film que, a diferencia del díptico compuesto por La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood, no genera preguntas sino que entrega las respuestas envueltas con moño para regalo de Reyes. Tanta fe se tiene el otrora Mad Max en su cruzada verista, que no incluyó la clásica leyenda “basada en hechos reales” en los créditos iniciales, sino otra aún peor: “Una historia real”. El director de Corazón valiente es quizá la figura menos progre y más pública y orgullosamente religiosa del star system norteamericano, alguien que, por si fuera poco, ha resistido con estoicismo el rechazo generalizado de la industria para terminar saliéndose siempre con la suya: basta recordar que, ante la negativa de todos los estudios para financiar La Pasión de Cristo, absorbió los costos de la producción de su propio bolsillo. Es, entonces, un hombre convencido de su Verdad y su credo, pero también, y aquí está la buena noticia, del poder del relato y, sobre todo, de las herramientas cinematográficas para llevarlo adelante. Es en ese sentido que la historia de su quinta incursión en la dirección de largometrajes le cae como anillo al dedo, sirviéndole para narrar una Pasión -en el sentido más bíblico del término- que tranquilamente podría ser la propia. Desmond Doss entró en la historia grande de la Segunda Guerra Mundial al convertirse en el primer objetor de conciencia en obtener una Medalla de Honor después de haber salvado a más de 70 soldados de una muerte segura. La particularidad es que lo hizo sin empuñar un arma. Esto porque Dios dice con bastante claridad que matar es pecado, y el pibe, devoto adventista, asistente fiel a la iglesia del pueblo y con cuanta iconografía bíblica exista empapelando las paredes de su casa, está dispuesto a todo con tal de cumplirlo. Allí estará, entonces, el pobre Desmond (Andrew Garfield, el actor con más cara de buen tipo de Hollywood) bailando de lo lindo durante el entrenamiento, soportando las burlas y ataques a trompada limpia de sus compañeros, perdiéndose el casamiento con la enfermerita que lo corresponde y enfrentándose a una Corte Marcial de la que es salvado por una carta entregada por papá –redención para un personaje hasta ese momento detestable– justo cuando el martillo del Juez se aprontaba a golpear el escritorio. Todo lo anterior suena a culebrón, y en parte lo es. Gibson navega las aguas del melodrama con seguridad y firmeza, amarrando en cada uno de los mecanismos habituales del género y exigiendo, igual que en Apocalypto, a su obcecado protagonista hasta el límite de su resistencia física y psicológica. Que suene como candidata para los Oscar es síntoma de que alguna de esos mecanismos toman el cauce que tiene al Dolby Theatre como destino máximo. Es, a fin de cuentas, una de las tantas fábulas de superación personal, y sobre todo burocrática, que tanto gustan a los académicos, e incluye, entre otras cosas, una traumita familiar de esos que valen su peso en nominaciones (casi mata al hermano de un…ladrillazo), alegorías que de tan obvias se vuelven risibles y un protagonista patriota, éticamente intachable y que para colmo exuda agua bendita por los poros. Ya con el film situado en la isla de Okinawa, donde se libraría una de las batallas fundamentales para la caída del imperio japonés, el doctorcito entra en acción –sin armas, obvio–, y la película también. Amante hasta lo patológico de la destrucción de la carne, el director saca su Mr. Hyde de entre la capas de sacarina para poner la cámara donde nadie y entregar las escenas bélicas más crudas, impactantes y convincentes que se recuerden, construyendo así una película física, rabiosamente analógica, sangrienta y palpable: pocas veces el polvo, la humedad y la certidumbre de la muerte se vuelven una experiencia tan sensorial como en Hasta el último hombre, película que guarda para su desenlace una escena que podría sonrojar a más de uno, pero que, sin embargo, es un cierre justísimo, acorde a un director que, como Doss, asciende aquí a su propio paraíso.
Una película de guerra, un héroe inusual, un director volcánico El cine del movimiento de Mel Gibson vuelve a ponerse a prueba. Y vuelve a ganar, como ocurrió con Corazón valiente y Apocalypto. Hasta el último hombre, presentada en el Festival de Venecia, reafirma una vez más que el actor de Arma mortal es, como realizador, uno de los que mejor entienden -y hacen entender- la acción en el cine actual. Los combates colectivos de Corazón valiente, las carreras selváticas de Apocalypto y las incursiones cuerpo a cuerpo en el campo de batalla de esta nueva película son marcas insoslayables de su escritura fílmica. Y la sangre, siempre la sangre, también en La pasión de Cristo. Hasta el último hombre cuenta la historia, basada en hechos reales, de un joven socorrista militar en la Segunda Guerra Mundial que no acepta, por su religión, usar armas. Gibson cuenta la vida de Desmond T. Doss: su familia, su pareja, el entrenamiento, los conflictos por desobedecer órdenes y luego la contienda bélica. El rol de este joven pertinaz en Okinawa, y cómo su obcecación cobra sentido: el sentido religioso, el sacrificio, la decisión de mantenerse en el camino que se cree el correcto. Todos temas de Gibson. Y les da forma mediante la acción más deslumbrante: las secuencias de batalla de Hasta el último hombre superan las de Spielberg en Rescatando al soldado Ryan. Las superan en realismo, en cercanía, en impacto. Y, claro, en intensidad, porque Gibson es un director volcánico, encendido, de un nivel inusual de capacidad para poner en escena de forma perfectamente inteligible extensas secuencias en las que la violencia, la muerte, el combate cuerpo a cuerpo y las explosiones dejan de ser lo que muchas veces son en el cine más adocenado de Hollywood (la película no está producida por ninguna de las majors). No son adornos, no son aditivos, no son disfraces visuales en el vacío. Gibson utiliza la violencia y su impacto en la guerra y en los hombres no para jugar y poner distancia cínica: se involucra y se embarra, se compromete con ideas de heroísmo sacrificial y concepciones religiosas que no puede decirse que estén a la moda. Sin embargo, no es ése el problema, sino que en ocasiones Gibson insiste en esas ideas de manera demasiado explícita, con líneas de diálogo que redundan sobre lo que ya estaba claro en las imágenes, gracias a su notable capacidad para que no podamos sacar los ojos de la pantalla, casi siempre pletórica de movimiento, emociones, cine.
A Dios rogando y vidas salvando Basada en la historia de Desmond Doss, objetor de conciencia que peleó en la Segunda Guerra y fue condecorado. ¿Qué objetor de conciencia se enrolaría voluntariamente en el ejército? La respuesta es Desmond Doss, un miembro de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que se alistó en 1942, poco después del ataque japonés a Pearl Harbor: su idea era intervenir en la guerra como paramédico. Entonces, antes de enfrentarse con los japoneses, tuvo que lidiar con sus compatriotas y la burocracia militar, que se negaban a reconocer su derecho a no tocar un arma por sus creencias religiosas. Resultado: fue el primer objetor de conciencia en recibir la Medalla de Honor y uno de los tres únicos objetores en recibirla hasta hoy. Después de diez años sin dirigir –se dice que estuvo vedado en Hollywood por sus exabruptos antisemitas- a Mel Gibson, amante de la épica y los dramas históricos, esta historia real le vino muy bien: es una de esas vidas que parecen haber existido para ser filmadas. Pero cuando hay tantos elementos de por sí emotivos y heroicos, quizá convenga una narración sobria, que no cargue tanto las tintas sobre la epopeya. De lo contrario, el riesgo es que pase lo que pasa aquí: hay un protagonista casi perfecto (y la carita de perro bueno de Andrew Garfield, el último Hombre Araña, es ideal para este fin) que es humillado pero pone la otra mejilla y termina convenciendo a propios y a extraños a fuerza de amor y coraje. Hollywood a la enésima potencia. Hay tres temas que a Gibson le resultan muy cercanos, por convicción, historia personal y gusto estético: la fe, el alcoholismo y la violencia. Son los tres ejes en los que se apoya la película, que empieza con una cita bíblica y pinta a Doss como un santo o un mártir. El perdona a todos los que lo dañan, incluyendo a su padre alcohólico (Hugo Weaving), el protagonista de los flashbacks del pasado. Pero aquí no hay malvados: todos tienen su oportunidad de redención, en innumerables escenas que nos manipulan en busca de lágrimas. Pero esta no es una película probélica. Porque si bien el coraje que tanto se exalta gira alrededor de actos de guerra, no se nos ahorra ningún detalle de lo cruento que puede ser el combate. Es más: Gibson tiene tantas ganas de retorcernos las tripas que cae en el humor, con sangre que mueve más a la risa que al horror. Un alivio ante tanta emoción forzada.
Publicada en edición impresa.
AL EXTREMO DEL HORROR BÉLICO Y EL HEROÍSMO Promocionada desde EEUU como el regreso de Mel Gibson al cine, luego de pasar el infierno de adicción al alcohol y el repudio unánime por sus insultos discriminatorios, es sin dudas la película que el eligió a modo de expiación, donde un padre adicto y violento determina la vida del héroe de su historia. Es el caso real de Desmond Doss, que pertenece a la Iglesia Adventista, que decide enrolarse como soldado pero que ha jurado no empuñar nunca un arma, luego que apuntara a su padre para defender a su madre, y que se transforma por su impresionante valor, salvo a 75 soldados abandonados en el campo de batalla, en el primer objetor de conciencia condecorado con la medalla de honor del congreso. Para contar esta historia de violencia y coraje, Mel Gibson se toma su tiempo para desarrollar los acontecimientos, con la aparición del amor, el entrenamiento donde el protagonista casi termina en una corte marcial y se reserva para el frente de batalla. Ahí el horror de la guerra le permite desarrollar su gusto por lo morboso de amputaciones en primer plano, ratas comiendo restos humanos, cuerpos estallando. Pero también en un despliegue de violencia pictórica, con efectos de llamaradas y explosiones, seguramente muy próximo a cualquier batalla sangrienta. Y en ese infierno desatado un hombre se arrastra, reza y rescata. Andrew Gardfield hace un gran trabajo, sorprende Vince Vaughn lejos de sus papeles habituales, es grata Teresa Palmer, muy bien Hugo Weaving. Film de contradicciones y desmesuras, que tendrá éxito y nominaciones al Oscar.
El intenso Mel Gibson, como director, no se anda con chiquitas. La muy buena Corazón Valiente, la electrizante y crudísima Apocalypto, la sangrienta Pasión de Cristo. Hasta el último hombre es un film bélico con paradoja: está basada en la historia real de Desmond Doss, un objetor de conciencia. El hombre que participó en la guerra pero negándose a tomar un arma y fue un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Después de soportar bastante más que las burlas del ejército, y como médico, salvó a decenas de soldados en Okinawa. Gibson filma con una garra y una decisión tales que su relato atrapa desde las primeras secuencias, escenas familiares en las que la violencia ya aparece, el inicio de un amor romántico. Cuenta con un actor de una enorme sensibilidad e inteligencia como Andrew Garfield, que es, simplemente, perfecto. La carnicería que se avecina y llega, sin embargo, es apabullante, por muy virtuosos que sean sus planos. Es claro que el espectáculo de la sangre es el tema del Mel Gibson director, y que sabe mostrarlo con maestría. Pero la extraordinaria historia que cuenta queda limitada, en su fascinación gore, a públicos con estómagos fuertes.
La guerra, con la cruda mirada de Mel Gibson El director de “La Pasión de Cristo” vuelve a mostrar su inclinación por las escenas de violencia gráfica en esta historia de la Guerra del Pacífico. Como director, Mel Gibson se ha especializado en películas épicas sobre episodios históricos especialmente cruentos, y esta nueva "Hasta el último hombre" no es la excepción. Esta vez enfoca la Segunda Guerra Mundial, contando la historia real del raro caso de un objetor de conciencia que mereció la Medalla al Valor por su participación en la batalla de Okinawa, una de las más sangrientas de la Guerra del Pacifico. Gibson toma la historia antes de la guerra, empezando por una escena violenta en la infancia del protagonista. Teniendo en cuenta lo extraño del caso de la objeción de conciencia en cuestión, ya que se trata de un voluntario al ejército que se niega a usar un fusil porque lo que le interesa es servir como médico, Gibson se las arregla bastante bien con la primera mitad del film que describe las duras experiencias del recluta durante el entrenamiento en los Estados Unidos, antes de partir a combatir contra los japoneses. Especialmente cuando la rebeldía pacifista del soldado Desmond T. Doss llega al extremo de negarse a tocar un rifle aun bajo la amenaza de que le quiten el permiso de salida el día en que pensaba casarse. El personaje es atípico, y si Gibson logra volverlo interesante y carismático es gracias a una excelente actuación de Andrew Garfield, que parece una cruza entre Tom Hanks y Anthony Perkins. Pero una vez terminado el conflicto de objeción de conciencia, el director no pierde tiempo y va directamente a la batalla de Okinawa. El decorado de la barranca por la que los soldados deben trepar para atacar a los japoneses (el Hacksaw Ridge del título original) debe ser uno de los mas aterradores en la historia del cine bélico, del mismo modo que los disparos, las explosiones y los lanzallamas se vuelven terroríficos en la visión de la guerra de Gibson, que sin duda está en su salsa. "Hasta el último hombre" es una formidable película de guerra con el giro inesperado de que el héroe es un médico y no un soldado, lo que da lugar a escenas de suspenso cuando el protagonista queda detrás de las líneas enemigas sin un arma para defenderse. Muchas veces hay una contradicción en el cine antibélico que se sostiene a través de una estética ultraviolenta. Parte de esa contradicción surge de la naturaleza misma de la guerra, y en el caso de este film, la contradicción quizá sea más aguda pero no por eso menos interesante.
“Hasta el último hombre”: una de guerra como las de antes Diez años pasaron desde la última vez que vimos una película dirigida por el talentoso, a la vez que polémico, Mel Gibson. Su última incursión en la pantalla grande detrás de cámaras fue en “Apocalypto” (2006). “Hasta el Último Hombre” (Hacksaw Ridge, 2016) es su quinto largometraje como realizador y cuenta la increíble historia real de Desmond T. Doss (Andrew Garfield), un joven soldado que logró salvar a 75 hombres durante la batalla de Okinawa, una de las más sangrientas que se llevaron a cabo en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Doss era médico del Ejército y evacuó sin ayuda de ningún compañero a decenas de heridos mientras francotiradores le disparaban tratando de matarlo. Lo más extraordinario de su historia es que toda su campaña en el frente de batalla la hizo sin disparar ni sostener un solo rifle. Desmond fue el primer objetor de conciencia –una persona que se niega a acatar órdenes o leyes o a realizar actos o servicios invocando motivos éticos o religiosos– en recibir una Medalla de Honor del Congreso por su valentía. La historia de este soldado es realmente extraordinaria, y de hecho es mucho más asombrosa de lo que se muestra en la película. Gibson mismo declaró que si hubiera mostrado todo lo que hizo Doss en la guerra hubiesen creído que lo estaba inventando. El largometraje comienza desde que Desmond era pequeño y cómo por un accidente con su hermano se vuelca hacia la fe. Convertido ya en adulto siente que debe luchar por su país y se enlista, pero al ser un Adventista del Séptimo Día, su religión le impide sostener un arma, y mucho menos dispararla. Acá es donde el film se vuelve interesante mostrándonos la lucha que tuvo que pasar para poder sostener sus creencias. El acoso de sus superiores para que abandonara el entrenamiento, la burla, el enojo y la agresión de sus compañeros por un hombre al que consideran cobarde, el temple y la fortaleza que mostró para no rendirse. Hay un tono clásico en el film de Gibson, casi un homenaje a aquellas películas bélicas de los cincuenta en donde el protagonista era impoluto y existían sólo los buenos y los malos, y no había términos grises. Tal vez eso tenga un gusto un tanto añejo en el siglo XXI, ya que se muestra a los japoneses como animales violentos sedientos de sangre con la única voluntad de destrozar a los pobres muchachitos norteamericanos. Deshumanizar al enemigo y centrarse en la valentía de un solo bando suena a una mirada “incompleta” del asunto. Pero bueno, Mel quiere mostrar la historia de este soldado y si hay que reventar “amarillos” porque son más malos que la peste bubónica, que así sea. Si conocen la filmografía del protagonista de “Mad Max” (1979), sabrán que no le tiembla el pulso a la hora de ser crudo y mostrar sangre. Esto quiere decir que, si son impresionables, vayan preparados porque las escenas de las batallas son explícitas y derrochan hemoglobina por doquier. El largometraje viene cosechando buenas críticas –en el Festival de Venecia la ovacionaron y aplaudieron de pie durante casi 10 minutos– y mucho de eso se debe a la gran labor de Andrew Garfield, un actor que rápidamente se sacó de encima el peso de haber sido el Hombre Araña. Garfield logra hacerte sufrir, cansarte, llorar e incluso sangrar con él. “Hasta el último hombre” recoge la bandera de aquellas películas de guerra clásicas y nos regala un héroe puro y sin sombras. Tal vez demasiado en un cine que en las últimas décadas se dedicó a mostrarnos personajes más reales y humanos y que están mucho más cerca del espectador.
El actor, director y productor de cine estadounidense nacionalizado irlandés Mel Gibson (61) logra una vez más una película de gran nivel cinematográfico, género bélico, sangrienta, basada en hechos reales, tiene un gran ritmo, hay mucho del cine clásico de los años 40, todo lo técnico espectacular, una buena construcción de personajes, con un gran criterio la iluminación y colores, habla de la fe, vida y muerte, valentía, convicciones y los valores. Vuelve a brillar la dirección Mel Gibson que filma como los dioses. Se merece ganar varios Premios. Hecha con un gran respeto hacia el espectador. Algunos recordarán por ejemplo: “Salvar al soldado Ryan”, “La delgada línea roja”, “Cartas desde Iwo Jima”, entre otras.
La nueva película del creador de Corazón valiente, La pasión de Cristo y Apocalypto es, más allá de las controversias, una experiencia sobrecogedora y un imponente espectáculo cinematográfico. Mucho se ha escrito (en general en tono irónico o indignado) sobre los excesos y dislates de Mel Gibson, un personaje antipático para el progresismo y la corrección política de Hollywood. Pero, si el lector/espectador puede separar al hombre del artista (algo que muchas veces es difícil) llegaremos a la conclusión de que el australiano es un director de una potencia y convicción notables. No será un tipo sutil y su mirada derechista puede incomodar a más de uno, pero -ahí está su filmografía previa para demostrarlo y Hasta el último hombre para ratificarlo- no hay muchos cineastas capaces de concebir imágenes con la contundencia de Corazón valiente o la controvertida La pasión de Cristo. Hasta el último hombre está basada en la historia real de Desmond Doss, un joven de la iglesia adventista del séptimo día que, pese a ser un objetor de conciencia que se negó a portar armas, se convirtió en uno de los mayores héroes de la Segunda Guerra Mundial y obtuvo incluso la Medalla de Honor. No fue fácil su épica. El Ejército hizo lo imposible para sacárselo de encima (no podía aceptar que alguien no portara un fusil en el frente de combate) y hasta lo sometió a una corte marcial, pero el testarudo e indomable Doss se salió con las suyas y -participando como médido- salvó a más de 70 compañeros en la sangrienta y decisiva batalla de Okinawa. La película arranca como un melodrama clásico con la historia de amor entre Doss y una enfermera llamada Dorothy (Teresa Palmer) y su complicada situación familiar con un padre alcohólico y veterano de la Primera Guerra (Hugo Weaving) que maltrata a su esposa (Rachel Griffiths) para luego entrar en zona de entrenamiento militar a la Nacido para matar (Full Metal Jacket), pasar luego a terreno judicial en la línea de Cuestión de honor para finalmente dedicar su segunda mitad a una versión aún más extrema de Rescatando al soldado Ryan (en la comparación la explícita película de Spielberg Spielberg parece una de Robert Bresson) La acumulación de tripas, vísceras, cráneos, cadáveres desmembrados, gargantas cortadas y cuerpos incinerados podrá ser definida por algunos como pornografía de la violencia, pero Gibson construye con el uso de cámara lenta, virtuosos planos iluminados por el DF Simon Duggan y música de Rupert Gregson-Williams un ballet gore de una intensidad descomunal. Sí, la puesta en escena de la muerte convertida en un hecho artístico de excelencia. Más allá de las decisiones artísticas de Gibson y del inevitable patriotismo de la propuesta, el film aborda el tema del heroismo, las convicciones personales (religiosas) y los dilemas morales en tiempos de guerra con inteligencia y eficacia. Puede que la película toque algunas fibras íntimas poco recomendables, que ciertos simbolismos obvios estén de más, que en muchos sentidos con esta película el propio director esté buscando una suerte de redención personal, pero lo cierto es que Hasta el último hombre constituye una experiencia tan visceral como imperecedera.
Mel Gibson tras una larga ausencia vuelve a ponerse detrás de cámara para la narrar una historia dura, desgarradora, visceral, pero sobre todas las cosas es una brillante historia de heroísmo. El protagonista es Desmont Doss, quien se enlisto para entrar en combate con su pelotón en La Segunda Guerra Mundial, pero lo que lo diferencia del resto es que por cuestiones de fe y religión no quiere portar en sus manos ninguna arma de fuego, quiere estar en la lucha y cumplir el rol de medico dentro de su escuadrón, gracias a su gran acto heroico él es recordado por ser un mártir de la paz y salvar de la muerte a 75 soldados estadounidenses. La película está dividida en dos partes, una centrada en su infancia en donde era un chico problemático que golpea gravemente a su hermano con una roca y que ahí es donde toma conciencia de cambiar de actitud para su propio bien, también lo vemos en una relación algo distante con su padre, mas tarde se ve como se enamora de una hermosa enferma, ya en la segunda parte se muestra todo su entrenamiento, donde es encarcelado por no portar armas para poder servir a su país y luego todo su desafío al pisar el campo de batalla en Okinawa. Gibson demuestra que tiene un enorme talento para dirigir una película y tomarse su tiempo para relatar bien las cosas de manera entretenida, es largometraje de casi 2hs 30 minutos, pero que lo valen, si algo hay que caracterizar al director es que es muy visceral en sus films, acá sobre el tercer acto es donde abunda la crueldad de la guerra hasta erizar por completo la piel a tal punto de casi sin dejar respirar al espectador, por suerte es una historia de heroísmo y está reflejado, Andrew Garfield convence en su rol protagónico y posiblemente obtenga una nominación al Oscar por su papel, los secundarios también son todo un lujo: Hugo Weaving, Teresa Palmer, Rachel Griffinths, Sam Worthington y hasta incluso Vince Vaughn que sale un rato de las comedias simplonas. Lo bueno: Una historia bien narrada, actuaciones destacables y un Mel Gibson que regresa con todo. Lo malo: Nada.
Mel Gibson sabe cómo dirigir. Eso no se ha puesto en duda, ni siquiera durante la década que pasó alejado de las cámaras. Es bien conocido que sus problemas personales y unas incendiarias declaraciones que se volvieron muy públicas lo pusieron en la lista negra de Hollywood, al punto de que pocos quisieran trabajar con él, ni siquiera sus agentes. No importó que viejos amigos como Robert Downey Jr. o Jodie Foster abogaran por su perdón o que encabezara buenas películas como The Beaver o Get the Gringo en ese período. Para resurgir de entre las cenizas necesitaba algo más grande e imposible de ignorar, capaz de instalar la pregunta de si estaba bien disfrutar de su cine a pesar de sus ofensas. Y de ahí los diez años de ostracismo que separan a Apocalypto de Hacksaw Ridge; la primera estrenada en la previa a su escandalosa detención, con sus chances para los Premios Oscar afectadas por esa mala publicidad, y la segunda como el clímax de este camino de redención, una que lo devuelve al foco de atención y lo hace merecedor de múltiples elogios.
LA FE FRENTE AL HORROR Cuando parecía que su figura (y su carrera) estaba condenada luego de algunos fracasos comerciales y unos cuantos desplantes de tipo personal que afectaron su imagen pública, Mel Gibson concreta un retorno estupendo con Hasta el último hombre. Y encima lo hace sin dejar de ser él mismo, sin renunciar a sus principios como persona y como cineasta, solo puliéndolos de la forma precisa para delinear un relato donde lo esquemático se da la mano con lo universal. Gibson encuentra en los hechos reales protagonizados por Desmond Doss –un soldado que era objetor de consciencia y que en la Segunda Guerra Mundial, durante la Batalla de Okinawa, se negó a matar gente y se desempeñó como médico, rescatando y salvando a por lo menos 75 compañeros, sin disparar un solo tiro- la historia justa para transmitir su ideología, pero también los tonos, formas y modalidades para impactar de la manera adecuada. Es innegable que la enorme mayoría de la filmografía de Gibson como actor está ligada a la violencia física, pero también a otras formas de violencia indirectas o subterráneas, vinculadas a lo psicológico, familiar o cultural, que incluso terminan afectando lo físico, como en La doble vida de Walter. Pero en su carrera como director –con la posible excepción de su ópera prima, El hombre sin rostro- se agrega lo religioso como factor determinante, con la fe como elemento constitutivo de los personajes y los hechos que protagonizan. En eso, La pasión de Cristo es su película no solo más popular y emblemática, sino más representativa, un resumen de todo lo que piensa pero también de cierta prepotencia que estaba atravesando en su estrellato y de una concepción del cine que no admite sutilezas. Y si Apocalypto lograba sus mejores momentos cuando dejaba un poco de lado la bajada de línea ideológica y se zambullía sin vueltas en la aventura, Hasta el último hombre encuentra ese lugar óptimo y verdaderamente relevante dentro del campo cinematográfico, donde primero está lo que se narra y los personajes que llevan adelante la historia, y después está el mensaje. Su más reciente película es potente, no prepotente. No necesita imponer su visión del mundo, por más que no sea precisamente sutil. En el impacto definitivamente universal de Hasta el último hombre hay un par de decisiones de lógica pura pero también de enorme inteligencia por parte de Gibson. La primera es la de poder ver los rasgos prácticamente increíbles, incluso hasta inverosímiles de la historia de Doss, que desafían cualquier mirada práctica, y hacerlos suyos, llevándolos a confluir con su estética cinematográfica, casi grasa y absolutamente salvaje en su despliegue de violencia sanguinaria, estereotipos, lenguaje soez e iconicidad sin ambigüedades. La segunda, derivada de la primera, es ir haciendo transitar al relato por una multiplicidad de géneros: si el film arranca siendo un drama familiar, con la figura de ese violento padre que encarna Hugo Weaving como eje de referencia y conflicto; luego deriva en una comedia romántica a partir de que Doss conoce al amor de su vida; lo cómico continúa con el entrenamiento militar, con la presencia fundamental del sargento interpretado por Vince Vaughn (recuperando lo mejor de su talento, con líneas chispeantes a mil por hora); hay una breve parada dentro del subgénero judicial, a partir de la negativa de Doss de portar un arma y el juzgamiento por parte del Ejército; y luego está la zambullida final en el territorio bélico. Allí, a la hora de adentrarse en la Batalla de Okinawa, con la Escarpa de Maeda (conocida también como Hacksaw Ridge) como punto de quiebre de la contienda, es donde Gibson realiza la operación genérica más interesante de todas: toda la segunda mitad del metraje, desde la anticipación de lo que viene –con el desfile de cadáveres de compatriotas que observan los soldados recién llegados al campo de batalla-, el trabajo con el fuera de campo –con los japoneses como entidades casi invisibles pero palpables incluso desde lo que se cuenta de ellos-, la composición de planos, la utilización del sonido y la exposición de la violencia, convoca definitivamente al terror. En Hasta el último hombre, la guerra es esencialmente miedo, temor, horror, por lo que se ve, por lo que puede suceder, por lo que se intuye, por la permanente sensación de que cada paso dado puede ser el último, de que el enemigo está al acecho y no va a tener piedad. En cierto modo, Hasta el último hombre va hilvanando un procedimiento narrativo similar al que hacía ese clásico llamado El exorcista: la construcción progresiva de los acontecimientos y sus protagonistas es la que va generando una indudable empatía con el espectador. Frente a ese horror tangible y a la vez abismal, la única respuesta parece ser la coherencia y el profesionalismo que va de la mano de la fe. Frente a la violencia extrema, la respuesta que encuentra Doss, aferrándose a sus convicciones religiosas, negándose a tomar ese instrumento del mal que puede ser un fusil y eligiendo salvar a sus compañeros (e incluso a sus enemigos) utilizando solo sus conocimientos, termina siendo hasta perfectamente lógica, incuestionable. Los villanos no terminan siendo los japoneses (son apenas meros antagonistas circunstanciales) sino la forma en que la guerra lleva a que los individuos abandonen su propia humanidad. Cuando llega el clímax, la hazaña extrema de Doss que le permitió salvar a decenas de hombres, conmueve irremediablemente y a la vez pone en el foco el raciocinio perverso de la guerra, por el cual sobrevivir, salvar o ser salvado constituye la excepción en vez de la regla, porque todo está dado para que se imponga la muerte. Gibson ya a esa altura hizo todo el trabajo que correspondía, pero también Andrew Garfield, quien con su apabullante sinceridad interpretativa lleva a su personaje por toda clase de climas, tonos y circunstancias con una fluidez impactante, reflejando a la perfección el camino de ese héroe sin capa. Por eso Hasta el último hombre es una película de ideología explícita y convencida de sí misma, lo cual no la lleva a ser sectaria sino universal, aún en sus simbolismos y metáforas visuales manifiestamente asociados a la cristiandad. Es un film sobre la fe de un hombre moviendo montañas, proveniente de un cineasta sacudiendo al cine con su fe.
Hasta el Último Hombre: pacifista en el Pacífico Mel Gibson regresa a la dirección en un film bélico que relata la historia de un joven que se une al ejército de los Estados Unidos para servir a su país sin tener que matar... Unirse al ejército más poderoso del mundo siendo un objetor de conciencia que sólo desea servir a su país de la mejor manera posible resulta una causa por demás improbable. Pero el caso existió, ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial y se convirtió en el nuevo film del polémico Mel Gibson. Si bien el laureado actor neoyorkino ha protagonizado durante los últimos años una serie de escándalos mediáticos que han transformado su vida en poco menos que una caricatura, su estilo para narrar en la gran pantalla ha permanecido intacto, o al menos eso es lo que se puede ver en esta nueva incursión como realizador. "Hasta el Último Hombre" narra la historia de Desmond Doss, el único soldado norteamericano que combatió en el frente de batalla sin portar un arma, y que logró salvar a 75 hombres en el proceso. Doss era un objetor de conciencia que se unió como médico al Ejército de los Estados Unidos y que debió sufrir en carne propia las humillaciones a las que lo sometieron sus propios compañeros y superiores. Con esto en mente, el film se divide claramente en dos partes. Así como hizo Stanley Kubrick con Nacido Para Matar, la primera hora de este relato transcurre en los Estados Unidos, donde se explora el pasado de Doss, su decisión de jamás tomar una vida a muy temprana edad, y la inclinación por la enfermería para luego pasar al duro reclutamiento que le tocó vivir. La segunda hora muestra al protagonista ya en territorio nipón, donde participó junto a su escuadrón de la famosa batalla de Okinawa, una de las más encarnizadas de la Segunda Guerra Mundial, que le valió la Medalla al Honor del Congreso de los Estados Unidos. Si bien está protagonizada por Andrew Garfield, Hugo Weaving, Vince Vaughn y Sam Worthington, el foco de la película está puesto en la dirección de Gibson, a quien los años han puesto un tanto "blando". Estamos hablando del director de "La Pasión de Cristo", "Apocalypto" y "Corazón Valiente", tres de las películas más sangrientas de la historia del cine; y del que se podía esperar un poco más tratándose de un film bélico. Sin embargo, a pesar de que "Hasta el Último Hombre" tiene violencia a raudales (sobre todo en la segunda hora), lo cierto es que todo el convite funciona bien pero se queda un tanto corto para aquel que ha visto acción verdaderamente descontrolada en productos como "Rescatando al Soldado Ryan", "Band of Brohers" y esa gran apuesta de HBO que fue "The Pacific". No me malinterprete: no es que lo de Gibson sea malo, es que no logra superar en fiereza a esas películas, sobre todo porque el protagonista no dispara un solo tiro y se pasa varios minutos salvando a 75 compañeros de la violenta represalia de los japoneses. En definitiva, "Hasta el Último Hombre" es una linda película, que se deja ver muy bien pero que de ninguna manera es la mejor obra del director ni tampoco se transformará en un clásico de clásicos.
A pesar de sus subrayados, el quinto largometraje de Mel Gibson ofrece escenas bélicas impactantes y un protagonista verídico bien interpretado por Andrew Garfield. Puede que Watson, el primer robot médico de la Historia, llegue a salvar muchas vidas futuras, pero probablemente no comprenda la dimensión moral de su trabajo. Esa entrega era muy clara para Desmond Doss, un médico de infantería del ejército estadounidense que salvó más de 70 vidas en Okinawa (Japón) sin tocar un arma, como fiel cumplidor del mandato religioso “no matarás”. Mel Gibson adapta la vida de la leyenda (que murió en 2006, a los 87 años) en su quinto largometraje, Hasta el último hombre, destilando devoción ciega como su héroe y sin mosquearse en el acercamiento al panfleto aleccionador, en el que las luces bíblicas conviven con el campo de batalla. La película se despliega en tres actos ascéticos y contundentes dignos de una sesión de catequesis hollywoodense: todo comienza en Virginia, EE.UU., donde se cría el pequeño Doss. Familia humilde y adventista, padre alcohólico violento y ex combatiente en la Primera Guerra Mundial, madre abnegada y hermano con el que juega a las piñas hasta que ocurre el primer acercamiento a Dios: Doss casi mata al hermano con un ladrillo, y así la culpa lo lleva a asimilar el “No matarás” hasta las últimas consecuencias: años después, cuando está comprometido con la enfermera Dorothy Schutte (Teresa Palmer) y asume lentamente su vocación de médico, se enlista decidido a batallar en la Segunda Guerra Mundial desarmado y con el único propósito de rescatar a los suyos (esto se hará relativo en plena contienda, en una escena en que se muestra el vínculo del soldado con un neutralmente nacionalista Más Allá). En ese segundo acto en Fort Jackson afloran las crueldades de entrenamiento militar ya conocidas y se presentan los colegas pesados de Doss, que lo marginan hasta el cansancio por su reticencia a agarrar el rifle. Delgado, pequeño y más bueno que el pan (Andrew Garfield, inmejorable), Doss fue hecho para el bullying, al que resiste ofreciendo una y otra vez sus mejillas. Y se sale con las suyas: en poco tiempo llega con las tropas a Okinawa para participar en el dificilísimo avance en Hacksaw Ridge (tal el nombre original del filme), una llanura fantasmagóricamente neblinosa en las alturas en la que esperan los japoneses. Será en ese tercer y último acto que Hasta el último hombre llegue a su literal cima: si hasta ahí las bajadas de línea eran amortiguadas con una narración sobria y segura, es en la instancia bélica (también dividida en tres, avance, retirada y contraataque) que el filme cobra sentido y revela su potencia: la materialidad de los cuerpos y la tierra y los disparos y las vísceras y las explosiones impacta de manera vívida, adrenalínica y escalofriante, y la visión posterior de Doss –que se queda solo en un asolado y moribundo Hacksaw Ridge para acometer su misión de salvataje– moviéndose sigiloso como un santo atleta llevando a sus compañeros en andas o arrastrándolos es sin dudas tan emocionante como curiosa, el hallazgo de un ícono de la negatividad que combate con el escondite, el salto, el silencio, el no-disparo. Por eso no importa que en una crisis de fe Doss diga “Qué quieres de mi, no lo entiendo, no te escucho”, que se subraye cómo cimenta su virginidad asesina en un amague fallido de matar al padre o que ascienda en una camilla-altar hacia los cielos como un enviado del Señor: el credo excesivo de Gibson admite lo burdo y lo majestuoso, y eso es más motivo de celebración que de bullying.
La paz en la guerra Mel Gibson, amante de la épica y de los dramas bélicos, vuelve al campo de batalla después de una década sin dirigir, con un filme que indaga en la fe, la moral y el sacrificio humano. Se trata de la cuarta película que dirige el actor, director y productor estadounidense después de "Corazón valiente", por la cual ganó un Oscar, "La pasión de Cristo" y "Apocalypto". Si bien hay muchos aspectos para analizar en este filme, el primero y más acertado es que la historia elegida -en una coyuntura donde las buenas ideas no abundan- es consistente y realmente conmovedora. Se trata de la historia real de Desmond Doss, un miembro de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que se convirtió en héroe en la Segunda Guerra Mundial, hasta el punto que fue el primer objetor de conciencia en recibir la Medalla de Honor y uno de los tres únicos objetores en no retirarla hasta hoy. Protagonizado por Andrew Garfield (el ex "Hombre Araña"), el filme se sitúa durante la batalla de Okinawa, en Japón, pocas semanas antes de los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki. Allí, Desmond logra salvar a 75 hombres con una gran particularidad: sin tocar un arma por sus creencias religiosas. Así, entre secuencias de batallas de alto impacto, Garfield logra una gran empatía con el espectador, generando una montaña rusa de emociones. Y ahí está el triunfo del director, que logra humanizar al protagonista a través de flashbacks de su infancia justificando su comportamiento y mostrando un pasado tormentoso con su padre. Y logra mostrar a un héroe que no utiliza la violencia. ¿Será una de las posibles ganadoras del Oscar? Puede ser. Lo que se rumorea es que Garfield tiene grandes chances de quedarse con la estatuilla a mejor actor.
Mel Gibson es un sinvergüenza y esa es una de sus dos mayores virtudes: la otra es saber narrar una historia. Aquí cuenta el drama real de un objetor de conciencia enviado al frente como médico durante la Segunda Guerra Mundial. Se niega a matar gente, y salva la vida de muchos de sus compañeros en situaciones de gigantesco peligro. Gibson, se sabe, tiene una relación fortísima con la religión, pero no desde la estampita sino desde lo que implica como decisión moral. También es de quienes creen que el sacrificio de la sangre tiene un sentido. Se puede o no estar de acuerdo con eso: lo que cuenta es cómo lo expone. Así, después de comenzar su film a partir de la discusión de ideas, las pone a prueba en la segunda parte, cuando comienza la acción. Y es dura, a la manera de “La Pasión de Cristo” (en cierto sentido, y si se tiene en cuenta el último plano de la película, es casi una “versión moderna” de aquella historia), con secuencias de guerra que superan en visceralidad los excesos de “Rescatando al soldado Ryan”. Esa falta de vergüenza para poner en pantalla una visión personal y nada concesiva es lo que le provee de una fuerza enorme a la película, fuerza que permite superar incluso sus más desvergonzadas cursilerías. La experiencia es notable.
Violenta y excesiva, por momentos brillante y en otros al borde del absurdo, la nueva película de Mel Gibson es un impactante y sangriento relato –basado en un caso real– acerca de un hombre (Andrew Garfield) que se alista en el Ejército norteamericano en la Segunda Guerra Mundial pero que, por motivos religiosos, se niega a portar armas. Mel Gibson es un personaje indescifrable. O inmanejable, no sé. Una “fuerza de la naturaleza”, un psicótico, un tipo talentoso que no conoce de límites, el actor y director se ha convertido a lo largo de estas últimas décadas (antes de volverse director solo parecía ser un actor intenso y con gran timing cómico) en un personaje controvertido, protagonista de incontables despropósitos públicos, desde situaciones de violencia de género hasta su defensa del antisemitismo pasando por manifestaciones homofóbicas, entre otras barbaridades. Pero el talento, muchas veces, no viene en envases perfectamente diseñados y atractivos para el público. A menudo, los artistas más talentosos suelen ser o tipos despreciables con lo que uno no quisiera tener que compartir una mesa o personajes cuyas opiniones acerca del mundo están lejos de ser aceptables. No suelo hacer este tipo de aclaraciones antes de una crítica, pero no puedo negar que muchos de los comentarios de Gibson a lo largo de la década pasada me parecieron imperdonables, por lo que debo admitir que es un personaje que me resulta bastante despreciable y que no sé si puedo ser del todo imparcial en mi juicio a su obra. Pero lo sorprendente de HASTA EL ULTIMO HOMBRE es que la película logró quebrar mis prejuicios (o, al menos, la mayoría de ellos) y meterme en su potente, violenta y poderosa historia de una manera que solo los cineastas realmente talentosos pueden hacerlo. Y Gibson, nos caiga bien o no, es un realizador de un enorme talento, especialmente en ciertos aspectos del arte cinematográfico. La película se basa en un caso real que tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial: es la historia de Desmond Doss (Andrew Garfield), un joven que se enlista en el Ejército para ir al frente de batalla. Pero hay un detalle importante: por su fe religiosa (es adventista), a la que llega tras una pelea con su hermano que termina muy mal y una serie de duras situaciones familiares con su padre alcohólico y violento, el hombre se niega a portar armas. Eso lo vuelve un “objetor de conciencia”, algo que le causa todo tipo de problemas en el entrenamiento militar. El Ejército quiere deshacerse de él y hasta le hace un juicio, pero el insistente Doss quiere ir al frente sí o sí –siente que es su deber estar ahí y ayudar como médico–, pero ni sus superiores ni sus compañeros quieren a alguien en el frente que no sepa ni quiera portar un arma. Y sí, hasta los médicos deben portar una y saber usarla, pero él no quiere ni tocarlas. La primera parte de la película remeda a filmes bélicos de los años ’40, con un estilo un tanto ñoño en lo que respecta a la caracterización de los personajes (especialmente el típico pelotón compuesto por estereotipos étnicos y sociales) y un romance con una enfermera del pueblo que sigue un similar patrón. Solo en las escenas familiares –las de su padre alcohólico, muy bien encarnado por Hugo Weaving– aparecen señales de que la película está hecha hoy: el grado violencia familiar es de una potencia gráfica que de nostálgica tiene poco y nada. Es un golpe de realismo de tono contemporáneo en medio de lo que parece ser un relato en extremo clásico. La película se divide claramente en dos partes y la segunda transcurre en el campo de batalla, en Okinawa, Japón, donde está el “Hacksaw Ridge” que le da título al filme, una pared montañosa que hay que escalar para, una vez arriba, tomar de manos de los japoneses, que están instalados ahí y van rechazando una y otra vez los intentos de los norteamericanos de ocupar el lugar. Allí es donde se verá si Desmond Doss puede probar si es o no útil pese a su “pacifismo”. Y allí es, también, donde Gibson dejará de lado el clasicisimo a la antigua de la primera parte para convertir a las batallas en una verdadera masacre cinematográfica, con pedazos de cuerpos volando por los aires, sangre y visceras por todas partes y una cámara que se mueve en medio de todo eso como si fuera un soldado más. Comparativamente, RESCATANDO AL SOLDADO RYAN parece una película para niños. HASTA EL ULTIMO HOMBRE tiene una innegable potencia narrativa, imágenes que se impregnan de forma indeleble (ver la que abre esta nota) y un ritmo trepidante, cada vez más y más intenso hasta volverse casi insoportable sobre su parte final. Siendo ya para entonces una película excesiva en todos sus rubros, Gibson parece desatado con tal de lograr los efectos que desea. Y es así que a una virulenta escena bélica resuelta con una claridad meridiana en cuanto a su configuración espacial –pese a la sensación de caos inmanejable que es la batalla– le sigue otra metáfora religiosa que es igualmente excesiva pero mucho más cruda y básica. De manera similar a lo que sucedía en partes de LA PASION DE CRISTO, da la sensación de que Gibson es un hombre que no tiene pudores en mezclar religión y violencia de formas que por momentos parecen antitéticas entre sí. La suya no es una película antibélica ni la historia de un pacifista, sino un filme pro-bélico que invita a unirse a las batallas hasta a aquellos que odian todo lo relacionado con ellas. Siempre hay formas de ayudar a ganarlas, parece decir. La película tiene otros problemas, como la casi nula caracterización del pelotón que acompaña a Doss en el entrenamiento y en Okinawa. Salvo por el personaje que encarna Vince Vaughn, casi todos son estereotipos definidos por un par de trazos gruesos. Más complejo es el universo familiar de Doss: el odio que le tiene a su padre, su devoción religiosa y su amor por su madre. Excesiva por donde se la mire (uno por momentos no da crédito a lo que está viendo, especialmente en la última parte) pero con momentos de brillantez cinematográfica que surgen de alguien que sabe bien lo que quiere y cómo conseguirlo, HASTA EL ULTIMO HOMBRE es una película tan atrapante y potente como exasperante y hasta absurda. Es Gibson en estado puro, haciendo algún tipo de penitencia fílmico/emocional sobre sus pecados del pasado. O, quién sabe, acaso queriéndole demostrar a Hollywood que, al menos como cineasta, sigue siendo el mismo que antes y que merece ser vuelto a tener en cuenta.
La paradoja de la guerra En "Hasta el último hombre", basada en una historia real, un joven militar norteamericano que no cree en el uso de las armas llevará su causa hasta las últimas consecuencias enfrentando la cárcel y la corte marcial. Criado en los campos de Virginia, entre competencias con su hermano y la mano dura extrema de su padre (Hugo Weaving), ex militar y alcohólico, Desmond Doss (Andrew Garfield) decide que tiene que hacer algo por su país y se enlista en el Ejército de Estados Unidos. A pesar de su cara de bueno y su cuerpo en apariencia frágil, muestra gran potencial para la milicia, pero un obstáculo lo pone a prueba: no es capaz de agarrar un arma, porque no cree en ellas. Más allá de la contradicción que supone su principio, basado en el mandamiento "No matarás" y su fe religiosa -por eso el interés de Mel Gibson en filmar esta vida de un militar real-, Desmond está dispuesto a llevar su causa hasta las últimas consecuencias, enfrentándose a la cárcel y a la corte marcial. Él desea ser médico de combate y por ello está convencido de que no necesitará armas puesto que sólo quiere salvar a sus compatriotas heridos en la Segunda Guerra Mundial. Tras esa primera parte de gran inversión en la crianza y el entrenamiento de Doss -que por cierto tiene a Garfield en uno de sus mejores trabajos-, este debe viajar con su pelotón a la zona más peligrosa del combate en Japón, del que regresan más muertos que vivos. El verdadero Desmond salvó la vida de 75 compañeros de su escuadrón y se transformó en un estandarte para los demás soldados, que no querían ir a pelear sin que el formase parte del equipo. Ese será el espíritu del largometraje, componiendo una película de guerra que va de la vereda del frente a la mayoría de su género y refrenda la vida antes que la muerte. Por ello la temática es fuerte, contraponiendo lo nefasto de las masacres y asesinatos en masa de las guerras con la esperanza y la buena voluntad.
El exceso de información y el acoso mediático que reciben los famosos en el siglo XXI hace que muchas veces un artista sea juzgado por su vida privada y no por su obra. Pero es bueno separar para poder intentar apreciar al máximo, libre de prejuicios, a ciertos artistas. Puede que Mel Gibson no vuelva a recibir nunca un Oscar de La Academia por consecuencia de sus dichos y hechos polémicos fuera del set, pero esto no quita que cada vez que estrena una película estemos en presencia de una de las mejores ofertas que puede haber en cartelera. Luego de diez años de inactividad, su estilo se mantiene intacto. La historia está cargada del efectivisimo sanguinolento y violento del que se lo acusa siempre, pero una vez más, está justificado. Contar la vida de Desmond Doss, este héroe de guerra que se negó a portar armas, requiere de un talento singular que impida caer en la tradicional biopic lo más libre posible de esos lugares comunes que suelen molestar a quienes frecuentan el género. Y pese a que muchas secuencias son las más típicas en films bélicos, Gibson dota su historia de un clasicismo necesario para el material que tiene a disposición. El tono del relato se construye evitando todo tipo de excesos emocionales sin perder la sensibilidad del material, y en gran parte se debe al buen trabajo de Andrew Garfield y el resto del cast. Al seguir los pasos de un héroe como Desmond Doss el riesgo está en construir una imagen absolutamente impoluta y santificada de un personaje que podría volverse inverosímil e inclusive irritante, pero que gracias a la buena caracterización de los guionistas y el acercamiento del director y el mismo actor, se consigue equilibrar un retrato elogiable con el cual es fácil empatizar. El mejor consejo para disfrutar Hasta el último hombre es juzgar a la obra como tal y olvidarse de quién está detrás de cámara. Si se puede hacer con Woody Allen, Hitchcock y Kubrick (entre otros) ¿por qué habríamos de juzgar a Mel Gibson por otra cosa que no sea su obra?
ESPECTÁCULO ESPECTACULAR Mel Gibson es garantía de gran espectáculo. Esa una verdad tan evidente como que hay que olvidarse que cuando se toma unos tragos habla boludeces antisemitas y que tiene un gusto extremo por las imágenes sádicas. Concentrémonos en sus películas. ¿Quién no se entretuvo con El patriota?, ¿quién no acompañó al protagonista de Corazón valiente cuando blandía su hacha y corría en busca del enemigo? ¿Y La pasión de Cristo?¿Y la versión gore de la América precolombina en Apocalypto? Sí, Mel tuvo algunos problemas pero está de vuelta con una película avasallante, que si bien se va al pasto en algunos momentos, sin lugar a dudas logra atornillar al espectador a la butaca. Desmond Doss se convirtió en un héroe condecorado de la Segunda Guerra Mundial sin haber disparado un solo tiro y además salvó a más de 70 camaradas en Okinawa. Con Andrew Garfield en la piel de este joven que pertenecía a la iglesia de los adventistas del séptimo día, Hasta el último hombre avanza en diferentes registros aunque siempre dentro del marco de cierto clasicismo. La historia se divide en dos partes, la primera es la vida civil hasta el momento en que Desmond se alista y presenta su objeción de conciencia, lo que inevitablemente desemboca en una batalla judicial entre el ejército y el joven que quiere ir a la guerra sin por eso verse obligado a disparar. Superado ese tramo de la película, la acción se traslada al Japón. El batallón del protagonista debe tomar un punto de la costa, una batalla que lleva días desarrollándose y que resulta vital para la suerte de la guerra. Entonces es donde Gibson, además de mostrar buen pulso para la historia clásicas, nos sorprende con unas escenas de gran crudeza, vuelan cabezas, extremidades, degüellan gente y buena parte del batallón que vimos entrenarse junto a Desmond termina masacrado. No vale mucho la pena establecer alguna competencia entre películas de tono parecido como Rescatando al soldado Ryan, la guerra es bestial y en este caso se ve de manera extrema. Mel Gibson lo hizo de nuevo, se reunió con un gran elenco para mostrarnos un caso real y dar cuenta una vez más de que es un director que nunca va a dejar de sorprender, con esa curiosa capacidad de hacernos gozar aunque el espectáculo sea truculento y extremadamente realista. HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE Hacksaw Ridge, Estados Unidos/Australia, 2016. Dirección: Mel Gibson. Elenco: Andrew Garfield, Sam Worthington, Luke Bracey, Teresa Palmer, Hugo Weaving, Rachel Griffiths y Vince Vaughn. Guión: Robert Schenkkan y Andrew Knight. Fotografía: Simon Duggan. Música: Rupert Gregson-Williams. Edición: John Gilbert. Diseño de producción: Barry Robison. Duración: 138 minutos.
Lo espeluznante de la guerra Drama épico ambientado en la Segunda Guerra mundial –en los enfrentamientos entre estadounidenses y japoneses, después del ataque sorpresa de Pearl Harbor, llevado a cabo por la aviación y la marina japonesas contra la base naval americana situada en la isla de Oahu, en Hawai-, Hasta el último hombre (2016) está basada en hechos reales y dirigida por el actor, productor y realizador Mel Gibson (Corazón valiente, Oscar a la mejor película en 1996), quien regresa a la dirección diez años después de Apocalypto (2006), y protagnizado por Andrew Garfield, Vince Vaughn, Sam Worthington, Teresa Palmer y Rachel Griffiths. Drama bélico sobre la historia del objetor de conciencia Desmond Doss quien, sin empuñar arma alguna, con tenacidad, valentía y al límite de sus fuerzas, salvó la vida a 75 hombres en la batalla de Okinawa; en su calidad de médico de la compañía evacuó él solo y con ingenio a los heridos hasta que finalmente le alcanzaron una granada y el disparo de un francotirador; hazaña que le valió ser el primer objetor galardonado con la Medalla de Honor del Congreso de Estados Unidos. Cuando estalla la Segunda Guerra mundial, un joven estadounidense hijo de un veterano de la guerra de 1914 se enfrenta al dilema de querer servir al país como cualquier otro ciudadano al tiempo que la violencia es incompatible con sus creencias y principios morales. A pesar de todo, se alista como enfermero en Infantería, negándose no sólo a matar sino también a llevar un arma. Sus convicciones no violentas son objeto de burla y escarnio por parte de los compañeros y el mando. Reconocido finalmente como objetor, se le autoriza a recibir formación médica, y participa de lleno en el infierno de la guerra, donde termina por ser uno de sus héroes. En la batalla de Okinawa, en el inexpugnable acantilado de Maeda, consigue salvar a decenas de compañeros heridos, evacuándolos uno 0a uno del campo tomado por los japoneses. Hasta aquí, la historia del soldado Doss, el valiente enfermero cristiano en los márgenes del fundamentalismo que se enfrenta solo a una soldadesca japonesa, sádica y ávida de sangre. Historia que parece fabricada ex profeso para Mel Gibson, un cineasta fascinado por la sangre y la violencia, y obsesionado por el sacrificio, quien la convierte en un mensaje penoso, desagradable, ideológicamente discutible, e incluso en “un caso psiquiátrico” (Romain Blondeau, Les Inrockuptibles), ya que se trata de hacer el retrato de un objetor de conciencia al tiempo que se mantiene un discurso cien por cien militarista –“un cuento sobre el pacifismo escrito sobre un monumento de violencia”- y se va dejando detrás un paisaje regado de muertos, heridos, cuerpos destrozados, mutilados, literalmente reventados… Filmando la guerra con el máximo de realismo, Mel Gibson ha querido no sólo convertir la gesta del soldado Doss en un taquillazo morboso (como ya hizo con La pasión de Cristo, 2004) sino también despertar los instintos más primitivos del espectador, sirviéndole violencia “con una potencia visual devastadora”. Aconsejo encarecidamente no llevar a los menores a ver una película “abyecta y complaciente” (La Croix).
Un salto de fe y coraje Sin dudas, la Segunda Guerra Mundial ha sido la madre de todas las guerras. Fue una contienda verdaderamente global, que empezó con la última carga de caballería y terminó con las primeras bombas atómicas. Por eso, es que ha brindado las más diversas perspectivas, incluyendo las más alejadas (aparentemente) del campo de batalla: desde “La lista de Schindler”, de Steven Spielberg; “El pianista”, de Roman Polanski, y “El tren de la vida”, de Radu Mihaileanu (por citar sólo tres miradas sobre la Shoá); “La caída de Oliver Hirschbiegel” (la guerra vista desde el aislado búnker hitleriano); “El código Enigma” (el desciframiento del código usado por Alemania); y sumamos aquí aportes de dos viejos camaradas: “La tumba de las luciérnagas” de Isao Takahata (la tragedia personal de dos huérfanos japoneses) y “El viento se levanta” de Hayao Miyazaki (sobre Jiro Horikoshi, creador del caza Mitsubishi A6M Zero). Quizás porque el campo de batalla estuvo en todas partes. Dicho lo anterior, no podemos negar que la mayor potencia narrativa quizás esté en el retrato de los combates: en buena medida porque en ese conflicto se actualizó la dinámica de la narrativa bélica, que tuvo como patriarca a un Stephen Crane de 25 años cuando escribió su célebre novela “La roja insignia del coraje”: la historia de un conscripto en la batalla de Chancellorsville, en la guerra civil estadounidense, donde no se ve ni siquiera qué hay del otro lado (desde donde vienen los tiros). Mucha agua ha pasado desde los alemanes silbadores de la serie “Combate”: “Rescatando al soldado Ryan” (Spielberg otra vez), “La delgada línea roja” (Terrence Malick), “Corazones de hierro” de David Ayer y el magistral díptico de Clint Eastwood (“La conquista del honor” y “Cartas de Iwo Jima”) son algunas de las cumbres más recientes en esta narrativa. Viendo el intento de Eastwood sobre la “guerra moderna” (“Francotirador”) vemos el porqué de la fascinación que nos genera aquella vieja contienda. Al rescate Y ahí es donde Mel Gibson agarra la silla de director para abordar un guión que a Eastwood, últimamente a la pesca de héroes, le hubiese encantado filmar. Y el buen Mel nos sorprende nuevamente, porque en su corta filmografía cada cinta tiene alguna rareza: “Corazón valiente” se metía con un legendario rebelde escocés; “La pasión de Cristo” pegó un salto al ser hablada en arameo y latín (y por regodearse en el sufrimiento de Jesús), y “Apocalypto” fue una extraña odisea precolombina en lenguas mayas. Acá, el (bastante preconciliar) católico Gibson se engancha en la historia de un adventista del Séptimo Día, quizás por su manera de vivir la fe, o porque le permitió combinar pacifismo y tiros en una sola obra. La cinta relata la historia de Desmond T. Doss, un adventista (real, murió en 2006), atrapado en una encrucijada: toda su generación se alista para ir a combatir en el Pacífico, pero él, por su fe y una serie de episodios personales que nos serán oportunamente develados, ha decidido abrazar el Sexto Mandamiento a rajatabla: “No matarás”. Nunca, bajo ningún concepto. Así que decidió ir como médico de batalla, pero sin tocar un fusil. Así, pasaremos la ordalía a la que lo someten para que abandone la milicia, hasta que se le cumpla el sueño y pruebe su heroísmo en una escaramuza episódica para la lógica de la guerra, aunque decisiva en la toma de Okinawa: la conquista del acantilado llamado Hacksaw Ridge, que le da título original al filme. Así, veremos como el buen Desmond se la juega por salvar y evacuar a todos los hombres posibles, incluyendo a los mismos que abusaron de él, como el sargento Howell, el duro capitán Glover y el agrio soldado Smitty Riker. Ellos forman parte de otro tópico del cine bélico: definirnos la unidad, el pelotón, como una comunidad de individualidades (el campesino, el soberbio, el galán, el estudioso, el inmigrante) que conviven en pos del objetivo; pero acá la idea es darle carnadura humana a la compañía del héroe de la jornada. Están los que morirán de entrada, los que lo harán más tarde, y los que serán salvados. Porque ésa es otra apuesta de Gibson: mostrar la banalidad en medio de ese encontronazo donde (como decíamos con respecto a Crane) al principio no se ve quién está del otro lado del humo, y cuando silban las balas siempre alguno la liga de refilón, de casualidad, o cae cuando casi se ponía a cubierto, y así... Por lo demás, el relato tiene un crescendo hasta un preclímax, el momento estelar del héroe y un segundo crescendo hacia la toma final de la posición. Es la dinámica de la guerra isleña (asalto, repliegue y nuevo asalto hasta la toma) lo que la emparenta con “La delgada línea roja” y “La conquista del honor”, además de una narrativa visual que nada tiene que envidiarles: al final, la historia del pacifista es una de las más intensas películas bélicas de los últimos tiempos. El creyente Andrew Garfield está acostumbrado a interpretar personajes socialmente torpes, así que el tímido pero decidido Doss (que era flaco como él) no le queda nada mal. El carácter bonachón que le imprime construye buenas químicas con sus contrapartes. Como la suculenta Teresa Palmer (una mezcla de Scarlett Scarlett Johansson y Rachel MacAdams), en la piel de Dorothy Schutte, su novia y luego esposa, o Hugo Weaving en una muy lograda actuación como Tom Doss (el padre alcohólico que vio morir a sus amigos en la Primera Guerra). También los convincentes y habitualmente eficientes Sam Worthington (Glover) y Vince Vaughn (Howell), y un interesante Luke Bracey (Smitty), que pasan del desprecio a la admiración. Por ahí también se luce Rachel Griffiths como la sacrificada Bertha, madre del muchacho vuelto hombre. Después hay buena acompañamiento en las participaciones de la soldadesca (Luke Pegler, Richard Pyros, Ben Mingay, Firass Dirani, Jacob Warner, Goran D. Kleut, Harry Greenwood, Damien Thomlinson, Ori Pfeffer), con varios australianos entre ellos: el buen Mel volvió a casa y rodó en Nueva Gales del Sur con algunos connacionales. Gibson nos da sorpresas, decíamos. Aquí el viejo héroe de acción encuentra al buenazo en medio de la violencia, al creyente entre la desazón, a la paz de espíritu en el corazón de la guerra. Una historia digna de contar.
INVOCACIÓN CONFORTADORA “Uno más, dame fuerza para rescatar uno más”, repite Desmond Doss mientras se arrastra noche y día entre la vegetación, los cuerpos mutilados, armas sin dueño y podredumbre; una plegaria consagrada con cada uno de los rescates de sus compañeros heridos en la batalla de Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial y con un impacto radical sobre la perspectiva de los demás soldados hacia él y hacia su manera de entender la guerra. De forma paradójica, Doss había sido hostigado tanto por los otros combatientes como por sus superiores durante los períodos de entrenamiento porque se oponía al uso de armas, a pesar de haberse ofrecido como voluntario para servir al ejército de Estados Unidos en carácter de médico. En consecuencia, Doss se convirtió en el primer objetor de conciencia y recibió la Medalla de Honor de manos del presidente Harry Truman. Mel Gibson, que había dirigido su última película hace 10 años, se detiene en dos cuestiones fundamentales del filme: por un lado, en esta dicotomía del protagonista constituida por el lazo entre religión y hombre social o, mejor dicho, el deber basado en las creencias y la obligación patriótica. El pasaje entre una postura y otra se acelera con el correr del tiempo hasta que ambas se vuelven una sola y, por lo tanto, la tensión entre Doss y sus compañeros desaparece para dar lugar al reconocimiento de su valentía y a un nuevo estímulo para enfrentar a los japoneses. Por el otro, en el campo de batalla. Hay un trabajo en los combatientes y en los cadáveres, en las explosiones, la crueldad de los ataques, la podredumbre, los ritos, entre otros. Si bien Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge en su versión original) está basada en una historia real, no hay una intención desmedida por glorificar al protagonista, sino que se lo presenta de acuerdo a aquellos ejes que definen su esencia, es decir, la religión y la ciudadanía; una simbiosis encarnada en la repetición de una única frase: “Uno más, dame fuerza para rescatar uno más”. Por Brenda Caletti @117Brenn
Celebra la muerte, celebra la muerte. La última película dirigida por Mel Gibson nos muestra la historia de un soldado estadounidense que va a luchar en la guerra contra Japón pero que por su religión no puede matar a nadie, ya que no se le permite. El quinto mandamiento de la religión católica no duda: No matarás. Y como si esto fuera poco, lo más contradictorio es que él mismo se alista como voluntario en el ejército. Todos sus superiores y hasta sus compañeros empiezan a desconfiar del soldado con justa razón. Lo toman por traidor o cobarde. Hasta llegan a considerarlo insano. Pero pronto se encargará de demostrar lo contrario. La película no se encarga de plantear que todos los demás soldados serían los más contradictorios si es que creen verdaderamente en los mandamientos. No se anima a tanto. Hasta el último Hombre se trata de la verdadera historia de Desmond Doss que fue el primer objetor de conciencia en recibir la Medalla de Honor del ejército de los EEUU. Objetor de conciencia suena medio mal pero viene a significar lo que se explicó anteriormente. Por lo general el cine bélico, las películas de guerra, traen consigo una opinión. Y últimamente casi todas tienen una mirada negativa sobre la guerra, son antibélicas. Entonces con más razón esperaríamos que esta película, donde un soldado tiene logros en el campo de batalla sin matar a nadie, tenga una postura negativa de la guerra, o de las muertes. Pero no, en Hasta el Último Hombre se celebra la guerra. Las muertes no están fuera de campo, ni están sugeridas las heridas sangrientas. Sino que las cruentas muertas de los compañeros de Desmond Doss son un gran espectáculo. Las masacres de los japoneses son entretenimientos circenses. Las incineraciones en vida de los enemigos son fuegos artificiales de luz y color. Mel Gibson ya desde Corazón Valiente, con escenas más acertadas, jugaba con este morbo. En La Pasión de Cristo, ya parecía explícito y ridículo. Aquí, por lo menos, parece incompatible.
Se estrena Hasta el último hombre, lo nuevo de Mel Gibson, inspirada en la historia real de un soldado que durante la Segunda Guerra Mundial se negó a matar enemigos y eligió salvar vidas. Habría que investigar en que momento la filmografía de Mel Gibson empezó a descarrilarse. Cómo este actor nacido en Estados Unidos pero criado en Australia, que pasó de ser el intérprete fetiche de George Miller o Peter Weir en propuestas de acción -pero que no dejaban de lado un alto cuestionamiento político y filosófico de la sociedad- a convertirse en una de las figuras más taquilleras de los 90, terminó como un cineasta reaccionario y repudiado. Se podría llegar a intuir acaso, pero hay que admitir que sus primeros pasos como realizador –El hombre sin rostro y la oscarizada Corazón valiente– eran más sutiles y cinematográficas, que todo lo que dirigió desde La pasión de Cristo hasta la fecha. Y aunque estas películas funcionaron bastante bien en la taquilla –todas de relativo bajo presupuesto- no se puede decir lo mismo de su carrera como actor, que, relacionada con sus escándalos privados, no ayudaron a que regrese a ese pedestal en el que estuvo años atrás. Quizás sea su rencor hacia la industria que le dio la espalda o al público, pero el cine de Gibson funciona como una representación grotesca de la historia y un reflejo del morbo cotidiano. Es verdad. Hay más gore en cualquier propuesta de terror mediocre, en los zombies de la televisión o incluso en las últimas adaptaciones de cómics. Pero con Gibson, la violencia es gratuíta con el único propósito de impactar y la mera intención de ser efectista. Provocador no es. Pero la lógica se cae de lado cuando se pone a analizar el otro lado de sus historias, que supuestamente pretenden emitir un mensaje de paz y amor ultraconservador, de características religiosas, casi panfletarias. Hasta el último hombre está inspirada en la historia de Desmond Doss –Andrew Garfield, sobreactuado-, un aspirante a médico que se alista para luchar en Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial con el único propósito de salvar vidas. Doss se enfrentó al ejército al negarse a tocar un fusil durante el entrenamiento y la batalla. Doss era un idealista, hijo de un veterano de la Primera Guerra, ahora borracho violento, interpretado por el gran Hugo Weaving, uno de los puntos más rescatables del film. Su enfrentamiento con su padre –una de las mejores subtramas del guión- es lo que lo motiva a ser fiel a la Biblia y no volver a golpear, mucho menos matar, a otra persona. Al mejor estilo Nacido para matar, de Stanley Kubrick, Hasta el último hombre se divide en el entrenamiento en Virginia y la batalla en Okinawa. En la primera parte, Doss se debe enfrentar a todo su batallón y superiores –entre los que se incluyen Sam Worthington y Vince Vaugh, entre un elenco con más australianos que estadounidenses- para imponer su idealismo pacifista. Si no fuera tan dramatizada y discursiva, esta primera parte sola valdría la pena. Los films de juicios militares –Cuestión de honor, En defensa del honor– suelen tener una tensión increscente que genera cierto interés, y esta no es la excepción. Pero, la subtrama romántica –importante rol de Teresa Palmer- le resta ritmo e intensidad a esta parte, aún, cuando justifica de cierto modo cursi, el accionar del personaje En la segunda etapa, Gibson despliega toda su experiencia en batalla. Es acá donde la película sufre sus mayores desaciertos. El nivel de gore, morbo y violencia es comparable a la secuencia inicial –el desembarco de Normandía- de Rescatando al soldado Ryan. Pero mientras que Spielberg demostraba la inexperiencia de los jóvenes y la inutilidad de la batalla, Gibson justifica el heroísmo y la matanza. El protagonista no mata, salva vidas, cumple su promesa, pero no tiene inconvenientes en ayudar a que sus compañeros a que destrocen a los malvados, feroces y salvajes japoneses, a los que retrata con una alarmante ausencia de humanidad, en oposición a lo que había hecho Clint Eastwood en el díptico sobre Hiroshima cuando criticaba el accionar del ejército estadounidense y humanizaba a los japoneses. El personaje es un hipócrita, pero Gibson lo santifica. La última media hora del film, el director canoniza a su héroe como si saliera de una estampita o un vitró. La única crítica que hace hacia el ejército es que la mayoría de los soldados no eran suficientemente religiosos para salvar más personas. Hasta el último hombre es un film moralista y didáctico, de lo peor que ha dado Hollywood en los últimos años, camuflado de película bélica. Es terrible que sea una de las favoritas de la temporada de premios, cuando un par de años atrás la subvalorada Inquebrantable, de Angelina Jolie, pasaba sin pena ni gloria, siendo muy superior con respecto a su apuesta cinematográfica e interpretativa. Es cierto que la tensión del primer segmento está mejor logrado, que hay cuidado estético en las batallas y las interpretaciones de Weaving y Vaugh la rescatan de no ser uno de los grandes bodrios del año, pero aún así, Hasta el último hombre, de Mel Gibson es contradictoria y carece, por momentos, de lógica narrativa; y se escuda en la placa “basada en una historia real”, para justificar el fascismo –muy digno de lo que se viene con Trump- que sigue imperando en la mentalidad autoral de su realizador, y la de muchos compatriotas estadounidenses.
Loco un poco Hasta el último hombre empieza en medio de una batalla. En cámara lenta, los planos muestran explosiones que se abren en varias direcciones y arrasan la tierra; los soldados son partidos en dos, desmembrados y eyectados por el impacto. Esas imágenes tienen una potencia inédita: la violencia de las explosiones no se parecen demasiado a nada que haya hecho el cine bélico antes, es algo nuevo que, junto a la coreografía de cuerpos voladores y de guerreros confundidos en el frenesí del combate, conforma un prólogo casi experimental, donde el cine se impone al tema de la guerra y lo informa libremente. Ese principio anuncia el tono de la película entera: Mel Gibson no es un narrador especialmente dotado, sino un director que sabe cómo imprimirle fuerza y vértigo a lo que filma, que piensa en términos cinematográficos y se preocupa poco por la consistencia del relato. Como casi todas las historias filmadas por Mel Gibson, la de Hasta el último hombre trata sobre un fanático dispuesto a cualquier cosa con tal de preservar un ideario. La gesta del soldado Doss, que se une al ejército en plena Segunda Guerra Mundial negándose a tocar un arma, tiene ribetes ridículos y hasta un poco demenciales que le suman a la película el toque de locura típico del director. Unos flashbacks explican poco y mal un trauma que vendría a justificar la cruzada absurda del protagonista, como si a Gibson no le interesara eso de las justificaciones psicológicas y solo cumpliera de mala gana con una exigencia narrativa. Cuesta sentirse cercano a ese creyente ciego y la película no hace demasiado esfuerzo por resolver la cuestión, más bien parece que esa fuera su apuesta: contar la historia de un fiel enloquecido con el que es imposible identificarse. La primera parte tiene los aires de un panfleto antimilitar: el ejército es presentado como una institución represiva que maltrata sin necesidad a sus miembros. Sin embargo, un soplo de comedia delirante oxigena la trama e instala un tono ambiguo que oscila entre el drama y el humor. El detonante frecuente de esa comedia algo retorcida es Vince Vaughn, que hace una parodia del jefe irascible que degrada a sus reclutas. Su primera aparición se resume en gritarle en la cara a varios miembros del escuadrón y ponerles apodos. Esa ambivalencia se nota también en el desarrollo de los personajes, que el relato presenta como despreciables solo para volverlos queribles después, como ocurre con el personaje del padre, a cargo de Hugo Weaving (cada día más parecido a Sam Neill). Del borracho depresivo y golpeador del principio, se transforma sin escalas en un padre destrozado por el enrolamiento de sus hijos. La escena de la cena, cuando el hermano de Doss se despide de la familia, es de una crudeza extraordinaria: el padre cuenta entre lágrimas y con la boca llena de comida los detalles de la muerte de unos de sus amigos más queridos en la guerra, advirtiéndole al hijo el destino que seguramente le espera. El momento es visceral y toma distancia de las tradicionales despedidas en las que los soldados van al frente con el afecto y el respeto de la familia. Ya en Okinawa, y tras haber obviado mucha información (nunca se cuenta cómo Doss recibe su entrenamiento de médico, o el viaje hacia la isla), la película se entrega plenamente a las convenciones del cine bélico contemporáneo: no hay heroísmos ni grandes diálogos, solo disparos, explosiones y bayonetas atravesando al enemigo, cada centímetro de terreno se mide en soldados reventados, el montaje y la banda de sonido son veloces y abruman. Después del avance japonés y la retirada estadounidense, se revela al fin la naturaleza del protagonista: un campesino sureño sin mucha educación consumido por su fe que cree que Dios le comunica la misión de salvar a la mayor cantidad posible de heridos. La película presenta al personaje casi como un Cristo que carga con la responsabilidad de salvar a los desdichados. La idea de llevar el peso de los otros es explícita y el director no duda en subrayarla: Doss baja a los heridos a través de una cuerda que sostiene con su propio cuerpo. El protagonista le pide una vez y otra vez a Dios que le permita salvar a alguien más como si estuviera en un trance: esa frase no es un leitmotiv que da cuenta de la fortaleza de la fe, sino el gesto obsesivo de un loco. Cuando cura a un japonés un túnel, el relato no sugiere un acto de humanismo, sino como una acción que se repite instintivamente, sin pensar, casi un reflejo muscular. Hasta el último hombre es una película sobre el fanatismo y Doss está lejos de ser el único que sigue un credo a cualquier precio: se ve en los japoneses que simulan rendirse solo para tratar de matar a algunos enemigos con granadas escondidas, y en un alto mando empeñado en obtener una muerte honorable mediante el ritual del seppuku mientras los restos de su tropa son diezmados por los americanos. En algún punto de la trama, la película deja manifiesta su escaso interés en elaborar con cuidado el relato: lo de Mel Gibson no es la narración clásica, sino el retrato de escenas, es ahí donde la película brilla, lejos del arte de contar historias. Si el comienzo hace pensar en el lenguaje del cine clásico, con sus conflictos protípicos y sus formas de modelar el mundo (las costumbres, los códigos, pero también la luz, los espacios), lo que sigue despeja cualquier duda: Hasta el último se inscribe a sí misma en un linaje distinto, que tiene más en común con la desmesura de Apocalypto, La pasión y Corazón valiente, que con la contención de El hombre sin rostro, donde, a pesar de las diferencias, se contaba la historia de un nene algo desequilibrado que se obsesiona con la figura de un ermitaño convencido plenamente de sus ideas. El cine del Mel Gibson sigue los pasos de esos personajes excesivos, un poco delirantes, que desbordan los límites de los relatos clásicos.
Estaba reviendo dos comienzos de películas: el de Rescatando al soldado Ryan de Steven Spielberg y el de La delgada línea roja, de Terrence Malick, cada una marcó de algún modo la historia del cine bélico norteamericano contemporáneo. En el primero, un veterano visita un cementerio de soldados, tras unos minutos de caminar entre las tumbas un primerísimo primer plano introduce al flashback del film: 6 de junio de 1944 en las playas de Omaha. Empieza el desembarco aliado en las costas de Francia. Una cámara en movimiento acompaña en travelling los botes que acercan a los soldados a la orilla. Esa misma cámara no pierde un céntimo de movimiento cuando empieza el ataque de disparos y tiene lugar la primera masacre, ahí a centímetros de la platea, más los silbidos de las balas y la violencia del impacto en los cuerpos. La cámara submarina completa la perfección de esa escena única con el sonido de las balas sobre el metal, el ruido del agua contra los botes, los gritos. Hay que descubrir en esos planos generales presentados a los saltos, en un montaje partido tanto como los cuerpos que vuelan por el aire. ¿Habíamos visto alguna vez en el cine un hombre arrastrando en el campo de batalla a la mitad de otro hombre? Lo salvaje del cuerpo destrozado, ¿qué es un cuerpo en el ejército más poderoso de la tierra? La pelicula de Malick, que transcurre en Guadalcanal, en el Pacífico, empieza por una pregunta ambigua: ¿qué significa esta guerra en la naturaleza?, y si existe tal vez en la naturaleza alguna fuerza vengadora. “No pude encontrar nada edificante en que mi madre se fuera con Dios. No he visto la inmortalidad”. Ese doble sentido hace que La delgada linea roja mantenga una conducta mucho más poética al menos en el marco de las últimas películas del género. Ahora bien, en la nueva pelicula de Mel Gibson el problema no es precisamente la naturaleza, sino la cultura. La que hace que la guerra sea un acontecimiento constante. También hay un gran flashback en Hasta el ultimo hombre, la historia cierra donde abre, circularidad que entra dentro de lo previsible. “Son como animales” no les importa morir.” Eso son los japoneses en la película de Gibson, aparecen por todas partes. Raramente se les ve la cara. Son como hormigas malas a las que hay que fumigar de esa sierra a la que solo se accede por una pared elevada y vertical. Dejando de lado el detalle que la película transcurre en tierras japonesas, donde el norteamericano es invasor y donde unos meses más tarde (estamos a principios de 1945), en agosto, van a caer dos bombas atómicas que significarán el comienzo de una Era a través dela mayor representación de potencia destructiva que pudo haber existido. De eso no se habla. Hasta el último hombre no sólo tiene una duración épica, su constitución misma es épica y religiosa. Es religiosa por donde se la mire. El Salvador que protagoniza esta religión da por sentado que los hombres son malignos y el héroe freak puede hacer algo por ellos, nunca matarlos, nunca defenderse, pero sí cuidarlos, acompañarlos, salvar sus cuerpos. Tampoco nunca convencerlos que la Guerra no es buena. ¿Hay mayor extremismo que ese? Los mártires son los que están en la base de la religión cristiana. Sin el significado de sus muertes atroces la representación institucional de la eclesía se debilita. Los mártires acompañan al Salvador, lo enarbolan. Gibson retoma el género y lo hace prácticamente risible: ¿personajes arquetipos hasta la médula en pleno siglo XXI? el beso de despedida en el tren? ¿el sargento gritón?, ¿el que se cree actor de Hollywood, puro músculo y cero valentía?, ¿el violento que se vuelve amigo?. Y otros. En las barracas no sabemos si estamos frente al chiste o al homenaje a todas esas escenas vistas una y mil veces. Las patadas voladoras a las granadas son el máximun de esa ironia practicante. Pero Desmond Doss, sale de la norma, accede a un juicio militar para defender su derecho a pelear por su patria. En consecuencia, lo ampara una norma constitucional. El lado romántico (siempre el componente religioso) lo vuelve un héroe sacrificial. Patriótico y sacrificial. “Los que confían en el Señor siempre tendrán fuerzas renovadas, él que es el creador de todos los confines de la tierra nunca se cansa, su entendimiento no tiene límites”. Paradójicamente a estar basada en hechos reales, los puntos flojos de la historia están en la parte que se relaciona directamente con esos hechos, y hay algunas preguntas que quedan varadas, sin respuesta: la violencia del padre, ese hombre afectado por la muerte de sus compañeros en la primera Gran Guerra, transmitida a sus propios hijos, y un momento de revelación (?) cuando Desmond casi mata a su hermano. El hermano se alista en el ejército. Nunca sabremos qué fue de él. La gloria no pasa por los hombres comunes. El énfasis está puesto en lo mágico que se contrapone a lo real. Es Dios el que da fuerzas a Desmond. Es Dios, y no los hombres, el que justifica su presencia en ese salvaje campo de batalla donde siempre queda un hombre más para salvar. Si hablamos de desmesura, es la desmesura de ese acto directamente proporcional a la desmesura de esa guerra cruenta e injustificada como todas las guerras que están por venir.
En “Hasta el último hombre” (Hacksaw Ridge) Mel Gibson sigue a piejuntillas la estructura de muchas películas de guerra clásicas, como From Here to Eternity (1953, Fred Zinnemann) y Nacido para matar (1987, Kubrick) y sale airoso en la comparación. En principio parecería irónico que Gibson, un director que demostró una clara fascinación y habilidad para mostrar violencia en la pantalla, asumiera una película sobre la vida y el heroísmo de un pacifista. Sin embargo, resulta ser el director natural para la historia, que, al igual que sus otras películas, gira en torno a un hombre que ha tenido una relación íntima con la violencia y cuya devoción a su fe y humanidad no conoce límites. Después de una década sin hacer películas, el polémico actor y director no ha perdido el pulso, entregando una historia heroica, sangrienta, y descaradamente pasada de moda, que se remonta a un tiempo antes de que la hagiografía de Hollywood fuera considerada cursi. La historia del cabo Desmond Doss (interpretado con encanto campesino por Andrew Garfield), un objetor de conciencia que se unió al ejército meses después del ataque de Japón a Pearl Harbor y se negó a tocar (y mucho menos disparar) un rifle, incluso durante el entrenamiento, aspirando a ser un médico en el campo, como dice el personaje “salvando vidas en lugar de tomarlas”. “Hasta el último hombre” es la mejor película de guerra desde Rescatando al soldado Ryan (1998, Steven Spielberg). Es violenta, desgarradora e inolvidable. Y claro, fue dirigida por Gibson, alguien que disfruta llevar a primer plano a personajes que se sacrifican por un bien mayor, como su filmografía lo atestigua (Corazón Valiente, La Pasión de Cristo) El primer acto cuenta la juventud de Doss (con flashbacks de su niñez) en una Rockwelliana Virginia, poniendo el relieve en un puñado de traumas formativos y epifanías morales que eventualmente lo llevaron a servir en el ejército de una manera sin precedentes. Sus creencias, además, le valieron un brutal abuso de parte de sus compañeros y superiores, aunque siempre mantuvo su compromiso con la no violencia, desde esta perspectiva, Gibson construye su héroe. Una vez Okinawa, el lugar del enfrentamiento y ante el acantilado Hacksaw, luego de que su compañía retroceda durante la batalla y baje a un lugar seguro, Doss decide quedarse arriba, recorriendo el campo de batalla empapado de sangre de los soldados heridos, esquivando las balas y empujándose más allá de su umbral de agotamiento para salvar la vida de 75 hombres. Gibson ha demostrado tener una especie de sed de sangre fílmica, una obsesión por glorificar la mutilación del cuerpo humano de forma gráfica. En este caso justificada para comprender lo aterradora y peligrosa que fue la misión de Doss. Las secuencias de batalla se sienten con la inmediatez de recibir un disparo en la cara en cualquier momento, y este sentido de urgencia proviene directamente de la espantosa pero precisa descripción de la muerte durante la guerra. La angustia y la determinación en el rostro de Garfield mientras realiza la extenuante tarea representa el heroísmo de Doss en su estado más puro. Un rol increíblemente físico, que durante casi todo el tercer acto lo ve correr, arrastrarse, escapar, y básicamente dejar todo por el otro. El éxito de cualquier película biográfica se basa en la habilidad del actor principal para humanizar a quienquiera que esté encarnando, y Garfield no decepciona. ¿Tiene Hacksaw Ridge demasiada violencia? ¿Se deleita en sus interminables escenas de batalla? Ambas preguntas pueden ser respondidas con un rotundo sí. Afortunadamente, sí. El guión de Robert Schenkkan y Andrew Knight, equilibra las emociones genuinas con la locura y futilidad de la guerra a través de los ojos de un hombre que creía en Dios sin cinismo. “Hasta el último hombre” es la obra de un artista que parece íntimamente consciente de la relación paradójica entre la violencia y la fe que ha existido por siempre en la historia de la humanidad. En este sentido el Desmond Doss de Gibson es un digno sucesor de William Wallace y Jesús.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Basada en hechos reales, Desmond Doss es un ferviente cristiano adventista, que decide enlistarse en el ejército norteamericano en plena Segunda Guerra Mundial. Con un padre alcohólico y ex militar, el sueño de Desmond es ayudar y salvar vidas, no combatir, y es por eso que en las fuerzas armadas le hacen la vida imposible. Pese a todo Desmond termina como soldado, siendo enviado al conflicto armado en Okinawa. Doss deberá mostrarles a todos lo equivocados que estaban, y que pese a no tocar armas será clave en la batalla. Luego de varios años (una década para ser exactos) nos llega el nuevo film dirigido por el siempre polémico Mel Gibson, alguien que a la hora de dirigir no se anda con sutilezas cuando debe mostrar imágenes crudas en la gran pantalla. Y aclaramos esto porque Hasta El Último Hombre (Hacksaw Ridge en su nombre original) no es una película para gente con estómago débil. Ya se imaginarán las brutales imágenes que decidió filmar Mel Gibson para mostrar la fiereza y crudeza de cualquier conflicto bélico, y más si estamos desde el punto de vista de los norteamericanos. También se dijo bastante sobre Hasta El Último Hombre, acusándola de ser una propaganda a la cristiandad, algo bastante ridículo ya que no estamos ante una ficción, sino ante un hecho real donde el protagonista del relato era un cristiano. Hay que saber diferenciar entre realidad y connotaciones por parte del director. Pero si nos referimos al film propiamente dicho, estamos ante uno de los más sólidos en esta carrera a los Oscar. Ya hablamos de la buena dirección de Mel Gibson, pero también tenemos que hablar de la actuación de Andrew Garfield. El ex Spider Man da una actuación notable, tanto al mostrar la fragilidad de Desmond a la hora de poner siempre la otra mejilla, como la fortaleza anímica que tenía cuando empieza a salvar soldados de que sean masacrados por el ejército japonés. Se puede criticar a este film de ser demasiado patriótico y pro Norteamérica. Algo que también suena irrisorio sabiendo que es la propia industria cinematográfica yanqui la que produce la película. y todos sabemos que nunca pondrán el foco de atención en contra de sus propios soldados. Como suele pasar en todo film bélico y que termina siendo nominado en épocas de premios, la polémica está a la orden del día, y en muchos casos es el propio espectador quien termina dándole connotaciones que quizás ni los mismos realizadores pensaron en darle al relato a la hora de filmarlo. Discusiones aparte, Hasta El Último Hombre es una buena película de guerra, que se preocupa más por mostrar el lado humano que en juzgar del porqué del conflicto en sí. Después, ya es cuestión de cada uno como juzgar lo visto.
Con la Marca de Caín Hasta el Último Hombre (Hacksaw Ridge) se propone como la historia de un soldado de la Segunda Guerra Mundial quién fue condecorado con la medalla de honor sin haber nunca tocado un rifle, sin embargo, es uno de los films bélicos más violentos de la historia del cine. ¿Cómo puede ser esto posible? La respuesta está en las manos de Mel Gibson, “el último cineasta exploitation” según John Landis. Mel Gibson es todo menos un formalista y a diferencia de otros cineastas, que gustan de estilizar la violencia para edulcorarla de tal forma que sea fácilmente naturalizada, elige mostrar la violencia de manera violenta para llegar a su núcleo. En Hasta el Último Hombre se pueden oler los cuerpos dando su último suspiro en un charco de sangre y mierda. Eso es la guerra y Gibson no pretende vender otra cosa. Por eso, pensar que la película es pro bélica, sería como pensar La Pasión como una película pro crucifixión. El film muestra a los japoneses como a fantasmas, despojándolos de toda individualidad, no para glorificar a los estadounidenses sino para marcar que en esa guerra (tal vez en todas) esos pibes estaban peleando ahí contra ellos mismos y contra sus contradicciones culturales. Los japoneses son entonces su simetría fantasmática porque comparten el sentido del sacrificio pero lo mantienen latente en un estado primigenio. De ahí que hay sólo una escena de muerte estilizada desde la fotografía y la misma está protagonizada por japoneses. Gibson necesita distanciarse (y distanciarnos) para narrar ese hecho que es tan concreto e incomprensible para nuestra estructura occidental que necesita del filtro de la estetización para ser observado. Pensar que Hasta el Último Hombre es una película pro bélica, sería como pensar La Pasión como una película pro crucifixión. Las contradicciones, o podríamos decir La contradicción (porque es fundamental) es pilar del relato y es la que ciega a Desmond Doss impidiéndole ver que en la guerra, decir que la labor de un médico es la de salvar vidas es una mentira poética. Lo lleva a no darse cuenta que su rol es aplicar morfina y pegar extremidades para que un soldado pueda seguir generando bajas en el bando contrario siendo de esta forma, obviamente, pieza fundamental para el funcionamiento de la violencia como maquinaria. Mel se toma una hora de película en construir el clásico drama del pibe que no la puede poner porque primero tiene que ir a pelear por los valores de su país (valores que se muestran bastante confusos en más de una oportunidad) para después romper el relato, hacerlo un bollo y limpiarse el culo con eso. Es un grito, el de un soldado casi zombificado, el que da lugar a la segunda parte del film, en donde la mugre lo tapa todo. Para Gibson el apocalipsis empieza con un grito y yo le creo. Es en ese apocalipsis donde Desmond va a enfrentarse a la maldición que carga desde que es un niño, el asesinato simbólico de su hermano que lo hace portador de la marca de Caín. Desmond arrastra una maldición (la fe en el cine de Gibson siempre lo es) que lo obliga a presenciar las atrocidades de la guerra sin ser vulnerado. La “inmortalidad” de Desmond va a terminar cuando aprenda su lección, una de las más complejas sin dudas y una apuesta arriesgada de parte del director en el contexto de una sociedad global en donde los valores que priman y “venden” orbitan alrededor de la idea de que el sacrificio es obsoleto y debe ser penado. En Hasta el Último Hombre el sacrificio no es recibir y aguantar sino por el contrario accionar.
Con Hasta el último hombre, Mel Gibson vuelve a declarar su admiración por los individuos cuyas convicciones parecen más nobles y sólidas que los mandatos y castigos que la sociedad les impone. Desde este punto de vista, el objetor de conciencia Desmond Doss se incorpora a la lista de superhombres que el actor y realizador inauguró con un personaje de ficción –Justin McLeod– y extendió con dos figuras históricas, William Wallace y el mismísimo Cristo. Cuando El hombre sin rostro se estrenó en 1993, trascendió que Gibson había acordado con el guionista Malcolm MacRury ignorar un pasaje clave de la novela original, y sugerir la total falsedad de los rumores de pedofilia que pesan sobre el docente protagonista. “Así la historia es más positiva” habría dicho el entonces novel director para justificar esta modificación en la adaptación del libro de Isabelle Holland. Vera o ben trovata, la anécdota aumenta la sensación de que al actor devenido en realizador le importa menos narrar que manipular. Dan cuenta de esta tendencia las secuencias de crueldad explícita en Corazón valiente y, todavía más sádicas, aquéllas de tortura en La pasión de Cristo. En Hasta el último hombre, Gibson pretende canonizar al joven estadounidense que durante la Segunda Guerra Mundial se enroló en el ejército de su país para defenderlo de los japoneses, sin usar una sola arma. En efecto, Desmond se convierte en santo cuando -en la escena de traslado en camilla- la cámara lo suspende en el cielo, cerca de Dios, lejos del Diablo. Para ilustrar el infierno (bélico), Mel abunda en planos detalle de cuerpos destripados y desmembrados en el campo de batalla. También muestra el trabajo de las ratas sobre las carnes expuestas de los soldados muertos. La elección de Andrew Garfield para el rol protagónico alimenta la hipótesis en torno al interés en cierto prototipo de superhombre. El joven actor que fue Hombre Araña una y dos veces tiene experiencia en personajes con aspecto vulnerable e interior férreo. Al término de su película, Gibson inserta testimonios del verdadero Desmond, de su hermano Harold, de uno de los compañeros que el soldado adventista rescató en el acantilado de Maeda. Además de constituir un segundo homenaje, la inclusión de ese material de archivo parece destinada a probar la fidelidad del realizador al relato original. Vaya uno a saber qué aprendió en un cuarto de siglo este director: o bien a elegir relatos lo suficientemente positivos como para no tener que retocarlos (demasiado); o bien a encontrar en documentos históricos la apariencia de verdad recomendada para manipular mejor.
Mel Gibson todo lo puede: Mel Gibson se merecería ganar el Oscar indudablemente, su última película Hasta el último hombre es una película bélica en donde conviven de manera épica el estigma sangriento del género de guerra y el romanticismo del melodrama. Gibson, quien es un chiflado ante la cámara – Apocalypto es una de las mejores películas que he visto en mi vida- se anima a explorar y a jugar con los géneros cinematográficos e ir al extremo en sus experiencias. Basada en la historia verídica de Desmond Doss, un joven con profunda fe en dios quien se alista en el ejército para colaborar como objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial, la nueva película de Gibson cuenta el cuento de manera nostálgica. Andrew Garfield -El hombre araña, Red Social- es Desmond Doss, un muchacho bueno, pero bueno de verdad, que es sentimental y se mete en la milicia para poder colaborar como médico. Su sonrisa, incluso en momentos desalentadores, produce empatía desde el minuto uno. Desmond nunca pierde la fe y nosotros nunca perdemos la fe en él. Con su tono de voz tenue, pero su valentía intacta, se banca como un duque las burlas y la violencia de sus compañeros que desafían la fidelidad a sus ideales. Desmond es un anti-héroe y Gibson se la juega y lo muestra de manera atípica, la película es clásica pero también se permite meter el gore y hacer que las escenas de batallas sean absolutamente crueles. La idea de Gibson de transformar el género – Tarantino ya lo había propuesto en Bastardos Sin Gloria- y de meterle su locura como director (ojala hubiese más Gibson en el cine maintream que se la jueguen) permite que la película trascienda. No es una película más de guerra, es LA película bélica de Gibson. Se merecería el Oscar, sin duda, verlo a Mel Gibson recibiendo el galardón sería una alegría para los que lo seguimos desde Mad Max. Desde ya desde aquí les damos un aventón para que vayan a verla antes del domingo.
Como Pearl Harbour, pero buena y verídica Luego de una década de ausencia y una seguidilla ininterrumpida de escándalos personales, Mel Gibson volvió a ponerse detrás de cámara para dar prueba de que su talento para la dirección continúa intacto. Hacksaw Ridge, sin miedo a equivocarme, es quizás una de las mejores películas de guerra de la historia del cine junto a Rescatando al soldado Ryan y La caída del Halcón Negro. Con la mirada explícita que lo caracteriza, Gibson hace que la guerra cobre vida en los sentidos del espectador. De la mitad del filme para adelante, Hacksaw Ridge es una experiencia cruda e inmersiva, que retrata la ferocidad de los hechos acaecidos de modo inigualable, sin descuidar el costado narrativo de la propuesta. Y es que, más allá de la sangre, las explosiones y las vísceras surcando la pantalla, la película cuenta una historia verídica con una sensibilidad inaudita, logrando una rarísima y muy difícil alquimia en el cine: contar una historia de amor, coraje y valores personales sin resignar contundencia visual. Si Mel Gibson pudiera contener sus emociones y encarrilarse, no me caben dudas que está llamado a ser uno de los mejores directores de todos los tiempos. Talento le sobra y tiempo aún tiene. Dios quiera que nos siga deleitando con propuestas como esta.
Y un día Mel Gibson remontó la cuesta. Salió del pozo que él mismo se había cavado luego de tirara por la borda un matrimonio de tres décadas, se enloqueciera con una modelo mas desquiciada que él, se sumiera en el alcohol y los excesos, y vomitara toneladas de epitetos racistas durante una noche de intoxicación que devino en su publicitado arresto. Pero el tipo es una estrella, su carisma sigue intacto y su talento como director sigue siendo formidable. Quizás no sea un buen tipo pero es un artesano de la hostia y la prueba está en Hacksaw Ridge, el filme que lo llevó nuevamente al estrado de los Oscars y, aunque no ganara, obtuvo el respeto del público y la crítica después de muchos años de ninguneo y ostracismo. Los artistas son las obras que nos legan y, sumado a la distancia que nos separa del bullicio local despertado por sus escándalos, resulta más facil digerir a Gibson y su obra por fuera de su tormentosa vida personal - algo similar a lo que ocurre con Tom Cruise, al que nadie lo traga en Norteamérica pero es una máquina de meter éxitos uno tras otro -. En Hacksaw Ridge volvemos a encontrar el cóctel que tanto le gusta a Gobson, religión y gore, y los resultados son feroces y memorables. Hacksaw Ridge es sencillamente el mejor filme de guerra que hayan rodado desde Salvando al Soldado Ryan, con la diferencia de que Spielberg le dedicaba sólo media hora a la carnicería de la invasión del Dia D, y acá tenemos media película infestada de violencia, tripas y explosiones coreografiadas como los dioses. ¿Pero sólo se trata de una gran y espléndida batalla?. Por supuesto que no; lo que ocurre es que la primera mitad es mas standard y melodramática. El pueblerino de gran corazón, el amor descubierto en la inminencia de la partida a la guerra, el duro entrenamiento con el sargento hijo de perra de turno (Vince Vaughn intentando sintonizar a R. Lee Ermey desesperadamente, aunque al final ofrece un plus de humanidad que termina como redimirlo), la pelea legal para que el ejército respete sus convicciones religiosas (que le impiden portar un arma para matar a otro; es por ello que quiere se médico de campo y salvar vidas), y las tensiones familiares por la partida hacia una muerte segura. El romance funciona porque hay buena química entre Andrew Garfield y Teresa Palmer, y la parte familiar camina debido a una potente perfomance de Hugo Weaving - devastado por el alcohol, deformado por la mala vida, violento y enfermo pero pleno de convicciones; como veterano de la Primera Guerra Mundial, sabe lo que es el infierno y por ello odia la idea de que sus hijos vayan a pelear al Pacífico, a sabiendas de que pueden regresar en un ataúd -. Son clichés hechos con clase. El Acto II es también rutinario - Garfield sobreviviendo al desprecio de los demás, triunfando por su tozudez y sus fuertes convicciones -, pero es el Acto III el que se lleva todas las palmas. No sólo por la carnicería y la manera en que Gibson filma el combate - de manera tan novedosa como cruenta; ¿acaso la guerra no habrá sido así de cruda? - sino porque, después de la masacre, es el abnegado Garfield quien queda en el risco - solo, camuflado entre un montón de cadáveres - y empieza a buscar supervivientes para bajarlos por el precipicio donde una pequeña guardia ha quedado montada a la espera de refuerzos. Es ese zigzagueo constante - camuflando heridos para que los japoneses no los vean, metiéndose en los túneles infestados de enemigos para tomar un atajo y salir del otro lado del campo de batalla, improvisando sobre la marcha maneras para poder mover y sacar a los soldados de la vista de los sentinelas japoneses - el que resulta tan o mas formidable que la coroegrafía de la masacre, generando a rolete momentos de tensión casi insoportable. Mas de una vez Garfield se salva raspando y sólo es su fe la que le permite seguir adelante, aún cuando todos sus compañeros hayan muerto o se encuentren ferozmente mutilados por la metralla de la guerra. Si hay algo que Gibson demuestra, es que no se precisa ser un exterminador de enemigos para convertirse en héroe. El enfrentar al peligro y superarlo infinidad de veces para salvar vidas humanas es igual o mas valioso que asesinar oponentes. Garfield no es un individuo que vaya a cambiar el curso de la guerra; en todo caso su mérito es salvar seres humanos rescatándolos de una muerte segura, asegurando su supervivencia y su reunión con sus seres queridos. La deuda de esas familias con este médico provinciano y desgarbado es enorme. Hacksaw Ridge es un gran filme. Funciona como drama y funciona como película de guerra. Andrew Garfield se saca el estigma de haber sido Spiderman y muestra que es un actor con mucho rango. Su rostro es un kaleidoscopio de emociones que van desde el orgullo hasta la impotencia, desde la furia hasta la desesperación, pero siempre manteniendo la sencillez de su persona, y la firmeza de sus ideales. Es Garfield quien transmite la nobleza del personaje y lo hace memorable, simplemente porque es un caballero de brillante armadura que no duda en arriesgar su vida y su honor con tal de defender aquellos valores que hacen a su moral y lo definen como ser humano.
Luego de un largo período de inactividad, Mel Gibson vuelve con todo y nos entrega este film bélico basado en una historia real. Mel Gibson estuvo durante varios años sin realizar películas, se cree que Hollywood lo estuvo castigando por sus dichos racistas, xenófobos y antisemitas. Lo cierto es que volvió y nos trajo este film ambientado en la Segunda Guerra Mundial que viene cosechando elogios por parte de la crítica, y recibiendo algunas nominaciones a los premios más importantes de 2017. El relato nos trae a Desmond Doss (Andrew Garfield) un muchacho que luego de casi matar a su hermano durante una riña de niños, se ve condicionado/transformado por este episodio y su vida cambia por completo. Desmond decide llevar una vida libre de violencia. Su marco familiar es complicado, ya que su padre (Hugo Weaving) es un veterano de la Gran Guerra devenido en alcohólico con actitudes violentas frente a su esposa. Al estallar la Segunda Guerra, Desmond se siente obligado a alistarse pero bajo la convicción de no utilizar nunca un arma, sino de ir como médico y tratar de salvar vidas en lugar de quitarlas. Siendo Mel Gibson el que transmite el mensaje, no podemos evitar sentir la sensación de moralina más que critica profunda a la sociedad americana. Este hecho se ve acrecentado por la falta de tacto con la que retrata a los japoneses debido al nacionalismo exacerbado, el perfil ultra religioso y ciertos tintes descalificativos característicos del director. Resulta muy difícil separar al autor de la obra, pero habiendo aclarado lo anterior podemos decir que el elenco hace un gran trabajo, especialmente Andrew Garfield que muestra su habilidad para componer personajes más serios a los que nos tenía acostumbrados. Garfield está muy bien respaldado por Vince Vaughn, Hugo Weaving, Sam Worthington y Teresa Palmer. Otro punto alto lo compone el manejo de cámara de Gibson y la crudeza y realismo con las que retrata las secuencias bélicas, la fotografía de Simon Duggan, la edición de John Gilbert y la música de Rupert Gregson-Williams. En resumen, “Hasta el Último Hombre” es una maravilla a nivel técnico pero con algunos clichés a nivel narrativo. El mensaje pacifista y la idea de mantenerse firme a las convicciones personales parecen tener buenas intenciones pero suenan deshonestos viniendo de Mel Gibson. Sin embargo, nos encontramos ante un film bien desarrollado, disfrutable y quizás una de las mejores propuestas bélicas de los últimos años. Puntaje: 3,5/5
El mejor heroísmo "Hacksaw Ridge" es lo nuevo del gran Mel Gibson que vuelve con fuerza a la dirección. Hace diez años que no dirigía un film. La historia cuenta los actos heroicos del soldado del Ejército Estadounidense, objetor de conciencia, Desmond Doss. La película está basada en hechos reales. ¿Qué es un objetor de conciencia? Es una persona que se niega a acatar órdenes o leyes invocando motivos éticos o religiosos. ¿Qué tiene esto de interesante? Que el soldado Doss fue médico en el campo de batalla de la cruenta guerra entre Estados Unidos y Japón sin portar ningún arma y sin matar a ningún soldado rival para ser leal a sus creencias religiosas y morales. En las operaciones llevadas a cabo en el Hacksaw Ridge, ubicación estratégica de batalla que le da nombre a la película, salvó la vida de decenas de soldados americanos sin blandir ningún arma e incluso asistió a soldados japoneses. Esta nueva propuesta de Gibson tiene ese sello que lo define, violencia cruenta combinada con heroísmo emotivo y grandilocuente. El verdadero soldado Doss es sin dudas un héroe, pero el viejo Mel en este film lo hace ver como un león de inmenso corazón y coherencia que seguramente no tiene el reconocimiento mundial que se merece. Es un don que tiene este director, de dotar con notas poéticas a sus personajes. Es un film que tiene todo el tiempo un aura de heroísmo, honor y convicción. La historia es emotiva y mantiene muy interesado al espectador que pasea en una montaña rusa de emociones. Audiovisualmente "Hacksaw Ridge" es espectacular. Si a esto lo combinamos con las emociones de miedo, tristeza, alegría y camaradería entre otras, que viven los personajes en pantalla, tenemos un combo de entretenimiento sólido y muy efectivo. Es muy impactante ver lo horrores de la guerra de manera tan cruenta y vívida, y entre medio de este infierno un verdadero héroe que puso la vida de los demás por delante de la suya. Los climas que genera Gibson son muy atinados y nos proponen una experiencia movilizadora.
La historia del héroe menos pensado. Mel Gibson está de vuelta en su faceta de director con Hasta el último hombre, para contar la historia real del hombre que decidió ir a la guerra sin armas. Es una de las películas de la temporada y definitivamente vale la pena. ¿De qué se trata Hasta el último hombre? Desmond Doss (Andrew Garfield) es un joven que decide entrar al ejército durante la Segunda Guerra Mundial, pero con la firme convicción de no tocar un arma. Antes de partir a cumplir su misión a Okinawa, deberá enfrentar los prejuicios de sus compatriotas, para finalmente ir al campo de batalla sin mayor protección que su valor y su fe. Razones para ver “Hasta el último hombre” Hay películas que las ves, te entretienen y listo. Y están esas otras, que de alguna manera, hacen que la visión de mundo de cada espectador se modifique, aunque sea un poquito. En este segundo grupo aparece “Hasta el último hombre”, un film desgarrador y tremendamente humano. Emociona, sí, pero también logra generar esperanza en medio de escenas sanguinarias porque Mel Gibson logra construir un efectivo alegato pacifista en medio de la absoluta destrucción. La pequeñez de un hombre que decide que no irá a la guerra para arrebatar vidas sino para salvarlas, se convierte en algo tan poderoso que es imposible salir del cine igual. Andrew Garfield está magnífico como ese muchacho de apariencia débil pero convicciones firmes, capaz de destrozar prejuicios y demostrar que la fuerza puede venir en el envase menos esperado. Imposible no quererlo. Vince Vaughn también resulta una grata sorpresa cuando tu cabeza viene de asociarlo con otro tipo de películas. “Hasta el último hombre” también es un film que habla de los contrastes desde lo visual: la primera hora entrega un relato luminoso, optimista, amable; para luego pasar al campo de batalla que promete ser una masacre, oscura, desesperante, agónica. El protagonista acompaña ese cambio de un muchacho por el que nadie da dos pesos a un héroe de guerra de principios inquebrantables. El regreso de Mel Gibson Luego de “La Pasión de Cristo”, queda claro que el cine de Mel Gibson es visceral, intenso, dispuesto a mostrar lo que haya que mostrar, cueste lo que cueste y sin medirse. En ese sentido, tengo que decirte que si sos muy impresionable, quizás no quieras ver “Hasta el último hombre”. Dicho simple: hay mucha sangre, heridas y hombres partidos al medio… literalmente. Si no te impresionas fácil, ni lo dudes. Es IMPERDIBLE. Puntaje: 9/10 Título original: Hacksaw Ridge Duración: 131 minutos País: Estados Unidos Año: 2016
Inspirada en un hecho verídico “Hasta el último hombre” (USA, 2016) es el retorno de Mel Gibson a la dirección tras la incomprendida “Apocalypto”, con una nueva apuesta de film bélico pero que en su profundidad intenta transmitir un mensaje más allá de las balas y atrapa la atención del espectador con sus escenas de enfrentamiento. Desmond Doss (Andrew Garfield), fue el primer objetor de conciencia del ejército estadounidense y también uno de los pioneros con la idea de poder luchar al enemigo, inevitablemente, necesariamente, pero desde otro lugar, un lugar en el que la lucha se libraba planificadamente y no tanto con el cuerpo a cuerpo. Doss (Garfield) es un hombre que fue forjando su temperamento desde pequeño afianzándose en la fe tras un incidente con uno de sus hermanos a quien, sin quererlo, casi le hace perder la vida. Desde ese momento estuvo abocada a la fe, a seguir los pasos indicados por su madre (Rachel Griffiths), esquivando las agresiones de su padre (Hugo Weaving) y acompañando a su hermano en lo que se podría denominar una familia arquetípica. Ya de grande, y con pocas miras a profesionalizarse en algo, tras conocer luego de un accidente en el que participa como “salvador”, a una bella enfermera (Teresa Palmer) se empecina en conquistarla, con quien no sólo compartirá el amor, sino, principalmente, su vocación por ayudar a los demás, razón por la cual intentará tomar un curso acelerado sobre medicina y enrolarse en el ejército para cumplir esa misión al avanzar la Primera Guerra Mundial. Pero obviamente la tarea no será fácil, por lo que al ingresar comenzará a chocar con los mandos superiores quienes no pueden creer que una persona como él haya ingresado y esté decidido a llevar a las últimas instancias su decisión de no participar de la contienda con un arma. Por lo que deberá soportar castigos, retos y hasta encierros injustos, hasta que en algún momento alguien realmente comprenda su misión en las filas. Gibson es un artesano que logra en sus realizaciones, siempre, generar una tensión in crescendo para que el relato, en el que utiliza flashbacks para contextualizar la vida de Doss, y apela a una textura particular de la imagen, como así también a un color sepia para dar idea de la época de la que habla (más allá de la lograda reconstrucción del departamento de arte), para poder potenciar la idea original de la historia del soldado con una idea diferente a la de los demás. Si en una primera parte el relato sirve para comprender el pasado del soldado y su vida personal, dolorosa, esforzada, en la segunda parte además de potenciar el relato de su amor con la enfermera (a quien deja en su pueblo a la espera de poder casarse con ella) se desarrollará su vínculo con cada uno de los compañeros hasta el momento del enfrentamiento de Hacksaw Ridge con el que Estados Unidos terminó por alzarse triunfante. Las escenas bélicas, de una crudeza extrema, son el fuerte de “Hasta el último hombre”, tal vez las más reales que el cine haya producido en los últimos años, sin medias tintas y envolviendo al espectador en el campo de batalla sin darle posibilidad o tregua para que salga de él. Si bien se resiente la propuesta con una serie de lugares comunes, la exageración de la interpretación del protagonista (que igualmente está efectivo) y los estereotipos del batallón al que ingresa, “Hasta el último hombre” es el regreso por la puerta grande a la pantalla de un realizador que supo, en su etapa madura, contar con honestidad historias que trascienden sus películas para hablar del hombre y sus circunstancias.