El eterno retorno En un viejo número de El Amante Cine (cuando la revista aún no tenía un año), con el motivo de un extenso dossier sobre la filmografía de Clint Eastwood como director, Quintín planteaba una frase que parecía una expresión al pasar: “El cine de Eastwood es un arte combinatorio”. Esa frase, aplicada a una reseña de la película El principiante (1991), se refería a una idea que reaparecía en el entonces último Opus del susodicho director, Los imperdonables (1992): la necesidad de reflexionar sobre la violencia y la venganza. ¿Por qué citar a Quintín en este contexto?: Básicamente, porque esa idea de la obra de Eastwood como arte combinatorio es uno de los pocos casos de autorismo sólido que posee el cine actual y que al mismo tiempo no cierra las posibilidades de lectura sobre una obra específica. Lo que sigue es un largo prologo, están avisados. Allí donde los críticos solemos encontrar el vericueto del autor para canalizar todas las ansiedades y aspectos que puedan resultar esquivos en una interpretación (la figura del autor parece dar una tranquilidad propia de la clasificación, permite “hacer la plancha” sobre conceptos estancos), la obra de Eastwood devuelve el gesto autoral amablemente: la mayoría de las películas del viejo Clint giran casi siempre en torno a temas similares pero esto, contrario a encasillarlo en el mote fácil de “autor consagrado”, nos invita, película tras película, a indagar sobre las variantes, sobre sus recursos dramáticos: hablar siempre de lo mismo sin que se note y cambiar el tono, experimentar, crecer como artista sin gritar verdades a los cuatro vientos es una de las características que hace de nuestro director un autor complejo, reflexivo. Y eso nos obliga a pensar sus películas en un proceso dialéctico con las constantes de la obra a lo largo de su historia. Pocos son los directores que salen indemnes de tal ejercicio. Toda esa ética eastwoodiana nos lleva al párrafo inicial, justamente para indagar las formas de tal “arte combinatorio”: utilizar la categoría de autor no para tranquilizarnos sino para inquietarnos, para tantear sus límites posibles. Aquí, entonces, la conexión susodicha que se establece con El principiante y Los imperdonables es básicamente la de un tema característico en el director: el círculo inagotable de violencia. Valga decir que ese tema ya había sido abordado, sin ir más lejos, en un notable film como Gran Torino (2008) pero que en Invictus reaparece bañado de cierto aire de importancia, algo que, desde el vamos podría plantear algunos interrogantes. Intentemos ver entonces, por qué Invictus es una de las variantes menos logradas por el director dentro de esa arte combinatoria que es su obra. Hablamos de una película fallida (que no mala, sino desganada, mediocre) quizás, pero es más que eso: es la persistente idea en las películas de Eastwood de la última década que indican una necesidad de abordar “temas importantes”. Hay un latiguillo característico que sirve de mote clasificatorio que permite dividir la filmografía del director en lo que se consideran las mal llamadas “películas menores” y las “películas importantes”. Si en el primer grupo podemos incluir a esas obras maestras que son El principiante, Poder Absoluto, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Crimen verdadero y Jinetes del espacio, entre otras, en el segundo bien pueden entrar aquellas que han brindado una suerte de “prestigio” por su “compromiso”: Bird, Río místico, El sustituto, Cartas desde Iwo Jima, La conquista del honor o la mismísima Million Dollar Baby. El problema que esto suscita es que -más allá de los fundamentos que podamos esgrimir a favor o en contra de unas u otras- mientras el primer grupo de películas adquiere la ligereza y la complejidad de las fábulas morales populares, las películas del segundo grupo hunden sus pies en el barro de la importancia, del “contenido social”, del bendito “mensaje”, y en mucho casos terminan relegando a un segundo plano el cuidado sobre cuestiones formales y estrictamente narrativas en pos de una bajada de línea, de una toma explícita de posición. Esa despreocupación sobre lo formal que tiene como contraparte el apoyo en el “contenido” (estoy usando términos prehistóricos) encuentra a Invictus como una de los casos menos felices a la hora de reflexionar sobre ese tema que obsesiona al Eastwood director: cómo se detiene la violencia y de quién depende. Invictus narra la historia de dos hombres que se cargaron encima la continuación potencial del ciclo de violencia e intentaron detenerlo: Por un lado el entonces recién asumido presiednte de Sudáfrica, Nelson Mandela, por otro, el capitán de los Springboks, equipo nacional de rugby de Sudáfrica, François Pinnear. El punto de partida es bueno e interesante: ¿Cómo se construye una nación nueva a partir de los enfrentamientos y rencores generados por el Apartheid? Haciéndolo detrás del imaginario de un equipo de rugby que sea representativo de la unión étnica que el país había negado. Eastwood da una respuesta problemática a la pregunta: perdonando a los victimarios, poniendo la otra mejilla. Esa idea mesiánica de entrega, efectivamente, ya la habíamos visto en otras películas del director, sin embargo, Invictus parecía ser el caso indicado para indagar más sobre esa corrección política que indica no olvidar el pasado pero perdonar. De ahí que, aquello que era potencia de un relato apasionante en un principio, se vuelva una retahíla de lugares comunes y corrección política. En síntesis: precisamente donde el material eastwoodiano podía entrar a en la caja de resonancia de la historia sin por eso renuenciar a un cine popular y entretenido, el director parece entregarse cautivado a sus personajes, a la historia real detrás de la reconstrucción ficcional. El resultado es magro en la estético (la película mantiene un elegante clasicismo que es marca de la casa al mismo tiempo que carece de riesgo formal alguno: entonces lo que es elegancia se transforma paulatinamente en chatura, meseta), pobre en lo narrativo (la película desdibuja el conflicto que plantea inicialmente hasta llegar a un final previsible, carente de emoción, justamente algo que Eastwood siempre supo generar) pero sobre todo, entregado atado de pies y manos a lo anecdótico: Como si el peso mismo del tema hubiese convencido a Eastwood de interceder lo menos posible (aunque quienes leyeron el libro dicen que es mucho más complejo que lo que la película presenta), como si las palabras “apartheid”, “Mandela”, “reconciliación” llenaran los baches narrativos. Es notable como, en última instancia, los “temas importantes” pueden terminar siendo más constrictivos que el propio carácter de “autor” y “obra”. Y como, de igual manera, esa figura, otrora fundamental (la del auteur), hoy mal vista, puede seguir iluminando obras que, en su “minoridad” son el triunfo del imaginario por sobre la tiranía de lo real. El cine, en algunos casos, aunque con demora, también tiene una triste forma de la real politik.
Intolerancia Racial El nuevo filme de Clint Eastwood, se basa en la lucha de Nelson Mandela (Morgan Freeman) por terminar con la intolerancia racial en su país, evidenciando la dura convivencia de diferentes sectores de la sociedad de ambos colores de piel, obligados por el presidente electo a convivir en armonía. Cuando Mandela asume la presidencia de Sudáfrica, tiene la difícil misión de unir a su nación, enfrentada por años de injusticias propiciadas por el color de piel. Para ello, promueve al hasta entonces desvalido equipo de rugby, a destacarse en el próximo campeonato mundial que se disputará en su ciudad. Una estrategia política usa Mandela para lograr la unificación de su país, busca objetivos comunes en ambos sectores de la población: El mundial de rugby. Una estrategia cinematográfica utiliza Eastwood para mostrar la resistencia de la población a convivir armónicamente: Expone dos universos muy particulares que deben aprender a vivir bajo las nuevas normas: Uno es el equipo de rugby y el otro los guardaespaldas. No por nada estos grupos son los representantes de la sociedad en su conjunto. Ellos son esencialmente violentos y manejan la fuerza como arma para valerse. El equipo de rugby, históricamente fue lugar de los “blancos”. Con sólo un jugador de color negro, deberá acceder a los mandatos de Nelson Mandela, representante -para ellos- de la otra mitad de la población. Caso inverso es el de los guardaespaldas. Al asumir Mandela, el grupo de custodios es de color negro, pero rápidamente el nuevo presidente impone la incorporación de varios hombres “blancos” en el grupo, obligando a los "mas rudos del asunto" a aceptarse mutuamente y trabajar en conjunto. Mediante estos ejemplos Clint Eastwood expone el discurso pacifista de Nelson Mandela y su lucha por crear una sociedad unida, aunque se valga para hacerlo del trillado sueño americano. El sueño de Mandela pasa a ser sueño añorado por el equipo de rugby transmitido por su Capitán (Matt Damon). El discurso -de Mandela primero y del capitán del equipo después- no es otro, que el ideal de lucha y esfuerzo para conseguir el triunfo y con ello el apoyo de toda una nación. Algo un poco atemporal por estos días. Pero mas allá de estas cuestiones “americanizantes” que Eastwood impone a parte de la historia Africana, el director de Gran Torino produce un entretenimiento liso y llano, digno del mejor cine clásico norteamericano. Por mas que la historia transcurra en tierras africanas.
Después de varios años de no poder participar en competencias deportivas, debido al régimen racista que gobernó Sudáfrica durante décadas, la selección de Rugby de ese país ganó el mundial de 1995 al vencer a los temibles All Blacks de Nueva Zelanda que eran los grandes candidatos. Sin embargo, el triunfó deportivo generó un hecho más importante en ese país que tuvo que ver con la unión de un pueblo tras un largo período de violencia y segregación racial. La última película de Clint Eastwood narra la historia detrás de aquella gran final, que es considerada uno de los eventos deportivos más relevantes de la década del ´90. Invictus no es un film sobre rugby, sino sobre Nelson Mandela y la enorme revolución que causó en su país al convertirse en presidente de ese país, luego de pasar 30 años en prisión. Poco cineastas retrataron a Mandela y su pensamiento con la precisión que lo hizo el viejo Clint en este film. En ese sentido este estreno deja más de una lección profunda e inspiradora que más de un dirigente político argentino debería tener en cuenta. La película se centra en la difícil tarea que tuvo Mandela para unir a un país marcado por el odio y el resentimiento que dejó el final del Apartheid y como su liderazgo jugó un rol fundamental en el triunfo de los Springboks Si bien Eastwood hizo un gran trabajo desde la dirección el 50 por ciento de los méritos de este film le corresponden al guionista Anthony Peckham (Sherlock Holmes), quien es responsable de algunos diálogos fabulosos y Morgan Freeman con su soberbia interpretación de Mandela que es el alma de esta propuesta. Aunque en la vida real Matt Damon parece un pigmeo al lado del verdadero ex capitán de los Springboks, Francois Peinaar, a quien interpreta en Invictus, su trabajo resultó bastante creíble para un tipo que jamás podría liderar un equipo de rugby. Es claro que Eastwood lo convocó principalmente para que llevara adelante las escenas que no tenían que ver con la acción deportiva en lugar de terminar enloquecido en el rodaje por tratar de hacer actuar a un rugbier sin capacidad de expresión. Es una elección inteligente. De hecho, Clint utilizó un par de truquitos de cámaras para mostrar a Damon más grande de lo que realmente es físicamente y que su rol de rugbier no quedara tan descolocado. Hay que reconocerle al director que logró también ponerle onda a un deporte que en el cine nunca fue atractivo de ver. Las películas de rugby no abundan precisamente en el séptimo arte y pese a que uno ya sabe como va a terminar la historia, Eastwood logró hacer atractiva la gran final del mundial de 1995. En definitiva, más allá de brindar una muy buena película, Invictus es un gran homenaje a uno de los grandes líderes políticos del siglo 20. EL DATO LOCO: -El jugador sudafricano, Joel Stransky, que conecta el gol del triunfo en la final del mundial fue interpretado por Scott Eastwood, el hijo del director. -El entrenador de rugby que tuvo Matt Damon para prepararse en el rodaje fue Chester Williams, una de las estrellas de la selección sudafricana de 1995. Varias escenas del film hacen referencia a Williams.
Siempre tuve una gran admiración por Mandela. Sin lugar a dudas es uno de los líderes políticos más importantes de las últimas décadas, y lamentablemente no es tomado como ejemplo. Basta con ver algunos de sus actos personales, decisiones que tomó en su vida política y familiar, para darse cuenta que es un “distinto”. Y los que leen esta web hace tiempo, saben de mi incondicionalidad con Clint Eastwood. Entonces cuando me enteré que un capítulo de la vida de Mandela sería llevado por el viejo Clint al cine… fue como encontrar un billete de $100 en un pantalón guardado… La vida de Mandela es tan rica en historias que es sería injusto meter todo en una sola película. Debería tener más películas que la reina Elizabeth! Y quizás para la mayoría de la gente esta sea una película de Rugby… y sería un espantoso encallisamiento. Invictus es una polaroid de un genio, de un visionario, de un pacificador, de un tipo que luchó por el bien común de una nación castigada y oprimida, y que usó muchas cosas “insignificantes” en pos del bien común de su pueblo. Que tuvo que convencer a propios y a extraños. Y esa Polaroid la sacó Clint Eastwood. Quizás mi crítica sea empalagosa, pero soy como un abuelo con sus nietos… aunque suene raro, y quizás para nada lógico en este caso. La puesta en escena de Clint hace que quien no sepa nada de Mandela, se vaya metiendo en tema con varias cosas. Muchos entrarán conociendo el final, y eso no le quita emoción al relato. Está todo muy bien entregado. Dura lo justo y no decae en ningún momento. El laburo de Morgan Freeman es impresionante, y Matt Damon sigue con la calidad de siempre. Clint filmó las tomas de rugby de una manera brillante, y todas las tomas “aéreas” del estadio son de gran calidad. Uno podría llegar a pensar que a su edad no estaría buscando innovar… y sin embargo el tipo está en todo su esplendor. Invictus simplemente es la mejor película que se le podría haber hecho a Mandela. Debería ser de visión obligatoria en cualquier Universidad, de abogacía, de ciencias políticas… de donde pueda salir cualquier político argentino con ganas de acumular poder para satisfacción personal. Mandela después de estar 27 años en una isla frente a Ciudad del Cabo picando piedras, fue presidente por un solo período. Se negó a ser reelecto. Ya había mostrado el camino. Clint Eastwood no deja de mostrar el camino. Y ruego a quien sea, que tengamos mucho más del viejo Clint. El cine se lo merece. Una película perfecta.
Que juntos somos más Clint Eastwood muestra a un Mandela que intenta unificar a Sudáfrica a través de un mundial de rugby. Al filo de los ochenta años, Clint Eastwood es uno de los últimos cineastas clásicos. Respaldado por un amplio consenso, lógico, de que sus películas, aun las menos inspiradas, tienen un nivel respetable. Es el caso de Invictus (respetable, pero poco inspirada), en la que retoma el prejuicio racial, el odio y la venganza, como lo había hecho en su anterior trabajo, Gran Torino, aunque a través de un enfoque totalmente opuesto: con predominio de la épica, los mensajes ampulosos y los personajes previsibles, que en este caso son reales y conforman una especie de biopic con mezcla de epopeya deportiva. Nelson Mandela (Morgan Freeman) y Francois Pienaar (Matt Damon), capitán de Los Springboks, selección de rugby de Sudáfrica, organizador del Mundial de 1995. Invictus empieza con Mandela recién llegado al poder -tras haber estado 27 años en prisión- en un país dividido por los efectos del apartheid (representado, en la secuencia inicial, por una partido de fútbol entre negros y uno de rugby entre blancos, rejas de por medio). Freeman se muestra natural y solvente, aunque en este tipo de papeles -personaje histórico encarnado por actor ultrafamoso- el espectador termina juzgando la capacidad de mímesis más que la creatividad interpretativa. Algo similar ocurre con la inevitable comparación entre los hechos reales y su "traducción" ficcional: otro elemento distractivo de lo puramente cinematográfico. El Mandela de Freeman, a pesar de su soltura, es un Mandela para la canonización. Muchos lo justifican sosteniendo que el verdadero es y fue exactamente así. No importa. El problema es que el tratamiento canónico de un personaje lo torna unidimensional, tedioso, carente de nervio. El protagonista de Invictus, más allá de su soledad personal, casi carece de contradicciones; puede generar admiración y respeto de prócer, pero no empatía. El nudo de la historia, narrada con fluida sobriedad, es la necesidad de apoyo (esquivo, por parte de la mayoría negra) a Los Springboks en el Mundial. Y la búsqueda de un resultado que "unifique" al país. El Mandela versión Eastwood, a pesar de sus padecimientos pasados, opta por la tolerancia, el perdón y, tal vez, el olvido (posición al menos discutible). Pienaar -un correcto Damon- arrastra los prejuicios de su familia blanca, pero recibe y comprende y se motiva con la "lección de tolerancia". Es sintomático que la subtrama más interesante, la más tensa, la menos subrayada, sea la que enfrenta a personajes anónimos: a los custodios blancos y negros de Mandela. El resto es una historia (la Historia) filmada con procedimientos correctos, rematada en escenas deportivas logradas aunque grandilocuentes, que avanza hacia lo que presagiamos, imaginamos o, peor, conocemos.
Mandela, el deporte y la política Clint Eastwood y el Mundial de rugby que sirvió para sanar viejas heridas Primero, la buena noticia: Invictus es una historia muy interesante que reconstruye, a partir de la minuciosa investigación del libro El factor humano , de John Carlin, un caso real que unió deporte y política con Nelson Mandela como gran protagonista. Ahora, la mala: su versión cinematográfica hollywoodense no alcanza a profundizar en la complejidad y las múltiples facetas de aquellos acontecimientos ni está a la altura de los mejores trabajos de ese enorme director que es Clint Eastwood. La película arranca unos meses antes de la Copa del Mundo de rugby que Sudáfrica debía organizar en 1995. Luego de pasar 27 años en prisión, Mandela -electo presidente con el apoyo masivo de la población negra y ante el estupor de los poderosos defensores del viejo sistema del apartheid- decidió utilizar ese evento deportivo como manera de cohesión social. La tarea no era sencilla: el seleccionado local, conocido como los Springboks, se encontraba en pésimas condiciones (había sido suspendido de todas las competiciones internacionales) y era odiado por la inmensa mayoría del pueblo, que incluso solía apoyar a viva voz a sus rivales. A pesar de la oposición de muchos de sus seguidores, Mandela (interpretado con solvencia por Morgan Freeman) decide buscar una alianza con el capitán de los Springboks, François Pienaar (Matt Damon), para que éste lidere un fuerte entrenamiento, consiga crear una mística dentro del grupo e inicie una campaña pública para que la gente se reconcilie con el equipo. La película aborda algunos temas recurrentes en la filmografía de Eastwood (la violencia y el perdón, la relación maestro-discípulo), pero el director de Los imperdonables y Gran Torino dilapida buena parte de los hallazgos de la historia con una puesta en escena por momentos obvia, grandilocuente y convencional, que hace explícitos todos y cada uno de los tópicos del relato: la compasión, la generosidad y la moderación como atributos para superar el cisma social luego de tantos años de racismo y así sanar las heridas abiertas y evitar la venganza del ojo por ojo. Los diálogos didácticos, la inclusión de la voz en off de los noticieros televisivos y las secuencias que parecen editadas y musicalizadas como si fueran especiales de un canal deportivo conspiran contra una mirada más intimista, contra una mejor construcción psicológica de los personajes y contra la conexión emocional frente a hechos de semejante magnitud y alcance. De todas formas, y más allá de las metáforas obvias y de las concesiones apuntadas, la mano firme de ese gran narrador que es Eastwood, la ductilidad de sus dos protagonistas, el cuidado de la producción, la categoría de los habituales colaboradores del director, y la potencia dramática de los eventos que aquí se describen terminan por redondear un film bastante atendible.
Paso en falso en la obra de Clint Eastwood Un partido jugado en blanco y negro Varias líneas identificativas del universo Eastwood vuelven a manifestarse ahora en Invictus, su realización más reciente, dominada por la figura de Nelson Mandela. Pero no por ello esas marcas de autor la hacen necesariamente una película lograda. En principio por su adscripción a un modo de relato clásico, el cine de Clint Eastwood más de una vez ha sido asociado a la obra de John Ford. Pero más allá de esa filiación de orden formal hay un tema esencialmente fordiano que también suele aparecer en algunos films de Eastwood: la dificultad de constituir una comunidad. En Ford, ese núcleo reaparece una y otra vez no sólo en sus clásicos westerns, sino también sus films denominados “sociales” (Viñas de ira, ¡Qué verde era mi valle!) y “políticos” (El joven Lincoln, El último hurrah). Por el lado de Eastwood, no hace falta retrotraerse demasiado: su película inmediatamente anterior, la estupenda Gran Torino, se permitía trabajar sobre el problema de la comunidad a partir de otros tópicos muy presentes en su filmografía: la construcción de la figura del héroe y la reflexión sobre el motivo de la venganza. Todas estas líneas tan identificativas del universo Eastwood vuelven a manifestarse ahora en Invictus, su película más reciente, dominada por la figura de Nelson Mandela. Pero no por ello esas marcas de autor la hacen necesariamente una obra lograda. Basado en el libro de investigación Playing the Enemy: Nelson Mandela and the Game that Made a Nation, del periodista John Carlin, Invictus toma como punto de partida el 11 de febrero de 1990, el día de la liberación de Mandela después de más de un cuarto de siglo de vida como preso político. La caravana de autos que lleva a Mandela muestra a un lado de la ruta un sofisticado campo de deportes sólo para blancos, donde un grupo de muchachos rubios practican rugby, mientras que del otro hay un potrero polvoriento en el que una multitud de chicos negros están jugando desordenadamente al fútbol. Esos dos campos antagónicos –que conviven en un único plano sin cortes y cuya diagonal atraviesa quien será el personaje protagónico– serán los que Mandela se ocupará de convertir en una misma, indivisa nación. Quizás ese comienzo tan visual y tan sintético sea la única idea verdaderamente cinematográfica de una película por lo demás declamatoria, en la que cada escena parece estar allí no tanto en función de los personajes y sus encrucijadas –personales, históricas– sino más bien para explicarle al espectador aquello que de por sí es obvio: que el deporte es pasible de ser utilizado políticamente y que, en manos de un estadista como fue Nelson Mandela, puede llegar a aglutinar detrás de un equipo nacional aun a los enemigos más enconados. El Mandela que compone Morgan Freeman (de un notable parecido físico con el original) es consciente de que el rugby en general y los Springboks en particular representan para la mayoría negra el símbolo de la opresión blanca. El mismo lo vivió en carne propia durante sus largos años de prisión en Robben Island, cuando anhelaba que el equipo de sus carceleros perdiera ante cualquier otro combinado nacional. Pero una vez en el poder, Mandela comprende que el asunto es bastante más complejo y percibe aquello que sus asesores y sus viejos compañeros de lucha no ven: que esa minoría blanca todavía controla resortes básicos del país (empezando por la economía y las fuerzas de seguridad) y que no la quiere de enemiga sino de aliada. Esa astucia política, sin embargo, queda diluida en el film a favor de un costado más idealista del personaje: se trata de sobreponerse al impulso de la venganza para hacer triunfar en cambio el espíritu del perdón y la reconciliación. En ese camino, el Mandela de Eastwood busca como cómplice a François Pienaar (Matt Damon), capitán de los Springboks, hijo de una familia blanca acomodada y racista (pero no demasiado, por las dudas). Y lo gana para su causa sin necesidad de explicarle su estrategia, sino más bien llegando a su corazón con la llaneza de su trato, una buena taza de té y una copia de un viejo poema victoriano (el “Invictus” del título, de William Ernest Henley) que lo ayudó en su celda a sobreponerse a la adversidad y las humillaciones. Que el clímax de la película dependa de un partido de rugby del que se sabe de antemano el final (después de todo es un hecho histórico que los Springboks ganaron milagrosamente la Copa del Mundo frente a los supuestamente imbatibles All Blacks de Nueva Zelanda) no ayuda a que la película gane en intensidad y crescendo dramático. Pero ése sería quizás un problema menor si no estuviera además amplificado por un guión enfático y reiterativo y por una puesta en escena chata y sin garra, que deja aún más al desnudo ciertos maniqueísmos, como la improbable camaradería entre los guardaespaldas negros y blancos de Mandela o la escena en la que unos hoscos policías afrikaaners terminan abrazados a un chico negro al que unos minutos antes habían tratado literalmente a las patadas. Con buena voluntad, podría pensarse que Invictus no sólo se refiere a Mandela, sino que también pretende conectarse con la nueva era Obama. Al fin y al cabo, Estados Unidos tiene ahora su primer presidente negro, como en su momento Sudáfrica lo tuvo a Mandela. Y no cuesta nada ver a Obama cuando en la película se lo ve a Mandela enfrentado al titular del diario que dice: “Probó que puede ganar una elección; pero ¿podrá gobernar un país?”. Sin embargo, la gran limitación de la película estriba en la imposibilidad de abrirse a lecturas más amplias por su mismo esquematismo dramático. Alguien podrá defender a Invictus señalando que –una vez más, a la manera fordiana– Eastwood no cuenta necesariamente los hechos, sino que privilegia la leyenda. Pero lo que molesta de Invictus no es en todo caso esa leyenda sino el carácter hagiográfico con el que retrata a un personaje sin duda mucho más complejo de lo que se ve en la pantalla y el simplismo con el que da por cerrada una realidad que sigue abierta y, en muchos casos, todavía ardiente.
Demasiada inspiración En lo que parece ser una costumbre reciente, el viejo Clint retoma la temática histórica (el famoso "basado en un caso real") esta vez un poco más próxima en el tiempo que sus últimas cintas ("El sustituto", o el díptico "La conquista del honor" y "Cartas desde Iwo Jima"). Nos trae a los primeros años de Nelson Mandela libre, un líder en el que la cambiante Sudáfrica se apoyó para dejar atrás los años vergonzantes del apartheid. En una apelación a las pasiones que inflaman el espíritu patriótico, el entonces presidente jugó una baza inesperada: enfocar sus energías al deporte, al rescate de un equipo de rugby decadente que significaba mucho más para la minoría blanca que para sus hermanos de raza. Como siempre, Morgan Freeman no defrauda en su rol protagónico, un personaje que ocupa la pantalla aún de manera omnisciente. La presencia de Madiba (nombre que los sudafricanos le daban a Mandela) se siente en todo momento, de manera incluso excesiva, quizá por ese intento de Eastwood para hacer que su espectador comprenda la magnitud de su figura como inspiración a nivel nacional. Para aquellos que sólo escucharon hablar del apartheid de manera superficial, escenas como la que se producen en las afueras del estadio al momento de la gran final son un momento sensiblero, distractivo. Las secuencias en ralenti no contribuyen a un auténtico clima cinematográfico, sino que parecen funcionar más como un aliviador de la tensión sobre un final que llega flojo de emociones para el público que no tiene particular afecto hacia los deportes. Eso sí: capta muy bien esa suerte de delirio colectivo de las naciones desesperadas por un poco de motivación. Después de todo... es Clint Eastwood, y su vigencia indiscutible, sumada a una experiencia bien ganada por los años de cine, hacen de cada historia suya una pequeña gema. Algunas, por supuesto, brillan más que otras.
Alegrías y victorias entre racismo y rugby Clint Eastwood, Morgan Freeman y Matt Damon son los nombres de peso pesado que lideran este estreno basado en la historia del presidente Nelson Mandela, en el marco de un campeonato deportivo que sería histórico. El nombre de Clint Eastwood es casi una garantía a la hora de elegir una película. Como pocos realizadores contemporáneos, conoce perfectamente el uso del aparato cinematográfico para crear relatos interesantes. A veces, incluso, toma relatos interesantes por sí mismos para crear películas. Lo hizo con la batalla de Iwo-Jima con el díptico La conquista del honor – Cartas de Iwo-Jima; lo hizo recientemente con El sustituto y vuelve a hacerlo aquí con su visión peculiar de ese subgénero que es el film deportivo, Invictus. En realidad, Invictus, basada tanto en un hecho real como en el libro que al respecto escribió el periodista John Carlin, es al mismo tiempo un film deportivo y un film político. La historia es la del Mundial de Rugby realizado en Sudáfrica durante los primeros meses del gobierno de Nelson Mandela, y de cómo a través del deporte y la adhesión a la Selección sudafricana, los Springboks, se logra algo así como un principio de unidad, un reconocimiento del otro en un país completamente dividido por el enfrentamiento racial. El material tiene dos problemas fundamentales: la historia es tan excepcional que puede resultar increíble; y hay que manejar al mismo tiempo la trama político-social y la historia tradicional del equipo “que viene de abajo” para ganar lo imposible. Eastwood ejerce su talento equilibrando ambos elementos y manteniendo la tensión en ambos frentes. De hecho, es la combinación de ambas tramas la que permite que los aparentes lugares comunes funcionen como si los viéramos por primera vez. Hay un tercer defecto en el material y se llama Nelson Mandela. Es un personaje tan extraordinario que se escapa de cualquier experiencia; de una bondad tan fuerte que puede resultar a todas luces increíble. Un personaje increíble es todo un desafío para un film o cualquier ejercicio narrativo, porque coloca a prueba nuestra credibilidad en el mundo que se nos pone delante. Más cuando sabemos que, efectivamente, Mandela es así como se lo pinta en el film. Eastwood, defensor a ultranza de cierto modo clásico de hacer películas, opta, para hacérnoslo creíble, por la estrategia de que lo interprete Morgan Freeman, el paradigma del negro bueno más férreo que ha dado el cine contemporáneo. Freeman, que es un gran actor, logra además inyectarle el humor y la ironía que distinguen a sus personajes. Curiosamente, esa característica puramente cinematográfica –que también se ejerce en el caso de Matt Damon– hace que el film sea creíble porque transforma la realidad en un cuento. Entramos en esa fantasía que nos inventa cada película y creemos en ella. Aunque no faltan los lugares comunes y ciertas perezas simbólicas, Eastwood nunca pierde el pulso narrativo, que llega a su clímax en los partidos de rugby que ocupan buena parte del tramo final de la película. Allí, sin romper la tradición de transparencia del cine clásico, el realizador aprovecha las posibilidades del cine para hacernos partícipes de la experiencia deportiva. Algo crucial, ya que esa participación es la que dota de sentido a la fábula. A pesar de las alegrías y de las victorias, el film otorga ciertos rasgos para imaginar que no hay soluciones fáciles. Como esos dos guardaespaldas, uno negro y uno blanco, antes enemigos, que, al celebrar una victoria, casi se abrazan, pero no, sólo se dan la mano. Ese pequeño gesto breve es sabio y prueba de un ojo que no sólo sabe filmar, sino, especialmente, mirar.
El gurú de la benevolencia El plano general de apertura de Invictus sintetiza un problema político y es una introducción al nudo narrativo: un grupo de hombres caucásicos juegan al rugby en un terreno cercado. La cámara flota sobre el campo y en un paneo de derecha a izquierda cruza la calle y revela otro partido. Allí están los negros, los que vienen soportando el apartheid desde 1948, y a los que les gusta el fútbol. Es la presentación de una sociedad escindida. Y todo quedará discursivamente explícito, pues por esa calle pasará el recién liberado Nelson Mandela, líder de la CNA, tras 27 años de cárcel. Es una fecha histórica: 11 de febrero de 1990, el comienzo de una política. Cuatro años más tarde, Mandela es el nuevo presidente de Sudáfrica. Es la esperanza de una mayoría empobrecida, y un terrorista devenido en mandatario para los afrikáners, minoría blanca que establece las leyes, domina la economía y administra las fuerzas del orden. “Ganó la elección. ¿Podrá gobernar”, titula un matutino, y ante la molestia del guardaespaldas de Mandela, quien lo acompaña a caminar todas las madrugadas, “Madiba” responde: “Es una pregunta legítima”. Es su primer día de gobierno. ¿Cómo gobernar una nación fragmentada, esencialmente antagónica y signada por un racismo extremo? Según Invictus, apostando a uno de los fenómenos paradigmáticos de nuestro tiempo: la identificación primitiva y mítica de una multitud con una gesta deportiva, un procedimiento mágico por el cual quienes están enfrentados conjuran sus diferencias en favor de un objetivo mayor. Aquí, ganar el mundial de rugby de 1995, organizado por Sudáfrica. Una tarea hercúlea, no solamente por el dudoso nivel de los Springbok, el equipo nacional capitaneado por Pienaar, sino por el odio popular a este deporte “de rufianes, jugado por caballeros”. En esta manipulación benevolente y legítima estrategia de poder, Mandela diseña una pedagogía: democratizar el rugby, llevarlo a los suburbios y las aldeas, desligarlo de la supremacía blanca y unir a 42 millones en una pasión colectiva. La utopía depende de un campeonato, e Invictus desarrolla todo su relato en torno a la consagración deportiva como metáfora explícita de un deseo mayor: la reconciliación de una sociedad consigo misma. Una táctica elemental, si se quiere, pero efectiva, no siempre al servicio de la democracia, como en este caso (¿acaso los goles de Kempes y Bertoni no constituía la ilusión de 25 millones de almas unidas por un seleccionado, un modo siniestro de minimizar y anestesiar la dolorosa división de un país aterrorizado?). Políticamente reduccionista y narrativamente clásica, Invictus es una nueva meditación de Eastwood sobre la violencia, aquí bajo el signo de su disolución a través de un cántico supuestamente universal que propone dejar el pasado en el pasado en función de poder diseñar un nuevo futuro, en donde el perdón y la no violencia gandiana constituyen virtudes públicas. Se trata, efectivamente, de una sociología cándida que desconoce o desestima el conflicto social. En ese sentido, Eastwood elige despolitizar para poder catequizar. Aquí, Mandela es un avatar de Gandhi, más un sabio que un estadista, más un gurú en la casa de gobierno que un hombre de lucha, que, si bien abrazó la no violencia, no desestimó, de ser necesario, la lucha armada. Así, las pocas escenas que transmiten malestar y disidencia se resuelven con celeridad y ligereza: la votación contra los Springboks y el color de su camiseta en un mitin de la CNA, el rol de la tercera esposa del mandatario, y el conveniente fuera de campo de un personaje central de este momento histórico: Frederik de Klerk, a quien Mandela relevó y que fue su vicepresidente. El máximo riesgo político pasa por la relación entre guardaespaldas blancos y negros, un vínculo de tensión constante durante todo el metraje, y donde Eastwood, acertadamente, mantiene la sobriedad y la cautela: tras la victoria, no hay abrazo, sino un mero apretón de manos. La reconciliación no es instantánea, necesita tiempo y trabajo, sugieren esos pasajes. Invictus carece de la complejidad y del humanismo refinado del díptico Cartas de Iwo Jiwa y La conquista del honor, y de la poética libertaria de Gran Torino. Es un filme de Eastwood, sin duda, pues cuando Invictus se transforma en un filme deportivo, la masculinidad y el liderazgo surgen como temas secundarios, aunque aquí la novedad consiste en sustituir su propensión a retratar héroes solitarios por una indagación, que no es exhaustiva, del heroísmo colectivo. En última instancia, el héroe de Invictus es un equipo, una nación. Eastwood, como buen cineasta clásico que es, hace invisible su estilo, aunque en esta oportunidad musicaliza más de la cuenta y apuesta al riesgo formal cuando posiciona su cámara dentro del campo de juego como si se tratara de un jugador óptico. Los scrown adquieren una visibilidad inusitada y los cuerpos de los jugadores en movimiento son objetos de escrutinio; así, los ralentís profundizan el suspenso del partido y particularizan las exigencias físicas de los “combatientes”. Que los contrincantes en el partido final sean los All Blacks es una ironía azarosa, como una moraleja; después de todo, la historia de Nueva Zelanda no es precisamente un prodigio de tolerancia racial, y son “todos negros”. Basada en el libro de John Carlin, Playing the Enemy, Invictus es más didáctica como introducción a un deporte que como lección política e histórica. El plano final, en el que los viejos “esclavos” juegan al rugby, un correlato del plano que inaugura la película, es más una expresión de deseo que una postal de Sudáfrica 2010. La injusticia social, el sectarismo, la desigualdad en todos los órdenes y la precariedad material del país de Mandela exceden la ilusión contingente y transitoria de percibir fraternidad cuando todavía la libertad y la igualdad son aspiraciones y posibles conquistas en un horizonte lejano.
La vi en diciembre en una privada adelantada. Sí, hay que verla: Eastwood sigue siendo el maestro del clasicismo y sabe contar una historia nada fácil, como esta sobre Sudáfrica, Mandela y el rugby que intersecta clara y eficazmente deporte y política. Una recomendación: antes de ver la película lean el libro El factor humano, de John Carlin. Sí, el título es horrible (el original es Playing the Enemy). Pero el libro es buenísimo, y cuenta la historia de Mandela y de sus acciones planificadas con una extraña mezcla de tranquilidad y osadía en aras de lograr una Sudáfrica unida, y especialmente su estrategia para el mundial de Rugby de 1995. El libro, que exhibe las inteligentísimas estrategias de Mandela en pos de la reconciliación nacional, puede compararse al excelente Anatomía de un instante de Javier Cercas (comentado aquí) en cuanto a la descripción de modos políticos que ─para nosotros, crispados argentinos─ deberían ser un objetivo. Si leen El factor humano, tendrán mucha más información que la que hay en la película y verán que Eastwood ─para que su film fuera más verosímil─ tuvo que quitar hechos que efectivamente ocurrieron pero que tal vez habrían quedado como exageraciones para quien no conociera esta apasionante y muy conmovedora historia. Volví a ver Invictus de Clint Eastwood y cada vez me gusta más. Conozco a mucha gente a la que no le gusta porque dicen que es inverosímil que Mandela sea así como lo pinta la película. Bueno, Mandela es definitivamente alguien extraordinario y recomiendo otra vez la lectura de El factor humano de John Carlin, así verán que la realidad es más inverosímil que la película de Eastwood. Más allá de eso y de otras objeciones, hay una de Manuel Yánez Murillo en el sitio Otros Cines que me parece muy desacertada: “sí, el esperado y espectacular clímax final, propio de una retransmisión del canal deportivo ESPN, se eleva sobre un vacío narrativo que conduce a la apatía.” (el texto completo está acá). ¿Propio de ESPN? La cámara en la película de Eastwood está al lado de los jugadores, adelante, atrás, arriba… ¡abajo del scrum! No, así no transmite ESPN un partido de rugby.
Clint a la sombra de Eastwood Cada vez que Clint Eastwood ofrece un nuevo trabajo parece necesario repetir que es el último clásico, que es un autor –aún cuando el término esté un poco fuera de época – y que no, no es reaccionario, por el contrario, con los años su obra no ha hecho más que poner en evidencia un humanismo a prueba de modas y correcciones políticas. Ahora bien, la historia en común que tienen Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica – que accedió al poder después de estar preso durante 26 años por su lucha contra el apartheid – y el capitán de la selección nacional de rugby, François Pienaar, es una relación interesante para Eastwood, un material que le permite reflexionar sobre el poder, la violencia, los héroes opacos y por supuesto, la cuestión del paso del tiempo y la construcción de una leyenda: la de Mandela y la propia. Pero son demasiados los ítems y el desarrollo del relato, clásico y sin sobresaltos, no consigue profundizar en ninguno. Y es que la astucia de Mandela para que los Springboks sean el equipo de todos los sudafricanos y no solo de la minoría blanca, de cara al mundial de este deporte que se va jugar en el país 1995, encierra una decisión política de fondo que es el perdón. Ese es el principal “tema” de la película (por si no alcanzaran todos los otros), en el contexto de un nuevo país que tiene que reconstruirse en todos los órdenes, principalmente en la cuestión moral de una nación que permitió, promovió y hasta legisló el racismo. Un tema grande, enorme, importante y a la medida de un Eastwood demasiado conciente de su propio legado. Entonces está el rugby como actividad unificadora del ser nacional (sudafricano) y el borrón de las atrocidades boers sobre la población negra desde siempre. Es decir, el perdón para que no se desintegre la nación, según la visión de Mandela. De esta manera la operación del director se limita a construir correctamente la relación entre el estadista (Morgan Freeman) y Pienaar (Matt Damon), el muchachito con padre racista que poco a poco toma conciencia – el padre también – del momento histórico que le toca protagonizar, los flashbacks de la estoica resistencia de Mandela en la cárcel y el partido final del mundial contra Nueva Zelanda (shaka incluido), filmado magistralmente, que gana Sudáfrica y es el arranque del rugby como pasión nacional. Una película correcta, demasiado importante, calculada. Eastwood sigue siendo un gran director pero Invictus está bien lejos de los grandes títulos del director norteamericano ¿hay que recordarlos?: Gran Torino (2008), La conquista del honor (2006), Jinetes del espacio (2000), Crimen verdadero (1999), Poder absoluto (1997), Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997), Los puentes de Madison (1995), Los imperdonables (1992).
El pasto de la política Podría parecer paradójico: el último director clásico de cine sigue entregando películas que resultan inclasificables. ¿Qué es Invictus, una película histórica, una película sobre deportes, una película política, un alegato contra la violencia y el odio social? ¿Una película sobre la compasión y el perdón? Eastwood es un director clásico porque cree sobre todas las cosas en la historia que está contando. Y en este caso la historia está basada en hechos reales: la liberación de Nelson Mandela de la cárcel; su elección como presidente, la situación de Sudáfrica después del apartheid y, sobre esto, el mundial de rugby de 1995 que se celebró en Sudáfrica. La sorpresa que puede sentir el espectador al leer esta (u otra) sinopsis es la misma que presentan unos cuantos personajes en la película: ¿qué tiene que ver la política con el deporte? A Eastwood no le interesa tanto darnos respuestas como contar eso que nos quiere contar. Y en esta oportunidad el peso está puesto claramente sobre la figura de Nelson Mandela (muy bien interpretado por Morgan Freeman). Por momentos el Mandela de Invictus se parece a otros personajes de Eastwood (y, con esto, a personajes del western): un hombre solo que debe sobreponerse al mundo gracias a su fuerza de voluntad y a sus creencias. Pero aparece un elemento nuevo, que cada vez gana más peso en la obra de madurez de este director y que hasta ahora no se había articulado de forma tan clara: la compasión. ¿Cómo es que un hombre pasa 27 años encerrado en una carcel y sale dispuesto a perdonar? ¿Cómo es que Sudáfrica podría armar un futuro? Son los detalles los que van construyendo esta película: los paseos matutinos de Mandela, la mirada de los guardaespaldas negros al recibir compañeros blancos, los chicos en la calle, el periodista deportivo, la casa y las conversaciones familiares de Francois Pienaar (interpretado por Matt Damon), el pasto de la cancha. Nada sobra en esta película y a la vez cada personaje parece tener vida propia. Solo un clásico puede hacer convivir sin roces en una misma película la historia general de un país (con toda su complejidad) y las vidas privadas de tantos personajes. Posiblemente, el punto más objetable de Invictus sea el uso de la música, que por momentos tiende a resaltar demasiado ciertas escenas. Pero todo forma parte de la apuesta: Eastwood se ha decidido a abordar sin rodeos temas muy complejos y a la vez muy potentes. Esta mirada tan llana tal vez despierte recelos entre los espectadores, pero si la persona sentada en la butaca se atreve a dejarse llevar, descubrirá una película que se eleva a ritmo parejo hasta grandes alturas.
Este film que toma la figura del líder Nelson Mandela tras su liberación carcelaria en 1990 con una Sudáfrica dividida por los rencores raciales y la brecha socioeconómica, resulta una interesante aproximación al personaje que logró cimentar, con su llegada al poder, un arduo camino de reconciliación política con sus principales enemigos. No será seguramente tomado en cuenta como uno de los mejores exponentes en la carrera cinematográfica del gran Clint Eastwood, pero eso no significa el desmerecimiento por parte del gran público y mucho menos de quienes se consideren habituales seguidores del realizador estadounidense. Sin embargo, más allá de su intacta capacidad narrativa y de tener como eje a una novela, no deja de llamar la atención ciertas concesiones para una historia atravesada por diferentes niveles de complejidad, en donde entran en juego la idea de la redención y la autosuperación cuando la voluntad es inquebrantable, testimonio viviente -si los hay- del estadista muy bien caracterizado desde lo corporal por Morgan Freeman. Por otra parte, si en Gran Torino la reflexión se concentraba en la venganza y el sacrificio aquí encuentra su revés a partir de la construcción del perdón y la reafirmación de la identidad, por sobre todas las cosas. De ahí, el llamativo recurso histórico de tomar como pretexto las instancias de la copa mundial de rugby (muy bien filmadas por el cineasta al punto de transmitir la sensación de estar allí), representada por una minoría blanca y racista que privilegió el orgullo de no ser humillados por encima de las sustanciales diferencias de orden político, gracias a la gran capacidad y entrega de una de las personalidades más trascendentes de los últimos 50 años…
La película deportiva y el drama testimonial se mezclan en el nuevo opus del gran Clint Eastwood. Aquí más que el trabajo de los actores sobresale el tono entre ascético y cauto de un relato muy ambicioso desde el punto de vista conceptual (fin del apartheid, proceso de “reconciliación”, despegue democrático, etc.). En sí Nelson Mandela en la Copa Mundial de Rugby de 1995 se limitó a reunirse con el Capitán del equipo local, encomendar una gira recreativa por Sudáfrica y finalmente desearles “buena suerte” antes del choque inicial: sólo un cineasta de este calibre podría sacarle provecho a una “intervención” tan escueta. La secuencia del primer encuentro entre los guardaespaldas blancos y negros es extraordinaria, un verdadero logro. En conjunto quizás el film no está entre lo mejor del norteamericano pero desde ya que vale la pena por esa inconfundible maestría narrativa...
Clint Eastwood vuelve al deporte y consigue una de sus películas más emocionantes de la última década. El cineasta cuenta la historia de los Springboks durante el mundial de rugby Sudáfrica 1995 y, además, aprovecha para narrar la traumática salida del apartheid y cómo fue que el deporte, al menos por un tiempo, consiguió unir un país dividido. La violencia, tema omnipresente en la obra de Eastwood, aparece contenida y agónca en Invictus: el Nelson Mandela de Morgan Freeman hará lo imposible para hermanar a negros y blancos sudafricanos y escapar de la espiral de violencia generada por el Apartheid. La alianza construida por el recién electo presidente con el François Pienaar de Matt Damon, capitán de los Springboks, durante el mundial resulta el vehículo ideal para conseguir esa tan ansiada unión detrás del lema: “un equipo, un país”. Eastwood trata a sus dos protagonistas como héroes impolutos, y su retrato los acerca demasiado a la estampita cinematográfica, pero el gran valor de Invictus resulta en la euforia deportiva que provoca, sin perder jamás la rigurosidad, cómo se muestra esa finalísima inolvidable.
"Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma". Esas son las últimas palabras de "Invictus", el poema de William Ernest Henley que inspiró, según él mismo, a Nelson Mandela durante los 27 años que estuvo en prisión en Robben Island. Esas también son las palabras que inspiraron a Clint Eastwood para llevar al cine la novela "El factor humano", de John Carlin. El libro, la película, cuentan la forma en que Mandela se aprovechó de la pasión que el rugby despierta entre los sudafricanos para unirlos más allá de las diferencias raciales. La historia es chiquita, apenas una anécdota en la vida política de Sudáfrica, pero su significación es enorme. Por eso y por el talento narrativo de Eastwood, "Invictus" conmueve. Y lo hace sin golpes bajos, sin ser apologética, apenas contando las cosas como son, o mejor, como deberían ser.
No entiendo bien porque ha recibido tantos premios, ya que más bien es una película mediocre, que si no hubiera sido nominada, pasaría sin pena ni gloria, hasta me atrevería a decir que quizás ni ...
El viejo Clint es uno de los pocos tipos que sólo con su nombre ofrece garantía de buen film. A punto de cumplir ochenta años, el gran director, parece estar en su máximo esplendor y ofreció, en estos últimos años, películas admirables como Gran Torino, Millon Dolar Baby y El Sustituto, entre otras. Lamentablemente para todos los que nos gusta el buen cine, Invictus está un escalón por debajo de las recién nombradas, pero así y todo, es un film dignísimo de ver. El guión de Anthony Peckham está basado en el libro “El Factor Humano” de John Carlin y cuenta la estrategia de Nelson Mandela para unir a su país, usando la selección de rugby como herramienta. El film arranca bien. Mandela, interpretado por el siempre correcto Morgan Freeman, luego de estar 27 años preso, es elegido presidente -el primer negro de la historia- y se hace cargo del país. Rápidamente son presentados el resto los personajes que tendrán peso en la historia: el capitán de los Springbocks, François Pienaar (Matt Damon) y su entorno, los guardaespaldas y asistentes del presidente. Pero el film, que temprano muestra sus buenas intenciones, ahí nomás se queda y no crece mucho más. El difícil primer año de Mandela es pasado casi por alto y rápidamente nos encontramos en el mundial de rugby, donde el exceso de cámara lenta hace un poco tediosa la resolución del film y el dramatismo que se le quiere imprimir a las imágenes sólo consigue hacer que la película sea más larga de lo que debería. Cerca del desenlace aparecen cosas que le restan al resultado final, algunas frases moralistas, sumadas a un par de clichés y otras intervenciones de ciertos personajes inventados, que sólo buscan meter dramatismo y tensión, donde no debería haberlo. En síntesis, una película a la que es difícil encontrarle un género, mezcla de documental deportivo con film político y tintes dramáticos que entretiene y será olvidada rápidamente. No te perdés de nada si no las ves en el cine, podes esperar tranquilamente que se edite en DVD y gastar esa plata en excelentes pelis como Sherlock Holmes o Amor sin escalas, que siguen en cartel.
El deporte como herramienta de cohesión social Luego de la proyección de Invictus pareciera confirmarse que Clint Eastwood ha filmado, otra vez, una película de manera cómoda, con tranquilidad y sapiencia. Porque todo elemento del que se conjuga un buen relato está allí, en su justo lugar, con los personajes bien delineados, con momentos de suspense para alertar los sentidos del espectador, con un momento cúlmine donde la gloria que la historia promete se ralentiza hasta finalmente explotar. Todo ello como buena manera de elaborar una película, sin tontos juegos de montaje o cámaras frenéticas, con un plano secuencia inicial que basta para definir el conflicto: del field de los rugbiers blancos a la canchita de tierra y fútbol de los niños africanos. Entre medio, la caravana presidencial. Invictus sitúa su acción de modo inmediato a la asunción a la presidencia de Nelson Mandela. Morgan Freeman hubo de declarar su intención de rodar este film, que ofreciera dirigir a su amigo, Clint Eastwood (con quien colaborara en otros dos títulos de su autoría: Million Dollar Baby y la memorable Los imperdonables). Y Freeman, así, es Mandela. De manera sobria y atenta a los detalles simples, los que mejor definen un personaje: puntualidad horaria, palabras certeras, gestos mínimos. El Mandela de Eastwood/Freeman parece volver tan simple un problema tan grave como el apartheid. Quizá tenga que ver con la mirada sabedora y coincidente de una edad que se comparte. Mandela, Eastwood, Freeman tienen tantas décadas de vida como para dejar de lado explicaciones innecesarias: la igualdad racial es obvia, nada puede contradecirla. He allí la simplicidad discursiva del film. El lugar desde el cual se articula esta situación es el Mundial de Rugby que tuviera lugar en Sudáfrica, en 1995. Mandela ve allí la posibilidad de encontrar un vínculo que elimine aquella franja divisoria que ilustrara el plano secuencia inicial del film. Los Springboks, el equipo tradicional de rugby, resistido por la propia sociedad africana, será el lugar elegido para esta estrategia. Es así que, de pronto, Invictus se vuelve una sports movie. De manera tal que, si el objetivo radicara en trata de encasillar el film en un género determinado, el mismo variaría conforme a las intenciones perseguidas. Y esto es algo propio del cine de Clint Eastwood; en otras palabras, su maleabilidad para narrar desde los lugares genéricos más diversos y sin perder por ello, todo lo contrario, una mirada social tan lúcida como la de cualquiera otra cinematografía. Así como solía ocurrir en el mejor Hollywood, el de los años dorados, el que se componía de nombres ilustres como los de Billy Wilder, Howard Hawks o Alfred Hitchcock. En este sentido, en Clint Eastwood se encuentra la herencia de aquella estela artesanal. Quizá por ello cada uno de sus films guste tanto. Aún cuando, en el caso de Invictus, sea el saber narrativo el que se imponga por sobre su simpleza discursiva; mejor ello, antes que tantos otros "mensajes" serios de tantas otras películas en cartelera.
Si la vida fuera tan linda como el cine es capaz de mostrarla Nelson Mandela sale de la cárcel y como presidente recién electo de un país que es un hervidero de resentimientos, desigualdad social, odios y pobreza, se pone el objetivo de hacer que blancos y negros puedan convivir más o menos pacíficamente, y de que se perdonen. Para esto va a usar el deporte y a hacer lo imposible por que el seleccionado nacional de rugby de Sudáfrica, los Springboks, ganen el próximo mundial. Esto no es la vida real, es una película de Clint Eastwood, y como tal, la composición está a la vista desde el comienzo: lo primero que vemos es un colectivo cruzando una calle, negros de un lado, detrás de un alambrado, y blancos jugadores de rugby del otro (no solamente negros y blancos sino también pobres y chicos de clase media-alta, pero eso aparece sólo como un subtema en la película). La tarea de Mandela es en buena medida que esos mismos cuerpos blancos y negros puedan estar juntos en el mismo espacio. Desde ese primer plano hasta el final, Invictus cuenta la historia de ese acercamiento fraguado –en la ficción- por un hombre. La figura de Mandela –Morgan Freeman, sí, envejecido y frágil, con voz en off que recita poemas y todo- articula a los dos grupos porque él es el primero en acercarse a los blancos de diversos modos: habla con los funcionaros blancos del gobierno saliente y los invita a quedarse, consigue guardaespaldas blancos, se acerca a Francois Pienaar (Matt Damon), el líder de los Springboks, para compartir los secretos del liderazgo. Invictus es en cierto modo un homenaje a él, pero el relato más importante de la película pasa por mostrar cómo, por ejemplo, los ocho guardaespaldas del presidente –cuatro negros y cuatro blancos- sienten la misma incomodidad, la misma molestia física cuando se ven amontonados en un cuartito estrecho de la casa de gobierno, y cómo en cambio, a medida que los Springboks ascienden en la tabla de posiciones del mundial y el entusiasmo compartido va limando las diferencias, terminan jugando juntos al rugby en un jardín. Eastwood pone el foco en la mezcla, insiste sobre eso, y así construye una de las escenas más conmovedoras en la que se muestra a los Springboks entrenando con los chicos negros y pobres de una villa, todos sonrientes y divertidos después de la hostilidad y la desconfianza iniciales. Como verán, el grado de candor de Invictus es altísimo. Altísimo. Son muchos los momentos calculadamente emocionantes de la película, desde la visita de Francois Pineaar a la celda donde estuvo Mandela hasta la multiplicación final de planos de la tribuna de Sudáfrica durante el Mundial, con blancos y negros agitando banderas y festejando a la par, y para algunos serán insoportables. Por otra parte, como en cualquier relato –por más “basado en hechos reales” que esté- es mucho lo que se soslaya. La cuestión de apelar al sentimiento nacionalista para unir a blancos y negros en una misma causa deja afuera otros temas que aparecen sólo al pasar, como la imagen de las villas de chapas donde viven los negros, o la extrañeza de la familia de Pineaar cuando les llegan boletos de avión de parte del presidente para ir al Mundial y se dan cuenta de que la excursión incluye a la sirvienta negra (pero la película no es tan inocente como podría parecer a primera vista, por algo se hace cargo de estas cuestiones). Es en estos aspectos donde Invictus se aparta en buena medida del realismo que algún espectador ingenuo podría esperar de un relato que esté basado en hechos reales (podría esperar, digo, porque hace tiempo que se sabe que una cosa no tiene nada que ver con la otra). A Eastwood no le importa tanto mostrar la realidad como construir un relato utópico, de un utopismo que cobra fuerza por el hecho mismo de hacer base en la historia. El relato de Invictus no tiene matices, y en cambio tiene tanto de blanco y negro como los personajes que quiere acercar: es bueno convivir y perdonarnos, es malo ser prejuiciosos con el que es diferente y guardar rencor por el pasado. El carácter simbólico al que aspira el relato está condensado en una de las últimas imágenes, un plano cerrado sobre una mano blanca y una mano negra que sostienen juntas la copa de la victoria. Habría que pensar si esa falta de matices y esa simplificación no serán siempre intrínsecas y necesarias al símbolo y a la utopía. No importa preguntarse si la realidad es tal como la muestra la película porque Invictus es más una proclama que un reflejo de nada, y porque de todos modos el espectador atento puede sentir, cuando sale da la sala en la que asistió a una verdadera fiesta -con un rugby filmado maravillosamente, puro sudor, gruñidos y cuerpos pesados-, que la realidad es diferente, y que tal vez en la amargura de esa constatación se cifra todo el potencial utópico de esta película.
Invictus empieza como terminaba Río Místico: en aquella, una calle separaba a los personajes en dos veredas, de un lado estaba el asesino Jimmy Markum con los hermanos Savage a su lado, encarnación de la fuerza bruta y patoteril, con la bandera estadounidense en plano; enfrente, Celeste, víctima de la violencia dictatorial de Jimmy, que parece sola incluso en medio de la multitud. En Invictus, un camino de tierra separa a la población negra (contenida con alambres) de la blanca (protegida con rejas), los primeros juegan al fútbol, los otros al rugby. Por la ruta, como anunciando la futura reconciliación entre las dos partes, pasa el auto de Nelson Mandela, recién liberado de la cárcel de Robben Island después de casi treinta años de cautiverio. En ambos casos la metáfora es transparente pero potente, signo de un dominio del lenguaje del cine clásico del que pocos cineastas en la actualidad pueden hacer gala. Si en Río Místico el final resultaba un poco irritante no lo era por la evidencia del sentido del plano, sino porque esa escena constituía el corolario de una película por demás ampulosa y declamatoria. La cosa es distinta en Invictus: el comienzo opera como clave de lectura y marca de pertenencia a un cine, a un lenguaje, a una época. No estamos frente a un caso como el de Match Point y la pelota de tenis/anillo en que se invita al espectador a descifrar un sentido escondido que es fundamental para comprender la línea moral de la película, sino de algo muy distinto: la idea de Mandela como pacificador de una nación dividida es cristalina, funciona a un nivel puramente visual, en donde la belleza surge en la simpleza de la comparación. Por otra parte, la metáfora debe ser transparente y aprehendible para todo el público, esa es la base fundante del cine clásico, un arte dirigido a las masas, al gran público, y no a una minoría con aires de entendida, target más bien propio del cine de Woody Allen. Estamos avisados. La escena inicial de Invictus es una declaración de principios, una advertencia sobre lo que estamos a punto de ver: cine clásico, del bueno, diáfano y límpido, con un lenguaje metafórico que no entorpece sino que ayuda a la comprensión del lenguaje y a embellecer el mundo. A poco de empezada la película, Eastwood se despacha con uno de los planos más bellos y conmovedores del año: Mandela se despierta en su casa presidencial, se levanta rápido y hace la cama. El plano es amplio, abarca casi toda la habitación, que es pequeña y de un amoblado sencillo: si la película no nos lo dice antes es imposible adivinar que esa es la habitación del presidente de Sudáfrica. La velocidad de Mandela para levantarse y la diligencia que muestra para acomodar la sábana (tarea algo impropia de un primer mandatario, podría pensarse) nos pintan por entero al personaje y su sentido de disciplina, humildad y esfuerzo (seguramente fruto de los años en Robben Island). A su vez, la corvatura de la espalda y la torpeza de los movimientos dejan entrever el desgaste de un cuerpo anciano que conoció pocas comodidades y lujos a lo largo de su vida. Finalmente, el encuadre claramente acentúa el vacío y la oscuridad de la habitación: sillas y sillones vacíos y un amplio espacio ordenado y sin muebles parecen estar contándonos de la soledad del personaje, amado profundamente por millones de sudafricanos pero rechazado por su familia. Como en el plano de las dos mitades, la belleza está en la simpleza de la construcción visual que con muy pocos recursos ofrece de manera cristalina una enorme cantidad de información: la economía y la claridad siempre fueron dos pilares del cine clásico, y dudo que en lo que queda del año (y eso que el 2010 recién empieza) tengamos la oportunidad de disfrutar de otro momento de una sofisticación y encanto parecidos en una sala de cine. Después de películas como Río Místico, La conquista del honor, Cartas de Iwo Jima, Million Dolar Baby y Gran Torino, era evidente que Eastwood se estaba tornando un cineasta oscuro, amargado, con ocasionales pero breves espacios para el humor y la esperanza. En este sentido, Invictus es una película que nos disloca como espectadores de su obra, porque la adaptación del libro de John Carlin, El factor humano, es un film cálido y optimista como ningún otro que haya filmado antes. No hace falta meternos todavía con la historia para comprender la magnitud del cambio, porque la diferencia salta a la vista rápidamente en la paleta de la fotografía: todas las películas mencionadas eran nocturnas y estaban teñidas de un azul de penumbra (Million Dolar Baby y La conquista del honor) o de bien sus desenlaces, momentos de alta tensión donde estaba en juego la integridad de los personajes y de toda una película, ocurrían en medio de la noche más negra, signo del destino que les aguardaba a los protagonistas (Río Místico y Gran Torino). En cambio, Invictus ya arranca en pleno día, con mucho sol y mucho verde: incluso la tierra de la cancha de fútbol parece reflejar los rayos de luz. La noche (o la madrugada, para ser más exactos) está reservada para unas pocas escenas (dos o tres, apenas) en donde Mandela aparece colocado en un lugar vulnerable, ya físico o emocional. Los partidos de rugby transcurren siempre de día lo mismo que la mayoría de la escenas en interiores. Si las últimas películas de Eastwood venían siendo azules, Invictus pega un vuelco hacia un naranja cálido y luminoso, con espacios para marrones y grises que a través de trajes y la madera de los muebles nos hablan del mundo del trabajo y la rutina, una parte fundamental de la historia de Invictus. Eastwood corrió un riesgo enorme adaptando el libro de Carlin, que parece que invitaba con facilidad a las frases ampulosas y a las enseñanzas de vida. En lugar de eso, el director de Los imperdonables muestra una vez más su habilidad a la hora de filmar diálogos que en manos de otro cineasta no habrían sido más que un rejunte de líneas grandilocuentes: en Eastwood el lenguaje de los personajes, sujetos históricos con la tarea nada fácil de cambiar el rumbo de un país como Sudáfrica y de llevar su mensaje al resto del mundo, se vuelve una parte integral de la sociedad que se está creando. Es efectivamente un tiempo de pensamientos y discusiones importantes, de charlas de café (o té), como la que entablan Mandela y Pienaar en la oficina presidencial, en los que se juega el destino de toda una nación y una ideología. Si los diálogos nunca devienen en moraleja esto es porque el guión siempre se mantiene dentro de los límites del relato: las frases de Mandela o Pienaar pertenecen al universo de la película, son hijas de un país y un tiempo cinematográficos y no pueden ser extrapoladas a nuestra actualidad. De hecho, tomando en cuenta la tendencia a la frase un poco altisonante del personaje de Mandela, podría decirse que Eastwood propone un acercamiento más cinematográfico que histórico: su Mandela es claramente un personaje de ficción, pura grandeza y magnanimidad difíciles de encontrar en el mundo de la política. Lo mismo puede decirse del François de Matt Damon, del que no sabemos prácticamente nada fuera de la familia o su trabajo como capitán de la selección de rugby: no le conocemos gustos, vicios, miedos o debilidades más allá del mundo del rugby. Hasta en los partidos, François nunca es la estrella sino uno más del equipo. El Pienaar de Damon es otra criatura puramente cinematográfica, hecha a base de gestos fílmicos (como el labio que se levanta o la voz afinada) y no de psicología. Incluso cuando uno piensa que la película está equivocando el camino, buscando irritar o emocionar al espectador de alguna forma, Eastwood muestra de nuevo que su cine no está para esas cosas. El personaje del padre de François amenaza con convertirse, desde su primera aparición, en un acusado por la película: no sabemos con certeza si el señor Pienaar acordaba plenamente con el régimen anterior, pero sí que es uno de los tantos sudafricanos blancos de clase media/alta que ataca a Mandela mucho antes de empezar su gobierno. El papá de François es una enorme bola de prejuicios políticos y raciales que cree, como tantos otros sudafricanos, que el nuevo gobierno va a perseguir a los sectores disidentes: podría pensarse que el personaje es un estereotipo sencillo, fácilmente clasificable, que funciona como ejemplo de los enemigos políticos de Mandela. Pero a medida que pasan las escenas, papá Pienaar se revela ya no como un intolerante y racista sino lisa y llanamente como un pesado y exagerado, que no para de hacer chistes a su mujer o a su nuera o de hablar mal del presidente de la asociación de rugby (“contate los dedos después de darle la mano”, le dice a François). Mr. Pienaar pasa de ser un personaje que amagaba con buscar la indignación fácil del espectador a convertirse en un comic relief: si le tenemos paciencia, Eastwood no nos defrauda. Algo parecido ocurre con el final, cuando falta poco para que termine el partido de los Springbooks con los All Blacks. Varios planos con cámara lenta se suceden uno tras otro, del partido y del público, y por momentos pareciera que el director emplea ese recurso porque no sabe cómo dale un cierre potente a su película. La cámara lenta acentúa los movimientos de los jugadores, golpes, gestos de dolor y últimos esfuerzos (faltan pocos segundos para que acabe el partido), y la sensación es que Eastwood trastabilló, que no supo imprimirle a Invictus la tensión final necesaria sino a través de los ralenti prolongados. Pero el suspenso que crea la lentitud de la escena va en aumento y finalmente el director consigue su cometido: una pelota que gira en el aire hacia el campo rival concentra todo el suspenso imaginable; con esa pelota viajan todas las aspiraciones, metas y creencias de los personajes de Invictus, y entonces la cámara lenta se muestra un recurso válido y fundamental para construir la tensión. Vi la película dos veces en cine, y la segunda, sabiendo de antemano el resultado del partido, no pude evitar inclinarme hacia adelante y experimentar la misma ansiedad de la primera vez. De nuevo, la cámara lenta, que parecía un traspié de Eastwood, un desliz de último minuto, es en realidad la cumbre dramática de su película, unos instantes en los se les va la vida a los personajes y a nosotros y que se justifica solamente por la explosión de alegría y festejo posteriores (consecuencia directa de la acumulación dramática de los planos anteriores), probablemente los momentos más luminosos de toda la filmografía de Eastwood. Como si toda la película fuese un preludio para los abrazos, bailes y gritos del final. Cuando pensábamos que Eastwood podría haber muerto con Walt Kowalski y Gran Torino, una obra decididamente terminal, el director nos regala una de las mejores películas del año, y parece decirnos que sigue en plena forma, con todas las ganas y la fuerza para seguir dándole al mundo los que quizás serán los últimos films genuinamente clásicos de la historia de cine.
Amo de su destino, capitán de su alma "El factor humano", de John Carlin, despertó la curiosidad de Clint Eastwood, que construyó una gran película sobre cómo Mandela utilizó el rugby para terminar con el Apartheid. Morgan Freeman, impecable. Estuvo muy acertado el inglés John Carlin cuando en una entrevista le dijo a este diario, un mes atrás, que "Invictus" dejará al espectador "pegado" a la butaca, "porque es un muy buen cuento, conmovedor y dramático a la vez". Moviliza, emociona e invita a sonreír este film que desembarca hoy en la cartelera porteña, y que cuenta cómo Nelson Mandela, en su incipiente función presidencial, en 1995, utilizó el mundial de rugby para terminar con el Apartheid, esa segregación racial que durante décadas castigó salvajemente a la mayoría negra de Sudáfrica. "Una estrategia humana", afirma seco Mandela -en la piel de un genial Morgan Freeman- al rebatirle a su secretaria, que no entendía por qué su jefe prestaba tanta atención al rugby. "¿Se trata de una táctica política?", había preguntado ingenua. Por empezar, vale explicar el porqué del título "Invictus", basado en el más cautivante del libro "El factor humano". Entonces habrá que decir que se trata de un poema del inglés William Henley (siglo XIX), que finalizaba con los versos "Soy el amo del universo, soy el capitán de mi alma", y que sirvió de apoyo espiritual durante los 27 años de encierro que el gran líder -también llamado Madiba-, debió soportar en la isla de Rhoden Island. La historia atrapa desde el minuto uno, cuando, a partir de una vista panorámica se ve una calle que divide dos campos perimetrales: uno, lleno de blancos jugando al rugby en un terreno bien cuidado; en el otro, decenas de jóvenes negros pateando una pelota de fútbol en lo más parecido a un potrero de tierra y piedra. Y enseguida, una caravana de autos que pasa por esa calle anunciando la liberación de Mandela. Corría febrero de 1990 y los chicos de color festejaban alborotados, mientras que los blancos, perplejos, se preguntaban anonadados: "¿Liberaron a ese terrorista?". A una historia tan rica como la que cuenta Carlin en su libro, Clint Eastwood le imprime toda la sapiencia que le dan los 79 años. El director, que es verdad que ha hecho algunos bodrios, reconoce que los mejores guiones ("Río Místico", "Los puentes de Madison", "Million Dollar Baby", "Cartas desde Iwo Jima", "El sustituto") le llegaron a partir de los setenta, lo que dilató por tiempo indeterminado su retiro. Y aceptó hacer esta película a partir de un pedido personal de su amigazo Morgan Freeman, que le dijo: "Te estoy enviando por correo el guión de tu próxima película, que la voy a protagonizar yo. No te vas a arrepentir". Y así fue nomás... Eastwood encaró un film sentido, cuidadoso, nada sencillo en su traslado del libro a la pantalla grande, destino éste en el que hay que priorizar cuestiones efectistas -si se quiere-, pensando en un negocio que no dé pérdidas. La trama empieza a cobrar fuerza cuando falta un año para el mundial de rugby, cuya sede será Sudáfrica. Este dato no es menor y el film se encarga de subrayar la sorpresa que le despierta a Mandela conocer la popularidad que arrastraba ese deporte en el mundo. El país contaba con Los Springboks, el equipo nacional que representaba a los blancos y que recordaba permanentemente la existente segregación racial. Entonces el gran líder, que hoy tiene 91 años, puso en marcha el operativo "factor humano" para lograr la nación del arco iris, de la reconciliación: ¿cómo hacer para unificar a negros y blancos, y alcanzar la paz interior?, craneaba el líder, que se respondió: con el leit-motiv "un equipo, un país". De esta manera, empezó a mover hilos para buscar un contacto directo: el capitán del seleccionado, Francoise Pienaar, pilar indispensable para rumbear hacia el objetivo principal, que consistía en lograr que los Springboks -históricamente un equipo del montón- contagiaran pasión y unificación desde el campo de juego hacia las tribunas. El rol de Pienaar lo llevó a cabo el rendidor Matt Damon, que entrenó con fruición para lograr el aspecto fornido. Además de la maestría para filmar los partidos y hacer foco en gestos necesarios para emocionar, el ojo clínico de Eastwood logra rescatar aspectos esenciales de un político de raza como es Mandela, cuya primera medida, cuando su país hervía, fue ordenar una custodia mixta. "Perdonar alivia el alma", le explicaba a su atónito empleado. "Invictus", además de ser un gran entretenimiento, merece ser vista para entender la dimensión de un político cuya estirpe está en extinción.
Luego de la desilusión de Nine me dispuse a ver otra de las películas que más esperaba, la nueva obra de Eastwood llamada Invictus. En más de una oportunidad manifesté la gran admiración que tengo por el viejo Clint, realmente soy casi incondicional a la hora de ver sus cintas, sentimiento que es imposible neutralizar a la hora de escribir esta revisión, pero prometo ser lo más objetivo posible. El director de Río místico nos sumerge en la Sudáfrica de los años 90 que estaba al borde de la guerra civil, pero que al producirse la liberación de Nelson Mandela de la prisión Robben Island, fueron liberados junto con él grandes vientos de cambio para un país segregado por la discriminación y el resentimiento. Esta breve introducción es mostrada en el film para situarnos en el contexto de la época que gobernó el gran líder africano. Realmente Clint logro trasladarme e introducirme dentro de la historia, sinceramente me emocioné en muchos momentos gracias a la emotividad que representa el relato, que cobra mucha más fuerza al tratarse de una historia real. Quiero aclarar que no se trata de una película de rugby, sino que esta basado en como “Madiba” utilizó a este deporte con el fin de unir a la nación que el presidía. Sinceramente conocía muy poco de la obra de Mandela y gracias a esta obra se dispararon varias cuestiones como un reproche interno por no haberme interesado en la vida de éste líder mundial con anterioridad, pero ya estoy poniendo manos a la obra para romper este sentimiento. Es admirable que una persona que estuvo 27 años preso picando piedras salga en libertad, buscando paz y unificación y no venganza contra los que lo encarcelaron. El guión es conciso, claro y explicito, lo que da como resultado que los dialogos sean muy enriquecedores para entender los pensamientos de los protagonistas. El relato sería imposible de sostener sin las grandes interpretaciones de Morgan Freeman y Matt Damon. El actor de la saga Bourne lleva adelante la interpretación del capitán de los Springboks llamado Francois Peinar con muy buenos resultados, demostrando que se puede contar con él para otro tipo de personajes. Sin dudas que todos los aplausos se los lleva Freeman y realmente son merecidos, su labor es tan increíble que uno por momentos termina olvidando que se trata de una actuación, pensando que es el mismo Mandela el que esta delante de las cámaras. Mención aparte para las bellas canciones escogidas por Kyle Eastwood (hijo del viejo Clint) que aportan otro valor adicional a está gran obra. Como conclusión creo que Invictus no es la mejor obra de este espectacular director, pero la excelente manera en la que se abordo la vida de este gran líder merece ser vista por todos nosotros. “Soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma”
La fórmula Eastwood: racismo, rugby y política Al igual que en Gran Torino,donde exponía problemas raciales, en Invictus, el director Clint Eastwood sitúa la acción en la déada del 90, con la asunción de Mandela al poder. Y los personajes deslizan frases como “Soltaron a Mandela. El país cayó en desgracia” o “El puede ganar una elección, pero... ¿puede gobernar un país?”. Y de esta manera deja en claro lo que se avecina. Poco después, el país celebró el campeonato del mundo de rugby, tras años de ser excluidos de las competiciones debido al apartheid. Evento que Mandela (Morgan Freeman) impulsó con la ayuda de la estrella de rugby Francois Pienaar (Matt Damon) para acabar con el odio existente durante décadas entre la población blanca y negra del país. A lo largo de una trama plagada de intereses politicos, clima familiar desarmado y deseos integracionistas, Invictus tiene sus méritos y es rica en detalles: la forma en la que Mandela evita que nombren a su familia; la visita de Francois a la cárcel; el enfrentamiento con los maoríes o los dispositivos de seguridad que se montan para el gran partido. No es lo mejor de Ewastwood, pero brilla Morgan Freeman. En síntesis, rugby, racismo y política, un cóctel a lo Eastwood.
Invictus es un film que en las manos de otro director, no pasaría desapercibido, pero no contaría con el clamor que ha logrado éste. Un gran director frente al proyecto, Clint Eastwood, su nuevo gran amigo (Morgan Freeman) desde la colaboración de ambos en Los Imperdonables y Matt Damon, uno de los nuevos talentos en materia de actuación, estamos acostumbrados a verlo en varias producciones al año, todo director mayor, lo quiere para sus producciones. La historia de Nelson Mandela, ha sido revisitada inoportunamente en otros films, de manera irresponsable, con formato de melodrama acentuando su pasado en prisión. Aquí, el transcurso del film comienza con la etapa del lider en que se convierte democráticamente en Presidente sudafricano por voluntad del país íntegro, sin importancia del color, o clase social. Madela incita al perdón, a dar la otra cara, sabiendo que se puede construir inclusive con aquellos que obraron mal, mientras se sumen a un cambio. Ligar temas políticos al fanatismo por un deporte socialmente, no es algo que se nos escape, por sobre todas las cosas, a la sociedad argentina. Pensar que tuvimos un Campeonato Mundial de Futbol en plena dictadura, mostrando una cara hacia el resto del mundo tan distante como cínica. Un disparate de tal magnitud que mientras la mayoría de los argentinos nos vimos envueltos en un festejo mientras personas que querian cambiar nuestro país por uno mejor, estaban siendo torturadas y desencadenando en muertes. Sudáfrica corrió una suerte similar, el apartheid cobró millares de muertes, discriminación y genocidios. Francois Pienaar (Matt Damon), fue el lider del equipo de rugby sudafricano en 1995, es en quien Mandela ligó gran responsabilidad y expresó su anhelo de ganar dicho campeonato mundial, por la importancia que podría generar en el país desunido, fundir odios y llegar a un punto del que, a partir de cambios en politicas no podria arribarse con tanta prontitud. Es evidente que el viejo Clint, dato que ya hubiéramos advertido desde sus ultimos films, ha adquirido con su vejez, un importante foco sobre temas de importancia social, Clint ha dejado de callarse, sabe que cada una de sus nuevas obras puede llegar a ser su ultima, Clint con los años no ha hecho otra cosas más que mejorar, añejarse como un vino. El placer de sus nuevos films radica en la doble interpretación de sus actos, no sólo se juega por demostrar lo mejor y peor de la sociedad norteamericana, si no que ya no tiene límite en este ejercicio. Poco le interesa ser políticamente correcto, inclusive con escapes en sus guiones hacia lugares tortuosos como hiciera con Río Místico. Invictus, parte de una temática netamente política hasta convertirse en uno de los tantos dramas con desarrollo de un grupo de integrantes de un equipo deportivo, con una meta, llegar a una final. No obstante aquí, la finalidad y contexto es otro que el simple hecho deportivo, y es ese el detalle que magnifica a este relato. El rol de Matt Damon puede haber sido interpretado por cualquier otro actor, no es un personaje de importancia, sí lo es, la impecable intepretación de Morgran Freeman, muy bien caracterizado, con algunos diálogos que subrayan con trazo grueso algunas cuestiones y màs de alguna falla en el guión. Se impone una relación entre los custodios del presidente muy particular, una subtrama interesante, asi como otros olvidables encuentros entre presidente y capitan del equipo, apartados e inexplicables cambios en la forma de pensar de los integrantes del grupo de rugbiers de un momento para otro. Es característico en Eastwood volver a juntarse con quienes ya ha trabajado en otros proyectos, la musicalización del film nuevamente está a la orden de su hijo Kyle, al igual que la fotografía radica en Tom Stern, quien minuciosamente, ha acompañado a este director desde el largo Blood Work hasta la actualidad, idem Joel Cox, editor desde un tiempo aún más largo.
¿Adonde nos lleva la inspiración? Generalmente se atribuye la inspiración a un fenómeno artístico. Un autor debe estar inspirado para escribir, crear, plasmar en imágenes sus sentimientos. Pero… en la vida real, ¿como un hombre puede inspirar a una nación a unirse en un único sentimiento? ¿Cómo se pueden dejar de lado las diferencias sociales, culturales, políticas, raciales, en post de un bien común? Sí, parece una utopía. Nada une realmente a una nación, excepto un sentimiento compartido: apoyar hasta la victoria a un grupo de personas que nos representa. Como bien sabemos los argentinos, el fútbol une multitudes. Pero este sentimiento es mundial. Y eso no es solo conocimiento popular, los políticos también lo saben. El deporte puede convertirse en un factor político, pero también en uno humano. Invictus es una las más innovadoras películas de inspiración deportivas vistas en los últimos años. A diferencia de la gran cantidad de películas similares, inspiradas en hechos reales, donde un equipo mediocre llega a una final de un campeonato, uniendo grandes y chicos, razas, religiones, comunidades en un aliento único, la nueva película de Clint Eastwood ahonda en la esperanza, pero sin caer en el moralismo más obvio. A simple vista, es fácil catalogar a la historia real de cómo Nelson Mandela, flamante presidente de Sudáfrica en 1995, decide unir a la población noble blanca con la población pobre negra a través de un equipo 90% blanco de rugby en un sentimiento compartido, como una lección de vida. Pero Invictus va más allá. No se trata de una película donde uno o varios personajes reciben una lección, cual sentimiento debe servir como enseñanza al espectador. No hay villanos, no hay personajes que les ponen trabas a los protagonistas, la lucha, la energía de un hombre (Mandela) y un equipo va in crescendo hasta llegar al clímax donde se da el previsible final. Cada elemento sirve como inspiración y los equipos no están unidos solo dentro de una cancha. Eastwood, al igual que en Million Dólar Baby, construye una película que va más allá del mero evento deportivo. El personaje de Nelson Mandela, es la cabeza inspiradora de cuatro equipos simultáneos: su gabinete, constituido por ex ministros blancos del ex presidente De Klerk y sus propios ministros negros (con muy buena interpretación de Adjoa Andoh como la secretaria); sus guardaespaldas conformados, por miembros de ambas razas, subtrama de mayor y mejor desarrollo con soberbias actuaciones de intérpretes sudafricanos (especialmente Tony Kgoroge) , el equipo de rugby en cuestión liderado por el capitán Francois Pienaar (Matt Damon) y sobretodo los 42 millones de habitantes de Sudáfrica representados por los chicos de los barrios más pobres de la ciudad que juegan al fútbol y los aristocráticos blancos, rubios descendientes de los ingleses y holandeses. Eastwood decide bajarles la pretensión a los personajes. No construye héroes de cartón que gritan frases motivadoras a lo William Wallace, si bien esa es la intención del guión. Sino les da una emoción genuina, humana, creíble y sin caer en agregarle dosis de sensibilidad o golpes bajos, efectistas. Eastwood, a diferencia de sus últimas obras, encara Invictus desde una posición un tanto más alejada de la que lo distinguió desde Río Místico. Decide no hacer énfasis en las guerras civiles post Apartheid y en cambio lo encara desde una faceta optimista que contrasta con la oscuridad y el moralismo de sus últimas y potentes obras. El director de Los Puentes de Madison narra con una intensidad envidiable. En vez de identificarse o tomar como referencia a Pienaar, como haría algún compatriota más joven, se identifica con la pasión y energía de Mandela, quien a medida que se entusiasma con su proyecto de sacar campeón al endeble equipo de rugby consolidando costumbres Apartheid con tradiciones de la población negra, y nunca olvidando el pasado, pero no usándolo como emocionante golpe de efecto, sino como parte de la inspiración. No hay subtrama ni elemento narrativo que este de más. Cada plano es motivador, tiene una belleza, y un cuidado interno en lo que respecta a puesta de cámara, fotografía, colores, que se alejan de los estereotipos televisivos o de la estética video clipera de las películas de futbol americano. Eastwood mantiene paradójicamente un tono no dramático, sino seudo humorístico. Las miserias y contrastes sociales que vive la nación son mostradas desde un punto de vista objetivo, sin intentar regodearse en la pobreza para crear un estado lacrimógeno como lo hacen directores como Meirelles, Iñarritú o Boyle Pero no se trata del optimismo de Capra, de Reitman, o la mayoría de los directores estadounidenses. No hay patriotismo barato. Se trata de inspiración real, y de tratar de reinvidicar, pero desde una arista humana, que es en sí su marca de autor, a los líderes, a aquellas personas fuertes, criadas para poner la otra mejilla y pegar en el momento justo, que tuvieron una vida dura, y que cada experiencia les sirvió a salir adelante ellos mismos y sacar adelante a su comunidad. De tal forma no sería demasiado alejado comparar al Mandela, ex boxeador, ex presidario, con alguno de los personajes que John Wayne haya interpretado para John Ford. No por nada, se suele comparar a Eastwood con Ford. No se trata solo de un gran narrador clásico, quizás el único que quede, sino por ser directores que siempre supieron desafiar las reglas, darles humanidad a personajes duros, hacer creíble al más noble estereotipo. Tampoco es novedoso que Eastwood crea empatía del público hacia un equipo que tiene todas para perder. Recordemos que en Cartas desde Iwo Jima, se sabía que los japoneses iban a perder, pero el sentimiento de victoria y lucha hasta las últimas consecuencias, acompañado por un tono lírico, poético es contagioso y emocionante. El guión de Anthony Peckham no tendrá una estructura original, pero tiene detalles sutiles: la simetría entre los guardaespaldas de Mandela y el equipo de rugby, la sombra de la prisión en cada comportamiento del mismo Mandela (no puede ver el Sol en la cara, no canta el himno de los blancos a pesar de inspirar al pueblo a hacerlo) y Eastwood decide no subrayar esos hechos. Más allá de alguna subtrama no demasiada profundizada (por ejemplo la de la familia de Pienaar o la de la familia de Mandela) o alguna que otra frase hecha, especialmente al principio, no hay otras fisuras en el guión. Morgan Freeman se pone en la piel de Mandela de forma sublime y creíble. No hace LA actuación para el Oscar, pero sin duda logra salir del personaje para darle una identidad propia. Matt Damon agarra un personaje chico, en sí, no demasiado complejo. Quizás su fama artística queda grande para un personaje así, pero es cierto, sin embargo, que logra bajar sus pretensiones, y es algo completamente diferente a lo que hizo anteriormente. Que Eastwood maneje el ritmo con una solvencia increíble no es novedad, pero si llama la atención la virtualidad, dinamismo y tensión con que filma el último partido, poniendo cámaras en todas partes, realentando cada movimiento, especialmente cuando chocan ambos equipos y puede notarse como tiembla cada músculo del cuerpo, acompañado por un meticuloso trabajo sonoro. La banda sonora con acordes que recuerdan a Gran Torino o Cartas desde Iwo Jima, es otra maravillosa marca distinguida de la última década de su director, que muestra su faceta como compositor, acompañado por su hijo Kyle (por otra parte, su hijo Scott participa dentro del equipo de rugby, no por ser el hijo como pensarían todos, sino porque realmente se parece al verdadero jugador) y Michael Stevens. Todos estos elementos hacen de Invictus otro triunfo, otra victoria de su realizador. Un relato emocionante, tensionante, atrapante, inspirador. Magnífico. Personalmente, como seguidor de eventos deportivos, especialmente futbolísticos y atento a los pasos de la selección de Maradona camino, justamente, a Sudáfrica, en una situación no demasiada diferente a la que tenía el seleccionado de rugby sudafricano, me pongo a pensar si en vez de criticarlos tanto, no sería hora de apoyar al máximo al equipo en las buenas y especialmente las malas. La inspiración es poderosa, y quien sabe, en una de esas veamos a Verón, cual Matt Damon, levantando la Copa del Mundo.
Clint Eastwood tiene la particularidad de ser uno de esos directores que a lo largo de los años – y vaya que lleva años en la industria – ha sabido meterse con proyectos de distinta envergadura y de distinta índole. Invictus es un claro ejemplo de ello, un perfecto balance entre la épica deportiva y el cine político, lo cual no es decir poca cosa, tal vez tratándose de Eastwood uno ya tenga cierta pretensiones a la hora de sentarse a ver uno de sus filmes, y es completamente entendible. También es, a su vez, entendible pensar en otras obras recientes que se han animado a hablar del pasado, presente y, porque no, futuro de la discriminación en África, principalmente, en Sudáfrica. Puedo recordar uno de los mejores estrenos del pasado año, Sector 9. Inevitable es, pensar en ellos, no así, no hay comparación valedera. Invictus es una idea hecha película, con sus fallas, porque las tiene, pero una idea al final de cuentas. Hace años que se viene trabajando en el proyecto sobre Mandela, con participación directa de Morgan Freeman, el propio Madiba y la productora Lori McCreary, pero el proyecto no tomó forma sino hasta que encontraron algo que aglomere todo lo que significa Nelson Mandela y su obra en Sudáfrica, su mensaje, su creación. Y eso es, la copa del mundo de rugby de 1995, y de ahora en más, esta película de Clint Eastwood. Una vez aclarado esto, no menos importante es hablar de la calidad cinematográfica de esa idea. Eastwood tiene un Standard, y lo mantiene, no es su mejor obra, eso seguro, pero si es un aporte digno a su filmografía. Ha sabido capturar el deporte, la pasión, la lucha que atravesaba el país en ese momento sin descuidar al espectador ni al producto final. Quizás el único defecto sea la extensión del filme, o tal vez, solo tal vez, no haberse animado a hacer algo un poco más épico. Porque el deporte tiene ingredientes épicos y todo aquel que lo ame sabe, que una final del mundo, inequívocamente, es una batalla de proporciones épicas. No es cuestión de reducir de ninguna manera el resultado final, porque logra emocionar, sino que al compararla con otros filmes relacionados con el deporte, e inclusive con mayor o menor contenido político (Rocky puede servir de ejemplo) tal vez gane a nivel estético, inclusive puede que sea mejor la habilidad con la que se filman las secuencias deportivas, logran alejarse del modelo televiso y convirtiéndolas en una experiencia cinematográficas, pero la lucha final, deja gusto a poco, no alcanza esa emoción característica, no hay sufrimiento, no hay un verdadero duelo final. No obstante es un filme de visión casi obligatoria, y que debe ser tenido en cuenta para futuros proyectos. Demostrando que para enaltecer a una persona, y sobre todo su mensaje, no siempre hace falta una biopic, o que para honrar el esfuerzo deportivo, no siempre es necesario meterse con la táctica, estrategia o secuencias de entrenamiento. Clint, lo hizo otra vez.
Siempre los poderes de estado han aprovechado el tema del deporte como ejemplo, o como sinónimo de demagogia, sabemos de los mundiales de fútbol en nuestro país, o como a veces pasa por la necesaria distracción oportunista etc., en este caso Clint Eastwood toma a un líder político como Nelson Mandela, que apostando a la unidad de su país tratará de unir a los suyos quienes habian quedado divididos gracias al desgraciado y avergonzante apartheid. Sabe que un buena opción será ganar la Copa Mundial de Rugby, así irá por ello. La fuerza de este film del director y actor de "Gran Torino", radica en la figura inmensa -desde lo cinematográfico- del presidente Mandela, estupendamente interpretado por Morgan Freeman, y esto no es nada fácil, recordemos dos recientes : la correcta de Josh Brolin en "W" de Oliver Stone, y la extraordinaria composición de Nixon por Frank Langella en "Frost/Nixon". Sin dudas el mayor hallazgo del fime es esta figura, que después de años de estar prisionero, al salir no buscó venganza ni revanchas, sino se convirtió en ejemplo de apóstol de la paz buscando limar asperezas entre su pueblo sudafricano. Cosa álguida y casi imposible. Para la carrera de Eastwood, se sabrá que este título no es notable ni muy relevante en su filmo, si correcto, su solvencia está en la narración, por momentos aletargada pero contando con buenisima fotografía, música, obvio nadie actuando desentona, y hasta allí nomás. A esta altura será natural que el viejo Clint no filmará jamás un bodrio, su mano artística opera con la firmeza de un cirujano ejemplar, y lo hace de idéntica manera a como lo reflexiona Mandela cuando sostiene aquello de "Yo soy el dueño de mi destino, yo soy el capitán de mi alma".
Juegos del destino El apartheid está cobrando especial relevancia en el cine en los últimos tiempos de diversas maneras, poniendo al conflicto en boca de todos de manera directa a través de bodrios como Goodbye Bafana (2007) de Bille August o con la reciente alegoría de Sector 9 (2009) de Neill Blomkamp. La cuestión ha sido finalmente tomada por uno de los directores más interesantes del cine norteamericano contemporáneo, Clint Eastwood, desde una perspectiva que desde que se conoció el proyecto levantaba interrogantes. ¿Qué tan interesante podía resultar el relato encarado desde el mundial de rugby de 1995?, ¿alcanzaría para dibujar a ese mito viviente que es Nelson Mandela en toda su dimensión? En fin, la respuesta cinematográfica apareció y se la podría considerar un film menor del director, con elementos interesantes y algunas cuestiones denotadas de manera poco sutil y carentes del verosímil necesario para contextualizar el hecho deportivo. Ahora bien, a la hora de narrar visualmente las secuencias, Eastwood continúa alcanzando cimas estéticas amparadas en un modelo clásico donde no hay fisuras sino una fluidez que se manifiesta como la continuidad de un estilo, de “autor” podríamos decir, aunque preferiría abstenerme de emplear esa terminología. Como sabemos (o no, pero quienes están mas o menos informado del mundo deportivo lo saben), Sudáfrica ganó la final de aquel mundial ante los All Blacks, logrando una algarabía que posteriormente logró unir al pueblo sudafricano a través de un acontecimiento deportivo. Si bien esto aparece exaltado en el film de manera un tanto tosca (con panorámicas cada vez más remarcadas a través de un exultante estadio o a través de la música) la cuestión es que constituye un hecho como transición hacia una mayor tolerancia racial. La cuestión es como está construido este hecho y es aquí donde me encuentro más contrariado por la película: la dinámica familiar del personaje de Francois Piennar (Matt Damon), el líder de los Springboks, cambia rotundamente sin matices, desde férreos opositores políticos y raciales hasta un grupo de gente tolerante que incluye a la sirvienta negra de la casa para ver la final ante los All Blacks en el estadio. Y no hay demasiado trabajo sobre estos personajes, lo cual habla de una liviandad preocupante, particularmente en el caso del personaje del padre de Piennar (Patrick Lyster). Lo demás se remite a la construcción de la imagen: policías blancos levantando a un niño negro -¿no es demasiado?- cuando los Springboks ganan el partido, gente agolpada levantando la bandera de Sudafrica (aunque, hay que decirlo, hasta el final Eastwood también muestra acertadamente la bandera del apartheid) en bares, mezclándose racialmente en un gesto de unidad que resulta demasiado artificioso. Digamos que no hay trazos de sutileza posible, pero por suerte algunas secuencias, como la de los guardaespaldas tras la victoria, no es tan grosera y salvan al film de ser panfletario. En paralelo se construye la figura central del relato, casi podríamos decir el móvil en la sombra de toda la trama que es Nelson Mandela. Párrafo aparte para la construcción actoral de Morgan Freeman, interprete que logra matizar con su acento y sus gestos a ese político fundamental de la historia del siglo XX. Actor experimentado si los hay, que acaso subrayar esta cuestión no es más que una obviedad, y que parece nacido para el papel por la naturaleza con la que logra adaptarse a una figura mítica con la cual es fácil caer en la sobreactuación. Lo de Damon es quizá más sutil, por lo pronto menos lúcido, pero adecuado para un papel fundamental que, de todas maneras, permanece en un segundo plano complementario al resto del equipo de los Springboks. En definitiva es una película interesante para hablar de la transición del apartheid durante el largo proceso que vulneró a Sudáfrica, pero insólitamente es más efectiva en su faceta deportiva. El registro del rugby y la tensión climática construida hacia el final en el partido contra los All Blacks y el cuidado y fundamental plano de Mandela ingresando al campo de juego con el uniforme de los Springboks, levantan el nivel de la película, a pesar de la superficial referencia hacia la tolerancia racial y la falta de un guión más sólido desde la trama que permita elaborar mejor las aristas más dramáticas y complejas que el proceso político supone.
El partido de sus vidas. La última película de Clint Eastwood es otro testimonio de las cualidades de este auteur norteamericano: personajes que buscan redimirse o ayudar al prójimo, relación de padre/hijo o maestro/alumno, una dirección "clasicista" (abundantes planos medios, historias chiquitas) y también es una reafirmación en los rubros técnicos: la fotografía con tonos bajos, la música minimalista, y grandes personajes interpretados por actores igual de grandes. La figura central del film, Nelson Mandela, después de sufrir el apertheid y ser electo como presidente, generó revuelo en Sudáfrica. Por un lado, muchos lo veían como un terrorista, por el otro, como uno de los suyos que asumía el más alto mando político. Blanco(s) y negro(s). Cualquier similitud con la realidad de los EEUU no es mera coincidencia. Pero no hay que equivocarse: no es que el republicano Clint Eastwood esté embobado con Obama y haga una película para defender su administración. No. Clint hizo una película sobre el liderazgo, y en menor medida, el deporte y la política. Quizás este último sea el aspecto menos logrado. Mandela es un hombre que, a ojos casuales, podría parecer demasiado bueno. Sin aristas que lo hagan más vulnerable. Pero eso sería una visión superficial. Morgan Freeman tiene una más que merecida nominación al Oscar: Si Mandela no es unidimensional (por más que esté descripto así en varias biografías y en el libro en el que se basa la película El factor humano) es porque Freeman, hace una tarea titánica y transmite las emociones y dificultades del primer mandatario negro. Si consigue eso, es porque el trabajo es más interior que exterior. Y no es fácil. Sí, también ayuda la mimetización propia de las biopics y el acento sudafricano que hace, como su compañero Matt Damon. Y el actor de la saga Bourne, trabaja más que bien: es el capitán del seleccionado de rugby de Sudáfrica, François Piennar. Su tarea es levantar un equipo que va de mal en peor. Y para colmo, no sólo pende de un hilo la clasificación al mundial, también está el fervor por el rugby de los blancos que se sienten amenazados por el gobierno nuevo. Y los negros, que creen que las derrotas servirán para socabar con el uniforme del seleccionado que apoyaban sus carceleros y represores. Entonces, con esta panorama, la película plantea el conflicto interno de un mandatario bastante perspicaz que utiliza el deporte para fines políticos. No hay nada de malo con ello. El problema en sí es que, a pesar de ser más prolija y menos polémica que otros trabajos de Clint (se me ocurre El sustituto) esta película no deja de tener momentos poco inspirados y que son demasiado clisé. Cuando François Piennar lleva a todo el equipo de rugby por las celdas donde estuvo aprisionado Mandela, hay una especie de flashback que conecta a ambos (y donde se pronuncia el leit motiv de Nelson). Parece una secuencia de otra película. Sí, ya sé que las últimas películas de Clint tienen "secuencias que atentan contra toda la película" (la visita de la familia en el hospital de Million dollar baby, el electroshock en El sustituto). El título, orignario del poema de William Ernest Henley (la famosa frase que se repite, sobre el liderazgo), no podía ser más certero: esta historia (basada en el guión de Anthony Peckham, guionista de Sherlock Holmes) trata sobre los residuos de la Sudáfrica post-apertheid. Tiene varias historias secundarias, de las cuales la más rescatable es la de los custodias. Pero sin embargo (y aunque la película no es lo que se diría "corta") queda la sensación que se podrían haber profundizado más ciertos personajes. Parece más interesante la evolución de la familia de Piennar, que la del propio protagonista (y dejando de lado que si su discurso antes del partido decisivo nos emociona, es por la calidad de Matt Damon). Quizás falten cosas que haga a la película más jugada. Con más errores, pero más personal. A pesar de las críticas que pueda hacer, Invictus me parece una de las mejores películas de deportes (y acá, un comentario sobre este subgénero: las mejores películas de deportes no son sobre deportes) de los últimos años. Sí, el mensaje es importante, pero parece demasiado edulcorado (e increíblemente, hasta blando) por momentos. Es interesante el tema que plantea (como se interrelacionan la política, el liderazgo y el deporte) pero al cabo de unos cuantos minutos, el tema parece diluirse y acabar en una historia de aceptación y discriminación. Una lástima, teniendo en cuenta que el director de Río místico nos ofreció una de las más grandes películas sobre discriminación de los últimos tiempos (o dos).
La conquista del honor El señor Eastwood tiene una constancia, una solidez y una conducta, para con su cine, intachables. Un director que asciende a los ochenta años (n. 1930) pero que filma con el vigor y el ímpetu de un cuarentón, o el de una joven promesa. Un artista que en los últimos cuatro años se despachó con dos dípticos (en 2006, La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima; en 2009, El sustituto y Gran Torino), y que en el corriente año se pone al día con su postergado proyecto de la biopic sobre Nelson Mandela. Mucha agua corrió bajo el puente y, de hecho, Invictus, cuyo título original era El factor humano, no es precisamente la biografía de Mandela. Es la adaptación de una novela "deportiva e histórica" en relación al mundial de rugby de 1995, que atravesó a Sudáfrica y que le valió una jugada política "de película" a Mandela, de la que salió airoso. Hablar de Morgan Freeman como Mandela es referirse a un rol que de antaño se le ha asignado (en el imaginario popular, y en reiterados rumores y proyectos) a este noble actor, por su condición física y parecido, y por sus propias ambiciones, y nuestras ganas como espectadores de verlo encarnar al ex presidente sudafricano y Premio Nobel de la Paz. Eastwood dijo hace unos días algo muy cierto: "el que vaya a ver Invictus pensando en un film sobre el rugby, se decepcionará". Palabras más, palabras menos, dejó en claro que el film no es el típico relato sobre un gran partido o campeonato, de esos que han poblado la historia del cine de los E.E.U.U. Esta es la historia de cómo un presidente, en su flamante cargo, desafía a su propio pueblo, a sus admiradores y seguidores, y sorprende a sus detractores, y a los que debieran ser sus "enemigos", llevando a cabo el plan de hacer resurgir el equipo de rugby histórico de Sudáfrica, aunque su imagen recuerde a otra Sudáfrica, racista y discriminadora, parcial y elitista, alejada del margen popular, de la nueva masa, de los pobres y excluídos, ahora con voz y voto. Motivos más que interesantes para ser adaptados a la gran pantalla. Uno de los méritos de Eastwood, presentes en un dramón como Million Dollar Baby, o en la anterior Gran Torino, por caso, es su habilidad para narrar en contextos dramáticos, situaciones simpáticas y hasta histriónicas, e Invictus no es la excepción. Desde el grupo de guardaespladas enfrentado en dos bandos, pasando por la asistente de Mandela, o algunas situaciones entre los deportistas en los entrenamientos, todas escenas trascendentales, pero necesarias, logradas, que amenizan y hacen de éste film un espectáculo sobrio e intenso, con la tensión justa en los momentos necesarios, y la calidez reinante, gracias a la entrega de Freeman, en una labor única e irrepetible. Se lo ve cómodo, seguro, creíble, demasiado pacífico y espiritual. Tal vez sea un Mandela muy idealizado, pero dentro del film el comedido sale bien. Y Matt Damon, en un marcado rol secundario, cumple con corrección su rol, pero no es merecedor de una nominación al Oscar, del mismo modo que Freeman no merece ser olvidado por la Academia, y así será. ¿Es el mejor Eastwood del último lustro? No, sus dos films anteriores calan hondo en el espectador, forman parte del melodrama al que tanto rigor y autoridad les implementó Clint. Con todo, Invictus es una interesante película, de 135 minutos que no pesan, de acción y emoción, de digno cine. Por lo tanto, Clint sigue invictus. Queremos ver qué sigue en tu filmografía Clint.
A esta altura discutir las capacidades y cualidades de Clint Eastwood como realizador es casi ridículo. Sus señas particulares como director de cine son tan claras que no tiene sentido criticarle sus supuestas faltas ya que son justamente ellas las que forman parte de su estilo único. Invictus relata la forma en la que el flamante presidente Nelson Mandela intentó unificar a través del rugby a una Sudáfrica dividida. La alicaída selección nacional, conocida como Springboks, era el emblema de la Sudáfrica blanca. El deporte negro, en cambio, era el fútbol. La gente de color incluso hacía fuerza en contra de los Springboks en los partidos. Pero Mandela entendió que para lograr el seguimiento de la minoría blanca era indispensable que él demostrara su apoyo incondicional a la selección, más estando a las puertas de la copa mundial que estaba por desarrollarse justamente en su país, en 1995. Con esta actitud, Mandela buscaba también lograr que los negros siguieran su ejemplo y dejaran de lado el rencor hacia aquellos blancos que los habían oprimido tantos años. Para que este plan tuviera el mayor de los efectos, era necesario que los Springboks ganasen la competencia, algo que era bastante dudoso dado el pobre presente de la selección. Pero Mandela puso todas sus energías en contagiar su entusiasmo a los jugadores, en especial al capitán del equipo, en pos de lograr este objetivo. Como dije, Eastwood es un director que tiene características propias muy marcadas que ya forman parte de su estilo, si bien son rasgos que más de uno podría criticarle. La simplificación de los conflictos es uno de ellos. Aquí, reduce toda la problemática sudafricana a la resolución de una contienda deportiva. Si bien la peli está basada en una historia real, parece improbable que blancos y negros llegasen a olvidar aquello que los dividiera sólo gracias al rugby. Son diferencias culturales y políticas muy grandes, y que sin dudas llevaron al derramamiento de mucha sangre, como para que se limasen tan fácilmente. La película se esfuerza en mostrar a Mandela como un ser magnánimo, que a pesar de haber sufrido años de encierro, entiende que para mirar hacia el futuro debe perdonar el pasado. Un concepto más que discutible, sin dudas. Pero uno que tal vez haya sido realmente impulsado por la naturaleza conciliadora de Mandela, aunque aquí el personaje aparezca por momentos exageradamente idealizado. El tema de la utilización del deporte como medio de unión nacional también es digno de ser discutido. No sólo por la simplificación que implica, sino porque el deporte ha sido históricamente utilizado por los gobiernos de turno para manejar los humores del pueblo. Y si bien en este caso el objetivo es noble, no deja de ser una concepción polémica: el manejo de un juego para dirigir, o distraer, la realidad de un país. Pero, si uno deja de lado toda la disquisición ideológica, se encontrará con los otros rasgos propios de Eastwood que lo hacen tan valioso como realizador. La forma en que Clint lleva sus películas es genial desde lo narrativo. Desde un principio sabemos hacia dónde va la historia, cuál es el conflicto principal, cuáles los intereses de cada personaje. Y en ningún momento el film se desvía de su firme andar hacia su conclusión. Las actuaciones son todo lo buenas que uno podría esperar. Morgan Freeman le otorga a su Mandela toda la presencia, serenidad y porte a los que nos tiene acostumbrados. Es otra perfecta entrega de uno de los grandes actores de los últimos años. Matt Damon, ensanchado físicamente para este film, da una muy correcta actuación como Francois Pienaar, el capitán del equipo, quien a pesar de venir de una crianza típicamente racista, cae subyugado por la convocatoria de Mandela y se encolumnará como el símbolo de la causa impulsada por el presidente. En conclusión, aquellos que decidan que el estilo de Eastwood es criticable (situaciones simplificadas, personajes secundarios unidimensionales, lugares comunes) tendrán aquí bastante para sentirse molestos. Por el contrario, quienes valoren la maestría narrativa de Clint, van a disfrutar de un film irreprochable en ese sentido. Digamos que yo estoy a mitad de camino… Pero, por otro lado, es difícil atacar a una película que tiene tan buenas intenciones y que busca transmitir un mensaje realmente positivo. Tal vez los medios de Eastwood no sean los ideales, pero el tipo lo hace con el corazón. Así que dejémoslo a Clint un poco tranquilo. No cualquiera sigue filmando con esta energía a los ochenta pirulos. Eso hay que valorarlo.
LA UNIÓN HACE LA FUERZA Resulta gratificante poder decir, como espectadores, que nos hemos acostumbrado a la presencia de Clint Eastwood como director, año tras año, siempre con un nuevo título estimulante, complejo, lúcido y, por supuesto, clásico como pocos. Invictus es un film basado en hechos reales, y si bien ésta no es la primera vez que el realizador toma la realidad como base de inspiración, en esta ocasión se trata de la historia reciente: la Copa mundial de Rugby celebrada en Sudáfrica en 1995, y de uno de los personajes más importantes del mundo contemporáneo: Nelson Mandela. Hacer cine político es siempre una trampa, pues el discurso que se busca expresar termina muchas veces por reducir todos los elementos del film en pos de destacar las motivaciones ideológicas que originaron el proyecto. No hace falta, de cualquier modo, pensar demasiado para saber que si Clint Eastwood busca en una película llegar al espectador a través de su discurso político, nunca lo hará en detrimento de su oficio de cineasta, ni del arte, ni del mero entretenimiento. Aunque Eastwood jamás ha sido un cineasta político en el sentido tradicional, sino más bien, un observador lúcido de la sociedad; y no sólo de la de su país de origen, sino de la sociedad en general. Sus maestros, Don Siegel y Sergio Leone, le mostraron el camino de la narración y el lenguaje del cine. Sus referentes más notables, como John Ford o Howard Hawks, tampoco dejaron nunca de lado el lenguaje cinematográfico ni su mirada del mundo. El Mandela que aparece aquí representado y la historia que se cuenta podrán estar más cerca o más lejos del personaje real y de los hechos, pero Eastwood sabe que esto, aunque parezca un poco fuerte, es secundario. Las licencias poéticas que el director se puede haber tomado poseen un sentido, y ese sentido está en el film. Mandela se parece aquí al Lincoln de El joven Lincoln, de John Ford, en el sentido de que se explora su simpatía y su sentido del humor, y se lo eleva con sutileza, pero con seguridad, como una figura histórica detrás de la cual vendrán la unión y la fuerza. No es raro que Eastwood haya elegido a este estadista y a la historia del Mundial de rugby de Sudáfrica de 1995. Por un lado, porque es una clásica historia de un equipo perdedor que, a puro corazón y sacrificio, debe elevarse como campeón. Por el otro, por ser una metáfora acerca de aquello que hace que una sociedad crezca. Verdadera obra en contra de las antinomias, Invictus propone un discurso muy poco popular en muchos países y épocas. De haberse realizado este film en Argentina, para utilizar un ejemplo concreto, habría sido, probablemente, acusado de las más horribles calumnias. Es que la película propone el perdón como motor para ir hacia delante, dejar atrás el pasado y avanzar todos juntos, amigos y enemigos, en pos de un ideal común que eleve a la nación. Claro que también el film puede ser interpretado como una lectura sobre el momento que Estados Unidos atraviesa en la actualidad, su crisis, su nuevo presidente, su mirada al futuro. El rugby funciona como funcionaba el mito en las antiguas sociedades y como funcionó el western en la cultura norteamericana. Por eso Eastwood se siente tan a gusto con esta historia y por eso, a prácticamente cuarenta años de su inicio como director de cine, nos entrega esta obra de profundo humanismo y emoción. Detrás de este amable cuento, hay también una sutil nube oscura, ya que nada es tan sencillo como parece. Si aquellos pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla, también hay que decir que aquellos pueblos que sostienen la antinomia y el resentimiento están condenados para siempre al estancamiento y, de alguna manera también, a repetir una y otra vez su historia.
LA SENCILLEZ DE LA CINEMATOGRAFÍA Contar lo sucedido en el primer semestre de la presidencia de Nelson Mandela con tanta profundidad y delicadeza es simplemente una forma de dar reconocimiento a una de las figuras políticas más importantes de Sudáfrica y el mundo. No solo sacó adelante un país, sino que lo dotó de identidad y futuro y eso en este film se ve demostrado arduamente. La historia se centra en los primeros meses de la llegada al poder de Mandela al gobierno sudafricano y como él decide centrar parte de su política en el deporte y en el tratar de ganar la copa mundial de Rugby que se jugaba en ese año en su país. Los primeros minutos, narrados visual y auditivamente como si se tratase de un documental televisivo, se centran en introducir la figura de Mandela al espectador, mostrando escenas de su excarcelación y de cómo él fue nombrado presidente del país. Luego la cinta va explorando poco a poco los diferentes estados de esta figura, sus relaciones, ambiciones, deseos, dolores y prioridades, mezclando muy correctamente los hechos concretos de su política con la ardua crítica del periodismo. Sin duda alguna lo que hace de este film una experiencia destacable es la labor de Clint Eastwood en la dirección, quien no solo captó el mensaje del protagonista y lo plasmó directamente en escena dándole una fuerza espectacular, sino que pudo crear con una sencillez abrumadora una historia que posee una introducción, un desarrollo y un final, sin recurrir a los flashbacks ni a las idas y vueltas en el tiempo. Toda la narración es muy lineal, simple y muy correcta, y esa decisión fue acertada. El trabajo realizado por Morgan Freeman es excelente, una demostración de talento y predisposición fenomenal. Los momentos en los que su personaje logra explicar con el corazón sus intenciones son increíbles y gracias a la profundidad y al tiempo tomado al decir cada palabra, los mensajes de dichas conversaciones valen la pena volver a oírlas porque son un gran ejemplo de vida y esperanza. Matt Damon está correcto, Francois Pienaar no le dictaba de un trabajo actoral complicado, pero esta bien desarrollado. Además de contar los momentos políticos de Sudáfrica, el film se da lugar en muchas oportunidades a jugar con el humor expresivo, que le da un toque diferente a la película. Por el lado técnico vale la pena destacar la banda sonora, la cual logra mimetizar la emoción e importancia de cada momento. El trabajo direccional de Eastwood es excelente, el foco siempre está centrado en lo que se quiere decir y no en lo que hay en escena, se juega con los movimientos de cámara, las tomas aéreas y principalmente, en la final de la copa mundial, con el espíritu de ser sudafricano, a sentir esos momentos como un hincha más de la inmensa tribuna. “Invictus” es un film que tarda en salir de su introducción, pero que se destaca por sus actuaciones, sus increíbles destellos artísticos y una dirección por parte de Clint Eastwood que da escalofríos en muchas oportunidades. Un reconocimiento a Mandela, una cinta para no perderse. LO BUENO: actuaciones, guión, adaptación, dirección, parte técnica, historia, final LO MALO: tarda en salir de su introducción UNA ESCENA A DESTACAR: la charla entre Mandela y el capitán
El nuevo film de Clint Eastwood, quien practicamente todos los años saca una nueva película, se basa en una historia real que mezcla drama y deporte. Durante los últimos años se han intentado realizar distintas películas sobre Nelson Mandela, pero por una u otra razón ninguna se concreto. Eastwood eligió esta historia sobre el Campeonato Mundial de Rugby de 2005, que Mandela vio como una oportunidad para intentar acercar a su gente, en un país dominado por el racismo. No es una biografía de este líder ni muestra el lado político de su gobierno, sino que solo se enfoca en el deseo de Mandela de lograr un acercamiento entre blancos y negros a través del deporte. Si bien el resultado es bueno, al material original le falta fuerza para transformarse en una gran película. Con todo lo que ha vivido Mandela, es raro que esta historia haya sido la que finalmente se adapto al cine. Morgan Freeman nació para hacer este papel y es difícil imaginarse a otro actor en el rol. Su interpretación es excelente, la forma de caminar, la sonrisa y el acento son algunos de los modos que logra imitar perfectamente. Hubiera preferido que su actuación se aprovechara en un film sobre la vida de este hombre. Matt Damon no se parece mucho al capitán del seleccionado de rugby, pero saca bien el acento y logra la apariencia física de un jugador de ese deporte. Aqui hay mucha escena de rugby que puede resultar aburrido para quienes no conozcan el deporte. Igual Clint Eastwood presenta una película interesante, no solo por la relación entre Mandela y Pienaar, sino también por como elije mostrar el acercamiento entre blancos y negros a través de la historia de los guardias de seguridad del Presidente.
Nelson Mandela acaba de asumir la presidencia de Sudáfrica. El país es un caos total, económica, política y socialmente. Pero éste líder se dará cuenta que para comenzar con el verdadero cambio no será útil comenzar por aquellas cosas que a simple vista parecen más urgentes, como la economía, sino que será esencial comenzar por lo humano: lograr la unión de la nación que ahora gobierna, que se encuentra dividida debido a las secuelas del apartheid. De esta forma, se unen dos hombres con dos objetivos parecidos: Nelson Mandela, un presidente que debe rescatar un país de las ruinas; François Pienaar, el capitán de la liga nacional de rugby que debe reflotar a su equipo en completa decandencia. Ambos buscan lo mismo: fortalecer su liderazgo. El medio que elegirán para alcanzar su objetivo será lograr la unión de blancos y negros en Sudáfrica a través del lenguaje universal del deporte. Para ello, Mandela le dará todo su apoyo para que la selección sudafricana salga vencedora del Campeonato Mundial de Rugby de 1995. Esta película merece una mención especial a la excelente interpretación de Morgan Freeman en el papel de Mandela. La caracterización y la actuación son impresionantes. La música juega un papel protagónico a la hora de crear climas. Aunque la fotografía no es excelente, la puesta en escena está muy lograda. Una falla: la extensa escena del partido final. Son más de 40 minutos de juego que podrían haberse reducido y haber logrado más agilidad. Sobre todo para quienes no son amantes del rugby, pero que sí están interesados en el film. “Soy el amo de mi destino, y el capitán de mi alma”. Invictus es una excelente película para ilustrar el espíritu de este líder de finales del siglo XX, para quien lo humano está por sobre cualquier aspecto.
Cada regreso de Clint Eastwood es una delicia para quienes amamos el cine. Últimamente, este placer se repite con mayor recurrencia. Con más de ochenta años, Eastwood se empecina en correr contra el tiempo y, hasta ahora, le viene ganando la pulseada, lanzando una película o más por año, y una mejor que la otra, algo que muy pocos realizadores pueden imitar. Además de la calidad superlativa de sus films, Eastwood se esfuerza en hacer de cada uno de sus últimos ejemplares una auténtica declaración de principios ideológicos. Así, el Walt Kowalski de Gran Torino, interpretado por Eastwood en su último papel frente a cámaras, un retrógrado veterano de guerra capaz de regenerar su modo de pensar y de establecer un férreo vínculo con una familia oriental, se emparenta en su resolución ideológica con Nelson Mandela, todo un símbolo en la lucha por la convivencia interracial. A algunos les costará entender cómo un exponente histórico del western puede empecinarse en mostrar un discurso anti segregatorio. Lo cierto es que, más allá del conservadurismo que manifiesta el western en su constitución ideológica, hay una gran herencia de este género en las últimas películas de Eastwood. Mientras que en Gran Torino, Eastwood muestra a un anciano que aprende a convivir con las minorías, sin abandonar su condición de héroe solitario, inmerso en un mundo que le es ajeno, hasta terminar reivindicando su heroicidad, en Invictus, al igual que el western, se narra una gesta fundacional. Mandela es el símbolo de la caída del Apartheid (al menos como política de estado) y su llegada al poder estuvo ligada a la necesidad de refundar un país signado por la histórica división racial. Eastwood remarca en Invictus la ausencia de rencores de un Mandela que, como líder político, podría haber establecido una política de defensa de la población negra, segregando a la raza que hasta ese momento había humillado a la suya, y sin embargo, optó por impulsar la convivencia entre negros y blancos, aún sabiendo del enorme esfuerzo que implicaba refundar un país basándose en este principio. La postura de Mandela es conflictiva e incómoda hasta para su propia raza, y Clint Eastwood hace especial hincapié en ese principio gubernamental. Sin embargo, Invictus se destaca por el lugar desde donde se coloca para hablar del inicio del cambio político y social en Sudáfrica. La película del viejo Clint, y el libro de John Carlin en el cual esta se basa, parten del Campeonato Mundial de Rugby celebrado en Sudáfrica en 1995, para exponer la idea de una nación que, gracias a las políticas de Mandela, comenzaba a pugnar por su unificación. El equipo de rugby sudafricano parecía la última prioridad que se le podía presentar a un mandatario como Mandela. Un equipo integrado casi en su totalidad por blancos (el único jugador negro en la película era en realidad mestizo), que históricamente era defenestrado por la población negra, y lejos estaba de ser el favorito para alcanzar el triunfo en un campeonato mundial, se convierte en el bastión principal de Mandela, el símbolo de un pueblo que podía dejar atrás su enfrentamiento étnico y unirse detrás de un eventual triunfo deportivo. La defensa de Mandela del equipo de rugby era vista con desconcierto por todo el pueblo sudafricano. ¿Cómo podía un presidente negro, líder de la resistencia racial, apoyar un equipo de blancos? La respuesta se evidencia a poco de comenzar la película, cuando el accionar de Nelson Mandela deja ver su necesidad de pacificar a su nación. Eastwood nos muestra a un Mandela sin alardes de grandeza, abocado a la cotidianeidad de su extraordinario gobierno. Nadie mejor para interpretar a este Mandela que Morgan Freeman, capaz de imitar brillantemente cada gesto y cada movimiento del líder sin perder la esencia característica, la sabiduría de sus habituales personajes. Mientras otro director habría puesto el ojo en la cruzada de Mandela, ésta se encuentra inteligentemente trabajada detrás del trayecto hacia la gloria del equipo de rugby, y allí es donde Eastwood reposa la épica propia del western. Su mirada dota de leyenda a un Mandela alejado de todo retrato inmaculado, un Mandela que intenta unir a toda la nación, mientras oculta su amargura por no poder mantener unida a su familia. Como siempre, el valor trascendental de las películas de Eastwood radica en su clasicismo a ultranza. Su ojo clasicista le permite sostener el discurso del film en los detalles aparentemente mínimos y en los personajes más secundarios. De hecho, la política de unificación de Mandela se aprecia principalmente en las entradas para la familia del capitán del equipo, que incluyen a su criada negra, o en la camaradería que se observa entre los custodios de una y otra raza del presidente a raíz de los triunfos del equipo, o en los scrums, la unión física más evidente entre seres de distinto color de piel que se aprecia en la película. El clasicismo de Eastwood además le permite jugar con la cámara lenta en los partidos de rugby sin que estos pierdan ritmo y realismo. Estaríamos en lo cierto si afirmáramos que pocos directores octogenarios como él pueden realizar un cine tan dinámico, y tan clásico como fiel a las formas cinematográficas actuales, aunque esta afirmación se extiende a toda su filmografía. Invictus es apenas un exponente más de cómo un realizador sobresaliente puede reivindicar y actualizar los términos formales que constituyeron la esencia del cine americano, en función de un discurso político que, contrario a lo que pueden pensar muchos espectadores de esta película, carece de ingenuidad y es plenamente consciente de que el enorme esfuerzo de un mandatario ejemplar Mandela por pacificar a su nación no puede reducirse a un evento supuestamente anecdótico como un campeonato deportivo. De la misma manera en que el Hollywood clásico solía utilizar hábilmente ciertos acontecimientos particulares para poner en escena cambios trascendentales (geográficos, históricos, sociales, etcétera), el campeonato de rugby es, para Clint Eastwood y para Nelson Mandela, la metáfora más acertada para escenificar la refundación de un país sobre las bases del perdón y del entendimiento mutuo. Eastwood vuelve a imponerse con un cine que, sin pecar de un afán de trascendencia, la consigue con honores.
Rumbo a Sudáfrica con Madiba Nelson Mandela fue un ejemplo para el mundo. Un hombre que luego de 28 años en prisión aprendió a perdonar a los que lo encerraron, para luego, con la capacitación que tuvo tras las rejas, emprender un camino de redención para el pueblo de color y así guiar a su país hacia una vida de respeto mutuo que hoy en día se siente como eco de su obra y enseñanza. Para muchos, un Mesías; para otros, un tipo con mucho de lo que hay que tener para llevar las riendas de un país; para otros tantos, el negro que acabó con el apartheid. De cualquier manera, y de la impecable mano de (reverencias) Clint Eastwood (más reverencias), Invictus retrata el período presidencial de aquel personaje tan característico y significativo para el pueblo africano. El guión basado en la novela de John Carlin se centra en la campaña de difusión para apoyar a los Springboks que permitió a Mandela unir a blancos y negros por una misma causa. Quizás lo que más ayuda en el film para exteriorizar esta idea, y no hacerlo algo masivo y enclenque (como lo harían otros directores, seguramente) es el grupo de guardias de seguridad. El reparto es un punto fuerte de esta película, con Morgan Freeman metiéndose en el papel de una forma excepcional, y Matt Damon transformándose como siempre para encarnar al capitán de la selección, Francois Pienaar. La fotografía es bellísima, y retrata los rincones sudafricanos sin caer en la postal turística. Y eso se ve reflejado en la escena de las clínicas de rugby en las villas miseria. No obstante, el film acaba desilusionando por ser un retrato tan vivido de lo que sucedió. Muchos pueden pensar que su punto fuerte es la fidelidad del relato para con la vida real, pero no. Eastwood cae en simplismos y melancolía barata para enaltecer la figura ya muy alta de Mandela, que no precisa de más laureles para que sepamos cuán grande e importante fue para la humanidad, por lo menos desde el plano político. Ni que hablar de la escena de la final de la Copa del Mundo: un bodrio total. El recurso de la cámara lenta fue mal usado por la persona menos pensada, y eso es algo que no hace más que desilusionar con creces. Por ser de Eastwood (reverencias), y estar actuado por un Freeman descomunal y un Damon que se mantiene en la línea de lo que nos acostumbra, en ese compromiso por los papeles, tanto para la transformación corporal como en la construcción actoral, la cinta sabe a poco. Sin embargo, se pasa el rato, a pesar de que se conozca toda la historia desde un comienzo e incluso el metraje abuse de la paciencia y el tiempo del espectador.
“I am the master of my fate, I am the captain of my soul” (poema de William Ernest Henley, citado en el film) Sobresalen las actuaciones en un correcto film sobre Nelson Mandela que, dado los antecedentes de su director, podía haber tenido más vuelo “Invictus” no es un film biográfico sobre Nelson Mandela, pese a girar en torno a su figura. A priori no habría nada que objetarle a Clint Eastwood al haber elegido un enfoque diferente, que en gran parte reposa en el rol que el ex presidente de Sudáfrica asignó al rugby, como medio de unión de sus ciudadanos. La acción transcurre en la primera década del ’90, cuando luego de 30 años de cautiverio, Mandela recobra su libertad y al poco tiempo es elegido presidente. La primera imagen del film es contundente al mostrar el paso del auto presidencial por un sitio donde, por un lado, se ve a jóvenes negros jugando al fútbol y, por el otro, a los Springboks, mayoritariamente blancos y afrikaners, entrenándose. Ese contraste logra significar lo que fue la entonces recientemente abolida política del apartheid para los sudafricanos. Las referencias a dicho sistema discriminatorio no son numerosas en “Invictus” y sólo en otro momento, quizás el mejor del film, reaparece. Nos referimos a la visita que los jugadores de la selección de rugby realiza a la prisión, encabezados por el capitán Francois Pienaar (un sólido Matt Damon). A través de su imaginación se lo ve a Mandela (Morgan Freeman) trabajando duramente la roca juntos a otros convictos. Puede decirse que el film se divide en dos partes que ocupan cada una la mitad del extenso metraje (algo más de dos horas). En la primera vemos al presidente intentando armar su estructura de gobierno, con especial énfasis en los sistemas de seguridad. La necesidad de convivencia entre los guardaespaldas blancos con los nuevos de raza negra muestra el recelo mutuo de ambos grupos. Sin embargo, al poco tiempo se plasma el entendimiento entre ellos, lo que quizás pueda aparecer como una excesiva complacencia por parte del guión. Este tipo de concesiones es probablemente la mayor deficiencia de la película. Similar reparo merece la “segunda” parte, cuando se asiste a una serie de matchs de rugby que finalmente llevaron a que Sudáfrica se consagrara por primera vez en la historia campeón mundial de dicho deporte en 1995. El ingreso al estadio de Mandela, vestido con ropa de los springboks es emocionante pero lo que de allí en más se ve resulta poco interesante (para quien no entienda mucho las reglas del deporte de la pelota ovalada) y algo predecible. Esto último puede aplicarse a una escena donde un gran avión se dirige directamente hacia el estadio Ellis Park, recordando a lo acontecido muchos años después en las torres gemelas. Dado los antecedentes de Clint Eastwood en films tan impactantes como “Los imperdonables”, “Río místico” y el más reciente “Gran Torino”, queda la impresión que el director prefirió esta vez elegir un tono más leve, sacrificando el vuelo alcanzado en los films anteriores y en otros como “Los puentes de Madison” y “Million Dollar Baby”. Pese a tratarse de una obra menor del casi octogenario realizador, se pueden rescatar aun varios momentos en “Invictus” que lo hacen recomendable en un año donde, en cercanías del Oscar, no aparecen muchos títulos de excelencia.
Declarada como la favorita en la próxima entrega de la Academia y nominado, Clint Eastwood, su director, en la categoría de mejor dirección en los próximos Globos de oro, Invictus ciertamente cuenta con un apoyo considerable en su promoción. Basada en el libro de John Carlin "Playing the enemy: Nelson Mandela and the game that made a Nation" la historia nos pasea por los primeros años de gobierno de "Madiba" focalizado en cómo resurgiendo el Rugby como deporte nacional construyó la idea de unión en un pueblo años y años dividido por el Apartheid. Un deporte que por décadas constituyó el símbolo de un régimen de discriminación y abuso y que además estaba nétamente constituído por hombres blancos, salvo por un sólo hombre de color. Ciertamente una muestra genial de cómo una especie de diplomacia alternativa pudo cambiar las cosas. Motivación, idea de nación y la figura de un hombre, Mandela, que a pesar de sus tantísmos años de cárcel supo contagiar, o al menos lo intentó, su resiliencia a toda una nación alimentada por el resentimiento y el odio. El término "invictus" viene dado del latín cuyo significado es invencible y que se corresponde al título de un poema de 1875 de William E. Henley que se dice Mandela repite de cuando en cuando. Un equipo, una nación. No es una idea descabellada que el film se centre en esta idea de construir y fortalecer un equipo para a su vez, construir y fortalecer una nación. Si bien el mismo Morgan Freeman, a quien Mandela decretó como el único actor posible para personificarlo, quería producir más bien una película biográfica basada en el libro "Un largo camino a la libertad" del propio Mandela, fue conciente de que sería improbable adaptar semejante material a la pantalla, y optaron entonces por el libro de Carlin quien se focalizaba en contar un aspecto importante de la vida de Mandela. Eastwood solapado Viendo films de Eastwood nadie puede dudar de dos cosas: que es un excelente director y que es americano. Sus historias son narradas con momentos lúcidos, fuertes, sólidos y salpicados- cómo dudarlo- de un sentimiento altamente nacional, Eastwood despliega, aunque magistralmente, muchas de las cosas que siempre le podemos machacar al cine del Norte, aun cuando es capaz de meas culpas y autocríticas, como por ejemplo hemos saboreado en Gran Torino. Pero esta vuelta, Eastwood nos impone 2 horas y cuarto de un derroche exagerado de escenas altamente americanizadas aun cuando la historia se centre en el pueblo sudafricano. Frases forzadas que envuelven la figura de Mandela en un hiperbólico halo de carisma innecesario. Morgan Freeman, nominado como mejor actor para los Globos de oro así como Matt Damon en la categoría de mejor actor de reparto no lucen su conocido histrionismo y pasan escena tras escena correctamente y sin pretenciones. En este aspecto no podría creer que Mr. Damon fuese elegido por sobre Mr. Waltz. No obstante es un film digno, correcto, un pequeño desencanto en la filmografía de Eastwood pero con un montón de elementos "oscarizables".
Una de las más humanas realizaciones de Clint Eastwood Clint Eatswood le impregna a esta realización un aura de misticismo épico- deportivo, al presentarnos una de sus más humana producciones, donde deja de lado la guerra y el western. Aborda al Mandela humano, entregado a lograr la participación de su país en el Campeonato Mundial de Rugby de 1995 para conseguir su mayor anhelo: unir a su pueblo terminando cono el apartheid, el racismo entre blancos y negros, la división entre ricos y pobres. El Mandela, encarnado por el multifacético Morgan Freman (actor fetiche de Eastwood), se ve aplomado y tranquilo, tras 27 anos de cárcel por razones políticas, tiempo suficiente para leer al inglés Willian E. Henley quien, sin saberlo, lo ayudó a inspirarse para su cometido como presidente de Sudáfrica. Matt Damon, como el capitán del equipo de rugby, es el motor para lograr el propósito presidencial y, cosa lejanamente soñada, ganar el campeonato mundial. Después de “Grand Torino” (2008), Clint Eatswood nos entrega una vez más su gran manejo del lenguaje y la técnica cinematográfica, a partir un guión sólido, de su reconocida capacidad para dirigir actores, para ofrecernos, como es ya habitual, un producto completo, sin complejidades innecesarias, sin efectos visuales y especiales rimbombantes, sin un solo disparos espectaculares, digno de ser visto, disfrutado, y, por qué no, admirado. No juega con un Mandela enredado en la política y sus conflictos colaterales, sino que nos acerca al lado más humano y solitario del presidente, sólo rodeado del servicio de seguridad, conformado, por su decisión, en el primer paso pergeñado para integrar a los ciudadanos blancos y negros, pero, por sobre todo sudafricanos, superando odios, resentimiento, rencores y venganzas acumuladas en el pasado. Para citar un ejemplo de la maestría del cineasta, baste recordar particularmente un momento, la única visita de su hija y nietos al palacio presidencial, donde Eastwood resume la soledad del hombre-mandatario mediante el logro de una atmósfera impecable entre la melancolía familiar y el destino de un ser humano, profundamente humano, con la mirada puesta en el mañana
La “guinda” de la paz El incansable Clint Eastwood presenta su última realización, la cual tiene aspiraciones al Oscar, basada en un caso real que marcó la convulsionada historia de la Sudáfrica post apartheid.. Con sus casi 80 años, Eastwood es un emblema de un tipo de cine, de películas, de géneros, que ha marcado una gran porción de la historia del cine. Dicha contribución lo ha hecho desde dos vertientes artísticas (la de actor y director) para confluir en una mucho más compleja (la de autor). Otro mérito que ha logrado éste cineasta, es que los espectadores vayan al cine sabiendo que van ver una obra de Clint Eastwood y no la del nombre del acto y/o actriz protagónica del film. Privilegio que hoy poseen realizadores como Woody Allen, Pedro Almódovar, Steven Spilberg y algunos otros más. A lo largo de la historia hemos conocidos muchos casos de la utilización del deporte con fines políticos. La unión de ambos universos no siempre ha tenido buenos resultados, ya que la mayoría de las veces se han estrechado con fines pocos nobles. Podríamos recordar los Juegos Olímpicos de 1936, con Hitler a la cabeza. o un caso más cercano y conocido, como el de Jorge Rafael Videla en el Mundial del '78 y las heridas que aún no terminan de cerrar en nuestro país. “Invictus” narra la historia de dos hombres (políticos) que marcaron un momento clave en Sudáfrica. Por un lado, el entonces recién asumido presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela, y por otro, el capitán de los Springboks, François Pienaar. Con un país al borde de la guerra civil, el mandatario (que salió de la cárcel en 1990, tras 27 años de cautiverio) encontró en el rugby el instrumento más propicio para la reconciliación nacional, una meta casi imposible tras décadas de apartheid. Eastwood muestra como Mandela construyó una nueva nación a partir de los enfrentamientos y rencores generados por el régimen anterior, y cómo a través de la Copa del Mundo de Rugby de 1995 consiguió acercar a blancos y negros y lograr el liderazgo de un país unido. Sin dudas, la persistente idea en las películas de Eastwood marca una necesidad de abordar temas importantes y de contenido social. En algunas los expone sin la más mínima sutileza, declamados incluso por los personajes, y con moraleja evidente para todo el mundo, y en las otras, mediante la ligereza visual y el humor consiguen que las producciones adquieran un perfil más bajo y menos grandilocuente. Pero lo que es innegable en el cine de este realizador es la claridad narrativa y expositiva que posee la cámara dirigida por el “viejo” Clint. Está claro que en “Invictus” hay cierta indiferencia y carencia de riesgo desde lo formal (políticamente correcto) y, como contraparte, se apoya en el “contenido” a través de la reconstrucción ficcional de la historia real de la Sudáfrica de los ‘90. Gloria, deporte y política se unen en una realización que cuenta una historia de redención y perdón (tópico reiterado de toda la filmografía de Eastwood), amparada en un relato lineal sin lugar a interrupciones ni sorpresas con el típico estilo de éste incansable director clásico.
El último gran líder Clint Eastwood, luego de un año de aciertos cinematográficos, se lanzó a filmar una biopic sobre Nelson Mandela, que contara la historia de sus primeros años en el gobierno y de cómo vio en el rugby la posibilidad de unión de su históricamente dividido pueblo. A pesar de la sorpresa de muchos de sus seguidores, Clint le hizo caso a Morgan Freeman, que le envió el guión y le dijo que esa iba a ser la próxima película que dirigiría y que él iba a hacer de Mandela en ella, y se embarcó en esta aventura político-deportiva-biográfica. Y pese a algunos altibajos que tienen que ver con la propia historia, con un guión que evidencia en vez de sugerir y la dificultad de lograr suspenso en un campeonato de rugby que todos saben cómo terminó, Clint es efectivo como director y sigue sabiendo contar historias. Invictus cuenta cómo Nelson Mandela vio en el mundial de rugby -que se desarrollaría en Sudáfrica en el año que asumió como presidente- la oportunidad de unir a su pueblo, herido y dividido a causa del apartheid y del racismo. Y como se puede imaginar, el filme tiene dos partes bien diferenciadas: por un lado tenemos al segmento biopic, en donde se nos muestra al personaje de Mandela y los valores que defiende; por otro, el segmento deportivo, en donde la selección de Sudáfrica -que en aquel tiempo tenía un nivel bastante pobre- lucha por obtener la copa del mundo. No hace falta una investigación muy rigurosa para saber quién ganó ese mundial, pero esta página no será quien les adelante esa información. Se le puede criticar a Invictus un par de cosas que la alejan del escalafón de peliculón que han ganado varias de las últimas producciones de Eastwood. En primer lugar, como se ha dicho ya, es una película que ejemplifica todo lo que quiere contar. En algunos momentos se hace algo más sutilmente que en otros en los que directamente parece que al espectador le arrojaran los hechos delante como si no fuera capaz de dilucidar cosas por su cuenta. A medida que el metraje avanza, estas "imagenes de evidencia" se van repitiendo una tras otras y llega a resultar algo abusivo, aunque esas son cosas que le podemos criticar a Clint porque sabemos que es un director de altura y no lo haríamos con la gran mayoría de los filmes que vemos por cable, que caen en el mismo descuido. En segundo lugar, el filme tiene un problema que no es tanto del filme en sí, sino de los espectadores. Más particularmente de los espectadores jóvenes y aún más si viven en países como Argentina. El inconveniente es que el personaje de Mandela es inverosímil, pero no porque esté mal construido (quizás demasiado endiosado, pero es vox populi que el mandatario era un gran político y un héroe) sino porque un espectador argentino y joven se encuentra casi con la imposibilidad de creer que exista un político tan honesto, tan hábil, con tanta visión y tanta pasión para con su tarea. En una escena, uno de sus custodios le pregunta por su familia. Mandela lo mira muy seriamente y le contesta: "Tengo 40 millones de familiares" y, ofuscado, se retira. Esta escena es un ejemplo las dos críticas nombradas. Por su parte, el segmento deportivo del filme se lleva los aplausos por la calidad de filmación del partido de rugby. Los amantes del deporte no deben haber tenido muchas oportunidades de disfrutarlo en la gran pantalla, así que este es su merecido homenaje. También es muy bueno el desarrollo de la relación entre Mandela y François Pienaar, el capitán de la selección de rugby, interpretado por Matt Damon. El joven, blanco y de familia racista, no se suma a la causa de Mandela de un momento a otro y por capricho, sino que es convencido por el presidente que lo visita y lo llama y lo invita a verlo una y otra vez, y logra poco a poco que Pienaar entienda el valor de su "cruzada". Por eso es tan buena la escena de la selección dando una clínica de rugby para chicos en un potrero. Por supuesto, como hemos dicho antes, el hecho de que casi todos los espectadores sepan como va a terminar el mundial es un obstáculo más para desarrollo del suspenso del filme, pero que Eastwood logra sortear con un sólido trabajo y una historia digna de ser contada. Párrafo aparte para las actuaciones protagónicas de Damon -que fue "agrandado" digitalmente en varias escenas para emparejarlo con sus colegas rugbiers- y Freeman -que se ve realmente muy similar al personaje que interpreta-, a esta altura, más que una garantía a la hora de elegir películas. Quizás Invictus esté bastante lejos de la emoción de Gran Torino o el suspenso de El sustituto o la fantástica intriga de Río Místico, pero no por eso deja de ser una película muy recomendable. En especial para quienes han conocido la historia del mandatario y lo tienen en buena estima, que seguramente se conmoverán con el personaje y con la trama toda, y también, por qué no, para quienes no lo conocen mucho y quieren hacerlo.
Clint Eastwood en versión optimista Por lo general, los gobiernos le sacan el jugo al deporte para hacer demagogia, para distraer la atención o para canalizar prácticas corruptas. Pero en manos de Nelson Mandela la historia fue diferente. Mandela se valió del rugby para unir a blancos y negros detrás de un ideal, una jugada peligrosa que le salió redonda y sirvió para que las heridas del apartheid empezaran a cicatrizar. El mérito de Clint Eastwood fue haber capturado el espíritu de ese proceso en una película que conmueve e inspira. Porque eso es "Invictus": el relato de un momento histórico filmado con convicción, inteligencia y mucho cariño. "Invictus" está basada en "El factor humano", excepcional libro de John Carlin. De esa investigación Eastwood tomó como eje el aspecto deportivo, sin adentrarse más que lo necesario en consideraciones políticas. Tal vez por eso quienes hayan leído a Carlin salgan del cine con gusto a poco. Tampoco está a la altura del mejor Eastwood -el de "Gran Torino", para no ir tan lejos-, lo que no le quita fuerza ni sensibilidad a la narración.
Por el sendero del bien hacer Un grupo de jóvenes blancos practica rugby en una cancha de Johannesburgo en 1994. La cámara se desplaza cruzando la calle y atraviesa una alambrada. En un improvisado potrero, jóvenes negros juegan al fútbol. De pronto, los dos grupos interrumpen el juego, mientras se escuchan voces vivando al recién elegido presidente Nelson Mandela. Los rugbiers tienen rostros preocupados y no pueden evitar su desagrado. Del otro lado, las expresiones son de admiración y esperanza. Aplauden el paso de su líder que pasa junto a la comitiva presidencial. Con esta simple puesta en escena, el veterano cineasta Clint Eastwood resume desde su clásico estilo, la situación social y política de ese momento, en un país profundamente dividido por las huellas de la lucha racial, mientras las expectativas de cambio parecen por primera vez favorecer al grupo racial tradicionalmente excluido. Contra lo que pensaban blancos y negros, el flamante presidente, emblema de la lucha contra el apartheid, quien ha pasado más de veinte años preso, no tiene una actitud de revancha. Está convencido de que la única salida para la nación pasa por la integración y todas sus primeras medidas sorprenden en ese sentido: no despide a los empleados blancos sino que los incorpora a su propio grupo. Sudáfrica atravesaba las secuelas de una guerra civil que intentaba superarse desde la instancia democrática y Mandela es el abanderado de esta instancia. Tiempos difíciles que coinciden con la inminencia del campeonato mundial de rugby, a disputarse en Johannesburgo en 1995. El flamante presidente sorprende entonces con su propuesta de transformar esta circunstancia en la oportunidad para superar al pasado del país. Del deporte a la política Estamos ante una nueva constatación de cómo el deporte unifica a las masas y también (como lo demuestra el reciente film “La Ola”) las manipula. ¿No ha sido así desde el circo romano? Sin embargo, aquí la intención proviene de la mirada ética de Clint Eastwood, en cuyo cine siempre se manifiesta la reflexión sobre la violencia y sus consecuencias. La mayoría de sus películas giran sobre esa constante (“Gran Torino”, “Río místico”, “El sustituto”, “Cartas desde Iwo Jima”, “Million Dollar Baby” o “Sin Perdón”, entre otras). “Invictus” tambien reflexiona sobre esta clave que obsesiona al director pero su misma anécdota inclina a equilibrar el drama con el espectáculo del deporte, aunque en su costado épico. La violencia aparece más alejada de la tragedia y más cercana al perdón. Y para transmitirlo, nada mejor que Mandela, un personaje histórico fascinante, interpretado por un excepcional Morgan Freeman. Se lo muestra en su rutina extenuante, buscando recursos para que el país salga de su crisis. Sobre su figura se recalca que “es un hombre con problemas de hombre”, con desdichas personales por su actividad que lo lleva a regir una familia de 42 millones de habitantes. Se muestra su vida austera, su amabilidad para con todos los que lo rodean y se recorre su antigua celda donde vivió como un asceta, sostenido en un profundo humanismo, nutriéndose de filosofía y poesía. Precisamente el título del filme “Invictus” es el mismo de un poema victoriano, cuya lectura sostuvo a este líder en los momentos más sombríos: “Soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma”. Noble desde las intenciones, profunda en su discurso, “Invictus” es consecuentemente afín con las convicciones éticas del gran Eastwood, quien demuestra una vez más su maestría cinematográfica haciendo uso de ascético estilo.
¿Figurita repetida o saber contar una historia? Invictus, nos dio un campeón. Muchas veces fue retratada la experiencia de Nelson Mandela durante el apartheid y previamente, en donde toda su lucha, ideales, satisfacciones y desilusiones fueron expuestas en el celuloide. Pero nunca contó con la dirección de Clint Eastwood, o con el protagónico dislumbrante de Morgan Freeman, o con el papel protagonico secundario de Matt Damon. Sin dudas ¡Hubo Equipo!. Allá por los principios de 1990, Sudáfrica se encontraba con un nuevo presidente, votado por las mayorías disminuidas por el poder del Apartheid. La democracia para todos había llegado, y la mayoría de la población excluida se volcó a las urnas. Y se vieron los resultados. Mandela había dejado de ser un potencial mártir, para convertirse en el Presidente de TODOS los Sudafricanos. El escenario que plantea la película es este, con una breve introducción del escenario político, sin hacer un incapie obvio en la discriminación y racismo (mas alla de que estén tratados tan sutilmente que se transforman en piezas destacables de la película), se inmola directamente hacia la trama central. Un viaje por los sentimientos y reflexiones de Nelson Mandela durante la Copa Mundial de Rugby de 1995, usada por el mismo para unir a un país dividido por el racismo y los años de Odio. La historia que plantea Clint Eastwood esta basada en la novela “El factor humano” (Nombre sugestivo), escrita por John Carlin, quien puede sumergirnos en los pensamientos mas profundos de Mandela. Y asi comienza la historia de cómo Mandela, creo un Campeon. Jason Bourne en una misión secreta para.. Nah mentira. Jason Bourne en una misión secreta para.. Nah mentira. El Factor Humano La magia de Clint Eastwood es evidente desde primer momento, en dónde la intencionalidad de sumergirnos en las costumbres Sudafricanas y en la visión del habitante mas marginal, se hacen notar. Es en ese comienzo drástico de la historia, en donde ya nosotros nos colocámos en las camisas del recién nuevo votante, del recién “ex – Oprimido”, y comenzamos a ver a Nelson Mandela como nuestro presidente (¡Eso quisieras!). Y eso es por mano única de Clint. Aunque, vale la pena aclarar, que Morgan Freeman era el único que podía protagonizar este rol, ya que Nelson Mandela, en persona, lo eligió. Dijo de manera textual que el único que podría personificarlo y transmitir sus ideas, era el, podriamos decir entonces que Clint Eastwood tuvo una mano importante. Mas allá que en principio es interesante todo tipo de película que hable sobre la vida de Mandela, podemos decir que ésta no es la excepción, pero tampoco es una reseña histórica o un documental, la cual logra definitivamente separarla del resto. Morgan Freeman siempre charlo con su productor y hacia años que estaban preparados para filmar una película que relatara su vida, pero al ver que realmente toda era digna de retratar, lo cual la haría imposible de adaptar a un film, decidieron preguntarle cual era la historia que transmitia de manera mas concisa su forma de pensar, o el pesar de su vivir, y Mandela contesto inmediatamente “…The Rugby World Cup”. Y salió Invictus. Momento envidiado por muchos. Momento envidiado por muchos. Los 4 climas Estas tramas o guiones, por lo general están repletas de momentos de reflexión, lo que hace especial a “Invictus”, es que la reflexión es constante, y la admiración a lo que presentan de Mandela es abrumadora. ¿Por qué es tan destacable esto? Porque es un recurso que se utiliza en casi dos horas de película, y no agota, no cansa y siempre queremos mas. Más allá del elemento que hablábamos previamente, en donde Clint Eastwood nos pone en carne del habitante de sudáfrica, podemos destacar también la fotografía de la película y el diseño de las escenas. El simbolismo que hay en algunas partes de la trama, conjuntamente con la violencia con la cual nos atraviesan esas imágenes es… especial. Es impresionante volver a ver en una producción, momentos que se toman los ejecutores de la misma para decir “la verdad que no se si les va a gustar, pero me la juego por esta imágen”, y la ponen, habla de una perseverancia y decisión valorables. Las ganas de Clint Eastwood de hacernos llorar son obvias, el tipo no puede vernos serios, nos tiene que hacer cambiar desde la sonrisa mas fiel al llanto mas infantil, y asi hacernos sentir que somos la persona mas ciclotímica del planeta, y por eso… Te aplaudo de pie. invictusfg ¿Objetividad Nula? Como hemos debatido arduamente de las fibras dramáticas o emocionales que una película pueda tener, se complica elaborar una opinión de Invictus que sea realmente abarcativa. Por un lado no es el típico ejemplo de “Pornografía dramática”, no tiene golpes bajos, pero nos emociona con los mensajes morales, los mensajes de valor y las enseñanzas de vida. Una vez anulada la posibilidad de catalogarla como un gore dramático, ¿ Qué es lo que a uno lo lleva adelante en sus loas? Quizás en este caso fueron dos cosas primordiales. En primer lugar una conjunción de actores que funcionaron entre si, como también las formidables interpretaciones de sus papeles. El otro punto puede ser lo valorable de no haber caído en el mensaje fuertemente dramático, y concentrarse en otro lado de la historia de la vida de N. Mandela. Esa fuerza en las ganas de contar una historia diferente se nota en la pantalla. Les garantizo que no se van a aburrir, y que, obviamente, se van a emocionar.