No pares de tocar hasta lograrlo… El largometraje Whiplash surgió a partir del corto que ganó el premio del jurado en el festival de Sundance 2013. En gran parte, este logro se debe gracias a la actuación de J.K. Simmons, quien repite en el largo el rol de un maestro director de ensamble jazzero que utiliza métodos que transitan límites de violencia física, verbal y humillación para con los integrantes del grupo que dirige. Un perfeccionista en búsqueda de un gran talento dentro su submundo. Según el propio Simmons, parte de la investigación para componer este protagónico, surgió de Buddy Rich, baterista ícono dentro del mundo del jazz, reconocido por su mal temperamento y exigencia hacia pares músicos e integrantes de la banda a la que pertenecía. Para aquellos que conocen a Rich o han visto algunos de sus videos en Youtube, la asociación es instantánea. Otro detalle que juega a favor en esta realización es el hecho que su director, el joven Damien Chazelle, tiene un pasado como baterista de jazz y por ello, vuelca en este guion cierta contemplación autobiográfica. Al igual que el protagonista Miles Teller, quien ha practicado batería desde los 15 años de edad y aquí interpreta a Andrew Neyman, el estudiante de conservatorio que se las tiene que ver con el cruel maestro. Ahora, ¿qué es lo que vuelve tan atractiva a Whiplash y cautiva audiencias en cada lugar donde se la proyecte? Chazelle tiene impregnada en su retina cada práctica instrumental y de esta manera, provee al film, entre otras cosas, de planos detalle de cada instrumento ejecutado, junto a las poderosas partituras que se repiten como Whiplash y Caravan, de Hank Levy y Duke Ellington, respectivamente. Es imposible no moverse en la butaca mientras se mira Whiplash, aún con los ojos cerrados; un festín auditivo. Verla en el Lincoln Center de NY crea otra atmósfera, ya que es el lugar predilecto para la formación de músicos, y es mencionada en repetidas ocasiones, al igual que el Blue Note. No obstante, existen elementos un tanto forzados y la sensación de que llegando al remate del film, se convierte en una especie de venganza en la que todo sale bien; aspecto que el espectador promedio sabrá perdonar al film de Chazelle. Sobre la relación maestro / alumno, hace recordar a films en los que se lleva al límite a personajes como puede ser un entrenamiento militar o un duelo padre / hijo, como en Claroscuro. Inclusive aquí se presenta un duelo digno de un western, pero musical. ¿Hasta qué punto el querer sacar lo mejor de otro traspasa esa delgada línea convirtiéndose en abuso? Entre insultos, golpes e incluso una silla que vuela muy cerca de la cabeza del joven Andrew, el maestro implora para que éste toque a tempo, el tempo del propio profesor que pide una y otra vez que toque más rápido con sus palillos y manos repletas de sangre.
Letanías a la intensidad. Coronando un período que estuvo marcado por musicales maravillosos como Inside Llewyn Davis: Balada de un Hombre Común (Inside Llewyn Davis, 2013), Frank (2014) y Get on Up (2014), la llegada de Whiplash (2014) a las salas cinematográficas argentinas viene amparada por muchos galardones internacionales y en esencia constituye un acontecimiento sumamente extraño considerando la uniformidad de la cartelera local. La segunda película del hasta ahora anodino Damien Chazelle analiza de manera meticulosa la frontera que separa a la dedicación laboral de los arrebatos compulsivos, poniendo especial énfasis en una lucha de egos signada por la desproporción y una asimilación hegemónica paulatina. La premisa detrás del film es muy simple y sistematiza el ascenso profesional de Andrew Neiman (Miles Teller), un talentoso baterista de jazz de 19 años que recientemente ingresó al Conservatorio Shaffer, donde llama la atención de una de las figuras míticas del lugar, el profesor Terence Fletcher (J.K. Simmons). Con vistas a formar parte de la banda estable del docente, Andrew se somete tanto a un régimen autoimpuesto de prácticas que bordean el masoquismo como al abuso psicológico del propio Fletcher, quien de a poco va revelando una estrategia extremadamente sádica vinculada a presionar a sus alumnos más allá de los límites de la tolerancia en pos de la consecución de una genialidad empardada al sacrificio. Si bien la idea principal pertenece a Chazelle y sin la pretensión de restarle méritos ante una obra tan redonda y apasionante, debemos aclarar que aquí los que se llevan las palmas son los actores y los técnicos. La fotografía de Sharone Meir y la edición de Tom Cross son las vedettes de las escenas centradas en los ensayos, los certámenes y la dinámica general del hostigamiento. El desempeño de los dos protagonistas es francamente extraordinario: Teller aprovecha los rasgos obsesivos de su personaje y Simmons construye un villano antológico que le debe mucho a los insultos y vejaciones de aquel Sargento Hartman que supo componer un exacerbado R. Lee Ermey en Nacido para Matar (Full Metal Jacket, 1987). De hecho, la propuesta en ocasiones quiebra su verosímil a través de la introducción sutil de hipérboles visuales y/ o relacionadas con la crueldad, deslices que por cierto están compensados mediante un cúmulo de consideraciones nihilistas acerca de la ética de trabajo individual, las competencias intra campo, el rol concreto del mentor, los vaivenes anímicos al momento de los exámenes, el adecuamiento forzoso a la academia, los claroscuros de la abnegación y esa necesidad de defender nuestra vocación ante los ataques del entorno. Whiplash es una anomalía prodigiosa que pone en perspectiva ese instante cuando la intensidad y la pedagogía se transforman en locura institucionalizada a punto de estallar…
La película exhibe rápidamente la estrechez de su dispositivo: dos protagonistas y un puñado de personajes sin demasiada importancia; un par de espacios más o menos delimitados; un conflicto insistente y monocorde que va absorbiendo a los otros hasta apoderarse prácticamente del relato. Whiplash: Música y obsesión viene a ser una película chiquita, de cámara (como se las llamaba hace tiempo), que intenta hacer de la economía de recursos su principal fortaleza. La historia transcurre mayormente en lugares cerrados, casi no hay escenas en exteriores; a su vez, también los planos son claustrofóbicos, se cierran sobre los personajes hasta que en la pantalla no queda nada que no sean sus cuerpos, sus movimientos y, en especial, sobre sus caras. La película instala una relación de cercanía con el público que no hace más que crecer en intensidad conforme avanza la historia. En eso, el director Damien Chazelle aprovecha muy bien el tema hasta transformarlo casi en una búsqueda estética: a medida que Andrew se obstina en convertirse en un gran baterista y lo abandona todo en pos de cumplir su meta, el guion a su vez parece ir dejando por el camino a otros personajes, tramas y conflictos, como si se sacara de encima cualquier cosa que no esté vinculada con la línea narrativa principal. La película logra ponernos en el lugar de Andrew y consigue transmitir la sensación de encierro y de locura tenue que de a poco signan la desbocada ambición del protagonista. El mayor éxito de Whiplash es, obviamente, la presencia de J.K. Simmons haciendo de Terence Fletcher, un director de orquesta de jazz tiránico y carismático que cautiva a sus músicos tanto como los humilla. Después de muchos grandes papeles secundarios en el mainstream, Simmons finalmente confirma todas nuestras sospechas: demuestra que es un actor extraordinario, artífice de cambios de ritmo y acentuaciones interpretativas de un raro virtuosismo, capaz de seducir y de merecer el mayor de los desprecios a la vez. Él es el corazón de la película, todo lo demás gravita en torno suyo, atraído y repelido alternativamente por la violencia de su carácter. Pero el gran problema surge también en relación con él: ¿cómo hacer para capturar esa personalidad avasallante y sus abusos sin caer en el subrayado, sin construir apenas otro drama intimista del montón, donde las personas se gritan y maltratan unas a otras? El director, que consigue una elegancia notable en muchas escenas iniciales (en las que rara vez recurre al plano contraplano, por ejemplo) no sabe cómo atrapar los estallidos de ira de Terence, entonces la puesta en escena se vuelve previsible y tosca: a diferencia de lo que ocurría al comienzo, el primer plano se transforma en el recurso más frecuentado, como si esa cercanía de la cámara fuera la única idea que Chazelle puede poner en práctica para representar las explosiones de Simmons. Quizás en su afan de mezclarse con el protagonista y con su psiquis alterada y monotemática, la película termina atrapada en el mismo círculo infernal que Andrew. Todo se reduce, incluso los espacios, que cada vez son menos y parecen más pequeños (el relato se confina dentro de los límites de la escuela de música y, en especial, de la sala de ensayo y de la habitación en la que Andrew practica batería). Y en los pocos momentos en los que el relato sale a respirar a nuevos espacios, como ocurre en la cena del padre de Andrew y de un matrimonio amigo, el guion no sabe qué hacer con su protagonista: la escena es breve y cumple la sola función de remarcar la soledad y el resentimiento del protagonista, cada vez más incapacitado para relacionarse con otros. Llega un punto en el que el relato no es otra cosa que los arranques de Terence y las reacciones de Andrew, ya no hay nada más que ellos engarzados en esa relación patológica que sin embargo parece proveerles algo único que ninguno podría conseguir en otro lugar. Al final, cuando el personaje de Terence parecía aislado y contenido, la película, en un movimiento narrativo imposible y completamente inverosímil, ensaya algo así como una justificación delirante del método fletcheriano: de golpe el guion le adjudica razones, escucha sus explicaciones y lo convierte casi en un ser humano; poco después, en un giro inimaginable, se produce algo así como una confirmación de la tesis de Terence: el surgimiento del genio pareciera depender realmente de la exposición a condiciones extremas y enfermizas como las que genera su autor, nos dice un guion que ya no sabe lo que cuenta ni qué piensa de sus personajes. Así, Whiplash deviene en apenas otro drama intimista con criaturas lineales que se apoya casi enteramente en las habilidades de Simmons y en su caracterización “premiable” (acaba de ganar un Globo de Oro): sus desbordes, incluso cuando se perciben exagerados y sobreactuados, nos hacen olvidar por un rato la insignificancia del conjunto.
Palo y palo Las comparaciones son odiosas. Justamente por eso, las voy a evitar. Es tentador explicar lo buena que es Whiplash comparándola con otras películas. Comparándola con otras películas independientes, comparándola con otras películas sobre músicos, comparándola con otras nominadas al Oscar. Todo eso será evitado, aunque queda enunciada que la comparación es posible. Whiplash es una película intensa, concentrada, metida en un tema, en una única dirección y con un solo conflicto a seguir. Un milagro en los tiempos que corren. Andrew Neyman (Miles Teller) es un estudiante del conservatorio de música que toca la batería. Su sueño es ser el mejor en lo suyo, brillar entre los mejores. El más exigente y despiadado de los profesores, Terence Fletcher (interpretado por J.K. Simmons) lo incorpora al mejor grupo de jazz de la escuela. Este honor conlleva el tener que soportar la enorme presión que el profesor ejerce sobre sus alumnos. ¿Cuánto está dispuesto a hacer Neyman para conseguir su objetivo y será esto suficiente para lograrlo? Es lo único que importa, el resto es adorno. Y no es adorno porque el director no tenga la habilidad para contar más cosas, lo es porque el director está diciendo mucho sobre su personaje al ir deshaciendo todo lo que está por afuera de ese conflicto principal. Damien Chazelle no carga las tintas en reflexiones absolutas o grandilocuentes. No les coloca a los personajes su bajada de línea sobre el mundo. No llega, incluso, a juzgarlos en situaciones en las cuales otro director haría un festín moralista. Su concentración es absoluta y con eso consigue una tensión sublime. Cada escena aumenta la apuesta y la presión de los personajes le llega al espectador. Una vez más, Whiplash no permite que el espectador se distraiga, se vaya del relato. Independiente o pequeña son palabras que muchas veces llevan a pensar en film tibios, mínimos, grises, pero es lo contrario. Pura, precisa e intensa, eso es Whiplash. Y también es una película bella. Más allá de la música, está filmada de forma bella, nunca se vuelve sórdida, nunca necesita hacerlo para impactar. El montaje, el sonido, la fotografía, todo arma un relato que no solo atrapa, sino que da mucho gusto ver. Las actuaciones están todas bien y aunque ese gran actor que es J.K. Simmons se está llevando todo los premios, su actuación es sobria, intensa, ajustada a su personaje tiránico. Whiplash aprovecha el lenguaje del cine, aprovecha el tema que elije y saca el máximo provecho de todo eso. Su falta de pretensión, su humilde efectividad, la colocan por encima de los buscadores de premios que abundan en el cine contemporáneo no comercial. Un pequeño milagro que haya llegado hasta el Oscar, pero bienvenida sea.
Whiplash, musica y obsesion, es una película fascinante, vibrante y apasionante sobre la superación personal. Los solos de batería van a dejar con la boca abierta a más de uno ya que son espectaculares, sobre todo en las escenas donde el alumno combate contra el profesor. La premisa es muy buena y el bien trabajado guión....
Golpe a golpe A punto de cumplir 30 años, Damien Chazelle es uno de los guionistas y directores más interesantes que han surgido en los Estados Unidos en los últimos tiempos. Tras filmar en 2009 la hermosa Guy and Madeline on a Park Bench (búsquenla, véanla), rodada en blanco y negro, se consagró definitivamente con Whiplash: Música y obsesión, nominada a 5 premios Oscar (incluidos los de Mejor Película y Guión), ganadora absoluta del Festival de Sundance (máximo galardón del jurado y del público) y presentada en la Quincena de Realizadores de Cannes. Si en aquella pequeña ópera prima (vista en el Festival de Mar del Plata) el coprotagonista era un tímido trompetista negro de jazz, el antihéroe perfecto de esta irresistible tragicomedia es Andrew (Milles Teller, proyecto de actorazo visto en The Spectacular Now), talentoso baterista blanco (también de jazz) de 19 años que estudia en un exigente y elitista conservatorio de Manhattan (algo así como la Juilliard). La fría relación con su padre (un escritor frustrado interpretado por Paul Reiser) y un incipiente romance con Nicole (Melissa Benoist) convencen a este joven bastante freak de que debe focalizarse en lograr “grandes cosas”. Allí entrará en escena la figura de Terence Fletcher (un descomunal J.K. Simmons), el despiadado, sádico, perfeccionista e implacable profesor y director de orquesta. El duelo entre el maestro y el alumno, entre el mentor y el discípulo, es siempre fascinante y por momentos demoledor, de esos que pueden pasar de la complicidad a la agresión sin escalas, para un inteligente ensayo sobre los costos y sacrificios que conllevan la búsqueda de la perfección, de la excelencia. Más allá de algunos ingeniosos pero algo manipuladores trucos de guión y de un final que resulta un poco efectista y ampuloso (pero igualmente muy eficaz), se trata de un film notable, un crowd-pleaser con todas las de la ley que regala además un extraordinario trabajo con la música y, sobre todo, con el sonido. Chazelle, está claro, no va a ganar el Oscar, pero estamos en presencia de un cineasta con un futuro inmenso por delante.
Egos Dos elementos no menores trazan la dialéctica de esta película completamente alejada de los convencionalismos y que ha sorprendido al público y a la crítica en distintos festivales, sumado al Globo de Oro de J.K. Simmons (interpretación soberbia del profesor Terence Fletcher): en primer lugar que se trata de la ampliación de un cortometraje ganador del premio del jurado en el festival de Sundance 2013 y en segundo lugar, su director Damien Chazelle, quien conoce por propia experiencia el derrotero de un baterista en su etapa de estudios y exigencias, además de encontrar la riqueza narrativa en la música en sintonía con la correspondencia de la imagen desde el armado meticuloso de cada plano que parece la ejecución perfecta de una partitura más compleja en términos cinematográficos. El relato cuya trama es por demás sencilla, y que sorprendentemente acaba de colarse con una candidatura a los Oscars en la terna mejor película, está protagonizado por un estudiante de conservatorio con aspiraciones a convertirse en uno de los mejores bateristas de jazz frente al melómano desquiciado que lo seduce y coopta para integrar su banda en vísperas de la competición inter estados en la que pretende conservar el prestigio de la institución que representan. Un profesor, amante de la música y de por ejemplo Charlie Parker, cuyos métodos de exigencia y rigor cuasi marciales (insultos, vejaciones, castigos extremos) alcanzan niveles paroxísticos que generan una presión psicológica sobre sus alumnos, amparada en un abuso de autoridad manifiesto. Ahora bien, para que Whiplash, música y obsesión funcionara calibradamente en pantalla era necesario enfrentar egos en escena, tanto el del despótico Terence Fletcher en la piel de un J. K. Simmons que aporta enormes matices a su actuación -merecida nominación como actor de reparto con enormes chances de resultar ganador- que van desde la serenidad al disfrutar de una ejecución de una obra de jazz bajo sus tiempos musicales hasta el furioso estallido de violencia que expresa cuando sus músicos no responden a sus expectativas de excelencia. Duelo actoral que completa el joven Miles Teller (con el personaje de Andrew Neiman) como aquel estudiante de 19 años, tantas veces disciplinado como humillado pero dispuesto a demostrar que es más fuerte que todos sus compañeros, cobra tal intensidad que por un momento la música, el jazz, la pasión y la obsesión parecen absorbidos por el choque de temperamentos para el que no se necesita más que un redoble de tambores y el físico, es decir, el cuerpo en lucha con el pensamiento y la propia voluntad de imponerse ante el otro. ¿Hasta dónde se puede soportar entonces el nivel de exigencia de un mentor implacable y vengativo como el que refleja el personaje de Terence Fletcher?; ¿Cuál es el límite del abuso de poder institucional cuando se pierde de eje el sentido de la enseñanza? Estos interrogantes válidos -como tantos otros- se deslizan durante todo el metraje, motivo por el cual la tesis puede aplicarse en cualquier ámbito donde exista un abusador y un abusado, aunque las intenciones del primero puedan ser atendidas y no cuestionadas desde la ética siempre que se adhiera al pragmatismo absoluto más que a otra escala valorativa. El otro protagonista de este film sorprendente y cautivador desde el minuto uno hasta el último compás es el jazz y la elección de piezas magistrales como Whiplash, de Hank Levy y Caravan, de Duke Ellington, funcionales al apartado visual en la correspondencia de planos, ritmo arrollador y pulso narrativo del director Damien Chazelle, -ignoto para nosotros- pero que alcanza con este segundo opus el crédito suficiente como para estar atentos cuando suene su nombre de aquí en adelante, con un considerable respaldo de premios en diferentes festivales.
Pedagogía de la grandeza. La educación puede elevarnos hacía una apertura de caminos o inculcarnos una disciplina que nos permita alcanzar una habilidad extraordinaria, o simplemente homogeneizar y pasteurizar nuestras experiencias para llevarnos hacia una mediocridad que no nos permita construir nuevas formas de percibir, sentir, mirar y habitar el mundo. Bajo esta premisa surge Whiplash (2014), la segunda película de Damien Chazelle, que explora brutalmente las reglas del éxito en el restringido mundo del jazz a partir de la relación entre un profesor de música y un joven baterista de su orquesta. Andrew Neiman (Miles Teller) es un taciturno, retraído y talentoso baterista que busca trascender en el jazz bajo el influjo de las grandes personalidades del género como Bernard “Buddy” Rich. Tras entrar en uno de los mejores conservatorios de jazz de Estados Unidos, el docente más exigente de la institución, Terence Fletcher (J.K. Simmons) lo selecciona para su orquesta y comienza un severo entrenamiento que lo llevará a un colapso nervioso y a la adopción de posturas cínicas, psicópatas y agresivas. Sostenida en las grandes actuaciones de Teller y Simmons y una excelente dirección de Chazelle, el opus construye una metáfora dialéctica que pone en debate la tensión entre la necesidad del rigor educativo para lograr un esfuerzo extraordinario y la búsqueda de una destreza que alcance la grandeza, sin dejar de lado las consecuencias psicológicas de estas prácticas educativas para los jóvenes sin el temple para soportar ese nivel de exigencia. De esta forma, Whiplash construye paso a paso -a partir de un guión maravilloso- el sendero que la relación entre profesor y alumno transita hasta llegar al límite de la agresión física y psicológica, conformando una radiografía de los conflictos educativos pero también cuestionando los lineamientos pedagógicos y la ética docente. Con una sutileza y una profundidad fuera de lo común en Hollywood, la película logra adentrarse en el mundo de la música y comprender la importancia y la tensión de varios ángulos conflictivos de la formación musical para exhibir técnicas de aprendizaje heterodoxas, según los cánones actuales que pregonan el elogio de la diversidad y el juego en lugar de la exigencia. Sin retrotraerse hacia un fondo, las interpretaciones musicales son parte substancial y esencial del guión, en especial las de Caravan, la hermosa composición de Juan Tizol interpretada por Duke Ellington, y Whiplash, la diestra obra de Hank Levy escrita para la orquesta de Don Ellis. En ambas podemos apreciar la complejidad y el virtuosismo que su armonía transmite y exige a sus intérpretes a través de los extenuantes ensayos a los que Fletcher somete a su orquesta. Analizando incluso la retirada del jazz como vanguardia musical hacia reductos de melómanos expertos y aficionados presuntuosos, Whiplash indaga en el amor a la música y los sacrificios que los seres humanos se imponen para destacarse en el distinguido mundo de la industria musical profesional, centrándose en un desierto de soledad vinculado a la búsqueda de la perfección y concibiendo una espinosa historia sobre la obsesión de dos músicos para con el virtuosismo y el éxito artístico.
Whiplash, el mejor estreno en lo que va de este 2015, con aspiraciones a conseguir varios Oscars. Miles Teller es Andrew, un alumno de un conservatorio de música en el cual da clases el profesor Fletcher. Fletcher dirige una orquesta interina, con un estilo que hace que la frase “con mano de hierro” parezca una metáfora que no alcanza para definir su accionar. J.K. Simmons da vida a Fletcher, este genio de la música cuyo talento hace que los alumnos que integran la banda, se dejen gritar, maltratar, y hasta incluso lastimar, todo en busca del prestigio que participar en esa banda les puede dar. Whiplash se estrena en la argentina apenas una semana después de recibir sus cinco nominaciones a los Oscar, Y muchos se preguntaran por qué una película que cuenta el vinculo alumno talentoso – docente exigente que tantas veces se ha visto en el cine, merece tantas nominaciones, incluyendo guión y mejor película… pues la realidad es, que esta película no se parece a ninguna que haya tocado el tema anteriormente. Lo primero que uno puede decir, es que los climas que logra el film son extremos. El espectador esta viendo un drama y sale de la sala tensionado como si hubiese visto un thriller de suspenso. El nivel de actuación de Simmons y Teller es sorprendente y la química entre ellos es volátil. Otro de los grandes meritos es el montaje, una de las variables que menos notorias suelen ser en este genero. Y no me refiero a ritmos acelerados o cortes bruscos, sino al timing, como un reloj que predispone al espectador al nivel de tensión exacto de cada momento de la película. La banda de sonido es maravillosa, mas allá que muchas de las piezas se escuchen cortadas o interrumpidas por los alaridos del profesor Flecther. La fotografía probablemente sea el aspecto más sutil en esta producción, lo cual puede ser uno de los motivos por los cuales Damien Chazelle (que demuestra con este su apenas segundo largometraje, que es un narrador nato) la nominación como mejor director que sin lugar a dudas, se merece. Whiplash es imperdible en esta cartelera, que probablemente se lleve un par de galardones más que merecidos, sin dudas el de actor de reparto para Simmons seria una de las apuestas fijas para el veintidós de febrero cuando los ganadores del Oscar se anuncien
Todo por triunfar Whiplash, Música y Obsesión (Whiplash, 2014) es la película indie que desde su estreno en Sundance hace casi un año no ha parado de crecer. Premiada en dicho festival, luego pasó por la Quincena de los Realizadores de Cannes y terminó de consagrarse en la temporada de premios anuales con cinco nominaciones al Oscar y una clara ventaja de J.K. Simmons para imponerse como mejor actor de reparto. Dirigida y guionada por el joven Damien Chazelle, la historia hace foco en la sádica relación que mantiene un alumno de un colegio de música de Manhattan con el director de la orquesta de jazz del establecimiento. Andrew (Miles Teller), es un muchacho de 19 años que estudia para baterista y tiene todas las condiciones para convertirse en un grande del jazz. Terence Fletcher (J.K. Simmons) es el profesor y director de orquesta que ejercerá una despiadada presión sobre cada uno de los músicos –y especialmente sobre Andrew- para lograr la perfección. La sádica relación que se da entre músico-alumno y director-maestro es lo que mueve una historia, narrada de manera ejemplar, que pone a prueba los límites de sus personajes para así alcanzar las metas que cada uno tiene para su profesión. Andrew quiere ser el mejor y para lograrlo dejará todo. Fletcher quiere lo mismo para su orquesta y no dudará un segundo en "torturar psicológicamente" a sus alumnos o llevarlos hasta el límite de lo fisico. Los logros más significativos de Chazelle recaen no solo en un guión sin fisuras sino también en la construcción del perfil psicológico de los personajes. Seres donde cada uno de los rasgos están claramente definidos y en ningún momento causará sorpresa alguna la reacción frente a determinado hecho, por más radical que sea. Whiplash, Música y Obsesión, además de su sólida banda sonora, los travellings que siempre desembocan en un personaje, y su duelo actoral, da una vuelta de tuerca sobre la forma de contar una historia sobre el éxito y el fracaso, sobre los sacrificios y las recompensas, sobre las diferentes formas de lograr la felicidad, y sobre hasta cuanto se está dispuesto a soportar con tal de ser el mejor.
Curso intensivo. Un tópico abundante en la oferta de exponentes que indagan los recovecos musicales se refiere a la presión institucional como el síntoma viral que perjudica la autoestima artística y potencia el grado de competencia en el ambiente profesional. Con esta base obsesiva trabaja una película como Whiplash, en donde dicha temática se va acelerando sobre la formación de un alumno que aspira a consagrarse como baterista de jazz y que en el proceso opta por aislarse del cúmulo social para poner a prueba su virtuosismo oculto y canalizar sus metas. Lo que intenta demostrar nuestro caprichoso personaje es que las tribulaciones artísticas son culpa del circuito alineado de jornadas demandantes que dañan el intelecto y responden en síntomas de estrés e impotencia inspirativa. Asentada sobre una superficie melómana e irradiando espíritu indie se lleva a cabo la historia de Andrew Neiman (el destapado Miles Teller), un acomplejado estudiante de conservatorio que busca destacarse profesionalmente en el rubro de la percusión. Intentando acoplarse a una banda de músicos prodigiosos, consigue llamar la atención del distinguido Terence Fletcher (el mala onda de J.K. Simmons que acá la rompe), un docente sumamente estricto en su disciplina que encuentra en el maltrato físico y verbal la técnica ideal y necesaria para formar a los próximos próceres del jazz. Con ánimos de someterse a este método extremo, Andrew se obstina en resetear toda interacción social durante los ensayos y tornarse un discípulo masoquista. En su segunda oda al mundo del jazz, el director Damien Chazelle trabaja sobre ambientes bien perimetrados (la escuela y el departamento como cajas de contención) para transmitir la sensación de bloqueo técnico y el aislamiento físico que Andrew experimenta para vaciarse mientras le hierve la sangre. Este modismo claustrofóbico también repercute en las relaciones que Andrew clausura al percibir que su entorno influye como un obstáculo amenazante. El amorío tortolo que pilotea con una empleada sin objetivos es un pasaje que se descarta instantáneamente, suprimiendo todo rastro pasional y rompiendo el encanto sentimental de la trama. Por otro lado, la falta de complicidad paternal puede parecer un tanto forzada, aunque este recurso sirve para evidenciar el tono directo de la película, que finalmente redondea en un nivel majestuoso. Es sumamente destacable el ritmo compacto que maneja Chazelle al ejecutar movimientos de cámara sumamente prolijos durante el montaje y un uso magistral del trasfondo sonoro que ejecuta elegantes perlitas del jazz (aquellos entendidos del género sabrán rastrear a sus intérpretes). La coordinación del desarrollo configura a Whiplash como una película mecánica pero no por eso carente de emociones (ni hablemos del laburo que se manda Simmons). Incluso su narrativa juguetona tiende a invertirse si tenemos en cuenta que al principio Chazelle parece querer fabricar un coming of age minimalista para luego volcarse a un duelo frontal entre el estratega de Fletcher y el impulsivo de Andrew, quienes se debaten en una competencia de boicots públicos. Respecto a toda la cuestión ambiciosa, usted decidirá si lo mejor es bajar un cambio o pisar a fondo.
Rápido y furioso Si bien el filme debut de Damien Chazelle entró en la carrera por los Oscar, mucho antes que esto ya había deslumbrado en el Festival de Sundance, históricamente, un festival que destaca lo mejor del cine independiente y suele descubrir estas pequeñas grandes películas. Tal es el caso de "WHIPLASH: Música y Obsesión" una historia simple, narrada con mucha pasión y nervio. Andrew (Miles Teller) con sus flamantes 19 años, es estudiante del primer año en una de las escuelas más prestigiosas y llega a ser elegido por el antipático director Fletcher (J.K.Simmons) para formar parte de la banda y representar a la escuela en las competencias y festivales. El hilo conductor es la pasión por la música, la entrega del músico frente a su instrumento, la obsesión y el fanatismo para lograr la perfección y la exigencia que tiene cualquier entrenamiento para llegar a un objetivo dentro del terreno de la música o bien del arte en general. Y todo esto está regado por una banda de sonido del mejor jazz que acompañará los distintos momentos del film. Personalmente no soy un apasionado de la música, ni me sedujo la propuesta de "WHIPLASH" desde ese lugar.Pero todos tenemos dentro alguna pasión (por el deporte, por el cine, por la música, por la escritura, por la danza, por el teatro...) y todas tienen en común la exigencia y la entrega que es necesaria para darle curso a ese sentimiento incontrolable que arremete desde lo más interno. Y desde ese lugar, justamente, es desde el que creo que "WHIPLASH - Música y Obsesión" tiene la capacidad para poder cautivar a cualquier espectador y obviamente, que todos aquellos que sean fanáticos del jazz, del mundo de la música en general o que de algún modo compartan el universo de los bateristas, la van a poder disfrutar doblemente. Si bien el tema central del filme que es el contrapunto del estudiante que quiere ascender versus el profesor exigente es algo que ya sido visitado desde algún otro lugar en "FAMA" de Alan Parker, "MADAME SOUSATSKA" de John Schlesinger con Shirley Mac Laine o en un tono de comedia con "ESCUELA DE ROCK" la perlita de Linklater, algo hay en "WHIPLASH" que hace que la historia vuelva a funcionar. Igual o incluso mejor que en lo que uno ya haya visto. El gran mérito lo lleva el contrapunto protagónico que forman el jóven Andrew y el intolerante Fletcher. Miles Teller es Andrew. Lo hemos visto en su debut en "Rabbit Hole - El laberinto" junto a Nicole Kidman y Aaron Eckhart en un papel secundario en donde ya brillaba con un estilo particular. En "The Spectacular Now" y "Las novias de mis amigos" ya ha llegado a roles protagónicos y ahora se consolida con este enorme papel al que le saca el jugo y nos entrega un Andrew que no podría ser imaginado -una vez que vimos a Teller- para otro actor que no fuese él. A su lado, J.K. Simmons, crece, se agiganta, se hace enorme porque encuentra justamente en Teller el contrapunto ideal para desplegar un personaje lleno de ironía, políticamente incorrecto, resentido, severo y despiadado al extremo. Con una lluvia de premios por este papel y finalmente una nominación al Oscar como Mejor Actor de Reparto, J.K.Simmons comienza a consolidar una trayectoria en el cine después de ser un reconocido actor dentro del mundo del series de televisión y tal como pasa con su compañero de elenco, una vez terminada la película no hay otro actor que uno pueda imaginar en ese papel. Simmons va desde la violencia verbal al gesto más sutil, de la tormenta a la calma y recorre una diversidad de registros y sobre todo en el tramo final del filme, aparece con una nueva versión de si mismo que le permite manejar otro tono y seguir luciéndose. El guión sólo los deja correr, librados a la propia pasión y a sus impulsos. Hay algo del violento Fletcher en el jóven Andrew, tambien rebelde sin/con causa y que no le teme a enfrentar a ese ogro con piel de profesor basta de llegar a su objetivo. No abunda en explicaciones ni en trazos gruesos, sólo hay que permitir que el ritmo de los drumsticks de Andrew se batan a toda velocidad y dejarnos llevar por el ritmo que nos propone "WHIPLASH" que alterna esos momentos de muy buena música con otros donde la tensión entre los personajes nos corta la respiración. Terence Fletcher: ¿Por qué supones que te arroje con una silla, Neyman? Andrew: No... no sé. Terence Fletcher: Seguro que sabes Andrew: ¿El tempo? Terence Fletcher: ¿Te estabas acelerando o estabas lento? Andrew: No... no sé Terence Fletcher: Empieza a contar Andrew: Cinco, seis. Terence Fletcher: (abofeteándolo) En 4, maldición! mírame! Andrew: un dos tres cuatro, un dos tres cuatro, un dos tres cuatro Terence Fletcher: Ahora, ¿me estaba apurando o estaba lento? Andrew: No sé. Terence Fletcher: Cuenta otra vez Andrew: Un dos tres cuatro, un dos tres cuatro, un dos tres cuatro Terence Fletcher: ¿Acelerado o lento? Andrew: Acelerado Terence Fletcher: Ah, entonces sabes la diferencia. Si deliberadamente arruinas mi banda te mataré como a un cerdo. Ahora, ¿eres un acelerado o un lento? ¡¿O VAS A TOCAR A MI MALDITO TEMPO?! Además, "WHIPLASH" cuenta con un trabajo de edición impecable para lograr esos momentos de climax estremecedor y un ritmo que el debutante Damien Chazelle tiene claro desde el primer fotograma. Si me hubiesen dicho que una película sobre un jóven baterista y su exigente maestro me iba a tener aferrado hora y cuarenta a la pantalla, realmente hubiese dudado. Entre otros grandes méritos, "WHIPLASH" tiene ese. El de tomarte por completo en la primer escena y no soltarte, de acompañar a estos dos actores que dejan el alma en cada tramo, hasta llegar una escena final precisa, de una síntesis impecable y que logra decirlo todo al ritmo de la música, ahí donde ya sobran las palabras.
Whiplash es el nombre de una canción, pero sobre todo es el nombre de una historia. Cuando un chico que sueña con ser un baterista recordado se encuentra con un clásico que tiene que hacerlo suyo, más le vale destacarse. Esto viene de la mano de un tutor que está muy dispuesto a reventarlo contra la pared las veces que sean necesarias para poder descubrir qué tiene él para dar. Esta película, sobre esta simple premisa, tiene dos cosas importantes: una fotografía oscura, con mucha madera, bien de encierro y música de conservatorio y un guión que permite un duelo de titanes. Los actores tienen que entregar absolutamente todo lo que tienen bajo la manga para hacerla funcionar y lo logran. El personaje principal a cargo de Miles Teller, es un chico retraído por momentos, pero que se destaca porque tiene la disciplina de poder alcanzar el éxito que pretende. Está aburrido de la mediocridad que lo rodea (según su perspectiva, claro) y sabe que el talento es importante pero más importante es el duro trabajo para destacarse. Él la verdad es que resulta un poco antipático (cosa que también tiene que marcarla desde el guión) y logra mantener esa sensación de estrés, angustia y ansiedad. JK interpreta a Flectcher, un hombre que cree que uno debe ganarse el derecho a pertenecer a una banda y por eso tiene que presionar más de lo que cualquiera puede tolerar. Imposible dejar de mirar a JK Simmons en este film. Es más grande que todo. El film, dirigido por Damien Chazelle, está basado en un corto que él mismo escribió y dirigió en el 2013 y es su cuarta producción con él a la cabeza. Hay que tener en cuenta que todo el ritmo de la edición se basa en golpes de batería (con muchos cortes directos y el paso a la siguiente toma), planos cerrados muy en detalle, planos aberrantes donde el personaje siempre está a punto de romperse frente a nosotros o nosotros mismos somos los que vamos a rompernos si tanto está en juego en el repiqueteo de cada platillo. El resultado final es una muy buena película, emocionante y con memorables actuaciones. Seguramente recordarán la tensión durante mucho tiempo luego de que se termine el film.
La música como medio de ascenso y crecimiento personal. El ritmo y el esfuerzo para demostrar a los demás que nada está perdido cuando el empeño se somete a la exigencia. "Whiplash: Música y Obsesión" (USA, 2014) llega para recuperar un tipo de cine que durante mucho tiempo gozo de popularidad: el cine musical basado en historias que con el esfuerzo como bandera permiten narrar otras situaciones que se relacionan a sentimientos profundos que se solapan detrás de los sueños por lograr trascender en el mundo de la música. En "Whiplash: Música y Obsesión " hay tres protagonistas excluyentes, Andrew Neyman (Miles Teller), Terence Fletcher (J.K. Simmons) y claro, una batería. Todo comienza cuando en uno de los conservatorios musicales más prestigiosos, Andrew, se desvive por demostrarle a Terence su habilidad por tocar la batería. En un primer acercamiento veremos como el joven se somete al maestro con un solo gesto o una palabra y entendemos no solo que la relación entre ambos será complicada, sino que la supuesta pasividad con la que Andrew inicia su relación con Terence ira modificándose. Andrew vive tratando de demostrarle al mundo sus logros y también su trascendencia en lo que hace. Su padre lo ubica siempre a la sombra de sus conocidos, y más allá de compartir con él algunos "rituales" (ver películas clásicas) hay algo que no se dicen que le molesta. Casualmente con Terence será una relación completamente diferente, porque él le dirá todo en la cara, y en ese decir directo hay una aprobación del otro que Andrew necesita, y quien en su familia nunca ha encontrado. Cuando entra a la orquesta de cámara de Terence y en los ensayos se someterá a las exigencias de este, mientras su vida personal comienza a acomodarse al iniciar una relación con Nicole (Melissa Benoist), la vendedora de golosinas del cine al que siempre va. La competencia nacional de orquestas comienza y con ella la presión, el desgaste entre Andrew y el medirse con los demás para demostrarle al mundo que es el mejor baterista que acaso alguien haya soñado escuchar. Pero la relación con Terence se tensa y la expulsión de Andrew de la orquesta hará que el filme vire hacia un lugar extremo y complicado del que luego puede salir con soltura gracias a la música. Damien Chazelle, en su cuarto filme, crea un filme entretenido y que en una dinámica inspirada en la teoría del amo y el esclavo, genera una tensión y suspenso que mantiene en vilo al espectador hasta el último momento. La música como vector de la narración y el despliegue audiovisual que utiliza recursos técnicos básicos (panes, detalles, tomas aéreas, planos contrapicados, etc.) para transmitir la pasión de los protagonistas es uno de los hallazgos. El otro, claro está, son las interpretaciones de Teller y Simmons, como así también la recuperación para la pantalla grande de Paul Raiser, algo que le otorga más acercamiento, empatía y familiaridad al filme. "Whiplash: Música y Obsesión " es una película que transmite la pasión de los que sueñan en voz alta por trascender en lo suyo, y principalmente por triunfar a fuerza de ensayo y error (más errores que logros) para obtener un resultado positivo dentro de un área.
Casi todos pasamos por ese momento en la vida donde nos obsesionamos con ser buenos en algo: un deporte, un instrumento, alguna otra disciplina artística o, simplemente, ser el mejor alumno de la clase. A veces ocurre en la niñez, impulsados por los propios fracasos o deseos incumplidos de nuestros padres, otras (la mayoría de los casos), producto de la mera competitividad del medio que nos rodea. Pero, ¿dónde está el límite entre la “obsesión” y la “pasión” por algo? En esa vorágine de adrenalina, noches sin dormir, emociones encontradas, sangre, sudor y lágrimas… ¿alguien puede notar la diferencia? Acá reside uno de los puntos centrales de “Whiplash: Música y Obsesión” (Whiplash, 2014), la típica película chiquita y festivalera que llega a colarse entre las nominadas al Oscar: sencilla desde la historia y su tratamiento, contundente desde las actuaciones, que nos brinda un conjunto casi perfecto a lo largo de sus 107 minutos gracias a una narrativa entretenida y una banda sonora que se mete en el cerebro como un virus zombie. La única forma de no gustar de esta película es odiar la música en todas sus formas o no haber tenido jamás una pasión tan grande a lo largo de sus vidas. El director y guionista Damien Chazelle ama la música y, además, se lo nota un tipo apasionado. El guión original de “Whiplash” formó parte de la famosa “Black List” de 2012, esa listita de grandes proyectos sin producir en Hollywood de la que han salido tanto grandes maravillas como bodrios infumables. Como para muestra basta un botón, el muchacho tomó quince de las 85 páginas escritas y realizó un cortometraje de unos 20 minutos protagonizado por Johnny Simmons y J.K. Simmons, un cortito que debutó en el Festival de Cine de Sundance y juntó premios a montones, además de conseguir la financiación necesaria para hacer una película completa. Miles Teller, el próximo Reed Richards del reboot de “Los Cuatro Fantásticos” (The Fantastic Four, 2015), tomó el lugar de Johnny en el papel de Andrew Neiman, un joven estudiante de batería en uno de los mejores conservatorios de Nueva York que logra la tutela del mejor profesor del lugar, Terence Fletcher (J.K. Simmons), reconocido por sus aptitudes, pero también por sus métodos poco “saludables y ortodoxos”. El talento de Andrew logra llamar la atención de Fletcher que lo invita a formar parte de la prestigiosa banda de jazz de la escuela, un sueño hecho realidad para el pibe y un escaloncito más arriba en su meta por convertirse en un grande del género, a la par de genios como Don Ellis o el mismísimo Charlie Parker. No hay nada más en la vida de Neiman, hijo de madre ausente y un padre que lo apoya a pesar de sus propias frustraciones, todo gira en torno a la batería, el jazz y, sobretodo, lograr la aprobación de su maestro, un perfeccionista insufrible con una personalidad más volátil que la central de Atucha. Ahí es cuando la pasión se torna en una meta obsesiva, arrasando con todo a su paso (y cualquier tipo de relación social), poniendo a prueba y empujando al límite las habilidades del joven, además de su salud, tanto física como mental. “Whiplash” es una historia de relaciones. La de alumno y maestro, y la de Andrew con la música, sus sueños y su futuro. No hay nada más allá de esta ecuación y al relato no le hace falta. Acá no hay efectismos ni golpes bajos, no hay grandes presupuestos, pero si un gran manejo de la cámara y de cada situación; una edición vertiginosa por momentos y sutil y calmada cuando se la necesita (por algo se ganó muy merecidamente una nominación a Mejor Montaje, además de Mejor Película, Mejor Guión Original, Actor de Reparto y Mezcla de Sonido), más una atmosfera austera y brumosa porque así es el jazz, una catarata de emociones con un espíritu oscuro que acá hace explosión en los últimos quince minutos de película. J.K. Simmons se luce y roba a mano armada en cada escena que aparece, con su sonrisa a medias, “sus frases de cabecera” y un par de anécdotas que saca a relucir cuando quiere. Pero hay mucho más detrás de este personaje perfeccionista y de pocas pulgas: ¿Sus propios fracasos o realmente anda en busca de un nuevo talento jazzístico? Miles Teller tal vez queda un poquito eclipsado, pero no hay que restarle mérito a este joven actor que le pone cada fibra de su cuerpo al personaje de Neiman. No decimos nada más, vayan y experiméntenla, gócenla y muevan la patita al ritmo de “Caravan”, “Whiplash” y tantas otras. Amen y odien, porque en definitiva esa es nuestra relación con las pasiones… y las obsesiones.
Batería y obsesión Entre las nominadas a Mejor Película para los Oscar 2015 aparece Whiplash, del joven Damien Chazelle, quien nos sorprende por su capacidad para contarnos una historia marcada a fuego por la obsesión, el compromiso máximo y los conflictos tanto internos y externos que pueden desprenderse de la persecución de un sueño. Cine independiente que resulta difícil de clasificar dentro de un género. No se trata de un drama típico; la obra del director de apenas 30 años posee fuerza, adrenalina y una dinámica que permite mantener la expectación a todo momento. Whiplash nos remite a la cotidianidad de Andrew Neiman (Miles Teller), un adolescente que se empeña en mejorar sus aptitudes como baterista de jazz, estudiando en un reconocido conservatorio. Su vida da un giro importante cuando es convocado por Terence Fletcher (J. K. Simmons), un profesor con un oído agudo para la música, pero cuyos métodos de enseñanza no son los más ortodoxos. Fletcher presiona a sus dirigidos a niveles límite, quiere exprimirlos para sacar lo mejor de ellos. El desafío para Andrew está dado no solo en crecer, sino además en medir hasta qué punto es capaz de tolerar en cuanto al maltrato ejercido por el docente. J. K. Simmons es una de las razones principales por las que el film triunfa y a la vez nos enlaza con los acontecimientos. Su personaje es temerario, impone presencia y respeto, del mismo modo que se gana, en unas cuantas secuencias, el aplazo del observador por sus vehementes comportamientos. Tras alzarse del premio a Mejor Actor de Reparto en los recientes Globos de Oro, Simmons asoma como favorito para los venideros Oscar. Y no es para menos, puesto que logra incomodar y llevar a cabo una interpretación formidable. Vale la pena la mención también para Miles Teller, quien realiza una sólida y convincente labor. Whiplash es una historia de perseverancia y lucha por la consecución de una meta. El interrogante se plantea a partir de qué precio se está dispuesto a pagar para alcanzar los objetivos personales y qué tantas trabas en el camino se pueden sobrepasar sin salir herido. Más allá de las cuestiones de fondo que hacen al desarrollo de la cinta, asimismo es interesante el montaje y el timing con el que Chazelle expone cada circunstancia. Aquí es donde la batería no deja de sonar, de forma tan electrizante como el dinamismo propio que acarrea el relato. Salvando pequeños detalles discutibles en cuanto a verosimilitud, la película resulta endemoniadamente entretenida, brindándonos un espectáculo que desborda fibra. Sumamente recomendable. LO MEJOR: las actuaciones, sobre todo la que lleva adelante J. K. Simmons. El ritmo con el que se desarrollan las escenas. La tensión. LO PEOR: puede que alguna que otra instancia que no resulte meramente creíble. PUNTAJE: 8,5
Una relación que roza lo patológico El opus 2 del director estadounidense retrata el vínculo al límite del sadomasoquismo que puede nacer entre dos personas que aspiran a alcanzar lo supremo. Aquí, los protagonistas son un más que exigente profesor de música y su alumno baterista. "No hay dos palabras más dañinas que se le puedan decir a alguien que ‘buen trabajo’.” Una afirmación así, severa e implacable en cualquier circunstancia, cobra un significado mucho más denso e incluso patológico si el que la dice es un maestro y quien la recibe, uno de sus pupilos. Ambos, docente y alumno, son los protagonistas excluyentes de Whiplash, música y obsesión, opus dos del joven director estadounidense Damien Chazelle, aunque todo el tiempo se tenga la sensación de que un tercer protagonista, un ente fantasmal, se mueve entre ellos gobernando el vínculo que los une. Que en principio podría suponerse que se trata del espíritu de la música, pero no. Porque es cierto que Terence Fletcher es el profesor estrella de la mejor academia de música de los Estados Unidos, un pianista y director de orquesta que lleva la exigencia a límites psicopáticos. Y que Andrew Neyman es el más joven de sus alumnos, un baterista admirador del gran Buddy Rich que ansía convertirse él mismo en uno de los héroes del jazz a costa de cualquier sacrificio. Pero si se retiran los ornamentos, la fórmula podría cambiarse de escenario y seguir funcionando. Entonces alumno y maestro podrían convertirse en futbolista y director técnico; un aspirante a yuppie y un viejo lobo de las finanzas; un joven telemarketer y su supervisor. O en una ballena blanca y el fiero capitán de un buque ballenero. Lo vital en Whiplash no es quiénes, sino qué.Porque aunque la música es un elemento importante de la trama, no deja de ser una excusa, de alguna manera un McGuffin hitchcockiano que sirve para vestir el relato de manera elegante y anclarlo en una atmósfera cinematográfica clásica, refinada y épica a la vez. En realidad lo que importa es la dinámica que surge entre los personajes en su búsqueda de la excelencia, de una utopía, de un deseo por cumplir. De la inmortalidad, que es de lo que se trata la épica. Por eso tampoco importa lo improbable de la existencia de un profesor como Fletcher, capaz de llevar la exigencia a niveles de tortura psicológica tan altos y de manera sostenida en el tiempo dentro de una institución de primer nivel mundial. Sobre todo en los Estados Unidos, donde por mucho menos se pondría en movimiento la industria del juicio. Se trata de retratar el vínculo al límite del sadomasoquismo que puede nacer entre dos personas que, desde el más mundanal de los barros, aspiran a alcanzar lo supremo. Esa obsesión de Fletcher por “empujar a las personas más allá de lo que se espera de ellos”, por ser la chispa que encienda la mecha del próximo Charlie Parker, y la de Neyman por conseguir la gloria del mismo modo en que ciertos monjes se flagelan para acercarse a lo divino (no por nada la película se llama Whiplash, latigazo, y el chico toca la batería, el más carnal y físico de los instrumentos musicales), los deja a un paso del Capitán Ahab y Moby Dick. Se trata de la frustración que produce lo inalcanzable convertida a la vez en motor y causa final, en lo único que le da a la vida un sentido trascendente.De la misma manera en que los personajes van cerrándose cada vez más sobre su vínculo, la película también se va comprimiendo sobre ellos, dejando de a poco en el camino las tramas laterales y los personajes secundarios, convirtiéndose a sí misma en un relato obsesivo, en donde fotografía, música y montaje conspiran para darle la forma de una pieza de cámara. Como una partitura que alimenta el crescendo para por fin despojarse de ornamentos y darles espacio a los solistas, lugar que ocupan el joven Miles Teller y ese gran tapado que fue siempre J. K. Simmons.Sin embargo, hay un punto de quiebre hacia el final del film que plantea una discusión narrativa interesante. Del mismo modo en que hace unos años se cuestionó a Santiago Mitre por permitirle al protagonista de El estudiante responder una pregunta clave al final de la película, acá Chazelle pone a Andrew (otro estudiante) ante una situación similar. Pero lo que sigue no es sólo su respuesta, sino una secuencia final que de alguna manera viene a cumplir con el rol de un retorcido final feliz, a resolver el vínculo escabroso de maestro y alumno. A pesar de eso, dicha secuencia de cierre es notable, casi un cortometraje en sí misma, donde finalmente se corporiza ese espíritu esquivo que los protagonistas persiguen durante toda la película.7-WHIPLASH, MUSICA Y OBSESIONWhiplash, Estados Unidos, 2014.Dirección y Guión: Damien Chazelle.Música: Justin Hurwitz.Fotografía: Sharone Meir.Montaje: Tom Cross.Duración: 107 minutos.Intérpretes: Miles Teller, J. K. Simmons, Paul Reiser y otros.
Publicada en edición impresa.
Los latigazos a los que alude el título original pueden ser metafóricos, puramente psicológicos, o tan reales como lo son la sangre, el sudor y las lágrimas que hay que estar dispuesto a consagrar ya no en cumplimiento de un deber patriótico, sino en el obstinado ascenso hacia las cumbres de la perfección. Sobre todo si el maestro que sirve de guía confía antes que nada en la eficacia pedagógica de la humillación. Maestro y discípulo (o amo que abusa del poder y esclavo complaciente) son en este caso músicos de jazz y no hay campo de batalla, sino sala de ensayos en la reputada (y ficticia) academia Shaffer de Manhattan -la mejor del país, según se la califica-. Y el duelo que los coloca frente a frente también los iguala. El objetivo de ambos es el mismo: alcanzar la excelencia. El más fuerte, el maquiavélico Terence Fletcher, director de la big band del establecimiento, ha visto en Andrew Neyman, el joven baterista de 19 años recién ingresado, el talento que podría esconder a un futuro Max Roach. El más joven confía en sus virtudes, y le sobran ambición y empeño porque lo que busca no es ser apenas un buen baterista, sino un grande, el mejor. De modo que está dispuesto a soportar todos los perversos manejos del implacable instructor (no muy lejano pariente del sádico sargento de Nacido para matar) con tal de asegurarse la batería en la prestigiosa orquesta que el hombre dirige y que reúne a los más brillantes alumnos de Shaffer. Le espera, pues, un sinnúmero de humillaciones (Fletcher cree que no hay mejor camino para penetrar en los secretos del jazz que una buena humillación pública que desafíe el orgullo y encienda el deseo de ir más allá de todos los límites). Tal como -dicen que cuenta la leyenda- la sufrió el mismísimo Charlie Parker para convertirse en Bird. Del diamante en bruto podrá por fin emerger la joya resplandeciente, pero para que eso ocurra, habrá que atravesar el infierno que propone el demoníaco Fletcher. Tal vez una pesadilla parecida a la que vivió el propio Damien Chazelle en otra academia y bajo la tiranía de otro perverso educador antes de recrearla en un corto de 18 minutos que triunfó en Sundance, lo premió como guionista y director (y a Simmons por el mismo papel que ahora lo señala como favorito al Oscar al mejor actor de reparto) y le sirvió de base para este largometraje que puede ser electrizante mientras desarrolla el dramático proceso de aprendizaje, alcanzar en más de un tramo el nervio y la tensión de un thriller, encender la emoción y sortear los estereotipos del género que acechan en la historia. Mérito de un guión que encuentra el modo de renovarse constantemente apoyándose en la elaborada complejidad de sus personajes (y no sólo los dos centrales, que cuentan con la vibración y la entrega de Miles Teller y J.K. Simmons, sino también quienes los rodean) y en una puesta en escena que expone el fluido y potente lenguaje de este realizador de 29 años. Es admirable el empleo de la música, otra protagonista, con generosas dosis de buen jazz, entre cuyos temas figura, claro, el de Hank Levy que da título al film.
Whiplash es el segundo trabajo de Damien Chazelle, una de la revelaciones recientes del cine independiente norteamericano que será muy interesante seguir en el futuro. Su ópera prima, Guy and Madeline on a Park Bench (2009), que no pasó por la cartelera local, era una historia de amor que también estaba relacionada con el jazz. En este caso presenta otro relato sobre músicos inspirado por algunas experiencias personales que vivió en una escuela de música durante su adolescencia. Chazelle originalmente concibió esta historia para un corto que protagonizó Johnny Simmons (de la serie Bones) en el rol del tiránico profesor Terence Flechter. El corto tuvo una gran repercusión en el Festival de Cine de Sundance y en seguida atrajo la atención de una productora para expandir la trama en una película. Con una premisa muy sencilla el director brindó una historia apasionante que se centra en la intensa relación piscológica que se gesta entre un aspirante a baterista y el maestro de una prestigiosa escuela de música. Por la naturaleza del personaje de profesor, J.K.Simmons es quien viene cosechando elogios en el último tiempo, pero no hay que desmerecer la labor de Miles Teller que es estupenda. Uno lo ve en esta historia y parece que se hubiera dedicado a estudiar batería desde siempre. A los 19 años Andrew Neiman enfrenta batalla en distintos campos. Por una lado su circulo familiar que no valora sus esfuerzos y avances en la escuela de música y dentro del instituto tiene que lidiar con un maestro neurótico, violento y agresivo que maltrata a los alumnos. Lo interesante de Terence Fletcher es que no es un villano acartonado sino un hombre que intenta sacar lo mejor de sus alumnos con métodos cuestionables. Whiplash es fascinante por la relación que se gesta entre estos personajes y el retrato que hace el director de las escuelas de música competitivas, donde los alumnos buscan la manera de sacarle ventaja a sus compañeros para avanzar en los cursos. Como fan de Paul Reiser (Mad About You) no puedo evitar comentar que me dio mucha alegría encontrarlo en este film. Aunque tiene un rol secundario como el padre de Miles Teller, su personaje juega un papel importante dentro de los conflictos internos que enfrenta el protagonista . Y como olvidar a la batería que es la gran estrella de esta historia. Hay decenas de películas sobre guitarristas y pianistas, pero no recuerdo ninguna que se centrara en la pasión por este instrumento como lo hizo la obra de Damien Chazelle. Whiplash es una de las mejores películas que se encuentran actualmente en la cartelera y bien merecido tiene todos los elogios que cosechó hasta la fecha. No se la pierdan.
Un feroz retrato sobre la ambición y el duro camino hacia la perfección Andrew es un joven y tímido baterista de jazz que busca sobresalir en el mejor conservatorio de música de Nueva York. Pero para lograrlo deberá sobrevivir a su profesor Terence Fletcher, un director de orquesta tan ambicioso como él, que con rigurosos métodos de enseñanza empuja a sus alumnos al limite de lo que pueden dar. Tócala de nuevo, Andrew Si hubiera de resumir Whiplash en una sola palabra, esa sería: intensa. Como un buen solo de batería, el film escrito y dirigido por Damien Chazelle va ganando en velocidad y ferocidad, hasta llegar a un desenlace que nos deja sin aire. Y todo parte del rechazo a la mediocridad y una simple una pregunta: ¿que se necesita para alcanzar la perfección? o mejor dicho ¿hasta donde estás dispuesto a llegar para alcanzarla? Hay algo crudo y visceral en el film que lo diferencia de otros ambientados en el mundo de la música. Estos suelen ser elegantes y sin demasiado detenimiento en la evolución musical de los personajes. Whiplash parece más bien una película en la linea de Rocky. Cada vez que Andrew se sienta frente a su batería es una feroz batalla. El entrenamiento queda registrado y no es para nada lindo, todo lo contrario, es sucio y engorroso. Es, literalmente, sangre, sudor y lágrimas. Es repetitivo y desesperante. Es equivocarse y volver a empezar. Son muy pocas las veces que tenemos un vistazo a la vida privada de Andrew porque vive para la música, y es la misma música la que le da y la que le quita. Chazelle filma con precisión pero al mismo tiempo con desesperación, con un estilo digno del cine documental. Se mantiene cerca de sus personajes y capta momentos que trascienden la pantalla, dejando en evidencia que el sufrimiento del joven actor Miles Teller y el de su personaje Andrew son mucha veces el mismo. Whiplash es un film pequeño. No necesita más de un par de personajes y algunas locaciones para funcionar. Es una historia que (tomen nota señores productores) podría funcionar muy bien como obra de teatro y no me sorprendería si en algún momento eso se convierte en realidad. Pero aunque en esencia es una película chica, las interpretaciones de sus dos protagonistas la transforman en una obra enorme. Teller, como se dijo más arriba, vive su personaje. Sufre junto a Andew al punto de que la linea que divide la realidad de la ficción se va desvaneciendo lentamente frente a nuestros ojos. Pero la fuerza imparable detrás de la película es J.K. Simmons. El actor de Juno y Quémese Despúes de Leer interpreta a Fletcher, un conductor de orquesta perfeccionista, casi hostigador, que está dispuesto a llevar todas las situaciones al limite con tal de conseguir lo que busca. Su interpretación se asemeja a la de una fuerte tormenta que entra en escena y arrasa todo lo que hay a su paso. Simmons sabe que para que la motivación detrás del personaje de Teller funcione, la suya debe ser todavía más convincente, y da gusto afirmar que lo supera con creces. Conclusión Dicen que ya no se filman buenas películas como se hacían antes, pero Whiplash llega para demostrar que aquello es ni más ni menos que una falacia. Cuando el guión, la dirección y las interpretaciones trabajan juntas y funcionan tan bien como en este caso, el resultado final es esperanzador. Chazelle nos entrega una obra precisa y feroz, elegante y visceral, con interpretaciones consagratorias para Miles Teller y J.K. Simmons y un tercer actor tan intenso que una vez que los créditos finales empiezan a correr podemos volver a respirar con alivio. Sencillamente imperdible.
EL JAZZ NO ESTÁ MUERTO Cuando uno cree poseer un talento pero es joven, uno de los grandes problemas que le sucede es que no hay nadie con carrera para observarlo y poder hacer explotar esas virtudes. Pero cuando sus lunas se encuentran alineadas, las cosas pueden empezar a salir bien y esos sueños de grandeza pueden comenzar su rumbo. Sin embargo, existe una ligera desventaja que poseen la mayoría de estos talentosos: siempre quieren más, y la gente pide más. Andrew Neiman (Miles Teller) es un joven baterista que es fanático del jazz y estudia en el elitista Conservatorio de Música de Terence Fletcher (J.K. Simmons), conocido por sus rigurosos métodos de enseñanza. Cuando el director de la escuela lo observa ensayando, este lo invita a formar parte de su orquesta. A partir de ahí, la vida de este muchacho se verá atrapada en sus propias redes, haciendo que sus capacidades se conviertan en el mayor problema de su vida. Obsesión, exigencia y compulsión son los tres pilares de “Whiplash”. El nuevo estreno dirigido por el emergente Damien Chazelle le hace un impactante homenaje al jazz, uno de los grandes géneros musicales olvidados en un mundo lleno de banalidades. Con una premisa similar a la del “Cisne Negro” (2010), observamos como el artista se obsesiona y presiona por ser el mejor de los mejores. Parece que esta historia está inspirada en la propia vida del director ya que él mismo contó ser un frustrado músico que se enfermaba con los gritos de su profesor. A pesar de sus cortos 30 años, él ya supo redirigir su talento hacia un nuevo arte: el cine. Bellas tomas, excelente composición de sonido e imágenes y grandes caracterizaciones respaldan su excelente trabajo. Por su parte, Teller (“Proyecto X”, “The Spectacular Now”), quien no por casualidad encuentra un ligero aire físico a Chazelle, compone un tímido personaje que cumple con su rol pero no supera las expectativas, quizás por problemas del papel. A pesar de ello, sí da goce cerrar los ojos para disfrutar sus principales apariciones arriba del instrumento que a él le apasiona. Por el contrario, Simmons (a quien seguro recuerden más por ser quien le compraba las fotos a Peter Parker en “El hombre araña”) realiza a la perfección su papel de soberbio pero puntual, que le debió su premio a Mejor Actor de Reparto en la última entrega de los Globos de Oro. Su sarcástica disciplina recuerda al sargento Hartman (“Nacido para matar”), la que hace que algunos espectadores sufran mientras otros ríen a carcajadas. Sin embargo, los 107 minutos de duración del film generan la sensación de quedar cortos. Lo que podría ser una virtud por la inconsciencia del paso del tiempo, se transforma acá en el deseo de querer haber visto algo más. La relación pupilo-maestro se torna algo monótona y se podría haber profundizado más en algunos pasajes que sobrepasan lo musical, sobre todo en la crisis interna del protagonista, quien actúa alocada e impulsivamente agobiado por su historia personal. Esta inspiradora obra, que dejará maravillado a bateristas, músicos y poseedores de cualquier talento, arrasó en el pasado Festival de Sundance y estará compitiendo para Mejor Película, entre otras cuatro ternas, el próximo 22 de febrero en la gala de los Premios Oscar. Aunque probablemente le cueste enfrentarse a otros monstruos de la industria, no caben dudas que si este prematuro director sabe lidiar con su propia obsesión, le quedará una esplendorosa carrera por delante.
Una película pequeña pero es la joya de la semana. Un chico de 19 años que sueña con ser un gran baterista de jazz y un maestros que idolatra pero que tiene métodos que van del sadismo extremos, a la provocación con el objetivo de lograr lo mejor de sus alumnos. ¿ Vale la pena? Ese es el interrogante para los objetivos de un educador que busca obsesivamente la excelencia. Y donde los músicos deben entrenarse casi como atletas. Un film que por las actuaciones y la música vale la pena.
WIPLASH: MÚSICA Y OBSESIÓN nos presenta la relación entre Andrew Neiman un joven y ambicioso baterista de jazz y Terence Fletcher, un instructor de música bien conocido tanto por su talento como por sus aterradores métodos de enseñanza. Estamos ante una de las más impactantes e intensas cintas dramáticas de los últimos tiempos. Un duelo fílmico entre dos personajes en busca de la perfección. Escrita, montada y fotografiada con solvencia, es sin embargo, la música la protagonista excluyente de la película, sin olvidar claro, que tiene un punto fuerte en el trabajo de J.K. SIMMONS, un odioso, tirano y por momentos diabólico docente musical. Una maravilla del cine independiente que tanto cinéfilos como melómanos no pueden dejar de ver.
"Whiplash" es LA PELICULA de la semana... Además de tener 5 nominaciones a los premios Oscar, viene de un exitoso recorrido en festivales. La historia arranca intensa, se pone violenta y termina en una explosión de sentimientos que sinceramente no te lo puedo terminar de explicar de forma escrita, tenes que verla. La dupla, Miles Teller y J.K Simmons es de lo mejor que vi en pantalla grande (dan una clase de actuación), y la dirección de Damien Chazelle, quien entiende donde poner la cámara para generar odio, admiración y hasta ambición (sí sí, todo eso te cuenta la cámara), es magistral. Podría definirla como la ROCKY MUSICAL (y me la banco!). Me quedaría escribiendo un libro entero sobre la película porque es INCREIBLE... y es por eso que quiero que vayas a verla. Te aseguro que vas a salir totalmente modificado/a. Puro talento, buena música, drama, y el ingrediente que toda película tiene que tener para deslumbrarnos... magia que traspasa la pantalla. Un lujo absoluto en nuestra cartelera.
Sangre, sudor y lágrimas por la Música Una pequeña y sencilla historia, cuyo relato se mueve con la precisión de una orquesta de jazz que cautiva hasta cuando improvisa.
Sangre, sudor y lágrimas El filme no suelta al espectador desde su embriagadora primera escena hasta el desenlace. La transpiración cae sobre el platillo de la batería. Son una, dos gotas. Luego son de sangre. ¿Cuánto es capaz de entregar uno por alcanzar un logro? ¿La excelencia demanda tantos sacrificios? El esquema de la película es simple. Andrew, el protagonista, tiene una ambición: ser, sino el mejor, uno de los mejores bateristas de jazz. Está en un conservatorio de elite en Nueva York, y sabe que la única manera de triunfar es siendo seleccionado por el profesor Terence Fletcher (J.K. Simmons), para que integre su orquesta. Fletcher podría encontrar en Andrew un espejo en el que mirarse. Como un Salieri y un Mozart. Pero es tan soberbio y tiránico que cuesta descubrir un gesto de humanidad en él. Y si los demuestra, de inmediato salta como un animal hambriento. Sediento de encontrar la perfección en sus alumnos, a los que humilla. Andrew no tiene madre, pero sí padre con relación fluctuante, casi como la que establece con su nueva novia. La película parece decirnos que si nos enfocamos en una pasión, no podemos abrirnos a otra. O mejor: que si hacemos eso, los riesgos que se corren son muchos. Pero Andrew está tan obsesionado con alcanzar la perfección como Fletcher lo está porque su discípulo logre y le dé, con los palillos, su tempo. Fletcher es el sargento Hartman en Nacido para matar. Trata a sus estudiantes (que no se atreven a mirarlo a los ojos) como si fueran una lacra. En verdad, los exprime para sacar lo mejor de ellos -dirá-, pero el duelo entre profesor y estudiante tendrá chispas. Será electrificante, y eso que el instrumento no está conectado a 220. Damien Chazelle -tenía 29 años cuando la dirigió- sabe de lo que habla, porque él toca la batería, él ama el jazz y a él le pasó algo similar a lo que cuenta su película. Tal vez sea simplista al encapsular la trama en ese enfrentamiento, y quizá hubiera devastado -más- al espectador si fundía a negro 10 minutos antes de que terminara la película... Pero nos perderíamos la fiereza de ese final. Y es que Whiplash es como un sándwich de jamón crudo, pero con dos fetas conteniendo una rebanada de pan: lo mejor está en la secuencia de presentación y en el tenso final. Chazelle sabe darle el ritmo exacto a la película, pintar con iluminación azulada o rojiza la imagen y cuándo utilizar -o no- la cámara en mano. La película tiene puntos de contacto con otras candidatas al Oscar, como Birdman y Francotirador. Las tres tratan sobre hombres obsesionados que viven egocéntricamente lo que sienten que deben hacer, y no entienden los afectos cercanos, de sus seres más queridos. No cualquiera podía ser Andrew. Miles Teller, además de actor, es baterista. Pero Whiplash: Música y obsesión no es un filme para iniciados, o sólo para músicos, aunque es probable que no sea disfrutada de igual modo entre quienes tocan un instrumento y los que lo hacen de oído. Y J.K. Simmons, seguro ganador del Oscar al actor de reparto, se adueña de las miradas con su tensión, no sólo con sus gritos. Estar ante él es como subir a una montaña rusa sin bajar la barra de seguridad del carrito. Una de las citas del filme es “Si no tenés talento, terminás tocando rock”. Polémica, sí, como por momentos es esta embriagadora película.
El debut cinematográfico del joven Damien Chazelle con Whiplash no pudo ser más auspicioso. Aclamado en el festival de Sundance donde se presentó por primera vez, logró pasar del formato de corto( inicialmente su duración era de 18 minutos) a largometraje manteniendo su vitalidad y fuerza narrativa. El film se centra en la historia de Andrew Neyman (Miles Teller) un joven baterista obsesionado con lograr la excelencia quien se cruza en este camino con el inexpugnable Terence Fletcher ( J.K Simmons ) un músico eximio con una relación conflicta e intensa con sus alumnos. La interacción entre ambos es conflictiva y pasa de la amorosa tutela artística al abuso mas despiadado en cuestión de segundos logrando niveles de tensión en el relato que lograrán incomodar al espectador. El universo de la obsesión es retratado de una forma como pocas veces hemos visto en el ámbito de films dedicados a la música donde en general se pone más enfasis en la inspiración como una bendición que se deposita en algunos privilegiados. Por el contrario Whiplash nos muestra el intensísimo trabajo que requiere el ser un brillante intérprete y eso también es parte de su cautivante influjo en el espectador. Andrew no es un iluminado, no es un exponente del pensamiento mágico que con solo sentarse en la batería logra ser el mejor. Es un hombre que se supera que no conoce obstaculos y por sobre todo que se reconoce fallido y falible. El hecho que tanto el director como el intérprete hayan sido bateristas dotan de una fuerza a las imagenes que pocas veces se ha visto y que nos permite adentrarnos en un universo desconocidos para muchos. Un mero ensayo con el maestro Fletcher puede sentirse como una batalla por la perfección donde un fuera de tiempo se convierte en una sentencia a muerte o una ridiculización masiva. Sin lugar a dudas la contundencia y fuerza de este relato tiene mucho que ver con la magistral interpretaciónde J.K. Simmon quien compone a la perfección a este maltratador director de orquesta inspirado en el mismísimo Buddy Rich, que todo el tiempo coquetea con el abuso y el maltrato. El límite mismo de la violencia física es traspasado por este director de orquesta que no conoce otra opción que no sea la excelencia Wiplash es una rareza en nuestra cartelera un film que no debe dejar de verse en el cine, para vivenciar en su plenitud la experiencia que nos propone desde lo sensorial y lo emotivo.Un bello e intenso relato sobre la obsesión, la excelencia e incluso sobre la esencia misma de aquellos seres que prefieren sacrificar su cotidianeidad en vistas a una eternidad artística. Si a estos elementos sumamos al jazz como un tercer personaje omnipresente la ecuación solo puede ser positiva. Hank Levy y Duke Ellington musicalizan esta travesía de superación personal en la que pocas cosas cosas pueden salir mal si sabemos mantener el tiempo y vaya que Damien Chazelle sabe hacerlo.
A veces sale una película perfecta, milagrosa. Es un poco misterioso porque el cine es un arte colectivo por más teoría del autor que uno quiera invocar. Y a veces aparece una película como Whiplash - Música y obsesión: dirigida por un tipo sin demasiada experiencia -había dirigido sólo Guy and Madeline on a Park Bench, una película muy chiquita que se pudo ver en el Festival de Mar del Plata de 2009-, protagonizada por dos actores conocidos pero nada populares, que cuenta una historia que ya ha sido contada hasta el hartazgo. La historia es esta: un músico -baterista en este caso- (Miles Teller) que tiene que enfrentarse a un profesor tan genial como abusivo (J.K. Simmons, el padre de Juno y el jefe del hombre araña en la trilogía de Sam Raimi, acá nominado al Oscar). En los papeles esto podría ser una película directo a video pero todo funciona tan bien que es perfecta, emocionante sin discursos ni trucos, transmite la frustración de una persona que quiere alcanzar la maestría en un arte, que quiere alcanzar lo inalcanzable, y de otro tipo que lo empuja a eso como si estuviera apurándole las riendas a un caballo hasta que el caballo se desploma, agotado, al borde de la muerte. Damien Chazelle, el director, logra transmitir el esfuerzo y la frustración de Andrew con una intensidad fuera de lo común y ayuda mucho que el instrumento que trata de domar el pibe sea el más físico de todos. Sangre, sudor y lágrimas, literalmente. Whiplash - Música y obsesión tiene además otra virtud que no es común: termina cuando tiene que terminar, con un golpe de platillo. Uno de los leit motivs que recorre la película es lo que dice el profesor Fletcher: “Not quite my tempo” (“no es mi tempo exacto”). Y el tempo de la película es perfecto, cosa que queda en particular evidencia en el último plano y el momento del corte a negro. Todos los años se incluye alguna película independiente dentro de las nominadas al Oscar. El año pasado fue Dallas Buyers Club: El club de los deshauciados y el anterior, La niña del sur salvaje. La diferencia es que Whiplash - Música y obsesión debería ganar.
"Whiplash: Leyenda de Pasión" ¿En qué momento de la vida la pasión por algo deviene en obsesión? ¿Cómo podemos distinguir una de otra? ¿Es remotamente posible? Éstos son solo algunos de los interrogantes que la sinfonía cinematográfica del novato Damien Chazelle, “Whiplash: música y obsesión” propone al espectador mientras compone en la pantalla una historia tan tensa como atrapante. “Whiplash” es un proyecto que comenzó en 2013 cuando su guionista y director, produjo un corto del mismo nombre que, luego de haber realizado algunos ajustes en materia de guión, logró transformar en su pieza maestra. La película se centra en la vida de Andrew Neiman (interpretado por Miles Teller), un joven baterista y estudiante del prestigioso conservatorio neoyorkino Schaffer, y la relación amor/odio que entabla con uno de los docentes de esa institución: el enigmático Terence Fletcher (un brillante J.K Simmons). Todo comienza cuando Andrew es elegido por el mismísimo Fletcher para formar parte de la orquesta de jazz que él dirige, con métodos poco convencionales y -por momentos- bastante abusivos. La tensión va aumentando minuto a minuto a medida que la obsesión de ambos, maestro y aprendiz, por conseguir la perfección y escapar de la mediocridad que los rodea, comienza a repercutir no solo en diversos aspectos de sus vidas cotidianas, sino también en su relación profesional. Narrada con un tempo perfecto, el guión no abusa de si mismo para transmitir la complejidad del tema en cuestión y el director se vale de muchos recursos, uno de sus fuertes siendo los actores, para mostrar como el ser humano es capaz de hacer cualquier cosa con tal de triunfar, incluso si eso implica poner en riesgo su vida y/o su salud mental. En una suerte de Darwin extremo, J.K Simmons encarna a un Terrence Fletcher totalmente imponente, desquiciado y magistral. Su método poco ortodoxo demuestra que según él, para alcanzar el máximo potencial, solo los más fuertes sobreviven y nosotros le creemos. Miles Teller hace un gran labor actoral, casi que jugando él mismo como actor el juego de la perfección, despegando así su carrera de otro roles quizás más banales y encasillables como los que hizo hasta el momento. “Whiplash: Música y obsesión” llega como una bocanada de aire fresco entre tanto tanque pochoclero y películas pre-fabricadas para la maquinaria de premios. Con una banda de sonido que deleita desde el primer minuto hasta el último en que corren los títulos, con una historia humana y muy verosímil y con actuaciones a la altura de las circunstancias, es una película que tocará a varios y quedará ciertamente en la memoria.
Vínculo maestro-alumno con intensidad de thriller Un film de jazz en el siglo XXI ya es algo de por sí bastante raro. Pero el acercamiento que hace "Whiplash" a la obsesion de un chico por ser el mejor baterista de jazz es totalmente original, ya que una manera de describir esta película sería decir que es algo así como la versión hardcore de "Karate Kid". Es que el que se roba la película es J.K. Simmons, el profesor de música de la prestigiosa escuela donde estudia batería el protagonista, Miles Teller. El profesor es una especie de sádico obsesivo que, como encargado de elegir los músicos que puedan integrar la big band de la escuela, los somete a presiones inusitadas, como por ejemplo citarlos para un ensayo a las 6 de la mañana aunque, en realidad, el horario sea tres horas más tarde, tirarles una silla por la cabeza si no le gusta como tocan, o marcarles el tempo con cachetadas. Dado que los alumnos tienen gran respeto por este malhumorado del jazz, que asegura que Charlie Parker se convirtió en "Bird" cuando casi lo decapitan al arrojarle un platillo por la cabeza, y que por otro lado es el único que tiene el poder de elegir quién participará o no de la banda donde estos estudiantes de música podrían obtener prestigio fuera de la escuela, no les queda otra opción que someterse a su dictadura. Simmons se luce como nunca en su larga carrera de papeles secundarios interpretando a este extraño villano musical que tortura especialmente al baterista, al punto de que nunca termina de darle el lugar definitivo en la banda y lo hace competir permanentemente con otros dos candidatos, haciéndoles acelerar el ritmo hasta que les sangran las manos. La película tiene un crescendo cada vez más intenso sobre esta relación entre alumno y maestro y luego, cuando explota a nivel extramusical, ofrece una especie de intervalo hasta llegar a un final inesperado casi más propio de un thriller que de un film musical. El director Damien Chazelle maneja muy bien la tensión con grandes temas musicales como el del título (el soundtrack ofrece temas de Buddy Rich, Duke Ellington y Stan Getz), que generalmenre aparecen interrumpidos por el rabioso profesor y, obviamente, en los momentos culminantes los solos de batería del protagonista acentúan la tensión.
Andrew Neiman (Milles Teller) persigue un sueño común a infinidad de adolescentes que recién salidos del secundario deciden abocar su carrera a la música. Pero no se trata del caso del joven que descubre a los Beatles, los Ramones o Iron Maiden y concluye que quiere llevar una vida repleta de excesos, fama y de paso tocar un instrumento. Cuelga de la habitación de Andrew un poster que dice algo así como "los bateristas que fracasan en la música se unen a una banda de rock". Las ambiciones del joven percusionista son mucho mayores que lo que el rock tiene para ofrecer. Al ingresar en el conservatorio de música más elitista y exigente de la costa Este, Andrew convertirá de a poco su pasión, sacrificio y esfuerzo en un obsesivo duelo con un docente cuya particular metodología pedagógica lo lleva a ridiculizar y humillar a su alumnado. Whiplash avanza a un ritmo meticuloso y medido que unce a su protagonista en un espiral autodestructivo que parece arrastrarlo al aislamiento de casi todo contacto humano. Andrew se permite crecer como músico a costa de su familia, amistades y toda relación sentimental. Uno de los mayores méritos del novato director del film es que logra abstraerse de todo juicio moral o social sobre su personaje. Damien Chazelle presenta su historia y permite que sea el espectador quien juzgue o simplemente acompañe los andares de su protagonista sin introducir una lectura propia sobre sus valores y principios. La devastadora esencia de la película se resume en lo que para el profesor del conservatorio son las dos palabras más perjudiciales en la carrera de un estudiante de música: "Buen trabajo". Acorde a su metodología de incentivos y exigencias, un mero atisbo de felicitación sería toda una declaración de principios capaz de destruir la excelencia y el potencial artístico de un músico en crecimiento. Para el personaje interpretado por J.K. Simmons (ganador del Globo de Oro y candidato a mejor actor en los Oscars por este papel) su mayor temor es no poder identificar y ver nacer al próximo Charlie Parker por haberlo felicitado y privarse de exprimirle hasta la última nota musical, que a su entender sólo se consigue con sufrimiento de por medio. Whiplash acerca lo innoble a lo sublime en una disciplina artística como la música. La historia logra profundizar la psicología de dos personajes cuyo sacrificio emana dolor dentro y fuera de la pantalla hasta condensarse en su máxima expresión en un clímax final gigantesco.
Shut up and play Whiplash, el nuevo film de Damien Chazelle, joven director que aún no llega a los treinta años, pero que viene brindándonos producciones más que interesantes, arrasó en el festival de Sundance del año pasado, estuvo presente en la Quincena de realizadores de Cannes, y recientemente obtuvo cinco nominaciones a los premios Oscar. Pero Whiplash es mucho más que un film con una buena cosecha de premios. Whiplash es una historia tan poderosa y tan desgarradora, que aún en la pasividad de nuestras butacas de cine, logra estremecernos y sentir que podemos desvanecernos junto con el éxito del protagonista. Andrew Neyman (encarnado por el talentosísimo Miles Teller) es un joven baterista de diecinueve años que ingresa a un prestigioso conservatorio newyorkino. Allí los grupos tienen distintos “niveles”, y la máxima aspiración de Andrew es formar parte de la orquesta de jazz de Terrance Fletcher (J.K Simmons) para luego trascender en la historia de la música, como el mejor baterista jamás recordado. Sí, a tal punto Neyman se obsesiona con la grandeza, y esto en parte se debe a su historia familiar: tener un padre (Paul Reiser) que ignora todos sus logros y que siempre lo pone a la sombra del talento de otros. Con esfuerzo y perseverancia –cualidades que se resaltan en el film- Andrew ingresa a la banda de Fletcher, pero contantemente debe buscar la aprobación de éste, y medirse con otros bateristas para poder permanecer en el equipo. Mientras que el docente, a través de métodos poco ortodoxos –pero bastante comunes en estas escuela artísticas estilo Julliard- y para nada pedagógicos, presiona y exige al máximo a cada uno de sus músicos, para así quedarse con lo que verdaderamente resistan esto, y aspiren sólo a la excelencia en vez de caer en el conformismo de un “buen trabajo” que la media mediocre acepta. De esta forma, Andrew va paulatinamente modificando su comportamiento para abandonar la timidez y pasividad inicial, y así dar paso a la irritabilidad y obsesión patológica por ser el mejor, y encontrar en Fletcher aquel gesto aprobatorio que su propio padre jamás le brindó. Se interpretan una y otra vez las partituras de Whiplash de Hank Levy, y Caravan de Duke Ellington, próceres del género musical, pero en cada nueva ejecución, seremos testigos de la degradación que lleva a Neyman a desestabilizarse y a sangrar por dentro y por fuera. Con tomas aéreas, planos contrapicados, planos detalle de cada instrumento y planos cerrados que capturan la desesperación por lograr el perfecto repiqueteo de platillos, a la vez que muestran la pasión desbordante de Andrew y el resto de la banda por la música en general y el jazz en particular, Whiplash resulta una experiencia única en su género, que cautiva a todas las audiencias.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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El hecho de que Whiplash haya recibido cinco nominaciones al Oscar y que tenga fuertes chances de llevarse al menos uno, pone al film a las puertas de lo que es un cierre fantástico para su propia historia. Hace poco más de un año debutaba en el Festival de Sundance y se convertía en una sensación, llevándose tanto el Gran Premio del Jurado como el del Público, los cuales no tienden a coincidir. Desde allí el film, que a su vez nace de un cortometraje de 18 minutos, hizo su recorrido con éxito por el mundo antes de tener su salida comercial y, lo que pudo ser un evento limitado solo al circuito independiente, probó que tenía el respaldo suficiente para crecer aún más. Y si la película de Damien Chazelle suma acólitos es por un simple motivo: es una gran película. Lo logrado por el director en su segundo largometraje es de una intensidad como no se ha visto en el último tiempo. La percusión es el pulso de una banda y, como tal, Whiplash tiene un ritmo infernal que explota en lo que puede ser el mejor final que un film ha tenido en años. Si bien sus personajes lo son, no se trata de una película ambiciosa pero alcanza con creces todo lo que se propone. Apasiona desde el principio al fin, como un largo solo de batería que se extiende a lo largo de 107 minutos con distintos grados de energía. Dado que la llevan en su totalidad sobre sus hombros –o sus manos, para ser más precisos-, es imposible no destacar por sobre todas las cosas las interpretaciones de sus dos protagonistas. Mucho se habló de J.K. Simmons –también lo haremos aquí-, pero se tiende a opacar a un Miles Teller que tampoco le pierde el paso. Si el chico está en todos lados (Divergent, Fantastic Four, dramas, comedias) se debe a que demostró tener aptitudes para muchos géneros, con un rango que supera al de la media. Desde el vamos, es absolutamente convincente a la hora de fingir que toca la batería en una banda de primer nivel de jazz, lo cual no es sencillo como con el piano, que gracias a la magia del cine y de unos planos cerrados o en detalle sobre las manos se puede lograr que cualquiera luzca como un virtuoso. La pasión de Andrew se vuelve pronto en una manía, se posiciona al borde de su resistencia física y mental en cada oportunidad en que se sienta frente a su instrumento, y todo esto es creíble por un joven con gran futuro en la industria. De más está decir que quien brilla en serio es J.K. Simmons, un hombre de larga trayectoria como actor de reparto tanto en la pantalla grande como chica, cuyo papel más reconocido hasta la fecha era el de J. Jonah Jameson en las Spider-Man de Sam Raimi. Por fuera de ser una suerte de musa para Jason Reitman, que lo puso en todas sus películas aunque sea en algo mínimo (Juno es la más recordada), no ha tenido grandes oportunidades para obtener un reconocimiento merecido más allá de que siempre cumpla con lo que se propone. Whiplash le da esa chance con un papel que le otorga mucho tiempo de cámara y que le permite cierta libertad para ser verdaderamente aterrador, un villano de ley que no tiene nada que envidiarle a algún némesis de historietas. Fletcher es la pesadilla de todo alumno, pero también de todo individuo en cualquier ámbito. Un hombre convencido de que está haciendo el bien más allá de que sabe que sus métodos son de mínima cuestionables, es un peligro. Y frente a su banda de jazz, es una figura temible e imponente. Su remera corta y apretada pone de relieve unos músculos que no se sabía que el actor podía tener, su rostro severo por momentos parece el de un monstruo que espera abalanzarse sobre su presa. Frases que repite como "not quite my tempo" (no es mi tempo) o "rushing or dragging" (apurando o retrasando) se vuelven causales de terror en su boca, cual si fuera el sádico de Szell que pregunta "¿Is it safe?" en Marathon Man. El trabajo de Simmons es notable y ayuda a que el film se consagre, con un personaje enorme y verborrágico que lanza insultos como dardos y sabe perfectamente qué botones presionar para llevar a sus alumnos hasta la cornisa. Whiplash es un gran film que explora la dinámica entre alumno y profesor con una potencia difícil de encontrar. Sí, hay otros aspectos que sufren por ello como la escasa vida romántica de su protagonista o la relación con su padre, un Paul Reiser que desde hace tiempo se extraña en la pantalla. Pero es innegable que Chazelle construyó una obra poderosa, una batería con sus tambores y platillos bien ubicados y afinados, que dan en la nota con cada toque magistral de su conductor. La música es de primera, como es de esperar con una película así, y su edición dinámica pero no apabullante es otro de los aspectos que hacen al lujo de la producción. Y como si todo esto no alcanzara, el realizador pone en marcha el cierre perfecto. Uno en el que todo lo que hizo de Whiplash una gran película, confluya en una larga secuencia final con una pasión desbordante y explosiva.
CON SANGRE, SUDOR Y LÁGRIMAS Con una extensa pantalla en negro y rumores sonoros de una batería, Wiplash, se inicia en la senda rítmica del jazz. Lo que sigue es, tal vez, la escena típica en la que se descubre a un joven intentando dominar el arte del tempo, situación que, según la lógica del relato clásico hollywoodense, deberá ir progresando con el correr del metraje. Sin embargo, si bien, el filme no logra destacarse por la creatividad de su historia, sí llega a encontrar cierto ritmo interno, el cual habilita el camino de la identificación con su protagonista: este joven aprendiz de músico que desea triunfar, cueste lo que cueste. Andrew Neyman (Milles Teller) sabe bien cuál es su objetivo en la vida, y es por eso que matriculado en la mejor escuela de música, su sueño es la gloria, junto con la fama y el reconocimiento por sus dones naturales a la hora de jazzear con la batería. Alojado en un seno familiar cuyas mayores expectativas son las victorias deportivas, Andrew, no conecta con este grupo de personas que no logran visualizar que los verdaderos sueños sólo se cumplen a través de la disciplina y el esfuerzo diario. En tanto aspectos netamente cinematográficos, Damien Chazelle, su realizador, captura a través del montaje rítmico, pasajes audiovisuales pintorescos que reflejan espectros neoyorkinos, aquella mítica ciudad que parece exhalar jazz. Preocupado en reflejar el estado de ánimo del protagonista, Chazelle se vuelve intimista a la hora encuadrar casi sin salirse del primer plano y optando por una paleta cromática amarillo-verdosa, la cual tiñe las escenas de una singular atmósfera vintage. Consciente de su propio potencial, Andrew, se sabe poderoso a la hora de enfrentar, por ejemplo, a Terrence Fletcher ( J.K.Simmons), un estricto docente del conservatorio, quien con técnicas muy poco pedagógicas, intenta colaborar en la revelación de verdaderos talentos musicales. Es la dupla dramática de estos personajes la que marca el centro de atención de esta historia que habla acerca del poder de las convicciones. Con mensaje esperanzador y al mejor estilo happy ending, Wiplash, recupera ciertos tópicos del tan recordado carpe diem, y su espíritu de progreso ilimitado y juventud prometedora. Viva por aquellos que viven las mieles de sus sueños cumplidos. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
Whiplash, nominada a un Oscar por Mejor Película, cuenta la historia de un joven baterista que busca la perfección. Suena la batería en la sala del fondo del pasillo de la escuela. Un muchacho lucha con el ritmo, el tempo. En su rostro se lee la obstinación bajo la única luz. Repite el compás. No hay disfrute. Se llama Andrew Neyman (Miles Teller), tiene 19 años y se ganará un atril en la orquesta del mejor conservatorio, bajo las órdenes del prestigioso profesor Terence Fletcher (J. K. Simmons). Whiplash, la película, expone la relación entre alumno y profesor, marcada por la violencia verbal y simbólica que ejerce el maestro sobre sus músicos, sobre todo, cuando vislumbra el talento del muchacho que recién empieza a formarse una idea de la vida. ¿Qué pasa cuando un profesor sádico inocula el veneno del perfeccionismo, al punto de que el arte (en su fase más hostil, la del aprendizaje técnico) reemplaza la vida? El filme de Damien Chazelle, que compite por el Oscar a la Mejor Película, expone la relación en términos de maltrato, locura y enfermedad. En el medio, la partitura es un obstáculo a vencer, siempre agigantado por Fletcher que disfruta poniendo desafíos inhumanos a sus músicos. Andrew lo sigue con determinación autodestructiva. El dúo actoral está a la altura de la música que suena en el estudio y luego en el escenario. Milles Teller ofrece la faceta más indefensa del chico que pone su pasión en la batería, con el estímulo de la fama. Quiere brillar como los más grandes. J.K. Simmons logra un personaje fascinante. Su profesor imprime rigor militar a la orquesta y desanima a la mayoría, en una especie de selección natural de la especie. Whiplash es también un tema musical de Hank Levy. La palabra significa "latigazo". Es el efecto del ritmo y el leitmotiv del guion de Chazelle que sigue con la cámara el calvario del chico, con la misma obsesión que pide el profesor en los ensayos. Dedicación excluyente, puntualidad, concentración, entrenamiento hasta la extenuación, alienación, dolor físico (la mano en el hielo, una metáfora) son las exigencias de Fletcher en la relación entre víctima y victimario. En el ciclo lectivo que resulta decisivo para Andrew la obsesión implica una profunda soledad, incomunicación, soberbia y una elección que deja afuera el amor y los amigos. Mientras tanto, se escuchan fragmentos de canciones de Tim Simonec y música de Justin Hurwitz, los standards en el laboratorio del jazz, y la batería de Andrew que cobra protagonismo. Pero no hay música que logre liberar al espectador de la sensación del corazón en la boca. Milles Teller se transfigura en la relación con el instrumento, emulando al monstruo que su personaje ve en el profesor. Simmons sin duda marca el tempo de la película que concentra las imágenes en esa relación, como un solo dentro de la partitura mayor. En el final, la interpretación de Caravan corta el aliento. Hay algo en la interpretación de Andrew que conmociona y deja interrogantes sobre el valor del arte que se lleva hasta las últimas gotas de sangre y sudor.
Lo evidente, lo innegable de WHIPLASH es que es una película intensa, atrapante, que funciona como un torbellino musical-emocional que arrastra al espectador –se lo lleva puesto– de una manera apabullante, como una banda manejada a un “tempo” feroz que se impone sobre los sentidos del público. La idea del “tempo” es central a la película, tanto argumentalmente como en su forma. Como realizador, Damian Chazelle usa un “tempo” que admiraría Fletcher, el conductor de la banda de jazz universitaria que maneja a sus músicos de la manera en la que un instructor de los marines manejaría a sus soldados. Fletcher y Chazelle son tiempistas puros. “Are you a rusher or are you a dragger?” (sos un “apurador” o un “atrasador”?, podríamos traducirlo), le pregunta el conductor a Andrew, el joven baterista de 19 años que acaba de sumar a su banda y que no parece tocar exactamente en su “tempo”. El chico no lo sabe, bien porque la distinción es tan fina que no alcanza a darse cuenta o bien porque es una pregunta retórica solo para sacarlo de las casillas, demostrarle quien manda y obligarlo a esforzarse más. La forma de explicarle el asunto no está evidentemente sacada de los manuales del buen maestro y no le pidan a Fletcher simpatía, comprensión o palmaditas en la espalda. Para él, decirle a alguien “good job” (“buen trabajo”) es un crimen, son las dos peores palabras del idioma inglés. Una condena, asegura, a la mediocridad. Para resaltar esa idea usa una anécdota (que no es del todo real ni fue así) en la que el baterista de Charlie Parker le tiró un platillo en la cabeza al saxofonista luego de un mal solo y fue a partir de ahí que Parker se convirtió en “Bird”: volvió al otro día y tocó, según él, el mejor solo que el mundo jamás ha escuchado. whiplash3Chazelle se suma a la tracción narrativa como un miembro más de esa pelea de egos. Es que Andrew no se deja del todo amedrentar por Fletcher ya que está hecho de una madera parecida. Es de los que creen que hay que sangrar y hasta morir en el intento de llegar a la grandeza por la vía del esfuerzo y el sacrificio. Los tres son “bilardistas” de la música (hoy podríamos decir “cholo-simeonistas”): no hay placer, no hay juego, no hay diversión. Hay que ganar a base de esfuerzo, concentración, sacrificio y hasta miedo. No importa que lo que toquemos sea necesariamente bello, pero tiene que servir para ganar la competencia. Lo mejor de la película está, si se quiere, en su “visión de túnel”: es un combate personal a ver “quien la tiene más grande” o “más huevos” en un universo en el que ese tipo de conceptos no suelen ser los más utilizados. Y los de afuera… los de afuera son de palo. Vi la película por primera vez en Cannes y me fue imposible no dejarme llevar por su potencia narrativa. La edición frenética, el griterío constante entre conductor y baterista, la tensión permanente que se vive en cada sesión y lo que pasa más adelante en la historia hace que uno viva la película como si fuera una de acción. De hecho, creo que Chazelle sería ideal para dirigir filmes de suspenso. Su forma de entender el cine está más cerca del frenesí de montaje de las películas de Paul Greengrass o Michael Bay que de las de Clint Eastwood, claro, pero es evidente que tiene talento para la construcción de suspenso. El problema, para mí, volviéndola a ver, es que empiezan a volverse más y más evidentes no solo las trampas de su construcción sino la manera en la que tanto el director como sus protagonistas, por decirlo de cierta manera, arruinan todo lo que tocan. Son, digamos, elefantes en un bazar. whiplashNo hay placer alguno en hacer música en WHIPLASH. Es un sacrificio y una tarea que se hace por obsesión y con garra. No da la impresión que Andrew disfrute sangrando en sus ensayos privados o siendo golpeado física y emocionalmente por Fletcher cuando toca con la banda. Hacen jazz pero podrían estar haciendo un edificio o peleando en el frente en una guerra. Son soldados que no disfrutan lo que hacen jamás y si bien terminamos escuchando algo parecido a buena música más nos preocupa la sanidad mental de los músicos. Tampoco hay compañerismo ni aparece la idea que uno puede hacer tocar mejor al otro. No. Aquí es cada uno a lo suyo, guerra absoluta, competencia mortal. Si tocar en la banda implicara matar a tu competidor, tal vez lo harían. Es cierto que no todo es culpa del profesor –Andrew puede irse cuando quiera pero no lo hace–, pero nadie logra frenar esa andanada de maltrato porque, a fin de cuentas, la banda de Fletcher siempre gana todas las competencias en las que se presenta. Y si alguien tenía talento y no supo bancársela, ahí tendrán una anécdota que les servirá para entender lo que pasa. NOTA: Lo que sigue contiene algunos SPOILERS sobre la última parte de la película. Si todavía no la vieron, preferible detenerse aquí o saltearse hasta el último párrafo. Whiplash-4El conflicto más grande que se desata entre ambos surge cuando Andrew llega tarde a una presentación (por motivos tan sorprendentes como impactantes) pero insiste en tocar igual, aunque promediando la canción empieza a perder el famoso “tempo”. Fletcher lo echa de la banda y lo que sigue es una guerra psicológica. Andrew se enfrenta con todo a su ahora ex profesor y deja el jazz, pero luego se reencuentran y Fletcher lo convence de tocar una vez más con él. El enfrentamiento “en vivo” derivará no solo en un largo solo de batería (de vuelta, a manera de “a ver quien la tiene más larga”) sino en una suerte de celebración de los métodos educativos de este impresentable sujeto. Un par de miradas cómplices nos hacen entender que valió la pena el sacrificio y la tortura psicológica. O, como diría una tía mía, “que al final lo sacó bueno”… Ahora bien, la idea de que la película termine celebrando los nefastos métodos educativos de Fletcher es por lo pronto un poco indigesta. Para Andrew será él una figura notable y valorada a diferencia de su padre, un buen tipo pero que no es otra cosa que un escritor fracasado que ahora trabaja de profesor en un colegio secundario. Andrew no quiere esa vida “mediocre” para él y también rechaza de entrada (en una muy buena y honesta escena) seguir de novio con una chica que le gusta porque sabe que, al final, cuando haya que decidir entre el jazz y la novia el preferirá el jazz y ella lo va a terminar odiando. Es decir: la película nos conduce hacia un clímax en el que, uno espera, Andrew pueda demostrar que sigue siendo un gran baterista más allá de las torturas de Fletcher y que todavía conserva cierto aprecio por sí mismo y por el género humano, pero Chazelle inserta unas miradas de comprensión entre ambos que parecen decir todo lo contrario: o bien que celebra la metodología del profesor o bien que ambos se convirtieron en sendos monstruos. Yo quisiera creer que la idea que busca transmitir es la segunda pero me da la impresión que es más bien la otra… whiplash.insideEn cierto punto la película me hace recordar a RELATOS SALVAJES: son esos filmes narrados con tanta intensidad, talento y hasta virtuosismo para meter al espectador adentro de su trama que no permiten reflexionar demasiado sobre ciertas cuestiones bastante discutibles que la película nos muestra. Uno puede admirar la factura, pero también tomar distancia, si se quiere, ética, de sus procedimientos o su visión nihilista sobre sus personajes. Ambas películas proceden con similar lógica y ambas hacen una lectura parecida de la realidad, una especie de mundo darwiniano donde “el hombre es el peor enemigo del hombre” y en el que para sobrevivir hay que atacar sin reservas ni pruritos al otro, el rival, el contrario. Un mundo de monstruos. WHIPLASH deja, además, algunos apuntes discutibles y snobs sobre ciertos temas que me parecieron bastante nefastos: Andrew tiene un póster de Buddy Rich en su pieza en el que dice que “los que no saben tocar, tocan en una banda de rock” y en otra escena se burla de dos jóvenes (amigos de la familia o primos) que juegan al fútbol americano. Tanto unos como otros no están a su altura, ya que ninguna de esas cosas en su visión del mundo –que parece ser también la de la película– se comparan con el jazz. Y, a fuerza de ser sincero, cuando uno lo ve ensayar a Andrew no siente estar escuchando buena música (ni siquiera música, bah) sino viendo a un boxeador golpeando bolsas en un entrenamiento, confundiendo talento con virtuosismo, swing con velocidad. Es la peor clase de músico posible: egocéntrico, competitivo, mecánico y pretencioso que se cree virtuoso porque puede tocar más rápido que nadie. Y eso, amigos, no se parece en nada a la música tal como yo la entiendo. Y si eso es lo que tiene para celebrar esta película intensa, atrapante, furiosa y violenta, mal que me pese por su admirable factura yo prefiero pasar de largo.
En fin: como se supone que usted es tarado, le aclara el título argento que este film trata de “música y obsesión”. Porque es eso: un estudiante de música, baterista, quiere ser el mejor de los mejores y se encuentra con un profesor (gigantesco J.K. Simmons) que lo va a presionar hasta que sangre platillos. Ambos son obsesos, pero lo interesante de la película es que es la locura del alumno la que se refleja en el maestro. Un film intenso e inteligente.
La vocación, ese llamado ineludible para algunos, que llena de alegría a muchos, y que llena de frustración a otros tantos. Ese fuego que le quemaba adentro a Billy Eliott, es uno de los ejes de la notable Whiplash. El otro eje es el esfuerzo, o más precisamente, pasado cierto punto, el sacrificio. Vocación y sacrificio son las motivaciones de los dos protagonistas. Uno el alumno, el otro el maestro. Quienes tienen sus metas claras y van a sudar, a sangrar y a llorar en la búsqueda de sus objetivos. La historia es muy simple, y sin muchos adornos. Un talentoso joven baterista que estudia en una escuela de música de primer nivel, se cruza en el camino de un profesor que tiene una prestigiosa banda de esa escuela y que tiene grandes resultados con método que nos recuerda a los grandes sargentos entrenadores de películas como An Officer and a Gentleman y Full Metal Jacket. El método es claro, es duro, y es digno de un entrenamiento espartano. Llevar los alumnos al límite, ponerlos a prueba constantemente, desafiarlos y estimularlos con veladas amenazas, o riesgos. Mucho se van llorando, los que se quedan lo hacen con sacrificio y disciplina, pero este particular maestro no solo hace lo permitido por la sociedad, sino que grita, maltrata, y abusa psicológicamente de sus alumnos, y hasta les pega inclusive. Y su impacto es tan fuerte que cuando más sangran sus alumnos es cuando practican o ensayan en privado, o más bien podríamos decir entrenan. ¿Pero que incita a un alumno a tolerar y validar inclusive este tipo de abuso? El penoso agregado al título en castellano nos da una pista "Música y Obsesión" rezan los afiches. Pero la obsesión si bien puede identificarse como responsable de la motivación de los protagonistas, en realidad es un subproducto de la vocación, es esta misma al fuego máximo; una temperatura que no todos tienen, y que muchos ni siquiera comprenden. Whiplash es una película muy entretenida que no deja de ser cine comercial, pero eso no quita que también sea una obra de arte, y como toda obra de arte el público está invitado a interpretar de diversas formas las motivaciones y justificaciones de las acciones de los protagonistas. ¿Si este tipo de abuso da grandes resultados; es válido? ¿Mas aun cuando el alumno se somete voluntariamente? ¿Qué es lo que en definitiva mueve a los personajes, amor, obsesión, pasión, locura? ¿o simplemente Vocación? que es lo que en cierta forma abarca todas las anteriores. El público lo juzgará, identificándose con el personaje principal en una película dinámica, dramática, con un toque de suspenso y con mucho humor, un humor tragicómico que deviene de un villano simpático. Que hace cosas tan particulares y tan odiosas que dan gracia en muchos momentos. Con diálogos filosos y bien escritos. El filme además de contar con estupendas interpretaciones, tiene una muy buena dirección con excelente puestas de cámara, y una edición brillante, aunque por breves momentos con algo de exceso, como cuando hay una serie de rápidas panorámicas entre el conductor y el baterista. Whiplash, un filme muy recomendado, un viaje intenso por la ambición y la vocación que vale la pena ser vivido. Cristian Olcina
Push it to the limit Damien Chazelle comenzó su carrera en el 2009 (cuando apenas tenía 24 años) con una enorme pero poco conocida peliculita llamada Guy and Madeline on a park bench. Filmada en Boston en blanco y negro y de forma casi amateur; con actores no profesionales y mucha cámara en mano, la película amalgama el contemporáneo mumblecore con la primera etapa de la nouvelle vague, el Cassavetes circa Shadows (la parte masculina del título es un trompetista de jazz y la película retrata la escena jazzera de Boston) e incluso el musical clásico, ya que cuenta con varios (extraordinarios) números musicales. Pero, a pesar de las similitudes genérico-musicales, Guy and Madeline… es una película muy diferente a Whiplash; casi su opuesto. Mientras la primera es una comedia amable y luminosa y tiene una mirada más bien festiva sobre el hecho de ser músico, Whiplash nos muestra la contracara de todo esto: Andrew (un perfecto Miles Teller que, nos aseguran -y Chazelle hace lo propio en la película al mostrarlo muchas veces en plano general- es quien toca la batería durante toda la película) tiene como único objetivo convertirse en el mejor baterista del mundo y, salvo en la brillante escena final (a la que volveremos más abajo), no pareciera disfrutar demasiado de lo que hace sino, más bien, padecerlo. En eso, Whiplash se emparienta más con una película que Chazelle no dirigió pero sí escribió: Grand piano (2013), de Eugenio Mira, uno de los thrillers más divertidos de los últimos años; un tour de force que toma como principal referencia el último acto de la versión americana de El hombre que sabía demasiado de Hitchcock, lo pasa por una licuadora depalmiana y convierte dicha secuencia en la película entera. En Grand piano también tenemos un músico (pianista, en este caso, e interpretado por Elijah Wood) para quien el hecho de ser músico representa un sufrimiento: es considerado el mejor pianista del mundo pero, luego de un pifie hace cinco años mientras tocaba una pieza compuesta por su mentor y considerada por todos como imposible de interpretar, no volvió a tocar en público hasta el día en que transcurre la película. Y, como si sus nervios no fueran suficientes, mientras está tocando encuentra un mensaje en su partitura, escrito con marcador rojo: “si pifiás una nota, morís”. El autor del mensaje es un villano (John Cusack) cuyo “motivo” es tan disparatado que se vuelve entrañable, pero el rol que juega en la película no difiere demasiado del de Fletcher (J.K. Simmons, genial como siempre), el instructor de Andrew en Whiplash, quien no llega a amenazarlo de muerte para que no le pifie pero sí lo tortura de todas las maneras posibles; lo sobreexige hasta lo insoportable cuando el protagonista ya se sobreexige a sí mismo. Lo más interesante de Whiplash es la manera en que renuncia a todo tipo de sentimentalismo fácil. Incluso se arriesga a renunciar a que uno no sienta empatía por el supuesto héroe de la película: en una escena, vemos a Andrew dejar a la chica con quien está saliendo de la manera más cruel posible. Pero Chazelle no humilla a sus personajes (como sí hace Iñárritu con todos y cada uno de ellos en la inenarrable Birdman): desde el comienzo, sabemos que Andrew simplemente tiene problemas para relacionarse con los demás. Y tampoco es condescendiente con lo antisocial de este personaje (como sí lo es Morten Tyldum con Alan Turing en El código Enigma, otra película horrible contra la cual Whiplash compite por el Oscar). No hay bajadas de línea en Whiplash; incluso, es bastante ambigua con el método de enseñanza de Fletcher. Sí, en Andrew puede funcionar, pero también llevó a otro de sus alumnos al suicidio. La película, con su profusión de escenas de “entrenamiento” en las que el protagonista sangra a más no poder mientras su instructor lo hace tocar cada vez más rápido; con esos planos detalle de sus manos ensangrentadas, de la sangre salpicando platillos y tambores, está más cerca de ser una película de boxeo. Y, de hecho (spoiler warning), termina con una secuencia que es pura emoción deportiva. Porque Chazelle podrá renunciar a sentimentalismos; podrá ser seco y crudo, pero no es cínico, y les regala a sus personajes (y a nosotros, el público) uno de los finales más eufóricos de los que se tenga memoria en el que, mediante simples gestos y miradas, hace que ambos protagonistas pasen del odio al respeto y la admiración mutua. Y decide terminar todo en el momento perfecto.
Sangre, sudor y lágrimas (sobre el platillo) Charlie Parker se convirtió en Charlie “El Pájaro” Parker cuando Jo Jones le lanzó un platillo por la cabeza. Terence Fletcher (J. K. Simmons) cuenta la anécdota en varios momentos de Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash), como un mantra que su alumno, Andrew (Miles Teller), debiera interiorizar. Su gran latiguillo, sin embargo, es el “not quite my tempo“: otra consigna a absorber y hacerse (literalmente) carne por el joven baterista que quiere ser de los grandes y está en su primer año del Conservatorio Schaffer (a efectos dramáticos, el mejor de E.E.U.U.) cuando Fletcher lo recluta para la banda que dirige dentro de la institución, semillero de futuros músicos del Lincoln Center, entre otras perspectivas deslumbrantes para el joven de 19 años. El tempo (la velocidad de ejecución de la pieza musical) en sí mismo es la estructura y el leit motiv de Whiplash. Cada golpe de palillo que Andrew da sobre los platillos, cada miembro de la banda que se para repentinamente y queda disciplinadamente inmóvil como soldado de terracota ante la entrada del profesor a la sala de ensayo, cada gota de sudor y/o sangre que cae sobre los parches de la batería se suceden como las onomatopeyas en la versión 60’s de Batman (crash! pow! bam!). Hasta las cachetadas que Fletcher le da a Andrew son rítmicas (y desde su visión, pedagógicas). Pero el de Whiplash no es necesariamente un ritmo armónico: está lleno de disonancias que hacen a la melodía, como el lanzamiento de una silla por la cabeza de Andrew por parte de Fletcher. En Whiplash hay que temer por la salud física y mental de los músicos de la banda cada vez que la música se corta abruptamente. Si el terror es la incertidumbre absoluta hacia qué es lo puede suceder, J.K. Simmons es terrorífico. Su Fletcher es un hombre de mediana edad, fibroso, con remeras ajustadas que marcan cada inflexión de su cuerpo como se le marcan constantemente las venas en su cabeza prolijamente pelada, cuyos ojos parecieran salirse de las cuencas cada vez que le grita a Andrew o a otro de sus alumnos-víctimas. Pero el profesor sabe que sólo mediante la coerción no puede conseguir el consenso de su banda; también está la cooptación bajo la promesa de un futuro brillante para quienes lo acaten. Su método para quebrar y modelar a sus alumnos es tan militar como su caminar: el viejo policía bueno y policía malo, pero dos en uno. El hombre que en tono de confidente les cuenta anécdotas en el pasillo es el mismo que puede humillarlos a grito pelado hasta hacerlos llorar. Y Simmons maneja a la perfección no sólo estos dos estados expresivos de su personaje, si no todas sus intenciones subyacentes, que oculta magistralmente a Andrew y a la audiencia. Miles Teller (quien parece querer mostrar desde films como The Spectacular Now que es afiliado a la escuela de “actores-intensos-que-adoran-a-Marlon-Brando”, aunque con muchos mejores resultados que el ahora insufrible Shia LaBeouf) se pone a la altura del desafío, consiguiendo un rapport increíble con Simmons al mismo tiempo que encarna el proceso de su personaje, quien va de joven ingenuo y ambicioso a hombre determinado… y ambicioso. No es difícil hablar de Whiplash: Música y Obsesión como El Cisne Negro del jazz. Los temas e incluso muchos planos son similares. Como cuando la cámara sigue a Andrew, su nuca y hombros, mientras recorre los angostos pasillos del Conservatorio Shaffer, que para el público común son sólo el detrás de escena pero acá sirven de escenario principal para el verdadero conflicto; al igual que en la película de Aronofsky ocurría con los pasillos de la compañía de ballet a la que pertenecía Nina (Natalie Portman). Los espacios en los que se mueve Andrew son reducidos, opresivos, como los planos son cerrados o encuadrados con marcos internos (paredes, puertas que recortan aún más el campo visual) y plagados de tonos oscuros, generalmente tonos maderas. El encierro –de los espacios antes mencionados, pero también de las relaciones con su padre y la chica (Melissa Benoist) con la que empieza a salir- acompaña a las exigencias y transformaciones psíquicas y corporales que atraviesa. Sin caer en los elementos oníricos esquizoides que utilizaba Aronofsky para mostrar el mismo proceso de autodestrucción para la autoconstrucción de un nuevo “yo”, Damien Gazelle (director y guionista) apela una vez más a los planos detalles cerradísimos de las manos sangrantes de Andrew, intercalados con los de la batería en plena acción. Estar en la famosa y venerada Studio Band de Fletcher no es sólo una competencia (consigo mismo y con los demás): es una competencia de resistencia. La ambición de Andrew es el complemento perfecto de la tiranía perfeccionista de Fletcher. El director construye un in crescendo a fuerza de planos cerrados hasta llegar al duelo final, los veinte minutos más electrizantes del 2015. El deseo de autosuperación es un tema recurrente en la filmografía estadounidense, pero tiene dos tendencias en cuanto al enfoque con la que se lo suele tratar. Positivo cuando se trata de superar obstáculos específicos: ganar un partido, un campeonato o torneo (piensen desde Fama a Ritmo Perfecto, pasando por la gran mayoría de los films deportivos). Negativo cuando se quiere llegar a ser el mejor de todos como objetivo general (el caso de El Cisne Negro). Damien Gazelle construye visual y dramáticamente la tensión a través de las presiones internas y externas con las que debe lidiar Andrew en su deseo por ser el mejor. Y si bien en Whiplash: Música y Obsesión lo utiliza como motor dramático, no emite mayores comentarios morales al respecto. El director construye un in crescendo a fuerza de planos cerrados intercalados sucesivamente al ritmo de los estándares de jazz hasta llegar al clímax, un duelo final que, casi sin palabras de por medio, lo dejan a uno más al borde del asiento que cualquier secuencia traumática de una película de terror. Son los veinte minutos más electrizantes que seguramente vean en el 2015. Aunque la película no tome una postura moral definida, sí presenta dos modelos de vida y masculinidad binariamente opuestos con los que convive Andrew, en el proceso de convertirse en un hombre él mismo. Por un lado, Fletcher. Por el otro, su propio padre (Paul Reiser), representante de la mesura (y también la falta de toma de riesgos en la vida), el que lo ve desde las bambalinas con una mezcla de admiración (por su talento) y preocupación (por las consecuencias de ese talento). Y el que le recuerda a su hijo que Charlie Parker era El Pájaro, pero que voló sólo hasta los 34 años.
Sangre, sudor y lágrimas Whiplash no es un musical. Y si lo es, es un musical extremo. Es violento, excitante, duro como un puñetazo. En un rincón está sentado Andrew Neiman (Miles Teller), un baterista de jazz de 19 años que toca en el mejor conservatorio neoyorquino y sueña con ser el próximo Buddy Rich. En el otro, nervioso como un gallo de riña, está parado (parado e inquieto) Terence Fletcher (J.K. Simmons), el más cínico contrincante, un director de música tan autoritario que hace del militar de Born to Kill una monja carmelita. Al principio, la relación es formativa. Fletcher descubre al nuevo, Neiman, y lo hace ensayar, le ordena “más despacio; rápido, más rápido”, hasta que lo descarta: “No es mi tono”. Al principio, Fletcher es menos un director que un cruel coach. Quiere que a Andrew le sangren las manos y el muchacho está dispuesto al desafío, caratulado en aquel mito urbano de que sin sufrir no hay corona. Cuando el padre (Paul Reiser) descubre la megalomanía de su hijo, se interpone. Pero ya no hay vuelta atrás. Andrew, que alguna vez fue un muchacho blando y sensible, encontró en la locura de Fletcher la nueva droga. El momento de inflexión en Andrew Neiman está representado en la relación con su novia (Melissa Benoist). Cuando la conoce es torpe y tímido; no sabe cómo invitarla a salir y cuando lo hace es brusco. Parte de la fantasía del cine es hacer que el intento le salga bien, así como creer que un conservatorio es un regimiento. Ese es el único punto débil de la película. Una vez que Neiman prueba la droga Fletcher será capaz de abandonar del modo más cruel a su chica (la misma que días antes temió encarar), o plantarse como un ser elegido frente a los petulantes deportistas amigos de su padre. La transformación equivale a sangre, sudor y lágrimas y el director Damien Chazelles. La transformación equivale a sangre, sudor y lágrimas y el director Damien Chazelle sabe cómo enrostrar cada uno de esos fluidos desde distintos planos, ángulos y filigranas de rojo. En respuesta, nunca se sabe bien si Andrew ama a Fletcher o lo quiere matar. Y la viveza de Chazelle, joven y casi debutante nativo de Providence, pasa por dejar la respuesta inconclusa. A diferencia de cualquier otra película en donde hay jazz involucrado, acá no hay drogas y sexo sino adrenalina. Y mucha. Porque Whiplash no es un musical. Es un descendiente directo de The Red Shoes (1948), aquella maravilla de Powell y Pressburger sobre el mundo de la danza. Es una película sobre la locura, la ambición y cuando todo es demasiado.
Magistral duelo de dos personalidades obsesivas y los actores que las encarnan El cine de Hollywood todavía puede dar sorpresas. Gratas sorpresas que en realidad no son otra cosa que la confirmación del axioma por el cual se rige casi toda la historia del cine comercial de ese país: "Dale una buena historia al espectador y éste aplaudirá y volverá por más”. “Whiplash: música y obsesión” tiene todos los elementos necesarios para convertirse en una de esas obras que uno recuerda por mucho tiempo, y no necesariamente por la originalidad del argumento sino por cómo éste está llevado a cabo. Andrew (Miles Teller) es un joven aspirante a baterista profesional. Ensaya, toca, prueba, se equivoca y vuelve a empezar. Una corchea mal tocada es motivo de enojo consigo mismo. Cursa en un conservatorio. En ese lugar, como en casi todos los conservatorios de cualquier arte, los profesores organizan grupos, talleres, muestras, o como en éste caso una banda para interpretar clásicos del jazz. El director de orquesta es Fletcher (J.K. Simmons), un hombre de oído exquisito, sensible, tirano y superexigente. En el proceso de la formación de la banda escucha a Andrew ensayar y decide convocarlo como suplente. A medida que el talento del muchacho se deja ver, la conexión entre ambos se vuelve peligrosamente obsesiva. Se va construyendo una relación amor-odio entre ambos (algo simbiótica tal vez) en función del motor que los impulsa a seguir adelante. En este punto precisamente está la clave del magistral duelo entre ambos personajes (y ambos actores), porque la temática de esta pequeña obra maestra es la ambición ciega enmascarada por un instinto de auto superación. Andrew tiene poderosas razones para querer sobresalir en lo suyo, Fletcher también (y no son causas menores), pero estamos frente a dos personalidades opuestas en sus capas externas. Sin embargo, el nivel de exigencia y maltrato al que está dispuesto a someterse el joven encastra perfectamente con el que está dispuesto, y es capaz de propinar, el instructor. Por momentos remite a aquél tremendo Sargento Hartman de “Nacido para matar” (Stanley Kubrick, 1987). Se muestran como el agua y el aceite, pero en realidad son como el agua para la electricidad. Fletcher es misógino, altanero y soberbio. A los efectos de empujar a sus músicos hasta el límite su discurso (impregnado de humor negro, muy ácido) roza los comentarios de todo tipo, desde despectivos hasta racistas, excepto tal vez por el hecho de que nunca se las agarra con ninguno de los afro-americanos que integran la banda. Este entramado de obsesiones paroxísticas está subido sutilmente a ese nivel cuando en la primera escena de ensayo el director arranca con “Whiplash”. Ahí descubrimos que ninguno de los temas que conforman la banda de sonido está por casualidad. La utilización de este tema de Hank Levy es una muestra superlativa de cómo enlazar un arte con otro en pos de la coherencia del planteo. Levy era fanático de las partituras raras y complejas (el tema en cuestión está en 7 x 8), además de un gran exponente del contrapunto, ergo, si una banda de principiantes aborda esa pieza musical dirigidos por un hombre obsesionado con la perfección cada intento es un suplicio y cada fracaso un padecimiento. En su segundo largometraje (el primero fue “Guy y Madeline en un banco del parque”, presentado en el festival de Mar del Plata, en el 2010), Damien Chazelle insiste con el jazz y es evidente que no es una simple coincidencia. Viendo ambas se puede trazar un paralelo entre la dificultad para tocar (y leer) las notas en las partituras de este género musical y la complejidad de las relaciones humanas. Resumida “Whiplash: música y obsesión” suena simple, pero para el ojo (y el oído) atento hay mucho más por descubrir en esta película, y otro tanto que se sigue rumiando días después de haberla visto. Igual que con el jazz cuando algunos arreglos o melodías siguen rebotando en la mente y salen en forma de silbido caminando por la calle. Esta cinta (es lindo llamarla así todavía) no sería lo mismo sin (al menos) tres rubros destacadísimos: la compaginación de Tom Cross (nominado al Oscar por éste trabajo), la música de Justin Hurwitz, y esta dupla actoral. Como R. Lee Ermey en la película citada anteriormente, J.K. Simmons entrega un trabajo estupendo, memorable. Esta actuación quedará en los anales de la historia por ser un catálogo de gestos, un ejemplo de contención emocional, y una demostración de lo que significa “estar” en la escena. Por su lado, Miles Teller opone un trabajo casi neutral pincelado con pequeños atisbos expresivos, como por ejemplo cada vez que siente haber llegado a un nuevo logro en su afán por convertirse en el mejor para su puesto. Cada uno en su registro le entrega al espectador la sensación de que en cualquier momento explotan. Esta producción se originó en un cortometraje y terminó compitiendo por el Oscar 2015. Vaya si es merecido el camino, porque estamos frente a una gran película.
¿Qué estás dispuesto hacer para alcanzar el éxito? Todo gira en torno a los momentos que vive un joven músico de 19 años, Andrew Neiman (Miles Teller, “Divergente”; “21 La gran fiesta"), en busca de un sueño, ser el mejor baterista de jazz. Él viene de un fracaso, no ha logrado ser escritor como su padre Jim Neimann (Paul Reiser, “Aliens, el regreso”). Ahora se dedica día y noche a practicar con la batería, su mirada está enfocada en convertirse en uno de los mejores y desea lograr la cima dentro de la elite del conservatorio de música. No tarda en conocer a Terence Fletcher (J.K. Simmons, actor y cantante, “Juno”,” Spider-Man”), quien será su instructor, este no tiene demasiada paciencia, sus métodos son aterradores, es maquiavélico, un monstruo que causa dolor emocional y físico y lidera el mejor conjunto de jazz del Conservatorio Shaffer ficticio en Manhattan. Cuando llega a ser parte de esta banda su vida inevitablemente cambia, y el objetivo de ambos es alcanzar la perfección. La pasión de Andrew por lograr la perfección se convierte en una obsesión, su despiadado maestro lo presiona, hasta hacerle perder la cordura y todo su cuerpo sangra. Vemos un gran duelo entre maestro-alumno, algo similar como hemos visto de un sargento y soldado, un carcelero y un reo en otras producciones de Hollywood. A esta altura lo que ya comenzamos a valorar son las interpretaciones de: J. K. Simmons esta genial como un perverso y tirano profesor, un duelo entre el mentor y discípulo, fascinante, de una gran intensidad y por momentos demoledor. Esta ese alumno que quiere llegar a ser como Charlie Parker, entre otros grandes del jazz y esto le puede costar sangre, sudor y lágrimas. Otros trabajos actorales: Melissa Benoist como Nicole la novia de este joven, Paul Reiser como el padre de este Andrew Neiman y una breve aparición de Chris Mulkey como el Tío Frank. En “Whiplash” se habla de las relaciones humanas, sobre el éxito, de la vida. Este es el segundo largometraje del guionista y director estadounidense de 30 años Damien Chazelle , músico que luchó para ser baterista de jazz y también tenía un profesor exigente, esto le sirvió como fuente de inspiración para el personaje de Terence Fletcher, por lo cual la película tiene algo de autobiográfico. Será por eso que este film contiene tanta intensidad y tensión, realiza un extraordinario trabajo con la música que es la protagonista, impactante el sonido, montaje y fotografía. Muchos saldrán emocionados y casi bailando de las salas. Una escena final que resultará inolvidable en aquellos que aman la música y les resultará electrizante. Recordemos que se encuentra con 5 nominaciones a los Premios Oscar (2015): mejor película, mejor actor de reparto (J.K.Simmons), mejor guión adaptado, mejor edición y mejor mezcla de sonido.
The winners are... las biopics y la autocelebración Algo queda claro tras ver las ocho películas nominadas este año al premio Oscar: la predilección de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood (y del público estadounidense) por las biopics tanto como por las historias que dejan al descubierto miedos y ambiciones en el mundo del espectáculo. Es que, más que volver a indignarse por la dudosa calidad de lo que esta legendaria e influyente organización propone como lo mejor del año en materia de cine (ya habíamos expresado nuestras dudas sobre la importancia de los premios y recabado opiniones al respecto, en una nota que puede leerse aquí), parece más provechoso analizar brevemente lo que hay detrás de ese puñado de elegidas. La mitad de ellas son biopics y confirman la predilección por este género, especie de resumen de la vida de una persona pública, que no sólo implica una sucesión de incidentes intensos en un crescendo dramático que suele concluir con una lección moral digna de aplauso, sino que, además, empeñándose en la reconstrucción de época y el parecido con el original, despliega un abanico de esfuerzos que permite la multiplicación de nominaciones y premios (a mejor vestuario, maquillaje, dirección artística, etc.) En la ceremonia del Oscar del año pasado, por ejemplo, los auténticos Capitán Philips y Philomena estuvieron presentes, reflejando esa afición y confirmando, al mismo tiempo, que se trata siempre de biografías autorizadas. La teoría del todo, de James Marsh, y El Código Enigma, de Morten Tyldum, pueden verse como el triunfo del freak: un astrofísico postrado por una enfermedad degenerativa (Stephen Hawking) en el primer caso, un matemático hábil pero solitario y esquivo (Alan Turing) en el segundo. Las dos películas exudan oficio: hay que reconocer que Hollywood sabe hacer estos recorridos biográficos creíbles, emotivos y entretenidos (baste pensar cómo le cuesta al cine argentino cada vez que lo intenta). Pero tratan al espectador adulto como si fuera un chico, con paternalismo didáctico –con los personajes hablando entre ellos sólo para informar determinados datos, como al descuido mientras comen o hacen bromas– y resolviendo situaciones con tics gestuales, estereotipos y música melodramática. Temas complejos (discapacidad, homosexualidad, espionaje) son expuestos sin incomodar, con los protagonistas sacando fuerza de la debilidad junto a estoicas partenaires femeninas. Cubierto de una pátina refinada, con encuadres puramente decorativos (mostrando sin justificación dramática desde una ventana a un personaje cuando cae, o desde abajo cuando alguien sube por una escalera caracol), La teoría del todo sólo desliza un elemento discordante cuando incorpora a un tercero en discordia que termina casi integrado a la familia, desviándose hacia los intereses de la mujer de Hawking (tal vez porque el público de este tipo de films suele ser femenino, o porque resulta más cómodo que el espectador se identifique con el personaje sano y no con el lisiado). La decisión adoptada por el protagonista en relación a la medalla entregada por la Reina levanta un poco la puntería de este largometraje pulcro y lustroso como un alhajero, al que ni la sonrisa y el esfuerzo físico de Eddie Redmayne ni la belleza inexpresiva de Felicity Jones logran insuflar de emoción. Marsh hace que su film –más allá de un curioso replay hacia el final– luzca fuertemente convencional, apelando a previsibles escenas de baile y fuegos artificiales, a un afectado reencuentro en una iglesia o a la ópera en un teatro para cargar de intensidad un momento clave, recursos no necesariamente cuestionables si no fuera que la nominación al Oscar lo ubica en un pedestal inmerecido. La película de Morten Tyldum es, de alguna manera, más conflictiva, al centrarse en un analista criptográfico que se involucra en secretos vinculados al Poder durante la II Guerra Mundial, ocultando asimismo misterios relacionados con su complicada vida personal. El Alan interpretado con tenacidad por Benedict Cumberbatch es un freak triste, por momentos egoísta, con serias dificultades para los vínculos afectivos (consecuencia de maltratos sufridos en su etapa de estudiante, según flashbacks a los que el film recurre ocasionalmente). Es un personaje de esos que se recuerdan –da la impresión que cuando se nomina a un actor o actriz al Oscar es más por la simpatía o el impacto emocional que depara su personaje que por su actuación en sí–, movido no por un principio humanitario o una convicción política sino por una necesidad personal: “agnóstico respecto a la violencia” se considera esta especie de Schindler, y eso parece bastar para transformarlo en una buena persona. Los hechos históricos son en El Código Enigma una buena excusa para desplegar artimañas propias del thriller, balanceándose un logrado clima de época (con imágenes documentales de la guerra fundiéndose con la ficción) y algunas entrelíneas sobre el valor del trabajo en equipo, con una música omnipresente y caracterizaciones modeladas a partir de lugares comunes. De vez en cuando asoma Keira Knightley, dándole algo de vida al calculado armazón argumental. Aunque no llegó a estar nominada como Mejor Película (sí Bennett Miller como Mejor Director), Foxcatcher también ronda en torno a un freak que existe o existió: un tal John du Pont, millonario paranoico amante del deporte, obsesionado con un joven atleta igualmente solitario. Acá, la cámara deteniéndose en profusos planos generales, la dosificación de la acción y la actuación reconcentrada de Steve Carell y Channing Tatum, y el cruel final incluso, apartan la biopic del acostumbrado recorrido por escenas significativas, depositando el dramatismo en el lento proceso de maceración de los sentimientos ocultos de ambos personajes. Muy bien narrada, la enturbia la caracterización exterior de Mark Ruffalo y la conservadora moraleja que –en torno al dinero y la familia– el film parece dejar como sedimento.
LA PASIÓN DE ANDREW NIEMAN Cinco años atrás vimos cómo Nina Sayers se convertía en el cisne negro sobre un escenario. La película de Aronofsky concluía con la transformación alucinada y definitiva de una bailarina veinteañera aplastada por la cruel competencia del mundo del ballet. Whiplash es, también, la historia de una transformación que se da en plena performance, aunque si en El cisne negro el camino estaba signado por la psicosis aquí el norte lo marcará la perversión. Andrew Nieman (Miles Teller) no tiene ni veinte años y quiere ser tan buen baterista como Buddy Rich. Por eso pretende entrar en el radar de Terence Fletcher (J. K. Simmons), el mejor profesor del conservatorio Shaffer, ese al que basta verle la sombra para sentir una parálisis en todo el cuerpo. Los métodos pegadógicos de Terence son de temer pero a pesar de eso (o quizás por eso) muchos quieren estar en su clase. Andrew lo busca y lo consigue. ‘Not quite my tempo’ repite Terence. El profe marca el ritmo y el que no pueda seguirlo hará bien en tener reflejos rápidos para esquivar las sillas que vuelan por el aire y tres o cuatro sopapos. Clase a clase, y con implacable efectividad, los latigazos (los whiplashes) verbales y físicos del teniente Fletcher hacen mella en su alumno-soldado. El pupilo demuestra ser bueno (“el esclavo vive el reconocimiento del amo como una liberación”, decía Freud) y sus réplicas se hacen sentir fuera del aula. Esas manos que se usaban para compartir los pochochos con papá o acariciar a la novia se llenan de callos y cicatrices. Acá se toca la batería o no se toca. Tal y como John du Pont compra a Mark Shultz en Foxcatcher con la excusa de enaltecer los elevados valores estadounidenses, Fletcher atrapa a Nieman en su tela bajo la premisa de que el jazz con sangre entra. Du Pont deambula por la vida ignorando las razones de su accionar, Fletcher se escuda alegando que quiere evitar la muerte de la buena música y que eso lo salva de pedir perdón. Lo que no sabe es que su fórmula para que no muera el jazz es que mueran los jazzistas. Solo una vez lo veremos llorar. Ojalá fueran simples lágrimas de cocodrilo, pero no… son lágrimas de fanático. Se diría que frente a uno de esos monstruos grandes que pisan fuerte los más débiles harían bien en buscar la fuerza a partir de la unión. Nada de esto ocurre en Whiplash (tampoco en El cisne negro ni en Foxcatcher): parece que la trascendencia en el deporte o en el arte no puede llegar más que por la vía del sacrificio individual. Hay luz en el futuro del joven Miles Teller, cuyo CV arroja películas como The Spectacular Now, Rabbit Hole y la saga teen Divergente, y en pocas semanas J.K Simmons ganará un merecido Oscar como mejor actor de reparto en reconocimiento a una trayectoria que sobrepasa holgadamente la centena de títulos. Si uno sale del cine a mil revoluciones por minuto es mérito de estos dos actores porque, a no confundirse, Whiplash no se trata del amor al jazz. Lo que circula en sus 107 minutos es la intensidad de la pasión llevada al límite del trance. Es la pasión lo que hace que la mosca (que buscó a la araña no una sino dos veces) se debata en la tela para demostrar que esta vez no será tan fácil y que, quién sabe, quizás en el futuro pueda ser araña ella también. Amargo duelo final el de Andrew Nieman que no puede encontrarse con el niño que fue, ese que seguía el tempo de su propio deseo en lugar de andar dedicándole solos de batería a un dios que lo revalide como mártir.//?z
Si se trata de empujar los límites, películas hay muchas. De superación personal, ni se diga. De juventud, de educación, de maestros y sus relaciones con alumnos... Es cierto que en el cine actual pareciera que ya no hay ideas nuevas, que si no se trata de adaptar el libro de moda, las historias originales no pueden tener éxito en hollywood. Pero de vez en cuando, hay joyas que nos sorprenden. Andrew (Miles Teller) es un chico que vive solo. Su padre lo visita de vez en cuando y asisten a un cine, mientras el estudia en Schaffer, la mejor escuela de jazz de la ciudad. Acaba de entrar y desea convertirse en el baterista de la banda principal, pero para lograrlo, deberá convencer a Fletcher (J. K. Simmons), el más temido y respetado profesor del instituto. Y lograrlo no será cosa fácil. Ganadora del festival de Sundance al premio de la audiencia (el máximo galardón del festival), este filme es sobresaliente de principio a fin. El ritmo no decae, el duelo actoral está presente desde el primer instante y es todo lo que necesitamos. Tanto Teller como Simmons se despedazan en pantalla mientras la relación alumno-maestro lleva la tensión al máximo y explora los límites de la psique y la resistencia humana. ¿Qué tan lejos estarían dispuestos a llegar por alcanzar sus sueños? Probablemente todos diríamos que hasta el final, pero realmente muy pocas personas soportan las presiones a las que se ven sometidos y abandonan a la primer derrota. Quizá esta filosofía elitista sea peligrosa en muchos aspectos, pero aquí no estamos para detallar cada aspecto por debajo del guión. Acá solo resaltamos que es simple y efectivo, que el filme es simple y sencillamente brutal, desgastante y emocionante y que en un mundo en el que el oscar verdaderamente premiara a lo mejor del año, esta debería ser la ganadora.
Whiplash es una película mediocre, chiquita, altisonante, molesta. Molesto es lo que cuenta, con su alarmante idea de arte y de música, y mediocre es como lo cuenta, con elipsis mal resueltas, esas donde los personajes tienen que especificar la cantidad de tiempo que pasó, como para que el espectador se sitúe; mediocre en la elección de los planos cortos para los momentos en los que los protagonistas se enfrentan, como para causar una empatía forzada con el espectador, planos poco sutiles, para que se vea el sudor, la lágrima, el sufrimiento en primer plano, las venas del cuello del maestro, la lágrima naciente del alumno. También la elección de sus espacios cerrados, agobiantes, oscuros, dan cuenta de la turbia encerrona en la que están esos personajes, lugar del que nunca podrán salir, entrelazados en una lógica del disciplinamiento, del sometimiento, en definitiva, una lógica del poder. Una película acotada, que no respira, que no da reposo al espectador- es más, es de esas que “se llevan puesto” al espectador-; éste es el tipo de películas que no resisten un análisis formal, porque no tiene ningún condimento que la haga interesante desde su confección, desde su estética. Whiplash, Damien Chazelle, EE.UU., 2014 Como dos fieras que se acechan, el atildado maestro y el desprolijo alumno se encuentran atravesados por el jazz, esa música libre y que basa su razón de ser en la improvisación, en el desparpajo, en la falta de normas. Justamente, esta es la idea más incómoda de la película; el arte –en este caso en su expresión musical- ligado a la idea de martirio, de sufrimiento, de sangre. El sarmientino Damien Chazelle , su director, adapta la idea de “la letra con sangre entra” y hace sangrar a los protagonistas de manera literal (las manos ensangrentadas del batero protagonista, su cara sangrante después de un accidente automovilístico que lo retrasa en su audición, el violento golpe que rompe la batería) y de manera simbólica en la lucha feroz, en el enfrentamiento que se basa en la revancha y en los forzados giros de guión que establece a lo largo de la película. Que las prácticas artísticas requieren entrenamiento, práctica, es verdad; pero esto no quiere decir que ese entrenamiento agote el placer, normativice la improvisación, rechace el goce mismo. Tal vez, y esto es solo un tal vez, la idea de goce en Whiplash esté asociada a la idea de goce sexual, a cierta perversión en la relación maestro/alumno, a su juego de dominaciones; quizá a la homosexualidad que tiembla en la película y en los ojos de Simmons y de su alumno cuando se encuentran. Un mundo de hombres donde las mujeres – la única que aparece en realidad- son bobaliconas que molestan porque supuestamente no entenderían la pasión que siente este muchacho por su arte o tal vez, no entenderían la relación patológica que tiene con su maestro. La lógica sobre la que edifica la película es la de la humillación, el temor, el miedo, dos psicópatas juntos que alcanzan su duelo/ clímax (sexual?) con la escena final. Otra vez nos topamos con películas reduccionistas, donde la obsesión está puesta en el rendimiento, en el marketing abstracto de la superación personal a través del sufrimiento –como la recientemente estrenada Foxcatcher- nunca hacer eje en el placer, en ese dejarse llevar mágico que tiene el arte, en el momento de incertidumbre y de goce que tiene la hoja en blanco, la inicial pantalla vacía y sus expectativas, el fugaz y conmovedor comienzo de una melodía. Es que el arte, la música, el jazz es una excusa para Chazelle, al que sólo le interesa mostrar su mundo de reprimidos hombres enfrentados.
El único camino a la excelencia ¿De dónde salió toda esta gente? Esa es una de las primeras incógnitas que nos hacemos luego de ver una película tan monstruosa como esta. Particularmente, los dos actores principales son poco conocidos y suponen dos de las revelaciones del año, y el director es un prodigio por donde se lo mire. Respondiendo la pregunta, podemos decir que el brutal J.K. Simmons (aquí el profesor Fletcher) circula por Hollywood desde hace dos décadas, siempre desaprovechado en papeles secundarios y, sobre todo, poniéndole su voz a dibujos animados de toda índole. Andrew, el alumno, es Miles Teller, un muchacho que había aparecido en algunas comedias románticas y/o adolescentes, pero del que hasta ahora no se sospechaban tales capacidades (apunte fundamental: Teller toca la batería y, si bien usa dobles para algunas de las escenas, el 40% de la música que suena en la película fue tocada por él mismo). Finalmente, el director de 30 años Damien Chazelle es un amante del jazz que quería filmar esta película pero no obtuvo fondos, por lo que tuvo que transformarla en un corto, ganarse un premio en Sundance por él y así poder financiarla. De ahí a que en los Óscars 2015 hayan cometido la indecencia de nominar el libreto de la película a "mejor guión adaptado" (supuestamente se "adaptó" el guión del corto a un largo) y no a "mejor guión original", como debió haber sido. El prodigio se hace sentir constantemente. Lo que logra Chazelle a su temprana edad es algo propio de las grandes ligas, y algo que centenares de directores consagrados alrededor del mundo no pueden hacer ni que lo intenten: crear una obra intensa, palpitante, que su película se vuelva una verdadera experiencia sensorial y emocional. Un lineamiento simple le basta a Chazelle para llevar adelante un tour de force bestial (como para que aprenda Iñárritu) del que es imposible no sentirse implicado: la relación enfermiza y dañina entre un maestro del prestigioso conservatorio Shaffer de Manhattan, una de los principales institutos de música de Estados Unidos, y su joven pupilo baterista. Secuencias logradas mediante una portentosa edición, que en un contrapunto preciso alterna los planos largos y muy cortos, los paneos lentos y rápidos, con abundancia de planos detalle y primeros planos, y por supuesto, la eficaz sincronización de todos estos recursos a la música. Pero además, la importancia de los cuerpos en la puesta en escena: la dirección de actores es formidable ya que son interpretaciones al mismo tiempo gestuales y corporales. El físico se vuelca, se precipita: así como se enfatiza el detalle de la saliva, el sudor, la sangre y las lágrimas que el protagonista deja al servicio de la maquinaria y de la película, la masa corpórea de los actores se vuelve un vehículo expresivo abrumador. Así como se necesitan dos para bailar un tango, el sadomasoquismo también es un asunto aprobado por dos partes, no es necesario solamente una persona dominante y despótica para llevar adelante el vínculo, sino que además tiene que haber otro que acepte entrar en su juego. Esta psicología dual se encuentra constantemente latente. El profesor impone una disciplina marcial, a sus alumnos les pega, les grita, los humilla, los conduce a una competencia salvaje e inescrupulosa. Arrastrado por esta inercia, el protagonista va perdiendo sociabilidad, deja a su novia por la música, deja de saludar a sus colegas y también va perdiendo el respeto hacia y de ellos; asimismo la película también irá dejando de lado a los secundarios para centrarse cada vez más en la tórrida relación entre alumno y profesor. Lo que a este cronista no termina de convencer es el final, aunque sea una escena formidable de una película que merece galardones por docenas. Un giro último en el que Chazelle parecería borrar con el codo parte de lo que escribió con la mano. La anécdota trasciende como alegoría, en la medida en que el profesor representa la represión de un sistema intransigente que avala y hasta impulsa esta clase de disciplinas marciales, con juicios de valor y tribunales que no perdonan una semicorchea fuera de lugar y que podrían arruinar la vida de un artista para siempre (donde dice artista leáse estudiante, hombre de negocios, deportista, programador, médico, abogado y lo que fuere) y por el cual la música deja de ser algo "subjetivo" –como en algún momento un personaje dice que debería serlo– para convertirse en algo absolutamente mensurable, alejándose de la expresión artística en sí misma. El problema es que, si bien se plantea todo el infierno de este mundo, y hasta se sugiere una rebelión contra ese poder, también se presenta a este método de insultos, gritos y exigencias férreas como un camino correcto, eficiente, con resultados visibles (el baterista trasciende sometido a este mandato). Algo así como hacer una película contra la tortura pero mostrando al final su eficacia en los interrogatorios. ¿En qué quedamos?
"Quiero y puedo ser el mejor" Dos actores en estado de gracia, un guión original con giros tan imprevisibles como oscuros y un ritmo frenético que alcanza la perfección en el desenlace del film es todo lo maravilloso que tiene para ofrecer “Whiplash: Música y obsesión”. El segundo largometraje del realizador Damien Chazelle es una explosiva propuesta dramática que amenaza con detonar desde el primer minuto pero que, maquiavélicamente, prolonga el sufrimiento y aumenta el placer culposo a medida que avanza la trama. ¿Para qué? Para llegar a una media hora final de magnifica y apabullante tensión. Siguiendo los pasos del joven estudiante de música Andrew (Miles Teller), “Whiplash” nos introduce en un espiral de locura, pasión y ambición por la música pocas veces visto en la pantalla grande. A través de la irrupción de Fletcher (J.K. Simmons), un profesor que desde su primera aparición en pantalla logra trasmitirnos temor y respeto, Andrew dará un giro drástico en su vida personal y profesional en pos de convertirse en el mejor baterista de la historia. Chazelle puede parecer rebuscado y exagerado a la hora de plasmar los límites impensados que alcanzan sus personajes por culpa de su ambición. No obstante, a medida que avanza “Whiplash” la astucia del realizador queda en evidencia ya que las reglas de este perverso juego de superación y control entre maestro y alumno quedaron plasmadas desde el arranque del film con pequeños e interesantes detalles. La falta de confianza de Andrew, la presión indirecta que recibe por parte de su familia y el desquicio exacerbado que marca a fuego la personalidad de Fletcher (la escena donde se quiebra frente a sus alumnos es clave) funcionan como el resorte emocional de ambos personajes para que estallen en una lucha perversa e intensa de ideologías contrapuestas frente a los desafíos de la vida. “Whiplash” va mucho más allá de la simple superación y la búsqueda de sueños y grafica la juventud arremetiendo contra la experiencia, los impulsos versus el coraje y la razón batallando heroicamente contra los sentimientos. Pese a contar con todo esto, “Whiplash” no sería tan perfecta si no contará con el trabajo de los dos tremendos actores que la protagonizan, paseándose por la pantalla haciendo de las suyas de forma sublime y realista. El joven Miles Teller y el reconocido J.K. Simmons se lucen cada uno con su estilo en esta propuesta de altísimo vuelo que combina drama, suspenso y ciertos momentos de humor producto de situaciones fuera de lo común para el imaginario popular. Una tormenta de fuertes emociones, acompañada de un apartado técnico donde todo lo sonoro juega un rol crucial, es lo que transforma a “Whiplash” en una película de enorme jerarquía para competir de forma limpia y honesta contra cualquier otra producción que quiera disputar el trono a lo mejor del año. De cenicienta ya le queda muy poco; “Whiplash: Música y obsesión” demuestra con creces que, sin importar su formato, es una propuesta sin igual.
Sangre sobre los parches Quien ha visto el trailer de “Whiplash” ya puede sentir cierta atmósfera cercana a la de “El Cisne Negro”, pero en el entorno de la exigente escena de jazz neoyorquina, o peor aún: en el mundo de los conservatorios, desde que la antigua música de la clase trabajadora afroamericana se convirtió en un objeto de la más fina formación académica, no diferente en su lógica al de la música clásica. Lejos estamos de pianistas proxenetas como Jelly Roll Morton, y de “perseguidores” extáticos y adictos como el Charlie Parker reconstruido por Julio Cortázar. El monstruo interior “¿Por qué hablamos de música si el protagonista es un baterista?”, bromearía más de un músico amigo. La batería es el instrumento que eligió Andrew Neimann, abandonado por su madre, hijo de escritor frustrado devenido en docente, para consagrarse. Tan simple como eso: este fanático de Buddy Rich sabe que quiere estar entre los grandes nombres del jazz, y está dispuesto a forzar los límites de su mente y su cuerpo para lograrlo. Así también no tiene amigos (“nunca vi realmente el uso”), y la escena en que sacrifica su noviazgo incipiente por su carrera es de una violencia quirúrgica. Pero desde el trailer se intuye una contraparte. Se trata de Terence Fletcher, el director de la Banda de Estudio del conservatorio Schaffer, el número uno de los varios grupos académicos (Andrew toca en uno llamado Nassau Band). El estricto y temido Fletcher verá potencial en el joven y lo reclutará, para luego someterlo a presiones psíquicas y físicas extremas a fin de que dé lo mejor de sí. La historia irá subiendo en un crescendo de intensidad, hasta una primera explosión y una última performance, casi sacrificial, dignas de películas de Darren Aronofsky como “El luchador” y “El Cisne Negro” (con el mismo grado de ribetes “exagerados”, para muchos). La comparación con el filme de la bailarina no es casual. Porque aunque aparezca la abominable figura de Fletcher, en realidad estamos sólo ante un catalizador. El verdadero monstruo es Andrew, capaz de sacrificarlo todo por un ideal, salpicando la batería de su sudor y de la sangre de sus llagadas manos: no hay demonio peor que los interiores. Y tampoco hay “vida civil” posible por fuera de la obsesión. Intensidades Damien Chazelle, guionista y director, se basó en sus propias experiencias: él fue baterista y también temía a su profesor. Esa pertenencia se nota en la fruición con la que muestra el entorno de la música: el humedecimiento de las cañas, el calentamiento de las boquillas, la afinación de los vientos. Y en especial de la batería: el set de baquetas, la llave para afinar el redoblante, los platillos Istambul, los parches Remo. Todo esto no se podría lograr sin el trabajo que Miles Teller (en la piel de Andrew, quien ya sabía los rudimentos del instrumento) realizó junto a Nate Lang (quien interpreta al también baterista Carl Tanner), su entrenador baterístico durante meses: gracias a eso se logró que las escenas de interpretación de obras complejas luzcan creíbles en la pantalla, y al mismo tiempo poder actuar la escena con sus diálogos. Pero el trabajo de Teller va mucho más allá, pasando del gesto mínimo (ese segundo en que su rival erra en el tempo y esboza una microsonrisa, sabiendo que tiene una nueva chance) y los momentos de estallido emocional y (auto)violencia. Por su parte, J.K. Simmons quizás haya encontrado el personaje de su vida (su papel más visible había sido el de J. Jonah Jameson en la saga de “Spider-Man” de Sam Raimi): él interpretó el mismo rol en el primer corto que Chazelle presentó en el Festival de Sundance hace dos años (que le permitió conseguir los fondos para realizar el largometraje) que lo llevó a la nominación al Oscar al Mejor Actor Secundario. Su gesto de reprobación al decir “no es mi tempo” ya nos mete en el universo del obsesivo profesor, que irá subiendo de intensidad hasta convertirse en una especie de irascible sargento instructor. Él es quien maneja la montaña rusa en la que Andrew es nuestro compañero de carrito. Valga una mención para el veterano Paul Reiser, como Jim (padre de Andrew) y la sencillamente bonita Melissa Benoist (Nicole, su interés romántico), dos anclajes a tierra en medio de la locura. Aquella música No podemos dejar de hablar aquí de la música: todo el tiempo se toca y se escucha jazz. Debemos destacar el trabajo de Justin Hurwitz en la partitura y de Tim Simonec en la composición de las obras originales de la banda, que por supuesto se suman a clásicos como el que le da título al filme (compuesto por Hank Levy) y “Caravan” (la creación de Juan Tizol para la banda de Duke Ellington). Flecher aducirá en un pasaje de la cinta que hace lo que hace para encontrar un nuevo Charlie Parker, y Andrew preguntará si no es la forma de espantarlo y que no aparezca. Quizás sean las condiciones alienantes de las que ambos participan, lo que los aleja definitivamente de una era en la que el jazz era sinónimo de creación y libertad.
EN LA TRAMPA DEL RECONOCIMIENTO Whiplash es el segundo film de Damien Chazelle y trata sobre la feroz relación entre un joven estudiante de música y el director del conservatorio donde se forma dentro del jazz. La trama gira en torno al esfuerzo tornado obsesión del joven, a partir de los estímulos violentos de su profesor y la competencia que este mismo alimenta entre los varones compañeros de clase. Algo así como un retrato de lo que ocurre en la psiquis al activar ciertos núcleos ligados al reconocimiento de aquél que lleva el mando del grupo; una lucha llevada al extremo de su tensión, producto de un deseo de ser visto y considerado por aquél que ejerce el poder en su calidad de poseedor de un conocimiento. Nos recuerda mucho al ámbito de competencia mayormente femenino que supo reflejar El cisne negro (Black Swan, 2010) en el circuito del ballet neoyorquino, donde la protagonista llega al clímax de locura en la mímesis con su doble rol de cisne bueno y malvado. Ambos films reflejan las trampas de la mente, que sucumbe a la pelea por ganar un lugar incierto. Veamos cuáles son los interrogantes que nos deja Whiplash: por un lado ¿cuál es la función de la obsesión en el trabajo creativo del artista? ¿Implica acaso el “talento” cierta fuga psíquica de la realidad? ¿Es posible identificar talento/éxito con sufrimiento y aislamiento social? Por otra parte, encontramos la no menor cuestión (que también está planteada en El cisne negro), de cuál es en verdad el lugar que quiere ganar el protagonista: ¿se trata realmente del lugar de artista consagrado o acaso es aquél cercano, y a la vez inalcanzable, reconocimiento de sí ante otro que desconoce su autonomía (padre en caso de Whiplash, madre en caso de El cisne negro)? ¿Es reconocimiento de sí mismo lo que se anhela en la negación primera de todo lo que lo rodea (con el trance artístico)? En varios momentos la película muestra que el conflicto no es sino el eco de la tensión interna, latente, doméstica: la madre de la bailarina proyectando sus propias frustraciones en su hija, ahogándola con sus pretensiones de éxito producto de sus insatisfacciones pasadas; o como en este caso, un padre silencioso que no puede contener a su hijo huérfano de madre y que desconoce su amor y vocación por la música (y que se vuelve consciente cuando el daño es casi inminente). En ambos casos, un modelo mono parental que desconoce las capacidades o la propia entidad del sujeto, y la lucha incansable del no reconocido por llamar la atención y ubicarse dentro de un esquema familiar que le permita alzar su autonomía. La intención parece ser ganar un lugar externo en un ambiente hostil y, a partir de ahí, el reconocimiento de sí en su entorno familiar. La película expone la paulatina pérdida de lucidez del personaje y su creciente obsesión por conseguir un desempeño óptimo en el complejo mundo de la música jazzera; el deseo de inaugurar un nuevo y célebre capítulo de fama, entramando una secuencia generacional donde destacan Charlie Parker, Bud Powell, Charles Mingus y Dizzie Guillespie. Esta presión que atraviesa el personaje es alimentada por el desequilibrio brutal de su director de orquesta (J.K.Simmons). Pero sospecho que lo que verdaderamente busca es ser un sujeto dentro de su propio clan y para lograr esto, sin saber cómo ni qué camino tomar, qué mejor que la música, que como decía Adorno (quien detestaba el jazz) está fundada en su propia existencia y no en aquello a lo que se refiere. Es decir, es un género donde los sonidos no remiten a nada externo, la identidad de los conceptos está fundada en su propia existencia y no en aquello a lo que se refieren… perderse para encontrarse en un lugar donde sea yo mismo o, como dice nuestro genial músico Charly García, cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo. ¡Y qué casual que sea este género el elegido! El jazz, que nace de la contradictoria experiencia de invocar y negar su raíz original africana, cuya matriz es la sumisión y al mismo tiempo la rebeldía, que quiere y no quiere ser música negra. El jazz quiso protestar y se sumió en la lógica que lo esclavizó. Este rasgo que fascinó a la industria y marcó un signo de época es también el aspecto más penoso de la música: finalmente los genios son los que venden más y salen en revistas para especializados, y no importa de qué modo produzcan si es que lo hacen en cantidad suficiente. Así como el antiguo jazz quería hacerlo, es el padre contra quien el protagonista se rebela. Rebelión que es sucedida por una reconciliación. Es su padre por quien erige su grito rebelde al elegir ser músico y sumirse al mando de otro varón que provoca su fascinación y luego su odio… y todo para seguir el ciclo de la vida: buscar un lugar fuera y retornar al lugar propio, llamar la atención y lograr que lo tomen en cuenta. Uff ¡Que extraña y molesta resulta la neurosis propiamente humana! Así como El Cisne negro hace unos años, Whiplash está nominada a mejor película en los premios Óscar aunque, perdonen les confiese, sospecho no va a llegar a triunfar en esta categoría, pero es posible que destaque en las de mejor actor (Simmons) y mejor sonido. Una película para ver con los oídos bien dispuestos y las neurosis propias bien identificadas.
Todo por una sonrisa Después de recorrer varias críticas sobre Whiplash me ha llamado la atención encontrar escasas referencias o asociaciones a la cuestión militar dentro de la película. Es probable que la constelación cultural nos haga dificultoso asociar el arte y la milicia, pero lo cierto es que el tipo de vínculo que se establece entre el alumno Neiman y el profesor Fletcher es muy similar al que un impetuoso soldado pudiera establecer con un sargento exigente y particularmente cruel. El film no pone ningún impedimento para que establezcamos esta asociación, incluso la promueve. El destacado director del conservatorio de música Shaffer tiene condiciones físicas tan asequibles a un músico como a un atleta: robusto y musculoso, su rostro es huesudo, de rasgos cuadrados y mandíbula prominente; su vestimenta, cómoda y entallada, es tan propicia para el ensayo musical como para el ejercicio físico. El trato hacia el alumno, entendiendo a éste como un subordinado inferior, nos recuerda el trato de algunos clásicos del cine bélico de los héroes que deben superar las dificultades de un tortuoso entrenamiento. Desde los insultos del sargento Foley a Zack Mayo en Reto al destino, pasando por el “maldito cocinero” del instructor De Carl al aspirante Brashear en Hombres de Honor, hasta el maltrato hacia la teniente O’Neill en G. I. Jane. Abundan en Whiplash las frases marciales pronunciadas por el director Fletcher: “Ya veo por qué tu mamá te abandonó. Maldito judío”; “Reemplazos: ¡limpien la sangre de mi batería!”, “No hay tiempo para suplentes!”. La obsesión por el horario, tan recalcado por la tradición militar, también está presente en el film, a través de la sarcástica burla de ordenar a Neiman estar a las seis de la mañana en punto, y obligarlo así a esperar durante tres ansiosas e innecesarias horas. Los efectos del maltrato moral y abuso de autoridad también son protagonistas. Los alumnos se vuelven ansiosos, sus actitudes competitivas se ven acentuadas. Los nervios, los autoreproches, la violencia contenida aparece en escena. El modo de escapar al sentimiento de ser humillado es el ensayo, la obstinación en la ejecución del instrumento que llevará al éxito. Entre bizarro y dramático, la sangre no es un límite al momento de ejecutar el acto con desbocado frenesí. Sin embargo, más allá de la parafernalia marcial puesta en escena, el film trasluce el drama humano de la búsqueda del reconocimiento. En una ocasión el padre de Andrew le pregunta, refiriéndose a Fletcher: “¿Te importa su opinión?”. La pregunta es de quien desde afuera sospecha que hay algo más en Andrew que el simple gusto por tocar la batería. Se trata de la búsqueda del reconocimiento, y de esa búsqueda parte el frenesí obsesivo. Neiman se propone ser el mejor baterista del siglo veinte, su vida se reduce a ese fin: en sus palabras es preferible “que te recuerden cuando no estés aunque muera a los treinta cuatro años”. El éter en que se sostiene este ímpetu ambicioso es la idea de genio. Un término éste que comienza a ser utilizado en el siglo dieciocho, y que conectado a la idea de espíritu e inspiración, era aplicado a seres particularmente dotados de gran talento y de riqueza inventiva o creativa. A Neiman, la ilusión de que el único amor posible del genio es su obsesión, lo lleva a abandonar su relación de pareja. Sentado en un bar frente a su novia, le da los motivos por los cuales entiende que deben separarse: “Perseguiré mis objetivos, pensaré sólo en la batería… quiero ser grande… uno de los grandes”. Perspicaz, ella le pregunta: “¿Crees que yo lo evitaría?”. En el aire de la película deambula el fantasma de un genio particular que revolotea en la obsesión del maestro: Charlie Parker. La anécdota de que Charlie Parker comenzó su transformación en genio musical a partir de una humillante agresión en la que un baterista le arroja un platillo es el vértice desde el cual el profesor legitima sus cruentos métodos. “Yo iba a empujar a la gente más allá de lo que se esperaba” “El jazz se está muriendo” “No hay dos palabras más nocivas en el mundo que ‘bien hecho’. “El próximo Charlie Parker nunca se desanimaría. Nunca tuve un Charly Parker. Lo intenté y nunca me disculparé por intentarlo”. Sin embargo, aquellas razones que el maestro da para justificarse, pueden ser invertidas. El fin puede ser el medio y el medio pasar a ser el fin. Los argumentos podrían no ser más que meras racionalizaciones, excusas, artilugios temáticos para lograr su verdadero fin: amedrentar y disfrutar del malestar y desequilibrio que promueve en sus alumnos. Un profesor que ha encontrado en la exigencia musical un medio ideal para dar vía libre al gusto por humillar y castigar a otros. La balanza hacia un lado u otro del dilema lo inclina no tanto el hecho como la interpretación de cada observador. Lo que sí nos hace saber el film es que sus métodos demuestran un posible fracaso. El momento reservado para mostrar la sensibilidad del insensible instructor es cuando derrama unas lágrimas. Se nos hace saber allí el derrotero final de su éxito como gran formador y descubridor de genios. Un trompetista, estudiante de Shaffer, que no era considerado por otros profesores y a quién él trajo a su banda y formó y que en poco tiempo logró ser la primer trompeta de Marsalis, ha fallecido. Fletcher dice que ha muerto, y suelta unas lágrimas. El film nos muestra posteriormente que se ha suicidado. El suicidio cambia el significado de su muerte, y compromete a Fletcher y su método. Volviendo al tema del reconocimiento, la creencia en el genio que se consagra requiere de dos términos: el genial espíritu superdotado y el observador que reconozca ese genio, alguien que diga qué es genial y qué no. Neiman y Fletcher son los postulantes a ambos puestos. El instructor juega con el velo de la suposición de que él tiene la lupa del talento, capaz de detectar y visualizar al genio que emerja entre la multitud de mediocres, a ese Charlie Parker que tanto ansía encontrar. Andrew juega a postularse como ese genio del jazz, fantasma y reedición de un nuevo Parker. En este juego de velos, el director se presenta como si tuviese la posibilidad de descubrir y otorgar una gema, y el alumno se comporta como si supiera que quien lleva la gema dentro es él. Esa danza articula la relación de maestro y discípulo. Paradójicamente, el encuentro se da en el momento menos esperado. El maestro invita al alumno al teatro a tocar y le tiende una celada para demostrar su fracaso. Pero ante el inmanente desencuentro definitivo se produce el final feliz. La danza de los reconocimientos encuentra su clímax. Director y orquesta desarrollan el repertorio. Sobre el final, tras un juego de planos y miradas, el alumno busca el gesto de asentimiento del maestro, intuyendo que la gema que busca está saliendo de su ser. El maestro lo lleva, lo guía con las manos, hacia el ascenso que busca. El alumno busca con la mirada el gesto de asentimiento del maestro. Finalmente, el maestro asiente con una sonrisa. Como dos amantes que luego de fatigosos encuentros logran coincidir en su punto de éxtasis.
Electrizante, te golpea de principio a fin sin miramientos, no te hace mejor como al personaje del aprendiz pero te deja exhausto y satisfecho. Filmada y editada con maestría por un director con un sólo film (Guy and Madeline on a Park Bench, 2010) y un futuro prometedor. Birdman tiene compañia entre lo mejor del año 2014.
Otro cisne negro. Es inevitable comparar a Whiplash con The Black Swan, esa gran película estrenada hace cinco años y que también fue nominada al oscar. Otro enfoque y otra cinematografía, pero prácticamente el mismo mensaje: la obsesión por éxito. Whiplash posee un dramatismo completamente distinto al de The Black Swan. El filme de Aronofsky, fiel al estilo del director, era un drama de suspenso que lentamente asfixiaba al espectador, conduciéndolo hacia la inevitable tragedia. Esta propuesta carece de esa intensidad agobiante, pero es igualmente un drama inmersivo, que se sumerge en las profundidades más oscuras de la psicología humana para narrar las consecuencias irreparables de la búsqueda obsesiva de la perfección. Sin lugar a dudas, la película se destaca en dos frentes claros: en lo dramático, con un J.K. Simmons insuperable; y en lo técnico, con una edición fantástica que combina planos y sonidos en forma perfecta. Whiplash es una película brillantemente dirigida que ofrece un mensaje contundente: alcanzar la perfección usualmente tiene un alto costo. Al que le gusta el durazno, que se banque la pelusa.
Si sos músico (o lo fuiste alguna vez pero tuviste que dejar de tocar por “la facultad” o porque “tenías que ayudar a tu papá en el negocio”) esta película, la segunda del director y guionista indie fana del jazz, Damian Chazelle, es una vista obligada para vos, un verdadero –must see-. ¿Por qué? Porque el film nos habla del camino hacia la excelencia de un joven en la complicada primavera de su vida creativa, de cómo dominar el arte sofisticado de ser un baterista de jazz y del alto precio a pagar por intentar ocupar un puesto deseado por varios pero indicado para muy pocos. Pero Whiplash no se trata del típico camino del héroe inesperado que lleva al chico de barrio hacia al estrellato y a la fama que acompaña al éxito comercial, sino que nos mete en el arduo y poco romántico trayecto sin fórmulas mágicas que atraviesa un joven veinteañero con ciertos problemas de socialización para intentar transformarse en un baterista de elite de la escena jazzera neoyorkina. El protagonista Andrew Neyman (interpretado por Miles Teller) no tiene amigos pero se siente orgulloso de elegir una carrera poco común para alguien de su edad, o algo así da a entender en una escena en la cual se sienta a la mesa con sus tíos y sus primos, quienes piensan que ser capo en el equipo de futbol americano del college es, lejos, mucho mejor que lo que sea que él esté haciendo en esa orquesta. De modo muy pragmático, Chazelle (quien además de dirigir la película, la escribió) se despoja rápida y hábilmente de la subtrama romántica que podría meternos en una parte que a nadie le interesaría de la historia para continuar enfocándose en lo que verdaderamente nos quiere hacer entender: para ser un número uno (de verdad, no solamente ser bueno en algo) hay que arriesgarlo todo. En serio. Hasta la vida. Párrafo aparte para mencionar el soberbio trabajo de J.K. Simmons como el desquiciado director de orquesta y profesor de dudosa metodología, Terrence Fletcher. Simmons se roba la atención del espectador con cada una de sus amenazantes apariciones en pantalla personificando a una eminencia del jazz neoyorkino a quien no le importan en absoluto los sentimientos o estados de ánimo de sus alumnos y dirigidos, de los cuales no esperará menos que la perfección técnica. A fuerza de gritos desgarradores al estilo Sargento Hartman en Full Metal Jacket, Simmons se impone con una performance soberbia, que ya le consiguió un Globo de Oro y que va por más en los Oscars, donde Whiplash se anota también en la terna de Mejor Película. En fin, vayan al cine a ver Whiplash (la película cuenta con una mezcla de sonido imponente, que debe ser experimentada de la mejor manera posible), una de las mejores películas indies de los últimos tiempos a puro sangre, sudor y lágrimas sobre parches y platillos.
VideoComentario (ver link).
Antes que nada les quiero decir que Whiplash es genial y todos la deberían ver. Ahora sí, empecemos... Esta es una película encauzada y conducida exclusivamente por la química generada entre sus dos actores principales: Miles Teller (Divergent, Project X) y Jonathan K. Simmons (Spider-Man, The Closer). Teller, interpreta a Andrew Neymar, un pibe que la rompe tocando la batería y estudia en un prestigiosísimo conservatorio de Manhattan, la Academia Shaffer. Es ahí donde conoce al profesor Terrance Fletcher, quién dirige la big band de la institución. El tipo es una leyenda viviente dentro del recinto, tanto por su talento como por su carácter. Y es así, el tipo es un hijo de puta con todas las letras. La cosa es que Fletcher ve algo prometedor en el joven músico y lo convoca como baterista de la banda. Ya desde los primeros minutos de cinta (ay, que antiguo...), el director Damien Chazelle (escritor de Grand Piano y The Last Exorcism 2) nos muestra la tensión existente entre ambos y nos prepara para lo que será un duelo de voluntades de 107 minutos. En una esquina lo tenemos a Andrew, un chico muy retraído pero con grandes ambiciones. Su sueño es ser uno de los mejores bateristas de Jazz de la historia (pavada de sueño). Este muchacho está tan enceguecido en su búsqueda que es capaz de sacrificar su cuerpo y sanidad mental en pos de esta realización personal. En el otro rincón está el mismísimo demonio encarnado: Terrance Fletcher. Fletcher tiene un concepto de docencia un poco retorcido. Piensa que la única forma que existe de lograr que sus alumnos sobrepasen los límites es mediante la humillación en cualquiera de sus formas: pública, privada, psicológica, física... pedí la que quieras que en esta película la vas a encontrar. Bueno, estas dos personas horribles tienen un objetivo común: la búsqueda de la excelencia. Es así que, en virtud de acercarse a la perfección, verán justificadas decenas de situaciones humillantes y violentas que parecen no terminar nunca. Y acá retomo lo que hablaba al principio de la reseña. Esta relación enferma entre alumno y tutor es el combustible del film. No hay mucho más para mostrar. La personalidad del joven aprendiz le viene como anillo al dedo al maquiavélico Fletcher, que tira de la cuerda y ve que el hilo no se termina nunca. Cada intervalo de calma sólo sirve para agregar ingredientes de lo que será una humillación posterior. Es así como el espectador va a estar todo el tiempo queriendo arrancar una butaca y tirársela en la cara al pelado botonazo de Fletcher. Aunque, una vez pasados los títulos finales, te aseguro que te vas a quedar pensando. Y esto es, justamente, lo que plantea esta película: si alguien tiene que pasar por el mismísimo infierno para llegar a ser esa persona con la que fantasea... ¿vale la pena hacerlo? Te dejo con la inquietud (?). VEREDICTO: 8.5 - GRAN FILM En la búsqueda de la excelencia musical, Damien Chazelle nos regaló una película excelente. Whiplash es una historia atrapante entre dos personas muy distintas persiguiendo un mismo objetivo. Brillantes actuaciones, buen Jazz y un final que te deja reflexionando. ¡Gracias por tanto!
En “Whiplash”, la buena música y las obsesiones van de la mano Una muy buena opción para profesionales de ese arte con un duelo actoral sin desperdicios de las dos figuras centrales, motivos para destacar este filme animador de los últimos Oscar. Impactante. Whiplash es de esas películas que dejan al espectador con la adrenalina al tope y el bombeo de los latidos sonando en los oídos como cajas de resonancia. La alegoría podría darse al cabo de una épica en un campo de batalla, pero el escenario es otro, y el héroe, un músico, un estudiante de batería capaz de sacrificarlo todo al punto de evitar cualquier vínculo personal que lo distraiga del rumbo. Además, de su valentía al ponerse a prueba en una de las mejores escuelas de su país. Andrew se mueve al ritmo de los tambores desde muy pequeño, cuando crecía al cuidado solo de su padre, un escritor frustrado y maestro, luego de que ambos fuesen abandonados por su madre. Ya encaminado en su elección de vida, es capaz de buscar la tutela de Terence Fletcher, un profesor con métodos que la psicología moderna prescribe y obsesionado con encontrar entre sus alumnos al próximo Charlie Parker, “que fue Charlie Parker porque le lanzaron un platillo mientras tocaba”, según explica a los posibles candidatos a ingresar a su orquesta. Cinco nominaciones a los Oscar, tres de ellos ganados por mejor actor de reparto, montaje y sonido, más una importante lista de estatuillas y pergaminos en la reciente temporada de premios avalan la propuesta del joven director Damien Chazelle, quien hizo con Whiplash su segunda experiencia en largometraje. Chazelle originalmente concibió esta historia para un corto que tuvo una gran repercusión en el Festival de Cine de Sundance y en seguida atrajo la atención de una productora para expandir la trama en una película. El hombre imprime pasión y un gusto exquisito en este duelo entre alumno y profesor que realizan el laureado J. K. Simons y Miles Teller, un actor que extraña que no haya sido considerado en las premiaciones por su labor. Simons, es verdad, impresiona. Literalmente, produce escalofríos cuando la vehemencia excede al sentido común de su personaje. El uso de la cámara –-¿qué decir de los rubros premiados?-- y el equilibrio para realizar una narración que da respiros en una escalada ascendente, dan sentido a las varias consideraciones que este filme tuvo como posible película del año. El espectáculo extra lo constituyen los pequeños recitales que entraman en el relato, con temas universales como el que da nombre a la cinta, de Hank Levy, o Caraván, de Duke Ellington y Juan Tizol. Jazzeros, de parabienes.
Ser el número 1 no es para cualquiera "Whiplash" es una excelente película que con mucha pericia nos ofrece una historia de relación turbulenta de mentoría entre en un joven baterista en busca de la gloria y un profesor del conservatorio dispuesto a llevar las cosas al extremo, tanto psicológica como físicamente, para que su alumno logre ser perfecto y él alanzar también la gloria como maestro. La premisa es simple pero contundente. Estamos por presenciar hasta donde es capaz de llegar un persona por un sueño convertido en obsesión. Algo parecido nos había mostrado Aronofsky con su "Cisne Negro" y la obsesión patológica de Nina Sayers por ser la bailarina número uno de una prestigiosa compañía de ballet. Acá la acción se traslada a un importante conservatorio musical de los Estados Unidos en el cual conviven muchos talentos musicales, pero pocos realmente sobresalientes e históricos. Uno de estos últimos es un profesor llamado Terence Fletcher (JK Simmons), de polémicos métodos de enseñanza que incluyen violencia verbal, psicológica y hasta por momentos física. Por otro lado tenemos a Andrew Neimann (Miles Teller), un aspirante a genio de la percusión que está dispuesto a sacrificar casi todo con tal de llegar a la cima y ser recordado como un grande de la batería y el jazz. Toda el alma del fim está en la relación/duelo entre estos dos personajes, maestro y aprendiz, que con todas las diferencias del caso están igualmente obsesionados y averiados mentalmente en su búsqueda de la perfección musical. El director Damien Chazelle hace un trabajo extraordinario imprimiéndole vértigo, intensidad, suspenso y mucho drama al relato. Miles Teller y JK Simmons nos regalan dos interpretaciones fabulosas e hipnóticas, sobre todo Simmons en el rol del carismático pero altamente nocivo Profesor Fletcher. Un tercer protagonista se hace presente; la increíble música compuesta por Justin Hurwitz, Hank Levy y el mismísimo JK Simmons. Si ya te gustaba el jazz, es una buena oportunidad para disfrutarlo durante todo el metraje y si no conocías demasiado, es aún mejor porque te hace interesarte en él. Los momentos de tensión están muy bien logrados, sobre todo porque Chazelle comienza de manera mesurada y de a poco nos va llevando hacia la locura que quiere que vivenciemos junto a los protagonistas. Cuando sobre el final todo debería parecer una gran locura, ya nos ha atrapado con su relato y le seguimos la corriente. La avería psicológica ya forma parte de nosotros y queremos que por más nociva que resulte la relación, ambos lleguen a su destino, por más de que arruinen sus vidas en el proceso. Pequeña gran película nominada a un Oscar como "Mejor Film" que, en mi opinión, debería ser fuerte candidata a ganarlo. Muy recomendable.