LA AGONÍA DEL CINE En una precisa y poco sentida suma de lugares comunes y elementos crueles, el director Michael Haneke propone en Amour la acumulación de clichés de aquello que se mal entiende como arte. Las películas luminosas no ganan premios. Las películas que carecen de crueldad no ganan premios. Los actores que no interpretan enfermos no ganan premios. Así que hacer una película oscura, cruel y con enfermedad es una buena forma de obtener premios. Más de cien años de historia del cine y parece que seguimos en el mismo pantano de lugares comunes. Si hoy Buster Keaton filmara, seguiría sin tener prestigio. Si hoy Hitchcock estrenara, seguiría sin ganar el Oscar. Seamos piadosos y no juzguemos a Michael Haneke por los premios que recibió y las nominaciones que obtuvo. No usemos eso como termómetro de su concepción antigua, pobre y poco cinematográfica que tiene del cine. A Haneke le obsesiona la crueldad, sin duda, y eso no es ni bueno ni malo. Pero como crítico y espectador yo digo que él en Amour no hace nada más que repetir esos clichés que gustan tanto a todos aquellos que desprecian el lenguaje cinematográfico y solo valoran el cine por la bajada de línea que prometen bajar. En el año 2003 un film espantoso por lo vulgar y obvio llamado Las invasiones bárbaras convivió en la cartelera con una obra maestra llamada El gran pez. En ambas un padre agonizaba. En ambas la relación filial debía reconstituirse antes del adiós final. Una decidía hacerlo desde la falta de ideas, desde la más vulgar y llana obviedad. Otra prefería un trabajo mucho más complejo. El gran pez tenía la generosidad de explicar porque el cine muchas veces prefiere mostrar la realidad con un pudoroso y humano lente de ficción y fantasía. Las invasiones bárbaras era para charlar sobre temas, usando como excusa una película carente de cualquier arte. El gran pez era arte, cine, declaración de principios y, además, permitía reflexionar sobre los mismos temas. El gran pez mostraba la ficción y la realidad, explicando porque elegía la primera. Las invasiones bárbaras era como mucho un artículo mediocre para leer en una revista. El gran pez estaba dirigida por Tim Burton, Las invasiones bárbaras por Denys Arcand. El gran pez era cine industrial norteamericano, Las invasiones bárbaras, no. En una había mucho cine, en la otra, nada. Pero claro, no es tan simple el mundo, cada película sabrá cómo, desde el país y las condiciones que haya tenido para hacerse, como encontrar su propio camino. Millon Dollar Baby de Clint Eastwood tenía su crueldad, pero la estética y las ideas del film eran de una profundidad mucho más abarcadora, estaba filmada con una perfección que permitía expresar temas a través de la puesta en escena, no solo de los momentos explícitamente duros que tenía. La escafandra y la mariposa salía del cliché con una potencia narrativa y una estética muy poderosa. Y hace poco, otro bodrio, esta vez de Francia, llamado aquí Amigos intocables mostraba como se podían complementar los peores defectos de Europa y Hollywood en una sola e insufrible película. A Michael Haneke se lo tiene en muy alta estima. Cruel y sádico como pocos, ha construido su cine desde su rigor de puesta en escena y con una potente coherencia de principio a fin de la mayoría de sus películas. Quien se mete en una película de Haneke sabe que el cumple lo que promete desde el comienzo. Sus planos largos, estáticos, su renuncia a la música extradiegética, sus angustiantes recursos narrativos, son parte de un estilo. Podrá gustarnos más o menos, pero no es cualquier cosa. Michael Haneke, gracias a esta nominación a mejor director y mejor película, además de película extranjera- se coloca, claramente después de Pedro Almodóvar, como el director europeo en actividad más conocido a nivel mundial. Cumple, sin problema alguno, con todos los lugares comunes más obvios de lo que se supone es arte. Arte mal entendido. Haneke, lamentablemente, recibe todo este reconocimiento por un film de méritos escasos. Pero parece que mostrar agonías es considerado arte en una parte del mundo. Mostrar a un enfermo terminal muchos creen que es arte. Parece mentira, pero sigue siendo así. Desde falta de criterio está hecha la excesiva euforia con que se recibió la actuación de la protagonista femenina (Emmanuelle Riva, la misma de Hiroshima Mon Amour) y la tibieza con la que se ignoró la actuación de su protagonista masculino, Jean Louis Trintignant. Pero obviamente el señor Haneke no se conforma con ser cruel, mediocre y estar desesperado por obtener premios. El tiene que espantar burgueses e ir un poco más allá. ¿Y a dónde va Haneke? Va derecho a la infamia, porque cree que ahí, en esa sordidez solemne y silenciosa obtendrá no solo el reconocimiento de los premios más comunes sino también el saludo de los espectadores más exigentes. Qué Haneke esté nominado al Oscar no habla tan mal de él como de la Academia, que ya a esta altura de la historia debería reconocer sus propios méritos y dejar de correr detrás de esta clase de directores. Haneke tal vez esté empezando la parte más importante de su carrera, y curiosamente parece que empieza a la vez la peor etapa. Pero eso no se puede saber. Lo único que está claro es que Amou es una película espantosa. No puedo dejar de citar al escritor Bret Easton Ellis que la definió de la siguiente manera: “Amour es como hubiera sido En la laguna dorada si la hubiera filmado Hitler”. La paloma merecería un capítulo aparte en la enciclopedia de alegorías berretas de la historia del cine, pero la dejaremos irse volando, junto con el recuerdo de este film.
Lejos de su propio estilo casi en la totalidad del film, Haneke considera demostrar qué ocurre en una pareja de ancianos burgueses ante la llegada de sus últimos años de vida. Estos deben cuidarse mutuamente ya que los frutos de su matrimonio, una hija (Isabelle Huppert) no toma consciencia ni atiende el tamaño de lo que ocurre tras un ataque severo en su madre...
Cuando el cine lo es todo Todo puede llegar a ser cinematográficamente posible si viene de la loca y creativa mente del genial Michael Haneke, no por nada el alemán es uno de los realizadores más importantes del cine contemporáneo y uno de los pocos que mantiene un único y personal estilo de hacer cine. Con Amour, su nueva película, Haneke vuelve a demostrar toda su virtuosidad a la hora de filmar y su capacidad para crear las más intensas y fuertes situaciones que puede atravesar la desquiciada mente del ser humano...
Sin duda alguna, esta es la película más intimista y sencilla de la filmografía de Michael Haneke, un director que ha pasado por muchos géneros, pero que siempre ha tocado temas relacionados de manera original y muy profunda. En esta oportunidad, se sumerge en la vida de dos ancianos, y transmite una dura mirada sobre la enfermedad, la muerte y, por supuesto, el amor.
AMOUR es la nueva cinta de Michael Haneke, que aunque todo en ella misma nos diga que es Francesa, resulta procedente de Austria. Ganadora del festival de Cannes, y más recientemente del Globo de Oro a mejor película extranjera, y principal favorita para llevarse todos los premios, incluido el oscar, en la misma categoría. A Haneke nunca se le podrá criticar por lo visceral de sus películas. Y por visceral, nos referimos a crudeza visual: pone la historia, pone a los actores, y deja que todo fluya. Deja que la historia pase, se alargue, sea tan natural como poner una cámara y grabar la vida misma. Anne (una brillante Emanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant) son maestros de música retirados, disfrutando de su vejez y de su vida juntos, cuando los hijos se van, cuando sólo se tienen el uno al otro. Y entonces, Anne comienza a sufrir con su salud, y la paciencia, el temple y sobre todo el amor de Georges se verá puesto a prueba mientras Anne se va deteriorando poco a poco. Una conocedora de la cultura de Francia me dijo una vez que "si no es lenta, pesada, y al final te quedas con cara de ¿Y ahora, qué?, no es película Francesa". El único problema con Amour es que es tan realista, que termina por ser pesada. Ver el día a día de la pareja, las actividades, incluso los mismos problemas entre ellos y con su hija, termina por ser pesado. Termina por cansar, pidiendo una mejor edición que en lugar de durar 127 minutos, durase 20 minutos menos y con ello se convierta en algo más ágil. Pero sin embargo, no dejaría el mismo mensaje, el mismo impacto. Es, simple y sencillamente, una lección de vida. Una demostración plena de amor. Un asomo a la vida real de esas parejas de antes, de las que ya existen muy pocas: de aquellas parejas que son capaces de hacer todo por esa persona que aman. Que no cuestionan ni esperan nada a cambio: solo aman por amar, solo se entregan por completo y son felices, sin pedir nada a nadie, sin dejar que nadie los cuestione y entendiendo que una relación es de dos, y nada más. Una oda a la vida misma, a la piedad, a la muerte incluso. Amour es una pieza magistral que todos por lo menos deben ver una vez en su vida.
Hace días que quiero escribir esta reseña, y la verdad, me costó decidirme. Poco puedo aportar a lo que ya se ha dicho de la peli. Y poco puedo ordenar lo que me provoca como para hacerlo legible. Así que veremos que sale. Si hay algo para decir, aunque suene cansino, es que esta peli habla de algo real, no esta basado en hechos reales, pero mírenla y verán que a todos les recuerda algún hecho real. El “duele, duele”, me recordó a mi abuela, sufriendo por sus ulceras. Tanta impotencia surge cuando no se puede paliar un dolor. Ni podemos imaginarnos, lo que debe ser sentirlo. Si una simple muela, puede hacernos sufrir tanto que solo queremos que acabe ya el martirio, fácilmente podemos darnos una idea de lo que puede significar a gran escala. Que queramos o no, darnos ese idea, ya es otro cuento. Muchos pueden querer no entender, desesperarse por decisiones que no entienden. Como le pasa a esa hija (impotente pero también lejana) en la peli. ¿Hasta qué punto podemos decidir qué es mejor para nuestros padres cuando sean ancianos? ¿Con qué criterio? Yo siempre digo, que a mi, pónganme en un lugar lleno de viejos. Por que si bien eso hacen muchos para “desligarse del anciano”, a mi al menos me parece mejor estar rodeada de pares, que ver a toda una sarta de jóvenes mirándome raro, ir y venir, y no cazar una de lo que me pase, ni poder hablar con nadie que me comprenda. Pero obvio, cada cuál tendrá su opinión, y a lo que voy, es que esas opiniones, deberían respetarse. Pero no voy a darle mucha más lata a este tema. Lo cierto es que pasamos la vida aprendiendo a no pensar en la muerte y luego, de pronto, se nos hace imperioso empezar a pensarlo. ¿Cómo es ese momento de la vida en el que el final esta cerca? Y en esto si me voy a detener un poco. En cómo hace el director, para mostrarnos cinematográficamente esto. Cuáles son las decisiones estéticas que se eligieron. Porque no es solo poner a dos personas ancianas y filmarlas en situaciones difíciles de la tercera edad. Hay un ritmo, un encuadre, un todo que nos ayuda a sentir lo que sienten. Ni hablar de las grandísimas actuaciones. Pero voy a destacar dos cosas: el fuera de campo, y los silencios. Los silencios, también como aquello que no se cuenta (muestra) pero que nos deja intuir. Al igual que el fuera de campo. ¿Y no es acaso un fuera de campo, el pasado y el futuro?. ¿En el encuadre de la vida, no es el fuera de campo, la muerte? De qué manera se ve eso en la peli…allí en lo que no se dice, porque esta demás (mucho más en una pareja que se conocen de memoria), que esta demás a aquellos que no están en sus zapatos, etc. La muerte allí, espiando, hablando al oído. Muy bien mostrada por aquella forma de poner la cámara, en la que nunca nos muestran todo. Basta con que reveamos cualquier escena, de la primera a la última, para que ese misterio del final de la vida, se vea representado en pasajes en los que se asoma, sin mostrarse. Ya comienza con una escena en la que se ve a los espectadores y no los músicos. Seguimos así por toda la casa de los protagonistas. Bien empleado un gran ambiente (como la vida que han tenido), cargado de cosas, cargado de vida. Muchas habitaciones, muchas puertas, muchos libros, muchas cosas. Las que han ido pasando. Y el sonido de la canilla que se cierra, que le indica al que esta en el cuadro, que ahí esta la vida, todavía (su mujer ha reaccionado). Y la larga y lenta caminata que le supone al hombre ir hasta donde esta su compañera (con la incertidumbre de cómo la encontrará, allí, cerca, en la otra pieza). Y así vemos el recurso empleado en toda la peli (la hija que no tiene acceso a la habitación de la madre, el hombre y la soledad, la mujer y la soledad; el baño contado a medias; el libro contado a medias (para el hombre, único momento en que se deja al espectador formar parte). Y así todo. Y es que sobre este tema, solo podemos intuir, solo podemos mirar desde el cuadro, lo que puede llegar a ser ese paso hacia fuera. Gran película, dura, triste, pero real. No se la pierdan. SPOILER: Si es final es piedad, amor, egoísmo, poco importa. El hombre tiene esas características, ame o no. Y había muchas “soluciones” más “fáciles”, “más cobardes” y “menos amorosas”.
El lado oscuro de la vida La enfermedad, la vejez, el sufrimiento, la muerte ¿cómo mostrarlos? ¿para qué mostrarlos? ¿qué hacer con ellos cuando es necesario abordarlos en una película? Preguntas que han inquietado a teóricos y estudiosos en distintas épocas y que reaparecen ante el nuevo largometraje de Michael Haneke (1942, Münich, Alemania), en el que el amor de una pareja anciana sufre una dura prueba: por un problema de salud, las capacidades de la mujer para comunicarse y movilizarse comienzan a limitarse cada vez más, poniendo en juego la tolerancia y los sentimientos del marido. La forma elegida por Haneke para exponer este cuadro de situación recuerda la idea de “cine moderno” de la que habló Serge Daney, por aquello de la crueldad como rechazo a la ilustración académica y al sentimentalismo hipócrita. Casi sin exteriores, concentrada en los detalles que hacen a la cotidianidad de este matrimonio en el enorme departamento que habitan, Amour puede ser vista –no obstante su marcado naturalismo– como una abstracción o una pesadilla. En este sentido, el ensimismamiento contribuye pertinentemente a su tono perturbador. El objetivo del director, un poco como en películas anteriores (Funny games, La profesora de piano, Caché), parece ser sacudir al espectador, incomodarlo, desmoralizarlo. Algunos sostienen que Amour permite descubrir un Haneke más tierno, y es cierto que, sobre todo en los primeros tramos, delinea con sutileza el cariño intenso entre George y Anne. Pero su visión es, de todos modos, inclemente. Y, a medida que progresa el deterioro de la mujer enferma, la película va internándose en una espiral de tristeza, como si se complaciera angustiando al espectador. Uno puede preguntarse, por ejemplo, por qué nunca George y Anne se dan un beso, o por qué el abatimiento de él no se manifiesta con algún grito destemplado o una señal de rebeldía. O, del mismo modo, por qué no puede haber un televisor encendido o un signo de vitalidad (música, risas) asomando desde una ventana. Y es que el retrato del dolor que propone Haneke termina teniendo mucho de pose, adornado con modales burgueses, exquisitos cuadros y música de Schubert. Anne conmueve cuando dice, de pronto, “Es hermosa la vida, tan larga”, pero no todo lo que conversan los personajes tiene esa concisión dramática: se habla mucho en Amour, y, salvo alguna solución interesante (los planos fijos del departamento silencioso y en penumbras tras las primeras manifestaciones de la enfermedad), lo que se ve y se escucha es siempre seco, impasible, cortante. La casi ausencia de la hija concertista (Isabelle Huppert) y del resto de la familia responden a esa idea preconcebida de espacio clausurado, arbitrariamente cerrado a demostraciones de afecto o de apoyo. Como sucede en casos similares, el prestigio del director, los elogios de la crítica y premios varios (incluso en Cannes y en Hollywood, algo así como el sueño de todo cineasta ambicioso) van bloqueando los reproches que pueden hacérsele a esta película que, en realidad, no es tan sensible y honesta como parece. “La vida es difícil y seria, no es caminar por un parque” declaró Haneke, lo que se corresponde, seguramente, con los comentarios que se oirán a la salida de cada función: “Es la realidad”. Habría que recordarle al realizador que el paseo por un parque también forma parte de la realidad de todos los días. Además ¿cuál es su aporte? ¿por qué esta invitación a rendirse, sin más, ante la tristeza? Maestros como Akira Kurosawa, Ingmar Bergman y Andrei Tarkovski han hecho de personajes que sufren una grave enfermedad motivos de reflexiones ricas, verdaderamente profundas sobre la vida y la muerte. Madre e hijo (1997, Aleksandr Sokurov) es otra demostración de que frente una situación de este tipo (en ese caso era un hijo ante su madre moribunda) se puede ir más allá del simple regodeo en el dolor, explorando posibilidades dramáticas, plásticas y poéticas. A todos los espectadores que tengan o hayan tenido un ser querido con padecimientos similares a los de Anne (incluyendo quien esto escribe), Haneke los enfrenta con la experiencia que ya sufren o sufrieron en carne propia, sin calidez ni piedad. Finalmente, el guión, escrito por Haneke, agrega un hecho que sería desatinado adelantar, indudablemente tramposo. La repercusión del film no sería la misma sin ese acto caprichoso, sin ese golpe de efecto. La misma inquietud (el deseo de la muerte de alguien para terminar con sufrimientos propios y ajenos) se podría plantear de una manera más delicada y responsable, como lo hizo, por ejemplo, Gianni Amelio en una escena de Le chiavi di casa (2004, Gianni Amelio) que puede apreciarse aquí. Tampoco Amour daría tanto que hablar si sus protagonistas fueran desconocidos: la presencia de Jean-Louis Trintignant (Un hombre y una mujer, Z, El conformista) y Emmanuelle Riva (Hiroshima mon amour, Kapo, Blue) –más allá del indudable oficio y entrega de ambos a sus personajes– genera la morbosidad de ver a dos legendarios intérpretes exponiendo ante cámara su propia decadencia física. La actriz, sobre todo, a sus 85 años debe atravesar momentos algo humillantes, como un ligero desnudo (su Anne parece el personaje de Norma Aleandro en El hijo de la novia pasado por la hiel de Jorge Polaco). Riva era, precisamente, quien encarnaba en Kapo (1960, Gillo Pontecorvo) a la prisionera que moría electrificada en una escena registrada con un travelling repudiado por Jacques Rivette: provocadoramente –o despreocupadamente–, cincuenta años después Haneke utiliza a la actriz en una experiencia cercana a cierto tipo de abyección.
Hay dos sensaciones contrapuestas al terminar de ver "Amour". Y en esas sensaciones encontradas, resuena el nombre de su director, Michael Haneke, quien construyó su carrera cinematográfica con un cine personalísimo, intenso, sumergido en medio de la violencia de la sociedad actual. Así lo demostraron títulos como "Les temps du loup" visto en Buenos Aires en el BAFICI, sus éxitos comerciales como "Caché - Escondido" con Juliette Binoche y Daniel Auteuil y "La profesora de piano" con el impresionante tour de force de Isabelle Huppert y Benoit Magimel, además de la primer versión de "Funny Games" con una narración eléctrica, transgresora y desfiando todos los límites. A mi gusto, poco queda en "Amour" de esos rasgos distintivos del cine de Haneke. Sus marcas, la sequedad en la narración, su mirada personal e impiadosa para con sus criaturas, ya no aparecen en su última película que si bien trata un tema duro y para nada sencillo de abordar, lo hace con una subrayada tendencia en pendular entre mostrar la situación dolorosa en forma descarnada y suavizar compensatoriamente, con una actitud que claramente tiende a un cine destinado a agradarle al gran público. Conjuga esto con una estética mucho menos oscura desde la cual solía construir sus personajes. A juzgar por la catarata de premios en cuanto festival ha sido mostrada y en la carrera por los Oscars, logrando nominaciones que no son frecuentes para un film europeo -se encuentra nominada a Mejor Película, Mejor Actriz, Mejor Guión y Mejor Director, además del rubro que le hubieses correspondido como Mejor película Extranjera- se ha logrado el objetivo de que el público empatice más con este estilo algo más condescendiente y más piadoso para con los protagonistas. Esto no quiere decir que esta historia de amor esté contada como la receta edulcorada básica ni mucho menos, sólo que sabiendo que Haneke abordaba este tema, su visión descarnada y desencantada de la vida que ya desarrolló en gran parte de su filmografía, hacía presumir una puesta en escena mucho más revulsiva e intensa. Y cuál es la historia de "Amour"? Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) son una pareja de octogenarios. En el momento en el que Ann sufre un accidente que afecta gravemente a su salud, la pareja comenzará a atravesar una dura prueba. El paso del tiempo, la enfermedad, el deterioro, la alienación, el enfrentamiento con la muerte y el encierro son algunos de los temas que aparecen en esta historia. Narrada casi como una crónica detallada de este proceso doloroso desde la cotidianeidad de los protagonistas, el guión va describiendo la fragilidad y el desmoronamiento del mundo interno de la pareja y la dureza del relato reside en el hecho en si mismo más que en la forma en la que se lo aborda. Se ha elegido una forma de mostrar el dolor pero más en la forma que en el fondo, hasta pareciese que en la superficie aparecen temas duro pero que en el fondo no se quisiese hacer sufrir demasiado ni a sus personajes ni al espectador. El tema omnipresente de la muerte es en sí mismo una fuerte presencia en la historia, pero hay un cuidadoso registro para que todo quede enmarcardo en un tinte poético y delicado, aún en situaciones en donde supuestamente debiese aparecer la crueldad propia de la situación o de la reacción de los protagonistas. ? Cualquiera que haya recorrido la filmografía de este director, sabrá que hay un nuevo abordaje en este filme y en la manera de Haneke de presentar este micromundo en donde Georges y Ann discurren sus días, casi en el encierro con alguna mínima interacción con el exterior entre las que se encuentra por ejemplo alguna salida a un espectáculo, la visita de un ex-alumno de Ann o mismo la de la hija de la pareja (otra brillante presencia dentro del filme, la de Isabelle Huppert) tan (auto)excluida del mundo de sus padres, relegada en la pertenenecia a ese micromundo en el que sólo parecen encontrarse cómodos Ann y Georges cuando están solos. Si uno pudiese hacer abstracción del hecho de tratarse de un film de Haneke, quizás otros serían los comentarios. Pero lo que más resuena y llama la atención es cómo esta especie de calvario íntimo ante la irrupción de la enfermedad, dentro del que penetramos como voyeurs invitados a este deterioro paulatino que vive la pareja, tiende a ser alivianado con diferentes alegorías de las que Haneke se nutre y que de alguna forma desorientan (como por ejemplo, entre otras, la de la paloma que se intromete en el departamento). Más allá de todo esto, las actuaciones de estos dos monstruos como Trintignant y Riva, hacen que estos personajes transmitan con total intensidad y una dolorosa credibilidad esta historia. Ambos dan clases de actuación y seguramente quedarán como una de esas parejas antológicas, tratándose además de dos íconos del cine francés, habiendo participado ambos -mucho más aún Trintignant con la vasta filmografía que tiene en su haber- de films históricos y que han sido puntos de inflexión dentro de la historia del cine. Ambos trabajan en los detalles, en sus expresiones, en su miradas y la cámara de Haneke los atrapa y hace que sus actuaciones resplandezcan más aún, inclusive cuando la fuerza de la imágen reemplaza a los diálogos. Isabelle Huppert como la hija, símbolo del exterior que irrumpe en este círculo en el que la pareja ha quedado enclaustrada, casi sin darse cuenta, aborda su personaje de forma directa, completando un trío inmejorable. "Amour" obviamente quedará en cualquier listado entre las mejores películas del año, pero personalmente, esperaba que Haneke vibrara fielmente a su estilo, con esa impunidad que lo caracteriza para incriminar a sus criaturas, aunque esta vez, evidentemente, prefirió apiadarse de ellas y suavizarse a si mismo. El público, evidentemente, agradecido.
La vida y nada más Los que somos devotos confesos del realizador austríaco Michael Haneke esperamos el estreno de cada una de sus producciones como auténticos regalos que nos desperezan de esa auténtica pesadilla que martillea nuestra cabeza a base de blockbuster nortemaericano semanal. Un título tan conciso y clarificador como Amor ya nos predispone a ver algo diferente, y desde luego después de su visionado podemos afirmar que así es. De entrada su premisa argumental puede no alentar al espectador medio a acudir a la sala: George y Anne, ochenta cumplidos, son dos profesores de música clásica, jubilados, que viven en París. Su hija también se dedica a la música y vive en Londres con su marido británico. Un día Anne sufre un infarto cerebral. Al volver del hospital, un lado de su cuerpo está paralizado. El amor que ha unido a la pareja durante tantos años se verá entonces puesto a prueba. Así como la cultura asiática tiene asumida la muerte como parte intrínseca de la propia vida, la sociedad europea suele aparcarla y obviarla. Nadie piensa que nuestro paso por la Tierra es mucho más efímero de lo que nos gustaría e intentamos sobre todo no reflexionar frente a algo que está a la vuelta de la esquina. Haneke mira a la parca de frente y nos enseña con una pulcritud y elegancia sin par el deterioro de una persona enferma que se va consumiendo paulatinamente. El director de obras maestras como La cinta blanca o Funny Games no escatima a la hora de ahorrarnos el sufrimiento; de observar de forma casi entomológica como la protagonista se va apagando progresivamente. Todo ello nos lleva a reflexionar sobre conceptos como el amor y la muerte, que nunca estuvieron tan unidos en un relato fílmico como en esta auténtica maravilla. A todo ello contribuye de forma significativa la gran actuación de la pareja protagonista, unos Jean Louis Trintignant (felizmente recuperado para el cine) y Emmanuelle Riva (nominada con todo merecimiento como mejor actriz en la próxima edición de los Oscars de Hollywood), quienes ofrecen todo un recital en cuanto a contención y emotividad. Ámbos saben insuflar a sus cansados personajes toda la magnificencia de quienes han constituido grandes intérpretes a lo largo de sus longevas carreras cinematográficas. Sus silencios valen muchísimo más que el estruendo al que estamos acostumbrados, y sus diálogos, tan breves como afilados, alcanzan un grado de plenitud muy difícil de encontrar hoy en día. No sabemos si Michael Haneke habrá alcanzado el grado de plenitud en su último trabajo, pero si no es así desde luego se le acerca bastante. Aquí hallamos una violencia contenida, no tan explícita como en otros títulos del director pero no por ello lo que nos explica deja de ser menos aterrador. La muerte en vida es mucho más cruel que la propia muerte en sí, y toda la milimétrica puesta en escena desemboca en un trágico final que, no por previsible (ya se desvela desde las primeras imágenes) deja de sorprendernos y acongojarnos. Con Amour estamos ante una obra que trasciende; una película que tiene la capacidad de llegar al alma de las personas. ¿Hasta qué punto puede llegar a soportar el ser humano su propia dignidad? ¿Es lícito que respetemos los últimos momentos de vida de una persona en su propia intimidad o debemos luchar hasta el último instante por mantenerla con vida? ¿Hasta dónde puede llegar la crudeza y el dolor por la pérdida del ser querido?. Estas y otras tantas preguntas se plantean a lo largo del exiguo y ajustado metraje. Después se podrán vislumbrar metáforas varias y dobles sentidos, que para eso existen los sesudos y relamidos críticos, pero si vamos a la esencia de la narración encontraremos mucha verdad en lo que se nos cuenta. Michael Haneke es sin dudas uno de los creadores fundamentales del cine contemporáneo, quien ha sabido llevar a cabo una relectura perfecta de clásicos como Bergman o incluso el mismísimo Charles Chaplin para ofrecernos una auténtica lección de cine que no debería pasar desapercibida para todas aquellas personas que amamos el séptimo arte y la vida.
Anexo de Crítica -Cabe aclarar de antemano que el estreno de este nuevo opus del director Michael Haneke, Amour, sorpresivamente tenido en cuenta por la Academia como mejor película no hablada en inglés y también como mejor película, suscitará todo tipo de polémicas y abrirá falsos debates sobre los límites de la crueldad en el cine, con detractores que tildarán al director de La cinta blanca como oportunista y provocador profesional y otros defensores de su honestidad y coherencia a lo largo de una trayectoria, que más allá de los premios internacionales y el reconocimiento de la crítica, mantiene un grado intacto de estilo ascético, filosofía profunda y enorme conocimiento de la condición humana sin tapujos, ni concesiones o alivios moralizantes como siempre se pretende desde las huestes de Hollywood y su doble discurso constante. Se bastardea tanto el término arte en cine que cuando surge un verdadero artista como Haneke, quien más allá de sus intenciones como cineasta consigue integrar estética, pensamiento, narración, en un discurso poderoso no en términos visuales sino conceptuales, se cae en la obviedad de analizar sus intenciones a partir de lo que se ve cuando en realidad se debería partir desde lo que se oculta o no se revela. Amour es una película sobre el deterioro del amor de una pareja de ancianos interpretados por los geniales Jean-Louis Trintignant en el rol de Georges y la nominada Emmanuelle Riva en el papel de Anne. El progresivo extrañamiento, las etapas de ausencia y el no reconocimiento de su esposo se prolongan en el tiempo en que transcurre entre silencios, tiempos muertos, actos de cuidado, desprecio, cansancio, dolor, angustia, impotencia, culpa y emociones contradictorias arraigadas a lo más profundo de los sentimientos en un in crescendo dramático donde Haneke no especula un segundo con el atajo moralista para mostrar de manera descarnada hasta dónde puede manifestarse el egoísmo o la bondad entendida desde la empatía con el sufrimiento ajeno. Lo mejor que le podría ocurrir a Amour y a Haneke es no ganar el Óscar como mejor película y sí como película extranjera porque la calidad de sus competidoras salvo la chilena deja bastante que desear. Pablo E. Arahuete (9 puntos).
Antesala al infierno. ¿Qué se puede esperar de Michael Haneke más allá de un atolladero de sensibilidad neutralizada, ironía automática y frigidez todo terreno? Si nos sinceramos, Amour (2012) calza perfecto junto a los otros representantes individuales que componen la acotada obra del austríaco, algo así como un misántropo facilista con una compulsión irrefrenable hacia el sadismo que -paradójicamente- gusta de criticar ese mismo paradigma de “tortura infinita” que subsiste incrustado en nuestra sociedad. Lejos de la parodia sardónica símil Stanley Kubrick, el señor está a gusto en el circuito arty del shock y el festín hardcore...
Un Hombre… y Otra Mujer Después de su paso por Cannes, Nueva York y cuanto festival se cruce en el camino, seguir discutiendo los atributos del último film de Michael Haneke se hace redundante. Sorprende, que haya tenido tanta repercusión acaso, en Estados Unidos, donde fue nominada al Oscar en ambas categorías como Mejor Película y Mejor Película Extranjera (representando ridículamente a Austria, cuando es netamente francesa), su director, su intérprete femenina, y su guión original, el cuál no es demasiado original, y, posiblemente, sea el menos original de la filmografía de su realizador. Lo primero que puedo acotar, es que habiéndose realizado seis años atrás una obra similar, tan sutil, bella y excepcionalmente interpretada como Lejos de Ella, que era un poco más clásica y convencional en su concepción pero cargaba con un hermoso lirismo y sensibilidad – gran trabajo tras cámaras de Sarah Polley – Amour es un film que no debería sorprender tanto por su temática. Sin embargo, en su tratamiento, Haneke impone su estilo desde principio a fin: ya sea por su frialdad, escepticismo, ausencia de elementos ajenos a la narración para generan emoción, su discurso seco y directo; o su estética visual: extensos planos fijos, escenas secuencias, cortes abruptos sobre el eje de cámara, fotografía barroca, elección musical incluso. Tampoco queda afuera, una sutil y no tan importante, pero relevante igualmente, crítica a la burguesía, la manera en que las noticias actuales van entrando en el mundo de los personajes, o una completa crítica acerca del abandono de las generaciones jóvenes con sus padres, o con los ancianos. Una total ceguera sobre enfermedades y miserias cotidianas, que Haneke desnuda a través del patético personaje que le tocó en suerte a Isabelle Huppert, musa del realizador. Haneke despoja al relato de efectismo lacrimógeno mostrando a un personaje que aún siendo sensible puede reflexionar acerca del absurdo de las ceremonias y ritos religiosos en los entierros, cuya frialdad para enfrentar el deterioro de su mujer lo antepone a la emoción, y por eso Huppert queda reducida a una caricatura sensiblera, en donde el director apunta sus filosos dardos para demostrar la superficialidad e hipocresía de los nuevos burgueses, que no son cultos, sino materialistas; que no se preocupan por sus semejantes, a menos que estos los ataquen de alguna forma. En este sentido Haneke muestra la crisis inmobiliaria y le da un contexto afín, común, normal. Pero el centro de la historia no pasa por la relación de Georges con su hija, sino con su esposa, la manera en que la paciencia se va transformando en incertidumbre y violencia. Mientras Anne realiza una involución y deterioro físico, él sufre el mismo síndrome a nivel emocional. Y sin embargo, aún con esa imprevisible pero coherente descarga de violencia, no se puede dejar de analizar que Haneke quiere hablar de un amor puro, de un amor que trasciende valores morales, un amor que es indemne al dolor. El realizador quiere demostrar a sus seguidores que esta vez eligió personajes comunes, y por eso nos los presenta en un cine/teatro, similar (según imagina) al del espectador, y así como cada persona es una más de una multitud, Georges y Anne, son una pareja más que puede figurar entre el mismo público del film. Así como en la última escena de Caché (escondido) el director recorta personajes dentro de un plano general, y apenas los consigue destacar sobre el resto. La presentación de ambos sigue en una progresión paulatina de los tamaños de planos y espacios por donde circulan. Después de este comienzo inspirado, Haneke decide no moverse del departamento del matrimonio, el cual desde un principio parece haber sido forzado y abierto misteriosamente. La muerte, el olor a muerte ronda en el espacio, y a pesar de todo es una trabajo optimista, positivo, acerca de un amor que va más allá del duelo. La química que se genera entre los intérpretes, Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant, es completamente verosímil y naturalista. Sin embargo, cuando la enfermedad se empieza a interponer, la actuación de Riva se limita a un increíble trabajo físico, que está bien reconocido por la Academia, aunque el verdadero protagonista, debido a su imponente y empático trabajo emocional, basado en la represión de acciones y sentimientos, de miradas, de austeridad y laconismo que es típico de su personalidad, pero a la vez cierta calidez y transmisión de amor real es Jean-Louis Trintignant. El protagonista de El Conformista, Rouge y Un Hombre y una Mujer es un monstruo. Su compasión y preocupación por Anne, consigue momentos de tensión extrema, gracias a la actuación del protagonista. A los 82 años es admirable el estado mental y la fuerza física que requiere el personaje. Y Trintignant, una de las máximas leyendas del cine francés, cumple con las expectativas de Haneke, convirtiéndose en un personaje de carne y hueso, espiritual y creíble. Ninguna situación, forzosa o de riesgo, es creada para provocar un efecto. Incluso aquellas escenas que denotan cierta crudeza en el tratamiento narrativo, como la degeneración corporal o la demencia senil, tienen una base real e identificable. Justa ganadora de la Palma de Oro en Cannes Amour nos muestra nuevamente el talento de dos artistas completos, versátiles, de personalidad y carácter. Un actor y un director, que confluyen en esta reflexión sobre la familia, las mujeres, los hombres, la vida y la muerte, las enfermedades y el miedo a la soledad. Un hombre que ha logrado expresar su cinismo y visión del mundo – y ahora muestra un perfil un poco más sensible - en forma única a través de la cámara; y un intérprete que logra borrar los márgenes entre actuación y poner realmente el cuerpo a un personaje.
Recuerdo hace tres años cuando "La Cinta Blanca" de Michael Haneke, compitió al Oscar a mejor film extranjero, haber dicho que era tan buena película que no me molestaría le ganara a nuestra gran representante "El secreto de sus ojos" (cosa que no sucedió). No piensen mal de quien escribe estas líneas. Me encantó el film del querido Juan Campanella, pero ese año sentí que cualquiera de las dos que resultara ganadora, el premio sería bien entregado. Hoy, tras ver esta impresionante obra maestra que es "Amour" me doy cuenta que si Haneke no lo recibió en ese entonces, era porque lo mejor aún estaba por venir. Totalmente opuesta y lejos del despliegue técnico y visual que tenía aquel film en riguroso blanco y negro, "Amour" se desarrolla íntegramente (salvo por dos mínimas escenas) en el interior un departamento y no necesita más que eso. Acá no hay grandes decorados, no hay efectos visuales ni sonoros, no hay una potente banda de sonido porque los silencios son más que suficientes y logran transmitir a la perfección todo el dolor y la angustia que Michael Haneke se propone gracias a su impecable trabajo en el guión y dirección y a una increíble labor de sus dos protagonistas, Jean-Luis Trintignant y Emanuelle Riva. Una escena previa al título del film, nos muestra a un grupo de bomberos que tras forzar una puerta, irrumpen en un amplio departamento, llegan al dormitorio y encuentran tendido en la cama el cuerpo sin vida de una señora mayor, elegantemente vestida de negro y con la cabeza posada sobre pétalos de flores. Así de honesto es Haneke para con el espectador y desde la primer escena sabemos lo que nos espera. Pero estamos emocionalmente preparados para verlo, para sentirlo? Anne (Riva) y Georges (Trintignant) interpretan a un matrimonio de octogenarios, ex profesores de música clásica, que viven solos y a pesar de su avanzada edad se defienden bastante bien. Sus vidas transcurren tranquilas en la comodidad de su hogar y casi ni salen de él, salvo para asistir al concierto de un ex alumno de ella, como vemos apenas comenzado el film. Tras regresar del show muestran (sobre todo Anne) su preocupación a ser asaltados en su casa, como les sucedió a algunos de sus amigos. Es curioso que a pesar de los años que poseen, sea ese su mayor temor, se los ve bien, como si no asumieran el paso del tiempo. Pero todo cambia de un día para otro cuando una cruel enfermedad se apodera de Anne dejándole inmovilizada la mitad de su cuerpo. De a poco vamos viendo, padeciendo con ella su deterioro físico y mental y somos testigos de la fuerza de voluntad de Georges, que solo enfrenta la situación, sin pedir ayuda ni siquiera a su hija Eva (Isabelle Huppert, gran actriz que protagonizó otro fuerte relato de Haneke, La profesora de piano). Duele, grita una y otra vez Anne. A ella le duele, a Georges le duele. El dolor es tan fuerte que traspasa la pantalla y a nosotros nos duele. Algunos espectadores podrán decir que por momentos "Amour" se vuelve lenta. Y tienen razón. Estamos en presencia de una agonía y como toda agonía, es lenta, angustiante y dolorosa. Puede sonar egoísta, pero quienes vieron partir a un ser querido sin pasar por este eterno proceso deberían sentirse agradecidos. Sobre el final, Haneke nos da una fuerte cachetada, nos deja mudos y sin aliento. Se encienden las luces y salimos de la sala con la cabeza gacha, silbando bajito. Tristes, sí. Pero felices y agradecidos por haber asistido a una clase magistral que nos enseñó que tan grande es el cine cuando nos cuenta una historia desde lo profundo del alma, que tan grande es Michael Haneke, que tan grande es el "Amor".
Anexo de crítica por Jessica Johanna "Amour" es una película difícil. El cine de Haneke es difícil. No es para todo el mundo. Hay que estar dispuestos a su cine que nos puede hacer sentir distantes, pero también incómodos, o que en algún momento nos descoloca. Contar de qué se trata "Amour" la haría parecer muy distinta de lo que es. Una pareja de ancianos de unos 80 años que se acompañan. Él pasa a cuidarla a ella en una enfermedad que sigue y sigue creciendo hacia un final inevitable. Pero al saber que es de Haneke, sabemos que no vamos a encontrar precisamente una historia "tierna". El amor para Haneke es así, doloroso y largo. Por eso mientras vemos como él cuida a su amada mujer, somos también testigos de una agonía que no parece querer terminar. Porque esta historia en las manos de otro director, sería un producto totalmente distinto, posiblemente lleno de golpes bajos y lugares comunes. Los dos protagonistas (una Emmanuelle Rivas, aquella mujer que nos enamoró en "Hiroshima Mon Amour", de Alain Resnais, nominada a incontable cantidad de premios y recientemente ganadora en los BAFTAs, y un Jean-Louis Trintignant sublime) están muy bien dando vida a dos personas que podríamos ser cualquiera de nosotros dentro de algunos años. Los vemos mantenerse, sostenerse el uno en el otro, mientras sus cuerpos empiezan a abandonarlos. "Amour" es una película complicada porque nos hace sentir incómodos. No es fácil ver aquello que todos sabemos que existe, que sucede, pero reflejado con tanta naturalidad y realismo. Haneke es un gran cineasta, lo sabemos. Sabe cómo posicionar la cámara, que apenas se mueve y puede permanecer en un mismo lugar largos minutos, haciéndonos testigos del tiempo que continúa corriendo. No hay música extradiegética, ellos escuchan música clásica, pues ambos han sido profesores. Pero el relato, y esto no sorprende en el cine del director, es frío y distante, y acá también claustrofóbico, ya que prácticamente toda la película se sucede dentro de las paredes de ese departamento que los acoge. Sin haber visto la filmografía completa del director, pero sí varias películas, y haberlas disfrutado a su modo (como se disfruta su cine, sufriéndolo), considero que "Amour" no está entre sus mejores obras. Incluso la metáfora de la paloma (en una escena muy linda estéticamente, de la que dicen que se han hecho varias tomas) es un recurso demasiado obvio para un director que no lo es. Resumiendo, "Amour" es un relato crudo. Una buena película que ha sabido captar la atención, pero que difícilmente esté a la altura de otros relatos suyos que no han tenido tal reconocimiento. Y si bien, insisto, es una buena película, me resulta muy difícil de recomendar. "No recuerdo la película, pero recuerdo la emoción", dice el protagonista en algún momento. Y lo que provoca en esta película no son sentimientos fáciles de manejar. Entonces vuelvo a insistir, no es una película para todo el mundo. Hay que saber a lo que uno se expone. Personalmente, disfruto este tipo de propuestas, pero son muy consciente de que a veces resulta complicado.
Douleur Amour es dolor; quizá sea eso lo que irrite tanto acerca del último largometraje de Haneke, ya que el austríaco se encarga de presentarnos una situación extrema y absolutamente dolorosa, de la cual ninguno de nosotros está exento, y lo hace desde una modalidad realista, sin ningún tipo de edulcorante; al contrario, nos encierra, nos deja sin salida y no nos queda otra que sucumbir ante el derrumbe de la decadencia de la vida...
Juntos para siempre Muy ligado desde hace varios años a Francia, Michael Haneke contó aquí otra vez no sólo con financiación mayoritaria de ese origen (aunque compite en los premios Oscar representando a Austria) sino también con tres leyendas galas como Jean-Louis Trintignant, Emanuelle Riva e Isabelle Huppert para una película que marca un brusco giro en su carrera, pero que al mismo tiempo mantiene la categoría, el rigor y la solvencia de sus anteriores trabajos. Con Amour, el director de La pianista, Caché-Escondido y La cinta blanca aborda cuestiones delicadas, ríspidas e inquietantes como la vejez, la degradación física y la muerte, aunque en verdad (en esencia) el tema principal es el que se alude desde el título: ese amor trascendental e incondicional que ambos se profesan incluso en las circunstancias más extremas (y teniendo los dos personalidades bastante alejadas de la perfección). Resulta conmovedor ver en pantalla los trabajos sublimes de Trintignant (mejor actor en Cannes 1969 por Z) y de Riva (quien ya había estado en ese mismo festival 53 años antes de Amour con Hiroshima mon amour) como un matrimonio cuya existencia cambia para siempre cuando ella empieza a tener los primeros síntomas de Alzheimer y luego sufre un par de ataques que la van dejando casi sin movimiento primero y sin habla después. La película empieza cuando el cadáver de ella es descubierto por la policía y los bomberos porque el eje aquí no es desentrañar el “enigma” sino exponer -con esa precisión, inteligencia y profundidad tan propias de Haneke- cómo van reaccionando uno y otro (y la hija de la pareja que interpreta Huppert en sus distintas visitas) ante la sucesión de los hechos. Estamos ante una historia muy dura, claustrofóbica (transcurre de manera casi íntegra dentro del departamento de los protagonistas), sin héroes ni mártires, con la verdad con que fluye la vida y la inevitabilidad con que termina. En manos de otro director (diría la inmensa mayoría de los realizadores en actividad), Amour sería un material inflamable, la excusa perfecta para una acumulación de golpes bajos, torpezas, psicologismo y excesos lacrimógenos. Aquí, por suerte, la sobriedad, la altura y la austeridad de Haneke -un cineasta que sabe muy bien que en el terreno de las emociones muchas veces menos es más- mantienen ese equilibrio justo que necesitan las pequeñas grandes películas. Esta es una de esas.
Un amor eterno Amour (2012), la última película del director austriaco Michael Haneke, es tal vez la más importante y la más poderosa de todas las que ha realizado. Esta vez la exploración de la conducta humana y todo ese aire de inquietud y violencia que vive impregnado en su ya conocido estilo de filmar, se centran en un argumento muy simple donde el amor se devela con todos los misterios. Más aún, la película habla de la valentía del amor y hasta qué punto puede resistir cuando, en medio de la tragedia, el amor es puesto a prueba. La historia es la vida solitaria de una pareja de octogenarios llamados Georges y Ana, que son interpretados magistralmente por Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Ambos disfrutan de una vida sosegada y rutinaria, comparten sus quehaceres y sus salidas, pero lo más importante es que comparten su pasión por la música, ya que los dos han sido profesores de música y han entrenado a varios pianistas reconocidos. De vez en cuando son visitados por su hija (Isabelle Huppert) quien les pone al tanto de sus días. Bajo ese tono, la historia marcha de la mejor manera hasta que aparece el problema: Ana sufre un ataque que pone en evidencia una enfermedad que será la degradación de su salud. A partir de ese momento, Georges tendrá que cuidar de Ana con una tenacidad inmensa, muy a su pesar de que no cuente ya con el vigor de la juventud. Estará dominado por un dolor silencioso que le traerá mucha amargura pues verá a su mujer acabarse paulatinamente sin poder revertir la situación. Aún cuando existe una posibilidad médica, Georges pondrá a prueba su amor cumpliendo la promesa que le hizo a ella en un inicio. Sin embargo, la presencia cercana de la muerte mermará también en la salud de Georges, tanto que su estabilidad psicológica se irá alterando, pues también vivirá su ocaso al estar encerrado en la casa ya sin tener la necesidad de salir. Michael Haneke construye una puesta en escena poderosa porque sus característicos planos de larga duración y movimientos de cámara ágiles que apelan al plano secuencia, están al servicio no solo de la desfragmentación constante que hace de la realidad (la cual implica cambios de espacios o cortes violentos) sino también para poner en escena la manera como Georges percibe a Ana. De cómo la realidad y la fantasía y la quimérica muerte, se insertan en su vida mientras ve que todo se derrumba. La maestría de Haneke está en cómo su estilo funciona perfectamente para la abstracción. La película ocurre dentro de un solo espacio, y entonces el desenlace no se vuelve ambiguo ni es un final abierto como en otras ocasiones. Aquí todo termina cuando tiene que terminar, y el final está en las cuestiones más simples y pequeñas, en elementos muy definidos y cotidianos. Y si en algo se diferencia esta película de las anteriores que realizó Haneke, es porque los dos personajes que van hacia el mismo punto, hacia una misma decadencia, aunque cada uno desde una posición contrastada. Y además, porque ambos viven en un tiempo único. Es decir, que por más que se vea el día y la noche, Haneke con su abstracción, presenta un tiempo espacial, donde sólo importa lo que ocurre dentro de la casa, como si el tiempo cronológico y el mundo exterior fueran ajenos. Y lo único que habla de inicio y de fin, y de cambio de hora, es la muerte. Sólo la muerte es lo que marca el paso del tiempo, un tiempo hecho de las paredes y los pasillos de una casa que luce igual y que parece tener todo en su lugar. Sin duda, Amour es una película muy dolorosa y difícil de ver. Nuevamente pone a prueba también al espectador con un final que desbarata la tranquilidad y que trae consigo las interminables preguntas sobre el amor, la muerte, lo que es correcto, sobre la lealtad, y más aún, sobre la vida. Quizá nunca se vuelva a ver una película así. No solo por la historia y los personajes interpretados por dos actores símbolos de la historia del cine, sino porque Haneke también ha logrado extraer en sus imágenes el tema de la muerte desde el dolor mismo. Se ha acercado tan directamente y a la vez de forma tan simple, que la película cierra sobre sí misma, tanto como si le hubiera encontrado, con su propio estilo, una respuesta a la pregunta sobre lo que viene a ser la existencia humana. Y esa respuesta no es otra que una casa. En este caso la casa de Georges y Ana. Una casa que los va a esperar para siempre.
Película festivalera. Esa es una forma sencilla y concisa para describir Amour, y es muy entendible que el film haya arrasado en todos los festivales y premiaciones. Pero vale remarcar que incluso terminó ganando terreno en Hollywood consiguiendo nominaciones al Oscar. No obstante eso no quiere decir de que sea una obra maestra porque muchos pueden encontrarla demasiado lenta y aburrida. Su ritmo introspectivo, sus planos demasiado largos y los silencios no serán algo fácil de digerir por los espectadores argentinos que tal vez están acostumbrados a otro tipo de cine. El director austríaco/alemán Michael Haneke logra someter a todo el que vea este film a una escalada de tristeza demasiado real. Ese es el punto fuerte de la película: su realismo a través de las magníficas interpretaciones de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. La pareja de ancianos transmite las miserias de una enfermedad terminal y como esta no solo afecta en lo físico sino también en las emociones. Haneke casi que no da respiro y logra deprimir y tocar a los que hayan experimentado algo similar con un ser querido porque los planteos existenciales, éticos y morales que esgrime la cinta se encuentran a la orden del día. Pero en ese esfuerzo por lograr incomodar (algo muy bien logrado y remarcable) es cuando el dinamismo decae y el film se torna aburrido al compás de unos cuantos clichés ya vistos en películas con temáticas similares. La habilidad del director es indiscutibles (tanto en este film como en sus últimos trabajos) pero la realidad es que hace un cine para un determinado tipo de público y aún así, el sector que se siente a gusto con estas propuestas tendrá un trabajo difícil para digerir y disfrutar la película y seguramente saldrán de la sala con un gusto amargo.
Amor eterno El siempre polémico realizador franco austríaco Michael Haneke hace un cine personal, que no hace concesiones con el público. De ahí el hecho que tenga tantos admiradores como detractores. En su nuevo trabajo, Amor, nominado al Oscar en el rubro de "mejor película", se aleja del clima de anteriores realizaciones como Funny Games o La cinta blanca y plasma una dura historia sobre la vejez, la enfermedad y el desmoronamiento corporal. Un tema que podría prestarse fácilmente para golpes bajos pero que gracias a la mano de Haneke se eleva a una realidad de tanta crueldad que logra movilizar al espectador. Para esa tarea cuenta con las labores impresionantes de la dupla protagónica integrada por Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva (nominada como "mejor actriz" para el Oscar) en los golpeados cuerpos de Georges y Anne, un matrimonio de musicos retirados que se niega a envejecer, que sigue su rutina diaria de charlas y desayunos como nadie. Todo hasta que ella comienza a manifestar una desconexión de la realidad que rápidamente la lleva a una parálisis. El director explora las reacciones, la nueva forma de vida que asume el esposo ante la enfermedad de su amada y cómo se acomodan los interminables minutos de una vida que hasta hace poco parecía al menos tranquila en la convivencia. Otra gran actriz, Isabelle Huppert, encarna a la la hija de ambos. Lo interesante de esta historia de amor llevada al extremo es cómo empieza (con el cadáver de la anciana encontrado por los bomberos) y áun más cómo termina, con una habilidad maestra del realizador para resolver la trama y con un hecho que sorprenderá al público. Intensa, dura y emocionante son los calificativos que le caben.
Amour ya fue catalogada como “la película tierna de Michael Haneke”, que cuenta cómo la vida de una pareja de jubilados intelectuales –Anne y Georges– se ve movilizada luego de que ella sufre la parálisis de una parte de su cuerpo, acarreando con ello problemas mayores, fruto de la enfermedad y la vejez. ¿Por qué tierna? Porque son viejitos y porque se quieren mucho, pero eso es solo una parte de este film emotivo y visceral que enfrenta al público con algo tan tabú como la muerte digna, enmarcada en un relato que enfrenta a ésta con el amor, una y otra vez...
Tout par amour La última película de Michael Haneke, Amour, es tan controversial como cosechadora de premios. Luego de consagrarse con el Palma de Oro en la 65º edición del Festival de Cannes, ahora está nominada como Mejor película, Mejor película extranjera, Mejor director, Mejor guión y, además, la protagonista Emmanuelle Riva como Mejor actriz. Film tan polémico como el anterior, Haneke nos encierra en una casa de techos altos junto a un matrimonio de edad avanzada para que seamos partícipes de la misma angustia. Los problemas surgen apenas comienza el largometraje, algo le sucede a Anne mientras desayuna, su esposo George no sabe cómo atenderla. Desde esa situación, Haneke utiliza las elipsis para avanzar y mostrar el deterioro físico de su protagonista a causa de un derrame cerebral. Anne sabe que nunca más podrá volver a enseñar o tocar el piano ya que una parálisis corporal que afecta la mitad de su cuerpo le impide moverse por sus propios medios pero con el transcurrir de los minutos su situación se va agravando. George decide recurrir a la ayuda de enfermeras para que cuiden de ella, debe soportar a su histérica hija (maravillosamente interpretado por Isabelle Huppert) y debe hacer frente a la descomposición de su amor. De este modo, Haneke filma el retroceso físico y mental. Cada escena compuesta de planos y contraplanos largos (al igual que sus afiches), y cámara fija, se presentan en ausencia de banda sonora. Mientras Anne se desprende lentamente de su alma y conciencia, la casa va transformándose con esa misma cadencia. Un sueño revelador y un final anunciado desde el comienzo, Amour: ¿es realmente la historia de un amor hasta que la muerte los separe?
Estamos ante una de las mas grandes películas del director Michael Haneke, que cambia radicalmente de registro, dejando atrás las cintas más oscuras y violentas para regalarnos un filme de amor tan real y emocionante, como bello desde la concepción artística. Imposible no emocionarse con los trabajos de JEAN-LOUIS TRINTIGNANT y EMMANUELLE RIVA en composiciones testamentarias, una verdadera máster class, sensible, creíble, inolvidable. Y como si fuera poco, técnicamente la cinta es contundente: fotografía, música, puesta… la perfección hecha película. Para aplaudir de pie.
Ante el final de la vida Finalmente llega la ganadora de la Palma de Oro en la última edición del festival de Cannes, y ahora favorita al Oscar en cinco categorías, incluyendo mejor película extranjera. Con el habitual rigor de toda su obra, pero ciertamente alejado del tono de sus films anteriores, Michael Haneke se interna en la intimidad de un matrimonio de ancianos en el último tramo de sus vidas, una relación amorosa de décadas que se mantiene hasta el final. La película –Palma de Oro del Festival de Cannes y gran favorita al Oscar a la mejor película extranjera–, filmada casi en su totalidad en un piso parisino, comienza con los bomberos entrando al departamento para descubrir el cadáver de una anciana. Inmediatamente, el relato es un largo flashback que muestra la vida de Anne (Emmanuelle Riva) y George (Jean-Louis Trintignant), profesores de música retirados, tan independientes como autosuficientes, que reciben las esporádicas visitas de su hija Eva (Isabelle Huppert), concurren a conciertos y si es necesario, cuentan con la ayuda de el matrimonio de caseros del edificio. Ese ritmo apacible se rompe cuando Anne comienza a mostrar los primeros signos de Alzheimer, que da paso el inevitable deterioro físico y mental hasta que ni siquiera puede hablar. Sin ninguna duda, Haneke es reconocido como uno de los grandes directores contemporáneos, responsable de obras extraordinarias como La cinta blanca, Caché: Escondido y La pianista, sólo para mencionar algunas, y una de sus características más distintivas de su trabajo es cierta frialdad y distancia para tratar los temas que lo obsesionan como la violencia, la indiferencia de la sociedad, el egoísmo y el dolor. Sin embargo, Amour es otra cosa. Si bien el director austríaco mantiene su mirada gélida al retratar un drama doméstico como es el deterioro de Anne, el relato, terrible, devastador y agobiante, tiene momentos luminosos y de una cotidianidad asombrosa, por supuesto, con una puesta sobria que no hace más que resaltar esas pequeñas chispas de felicidad de esa pareja de ancianos (extraordinarios Trintignant y la hermosa Riva), dispuesta primero a defender hasta el último momento su condición de individuos pensantes, dueños de su vida y sobre todo, a hacer valer su relación, un amor que no admite terceros, ni siquiera de su hija Eva. El personaje interpretado por Huppert, que apenas tiene unas pocas escenas, es clave en la historia, porque es el lazo afectivo con el exterior de esa casa, de esa relación de décadas, pero además –estamos hablando de Haneke, claro–, muestra la complejidad de las relaciones y entonces, Eva es la hija pero también es la persona delante de quien hay que reafirmar los principios, el de dos viejos y su derecho a decidir su destino, cómo y cuando quieran. Sin interferencias.
Nada de eso merece ser mostrado", le dice Georges (Jean-Louis Trintignant) a su hija Eva (Isabelle Huppert), después de haberle detallado, haciendo hincapié en las escenas más ingratas y penosas, la dura rutina cotidiana que se vive en el elegante piso familiar desde que Anne (Emmanuelle Riva), esposa de uno y madre de la otra, sufrió dos serios accidentes vasculares y dio comienzo al proceso de deterioro que le paralizó medio cuerpo y le ha ido alterando otras funciones corporales y cerebrales hasta impedirle todo movimiento (aun en silla de ruedas) y reducirle la expresión a unos pocos quejidos incomprensibles o gemidos desgarradores. ¿Hace falta mostrar el doloroso espectáculo de ver agonizar a un ser querido y de certificar que nada puede hacerse para acudir en su ayuda? La misma pregunta puede hacérsela el espectador, y ya que Michael Haneke la explicita en el difícil diálogo entre padre e hija, cabe entender que también él se la ha formulado a sí mismo. Cada uno podrá responderla según su propia sensibilidad, su experiencia de vida (no serán pocos los espectadores que habrán vivido situaciones como ésa) y también según la etapa de la vida en que se encuentre. Haneke tiene el coraje suficiente para afrontarla, para asomarse a los abismos extremos a los que el ser humano no sólo está expuesto sino al único del que tiene certeza desde que nace. Y de hacerlo con esa implacable, rigurosa meticulosidad que ha aplicado otras veces para denunciar a un sistema social hipócrita. Pero sobre todo para hablar aquí del amor cuando es sometido a las más duras pruebas. O quizá más todavía: para preguntarse si no es en esas circunstancias -las más dolorosas- donde es posible percibir con mayor claridad la verdadera esencia del amor. Anne y George (ambos han superado los ochenta) pasaron juntos décadas de armónica convivencia, se aman, han compartido -lo siguen haciendo- la felicidad de disfrutar juntos del arte que se dedican a enseñar (son profesores de música ya retirados) y saben deleitarse lo mismo con la pintura, la literatura, con la belleza en general, no importa dónde ella se manifieste. No le hacen falta a Haneke palabras para definir a sus personajes ni para saber de sus aficiones, de sus gustos y de su historia: los muebles, el piano, los sillones, los cortinados, los libros, los objetos del piso que habitan -y habitan también los espectadores, porque rara vez ha terminado siendo tan familiar un escenario como éste en el que transcurre prácticamente toda la película- lo dicen todo de ellos. Haneke es un maestro de la puesta en escena, y lo es en tal medida que la paloma que un par de veces se cuela por unas ventana resulta una presencia intrusa tan inoportuna y chocante como los elementos que hablan de enfermedad y medicina. Un film que habla de la vida cuando se va, de la muerte cuando llega, del amor que perdura hasta el final no puede sino ser triste, crudo y perturbador, aunque Haneke lo aborda con un pudor que no disimula los momentos más desgarradores, pero tampoco admite las lágrimas ni las apelaciones emotivas. La escena que podría considerarse más cruel es también probablemente el mayor acto de amor que el compasivo y sacrificado marido ofrece a la que es, hasta el último momento, la mujer de su vida. Indispensables. No hay otra palabra para calificar a Riva y Trintignant. No habría Amour sin ellos, que quedarán grabados en la memoria tanto como Huppert en el más breve pero fundamental papel de la hija. Y como todo en este film, que, nos guste o no, deja sedimento y perdura en el espectador mucho más allá del fin de la proyección
Al final de este viaje El gradual encierro de una pareja de ancianos, cercada por la enfermedad de ella. Brillantes Trintignant y Riva. En la filmografía de Michael Haneke es usual que un microcosmos burgués -en supuesto equilibrio- sea invadido por una súbita violencia externa que lo demuele. En Amour, el invasor es natural, corriente, casi previsible: un accidente vascular que inicia la erosión definitiva de una mujer de más de ochenta y, luego, la su marido, empeñado en cuidarla en su casa. Haneke retrata esta degradación crepuscular, solitaria y conjunta, con su magistral estilo aséptico -para qué agregarle énfasis a lo que ya lo tiene-, pero esta vez con una de las variantes del vasto amor como elemento novedoso en su cine. La primera secuencia es la final. Desde el interior de un departamento, vemos a unos bomberos derrumbar la puerta de entrada. Con barbijos, abren las ventanas. Nos hacen experimentar, desde la mera imagen, el peso de un encierro agobiante. En la pieza principal, encuentran el cadáver de ella. Corte. En la escena siguiente, Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) disfrutan un concierto, en el Théâtre des Champs Elysées; y, luego, vuelven en colectivo a su coqueto departamento parisino. Al llegar, encuentran la cerradura forzada: ínfimo indicio de lo que vendrá. Los dos son pianistas retirados. A partir de gestos sutiles y palabras triviales, entendemos que los une mucho más que una vida cruzada por el arte. Los une un modo de entender, de gozar, de tolerar el mundo: un lazo más fuerte, y mucho más duradero, que la pasión en tiempos plenos. A la mañana siguiente, ella sufre su primer blanco, que Haneke, absolutamente consciente de lo que pretende de cada plano, y capaz de ponerlo en escena, narra con intrigante realismo y demoledora elegancia. Desde entonces, Anne se va extraviando, mientras Georges la asiste con una tenacidad sin esperanza. Son demasiado inteligentes, racionales, como para perder, ahora que lo están perdiendo todo, los últimos bastiones de su dignidad compartida. El encierro -que combina, con rigor, elementos dramáticos, románticos y terroríficos- apenas se interrumpe por unas pocas visitas de la hija del matrimonio (Isabelle Huppert; que pasará de la negación al enojo, y de ahí la angustia distante); por la visita de un prestigioso pianista, discípulo de Anne (Alexandre Tharaud, haciendo de sí mismo); y por enfermeras que la “cuidarán” a ella con impostada tersura o con sincera indolencia. Georges se muestra estoico ante todos, sobre todo ante sí mismo, y conmovedor en la intimidad, en la que no condesciende al sentimentalismo ni la queja. Su amor se percibe en múltiples detalles, como en el modo en que abraza a Anne (y ella a él) al levantarla de la silla de ruedas, la cama o el inodoro. O en la forma en que le cuenta viejas anécdotas triviales, cuando ella tal vez no las comprende. Las actuaciones de Trintignant y Riva son sublimes, acordes con el estilo de un director que prescinde del énfasis (incluido el de la música, que en Amour siempre es diegética) y que, sin ornamentos, pule cada elemento hasta dotarlo de múltiples, a veces inasibles sentidos. Haneke omite el alivio. Pero esta vez ofrece comprensión; no intelectual: sensorial. En algún momento, Georges le habla a su desmemoriada esposa de una antigua tarde a la salida del cine. “Olvidé el argumento de la película, no la sensación que me dejó”. Lo que nos ofrece Amour, la módica inmortalidad de un filme.
Hasta que la muerte los separe. El cadáver descompuesto de la anciana domina la atención de los bomberos. Ellos ya habían sido sorprendidos antes durante la visita a ese departamento burgués, aunque eso fue por las puertas bloqueadas y el nauseabundo olor del lugar; simples gajes de un oficio ingrato. Pero el cuerpo, dejado durante días, recostado sobre una cama cubierta de flores algo frescas y alejado de todo París, no es algo que se ve todos los días. En esta, la primera escena de Amour (2012), Michael Haneke evita las vueltas y anuncia el inicio de un duro y honesto viaje hacia la inevitable realidad. Anne (Emmanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant) son una pareja de profesores de música retirados que, a pesar de haber pasado la barrera de los ochenta años, se conservan bien: la movilidad no es un gran problema, la chispa del matrimonio se mantiene, y los frutos de sus décadas de labor como padres e instructores están libres para disfrutar. Sin embargo, el cambio no se puede cancelar, y un día Anne tiene un breve episodio en el cual queda catatónica. Preocupado, su marido la obliga a hacerse ver, y ella descubre que tiene una arteria bloqueada, lo cual requiere una operación. Por desgracia, la cura resulta peor que la enfermedad y, como resultado del fracaso de la cirugía, la mujer queda más paralizada, y destinada a una silla de ruedas. Lentamente empieza el verdadero deterioro, que no solo carcome la salud de Anne, sino que también alcanza la mente y el espíritu de la pareja. El último film de Haneke (Funny Games, La Cinta Blanca) toca una amenaza tan aterradora como auténtica: la vejez. Uno puede cuidarse todo lo que guste, pero la enfermedad siempre llega, y el temor a la pérdida (ya sea de la vida, de la motricidad, del ser amado o de la cordura) es la fuerza motivadora de esta producción particular, ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada a cuatro Oscars (Mejor Película, Guión Original, Actriz Principal y -el premio asegurado- Película Extranjera). El director nos mete en la posición de una persona con todas las defensas bajas, que se frustra al no poder manejarse por su propia cuenta, y que se vuelve espectadora de su irreversible putrefacción. Para eso, el austríaco genera un clima claustrofóbico y hace del departamento el tercer protagonista de la historia, situando casi toda la película dentro de él (excepto por cinco minutos al principio del film, nunca abandonamos el hogar de la pareja). Además, el uso de recursos como las tomas fijas y la carencia de música (que, en otras circunstancias, le darían al film el defecto de ser demasiado teatral) ayuda a generar esta sensación de impotencia e inutilidad. Considerando el nivel de tortura que sufren los personajes de esta historia, vale la pena pensar que, en las manos equivocadas, todo podría haber resultado terriblemente mal. Pero el enfoque de Haneke (que esquiva el melodrama y va por lo cierto) y el trabajo de los actores logra algo que es verdaderamente especial. El dúo principal plantea aflicciones distintas. Por un lado, Riva somete su cuerpo de manera impresionante y se vuelve algo ajeno a lo humano, que lucha por acabar con todo pero que últimamente no puede escapar a la humillación de su antiguo ser. De todas formas, si bien los elogios y premios hacia Emmanuelle son bien merecidos, es sorprendente que menos gente destaque el igualmente excelente trabajo de Trintignant, que muestra con excelencia la obsesión que deriva de los intentos de su personaje por cuidar y proteger a su amor. Y si, “amor” es la palabra clave en el film. A pesar de todo el dolor y el castigo que se invoca, son los pequeños momentos entre ellos dos los que hacen que todo valga la pena. Se entiende porque a Anne le angustia el miedo de volverse una molestia sin sentido, se asimila como Georges puede llegar al borde de la locura por la congoja de su mujer. Es por esto que el film evita el sadismo. Al final, Amour es un recorrido apasionante, estremecedor y demoledor que merece ser visto. ¿Es para todos? No, seguramente habrá gente que no esté apta para aguantar tanto. Pero los que si sientan que pueden, deben ir a ver esta gran obra.
El prestigio del Tedio A Sala Llena se caracteriza por las múltiples visiones de las películas, desde diferentes lugares, diversas opiniones y notas. Amor por el cine, pasión de los críticos que escriben para la web. Cuando revisé que Amour de Michael Haneke tenía seis (6) notas a favor y ninguna en contra, sentí la necesidad de equilibrar un poco la balanza (de paso evitamos que la web se convierta en Positif de los 60’s). El set está perdido (6-1) pero allá vamos con unos breves comentarios de lo que parece ser la película más sobrevalorada del año 2013...
Amores como el nuestro, no deben morir jamás” Pretérito imperfecto. Unos días antes de ver la última película de Haneke, conociendo los precedentes consagratorios del director y los galardones obtenidos, me surgió la duda acerca de la incredibilidad de lo que estaba por ver. Un tráiler denotaba poco, imaginaba mucho, pero eso no era una película. Era un preconcepto. Tenía la sensación de que, si colocaba estratégicamente algunas cámaras ocultas en la casa de mis generaciones pasadas, podría tener algo similar a la experimentación mortal de Haneke. Una vez más estaba equivocado, mis abuelos siguen presentes en las caracterizaciones octogenarias, pero es inevitable hoy, luego de haber pasado por el cine, observar a una pareja de ancianos y no remitirme al sentimiento puro que hay entre ellos, a esa energía que el austríaco se encargó de enfrascar y escupirla en el set con el terrible y genial resultado que ya se viene...
¿Qué amor? Se ha dicho que Amour es el filme más tierno de Haneke y también que es su mejor película hasta la fecha. No me consta que sea ninguna de las dos cosas, pero sí se puede decir que Amour, a pesar de lo dramático del tema que trata y de la crudeza con la que lo filma, es uno de sus filmes más accesibles. Lo que abandona aquí el director alemán es casi todo rasgo de misterio y simbolismo que podíamos encontrar en filmes como Caché (Escondido) y La Cinta Blanca...
El dolor, con gran altura artística Reflexionaba François Truffaut sobre el éxito mundial de «Gritos y susurros», aquel drama bergmaniano de una mujer agonizando de cáncer ante sus hermanas, en tiempos aún más difíciles que hoy para la medicina. ¿Por qué la gente quería presenciar tamaño sufrimiento? Quizá, decía en su libro «Las películas de mi vida», porque el público intuyó que recibiría una experiencia artística capaz de sublimar la temida experiencia de la realidad. La curva ascendente del arte compensaría la curva descendente de la vida. El razonamiento puede aplicarse ahora al éxito mundial de «Amour», donde una anciana sufre una enfermedad degenerativa apenas auxiliada por su esposo también anciano. Dicho sea de paso, ambas obras recibieron igual cantidad de nominaciones al Oscar, cinco, entre ellas las de mejor film y mejor director. Claro que Michael Haneke no es Ingmar Bergman, pero tiene lo suyo, y esta vez también tiene algo de ternura. Su habitual escepticismo y sus escenas de crueldad dieron paso a una mirada piadosa sobre el compañerismo, el cariño, la paciencia, el dolor ante la decadencia del ser querido, la vergüenza de la persona enferma. La resolución, eso si, es «a lo Haneke». También lo es la distancia que evita la lágrima. La elección y dirección de los intérpretes, la ubicación inicial de los personajes en medio de una audiencia (son músicos jubilados asistiendo al concierto de un ex alumno que los admira), el detalle simbólico de la cerradura falseada como si un ladrón quisiera irrumpir en el hogar (y ese ladrón es la enfermedad), una pesadilla, la charla con la hija casada, típico «familiar ausente», el modo calmo con que se muestran avances y resignaciones, e incluso agotamientos, las recorridas por las habitaciones o por el álbum de fotos, la cámara discretamente alejada en ciertos momentos, los silencios, la relación con una paloma, permiten apreciar la mano del artista. Y soportar lo que vemos en la pantalla, aunque a fin de cuentas es poco comparado con lo que más de un lector habrá tenido que pasar en su propia familia. Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva encarnan a esos dos ancianos. Los dos solos en su refugio, y cada uno en su propia soledad. Sus actuaciones son soberbias, con unas miradas inolvidables. Que los hayamos visto a lo largo de años, desde que eran jóvenes y hermosos, y que los veamos ahora, tan cerca del momento de la despedida como sus personajes, también es impresionante. Pero ellos tienen acá la suerte de una hermosa despedida artística.
El mundo suele ignorar la piedad Sin música de fondo, sólo con un Schubert que ya la enfermedad no puede soportar, "Amour" demuestra la fragilidad ante la mortalidad, con mínimos elementos, austeridad y algunas imágenes desagradables, pero reales. La vejez es un tema difícil que pocos directores abordan. Visiones de maestros del cine oriental (Akira Kurosawa) y nórdicos (Ingmar Bergman) iluminan con su luz sombría, testimonios cinematográficos anteriores. Pero ninguno de ellos hizo lo que el austríaco Michael Hanecke ("La profesora de piano", "La cinta blanca") en "Amour" . Sus protagonistas son una pareja de músicos mayores, jubilados, Anne (Emmanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant), que lograron llegar a una suerte de paraíso privado. El matrimonio tiene intereses comunes, solvencia económica, una hija (la gran Isabelle Huppert) profesional viviendo lejos con su familia, pero visitándolos periódicamente y un afecto sólido de respeto y coincidencias. UN ANTICIPO Eso es lo que el espectador observa, mientras el living amplio, parece iluminarse con sus objetos de arte discretos y el piano elegante. Sin embargo, el anticipo del caos llega, cuando, luego de asistir a un concierto, la pareja encuentra las cerraduras violadas de la puerta de ingreso a su departamento. Hablan de la inseguridad actual, pero no saben que son preanuncios de lo que vendrá. Porque como un virus, la realidad de la enfermedad y la vejez se hacen presentes inmediatamente. Anne será operada del corazón, con malos resultados y la sombra de la discapacidad, completada por el Alzheimer, ensombrecerán la vida en común. SOLO SCHUBERT Sin música de fondo, sólo con un Schubert que ya la enfermedad no puede soportar, "Amour" demuestra la fragilidad ante la mortalidad, con mínimos elementos, austeridad y algunas imágenes desagradables, pero reales. Michael Haneke no tiene piedad, a pesar de que logra expresar la ternura casi como un reflejo en el ocaso, increíblemente transmitido por la magia de esa Emanuelle Riva (Anne) capaz de emitir amor y también hastío ante la una cuchara con papilla que la temblorosa mano de su narido (impecable Jean-Louis Trintignant) lleva a su boca. Con este filme Michael Haneke sigue mostrando un mundo sin esperanzas, en el que hasta la luminosidad del amor se ve a través de un bergmaniano vidrio oscuro.
El amor en los tiempos de la decadencia El director y guionista Michael Haneke se propone narrar una particular historia de amor. Particular no tanto por sus características, sino por la etapa de una relación que quiere mostrar: la final, la vejez. Como si quisiera responder la pregunta sobre qué hay después del “y fueron felices para siempre”, Haneke elige una pareja de músicos jubilados, que rondan los ochenta años y a pesar de todo tienen una vida muy activa, hasta que la edad toca a la puerta, ella se enferma, y él debe cuidarla y acompañarla. La trama es muy lineal, no da lugar a matices, y en realidad también se sabe el desenlace, adelantado en la primera escena. En algo que expresado en otro formato sería como un diario de la convalecencia, lo que Haneke explora es cómo se llega a ese momento. El deterioro físico de la paciente, y el deterioro mental de su cuidador, las decisiones que él debe tomar, la relación con la hija de ambos y con su vida anterior al problema. El filme es claustrofóbico, podría perfectamente ser una obra de teatro, ya que, excepto en una de las primeras escenas, la acción no sale del departamento de este matrimonio. Eso ayuda a transmitir el encierro que Anne va sufriendo en su propio cuerpo, y Georges en su propia mente. La película sería inconcebible sin las enormes actuaciones de Emanuelle Riva (Anne) y Jean-Louis Trintignant (Georges), secundados por Isabelle Huppert, que sostienen absolutamente toda la historia. Haneke parece regocijarse por momentos en cómo la decrepitud puede consumir a quien hasta no hace tanto era un ser humano independiente y completo, y su fin es mostrar la vejez con suma crudeza. No hay mucho juego de cámaras ni de técnica en general, la cámara es apenas una testigo de esta evolución de la enfermedad. "Amour" es un filme de actuaciones, sin diálogos brillantes, sin romance, sin idealizaciones, apenas eso que queda de una relación feliz de muchos años a la hora de encarar la despedida de la vida.
Un réquiem oscuro e invernal Haneke filma el sufrimiento: nada más que eso, pero tampoco nada menos. La presencia de Trintignant y Emmanuelle Riva le da a Amour una densidad adicional a un tema ya de por sí grave, doloroso, que el director aborda con su rigor habitual. Obra decididamente oscura, invernal, suerte de réquiem sobre un matrimonio de profesores de música que debe enfrentar la realidad de la enfermedad y la muerte cercana, Amour es quizás –a pesar de su tremenda exigencia emocional– el film más llano, más accesible de Michael Haneke. Que esa pareja, a su vez, esté interpretada por dos auténticas leyendas del cine francés, como Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, le da al film una densidad adicional a un tema ya de por sí grave, doloroso, que el gran director de La cinta blanca aborda con su rigor habitual, sin conceder nada al sentimentalismo o la nostalgia. Después de los títulos iniciales –secos, sobre fondo negro, sin música ni sonido alguno–, el silencio se rompe de pronto brutalmente, con un estruendo. Los bomberos entran por la fuerza a un departamento de París, que parece vacío, pero en el que esa acción no puede sino significar un final trágico. A partir de ese momento, el film de Haneke recupera poco a poco los últimos meses de ese hombre y esa mujer en quienes se adivina –detrás de cada pequeño gesto, detrás de cada rutina cotidiana– toda una vida de amor y de profunda comprensión. Un concierto de uno de sus antiguos alumnos en el Théâtre des Champs-Elysées, la vuelta a casa en el ómnibus, una copa después de la cena, la lectura de un libro que uno recomienda al otro, todo da cuenta de una rara armonía, que no necesita de demasiadas palabras, como si con unas sonrisas apenas les fuera suficiente para entenderse. Esa misma noche, sin embargo, mientras Georges ya duerme, la cámara muestra a Anna despierta, como ausente. A la mañana, durante el desayuno, será peor: por unos minutos, Anna pierde la conciencia de sí misma. Y una sabia elipsis narrativa evita información innecesaria: para cuando ambos regresen a ese departamento cargado de memorias, se sabrá que Anna sufrió un accidente cerebrovascular y que vuelve a casa en silla de ruedas, con parte de su cuerpo paralizado. Y ese amor que se profesan será puesto a prueba más que nunca en sus vidas. Film de cámara en un sentido estricto, Amour prácticamente no sale de ese único escenario y tiene casi como únicos personajes a esta pareja que ha sabido preservar no solamente su afecto, sino también su intimidad, al punto que hasta el par de visitas apenas que les hace su hija (Isabelle Huppert, en su nueva incursión en el cine de Haneke después de La pianista, aquí casi como una aparición especial) parece una intrusión. Anna le ha hecho prometer a Georges que no la volvería a hospitalizar y Georges, con sus propios males a cuestas, logra ir ocupándose de todo, convirtiendo al dormitorio en el santuario en el que guardará los últimos días de Anna. Tal como ha declarado el propio director, Haneke nunca escribe o filma una película para probar algo. A pesar del espesor de su obra, que puede hacer pensar lo contrario, el de Haneke no es un cine de tesis sino, por el contrario, abierto a múltiples interpretaciones, como lo demuestran tanto Caché como La cinta blanca, donde era imposible hacer una lectura unívoca de sus respectivos relatos. Pero con la excepción de una escena tan prosaica como misteriosa y elusiva (cuando Georges persigue en la soledad de su departamento a una paloma que se le ha metido por una ventana), Amour es un film muy simple y transparente en su formulación. Haneke filma el sufrimiento: nada más que eso, pero tampoco nada menos. Para ello, en términos dramáticos, elige concentrarse –refugiarse, se diría– en el departamento de la pareja, del que la película (salvo al comienzo) casi no sale, como para evitar cualquier atisbo de distracción. Lo importante, lo esencial es lo que sucede allí dentro, no lo que pueda provenir de afuera, que es percibido como una agresión (como esa siniestra enfermera de la que Georges no puede sino deshacerse con furia). De hecho, el departamento –un poco como el de Grupo de familia, de Luchino Visconti– es casi un personaje en sí mismo, con sus paredes cubiertas de cuadros, libros y partituras, con ese piano mudo que ya nadie toca, como si toda esa cultura fuera la de la vieja Europa que se apaga. A esos ecos –en donde Amour viene a entroncarse conscientemente en una tradición de cine europeo capaz de reflexionar sobre sí misma– se suma también la extraordinaria pareja de actores que consiguió Haneke. Como los grandes intérpretes que son, Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva encarnan magníficamente a sus personajes. La mirada cada vez más tenue, más ida de Anna y la fragilidad física de Georges (inversamente proporcional a su indignación ante lo inevitable de la degradación física de su mujer y la suya propia) no podrían haber encontrado personificaciones mejores. Al mismo tiempo, la propia leyenda de Trintignant y de Riva le agrega otra capa de sentido al film, porque tanto él como ella forman parte de esa cultura que se desvanece y a la que han contribuido con films notables, incorporados a la memoria colectiva de varias generaciones de espectadores. Ellos son, a la vez, los personajes de Amour y los actores que con su propia, inminente desaparición física dejarán un vacío en la historia del cine. Film valiente, pero nunca cruel, a la manera de algunas de las películas anteriores del director (Nanni Moretti alguna vez declaró haberse sentido “violado” con Funny Games), Amour se asoma al abismo de la vejez y la muerte con los ojos bien abiertos.
Un plano mínimo En una de las escenas de Amour vemos al protagonista masculino atrapando con una frazada a una paloma que entró a su casa. Es una escena descolgada, que bien podría eliminarse de la trama sin que la altere. Lo que hace esa escena, más bien, es agregar un sentido puesto que el personaje, lo que hace, es primero envolver el animalito en las sábanas y después liberarlo. En el contexto de una película como Amour eso puede tener varias interpretaciones (bah, no muchas en verdad: ahogar algo para liberarlo no es muy difícil de interpretar si tenemos en cuenta lo que pasó unos minutos antes de esa escena), en todo caso lo objetable de ese momento es que al ser tan descolgada, tan gratuita, no tiene otra función que llamar de manera forzada a una interpretación. Esto es lo que Manny Farber se cargó años atrás calificándolo de cine “Elefante Blanco”...
Pensar el cine (Atención: se revelan detalles decisivos de la trama y de su resolución) No es casualidad la elección del título para esta reseña, perteneciente a un lúcido y enriquecedor análisis de Alan Badiou sobre “El cine como experimentación filosófica”; tampoco es azarosa la relación que se pueda establecer entre Haneke y la filosofía, a juzgar por su filmografía y la atenta observación que hace de los comportamientos sociales contemporáneos. Es por ello que pensé su último film, Amour, en función de algunos conceptos del pensador citado, ya que la película plantea desde el vamos “una situación filosófica”, es decir, “una relación entre términos que, en general, no mantienen relación alguna”. ¿Cómo entender sino los actos de amar y de matar como posibilidad conjunta? No hablamos aquí de la mitología romántica trágica del acto en cuestión; hablamos sí de una pareja de ancianos burgueses encerrados en una casa y de la decisión crucial de uno de ellos frente a la enfermedad del otro que pondrá los pelos de punta a más de uno, sobre todo por la forma en que sucede. Pues bien, dicha elección nos conecta indefectiblemente con el terreno de la especulación filosófica, puesto que nos pone ante la dolorosa realidad de que un acto individual en circunstancias especiales puede ser determinante ante las leyes del matrimonio y lo que dicta la sociedad e incluso la religión, y lo que es más escandaloso, puede ser también un acto de amor. Bienvenida la discusión, entonces. Desde el principio, Haneke juega con esta idea de aparentes irreconciliables. La primera escena muestra movimientos de gente que entra a los golpes y que descubre un cadáver. Inmediatamente, aparece el título a secas, en ese contexto de ruidos y de muerte. Es parte de la planificación moderada de un montaje casi invisible que prepara el camino de un largo flashback para que volvamos a mirar esa primera escena. Eso ha sido siempre el cine del director austríaco: una invitación a mirar y a decidir. Sus recursos parecen confirmar un homenaje no exento de admiración a Bazin y a Hitchcock. Del primero tomará la cuestión de la ambigüedad en la representación de lo real (el plano final de Caché, como la escena en la ópera para introducir la pareja protagónica en Amour, son elocuentes al respecto); del segundo, actualizará la moral de una decisión y el papel crucial del espectador frente a lo que ve (recordar Benny’s video o Funny games). La decisión del protagonista en el film que nos convoca no está libre de ambigüedad y pertenece, a priori, a un gran dilema humano. Sin embargo, Haneke no magnifica el conflicto y deja, en todo caso, que los sentimientos exacerbados corran por parte de quienes miran, atentos, en una posición privilegiada que la cámara acentuará para ellos en desmedro de los personajes, cerca del piso, a fin de que entendamos cómo la situación se vuelve cada vez más aplastante para ellos. Ante la carencia de exteriores, la casa se transforma en un espacio asfixiante donde los objetos culturales y su implacable comodidad devienen en una progresiva inercia alarmante frente a la enfermedad corporal. ¿Qué es lo que queda cuando los amantes ya no están? Cosas. Como en el maravilloso final de El eclipse de Antonioni. Nada es claro en el cine de Haneke. Dos o tres palabras, gestos o actitudes, sacan a relucir la punta de un témpano. Durante una comida, el personaje de Jean-Louis Trintignant (extraordinario) dice: “Tengo muchas historias que todavía no te he contado”; a lo que replica su mujer (extraordinaria también Emmanuelle Riva): “No me digas que en la vejez vas a arruinar la imagen que tengo de ti”; “¿Y cómo es mi imagen?” pregunta el anciano; “Eres un monstruo a veces…pero eres amable”, concluye ella. El diálogo es una postura sobre el matrimonio, desdramatizada pero cruel; “el amor es el silencio que viene después de una declaración” dirá Badiou y la escena concluye precisamente con un silencio de muerte, el mismo que será más terrorífico minutos después. Nuevamente la convivencia de opuestos aparentemente irreconciliables: amar sin dejar de ser un monstruo. Otro aspecto a destacar es el tiempo, su tratamiento. El director estira el tiempo y nos introduce en una especie de inmovilidad, que no es otra que la de la degradación corporal, una lentitud que se sostiene con los planos fijos, con encuadres precisos, recursos que espantan a todos aquellos críticos que hacen de la velocidad un culto y se angustian ante la falta de pirotecnia audiovisual y narrativa. Son llamativos los comentarios que se ocupan de acusar a Haneke de cruel y sádico, o calculador, como si la vida pudiera ajustarse indefectiblemente a cajoncitos genéricos desprovistos de miradas inquietantes antes que exaltaciones prefabricadas. Por el contrario, Amour invita a pensar el cine como dispositivo de representación y de identificación con el espectador, a la vez que instala un problema filosófico a través de una decisión cuyo límite parece ser el dolor y una pregunta: ¿es justa la elección del personaje en ese espacio donde ya no hay ley? ¿Tiene que ver el acto en cuestión con la historia que le cuenta previamente a su mujer o con los pedidos de ésta al enterarse de la enfermedad que la acosa? Como en la humanidad, el amor y la crueldad son posibles en una misma habitación.
"Amour", un film sin anestesia sobre la vejez y la muerte Michael Haneke, el director de "La cinta blanca" vuelve con una historia dura y dolorosa. El film tiene varias candidaturas a los premios Oscar, entre ellas Mejor Película y Mejor Actriz. Una obra superior de un realizador imprescindible. Sabemos que Michael Haneke es un realizador que en cada una de sus producciones buscó y sigue buscando alejarse de la medianís narrativa y la simpleza conceptual, desde su cuasi iniciática Benny`s Video hasta sus opus más destacados, como la escabrosa, inquietante y demoledora Funny Games o esa obra maestra del dolor y la procesión interna titulada La pianiste, con el protagónico de Isabel Huppert. Aquí, también con una participación de Huppert, en Amour, título con varias nominaciones al Oscar (entre ellas Mejor Película y Mejor Dirección) Haneke cuenta una historia llana y cotidiana: la llegada impiadosa de la vejez más cruel a una pareja de ancianos, y en la que ella, Anne, recibe la peor parte, la de la enfermedad y lo inexorable del dolor terminal. El atropello que sufre el cuerpo y la cabeza de Anna (Emmanuelle Riva) acompaña la narración, que va desde una mañana en que la mujer sufre una laguna de unos segundos, momento que inicia un derrotero de fatalidad inexorable, para ella y para su marido (enorme Jean Louis Trintignant). El director de la aclamada La cinta blanca (que perdiera su Oscar frente a El secreto de sus ojos allá por 2010) viene en este caso a presentar un film que elige no dejar de decir ni mostrar aquello que la vejez conlleva en el más de los casos: una descomposición física y mental irreversible, en algunos casos lenta y agónica, en otros veloz y salvaje. Haneke, haciendo gala de todo aquello que demostró durante años, escupe verdades clínicas con ojo cinematográfico, clava el bisturí en el dolor ajeno y lo vuelve carne de celuloide en dos horas que son una clase de cómo contar una historia trágica sin temerle al golpe bajo pero con una honestidad intelectual y narrativa envidiables. Las performances de Trintignant y Riva son antológicas, un decálogo del buen actor, del artesano de la expresión. Detrás de cámara, junto al texto, con la mira clavada en la certeza del relato, se lo reconoce al padre de la criatura, un artista de peso que sigue haciendo guerrilla desde la carne viva y el cine en estado puro.
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El dolor del gran amor Del amor en la tercera edad se pueden hablar muchas cosas y se han filmado un montón. Quizás pocas veces con tanta crudeza se muestra una increíble historia de amor tan dolorosa y tan enternecedora. “Amor” narra la historia de George y Anne, un matrimonio de ancianos que de repente comienza a sufrir con la enfermedad de ella que empieza con una parálisis del lado derecho y poco a poco la irá consumiendo. Georges, mientras tanto, deja el resto de su vida en el cuidado de su esposa y en el tratar de aliviarle, no solo el dolor físico, sino la angustia de quien se ve como se va marchitando. Un film con una carga de amor increíble, con un trabajo actoral de Jean-Louis Trintignant y, en especial, de Emmanuelle Riva realmente maravillosos. “Amor” tiene un solo problema y es su duración. Es un film de más de 2 horas donde su director parece regodearse en la crudeza del relato y en la angustia que desde la pantalla baja al público. Es una película que hace que el espectador salga con una tristeza muy grande. Uno sabe que el cine, y sobretodo Haneke como director, transmite ni más ni menos, que lo que sucede en la vida, pero tampoco es bueno querer machacar sobre un sentimiento y sobre un dolor y estirarlo como para penetrar y, a toda costa, hacer que quien esta frente a la pantalla se retire llorando o deprimido. Si no hubiera sido por la duración que Hanecke hace para regodearse sobre el dolor, “Amor” sería una película casi perfecta.
Este film viene cosechando varios premios: Palma de Oro a la mejor película en el pasado Festival de Cannes, ganadora de los premios a la mejor actriz, actor, director y película en la pasada edición de los Premios del Cine Europeo, Premio Fipresci en el pasado Festival de San Sebastián y premio a la mejor película en los Premios dela Asociaciónde Críticos de Nueva York y hace unos meses obtuvo cinco candidaturas a los Oscar, incluido el de Mejor Película. Cuenta con la dirección y guión del austriaco Michael Haneke, de 70 años (“La cinta blanca“; “Caché – Escondido”) nos introduce en la conmovedora imagen de un matrimonio octogenarios, Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva), él cuida a su esposa en los últimos meses de su vida. Un destacado elenco: Emmanuelle Riva la noche de los premios oscar estará cumpliendo 86 años trabajo en más de 130 películas como “Bleu”, “Le Skylab”) y Jean-Louis Trintignant ya tiene 82 años trabajo en más de 50 películas entre ellas: "Rouge”, "El conformista", "Z" y como personaje secundario Isabelle Huppert tiene 59 años de edad más de 90 películas. Ellos llevan una vida acomodada, en un lujoso piso de París, son jubilados como profesores de música, y lo que vamos conociendo de ellos es a través del flashback .Un día Anne sufre un derrame cerebral, ante tal situación la vida de Georges cambia totalmente, debe pasar varias hora atendiendo a Anne. Ella cada día comienza a depender más de su esposo, hasta termina en silla de ruedas. Él contrata varias enfermeras y pone en conocimiento a su hija Eva (Isabelle Huppert). Aquí el Director Haneke no tarda en mostrar a sus protagonistas frente a cámara como se afrontan: la enfermedad, el amor y la muerte. Va mostrando gradualmente el interior de ese departamento, sus paredes, sus puertas, un decorado con estilo antiguo y ventanas que apenas se abren, luego va jugando con la iluminación y los colores para ir creando distintas atmósferas. Su ritmo es tranquilo para ir metiéndonos en las vidas de estos dos octogenarios, entre el amor y el dolor humano, tiene un estilo muy teatral. Va introduciendo al espectador en la angustia, la tensión y un dramatismo que puede llegar a incomodar según la sensibilidad de cada uno. Todo se desarrolla en un departamento que puede sentirse asfixiante, rodada entre paredes y con un decorado bastante descriptivo. En las diferentes escenas se van utilizando los planos fijos, toma larga, plano detalle y primerísimo plano. Con un movimiento de cámara poco convencional, para ir tocando la sensibilidad del espectador. Las actuaciones de los protagonistas resultan excelentes a lo largo de 127 minutos (Riva realiza un gran trabajo corporal), otros personajes están apenas unos minutos entran y salen como: Eva la hija interpretada por Isabelle Huppert un ser ausente que solo vive en su mundo; las enfermeras; un alumno y hasta una paloma (todo un símbolo en la historia). El tema es actual, se puede llegar a debatir por la situación que viven los protagonistas y a reflexionar cada momento y situación, contiene alguna similitud con: "Mar adentro"´, 2004 de Alejandro Amenábar; "Las invasiones bárbaras", 2003 de Denys Arcand; entre otras. Y por último me atrevo a decir que no es para todos los espectadores, puede sentirse aburrida y larga para algún tipo de público.
Algunos críticos rechazan de manera automática las películas de Michael Haneke como el paradigma de un cine moralizador que coloca al espectador entre el malestar y la culpa. Los argumentos son claros y pueden aplicarse a algunos fragmentos de sus películas (el club anti Haneke encontrará en Amour la escena de la almohada para reforzar sus diatribas), pero la simplificación revela también cierta pereza para reducir muchos temas en una misma bolsa. El carácter destructor del cine de Haneke sacude en esta película una nueva frontera; el intelectual sarcástico acostumbrado a ofrecer un espejo cruel sobre el mundo contemporáneo nos concede un espacio diferente para que respiremos una emoción inédita en su obra. Con los antecedentes del director, el título de su nueva película podría parecer una ironía. Pero no se trata de humor austríaco, sino de un amor verdadero entre Anne y Georges, una pareja de ancianos que están juntos desde siempre. Un amor que avanza de la mano con la dignidad, la fidelidad y la integridad, resistiendo el paso del tiempo. La habilidad de Haneke consiste en colocar esta necesidad vital más allá de la problemática ética o ideológica vinculada a la muerte. Con su mujer postrada en la cama, Georges le responde tranquila y firmemente a su hija: “No hay nada que hacer, esto va a ir de mal en peor y luego se detendrá”. No hay consuelo ni falsas esperanzas. La muerte vista por Haneke es concreta, material, laica. La película ofrece una mirada documental capaz de capturar la emoción que se desprende de manera natural de las extraordinarias actuaciones de Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant. El director elige los ángulos, los encuadres, las distancias y los tiempos en función de los cuerpos y de las palabras. La dicción de los actores es un deleite, incluso cuando la enfermedad termina por alterar la de Anne. El ocaso de los personajes es también el de los actores filmados en la fragilidad de sus años. La ambigüedad encuentra su punto culminante cuando Georges, arrodillado, debe realizar un inmenso esfuerzo para levantarse. La actuación se funde con el registro evidente de la vejez del protagonista. Sin rechazar sus marcas autorales, Haneke demuestra que no es el cineasta dogmático que a algunos les gusta caricaturizar. El director incorpora elementos desconcertantes que colocan a Amour entre lo más singular de su filmografía: los notables deslizamientos oníricos en la pesadilla de Georges o las dos apariciones de una paloma como una suerte de emanación profana del Espíritu Santo. El estilo seco y frio de Haneke encuentra su complemento ideal en los detalles, a veces insignificantes, que alimentan la relación de sus dos personajes. Pequeños gestos cotidianos, como la dulzura de un reproche o el placer compartido de una conversación, filmados en planos-secuencia fijos con la cámara instalada en un rincón del departamento. El amor revela su esencia, invisible, en el reverso mudo de las miradas.
Atardecer de un ocaso crepuscular “Amour” es la decimotercera película dirigida por Michael Haneke (“La Profesora de Piano”, “Funny Games”, “Caché – Escondido” y “La Cinta Blanca”, entre otras) en la que se desarrolla la historia de una pareja de viejos octogenarios, ambos profesores de música retirados, que se encuentran parados ante la enfermedad, el deterioro y la muerte. Anne (Emmanuelle Riva) y George (Jean-Louis Trintignant) es un matrimonio que lleva décadas y una vida tranquila en París donde la actividad cultural y la narración de anécdotas de George ocupan la mayor parte del tiempo de la pareja. Sin embargo esta vida de sosiego se ve interrumpida cuando Anne sufre un accidente vascular que la va desmejorando progresivamente y afecta la vida de ambos. La hija que tienen, también abocada a la música, va de vez en cuando a visitarla pero el único que la acompaña en este duro proceso a la vieja es George. Para leer en forma interrogativa (Perdón Cortázar) Haneke habla del amor con el paso del tiempo, sobre un matrimonio con conceptos distintos a los que se manejan en el presente ubicándolo ante la difícil prueba de la enfermedad. Todo es un camino irrefrenable hacia la muerte, donde también se plantea la ortotanasia (o muerte digna) de una persona que no es autosuficiente y el abandono por parte de su familia y seres cercanos ante tal situación. Un departamento parisino Hay una cuestión espacial fundamental en la película y es lo que le provee el marco intimista a esta historia: todo transcurre en interiores. Si bien en su mayoría es en el departamento parisino de la pareja, la única vez que “salen” y van al teatro a escuchar a Alexander Tharaud (reconocido compositor que en la ficción es un exalumno de Anne) también se desarrolla dentro de la sala. A medida que progresa la película y con la irrupción de la enfermedad se adentran cada vez más en su hogar y la única conexión con el exterior proviene a través de su hija –que vive en Londres-, una visita efímera de Tharaud, las enfermeras y una paloma. Es tal el hermetismo que incluso el único plano en el que se muestra el panorama desde la ventana del departamento está filtrado por la cortina interrumpiendo la vista de una avenida de París. Las actuaciones de Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant son excepcionales, sobre todo la de ella (quien fue la protagonista de “Hiroshima Mon Amour” allá por 1959) donde el progreso de la enfermedad es de un trabajo pocas veces visto en la pantalla grande por una actriz tan mayor -86 años cumplirá la noche del Oscar- con un realismo conmovedor y sin caer en sentimentalismos. Conclusión “Amour” es una película para ser vista por un espectador activo –como todas las de Haneke- que quiera reflexionar sobre todo lo que está casi ausente, un cine que a través de las imágenes y planos secuencia busca tocar temas no explicitados en el argumento pero que están ahí. Cada uno que vea el film reflexionará distintos puntos sobre el mismo y quizas hasta se elabore en forma interrogativa los temas que trata. Pese a esto, no considero “Amour” como uno de los mejores trabajos del director austríaco aunque sí sigue su línea autoral.
Love rears its ugly head La extraordinaria actuación de sus dos protagonistas y la precisión habitual de Haneke para la puesta en escena elevan una propuesta que se sostiene en una rara combinación de tensión y ternura para derrapar cerca del final. Podría haber sido una obra maestra pero solo persiste como un desencantado grito de amargura. George y Anne son una pareja de profesores de música cómodamente jubilados, pero el bienestar se desmorona cuando Anne sufre un infarto que le irá haciendo perder gradualmente todas sus capacidades. El tema no es tanto cómo retratar la agonía, sino para qué. Y en ese punto es en donde se abren todos los debates. El personaje de Emanuelle Riva (quien podría quedarse con el Oscar) es seguido de cerca en su degradación física con una mirada que oscila entre extremos de delicadeza y crueldad. No deja de ser irónico que se trate de la misma mítica actriz de Hiroshima Mon Amour (1959) y Kapo (1960), ya que esta última película inspiró el no menos mítico artículo de Jacques Rivette sobre la abyección del que se sigue hablando y se reactualiza con este film. El trabajo de Jean Louis Trintignant es conmovedor. El de Haneke, muy certero en su afán de generar incomodidad y claustrofobia. Amour es angustia hecha cine y sus propósitos se seguirán discutiendo.
Nada de esto merece ser mostrado (hay spoilers: si no la vieron y no quieren saber elementos claves, no lean este texto) Me lo imagino a Michael Haneke, tan austríaco él, con su sentido del humor -si es que lo tiene; al menos en el cine no lo ha demostrado mucho y sabemos que el humor no está bien visto por estos directores que reflexionan sobre la vida desde la cima del Olimpo- diciéndole a unos amigos “voy a filmar una película sobre un matrimonio de ancianos burgueses, la mujer sufrirá un accidente cerebro vascular y el tipo le pegará un cachetazo y, entre otras cosas, la terminará asesinando con una almohada porque ya no soporta lo que pasa; la película se va a llamar Amour”. Y en esa revelación que tengo, Haneke termina riéndose a carcajadas por la picardía de ponerle ese nombre a su película. Amour -o el nuevo muestrario de atrocidades de Haneke- se ha convertido en una de las películas más celebradas del período 2012-2013, logrando la extraña combinación de ser reconocida por festivales de cine como Cannes y por la Academia de Hollywood. Y no es de extrañar, es una película tan calculada en sus movimientos, tan solemne en la exposición de sus temas y tan vacía a la vez -el vacío sólo funciona si se lo cuenta parsimoniosamente, como si se estuviera diciendo algo realmente importante-, que indudablemente su falta de riesgo la hace ideal para todo tipo de premio: es dueña de ese prestigio artificial que siempre cae bien parado en todos lados, entre académicos y plebeyos. Haneke siempre fue un provocador y, además, alguien que exponía con dureza determinadas conductas de una sociedad europea acomodada. Pero lo que hacía interesante su cine no era tanto la denuncia sino la ambigüedad en la mirada, lo inquietante de las atmósferas que lograba, el trabajo con el aparato cinematográfico, alcanzando con Caché la cima de su cine. Sin embargo, vaya uno a saber por qué, con sus dos últimas películas -La cinta blanca y Amour-, curiosamente las más celebradas a nivel internacional, ha dado un evidente viraje en su carrera: lo que antes era provocación ahora es morbo; lo que antes se justificaba a través de la puesta en escena ahora es sólo tolerable por el trabajo formal, pero por fuera de eso no hay nada. Y, lo que es peor, su cine se ha convertido en obvio. Un ejemplo de todo esto es el inevitable espejo que se puede hacer entre el plano de inicio de Caché y el de Amour, con el matrimonio protagonista sentado entre el público que aguarda por el comienzo de un concierto de música clásica. Es indudable que Haneke es un hombre de una ambición formal absoluta y que cada una de sus películas debe ser analizada en un sentido de cuerpo de obra: bien, lo que en Caché era un atrevido juego formal que interpelaba al espectador, aquí no es más que un plano estéticamente lindo pero al que se fuerza una interpretación por el peso de la firma que hay detrás y no porque el plano tenga esa información. Amour muestra a un matrimonio de ancianos, ella se enferma y él tiene que cuidarla. Ella, progresivamente, comienza a ser víctima de un cuerpo que se degrada. El, de un fatalismo que se agrava paso a paso. La cámara casi no sale del departamento en el que viven y hay unas adecuadas elipsis para evitarnos información, aunque no morbo porque con el rigor de un formalista extremo, Haneke nos somete en ocasiones a largos planos fijos donde el cuerpo decrépito de la anciana es expuesto sin miramientos, donde el exhibicionismo de su degradación física y mental se convierte en un chantaje espurio de las formas: la ausencia de música o de sentimentalismos no hace menos manipulador el asunto, el dilema pasa por hasta dónde mostrar lo que es cuestionable mostrar. Porque el problema aquí no es de tiempos narrativos -sabemos que Haneke es un purista de la puesta en escena y ahí no hay nada que reprocharle, el film fluye rítmicamente-, sino de un regodeo canallesco. Porque ¿cuál es la necesidad? ¿Para qué? ¿Dice algo más Haneke aparte de que el amor conlleva, en ocasiones, a deseos y conductas ambiguas, contradictoras? ¿Es eso a esta altura una osadía? No, Haneke no dice nada novedoso y, mucho menos, lo muestra con elegancia. Algo similar pasaba con La cinta blanca, donde se recibía de gurú de la obviedad, pero aún mantenía un trabajo estético apreciable. Lo más grave de este film de Haneke, lo más flagrante, es el vacío de su propuesta: no hay mucho más para leer que lo que ofrecen sus imágenes, es una película de una linealidad llamativa para un director que, más allá de gustos, puede y sabe ser más profundo. Hace unos años se estrenó Lejos de ella, segundo film como directora de Sarah Polley, donde abordaba una temática similar: una mujer con Alzheimer y el dilema de su marido que tenía que ir soltándola de a poco. Obvio que Polley carece de la ambición formal de Haneke y su película era mucho más simple y convencional en un sentido clásico: por el contrario, el protagonista interpretado por Gordon Pinsent estaba construido con una variedad de emociones y sensibilidades que este viejo robot macabro construido por Haneke (al que sólo la notable actuación de Jean-Louis Trintignant saca de lo básico) nunca llega. Es como si Haneke supiera que está haciendo “la película de la enfermedad de la semana”, pero le diera vergüenza y no supiera hacia dónde ir, redundando en un film convencional. Lo curioso es que la condena final de Amour está explícita en el propio texto: en un momento, el protagonista Georges discute con su hija sobre la necesidad de revelar o no revelar a familiares y allegados el estado de la mujer. Ante la negativa a abrir la puerta de la habitación, el bueno de Georges dice algo así como “nada de esto merece ser mostrado”. Efectivamente señor Haneke, nada de esto…
Una desoladora despedida Otro durísimo filme de Haneke, un director que parece deleitarse en mostrar los peores aspectos del ser humano. Fría, implacable, hasta cruel, cuenta la triste historia de un matrimonio de pianistas que se han querido mucho, según parece (el filme no da datos del pasado). A ella, un ataque la deja con medio cuerpo sin vida. Y él se dedicara a atenderla y acompañarla hasta la muerte. Eso es todo. Los filmes así, que se convierten en apologías del sufrimiento, tienen sus riesgos. ¿Es buena la actuación? Emmanuelle Riva y Jean Louis Trintignant provocan más pena que admiración. A Haneke le gusta regodearse en esos padeceres, demorarse en el deterioro, asomarse a la soledad y al dolor. Es cierto, habla de la búsqueda de alivio como una forma del amor, del final de la vida junto al ser querido, de cómo enfrentar la muerte, del desasosiego de esos momentos finales, cuando la piedad y la tolerancia también parecen agotarse. Habla de sostenerse y sostener al ser querido, de lo terrible que es ver sufrir y no poder hacer nada. Y deja el mensaje desolador de retratar una agonía que acabará con todo. Pero no hay poesía, no hay evocaciones, es un cine rutinario que subraya la soledad y la pena. La cámara nunca sale de ese departamento, y los pocos pincelazos extras (la hija, la enfermera, el alumno, la paloma) son simples añadidos que afianzan la idea de que ellos dos, y sólo ellos dos, van a emprender ese viaje final. El efectista desenlace, más que conmover, sorprende. No emociona, es inexorable, rigurosa y desoladora. ¿Por qué tanto sufrimiento, por qué darle categoría de obra maestra a este naturalismo tan calculado, a este doloroso desfile de enfermedad, sufrimiento, vejez, deterioro, silencio y muerte?
Con ánimo de amar Lo primero que se debe mencionar de esta realización de Michael Haneke, el mismo de “La Cinta Blanca” (2010) y “Cache, escondido” (2005), es que realmente resulta imprescindible verla, y simultáneamente, casi como un mal chiste, se puede decir que no es necesario. Comenzando a justificar lo último, pues es un filme que enfrenta desde la primera imagen al espectador a sostener un nivel de angustia impuesto desde la pantalla que en ningún momento intenta aliviar. No lo hace pues el tema que construye al texto fílmico, pide eso. Trata sobre el amor de una pareja octogenaria, pero al mismo tiempo sobre el deterioro de los individuos que la conforman. En esa primera escena-secuencia el director nos informa de la muerte de Anne (Emmanuelle Riva). Los bomberos irrumpen en un departamento. En el dormitorio yace el cuerpo sin vida de la mujer. El encargado del edificio habla con los bomberos del marido. Eso abre interrogantes y exacerba su ausencia. ¿Dónde está? ¿Qué paso con él? A partir de ese momento, y constituido por un gran flash back, nos narran los últimos tiempos de la pareja. Promovido por un episodio de Accidente Isquémico Transitorio (AIT), Anne entrara en un continuo deterioro neurovegetativo, con repetición de pequeños accidentes de la misma naturaleza. Esta enfermedad no es terminal, el paciente puede vivir muchos años, pero es progresiva, irreversible, produciendo paralelamente lo mismo en el ánimo de las personas que rodean al paciente. Pero esa primera aparición de los síntomas, durante un desayuno, es utilizado por el realizador para determinar el nivel de la relación amorosa entre ambos. Anne queda como en estado de ausencia, no responde a los estímulos visuales ni sonoros, muy similar a un ataque de Petit Mal Epiléptico, mientras Georges (Jean Louis Trintignant) se asusta, trata primero de socorrerla, luego, dándose cuenta de su inoperancia, ira en busca de ayuda. Es en ese momento en que Anne retorna a un estado de conciencia sin darse cuenta de lo sucedido, pero preocupada por él, pues Georges olvidó cerrar el grifo de agua, olvidos muy comunes en los preludios de la Demencia Senil. Todo lo relatado transcurrirá dentro de un mismo lugar, salvo una escena en el que la pareja concurre al concierto de un ex alumno de ella. Todo se sitúa allí, en un departamento característico de la clase alta francesa, en este caso tanto en lo económico como en lo cultural. Ella pianista clásica, a él, sin muchos detalles, lo presentan como artista plástico, por lo cual el espacio físico donde se desarrollan las acciones cobra la fuerza de un personaje. Es a Anne a quien le suceden las cosas. Vamos siguiendo el gradual detrimento de una mujer amada y que supo amar, pero lo interesante es que el personaje actuante, aquel que promueve las acciones, es George. Si a Anne le sucede, es George acciona. El filme nos muestra la enfermedad y las consecuencias, tanto físicas como psíquicas, que se van produciendo en la mujer, y al mismo tiempo instala, como lo importante, el deterioro emocional y sus consecuencias en George, de ir viendo como muy lentamente ese no “tan oscuro objeto de deseo”, o sea su compañera de casi toda la vida, va desapareciendo sin casi dejar huella ni rastro de lo que fue, dejando sólo aquello que ella misma, en los pequeños momentos de lucidez pide, un poco de dignidad. Anne no quiere que nadie la vea en ese estado, sabe que no hay retorno, y prefiere que la recuerden sentada frente al piano, tocando obras de Franz Schubert. Ya que nombramos al gran compositor vienés digamos que no debe ser casual que la poca música que se escucha es netamente diegetica, en el sentido amplio del término. Por un lado, cada vez que la banda de sonido se impregna de música el espectador sabe o ve la fuente emisora de la misma, por otro, Schubert es considerado el primer romántico de la historia de la música, (el filme se titula “Amour”, recordemos), creador de infinidad de piezas musicales, lieders (canciones) sonatas, operas, etc. Esto es sólo una interpretación personal, pero, si se dice que en el cine nada es casual, no creo que sea aleatorio que Haneke haya elegido a ese músico, que sólo vivió 31 años, para contarnos una historia de octogenarios, y siendo una de las obras más conocida del autor la sinfonía Nº 8 “La inconclusa”. Quien esta todo el tiempo escuchando es George, no sólo viejas grabaciones realizadas por su amor, sino que esto lo transporta a recuerdos imborrables, al mismo tiempo que ve y escucha el sufrimiento de ella. Sobre él se carga todo el peso emocional de la realización. El espectador se va identificando paulatinamente con sus cambios de estados de ánimo, en una gran actuación de ambos protagonistas, acompañados por la inmensa Isabelle Huppert, quien cada día que pasa parece estar más bella, dándole carnadura de Eva, la hija de la pareja, que no sabe como actuar en relación a la vejez de sus padres. Al principio de la nota mencione esta cuestión de la crudeza que el director alemán eligió para relatarnos la historia, esto se debe a que en ningún pasaje trata de edulcorarnos nada, ni desde lo estético, utilizando siempre planos enteros, generales, algún que otro primer plano largo, a veces muy estáticos, donde las cosas suceden dentro del encuadre. No hay en toda la obra un plano detalle, todo es mostrado, nada cercenado. Por momentos pareciera ser casi una cámara testigo, tal la escena del baño de Anne, contando con una iluminación y fotografía acorde a la estética buscada, esto es respondiendo a un realismo extremo. Tampoco se notas intenciones de sensibilizar al espectador con diálogos amorosos, melosos, al contrario, son realistas, cotidianos, coloquiales, y sirven para ir construyendo personajes creíbles, naturales, comunes, gente como uno, normales. Los cambios continuos de esa relación, ella mostrando la tragedia irreparable y él modificando el trato que le propensa a ella, van de la extrema delicadeza a momentos de intolerancia por impotencia. El titulo de la nota hace referencia a una película de Wong Kar Way, uno de los más importantes realizadores de la actualidad, en la que hay dos personajes que no se dan permiso para corporizar el amor que sienten uno por el otro. En la que me ocupa, por el contrario, ese amor que se profesan no les cabe en esos cuerpos. Por supuesto que siendo quien es el director, y a través de casi toda su filmografía, en esta realización hay de soslayo, y pareciera en realidad que ese es una de sus máximas preocupaciones, una fuerte crítica a la sociedad actual, al deterioro de la cultura y la perdida de los valores, que en este caso no desarrolla en demasía, pero no pierde la oportunidad para mostrarlo. Que esta producción esté nominada en cinco categorías a los premios Oscar, incluyendo mejor película y mejor película extranjera, y haya obtenido innumerables premios internacionales, entre ellos el de mejor filme en el festival de Cannes, no le agrega demasiado, pues ella habla por sí misma. Oscar Wilde, en una de sus obras más famosas, dice que “la naturaleza imita al arte”, frase bien recordada por todos, pero antes, en el mismo texto, afirma que “la vida imita al arte”. Este filme juzgaría correcto esta última aseveración, corroborando al escritor irlandés. (*) Realización del 2000, dirigida por Wong Kar Way
Agonía prolongada Michael Haneke construye en "Amor" una película dura y potente sobre las penurias de un matrimonio octogenario donde la mujer sufre de una poderosa enfermedad que progresivamente la va consumiendo hasta terminar en la cama paralizada y sin razonamiento. Un relato pausado, seco y distante donde los cuidados cotidianos del marido hacia su mujer imperan en una historia cuya tragedia resulta tan simple como conmovedora. A partir del inicio uno ya se entera de como termina la historia. Un grupo de bomberos entran al departamento y encuentra a la mujer muerta en su cama. De ahí en adelante la trama retrocede al comienzo para concentrarse en como la infortunada mujer va empeorando día a día y como su marido la va acompañado y cuidando en todo el proceso. Una historia narrada a través de la agonía, el silencio y la impotencia cuya extrema pasividad muestra la desgracia de un proceso que no termina y sigue extendiéndose en el tiempo. Una película que fácilmente puede caer en golpes bajos hacia el espectador, pero que eficientemente los evita y construye un relato de sutilezas y detalles para descubrir de forma lenta y constante una actividad cotidiana que ahoga a los protagonistas. Es a través de los distintos cuidados realizados por el marido, donde la película brilla y allí ambos personajes exhiben de manera asombrosa e implícita su dolor. Sin embargo, "Amor" no logra evitar mostrar su lado más manipulador y grotesco en diálogos donde una enfermera insulta de manera aberrante al protagonista o escenas en las cuales una paloma entra por la ventana. Todos estos momentos le sirven al realizador para poder darle un poco de respiro al espectador, pero también en ellos se esconde una intención manifiesta de imponer algunas interpretaciones en él. Así es como la película necesita que la protagonista le implore a su marido no volver nunca al hospital para que se remarque el amor que él siente por ella al mantenerla en su casa. Incluso la presencia de un sueño extremamente superficial o la negativa de no hablar del tema en la casa se presentan como momentos impuestos y forzados que buscan la empatía inmediata del espectador. Detalles que pueden no ser determinantes a la hora de valorizar en su totalidad a la película, pero que si desentonan en un relato que busca ser extremadamente realista y sutil. Atención se revela el importante giro final de la película Asimismo "Amor" presenta en su desenlace una conclusión impropia del concepto idílico del amor que intenta plasmar. El conflicto no es la utilización de la almohada (algo casi fantasioso) u otro método parecido. El problema es la forma como el momento se desenvuelve. Esa reacción tan imprevista, llena de violencia y bien bruta, encierra una actitud más propia de un deseo homicida que de amor. Si bien el protagonista se desploma sobre la almohada en clara señal de tristeza, hay en esa acción suya más expresión emocional que en cualquier otra situación. Incluso la propia escena en un cierto punto es ajena al modo narrativo impuesto por la película, cuyas secuencias se desarrollaban con un ritmo casi ceremonial, lo cual revela ser un acto impulsivo y egoísta. Finalmente, "Amor" resulta ser un toda una experiencia hermosa pero muy sufrida sobre las diferentes ambigüedades que genera la situación. Un relato medido y calculado de casi nulas sorpresas dispuesto a llevar al espectador por toda la cadena de reacciones que implican tener a un conocido en esas condiciones. Muy fuerte y desconsolador donde el amor demuestra ser indispensable.
"Si la amas déjala ser, si la quieres déjala volar" (Nunca Quise, Intoxicados) Con Amour, igual que había ocurrido años atrás con Das weiße Band, se confirma una vez más el peso de Michael Haneke dentro del cine europeo y con ello su status de intocable. Con el Oscar bajo el brazo y la crítica mundial que alaba su trabajo más reciente, es tarea de pocos el señalar que sin dudas se trata de una de las películas más sobrevaloradas de los últimos años. Desde el vamos que, en apariencia, supone un marcado cambio de dirección en lo que es su filmografía. El austríaco que una y otra vez se ha dedicado a explorar la crueldad, se pone detrás de un film sobre un matrimonio anciano que se ve golpeado por la enfermedad y siente cómo el amor que se profesó empieza a ser puesto a prueba. Aún con una premisa que la presentaría como una propuesta diferente, la firma del director se nota en todo momento, con sus planos largos, la ausencia de música y, desde luego, esa voluntad de polemizar y trascender al cine tan propia de realizadores aclamados por los festivales del mundo, como Lars Von Trier o Gaspar Noé, evidente en cada vuelta de un guión que apunta a sólo a reflejar en breves viñetas los achaques del padecimiento, de forma similar al cómo se construyó esa otra producción francesa ponderada por la crítica, Intouchables. Amour es, en definitiva, solamente un duelo de actores. El desempeño de Jean-Louis Trintignant es notable y la nominación al Premio de la Academia de Emmanuelle Riva lo ha opacado injustamente. Ambos ofrecen destacadas interpretaciones que sostienen una producción tediosa de escasos personajes que, además, transcurre prácticamente en su totalidad dentro de una misma locación. Jean-Louis y Emmanuelle se entregan de cuerpo completo a George y Anne, lo que supone que el tortuoso camino de la enfermedad y la vejez haga absolutamente creíble la degradación física y emocional que los dos experimentan, aún a pesar de Haneke. Es que pedirle a un director sádico que hable del amor, es como pedirle al ermitaño de Terrence Malick que enseñe sobre la vida y sus hombres. El austríaco subraya con marcador grueso el sentido de su film, incluye un sueño para reforzar la idea de asfixia de su protagonista masculino o una escena con una paloma como la liberación final de quien agoniza. En ese sentido, se habla de la economía de recursos o de la potencia narrativa de un realizador que necesita incluir secuencias totalmente fuera de lugar como para que su relato se entienda, aún cuando no aportan nada a la comprensión general y sólo sirven para sobreexplicar lo que dos muy buenas actuaciones dejaban claro. Con Amour se evidencia una vez más que Haneke entendió demasiado bien que torturar a sus protagonistas y al espectador es lo que sirve a la hora de cosechar premios.
La visión de esta película, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, puede depararle la idea de que está ante una obra maestra. Técnicamente es cierto, se trata de un film impecable: absolutamente realista, que elude cualquier mención del artificio, rodada en planos largos, contemplativos, donde ocurren cosas cotidianas pero cada vez menos soportables. La historia es la de una pareja de ancianos: ella sufre un ataque cerebral y la enfermedad progresa de modo inexorable. Él la cuida supliendo a todas sus necesidades: el film narra el avance inexorable de la decrepitud y lo que une a dos personas en esas circunstancias. El problema es que el esfuerzo que hace Haneke por ocultar la manipulación necesariamente vuelve la película una enorme manipulación, tanto técnica como emocional. En efecto: hay momentos sórdidos cuyo único sentido es causarle malestar al espectador a partir del ejercicio actoral –otra manipulación– de dos intérpretes que fingen ser cada vez más decrépitos. En ese punto, y más allá de que el título pueda leerse si se desea de modo irónico, hay que preguntarse para qué la exposición hiperrealista del sufrimiento. O por qué el regodeo en el “gran arte” (la música clásica, los cuadros en las paredes) que parecen hablar más de la pedantería del realizador que del mundo de los protagonistas. No negamos que pueda considerarse una obra maestra: en su propuesta, es impecable. Solo decimos que nos parece lo contrario: un mero ejercicio de exhibicionismo de un director que se sabe y cree un maestro.
LA LARGA VIDA Los monstruos hermosos ¿Qué decir, a esta altura, de un cineasta como Haneke? Hay realizadores que logran generar un estilo claro, una estética- con todo lo que engloba la palabra- muy reconocible, muy única, muy personal. Así, directores como Almodóvar, Tarantino o Anderson, Reygadas o Ceylan, por citar ejemplos de todos los ámbitos del cine, son personalidades que han sabido crear un mundo propio, un universo sustentado mediante sus películas- una suerte de intertextualidad en la que los films entablan diálogos entre ellos mismos, generando así un sistema de coordenadas visuales y sonoras claramente reconocibles. Películas que son causa y consecuencia de ese mundo, de ese entramado, películas que hablan de ese mundo y a su vez forman parte de él. Haneke bien podría ser parte de esa clasificación o no. De hecho, Haneke es parte de esa clasificación y no lo es, pero al mismo tiempo. Esa simultaneidad es un desprendimiento de un hecho: Haneke es inclasificable. Y si con su vasta filmografía hasta el momento no bastaba para realizar esa afirmación, en el 2012 el director nacido en Munich estrenó la película Amour, crudo relato sobre la íntima vida de un matrimonio octogenario, Georges y Anne, otrora profesores de música, ahora jubilados. Dos actores legendarios: Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Haneke opta en Amour por un método muy claro, trazando así un paralelismo narrativo formal que se repetirá a lo largo de todo el film: la lenta degradación de Anne es acompañada por un progresivo aislamiento de ambos personajes, cada vez más encerrados, cada vez menos afuera y más adentro, y lo mismo sucede con el emplazamiento de la cámara. Es así que luego de la escena inicial- un plano secuencia que funciona como contrapunto y cuestionamiento del título que se sucede furioso en la pantalla-, asistimos a dos escenas, ambas partes de la misma secuencia, que conforman una puesta en abismo notable que distancia a Amour de cualquier clasicismo. Un teatro, butacas, gente que nos mira expectante, que mira más alla de nuestros ojos, o más acá, al espacio anterior- a la pantalla que nos encuadra en nuestra propia representación. Luego, el detrás de escena, los saludos, las sonrisas y las felicitaciones exageradas. Y así, sin más espacios, en una continuación de interiores, Haneke ubica su cámara dentro del departamento de Georges y Anne, en donde permanecerá hasta el fin del metraje, incluso respetando una unidad circular, iniciando con ambos personajes entrando a la casa y quitándose los zapatos y finalizando con los mismos personajes y las mismas acciones pero en sentido contrario, un ciclo descrito y enmarcado entre ese entrar y ese salir tratados de idéntica manera. Rápidamente conocemos, ya sea a través de paneos, cámara en mano o tomas fijas, los distintos ambientes de esta casa que conformará el lugar de la representación: el hall, la cocina-comedor, el living, la habitación y el baño. La intermitencia de estos espacios estará unida a Anne: a medida que avanza el film, a medida que continúa la degradación de la protagonista, las acciones se concentran, los escenarios se comprimen. Es así que, por ejemplo, los almuerzos que comienzan siendo en la cocina-comedor luego serán exclusivamente en la habitación, y este aislamiento dentro de la casa es representativo del que poseen ambos protagonistas (Anne por su enfermedad, Georges por decisión propia, por intento, por amor) para con el otro, el afuera. Un afuera que a su vez se introduce en esta casa, y es representado en el personaje de su hija, Eva. Las visitas de la misma tendrán así un contacto cada vez menor con su madre, quien estará cada vez más aislada en su habitación, cada vez más privada. El eje que presenta su clímax en la escena en la que Eva tiene que literalmente forzar la puerta del dormitorio para poder acceder a verla, y a su vez culmina con el total encierro de Anne al finalizar el film: las puertas cerradas, los marcos encintados, los trapos privando cualquier tipo de filtración, cualquier contacto, cualquier intento de violación por parte del mundo exterior. La reclusión absoluta, el aislamiento definitivo, el intento de eternizar un gesto- la remanencia forzada de una imagen ya extinta. Y dicha violación es representada de la forma más abrupta: una pantalla en negro y un sonido que precede a la acción. No vemos nada, sólo escuchamos golpes, forcejeos. Así comienza Amour, y esta es una constante sobre la que Haneke insistirá a lo largo de todo el texto fílmico. En este inicio, la imagen sucede al sonido, y vemos una puerta que es destrozada. Este rol del sonido es uno de los ejes más interesantes de la película, su tratamiento es sumamente premeditado: el sonido es aquí violencia pura, perturbación, disloque, o mejor, el uso del sonido es aquí esa violencia. Su coincidencia con el corte, con el montaje mismo, el sonido recortado y marcado por el cambio de plano- por el fin de un plano y el comienzo de otro. El sonido pareciera iniciar y finalizar planos, ser la pulsión del montaje, pulsión brusca, vital, salvaje. El abrir o cerrar una ventana, el golpe de una silla de ruedas contra una pared, una afeitadora, el velcro de un pañal, todos estos sonidos son a su vez la contracara del silencio que abunda en aquella casa. Un aspecto que pareciera responder a una sensación, a una vivencia muy particular: la del sonido del agua corriendo mientras Anne padece del primer ataque, del primer síntoma, el agua corriendo ahí atrás en la cocina y nosotros compartiendo el sufrimiento de Georges, su consternación- viéndolo sufrir desde esta perversa condición pasiva en la que radica la maravilla del cine, y la escena transcurre y el agua corre y a partir de ese momento el sonido tiene otro significado, ese otro significado. Algo similar sucede con la música, la cual es siempre diegética y por lo tanto no sobrevive (no puede sobrevivir) a la acción del montaje, al corte quirúrgico del que está dotado Haneke para plantear sus escenas. Georges observa a Anne tocar el piano, pero no es Anne, Anne no está allí, y esa música no es imaginación, es vivencia, suena de un aparato reproductor al lado del protagonista. "Es hermosa". "¿Qué?" "La vida. Es larga. La larga vida." Existen, sin embargo, esas breves secuencias oníricas o fruto de la imaginación que nos despegan de aquel departamento, o, al menos, nos separan de lo que en verdad está allí. La escena recién descrita de Georges imaginando a Anne tocar el piano es una de ellas, al igual que lo es el final del film, en el que el protagonista ve a Anne en la cocina (nuevamente esa canilla, esa agua corriendo, ese sonido) y luego la sigue hacia el exterior, el afuera, no sin antes ponerse los zapatos, no sin antes cerrar con llave esa puerta que luego tanto costará abrir. Y la escena onírica que se da hacia la mitad del film es quizá la más llamativa, justamente porque en ella salimos del departamento, vemos el hall del edificio. Esta escena descoloca, contradice el planteo previo de la cámara pero a su vez se condice con la noción de que no hay forma de que nosotros salgamos de aquel departamento, sólo en un sueño, sólo en el desvarío del inconsciente de Georges podemos hacerlo. Y agua en el piso, nuevamente esa agua que inunda todo y no es más que un recordatorio, un símbolo alterado, la reminiscencia de un trauma que se representa con su negación: el silencio. El silencio absoluto, la ausencia de respuesta al llamado de Georges o, peor aún que la ausencia, la inexistencia de una respuesta (porque la inexistencia es intrínseca y la ausencia consecuente). Hay muchas grandes secuencias en Amour: el monólogo de Georges sobre un recuerdo de cuando era niño (el recuerdo de una sensación, de la emoción en estado puro), la entrañable escena repetida de Georges y la paloma (en la que Haneke se dedica a dilatar nuestra ansiedad y generar tensión y suspenso allí en donde no lo hay) o el almuerzo en el que Anne se dedica a mirar un álbum de fotos (la revisión innovadora y auténtica de una acción tan cliché sostenida en el contrapunto entre dos sonidos constantes e irregulares, el papel de Anne contra los cubiertos de Georges). Hay, sin embargo, una secuencia que bien podría ser la clave de Amour: la sucesión de tomas fijas, absolutamente insonorizadas, de los cuadros de la casa de Georges y Anne. Es que no es sencillo, hay que ser sensible para plantear una escena de esas características, hay que saber cómo hacerlo. No es más que eso, planos fijos, mudos, de cuadros. Pinturas filmadas. Y a su vez es mucho más que eso. Es el exterior que no podemos ver, es el acto de la imaginación, de imaginarnos, en esos cuadros de paisajes, verdaderos escenarios naturales, verdaderas profundidades- atisbos de vida; es el recuerdo de aquellos mismos cuadros, alguna vez vistos y ahora recordados por una moribunda inmovilizada en su habitación; es un acto escapista, una evasión de la realidad que nos abruma- porque esa secuencia funciona verdaderamente como un respiro dentro de la película; es la perspectiva de un otro, de alguien que pintó ese cuadro, ese cuadro que alguna vez fue la impresión de una mirada y que ahora adorna nuestra casa; es incluso la crisis absoluta de la representación, porque estamos viendo desde nuestra perspectiva la filmación subjetivada de la pintura que representa la mirada subjetiva de un otro. Es todo esto, tanto laberinto insignificante- prosa anoréxica-, y a su vez es simple, y es tan simple que resulta genuinamente único.
El deterioro y la piedad Michael Haneke es conocido por filmar el sufrimiento y trasladarlo al espectador con una pulcritud que sólo él sabe lograr en esta generación. Su cine es confundido por muchos desvelados con una producción tortuosa, cuando en realidad está más ligado a la búsqueda de emociones en los que se pongan frente a sus propuestas. Así nace Amour (2012) quizás una de sus obras más desgarradoras por la meticulosidad con la que filma (con una visión magistral) el deterioro del ser humano físicamente y en su interior. La vejez, no ajena en un Haneke que ya llega a los 70 años a pesar de su actividad constante, se sitúa en un primer plano en el que se ponen a prueba los elementos que forjan eso llamado amor. La frase "hasta que la muerte los separe" es inevitable de traer a colación en esta ocasión, puesto que el eje principal del tema de esta película es cómo se transita ese sendero, esa recta final por la que todos y todas pasaremos en algún momento. Como siempre, con su cine el austríaco no propone resolver todo frente a la cámara, sino mas bien instalar incógnitas o planteamientos, tal vez epifánicas preguntas (aquí queda a criterio de cada uno si eso es pretensioso o no) que den lugar a un constante revisitar de la propuesta. Quizás la más normal de las preguntas sería ¿qué es el amor? o ¿cuál es el verdadero amor?, así como también proponer una mirada crítica a los conceptos de piedad, dignidad y respeto como factores clave de ese amor que en Europa se da de una forma muy particular respecto al resto del mundo. La frialdad con la que Haneke hace sus películas aquí se ve impresa de forma paulatina, en un trabajo físico monumental por parte de Emmanuelle Riva, quien encarna a la protagonista en estado de agonía tras una parálisis del lado derecho del cuerpo. Del mismo modo, la transformación se ve reflejada (aunque internamente) por Jean-Louis Trintignant, marcando el polo opuesto del deterioro humano. Mientras Riva deja ver su destrucción exteriormente, el personaje de Trintignant va involucionando internamente a pesar de ser un férreo compañero para su moribunda esposa. Se destacan dos escenas muy reveladoras para el mensaje del director de Funny Games y Caché en este nuevo opus. La primera, la anécdota (una de las tantas bellísimamente contadas por Trintignant en la película) del sentimiento que despertó en su personaje de Georges una película que vio en la infancia, de la cual no recuerda ni el nombre, pero sí lo que le inspiraba. Este es un claro ejemplo de lo que busca Haneke con su cine, su meta máxima como realizador cinematográfico (y operístico; también tiene esa fasceta), así como también sirve para ilustrar ese extrañamiento que empieza a surgir en la pareja en el estado actual (llámese vejez, enfermedad, o como se quiera). La segunda, la paloma como elemento externo a todo el relato minimalista e intimista de todo el film. Ese simple animal, intruso, propone las situaciones más pintorescas durante todo el film y hasta da lugar a situaciones tan tiernas como frías: un perfecto resúmen de lo que es en sí Amour en su totalidad. Con un dúo descomunal complementándose a la perfección en pantalla (sólo apena un poco la sensación de estar demás que inspira la floja participación de Isabelle Huppert), una dirección brillante -nuevamente- por parte del director, y una histora crudísima que invita a preguntas muy profundas, esta aclamadísima obra de Haneke es una cita obligada de la temporada.
Opresivo como pocos, el clima que se vive a lo largo de los 120 minutos de Amour llegan a incomodar al espectador, encerrado dentro de ese mismo departamento en donde transcurre toda la trama y que es testigo del deterioro físico y mental de sus protagonistas. Pero también ve en primera fila lo que es un amor verdadero que trasciende el tiempo, las desdichas y la enfermedad. George y Anne son dos jubilados, profesores de música clásica, cuya hija –algo distante e incapaz luego de adaptarse y actuar con responsabilidad y eficacia frente a la enfermedad de su madre- siguió sus pasos y vive fuera de Francia. La desgracia sobreviene, inesperada, veloz, llevándose consigo todo sesgo de vida normal, haciendo que ese amor que sienten desde hace varias décadas deba ser puesto a prueba. Ganadora del Premio de la Academia a mejor filme de habla no inglesa, Michael Haneke vuelve a conmocionar los sentimientos de la platea como ya lo había hecho en La cinta blanca. Podrá gustar más o menos su película, pero nadie sale del cine indiferente frente al sufrimiento del personaje de la excelente Emmanuelle Riva. Su caída en desgracia, el progresivo deterioro del cuerpo, su dolor expresado en miradas llenas de incomprensión y terrible sufrimiento. La complicidad y el amor desbordan la interpretación de Jean Louis Trintignant, el marido que cumplirá con la promesa que le hizo al amor de su vida aunque sus últimas fuerzas se vayan en ello.
Michael Haneke es un director profundo, único. Ya lo desmostró en en “Cache”, en “La cinta blanca”. Aquí se mete con dos adultos mayores, ex profesores de música, talentosos Jean-louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Cuando la enfermedad, el padecimiento, el dolor extremo nos ponen a prueba, para llegar a conocer casi quirúrgicamente la capacidad del amor, el sacrificio, el compañerismo, la ultima verdad de una relación de amor, de paternidad. Insoslayable, implacable, imperdible.
En la película “Amour”, el director alemán Michael Haneke reafirma su concepto del cine asociado a la reflexión profunda sobre los conflictos que se miran de reojo, como la vejez y la enfermedad. Georges y Anne han doblado la curva de la vida con tranquilidad y discreto confort en su departamento parisino. El matrimonio de jubilados disfruta de la música clásica y los buenos recuerdos de su época de profesores. Hasta que un relámpago parte la rutina: Anne queda ausente unos segundos interminables y comienza el drama que el maestro Michael Haneke muestra sin concesiones. Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant protagonizan Amor, ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera, una joya en la que Haneke reafirma su concepto del cine asociado a la reflexión profunda sobre los conflictos que generalmente se miran de reojo o alimentan tabúes contemporáneos. La vejez y la enfermedad establecen nuevas reglas de supervivencia para los ancianos: él, a cargo de ella, en todo momento y sentido. La película describe el deterioro progresivo e imparable de Anne, un trabajo de interpretación estupendo de la actriz que va inmovilizando su cuerpo, metiéndose en el dolor y la impotencia del personaje. Trintignant es el sujeto de las acciones cotidianas, complejas, asistiendo a la mujer inválida. Georges habla poco. De rostro grave, hace lo que hay que hacer. Cuesta adivinar qué pasa por la cabeza y el corazón del anciano. Sólo se lo ve andar con dificultad creciente. Haneke apela a la teatralidad para el relato que se encapsula en el departamento y en la relación de los esposos. Aparece la hija, que vive en Inglaterra. Isabelle Hupert siempre perfecta aporta un personaje que refleja el problema, más que el drama, de los hijos que ven a sus padres declinar y no saben qué hacer. Una sociedad autosuficiente genera hijos prácticos y poco solidarios. Haneke susurra muchas cosas al oído del espectador mientras pasan las enfermeras y ninguna queda; llega la hija de visita y habla de futuro donde no lo hay. Trintignant evalúa cada situación con la mirada. La comunicación con la actriz expresa el dolor sin subrayados, y luego, la indignidad de la mujer que no acepta vivir así. La cámara es el otro personaje, deambulando por el departamento. Nada es más fuerte que el vínculo del hombre y su esposa en ese espacio extrañado. "A veces sos un monstruo", dice Anne al comienzo de la enfermedad, con tono ambiguo, aludiendo a un pasado que se desconoce. El presente es absoluto en Amour. La pareja reproduce el dilema existencial y la puesta a prueba de la fortaleza que sobrepasa lo físico. Frente a esa mujer que va muriendo de a poco, Haneke propone un desenlace, envuelve al espectador en el tiempo que Georges toma por las astas y deja todo en manos del sentimiento que mueve el mundo.
Manipulando por un premio Me costó bastante escribir esta crítica. Nunca me sentí tan manipulado y manoseado a nivel intelectual y emocional como me pasó con "Amour" de Michael Haneke. Un film que cuenta una historia cruel, mala leche y desde la perspectiva de un snobista que se preocupó más por mostrar el comportamiento superficial de la burguesía intelectualoide, que el supuesto tema del que trata la película. A todos nos gusta disfrutar de un poco de elegancia en el cine, nos gusta ver personajes refinados y atractivos, pero cuando la boludez elitista llega demasiado lejos, hay que estar atentos para no caer en sus garras. En "Amour" se nos propone la historia de dos profesores de música clásica (no podía ser de otra manera) de avanzada edad, Anne (Emmanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant), que están casados y trabajan juntos. Un día que parece ser común y corriente en la vida de este matrimonio, a la pobre Anne le da un ataque cerebro vascular que la deja con la mitad de su cuerpo paralizado. La trama se basa en cómo ambos deberán ir lidiando con el rápido deterioro físico que va sufriendo Anne y como esto pondrá a prueba su amor, sobre todo el de su marido que tiene la responsabilidad de cuidarla. Hasta la 1ra mitad el film es realmente interesante y disfrutable, con un buen trabajo de involucramiento del espectador y haciendo un avance sobre el drama bien cuidado pero con contundencia. Las interpretaciones de ambos actores es espléndida. Lamentablemente en la 2da parte Haneke saca lo peor de sí y nos sumerge en un infierno que nos deja revueltos y angustiados para todo el día, sólo con el objetivo de regodeo propio y para horrorizar al público con su manejo de las situaciones que debe vivir la pareja. El director alemán es conocido por sus trabajos oscuros y con toques de sadismo, pero al menos en las películas anteriores era sincero con la propuesta desde el inicio y no nos engatusaba para manosearnos después. En "Amour", Haneke teje una red peligrosa que nos va enredando mientras no nos damos cuenta, de hecho disfrutamos como nos vamos envolviendo en ella. Cuando estamos a punto caramelo, aparece con todo su veneno y nos lo inyecta de lleno en el corazón. Esos personajes con los que conectamos y que se mostraban de buen corazón, se tornan insoportablemente egoístas y banalizan de manera asquerosa el significado de la palabra amor. Un marido que no aguanta más el deterioro de su mujer porque lo icomoda, una hija prácticamente ausente que sólo aparece 2 o 3 veces para tirar algunas lágrimas de cocodrilo... Heneke, ¿querés saber que es realmente amor?, fijate en alguna pareja que se la banque en serio, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad; conozco algunas. Llamarle amor a un viejo superficial que cansado de las dolencias de la mujer decide que la muerte es la solución más acertada es para cagones. (Atención SPOILER) La historia que le cuenta justamente el personaje de Georges a su mujer antes de asfixiarla con una almohada, grafica muy bien la cobardía del personaje y la mala interpretación que tiene usted de algo tan importante como el amor por otro ser humano (Fin SPOILER). Los aspectos técnicos son muy delicados y profesionales, la dirección de actores que lleva a cabo Haneke es formidable, pero es una lástima que tanto talento y profesionalismo se utilice con esta maldad y con el objetivo egoísta de cosechar premios. No la recomiendo.
Ceremonias de una despedida El director austríaco Michael Haneke evidentemente posee una sólida formación intelectual, que abreva en las tradiciones más profundas del europeísmo, lo que transmite a través de su mirada y expresa mediante el cine. Una formación que incluye filosofía, arte, drama, esa combinación de ideas, ética, belleza y conflictos humanos, muy característica de la cultura centroeuropea. Hay una insoslayable gravedad en los temas que toca: el amor, la enfermedad, la crisis espiritual, la vida, la muerte... nada del otro mundo, pero ¿por qué para algunos la vida parece deslizarse por caminos, aunque azarosos y no carentes de peligros, superficiales, y para otros, la experiencia vital parece un deambular por los territorios casi insondables y recónditos del alma? En “Amour”, Haneke relata el proceso de decadencia previo al final inevitable de una relación amorosa que se ha mantenido indestructible hasta el último aliento. Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) conforman una pareja de ancianos, profesores de música clásica ya jubilados, viven en un confortable apartamento plagado de libros, cuadros y objetos que hablan de un gusto culto y refinado. Son dos intelectuales que han compartido más que una vida en común. Tienen una hija, Eva (Isabelle Huppert), quien también se dedica a la música y está casada con un concertista exitoso. Georges y Anne viven en París, mientras que Eva y su marido están radicados en el exterior. “Amour” muestra de manera descarnada el proceso de deterioro que va sufriendo Anne a partir de una enfermedad vascular que va minando paulatina, pero implacablemente, sus movimientos y también su psiquis. Georges, que también padece algunos achaques, asume con valor y determinación el cuidado de su esposa, su compañera de toda la vida. Anne es pudorosa y no le agrada que la vean en el estado en que está. Por eso, le pide a Georges que no vuelva a internarla y tampoco acepta con agrado las visitas en casa, ni siquiera la de Eva. El anciano esposo tiene que lidiar con infinidad de desafíos como la atención del hogar y también de la enferma. Su rutina se ve completamente alterada. Contrata enfermeras, que duran poco, mientras Anne va progresivamente decayendo. La cámara de Haneke muestra planos fijos del apartamento, con sus muebles distinguidos y sus abarrotadas bibliotecas, el silencioso piano de cola, y a los dos ancianos intentando conservar aunque sea un hálito de sus costumbres habituales, en medio de objetos que recuerdan todo el tiempo la enfermedad, apoyados en el aparentemente incorruptible afecto que se tienen. Las cosas se van complicando cada vez más y el clima se va volviendo agobiante. Anne no solamente queda postrada en la cama, sin poder movilizarse, sino que ya no puede casi ni hablar, no quiere alimentarse y sus constantes quejidos atormentan a Georges. “Amour” es una película de un realismo cruel y poético a la vez. Acerca al espectador un drama que no es extraordinario, es algo muy frecuente en la vida real, una situación por la que pasa infinidad de gente en el mundo. Un drama íntimo, que pone a prueba los valores, los sentimientos y puede llevar a los que lo sufren a tomar decisiones extremas, que solamente se explican en el contexto de un estilo de vida, de una forma de entender las cosas, las relaciones, el sentido de la existencia y de la muerte. Dura, cruel, implacable, la película de Haneke reúne a grandes talentos del cine francés como son Trintignant, Riva y Huppert, quienes están impecables en sus difíciles papeles, eludiendo los golpes bajos y la sensiblería, en un film en el que la soledad parece ser la gran protagonista.
Como la vida misma En 1997 Aleksandr Sokurov intentó capturar el dolor, la impotencia y los esfuerzos de un hijo por acompañar la muerte lenta de su madre. Aquel filme se llamó lacónicamente “Madre e hijo”. Un poco más cerca, Terrence Malik con “El árbol de la vida” imprimió lirismo y delicadeza al mismo tema. Ambos filmes llegan a conclusiones similares con procedimientos diferentes: aceptar lo inevitable, algo que la inconsciencia da la juventud presenta siempre como ajeno y lejano. El austríaco Michael Hanecke vuelve a perturbar, una vez más, con un tema revulsivo en “Amour”. Ya lo había hecho en “Caché” o “La profesora de piano”, basado en una novela de su compatriota, la también tortuosa premio Nobel Elfriede Jelinek. ¿Y con qué intenta escandalizar ahora el director? Con el frío, desolado y por momentos morboso relato de la lenta y lacerante (para quien la padece y para quien asiste a ella como testigo impotente) corrupción del cuerpo, el lenguaje y el discernimiento de una mujer enferma. El esposo intenta confortarla como puede en la agonía y en las humillaciones cotidianas provocadas por su condición. Ambos están magistralmente interpretados por Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignat. En este trabajo, que ganó el Oscar a mejor película extranjera, se destaca la pericia técnica, la elegancia formal y la sobriedad de la puesta en escena. Es un filme que, a pesar de sus convenciones sobre la vejez, los roces parentales y su ambición revulsiva, funciona como el espejo de un desenlace que, por mucho que Haneke lo intente, ni el amor más estoico jamás podrá evitar ni consolar.
Esa preciosura que construyó Haneke "Amour" presenta un retrato de caracteres desde una situación límite, en ese recortado universo familiar en el que sólo en contados momentos una tercera figura estará presente. Se subraya esa imposibilidad de acercamiento ante el dolor del que sufre. En la noche del 24 de febrero, en esa misma noche en la que se celebraba una nueva entrega de los tan codiciados, para algunos, premios Oscars, una señora actriz de larga y más que reconocida trayectoria, de origen francés, aguardaba silenciosa y paciente, junto a su ser querido, en un lugar casi perdido de la platea, al que la cámara sólo se dirigió muy pocas veces. Ese día ella cumplía sus ochenta y seis años. Y desde fines de los años cincuenta, particularmente desde aquel film que realizara junto a ese nombre cumbre que es Alain Resnais, "Hiroshima, mon amour", con guión de Marguerite Duras, comenzaría a filmar con prestigiosos realizadores de la talla de Jean Pierre Melville, André Cayatte, Bertrand Blier, Marco Bellocchio, entre otros, hasta llegar en los 90 a ser la madre del personaje que interpretaba Juliette Binoche en "Bleu" de K. Kieslowski, primera parte de una fascinante trilogía. De manera simultánea, ella, Emmanuelle Riva, igualmente escritora, particularmente en el campo de la poesía, es considerada una actriz relevante en el espacio de la escena teatral francesa. Con cinco nominaciones al Oscar, entre ellas "mejor actriz" (ignoro el por qué del no haber considerado en un mismo pie de igualdad a Jean Louis Trintignant), llegó a los umbrales de la Academia. Ya "Amour", film que se acerca a ese momento de la vida, la senectud, al que el cine de Hollywood de hoy tanto le teme y le dispara, había merecido varios reconocimientos, entre ellos, la "Palma de Oro" en Cannes 2012. Y a posteriori, tanto el film, el director (pensemos en "Caché", "La cinta blanca") como sus actores fueron premiados en diferentes festivales internacionales. Pero esa noche, la noche en la que la actriz Emmanuelle Riva cumplía 86 años, "Amour" fue distinguida con una sola estatuilla: "mejor film extranjero". Y el Oscar a la mejor actriz le cupo a esa joven de voz chirriante que grita y alardea su supuesto e inverosomíl malestar de una no creíble historia de alteraciones emocionales con final facilista y conciliador (por lo menos, así yo lo creo,) que entiendo es "El lado luminoso de la vida"; este film de fórmulas adocenadas de David O. Russell, con Jennifer Lawrence (la chica premiada de esta entrega), Bradley Cooper y los nominados Robert de Niro y Jacki Weaver. Si bien "Amour" nos hace ingresar en el relato de manera violenta, por la manera en la que llegamos a conocer el interior del departamento escenario casi protagónico de la historia, su modo de aproximación a sus personajes, Anne y George, ya veteranos, ligados y unidos por la música, por su historia como profesores, por las horas de lectura compartidas, narraciones de historias de antaños y algunas ocasionales asistencias a conciertos, se va planteando desde una mirada deslizante que evita toda irrupción que perturbe ese mundo creado desde los sobrentendidos y silencios, desde los primeros gemidos de dolor que despiertan a partir de la enfermedad de ella, un infarto cerebral. Es a partir de este momento que "Amour" establece un vínculo recíproco de miradas piadosas entre el protagonista, Georges, movido por el desconcierto, la angustia, la impotencia y nosotros, en tanto espectadores...mediando un distanciamiento que permite reconocer una velada luz que protege lo más íntimo de ellos, manteniendo ese serena temporalidad que nos lleva a reflexionar sobre la intensidad del dolor de los otros que ciertamente, nos alcanza. Como film de cámara, que se escenifica en un espacio limitado, como los Improptus de Schubert que van derivando la misma acción dramática en el devenir cotidiano, "Amour" presenta un retrato de caracteres desde una situación límite, en ese recortado universo familiar en el que sólo en contados momentos una tercera figura, Eva, estará presente; atenta siempre a cuestiones de orden pragmático y con el calendario y agenda fijados por sus giras como concertista. Como en los films de Ingmar Bergman, aquí se subraya esa imposibilidad de acercamiento ante el dolor del ser que sufre, ese no poder rozar la mano de quien la extiende, ese temer ese mismo contacto. Y al mismo tiempo, como en la sublime y conceptual filmografía del realizador sueco, que nos interpela sobre la existencia misma, aquí en "Amour", como lo explicitaba iconográficamente en "Gritos y Susurros", hay una luminosa y dolorosa reflexión sobre la Piedad. Son los amables y solícitos porteros, y algún alumno de entonces, las enferemeras (desiguales en su trato), los que visitan a Anne y George. Y en ese lento y agónico sucederse de los días, en los que alguna fantasmal pesadilla habitada por pasadizos solitarios salga al encuentro, las dulces melodías y baladas infantiles ("Sobre el puente de Avignon...) serán reemplazadas por sufrientes ayes que irán en crescendo... La desnudez del cuerpo de Anne mostrará no sólo sus arrugas, sino sus fisuras por el dolor, su dificultad para desplazarse. Y el mismo tambalearse de George volverá inestable, pero al mismo tiempo sereno, el encuadre. El rigor y la austeridad, la ausencia de música atmósferica, alejan al film de un golpeante efecto de un cierto tipo de melodrama. Y en cambio elevan aquí las notas más altas, las más trágicas por ser asordinadas, del melodrama en manos de los grandes maestros; entre los cuales Bergman proyecta su obra, como legado. Y "Amour", es al mismo tiempo, el film más personal de su realizador, ya que el mismo fue rodado en la misma casa en la que habían vivido sus padres. Y en ese departamento, en el que George desde su más profunda devoción asistirá a su amada Anne, desde el momento en que tiene lugar ese primer ataque cerebral, seis obras pictóricas mostradas sucesivamente van marcando progresivamente ese pasaje de la luz a la oscuridad que vivirán sus protagonistas. Y allí en el límite y más allá de él; y en ese intento de reafirmar ese amor y prolongarlo...Haneke nos plantea varias vueltas, numerosos virajes a partir de una decisión que igualmente, en algunos espectadores evocarán momentos de films que no han sido menos polémicos que este, tales como "Las Invasiones Bárbaras" de Denys Arcand, "Baile de ilusiones" de Sidney Pollack, sobre la novela "Acaso no matan a los caballos?" de Horace Mc Coy; "Mar adentro" de Alejandro Amenábar, entre otros.
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HARAKIRI, HANEKE Haneke siempre fue malvado, pero aquellas películas donde la maldad no buscaba trascenderse, como Funny Games, El Séptimo Continente y La Pianista, transmitían gracia. Ahora Haneke quiere que la maldad tenga sentido, o peor, hace el demi-plié del sinsentido. Es así como destroza a un personaje bien compuesto en Amour, obligándolo a cometer una incoherencia para que el alma humana se sumerja en las tinieblas de la locura.
En el final del camino Georges y Anne tienen 80 años; sus vidas giran alrededor de la música y viven una apacible vejez hasta que la mujer sufre un accidente cerebro vascular que termina por convertirla en una inválida. Georges hará todo lo posible por asistirla en el último tramo de su existencia. Las dos primeras escenas que presenta el director Michael Haneke son las únicas que transcurren fuera del departamento de los protagonistas: en una de ellas, se los ve (hay que buscarlos) mezclados con el público que asiste a un concierto de piano; luego, participan de una recepción y regresan a su casa en colectivo. Al ingresar al departamento, descubren que la cerradura ha sido dañada; parece ser la narración de momentos de la vida de una pareja de ancianos, sumamente cultos, dedicados a la música y sin otras preocupaciones que vivir una apacible vejez. El primer ataque cerebral de la mujer cae como un rayo en ese clima de tranquilidad y altera para siempre la vida de la pareja. El director emplea todo el tiempo necesario para que Georges (y con él, todos los espectadores) pasen del desconcierto inicial a la aceptación gradual de que algo tan grave como inesperado (e incomprensible) ha irrumpido en su realidad. A partir de entonces, Haneke se dedica a retratar con maestría los procesos que paralelamente van viviendo los protagonistas; el amor y el respeto mutuo que se profesan Anne y Georges contrasta vivamente con la imposibilidad material que tiene Eva, la hija de ambos (también una exitosa profesional de la música) de comprender y asimilar los alcances de la nueva etapa en la que ha entrado la vida de la familia. Con planos extensos pero que nunca atentan contra el ritmo del filme, que recorren minuciosamente el interior de la vivienda de los ancianos (lugar que nunca más abandonará la cámara), Haneke refuerza la intensidad dramática (de a ratos asfixiante) que propone la trama, y subraya con elegancia y sutileza las portentosas composiciones que ofrecen los dos protagonistas. Emmanuelle Riva sorprende con la autenticidad que confiere al gradual deterioro físico y mental de su personaje, mientras que Jean-Louis Trintignant conmueve con la economía de gestos de la que hace gala para transmitir toda la complejidad de Georges, enfrentado al drama que se ve obligado a abordar sin menoscabar el respeto por la dignidad de su esposa; y, por sobre todas las cosas, el amor al que hace referencia el título (perfecto) de la película. La música es fundamental; centro y eje de la actividad de los protagonistas, los fragmentos de obras de Schubert y Beethoven (entre otros) que se escuchan en impecables interpretaciones pianísticas se convierten en un aporte más para construir un espectáculo que cala hondo en la sensibilidad de todos los espectadores; mucho más, seguramente, de la de aquellos que por edad o por vivencias personales puedan sentirse más cercanos a los personajes centrales de la película.
UN VISTAZO A NUESTRA PROPIA FRAGILIDAD “En realidad no recuerdo mucho la historia. Pero recuerdo que estaba completamente conmocionado a la salida”. Con esta frase George (Jean-Louis Trintignant, de Z) resume los sentimientos que le generaron una película. No recuerda el nombre de la misma y la historia puede ser reconstruida solo vagamente, pero la emoción que le generó en su momento - y que lo embarga cada vez que la rememora - está ahí, presente y dispuesta a volver a apoderarse de él. La receptora de esta anécdota es su esposa Anne (Emanuelle Riva, de HIROSHIMA MON AMOUR), quién se ve afectada por una grave enfermedad que le paraliza la mitad del cuerpo. De esto va AMOUR (2012). De las emociones, de las sensaciones ante la vida misma. Ante su paso inexorable. Y más aún, de cómo enfrentamos estas sensaciones cuando nos vemos en una instancia definitiva, que supera nuestros propios límites. Esta no es una película fácil de ver. Por el contrario, es incómoda. Pero no por la existencia de golpes bajos o lugares comunes, no por una crueldad descarnada ni por un regodeo morboso ante la muerte (todas situaciones que se darían fácilmente con otro director, por la sola temática que aborda el film). AMOUR es difícil porque retrata la vida misma. Nos abre el velo hacia el amor y la incondicionalidad, pero también hacia el deterioro de la vejez, hacia el degradamiento, el hastío, la dignidad, la moral y los conflictos que nos generan. Michael Haneke evita el edulcoramiento Hollywoodense. No teme a mostrar la realidad sin filtros, con todas sus contradicciones, con todos los fantasmas que nos aquejan día a día y que nosotros nos esforzamos por ignorar. Si hubiera que hacer un resumen argumental podría decirse lo siguiente: George y Anne (interpretados magistralmente por Trintignant y Riva) son una pareja de ancianos que llevan una vida armónica en el departamento en el que viven. Cuando Anne empiece a mostrar los síntomas de una enfermedad que la irá devastando progresivamente, George consagrará su tiempo y su vida a la atención de la mujer que ama. Pero esta es una verdad a medias. Porque la historia de AMOUR va más allá, está en los silencios (los compartidos y los solitarios); en los diálogos concisos y agudos; en lo que no vemos; en el extrañamiento progresivo que avanza sobre la pareja a la vez que la enfermedad avanza sobre Anne; en lo que está afuera de ese departamento donde Haneke nos apresa junto a la pareja; en el cansancio reflejado en los rostros, en los cuerpos y en las voces. La historia de AMOUR está en lo que nos evoca. El director no nos escatima información. Apenas iniciada la película (antes incluso del título) vemos a un escuadrón de bomberos irrumpiendo en un departamento en el que encontrarán el cadáver de una mujer, acostada sobre su cama y rodeada de pétalos de flores. Sabemos a donde va la película, esto no es lo fundamental. El acento está puesto en el camino que nos llevará allí, en la condición humana mostrada sin condicionamientos. Y es en este transcurrir donde Haneke encuentra el modo de retratar (siempre fiel a su estilo) lo que la mayoría de nosotros pretende desconocer. Y es aquí donde AMOUR se erige como una obra que quizás no todos disfruten. Pero que todos deberían ver.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.
El amor, tercera parte El cine de Michael Haneke podrá gustar o no, pero a nadie le resulta indiferente. Y Amour, ganadora, entre otros premios, de la Palma de Oro, y candidata a cinco Oscar, es una de sus creaciones más intensas. Muestra, en el ocaso de su vida (con Haneke en la plenitud de su carrera), a una pareja de profesores de piano con los mismos brochazos de brutalidad que aplicaba la pareja de psicópatas en Funny Games, temprana obra que el director austríaco tiró como bomba en el Festival de Cannes de 1997. Pero lo que en aquel film resultaba inesperado, perturbador (¿por qué una familia debía ser asesinada con tanta saña?), hoy resulta conocido, predecible; un seguidor promedio de Haneke imagina de qué va Amour con sólo ver el póster. El director aplica aquí la misma lógica que en Funny Games (y en toda su filmografía, por supuesto): la sociedad que produce individuos desviados es indiferente al dolor, especialmente al de los ancianos, los que ya no cuentan. No por conocido el mensaje es menos descarnado y Amour, en tanto obra de arte, se regodea en recursos de producción. La cinta se desarrolla en interiores, con algún plano fijo y predominancia de tonos ocre, mientras la música (sabia elección del director) es un elemento ausente; sólo aparece cuando los profesores o su avanzado alumno tocan el piano. El resto es la genialidad de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva (recordada protagonista de Hiroshima mon amour) para representar a una pareja en franca descomposición, con sutileza de escultor para alumbrar gestos, miradas, llanto. En ese deterioro, retratado impiadosamente, Haneke hasta inocula cierto suspenso que invoca a la “Trilogía del apartamento”, de Polanski. Es la única concesión de un retrato austero, existencial.