¿Cuántas películas sobre los horribles sucesos de la dictadura tenemos los argentinos? Muchas, y seguramente, no las suficientes, pero ninguna como “Infancia Clandestina”. La cual viene como una grata sorpresa, seguramente a hacer historia en el cine nacional. Así de simple, así de categórico. “Jugando” a las escondidas “Infancia Clandestina” nos cuenta la vida y la cotidianeidad de un niño de 11 años que vive en la clandestinidad de un nombre falso, junto a sus padres militantes montoneros de alto rango durante la última dictadura militar. Contrariamente a lo que uno supone, la infancia de este chico, si bien esta llena de violencia y momentos límite, por otro lado esta llena de amor, llena de familia, llena de sonrisas, llena de lazos fraternos, de lealtad, de ideales, y de despertares típicos de la edad. De hecho seremos testigos del paso de la niñez a la pre adolescncia de Juan. Juan, elige su propio nombre clandestino para pasar a llamarse Ernesto, de este modo tras un exilio obligado en el comienzo de la historia, y un periplo que se antoja interminable entre Brasil y Cuba, en el año 1979, la familia separada y exiliada, decide volver a reunirse en la Argentina. En realidad es El padre de Juan quien lo decide, ya que cree que el momento de intensificar la lucha ha llegado. Es aquí como Ernesto entra en acción, un alter ego “social” de Juan, que será su cara visible cuando traspase las puertas de su casa. Lo ira a buscar el hermano de su padre, el Tío Beto, acaso el mejor personaje de la historia, quien lo acompañara a lo largo de la travesía que es esta historia. La Ideología del amor Si bien esta puesta en marcha que les acabo de contar, puede parecer a priori un ensalzamiento del movimiento montonero, y de sus guerrilleros y de todas las acciones que llevaron a cabo, no lo es. De hecho es algo totalmente diferente. Ahí es donde “Infancia Clandestina” gana por goleada. La visión de este niño, esta exenta del bagaje y carga política que tiene todo su alrededor. Pero no se confundan, Juan/Ernesto es completamente consciente de lo que ocurre, de la lucha que llevan sus padres, de los miedos que atraviesan, de las mecánicas del escondite, y disimulo que tiene que llevar a cabo. De hecho es este disimulo, el que lo llevará inevitablemente a ser Ernesto, un niño normal que va al colegio, que disfruta de sus amistades, que se enamora por primera vez, que comparte un beso, un abrazo femenino, una travesura infantil (o no tanto…) Ernesto/Juan vive rodeado de amor, del amor de sus padres del amor de su hermana de apenas un año, del amor interminable y entrañable de su Tío Beto, de los compañeros de armas de sus padres, de su abuela, aunque a cuenta gotas. Entiendan por favor que Juan y Ernesto son la misma persona, pero que vivirán cosas diferentes, Juan quedara latente en su hogar, mientras que Ernesto será el que desarrollara el amor preadolescente, las amistades inocentes, los bailes juveniles. En tanto que Juan será el que enfrente a los padres, el que tome determinaciones, el que sufra y este mas al tanto de lo que pasa, y en definitiva el que prevalezca. En los papeles La película tiene una factura técnica IMPECABLE, destacándose en todos los aspectos importantes. La fotografía es realmente increíble, y aunque en un principio, me pareció excesiva la utilización de primerísimos primeros planos y planos detalle, después me di cuenta, que son las cosas en las que pone atención un chico de esa edad, bien, otro poroto anotado. Otro fuerte es la actuación, destacándose en primera instancia Ernesto Alterio. Natalia Oreiro sorprende en su composición dramática, y complementa perfectamente con Cesar Troncoso. Teo Gutiérrez Moreno, quien encarna a Juan, lleva la película delante de manera perfecta, y se advierte detrás un cuidadísimo trabajo de dirección. Por último, es necesario mencionar a Cristina Banegas, quien encarna a la abuela de Juan, quien tiene una gran participación en una escena clave de la película. Otra cosa para remarcar es la utilización de animación en la película. En tres momentos específicos del filme, los cuales por ser troncales no les voy a especificar cuales son, se utiliza una técnica de animación, pero ojo, no es animación o “dibujo animado” estándar, es una sobreposición y montaje de ilustraciones, llevadas a gran ritmo y vertiginosidad, las cuales cuentan la historia de lo que esta pasando. GRAN acierto del director. Tanto estéticamente como a nivel guión funcionan a la perfección, después de todo, esos momentos a los ojos de un niño de 11 años, pueden parecer irreales, como oníricos, por eso me parece una buena elección este método de narración. ¿Suma, resta o divide? Hay que tener en cuenta algo MUY importante, este filme no ahonda en la crítica (buena o mala) de lo que fue la lucha armada de los 70s, si no que es una historia de ficción, aunque basada en hechos reales, muchos de los cuales fueron vividos por el mismo director de película, Benjamín Ávila. El mismo vivió en una casa de militantes y en la clandestinidad. Por lo que hay que ser muy cautelosos al momento de mirarla, juzgarla y asimilarla. Esta es la historia de Juan, mas allá de que su entorno sea el que ya sabemos. Si bien es nodal e intrínseco a la trama, la situación del país, y de la familia de Juan, son donde se inserta esta historia, y no al revés. Es la historia de Juan, de su primer amor, de su despertar a la adolescencia, de sus amores, de su infancia entre risas asados y tardes de sol, pero insertada donde ya les conté. “Infancia Clandestina” aporta una mirada nueva, sobre un tema ampliamente tratado por el cine argentino. Tan tratado es que las dos películas ganadoras del Oscar por la argentina, tienen esta temática, una como temática principal, y otra como temática accesoria pero omnipresente. Conclusión “Infancia Clandestina”, logra lo que se propone donde se lo propone, cuenta una historia, que no todos conocemos, cuanta que pasaba en el patio familiar de una familia militante, cuenta que se hablaba en esa mesa familiar, cuenta la historia de un niño, que es solo eso, un niño en medio de la coyuntura que supone vivir en una familia militante. Habrá perdidas, no es nada descabellado decirlo, pero son las mismas que todos como sociedad hemos tenido en aquel capítulo espantoso de nuestra historia. Descontracturemos la visión “tradicional” de la temática, miremos un poco al sesgo y podremos disfrutar, compartir y enriquecernos con la historia de Juan y su familia. Si lo hacen, les prometo que se van a ir de la sala, angustiados, es cierto, pero también llenos de amor…
Para enfrentar el horror, el cine por sobre todas las cosas A lo largo de los últimos quince años, el cine argentino expuso historias distintas e interesantes sobre los trágicos hechos sucedidos en la última Dictadura Militar de 1976. Desde la impactante Garage Olimpo de Marco Bechis, la experimental Los Rubios de Albertina Carri, la intrigante Crónica de una Fuga de Adrián Caetano o la lúcida Cordero de Dios de Lucía Cedrón, todas han ahondado en un tema más que recurrente y necesario en la filmografía nacional...
El amor en los tiempos del cólera Luego de un prólogo ambientado en 1975 que arranca con imágenes "convencionales" y termina con animación (un recurso que luego se repetirá en otros pasajes del film) para narrar el intento de asesinato por parte de un comando de la Triple A contra un matrimonio de militantes montoneros, la película salta hasta 1979. En plena euforia post-Mundial '78 (y en plena escalada represiva), los protagonistas vuelven de un exilio en Brasil y Cuba en el marco de la "contraofensiva" lanzada por los líderes de su organización. Juan (Teo Gutiérrez Moreno) ya tiene una hermana menor (todavía una beba), pero él ingresa a la primaria del barrio con el nombre falso de Ernesto (por el Che, claro). Con sus padres (Natalia Oreiro y César Troncoso) y con su simpático tío (Ernesto Alterio) viven en la clandestinidad, recluidos en una casa que es también lugar de reunión de la célula y de acopio de material "revolucionario". El acepta las condiciones, pero cuando se enamora de una chica que hace gimnasia artística en la escuela su sensibilidad aflora (así como su urgencia hormonal) y su sentido de la obediencia se desmorona. Lo mismo ocurre en el entorno familiar cuando llega por única vez al lugar su abuela (Cristina Banegas) para festejar su cumpleaños y se exponen en toda su dimensión las inevitables contradicciones entre el afuera y el adentro (la clandestinidad). El film plantea la tensión permanente entre el compromiso de los militantes (férrea disciplina incluída) y el disfrute y la posibilidad de vivir situaciones felices en la intimidad familiar. Es que aflojar, relajarse, podría resultar en ese contexto un desastre seguido, por qué no, de muerte. La idea de narrar la historia desde el punto de vista de un chico no es nueva en el cine latinoamericano (Kamchatka, El año que mis padres se fueron de vacaciones, Andrés no quiere dormir la siesta y sigue la lista), pero aquí el realizador de Nietos (identidad y memoria) -que incorpora al relato unos cuantos elementos autobiográficos- trabaja la doble lógica: la de Juan/Ernesto, con sus deseos (su iniciación sexual) y sus miedos; y la mucho más cerrada de los guerrilleros. La película -más allá de algunos lugares comunes de esta suerte de "subgénero"- se maneja casi siempre con rigor y credibilidad, con crudeza pero también con sensibilidad para constituirse, en definitiva, en un muy atendible retrato (más humano que político) sobre aquel período sangriento de la historia argentina que todavía tiene unas cuantas heridas abiertas.
La (otra) historia oficial La ópera prima de ficción de Benjamín Ávila (Nietos (Identidad y memoria), 2004) Infancia Clandestina (2012) es una de esas películas que puede gustar más o menos (y eso va a depender únicamente de la subjetividad del espectador) pero que resulta incuestionable desde todos los sentidos. La historia se sitúa en Argentina, año 1979, cuando en plena dictadura militar, una familia de revolucionarios, decide volver al país, tras el exilio, para continuar con la lucha armada. La trama toma el punto de vista de Juan, un preadolescente que vive entre la anormal/normal vida que sus padres eligieron y los cambios internos/externos que su crecimiento va provocando. Qué Infancia Clandestina esté producida por Luis Puenzo, ganador del Oscar por La historia oficial (1985), no es un hecho casual ya que en un punto (y sin develar demasiados detalles) la película de Ávila podría funcionar como una precuela de su antecesora. El desenlace de una bien podría haber sido el comienzo de la otra, aunque sólo sea producto de una casualidad ya que Infancia Clandestina está basada en la propia realidad de su realizador hijo de madre desaparecida. Uno de los grandes logros del film y que no se da muy habitualmente en la ficción, es el de nunca perder el punto de vista. Siempre la trama seguirá la versión Juan sobre los hechos y de como él los vive. Por eso resulta más que correcto utilizar la técnica de animación para mostrar los enfrentamientos armados entre la guerrilla y las fuerzas paramilitares, siendo la forma con que un chico de su edad puede vivir algo tan terrible, aunque en su mente lo asimile casi como un juego. Infancia Clandestina, muestra otro lado de la guerrilla, no el estereotipo ni el clisé, sino el costado más familiar, muestra a personas simples que luchaban por un ideal, seres humanos que tenían familia, festejaban cumpleaños, e hijos que se iban de campamento, aunque vivieran con nombres falsos y en vez de maní con chocolate fabricaran granadas. El gran acierto de Benjamín Ávila es no recurrir nunca al golpe bajo, y en cierta forma tiene que ver con el punto de vista elegido para llevar adelante el relato. La infancia hace ver la vida de otra manera aunque todo lo que te rodea sea terriblemente trágico y eso es lo que la película quiere mostrar. Benjamín Ávila no sólo se rodeó de un gran equipo técnico sino de grandes actores, aunque algunos pequeños en edad como el caso del extraordinario Teo Gutiérrez Moreno. Qué decir de Ernesto Alterio, del uruguayo César Troncoso al que ya habíamos visto lucirse en El baño del Papa (2007), o de la siempre notable Cristina Banegas, si están todos perfectos. Pero una vez la que se lleva los mayores aplausos es Natalia Oreiro, una gran actriz que se supera día a día, película a película, momento a momento. El personaje más potente de una carrera cinematográfica destinada a ser cada vez más brillante. Si La historia oficial fue el primer Oscar para el cine argentino, Infancia Clandestina tiene todos los condimentos para salir a pelear por el tercero. Porque podrá gustar o no, pero nadie podrá decir que no es una gran película, que detrás hay una gran historia de amor, un buen director, actores capaces de construir personajes creíbles y que tanto técnica como narrativamente es incuestionable. Sin duda es la película que nos trae la historia que nunca nos contaron para meterse de lleno en la historia del mejor cine argentino. Excelente.
De niños y hombres Juan está volviendo a la Argentina en 1979 para reunirse con sus padres luego de un corto exilio. Ahora va a tener que llamarse Ernesto. Tiene once años, es hijo de un matrimonio de militantes montoneros y transita sus días entre planes de contraofensiva, balas escondidas en cajas de maní con chocolate, discusiones demasiado adultas para su comprensión y una infancia madurada de golpe. Juan va a transitar lo que se denomina un relato de iniciación narrado con una solidez que sorprende.
"Infancia clandestina" es una grata sorpresa en cartelera. Durante mucho tiempo, el enfoque de muchos cineastas para el abordaje del tema de la guerra sucia y aquellos intensos años 70, parecía limitado, estructurado y distante. Es decir, no era muy "amistoso" para el espectador corriente, a no ser que éste estuviese dispuesto a adentrarse en la historia que se contaba. Por primera vez, sentí que me adentraba en la trama, de una manera luminosa, intensa y cercana. Gran mérito de su director, Benjamín Avila y su equipo, en todo momento esa sensación se conserva y permanece en la audiencia hasta después de terminada la función... Avila aporta mucho de su historia personal para dotar al guión de precisión a la hora de reconstruir ese escenario con esa familia. Si bien hay ficción en la trama, lo cierto es que la ambientación es excelente. Corre el año 79, está todo mal en Argentina (recordemos el golpe de estado del 76 y las luchas internas desde principios de la década) y una familia de idealistas, toma coraje para regresar en ese operativo de retorno donde se los alentó a resistir a los militares en la llamada "Contraofensiva". La trama la veremos a través de los ojos de Juan, quien vive el final de su latencia y el principio de su adolescencia, con todas las de la ley, más allá del peligro que acecha a sus seres queridos a cada paso de la esquina. Si, es una situación compleja en la que tomamos partido (los papás son líderes guerrilleros y dedican energía y tiempo a eso) porque nos identificamos plenamente con su historia, tierna, natural. Más allá de todo, Juan (o Ernesto), es un niño como todos, viviendo en una situación extraordinaria. La cinta presenta la historia entonces de un grupo familiar comprometido con sus ideas, unido y que cree que el sacrificio que hacen, es inevitable y necesario. Conoceremos entonces como viven en la clandestinidad y como eso altera, en cada uno de ellos no sólo el escenario externo sino también el interno. Natalia Oreiro y César Tronocoso componen a los padres que deciden retornar a pelearla y completan un trabajo sin fisuras. Los dos conforman una estupenda pareja (son sumamente creíbles) y durante el tiempo que se los ve debatir y preguntarse cosas, transmiten bien el espíritu de las ideas y paradigmas de esa época. El conflicto central marca que Juan se enamorará de una chica que concurre a clases de gimnasia artística y sin querer, su sentido de la responsabilidad hará tambalear la seguridad precaria de su núcleo. Hay buenos secundarios como los de Cristina Banegas y Ernesto Alterio, pero sin dudas, el acierto más grande es reducir la distancia simbólica entre el espectador y el conflicto. Volvemos a ver la historia reciente, pero presentada y exhibida desde otro lugar, uno del que es fácil apropiarse. Es un gran trabajo realmente "Infancia clandestina". Es una mirada fresca que aporta y conecta con un pasado que es necesario no olvidar. No la dejen pasar.
Un niño en un juego de grandes En su primer filme, basado en su propia infancia -aunque como él mismo lo aclara, no autobiográfico-, el director Benjamín Ávila narra los meses que vivió en 1979 en Buenos Aires con sus padres, militantes de la agrupación Montoneros. Si bien se habían exiliado en 1975 tras ser perseguidos por las fuerzas parapoliciales del entonces gobierno peronista, volvieron al país en el marco de la operación Contraofensiva, para vivir con identidades falsas. El protagonista es un niño, Juan, de 12 años, cuya identidad clandestina es Ernesto, y toda la película se ofrece desde su mirada. Esto es lo que le da una cierta frescura a la forma de encarar el tema, ya que al margen de la cuestión política que se vive dentro de su casa, se verá el paso de la infancia a la adolescencia, su primer amor, su primer beso. La película apela a recursos no muy afortunados, como la utilización de secuencias de dibujos del tipo ilustración judicial, la caricatura realista, con las voces y sonidos en off, para narrar las escenas más violentas, en las que hay disparos, explosiones, sangre. En lo concreto este recurso no hace más que esconder la verdadera violencia de los hechos, al punto de enmascararla en una suerte de ilusión, que no consigue hacer efecto en el espectador. Como la escena de los cuerpos apilados en el campo de concentración de "La Vida es Bella", que resulta casi pictórica, el peligro del recurso del dibujo es el alejamiento de lo que se quiere mostrar de la realidad. Que sucede también en este caso. Si bien se suele hablar de las películas que repasan hechos de la historia argentina, en especial de la etapa de la última dictadura militar, como obras fundamentales para la reflexión sobre esos temas, no se resalta que la visión expresada en ellas no es imparcial. Tampoco lo son los libros de historia, claro, aunque haya un cierto rigor científico que respetar en estos, del que prescinde el hecho artístico. Es por eso que está muy bien que sirvan para disparar discusiones, análisis, pero no se las puede tomar como otra cosa que como lo que son: expresiones artísticas. En "Infancia Clandestina" llama un poco la atención que el niño, desde su mirada inocente, no pregunte de dónde sale la fortuna que hay enterrada en efectivo bajo el piso del garaje. Al fin y al cabo sabe que lo que va en las cajitas no es maní con chocolate sino balas y dinero para abastecer a otros grupos. También cuestiona el uso de la bandera militar en la escuela (la del sol), pero no se pregunta por el lenguaje castrense con el que los miembros de su familia se tratan entre sí, incluso a él mismo. Y si bien intuye que sus padres luchan por un mundo mejor, no se ve en la película que le expliquen de qué se trata eso. El filme está realizado con gran calidad. Para filmarlo, Ávila eligió la cámara en mano, aunque llega un punto en el que cansa el abuso del plano-detalle, injustificado, ya que Juan/Ernesto no es tan chico como para que su mirada sea tan recortada. Desde lo narrativo, está muy cuidado que las escenas se vean siempre desde la mirada del protagonista, de hecho no hay ninguna que él no pudiera presenciar de algún modo, y eso está muy bien interpretado. De los adultos los que más se destacan son Ernesto Alterio, en su papel del entrañable tío Beto, y Cristina Banegas, la abuela, llena de amor y terror en partes iguales. Los niños, Teo Gutiérrez Moreno y Violeta Palukas, no son actores experimentados, y sin embargo logran transmitir muy bien sus emociones, incluso generan una tierna química entre ellos, que es de lo más destacable de la película.
Entre cajas de maní con chocolate y revólveres, un chico de 12 años, Juan (Teo Gutiérrez Moreno), y su pequeña hermana, tratan de llevar su vida clandestina lo más parecido a la normalidad. La ópera prima de Benjamín Ávila revive la dictadura argentina desde la mirada de un preadolescente cuyos padres, Charo y Daniel, militantes montoneros (interpretados por Natalia Oreiro y César Troncoso), deciden volver al país luego de un largo exilio en Cuba bajo una doble identidad. Así, Juan debe fingir -en la escuela- llamarse Ernesto e inventar una vida que no es suya, hasta que se cruza con María y descubre el primer amor. A diferencia de otros films basados en esta temática, éste intenta no mostrar un enfoque político sino retratar cómo vivían cotidianamente quienes se ocultaban con sus familias por perseguir sus ideales. Lo interesante de la trama no es ver lo traumático o lo angustiante que fue ese momento en la vida de los protagonistas sino que, a pesar de lo que debían superar como familia, nada se logra sin el amor, la esperanza y la contención de esos lazos que unen de por vida. La historia toma mayor fuerza, ya que el director plasmó parte de su vivencia personal viviendo en la clandestinidad junto a sus hermanos, hecho que luego devino en el secuestro de él y la desaparición de su hermano menor. La cercanía con la historia permitió que conmueva aún más al espectador. No es para menos que el productor sea Luis Puenzo, quien 25 años después del estreno de "La Historia Oficial" decida apostar nuevamente por este duro relato. Casualmente, o no, el hijo de Héctor Alterio, Ernesto, interpreta al divertido, despreocupado y entrañable Tío Beto, quien le abre las puertas a su sobrino a vivir la vida como quiere y sin traicionar a los que ama. Puenzo asegura que "Benjamin hacía catarsis cada vez que se terminaba de rodar una escena, y que fue necesario que tanto él como los protagonistas se distanciaran de todo lo que conocían acerca de la dictadura". Un detalle relevante es que los momentos extremadamente violentos se representan con animación al mejor estilo Tarantino en "Kill Bill", lo que permite la construcción de una nueva realidad, que en palabras de Ávila, "termina cerrando en la cabeza del espectador y ayuda a comprender el lugar desde donde Juan observa y siente". El film da la sensación que hay que ponerse desde otro lado para poder comprender el porqué de su lucha y el mundo que querían para sus hijos. Un mensaje para animarse por lo que uno ama. Imperdible el final de los títulos con el tema compuesto para la película de Divididos, "Living de trincheras".
Mirada infantil para un pasado de violencia El director de Nietos entrega una imagen de la lucha armada de una crudeza inédita para el cine argentino y ofrece al espectador la opción nunca más concreta de asumir un posible punto de vista desde el interior de la resistencia. Hay muchas formas de contar una historia, quizá tantas como conciencias haya en el mundo. Y si bien es cierto que la historia de la represión y la lucha armada durante la última dictadura militar en el país la han querido contar varias películas, lo que viene a ofrecer Infancia clandestina, debut en la ficción de Benjamín Avila (quien antes firmó el documental Nietos, identidad y memoria), propone un giro interesante. Se trata de ver la vida a través de los ojos de Juan, un chico de 11 años, hijo de una pareja que lidera una célula de resistencia, quienes regresan al país en 1979 para llevar adelante la “contraofensiva” montonera. El recurso de la mirada infantil para abordar aquellos años no es novedoso (un ejemplo reciente es el film Las malas intenciones, de la peruana Rosario García-Montero, quien lo utiliza para intentar un acercamiento sobre el accionar de Sendero Luminoso en su país, aunque las situaciones históricas no sean necesariamente equiparables y utilizando una paleta narrativa muy diferente de la que ha escogido Avila), pero el resultado es inquietante y ambiguo. Porque la inocencia de esa mirada entrega una imagen de la lucha armada de una crudeza inédita para el cine argentino y ofrece al espectador la opción nunca más concreta de asumir un posible punto de vista desde el interior de la resistencia sobre quienes generalmente el cine ha entregado versiones más bien románticas, idealizadas y acríticas. Y preguntarse: ¿cómo actuaría yo? ¿Sería capaz de esto? Una de las posibilidades más estremecedoras es que, luego de ver Infancia clandestina, tal vez las respuestas no resulten muy próximas a lo políticamente correcto. En su intento altruista de encarar en inferioridad de condiciones y sin apoyo popular la lucha contra una dictadura asesina, los padres de Juan sumergen a su hijo en un mundo de máscaras superpuestas en el que, paradoja interesante, es necesario hacer desaparecer hasta la propia identidad. Casi como si se tratara de un juego (la mejor forma de hacer que un chico haga incluso lo que no quiere, para bien o para mal), Juan irá a la escuela con un nombre falso y una historia familiar inventada, juego del cual sin embargo conoce bien los riesgos, entre ellos la muerte. Aun así seguirá siendo un chico y de a poco hasta despertará al amor; un despertar que en oposición a la ruda vida dentro de la resistencia es retratado dulcemente y tiene algo de la bellísima Melody (Waris Hussein, 1971), pero que aquí también representa el amanecer a una visión menos inocente del mundo. Lo que equivale a ver de un modo menos idealista aquello que justamente se sostiene en el idealismo. El entramado familiar que propone Avila y las grandes actuaciones de todo el elenco le sirven para presentar los diferentes juicios que hoy y entonces se podían tener sobre la lucha. Más allá de lo puntual de la historia narrada, queda claro que Infancia clandestina se ubica dentro de un marco de cine con compromisos sociales e históricos, que comparte no sólo con otras expresiones cinematográficas latinoamericanas sino también con la literatura de la región, que encuentra en los años de plomo una espina dolorosa capaz de generar relatos que deben ser drenados sobre el blanco del papel o la pantalla. Es que el arte es sin dudas un vehículo por el cual las culturas, los pueblos y las sociedades son capaces de retratarse a sí mismas y transportar en el tiempo su identidad y su memoria, curiosamente dos palabras que el propio Avila utilizó en su debut documental. Sin dudas su segunda película posee esa intención transmisora, pero lo hace a partir de un relato que se permite el saludable lujo de la duda. Una piedra en el zapato para volver a preguntar por qué tanto dolor. Será que lejos de aquello de que la historia la escriben los que ganan, y como ha dicho alguien, tal vez en realidad la historia la ganan los que la escriben y de eso se trata Infancia clandestina. De no perder los fragmentos de un espejo roto que quisieron ser ocultados, y que en el intento de reunirlos para entregar un reflejo nuevo también son capaces de lastimar a quien lo intente. Bienvenido ese dolor, cuando viene de la mano de una buena película, y sirve para seguir pensando y discutiendo la historia.
Amor en los años de fuego Desde la mirada de un niño se construye una historia centrada en el compromiso militante de un grupo de montoneros. La fuerza y las contradicciones de una generación. Una dolorosa discusión entre una hija y una madre, esas que sólo pueden mantener dos seres queridos a partir de un abismo generacional pero aun así sustentada desde el amor, es el núcleo central de Infancia clandestina, un film que no duda en internarse en la difícil cuestión entre el compromiso militante de centenares de jóvenes que decidieron construir una familia en medio del horror de la dictadura militar y el miedo de una abuela por la suerte de sus nietos en ese contexto de violencia. La película de Benjamín Ávila (Nietos. Identidad y memoria) es un viaje al pasado que exige contextualizar la época donde se desarrolló el peor período de la historia argentina. En ese sentido el relato parte de la mirada de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), un niño que regresa al país junto a sus padres (Natalia Oreiro y César Troncoso) para sumarse a lo que se conoció como la "contraofensiva" ordenada por la cúpula montonera, que consideraba que las condiciones objetivas estaban dadas para retomar la lucha contra la dictadura. El ingreso a la Argentina se da por separado para cada uno de los integrantes de la familia, después de un exilio en Brasil y Cuba. Juan ingresa a la escuela con un nombre falso y una historia falsa y vive junto a sus padres y su tío (Ernesto Alterio) en la clandestinidad. Mientras que en la casa se suceden las reuniones con los restos diezmados de la organización armada, Juan se enamora de una compañera y en paralelo, llega su abuela (Cristina Banegas) para los festejos de su cumpleaños. Y es allí donde estalla en toda su dimensión trágica la contradicción de esa familia, que sostiene una aparente normalidad junto a sus convicciones revolucionarias en medio de la violencia del afuera. Desde el retorno a la democracia los años de la última dictadura fueron abordados por decenas de films, sin embargo lo que logra Nieto –desde su propia experiencia como hijo de una madre desaparecida– es darle a aquella época una dimensión absolutamente cercana, recreando un universo afectivo en medio del peligro, de la férrea disciplina militarizada de los militantes revolucionarios que también se jugaban a tener una familia y a disfrutar de la vida en medio del horror. La historia de Juan, que había aprendido que su cotidianidad era la de cualquier chico de su edad, con sus amigos y sus primeros amores, también estaba hecha del peligro, de saber cómo esconderse con su hermanita si su casa era tomada por la represión. El director pone en pantalla las contradicciones, la sensibilidad de una generación dispuesta a cambiar el mundo y, en definitiva, construye un retrato de época para entender que por aquellos años, la vida no se interrumpió.
La represión, con ojos de niño El filme con Natalia Oreiro y Ernesto Alterio trata sobre un chico en la Dictadura. Entre las muchas virtudes de Infancia clandestina hay una que refuerza a las otras: que jamás condesciende al maniqueísmo. Alguien podría decir que el tema es la contraofensiva montonera de 1979. Pero el tema es el vínculo de militantes armados, en medio de la feroz dictadura, con sus hijos y, más lejanamente, con el resto de sus familiares. La película, cruzada de amor y de furia, de dolor, felicidad fugaz y miedo, aborda la perspectiva de un preadolescente: un punto de vista que, acertadamente, jamás abandona. Basada en parte de la historia de su director, Benjamín Avila, Infancia… nos muestra la vida cotidiana de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), de 11 años, tras su vuelta al país con sus padres montoneros (notables Natalia Oreiro y César Troncoso), tras varios años de exilio. La idea de la pareja, que también tiene una beba, y vive en una casa/bunker “camuflada” de fábrica de maní con chocolate, es que el chico lleve una vida normal. Si es que alguien puede llevarla cambiando su nombre (Juan pasa a llamarse Ernesto, por el Che), fingiendo un nuevo acento (del cubano, debe pasar al porteño), festejando el cumpleaños según la fecha de un documento falso o viendo a la abuela que es traída a su casa con los ojos vendados, para que –en caso de ser secuestrada- no pueda delatar la dirección. Avila nos muestra, a través de escenas entrevistas por el chico, el costado combativo de sus padres, que por momentos parecen no tener tiempo para prestarle la suficiente atención. Por otros, en cambio, ambos demuestran calidez y comprensión hacia el hijo. Lo mismo que el tío Beto, un personaje entrañable, también montonero, interpretado con solvencia y ductilidad por Ernesto Alterio. La violencia represiva, la del terrorismo de Estado, queda siempre fuera de campo, lo que aumenta su carácter opresivo, asfixiante, amenazante. Otro modo elegido por el realizador para representar las secuencias sangrientas son dibujos animados, de Andy Riva, o imágenes oníricas, de pesadilla. En este contexto terrible, Juan/Ernesto se irá enamorando de una compañera del colegio: su entrada en la iniciática adolescencia. Las contradicciones y contrastres entre ciertas situaciones cotidianas, familiares, y la búsqueda de una utopía colectiva explotan en varias secuencias de confrontaciones ríspidas, lúcidas, dramáticas. Se destacan una discusión entre el padre y tío del chico: el centro es si esos años feroces son sólo de martirio o también pueden contener alegría. Y otra entre la abuela (extraordinaria Cristina Banegas) y la madre de Juan. El personaje de Banegas quiere llevar a los nietos a su casa para que no corran peligro. El de Oreiro se niega con agresividad. El espectador siente, por momentos, empatía con las palabras de abuela: pero, principalmente, porque conoce cómo terminó todo. Como en toda buena narración, cada personaje de Infancia… tiene sus razones, fuertes, entendibles, contrapuestas con las de otros. Avila sabe cómo alternar momentos de tensión casi intolerable con otros de ternura. La cálida intimidad de familiar acechada irremediablemente por lo atroz.
Una película de amor con fondo político Benjamín Avila evoca en éste, su primer film, varios hechos que él mismo, y otros de su generación, vivieron en los 70 como hijos de montoneros. Un detalle: él entonces tenía 7 años. Su personaje tiene 11, para dejar en claro que el niño sabía en qué andaban sus padres, y se sentía parte de lo mismo, pero por otro lado también empezaba a tomar sus propias decisiones, y a vivir sus propios amores. Porque ésta es una película de amor. Así, entonces, «Infancia clandestina» puede verse desde afuera como el recuerdo traumático de un error histórico que llevó a la muerte a miles de ilusos y de inocentes. Puede verse desde adentro como el recuerdo melancólico y estremecedor de un momento de entusiasmo, cuando los padres transmitían seguridad en el inmediato porvenir, firmeza en el sacrificio, y esperaban alegres el combate. Puede verse desde el ahora, cuando ya sabemos lo que había detrás y lo que pasó después. Y puede verse con el corazón, como el recuerdo admirado y dolido del autor hacia sus padres, y hacia su propia infancia y la de muchos otros chicos como él, acá y en otras partes. Ni elogio absoluto ni reproche amargo. Avila nos expone la cuestión de las armas, las equivocaciones, el crecimiento acelerado, el miedo, pero también el sentimiento de unión, las alegrías, el calor de hogar. Su película, enteramente bien hecha, tiene un nervio admirable, una franqueza enorme, un cariño viril de hombre que ya superó la edad de sus mayores pero sigue evocando naturalmente el amor con que lo cuidaron y le hicieron un lugar en el ruedo. Su obra tiene momentos de éxtasis familiar, de lirismo íntimo, que la vuelven universal. Sí, también es una película política, pero no en el sentido reduccionista que algunos quisieran. Lo es, en el sentido de la superación por el amor. Además, corresponde decir, las actuaciones son excelentes, el ocasional empleo de dibujos para reemplazar o apurar ciertas situaciones es todo un acierto de gran fuerza dramática, y es simplemente inolvidable el momento en que la madre, muy bien interpretada por Natalia Oreiro, canta con sencilla dulzura el valsecito discepoliano «Sueño de juventud». Así también como dice la letra del vals, el autor parece haber dicho, pensando en su madre perdida a los siete años, «Yo acunaré en un canto tu inmensa ternura, buscando en mi cielo tu imagen de ayer». Cuando, junto a los créditos finales de la película, aparecen las pocas fotos de infancia que él pudo conservar, bueno, es difícil ver ese final sin que se nublen los ojos. Los chicos Teo Gutiérrez Romero y Violeta Palukas (la noviecita de la escuela con la que el pibe quisiera encarar una vida «normal»), la mencionada Natalia Oreiro, César Troncoso, Ernesto Alterio, en destacado rol de tío simpático, y Cristina Banegas, con un personaje y dos escenas tremendamente intensas, componen el reparto. Coguionista, Martín Muller. Coproductor, Luis Puenzo. Fotografía, Iván Gierasinchuk. Dirección de arte, Yamila Fontán. Dibujos, Andy Riva. Tema de cierre a cargo de Divididos.
Así como durante años se ha estudiado el cine argentino en la época de la Dictadura militar, en el último tiempo se ha abierto un nuevo campo de exploración con el simple cambio de orden de los términos. La última década ha presentado una cantidad inusitada de proyectos, tanto ficciones como documentales, que giran en torno al accionar del Proceso así como sus causas y consecuencias, con una mayoría que ha priorizado el mensaje y la memoria –la película como vehículo- por encima del resultado del ejercicio cinematográfico. Infancia Clandestina no tropieza en donde lo han hecho otros y, por eso, no sólo se trata de una de las propuestas nacionales más sólidas de este año, sino que es una de las mejores realizaciones que se han hecho sobre el tema, al menos de un tiempo a esta parte. No es una cuestión de que se utilice a uno de los períodos más sangrientos de la historia argentina como un fondo ajeno en el cual desarrollar una historia o que el relato se vea marcado a fuego por el terror, sino que es el equilibrio entre ambos aspectos lo que da cuenta del principal logro de Benjamín Ávila. Aún con el precio a pagar por militar en Montoneros, con la posibilidad de encontrar la muerte en cualquier cita podrida, los hijos siguen siendo niños en edad escolar, y la amistad, el despertar sexual o el conflicto con los padres son temas capaces de afectar a cualquiera, vivan o no en la clandestinidad. El director, que ha tomado mucho de su propia experiencia, sabe que aún bajo condiciones que llevan a crecer de repente, todavía hay momentos para el amor, para los juegos, para cierta normalidad dentro de, por lo demás, una vida atípica. Para llevar adelante su película, el director hace un uso notable de todos los recursos a su disposición. Desde lo argumental, ya han dado cuenta las novelas de autores como Miguel Bonasso y Marcelo Larraquy –aún con los problemas de Fuimos Soldados- que, dentro de Montoneros, cualquier historia puede ser digna de ser contada. Ávila aborda la etapa de la contraofensiva desde el punto de vista de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), con las operaciones en fuera de campo y con su avance hacia la madurez en el centro de la escena. Por otro lado el realizador emplea dibujos infantiles, animaciones o sueños como recursos para favorecer el funcionamiento del argumento. A esto se suman aquellos momentos en que la acción se suspende y ofrece imágenes de notable belleza, como una coreografía de gimnasia artística, en la que un lazo roza la colchoneta cual si fuera la piel del protagonista, o un campamento infantil que en más de un sentido la acerca a lo que de momento se conoce de Moonrise Kingdom de Wes Anderson. Junto a las actuaciones destacadas de la joven pareja protagonista, hay que mencionar al gran Tío Beto que compone Ernesto Alterio, el cual se impone al buen trabajo paterno de César Troncoso y a una Natalia Oreiro que, si bien por momentos sobreactúa, se lleva los premios en una emotiva escena junto a Cristina Benegas. Mi reserva central hacia la película es respecto a su carga ideológica, más allá de que esté opacada por el crecimiento del protagonista. Ávila evidentemente no se anda con medias tintas y el único cuestionamiento en torno al período retratado corre por cuenta de un personaje de peso en la trama pero de poco tiempo en pantalla. Desde luego el compromiso es fundamental y siempre será mejor bienvenido que un acercamiento tibio, sin embargo se hace problemático que una de las etapas más cuestionadas del accionar montonero -no desde el lado de la fidelidad militante sino por los intereses de la cúpula- se acepte sin una mirada crítica. Poner en tela de juicio el enfoque de Ávila sería adentrarse en un terreno que no debería ser propio del análisis cinematográfico, no obstante, desde el título y la sinopsis, es la misma película la que abre la cancha para que la infancia clandestina que se propone, explore el costo que paga un hijo por nacer en un hogar guerrillero.
El chico se llamaba Ernesto Filme auténtico, con diálogos y sentimientos verosímiles, "Infancia clandestina" exhibe puntos de contacto con la recordada "Kamchatka" de Piñeyro, donde primaba, también, la mirada del niño en un contexto de clandestinidad. Juan es hijo de una pareja montonera que decide retornar al país en 1979. Epoca dura en la Argentina cuando el ministro del Interior informaba sobre mil setecientos detenidos a disposición del Poder Ejecutivo y más de mil en libertad vigilada, mientras se producía la sublevación del general Menéndez, contra el comandante en jefe del Ejército, el general Viola. Traído por sus padres desde el exilio en Cuba, recibido por su tío para integrar nuevamente la familia que también incluye una nueva hermanita, Juan se entera que ahora su nombre va a ser Ernesto y que si hay algún problema en la casa, él tiene un escondite asignado y una disciplina que cumplir. Su casa es centro y depósito político; una distribución de alfajores, el mejor camuflaje por el momento. El chico está finalizando la niñez y quién sabe cómo toma este "juego de adultos" que disfraza situaciones y personas. Juan, ahora Ernesto, vivirá nuevas experiencias como la del primer amor y ninguna disciplina se acepta pacíficamente ante tamaño sentimiento. HECHOS REALES El filme del director Benjamín Avila ("Nietos") está basado, en algunos aspectos, en hechos reales. Su madre, compañera de un jefe montonero, muerto posteriormente, fue secuestrada con su hijo, recuperado por Abuelas de Plaza de Mayo, y permanece desaparecida. Avila, en su filme, pone el acento en el plano familiar, emocional, antes que en el político, del que, sin embargo, es imposible apartarse. Es muy difícil seguir sin sobresaltos, una historia donde la cotidianeidad, la ida a la escuela, el nacimiento del amor de un chico, permanece en la cuerda floja, como bien lo muestra la abuela de Juan, que llega al lugar clandestino, muerta de amor y miedo. Filme auténtico, con diálogos y sentimientos verosímiles, "Infancia clandestina" exhibe puntos de contacto con la recordada "Kamchatka" de Piñeyro, donde primaba, también, la mirada del niño en un contexto de clandestinidad. Excelentes actuaciones de Natalia Oreiro, el uruguayo César Troncoso y en una breve e intensa aparición, Cristina Banegas. Ernesto Alterio, como el tío bohemio, se gana el papel con idealismo y simpatía, mientras es correcta la actuación de los niños. Impecable el plano formal, con el recurso de la animación en determinados momentos, como creativos recursos que enriquecen la narración y atemperan el clima dramático, controlando la tensión.
Benjamín Ávila en su ópera prima, con una historia que se nutre de sus propios recuerdos, pero que modificó en la ficción, ambientada en los años de plomo cuando los montoneros deciden regresar en la llamada contraofrensiva. El protagonista es un preadolescente que aprende a vivir con otra identidad, con su madre que puede empuñar un arma o cambiar los pañales de su hermanita. Un chico que festeja cumpleaños equivocados, que ve la llegada de su abuela con los ojos vendados, y que a pesar de todo vive con intensidad su primer amor. Una película redonda, la historia tiene momentos de animación bien logrados. Permite que el espectador vea todos los puntos de vista. Hay que verla.
El adiós a la niñez, la pérdida y el descubrimiento del amor, en una película de Benjamín Avila. La última dictadura militar y sus nefastas consecuencias sociales y políticas han sido frecuentemente revisadas, con mayor o menor efectividad, por el cine argentino más reciente. Desde la emblemática La historia oficial (1985) hasta Garage Olimpo (1999) o Crónica de una fuga (2006), cada una de estas piezas han sabido imponer una mirada personal pero, a la vez, universal sobre el horror que atravesó a un país durante poco más de 7 años. En ese sentido, Infancia clandestina, de Benjamín Avila, se ubica dentro de este grupo de películas "revisionistas", aunque sobresale por varios motivos. Uno de ellos es el punto histórico desde el que parte: el relato se ubica en 1979, en una Argentina post-mundialista y con una actividad represiva aparentemente en baja. En ese contexto, Cristina (Natalia Oreiro) y Horacio (César Troncoso), dos militantes montoneros exiliados en Cuba, emprenden su regreso al país para formar parte de la "contraofensiva" convocada por la organización de la izquierda peronista. Junto a ellos viaja Juan (Teo Gutiérrez Moreno), el hijo mayor del matrimonio y protagonista excluyente de la historia. Y es que Infancia clandestina tiene mucho de autobiográfica, porque se detiene en lo que el director entiende como el ocaso de su niñez y el nacimiento de su "yo-adulto". Sin solemnidad, Avila muestra cómo el primer amor llega a la vida de Juan, pero también como la actividad militante –y furtiva– que llevan adelante sus padres, lo obliga a asumir responsabilidades que lo acercan a los ideales que Cristina y Horacio defienden, pero que paulatinamente lo alejan de la inocencia. Así, la nueva vida argentina le exigirá a Juan una nueva identidad. Ahora se llamará Ernesto, y no vendrá del Caribe sino de Córdoba; su pasado, de pronto, ya no existe para los demás. Ese juego planteado por el relato le aporta una gran profundidad a la película, y funciona como un perfecto subtexto sobre la sensación de pérdida que suele reinar en ese pasaje de la niñez a la adolescencia. Pero a no equivocarse: aquí no hay cuestionamientos ni reproches. Por el contrario, Avila demuestra que esos padres que luchaban "por un mundo mejor" eran de carne y hueso, tan capaces de armarse en pos de la caída de la tiranía como de brindar grandes gestos de ternura puertas adentro. La escena que protagonizan, hacia mediados de la película, Natalia Oreiro y Cristina Banegas en su carácter de madre e hija en la ficción, da cuenta de eso y empuja al espectador a escuchar dos posiciones antagónicas sin inclinar del todo la balanza. Ese pasaje, además, aporta un momento tan emotivo como fundamental para el espíritu de Infancia clandestina. Las actuaciones se reciben comprometidas y muy parejas. Oreiro está justa en su rol de madre y hasta tiene su oportunidad de demostrar que sigue disfrutando de cantar, Banegas se luce con un papel pequeño pero esencial y Troncoso compone con temperamento a un padre estricto y lleno de convicciones. Pero es Ernesto Alterio quien consigue sobresalir de la mano de Beto, el atorrante y querible tío que construye una relación de cálida complicidad entre Juan y el mundo adulto que comienza a asomar para él. Los debutantes Teo Gutiérrez Moreno y Violeta Palukas, en tanto, consiguen muy buenas interpretaciones y son protagonistas de algunos de los momentos más bellos del filme. Infancia clandestina es una película sólida, emotiva y original, que se nutre de recursos poco visitados por el cine nacional como, por ejemplo, la inclusión del comic para mostrar dos de las escenas más violentas. Y gana con creces cuando prefiere expresar, dibujar, conmocionar y emocionar con intensidad antes que cuestionar a media lengua.
La causa y la vida La resistencia armada en la época de la dictadura militar fue reflejada en la película Secuestro y Muerte que recreaba desde la ficción el asesinato del general Aramburu desde su periodo de cautiverio y hasta el juicio popular que determinó su muerte en manos de una célula montonera. Infancia clandestina, debut en la ficción de Benjamín Ávila, se inscribe dentro de esta temática pero con la singularidad de que a la carga ideológica -que podría haber orientado el film a un camino menos interesante- se la reemplaza por la fibra emocional y reflexiva a partir del punto de vista de un niño de 11 años, cuyos padres, interpretados por Natalia Oreiro como Charo y César Troncoso pertenecen a una célula montonera que regresa a la Argentina en el año 79 tras el exilio en Brasil y Cuba. A ellos se suman las actuaciones de Ernesto Alterio en el rol del tío y Cristina Banegas como la abuela Amalia, además claro está del protagonismo absoluto de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), quien debe además ocultar su verdadera identidad bajo el nombre de Ernesto en un claro homenaje al Che Guevara. Si el mundo de los adultos para un niño resulta complejo e incomprensible, qué decir entonces de un mundo adulto donde la convicción por una lucha y el sacrificio pesan más que cualquier otra cosa e incluso ponen en peligro constante al entorno si se pretende amalgamar la causa con la vida. Ese es el punto de inflexión que hace de la infancia de Juan algo muy diferente a la de sus compañeros de escuela y a su existencia de niño en un mundo adulto y violento como el que lo rodea. Vivir en la clandestinidad; esconderse con su hermana de un año en un barrio sin saber lo que pueda ocurrir mañana forma parte de esa rutina que Juan y sus padres afrontan minuto a minuto y en esa tensión permanente es donde el realizador Benjamín Ávila saca lustre de su capacidad narrativa, a su utilización de recursos cinematográficos como la animación para desarrollar una cruda historia de amores, pasiones, contradicciones y poca bajada de línea política, donde se trata de rescatar más que nada un contexto histórico atravesado de horror del que no se puede cometer el pecado de querer reivindicarlo pero tampoco olvidarlo o lo que es peor ocultarlo. Ernesto Alterio consigue el mejor papel de su carrera cinematográfica tal vez por su conexión directa con el trasfondo de esta historia, pero lo que es indudable es su enorme entrega al personaje del tío. Así forman parte de las grandes escenas del cine aquella del maní con chocolate junto a Teo Gutiérrez Moreno, quien también compone a Juan de manera brillante y conmovedora. Un gran elenco para una buena historia, que sin lugar a dudas aporta una mirada distinta, audaz y muy personal sobre un pasado violento y una manera de ver el mundo que hoy quizás ya no se comprende.
Es la historia de un amor El director Benjamín Avila se basó en su propia historia para contar como fue el regreso de él y de su familia al país. Por un enfrentamiento, tuvieron que exiliarse durante varios años. Su papá Horacio (César Troncoso) y su mamá Charo (Natalia Oreiro) volvieron a la Argentina en 1979, siendo parte de la primera contraofensiva montonera. Pero Benjamín, narra la historia desde la mirada de Juan, el hijo mayor de 11 años que ha crecido en diferentes países, que ha tenido que aceptar ahora llamarse Ernesto y que entre balas y maní con chocolate, conoce las caricias del primer amor. Pero en el grupo familiar se encuentra el tío Beto (Ernesto Alterio), que además de formar parte del grupo es el que aporta la calma, la alegría y los consejos para la conquista. Y en contra posición está la abuela (Cristina Banegas), que por miedo a la pérdida aporta una mirada menos combativa. Juan o Ernesto, siendo partícipe o espiando lo que sucedía en su casa, no perdió la inocencia de descubrir su primer amor. María se presenta en suaves movimientos y envuelta en una cinta amarilla, atrapa a Juan y lo rodea hasta imaginarla en sus sueños más profundos. ¿Vos sos distinto a los demás? Le pregunta María. Si, Juan es distinto, es muchos a la vez y se multiplica en el juego de espejos pero en el fondo se reconoce y mantiene su identidad. Los primeros planos cerrados, la animación, la música y los dibujos a mano alzada son los elementos necesarios para contar pasajes de una historia de una época violenta sin la necesidad de mostrar uniformes. En los momentos de proyectiles o ensueño, Ávila supo cómo contar esas escenas desde la mirada surrealista de un niño, logrando de esta manera diferenciarse del resto de las películas que retratan la dictadura. Y si hay que aportar más realidad a esta película, compartí la misma proyección con el elenco de reparto juvenil, que en cada escena se reconocían y festejaban. Al término, se llevaron los aplausos de los espectadores.
Trabajada desde el punto de vista de un niño de once años, este filme esta encuadrado temporalmente entre los años 1975 y 1979, principalmente en la Argentina en plena dictadura militar. Se centra en las vicisitudes de una familia, conformada por una pareja parental enrolada en el grupo montoneros, que decide volver a la Argentina en 1979, luego de un exilio obligatorio en Cuba. El título tiene dos acepciones: la clandestinidad en la que vive la familia; y el nombre falso con el que debe constituirse el niño. Los espectadores somos los que sabremos del peso inherente que lleva adelante el pibe y, al mismo tiempo, tener que lidiar con el conflictivo a esa edad crucial que es el paso de la infancia a la pubertad. Buenos trabajos actorales, buena construcción, buen diseño de arte, sólo que durante todo el filme se huele la posibilidad de una lectura que instalaría la teoría de los dos demonios, teoría siempre articulada por la derecha retrograda argentina. No creo que esa haya sido la intención del director, pero a veces hay que ser muy cuidadoso y sobre todo taxativo en el discurso.
Lo loable del film es que se anime a colocar al espectador, sin excusarse, en el medio de una familia cuyos padres son Montoneros regresados al país en 1979 para la Contraofensiva desde el punto de vista del hijo de doce años (un trabajo increíble de Teo Gutiérrez Romero). Y la historia es la del paso de la infancia a la adolescencia, la del primer amor, la de la primera rebeldía contra los padres, en ese preciso, terrible momento. El film se basa en la historia del propio director y su sinceridad es absoluta. Muestra lo que piensa y lo que vio sin “filtrarlo” para hacerlo más aceptable al espectador. Quiere que se entienda por qué piensa lo que piensa, por qué dice lo que dice. Un personaje dice “¿Y qué tiene si mi hijo se hace guerrillero?” y usa ese término (“guerrillero”) que es tabú para “el relato” oficial. El cine es eso: una lupa que a puro invento nos descubre una verdad. Emotivo y manipulador como cualquier film de gran público (otra acusación poco pertinente), nos pone en un lugar que, por fin, nos permite decir “sí” o “no” sin maquillar la realidad.
Inocencia Interrumpida. El paso de la niñez a la adolescencia, es un momento evolutivo crucial que debe atravesar todo ser humano, es la etapa de la vida, en que el cuerpo se metamorfosea, las pulsiones sexuales irrumpen de manera incontrolable, los padres dejan de ser héroes para ser cuestionados como personas, el grupo de pares comienza a ser el modelo de identificación, y el enamoramiento suele sorprender de la manera más idílica, con esa sensación de eternidad que acarrea...
Otra lucha, contra los recuerdos Película adulta, entrañable, interesante. Está construida desde la mirada de un chico de 12 años. Es casi autobiográfica, porque Avila es hijo de desaparecidos. Los padres son montoneros. Vuelven desde Brasil y Cuba para sumarse en 1979 a la operación “contraofensiva”, una aventura suicida. Alquilan una casita, hacen reuniones y sueñan con mejores tiempos, mientras toman nota de la matanza que le pisa los talones. El nene empieza la escuela, usa nombre falso, se hace pasar por cordobés. No es el que es y eso le cuesta. En el fondo, es una historia de amor donde cuentan más los afectos que la política. La mirada de ese chico le suma más incertidumbre a una militancia que aparece a ratos exaltada y a ratos cuestionada. La historia gira sobre la familia. No va más allá de lo que pasa en esa casa. También la abuela del nene aporta otra mirada. Les pide que se vayan porque aquí están matando a todos, que no tiene sentido sumar más dolor y desafiar lo imposible, que es una locura quedarse. El filme es inteligente, plantea sus dudas, homenajea a esos padres y también parece cuestionarlos. Tiene buenas actuaciones (lo mejor, Ernesto Alterio como el tío), diálogos ajustados y grandes momentos (la escena con la abuela). Se ve sólo lo que ve el nene, aunque el afuera no desaparece: el miedo, la desconfianza, los Falcon, los buchones. Es una mirada cambiante y siempre conmovedora. El recuerdo de un chico que evoca el coraje de sus padres pero también ensaya una puesta al día sobre el sentido de una lucha y de un destino que quitó mucho y le dio poco. Hacia el final, hay una escena clave: Juan invita a su amiguita a escaparse y le muestra que tiene dinero y ganas. Son dos nenes. Ese desafío es como un espejo que refleja los alcances de la lucha armada de esos años. “No te entiendo”, le dice ella, “yo tengo familia”. Y sin querer repite la advertencia de la abuela: “Es una locura”. Y se marcha para siempre.
Su relato se construye a través de la mirada de un niño que vive con sus padres, miembros de montoneros, y sus consecuencias. Esta historia está basada en parte de la vida del director Benjamín Ávila (40), como vivió parte de su niñez, y como después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, el y su familia deciden irse. Regresa de Cuba con sus padres en 1979, y vivió con su familia de forma clandestina, hasta debió cambiar el barrio, de escuela y hasta de nombre. Su mundo se fue armando entre el silencio, la soledad y la incertidumbre, porque sus padres se encontraban comprometidos en la militancia armada. Dentro de este relato varios datos fueron cambiados, por ejemplo: Ávila tenía 7 años, el personaje de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), 11 años, vuelve al país con sus padres montoneros Cristina y Horacio (Natalia Oreiro y César Troncoso), luego de una serie de recaudos que toman, además está su hermana una beba Vicky. Ellos viven con una serie de precauciones después de varios años de exilio, su casa es como un bunker porque detrás de varias cajas de maní con chocolate que ellos fabrican se encuentra una escondite para casos de fuerza mayor. Él intenta llevar una vida normal, a pesar de llamarse Juan o llamarse Ernesto (Ustedes se darán cuenta porque), festejando su cumpleaños de acuerdo a su documento falso. en algún momento fingir el acento cubano o el porteño, que su abuela (Cristina Banegas) llegue a visitarlo con los ojos vendados, para no delatar la dirección ante cualquier situación, y escuchar y ver distinto tipos de discusiones que a ciertas edades no se comprenden demasiado. En medio de todo esto Juan conoce a María, una compañera de escuela que lo moviliza, le hace sentir ese dolorcito de panza que se llama amor e intentará robarle un beso. También hay otros amores, ideales y lealtad, pero Juan, su madre, su padre y un tío Beto (Ernesto Alterio), encantador, un aliado, quien fuera de su casa tiene otro nombre. Ellos debieron vivir en la clandestinidad. La trama tiene una fotografía impecable, de gran importancia los distintos planos que fueron utilizados, escenas muy logradas como por ejemplo la de Oreiro con Banegas, de un gran dramatismo, también cabe destacar a: Ernesto Alterio (un tío que cualquiera quisiera tener), César Troncoso y Teo Gutiérrez Moreno (con su corta edad); hay que señalar un momento de bastante importancia cuando vemos varios dibujos o ilustraciones animadas, con colores fuertes, a ritmo vertiginoso, para prestarle mucha atención, porque contiene varias claves. Está muy cuidada la estética de todo su relato. Esta historia representa la vivencia de muchos niños durante la última dictadura militar en Argentina (1976-1983), su relato no deja de emocionar, el espectador puede tomar partido o no, para analizarla. Algunos espectadores a pesar de salir apenados, aunque llenos de amor, tal vez sientan la curiosidad de saber que se siente al comer maní con chocolate (un pequeño detalle del film).
“Soy Juan”, dirá el protagonista infantil en el epílogo de Infancia Clandestina, un estreno nacional verdaderamente extraordinario. Identificación manifiesta y decisiva que le otorga a la película un cierre cargado de significado, concepto que se traslada sin inconvenientes al resto de esta obra dirigida por Benjamín Ávila y producida por Luis Puenzo, una de las mejores que han retratado el nefasto período de la dictadura (el verdadero, no el que lleva una K añadida). Junto a títulos emblemáticos como La noche de los lápices, La historia oficial (del propio Puenzo) y Garage Olimpo; Infancia Clandestina se gana un lugar preferencial con absoluta legitimidad, y estimula la posibilidad que nuevos films se sumen a una vertiente que precisa de piezas valiosas y representativas. Conmovedora, conmocionante, con aspectos poco planteados dentro de esta temática (sólo esbozados en Andrés no quiere dormir la siesta de Daniel Bustamante), dotada de una gran calidad artística y técnica y corporizada por un plantel de actores sobresaliente -incluyendo niños enormemente verosímiles-, la película no tiene puntos flojos y atrapa y compromete al espectador desde la primera hasta la última imagen. Ya desde su título se avizora el conflictuado derrotero de un niño en ese tramo despiadado de nuestra historia reciente, como hijo de una pareja de la resistencia armada contra el régimen. Lo que ocurre con su psiquis, su visión del mundo, su interacción con otros niños, sus expectativas de vida y sus sueños amorosos, estará dramáticamente supeditado a las actividades, movimientos y contratiempos de las operaciones del grupo revolucionario. La utilización de lúcidos y creativos fragmentos de animación y la impecable ambientación, donde hasta el más mínimo detalle está cuidado, son otros aspectos relevantes del relato. El talento y la convicción de intérpretes como Ernesto Alterio, Natalia Oreiro, César Troncoso y el niño Teo Gutiérrez Moreno, hacen el resto y resultan sustanciales.
Volver a la Argentina en 1979 no era una buena idea para los exiliados. Pero algunos consideraban que la lucha contra la dictadura debía continuarse desde adentro de las fronteras si se quería obtener un verdadero triunfo. Es así que, separados y divididos por cientos de kilómetros, los integrantes de esta pequeña familia regresan al país para defender las causas que consideran justas. Juan, un niño entrando en la adolescencia, se encuentra en medio de este caos que significa el secuestro, tortura y muerte que eran moneda corriente por entonces y la desaparición constante de los compañeros de sus padres. Teniendo como modelo de lucha al Che Guevara, Juan elige construir su nueva personalidad a partir del nombre Ernesto, debiendo adaptar su acento cubano (país que lo vio crecer los últimos tiempos) a uno cordobés para no levantar sospechas. En medio de tanta muerte, Ernesto descubrirá el amor y comprenderá el sacrificio que sus padres han hecho por él. Inspirada en los recuerdos de su director Benjamin Ávila, “Infancia clandestina” no es puntualmente una historia sobre el gobierno dictatorial o sobre los miles de desaparecidos, es el retrato de un niño que debe convertirse en hombre más rápido de lo habitual. Gracias a un sólido elenco (Natalia Oreiro, Ernesto Alterio, Cristina Banegas, César Troncoso) la experiencia es positiva y dolorosa en partes iguales y por diferentes motivos. Incluso los recuerdos más dolorosos fueron bien resueltos a través de animaciones, las cuales nos permiten entender lo acontecido pero si sufrirlo al no haber sido recreados por los actores. Uno termina conmovido y emocionalmente exhausto luego de ver esta película. Es casi imposible no emocionarse cuando Oreiro nos dice cantando “sueños de juventud que mueren” como parte de una sentida interpretación, o cuando se enfrenta en una dura discusión con Banegas, quien está impecable como de costumbre interpretando a una abuela atemorizada por el futuro de sus nietos. Alterio posee el grado de complicidad justa para ser un tío canchero, consejero y divertido que desliza sus experiencias para desconcierto de su sobrino (“las mujeres son como el maní con chocolate”) y Troncoso aporta una cara nueva al cine nacional. Finalmente, Teo Gutiérrez Moreno es una revelación dentro de esta cinta, en especial cuando su personaje comienza a entrar en conflicto con los ideales de sus padres.
Números Infancia clandestina de Benjamín Ávila oscila entre el quietismo y la dinámica, el esquematismo y la vitalidad, entre el rígido número dos y las posibilidades de apertura del tres. Los que siguen son algunos apuntes sobre una película que es mucho mejor cuando se desarma que cuando se arma e intenta ordenarse y definirse en extremo. Veamos. (Atención: se revelan importantes detalles argumentales). 1. La historia que cuenta Infancia clandestina, inspirada en los recuerdos del director, es sobre un niño de unos once años, hijo de una pareja de montoneros que, después de estar exiliados desde 1975, regresan al país en 1979 como parte de la contraofensiva (una operación paramilitar de resultados catastróficos, comparable a la también irresponsable y también trágica aventura de Mussolini en Grecia). (Aquí pueden descargar y leer una más que interesante serie de artículos de un ex montonero que, entre otros temas, habla de la contraofensiva). 2. Infancia clandestina está contada con una interesante diversidad de recursos narrativos, entre ellos animación para varios momentos de gran violencia y segmentos oníricos (de la variante pesadilla). No hay miedo a utilizar canciones de forma dramática, aunque muchas veces hay un abuso de confianza a la hora de poner demasiada música. 3. La película gana, respira, se mueve y conecta emocionalmente con la historia de amor pre adolescente del protagonista con una compañera de colegio, condimentada por el hecho de que ella es la hermana de un amigo del chico. Ese tercero (no en discordia, sí en burla, sí en dinámica de la observación del de afuera) genera fluidez, interés. El amor entre los chicos se realza al no estar aislado del resto de los compañeritos de colegio: así, la foto, los comentarios, el regreso abrazados en el micro con los demás, son las mejores partes del amor entre estos chicos. Cuando Juan/Ernesto y María se quedan frente a frente, los diálogos se harán más mecánicos, hasta más inverosímiles (los espejos, clave visual del número dos). 4. Juan/Ernesto (Juan, nombre de nacimiento, por Perón; Ernesto, nombre del documento falso, por Guevara, decisiones de guión de mucho número dos, o demasiado pendientes de la historia contada como consigna) tiene una hermanita de menos de un año llamada Victoria. Sus padres son Horacio/Daniel (César Troncoso) y Cristina/Charo (Natalia Oreiro, una actriz enorme que brilla incluso en un papel de número dos, con pocos matices: amorosa como madre + pura necedad política verticalista sin desarrollo). Ese núcleo familiar no funciona en términos del relato, y se comprueba cuando se queda así, de cuatro, en el último tramo. Juan/Ernesto necesita, para interactuar, personajes vitales, y el personaje vital, el tercero, el impar, el que brilla, es su tío Beto (interpretado por Ernesto Alterio con una bienvenida capacidad de juego, totalmente ausente de, por ejemplo, su actuación en Las viudas de los jueves). Dinámico, alegre incluso cuando es siniestro, Beto es la clave de Infancia clandestina: al no estar, la película casi que pide terminar, que vengan los momentos graves que ya sabemos que se avecinan: si Beto no está, hay menos sorpresa, más linealidad, más número dos. Pero mientras está, Beto es el que discute con Horacio/Daniel, un verticalista y determinista que, al menos como personaje cinematográfico, es plano, poco agraciado, binario, con anteojeras además de gruesos anteojos. Beto es el que tiene el tiempo de calidad y la capacidad para ser el verdadero padre de Juan/Ernesto. Y, paradójicamente, es el que dice en un diálogo que eligió no tener familia para ser libre. Ahí, en ese punto, hay una posible clave interpretativa de la película. 5. Juan/Ernesto –el hijo de los militantes– es el personaje focal del relato. La película no llega a los extremos de Los rubios de Albertina Carri en términos de cuestionamiento hacia los padres militantes de los setenta pero, debido a su exposición narrativa y descriptiva y al mencionado diálogo sobre la familia entre Beto y Horacio/Daniel, también presenta el reclamo de un hijo que quiere ser hijo, que quiere tener padres, que quiere una vida distinta y no tan cercana a un almacén de balas, rifles y pistolas. Como se dijo, la película no termina de ir hacia el planteo de Los rubios. De todos modos, es interesante que el mayor reclamo por “abandono” por parte de Juan/Ernesto sea hacia Beto: ahí, en esa relación con el tercero, esté probablemente la metáfora del reclamo, más doloroso de verbalizar, hacia los padres. 6. Por un lado, para la mejor respiración de la película, es meritorio que Ávila no cargue demasiado las tintas en el contexto histórico, en la información de época. Cuando lo hace, sube el binarismo, el número dos, la historia como reservorio de consignas y la oposición entre absolutos se hace presente. Cuando asistimos al “acto al aire libre” por el 12 de octubre, lo que se dice es un recorte de una simplicidad extrema de lo que desde hoy se puede pensar como absoluta incorrección política. Sí, el recorte de ideas. Así también, el principio, se dice mediante textos que tras de la muerte del presidente Perón grupos parapoliciales empezaron a perseguir militantes. No se dice, sin embargo, que esos grupos parapoliciales estaban enquistados en el propio gobierno, y que su líder era un funcionario muy poderoso (José López Rega fue ministro no solo de Isabel Perón sino también de su marido Juan, y también de Lastiri, y también de Héctor Cámpora). Sí, el recorte. Cuando la película asume el discurso de los padres del protagonista es cuando más binaria se pone, menos rica. No son tantos esos momentos pero chirrían especialmente: la mejor Infancia clandestina es la de las relaciones personales en un contexto sombrío; la explicación del contexto, así, de un ramalazo, debilita el relato. 7. Para la distribución clandestina de armamento, la familia del protagonista organiza un camuflaje curioso: llenado de cajitas, embalaje y distribución de maní con chocolate, con paquetitos y una camioneta. Los paquetitos y la camioneta dicen, simplemente, “Maní con chocolate”, así, sin marca. “Maní con chocolate”. Nada más. Si hay una manera eficaz de auto señalarse como sospechoso en el contexto de un estado militarizado tal vez sea esa: un camión pintado con la indicación de un producto sin marca, como poner “pan”. Tal vez ese detalle del argumento sea la forma –sutil– de la película de criticar la estrategia de los Montoneros y de decir, finalmente, que la infancia clandestina era a fin de cuentas mucho más la de la generación de los padres que la de los hijos.
Durante mucho tiempo el eje temático del cine argentino fue la cruenta dictadura militar que desgarró a nuestra sociedad desde 1976 hasta 1983, y esta repetición cinematográfica ha sido muy criticada. Una crítica un poco injusta porque con ese parámetro también habría que quejarse de la infinidad de films que hizo Hollywood sobre temas relacionas con la guerra de Vietnam o ahora con el conflicto bélico en oriente, y eso no sucede. La década de los 70s y principios de los 80s marcaron con fuego al país. Es historia reciente y es lógico que realizadores tomen esos elementos para desarrollar sus ideas, y la realidad es que ha habido muy buenas películas que se basaron en este tema y muy malas también. Y hace unos años surgieron historias llevadas al cine en donde el Golpe Militar estaba ahí como satélite pero la historia pasaba por otro lado. Infancia clandestina se mete de lleno en el tema pero en uno que aún no ha sido muy analizado cinematográficamente: los militantes y la guerrilla. El director Benjamín Ávila logra retratar de manera muy ingeniosa (basándose en hechos reales) las vivencias de una familia Montonera pero bajo la vista de un chico de 11 años, Teo Gutierrez Moreno quien interpreta a Juan y su álter ego Ernesto. Sería muy acertado catalogar a esta película como una coming of age movie (subgénero cinematográfico sobre el descubrimiento del amor y el pasaje de la niñez a la adultez) dado que el protagonista quiere aferrarse a su primer amor y dejar esa doble vida pero también encuentra un debate ideológico interno. Este joven actor que se luce en su papel se encuentra muy bien acompañado por César Troncoso, quien interpreta a su padre y líder Montonero; Ernesto Alterio (su tío) quien le da alma y enriquece al film; y Natalia Oreiro (su madre) que finalmente logra desprenderse de sus personajes de las novelas de la tarde. Otra cosa para destacar es la fotografía que en momentos es adornada con elementos de pseudo animación en escenas claves. Primeros planos y planos detalle (a veces un poco excesivos) dan cuenta con acierto a la mirada del chico. Uno de los problemas que tiene la película es que no es mainstream y que seguramente muchos no la disfrutarán y hasta dirán que es medio lenta. Sobretodo un público joven que no esté muy interesado por la política y la historia. Otra cosa para criticar es el final un tanto anunciado pero lógico y entendible. No es ni la primera ni va a ser la última película nacional que retrate las vivencias de una generación que luchó y murió por sus ideales. Lo que se destaca en Infancia clandestina es que no juzga ni rectifica. Es una historia que te pega duro en lo sentimental y que puede llegar a angustiar, pero también llama a la reflexión y eso siempre es algo bueno. Cine argentino bien realizado y plagado de identidad y memoria argentina.
Uno de los méritos de Infancia clandestina es el punto de vista que elige el director para contar la historia. La película asume la mirada de un chico de doce años, hijo de militantes montoneros que regresan del exilio para la contraofensiva de 1979. Ávila se concentra en el paso de la niñez a la adolescencia: el primer amor, el despertar sexual, la rebeldía contra los padres; y deja la cuestión política como telón de fondo. El pequeño protagonista acepta las razones de los adultos y adopta una identidad falsa para poder convivir con los otros chicos. Juan se transforma en Ernesto, va a la escuela y se enamora de una compañerita, pero las constantes mudanzas impiden su evolución natural. El chico no comprende del todo por qué es tan importante que sean una suerte de parias revolucionarios. En un primer momento, Juan/Ernesto vive la situación casi como un juego, fascinado por las armas, la aventura y los escondites en el garaje. Pero rápidamente se ve superado por una realidad concreta y violenta, por el miedo que le provoca no saber lo que va a suceder al día siguiente. Infancia clandestina tiene una clara vocación popular, posee un ritmo constante y una emoción creciente que compensan el costado previsible del relato. El director utiliza una gran variedad de recursos formales y narrativos aunque nunca se aleja demasiado del modelo clásico. La minuciosa reconstrucción de época y la sobria dirección de arte nos sumergen en el tiempo, en la atmósfera y en el contexto político de forma natural, sin cargar las tintas. La atmósfera incluye la forma en que se relacionan los personajes: la historia de amor entre los dos compañeros de colegio que vuelven abrazados en el colectivo ante la mirada burlona de los otros chicos, y sobre todo la complicidad del pequeño con su Tío Beto. Ernesto Alterio encarna a un personaje entrañable que con cada una de sus intervenciones es capaz de contagiar alegría en un contexto sombrío. La escena en la que le explica a su sobrino cómo manejarse con las chicas utilizando una caja de maní con chocolate rescata una manera de relacionarse entre padres e hijos que hoy parece perdida. Desde las primeras imágenes, el director se propone desdramatizar los momentos de mayor violencia física y psicológica mediante complejas escenas de animación cargadas de simbolismo para representar los horrores que vive su pequeño héroe. Por otro lado, la discusión entre la madre y la abuela corrobora de manera elocuente que Infancia clandestina es una película sincera y frontal. Ávila está emocionalmente involucrado con lo que cuenta. El director filma a los personajes con mucho cariño, poniendo especial atención en el crecimiento del protagonista, y logra que una historia inevitablemente trágica posea al mismo tiempo una ternura maravillosa.
En el film existe la voluntad de contar lo vivido con veracidad pero sin una mirada nostálgica. Desde que Luís Puenzo dirigiera La historia oficial, los años de plomo de la dictadura han sido revisitados constantemente con mayor o menor fortuna en centenares de filmes nacionales y extranjeros. Pero “Infancia clandestina” tiene algunas particularidades que la hacen especialmente diferente. Infancia clandestina cuenta la historia de Juan un niño de 12 años que, al regreso del exilio en Cuba, crece en el seno de una familia montonera en Buenos Aires. Juan, ahora se llama Ernesto, va a la escuela primaria, interactúa con otros chicos de su edad y las autoridades del colegio, celebra su cumpleaños, se enamora, escucha las discusiones políticas y observa las actividades de Montoneros. Para Juan no hay otra vida y es feliz aun con las claudicaciones personales que ello conlleva o con una visión mucho más madura para su edad. En su primer largo de ficción Benjamín Ávila habla de un universo que conoció. A partir de sus experiencias familiares y personales construye un relato sólido y sentido donde el punto de vista es el de un niño que vive y asume esa clandestinidad cotidiana con naturalidad En el film existe la voluntad de contar lo vivido con veracidad pero sin nostalgia ni pena. Es en última instancia un testimonio de vida, de vidas al límite que no se permiten perder capacidad lúdica ni alegría por pesada que sea la experiencia, por cercanos que sean los compañeros caídos en esa sencilla consigna, “Perón o muerte”. El relato también se sostiene en las actuaciones, fundamentalmente en esa familia creíble y querible encarnada por Natalia Oreiro, y su espontaneidad infinita, el inefable tío Beto construido por alguien que vivió el exilio en la niñez como Ernesto Alterio y el sólido trabajo de César Troncoso. Tengo que decir que no me pareció demasiado afortunada la utilización de la animación para retratar dos momentos particularmente traumáticos en la vida de Juan ubicados a cada extremo del metraje. Mostrados de esta manera solo sirven para menguar lo doloroso de esos instantes puntuales y el recurso no parece integrado al resto del relato. Pero en cualquier caso Infancia clandestina es una gran película y una muy promisoria primera experiencia de Benjamín Ávila en la ficción. Una obra accesible y valiosa para todos los espectadores.
"INTERESANTE ÓPERA PRIMA, CAMINO AL OSCAR" Ambientada en una época oscura de la política argentina, estamos ante una historia que se basó en hechos verdaderos; ésta es la historia de Juan, un niño de 11 años que vive con su familia en la clandestinidad: todos tienen nombres falsos y su vida se desarrolla entre dos mundos. Charo (Natalia Oreiro) y Daniel (Cesar Troncoso) vuelven a Argentina de modo encubierto, dispuestos a colaborar con la Contraofensiva Montonera a la dictadura militar reinante en el año 1979. Instalados en una casa de barrio, Juan cuenta con documento falso y un nuevo nombre: Ernesto, por el Che. En este nuevo entorno, el niño conocerá nuevos amigos y un primer amor en la escuela. Su tío Beto (Ernesto Alterio) lo alentará a la amistad, a la alegría y a animarse a seducir a la chica que le gusta. Pero todo ello se verá constantemente empañado por una sensación de peligro y persecución, y el pobre niño deberá hacerle frente sin concesiones. Estamos aquí ante la visión de un niño, un hijo de aquellos guerrilleros que regresaron al país para defenderlo mediante las armas. Esta ardua trama representa la vivencia de muchos chicos en la última dictadura militar en Argentina, que imperó entre 1976 y 1983. Una llamativa pero atrayente interacción de dibujos animados se presentan ante el espectador, para presentar las escenas de mayor acción, en el desarrollo de esta cruenta historia verdadera, suavizando, tal vez (si se puede) las instancias más sangrientas. Protagonizada por Natalia Oreiro, Ernesto Alterio y César Troncoso, cuenta con la participación especial de Cristina Banegas. Dirigida por Benjamín Ávila, “Infancia clandestina” es su primer largometraje de ficción y está basado en su historia personal. Con referencias a “Papa salió en viaje de negocios” de Emir Kusturica y “Mi vida como perro” de Lasse Halström, estamos frente a una historia en la que el protagonismo se lo lleva este pre-adolescente en un entorno hostil. La presentación del niño Teo Gutiérrez Moreno, resulta el pilar más destacable en el que se apoya la narración. Su muy buena actuación sobresale por las del resto, sin dejar de aclarar que tanto Banegas como el hijo de Alterio aportan su importante presencia, por encima de las correctas interpretaciones actorales de Oreiro y Troncoso.
Crecer de golpe La última palabra que se escucha en Infancia clandestina es “Juan”, y habrá que ver el film para saber que resulta de una justeza ejemplar. Esa palabra, en ese momento. Justeza en los términos que es precisamente lo que busca un film como este, sostenido en el punto de vista de un niño para contar lo que ocurría en el seno de una familia de montoneros allá durante la contraofensiva dispuesta en tiempos de la dictadura militar argentina. Ese niño, ficcional, no es otro que el espejo donde se mira el director Benjamín Avila para rodar esta, su primera ficción (antes hizo el documental Nietos), ya que él mismo es hijo de desaparecidos y sufrió eso que sufre su protagonista. Infancia clandestina retoma el revisionismo cinematográfico sobre el terrorismo de estado en la Argentina de fines de los 70’s y se vale de la experiencia del pequeño Juan, apodado Ernesto, para construir una película sobre la adolescencia y la pérdida de la inocencia. Eso que los norteamericanos llaman “coming of age” y que aquí pierde su costado naif por ese contexto terrible que aporta el terror impuesto por los militares y la vida entre tinieblas de los grupos guerrilleros. Antes que nada, Infancia clandestina es valiente. Claro está, Avila se vale de su propia experiencia para acallar cualquier cuestionamiento: es que su mirada sobre el accionar de los montoneros (aquí el Estado militar es condenado a un casi total fuera de campo) se aleja del romanticismo habitual con el que se mira esta época, aún siendo su film un film idealista, para sembrar dudas y alejar el retrato de la posibilidad del blanco o negro. No dudas sobre lo acontecido ni sobre los personajes, sino dudas sobre nuestra propia experiencia en relación a eso que se cuenta y cómo lo hubiéramos afrontado. Dentro de este universo singular, el personaje que abre el relato a otras posibilidades es el del tío Beto. Montonero como todos, pero con una mirada que se aleja de la rigidez estructural de un movimiento como tal (Avila genera interesantes paralelismos sobre la escuela y sus formalidades casi castrenses y ciertos métodos de los montoneros) el personaje se pregunta acerca de si es posible construir sin determinada noción de felicidad; enfrenta al cerebro y al corazón, como músculos que deben entrar en colisión para edificar ese futuro real y tangible, imaginado y soñado. Sin eso, estima, es imposible. ¿Entonces dice Infancia clandestina que aquello fue un error? No precisamente. Pero sí construye un cuadro de situación en el que se chocan las responsabilidades adultas y las libertades que un niño añora tener cuando está creciendo y está encontrando el amor. Sin desmerecer el cariño y afecto de esos padres, Avila avisa que aquel no fue el mejor lugar para crecer. El film trabaja notablemente, y olvidémonos por un instante de su tema, lo que es el amor adolescente. Hablábamos de valentía, e Infancia clandestina es valiente también cuando choca con un relato oficial histórico que parece tenerle miedo a palabras como “guerrillero”. Aquí no sólo se la dice, sino que se la acepta y se le da un peso específico. Y a la vez polemiza, cuando trabaja constantemente sobre esa necesidad del alias y de la supresión de identidad a la que obliga la situación, mostrándola como una gran paradoja: precisamente la lucha por la restitución de la identidad de hijos de desaparecidos es una de las principales y más justas que tiene hoy la Argentina. Por eso volvemos al “Juan” del final y su justeza, no sólo en un sentido narrativo sino también expositivo: ya no es Ernesto el que vive la vida de otro, sino Juan el que decide vivir la suya. Tomar las decisiones. Crecer (poder crecer, afortunadamente sin nadie que te corte esa posibilidad) y contarlo. Sobre ese crecimiento especial, único e intransferible, trata esta película.
La opera prima de Benjamín Ávila logra una síntesis dramática de los tiempos de la Contraofensiva montonera. Notable el elenco y la factura visual de la película. La película que Argentina votó para entrar en la preselección de los Premios Oscar tiene un contexto extra-artístico que la potencia. La mano de Luis Puenzo (La historia oficial) como productor; los datos autobiográficos del director Benjamín Ávila; la presencia del actor Ernesto Alterio, crecido en lo que él llama el "destierro" (España). También se asocia con otras películas que registran los años de la última dictadura militar y la transformación de lo cotidiano, intervenido por el terror de estado (Kamchatka; Verdades verdaderas). La síntesis inicial de Infancia clandestina, muy lograda con el recurso de dibujos y animación del talentosísimo Andy Rivas, ubica al espectador en el momento de la Contraofensiva montonera. Ya pasó el Mundial de Fútbol, el régimen sangriento se ha consolidado. Montoneros vuelve desde la clandestinidad. Juan es el hijo mayor de Charo y Horacio. Él crece mudándose de país, de casa y de nombre. Lo que siempre queda intacto es el amor de sus padres, y de su tío Beto, así como la honestidad brutal con que los compañeros de sus padres piensan el país que ya no es. Más allá de las lecturas ideológicas que pueden reiniciar debates potentes, Infancia clandestina es una película tan honesta como el recuerdo de aquella lucha en la que quedó la madre del director. Los protagonistas fascinan por la verdad, casi documental, de sus dichos y acciones. Teo Gutiérrez Moreno pone su inocencia al servicio del chico que vive el primer amor mientras disimula su identidad y protege con el silencio a su familia. No hay lástima ni tristeza en el planteo, sí una emoción que atraviesa la película como una cuerda tensa y vibrante que la sostiene. Junto a Teo, Natalia Oreiro, Ernesto Alterio, César Troncoso y Cristina Banegas arman la familia en carne viva, jugada por sus ideas. Hay escenas y diálogos estupendos, como la lección del tío a Juan, sobre cómo saborear el maní con chocolate; la discusión visceral de Charo con su madre (Oreiro, notable en el mano a mano con Banegas); el primer beso de Juan y María; el baile de cumpleaños. Infancia clandestina vuelve sobre las heridas del país y, a la vez, expone el caso de los niños que acompañaron a sus padres mientras el reloj biológico les dictaba miedos, necesidades y deseos. La violencia estructural y la muerte vivida en toda su dimensión hace de Juan, un hombre a los 12, parado en el umbral de un tiempo que arrasó la esperanza de varias generaciones.
Entre balas, escondites y besos Infancia clandestina pasó de ser una película muy promocionada por La TV Pública a convertirse en un -quizás- inesperado éxito entre la crítica nacional. Esta ópera prima dirigida por Benjamín Ávila-que si no es exactamente la historia de su vida, está fuertemente basada en ella- y producida por toda la familia Puenzo (recordemos que Luis fue el director de La historia oficial, en 1986, la primera película argentina en ganar un Oscar a mejor película extranjera) es un abrumador drama sobre un preadolescente hijo de montoneros que vuelven al país para participar de la llamada "contraofensiva" en el año 1979, en plena dictadura militar conocida como Proceso de Reorganización Nacional. Infancia clandestina inicia con una serie de imágenes a modo de racconto hasta llegar a la época de la dictadura, en donde comienza la historia y en donde nos sacuden con una escena brutal, creativa, imaginativa y muy efectiva en su forma de ponernos en contexto con la situación que viven los personajes. Esa forma particular de mostrar ciertos hechos se repite varias veces a lo largo del metraje y conjuga una manera poco usual (aunque vimos algo similar en Kill Bill Vol. I y en otros lugares) de retratar la violencia y una forma muy elogiosa y original de evitar escenas que podrían resultar muy complejas de lograr de haberse buscado una narración más explicita y menos simbólica. Oreiro y Alterio, versión 1979 Lo segundo que sorprende de este filme es -una vez más en el cine nacional, esperemos mantener este nivel- la calidad de imagen y sonido. El tratamiento visual es muy cuidado: se nota un gran trabajo de las puestas en escena, de la ambientación temporal y de la fotografía, por momentos lúgubre y oscura, pero también colorida y esperanzadora cuando el foco narrativo se centra en su costado más romántico, más naive. Por su parte, el sonido es también muy claro y bien tratado. Y si a eso le sumamos una banda de sonido estupenda, potente y arrasadora, que acompaña el sentimiento de la historia a la perfección, el combo está completo. No está demás decir que tanto Natalia Oreiro como su marido, Ricardo Mollo -y también su grupo, Divididos- aportan dos canciones (la pareja interpreta una bella versión de "Sueños de juventud" de Enrique Santos Discepolo, mientras que "La aplanadora del rock" suma una canción original llamada "Living de trincheras"). Pueden encontrar los videos al final de la reseña. Casi un beso en Ipanema, canta Divididos Y ya que hablamos de una ambientación de primera, hay que destacar que la cara de uno de los actores protagonicos, el uruguayo César Troncoso (interpreta al padre del chico), es de otra época: difícil hallar una cara que remita más a los 70/80 que esa. O quizá sea su deslumbrante actuación lo que lo refleje tan bien. El elenco se destaca entero, en participaciones colectivas, en escenas individuales, hay hallazgos por doquier. La historia que se cuenta tiene la fuerza suficiente como para dar espacio de lucimiento a sus protagonistas, pero sin un buen trabajo de la dirección y el compromiso actoral necesario, todo lo bueno del relato puede perderse. Aquí no ocurre, porque los roles principales están repartidos en grandes actores. El mencionado Troncoso, con sus aires porfiados, sus reglas a rajatabla y su aparente distancia al ser un "padre viejo". Natalia Oreiro, que vuelve a demostrar que pese a su mote de actriz banal o superficial, puede interpretar papeles que le exijan una intensidad dramática mayor con notable naturalidad. Ya la habíamos visto tener roles destacados en películas como Música en espera (junto con Peretti y Aleandro) pero aquí redobla la apuesta y nos muestra todas sus credenciales. En su papel de madre, cándida, amorosa, pero una luchadora montonera también, sus escenas le permiten un vuelo actoral importante y Oreiro lo aprovecha por completo. Ernesto Alterio interpreta al tío simpático de Juan, el niño protagonista. Su performance también es memorable, sentida y conmovedora, ya que el personaje del tío funciona al revés que el del padre, es decir, compinche, cercano, pícaro. Por último, los más jóvenes también logran buenas actuaciones que se corresponden con el nivel del elenco mayor. El chico protagonista, Teo Gutierrez Romero es un hallazgo completo, puesto que se trata de su primer trabajo frente a las cámaras. Su actuación brilla cuando la dirección potencia su mirada, pero al ser el personaje principal, sería injusto decir que no cumple con una performance destacada. Por momentos lleva adelante el filme y lo hace sin desentonar. La aparición de Violeta Palukas (María, la chica de la que Juan gusta) también es sorpresiva. Se trata de otro debut en la gran pantalla y logra aportar la frescura y la inocencia necesaria a su personaje. Seguramente les espera un futuro promisorio en el mundo del cine. Esa mirada de Teo Gutierrez Romero El motor dramático de la historia pasa por el punto de vista desde el cual se cuenta, siempre centrado en los ojos del púber que a medida que va entrando en la adolescencia, comienza a descubrir el amor al mismo tiempo que se ve forzado a acomodarse en una familia -en una vida, podríamos decir- que le propone la lucha política armada, la clandestinidad y la defensa de las ideas políticas como ideal absoluto. Como si la adolescencia no fuera suficiente responsabilidad, como si los cambios de su vida, las mudanzas, la escuela, los amigos y la aparición del amor no fueran suficiente sacudón para un niño que se está volviendo grande, el contexto de clandestinidad, de escape constante, de escondite en el fondo y balas guardadas en cajas de maní con chocolate pone a Juan en una situación que está siempre al extremo. "¡Contame quién te gusta!" Si bien se trata de un filme con cierto protagonismo del aspecto ideológico/político (los protagonistas montoneros no pasan desapercibidos, la dictadura está presente, como una especie de fantasma, implícito, pero vigilante), no se trata de un filme que haga bandera ni que baje una línea demasiado fuerte sobre los aspectos que describe. Los padres montoneros son luchadores, han vuelto al país para restaurar la democracia y el peronismo, están dispuestos a usar las armas si es necesario y a enfrentarse a esos mismos militares que llevaban tres años asesinando y desapareciendo personas a mansalva, robando niños, secuestrando mujeres y cometiendo todo tipo de aberraciones con total impunidad. Los participantes de la contraofensiva podrán ser vistos como héroes por algunos o como extremistas por otros, por eso es tan importante la escena de la visita de la abuela del chico (Cristina Benegas), que llega en una camioneta con los ojos vendados para no saber donde queda la casa. Esa estupenda secuencia, la más conmovedora del filme, con una actuación emocionante de Banegas, es esencial narrativamente para comprender la situación de los protagonistas, pero también para ofrecer otro punto de vista y dejar abierta la charla sobre política para el café a la salida de la sala de cine. Una escena inolvidable que deja a las claras la potencia de esta película. Banegas, en la mejor escena del filme Infancia clandestina fue elegida para ser la película que represente a nuestro país en los próximos premios Oscar -si es que logra los votos suficientes para estar finalmente en la terna, claro está-. Para llegar a esta mención debió superar a dos filmes con grandes críticas, como Elefante Blanco y El último Elvis. Se podrá pensar que el amuleto de los Puenzo pudo haber jugado su carta, que es bueno apelar a temáticas "importantes" como la dictadura en el país para gustar a los jurados internacionales y muchas cosas más. Pero lo que no se debe hacer es creer que cualquiera de esas cosas pueden ser más importantes para elegirla que su pericia técnica, su vuelo narrativo, su estupendo elenco y su poderío dramático. Durante los cinco minutos de los créditos sonará Living de trincheras y seguramente mucha gente disimulará estar mirando las fotos reales de aquella época y disfrutando de Divididos mientras lo que hace en realidad es tratar de recomponerse de un filme brutal como una trompada inesperada a la boca del estómago.
Un laberinto de espejos para decir su nombre Hay que sostener un film desde el punto de vista de un niño. No significa que no se lo haya hecho antes y, dado el caso, ejemplos sobran. Los muy buenos no son tantos. En este sentido, destacar y relevar el cine de François Truffaut, con El pequeño salvaje o, más aún, con La piel dura. Situarse, entonces, a la altura de la mirada niña, que la cámara esté allí y desde allí. Evitar, para eso, la angulación en picado porque los niños, justamente, miran desde abajo y los adultos, claro, desde arriba. Para esto, por ejemplo, que el adulto se haga bajito. Que sitúe su mirar a la altura del niño. Como el tío Beto (Ernesto Alterio), tan atento a esa mirada que, por quedar debajo del punto de vista adulto, a veces se descuida. Una vez allí, lograda la horizontalidad, establecer entonces el diálogo. Es cuando ocurren los momentos más íntimos, de mayor afecto, cuando este tío (gran tío, qué bueno tener un tío como Beto) sabe cómo explicar y empatar al maní con chocolate con las minas. "¿Minas?", dice Ernesto, descubierto en su cariño de escuela. Sí, minas. Bienvenido al mundo adulto. Ahora bien, esto como elemento de color -si es que tal apreciación es permisible-. Entre otros que permiten a la historia contarse. Amenamente, cálidamente, afectivamente. Alrededor, en tanto, es otro el asunto, como si fuese un marco contenedor que, se sabe, habrá de ahogar este reparo de luz. Un mundo mayor para este submundo de niñez. Folletería, puertas trampa, municiones por maníes, armas por juguetes, nombres falsos, gobierno de facto. El contexto inmediato es el de la contraofensiva montonera, con los padres de Ernesto como brazo activo, al servicio de la patria, vivando consignas tales como "Perón o muerte". Amigos caídos, tragos de vino para el recuerdo, lágrimas contenidas, y una misión que cumplir. Aún cuando -¿necesariamente?- devenga en alienación. Todo esto, tal como se apuntara, siempre desde el punto de vista del niño, testigo que mira, escucha, hilvana, no comprende, sí comprende, y se enamora. Casi como si fuese el país a través del espejo ("¿Quién sabe Alicia este país...?"), para una vez allí celebrar entonces la fiesta del no cumpleaños: cualquier otro día menos el que debe ser, acorde entonces con el nombre de fantasía que esconda al Juan de verdad, elección de madre peronista y también predestinación paradójica: Juan es bíblico, Juan es Perón, pero Juan es -antes que todo eso y cualquiera otra cosa- el nombre del niño. Pero, para poder decirse, y por esto pensarse a sí mismo, Ernesto habrá de transitar un laberinto que, dada la misma puesta en escena, será vidriado, será espejado. Imágenes idénticas, repartidas, multiplicadas, hasta alcanzar la unidad última, justa, necesaria. Allí cuando Ernesto pueda, por fin, decir su nombre propio. Luego, claro, la historia será otra. Qué importante, por eso, poder decirse. Allí cuando la palabra se asume como propia, como conciencia de sí. Como protagonista de lo que devendrá. Tan importante, por ello, es la mirada -adulta, ahora sí- que propone Benjamín Avila en Infancia clandestina.
La identidad entre la realidad y la apariencia “Infancia clandestina” logra su cometido al exponer de manera efectiva una cruenta etapa de la militancia revolucionaria a través de los ojos de un niño inmerso en esas terribles vicisitudes. Seleccionada para participar por la Argentina en la nominación de los títulos que la Academia de Hollywood disponga en la carrera al Oscar como mejor película extranjera, Infancia clandestina parece gozar del predicamento que acompaña este tipo de “certificaciones” entre espectadores propios y ajenos que entienden de este modo cierto tipo de legitimación. Es decir, aun los que no conocen con exactitud el fragmento de historia que el film de Benjamín Ávila (Nietos, identidad y memoria) refleja en Infancia clandestina, su primer largometraje de ficción, la creen poseedora de suficientes méritos como para ser vista. Y esto no está nada mal para espectadores acostumbrados al cine de “éxito”, al cine que responde a gustos estandarizados y dirigidos. Sobre todo porque el film de Ávila muestra una historia arraigada en la experiencia guerrillera de uno de los grupos armados argentinos que promovían el cambio revolucionario, Montoneros, en una de sus instancias más críticas y todavía deudora de análisis más profundos: la llamada contraofensiva montonera, emanada de la cúpula de la organización, que implicó enviar a la muerte a una impresionante cantidad de militantes al hacerlos regresar del exterior a una Argentina donde reinaba el terror impuesto por el poder militar. Ávila, quien es hijo de militantes envueltos en esa escalada, decidió narrar una parte de esa historia –tema que no fue abordado antes por el cine nacional, y mucho menos desde la ficción– en la que él mismo, siendo un niño, estuvo involucrado. Y lo hizo con suficiencia, en un formato narrativo semejante a un trhiller y con todas las prerrogativas de un relato que realza las formas de la acción en el intento de exponer los hechos en toda su crudeza, casi la visión de una maquinaria puesta a funcionar de un modo impiadoso y más ligada a un destino que hace caso omiso de las criaturas que se mueven en su interior. Para ello, eligió como punto de vista la mirada y los sentimientos de un niño –vagamente él mismo, como lo explicó en algunas entrevistas– que vive esa experiencia traumática como un despertar en un mundo lleno de inequidades y situaciones injustas que cambiarán su vida para siempre. En la entrega planteada en gran parte del relato, en esa amenaza agazapada, el niño se mueve entre las ilusiones y el vértigo. Tal vez la mirada de Juan, el niño, que en la clandestinidad a la que está obligado adoptará el nombre de Ernesto –en alusión al Che–, sea un acierto en una propuesta de estas características; representa de algún modo la posibilidad de correrse de ese orden nocivo que esa pesadilla implicaba para ver con ojos de asombro, de ternura, de recelo, de confianza y desconfianza a la vez; en la intriga planteada en gran parte de los planos, en esa amenaza agazapada, el niño se mueve entre las ilusiones y el vértigo, y el hecho de la imposibilidad de discernir de los militantes en el carácter casi “suicida” de esas acciones revolucionarias –ese mandato inevitable de la “lucha total” en territorio enemigo– se revela en su máxima exacerbación como una maquinación perversamente orquestada. No hay, en Infancia clandestina, interpretación de esos hechos –ni tendría que haberlos necesariamente– sino exposición pura y dura de las acciones con las que Montoneros entendía una resistencia a la dictadura que aniquilaba desde hacía tres años a sus militantes. Y esto, hay que decirlo, sume al espectador en una encrucijada, la de pensar en la complejísima situación que esos militantes padres sostenían con sus hijos –la mayoría de ellos pequeños–, una relación sustentada en la verdad –Juan conoce buena parte de lo concerniente al rol de combatientes de su padres, a su misión– pero sumamente injusta para los niños, expuestos como estaban a la masacre. La luz, en ese mundo sensible de Juan-Ernesto, vendrá con la figura de María, una niña de la que se enamora y a partir de lo cual, en el promisorio y a la vez trunco despertar de esa relación, comprenderá las incongruencias que en la realidad tiene la fantasía con que todo niño se inviste, particularmente la de este niño, para quien los hechos y el encadenamiento de las acciones, la razón de lo visible, pone en evidencia el límite para su vida, hasta ese momento privada de su verdadera identidad por imperio de las circunstancias. Al final, sólo al final, cuando ya el niño se quede sin nadie, volverá a ser Juan. Con una estructura narrativa convencional pero rítmica, valiéndose de logradas animaciones para ciertos pasajes, actuaciones intensas y medidas, y un sentido del montaje lúdico, Infancia clandestina es entonces un film que muchos espectadores disfrutarán, pero su mayor acierto está en fijar la mirada en un momento de esa singular topografía de las acciones y emociones de esa parte de la violenta historia argentina con todo lo de contradictorio que conllevan, y ejercer una suerte de comprensión positiva, sin desengaños ni remarcada tristeza, en todo caso buscando evidenciar la catástrofe como una de las posibilidades de la utopía.
Los unos, los otros y los niños Esta película viene acompañada de muchas expectativas por haber sido designada (no sin polémica) para representarnos por el Oscar a mejor película extranjera; por contar con el respaldo del productor Luis Puenzo (“La historia oficial”) y por la proyección autobiográfica del joven director Benjamín Ávila, quien pasó por situaciones parecidas a las que se relatan. “Infancia clandestina” reconstruye la vida de un niño cuyos padres son militantes montoneros que regresan del exilio para una contraofensiva en la Argentina militarizada de 1979. El niño debe adoptar otra identidad sin dejar de hacer amigos, estudiar y hasta enamorarse, algo peligroso desde la perspectiva de los padres pero avalado por su adorado y entrañable tío Beto (Alterio hijo) quien (como en la conocida parábola de Bertoldt Brecht) no ve la revolución como una lista interminable de obediencias y obligaciones sino como una actitud que deja espacio al placer y el disfrute de la vida. La película es muy realista, pero para narrar las escenas más violentas apela a la utilización de secuencias de dibujos, las excelentes caricaturas de Andi Rivas, con voces y sonidos en off. En lo concreto este recurso atempera el dramatismo, desplazando parte de su peso sobre la historia afectiva del protagonista: el cruce de la infancia a la adolescencia, el primer amor, el primer beso y el primer quiebre de la obediencia a sus padres. Desde lo narrativo, las escenas se ven siempre desde la mirada del protagonista (como en “La prima Angélica” de Saura que narra la infancia bajo la sombra del franquismo): no hay ninguna secuencia que el niño no pudiera presenciar de algún modo. El film puede observarse desde afuera como el recuerdo traumático de un error histórico. Puede comprenderse desde adentro, como el recuerdo melancólico de un tiempo de ideales que justificaban el sacrificio y el combate. Y puede sentirse como la mirada de un niño más cerca del amor que del odio y la violencia. El director pone en pantalla las contradicciones y la sensibilidad de una generación que estaba autoconvencida de cambiar el mundo y reproduce un retrato de época para entender en su reconstrucción de momentos íntimos personales el contexto de un país con un proyecto que no pudo ser. Discépolo vs. Divididos Hay algo de “La vida es bella” en el enmascaramiento del horror, incorporándolo a la anécdota como un juego de bandos contrarios, aunque el niño sepa que las cajitas de maní con chocolate no contienen golosinas sino balas y que hay dinero oculto para solventar esa actividad no del todo comprendida en su mirada inocente. Más allá de las lecturas ideológicas que pueden generar debates interminables, la ternura y el drama conviven con una emoción que atraviesa toda la película y sobresale particularmente en dos escenas memorables: la discusión visceral de la madre militante, interpretada por Natalia Oreiro y la abuela (estupenda Cristina Banegas). Ambas confrontan allí sus posturas diferentes sobre la exposición de los niños en la lucha armada. El otro momento es cuando la joven madre entona “Sueño de juventud”, el vals de Discépolo que evoca un mundo lejano y perdido, pero que promete seguir iluminando cuando se lo evoque desde el presente. No siempre el nivel del guión es parejo, hay también algunas metáforas demasiado obvias o edulcoradas y diálogos que hubiesen dado para más. En los créditos finales, el tema “Living de trincheras” (Divididos) irrumpe con potencia y suma actualidad. Las dos estéticas y ritmos diferentes más destacados de la banda sonora sintetizan sentimientos y sensaciones complementarias que devienen de la película: nostalgia y rebeldía, pasado y presente, suavidad y estrépito, conviviendo para revivir el trago amargo de esas heridas de la historia cercana aún sin cerrar.
Infancia Clandestina, la inocencia intervenida La ópera prima de Benjamín Ávila hace eje en la mirada y consigue momentos notables, porque seguir narrando aquella época continua siendo representar lo inefable. por Teresa Gatto Hace mucho tiempo un amigo me dijo: "En esa época lo más terrible fue escondernos con Mariano, nos fuimos a Córdoba" Yo, no pude menos que pensar en cómo había sido para ese niño aquel momento en que, clandestino como sus padres, debía transitar una infancia otra, tan encubierta y a la vez inminente. Tal vez ese recuerdo me impidió escribir hasta hoy. Ese otro niño se me aparecía con su propia mirada, ya adulto hoy. Un niño puede ser todos los niños. Pero esta Infancia Clandestina es una ficción y de las mejores que se han hecho sobre el tema. Aquí Juan, en un descubrimiento sumamente valioso para la pantalla grande, interpretado por Teo Gutiérrez Romero, regresa junto a sus padres a lo que se llamó la Contraofensiva, cuando la militancia montonera intentó arremeter para realizar su utopía durante el año 1979, Cambiar el nombre, el modo de hablar, su documento, es cambiar su modo de ver el mundo y ese mundo es un cosmos inconmensurable de contradicción para un preadolescente en la dictadura más nefasta de todos los tiempos en Argentina, los militares genocidas asesinaban a mansalva y diezmaban al país de una generación y de sus recursos. Enfrentar la adolescencia siempre es una contrariedad, plantarse frente a ese istmo entre los juguetes y los amores siendo el hijo de dos militantes montoneros que regresan de Cuba, es una odisea personal que Benjamín Ávila lleva a la pantalla con producción de Luis Puenzo de un modo infrecuente en términos de calidad visual y técnica, al que se suman actuaciones de enorme potencia en las que nadie desentona sino que retroalimenta las buenas performances del resto del elenco. Así el papá de Juan, encarnado por César Troncoso, como Horacio, que parece transpolado desde los 70´por su organicidad, asume el rol del padre con esa severidad que la época requiere y se la transfiere a su rol. Natalia Oreiro es Cristina y como la mamá, aporta esa dualidad que las madres de esa y muchas otras épocas debimos tener: ser capaces de la ternura, el abrazo y también las armas. Como decía aquel personaje de Los Rubios (Albertina Carri, 2003) "los chicos y los fierros, todo junto". Así de heterogéneo es el estar en el mundo de la militancia y la revolución. Ernesto Alterio, como el tío Beto, es el pivote que permite que Juan relaje un poco, ya que su edad y el lazo, tío y menor que su padre, le permiten la complicidad que la resistencia no tiene un segundo para asumir. Cristina Banegas, dueña siempre de una potencia escénica inusual juega una escena memorable y absolutamente ilustrativa de lo poco que importan los parentescos (es la abuela de Juan) cuando la vida está en juego, cuando la vida de los adultos y los infantes es clandestina y además no se está de acuerdo con que un nieto se llame Juan por J. D. Perón y que cuando debe cambiar la identidad se llame Ernesto, por el Che Guevara. La participación de Violeta Palukas, la niña que se adueña del corazón de Juan y lo hace como si ya hubiera filmado diez filmes y debuta como Teo Gutiérrez Romero, impone una bisagra ya que ante el deseo es más difícil acatar consignas y cuidar a su hermanita bebé. Los sueños de Juan/Ernesto, son como el mecanismo de una olla a presión que le permiten liberar la tensión y el deseo y a la vez entregan metáforas plenas de belleza porque hay que decir que Benjamín Ávila no apela al golpe bajo en ningún caso. Bajo es el estado de cosas de la Argentina de esa época, despreciable es el genocidio se acuerde o no con la ideología revolucionaria de esa etapa. Por ello, el director nos entrega animaciones que logran re-presentar determinadas cuestiones que puestas a filmar serían arduas y durísimas. Completa el excelente trabajo una gran banda de sonido que no manipula pero si acompaña la emoción y hace más empático el vínculo entre el receptor y el filme. Enormes actuaciones, una factura técnica inusual en sonido e imagen hacen de Infancia Clandestina una película que intentará llegar a la terna de los Oscar pero que antes llegó a las conciencias colectivas de todos los que pasamos por el cine y nos dejó la mirada de un niño con su adolescencia intervenida por algo más que una idea.
Infancia Clandestina, la ópera prima de Benjamín Ávila camino al Oscar Existen numerosas películas que han intentado relatar distintos puntos de vistas sobre la época del proceso militar argentino. En el caso particular de Infancia Clandestina (2011) presenta un punto de vista atento y singular sobre dicha época. La opera prima de Benjamín Ávila de cierta forma autorreferencial, cuenta la historia de una familia de militantes montoneros que regresa de Cuba a Buenos Aires en 1979 para lanzarse en la denominada “Contraofensiva Montonera”, contado desde el punto de vista de un preadolescente bastante maduro por su corta edad llamado Juan alias Ernesto (Teo Gutiérrez Romero). Desde el inicio del film y a través del uso del formato de la animación casi novelística gráfica, cuenta los motivos por el cual la familia compuesta por Cristina alias Charo (Natalia Oreiro), Horacio alias Daniel (Cesar Troncoso) y su hijo Juan alias Ernesto tuvieron que exiliarse a Cuba en 1975, luego de sufrir un ataque en la puerta de su casa. Pasan 4 años y deciden regresar a la Argentina tomando la identidad de otras personas para lanzarse de lleno a la ya mencionada “Contraofensiva Montonera”. Infancia Clandestina es la película que representará a la Argentina como precandidata a los Oscar 2013 en la categoría de Mejor Película Extranjera. Una decisión acertada por mi parte, ya que reúne cuatro factores imprescindibles para su valor fílmico: Estéticamente la película es interesantemente lograda ya que propone diversos métodos para narrar un relato, y se nota que existe una propuesta estética en su concepción del diseño de imagen y sonido. Por ejemplo, el ya mencionado uso de la animación, que en el caso de este film se utiliza como recurso para retratar los momentos más violentos y tensos; y en vez de ser gráficos que fácilmente puede caer en cierta banalidad amarillista, los sucesos mas violentos son contados como una novela gráfica o comic. Al espectador le sugiere una sensación de incertidumbre aún mayor resultando en una violencia psicológica aun más atroz. Por otro lado, el uso de la cámara es siempre omnipresente: no abusa de planos generales, sino que utiliza en la mayoría planos cercanos y encuadres reducidos, y eso genera al espectador como si la cámara funcionase como testigo invisible de las acciones dramáticas. Se nota en cada detalle de plano; que la cámara suma una resignificación más al cuadro. La lente funciona como otro punto de referencia de la historia. La sensación de que la película es basada en hechos reales se nota en cada encuadre con su tono sobrio, hasta intimista en todo momento. La cámara no intenta desviar la atención de la escena y obliga al espectador a acompañar al personaje de Juan alias Ernesto. Por otro lado la fotografía a cargo de Iván Gierasinchuk es interesante ya que decide realzar muchas escenas dramáticas con un destello de una pequeña luz verde, dándole una estética visual particular a la cinta. También hay una pronunciada utilización de la elipsis para marcar los pasajes de tiempo siendo acompañado por la banda musical diegética a veces on-screen u off-screen. Por ejemplo; cuando Natalia Oreiro canta “Sueños de Juventud” del gran Enrique Santos Discépolo y relata la secuencia de imágenes de una manera muy tierna la dinámica de la vida familiar de Juan/Ernesto y sus amigos. La dirección de actores es sublime; no hay nada forzado o sobreactuado como generalmente sucede en la mayoría de las películas argentinas. Las actuaciones por parte de los ya mencionados y especialmente por parte Ernesto Alterio, hijo del gran Héctor Alterio (La Historia Oficial) al personificar al Tío Beto es una grata sorpresa. El personaje es el más entretenido de los demás; un personaje complejo para realizar ya que el actor debe transmitir ternura, idealismo y militancia política en todo momento. Es el personaje que sirve como balance en una familia atormentada por el eminente peligro de ser descubiertos, como así también el personaje que reúne a los padres de Juan/Ernesto con su abuela Amalia (Cristina Benegas) quién teme en todo momento por la vida de sus nietos y que no apoya las ideas políticas de su hija y su nuero. Por otro lado, el Tío Beto enseña cómo ser hombre a Juan/Ernesto y también cómo debe protegerse de terceros para no ser atrapado. Le enseña cuándo debe su sobrino pelear por un ideal y cuando mejor no actuar para no quedar indefenso ante una sociedad cómplice del proceso. Lo más hermoso del personaje de Ernesto Alterio es que es el único de la familia que intenta proteger la infancia de su sobrino; al recordar que es un niño y que como tal debe experimentar como cualquier niño el juego, el amor, los cumpleaños, cualquier cosa que no empañe su inocencia. Políticamente la película es representativa de los intereses del gobierno argentino de recuperar la memoria de la historia más oscura de la Argentina. Es importante remarcar que una de las luchas más acertadas por parte del gobierno actual fue recuperar por ejemplo el ESMA como espacio de memoria en el año 2004 durante el gobierno del fallecido presidente Dr. Néstor Kirchner y por otro lado su lucha continua por la defensa de derechos humanos y los juicios masivos de crímenes de lesa humanidad por parte de la actual presidenta Dra. Cristina Fernández de Kirchner. Por último, tener al premiado director de La Historia Oficial (1985) -Luis Puenzo, quién ganó el primer Oscar para la Argentina- como productor del film le da un crédito mayor para los circuitos internacionales y específicamente para el estadounidense un voto de confianza para que tenga concretas oportunidades en ser votada y seleccionada como candidata a Mejor Película Extranjera el próximo 10 de enero de 2013. Quisiera destacar que tuve la oportunidad de entrevistar a Benjamín Ávila, y lo que rescato más de nuestra charla fue que me encontré con un realizador muy agradecido por sus pares por el reconocimiento que le dieron al film; por el compromiso de sus actores hacia él, hacia su opera prima; dónde reivindica el registro actoral de Ernesto Alterio en la miniserie Vientos de Agua (2006 – Juan José Campanella) y de Natalia Oreiro por su trabajo en la película Francia (2009 – Adrián Caetano). Ávila me explicó que aunque estén “corridos de su tono habitual”, el despliegue actoral de ambos en su película resulta de un gran compromiso, sea por sus historias personales pero también por sus trabajos anteriores como así me lo recuerda ejemplificando una nota de Oreiro al afirmar que “la película la modificó completamente y ya no va a ser la misma que era antes de hacerla”. Por otro lado, Avila contó que viene “estructurando el guión de Infancia Clandestina desde 1995 y haciendo revisiones a partir del 2005. Luego de su documental Nietos (Identidad y Memorial – 2004) e Infancia Clandestina, su próximo proyecto sería una miniserie al cual se encuentra actualmente adaptando la novela que recorrería 30 años desde otro punto de vista sobre la temática.”
ME DICEN ERNESTO, ME LLAMO JUAN Y ME RECORDARÁN COMO OSCAR Infancia Clandestina es un caso clínico perfecto para reflexionar sobre la dictadura del cine de dictadura. Temática sagrada. La ambición cultural de Benjamín Ávila revela una inteligencia maligna: la década del 70 sufrida por un hijo de guerrilleros, que encima es él mismo. ¿Quién se atreve a cuestionar esto? Perspectiva tan valiosa que se exportó a Hollywood. En absoluto es una película suprema. Su cajón estético es la mediocridad, aunque sin resaltar la amargura del término. Al contrario, Infancia Clandestina propone reivindicar lo mediocre como parche armonioso.
Vidas (familiares) militantes (bajo fuego) Esta primera película de Benjamín Ávila –quien en 2004 realizó el documental Nietos (Identidad y memoria)–, donde trabajan Natalia Oreiro, Ernesto Alterio, César Troncoso, Cristina Banegas y Teo Gutiérrez Moreno, desarrolla su acción en el año 1979, en Argentina, en el marco de lo que se conoció como “la contraofensiva” de Montoneros (el regreso de los/as exiliados/as para combatir a la dictadura militar). Allí, en ese durísimo –por decir lo menos– contexto, se narra la vida de Juan, de 11 o 12 años, que deberá ocultarse bajo otra identidad: la de “Ernesto”, para ir al colegio, tener compañeros… y hasta buscar un amor. El mismo director en diversos reportajes explicó sus intenciones: “Que en primer plano estuviera la historia que se cuenta, una historia de amor, de niños, en ese contexto y con esa familia”. En este sentido, Infancia… se mete en la piel de un niño en tránsito a la adolescencia, y hasta puede emparentarse con otras películas que hablan de la dictadura desde ángulos (y protagonistas) muy particulares, como Andrés no quiere dormir la siesta o Los rubios, de Albertina Carri. (En el caso de Los rubios, además de compartir cierta “esencia” temática con Infancia…, ya que desarrolla lo documental, lo biográfico y lo autobiográfico no sólo como un recuperación de la militancia de sus familiares sino como una suerte de “exorcismo” o catarsis, ambas apelan también a formas y dinámicas narrativas “poco convencionales”: Carri con los muñecos Playmovil; Avila con las animaciones dibujadas. Son “recursos” que ayudan a “cortar” o “aliviar” la tensión dramática que impregna –obviamente– toda la atmósfera recreada…) Al mismo tiempo, se puede decir que hay un rescate u homenaje a la militancia de los setenta, donde la mirada está puesta “más allá de la política” –de las particularidades que tuvo esta política de Montoneros entonces–, y se destaca la dimensión humana de la militancia: la felicidad, el compañerismo, la fidelidad a un ideal (como ya se dijo: al objetivo de luchar contra la dictadura). Al respecto planteó el director: “Mostramos la familia compartiendo lo que era realmente la vida de los militantes. Se ha perdido un poco la dimensión de lo que significa militar. Se ha asociado la militancia a la muerte, como que si militabas te mataban. Eso se ha construido mucho. Y en realidad si militabas era que vivías un montón, tenías un estado de vitalidad muy alto. Eso es lo que quisimos rescatar”. Hay que señalar también que, pese a las intenciones del Ávila (que ya sabía que la política y la historia estarían igualmente “omnipresentes”), hay referencias políticas, pero equivocadas: ya que las placas en la introducción dicen, por ejemplo, que “tras la muerte de Perón, comenzaron a actuar bandas paramilitares”, cuando no fue así. Como es público, la Triple A, formación parapolicial y paramilitar, comenzó a actuar antes, y el propio Perón la pergeñó cuando todavía estaba en España, aludiendo a la necesidad de un “somatén”, en referencia al grupo paramilitar que, a comienzos del siglo XX, asesinaba en Cataluña a obreros y luchadores anarquistas. Como botón de muestra, está el brutal ataque conocido como “la masacre de Pacheco”: el ataque, en mayo de 1974, a un local del PST, donde tres militantes terminarán muertos. Perón ante esto dijo a la prensa: “Sé que ustedes han llegado en un momento en que acaba de producirse un hecho muy desagradable, que tres muchachos han sido asesinados por otro grupo. Son grupos antagónicos, que pelean entre ellos en vez de discutir y acordar, pero eso pasa en todas partes del mundo...” (El Cronista Comercial, 5/6/74). Entonces, más allá de la misión política que se propuso Montoneros, una visión a todas luces errada (y que acá no es objeto discutir1), Infancia clandestina es una película que atrapa, que sensibiliza y expresa a una generación “sufriente”: la que padeció las barbaries de la dictadura 1976-82. Resta agregar que el papel protagónico –además de otros logrados personajes, como los de Alterio o Banegas– es muy bien interpretado por Teo Gutiérrez Moreno; quien, por un reportaje, sabemos que, además de participar como vicedelegado de su colegio en lucha (y tomado), tiene en su habitación un dibujo de León Trotsky. 1 Análisis y conclusiones de “los ‘70” del PTS se encuentran expresados en diversos trabajos de compañeros y compañeras, como el libro de Ruth Werner y Facundo Aguirre Insurgencia obrera en la Argentina, 1969-1976 y el artículo de Christian Castillo “Elementos para un ‘cuarto relato’ sobre el proceso revolucionario de los ‘70 y la dictadura militar” (revista Lucha de clases N° 4); también en Esma. Memorias de la resistencia (realizado por Tv PTS, el CeProDH y la Asociación Ex Detenidos y Desaparecidos, y en Memoria para reincidentes, por ejemplo.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.
Militancia e Inocencia Benjamín Avila llega al largo como debutante, eligiendo narrar la historia de un chico de 12 años, a través de su mirada, en la Argentina de los años de plomo, viviendo con sus padres militantes Montoneros casi en otro mundo paralelo, el de la clandestinidad, la cual llega con otros nombres, pero siempre con un permanente estado de incertidumbre, a que las fuerzas avasallen su escondite y llegue el fin de todo. En tanto el protagonista, qué es el chico sin dudas, empieza en su nueva escuela, donde descubrirá la atracción del primer amor, esto en el guión está presentado notablemente, siendo uno de los valores mayores del filme, y que a la vez surge en una realidad paralela como la "otra clandestinidad inocente". Los padres están encarnados por una correcta Natalia Oreiro y un estupendo César Troncoso, actor uruguayo de "El baño del Papa", "XXY", "Matar a todos", entre otras. Hay un tío que viene a ser como el familiar adorado por el chico y se constituye como el "romántico" de la historia a cargo de Ernesto Alterio. Un guión llevado con seriedad, bien desarrollado, realista, que conforma un muy buen título para nuestro cine, y que trae el plus cantado de "Sueños de juventud", aquél vals inmortalizado por Gardel, cantando en simple por la Oreiro y que es más que un simbolismo.
Una cuestión de ideologías El estreno de Infancia clandestina en Bahía Blanca coincide con su nominación para representar a nuestro país en la competencia por el premio Oscar de la Academia de Hollywood a la mejor película extranjera. No se conocen los fundamentos de nuestra Academia, que decidió privilegiar este filme en lugar de Elefante blanco , de Pablo Trapero, que es muy superior. Quizás porque ofrece una imagen menos miserabilista, pues no hay villas miserias, ni drogas, ni curas villeros, y en cambio sí Montoneros. En febrero de 1979 los responsables de la organización Montoneros estacionados en Cuba o Europa, decidieron lanzar la operación "Contraofensiva" para enfrentar a los militares. "Una fuga hacia delante" como la calificó Juan Gasparini en Montoneros. Final de cuentas , que significó el exterminio de varias centenas de militantes reclutados de la colonia exiliar. Algunos se animaron a venir al país con sus hijos. Entre ellos estaban, supuestamente, los protagonistas de Infancia clandestina , un filme que tendría mucho de autobiográfico. Los personajes llegan procedentes de Cuba con pasaportes falsos. Así Daniel se llama Horacio, Charo es Cristina y Juan (por Perón) es Ernesto (por el Che Guevara). También hay una niña de menos de un año, cuyo nombre no interesa, aunque su presencia es importante. Y está Beto, hermano de Horacio, interpretado por Alterio, el personaje más carismático y, en cierta medida, coherente, que construye con Ernesto una cálida relación de complicidad. El grupo se aloja en una casa camuflada como distribuidora de maní con chocolate. Por supuesto que no todas las cajas que transportan contienen ese producto. La teoría del cine reconoce tres puntos de vista: el focal (de la cámara), el narrativo (desde qué personaje se cuenta la historia) y el ideológico. En este caso interesan los dos últimos. La historia está narrada desde la óptica de Ernesto, apodado "cordobés", que tiene once años y va a la escuela con identidad falsa y una historia familiar inventada. Inclusive le han modificado su fecha de nacimiento. En la escuela se enamora de María. La mayor parte del relato se ocupa de Ernesto. La cuestión ideológica opera casi siempre de telón de fondo o como una presencia ominosa que desestabiliza emocionalmente a Ernesto. Para el director (¿Ernesto?), los Montoneros no son héroes y la razón de esto la expone en las tres últimas secuencias. Tampoco profundiza la cuestión de la "contraofensiva" y la responsabilidad de los jefes guerrilleros en el sacrificio de sus miembros, mientras ellos lograban sustraerse a la represión "atrincherándose en el exterior", según la expresión de Gasparini. Además, Benjamín Avila elude mostrar las acciones de la represión y los enfrentamientos armados mediante los recursos --más fáciles y menos onerosos-- de la elipsis, el "fuera de campo" (alusiones verbales) y los dibujos animados. El cine es un medio de expresión que permite recuperar la memoria histórica. En ese sentido, Infancia clandestina se suma a la lista de películas que lo intentaron previamente, como La historia oficial (1985), Garage Olimpo (1999), Crónica de una fuga (2006); y Nietos, identidad y memoria (2004), del propio Avila. En el caso de esta historia, Ernesto recupera su identidad en la última escena y de manera dramática. Una escena de antología. Es destacable la factura técnica de la película, a pesar de la tendencia del director de alargar algunas escenas o secuencias innecesariamente. También son correctas las actuaciones de Natalia Oreiro (Charo/Cristina), Alterio (Beto) y Teo Gutiérrez Moreno (Juan/Ernesto).
La dimensión íntima Como tantas veces en su existencia, el cine ha comenzado a alumbrar los costados oscuros de nuestra historia: la militancia política en organizaciones de izquierda durante los años ´70 y ´80 se ha convertido este año en tema de exploración predilecto del cine nacional, particularmente el cordobés. Ya a principios de 2012 se estrenó Cuentas del Alma, de Mario Bomheker, que hace foco en el testimonio de una emblemática guerrillera argentina que, a tantos años vista, revisa críticamente su militancia en el ERP. Y esta semana confluyen dos películas que también aspiran a explorar un tema considerado tabú en la política nacional, acaso por estar demasiada maniatada aún por la antinomia kirchnerismo-antikirchnerismo, sin dudas la disputa que definirá el modo en que se leerán los acontecimientos en los años venideros. En las sociedades modernas, el poder no se encuentra meramente cristalizado en las instituciones públicas o los núcleos ocultos de lobby político-económico, sino que se define en la interpretación de los acontecimientos: si el manierismo se impone en la disputa mediática por el sentido, clausurando ángulos de discusión, el cine puede liberar la mirada y oxigenar los debates, aún cuando lo acechen los mismos fantasmas (pero por su propia naturaleza dual -ser una mirada pero también una ventana al mundo- el cine posibilita mayor libertad interpretativa, ya que la primacía de la imagen permite introducir el azar e incluso trascender las cargas ideológicas que arrastran las palabras). Ocurre también que esa inquisición del pasado suele surgir de una auténtica voluntad por comprenderlo, acaso porque la misma identidad de los directores está en juego. Al menos así ocurre con Teresa Arredondo, realizadora que en Sibila interpela su propio pasado familiar para entender un agujero negro en su historia: la militancia de su tía Sybila en Sendero Luminoso, y su ausencia desde que fuera atrapada y condenada a 15 años de prisión. Esposa (y viuda) del famoso escritor peruano José María Arguedas, Sybila se convirtió en un caso emblemático de la supuesta “restauración” democrática de Alberto Fujimori en Perú: las primeras imágenes del documental así lo atestiguan, con insertos de noticieros que registraron su liberación en 2002, y luego con los registros de los diarios que siguieron su derrotero. Coherentemente, el acercamiento que propone Arredondo será subjetivo, y comenzará por cuestionar a su entorno más próximo siempre desde fuera de campo, interrogando a su padre, madre, abuela e hijos de Sybila sobre esa figura que supo alumbrar su niñez y que se convirtió en una incógnita mayúscula a partir de su encierro tras un juicio sumario que no respetó las más mínimas garantías procesales. El dispositivo formal elegido también es pertinente, ya que los entrevistados son filmados con cámara en mano guiada por la propia directora, replicando de esta manera su mirada. Pero lo cierto es que ya se podrán vislumbrar aquí las complejidades que esconde la propuesta: se trata de una familia cruzada por la historia, atravesada por sus contradicciones ideológicas, que invariablemente se cuelan en la construcción que cada uno hace de la protagonista oculta del filme. Una figura se repetirá en los relatos y las preguntas, cierto reproche por las consecuencias de la militancia de Sybila en el núcleo familiar, que tendrán su desenlace cuando Teresa viaje a Francia para entrevistar a la propia protagonista, y la cuestione por su responsabilidad: será un choque de visiones, dos subjetividades históricas diferentes que revelarán sus incompatibilidades conceptuales. Sybila defenderá no sólo su militancia en Sendero Luminoso sino también al propio movimiento guerrillero, así como las consecuencias que tuvo para su familia: “Vivió intensamente la vida de su país y la vida de su familia, lo que es más honorífico”, dirá en referencia a su hija, y disputará el sentido de las palabras con que Teresa quieren describir su militancia. La conclusión no será reconfortante: “Hemos charlado de todo pero aún no puedo entenderte”, responderá la directora, aunque la película sí habrá permitido alumbrar un pasado que aún atraviesa nuestro presente. Así como también lo hace, en menor medida, Infancia clandestina, de Benjamín Avila, que reconstruye la propia historia del director en un relato ficcional sobre su infancia con padres militantes de Montoneros y su regreso a la Argentina en 1979 para participar de la Contraofensiva. El fantasma que acecha al filme de Avila (y que por momentos no sortea del todo) es otro: cierta fetichización de la militancia política, cierta idealización que el director intenta salvar a partir de la construcción de la mirada infantil de su alter ego, Juan/Ernesto (Teo Gutiérrez Moreno), testigo obligado de las actividades políticas de su padre Horacio (César Troncoso) y su madre Cristina (Natalia Oreiro) en el marco de los actos de la organización guerrillera. Sus convicciones comenzarán a cambiar cuando descubra el amor con una compañera del colegio, y entonces su vida íntima entrará en contradicción con la lucha de sus progenitores, que encima cada vez se torna más peligrosa. El filme de Avila tiene un mérito indiscutible: introducirnos en la interioridad de una figura aún tabú en el cine argentino, y hacerlo con una posición equidistante que evita la condena o la glorificación. Pero los problemas comienzan con la propuesta formal de la película, que a partir de cierta predilección por el plano detalle y la imposición del guión propone guiar la mirada y los sentidos de la narración, acotando la libertad interpretativa del espectador. Por Martín Iparraguirre
POR UN CINE-SENTIDO Y así vivir El cine creído, el cine pensado, el cine visto y el cine por ver. El cine verdad, el sin verdad. Una realidad ontológica y objetiva, una nueva e infinita subjetividad; el cine espejo, como imitación de la vida, como su copia fiel, como su autoretrato, como su más auténtica ficcionalización; el cine imposible, como un arte inabarcable, como una palabra sin sentido, como un grotesco absurdo. El cine, así nomás. Podríamos ser ambiciososo y podríamos intentar definirlo; buscarle conceptos, llenarlo de palabras, atraparlo para nunca más dejarlo ir. Podríamos y de hecho lo intentamos aunque de nada y para nada nos sirva, porque lo realmente difícil y complejo está y aparece en todo lo demás. En lo no dicho; en todo eso que no se puede decir. En la pregunta que surge acerca de su sentido y acerca de su utilidad: ¿Para qué sirve el cine? ¿Sirve en verdad? Preguntarse cómo y a través de dónde tiene que pasar su búsqueda. ¿Qué buscamos? ¿Qué se busca al hacerlo? ¿Qué se busca al mirarlo? Son preguntas que nos incluyen a todos y que se constituyen como un hecho social -como un hecho comunicacional-. Como respuestas aparecen palabras y aparecen conceptos -ética-estética-ideología-educación-entretenimiento-industria-poder-conciencia-, pero también y por supuesto, aparecen muchas más preguntas. Cada tanto, se vislumbra un sentido. Que se prende y se apaga, que pareciera estar en esa misma búsqueda. Un sentido que también está en sentir. ? Natalia Oreiro, Teo Gutiérrez Moreno y César Troncoso. La familia protagonista de Infancia Clandestina. ?"Las ideas inicialmente siempre tienen una raíz emocional, todo concepto político o social surge de una pregunta emocional de uno, que en algún momento tuvo una inquietud, algo que le pasó ante una realidad." De eso habla Benjamín Ávila al referirse a su primera película de ficción, a su Infancia Clandestina. De las ideas, pero sobre todo de las emociones. "De algún modo, la idea de la película es tocar esa raíz emocional, la que genera la idea. No la idea en si. Ayuda a ablandar, a volver a humanizar." Habla de la emoción que nos acompaña en esta historia cruda y difícil, inmersa y perdida en una época mucho más difícil aún, en donde precisamente lo ideológico era arrancado de los huesos. La década del setenta en la Argentina, la última dictadura militar. La historia de Juan, un chico que vuelve de su exilio en Cuba junto con sus padres, montoneros decididos a repatriarse y a enfrentar al enemigo en casa -casa tomada-. La historia de Ernesto, un chico que en plena entrada a la pre-adolescencia tiene que aprender a adaptarse no solo a su nuevo colegio y a sus nuevos compañeros, sino a un estado de situación político tan violento como envolvente, que impregna el aire y que lo tiñe todo, con la suciedad latente de una guerra que explota en silencio, escondida y por detrás. "Esta película lo cuenta desde lo cotidiano, como lo vivíamos nosotros. Era abrumador, no por lo terrible, sino porque era así." La historia de Ernesto y de Juan, que no son otra cosa que una misma persona: el Chango, como le dice su papá. Este pequeño protagonista (interpretado por el joven debutante, Teo Gutiérrez Moreno) en la etapa más importante para el desarrollo y la identificación social, creciendo en medio de una sociedad imposible, carente de libertades, perdida. Y si hablamos de crecimiento también hablamos de sentido, porque hablamos nada más y nada menos que de la dirección de nuestras vidas. Crecimiento que nace y que se completa en la búsqueda: la del joven protagonista por un lado, y la de su realizador, una treintena de años después, por el otro. Búsqueda que es doble, que es una continuación causal en el tiempo (las causas y las consecuencias de esas mismas causas), y que parte desde la emoción. Benjamín Ávila y su necesidad de contar y de contarse. Esta historia, su historia; su mirada, su recuerdo y su sensación; la mirada del adulto que fue niño y que ahora se mira serlo. La película como perfecta sublimación. ??Y todo esto que decimos está ahí. Está en los encuadres y está en la dirección. Está en el bosquejo perfecto que engloba el aspecto técnico de lo formal: la preponderancia de los planos cerrados, de los planos detalle, de las abstracciones y del mostrar la parte por el todo; el montaje por cortes desprolijamente precisos, con un ritmo que luce en secuencias como la del comienzo en el barco y el paso a la argentina o como en la fiesta de cumpleaños del Chango; el uso de la profundidad de campo y la importancia que cobra el enfoque y, también, por oposición, el fuera de foco -es por medio de su hábil manejo y utilización que se le da un valor claro a la mirada y que se remarca con precisión el punto de vista: es esa, más y mejor que nunca, la mirada del niño, que busca y que ve lo que otros (los adultos) no saben o no pueden ver-. ? Los ojos vendados. Un estado de situación. La abuela llegando a la casa de su familia, para el cumpleaños de su nieto. Cristina Banegas y uno de los personajes mejores logrados. Podemos claramente hablar de una idea especular que atraviesa la película, en donde implícitamente el juego de las miradas y los espejos cobra fuerza y vitalidad: el chico que mira, la cámara que lo mira mirar, y el director-protagonista (más que nunca) que se mira mirar su "realidad". Y siempre desde la emoción. Sus emociones. No cantar el himno, por no saberlo. No querer izar la bandera, por llevar "el sol de guerra". Sus recuerdos y sus sueños. Su abuela. Su tío Beto (Ernesto Alterio y los paralelismos pensados con La historia Oficial en la que actuaba su padre Héctor, que no hacía otra cosa que interpretar a un militar involucrado en la expropiación de bebés). El maní con chocolate. Los dibujos y las animaciones (Andi Rivas). La violencia y la incomprensión. El amor. La sexualidad. Las escenas oníricas que, con mayor o menor acierto, orquestan el filme (destaca el sueño que el Chango, parado frente a un inodoro al aire libre, tiene con ella, su compañera de colegio y su primer gran amor, que lo abraza y lo besa por detrás, y en donde la orina que había sido sufrimiento físico en la primer secuencia de animación -el tiroteo en la puerta de la casa-, ahora sabe ser placer y orgasmo; giro sutil e inteligente que no se da, por ejemplo, en el sueño que tiene con su tío, que se le aparece después de muerto, restándole fuerza y quitándole tensión a su desaparición, a su muerte repentina y sorpresiva, tanto para el chico como para el espectador). Todo esto dentro de una realidad tan irreal como la realidad misma. Tan absurda y tan ilógica. Una "irrealidad" extremadamente ilógica. Todo esto, y sobre todo, sus ganas sentidas y no pensadas, por escapar a otro lugar. Son muchos los temas que envuelven al filme, pero hay uno que, a nivel prensa, la caracterizó en particular. La política con sus aseveraciones, es en Infancia Clandestina un tema fundamental. Y lo valorable en mi opinión es el lugar desde el que lo político se construye, por el tipo de abordaje que la película hace y por la mirada de niño/adulto que lo hilvana todo. Porque su origen parte de lo que hablábamos antes. Porque la política llega cuando deja de ser puro mensaje y pasa a ser emoción. Sentir algo del otro. Sentir por el otro. Sentir al otro. Porque la política llega cuando el discurso se abre a la interpretación, y cuando el resultado no es otra cosa que la inclusión verdadera de todos esos discursos particulares y su puesta en acción. ???Y porque de emociones se trata es que me animo y me doy el gusto de hablar sobre una en particular, de carácter personal, que me recorrió al ver el filme: la sensación de que cuánto más cerca está, la cámara más libre es; de que es allí donde pareciera encontrar la mayor fidelidad posible, "la fidelidad siempre imposible"; y de que eso es tan así, que el hecho de que la cámara allí se quede se vuelve una necesidad casi inevitable para el provecho de la película: la necesidad de latir con los personajes, la de seguir el ritmo de los actores y no el de la estructura de un "guión". Cuando se da esta sinergia, mezcla de magia inexplicable y de trabajo profundo, es cuando la maquinaria inmensa se vuelve chiquita y cuando realmente se llega a apreciar en su totalidad, porque se naturalizan los personajes y porque las situaciones no hacen otra cosa más que fluir. Es cuando, de forma maravillosa, la emoción nos roza la piel y nos desnuda. Cuando el guión, tanto tiempo antes pensado y repensado, logra disolverse en las escenas (en el aquí y ahora del rodaje), y cuando la organización propia del cine se deja desestructurar. Es en los momentos en que la cabeza parte y se va, dejándole el lugar al sentir del que hablábamos antes -la famosa dicotomía entre pasión y razón; el famoso dilema entre usar la cabeza o usar el corazón-. Lo que pasa es lo que se siente y no lo que se piensa o lo que se pensó que iba a pasar cuando se concibió el filme, cuando se hizo el casting, cuando la familia Puenzo aceptó producir, cuando los actores ensayaron la escena, o cuando los técnicos prepararon los equipos. Y lo que se lamenta -o lo que al menos yo lamenté de Infancia Clandestina-, es que esta fluidez no sea constante y que así como bien sabe prenderse, no puede evitar apagarse y diluirse en la tipicidad narrativa, apareciendo allí las escenas innecesariamente discursivas (el momento en que el Chango le pregunta a su madre sobre el amor, en un plano cenital que los muestra a los dos desparramados en el pasto, o la secuencia de los niños en el campamento recreando la llegada de Colón al continente americano, como ejemplos exponenciales de esto que intento decir) y distanciándonos, al menos en parte, de lo verdaderamente sentido. Como si fueran necesarias las explicaciones evidentes de los personajes. Como si no bastara la mirada para poder entender. Allí pareciera estar el error. Y aquí pareciera cobrar fuerza la tesis inicial.?? ? ? "-Quiero estar con vos para siempre. -¿Me lo prometés? -Con toda mi alma." ??La sensación de que lo que vive en "verdad", es lo no dicho -la palabra que creemos siempre tan necesaria, y que no hace más que servir como elemento aditivo y decoroso, que le resta fuerza a la imaginación; siempre y cuando se trate de sentir y no de conceptualizar-. Lo que aparece después o antes de lo que se pensó hacer. Los momentos fuera de lo común, en los que la búsqueda de la mirada de Ávila encuentra no la recreación de su verdad pasada, sino su verdad actual. Su destino y su agradecimiento. Su sentido. ????En síntesis, hablemos de Infancia Clandestina como un acierto. Contar una historia tan difícil -por vivida, y revivida- no es cosa fácil, y el acierto está en poder contarla desde otro lugar, desde otro mundo y otra mirada, pura y sensata, que fue virgen en algún momento y que ahora rompe, mundanamente contaminada, con esa virginidad, revalorizándola, cubriéndola de sentido y hablando sin hablar, desde un proceso y una madurez pensados, pero sobre todo sentidos. No hace falta que la película al empezar nos diga "basada en hechos reales", porque eso ahí está, a nuestro alcance, a nuestro mirar, a nuestro sentir. Todos estos como factores importantes que se hacen notar y que están ahí en la forma del filme, que a su vez es contenido y que también, a su vez, transporta un determinado mensaje. Comunicación de formas y de contenidos que su torna válida solamente en la heterogénea interpretación. Sin conceptos. Porque lo realmente importante no es cómo nos llamemos, sino cómo queramos nosotros, hacernos llamar. "Soy Juan".
Publicada en la edición digital #3 de la revista.
Una obra de arte se aprecia por sí misma. No podes esperar que alguien te la explique, o te la cuente. Y si te la cuentan, quizás no tenga la misma contundencia… Eso tiene “Infancia Clandestina”: Contundencia. Desde el principio, al final. Y no vale que te la cuenten. Un niño puede imaginar muchas cosas. Una torta de cumpleaños con un fusil adentro. Viajes a lugares exóticos con misiones supersecretas. Una familia falsa donde siempre, pero siempre todos mueren porque sí. Un héroe que nunca vence a los malos. Un niño igual a él pero con otro nombre. Una niña que siempre se enamora del niño equivocado. Un niño puede imaginar esto y mucho más. Pero qué puede imaginar Juan, un niño para el que todo esto es su realidad. Infancia clandestina (o qué imagina un niño en la clandestinidad de una Argentina en guerra.) Si alguien se emocionó con la inocencia de “El niño pijama a rayas”, comprenderá de inmediato el relato de “Infancia Clandestina”. Con una gran diferencia, este nos pega cerca, quizás por el efecto de cercanía y por la temática tan dolorosa para nuestra Argentina. En este primer filme de Benjamín Ávila como director hay muchas cosas destacables. Y eso la hace buena. Desde las actuaciones, el relato, la fotografía, el recurso de la animación y la música. Todo se conjuga para contarnos una historia “de terror” desde la inocencia de un niño. No hay mucho que agregar cuando decimos que se trata de una historia “de terror”, y es este director quien se encarga de enmarcar los momentos más fuertes de la película en animaciones. Animaciones que impactan en la pantalla grande remarcando los momentos de tensión, y poniendo la mirada subjetiva de un nene. Un nene que tiene miedos, que está entrando en su adolescencia, que vive una vida de adulto pero que se enamora inocentemente de su primera novia. Un nene que debe entender y crecer. Pero que no deja de ser un nene. Las actuaciones son brillantes, y es otro gran acierto del director. Pero no nos olvidemos que cuenta con la producción de Luis Puenzo, ganador del Óscar por “La Historia Oficial” (1985). Así que podemos dar por descontado que algo del tema sabe. Como decíamos, Teo Gutiérrez Romero en el papel de Juan (Alias Ernesto, en homenaje al Che) es impecable. La película no le queda grande en ningún momento y todos los primeros planos transmiten inocencia. Por otra parte, otra de las grandes destacadas es Natalia Oreiro. Hermosa, como siempre, a cara lavada demuestra superación en cada nuevo filme. Una madre convencida, con ideales, con miedos y con amor. Mucho amor, y se le ve en la mirada. Sorprendente. Una mirada dramática e inocente sobre una temática dura. Una obra de arte del cine argentino que lleva el sello (y apego biográfico) de Benjamín Ávila. Al terminar la película vamos a entender que Juan sabe quien es, y de eso se trata… de la identidad. Una lucha de años, una búsqueda incesante y una película que nos hará acongojar.
Más allá de un film Cuando una producción se transforma en un trabajo sobre la cultura, la misma toma la importancia de ser nada más y nada menos que una intervención artística. “Infancia Clandestina” de Benjamín Ávila abandona la noción de mero film para tomar la instancia de lo que verdaderamente considero un arte, a saber, implicar la subjetividad de los otros. Esta película de producción nacional, es un claro ejemplo de que el ser humano se toma de la creación artística como intervención sobre un daño en lo real del cuerpo cultural. Tras treinta años de la vuelta a la democracia, encontramos esta obra de arte que trasciende en su concepción a la trama o la estética del cine, pues “Infancia Clandestina” va un poco más allá y pone de relieve cómo a través de la técnica de la imagen, la palabra y la sonoridad se pone a circular una herramienta de tramitación simbólica de una huella que ha hecho daños casi irreparables en lo real. En consonancia con esto, tomo distancia del término producción, que tiene fuerte implicancia comercial, y entiendo a este film como un proceso de elaboración que implica la búsqueda de una restitución de daños psicológicos para con aquellos que se han visto afectados por los delitos de lesa humanidad provocados por la última dictadura militar argentina. El hecho de que las escenas más traumáticas del film estén realizadas en animaciones tipo comic me hace pensar como estos acontecimientos que irrumpen contra el bienestar subjetivo quedan como estampas en el psiquismo, a modo de marcas con hierro candente y más aún en un niño que tiene que vérselas con toda una serie de atentados ante su instancia de estructuración psíquica. Insisto una vez más en darle relieve al valor cultural que tiene este film como trabajo de reelaboración psíquica en nuestra sociedad, de afirmación de nuestras identidades y resaltando la importancia del nombre propio. “Soy yo, Juan”.