Torturados y fusilados por los fascistas Luego de las maravillosas Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012), la tercera colaboración de la realizadora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal es una obra igual de intensa y poderosa que las anteriores, aunque con la salvedad de que en esta oportunidad el realismo sucio de antaño está reorientado en términos ideológicos hacia la vereda opuesta: si antes teníamos “hechos desnudos” que en cierta medida convalidaban algunas decisiones/ conductas de las fuerzas estatales de represión por el emplazamiento estratégico que ocupaban sus testaferros en los relatos (lo que dejaba entrever una inclinación a una derecha moderada), ahora en cambio nos encontramos con esa misma dialéctica implacable pero aplicada a un episodio de locura y violencia por parte de los representantes públicos, otrora los paladines de Estados Unidos en tierras lejanas y hoy martirizando al propio pueblo norteamericano (circunstancia que nos acerca a una izquierda que denuncia los múltiples atropellos estatales y sus efectos). Específicamente hablamos de un drama social con elementos de thriller seco testimonial que se propone la difícil tarea de analizar la Rebelión de Detroit de julio de 1967, una mega protesta que comenzó con el allanamiento a un local nocturno del gueto negro que estaba vendiendo bebidas alcohólicas sin licencia: la policía esperaba encontrar a pocas personas pero hallaron el lugar muy concurrido porque se estaba llevando a cabo una fiesta en honor a dos veteranos de la Guerra de Vietnam que habían vuelto a sus hogares, frente a lo cual los uniformados optaron por arrestar a todos los concurrentes inmediatamente. Pronto la indignación de los vecinos negros, sumada a la segregación general y la brutalidad de todos los días de los efectivos, funcionó como un caldo de cultivo para una serie de saqueos, incendios y disparos desde diferentes edificios que a su vez se retroalimentaron de un sinfín de masacres perpetradas a lo largo de la ciudad por la policía local, la Guardia Nacional y la policía del Estado de Michigan, con un total de 43 muertos y 1189 heridos como resultado. Ahora bien, la película de Bigelow y Boal limita aún más su esfera de acción y apunta a un acontecimiento específico, el de la tortura y el fusilamiento de negros que se alojaban en el Hotel Algiers, un caso tomado como paradigmático/ ejemplar en lo referido al catálogo de barbaridades, estupidez, ignorancia e impunidad que enarbolaron los oficiales en servicio durante esa noche en busca de un supuesto francotirador. En términos dramáticos la trama se concentra en tres personajes principales que toman la forma de los distintos sectores involucrados: primero tenemos a Larry (Algee Smith), un vocalista de rhythm and blues que ocupa el lugar de las víctimas, luego está el policía Krauss (Will Poulter), típico energúmeno fascista que dispara primero y pregunta después, y en última instancia viene Dismukes (John Boyega), un guardia de seguridad de color que hace las veces del “negro cómplice” de las capas dominantes, algo así como un esbirro bienintencionado que por acción u omisión termina convalidando el accionar de los racistas y homicidas de siempre. Por supuesto que todos coinciden en Algiers y lo que comienza con un disparo con una pistola de juguete contra los uniformados deriva en la ocupación del hotel, la tortura física y psicológica de todos los ocupantes, vejaciones de toda índole, asesinatos ficticios y reales que se encubren enseguida y la inefable connivencia de todas las fuerzas de represión involucradas, esos cobardes especialistas en mancillar a ciudadanos de a pie sólo por su color de piel, cara, apariencia o por un simple capricho/ gustito personal digno de los psicópatas. La enajenación que retrata la propuesta va mucho más allá del “estado de confusión y paranoia” de las revueltas populares contra las injusticias del gobierno y sus sicarios, porque si hay algo que resulta inobjetable de Detroit: Zona de Conflicto (Detroit, 2017) es su inteligencia y su sentido de la oportunidad -yendo al quid del clásico proceder de los oficiales, soldados y superiores- con vistas a imponerse como un opus que podría contextualizarse en cualquier otro tiempo y en cualquier otra metrópolis estadounidense. De hecho, la gloriosa ambición de la directora y compañía sobrepasa el facilismo de otros convites semejantes (basado en el detalle de que se opera sobre terreno político ganado, ya que desde la década del 90 los negros gozan de un respeto dentro del país del norte que -por ejemplo- todavía se les niega a los latinos, orientales y musulmanes), porque utiliza al racismo como un elemento más en la dinámica de la exclusión que padecen los pobres y los marginados de la ciudad, un entorno para colmo agravado por la susodicha crueldad y el desenfreno represivo habitual de las “fuerzas de control” (el caso examinado abarca más de tres cuartas partes del metraje y además incluye como protagonistas a dos burguesitas blancas a las que se acusa de prostitución de inmediato, como a los negros se los considera sospechosos y peligrosos desde el primer momento). Es decir, la discriminación racial es una condición sine qua non no obstante está tamizada por la pauperización generalizada del suburbio y el “complejo de Dios” de las autoridades públicas, dos rasgos en extremo atemporales. Con una gran actuación de Poulter como el principal homicida e instigador de la violencia en Algiers, Detroit: Zona de Conflicto es una epopeya magistral que duele en las entrañas porque no ofrece concesiones al espectador a sabiendas de que la soberbia, la brutalidad, el corporativismo, la torpeza y la impunidad son cánceres que se vienen arrastrando desde épocas lejanas y sólo necesitan de una chispa para que exploten en una avanzada verdaderamente popular, en la que indudablemente la anarquía, la destrucción y el pillaje son los más bellos vehículos -y a veces los únicos efectivos- contra los horrendos fascistas en el poder y el ciclo interminable de atrocidades de las que son responsables…
Las fuerzas del orden En el último capítulo de Mal de Ojo (Colihue, 1996), In Memoriam, del sociólogo libertario Christian Ferrer, sobre la rebelión luddita que tuvo lugar en Inglaterra en 1811, el autor señala sobre el carácter de las revueltas que “…ninguna sublevación espontánea, ninguna huelga salvaje, ningún estallido de violencia popular salta de un repollo. Lleva años de incubación, generaciones transmitiéndose una herencia de maltrato, poblaciones enteras macerando saberes de resistencia: a veces siglos enteros se vierten en un solo día. La espoleta, generalmente, la saca el adversario”. Con este párrafo se puede resumir e introducir la temática de Detroit: Zona de Conflicto (Detroit, 2017), un film que narra una represión policial en medio de una revuelta popular en una de las ciudades más importantes del estado de Michigan en el corazón de la industria automovilística norteamericana, símbolo del apogeo y el desmoronamiento de la industria pesada en Estados Unidos. El film busca un lugar entre las grandes películas sobre los derechos civiles, que tienen una gran recepción en Estados Unidos y en el mundo por su carácter simbólico y significativo, pero que también se destacan por su calidad como Misisipi en Llamas (Mississippi Burning, 1988) de Alan Parker, Malcolm X (1992) de Spike Lee o la más reciente Selma (2014) de Ava DuVernay, dando cuenta de los cambios en la jurisprudencia gracias a la militancia y la participación popular afroamericana. El último largometraje de la realizadora norteamericana Kathryn Bigelow (Strange Days, 1995) abandona así diametralmente la coyuntura que caracterizó sus últimos dos aclamados films, La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012) y Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008), pero mantiene el estilo documental y testimonial a partir de la búsqueda de la verdad sobre un episodio nunca aclarado completamente judicialmente durante los disturbios en Detroit en el año 1967, en un clima de rebelión generalizada alrededor del mundo. El film escrito por Mark Boal (In the Valley of Elah, 2007), guionista de los films de Bigelow desde Vivir al Límite (The Hurt Locker) en adelante, relata la represión policial y la tortura psicológica y física en el Hotel Algiers en Detroit durante los intentos de pacificación conjunto entre la Policía de Detroit, la Guardia Nacional y la Policía estatal de Michigan, demostrando la complicidad, la cobardía y las contradicciones entre las denominadas fuerzas del orden. El film comienza con la redada ilegal en una fiesta privada que festejaba el regreso de dos soldados afroamericanos de la Guerra de Vietnam con el pretexto de la falta de licencia para comercializar bebidas alcohólicas. La incursión orquestada por representantes comunales y policiales en un acto de corrupción micro político inicia una escalada de saqueos, incendios y enfrentamientos que tendrá en vilo a la ciudad a fines de julio de 1967 en una serie de episodios de violencia popular que se multiplicaron alrededor de todo el país en los acontecimientos conocidos como “The Long Hot Summer of 1967”, donde se registraron oficialmente ciento cincuenta y nueve rebeliones populares similares. Con un relato caleidoscópico y coral la obra sitúa de forma detallista y objetiva el contexto para reconstruir con la mayor exactitud que los testimonios, las evidencias y las pruebas del caso permitieron, una situación de violencia extrema a la que los huéspedes del hotel fueron sometidos por las fuerzas de seguridad norteamericanas. Las extraordinarias actuaciones de todo el elenco le permiten al film construir un panorama sobre la vida en medio de la rebelión, en la que se destacan un guardia de seguridad y un miembro de la banda The Dramatics por su situación contrapuesta en el episodio. La dirección visceral del opus posee una gran emotividad al borde de lo pasional debido a lo extremo de la situación pero nunca abandona el punto arquimédico dinámico y dialéctico a la vez alrededor del eje de la discriminación con el que analiza todo el asunto para denunciar la pobreza creada alrededor de esa política de exclusión social, el hacinamiento, la falta de oportunidades, la humillación, las consecuencias de la represión y los contubernios entre el poder judicial, político y policial como el objetivo de ofrecer una mirada inclemente sobre este episodio que desnuda la violencia sedimentada en la sociedad norteamericana.
En la ciudad de la furia. Kathryn Bigelow regresa al cine con Detroit, zona de conflicto, una potente película sobre el racismo, basada en hechos reales. De qué se trata Detroit, zona de conflicto Basada en los acontecimientos sucedidos en Detroit en 1967, el film inicia sin otro protagonista que la ciudad, un sitio donde gobierna el caos y la violencia. Allí convive una policía racista y un pueblo de afroamericanos que sufre la pobreza y el maltrato. Una noche, en un motel, un grupo de jóvenes se ve acorralado por la policía local, quien los acusa de atacarlos. Razones para ver Detroit, zona de conflicto Me encanta decirlo cuando pasa: esta película es todo lo que está bien en el cine. Kathryn Bigelow construye un relato que tiene todo lo necesario. Una historia potente, una cámara lúcida, unas actuaciones extraordinarias, un ritmo preciso, un tono adecuado. Bigelow habla de la violencia sin recurrir al morbo ni a excesos de ningún tipo. Tampoco cae en la trampa del sentimentalismo, el golpe bajo o a esa música melodramática que siempre está dispuesta a ordenarnos lágrimas. No, Detroit, zona de conflicto es profunda y humana, dramática, por supuesto, pero no banal. Es acertada también la elección de actores de popularidad media. Por ahí tenemos a John Boyega haciendo un excelente trabajo como un hombre que se divide entre lo que implica el color de su piel y la posibilidad de estar en un lugar de cierto poder. Will Poulter, por su parte, encarna a un policía carente de ética y guiado solo por su ferviente odio racial. También vale destacar el enorme trabajo de Algee Smith como un joven que sueña ser contratado por Motown y ve su realidad truncarse por el conflicto racial. Desde que comienza hasta que termina, Detroit, zona de conflicto es una serie de decisiones acertadas. Pasan al menos 20 minutos -o quizás más- hasta que sabemos quiénes son los protagonistas. La razón es simple: la protagonista es la ciudad. Incluso desde el sonido se trasmite este permanente estado de caos y desastre. Luego, llegan las víctimas y los victimarios. Y también llegan los Judas que no se hacen cargo. Hay que verla Con serias posibilidades de sumarse a la carrera por el Óscar -y me atrevo a decir que merecido tendría ganarlo- Detroit, zona de conflicto es una película necesaria, lúcida y sin errores. Kathryn Bigelow, la única mujer en la historia en ganar el Óscar a Mejor Dirección, vuelve a demostrar con creces su enorme talento en esta extraordinaria película. Hay que verla. Puntaje: 10/10 Título original: Detroit Duración: 143 minutos País: Estados Unidos Año: 2017
Detroit: Zona de conflicto, de Kathryn Bigelow Por Guadi Calvo Después de Vivir al límite (2008) y La noche más oscura (2012), Kathryn Bigelow vuelve a la guerra, pero esta vez deja territorios lejanos y se mete en el corazón de los Estados Unidos, narrado los sangrientos hechos producidos esa ciudad a lo largo de cinco días de julio de 1967, que dejaron 43 muertos y 7 mil detenidos (en su enorme mayoría negros), que se levantaron contra la violencia policial practicada contra esa comunidad. El hecho terminó convirtiéndose en uno de los episodios más trágicos y emblemáticos de la larga lucha de los negros por alcanzar la igualdad y el respeto en su país. El film de Bigelow se centra en el club Algiers, regenteado por negros y asaltado por la Guardia Nacional la tercera noche de los sucesos tras un incidente menor. En su interior estaban una decena de afroamericanos y dos blancos, de los cuales tres resultaron muertos y el resto fuero rescatado después de sufrir torturas y humillaciones. Más allá de las buenas intenciones, la respetada directora no logró dar con el tono del relato y tal como sucedió Con la noche más oscura, cuenta mucho y muestra poco. El relato se convirtió en una historia contada de manera engorrosa que se asemeja demasiado al pasquín y casi sin querer, minimiza los hechos reales y la lucha reivindicatoria de los ciudadanos negros, en favor de un efectismo que no le interesa más que a la ganadora del Oscar. DETROIT: ZONA DE CONFLICTO Detroit. Estados Unidos, 2017. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Elenco: John Boyega, Will Poulter, Algee Smith, Jacob Latimore, Jason Mitchell, Hannah Murray, Jack Reynor, Kaitlyn Dever, Ben O’Toole, John Krasinski. Producción: Kathryn Bigelow, Mark Boal, Matthew Budman, Megan Ellison y Colin Wilson. Distribuidora: Digicine. Duración: 143 minutos.
Historia negra Detroit es una crónica precisa y contundente de un tiempo bisagra en los EEUU: la transición en el reconocimiento de derechos básicos e igualitarios para los afro-americanos. Es una descripción dinámica, cruda y objetiva de un hecho verídico puntual ocurrido en dicho contexto. No es extraordinaria y, ciertamente, no está dentro de lo mejor de Bigelow, pero es una buena película. Lo mejor: - Las soberbias actuaciones - Es un contexto histórico que vale la pena examinar
Últimamente las películas de Bigelow vienen insistiendo en una suerte de realismo formal, que pide ser visto en algunos de sus rápidos movimientos de cámara o en zooms un tanto exagerados. Vivir al Límite (The Hurt Locker) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty) establecieron esa norma, ambas centradas también en hechos históricos identificables y altamente referenciales. Bigelow parece interesarse por realizar el trabajo de cronista, como si sus films se encargaran de hacer una cobertura, con la mayor “fidelidad” posible, de momentos o acontecimientos relevantes. A lo que se nos invita es a asistir a un determinado marco contextual y temporal, a atravesar la experiencia. Así como en La Noche más Oscura podemos vivir los momentos que circundan la cacería a Bin Laden, en Detroit asistimos a un caso de brutalidad policial en una redada que representa el corazón de las rebeliones populares de 1967 en esa ciudad. De todas formas, la estrategia no consiste solamente en una simulación de realidad (con toda su precisión aparente en la reconstrucción de época), sino que ya de entrada, la película se organiza meticulosamente con estrategias que nos van llevando a su núcleo dramático y de relato. La primera secuencia, el desalojo del bar clandestino, calca la metodología del personaje de Gene Hackman al comienzo de Contacto en Francia (William Friedkin, 1971), una obra que podría conformar el perfecto ejemplo para su tiempo de un nuevo realismo formal, siendo paradójicamente el epicentro de un cine que estaba recuperando su potencia narrativa en los años setenta. Al principio de Detroit, el detective negro primero golpea a su infiltrado en frente de todos y se lo lleva a un cuarto donde simula golpearlo más (mientras recibe su habitual información), para luego salir y poder continuar el desalojo. Se trata lógicamente de una puesta en escena y que en este caso se orienta a disciplinar. Más adelante será la principal metodología de los policías (que ahora son blancos) a lo largo del caso que la película expone. Aquel primer detective no aparece más, y en esa secuencia parece comenzar todo, tal vez venga a ocupar el lugar de caso ejemplar. Así, Detroit marca sus reglas de representación, y de tal manera continúa abordando situaciones que sacan contradicciones a la luz. En un relato donde la autoridad cuestionada es la policía (para con los ciudadanos negros), arrancamos con un detective negro implementando su mismo modus operandi. Luego se nos empareja en punto de vista con un guardia de seguridad negro que se ve obligado a ejercer funciones de mayor autoridad y fuerza durante la redada. Cerca del final, cuando es interrogado, la película produce un equívoco notorio, al mantenernos en duda acerca de los policías que lo increpan. De alguna manera, estas contradicciones afinan el panorama, aportan a la sensación de realismo, pero al mismo tiempo son sostenidas por la compleja construcción de los personajes. Los dos interrogadores se presentan como pesados y violentos. Se elabora todo un panorama de racismo exacerbado en el fuera de campo, que luego es revertido cuando entendemos que ambos interrogadores son los que llevan adelante el procesamiento de los policías racistas. Bigelow parece jugar con las contradicciones que se arman en la cabeza del espectador, como si constantemente intentara mostrar que de su relato se desprenden aristas más complejas que una mera polarización racial. Aun así, el centro temático es claro, y aparece casi como declaración ilustrada en la secuencia animada que inaugura a la película. El juego de la identificación (más precisamente, la identificación con personajes polémicos) es una constante de Bigelow que a esta altura ya se siente, por momentos, como una ingenua provocación. En todo caso, si dejamos pasar el aparente oportunismo en todo eso que el film adopta como tema (y que lo hace hasta parecer ideológicamente contrario a la cacería a Bin Laden de La Noche más Oscura), adentrarnos en la lógica de algunos personajes se vuelve reconfortante, particularmente con el cantante que termina en el coro de la iglesia. Más allá del señalamiento contextual, didáctico, y del funcionamiento “ejemplar” de algunas escenas de Detroit, se tornan más interesantes los momentos que fundamentan una lógica cultural e incluso espiritual. En ese territorio no hay lugar para la didáctica; allí encontramos solamente lo que produce el timbre de una voz, cargada ya no de datos, referencias polémicas ni juicios, sino de sentido.
Con respecto a que es verdad y no en esta película brutal, desgarradora, visceral y muy realista, sepan que: Will Poulter realiza un trabajo para el recuerdo, pero su personaje no es real, ya que tal como explica el director....
Las cicatrices de la ciudad Durante cinco días, a partir del 23 de julio de 1967, la ciudad de Detroit (Michigan) vivió uno de los más grandes y mortales disturbios de la historia de los Estados Unidos, con 43 muertos, 467 heridos, alrededor de 7.200 arrestos y la destrucción de unos 2.000 edificios. El film explica la historia de uno de los incidentes, en el Motel Algiers. Es una representación sin límites de la brutalidad policial y del racismo que impregnaba la sociedad norteamericana en la década de los 60. La película empieza con una breve introducción de animación, hecha por Jacob Lawrence, explicando La gran migración. En seguida, situándonos en la noche del 23 de julio de 1967 en Detroit. La agitada fotografía utilizada en la película para aumentar la tensión, colabora a que el espectador presencia cómo la policía acaba, con mano dura, una fiesta de regreso a casa para un veterano negro de Vietnam. Los ciudadanos de la Calle 12 también son testigos, cansados de los abusos racistas contra la población negra, y terminan revolucionándose contra las fuerzas del orden, desencadenando en los conocidos disturbios. No es la primera vez que la dirección Bigelow refresca la memoria sobre algunos de los episodios más vergonzosos de la historia de los Estados Unidos de América. La aclamada Kathryn Bigelow es la primera y única mujer en la historia que ha ganado el Óscar al mejor director y el premio del Sindicato de Directores de Estados Unidos, por la excelente En tierra hostil (2008), sobre los soldados americanos en la guerra de Iraq. Además, también dirigió La noche más oscura (2012), sobre la misión de las operaciones especiales para capturar a Osama Bin Laden. Como en estas películas comentadas, Bigelow vuelve a contar con el guión de Mark Boal, uno de los guionistas detrás de la impresionante En el valle de Elah (Paul Haggis, 2007). Este poderoso tándem se ha basado en la investigación criminal de los hechos reales ocurridos en el motel y en los recuerdos de algunos de los testigos y víctimas de los abusos. Quizás por eso, el relato, cargado de crítica, parece una dramatización selectiva. Al principio, los personajes principales emergen sólo gradualmente de un mosaico de escenas cortas, que se combinan para querer dar una idea de la magnitud de la situación. Los violentos acontecimientos arrastrarán la vida de los protagonistas. La decisión de Larry y Fred de refugiarse de los disturbios en el Motel Algiers sella su destino. Centrándose sólo en un caso de los sucedidos durante los disturbios, en el de los espeluznantes actos que realizaron los policías en el Motel Algiers, la claustrofóbica película es en realidad una historia de terror, donde el racismo sistemático es el monstruo. Queriendo reflejar lo que se siente en esa situación, el espectador será uno más de los testigos de los terribles acontecimientos. Varios miembros, tanto del ejército como de la policía estatal de Michigan, podrían haber intervenido y poner fin a esta pesadilla, pero prefirieron mirar a otro lado. El reparto es sencillamente impecable. Especial mención a los actores revelación, Jacob Latimore y Algee Smith, otorgando el anhelo de los personajes de escapar de tal horrible situación. Con la popularidad in crescendo, John Boyega interpreta a Melvin Dismukes, un guardia de seguridad que, sin quererlo, se coloca en una posición angustiosa y ambigua. Will Poulter encarna al líder del grupo de policías racistas, quienes aprovechando sus privilegios, serán los autores de los asesinatos. Dejando atrás al inocente personaje al que dio vida en El renacido (Alejandro G. Iñárritu, 2015), Poulter se acerca cada vez más a merecer, de manera clamorosa, el reconocimiento de La Academia. El film está obligado a ser polémico, sobre todo porque desgraciadamente aún está muy candente en el día a día en los Estados Unidos. Esta puede ser la razón por la que la película concluye con un poco convincente positivo final, pero el problema es crucial para los derechos civiles que aún no se ha solucionado. Si los creadores del film no fueran blancos, ¿tendría el relato la misma percepción?. Se necesitan películas como Detroit. La reflexión es obligatoria en un momento, cuando una de las futuras víctimas, dice que “ser negro es como tener una pistola apuntándote a la cara”. ¿Acaso ha cambiado algo? Ninguna de las víctimas, muerta o viva, recibió justicia. El día a día sigue en la llamada tierra de la libertad.
Kathryn Bigelow viene de darnos dos vibrantes propuestas basadas en hechos reales. “The Hurt Locker” (2008) y “Zero Dark Thirty” (2012) funcionaron a modo de relatos documentales/ periodísticos con un estilo cinematográfico innegable por parte de su autora, a quien no le tiembla el pulso a la hora de transmitir la tensión por la que atraviesan sus personajes. En esta oportunidad, “Detroit” nos ofrece un relato ambientado durante los disturbios raciales que sacudieron la ciudad del título, en el estado de Michigan, en julio de 1967. Todo comenzó con una redada de la policía en un bar nocturno sin licencia, que acabó convirtiéndose en una de las revueltas civiles más violentas la historia de los Estados Unidos. Los vecinos afroamericanos empezaron una protesta contra la brutalidad policial, producto de una segregación generalizada y un racismo latente en la sociedad norteamericana. Todo esto desembocó en una serie de saqueos, incendios y disturbios. El evento fatídico terminó con un total de 43 muertos y cientos de heridos. Bigelow decidió focalizarse en los sucesos que tuvieron lugar en el Hotel Algiers, donde la violencia de las autoridades escaló a un nivel inesperado, culminando con el fusilamiento de varios hombres negros. El relato que nos brinda Bigelow funciona más como una crónica de lo acontecido que como película en sí. Es impresionante el pulso y la tensión con la que la directora nos transmite los hechos, especialmente con el continuo uso de la cámara en mano. El problema narrativo que presenta el film pasa por la cuestión de que no termina de profundizar en ningún personaje y más que nada busca documentar lo ocurrido a nivel general (cosa que no pasó en sus cintas anteriores). Sí hay varios interlocutores, y cada uno puede presentar más o menos motivaciones que el resto, pero al no ahondar en ellos, terminan sintiéndose poco desarrollados. Larry (Algee Smith), un cantante de soul que busca un contrato con Motown records, el policía Krauss (Will Poulter), racista/fascista de gatillo fácil, y en última instancia viene Dismukes (John Boyega), un guardia de seguridad negro que busca mantenerse al márgen y hacer la vista gorda a ciertos actos de violencia para no quedar pegado, cosa que igualmente le juega en contra porque termina afectado al convalidar involuntariamente ciertos hechos. De todos estos personajes el único que tiene un mayor desarrollo es el del nefasto policía, mientras que los otros dos que deberían tener más peso por estar afectados racial y emocionalmente, se los siente desaprovechados (en especial a Boyega que es un actor que puede afrontar el desafío interpretativo). Aún así, la película presenta algunos elementos interesantes, como su elaborada realización técnica y artística. La reconstrucción de época es impecable, la fotografía es prolija y funcional, el manejo de la cámara se sitúa en un lugar privilegiado de testigo siguiendo a los personajes con una frenética cámara en mano que transmite el desenfreno y el caos. Todos estos elementos sumados a la idea de presentar un contexto histórico que vale la pena revisitar para entender un poco más a la sociedad norteamericana, hacen que la película no se vea del todo empañada por los problemas antes mencionados. Resumiendo, “Detroit” es una crónica cruda sobre una época que fue bisagra en EEUU para lograr los derechos civiles de los ciudadanos afroamericanos. Kathryn Bigelow es una directora que maneja los tiempos como nadie, haciendo que la tensión vaya en aumento hasta el punto álgido del drama. Pese a los personajes poco desarrollados, las actuaciones representan un punto alto del film. El discurso que se nos ofrece está trabajado con sumo cuidado y respeto, por la vigencia del tema y, a pesar de sus falencias, es un relato que merece la pena un visionado.
Detroit – Zona de Conflicto: Cruda y violenta tensión histórica. Vuelve a la pantalla la única mujer en ganar un Oscar a Mejor Dirección, combinando una vez más la autenticidad documental con una fuerte ficción retratando los hechos ocurridos en los disturbios de Detroit a fines de los ’60. En el clima moderno de constante puja por conseguir diversidad de voces tanto detrás como frente a la cámara, es realmente valioso tener a una directora ganadora del Oscar (la única hasta ahora) que no sea tenida en cuenta en charlas del tema por el simple hecho de ya estar establecida hace años como uno de los principales nombres en la industria. Kathryn Bigelow se separo de James Cameron el mismo año en que dirigió la ahora clásica cinta de acción Point Break, y desde entonces (pasando por un par de nominadas y ganadoras del Oscar como Zero Dark Thirty y Hurt Locker) dejo atrás el nombre de su ex-esposo, como si fuese fácil salir de la sombra de uno de los directores más importantes de la historia moderna. Lo hizo gracias a excelentes películas y un estilo propio, ya realizado en sus últimos trabajos, que gira en torno a un crudo realismo basado en hechos reales. Detroit: Zona de Conflicto no es la excepción. Eligiendo el camino de un híbrido entre ficción y documental, es un drama histórico que retrata de forma tan incomoda como necesaria la tensión racial que se vivió en la ciudad de Detroit a fines de los años 60. Dónde la violencia tomo las calles durante varios días en los que la policía y la población de color se enfrentaron constantemente en un verano en el que se registraron más de 150 disturbios. Retratar fielmente el aspecto histórico es la prioridad de una trama sin protagonista definido que desarrollara un grupo de personajes que culminaran reuniéndose en un hotel durante una larga noche que cambiara (y en algunos casos, terminara) sus vidas, cuando la policia irrumpe en búsqueda de armas de fuego tras escuchar disparos. El elenco tiene mucho más talento que renombre. Sin dudas John Boyega es un nombre que servirá para atraer algo de público desde una galaxia muy, muy lejana y aunque su papel es limitado termina realizando una correcta labor, tratándose de un personaje integral para el desarrollo de las temáticas que el film propone. Principalmente se plantea a si mismo como un punto de partida para discutir las conexiones entre el color de piel y el abuso de poder. Encarnando esto segundo esta, seguramente, la estrella de la película: el joven Will Poulter con el papel de un oficial con las dosis justas de ignorancia y odio como para reflejar no solo las luchas de ese momento sino también sentimientos todavía demasiado contemporáneos. Aparte de nombres familiares como John Krasinski (The Office), Tyler James Williams (Everybody Hates Chris) y Anthony Mackie (Falcon en el Universo Marvel) en pequeños papeles, el elenco esta compuesto en su mayoría por relativos desconocidos. Las grandes estrellas suelen necesitar mucho talento, y en algunos casos maquillaje, para entregar actuaciones realmente inmersivas o autenticas por lo que la decisión de mantener un joven elenco de bajo perfil solo ayuda al film. Especialmente con casos como el de la revelación de Algee Smith, que en el papel del líder de una banda de R&B atrapado en circunstancias extremas entrega una increíble performance que vale todo tipo de alabanzas que puedan darle. Es un personaje periférico al que los eventos terminan por cambiarle la vida definitivamente, y el desarrollo (o el viaje) de su personaje sirven prácticamente como una película dentro de esta película. Que haya afectado de forma tan fuerte e irreversible a uno de los personajes no tan centrales es importante para el mensaje del film, para retratar el impacto que tuve y tienen eventos como este. La dirección y el guion llevan de buena manera el elenco, aunque por momentos comparte sientas sensaciones negativas con el trabajo anterior de Bigelow. Como con Zero Dark Thirty (sobre el escuadrón que encontró a Bin Laden), esta la sensación de que por más bondades que traiga a la mesa la dirección, termina recurriendo demasiado a la importancia histórica más que ganándose el drama con sus escenas. Es una valiosa lección de historia enmarcada en una impecable ficción llena de tensionante drama, pero no logra trascender la combinación de estas dos facetas para terminar entregando algo verdaderamente especial. Aunque competente y relativamente ambicioso, el guion no logra capturar el peso que si le dan tanto la dirección como las actuaciones a los hechos. A pesar de que en el momento los sentidos sean atacados por el sentimentalismo de las actuaciones y la guía de la dirección y el montaje, sin la fortaleza de un guion que iguale o supere esos rendimientos terminamos con una película que no durara mucho en la cabeza de la audiencia por algo más que el shock sensorial que logra por momentos. Si viste y disfrutaste de los últimos trabajos de Kathryn Bigelow, no solo sabes lo que esta película ofrece sino que seguramente ya sepas que te va a gustar. Tiene todas las fortalezas de su directora, y a pesar de combinarlas con un buen guion y elenco no terminan de hacer un producto tan valioso como la fortaleza de su evento histórico posibilitaba. El respeto quizás le haya ganado la pulseada, condenando la cinta a una experiencia que aunque disfrutable termina solo haciéndole justicia a tantas historias que ocurrieron en ese largo verano de 1967 y que merecen ser contadas.
Uno podrá discutirle el estilo político territorial que caracteriza cada film a Kathryn Bigelow. Y está bien. Dejando de lado el costado ideológico, lo que no puede negarse es que es una gran directora y se ocupa de que sus películas, promuevan la discusión sobre hechos importantes en la historia americana. De los que han pasado y fueron resonantes, por su actualidad ("Zero Drak Thirty") o este, que trae de los anales del recuerdo, suceso relevante para su nación que tuviera lugar en el verano de 1967 en Detroit. El tagline que promocionaba la cinta en USA era "It's time we knew". Esto, ("es hora de que conozcamos"), y claramente define la propuesta de "Detroit": un relato directo, cuasi coral (de alguna manera) de los hechos que rodearon a la muerte de tres hombres de color en un edificio de la ciudad, durante los saqueos y tiroteos de la noche del 25 de julio de ese año. Para narrar la historia, Bigelow se rodea de un interesante grupo de intérpretes de gran actualidad (Chris Chalk, John Boyega, Anthony Mackie y Will Poulter entre los más conocidos) y propone una mirada crítica sobre el accionar de las fuerzas de seguridad durante un grupo de difíciles días para Estados Unidos. Sin entrar en consideraciones delicadas para hacer, podemos decir que la cineasta recrea una versión de los hechos descarnada, en la cual podemos ver, el brutal accionar de quienes estaban encargados de proteger a los ciudadanos, obrando con racismo y descontrol en un contexto donde la violencia, reina desde el primer momento. La cinta está correctamente estructurada y sostiene su ritmo apoyada en esta situación de intranquilidad que se desprende de la naturaleza del relato. Nadie está a salvo y cualquier cosa puede suceder. Las armas y los golpes se suceden, así como las irrupciones en los hogares de los ciudadanos, y los saqueos de comercios en las calles. La cuestión se veía mal, en ese año, y Bigelow la refresca para actualizar el debate sobre la importancia crucial de tener policía capacitada y responsable para actuar en situaciones de alta complejidad. "Detroit" cumple, y se muestra como un film sólido, bien armado (en todo sentido!), cuyo punto débil es justamente, su previsibilidad. No es nada distinto a lo que conocemos de Bigelow. Sigue los fundamentos de su cine y no arriesga desde lo cinematográfico. Se dedica a indagar en la historia de su país con relatos de personas reales, y emitir silenciosamente, una gran señal de alarma sobre ciertas cuestiones. Que debo decir, parecen regionales... Pero quizás no lo sean tanto... ¿No?
La directora y el guionista de Vivir al límite y La noche más oscura regresan con una poderosísima reconstrucción de los violentos enfrentamientos raciales ocurridos en julio de 1967 en la ciudad del título. Detroit: Zona de conflicto es una película tan extraordinaria como incómoda. Y lo de incómoda no es solo por lo que cuenta sino por cómo lo hace (léase con crudeza extrema y sin demagogia lacrimógena). Y encima la dirigió una mujer blanca, algo que muchos intelectuales y críticos negros no le perdonaron. Por eso, porque no puede ser encasillado dentro de los cánones políticamente correctos a-la-Oprah Winfrey, este proyecto que costó 34 millones de dólares y recaudó apenas 17 millones en los cines estadounidenses se quedó sin el apoyo, el prestigio ni los premios de la comunidad hollywoodense. Quienes hayan visto Vivir al límite y La noche más oscura sabrán que Bigelow y su guionista Mark Boal prefieren trabajar dentro de los códigos de los géneros, apostando a la tensión permanente y a una búsqueda dentro de la ficción lo más cercana posible al documental (la urgencia del cinéma-verité). La sutileza y los discursos bienpensantes son “lujos” que no pueden ni quieren darse. En Detroit: Zona de conflicto esa búsqueda queda potenciada porque lo que hacen es reconstruir los hechos reales (y por demás trágicos) ocurridos entre las noches del 23 al 25 de julio de 1967, uno de los picos del enfrentamiento racial (y del racismo) en la historia de los Estados Unidos. Los 143 minutos del film (narrados con la habitual maestría de una directora verdaderamente única) están divididos en tres partes: el prólogo -que incluye fragmentos de material de archivo de la época- muestra el contexto de protestas callejeras, saqueos, atentados con bombas molotov, represión policial, toque de queda y un conflicto ocurrido en un centro comunitario sin licencia para el expendio de alcohol; el segundo episodio (el más largo y corazón del relato) transcurre en el motel Algiers; y el epílogo tiene que ver con el proceso judicial contra los policías racistas que actuaron esa última noche. Para tener una idea de lo que ocurría en Detroit en 1967 (hoy las cosas no están mucho mejor en esa ciudad), el 93% de los policías eran blancos cuando más del 30% de la población era negra. Pero no solo eso: el grado de crueldad y sadismo que demostraron las fuerzas de seguridad alcanzó límites casi insoportables y Bigelow lo muestra con una crudeza casi pornográfica por el tiempo que le dedica y la explicitud de las desgarradoras imágenes. En ese sentido, el agente Krauss que interpreta Will Poulter (inspirado en la figura real de David Senak) es uno de los malvados más despreciables vistos en mucho tiempo. La contracara de la brutalidad y el salvajismo policial la aportan básicamente dos personajes: un guardia de seguridad llamado Melvin Dismukes (John Boyega, de la nueva saga Star Wars), que se las ingenia para estar presente durante el operativo y tratar de apaciguar las crecientes tensiones, y un joven aspirante a cantante en una banda de R&B que visita el motel con un amigo (Algee Smith y Jacob Latimore). El muy buen elenco de este film coral se completa con un veterano de Vietnam (Anthony Mackie), un residente del Algiers que absurdamente dispara una pistola inofensiva y enciende la mecha del enfrentamiento y la escalada violenta (Jason Mitchell) y dos chicas blancas de Ohio con ganas de divertirse (Hannah Murray y Kaitlyn Dever), entre otros personajes. La puesta en escena (preferencia por los planos secuencia, nerviosos movimientos de cámara muchas veces en mano) ya son una marca de estilo que la directora de Cuando cae la oscuridad, Punto límite y Días extraños domina a la perfección para “sumergirnos” en aquellos eventos. No somos meros observadores distantes. Detroit: Zona de conflicto nos obliga a vivir (y en varios pasajes a padecer y sufrir) los hechos como si se tratara de una experiencia de realidad virtual. El film demanda un compromiso emocional y físico que no todos los espectadores hoy en día están dispuestos a ofrecer. Pero así es el cine de Bigelow: audaz, intenso y radical. A 50 años de esa tragedia que todavía avergüenza a los Estados Unidos hizo la película que quería y no la que le exigían, siempre a contramano de las expectativas y de las conveniencias. Una rara avis que, por suerte, todavía resiste dentro del panorama previsible y tranquilizador de Hollywood.
Kathryn Bigelow filma como los dioses. Ha encontrado un pulso narrativo que ya ni siquiera importa si habla de guerra, conflictos raciales, o lo que sea. Es capaz de introducirnos en microuniversos de los cuales no podemos salir. En esta oportunidad se ocupa de uno de los casos más resonantes en el largo camino hacia la emancipación y empoderamiento de los afroamericanos. Tal vez el exceso de duración haga que, aun contando con un guion sólido y potentes actuaciones, se resienta la totalidad de la propuesta. Olvidada injustamente en la temporada de premios.
Que Kathryn Bigelow haya decidido recrear una historia de abuso institucional sobre la comunidad afroamericana que tuvo lugar durante el verano de 1967 en Detroit desborda el legítimo interés por un inaceptable hecho histórico. Su inspiración proviene del presente, como lo ha expresado en varias oportunidades; un nuevo ejercicio despótico en manos de las fuerzas del orden sobre la población negra, en esta ocasión en Ferguson, unos tres años atrás, fue lo que la incitó a concebir este film. No será la primera vez que un cineasta elija el pasado para interrogar el presente; es una táctica efectiva, y asimismo un salvoconducto para neutralizar el desorden afectivo que empaña la reflexión sobre temas demasiados recientes, siempre urticantes o ideológicamente irritables. Eso no anula reconocer que, en Estados Unidos, como en muchos otros lados, el racismo es una ideología extendida, casi una tradición, que ni siquiera es vista como tal. Modula la percepción, domina los sentimientos. Es que una larga transmisión de preferencias y desprecios sostiene ese delirio de entrever en el color de la piel virtudes y deficiencias, las suficientes para incluso vindicar prácticas ominosas, como la esclavitud.
Una noche en el infierno. Kathryn Bigelow posee una de las filmografías más poderosas del cine norteamericano contemporáneo. Aunque sus comienzos fueron en la década de los ochenta, con la mítica Near Dark, su carrera alcanzó popularidad con Punto límite y prestigio y respeto mundial con The Hurt Locker y Zero Dark Thirty. Un doble Oscar a Mejor película y dirección, terminaron por darle el merecido reconocimiento de la industria. Bigelow posee una obra coherente, marcada siempre por una forma potente de registrar la violencia y la tensión, mayormente alrededor de las figurar más masculinas, pero no siempre. También observa la tarea de los profesionales en peligro, al mejor estilo de Howard Hawks, maestro de maestros en el cine de Hollywood. Su obra se acerca a otro gran director de acción con inteligencia, el genial Don Siegel. Sin embargo, este árbol genealógico brevísimo no alcanza para definir su cine, siempre marcado por un nivel de intensidad y tensión que como directores han logrado en la historia del cine mundial. Un tema recurrente en la obra de Bigelow es la obsesión de sus personajes con su trabajo, su misión o su pasión. La palabra límite aparece en la traducción al castellano de dos de sus películas y no es casualidad. Hasta el límite van sus personajes, siempre, poniendo en riesgo su vida o más bien entregando su vida. Una vez cumplida su misión, solo les queda esperar otra, ya que no hay nada para ellos fuera de esa obsesión. Detroit se sale en parte de este esquema, emparentándose o funcionando como una mirada diferente de Strange Days. Si bien allí la obsesión estaba en el tráfico de sensaciones fuertes, había una tensión social y racial a punto de estallar sin vuelta atrás. Un espíritu exagerado y grandilocuente gobernaba en el final marcado por un cierto optimismo urgente y tal vez algo voluntarista. Aun así aquella era un viaje de tensión absoluta. ¿Qué pasaría si Bigelow volviera a contar una historia de tensión racial pero en un marco mucho más oscuro y pesimista? Y ya no en la ciencia ficción sino en la década del sesenta y en un marco mucho más realista. La respuesta es Detroit, claramente, una experiencia particularmente claustrofóbica y sofocante. Bigelow arranca con una escena en pleno movimiento. Lo que será el prólogo del centro de la película es en sí misma una escena tan intensa que ya no hay respiro para el espectador. Y no lo habrá hasta que la película haya terminado. En esa redada fallida del comienzo del film la directora establece su estilo narrativo, muy cercano al de The Hurt Locker. Detroit es una zona de guerra, al menos para la puesta en escena y la multiplicidad de puntos de vista, caos, cámara en mano y montaje trepidante y nervioso. Claro que no es una guerra porque básicamente lo que se ve es un grupo oprimido y una noche nefasta en un hotel, donde la furia racista alcanzará su punto más alto. El espectador buscará, desde el minuto cero, algo de esperanza, de luz, se aferrará a los personajes positivos y deseará que las cosas resulten bien, como sea. Pero la tragedia sobrevuela de forma tan evidente cada situación, que solo podemos ser testigos de la injusticia, tener el privilegio de saber más que los personajes, pero el castigo de no poder hacer nada para cambiar el curso de las cosas. Todas las herramientas visuales conoce Bigelow para llevar el suspenso y la tensión adelante. La cámara encuentra siempre la forma de escatimar información, de generar expectativa, de mantener viva la esperanza del espectador. Claro que no todo es tragedia, pero acá Bigelow decide ir en dirección contraria a esa esperanza de Strange Days. La maestría de su trabajo es lo que hace que Detroit sea una gran película, y también permite dimensionar la gravedad de los hechos que cuenta. Hay héroes, hay villanos, y hay en el medio demasiados grises que permiten que el mal avance. Detroit es tan impactante e inolvidable como las mejores películas de Kathryn Bigelow, sin duda una experiencia muy por encima del promedio, mérito absoluto del enorme talento detrás de las cámaras.
Luego del arresto de la policía a un grupo de personas de color, en Detroit se dio el famoso caso de un disturbio que terminó convirtiendo el lugar en una zona de guerra. Dentro de todo este caos, veremos como un par de policías racistas de gatillo fácil, someten y maltratan a un grupo de miembros de la comunidad negra, solo por el hecho de que lo pueden hacer. Kathryn Bigelow vuelve con otra película que no va a dejar a ninguno de sus espectadores indiferente, ya que una vez más, nos cuenta una historia de violencia e irracionalidad humana; centrada en un caso real; lo cual vuelve a Detroit, mucho más cruda de lo que es. Lástima que esta idea se queda en eso, una premisa. Si bien los anteriores proyectos de Bigelow eran lentos, uno sabía que se estaba cocinando algo muy espeso y heavy de fondo, llegando al final no solo el clímax, sino una revelación que dejaba al espectador con un sentimiento símil a una patada en el estómago. Por desgracia, en Detroit esto no sucede. Y es que el mayor pecado de Detroit es que tarda casi una hora en arrancar hasta llegar a la trama que de verdad nos querían mostrar. Hasta entonces vemos como se fue gestando el disturbio y el caos que se generó, poniendo en jaque a la ciudad. Esto es entendible, pero mientras tanto, poco y nada vamos viendo de nuestros protagonistas; y cuando finalmente los conocemos, ya poco podemos conectar con ellos, porque seguramente ninguno de nosotros se acordara de sus nombres. Es una pena que el guión esté tan desbalanceado, ya que una vez que por fin conocemos a nuestros protagonistas y ellos a los antagonistas, Detroit pega un salto de calidad y se torna evidente quien está detrás de las cámaras; dándonos momentos de tensión puros, y con algunas actuaciones dignas de mencionar como lo son John Boyega o el casi Pennywise, Will Poulter. Y sobre Poulter, queremos hacer una mención especial. Si bien su personaje es bastante cliché y es malo y racista porque sí, el actor se encarga de dotar de tanta personalidad a este odiable policía, que no van a pasar demasiados minutos hasta que queramos que alguien le rompa la cara o lo haga quedar como la mala persona que es. Detroit termina siendo una película correcta, y atrapante; pero con el enorme problema de que se toma casi una hora para presentarnos la situación que quiere contar su realizadora; logrando que el espectador, hasta entonces, se la pase resoplando o mirando el reloj. Dependerá mucho de quienes la vean, si una vez pasada la larguísima introducción, se dejan llevar por la historia, o si por el contrario, ya quieren que la película termine de una vez, y olvidarla.
Desde Vivir al Límite, labor que le dio un Oscar a la Mejor Dirección, Kathryn Bigelow desarrolló un gusto por caminar la cuerda floja entre el documental y la ficción. Un camino que ratificó con La Noche Más Oscura y no hace más que solidificar con Detroit: Zona de Conflicto Maldita Policía Es 1967 y la policía de Detroit no para de atacar a miembros de la comunidad afroamericana. Una noche, alguien de dicha comunidad decide disparar un tiro al aire, no muy lejos de donde están estacionados unos oficiales del ejército. En respuesta al incidente, la policía toma cartas en el asunto, reteniendo en una habitación de hotel a un grupo de personas entre las cuales creen se puede encontrar el perpetrador del disparo. Las complicaciones surgirán cuando se devele que estos oficiales no están interesados en buscar al verdadero culpable, sino a cualquiera que le quede bien ese papel y lo admita bajo la presión de sus abusos. Detroit: Zona de Conflicto es una película cumplidora en materia temática y en desarrollo de personajes. Por el costado del tema, cuenta con enorme rigor la brutalidad policíaca, así como los abusos y coacciones de dicha institución hacia la comunidad afroamericana. Los arcos que atraviesan los personajes varían en su profundidad, y estos son dotados de cierta multidimensionalidad. No obstante, el guion tiene un problema serio de ritmo: estira y desordena el desarrollo narrativo constantemente. En un principio uno lo deja pasar porque la película apunta a construir tensión (consiguiéndolo en muchas ocasiones), pero lamentablemente llega un tiempo en donde se rompe la concentración, la paciencia del espectador comienza a ser desafiada y uno empieza a mirar el reloj. Aparte, cabe aclarar que la película se excede en el uso de textos sobreimpresos. Por un lado se entiende que es un conflicto demasiado autóctono y pueden tener su razón de ser. Sin embargo, las acciones son de una claridad tan grande que uno no puede evitar sentir que esos textos necesitaban omisiones o recortes. En materia actoral tenemos una sólida labor de John Boyega, quien con esta película demuestra que es algo más que Finn de Star Wars. Will Poulter tampoco se queda atrás como el cabecilla del grupo de policías abusadores. John Krasinski, en un poco frecuente rol dramático, entrega un trabajo eficiente como el despiadado fiscal de distrito. En cuanto a lo técnico, Bigelow y su equipo optaron por un acercamiento puramente documental, con un extenso uso de la cámara en mano y un montaje que en no pocas ocasiones cede lugar al material de archivo. El problema aparece cuando los planos se presentan demasiado agitados incluso para el criterio estético al que apuntan, atrayendo una atención a si mismos que no benefician al producto como un todo. El trabajo de arte es prolijo, consiguiendo sumergir eficientemente en la atmósfera de los ’60 donde se desenvuelve la trama. Conclusión Aunque dueña de un fuerte rigor histórico y una metodología documental, Detroit: Zona de Conflicto tiene problemas de fluidez y la extensión de su metraje poco ayuda a arreglar la situación. Las actuaciones compensan pero uno no puede evitar sentir que el resultado final es, cuanto menos, denso.
La película dirigida por Kathryn Bigelow, con guión de Mark Boal (el mismo dúo creativo de “Vivir al límite” y “La zona más oscura”) se centra en los disturbios raciales que ocurrieron en Detroit en l967. En realidad es un film divido en tres actos. El primero que explica desde la historia las migraciones de afroamericanos a las grandes ciudades y luego con un lenguaje casi de documental, con esa pericia de la que la directora hace gala, para mostrar las calles calientes del conflicto. La chispa que desato la violencia latente, los impresionantes disturbios que duraron cuatro días con un saldo de 43 muertos. Y de que manera las autoridades, la policía, el poder en manos de los blancos actuaron frente a ese desborde de violencia. En especial un policía que mata a un afroamericano por la espalda, que es advertido por su superior que enfrentará cargos de asesinato y no obstante lo deja volver a las calles y será el mas terrible protagonista del segundo acto. Esa parte de la película, la central, la que dura casi una hora, reconstruye (según el testimonio de testigos y sobrevivientes) lo que ocurrió en el hotel “Algiers” donde nueve muchachos negros y dos chicas blancas fueron secuestrados y torturados, tres de ellos asesinados, por ese policía psicópata, sádico, racista en estado puro, secundado con distintos grados de maldad por dos compañeros. Lo que hace la Bigelow es meternos de lleno en ese horror, ser espectadores partícipes de esas largas escenas de brutalidad, mostradas en tanto detalle, en tal extensión que es por momentos insoportable. Es como si los responsables del film quisieran asegurarse de no permitir la indiferencia ante un odio racial que sigue vigente hasta nuestros días y que como lo muestra la última parte más convencional y rápida, gozó y aun goza de una impunidad mucho más escalofriante. Esa exageración, esa necesidad de ser tan obvios es lo que mas atenta contra la calidad del film, que desde el punto de vista técnico siempre es impecable. Fuerte, revulsivo, destinado a la polémica, olvidado por los Oscar, es también un potente alegato.
Suspenso dentro de la denuncia En base al célebre levantamiento de una parte de la sociedad de Detroit en el año 1967, la directora Kathryn Bigelow muestra –con pulso tan firme que por momentos se hace difícil de soportar– la situación de los ciudadanos torturados por la policía en el hotel Algiers. Son varias las historias que laten, con ritmos muy diversos, en Detroit: zona de conflicto, tercera colaboración de la realizadora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal (las anteriores fueron Vivir al límite y La noche más oscura, dos películas de altísimo perfil que no estuvieron exentas de una cuota de polémica ideológica). Por un lado, aquella que reconstruye, con finísima atención al detalle de época, el célebre levantamiento de una parte de la sociedad de Detroit en el año 1967. Por el otro, el drama humano y judicial de los sobrevivientes del “incidente del hotel Algiers” –como se lo conoce desde aquel entonces–, en el cual perdieron la vida tres ciudadanos negros, y otras nueve personas fueron torturadas física y psicológicamente durante horas por miembros de la policía de la ciudad. Finalmente, el núcleo duro del relato, la tensa situación de encierro y tormento que Bigelow dirige con un pulso tan firme que, por momentos, resulta difícil de soportar. Casi una película de género (de suspenso y, por qué no, terror psicológico) dentro de la película de denuncia. Por cierto, aquí se deja de lado la intervención de las “fuerzas del orden” en territorios lejanos y ajenos para concentrarse en la (violenta) represión interna, dejando asimismo de lado a los agentes de elite de las fuerzas armadas para echar una mirada sobre el accionar de la policía. Grupo de choque que, más allá de la corrección política de sus mandamases –resultado de los veloces e inevitables cambios sociales que se venían produciendo– continuaba haciendo estragos entre la población afroamericana, empujada por la presión económica y laboral a la guetificación, denigrada y violentada diariamente, sometida a una situación de ciudadanía de segunda clase. Los disturbios de Detroit, que incluyeron su buena cuota de saqueos, incendios y vandalismo, fueron sofocados violentamente, en una época que marcaba el fin de la resistencia pacífica a la situación de segregación en la sociedad estadounidense. Ese es el estado de las cosas al comienzo de Detroit, cuya presentación en pantalla adquiere la forma de un complejo tapiz de personajes y situaciones diversas. El foco se concentra luego en un grupo reducido de huéspedes del hotel Algiers, entre ellos Larry Reed (Algee Smith), uno de los miembros fundadores del quinteto The Dramatics, de quienes se separaría poco tiempo después para seguir una carrera en la música religiosa (la banda firmaría un par de años más tarde con la discográfica Stax, fundada en la ciudad de Memphis). Más allá de que Reed fue, efectivamente, uno de los pasajeros de la pesadilla de esa noche, la elección en términos dramáticos de su protagonismo ayuda al film a encontrar un sostén para la banda de sonido: la música cumple un rol fundamental en la trama, no sólo como apoyo de época sino como símbolo de resistencia, aunque abunden las descripciones respecto del sonido Motown como melodías hechas por negros para la diversión de los blancos. Jamás pudo probarse judicialmente lo que ocurrió aquella noche, pero Boal, basándose en las descripciones de los sobrevivientes y de las fojas del juicio, construye un caso de pisoteo de derechos civiles flagrante, denigrante, racista e imperdonable. El policía interpretado por Will Poulter –cuyo rostro transmite villanía sin demasiado esfuerzo– es un prodigio de violencia racista, un sádico de uniforme que intenta salvar su posición ante un caso de gatillo fácil, pero que también parece disfrutar de la situación (la presencia de dos chicas blancas en la habitación de un inquilino negro no hace más que elevar la tensión racial). La extensión de más de una hora de la secuencia central, sumada al detalle casi microscópico de los golpes (literales y simbólicos) infligidos a los detenidos, plantea un problema de representación que cada espectador digerirá de manera diferente; un problema ético-estético que no está ligado al contenido en sí mismo sino a su ligazón, muy cercana, con hechos históricos. Por lo demás, Detroit: zona de conflicto es una lección de suspenso cinematográfico que vuelve a demostrar la notable pericia narrativa de la directora de Días extraños. Luego del paroxismo de violencia, diseñado para la indignación y la repulsión del espectador, la película no puede sino desinflarse, a tal punto que la última media de metraje parece haber sido creada en piloto automático, aunque con las mejores intenciones.
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Detroit: Zona de conflicto, de Kathryn Bigelow Por Gustavo Castagna - 31 enero, 2018 Compartir Facebook Twitter Sabiamente estructurada en tres partes bien diferenciadas entre sí, el último opus de Kathryn Bigelow adquiere, del principio al final, una postura lejana a la corrección política, a las fórmulas de ocasión y a la búsqueda de un espectador bienpensante. Así como ocurría en La noche más oscura y en menor medida en la ya lejana Días extraños (su opera prima Cuando cae la oscuridad hoy puede verse como un festín cinéfilo y solo eso), Bigelow tensiona al extremo la capacidad y resistencia del espectador. Como sucedía con la última hora de La noche más oscura, con el grupo de elite (comandado por una representante de la CIA) a la búsqueda de Bil Laden, la directora de la sobrevalorada Punto límite sabe que juega con fuego pero no teme quemarse las manos en pos de la fisicidad y el suspenso / terror psicológico que invade a las historias. Vaya desafío el de Detroit: Zona de conflicto: sumergirse en los violentos hechos ocurridos allí en 1967, a dos años de haberse producido el asesinato de Malcolm X y a uno de que suceda el crimen de Martin Luther King. Pero para Bigelow, en la primera parte, el personaje es la masa enfrentada al poder, posibilidad que le da a la realizadora de mezclar material documental y de ficción, haciendo crecer el estallido social-racial hasta límites insospechados, sin líderes ni mandatos procedentes de la política. Es un enfrentamiento racial, crudo y sin concesiones. En su segundo segmento, que invierte más de una dura y que traslucirá como el núcleo del relato, el film se centra en el motel Algiers, con una docena de personajes principales y secundarios, feroces y sanguinarios policías, negros que serán humillados y torturados y dos chicas blancas que andaban por ahí. Y un personaje periférico y polémico: un guardia de seguridad, negro, que actúa como criatura antagónica del enfermo y repulsivo agente Krauss. Una tercera y última parte, luego de la violencia física extrema que la precede, oficia como una pátina de corrección y como vehículo tranquilizador, cuestión que no invalida a la película pero la decanta hacia una zona menos compleja. Justamente, esa complejidad de situaciones al límite es lo que marca a fuego las mejores zonas dramáticas de Detroit. Esa fiereza narrativa de Bigelow que parece oponerse al modelo Hollywood sistematizado, y que la ubica junto a las propuestas valiosas o no de Clint Eastwood y Mel Gibson (más allá de cuestiones “ideológicas”), convierten a la directora en una figura extraña e inclasificable en medio de los oropeles y las polémicas que últimamente vienen sacudiendo al Imperio del Cine. DETROIT: ZONA DE CONFLICTO Detroit. Estados Unidos, 2017. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Intérpretes: John Boyega, Will Poulter, Algee Smith, Jacob Latimore, John Krasinski, Anthony Mackie, Jason Mitchell, Hannah Muray, Jack Reynor, Kaitlyn Devor, Ben O’Toole, Nathan Davis Jr., Peyton Alex Smith, Malcolm David Kelley, Joseph David-Jones, Laz Alonso, Ephraim Sykes, Leon Thomas III.Fotografía: Barry Ackroyd. Edición: William Goldenberg. Diseño de producción: Jeremy Hindle. Duración: 143 minutos.
Detroit: zona de conflicto, impactante y muscular mirada sobre el racismo Kathryn Bigelow es, hasta el momento, la única mujer ganadora de un Oscar a la mejor dirección. Un acto de justicia y a la vez de injusticia: a estas alturas debería tener un par más. Debería haber sido premiada por Punto límite ( Point Break, la obra máxima de acción de fin del siglo XX), podría haberlo sido con La noche más oscura. Ciertamente no ganará nada por Detroit, ya que la película no obtuvo nominaciones de la Academia. Detroit es otra demostración de la asombrosa capacidad de Bigelow para contar conflictos violentos y políticos con mirada alejada de todo simplismo, de toda moda ideológica, de toda falta de compromiso con el mundo y con el cine. Porque la directora sabe, como los verdaderos grandes, que el cine se juega en la escritura, no solamente la del guión -otra vez de Mark Boal, como en Vivir al límite y La noche más oscura-, sino en la fílmica en su mayor amplitud: encuadres, montaje, movimiento -pocas veces el reencuadre como constante ha generado tanto nervio consistente sin vacuos mareos-, con la música, con la dirección de actores. Pero Bigelow no hace un cine meramente del movimiento. Sí la energía fluye a la perfección y toda acción es inteligible mediante los recursos menos explicativos y más sólidos -hay una notable mezcla de sobriedad y elegancia con pasiones volcánicas en casi cada secuencia de su cine-, pero, como ocurre con los autores más cabales, hay en ella una exploración de los temas que la atraen. El cine de Bigelow es un cine en el que cada golpe, cada tiro, cada pelea contiene toda la perturbación de la ambigüedad. El bien y el mal no son los que la sociedad y el periodismo dictan, o aquellas definiciones que pueden conformar a lo que se evalúa mediante el corte efímero de una encuesta veloz. Bigelow hace cine perdurable, no una nota de opinión apurada para coincidir con la marea. Detroit es un thriller policial y racial basado en hechos reales, los de los disturbios de 1967 en la ciudad norteamericana del título. Controles y ataques policiales, persecuciones, saqueos, destrucción, fusilamientos, investigación, y hasta sueños de carreras musicales marcan la estructura ósea de un film muscular, como tantos de esta cineasta; recordemos especialmente Punto límite, con Swayze y Reeves. Recordemos también una frase usada por el gran director cinematográfico franco-suizo Jean-Luc Godard al escribir sobre Jacques Demy y su lentitud vital: "Solo me gustan los films que se parecen a sus autores". Detroit tiene el impacto y la fuerza de Kathryn Bigelow, una directora de mirada intensa y de hombros y brazos impactantes, resueltos, en estado de tensión vital.
En tierra hostil La directora de "Vivir al limite" narra con fiereza los disturbios en la ciudad del título, cinco décadas atrás. Kathryn Bigelow, que lleva su obre sus enormes espaldas el mote de “la única mujer ganadora de un Oscar a la mejor dirección” vuelve sobre un hecho real en Detroit: Zona de conflicto. Así como en La noche más oscura narraba la preparación para cercar y cazar a Osama bin Laden y su posterior asesinato, en Detroit llega hasta 1967, cuando en una redada la policía cometió atropellos contra la comunidad negra. Bigelow tiene un estilo de filmación seco, por momentos hasta casi minuciosamente periodístico. Los estadounidenses denominan a esto docudrama. No hay en sus películas, como en Vivir al límite, una toma de más, toda imagen y sonido cumplen una función y jamás buscan regodearse o tomar al espectador como alguien a quien adoctrinar. Ex esposa de James Cameron, la directora muestra una injusticia tras otra, sea de la mano del racismo o de una policía inescrupulosa. La película arranca con una redada en un bar en infracción en pleno corazón del barrio negro. La respuesta no se hace esperar: vuelan bombas de fabricación casera, se rompen vidrios, se roban tiendas y negocios. La vandalización como respuesta a la policía y la llegada de la Guardia Nacional a “restablecer el orden”. Pero no todo queda ahí. A pocas cuadras de donde comenzaron los disturbios, en el motel Algiers, donde había drogadictos y prostitutas, pero también era un lugar donde refugiarse, Larry Reed (Algee Smith), uno de los cantantes de Dramatics, un grupo de soul, entra con un amigo y allí entablan relación con dos jóvenes blancas. Y hay otro negro, que tiene un arma de juguete. Pero desde afuera la policía cree que es un francotirador. E ingresa. Comandados por Krauss (el británico Will Poulter, uno de los chicos de Narnia y Gally en Maze Runner) harán un interrogatorio a mansalva para descubrir quien tenía “el arma”. Lo espeluznante del asunto es que si bien es un docudrama, y se dramatizan acciones, la pesadilla que se vivió en el motel es verídica. El de Poulter no es el único rostro conocido, también está el Star Wars Jon Boyega como un guardia de seguridad de los buenos, y Anthony Mackie (Falcon en los Vengadores de Marvel), habitué en los filmes de Bigelow, en un elenco sin fisuras en un filme que no da respiro. Nunca.
Zona de conflicto Kathryn Bigelow vuelve al cine después de lo que fueron las dos películas que le dieron prestigio y la llevaron a cosechar premios y nominaciones como fueron Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008) y La noche más oscura (Zero, Dark Thirty, 2012). En la década del 60 la ciudad de Detroit fue epicentro de los disturbios generados por las diferencias raciales ya que la gente de color organizaba revueltas porque estaban cansados de la violencia que sufrían y los gobernantes enviaban más personal policial. Un 25 de julio de 1967 un suceso en el Motel Argiels termina en una violenta redada policial que deja como saldo tres hombres negros muertos, siete golpeados salvajemente y dos mujeres blancas que estaban presentes. La historia real de los hechos sucedidos esa madrugada tiene tres protagonistas que estaban en el hotel: el guardia de seguridad de una tienda cercana Melvin Dismukes (John Boyega), el joven cantante Larry (Algee Smith) y el ex soldado Green (Anthony Mackie) quienes son sometidos por el racista oficial Klauss (Will Poulter). Bigelow filma con una crudeza pocas veces vista la brutalidad a la que eran sometidas las personas de color y logra el cometido de hacer sentir incomodo al espectador. También mérito de la fotografía que retrata una ciudad en llamas. Además plantea desde un principio los problemas de los negros en Estados Unidos ya que la introducción es una animación donde narra las etapas por las que fueron pasando desde la esclavitud y su posterior abolición tras la Guerra Civil. El guion de Mark Boal, que colabora por tercera vez consecutiva con Bigelow, logra reconstruir de la mejor manera posible pero tuvo que agregar datos o poner características de varias personas en un solo personaje ya que según indica la película no hay registros claros de los hechos. El personaje que Will Poulter interpreta magistralmente es una combinación de varios policías racistas que estaban presentes en el motel. No solo la discriminación está presente sino que también se habla de la violencia policial y como la institución intenta cubrir los hechos de sus agentes hasta que finalmente explotan. Además de que la justicia no le garantiza el debido proceso a los negros. Detroit es una película de casi dos horas y media por lo que es inevitable que se haga larga pero la recreación de época y el caso que cuenta es un llamado de atención ya que a cincuenta años las mismas temáticas se siguen repitiendo hoy en día.
Después de una larga espera llegó a los cines Detroit, última película de Kathryn Bigelow (Point Break, The Hurt Locker) que nos lleva a la ciudad del estado de Michigan, Estados Unidos, para ser testigos de uno de los conflictos colectivos más fuertes que se vivieron: las numerosas revueltas producto de las tensiones sociales y raciales que acontecieron durante el llamado “12th Street Riot” (Motín en la Calle 12 de Detroit), en el verano de 1967. La misma se estrenó como aniversario de los hechos en julio del 2017, pero recién a partir de esta semana podemos verla en las salas de nuestro país.
Cincuenta años después de los altercados, la directora Kathryn Bigelow reconstruye, a base de testimonios y archivos, los eventos reales que invadieron las calles de la ciudad de Detroit durante 1967, en un film con una fuerte denuncia social y que visibiliza la brutalidad policíaca hacia la comunidad afroamericana. “La Gran Migración Negra puesta en marcha antes de la Primera Guerra Mundial impulsó a alrededor de seis millones de afroamericanos a dejar los campos de algodón del sur… seducidos por los empleos fabriles y los derechos civiles que ofrecía el norte. Tras la Segunda Guerra, los blancos iniciaron su propia migración a las afueras y dejaron sin dinero y empleos a los barrios urbanos cada vez más segregados. Para los sesenta, la tensión racial había alcanzado un punto de ebullición. Se produjeron revueltas en Harlem, Filadelfia, Watts y Newark. En Detroit, los afroamericanos estaban confinados a unos pocos barrios sobrepoblados, bajo el control de una policía mayormente blanca de notoria agresividad. La prometida igualdad de oportunidades para todos resultó ser una ilusión. El cambio era inevitable. Sólo se trataba de cómo y cuándo.” A partir de esta breve introducción, el contexto de alteración social se revela, adornado por una serie de pinturas de Jacob Lawrence, pintor afroamericano, mundialmente conocido por su obra “Serie de Migración”. Y es que Detroit: zona de conflicto cumple no sólo en materia temática, sino también a la hora de recrear dos tipos de violencia: la invisible, que recorre toda la estructura social fundamentada a través del sistema capitalista, y que da pie a la segunda, la visible, donde el resentimiento y la frustración acumulada se reflejan en las revueltas y en el accionar de los policías que se extralimitan porque tienen el poder para hacerlo. El núcleo principal del film es la irrupción de la policía en el motel Algiers la noche del 25 de julio de 1967 luego de escuchar un disparo. En ese edificio, habitado en su mayoría por afroamericanos, las diferentes fuerzas de seguridad aplican su poderío de forma desmedida para averiguar quién fue el que disparó el arma. Al no obtener información, recurren a la violencia verbal y física, deseosos de perseguir a aquellos vecinos con los que comparten ciudad pero no color de piel. Con el correr de los minutos, la tensión resulta insoportable y la agresividad de parte de los uniformados se incrementa cada vez más. La vida de los acusados ya no importa. Una vez establecido el “orden”, huyen para no verse implicados en los brutales hechos que allí acontecieron. La dirección de Bigelow tiene un acercamiento documental y consigue que el espectador participe de lo que observa. Es un huésped más dentro del motel, siente la brutalidad de los hechos y el abuso desmedido de parte de las fuerzas. Es a través del gran uso de las cámaras que mantiene la tensión en todo momento y que despierta la indignación sin ser demasiado obvia en sus objetivos. Otro de los grandes aportes es el reparto, en su mayoría joven, entre los que se destaca Will Poulter, quien se mete en la piel del sádico agente de patrulla Krauss, sabiendo medir con naturalidad sus gestos y movimientos. También es digno de ser reconocida la labor de Algee Smith como Larry, el cantante principal del grupo The Dramatics, una de las principales víctimas y que, impecablemente, interpreta la rabia y el coraje que atraviesa su personaje. De todas maneras, no todo lo que brilla es oro y los errores sobresalen en el guion que sufre un grave problema de ritmo, ya que extiende y desordena el desarrollo narrativo constantemente, sobre todo en el tramo final.
Detroit. Julio de 1967. La policía local realiza una redada en un bar nocturno sin licencia. Los anfitriones del lugar aseguran haber pagado su contribución mensual para mantenerse fuera de problemas. Aun así el operativo continúa. Los asistentes del recinto son desalojados. Algunos son apresados y otros se dispersan por la ciudad. Cuando la policía se dispone a abandonar el lugar, los lugareños comienzan los disturbios. Comienza la cacería. Diez minutos han pasado de lo que será una historia sofocante y la tensión ya invade nuestros cuerpos. Es imposible escapar. Kathryn Bigelow ofrece un muestrario de personajes que protagonizaron uno de los episodios más controversiales de la persecución racial en Estados Unidos. Unos jóvenes músicos, un veterano de Vietnam y dos chicas blancas serán las victimas principales del abuso de autoridad por parte de la impulsiva y racista policía de los sesentas. La impotencia y la incomodidad dicen presente a lo largo de los 143 minutos que dura el metraje. Desde que el conflicto se desata deseamos que termine con algún idílico heroísmo que cualquiera que conozca la historia sabe que nunca llegará. Resulta un tanto sádico disfrutar de una película como esta, pero es la buena mano de la directora la que lo permite. No porque aprobemos a sus personajes (todo lo contrario) sino por la majestuosa forma de contarlo. La convencionalidad del final remite a los típicos textos sobre fondo negro explicando cómo terminó el episodio tras los acontecimientos relatados en el film. Algo inevitable en este tipo de producciones. Pero la épica del celuloide logra mantener la atención (y tensión) del espectador durante todo el relato sin desvirtuar la fidelidad histórica de esta suerte de documental ficcionado que lo convierte en uno de los estrenos más imprescindibles en mucho tiempo.
Detroit: Zona de conflicto (Detroit, 2017) ralla la hipocresía al criticar los mismos medios de producción que han hecho posible su existencia. Ha sido escrita por Mark Boal, un hombre blanco, y dirigida por Kathryn Bigelow, una mujer blanca, ambos de currículos intachables, pero la cúspide dramática de su historia - interpretada mayormente por un elenco afroamericano - sugiere que ante la hegemonía racista del hombre blanco la única victoria posible para el hombre negro es renunciar a colaborar con él. ¿Esta cuestión ideológica sabotea la película más allá de sus buenas intenciones? El film tiene problemas más urgentes de los que conllevan sus créditos. La mayoría pueden ser rastreados al guión, que está basado en hechos reales y por una cuestión de temeridad o reverencia trata a sus personajes (cada uno de los cuales posee un equivalente histórico) definiéndolos por lo que les pasa en vez de por quiénes son o por lo que hacen. Por otra parte, ésta es la historia de un grupo de víctimas, y como tales no les queda otra que padecerla. La película se basa en la represión policíaca que tuvo lugar durante el verano de 1967 en Detroit, específicamente el “incidente” que le costó la vida a tres hombres durante un raid en un motel. La primera mitad del film narra de manera apremiante y caótica los eventos que llevan a las protestas y la subsecuente represión policíaca (Bigelow es una experta en confeccionar docuficciones bélicas a esta altura, y la ciudad de Detroit parece un auténtico campo de batalla); la segunda parte se concentra en el incidente en cuestión, en el que un policía racista (Will Poulter) tortura por una eternidad a sus víctimas, convencido falsamente de que de algo son culpables. Dentro del elenco coral se destacan las actuaciones de Algee Smith, la única persona con un arco emocional significativo, y Poulter, cuyo rostro de púber endemoniado sugiere que sus acciones son caprichosas y alimentan una personalidad débil. Anthony Mackie y John Boyega ponen el cuerpo y probablemente la celebridad de sus rostros (si no sus nombres) de proyectos más comerciales, pero no aportan personajes o acciones. Podrían ser tranquilamente borrados de la cinta y no cambiaría absolutamente nada. El problema fundamental de Detroit: Zona de conflicto es que por más que logra horrorizar con imágenes de violencia y tortura que son efectivamente insufribles y lindan la explotación, no logra conmover porque sus personajes apenas son establecidos como víctimas circunstanciales. Es una película que se queda con los hechos y apenas rasga el contenido humano. Si algo logra la película es ubicarse junto a obras tan distintas como Django sin cadenas (Django Unchained, 2012) y 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013) al denunciar cuan absurdo es el racismo y capturar la irrealidad kafkiana de un grupo de gente oprimido porque sí. En definitiva trata sobre una noche que no termina, un sitio del cual no se puede escapar y una acusación falsa, arbitraria e injusta: una historia que parece compuesta de los recursos de una pesadilla pero está fundada en hechos reales, tan relevantes hace 40 años como hoy en día, lamentablemente.
En Detroit: Zona de conflicto la directora Kathryn Bigelow presenta la película más perturbadora de su filmografía. Se trata de una propuesta dura e intensa de ver, cuyas escenas de violencia permanecerán en el recuerdo del espectador durante unos días luego de salir del cine. El nuevo proyecto de la realizadora continúa esta racha que tuvo últimamente su carrera donde explora temáticas basadas en hechos reales. En esta oportunidad la trama se centra en un caso muy polémico de violencia policial, ocurrido en el marco de los disturbios raciales de la ciudad de Detroit, en 1967. El film se enfoca exclusivamente en los incidentes del Hotel Algiers, donde un grupo de jóvenes fueron torturados por las fuerzas policiales en un hecho que tuvo resultados trágicos. Una situación particular ya que esta el día de hoy se desconoce qué ocurrió en ese lugar exactamente y cómo se desencadenó la violencia en el edificio. Hace más de 50 años que se investiga en Estados Unidos el incidente y si bien hay algunas teorías sólidas ninguna brinda una versión oficial. La directora Bigelow es muy honesta con esta cuestión y por ese motivo al espectador luego se le informa que el film es una recreación ficticia de lo que pudo haber ocurrido en el hotel. Detroit brinda una experiencia inmersiva muy similar a la que elaboró Christopher Nolan en Dunkerke. Bigelow nos inserta en el caos de la ciudad de Detroit y a través de una serie de personajes experimentamos lo que pudo haber sido quedar atrapado en el incidente del hotel. Llega un momento donde el lugar se vuelve un escenario asfixiante y las situaciones de violencias son duras de digerir. En este punto encontramos la gran debilidad de la película. Más allá del show de tortura porno en el que se estanca la narración, Bigelow no explora en absoluto la historia de los incidentes de Detroit. Mientras se desarrollan los hechos del hotel la ciudad se convierte en una zona de guerra y la película ignora el contexto social y político de esa crisis. Al comienzo del film se establece por medio de una breve secuencia de animación la cronología de los conflictos raciales hasta 1967 pero la directora nunca aborda estos temas con profundidad. Por momentos parecería que los vecinos negros de Detroit empezaron a saquear comercios porque no tenía otra cosa que hacer y hacía calor en la ciudad. Bigelow ignora la causa concreta de los incidentes y la corrupción gubernamental que generó la degradación social de una comunidad, para limitarse a retratar a una población negra pasiva que sufre a manos de los diabólicos policías blancos. Para tratarse de un hecho histórico tan complejo, la película presenta una mirada simplista que no expone nada que no hayamos visto en otras producciones sobre violencia policial. Por supuesto el tema de la segregación racial en Estados Unidos sigue vigente y los casos de gatillo fácil en ese país son noticia en la actualidad. Sin embargo, eso no convierte a Detroit en una mejor película, que lejos de incentivar una reflexión profunda e interesante echa más leña al fuego de un modo innecesario. La recreación del período histórico está muy bien y el film cuenta con sólidas actuaciones de Will Polter (El renacido) y Anthony Mackie (Los vengadores) pero el modo en que Bigelow abordó esta temática no termina de convencer. Dentro de estos proyectos que encaró basados en hechos reales sus trabajos previos fueron filmes superiores.
Cuando las historias se encuentran basadas en hechos reales y se encuentran relacionadas con el racismo, la tortura, la muerte, detenciones ilegales, la brutalidad de la policía, el abuso de poder, el sistema judicial y la sociedad, ya el espectador se pone atento y su atención se centra de manera diferente en cada secuencia del film. Se encuentra bien interpretada por los actores blancos y negros que se retan constantemente. Están quienes son parte de esta historia: las dos jóvenes blancas Julie (Hannah Murray, serie Tv “Juego de tronos”) y Karen (Kaitlyn Dever), se relacionaban con Greene (Anthony Mackie, “Vivir al límite”), Larry (Algee Smith, serie en Tv “Electric Dreams”) el cantante, Fred (Jacob Latimore, “Belleza inesperada”), está el policía Tom Dismukes (John Boyega, “Star Wars”) que mucho no puede decidir, ni hacer, el policía más despreciable, el villano del film Krauss (Will Poulter “El renacido”), los agentes Flynn (Ben O’Toole) y Demmens (Jack Reynor), entre otros. La película, que lleva como título el nombre de la ciudad donde se desarrollaron los acontecimientos, se encuentra dirigida hábilmente por Kathryn Bigelow (la ex esposa de James Cameron. Ganadora de un premio Oscar por “Vivir al límite”-2010) y escrita por Mark Boal, entre otros creativos, quienes supieron ofrecer un buen montaje y edición, incorporando recortes de periódicos, imágenes, testimonios, informes en los noticieros y por momento con un corte de documental. Su relato mantiene la tensión, el drama, el suspenso y logra que el espectador quede pegado a la butaca con un metraje que tiene una duración de 143 minutos y que en ningún momento se torna largo o pesado, la ambientación es sensacional, se destaca la iluminación, el vestuario, los colores, y resulta muy emocionante. Dentro de los créditos finales, el espectador puede hacer una lectura con más detalles de los hechos ocurridos en esa ciudad, como siguieron sus vidas, hechos que quedaron grabados a fuego en la memoria de aquellas víctimas, y algunos todavía sobreviven al día de hoy.
Es casi imposible hablar de esta película sin analizar la carrera su directora, Kathryn Bigelow, única mujer en recibir un Oscar en el rubro dirección. Evidentemente en Hollywood todavía se está a años luz de la igualdad de género, y Bigelow tuvo que hacer un recorrido muy particular para lograr este máximo galardón. Sus películas más celebradas en los años noventa fueron las hoy de culto Point Break (Punto límite, 1991) y Strange days (Días extraños, 1995). La primera casi no necesita introducción, siendo recordada por la dupla de Keanu Reeves y Patrick Swayze. Es un film de acción de pura cepa, que cumple con todos los requisitos del género y que en su momento tenía una escena que llamaba la atención, aquella de persecución por la calle y pasillos entre casas de playa, filmada a mano, en un plano secuencia realmente meritorio. La segunda, producida y montada por su entonces pareja, el flamante James Cameron, es una historia de ciencia ficción acerca de unos asesinatos en el marco del fin del milenio (1999), donde la cámara en mano se usaba para dar cuenta de una hiperrealidad virtual: los personajes accedían a una tecnología que les permitía experimentar como propios los recuerdos y sensaciones grabados por otros. Es decir que de estos dos filmes de los noventa encontramos, en primer lugar, una vocación muy clara por abordar temáticas y géneros que eran de manera casi exclusiva imperio de la masculinidad, y en segundo lugar, que hay una clara marca de autor en el uso de la cámara en mano para generar un impacto realista dentro del universo ficcional. Estos dos elementos son los que le valieron el Oscar por el film The Hurt Locker (Vivir al límite, 2008), donde se relata el día a día de una brigada estadounidense que evita la detonación de artefactos explosivos durante la Guerra de Irak. Similar camino siguió Zero Dark Thirty (La hora más oscura, 2012), que cuenta la misión de las fuerzas de operaciones especiales para capturar o matar a Osama bin Laden. Al igual que Detroit, estos dos filmes fueron guionados y producidos por Mark Boal, quien evidentemente le proporcionó las historias ideales para seguir profundizando en estos universos que eran relatados en exclusiva por hombres y en los cuales se pone en crisis la separación entre ficción y realidad, ya que la referencia histórica es esencial. En el caso particular de Detroit, se narran los verídicos sucesos acontecidos en esa ciudad hace 50 años, que derivaron en el abuso de las fuerzas de seguridad frente a un grupo de jóvenes afroamericanos mientras estaban en el hotel Algiers durante el estado de sitio a causa de los disturbios raciales. La tortura a la que son sometidos genera un clima claustrofóbico, reforzado por el uso de los planos cerrados y la cámara en mano. Parecería ser que Bigelow tenía estas ideas en germen ya desde sus film más pasatistas (los protagonistas eran o bien un policía renegado, o bien uno que termina renegando de las fuerzas de seguridad), pero en estos últimos tres realizados con Boal, los ha llevado al plano cuasi documental. Las escenas de acción potentes no son un mero entretenimiento sino que apelan a tocar una fibra sensible en el espectador: al evidenciar dentro de la ficción las acciones violentas que realiza el Estado, se busca problematizar el discurso de garante de la seguridad (policial o militar) que Estados Unidos presenta en la vida real.
La verdadera grieta En la primera reseña de Detroit que aparece en la Imdb, leo que la redactora abandonó la sala porque descubrió que no le interesa “la percepción que puedan tener los blancos del dolor negro”. Cuando la Corrección Política alcanza este grado de estupidez impune, es poco lo que puede hacerse en materia artística sin incurrir en falta para la policía ideológica. Detroit, destrozada por la crítica americana, fue también un gran fracaso de taquilla. Eso ya la convierte en un fenómeno curioso, pero lo es más aun porque Kathryn Bigelow es de lo más interesante que se puede encontrar hoy en Hollywood. No solo por la elegancia y la destreza para narrar que le suele reconocer, sino porque piensa contra la corriente. La película anterior de Bigelow, La Noche Más Oscura (Zero Dark Thirty), trataba sobre la captura y ejecución de Osama Bin Laden por parte de un comando de la Marina. Sobre el final, una vez consumada con éxito la operación, la protagonista aparecía llorando desconsoladamente. Esa escena me acecha desde que la vi. El personaje que hace Jessica Chastain dedica años de su vida a cazar a Bin Laden y, cuando lo logra, no solo se siente vacía, sino que en ese llanto se expresa con insuperable elocuencia la distancia entre la Historia y las vidas individuales. En Detroit reaparece la misma mirada, acaso potenciada por un desenlace desolador. Me gustaría comparar Detroit con dos películas que compiten en estos días por el Oscar. Una es The Post, en la que Spielberg convierte en un gesto épico el rechazo de la dueña y el editor del diario a plegarse a las exigencias del gobierno. La otra es Dunkerque, donde Nolan diluye la Historia en la inmediatez de los hechos, como si la única dimensión posible de un acontecimiento fuera la materialidad de los sufrimientos. Hay en Nolan, incluso, la insinuación de que la retirada británica fue una especie de broma que disfrazó la derrota de triunfo. En Detroit, Bigelow no intenta convertir la narración de un episodio de brutalidad policial extrema durante las revueltas negras de 1967 en una fábula edificante ni en un parte de combate. Su épica, en todo caso, esquiva la superioridad moral del pedagogo y del escéptico. El argumento de Detroit (basado en un caso real) es muy simple. Tres inocentes (negros) son asesinados por tres policías (blancos) dirigidos por un psicópata. La justicia absuelve bochornosamente a los culpables y la trama no ofrece al espectador una reparación de ningún tipo. Pero aunque el núcleo dramático de la película son las horas de tortura y muerte en el hotel Algiers, Bigelow no se limita a mostrarlas (la película se encarga de desbaratar la adrenalina que provoca el suspenso) sino que las rodea de una explicación del contexto y un final revelador. La idea es que los hechos narrados ocurrieron en alguna parte aunque no debieron ocurrir y produjeron resultados siniestros. Bigelow se orienta a mostrar que en Detroit 1967 había dos clases de vida: la de una anquilosada burocracia policial y jurídica, cuyo racismo y ferocidad eran una rémora inadmisible y la de la gente común. Hay dos momentos especialmente significativos en ese sentido. La película empieza con una animación inspirada en el pintor afroamericano Jacob Lawrence que explica la inmigración de los negros a Detroit y su hacinamiento en barrios controlados por una policía brava, totalmente fuera de época. En el final de esa introducción, la voz en off dice: “Esto debía cambiar, aunque no se sabía cómo ni cuando”. En Detroit (la película) no hay militantes aunque en Detroit (la ciudad) los hubiera: Bigelow no es una cineasta progresista. Su idea, como la de Chateaubriand ante la Revolución Francesa, es que no hacía falta el Terror para que Francia evolucionara hacia la democracia. Se podría decir que Bigelow está cerca del cada vez más tenue liberalismo republicano, ese que se parecía mucho al liberalismo demócrata: no se trata de una posición reaccionaria, sino antirrevolucionaria, de centro. En aquel momento, esa distinción no era trivial: era la que enfrentaba a Luther King con Malcolm X (uno había sido asesinado dos años antes, el otro lo sería el año siguiente). Bigelow toma partido por el primero, señalando al pasar que la violencia de los más radicales solo se dirige contra su propio bienestar. El otro momento ocurre en pleno furor homicida de los tres policías racistas. El paroxismo de su odio se desata frente a dos chicas blancas que alternan con los negros en el Hotel Algiers. Una de ellas, cuando uno de los oficiales blancos le cuestiona que se acuesten con negros, le contesta: “¿Qué les pasa? Estamos en 1967”. Para Bigelow, como para la chica, la gente ordinaria ya había alcanzado un horizonte de libertad que no estaba en los códigos morales de los más atrasados. Y tanto la violencia en el gueto como la locura represiva son parte de un orden inhumano porque se rige por reglas que ya no están en vigencia en las mentes de la mayoría. La contradicción entre el derecho a la diversión y el afán represivo queda señalada en el comienzo de la película, cuando los disturbios en la calle comienzan porque la policía irrumpe, como si fueran los tiempos de la Ley Seca, en una fiesta clandestina del barrio negro. Pero, paradójicamente en apariencia (y esa es otro de los rasgos originales de Detroit), no se trata de licuar la barbarie en el flujo hacia adelante de la historia. En los años sesenta, en la ciudad de los motores, la vida laboral (en particular la de los negros) giraba en torno a las tres grandes compañías radicadas en Detroit. Había otro fenómeno en la ciudad: Motown, la primera compañía discográfica en manos de un negro, que rompía los charts musicales pero era consumida sobre todo por los blancos (hay una discusión sobre Coltrane y las drogas, no del todo lograda, que ilustra ese punto). Esa paradoja está en el corazón de la película, que usa la música de Motown pero en segundo plano, sin hacer de ella un espectáculo (la tentación era enorme). En el centro de Detroit hay un grupo vocal con aspiraciones de conseguir un contrato en Motown. Dos de sus miembros tienen la desgracia de caer esa noche en el Algiers Hotel. Uno de ellos, Fred, muere asesinado. El otro, Larry, se salva por muy poco, pero vive esa noche infernal en manos de tres energúmenos de uniforme dispuestos a matarlo. Hay otro personaje importante: el guardia de seguridad que no atina a enfrentarse con los policías blancos y resulta un cómplice pasivo. Pero Larry tiene un papel más relevante en el juego moral de Detroit. Tras aparecer en el juicio y ser humillado por el abogado de la defensa, renuncia al grupo y a su carrera musical. Sin empleo, hambriento, se presenta en una parroquia de barrio y pide que lo tomen como director del coro. Más tarde se nos informa que hará eso por el resto de su vida. Larry, según muestra Bigelow, no atraviesa una conversión religiosa ni un rapto militante. Simplemente siente que no está dispuesto a seguir adelante con el juego de entretener blancos después de lo que le ocurrió. Larry decide que la fama le pase por el costado y prefiere que la Historia lo ignore porque se niega a ser parte de su fuerza ciega. Ese es el otro momento decisivo de Detroit, el momento en que Bigelow descubre para los espectadores que la grieta esencial no es la que divide a los blancos de los negros ni a la derecha de la izquierda, sino la que separa a la Historia de los individuos. Pero es una grieta que solo pueden iluminar estos últimos en el momento en que se separan de ella, como hacen Larry en Detroit o el personaje de Chastain en Zero Dark Thirty. No es raro que Detroit haya tenido tan mala prensa en un ambiente en el que acentuar las heridas y las divisiones se considera el único modo de vida lícito.
La directora ganadora del premio de la academia por “Vivir al limite” (2008) recurre nuevamente a la estilización vacua de la barbarie, cotidiana o no. Dicho de otro modo, el mismo modelo que le sirviera para ganar el bendito premio es utilizado para contar una historia basada en hechos reales, en la que la forma que diseña para hacerlo supera en importancia al relato mismo. Comenzando por tratar de emular registro del tipo televisivo, intercalar imágenes recreadas con otras reales de archivo, cámara en mano, voz en off, y cortes abruptos sobre montaje. Todo esto sólo determina la utilización de “espejitos de colores” para deslumbrar al espectador, o sobresaltarlo. La intención primaria parecería ser el efectismo liso y llano. Incluyendo el narrar una historia trágica, pero tratando de atrapar o seducir al espectador con imágenes de violencia glamorosa, excitante. Tanto es así que parece haberse olvidado que la historia esta atravesada y llevada adelante por los personajes y sus conflictos internos y de relación entre ellos, pero en el filme queda reducido a la anécdota de tres policías unidimensionales, sin dobleces ni resquicios de poder ser variables que terminan siendo una caricatura. En la vereda de enfrente encontramos a las victimas, una decena de hombres de raza negra y dos jóvenes blancas, cuya construcción y trazado es de similares características a los policías, así de elemental como inverosímil sólo que parecen émulos de la Madre Teresa de Calcuta. Buenos por antonomasia. La realización cuenta los sucesos ocurridos en 1967 en Detroit, luego de 5 días de locura y desenfreno, cuyo saldo fue de 43 personas muertas y miles de detenidos por los excesos de la policía blanca contra las manifestaciones de la población negra luchando por la igualdad de derechos. La historia se concentra en un episodio ocurrido la tercera noche, en el motel “Algiers” donde, además de pasajeros comunes con intención de pernoctar, había gente dedicada a la oferta de prostitución y la venta de droga. Hasta allí es donde llegan unos policías buscando a un francotirador. Pronto un hombre resulta muerto y siete personas sufren el terror de los supuestos representantes de la ley fuera de control. La película de Bigelow no es funcional desde su estructura, su longitud es excesiva, sus variables, en tanto foco de conflicto, la transforman en confusa, para terminar por ser un catalogo de lugares comunes, cuando no extraviado en su propia naturaleza. Digamos, son tan diferenciados los tercios en que se pueden deconstruir el relato que terminan por manifestarse como tres corto metrajes pegados por decisión de la producción, no por diseño del mismo. La primera parte, la más confusa de todas, nos presenta, o eso intenta, establecer la génesis de los levantamientos; la segunda, se centra en el hotel y el bar sin licencia, donde ocurren los asesinatos: la tercera, el juicio a que son sometidos los responsables, que no solamente da para un filme en si mismo sino que, desde el tono. parece ser otro y no una continuación de la historia. Se repiten los personajes en circunstancias diferentes, elipsis temporal de por medio, pero sin la necesaria conexión de los tonos anteriormente expuestos y dando por tierra lo poco construido desde lo netamente histórico, ya que degrada la idea primaria que supone recurrir a esta historia de injusticia, a partir de los disturbios ocurridos en la ciudad a fines de los años ´’60 y la represión de las fuerzas de seguridad transformando todo el espacio en un gran caos. Sólo para emplazarse en la parábola sostenida en los policías, pero que el guión se encarga de banalizar. Los rubros técnicos son irreprochables, que Kathryn Bigelow sabe como fotografiar, manejar la luz, los tiempos, cortes, hasta la banda de sonido es muy cuidado, todo es obvio. Por otro lado, intenta instalarse en el discurso de lo correcto, hasta incluso podría leerse como una mirada a la situación actual del gran país del norte, Trump incluido, recurriendo al pasado no tan reciente como disparador. Mucho ruido y pocas nueces.
Después filmes como La noche más oscura (2012) que se instala en la conflictiva temática de un pasado reciente narrando el operativo de las fuerzas especiales que se precipitan para atrapar a Bin Laden, y por otra parte la gigante y multi-premiada Vivir al límite (2008) que nos describe la vida y la rutina de un militar, especialista en detección de minas, en medio Oriente y que vive atravesado por lo que podríamos llamar “la adicción a la guerra”. Hoy esta feroz realizadora estadounidense se impone con un filme que reescribe y reconstruye un aberrante acontecimiento sucedido en los EEUU hace 50 años atrás: “Julio de 1967/ Detriot se define como una de la revueltas raciales más atroces de la historia moderna, donde mueren unos 50 hombres negros, sumados a 2000 heridos y 7000 detenidos”. Son los años 60 y la locura racista luce como una estrella en el firmamento. Bigelow elije ese julio sangriento como un hecho del pasado que le sirve como resorte hacia el presente, como una clara metáfora sobre otros atroces racismos y las mismas modalidades de violencia que aún operan hoy en la sociedad norteamericana contemporánea. Bigelow y su guionista Marck Boal deciden alejarse en la selección de una historia real, y eso les permite mirar desde atrás hacia adelante abriéndose un camino directo y eficaz como el tiro de un francotirador, lo que dicen y como lo dicen es claramente un tiro al blanco, sin dudas ni matices: radical y oscuro por donde se lo mire. Con una lupa fina eligen un momento puntual dentro de todo el caos de aquel mes arrasador de violencia salvaje, la noche del 25 de julio, una oscura jornada donde un grupo de policías blancos encierran bajo amenaza de muerte y abusivos maltratos a un grupo de jóvenes de color que tan solo estaban en la habitación en un motel, acusándolos de esconder a un francotirador. La jornada de torturas se hace eterna y asesinan a tres de ellos a quemarropa. Luego de no encontrar culpables posibles, dejan libres a los pocos sobrevivientes bajo amenazas de muerte si rompen el silencio. Este hecho es el núcleo del relato total que despliega la película, que mientras juega con la impronta de reconstruir algo que sucedió realmente y documentarlo, no borra nunca la presencia de la ficción como herramienta, que genera climas, que construye situaciones y que da una vida precisa y visceral a los personajes de este abominable relato. La película podría dividirse en 5 momentos, en 5 actos, con una duración total de 143 minutos. Una estructura bien calculada le permite ese despliegue narrativo. El primer acto podríamos contenerlo en la secuencia de presentación con animación donde cuenta de manera (poco profunda y muy reduccionista) la historia de la inmigración de la raza negra hacia américa. De ahí entramos directo al acto dos donde sin respiro nos metemos en el mes del caos de Detroit, la miseria, los saqueos, la policía hiper-violenta, una lucha de razas sin sentido y un poder desmedido sin solución de ordenar ni llegar a ninguna armonía. Presenta a los personajes, claramente delineados con una velocidad vertiginosa y en pocos trazos entramos en sus dimensiones y su contexto. Una cámara asfixiante, encuadres incesantemente móviles, planos largos, cortes veloces, generan un clima desesperante. El acto tres es el infierno absoluto, es el momento de mayor tensión. Pero no sugerido sino explícito, es la incomodidad continua y una necesidad desesperante de que haya una tregua, porque a veces querríamos huir de la sala. Ahora se despliegan los hechos donde se presenta el encierro creado por los policías y los detenidos sometidos en esa noche eterna a un juego de tortura psicológica y física, que se hace tan vívida para los personajes como para el espectador. Los segmentos subsiguientes (el cuarto y el quinto) ponen en la mesa el desarrollo del juicio posterior a los policías, sus consecuencias nefastas y sigue el derrotero hasta el final de uno de los sobrevivientes de esa noche de muerte. No me detengo en dar nombres a los personajes porque más allá de que el filme nos deja identificarlos, la historia la percibo coral. No es una historia de individuos que se valen dramáticamente por sí mismos, sino por el contrario sujetos y contextos que se entrelazan entre sí. La calidad del trabajo actoral está al nivel que la búsqueda de la película propone, es efectiva y emocional, sin grises ni medias tintas. Elegir esta experiencia cinematográfica es válida para quien está en condiciones de atravesar este infierno del Dante. Esta vez Bigelow no nos deja, como en otros filmes, alguna ambigüedad para que oscile nuestro pensamiento y nuestras emociones, se nos impone lapidaria y categórica en todas las áreas discursivas de la película. Detroit es asfixiante, incómoda, pero no por eso menos realista, por el contrario funciona como espejo de lo que vemos, a veces, en mayor o menor en escala, en nuestra ciudad o en cualquier lugar del mundo. Si dejara entrever algunos hilos de locura y contradicción humana (como bien logró en Vivir al límite) le daría otro aire al relato. Un poco de indefinición en algunas “verdades” para poder abrir una grieta al pensamiento del espectador. Aunque tal vez no sea su mejor película, la genial Kathryn es una defensora de sus propios temas e intereses, una mujer de 66 años que tiene más sangre en las venas que más de la mitad del mustio, obsoleto y moribundo Hollywood. Por Victoria Leven @victorialeven
Sucedió una noche Con su thriller distópico Días Extraños (Strange Days, 1995), la directora Kathryn Bigelow recreaba en clave futurista las contiendas racistas que alumbraron la primera mitad de los años noventa. Los disturbios que acontecieron durante 1992, luego de que en el juicio contra los oficiales de policía que agredieron a Rodney King sean absueltos, marcaban el trasfondo que Bigelow intentaba remarcar para generar conciencia sobre la crisis social que afectaba a toda una nación. En Detroit: Zona de Conflicto (Detroit, 2017) la cineasta galardonada por la Academia regresa sobre estas cuestiones, aunque tomando como suceso principal el asesinato de tres afroamericanos a manos de un grupo de uniformados durante la revuelta popular que se asentó en las calles de Detroit en 1967. Después de su tratado sobre las invasiones norteamericanas en Medio Oriente, de la mano de las magistrales Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012), Bigelow se concentra en un relato pesimista a tono con el debate candente que tanto repercute en la industria de Hollywood. En su nueva colaboración junto al guionista Mark Boal, Bigelow pone la lupa sobre aquella noche en que un grupo de policías y gendarmes torturaron a un grupo de civiles que se estaban hospedando en el Hotel Algiers, y a quienes se acusaba de estar encubriendo a un francotirador. El incidente finalizó con la muerte de tres hombres de color a mano de los oficiales. El guion de Boal se basa en el relato de uno de los sobrevivientes, y el posterior juicio contra los policías implicados en el hecho. La directora de Punto Límite (Point Break, 1991) amplifica uno de los debates más candentes de la agenda hollywoodense en sintonía con el estilismo documentalista de Paul Greengrass (ese dinamismo en los despliegues para encadenar secuencias realistas), mientras sacude la cámara en mano por ambientes cerrados, y hace un uso constante del primer plano para retratar la tensión de sus protagonistas. Entre los personajes que remarcan el desarrollo del conflicto sobresalen el policía racista que lidera las torturas (un antagonista despiadado personificado con excelencia por Will Poulter), el vocalista de un grupo en ascenso que es víctima de los oficiales (toda una revelación a manos de Algee Smith), y un guardia de seguridad negro que participa del brutal interrogatorio (el ascendente John Boyega). Detroit: Zona de Conflicto es un manifiesto crudo sobre la brutalidad autoritaria, amparado por los métodos magistrales de su directora, y las brillantes actuaciones de Poulter y Smith. Si bien fue injustamente menospreciada por sus compatriotas durante la temporada de galardones, se asegura como la película más cruda sobre la temática, si tenemos en cuenta la cantidad de títulos que se asomaron en la cartelera acentuando su denuncia contra el racismo. Una vez más, Bigelow construye mediante su pulso cinematográfico una relectura atemporal de los síntomas que todavía continúan afectando a los americanos con total impunidad.
LA NOCHE MÁS OSCURA El vínculo entre Kathryn Bigelow y el periodista y guionista Mark Boal sigue indagando en la violencia institucional y política de los Estados Unidos, aunque La noche más oscura y Detroit: zona de conflicto forman un bloque conceptual mucho más claro y se distancian un poco de la superior Vivir al límite. No sólo porque La noche más oscura y Detroit: zona de conflicto están basadas en hechos reales, sino porque en estas dos películas se puede apreciar la comunión que se da entre la precisión en datos y detalles que aporta el periodista Boal al guión y la solidez de la directora para traducir estas experiencias en algo definitivamente físico. La película se mete con las revueltas que la comunidad negra llevó adelante en 1967 en la ciudad del título, y que tuvo como hecho más significativo la tortura y matanza de varias personas por parte de la policía en el Hotel Algiers. Bigelow nos mete de lleno y sin pausa entre las corridas y la represión, mientras va presentando con mínimas pinceladas al grupo de personajes que montarán esta suerte de relato coral sobre el horror. El dispositivo narrativo de Bigelow, especialmente a partir de Vivir al límite, da cuenta de una cámara inquieta, nerviosa, que tensiona aún más situaciones que se vuelven realmente insoportables ante nuestros ojos: tanto puede ser el trabajo de un grupo de especialistas en desactivar bombas como la tortura ejercida por grupos militares sobre musulmanes en Medio Oriente. Y aquí vuelve a rizar el rizo cuando se detiene específicamente en esas horas terribles donde la policía mantuvo de rehén a un grupo de personas, entre las que había manifestantes, otros que no, y dos mujeres blancas que mantenían un vínculo con los afroamericanos. Si la violencia está implícita en el cine de Bigelow, muchas veces demostrando la ambigüedad y contradicción en la forma de aplicarla por parte de las instituciones (eso estaba incluso en su cine de género y ficcional), la violencia de Detroit: zona de conflicto es una más cristalina y lineal, menos incómoda, que la de, por ejemplo, La noche más oscura. Si aquel film no podía distanciarse del todo de la idea de que a veces hay que avanzar en cierto sentido para obtener un bien mayor (aunque a partir del personaje de Chastain quisiera contradecir un poco esto sin lograrlo), lo que sucede aquí es mucho más simple: el accionar de la policía es decididamente injustificable y, por si fuera poco, no habría un bien mayor a realizar. Las revueltas, a juzgar por el prólogo animado de film, son para Bigelow-Boal una consecuencia directa de la suma de injusticias sociales, culturales y políticas que, y ese es el mensaje directo al presente por parte de la película, vaya uno a saber cuándo se terminarán. A ese contexto en plena ebullición de los años 60’s, Detroit (la ciudad) le sumó una entramado social representado por afroamericanos de clase obrera empobrecida con un orden representado por fuerzas policiales blancas y racistas. El resultado no podía ser otro. Por eso, no deja de ser curioso el grupo de personajes negros sobre los que focalizan la atención Bigelow y Boal. Uno de ellos es un guardia de seguridad que busca ser amable con sus pares blancos y que asiste como espectador pasivo ante el horror de esa noche en el Hotel Algiers (una noche realmente oscura). El otro es una de las víctimas, un cantante con aspiraciones de convertirse en artista de la Motown, la gran disquera de música negra que escuchaban los blancos. En ambos casos, se trata de personajes que reproducen a su manera la esclavitud del pasado con las formas innovadoras del capital: el guardia que protege lo que el poder ha construido, el artista que entretiene a las masas. Luego de la tensión, después de esa larga secuencia en el Hotel Algiers donde la película acaricia la textura del horror, Detroit: zona de conflicto se distiende. Abandona la reconstrucción de la violencia para pasar a mostrar las consecuencias de aquellos actos y reflexionar. Y si bien el film, por el tema que aborda, no puede más que transitar por la obviedad bienpensante (aquí Bigelow no pierde la potencia, pero sí la capacidad de provocar), en el camino que siguen aquellos dos personajes, en la forma de revelarse o no contra lo que se impone, es donde la película dice más y encuentra atajos a esa violencia que no hace más que retroalimentarse.
Ficha técnica: Detroit Intérpretes: Algee Smith, Anthony Mackie,Will Poutner, John Boyega. Dir: Kathryn Bigelow Distribuidora: DIGI CINE Estreno: 01 de febrero de 2018 Duración: 143 minutos AM16 Detroit, la nueva película de Kathryn Bigelow, centra su historia alrededor de los hechos ocurridos en dicha ciudad en 1967 cuando a partir de protestas por causas de segregación racial, la policía se vio envuelta en un confuso episodio, que incluso al día de hoy, sigue sin haberse clarificado. La película comienza mostrando, a partir de material de archivo, los últimos tiempos de la resistencia pacífica con el panorama general de una ciudad desbordada por conflictos, disturbios, saqueos y violencia por doquier, además de una fuerza policial cuestionable que se extralimitaba en sus funciones. Luego nos adentramos al Motel Algiers, allí tiene lugar la mayor parte de la película, ya que Bigelow presenta un grupo de jóvenes (tanto hombre y mujeres, blancos y negros) que por motivos confusos, terminan sitiados por las fuerzas de seguridad, para ser posteriormente torturados física y psicológicamente por un pequeño grupo de policías que se maneja en base a sus propios y crueles criterios. Finalmente, Detroit presenta como una suerte de epílogo, todos los hechos posteriores a la masacre, incluyendo la causa judicial y las sentencias. Detroit es una película intensa y perturbadora en más de un sentido, no sólo por la violencia que Bigelow nos presenta, sino por lo trágico de la historia más allá de lo físico: por la injusticia y la impunidad policial e institucional. En ese sentido, toda la situación posterior a la toma del hotel está diagramada perfecta y milimétricamente por Bigelow al punto de tornarse insoportable y agobiante para el espectador, que resulta testigo del más cruel, obsceno y explícito sadismo encabezado por la figura del salvaje y desmedido agente Krauss (encarnado por Will Poulter), en oposición a Melvin Dismukes -el complejo personaje de John Boyega- un guardia de seguridad privada, quien intenta mediar entre víctimas y victimarios, a la vez que pretende resguardar su propia seguridad. Si bien los hechos que Detroit presenta ocurrieron hace más de cincuenta años, es triste pensar que aún hoy tanto allí como en el resto del mundo, se siguen violando derechos civiles y las fuerzas de poder siguen gozando de impunidad. En ese sentido, la propuesta de Bigelow excede al film dramático y se convierte en un material de denuncia abrumador, pero necesario y urgente de ver.
Crítica emitida el sábado 3/2/2018 en Cartelera 1030 por Radio Del Plata (AM 1030) "Detroit: zona de conflicto" es el último largometraje de la gran directora Kathryn Bigelow, la cual relata los conflictos raciales en Detroit en 1967. Tras años de opresión en Estados Unidos y mediante el fervor de los conflictos xenófogos en aquel entonces aumenta la violencia entre los distintos agentes sociales. Después de un prólogo hermosamente animado se resumen con astucia años de conflicto, la película relata un particular acontecimiento en un hotel de Detroit en donde fallecieron tres "negros" y hubieron varias víctimas injustificadas de dicho hecho a manos del abuso de autoridad de la policía local. El relato de Bigelow es audaz y sumamente inteligen, intentando ser lo m+ás objetiva posible muestra todos los puntos de vista de los protagonistas del conflicto, apoyándose incluso en imágenes de archivo. Una historia atrapante y angustiante al mismo tiempo que expone la injusticia, la xenofobia, el abuso de poder e incluso ciertas cuestiones de género, pues en ese hotel se encotnraban también dos mujeres "blancas" las cuales según la mentalidad retrógrada de los policías blancos no podían vincularse afectivamente con los "negros". La impunidad de los aconteciemientos indigna al espectador y la conclusión obvia que es una vez más que "la violencia genera más violencia". "Detroit: zona de conflicto" es imperdible por su profundidad sociológica además de estar muy bien realizada tanto narrativa como formalmente.
La estatura de un director también se puede medir por la manera en que lidia con sus películas fallidas. Detroit: Zona de conflicto es una película fallida de una gran directora. En Detroit Bigelow parece haber olvidado todo lo que distingue su filmografía (el último tramo, en especial) del grueso de la producción de Hollywood: sus películas exhiben una inteligencia fílmica infrecuente, una rara habilidad para capturar el nervio de las escenas y para narrarlas con imágenes. Las películas de Bigelow, sobre todo Vivir al límite y La noche más oscura, poseen una complejidad desconocida para el cine político estadounidense que se percibe enseguida en la forma con que la directora puede retratar el clima de un lugar, los estados del cuerpo, la lógica de espacios como una base americana enclavada en Irak. Si hubiera que ubicar a Bigelow en una red de cineastas afines, habría que pensar en Paul Greengrass y Peter Berg, directores preocupados por el realismo que anteponen la observación del mundo a cualquier explicación que reduzca los hechos a consignas precocidas. El comienzo de Detroit es extraordinario. Bigelow recrea los disturbios de 1967 a partir de un mosaico de personajes y de hechos como si tratara de trasladar la confusión y el caos del momento a la experiencia de ver la película: no hay relato (todavía), solo un montón de escenas desorganizadas que transmiten la violencia y la tensión de esos días. Ese comienzo evita los lugares comunes de la mayoría de películas que cuentan acontecimientos similares. No se alcanza a divisar héroes y villanos ni la caricatura de un pueblo rebelándose contra un poder autoritario, sino algo bastante más atractivo y complicado: una ciudad anómica donde todos operan en los márgenes de la ley, desde saqueadores que destruyen los comercios de sus vecinos hasta policías que recorren las calles conteniendo salvajemente los delitos. La comisaría, esperanza última de orden, es un infierno de pasillos atestados de gente y gritos por los que se no puede caminar. Pero la libertad que Bigelow deja ver en ese comienzo se acaba cuando las historias confluyen. Una serie de hechos azarosos reúne a los personajes en un hotel de la zona. Un grupo de policías, auxiliados por militares y un agente de seguridad privada, abusan de los inquilinos, la mayoría de ellos negros: los acusan sin pruebas de haber realizado disparos contra ellos desde una de las habitaciones. La tensión escala y la directora opta por el grotesco: policías muy crueles y tontos vejan sin parar a los sospechosos, cuando directamente no los asesinan y fabrican evidencias. No se sabe cómo ni por qué, pero Bigelow parece olvidar todo lo hecho en la primera parte y en sus películas anteriores: Detroit se transforma en un panfleto contra la brutalidad y el racismo de la policía. Finalizada la escena del hotel, se dedica tiempo a mostrar fotografías de los hechos, las repercusiones legales y la reacción de los familiares de las víctimas. Vale decir, entonces, que no se trata solamente del interés de la directora por una situación extrema como la del hotel (suele ser el caso de Greengrass y de Berg), sino que Bigelow tiene otras ambiciones como comentar el funcionamiento de todo un sistema político y judicial. Pero ese comentario suena forzado, grueso, como cuando se escucha a alguien discursear solemnemente sobre cuestiones ya conocidas por todos. Lo que hizo de Vivir al límite y de La noche más oscuras dos películas singulares que iban contra el sentido común de su tiempo y de su lugar de origen (que no es solo Estados Unidos, sino también Hollywood), era que las dos tomaban contextos difíciles, sobrecargados de sentido, y descubrían allí un mundo material y afectivo que los noticieros, las crónicas u otras películas sobre Irak jamás habrían permitido ver, gestos fugaces y difíciles de filmar como las formas en las que se enrarece la espera de un especialista en explosivos o la angustia incontenible de una agente de inteligencia cuando cumple su misión y debe abandonar el lugar. Las dos películas anteriores de Bigelow resultan notables porque encuentran que esos personajes, espacios y situaciones cargan con un misterio que el periodismo y el cine, ocupados mayormente en dar explicaciones, en denunciar, no habían siquiera imaginado. En cambio, Detroit, exceptuando su gran comienzo, cree estar perfectamente segura de la naturaleza de los acontecimientos: no duda, no se pregunta, no busca, sino que explica, subraya, denuncia. Así y todo, incluso cuando la película se vuelve un panfleto exagerado, Bigelow demuestra un un pulso increíble para captar la tensión del momento. En medio del grotesco, la directora consigue que no nos deje de importar del todo la suerte de los personaje, y hasta puede construir uno o dos villanos memorables (el policía bestial con cara de niño que hace Will Poulter) y un héroe de aires trágicos al que la duda y el miedo no permiten actuar (John Boyega). Pero se trata de unos destellos que apenas disimulan el desastre general.
Crítica emitida en radio.
Kathryn Bigelow es la primera mujer –y la única hasta el momento– en haber ganado un Oscar a Mejor Dirección, lo cual habla más del lugar que se otorga a las mujeres en los premios dentro del mundo de arte que de ella o su cine. Así como Sofia Coppola se convirtió el año pasado en la segunda mujer premiada como mejor directora por Cannes, 56 años después de Yuliva Solntseva, Barbra Streisand no dejó de señalar en la última entrega de los Golden Globes que era la única mujer en haber ganado como mejor directora hace largos 34 años. Y la local Anahí Berneri fue, también el año pasado, la segunda mujer en ganar la Concha de Plata a mejor dirección en los 65 años del Festival de San Sebastián, con todo lo que un premio de ese nivel implica: la posibilidad de cotizarse de otro modo, de conseguir financiación para próximos proyectos. Del prestigio podríamos prescindir pero las desigualdades económicas se perpetúan desde el universo hollywoodense, donde los presupuestos implican millones, hasta la más modesta película independiente. El Oscar para Bigelow llegó en el 2010 por The hurt locker (2008), esa película tensa y polvorienta sobre un soldado estadounidense que se especializaba en desarmar bombas en Irak y necesitaba esa adrenalina de jugárselo todo cada vez como a la droga más fuerte, a falta de cualquier otro sentido. Con un pie en la historia contemporánea, como las películas siguientes de la directora, y otro en el cine de género –Bigelow hizo terror, acción y ciencia ficción entre los ochenta y los noventa, y dirigió esa joya protagonizada por una banda de ladrones surfistas en busca de la ola definitiva que es Point break (1991)–, The hurt locker fue una gran película de acción con un héroe demente en la que los espectadores podían leer también un comentario sobre la intervención norteamericana en Irak, o no. En todo caso, era un objeto ambiguo. Con Zero Dark Thirty (2012), centrada en la ficcional agente de la CIA a cargo de la larga misión que condujo al asesinato de Osama bin Laden, pasaba algo parecido y en ese sentido Detroit (2017), lo nuevo de Bigelow, representa un cambio bastante drástico. Con las películas anteriores una podía pensar que a Bigelow le importaba un carajo opinar sobre Irak o Bin Laden y cualquier otra cosa que no fuera el nervio del cine en su sentido más físico y vital, o en el punto exacto en que lo físico deviene otra cosa más cercana al misterio. Pero con Detroit, no quedan dudas: se trata de una película sin protagonista, o que lo encuentra recién en los últimos minutos, en un gesto osado por el cual se niega a generar emoción al identificarse con una historia particular, pero que está enseñando desde el primer minuto. El comienzo es didáctico y explica con dibujos simples, de hecho, la migración interna de los negros desde el sur hacia el norte y los conflictos sociales que se derivaron de ella. Después estamos en Detroit, en 1967, y aunque algunas escenas donde los protagonistas siempre son colectivos -negros, blancos, policías- darían la sensación de que se intenta retratar la experiencia viva del racismo en plena explosión de la lucha por los derechos civiles, la película da paso a una reconstrucción ficcional de la noche en la que varios agentes de policía y de la Guardia Nacional irrumpieron en el Motel Algiers para investigar la supuesta presencia de un francotirador y terminaron matando a tres chicos negros, por la espalda y totalmente fuera de cualquier legalidad. El material es reconocible para cualquier argentinx, aunque vivamos en un país donde el racismo nunca quiere pronunciar su nombre: brutalidad, abuso de poder, complicidad de la justicia. Bigelow sabe filmar la acción; el problema es que la voluntad de poner un espejo en el pasado en el que puedan mirarse los excesos del presente va por delante de la película y la agota. Detroit apuesta al reconocimiento más que a la revelación, subraya la villanía y la estupidez de sus villanos, y dentro de la filmografía de Bigelow es algo así como la mejor alumna.
Centrada en los conflictos raciales que tuvieron lugar en la ciudad que da título a la película en 1967, lo nuevo de la directora de “Vivir al límite” pone el acento en una tensa y violenta situación entre la policía y un grupo, en su mayoría afroamericano, alojado en un hotel. Un filme controvertido de una intensidad apabullante que no busca tranquilizar conciencias sino generar debates sobre el racismo. El caso de Kathryn Bigelow es muy curioso. A lo largo de una carrera que se extiende por cuatro décadas, la realizadora ha demostrado estar entre los mejores de su profesión, tomando en cuenta tanto hombres como mujeres. En el ámbito del cine de acción, suspenso, tensión o thriller, su trabajo casi no tiene iguales. Sus filmes fluyen e impactan con la ferocidad de un animal desatado, te llevan puesto, te quitan la respiración, en algunos casos te noquean. Sin embargo –y salvo por los premios a THE HURT LOCKER/VIVIR AL LIMITE, que también fueron bastante debatidos– nunca parece lograr el reconocimiento que merece. Y en su reciente e impactante DETROIT ha vuelto a pasar lo mismo. El “problema” con Bigelow es que no trabaja dentro de los cánones predecibles, un poco como le pasa a Martin Scorsese. Sus películas no dan respuestas tranquilizadoras, no entran en el cuadro de lo políticamente adecuado por una serie de motivos: son demasiado violentas, ella ve con sutileza y ambigüedad moral a personajes que otros directores transformarían claramente en villanos y las posiciones políticas de sus filmes, como le suele pasar también a Clint Eastwood, no conforman al bienpensante medio que vota premios o consagra cineastas en los Estados Unidos. No calma conciencias, las sacude. A eso hay que agregarle otra cosa: es una mujer que hace películas que poco y nada responden al criterio standard de lo que debería ser la “sensibilidad femenina”, algo que sí se ve en LADY BIRD, de Greta Gerwig, o en toda la cinematografía de Sofía Coppola, con quien la Academia suele llevarse mejor. Pero Bigelow filma mejor que la mayoría de los cineastas angloparlantes. En mi opinión, celebrados realizadores como Christopher Nolan o David Fincher no le llegan a los talones a Bigelow cuando está inspirada o cuando el guión está a la altura de sus talentos. Y DETROIT es, en ese sentido, ejemplar. Es casi una película de terror centrada en lo que sucede cuando un grupo de policías, agentes y militares cercan, atrapan y torturan mental y físicamente en un hotel a un grupo de negros a los que suponen involucrados en los disturbios que tuvieron lugar en Detroit en 1967. Y Bigelow pone al espectador en el centro de la acción, casi viviendo en carne propia esa durísima situación. DETROIT-ZONA DE CONFLICTO arranca al borde de la explosión y casi no para. De entrada vemos el caso que motivó el conflicto –cuando la policía desalojó violentamente un bar nocturno en un barrio negro de la ciudad– y de ahí en adelante todo es caos. Un ghetto en armas, violento y desatado, frente a unas fuerzas del orden completamente descontroladas y superadas por los acontecimientos, disparando a matar a lo que se le cruce por el camino. Este acercamiento coral va ajustándose hasta centrarse en una serie de personajes: un policía racista, despreciable y casi psicótico (Will Poulter), un guardia de seguridad nocturno afroamericano (John Boyega, de STAR WARS) y varias de las personas (dos músicos negros, dos chicas blancas y otros que estaban pasando la noche allí) que terminarían circunstancialmente atrapadas en el Hotel Algiers bajo el fuego, primero, de las autoridades y, luego, de las distintas formas de torturas que les aplicaron. Todo este caso es real y pueden buscar sus detalles online. Tomando el racismo como eje –y la frustración sexual de los policías al encontrar a dos chicas blancas mezcladas en una fiesta con negros no hace más que empeorar las cosas–, Bigelow dedica más de media película a poner al espectador en medio de esa sesión de tortura psicológica en la que uno de los agentes (sus subordinados dudan) va humillando, agrediendo, golpeando y enfrentando entre sí a los detenidos tratando de que confiesen un crimen que no cometieron. La situación, por diversos motivos, se les irá de las manos de distintas maneras. Y las consecuencias serán terribles. DETROIT ha sido acusada de cosas que me resultan, salvo una de ellas, un tanto incomprensibles, en especial la que presupone que una mujer blanca (y su guionista, blanco también, Mark Boal) no tienen “derecho” a hacer una película sobre negros. Hay otra acusación que pende sobre el filme que puedo entender un poco más, pero no la comparto. Es una que plantea que la película, en un punto, es “morbosa”, de la misma manera en la que cierto cine de terror puede serlo cuando pone a un espectador a ser testigo de crueles maltratos durante largo tiempo. Si bien hay algo de eso, lo que la realizadora intenta demostrar es la dificultad inherente (la sospecha por portación de rostro) de ser negro en los Estados Unidos. Un mínimo error, una confusión, un gesto fuera de lugar y una persona puede perder la vida, como se sigue viendo en incontables videos caseros grabados estos años en los que policías mataron a conductores o transeúntes negros sin motivos reales. Bigelow trabaja estas escenas con su maestría habitual. Pese a que más de media película transcurre en un par de cuartos de hotel, jamás se vuelve pesada ni monótona. De hecho, tengo la impresión que resuelve la cuestión de la tensión racial en un espacio acotado de una manera mucho más noble y menos “autoconciente” que Quentin Tarantino en LOS OCHO MAS ODIADOS, pero allí donde el supuestamente corrosivo QT deja muy en claro la división entre héroes y viillanos, Bigelow se mete en zonas más complicadas. Es que más allá del evidente asesino maníaco de la película, el resto de los personajes (la mayoría de los policías también, de hecho) responden más por deber y miedo a su jefe que por verdadero convencimiento. Y eso –la idea que no es un sistema racista y corrupto sino que solo son algunas “manzanas podridas”– es algo que tampoco le han perdonado demasiado. Bigelow es una cineasta con tanto talento para el cine de género que en cierto modo creo que pierde un poco el tiempo al seguir, película tras película, apostando por integrar ese talento a filmes políticos y bélicos, la especialidad o el interés de su guionista. Creo que es hora de que la realizadora de POINT BREAK vuelva al género puro y duro ya que allí tiene muy pocos rivales a la hora de crear tensión. Estoy seguro que haría ese tipo de trabajo mejor que el 90% de los celebrados autores de cine de género de la actualidad. Esto no quiere decir que DETROIT no sea en cierto punto una película de género (*) y una muy buena, pero es cierto que algunos conceptos de entretenimiento salvaje y voraz como le gustan a la realizadora a veces transitan, como le pasó en ZERO DARK THIRTY/LA NOCHE MAS OSCURA, por zonas incómodas, casi border con el morbo o el mal gusto, cuando se trata de casos reales y densos. Eso, claro, quedará en los ojos de los espectadores. Para mí no sucede (en ninguna de sus películas) porque no siento que haya una búsqueda específica o conciente de provocar esas reacciones. Es que su talento es tan grande, sus recursos estilísticos tan potentes y efectivos, que es inevitable sentir que sus películas nos meten de lleno en el corazón de la oscuridad. Muchos tratan, pero pocos pueden hacerlo tan bien como ella.
El largo y caluroso verano La nueva película de Kathryn Bigelow, fracaso de taquilla e ignorada en los Oscar, es un extraordinario relato sobre las revueltas de 1967 en Detroit. Ya desde hace unos años, la temporada de premios es el ámbito en el que las minorías aprovechan para protestar por la subrepresentación y las injusticias que sufren en la industria de Hollywood. Quizás todo se haya intensificado a partir de la campaña #OscarsSoWhite de 2015, pero es un tema que viene de lejos, desde cuando la actriz Hattie McDaniel, hija de esclavos, se convirtió en la primera afroamericana en recibir un Oscar (por interpretar a Mammy en Lo que el viento se llevó) y el productor David O. Selznick tuvo que pedir un permiso especial para que pudiera entrar al Hotel Ambassador, donde se realizó la ceremonia de 1940, lugar en el que no admitían negros. Este año, además, todo sucede en el medio del escándalo de denuncias por acoso sexual contra distintos actores, productores y técnicos de Hollywood, y del movimiento Me Too, que seguramente será el eje de la ceremonia de los Oscar que se llevará a cabo el 4 de marzo en el Dolby Theatre. Las películas y las personas nominadas parecen haber seguido entonces los designios del clima de época (Diego Lerer ya escribió al respecto la semana pasada). Cuatro actores negros de veinte (dos hombres y dos mujeres), un director negro, una directora mujer, uno mexicano, y podemos seguir con el relevo de minorías. Las películas a observar, en este sentido, son ¡Huye!, de Jordan Peele, y Lady Bird, de Greta Gerwig. Peele es el quinto afroamericano nominado a Mejor Director y Gerwig, la quinta mujer. Parece injusto señalar todo esto, porque ambas películas merecen estar ahí por derecho propio (confieso que no ví todavía Lady Bird, pero el consenso crítico general parece indicar eso). Pero suele pasar que cuando todos caminan como pisando huevos, se les pasa por el costado lo importante. Hoy estrena Detroit: Zona de conflicto, una película dirigida por una mujer (Kathryn Bigelow, la única que alguna vez ganó un Oscar como directora, en 2009 por la excelente Vivir al límite) que cuenta una historia real de racismo y brutalidad policial: el asesinato de tres jóvenes negros en el motel Algiers durante la revuelta de 1967 en Detroit. La película fue un fracaso estrepitoso que ni siquiera recuperó los gastos, y acá la distribuidora Digicine demoró el estreno (iba a ser en noviembre) esperando alguna nominación al Oscar: no sucedió. Y sin embargo, Detroit es una película extraordinaria que recuerda un poco por la tensión que la recorre a Vivir al límite, una de las mejores de Bigelow (la Academia no siempre se equivoca), pero es mucho más compleja. A su manera, las revueltas de aquel “largo y caluroso verano de 1967” eran una bomba a punto de explotar, como las que tenían que desarmar los soldados americanos en Irak; el problema es que acá los encargados de desarmarla eran parte del problema. El lenguaje clásico del cine indica que una película debe comenzar con un plano panorámico que nos ponga en contexto: si la historia transcurre en Nueva York, empieza con un plano panorámico de algún paisaje reconocible de la ciudad. Después el plano se cierra al lugar más preciso en el que va a transcurrir la historia (un edificio, por ejemplo, pensemos en los primeros segundos de El bebé de Rosemary). Y finalmente, entran en plano los personajes protagonistas. Bigelow hace una cosa muy parecida pero no solo en términos espaciales sino de conflicto. La primera media hora de película es una especie de plano general de la revuelta. No es un plano general literal (por supuesto, hay todo tipo de planos) sino metafórico. Una revuelta es una suma de pequeños enfrentamientos: en esta esquina dos policías golpean a un joven, 30 metros más allá un pibe rompe un auto, a la vuelta unos chicos corren para protegerse detrás de un tacho de basura, y más. Y la revuelta es todo eso, que es más que la suma de las partes: una especie de organismo vivo, caótico, que amenaza con escalar hasta donde uno no imagina. Eso logra captar Bigelow, con un laburo de montaje y puesta en escena complejísimo, en esa primera media hora. Después el plano se cierra en el motel Algiers y, si se quiere, Detroit se transforma en una película un poco más convencional. Claro que el clima en el que nos situó la primera parte se mantiene y de alguna forma potencia la tensión de adentro. Ahí, desde una habitación en la que hay varios jovenes negros y dos chicas blancas divirtiéndose, uno de ellos dispara por la ventana con una pistola de cebitas para asustar a unos policías. Obviamente, es la chispa que causa la reacción en cadena. Entran los policías al hotel, le disparan a uno de los jóvenes, le plantan un cuchillo y lo dejan desangrarse. A eso siguen unas horas de tensión racial irresoluble, en las que un policía negro (John Boyega) será de alguna manera el fusible, el personaje que pivotea entre ambos mundos: si bien Detroit claramente denuncia la brutalidad policial, sobre todo encarnada en el personaje de Philip Krauss (Will Poulter), un villano completo, no tiene miedo de mostrar la violencia de los alborotadores con sus molotovs. Y eso es porque Bigelow y su habitual guionista y productor Mark Boal tienen convicciones fuertes: saben que ningún delito justifica la brutalidad policial, entonces no necesitan esmerilar a las víctimas. El resultado es una película sofisticada y potente pero que, quizás por ese mismo motivo, no prendió en la sensibilidad actual del público ni de la Academia. Da la sensación de que esta búsqueda demasiado premeditada por la diversidad termina resultando conservadora y produce películas en las que los negros cuentan sus historias y las mujeres las suyas, confinados a películas-gueto, sin atreverse a correr ningún riesgo. En ¡Huye! los negros son víctimas indefensas. En Detroit también son víctimas, pero Bigelow-Boal les dan un rol mucho más activo y combatiente. En ¡Huye! la chica blanca es solo una carnada que arrastra el joven negro a una trampa; en Detroit, las chicas blancas enfurecen a los policías blancos cuando las ven coqueteando con los músicos negros. Que esta última sea la historia que eligió contar una chica blanca es algo que debería haber merecido mayor atención en este estado de cosas.
Crítica emitida en radio.
La ganadora del Oscar, Kathryn Bigelow dirige esta película cruda y violenta sobre el racismo, que indaga sobre un hecho del pasado reciente La Ciudad de Detroit en 1967 es el escenario de una serie disturbios y revueltas opuestos a la constante acción policial contra la población de color. Durante cinco días, el lugar se convierte en zona de guerra. Mientras tanto, en un motel un grupo de jóvenes afroamericanos y dos chicas blancas sufren los abusos de varios policías racistas y violentos. Al igual que en la magistral La noche más oscura, Kathryn Bigelow, no se priva de mostrar la brutalidad de la tortura y el abuso de poder con todo detalle y realismo. Lo que muchos pueden calificar de "explícito" o "pornográfico", en realidad es una clara denuncia a la segregación, la discriminación y el white power. Ver este filme puede resultar incómodo, (aquel que narraba la muerte de Bin Laden también lo era) pero nadie podrá negar que la directora sabe cómo darle realismo a las secuencias más tensas y brutales. Play A la verosimilitud que presenta la reconstrucción de época, hay que sumarle una cámara en mano nerviosa (otra marca de autor de la realizadora) que aumenta la sensación de registro documental. En el apartado de actuaciones, todo el elenco luce sólido y creíble. Se destaca Will Poulter, como un policía sádico y psicópata que resume en su cuerpo el espíritu de una fuerza totalmente corrompida por el odio racial. También Anthony Mackie y John Boyega logran traspasar la pantalla con sus interpretaciones cargadas de sentimiento. El guión (responsabilidad una vez más de Mark Boal) funciona porque no se distrae en la acción macro y decide situarnos en los hechos que ocurren en el hotel, las atrocidades que allí suceden sirven de ejemplo de la situación general que vive la ciudad. También es cierto que el filme resulta maniqueo (los blancos malos, los negros buenos), casi no se indaga en las personalidades e historias de los personajes, y no hay matices, aquí, bien vale la metáfora: se es blanco o negro, nada de grises. La narración que comienza lenta va ganando en intensidad y tensión hasta llegar a un clímax poderoso y provocador. Una advertencia sobre un pasado que en la era Trump, luce peligrosamente actual.
SE VIENE EL ESTALLIDO Una película necesaria para entender que los problemas raciales no son sólo cosa del pasado. Hasta la fecha, Kathryn Bigelow sigue siendo la única mujer en la historia que levantó el Oscar a Mejor Director. Se hizo su buen nombre e incursionó en casi todos los géneros, generalmente, reservados para el sexo masculino; y en los últimos años dejó su huella con este tipo de historias basadas en hechos reales, y/o con trasfondos políticos que suelen levantar controversia, o al menos, invitar a la discusión. “Detroit: Zona de Conflicto” (Detroit, 2017) toma como eje una serie de disturbios desencadenados en dicha ciudad en el año 1967. Reclamos sociales por parte de la comunidad afroamericana en una ciudad con poca tolerancia, desmadres violentos y saqueos ocasionaron la intervención de la Guardia Nacional, pero la directora se concentra en un confuso episodio que terminó con tres jóvenes afroamericanos muertos y otros nueve heridos y torturados a manos de la policía, durante la noche del 25 de julio en el Algiers Motel. Sabemos que siempre hay dos lados de una misma historia. Bigelow y el guionista Mark Boal, con quien ya hizo equipo en “Vivir al Límite” (The Hurt Locker, 2008) y “La Noche más Oscura” (Zero Dark Thirty, 2012), intentan ser imparciales y, en un principio, parase en amabas veredas guiándose más que nada por archivos televisivos y testimonios de los involucrados porque, al fin y al cabo, todo terminó siendo la palabra de unos contra los otros. Los amotinamientos, la violencia, los destrozos no pueden ser justificados, pero mucho menos la opresión de la policía y el abuso de la autoridad local que nunca pudo (ni supo) manejar una situación que se les salió de control rápidamente. Estamos en épocas de segregación, de lucha por los derechos civiles, pero también de una larguísima ola de violencia que se extendió desde 1964 hasta 1968 por varias zonas de los Estados Unidos. No todos los ciudadanos de color estaban dispuestos a acatar las reglas y sentarse en la parte trasera de los autobuses. Cuando la gota rebalsa el vaso comienzan los desmanes, y muchas veces, los reclamos de justicia se convierten tragedias. “Detroit: Zona de Conflicto” se centra en un hecho puntual, pero engloba un sentimiento que todos conocemos, aunque muchas veces nos cueste asimilar. El racismo/xenofobia existió y NUNCA va a dejar de existir (lamentablemente), y así es como esta película se convierte en un documento necesario para estos tiempos, aunque sea una historia lejana y ajena para cualquiera de nosotros. Bigelow recrea a su manera, con crudeza y una cámara vertiginosa casi documental. Arranca con la redada a una fiesta privada que desencadena los primeros disturbios; sigue con el despliegue de la policía y la Guardia Nacional; nos presenta a Krauss (Will Poulter), un oficial de gatillo fácil y sus compañeros; The Dramatics, una banda de R&B que debe cancelar una gran oportunidad para el estrellato a causa de los desmanes; y Melvin Dismukes (John Boyega), guardia de seguridad que intenta mantener el orden a su alrededor. En un punto, todos confluyen en el Algiers, pero los verdaderos problemas comienzan cuando uno de los huéspedes dispara un arma de salva contra los soldados atestados al otro lado de la cuadra. Sí, malísima idea, pero uno no esperaría que una broma de mal gusto termine en semejante masacre. La policía irrumpe en busca de la pistola y del responsable, pero sólo encuentra a jóvenes afroamericanos y dos chicas blancas pasando un buen rato. La tensión sube más rápido que la temperatura en verano, y una vez que se desatan las golpizas y las amenazas, ya no hay vuelta atrás porque los policías, entre ellos Krauss, no tienen la forma de encubrir su accionar. Bigelow se pone detallista y no se contiene a la hora de la violencia. Nunca lo hace, y acá, aunque muchas veces se excede y roza el morbo, está dejando bien clara su postura sobre el abuso de poder, la desigualdad, los miedos y el “no te metas”. Imposible no empatizar con todos estos personajes y la injusticia a la que están sometidos. La directora también se encarga de señalar a los “villanos”, pero también a ese sistema imperfecto y un tanto prejuiciosos que les permite salirse con la suya. “Detroit: Zona de Conflicto” avanza, como muchas de las películas de Bigelow, impulsada por la tensión de los hechos. No deja de ser un thriller cargado de violencia y dramatismo, pero pesa mucho más (y duele) cuando lo ponemos en contexto. Una de esas películas difíciles de mirar, pero que hay ver para seguir cultivando la empatía. LO MEJOR: - La contundencia de las imágenes. - Un elenco más que sólido. - La relevancia que alcanza en este momento. LO PEOR: - No hay necesidad de ser TAN explícitos, ¿o sí? - Bigelow se olvida de los grises.
Kathryn Bigelow, probablemente, pasará a la historia como la primera mujer en llevarse el Oscar como directora y como productora -es decir, Mejor Película- por Vidas al límite en 2010. Pero es una de las mejores directoras de la segunda mitad del siglo XX y primeras décadas del XXI fuera de toda duda. Todas sus obras trabajan alrededor de dos ejes: la violencia como una forma de adicción u obsesión, una necesidad en un mundo reglado y chato, y el abuso del poder político. Aparecía en Vidas..., aparecía en la excelente La hora más oscura, e incluso en su clásico Punto Límite, pura ficción. En Detroit narra cómo se inicia y crece uno de los mayores disturbios por motivos raciales de la historia estadounidense, un hecho que ocurrió en 1967 tras un violento y poco necesario allanamiento y que incluyó -el núcleo de la película- un episodio de enorme violencia en un hotel. Bigelow opta por el retrato coral y la diversidad de puntos de vista, no para enjuagar culpas (es muy claro que el Estado es el máximo responsable) sino para entender los motivos de cada personaje. Incluso la violencia sin razón, la pura catarsis producto de un contexto opresivo tiene su lugar en el film. La tensión es constante y genera una incomodidad -los momentos violentos son muy realistas- que es además riqueza. No es una película “de denuncia”, sino que va más allá, al fondo casi metafísico de la violencia. Bigelow filma con una aparente urgencia que encubre un cuidado y una planificación casi militares.
Hay un cine que incomoda y pone el dedo donde duele. No suele encontrárselo en Hollywood, pero cuando aparece lo hace por esquinas poco transitadas, muchas veces con distribución limitada y casi siempre bajo un cono de sombras tendido por la prensa mainstream y toda aquella asociación encargada de repartir premios. El caso de la directora Kathryn Bigelow, en ese contexto, se destaca por varios motivos y uno, quizá el principal, es que es mujer y se mueve entre la jauría machista de la industria como una Wonder Woman sin superpoderes. En 2017 la directora de la impecable The Hurt Locker estrenó Detroit, uno de sus films más arriesgados, sobre la crisis racial que estalló en esa ciudad estadounidense en 1967 y que tuvo su climax en un pequeño edificio con la matanza de unos jóvenes negros a manos de un puñado de policías sedientos de sangre. Bigelow explicita en pantalla (con guión de Mark Boal, el mismo que le dio texto a sus mejores trabajos) su poder narrativo y de dirección de actores para contar cómo la Justicia de los Estados Unidos ignoró las pruebas y liberó de culpa y cargo a los asesinos de uniforme y armados hasta los dientes. En Hollywood la gorra tiene premio y, de la misma forma que los policías fusilaron a sus presas, la Academia de Artes Cinematográficas se cargó a la película. La problemática del racismo, sin embargo, estará este año en la ceremonia por la más asimiliable Mudbound, uno de esos films que apuestan a vestuarios vistosos y actuaciones made in Actor´s Studio para disfrute de las familias bienpensantes. Detroit va por otro lado. El film elige el clima revulsivo, la asfixia de un escenario acorralado por los caños que apuntan a las cabezas de los muertos inminentes. Es difícil imaginar desde este lado, el de la clase media blanca, qué puede haber sentido un bisnieto de esclavo o un nieto de quien en esos años fue apaleado o masacrado por la policía del Tío Sam. Debe ser complejo tragar saliva frente a un proyector que muestra semejante situación. Incluso filmada por una mujer rica de clase media. Quizá se trate solo de otro de los olvidos de la Academia, tal como sucedió tantas veces con Orson Welles, Alfred Hitchcock, Martin Scorsese o Woody Allen. Salvo que en este caso hay de por medio un tema que en los Estados Unidos vuelve a ponerse de relieve con un racista explícito en el sillón de la Casa Blanca. No sería la primera vez que la Academia juega a la histeria con el poder político. Ni la última, por supuesto. Los 4 premios a los que podría aspirar Detroit Mejor Película, Mejor Dirección y Mejor Guión Original. Por su temática, por su potencia narrativa, por la construcción de escenas de altísima tensión sin golpes bajos pese a tenerlos a mano en todo momento. Por su dirección de actores, por su armado de casting. Mejor Actor Protagónico. El trabajo de Will Poulter como el policía criminal que lidera a la banda de uniformados asesinos es magistral. Juega un rol que podría encajar en cualquier film que necesite de un villano irredimible sin caer en la caricatura.
Si hay algo que caracteriza al cine norteamericano, y que lo hace enorme e importante, es su incuestionable capacidad para ir al lado de la Historia de su país, como si cada película tuviera la obligación de complementar su historia con la Historia. O como si cada nueva producción intentase ser también una especie de revisión del pasado y un alegato de los problemas del presente, ya sea de manera explícita o implícita, consciente o inconsciente. La directora Kathryn Bigelow pasó de las películas de género modernas y ligeramente cool de las décadas de 1980 y 1990 a preocuparse por la Historia reciente de Estados Unidos de manera más directa, bordeando el registro documental. De los vampiros de Cuando cae la oscuridad y los ladrones de bancos de Punto límite, pasó a la guerra en Irak con Vivir al límite y la caza de Bin Laden con La noche más oscura. Pero si bien sus películas se desplazaron de la forma convencional del mainstream hacia una puesta en escena más nerviosa, con una atmósfera más tensa y una cámara hiperquinética que abusa de los zooms, Bigelow nunca dejó de lado la tradición del cine americano, sus preocupaciones, sus convenciones, sus reglas, sus tics. En Detroit: Zona de conflicto se puede ver la fusión del pasado y del presente de su filmografía, que viene perfeccionando desde que empezó a trabajar con el guionista Mark Boal (lo primero que hicieron juntos fue Vivir al límite, 2008). Allí están su ya característica cámara en mano y el exagerado uso del zoom, en este caso para reconstruir los disturbios ocurridos entre las noches del 23 y el 25 de julio de 1967 en la ciudad que da título al filme, cuando el enfrentamiento racial del país del norte llegó a uno de sus puntos de máxima ebullición y dramatismo. La película dedica unos minutos a repasar los dos primeros días de los salvajes enfrentamientos entre la policía, mayoritariamente blanca, y los habitantes afroamericanos. Luego de contextualizar los hechos, el filme se centra en el tercer día, más precisamente en el allanamiento del motel Algiers, cuando unos policías comandados por el temible agente Krauss (interpretado de manera brillante por Will Poulter) interrogan violentamente y luego ejecutan a civiles inocentes. También hay personajes que hacen de contrapunto a la violencia, como el del guardia de seguridad encarnado por John Boyega, que en todo momento trata de tranquilizar a las bestias uniformadas. Es indiscutible la valentía de Bigelow. La directora despeja las dudas ideológicas que sobrevolaban sus dos películas anteriores y su postura es claramente crítica con esa policía blanca, violenta, racista y corrupta, que mataba por la espalda y reprimía bajo la protección de leyes que consideraban delitos los reclamos de la comunidad afroamericana. Detroit: Zona de conflicto es un descarnado y contundente alegato contra la violencia policial.
Crítica emitida por radio.