Nadie sabía de qué iría este film, apenas algunas escenas se habían colado por la red; un drama de época, la extraña aparición de un dinosaurio, ¿nuevamente la presencia de la naturaleza como en otros films de Malick?. El gran interrogante pudo ser revelado. Si, como es costumbre, la naturaleza está presente en film, no tan vital como en La Delgada Linea Roja o Días de Gloria (film cuya partitura de Ennio Morricone casualmente es el leitmotiv de Cannes previamente proyectado antes de cada film). La cámara de Malick se hace presente, con idas y venidas vertiginosas, una steadycam que va y viene constantemente, fluyendo entre personajes, situaciones, como muchas veces se destaca, consigue convetirse en un personaje más de importancia narrativa frente a la obra. Brad Pitt, Sean Penn, si, actores de esa talla. ¿Qué mas?. The Tree of Life es de esas experiencias cinematográficas que no terminan de cerrar con una solo visión, uno de esos films a los que se necesita estar muy atento, inmerso, como ocurriese con Imperio de Lynch, una mínima desconección te deja fuera del fillm como para nunca poder volver a el, al menos en esta visión. La majestuosidad de escenas de Malick es característica, el film nos hace preguntarnos en varias ocasiones acerca de diversos temas, lograr un entendimiento y volver a repreguntarnos sobre el por que de la conducta humana. Pero esta vez, Malick va un poco más allá de las situaciones domésticas, un ámbito marcado y determinado, una estructura lineal, o un simple traslado cinematográfico de una novela cualquiera sea, el camino es dirigido hacia lugares no tan transitados en cine, al menos desde esta perspectiva sensorial, de análisis y concientización. Meternos con posibles situaciones paranormales, hablar del mas allá e inclusive la metafísica no es tara sencilla. Gran parte del encanto del film radica en que al igual que en 2001: Odisea en el Espacio de Kubrick, ambas comparten diseños del mismo realizador.
Simplemente descomunal Sin embargo, pese al protagonismo mediático del equipo de la película de Fresnadillo y la brillantez de la violenta propuesta de Urbizu la jornada de ayer perteneció por completo a Terence Malick y su El Árbol de la Vida, Palma de Oro a la Mejor Película del Festival de Cannes, Gran Premio Fipresci de la Crítica Internacional a la Mejor Película del año y estrenada simultáneamente en los cines comerciales y en el pase de prensa vespertino del Festival ante una prensa ansiosa de comprobar si estaba ante la obra maestra del año que muchos que pregonan o ese globo pedante pagado de sí mismo que algunos de sus detractores llevan semanas denunciando. Hacer un juicio de valor apresurado de una película tan descomunal como la quinta película en cuarenta años de Terence Malick, un señor que tiene en su haber obras tan indiscutibles como Días de Gloria, Badlands, La Delgada Línea Roja o El Nuevo Mundo, sin dejar pasar un tiempo más que prudencial para digerirla, a ser posible lejos de un ambiente tan sobrecargado y viciado como el de un Festival de Cine como éste sería tal imprudencia por mi parte que no tengo la más mínima intención de cometer semejante error. Baste decir que el que esto suscribe se quedó literalmente pegado a la pantalla ante el atrevimiento de Malick de acometer una obra cósmica que intenta abarcar desde el dolor de la pérdida de un hijo, el siempre difícil proceso de crecimiento de éstos y el aprendizaje de los valores que le transmiten, a menudo con mensajes contradictorios, unos padres que lo hacen lo mejor que pueden hasta el origen mismo del universo, big bang y dinosaurios enseñoreándose por la Tierra incluidos. Malick es grande en lo pequeño y pequeño cuando intenta abarcar lo grande. El Árbol de La Vida me parece una película tan abrumadora, excesiva, agotadora, bella, cruel, lírica, demoledora, subyugante, ambiciosa, magnífica, brutal y única – sobre todo eso, ÚNICA – que no me queda otro remedio que dejar para mejor ocasión el análisis detenido y reposado que sin duda merece. Para echarle de comer muy aparte. Eso sí, si tiene la suerte de disponer de un cine cerca donde la pongan, no deje pasar la oportunidad de ir a verla. Va a descubrir una experiencia como nunca antes ha vivido en un cine. Lo que no quiere decir necesariamente que ésta vaya a ser de su gusto, cosa bien distinta. Sé que lo que voy a decir a continuación posiblemente me hará pasar por no pocas situaciones incómodas en el futuro, pero un servidor jamás había visto una película antes que le hiciera sentir con tanta intensidad la importancia de llegar un día a tener hijos. O no desear tenerlos jamás por el miedo al fracaso. Una de las dos cosas. Probablemente la primera. No es poco mérito para una película a la que cualquier conjunto de adjetivos – ya sean positivos o negativos - se queda corta para empezar siquiera a abarcar la enormidad de su propuesta.
Se podría decir que el ex-profesor de filosofía en el MIT, Terence Malick, trabaja demasiado y a la vez que trabaja muy poco. Si bien solamente ha dirigido la increíble cantidad de ¡6 películas! en casi cuatro décadas (empezando con Badlands (1973) una joyita que después sería sutilmente homenajeada por Tony Scott en True Romance (1993)) todas y cada una de estas películas se sienten muy trabajadas, como si Malick las hubiera pensado por años antes de empezarlas a filmar. Esta pequeña digresión viene al caso porque lo anterior jamás ha sido más cierto que en The tree of life, híper-ambiciosa película ganadora de la prestigiosa Palma de Oro en el Festival de Cannes 2011. A grosso modo, la película es la historia de una niñez marcada por un padre severo (Brad Pitt) mezclada con sendas meditaciones sobre el origen de la vida en el Universo, pero la verdad es que el film es más que eso: es un tratado filosófico acerca del sentido que le damos a la vida, y cómo éste queda marcado a partir de nuestra niñez, además de un argumento para, como dice Saramago, dejarnos llevar por el niño que fuimos (Las pequeñas memorias, Punto de Lectura, 2009). O al menos esto fue lo que entendí, porque The tree of life es, como todo film ambicioso que se precie, profundamente ambiguo. Quizá lo más interesante de la película es su narrativa: retazos aquí y allá de recuerdos caprichosos de la infancia de Jack O’Brien (Sean Penn de adulto, Hunter McCracken de niño) se mezclan con secuencias que tratan de ambientar el origen de la vida en el Universo, y con escenas del propio Jack ya adulto, quizá tratando de darle sentido a toda su niñez. Si tuviera que emparentar a esta película con alguna otra, tendría que ser con 2001, de Stanley Kubrick y, más recientemente, con Enter theVoid, de Gaspar Noé. Con la primera por la grandiosidad de sus temas, sobre todo los que tienen que ver con el Universo; y con la segunda por la forma de armar una narrativa a través de retazos de memorias que, quizá sin tener que ver una con la otra, terminan de dar sentido a la existencia de un ser humano. Por supuesto que estéticamente el cine de Malick está muy alejado del de Noé: mientras el de Noé es sucio y claramente atraído por las luces neón del Tokyo nocturno, el de Malick es una belleza, repleto de luz natural y con movimiento de cámara tan sutiles que parecería que ésta está flotando sin que nos demos cuenta. Mucho de esto, supongo, se debe a la labor del cinefotógrafo Emmanuel “El Chivo Lubezki”, regular colaborador de Malick y quizá el mejor cinefotógrafo trabajando en el mundo. Por supuesto que The tree of life dista de ser perfecta: la película es tan grande que a ratos pareciera que a Malick se le va de las manos (¿qué onda con los dinosaurios?), es fácil perderse y quizá una narrativa más convencional habría sido más conveniente para la historia humana del film. Estoy seguro que la película va a dividir opiniones: unos van a dejarse llevar por su lirismo, mientras que otros encontrarán insoportable su aparente sinsentido. Lo que es innegable es que Malick ha realizado algo completamente original, a contracorriente y propositivo. Solamente por esto, The tree of life merece que la veamos, la meditemos, la discutamos, y después la volvamos a ver.
VIDA Son muchos los adjetivos que le calzan perfecto a esta película de Terrence Malick: ambiciosa, admirable, perfecta, profunda, única, emotiva, diferente, bella, cruda, fuerte y desconcertante, entre muchos otros. Pero hay uno que define de manera auténtica y realista a esta propuesta y que, en especial, es su gran fuerte y el sentido más rico y maravilloso de este trabajo: humana. La historia se centra en contar la vida desde el punto de vista de Jack, un hombre que se siente abatido por la muerte de su hermano y quien comienza a recordar su pasado, centrándose en sus temores, sus alegrías, disgustos, en la relación con su familia y, principalmente, en la rivalidad con su padre. La película es muy compleja y es necesario verla más de una vez para captar todos los detalles y todas las metáforas que aquí el director expone. No es una narración cronológica, aunque todo está mostrado en un orden específico para darle mayor intensidad y fuerza al relato. Aquí se pueden apreciar dos características generales que pueden separarse para un mejor análisis, pero que están llevadas adelante de tal manera que una complemente a la otra y viceversa: Por un lado, la fotografía, una manera muy particular de mostrar lo que sucede en escena, con planos hermosos, cambios de cámaras difíciles y novedosos, y una limpieza visual realmente maravillosa. Cada segundo de esta película es una muestra intensa del poder de la cámara y de la habilidad de un director por tomar de manera original y muy sentida todo lo que va sucediendo. Son muchas las secuencias en las que no hay guión hablado, por lo que la fotografía y la puesta en escena cobra un sentido mucho mayor, y el trabajo realizado para que dichos momentos puedan entenderse y puedan llegar a tocar las emociones del espectador es hermoso. Es solo cuestión de ver las escenas líricas y oníricas en las que se muestra la creación del Universo y los primeros pasos de los animales como para descubrir una manera muy particular de expresar una idea y de sentir, sin una sola palabra, con intensidad lo que sucede (excelente uso de los dinosaurios para expresar una premisa en especial y perfecto el aprovechamiento de la fotografía para llevar adelante, minutos más tarde, la creación de una vida). Se juega con las luces, con los planos, con los ángulos, con los efectos especiales, con las recreaciones, y se hacen muchos planos detalle que le aportan emoción y belleza a la cinta. Por otro lado, el guión. El argumento es complicado y muy profundo. Es muy difícil lograr que una película toque temas filosóficos y mantenga entretenido o maravillado al espectador, y aquí, gracias a la intensidad y al realismo de lo que va sucediendo, se logra plantar una semillita para que el espectador profundice o simplemente se siente curioso por ir más allá de lo que a simple vista se puede apreciar. Un trabajo minucioso, original y muy bien pensado, que toca temas existenciales y que invita a la reflexión. A su vez, la película cerca de la mitad de su duración, desarrolla en plenitud un realismo que identificará al espectador, no solo porque lo que sucede es muy creíble, sino porque hay parte de ese relato que toca la esencia de la familia y de la vida misma. Una historia apasionante de principio a fin. La radiografía de cinco personajes y sus diferentes temores, ambiciones y alegrías. La música acompaña de manera excelente lo que sucede y, al igual que la fotografía, es de suma importancia para transmitir las ideas en esos momentos silenciosos de palabras. El trabajo de Alexandre Desplat se suma a un conjunto de originalidad y sentimiento que se complementa con cada una de las partes aquí desarrolladas. Las actuaciones son precisas. Cada uno de los personajes presenta una descripción determinada y muy bien lograda, y el trabajo realizado por cada intérprete permite transmitir esas inseguridades y reflexiones que sus respectivos roles dejan entender. Brad Pitt (padre), Hunter McCracken (Jack en edad adolescente), Jessica Chastain (madre) y Sean Penn (Jack adulto) están perfectos en sus papeles (esa escena de arrepentimiento entre hermanos es soberbia). "The Tree of Life" es una experiencia surrealista sin igual, que transmite emociones y sensaciones que muy pocas veces se han visto en el cine (uno de los exponentes claros de la humanidad al mismo nivel que esta película es "2001: A Space Odyssey" de Stanley Kubrick). Con una fotografía hermosa y una historia muy ambiciosa, pero no por eso menos intensa y profunda. Una imperdible propuesta, una representación artística como muy pocas de la última década. UNA ESCENA A DESTACAR: Dejando de lado cada momento de la vida de Jack, las situaciones oníricas son admirables.
2011, odisea del cine En El árbol de la vida se combinan la radicalidad de un director con estatus de mito viviente y reverenciado por la cinefilia más exigente como Terrence Malick con el glamour de dos estrellas de Hollywood en su elenco: Brad Pitt (también coproductor del film) y Sean Penn. La mixtura tuvo efectos benéficos en el último Festival de Cannes (el director ganó la Palma de Oro y los fotógrafos disfrutaron de Pitt -acompañado por Angelina Jolie- en la alfombra roja, pero habrá qué ver si el público "pochoclero" no la ve como un "bodoque pretencioso" y los apuntados cinéfilos/fans del realizador, como una "concesión" al star-system. ¿Cómo explicar El árbol de la vida sin caer en simplificaciones? Se trata, en principio, de un melodrama familiar ambientado en los años ’50 (e inspirado en los recuerdos de infancia del propio Malick) sobre un matrimonio (Pitt y Jessica Chastain: recuerden este nombre, es la actriz del momento) que sufre la muerte de uno de sus tres hijos. Pero eso es sólo uno de los aspectos -el más "clásico"- que aborda el creador de Días de gloria, Malas tierras, La delgada línea roja y El Nuevo Mundo. Con El árbol de la vida, Malick se propone una de las películas más ambiciosas de la historia del cine, una empresa artística que -en la comparación- deja a 2001, odisea del espacio, de Stanley Kubrick, como una película intimista. Con una búsqueda sensorial y una narración fragmentaria (se parece a un caleidoscopio y a un rompecabezas), el film ofrece desde un ballet cósmico sobre el polvo de estrellas, un documental sobre las maravillas naturales del planeta, un ensayo prehistórico (hay un par de dinosaurios que Steven Spielberg envidiaría) y una épica sobre el amor, la muerte, la culpa, el duelo y la redención. El trabajo visual y sonoro -en colaboración con el fotógrafo mexicano Emmanuel Lubezki, el diseñador Jack Fisk y el músico Alexandre Desplat- es de una belleza subyugante, apabullante (algunos críticos le cuestionaron un excesivo regodeo con ciertas imágenes), mientras que las distintas voces en off tienen no pocas búsquedas espirituales (hay algo de new-age en la propuesta), filosóficas y religiosas que oscilan entre lo genial y lo pueril. Así de desconcertante es esta película que fascina, conmueve, irrita y abruma. Entre los múltiples aspectos que llaman la atención es que en los 139 minutos de El árbol de la vida una figura como Sean Penn tenga tan poca participación, ya que interpreta en un puñado de escenas a uno de los hijos del matrimonio en la actualidad (un arquitecto que trabaja en una importante firma). Quizás por eso, no participó de la promoción del film y hasta admitió de manera pública que no la había entendido. A no pocos espectadores les pasará algo similar. De todas maneras, más allá de sus altibajos, se trata de un trabajo de indudables valores. Bien vale arriesgarse para disfrutarla y/o discutirla.
Cuando la vida es cine El cine, como la vida misma, como los milagros, está llena de sorpresas y de enseñanzas. Cuando promocionaban el árbol de la vida de un tal Terrence Malick al que nunca había conocido antes, debo reconocer que me impactaban ya las fotografías que rondaban la web aunque no así el tráiler que finalmente habían lanzado. Presumía con esa música y cadencia de imágenes, un drama existencialista más, bastante presumido por cierto y lleno de extraños simbolismos. Fue tanta la alharaca que finalmente se armó con motivo de su estreno en España que no pude contenerme de participar en la discusión: o la amaban o la odiaban. Tenía que tomar partido. Como buena pasionalmente estúpida que soy a veces- y es que no me cabe otra definición- miré los primeros 10 minutos que me sacaron de quicio y me puse a opinar sin más: que sí, era pretenciosa, que no la iba a pagar en cine por muy maravillosa que fuera visualmente, que esto y aquello. Como la trifulca seguía, tenía que terminar de verla. Yo, que siempre sostuve que había que ver algo en su totalidad para juzgar, me impulse verla entera. Lo hice a sabiendas que encontraría millones de razones para sostener porqué era una absurdidad de película. Y de pronto, y a pesar de que en un primer visionado hubo cosas que no me iban gustando me puse a pensar y comparar: ¿porqué un film, por ejemplo, como las Alas del deseo, no me parecía pretencioso y este sí?, ¿por qué me molestaba que Malick de pronto jugara con tanto simbolismo en medio de una historia tan bien montada como esta familia de la década del ’50? La respuesta no fue fácil. Estamos acostumbrados, casi sin darnos cuenta, a un cine de consumo. Y cuando digo de consumo, no lo digo estrechamente relacionado al pochoclismo, sino al aspecto físico de la cosa. La narrativa tiene que tener ahora una determinada dinámica, un determinado mensaje, una determinada estructura. Lo que se salga de eso parecerá justamente eso: pretencioso, absurdo, infumable. Recordé entonces esas maravillosas palabras de Orson Welles “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta” y me di cuenta que no estaba viendo simplemente una película. Un artista me estaba expresando sus dudas, sus ideas, sus conceptos en formato audiovisual, sí, pero recitado. ¿Por qué, si había cosas criticables, el film me había quedado zumbando? ¿por qué había logrado emocionarme en varias escenas? ¿por qué llegó la noche y no podía sacarme las imágenes y las preguntas de mi cabeza? Fue entonces cuando me di cuenta que en menos de 24 horas había visto el film dos veces, que sentía ganas de verla en cine, que no podía parar de hablar de ella. El film finalmente por todo eso, se resumía en una sola palabra: impactante. El árbol de la vida cae irremediablemente en esa categoría de películas en las que te quedás mirando el techo mientras expelés un eeeeeeeeeeeeeemmmmm cuando te preguntan de qué se trata. Imposible decirlo, sépanlo. Desde el título es obvio que nos habla Malick de todo aquello que envuelve el concepto cabalístico del origen de la existencia. Habla de la creación entera, de las esferas de la vida, de la familia, el amor, la naturaleza, el creador, todo, todo, pero todo. Que muchos perecerán en el intento es innegable, que otros la podrán saborear quizá con el tiempo como el buen vino que decanta, que otros la odiarán, seguro. Pero lo que no se puede negar es que es un film que pasará a la historia, que no tardará en incluirse en esa interminable lista de films que hay que ver antes de morir, que no dejará indiferente a nadie. Es un film que como la semilla misma de la vida va germinando adentro de uno pacientemente, aflora cuando menos nos imaginamos. Porque como reza el film: Nada permanece quieto.
Nos encontramos ante la peli controversial del año. La han odiado y amado. Yo empiezo diciendo que aún cuando me faltan ver muchas de las pelis que más prometen en este 2011, acá estamos casi con seguridad ante el que se lleve el Oscar a mejor fotografía (Emmanuel Lubezki). Más tarde en la reseña les explico porqué. Pero de buenas a primeras les digo que hace un uso de las luces, de los blancos (justo lo mismo que admiro de Pfister), pero aquí se le suman por la historia unos encuadres que quitan el aliento. Tras este brevísimo comentario preliminar, pasemos a la cosa golda jajaja ¿De qué habla la peli? That is the question!!! ¿Cuál es la historia? That is the question!!! Hay una historia, que sirve de historia y sirve de excusa para representar en forma cercana, aquello que en la peli se piensa y se cuestiona y analiza. Es un peli filosófica? Si. Es abstracta? Si y no. Yo no le vi mucha abstracción, más bien paralelismos excelentemente bien planteados. (Y por ello y para ello, muy necesario su inicio). Pero ya me meto en los paralelismos después. Sigamos cuestionando al estilo Malick jajaja ¿es pretenciosa? Y… según como se lo mire. Al que no le gusto le parecerá pretenciosa. Al que le gusto, la verá como yo, si algo tendiente a lo magnifico pero no sé si pretenciosa. Es que depende mucho de cómo te llegue la peli. A ver si me explico. Pretenciosa puede sonar por aquello que “quiere explicar” si es que lo pensamos como que “se quiere explicar algo”. Yo más bien lo tomo como que “se están cuestionando cosas, en un eterno aprendizaje”. Claro, puede que suene que hablar de cosas “tan grandes” parezca querer hacerse el sabio filosófico amigo de Platón y Diógenes. Pero… en definitiva ¿no pensamos todos en estas cuestiones? ¿es pretencioso hablar de ciertos temas o resulta más pretencioso decir que de esos temas no se habla ni se puede sugerir respuestas? ¿qué es más pretencioso? O quizá lo pretencioso sea la forma. Como bien apelan muchos de mis compañeros blogueros, muy aceptablemente, en una historia simple se puede ver la humanidad. Y claro que si!!!. Pero también se puede filosofar en fílmico ¿porqué no? Es cineee!!! Historias, pensamientos, narraciones clásicas y otras jugadas, esquemas que se siguen y otros que no, biografías, caso reales, ciencia ficción, fantasía, pensamientos. Todo vale. Pero claro, puede que te guste o no. Yo no estoy exenta de eso tampoco, en ese todo vale, hay cosas que no me valen dos mangos, jajaja. En este caso no me molesta lo pretenciosa, como no me molestaba lo pretencioso de contar tantísimos niveles en Inception, o lo pretencioso subrreal de Sucker Punch, y como si molestaron los conejos de Lynch (y si, es el ejemplo que más cómodo me queda siempre jajaja, ya veo que un día la termino de ver y la adoro juajuajua). La cosa que yo destaco acá, es que lo pretencioso viene de la manera de filmar la cosa, de esas escenas grandiosas a nivel de dirección pero no así en el mensaje. A riesgo de parecer que Malick quiere decir que sabe cómo explicar el cosmos y el inicio y el fin, lo que encierra a mi criterio la peli es algo más grande pero más sencillo. Y es que creo que justamente el mensaje primordial es de una humildad muy grande. Creo que eso es lo que el director quiere transmitir, que se pregunta, que se cuestiona y que a la única conclusión que se le aproxima es a entender que no entiende. El famoso “solo sé que no sé nada”. A una conclusión parecida llegamos aquí, a ver que nuestros cuestionamientos y reclamos están situados en otro plano, dentro de otro plano y así, y eso que para nosotros es todo, es solo un gota en el océano. Y ahí pasamos a lo buenísimo del inicio. Sin ese inicio cósmico, es muy fácil que nos consideremos el todo y que “olvidemos” un todo que conocemos de oído. Ese inicio nos sitúa. Nos muestra lo gota en el océano que venimos a ser. No sin antes mostrarnos en núcleo del problema con la primer escena de los padres. Y que además es coherente en narrativa. No empieza del cosmos, empieza del problema terrenal. De allí surgen el dolor y los cuestionamientos posibles para dar pie a pensar en algo más. Y llegamos al inicio del inicio, con una foto de lujo, con profundidad visual, con sonidos impresionantes. Y tarda. Claro que tarda. Es necesario para que te salgas del día a día y contemples. Te metas en eso. De lo contrario sería imposible. Claro que algunos se pueden dormir, no quito que no. El ritmo en Malick raya siempre (al menos para mi) lo intolerante. Ahora si te metes allí y disfrutas de lo que ves, viene a ser la preparación específica para que quedes con eso en la mente durante todo el resto de la peli, para que no olvides que todo lo que luego se cuenta, tiene que ver de alguna forma u otra con aquello. Por eso debe ser grandioso, visualmente atractivo, y si te metes, sentido (de sentimiento, no de lógica). Es como querer correr una maratón sin hacer precalentamiento, o ir a una clase de meditación y llegar al nivel alfa respirando alocadamente como si corriéramos el colectivo. Malick sabe eso, no como sabiondo, como director. Como lo sabe el que filma un policial y sabe que la pista y la duda en el espectador se genera a partir de ciertos elementos y ritmos ubicados de determinada manera a lo largo de la trama. Claro, en este caso se corre el riesgo de que algunos se adormilen en la butaca o desistan. Es parte. J Después se vuelve a lo terrenal. Va! Yo acá quiero hacer una apreciación, nunca salimos de lo real. Hay simbolismos, si, pero dentro de cosas reales. No tenemos como el the fountain, un tipo comiendo un árbol para crear un concepto (que yo esa forma, en ese caso, y en esa película, critiqué), más el dorado, más la burbuja y el etc, que ya conocen los que hayan visto esa peli. Acá no, el simbolismo se crea desde lo real, no se vuelve imagen collage. Salvo… y ahí esta el punto que hace que la peli no llegue a mi criterio al 10, el final. Pero ya hablaremos del final, en el final. La cosa es que después de tanta galaxia, y fuego, volvemos a lo que nos llamaron, la familia protagonista. Plantada (nunca mejor dicho) la semilla del cosmos y del todo, ahora pasamos a ver el caso puntual. Y ahí todo se va tornando mejor que mejor. La cantidad de paralelismos que existen en la peli (si no te olvidaste de aquello de los primeros minutos), es tal, y tan bien armado, que da para aplaudir. El tema es que la cosa se va vislumbrando de forma pausada. Astutamente, no se nos muestran esos paralelismos (al menos no los más significativos), enseguida. Lo que se hace es meternos ahora en la dimensión más cercana a nosotros, y nos van contando, casi olvidamos lo anterior. Casi (ahí esta el meollo de la cosa). Y cuando estamos bien metidos en la historia familiar, los paralelos asoman. Alrededor de las ¾ parte de la peli en adelante se hacen más notorios. Lo bueno, es que no solo tienen una lectura, también incluye la psicología, además de las creencias. Y la cosa se encadena. Y el hijo cuestiona al padre, que a su vez cuestiono a su padre y a su padre y así hasta el infinito. Con esa superioridad que suele tener el infante cuando “empieza a entender” y que el adulto reconoce como “entendimiento a medias”, y aquí muestra que aún el del adulto es “a medias” en relación a otro. Y así. No es azaroso que el padre de la historia sea como es. El paralelismo con aquél otro “padre si se quiere” al que le cuestionamos el dolor que nos causa es más que claro. De la misma manera que el hijo se lo cuestiona a Brad Pitt. Además tenemos el personaje de la madre y la gran cantidad de sentidos que puede tener su personalidad, desde religiosa, psicológica, hasta natural. Por momentos puede ser La virgen, por otros la madre tierra (la representación de la naturaleza sin más) por otro la psicología de la aceptación de la que se habla al principio. Y más. Y lo mismo sucede con los niños, con el sentimiento de hermandad, de multitud, de crecimiento, y el etc es amplio como el cosmos. Debo decir que antes de esta parte de la peli, pensé que sobretodo por el ritmo lento, la peli no ganaría en un segundo visionado, pero es aquí donde me empezó a parecer que si. Y luego venimos al final, que es lo que más critico. A Sean Penn que si bien fomenta parte o todo el relato anterior, no deja de parecerme descolgado. Y desde allí, nos metemos en la confusión de la voces en off (que antes eran algo confusas también, en cuanto a quién hablaba o pensaba me refiero, pero que aquí se hace por el transcurso de las imágenes más necesario poder definirlas)., y una escena en la playa que me viene sobrando. Y si, es lógico, lo entiendo, que en la conclusión la cosa se torne metáfora, simbolismo del que criticaba en la fountain, porque es justamente allí, en esa parte, en donde el hombre no tiene registro más que lo que imagina. Eso lo entiendo y lo acepto, pero hubiera preferido que se transmitiera de forma menos limbíca si se quiere. Eso si, el pasaje por puertas es sensacional, y la madre con las manos al cielo para helar la sangre. Hasta aquí del entramado. Ahora paso brevemente a lo técnico. No me voy a extender, porque ya escribí mucho, solo decir que esos planos, angulaciones, movimientos internos de cuadro, la profundidad en imagen, sentido y sensación de las imágenes, las del inicio y las otras eh, son todas extraordinarias, que no tienen solo un mero justificativo estético sino que están acordes con aquello de lo que va la peli. Es la peli justa para explotar los picados, los angulares, las perspectivas, etc. La luz, una grandiosidad absoluta, muy luminosa. A veces pienso que es más difícil de conseguir, buenas fotos con muchas luz que con claroscuros o penumbras (aunque también las admiro). La edición es otro acierto. Y los tiempos, son para meditar, puede que se hagan extensos, que el ritmo decaiga un tanto en alguna parte, que en segundos visionados ese ritmo lento joda aún más, pero que tiene su razón de ser, la tiene. En definitiva, una peli para ver con el alma y disfrutar con los sentidos. Técnicamente genial, con una dirección extraordinaria, y una historia que da para debate. Cuando la vean, me cuentan.
Es profunda, sofisticada, sobrecogedora, poética, sensible, sublime, bella, conmovedora, etc. Pero todas estas cualidades las podemos cambiar a antónimos si sos de los que gustan de las historias lineales, claras, con ritmo y un esquema clásico y comercial. Si pertenecés a este grupo la película te va a...
Se trata acá de una gran película del director Terrence Malick, una reconstrucción de recuerdos familiares, con momentos de cierta tensión que vacilan entre lo conflictivo y lo alegre. Un film lleno de imágenes puras, metafísicas, atemporales,que van desde lo terrenal a todo el cosmos, para mostrarnos toda la belleza e inmensidad que se esconde detrás de la palabra vida, y la trascendencia que esta puede tener - aún después de la muerte- en un universo poblado de misterio. El film comienza y termina dejándonos en el misterio. Pero esto no incomoda al espectador ya que conoce de entrada las reglas de ese mundo: un film que no pretende dar respuestas sino sumergirnos en una vida que – si bien ya no se presenta materializada porque le ha llegado la muerte – aún sigue respirando. Está presente porque esa persona estaba rodeada de vida y eso le sigue dando trascendencia y aliento, para que la muerte simplemente sea una dolorosa etapa, parte de ese amplio concepto de vida, pero que no marca el fin de nada. Vemos el misticismo que nos rodea, desde los elementos esenciales que encontramos en la naturaleza. Es una película cargada de espiritualidad, en una especie de religión personal, de conexión con el universo, que nos invita a verla en un estado meditativo y despegandonos de los prejuicios y pretensiones nos dice que no le exijamos nada, que no esperemos argumentos intrincados o personajes que avancen a traves de la acción. Acá la temporalidad del relato se ve constantemente suspendida, más bien es como si el tiempo flotara, para mostrarnos el TODO del universo, a través de espacios encadenados y un argumento que por momentos trasciende toda lógica o ley de causa y efecto. Aparece la subjetividad de la mirada, siendo muy acertados los movimientos de cámara propuestos por Malick, mostrandonos la inestabilidad existente en todo lo que nos rodea y la carencia de reglas que expresan la libertad en su estado más puro. Encontramos en todo el film la poesía de las cosas, el nuevo “cine de poesía” creo que diría Pasolini si aún estuviera entre nosotros. La elección estética para cada toma nos saca de la cotidianeidad de las imágenes y las carga de un nuevo significado. Creo que lo que intenta dejarnos Malick es un testimonio sublime de lo vital. Difícil de describir, es una película que sólo puede “vivenciarse” a través de la vista. No siempre las imágenes se pueden describir con palabras, acá la idea de Malick no se puede separar de la imagen. Se parte del dolor más grande que puede sentir una persona e invita a una búsqueda, a un viaje universal para calmar un poco ese dolor y enseñarnos que el hombre – en su vulnerable pequeñez- no podrá revelar el universo que lo rodea. Pero, como todas las cosas, es parte de este, en él está y estará por siempre.
Hay directores que podrán ser amados u odiados, pero que nunca pasan desapercibidos. Tal es el caso del estadounidense Terrence Malick. En casi cinco décadas, este ermitaño y misterioso cineasta dirigió cinco películas en la que plasmó su visión contemplativa de la naturaleza (humana y en general): Badlans, Días de Gloria, La Delgada Línea Roja, El Nuevo Mundo y la que hoy nos convoca: El Árbol de la Vida. En 139 minutos, Malick logra contar, de manera épica, una historia intimista. La historia de una familia de Texas en la década del 50. La familia de Jack (Sean Penn en la edad adulta) y sus dos hermanos, quienes viven con un padre demasiado estricto (Brad Pitt) y una madre amorosa (Jessica Chastain). Como suele suceder en el cine de Malick, el argumento es sólo la punta del iceberg. Debajo de la superficie están todas sus preocupaciones y temas recurrentes: la pérdida de la inocencia, el contraste entre el hombre y la naturaleza; el amor, el odio, la muerte, la Vida. La Vida. De eso se trata la película. De la vida de Jack... pero también de la vida en general. Y esto se hace evidente cuando, en determinado momento, sorprendiendo al más desprevenido, se nos presenta un minidocumental —al estilo de los de Discovery Channel, pero mejor— sobre el origen del universo. Desde que la Tierra era un infierno de volcanes y lava hasta la aparición de dinosaurios (los dinosaurios mejor filmados de la historia del cine, después de los de Steven Spieberg en Jurassik Park). Esta fascinante secuencia confirma que Malick, con su nivel de perfección y anonimato, es el director vivo más parecido a Stanley Kubrik. De hecho, el diseño de la secuencia estuvo a cargo de Douglas Trumbull, responsable de los efectos especiales de 2001: Odisea en el Espacio. Y si le sumamos que el minidocumental está musicalizado con ópera... Sin embargo, pese a algunos otros intereses en común —personajes que se mueven en mundos violentos, por ejemplo— siguen siendo autores muy distintos. Kubrik era pretencioso, gélido a niveles matemáticos, pesimista. Malick es igual de pretencioso, pero más humano, más introspectivo, más lírico. Ver El Árbol de la Vida es lo más similar a leer poesía: uno simplemente debe dejarse llevar. El ambicioso e impresionante trabajo visual le pertenece al director de fotografía Emmanuel Lubezki. El mexicano, quien había trabajado con Malick en El Nuevo Mundo, vuelve a dar cátedra de cómo convertir cada plano en una obra de arte, pero sin nunca dejando de ser funcional a la historia. La clave está en que la cámara parece subjetiva, como convirtiendo al espectador en un personaje más dentro del universo de la película (aunque el punto de vista está puesto en el pequeño Jack). Lubezki fue nominado al Oscar varias veces, pero nunca ganó. Este trabajo podría darle la tan merecida estatuilla. Brad Pitt es muy convincente en el rol del padre que exige a sus hijos para que sean triunfadores, para que nadie los pase por arriba, pero que termina resultando autoritario y amenazante. Sean Penn cumple nuevamente, y con economía de recursos. Los chicos son muy frescos y tan profesionales que parecen veteranos. Pero quien se roba la película, en materia actoral, es Jessica Chastain. La joven pelirroja es una encarnación del amor y la felicidad, un personaje de poco carácter pero muy especial. Jack la tiene tan idealizada que siempre aparece sonriente, jugando, incluso levitando como un hada. Más allá de que en determinado tramo se vuelva densa, El Árbol de la Vida es una experiencia audiovisual diferente, y también difícil de digerir, sobre todo si uno perdió un ser amado (principalmente, un hijo o un hermano; no hay nada de spoilers en esta aclaración). Es la obra más personal de Malick, el colmo de sus ambiciones creativas. Y, para alegría de sus fanáticos, ya no será necesario esperar años para ver su próximo film: el director ya tiene lista The Burial, con Ben Affleck y Rachel McAdams, y prepara el documental Voyaje of Time, con narración de Brad Pitt. Un director que divide aguas, pero que continua siendo uno de los artistas más personales y respetados.
La inconmensurable belleza de la vida El concepto de “árbol de la vida” es aquel según el cual toda la vida en la tierra está relacionada. Difícil plasmarlo en el cine, pero no imposible, debió haber pensado el legendario Terrence Malick antes de encarar la realización de su sexta película en más de cuarenta años de carrera. ¿Lo consiguió? Veamos. El film abre con una cita al Libro de Job, cuando Dios pregunta: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba y se regocijaban todos los hijos de Dios?” De pronto, algo aparece en medio de la oscuridad: una luz, una llama. La Señora O’Brien (Jessica Chastain) recibe un telegrama en el que se informa la muerte de su hijo de 19 años. Su marido, el Señor O’Brien (Brad Pitt), se entera de la tragedia por teléfono. Unos cuantos años después, el otro hijo del matrimonio, Jack (Sean Penn), habla por ese mismo medio con su padre, a quien no vemos, y le confiesa que piensa en su hermano muerto todos los días. Al salir del moderno edificio donde trabaja, ve un árbol. Lo que sigue es una larguísima secuencia que representa la formación del universo. En off se escuchan las voces de los miembros de la familia realizando preguntas existenciales. Galaxias en expansión, volcanes en ebullición, microorganismos en reproducción. Océanos que rugen, flores que crecen, animales que corren. Eventualmente somos llevados a la orilla de un lago. Un dinosaurio que estaba por matar a otro le perdona la vida y se va. Hay algo de todo esto que nos recuerda a 2001: Odisea del Espacio, y no es casualidad. A los efectos visuales contribuyó el genial Douglas Trumbull, en un regreso notable luego de varias décadas lejos de Hollywood. Otro aspecto en común con el magnum opus de Kubrick es la música, que fluye durante todo el metraje: Bach, Brahms, Mahler, Couperin, Berlioz, y Smetena, entre otros, acompañan las imágenes con toda su exuberancia. El majestuoso interludio da lugar a la niñez de los chicos O’Brien en Waco, Texas, bajo la estricta educación de su padre. De esta manera las acciones pasan a regirse por las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Gestos, costumbres, retos paternos, rebeldía infantil. La cámara se convierte en los ojos del niño, y su mirada es la de aquél que descubre el mundo por primera vez. En relación con esto no se puede hablar de extrañamiento alguno, puesto que todo objeto aquí resulta intrínsecamente misterioso. El Árbol de la Vida conlleva un reingreso a la atmósfera de esas extrañas tardes estivales de la infancia, con sus dejos de ingenuidad, de tristeza, de sinsentido. A ese redescubrimiento se le opone la amarga contrición de la vida adulta por aquello que pudo ser y no fue. Así de importantes y así de insignificantes son los personajes del relato frente a la existencia que lo abarca todo. El final de este comentario me deja algo frustrado, por cuanto me resulta imposible describir con palabras la inconmensurable preciosidad de lo que vi. ¿Qué es una vida? ¿Qué es La Vida? Tan ambiciosas preguntas no podían obtener mejor respuesta por parte de un cineasta. Malick demostró por qué con apenas un puñado de títulos en su haber es uno de los grandes directores vivos del cine americano. Audaz, ambicioso, magnánimo, su film posee una belleza tan profunda y emocionante que nos enceguece. Por sobre todas las cosas, El Árbol de la Vida es una película insoportablemente hermosa, que hay que saber disfrutar para no perdernos ni un ápice de las sensaciones que nos puede ofrecer.
Más que la historia de una familia en los '50 Terrence Malick, el aclamado y controvertido director de cine de clásicos como Badlands, Días de Gloria y La Delgada Línea Roja, regresa con El árbol de la vida. La película fue premiada con la Palma de Oro en Cannes y asombró a los críticos del mundo. El film está basado en la historia de una familia del Medio Oeste norteamericano durante los años 50, pero eso no significa que se base en esa época. El cineasta va narrando el duro traslado de la vida del hijo mayor, Jack, desde la inocente infancia con un duro padre (Brad Pitt) hasta su desencantada adultez. Su intento de reconciliar las complicadas relaciones familiares de una madre amorosa, un tierno hermano y un ambiguo padre que, por desear una buena crianza, cae en los errores fáciles y dolientes para sus hijos y pareja. La osadía e imaginería de Malick es mostrar a Jack como un alma perdida en busca de respuestas sobre el origen y significado de la vida, además cuestionándose la existencia de un Dios. Y para esto el realizador no teme en desplegar sobre la pantalla grande desde frases bíblicas, imágenes muy cuidadas e incluso todo el proceso del Big Bang (con todas sus fases y de una manera asombrosa). Si bien los diálogos de El Árbol de la Vida entrarían en casi dos carillas, el film de 138 minutos es un juego sin fin, que trasmite emociones y vivencias, colores y texturas. Y donde la mano del hombre en todo momento intenta tocar la luz que se filtra por las hendijas de una vida tangible.
Tan compleja, triste y hermosa como la vida misma Unless you love, your life will flash by. En casi dos horas veinte, Terrence Malick se propone a englobar toda la alegría, la tristeza, el drama y la épica que significa ser humano. Al lado de eso, la creación y la destrucción de la Tierra (del universo, también) queda como algo... pequeño. Es un film demesurado y desproporcionado pero en el buen sentido: la odisea (del espacio) visual remite a 2001, de Stanley Kubrick, sólo por hablar de uno de sus referentes. Pero en esa visión bigger (¿o deberíamos decir equal?) than life lo primordial son todos los aspectos que nos constituyen como personas; el vínculo que establecemos con la naturaleza y la religión. En esta aventura ambiciosa, Malick pone especial atención a los pequeños detalles de las vivencias de Jack (Hunter McCracken, el verdadero protagonista de la película) en su hogar de clase media en Texas, alrededor de la década de 1950. La cámara capta con ángulos panorámicos todas aquellas cosas hermosas que nos llaman la atención: desde la cara de un bebé reposando en el hombro de la madre, hasta el andar del padre por una fábrica nueva y limpia, luego vieja y corroída por el paso del tiempo. Esas son las cosas que verdaderamente interesan. La magnitud de lo que vemos en pantalla nos recuerda que somos seres finitos, apenas "algo" en el cosmos. Jack, el menor, crece entre el orden (el cosmos) representado por el padre (en una primera visión puede parecer demasiado estricto: no lo es) y el desorden (el caos) representado por la madre. Para Pitágoras el universo se rige entre la armonía musical y la armonía cosmológica: en la película todo tiene un rol musical, incluso los silencios. Escuchamos composiciones de Brahms, Taverner, Berlioz, mezclados con la música original de Alexandre Desplat (como siempre, una gran partitura nunca altisonante, nunca en primer plano, que se complementa con el resto de los "apartados técnicos"). Toscanini es el referente del Señor O'Brien (Brad Pitt que compone en cada gesto, cada mirada, cada arranque de furia, no un concepto, sino a un personaje). Él trata de llevar la orquesta, su familia, con armonía, pero pronto descubre que es una tarea bastante complicada. Sigue el camino de la gracia (como anuncia la madre al principio: "Hay dos caminos en la vida: el de la gracia y el de la naturaleza. Hay que elegir a cuál seguir") pero cuestiona las cosas que le suceden, no entiende ni comprende como es que Dios permite que sucedan las cosas que, efectivamente, suceden. Aunque a veces los voice-over de la madre irritan un poco (parecen llenos de filosofía new-age, explicativos y pretenciosos) el film nos recuerda que se adopta al punto de vista de esta familia tradicional norteamericana de religión católica. Desde esa cosmovisión interpreta el resto. Si Akira Kurosawa filmó Ran siempre por encima del hombro los personajes, dando la sensación de que veíamos todo desde el punto de vista de un Dios, Malick parece embobarse, maravillarse, con tantos planos en contrapicado de edificios, personas, luces, sombras... es como si viera todo como la más grande y bella creación. La creación del universo, los girasoles, las nubes, todo está filmado con extrema delicadeza. Es cierto que eso mismo se parodiaba en la grandísima Adaptation. (El ladrón de orquídeas, de Spike Jonze) pero aquí todo está tan bien hecho, con tanto decoro y prolijidad que lo que hubiese sido banal termina siendo poético. No se trata de descifrar símbolos, como si fuera una película de Ingmar Bergman. Walter Lippmann decía que todos creemos en imágenes preexistentes en nuestras mentes (los tan mentados preconceptos o prejuicios) y convertimos las ideas en símbolos. Malick deconstruye todas estas imágenes inconexas a priori, para que el sentido se lo otorgue el espectador. El ritmo, la deconstrucción, permite que se derriben todos esos prejuicios, esas ideas preconcebidas de esto y aquello. Eso, claro, hasta el tercera acto, donde -sin adelantar nada-, la película nos dice, nos indica qué es lo deberíamos pensar y sentir. Es un error donde muchos grandes cineastas han caído (recientemente, Peter Jackson con The Lovely Bones y Clint Eastwood con Hereafter). Brad Pitt no es el único actor que brilla. Desde el pequeño Hunter McCracken, la mística Jessica Chastain -uno de los nombres más promisorios del cine, de aquí en más con su voz celestial y pasiva-, hasta la breve aparición de Sean Penn, todos son funcionales al relato. A veces el tono filosófico agota, los personajes hablan poco pero pareciera que hablan de más (otra vez: el voice-over el personaje de Chastain), alguna secuencia onírica molesta (de nuevo, involucra a Chastain, esta vez, volando) y el tercera acto que sí bordea lo banal. Pero son reparos más bien menores en una obra con tantos aciertos. Es como si el protagonista desquiciado, rebelde, enorme, que se devora la película, fuera la película misma. Ya saben: el ciudadano Kane, el Daniel Plainview, es el mismo director. Necesitamos de la épica en nuestras vidas, y también en el cine. Este es un relato épico, no sólo por la escala, sino por la atención con la que está realizada. David Lean borraba las huellas que dejaba la producción y los camellos antes de cada toma en Lawrence de Arabia. Tal trabajo no se puede apreciar, pero nos da una idea enorme de lo que es la película. La primera vez que salí de la sala de cine, experimenté cierta confusión: admiraba la película y había podido conectar emocionalmente, pero también comprendía algunas de las quejas con la narración del film. Luego de verla por segunda vez, comprendí que la narración no es compleja. Hasta se podría decir que es clásica, salvo por un par de saltos temporales. También entendí que todos los "grandes temas" que recorre la película quedan pequeños, porque se centra en algunos puntos en cuestión, no en todos. Ahí está el acierto: la familia es la columna vertebral del film, el modo en que la entendamos hará que veamos una obra mayor o menor. De eso se trata el arte: de interpretar y conmovernos. No de imágenes grandilocuentes o temas serios. El Árbol de la Vida, ante todo, conmueve.
Cada vida, la Vida Jack (Sean Penn) es un lobo de las finanzas en una ciudad de acero y cristal que viste el paisaje sin verlo. Pero hoy, en este día, su mente se adhiere a los recuerdos de infancia. Su hermano trágicamente fallecido, su madre a la que adora, la tortuosa relación con su padre, cada espacio transitado... El mar. El bosque. El río. Y más lejos aún en el tiempo, la Vida. Vagamente consciente de su fe postergada, Jack reconstruye mediante recuerdos el mundo de su infancia buscando una paz y una respuesta que quizá siempre estuvieron allí. Es necesario aclarar que, pese a sus indiscutibles méritos, el cine de Terrence Malick no es un cine fácil de digerir. Quizá por eso, o a pesar de eso, es uno de los directores que más atención merecen en los últimos tiempos. Sus dos últimos filmes, "El nuevo mundo" (2005) y la presente "El árbol de la vida" le insumieron dos y cuatro años de dedicación exclusiva, respectivamente. Esa dedicación se traduce en resultados visibles: pocas veces asistirán a un evento de tal magnitud compositiva en cine. James Cameron y su "Avatar" quedan en ridículo al lado de los veinte primeros minutos de esta joya, que aunque descolla por su fotografía y preciosismo visual no se queda atrás en lo que respecta a su argumento. Sean Penn, Brad Pitt y Jessica Chastain, que componen la tríada fundamental de personajes adultos, están correctísimos y convincentes en sus roles. Pitt despliega aquí con sobriedad su madurez artística y deja en un lógico segundo plano a Penn, ya que su personaje tiene un mayor peso específico durante el relato del pasado, de la infancia. Hay personajes adicionales en esta trama que merecen mención aparte. La secuencia que representa el origen del Universo, de la Tierra y la vida en ella, sólo con imágenes, sonido ambiente y música, es la antesala a estos personajes deshumanizados. Dios y la naturaleza, la compañía omnipresente de la familia O´Brien, forman también parte de esa familia y no constituyen sólo una metáfora que redondea la película. Lo único que resta en este filme que encabezaría cualquier lista de "mejores del 2011" es ese juego de estiramiento de clímax que fractura la cadencia de los últimos minutos. También hay que tener en cuenta que aquellos que entren a la sala buscando sólo evasión y entretenimiento saldrán (qué duda cabe) entre perplejos y abrumados.
Más allá de la vida ¿Qué es El árbol de la vida (The Tree Of Life, 2011)?¿Cómo abordar uno de las películas más extrañas, personales y ambiciosas de los últimos años? Suerte de manifiesto lírico-espiritual travestido ocasionalmente de melodrama de familia disfuncional, el último film del ominoso Terrence Malick –suerte de Sallinger del cine: filma poco (cinco películas en casi 40 años) y prácticamente no registra apariciones públicas (de hecho ni siquiera fue al último festival de Cannes a recibir la Palma de Oro)- es una experiencia que se vale de la sensorialidad del cine para lograr una trascendencia imperecedera. El primer gran desafío es definir en un par de líneas por dónde girarán los vericuetos de la trama. A grandes rasgos, y con el consecuente e inevitable riesgo de caer en simplificaciones, El árbol de la vida narra la historia de una familia tipo norteamericana a mediados de los cincuenta. “Años dorados”, se dirá. Sí, pero sólo puertas afuera. En la quietud del hogar, el padre (un Brad Pitt con olor a Oscar) impone su autoridad ante sus tres hijos a pura fuerza y rigor, todo ante la pasiva contemplación de su esposa (Jessica Chastain). Pero la muerte estalla en el núcleo familiar, desolando a quienes la sobreviven. De allí en adelante, el director de El nuevo mundo (The New World, 2005) juguetea con la línea del tiempo y la horizontalidad del espacio, yendo y viniendo desde la mismísima época del Bing Bang hasta el presente, acompañando al hermano mayor ya adulto (Sean Penn, felizmente atado). Esos quiebres formales y narrativos le han valido a El árbol de la vidaa un apedreamiento público en Cannes, con abucheos en su función de prensa y la consecuente división de aguas entre los acérrimos detractores que veían una panegírico New age, y los defensores del lirismo audiovisual. El primer punto de vista es válido, pero erróneo. ¿Cómo acusar a Malick de post-moderno cuando toma como corpus de análisis el máximo azote para el hombre desde tiempos inmemoriales, el único fenómeno biológico para el que aún no encontró remedio? La muerte no tiene explicación. O sí, pero científica. Y para Malick –como para Peter Jackson en la subvalorada Desde mi cielo (The Lovely Bones, 2009)- el racionalismo no alcanza cuando se trata de un dolor inaprensible, no físico. La muerte intranquiliza y perturba porque lacera aspiraciones desmedidas, posicionando al hombre en el incierto terreno de la finitud. Malick pone en imágenes y sonidos, “audiovisualiza”, ensaya, atisba, una explicación a semejante pesar. No es casual la referencia a Desde mi cielo, en donde Peter Jackson imaginó el hipotético limbo a medio camino entre la tierra y el cielo. Su estetización por momentos pueril le valió la condena mayoritaria. Pero era justamente en ese aspecto donde residía el punto máximo de la película: Jackson ponía toda su inventiva al servicio de un universo no sólo desconocido por todo ser vivo, sino que quizá ni siquiera exista. ¿Cómo atacar, entonces, la libérrima interpretación del “in between”, tan personal e intransferible, tan cargada de connotaciones, de pasado y de presente? Aquí ocurre lo mismo. El árbol de la vida recibe críticas por su caprichosa alteración temporal y su particular visión sobre la génesis del mundo creadas en forma totalmente analógica por Douglas Trumbull (usó desde tinturas fluorescentes y fuego hasta pinturas y ¡leche!), el mismo encargado del arte visual de, por ejemplo, Blade Runner (1982). Pero se juzga menos la forma cinematográfica que una hipótesis. Malick, artista esplendoroso, usa al cine como manifestación artística y reflexiva, arriesgado desde mundo pasado como una opinión desencantada del mundo presente. Retomando la vinculación con Desde mi cielo, Jackson linkeaba la valoración terrenal de una autoridad como entidad de respeto y orden con otra espiritual y de índole Divina. Era la paz del alma (en el Cielo) con la concreción de la justicia (en la Tierra). Lo paradójico era que para los padres la tranquilidad espiritual no llegaba por el lado de la religión, sino por la misma autoridad encarnada en el comisario; justiciero y confesor en una misma entidad. Ahí sí, más allá del halo fascistoide, hay una visión claramente new-age: el Más Allá atado de pies y manos al “acá”, a un mundo terrenal indisociable del espiritual. En El árbol de la vida, en cambio, la cuestión es más pesimista. Porque si en Desde mi cielo la falta de creencia no impedía el hallazgo de consuelo en un congénere, aquí no sólo no hay una entidad espiritual que consuele, sino que el dolor circula impune por los jirones de la familia. Malick, habitual panteísta, luce más desencantado que siempre. Como si no encontrara salida ante la espesura de la incertidumbre, se para con firmeza desde su tiempo para vislumbrar que el endeble hilo conductor de la vida traza un largo camino a una triste validación: no hay red que ataje las emociones desgajadas. Para amarla u odiarla, El árbol de la vida es un acontecimiento destinado a trascender en el tiempo, a recuperar el rito de la sala oscura. Sintomática de una nueva tendencia autoral (la preocupación por la Muerte y el después: ver también Más allá de la vida), la polémica y la división de aguas no empapa una película hipnótica, autoral y profundamente reflexiva sobre la nimiedad de nuestra existencia.
La película de Terrence Malick está construida por meras notas al pie y comentarios laterales Cada película de Malick es un acontecimiento insoslayable, y no sólo porque con cinco largometrajes en 38 años es uno de los directores menos prolíficos de la historia. Malick es un cineasta particular, constructor de un cine excepcional y de una ambición enorme. Uno de esos artistas huidizos, que escapa de las fotos y las apariciones públicas. Desde su irrupción con Malas tierras, en 1973, sus películas fueron aguardadas con enorme expectativa. Lo mismo ocurrió con El árbol de la vida . Malick nunca ha contado simple y directamente una historia. Ha narrado, sí, pero con numerosos desvíos para contemplar la naturaleza y reflexionar sobre los actos humanos. La filosofía trascendentalista (buscar, desde el individuo, la relación con el universo), el panteísmo y los sonidos y las imágenes de apabullante belleza -suele filmar en "la hora mágica", cuando el sol recién ha caído y todavía hay luz- se convirtieron en marca de la poco industriosa fábrica Malick. Con esos recursos hizo sus grandes películas de los 70. En su regreso al cine después de 20 años con la magistral La delgada línea roja (1998) intensificó la reflexión, los desvíos, lo que podríamos llamar sus notas al pie. Pero esa mayor ambición por observar y comentar el mundo aún descansaba en personajes con rasgos particulares y en secuencias fuertes, nucleares, identificables. El árbol de la vida está construida por meras notas al pie, profusos comentarios laterales (que no son ni siquiera eso porque no hay centro). La esquemática y esquelética historia emana de planos con angulaciones que llevan el adjetivo "raras" como una cruz: esta semblanza de una familia texana en los 50, con padre demasiado severo, madre sojuzgada y tres hijos varones es superficial y reiterativa, y está plagada de situaciones trilladas (y esto no es cine de género que pivotea orgullosamente sobre lo conocido). Y en su ambición Malick agrega. la creación del mundo: hay subyugantes planos de paramecios, del fuego original, de medusas y de dinosaurios. Por momentos El árbol de la vida parece una combinación contrahecha y caprichosa de Fantasía , de Disney, y 2001 , de Kubrick, por otros ofrece un melodrama familiar en su etapa de bosquejo, con cámara en mano, fotografía llamativa y música grave. No es obligatoria una narración fuerte, pero en El árbol de la vida esas absolutistas notas al pie sin un cuerpo que sostener (la línea del personaje de Sean Penn en la actualidad, primera vez que Malick cuenta "el presente", apenas amaga con ser crucial) vienen cargadas con un sinfín de frases sentenciosas, con una gravedad muchas veces risible y con imágenes -como las de ese "cielo" en el que la gente tiene la edad con la que la conocimos en la película, o la de esa madre volando, o la de ese ataúd transparente de Blancanieves- que irradian ya no belleza malickiana, sino lastimosa banalidad fílmica que gira en falso. Así, Malick, gran artista, aislado del mundo, cae desde lo alto y desde lejos, mientras su ambición se convierte en pretensión.
Acerca del origen y el destino de las especies De una ambición desmesurada, la nueva película del director de La delgada línea roja es una suerte de poema sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica. En los afiches, al frente del elenco, figuran Brad Pitt y Sean Penn, pero en El árbol de la vida, la estrella es el director, Terrence Malick, y su protagonista es nada menos que el misterio del universo, desde el origen de los tiempos hasta estos días. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?, son algunas de las preguntas que se hace la nueva película de Malick, un film de una ambición desmesurada, una suerte de poema épico-sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica. Con tantos defensores como detractores desde que en mayo pasado se alzó con la Palma de Oro del Festival de Cannes, The Tree of Life es esa clase de obra en la que el cineasta –para bien o para mal– se asume plenamente como artista. Y más aún, como pensador. En el caso de Malick, eso significa arrogarse la herencia de los llamados “trascendentalistas estadounidenses” (Whitman, Thoreau, Emerson) y su noción de la naturaleza como expresión de la unidad del mundo y de Dios. Y ponerla en crisis con toda una tradición cristiana que se remonta al Antiguo Testamento, al enfrentar la idea de naturaleza contra la de gracia divina. Esa lucha interior está en el centro de la familia O’Brien, oriunda de la pequeña localidad de Waco, estado de Texas. Padre (Brad Pitt), madre (Jessica Chastein) y tres hijos varones llevan una vida relativamente feliz en una localidad arquetípicamente estadounidense, aunque esa existencia no está exenta de fuertes conflictos internos. Figura brillante pero a la vez severa y autoritaria, el padre impone su ley y su orden en esa casa, donde se escuchan Brahms y Bach y se reza en la mesa antes de empezar la cena. Quien sufre particularmente este peso del padre, esta sombra, es el hijo mayor, Jack, que de adulto –perdido en la gran ciudad, lejos de la Madre Naturaleza– estará encarnado por un cariacontecido Sean Penn. Hay amor y también odio en esa relación padre-hijo, pero la película –a contramano del cine que suele producir Hollywood– reniega no sólo del realismo, sino de la linealidad del relato. La película va y viene en el tiempo de la manera más libre, al punto de que ni siquiera es necesario establecer si se está frente a ensoñaciones o recuerdos. Y en un gesto de audacia retrocede salvajemente hasta el comienzo del mundo, cuando la Tierra parece estar en formación y las aguas se funden con los magmas de lava y se forman lagos y montañas y los meteoritos sacuden la superficie del planeta. De ese caos y de esa energía –materializados en la pantalla por Douglas Trumbull, el legendario técnico a cargo de los efectos especiales de 2001: Odisea del espacio, de Kubrick, un film que funciona como referente para Malick– provienen también los O’Brien, parece decir la película, donde la naturaleza está siempre presente como una fuerza creadora eterna. Y está incluso en los momentos más banales de la vida de esa familia, que Malick pinta siempre con una estructura fragmentaria, con trazos aislados, como si lanzara líricos brochazos de sol sobre la pantalla. El árbol de la vida no siempre puede estar a la altura de semejantes ambiciones y, por momentos, es de una puerilidad absoluta, como cuando se empeña en representar algo así como el alma universal con una especie de abstracción con forma de ameba, que se agita hacia el comienzo y el final del film. Otras instancias están más logradas, pero resultan redundantes, como cuando en ese viaje hacia la historia pre-humana Malick –gracias a la tecnología digital– parece recorrer en apenas unos minutos la distancia que va de 2001: Odisea del espacio a Jurassic Park, con dinosaurios y todo. Se diría que las cimas y abismos en la creación del mundo que describe el film también los alcanza la película misma, donde el mejor cine también convive con el peor. La evocación del mundo de la infancia, por ejemplo, no podría ser más perfecta, como si Malick hubiera abrevado en sus propios recuerdos familiares para encontrar allí una suerte de verdad esencial, que es capaz de transmitir con el vuelo lírico de un auténtico poeta. De hecho, y aunque Malick es famoso por el celo con el que guarda su vida privada (no otorga entrevistas desde su primera película, Badlands, en 1973), se sabe que el director pasó su infancia en Texas y que perdió un hermano siendo muy joven, como aquí le sucede al conflictuado Jack O’Brien. (No es una casualidad que sus iniciales remitan al Libro de Job, citado en el prólogo del film.) Pero lo que importa, en todo caso, es la sensorialidad, la manera con que el director consigue despertar en cada espectador sus propios recuerdos, un poco como sucedía también en El espejo (1975, Andrei Tarkovski), otro film que trabajaba a partir de la memoria fragmentada de las experiencias y sentimientos fundantes de la infancia. Por el contrario, todas aquellas escenas ubicadas en el presente, donde Sean Penn interpreta a Jack de adulto, parecen en comparación torpes, obvias, remanidas, con el personaje poniendo cara de sufrimiento en una jungla de cemento y cristal, perdido en su propia confusión espiritual. Ni qué decir de esa secuencia a orillas del mar, con una estética publicitaria estilo New Age, en la que Jack atraviesa una suerte de portal y se reencuentra con una infinidad de ánimas errantes, entre ellas las de sus padres y hermanos, todos fundidos en un abrazo de amor universal. Es que El árbol de la vida finalmente es un film estructurado a partir de oposiciones a veces tan tajantes como maniqueas, desde el conflicto religioso entre los conceptos de naturaleza y gracia divina que se manifiesta en el prólogo hasta los contrastes entre padre y padre, infancia y madurez, comienzo y fin. No parece casual entonces que esa lucha se dé también en el corazón mismo de la película, en su contenido tanto como en su forma.
Amar, temer, partir... A lo largo de la vida, nuestros padres, tutores o encargados nos enseñan a amar y también a temer porque son aquellos que nos introducen en el camino incierto de la existencia finita en un universo infinito. Pero nada se nos enseña sobre partir; nadie está preparado para partir de este tránsito efímero que se compone de instantes, recuerdos, deseos, frustraciones, envidias, dolores, búsquedas espirituales y de preguntas mal formuladas que no encuentran respuestas. ¿Cómo se puede entender lo sublime cuando uno forma parte de lo sublime? Ese es el principal punto de partida de El árbol de la vida, el opus más ambicioso en la filmografía de Terrence Malick, prestigioso artista del cine que ya nos malacostumbró con otras películas a reflexionar sobre tópicos filosóficos como el tiempo, la trascendencia, la finitud, el arte y la muerte, valiéndose de los recursos del cine en sus aspectos plásticos y narrativos para construir un puente entre espectador y obra que por momentos se vuelve intransitable pero que no deja de ser tan gratificante para el alma como problemático para la razón. Es que no se trata de entender hacia dónde va una película que renuncia a la linealidad y a la cronología para nutrirse de sensaciones e impresiones bajo el pretexto de un melodrama familiar clásico atravesado por la muerte de uno de los tres hijos, la cual llega tan temprana al seno familiar y genera en los personajes una sensación de extravío que encuentra su mayor representación en un monólogo interior compartido de puntos de vista. Este cruce de preguntas se siembra desde el guión para intentar comprender el sentido de la vida a partir de la muerte. Esa pequeña y delgada línea narrativa se sumerge en un plano de abstracción donde el valor de la alegoría y la metáfora cinematográfica estallan en la riqueza poética de las imágenes, destacándose la dirección y el manejo soberbio de la cámara por parte del director y equipo. La idea conceptual y estética que parece trazar el curso de este ensayo filosófico en imágenes tiene por objeto indagar sobre los orígenes de la vida desde sus comienzos hasta especular acerca de lo que supuestamente ocurriría después de la vida en un espacio donde lo onírico se yuxtapone con los recuerdos y con la reconstrucción de momentos de la relación entre padres (Brad Pitt y Jessica Chastain) e hijos (Hunter McCracken para el Jack en edad adolescente y Sean Penn para el Jack adulto) en el seno de una familia de los años 50 de un pueblo de Texas. Fiel a los preceptos de la psicología más básica y quizás esa pueda ser una vertiente cuestionable para el desarrollo del film de Terrence Malick, quien a veces peca de un tono explicativo en vistas a volver su producto más accesible a un público masivo, al film le juega en contra el subrayado frente a la contundencia de las imágenes que hablan por sí solas para representar simbólicamente la construcción de la ley desde la figura paterna; la enseñanza de los actos bondadosos a partir del temor de un castigo desmedido y el inefable complejo de Edipo por el que transita todo niño en su desarrollo madurativo como en el caso del protagonista Jack, quien ya en su adultez y con una vida consagrada a la arquitectura se sumerge en un viaje introspectivo que tendrá un anclaje con determinados episodios trascendentes de su existencia junto a sus dos hermanos menores; a la restrictiva y rígida educación paternal y al incondicional amor maternal. No debe repararse en elogios a los rubros técnicos que sin lugar a dudas son el fuerte de esta majestuosa pieza cinematográfica -algunos dicen autobiográfica- como la excelente banda sonora compuesta por Alexandre Desplat y una partitura absolutamente sensible y complementaria con la belleza de las imágenes producto del incondicional aporte de la fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki; sumado el ritmo del montaje y la edición a cargo de Hank Corwin, Jay Rabinowitz, Daniel Rezende, Billy Weber y Mark Yoshikawa que permite un fluir constante de planos, movimientos armónicos y angulaciones imposibles. El árbol de la vida es un film reflexivo, sensible y humano que permite al espectador una variedad de lecturas y provoca sensaciones encontradas que para muchos devendrán en tedio y para otros simplemente en un regocijo para los sentidos y el corazón.
Más estilo que sustancia Si éste fuera un corto de 14 minutos, sería algo maravilloso. También si fuera un mediometraje de 40, una película de 70, incluso de 90. Pero dura 140. Paradójicamente, aún con esa duración deja unos cuantos puntos oscuros. Otra paradoja: el tráiler oficial, de sólo 214" de duración, muestra con mucha mayor claridad el conflicto principal de la obra (el dolor de un hombre ante la figura paterna y los recuerdos de infancia). Y aun así hay gente que no lo entiende. Lo que sí queda claro, para quien vea el tráiler y para quien se sumerja en la obra completa, es la enorme altura del director de fotografía Emmanuel Luzbezki. Las imágenes que logra este artista mexicano, su trabajo con luz natural incidiendo sobre los interiores, la suavidad de la cámara para seguir a los personajes, la determinada luz que dispone para cada uno, la imponencia de los paisajes y la precisa inserción de microfotografías, todo eso es impecable y justifica la visión de la película en pantalla grande. Al placer de las imágenes contribuyen la ambientación de Jack Fisk en los 50, la banda sonora de Alexandre Desplat, con párrafos de Brahms, Smétana y otros autores de ese calibre, el aporte del veterano Douglas Trumbull en algunos efectos especiales ópticos, los rostros de un elenco muy bien elegido, y, particularmente, el estilo Malick de edición hecha en base a tomas fragmentarias, tal como uno recuerda ciertos momentos lejanos, y voces susurrantes como las de algunos sueños. Y es que éste es un extenso poema cinematográfico, donde recuerdos familiares dan espacio para reflexiones susurradas, preguntas tristes que no tendrán respuesta, visiones del origen del mundo, y epílogo espirituoso new age. Momentos bellísimos gratifican al espectador y le hacen reencontrar algunos ecos (generalmente dolorosos) de su propia infancia, o su propia experiencia como padre. Otros momentos quizá le parezcan ecos de unción espiritual, vagamente religiosa, con un epígrafe tomado del Libro de Job 38; 4,7 («¿Dónde estabas tú cuando Yo fundaba la tierra?»), etc., pero en el fondo hay más estilo que sustancia, y el conjunto se hace demasiado pomposo, largo y cansador. Con todo, hay exégetas dispuestos a endiosar a Terence Malick, conocido cultor de Heidegger, y hay que reconocer que el hombre tiene arte y sensibilidad, pero, puestos a escarbar, la mayoría de las explicaciones suenan como las de Marcos Mundstock interpretando el pensamiento de Warren Sánchez en un viejo sketch de Les Luthiers. Hablando de viejo, la génesis de «El árbol de la vida» nació promediando los 80. Eso explica, tal vez, cierto parentesco con «2001», «Koyanisquatsi» y «Los motivos de Berta», y algunas elecciones musicales.
El hombre y su circunstancia Debate filosófico sobre nuestro lugar en el universo. No hay ni muchas películas como El árbol de la vida ni cineastas como Terrence Malick que se pongan a filosofar sobre el sentido de la vida, el lugar del hombre en el universo y que lo hagan con un elenco encabezado por Brad Pitt y Sean Penn. No abundan realizadores que se dispongan a construir un relato en el que los intérpretes, se llamen como se llamen y tengan el capital de atraer público por su solo nombre, sean casi secundarios a la hora de hacer el balance concluida la proyección del filme. Sí hay directores que son capaces de dividir opiniones, y el realizador de Días de gloria y La delgada línea roja lo ha hecho como nunca antes en su valiosísima pero corta filmografía. Uno puede extasiarse con la capacidad visual exhibida, ya sea en la paleta de colores de la Texas de los años ’50 de la familia O’Brien, de la naturaleza o el cosmos, y comprender cómo estas últimas encastran en las anteriores. O no. El árbol de la vida casi no permite que el espectador no tome posición. Malick parece decirnos que la vida de cada ser humano es ínfima dentro del universo, pero también que vale la pena disfrutarla, o al menos atreverse, se enfrente al escollo que sea. Los O’Brien (papá, Pitt; mamá, Jessica Chastain; y sus tres hijos –Jack, cuando sea mayor, Sean Penn, que bramó por lo poco que quedó de su trabajo en la edición final-) tienen que salir adelante ante la muerte de uno de los niños. Las visiones aquí también se contraponen. El padre es rudo con todos, la madre es la más componedora, y religiosa –pregunta al Cielo qué ha hecho ella para merecer la pérdida de un hijo, y recibe de respuesta que al menos le quedan otros dos-. Y Malick puede ser igualmente retórico, mostrando imágenes del origen de la Tierra o en un arroyo (el mismo en el que jugarán los O’Brien) en cuyas orillas un saurio le perdona la vida a otro. Los significados de tanta aglomeración visual –Malick contó con Douglas Trumbull en los efectos especiales, y su trabajo es tan magnificente que lo que se ve parece “real”- hacen que el espectador se extasíe o se aburra. Porque esas escenas entre cósmicas y alegóricas no son un paréntesis en la historia de los O’Brien, sino que la integran. ¿O caso Jack no vive en el presente en un mundo tecnificado, en el que se lo adivina exitoso, pero vacío? No es difícil sentir empatía por los chicos en ese hogar, que están despertando a la vida y se pregunatn quiénes son. Penn tiene derecho a protestar, porque así como quedó el filme, sus apariciones coinciden con los momentos menos logrados de la realización, otra rareza dentro del todo. No es un relato lineal, lo desestructurado forma parte de un todo y de una reflexión más espiritual y religiosa que lógica. El debate que abre Malick va de la evolución del universo a la involución humana. Impecables, como suelen ser los rubros técnicos en las producciones de Malick, emparentar a El árbol de la vida con 2001, Odisea del espacio o Koyaanisqatsi será reducir nuestra capacidad de asombro o de meditar, sea cual sea la ideología que uno tenga. Y así como con otras películas, sean del género que fuesen, uno siente que las termina en su cabeza, durante las horas o los días posteriores a su visión. Es un filme tan ambicioso como valiente a la vez.
Una suerte de travesía cósmica Película difícil, de conmovedora religiosidad, una verdadera curiosidad en el mundo del cine, capaz de sorprender, emocionar o lamentablemente, para desprevenidos, desconcertar y aburrir. Impecable la filmación con una iluminación y una fotografía que asombra. Antes de ver una película de Terrence Malick, tenemos que saber que lo suyo no es el filme de comienzo-desarrollo-final de la mayoría de las producciones cinematográficas. Ni la del tiempo cronológico. Sus narraciones son reflexiones, su diseño es poético y las preocupaciones que muestra en esta obra son las que, de alguna manera, lo encaminaron a la Universidad de Harvard para estudiar filosofía. El cine completa la búsqueda a través de sus seis producciones en más de cuarenta años, "El nuevo mundo" y "La delgada línea roja", son algunos de sus títulos más conocidos. Tres partes integran "El árbol de la vida", la primera se refiere al origen de la vida, su nacimiento, la Naturaleza, el maremágnum de constelaciones, planetas, volcanes, los mares, sus habitantes, la tierra y sus vecinos. La segunda se centra en la vida de la familia O"Brien, de Texas en los años "50, época que coincide con la infancia de Malick. La tercera tiene como protagonista a Jack, el hijo mayor, observador de todo lo que vive la familia, cuya voz dirige el flashback del relato y que va cuestionando la aparición de la disconformidad y el rencor en un hombre que transmite dolor y ansiedad en su mujer y sus pequeños hijos. POEMA VISUAL Poema visual sobre el sentido de la vida, a partir de la muerte de uno de los pequeños O"Brien, Malick sumerge al espectador en una suerte de fluir de la conciencia sideral donde las rutas de la vida dividen el espectro en la Naturaleza y la Gracia. Suma de cuestionamientos y porqués sobre el viaje del hombre hacia el final, Malick muestra, una vez más que su obra avanza hacia sus propios objetivos y que cualquier línea comercial o conformista no tiene cabida en el conjunto. Es así que hay momentos místicos de gran belleza y otros que rondan la ingenuidad y la total despreocupación respecto de la comprensión temática. La película permite apreciar a un gran actor, Brad Pitt, en apariciones mínimas, con escuetos parlamentos pero potencia dramática en escenas como la del almuerzo familiar, cuando sus tiránicas tendencias vuelcan la situación hacia el caos. Y una extraña actriz de pálido rostro, casi empolvado como los viejos clownes, llamada Jessica Chastain, llamada, indudablemente a grandes papeles en el mundo del espectáculo. Un equipo de niños y la fuerte presencia de Sean Penn (actor preferido de Malick) completan el equipo actoral. Película difícil, de conmovedora religiosidad, una verdadera curiosidad en el mundo del cine, capaz de sorprender, emocionar o lamentablemente, para desprevenidos, desconcertar y aburrir. Impecable la filmación con una iluminación y una fotografía que asombra.
VideoComentario (ver link).
Se han derramado sobre este film una enorme cantidad de adjetivos: “poético”, “personal”, “único”, etcétera. Suenan a elogios, pero ni toda la poesía es buena, ni toda obra es personal o única. Este quinto film de Terrence Malick (autor de las bellísimas “Días de gloria” y “La delgada línea roja”, una carrera tan escueta como coherente) es una pesada alegoría religiosa. Parece complicada por sus trucos de mezclar tiempos y mover la cámara o montar planos a veces oníricos, pero la voz en off y los diálogos nos explican absolutamente todo. He allí el gran problema de un film cuyas ideas “religiosas” son de catequesis infantil: Dios existe, la Naturaleza es brutal pero la Gracia nos salva, la familia es complicada, pasan cosas malas pero todo tiene un sentido, al final nos vamos todos al Cielo. Si le parece que esto es un resumen ramplón, lamentamos decir que es la descripción más precisa de este film, Palma de Oro de Cannes. No en cuanto a la forma: Malick cuenta en un momento –esto se elogió mucho, pero es más bien breve– una secuencia donde muestra el nacimiento del Universo, desde el big-bang hasta la desaparición de los dinosaurios (sí, igual que en la vetusta “Fantasía”, y también con música clásica, que sobreabunda en la película para “demostrar cultura”). Parece un gran misterio, pero no es más que una nota al pie, para después centrarse en la historia de una familia común de los EE.UU. en los `50. Todas las ideas “metafísicas” (palabra comodín para lo raro) son puro perogrullo. Dejamos constancia de que puede fascinar, pero que su afán de videoarte es la negación del cine.
El delirio místico de la existencia Hay films que pueden ser sumamente aclamados o, por el contrario, odiados; la cuestión es que cuando una obra subsume tantos motivos para generar un universo propio y desarrollar una historia diferente, y alejada a la convencionalidad, al menos no puede ser ignorada, sino vista y analizada al ser tan rica en su composición. Todo esto sirve de introducción a El Árbol de la Vida, la nueva película de Terrence Malick, la cual narra como Jack (Sean Penn), un hombre de un presente desencantado hace un recorrido de su vida desde su niñez junto a sus hermanos menores en un pueblo de Texas, en dónde será fundamental su relación con su padre (Brad Pitt), su madre (Jessica Chastain); esto lo llevará a un delirio mental de recuerdos odio, alegría y a pensar el sentido de la existencia, la moral, la religión y la muerte. El tema con esta nueva producción de Malick es que si el argumento cambiara en algo el film seguiría siendo el mismo, porque más que la narración de los hechos que suceden en el transcurso de las acciones, lo que damnifica a la obra es la película en sí, se puede decir que El Árbol de la Vida es una película metafísica, que abunda sobre muchas de las cuestiones universales, ya sean desde las más simples hasta las más infinitas que dialoguen con la creación del mundo; de esto deriva que lo que sucede en lo material quede en segundo plano detrás de las ideas que se intentan desplegar a través de las imágenes que hacen que la obra sea rara e interesante en casi todas sus concepciones. A simple vista, todo esto resulta ser muy complejo, y lo es: el film de Malick resulta muy pretencioso, como a partir de una simple historia de los recuerdos de un hombre sobre su familia en la década de 1950 se puede llegar a conjeturar sobre los principios de la aparición de la vida en La Tierra, o más allá de eso meterse con el mismísimo Cosmos. Pero todo tiene un sentido, y si no lo tiene, el hilo narrativo lo justifica; El Árbol de la Vida propone un recorrido de la nada hacia lo supremo, el cual posee una delicadeza artística que cierto viaje psicodélico conjuga un delirio en un sentido como formulaba la imponente 2001: Una Odisea del Espacio de Stanley Kubrick o a la mítica placa musical The Dark Side of The Moon de Pink Floyd. Lo que juega a favor del film para narrar a través de los que podemos decir hechos comunes dentro del desarrollo de una persona desde recién nacido hasta su adolescencia, y como cada pequeña cosa fue influyendo en su personalidad o para construir una filosofía de un cierto principio de las cosas, es que a parte de tener una impecable estructura narrativa y temporal que va desde el presente de Jack, sus recuerdos de chico y los ensueños sobrenaturales, El Árbol de la Vida tiene una contundencia visual impecable, los planos detalle abundan y resultan asombrosos, como los generales que indican lo esplendoroso que la obra presenta. El Árbol de la Vida es un film que deambula desde lo cotidiano hasta lo extremadamente místico y sorprendente. Malick crea un universo cinematográfico devastador que deja mucho por discutir y pensar y, por sobre todas las cosas, una obra que es y será de gran importancia.
Aquella esperanza ontológica No cabe la menor duda que Terrence Malick es un creador excepcional, no sólo por sus inclinaciones solipsistas o su misteriosa conducta sino más bien por la calidad interviniente, ese conjunto de rasgos etéreos que en oposición, sin siquiera proponérselo, pintan al contexto cinematográfico que lo rodea. En un circuito dominado casi exclusivamente por la superficialidad acrítica y/ o la falsa modestia, el realizador ha edificado a lo largo de poco menos de cuatro décadas de actividad un andamiaje perceptivo- filosófico portador de una riqueza incalculable, un pequeñísimo tesoro dividido en cinco películas que nos han regalado experiencias apasionantes con su propia lógica y sus criterios de legitimación. La facultad de construir poemas visuales de semejante inteligencia, belleza y profundidad no siempre es remarcada lo suficiente cuando se pretende poner de manifiesto las muchas particularidades de la obra del norteamericano: no podemos más que agradecer la chance de ver en pantalla grande El Árbol de la Vida (The Tree of Life, 2011), quinto eslabón de esa eterna búsqueda existencial por el origen de nuestro devenir como seres humanos, por el sentido de nuestra presencia en la Tierra. A través de un puñado de saltos temporales y una edición fragmentada, aquí el pathos trágico está vinculado al fallecimiento de un joven de 19 años, principio rector de una serie de eventos que lo anteceden y de otros posteriores. Durante los primeros minutos descubrimos una estructura narrativa sustentada en tres ejes simultáneos: por un lado contemplamos a una familia de Texas de los `50 encabezada por el Señor O´Brien (Brad Pitt) y su esposa (Jessica Chastain), luego se impone un segundo nivel centrado en la taciturna actualidad de Jack (Sean Penn), el hijo mayor del matrimonio, y por último tenemos una gloriosa amalgama de escenas complementarias que retratan los momentos de transformación en la constitución vital citando a 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), tanto por la colaboración del genial Douglas Trumbull como por su idiosincrasia artesanal (la secuencia del Cretáceo es la única que utiliza CGI). Ahora bien, gran parte del metraje está dedicado a la versión infantil de Jack (impecable debut de Hunter McCracken), en trayecto desde la niñez hacia la adolescencia: mientras que su madre es dulce y complaciente, su padre es autoritario y algo ciclotímico. Tironeado entre estos dos extremos que coexisten irremediablemente en su corazón, el amor y la ley o “la gracia y la naturaleza” en términos del film, así disfruta de su hermano antes de la fatalidad aunque muy pronto deberá lidiar con el dogma absolutista cristiano y la dualidad ontológica que caracteriza a los protagonistas de los universos ensoñados de Malick, aquella bondad desinteresada y aquel egoísmo que destruye para reafirmarse en su ceguera. El desarrollo psicológico que se inaugura con la primera inocencia convalidante y muta en los sentimientos contradictorios subsiguientes, incluida la rebelión contra el estatuto colectivo representado en la figura del padre, es en esta ocasión el punto de partida elegido para volver a plantear la esperanza de una reconciliación concreta y espiritual, sin las típicas negaciones, facilismos o idioteces new age tan populares por estos días. Cuestiones inaprehensibles como el horror de la extinción, la magnificencia del firmamento, la razón de los pesares, el proceder ante el prójimo o la disyuntiva de fijar nuestra trascendencia reaparecen bajo ropajes más sensoriales que verbales, en sintonía con la fluidez óptica. Sin embargo cabe señalar que la esencia del opus retoma un antiguo concepto que en mayor o menor medida ha atravesado toda la carrera del cineasta, nos referimos a la noción de “fundamento” entendida dentro de los parámetros de un esquema complejo de crecimiento polifacético: esa base imperecedera del vivir tenía un carácter individual en Badlands (1973), de inmediato se expande a la familia en Días de Gloria (Days of Heaven, 1978), después llega al entramado social con La Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, 1998), a posteriori hace lo propio con la usina histórica de El Nuevo Mundo (The New World, 2005) y hoy finalmente se atomiza en la cosmovisión primordial de una obra maestra suprema.
CURSO DE METAFÍSICA CALIFORNIANA Película fallida, a veces genial y en varias ocasiones irritable, por momentos magistral y no por ello inmune a ser considerada el bodrio del año, el quinto film de Mallick parece destinado a ser discutido tanto para execrarla al ridículo eterno como para canonizarla como una obra maestra. El árbol de la vida arranca con una cita bíblica y una luz tenue, quizás Dios, quizás la fuente de la vida. “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia”. La cita pertenece al libro de Job, y el film en su conjunto parece ser el esfuerzo del propio Mallick en responder a ese acertijo. Después, un niño ha muerto y vemos cómo los padres (Brad Pitt y Jessica Chastain) intentan sobrevivir a la noticia. El consuelo religioso parece ser insuficiente. Inmediatamente, de Texas en la década del ’50 pasamos a nuestro tiempo. El hermano mayor (Sean Penn) recuerda a su hermano muerto y cavila sobre la vida moderna. “Todo es codicia”, afirma. Los planos en contrapicado de los edificios estimulan a fundamentar topológicamente la afirmación. Los edificios son erecciones de codicia, una arquitectura desprovista de aura, y de allí el contraste con el que Mallick registra a la naturaleza. Y de pronto una revelación, acaso el génesis reconstruido por un cineasta dotado con un sensibilidad exquisita para plasmar lo numinoso. Es que en un momento se detiene la etérea voluntad narrativa y el filme salta y se despega hacia otro orden de representación; un collage casi experimental captura al film y destituye por varios minutos todo intento de relato. Entonces, el cine se emancipa de ese fervor humano por contar historias y de organizar el caos en relato, y explota una dimensión posible del arte cinematográfico. Es el mundo silencioso, el cosmos sin saber, un viaje literal en donde quien mira deviene en estrella, fósil, mineral, animal, éter. Planos de células, explosiones solares, géiseres, tiburones, paisajes diversos, eclipses, la Tierra, las montañas, los cielos, los pájaros, las medusas, el cosmos e incluso un embrión de un dinosaurio vivo y luego dos bestias disputando el poder en tiempos prehistóricos. De un drama familiar, Mallick presenta un escenario cósmico y sus misterios. Ni siquiera se puede hablar de representación, pues se trata de una experiencia. Es difícil no pensar en ese momento que uno está viendo algo jamás visto. Tras casi una hora de película, El árbol de la vida regresa a la tierra y vemos el nacimiento de los hijos de la pareja, el crecimiento y la severa educación impartida por el padre. Pitt es un patriarca y un milico, una combinación poco feliz. El padecimiento y el castigo son regla. Y vendrán los últimos 30 minutos, y el filme deriva indefectiblemente hacia un nuevo poema visual, ahora kitsch y fervientemente religioso en el que la espiritualidad New Age y un evangelismo difuso van fagocitando tanto la totalidad del film como las inquietudes filosóficas de Mallick. En El árbol de la vida todas las películas de Mallick están contenidas. El estilo es inconfundible: los zigzagueos de la cámara en un movimiento coreográfico constante son constantes; la búsqueda de hallar un registro sobre la naturaleza en donde la physis pueda ser expresión indirecta de la gracia un imperativo; la voz en off como oraciones de un discurso anónimo, o más bien como expresión de la humanidad en su conjunto se escucha desde el principio. Las sombras adquieren vida; hamacarse es una cifra paradisíaca; la música clásica una necesidad espiritual. Las meditaciones de Mallick están presentes y se reconocen: su tema predilecto es la caída, tanto en su sentido filosóficos como teológico. Los hombres han caído en un desvarío ontológico, han traicionado el contrato natural: la Tierra ya no es hogar sino mero terruño de explotación. Aunque existe la gracia, la intervención de otro orden que modifica nuestro ser en el mundo. El problema de El árbol de la vida es que siendo en un inicio una interrogación cósmica hiperbólica se transforma en la puesta en escena de un dogma trivial sostenida en una iconografía berreta. La pestilencia de una sabiduría perenne bautizada en California deviene en metástasis. Esta insólita voluntad de afirmar y decir, o mejor dicho, de evangelizar, finaliza vulgarizando una obra potencialmente colosal. De lo sublime se pasa al ridículo, y de la poesía cinematográfica al aforismo baladí ilustrado. Es que El árbol de la vida es una película contradictoria, experimental, escurridiza, a veces solemne y desprovista de humor, pero dirigida por un director que parece haber aprendido su oficio en un universo alternativo; pensar con justicia El árbol de la vida puede ser tan difícil como analizar el misterio de la Trinidad y el sexo de los ángeles. La burla es la aptitud lógica de los necios; la credulidad, su correlato necesario, comporta siempre una conveniencia y un poco de vagancia.
La última película de Terrence Malick es un poco más pretenciosa que sus predecesoras. Conocido por films como "La delgada línea roja" y "El nuevo Mundo", Malick es todo un personaje dentro del mundo cinematográfico. Proveniente de una formación académica en Filosofía, sus films están lejos de ser los típicamente comerciales, pese a que elige un cast de actores de primera línea. En "El árbol de la vida" se adentra desde un lenguaje muy poético y personalísimo en cuestiones bien filosóficas como el origen de la vida, la fe, Dios, la posibilidad de la vida después de la muerte, pero también en problemas terrenales como el amor, el odio, la violencia. A través de un relato no lineal, plagado de sugerentes imágenes de la naturaleza y la formación celular, se centra en una familia de clase media americana en los años ’50. Modelos educativos propios de la época, sumados a una estricta disciplina, generan en el personaje principal, Jack, un niño de no más de 12 años (Hunter McCracken), una rivalidad entre padre (Brad Pitt) e hijo por el amor de la madre (Jessica Chastain). El relato intercala imágenes del personaje de Sean Penn, un Jack ya adulto, oponiendo su infancia (plagada de juegos, en los suburbios, feliz pese a la enemistad paterna) con un presente frío, tecnológico, corporativista, y miserable. "El árbol de la vida" se convierte rápidamente en esos films “carismáticos” que logran dejar a la audiencia embelesada y fascinada con la propuesta estética o bien –entre los que me encuentro- un tanto fastidiada por el cripticismo y la pompa con que el tema es encarado, pero que sin duda no pasan desapercibidos. Por supuesto es una propuesta diferente e infinitamente preferible a cualquiera de los estrenos internacionales que ofrece la cartelera actualmente. Sin embargo, Malick elige aquí aproximarse a los grandes temas de la humanidad desde la grandilocuencia.
Shining happy people. La historia del cine ha dado grandes cineastas católicos, creyentes o incluso místicos. Dreyer, Rossellini y Bresson son buenos ejemplos de cuando la fe religiosa se trasmuta en creencia en el cine. Terrence Malick, en cambio, tal vez sea víctima de la edulcorada filosofía new age en boga, cuya espiritualidad pueril atraviesa películas tan disímiles como Avatar y Comer, rezar, amar. El árbol de la vida parece por momentos la publicidad de un seguro de vida. La creencia se convierte aquí en redundancia pomposa, un sermón infantil ocupa gran parte de película, la voz en off subraya lo que muestran las imágenes mientras el discurso de predicador insiste con sus metáforas y alegorías. Naturaleza y cultura se enfrentan con ansias de trascendencia en un relato autobiográfico y cósmico (y a veces también cómico) que pretende abarcar en un mismo impulso la vida de una familia norteamericana y la creación del mundo. La película comienza con una disertación sobre la gracia y la vida. La gracia, definida como una disciplina ingrata, está encarnada por un padre demasiado estricto que impone su ley. La vida se refugia en el cuerpo de una mujer sometida aunque madre cariñosa de tres hijos varones. A pesar de las elipsis temporales y algunos planos inspirados, la historia de esta familia conservadora de Texas en los años cincuenta es convencional y esquemática. Pero antes de instalarnos en la pequeña casa, es necesario que se cree el mundo como preludio de los tormentos familiares. Malick utiliza las computadoras y los efectos especiales para colocar el misterio de la creación sobre la totalidad de la pantalla durante veinte interminables minutos. La ingeniería visual es vulgar y nos lleva del magma al polvo galáctico, del líquido uterino a un enjambre de medusas pasando por una increíble escena de dinosaurios con remordimientos humanistas. El álbum de recuerdos de los primeros tiempos del mundo es comentado por una voz en off que murmura cuestiones vagas, acompañada de mares de música litúrgica con pesadas orquestaciones que apoyan la visión telúrico-psicodélica. El caos original y la formación de los planetas están modelados sin otro encanto que el que le confirió la joven tradición del cine de ciencia ficción digital. La belleza irreal de algunos planos se codea con un kitsch tecnológico risible (el eclipse y las cascadas bien podrían formar parte de esos power point con nubes, música clásica y frases de Coelho que inundan las cadenas de correo). Con todo, hay que reconocer que cuando los humanos vuelven a la pantalla, Malick logra capturar cierta densidad en el aire del grupo familiar. Pero el retrato nostálgico de los pequeños momentos cotidianos está intercalado con planos absurdos de Sean Penn (con una cara de culo permanente), que viene siendo la encarnación adulta de las frustraciones de uno de los hijos. Un espectro atormentado errando por algún downtown (símbolo urbano del liberalismo) o atravesando el marco de una puerta hacia otra dimensión, que siempre cae mal a fuerza de interrumpir la historia de su propia infancia. Malick vuelve incansablemente y sin sutilezas sobre la misma estructura. Las concluyentes vueltas al orden, a un reencantamiento del mundo, poseen un manifiesto tono grandilocuente e impostado. El bestiario primitivo es evacuado por ridículas apariciones de mariposas, pompas de jabón o girasoles. Las imágenes de un cielo con personajes felices sin edad vestidos de blanco a orillas del mar, sumadas a las de un ataúd de cristal, una burbuja de la eternidad y una madre que levanta vuelo, parecen una campaña publicitaria para el espíritu colectivo escrita con letras mayúsculas universales y abrumadoras.
Esteticismo vacuo ¿Qué es ser un cineasta ambicioso? ¿Reconstruir la historia del universo? ¿Mostrar el drama que acarrea la muerte de un hijo y mezclarlo con prolijas estampas del Cosmos? ¿Ocuparse de temas supuestamente trascendentes? Los críticos deslumbrados con la última película de Malick (ganadora en la edición 2011 de Cannes), a juzgar por sus argumentos, parecen conocer la respuesta. Para quien escribe, no es más que un producto que se toca el ombligo todo el tiempo. No tengo otra forma de expresar la decepción que me produjo El árbol de la vida, un insufrible regodeo visual montado fragmentariamente que dura más de dos horas y podría ser, por su estética, un trailer de cinco minutos. La historia (si es que hay una), inspirada acaso en retazos autobiográficos, alterna entre el pasado de una familia americana de los cincuenta y el presente de un integrante (Sean Penn) que revive oníricamente el dolor por la pérdida de uno de los hermanos en medio de rascacielos, signos obvios de una feroz modernidad. Al comienzo, se escucha su voz profiriendo “el mundo está mal… todo es codicia… y cada vez empeora” (¡todo un hallazgo!). Paralelamente, el director introduce una cantidad de imágenes que parten del Big-Bang y marcan un camino evolutivo, es decir, una especie de paraíso sensorial en busca de emociones que, más allá de su preciosismo formal, está vacío de contenido. A diferencia de cineastas como Herzog, capaz de ir a buscar imágenes a los confines del mundo para recontextualizarlas, como parte de una postura radical contra un mundo contaminado de artefactos visuales, Malick elige apoyarse en parafernalias digitales que evocan las presentaciones de PowerPoint que se reciben por correo electrónico. Es difícil permanecer indiferente ante esto en una pantalla de cine, es cierto, pero también es complicado digerir cada plano como si fuera el último, con el abuso de la steadycam y esa sensación de mareo que genera el acercamiento a los personajes con reiterados cortes. Para colmo, la última media hora desemboca en una pobre representación de la muerte que, en todo caso, sustituye algún atisbo de reflexión filosófica por una postal new age. El árbol de la vida es el cúmulo de ciertos vicios que ya se insinuaban en La delgada línea roja y El nuevo mundo: saturación de la voz en off, los movimientos danzarines de la cámara que asfixian y la meditación sobre temas filosóficos. Es la clase de filmes que tienen la habilidad de promover en los críticos diversas nomenclaturas genéricas: “sinfonía visual, poema sinfónico, melodrama familiar”, entre otras. Una pérdida de tiempo ante una acabada muestra de egocentrismo expresivo. Me pregunto, tratándose de un director excéntrico y escurridizo, que ha construido un aura de misterio en torno a su figura, que suele aparecer muy poco públicamente, que maneja la cámara para dar indicios de su omnipresencia y nos susurra frases tan trascendentes sobre el universo, que inaugura la película con un enigma bíblico, Malick, ¿no será Dios?
Mucho se ha volcado sobre este film antes de su estreno en nuestras pantallas. De amar u odiar dicen, como es el cine de Terrence Malick, aquel texano hermitaño con ahora cinco películas en una carrera de cuatro décadas. La Palma de Oro en Cannes 2011 y el Gran Premio Fipresci a la Mejor Película del año, por un lado, excentricidades a la hora de proyección en ciertos cines (cambio de entradas en caso de no entenderla a los 30 minutos o rollos invertidos que nadie nota) por el otro. "¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la Tierra?". The Tree of Life sentencia su significado desde el comienzo con una cita bíblica del Libro de Job. Malick dijo "Presente" cuando Dios pasó lista, y para probar que no mentía llevó su cámara a la mismísima creación. Allí, a las raíces, cuando los dinosaurios andaban la Tierra (en una escena tanto hermosa como emotiva), cuando el mínimo acontecimiento cimentaba la posteridad. No se puede hacer más que deshacerse en elogios hacia la belleza natural en las imágenes del film, en ese viaje espiritual de perfecta música e inmensa fotografía(gran trabajo de Emmanuel Lubezki) con un terror claustrofóbico al más mínimo espacio cerrado. Ese viaje tiene un destino en la triste madurez de Jack. Malick seguirá, no obstante, un trayecto alterno, el que se disfruta más, desde el origen de los tiempos hasta el presente, deteniéndose antes en la infancia de este adulto en los años '50. Si bien mantiene esa devoción encantadora hacia la naturaleza y los planos abiertos, es allí cuando el film pierde su potencia creadora e impacto visual, a manos de un relato cada vez más clásico en lo narrativo como inocente en su tratamiento. Aquel placer estético se encuentra así a un fiero oponente en el tedio histórico de una familia del Medio Oeste norteamericano, demasiado menor para ese fresco universal que Terrence Malick empezó a pintar hace 30 años. Nota al pie: Malick, quien se toma lustros o décadas entre película y película, está trabajando actualmente en tres proyectos que podrían ver la luz en los próximos dos años. Como pasa con Werner Herzog y su incontinencia creativa, es bueno que este director norteamericano atraviese un proceso similar, el de dejar un legado, el del cine más grande que la vida.
UN ÁRBOL FRONDOSO, INTROSPECTIVO, POÉTICO Y EMOTIVO Terrence Malick, elogiado director de filmes como Badlands, Días de gloria, La delgada línea roja y El nuevo mundo, regresa con El árbol de la vida, una historia basada en la vida de una familia del Medio Oeste Norteamericano, compuesta por los padres y 3 hijos varones, que transcurre durante los años 50. Ganadora del premio máximo en el festival de Cannes último, el guión se centra en la vida del hijo mayor, Jack, desde la inocente infancia hasta su desencantada adultez, en su necesidad de congeniar con el modo de ser de su padre. En el presente, al Jack adulto se lo ve confundido, en busca de respuestas sobre el origen y el significado de la vida, cuestionando la existencia de la fe, ante una enorme pérdida sufrida varios años atrás. A través de la visión singular de Malick, donde se mezcla lo personal con lo universal, se observan paralelamente imágenes sobre el cosmos, la naturaleza en su estado puro, el origen del mundo, que provoca una substancial abstracción filosófica, dejando al espectador que sea él quien determine la incidencia de las mismas en la historia familiar que se presenta. Cuesta reseñar un filme así, y sería demasiado reduccionista decir que el argumento trata sobre una familia a lo largo de los años, porque éste es un punto de partida del realizador para presentar su visión del mundo, pero sin dudas es lo más parecido a lo que se conoce como Cine Arte o experimental, sin ser tan narrativo, imponiendo un subjetivo estilo de creación para que el espectador elabore las ideas que le provoque esta experiencia cinematográfica. Gran película, de no fácil visionado, sería superlativo que resulte una película PARA TODOS, pero termina siendo PARA POCOS, dada la idea que tenemos incorporada de "lo que debería" ser el cine. Seguramente, si estuviésemos observando un cuadro, escuchando una sinfonía o admirando una escultura, seríamos menos pretenciosos en cuanto a “entender” más su significado y nos libraríamos más a lo que nos produce emocionalmente. Amén de otras artes, el cine, parece, necesita ser “comprendido” en un 100%, sin alcanzarnos que nos guste estéticamente o nos conquiste desde los sentidos. El filme permite una introspección que no siempre se logra en miles de filmes; deja que el espectador construya la historia en su cabeza. Pero más que nada, provoca emociones (de todo tipo) con la belleza de las imágenes y los sonidos, con los simbolismos implícitos y en consonancia con las escenas que muestran la relación del pequeño Jack con sus padres, con sus hermanitos, con el mundo y con él mismo. Las actuaciones de los adultos del filme (Brad Pitt, Jessica Chastain, Sean Penn) se ven superadas por la naturalidad de los niños, especialmente la de Hunter McCracken, como Jack en su niñez, en los momentos de juego e intimidad con sus hermanos menores. La fotografía de Emmanuel Lubezki y la música de Alexandre Desplat van muy de acuerdo con el estilo pretendido en el filme, para subrayar la poesía de la película, aunque varios movimientos de cámara y tipos de encuadres, por momentos, se hacen demasiado presentes o visibles. No hay que dejarla pasar, siempre y cuando se tenga una idea de lo que se va a ver... No como la docena de espectadores que se fueron levantando y yéndose de la sala, cuando este crítico intentaba contener su emoción frente a la belleza del séptimo arte y su capacidad para conmover, sin necesidad de discernir “al dedillo” el significado de la obra cinematográfica que es The tree of life.
LA VÍCTIMA ES EL CINE La quinta película del prestigioso director, ganadora del la Palma de Oro en Cannes, es una muestra de autoindulgencia y arbitrariedad, en la que el cine queda hundido por capas de grandilocuencia estética y confusas posturas religiosas y filosóficas. La característica más notoria de Terrence Malick es su singularidad. Se trata de un hombre que filma muy poco, que no da entrevistas y que no aparece en público. Casi un Tomas Pynchon del mundo del cine. Estas características parecieran darle de por sí un aire de artista interesante. O sea: el culto a la personalidad por encima de la contemplación estética. Pero seamos justos: la singularidad de Malick radica, sobre todo (y es lo único que debería importarnos), en su propia obra. Cualquier cosa podrá decirse de sus películas, a favor o en contra, pero jamás que se parece a tal o cual cineasta. El cine de Malick es reacio a las comparaciones, sus imágenes consiguen un aire, un clima muy particular, que las diferencia tanto de la tradición más clásica de su país como así también de los parámetros industriales contemporáneos y de cualquier otra cinematografía, mainstream o experimental. No es poco mérito, aunque, claro, hoy día la originalidad es muchas veces un valor sobredimensionado. Es claro también que, desde Badlands (1973) hasta El nuevo mundo (2005), las decisiones estéticas y las formas narrativas utilizadas por este cineasta que en alguna oportunidad supo ser profesor de filosofía, están supeditas a una visión del mundo particular, que oscila entre la contemplación pasiva de lo bello y terrible de la creación y la reflexión producto de una busca de sentido para la existencia y una religación con la esencia del universo. Es por esto último que a Malick se lo puede incluir dentro de lo que se denomina “trascendentalismo norteamericano”, un corriente filosófica en la que se juntan los conceptos de monismo, idealismo trascendental y panteísmo (aunque a veces pananteismo) con ciertos elementos cristianos protestantes, el liberalismo, y algunos otros componentes como el hinduismo, por ejemplo. Como puede verse una mezcla bastante confusa y típica del la mentalidad norteamericana del siglo XIX, con la que, dicho sea de paso, el cine clásico de Hollywood supo ajustar cuentas de manera ejemplar. Pero esa es otra historia… En El árbol de la vida, Malick no se sale de sus obsesiones, incluso parece querer intensificarlas para construir una oda, un himno al universo (que no excluye lo terrible) para recordarle al hombre su unión fundamental con la creación (es en esta busca de religación que El árbol de la vidapuede entenderse como una película religiosa). Intenciones que nadie puede invalidar, desde ya, y que hasta incluso se las puede elogiar de antemano por sus buenos propósitos y por su ambición. Ahora bien, el tema, el quid de la cuestión, es el camino estético buscado y los resultados conseguido para representar tales intenciones. Y es ahí donde Malick falla estrepitosamente, extremando los defectos que ya presentaba su anterior film y que en La delgada línea roja parecían asomar aún en estado larvario. La película está construida sobre una narración fragmentaria. La mayor parte transcurre en la década del 50, y se centra en los vaivenes de una familia constituida por un padre muy severo y frustrado, su mujer angelical y santa de toda santidad, y los tres hijos que buscan su lugar en el mundo entre las opuestas personalidades de sus padres (naturaleza vs. gracia, vendría a ser). La atención está puesta sobre todo en el mayor de los hermanos, el más sufrido por la situación, y a quién también vemos ya de adulto -encarnado por Sean Penn- a través de las idas y vueltas temporales que propone la película. En esta oscilación entre los 50´ y la actualidad hay un punto medio, un hecho que sucede durante la juventud y adolescencia de los hermanos: la muerte de uno de ellos. Este doloroso hecho es el punto de partida para todas las preguntas y planteos que propone Malick, ya sea a través de sus personajes o por fuera de ellos (como cuando se manda con una larga representación del origen y la evolución del Universo, una muestra de la autoindulgencia y la arbitrariedad absolutas: todo vale en este pretensioso film). El gran problema es que todos esos planteos oscilan (la oscilación parece ser el aspecto fundamental de esta confundida y confusa película) entre pensamientos fugaces, dudas o sentencias de los personajes (siempre por medio de sus voces en off) y un manejo de las imágenes y sonidos que explotan las virtudes audiovisualistas del director y su fotógrafo pero que de tan recargadas mueren en el regodeo y la cursilería, sin generar sentido o profundidad simbólica. Si las angulaciones particulares, los movimientos ostentosos y los cortes de montajes notorios resultan molestos por gratuitos, peor aún son aquellos planos en los que las acciones parecen tener la intención de alegorizar algo imposible de identificar concretamente. Así, la madre levita en su jardín y el personaje de Sean Penn deambula por una playa llena de personajes conocidos y no tanto. Esto último, ¿es una imagen de su futura muerte y entrada a un paraíso?, ¿es una representación de su interior, en la cuál es capaz de perdonar, superar la pérdida de su hermano y alcanzar armonía con el Universo? Imposible saberlo dentro de la lógica propia de la película. El árbol de la vida es literal y pesada en su oratoria, a la vez que indescifrable y cursi en su aspecto audiovisual. Y por ello todo lo que podría llegar a plantear se pierde en un todo rebuscado y sobrecargado de espectacularidad. Aunque tal vez, después de todo, entre tantas palabras, entres tantas cuestiones trascendentes tanteadas (creación, Dios, naturaleza, gracia, muerte), no haya ningún punto de vista, ningún pensamiento interesante, sino un sincretismo de creencias religiosas y filosofías que no pueden aportar más que confusión. Y cuya primera y principal víctima es, claro, el cine.
Lo tomás o lo dejás No se si viene al caso (o si, todo tiene que ver con todo), pero en varios grupos de críticos de los que participo, el debate sobre "The tree of life" era... encendido. Vehemente. Profundo. Tanto, que sin ver la película, me intrigó ir desgranando lo que ellos pensaban sobre este trabajo de Terrence Malick y fue tanta la catarata de opinones encontradas que me encontré soñando sobre "El árbol de la vida", sin haberlo visto... De más está decir que esperé verla en sala, y cuando salí, todas esas palabras de mis colegas y amigos volvieron a mi mente, cobrando sentido de manera mágica. Todos tenían razón. ¿Todos tenían razón? Sí, en cierta manera. Esta es una de esas películas que aparecen cada tanto, que marcan épocas y que no son fáciles de "digerir". Alcanzan la estatura de arte en estado puro y exceden lo que un crítico de cine puede decir de ellas. "The tree of life" no puede ser aprehendida como una película corriente. Porque de hecho, es, en mi visión, un tratado filosófico sobre la vida y el origen y destino del universo, en la óptica de un director que parece convencido de que hacer cine es maravillar y conmover a través de la imagen y el sonido. No hay "entretenimiento" aquí, sino un abordaje semiótico con signos muy personales sobre lo que el mundo y los vínculos humanos, representan para Malick. Por ende, si no van abiertos (desde los sentidos y desde la mente) a lo que él propone, mejor eviten esta película. Los abrumará y cansará, saldrán enojados con los periodistas especializados que la elevan a la categoría de "imprescindibles" y se sentirán...frustrados, tontos (por no entenderla, o ver sus valores) y con la sensación de que perdieron más de dos horas de su vida. Ese es otro punto. La crítica, bien intencionada, te dice que "The tree of life" es magistral. Y si vos no la entendés así, y te parece lo peor, pareciera que sos un "outsider" o... no tenés cultura cinéfila. Llegué para rescatarte. No te sientas mal si te pasó ir a verla y sentirte mal por no comprender su esencia. Es arte. Y no todos (ME INCLUYO) estamos preparados para degustarlo. Muchas veces me pasa ir a una galería a ver alguna exposición y mirar ciertas obras sin saber cuál es la intención de su realización. Y ver que se paran dos personas al lado mío y hablan de ella, como si estuviéramos frente a un objeto único y singular, me angustia mal... Me digo: "Por qué ellos ven lo que YO NO puedo?". Siempre me dicen, tienen cualidades para la percepción de ciertos aspectos e indicadores, para las cuales yo no estoy preparado. No estoy listo, o directamente (a veces), no me interesan. Terrence Malick es un artista grosso. Y su árbol es frondoso, grueso, poético y de a ratos, follaje puro para los iniciados. Ahora sí, dicho todo, te cuento de que va en pocas líneas. "El árbol de la vida" arranca con la historia de un duelo. Una pareja (Brad Pitt y Jessica Chastain) ya siendo adultos maduros, pierden a su hijo trágicamente. Jack (Sean Penn), su único hermano, rememora entonces a la distancia, su infancia en un vecindario de Texas, durante la década del 50', haciendo foco en la relación con su padre y las emociones que esa etapa despertó en él. Partiendo de esta plataforma, Malick se lanza sin red a explorar su concepción sobre el cosmos, las relaciones familiares, la armonía espiritual y la magia del amor. Todo eso, en bucólicos 138 minutos que dejan sin aliento a cualquier distraído que haya osado sentarse a verla sin saber de qué se trata. Podría escribir horas sobre las relaciones de esta cinta con otros clásicos de igual tamaño, pero prefiero dejar que ustedes decidan, si están preparados para vivir la experiencia, o prescindir de ella. No me parece justo para los lectores recomendar "The tree of life" sin conocerlos (es increíble, pero creo que es asi), porque sería invitarlos a una ceremonia para la cual no estoy seguro de que quieran participar. No empujemos a la gente a verla, porque no todos la valoraran como lo que es, arte, y pasarán, realmente, un mal momento. Bueno, uno aburrido, con seguridad. Es de las películas que más difícil encontré de evaluar en mucho tiempo. Puede ser un 10, o un 2. "The tree of life" es un hecho sensorial y puro que no merece tener un señalamiento númerico (excede la escala), pero tampoco hay que dejar de destacar que puede ser muy árida y densa para quienes buscan solo pasarla bien en una sala. Verla significa subirse al debate. Saludamos a los valientes que se le animan. El juego, como la vida, están abiertos al debate.
La vida y nada más Existe un problema al tratar de analizar este film, es el que le plantea el director al espectador: ¿Desde que lugar lo vas a ver? ¿Como un ejemplo del cine como arte o un mero entretenimiento audiovisual contado de manera inusual? Esta dicotomía está inmersa en toda la producción, desde ser pensada como una película de una pretenciosa ambición o una ambición pretenciosa. Que parecería ser lo mismo pero no lo es. ¿Es un film de un discurso netamente religioso o de una definición más bien agnóstica? ¿Creación divina o madre naturaleza? Lo que si queda claro es que no pasa por ser una obra fácil o difícil de ver, su complejidad estaría dada por la intencionalidad de instalar un discurso filosófico en torno a un texto extremadamente estético, tanto desde lo visual como desde la banda de sonido. ¿Narra una historia netamente humana o refiere la historia del recorrido de la humanidad hasta nuestros días?, entonces: ¿Es metáfora? ¿Metonimia? ¿Cruda realidad humana? Esta disyuntiva sólo trae como certeza que termina por ser una realización que no todos puedan llegar a disfrutar, parecería que quien la alabe estaría posicionado en un lugar de soberbia respecto del conocimiento y quien la deteste en las antípodas. Pero esto también sería una falacia. Como canta Israel Rojas “…ni mejores ni peores que los demás”. Varios serían los motivos para que el público que va en busca de un pasatiempo no le agrade lo que ve, o se aburra y termine por no ver la película completa. 1) Es un film con muy pocos diálogos, eso no significa que sea muda, ni que oculte información, sabemos que les dicen los personajes por la voz en off, que da cuenta de sus pensamientos. 2) Su construcción es aleatoria, con secuencias que intentan ser retazos de vida, en forma discontinua con elipsis, para llamarlas de alguna manera. 3) Es el espectador el que deberá construir linealmente el relato, del mismo modo que presuponer algunos acontecimientos, como ejemplo al principio sabemos de la muerte de un joven en lo que podría ser la guerra de Vietnam, por el año en curso y sólo por que su madre recibe un telegrama del ejército. 4) El director utiliza todos los recursos narrativos a su disposición para dar forma al producto, desde la mera representación de construir el relato, la elección y utilización de la música, la dirección de arte, la construcción de los personajes y las actuaciones, etc. Cuenta una historia, esto esta claro, ambientada en la ciudad de Waco, Texas, Estados Unidos, y si empezamos a dilucidar algunas cuestiones de discurso no creo que sea casual o inocuo que Terence Malik haya elegido ese icono de ciudad en relación a los hechos ocurridos en 1993, con la muerte de casi cien personas de una secta de fanáticos religiosos que se instalaron en ese lugar a mediados de la década de 1950. El principio de la fábula es en esa misma época, una familia, el padre (Brad Pitt) es un empleado del gobierno, más específicamente de la aviación, se muestra con ideas de extrema rigidez, que trata a sus hijos con dureza no exenta de afecto. La madre (Jessica Chastein) es una típica ama de casa, amor, bondad, compasión y comprensión son sus atributos más loables, la subyugación a su marido parece ser su debilidad. Y los tres hijos, es el mayor de los hermanos, Jack (Sean Penn), quien siendo ya un adulto, el día de conmemoración de la muerte de su hermano se instala como narrador del cuento. La secuencia siguiente a que sabemos de la muerte del hermano de Jack, el realizador hace un corte abrupto y nos invade con lo que podría leerse como la creación del mundo, dinosaurios incluidos, (prestar atención a esta escena). Otros de los puntos a tener en cuenta son las actuaciones, ninguno desentona, pero en realidad queda como sobrevolando que es más importante el trabajo del director con los actores que la composición de ellos respecto de sus personajes. En cuanto a la dirección de arte, hay momento de una belleza extrema en las imágenes, casi poéticas, subyugantes, por momentos hipnotizantes y en otros ponderadamente neutrales, realistas. Quisiera detenerme en la música, no tanto sobre las composiciones realizadas para el film por Alexander Desplast, sino sobre la elección de las piezas musicales clásicas. El repertorio va desde Bach (Tocata y Fuga) hasta Smetana (Moldava), pasando por Mozart. Siendo el leiv motiv musical “Las barricadas misteriosas” de Francoise Couperin catalogada por el autor como “retratos evocadores de momentos, de carácter melancólico y misterioso.” Esto pensando en su inclusión ¿podría ser considerado como la vida misma? De la misma manera, y a modo de ejemplo, la inclusión del “Moldava” , la pieza musical más conocida del compositor checo, y también a dichos de su autor “…representa la resistencia y ansia de liberación” de su patria, no es casual. La escena en donde se escucha esta pieza musical es el momento en que los hermanos están jugando, divertidos, sin la presencia de sus padres. Para pensarlo ¿No? Un film que no acepta medias tintas, se lo amará o se lo odiará. Yo me encuentro entre los primeros, pero confieso, debo verla una segunda o tercera vez. Para finalizar quisiera volver al principio, del film, este comienza con una cita de la biblia extraída del libro de Job. ¿Será casualidad?
Los riesgos de filmar en maýusculas Curiosa película ésta de Terrence Malick (1943, Waco, EEUU), autor todopoderoso que construye, reconstruye y deconstruye su propio universo para darle entidad a una obra que está a la altura de todos sus (des)propósitos, con una belleza enigmática y arrolladora, un lirismo elemental y una búsqueda de sentido que bien podría haberse ahorrado. Pero, claro, sería otra película y no este conjunto de momentos que acarician la obra maestra unidos a otros que se desbarrancan maravillosamente. Ese exceso de ambición, esa búsqueda de abarcar lo inabarcable, a contracorriente de cualquier tendencia, probablemente valgan el precio de la entrada y quien se aventure a ver esto debería hacerlo en la pantalla más grande posible. El centro de la historia pasa por un relato preciso sobre una arquetípica familia norteamericana de los años 50, con padre autoritario (Brad Pitt), madre comprensiva y tres hijos varones, que deben afrontar una tragedia que nunca se explica del todo. Este retrato está construido con solidez y amor por los detalles. Para dar cuenta de este micro-mundo, el director, fiel a sus ambiciones y a sus principios, nos lleva al Principio, el mismísimo del nacimiento del mundo, con una muy bella secuencia que es pertinente comparar con el final de 2001 – Odisea del espacio (Stanley Kubrick), más cerca del cine experimental y con muchas imágenes que, liberadas del peso de lo narrativo, se disfrutan en sí mismas. A todo esto, otra subtrama, no muy desarrollada, nos lleva a ver en un frío presente al desencantado hijo mayor de la familia (Sean Penn, en plan intenso y sin la edad suficiente para haber sido un niño de 10 años en los ´50), deambulando por la ciudad y tratando de conectarse con ese pasado perdido. Parece mucho. Es mucho. En la memorable Zorba, el griego (1964, Mihalis Kakogiannis) el final encuentra a los personajes principales bailando despreocupadamente en una playa, a pesar todo lo que vivieron. Los protagonistas de El árbol de la vida también terminan en una playa, pero más que bailar caminan confundidos, como buscando un guión perdido. Zorba no necesitaba replantearse tanto todo, simplemente bailaba sobre las ruinas de un proyecto desmedido que había terminado muy mal y, con una sonrisa, le preguntaba a su compañero Basil si alguna vez había visto un fracaso más esplendoroso.
Una vez que dejás entrar la puntita, terminás aceptándola toda. Al punto de amarla ú odiarla, pero nunca un punto intermedio. Nunca un gris. Para gris, el cabello de Terrence Mallick. Amo incuestionable del universo, Mallick es un señor de gorro que cuando se lo propone es capaz de tirar toda la carne al asador, incluso carne de plesiosaurio (*). La muerte nos puede hacer pensar en cualquier cosa: Sulfato, clorofila, pies descalzos e incluso sapos atados a cañitas voladoras. Andá a saber. Interpretaciones a un lado, lo que no se discute es la garra que se le puso a esta caricia de tres horas sobre el micro y macrocosmos, o sea un tratado monumental que abarca desde los misteriosos meteoros interestelares que modifican el curso de la evolución hasta los mocos que cuelgan de la nariz de tu hermano menor. Queda más que claro que para emprender el viaje se requiere una predisposición semejante a la que deben llevar adelante los tres hermanitos condenados a almorzar bajo la rígida tutela de papá Brad Pitt. Pues algo es seguro: Incluso una caricia puede transfigurarse en herida si se la prolonga hasta los límites de lo permitido (“torturita china”, que le dicen. Te acaricio el hombro tres horas seguidas hasta dejártelo en carne viva). El film de Mallick te ofrece tres “ertes”, como los locales de palermo que terminan en "arte" (cocinarte, amueblarte, pintarte, taparte, arroparte, etc) pero con E: Conmoverte, sobrecogerte y romperte (la paciencia ó el encéfalo, dependiendo de cómo le entres a este ensayo largo -y tendido- sobre lo que sucede desde antes que empezamos a respirar hasta bastante después de dejar de hacerlo). Y así como pensamos que Sean Penn exageró en su declaración pública respecto a este film (“no lo entendí”), también pensamos que lo enaltecedor/abrumador/fastidioso de la experiencia dura lo que el metraje, y luego del mismo ya no nos sentimos tan cebados como para armar mesas redondas respecto a su mensaje (si es que lo tiene) y contenido (lo tiene en abundancia). Zonafreak banca El Árbol de la Vida. Eso es todo.
Arte Visual y Reflexivo The Tree of Life es la nueva película (ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2011) del talentoso director Terrence Malick, un norteamericano cuya manera de filmar difiere totalmente de lo que uno se imaginaría de un típico director "yanqui". Para empezar, ¡una advertencia! Este film NO tiene una narración convencional, ni un hilo conductor delineado por donde el espectador recorrerá sin obstáculos la trama, sino todo lo contrario, lo pondrá en un ejercicio de reflexión (y paciencia) para absorber la visión experimental de Malick. Esto quiere decir, que el que va esperando ver un drama convencional con Brad Pitt, en el que el rubio debilidad de Hollywood derrocha carisma por todos los cuadros en lo que aparece, lamento comunicarle ¡que está yendo al muere! Lejos de ser una historia estándar, "El Árbol de la Vida" es un ensayo artístico, que puede o no gustarnos, pero que definitavamente no pasa desapercibido. Podríamos decir que es lo más raro que ha puesto en pantalla el director de grandes films como "La Delgada Línea Roja" y "El Nuevo Mundo", como así también podríamos señalar que es el más controvertido, ya que gustará y disgustará apasionadamente a quienes concurran a verla. Por mi parte, lo que 1ro que quiero remarcar y que realmente me maravilló, es la grandeza del director para captar la esencia y la belleza de las cosas que filma, ya sean personas, animales u objetos. Sabe exactamente como poner la cámara, como sacarle la mejor toma a algo tan simple como un vestido. Todo es pulcro y puro en las tomas de Malick. The Tree of Life tiene algunas de las imágenes más lindas que vi en el cine. Creo que nunca me las voy olvidar. Por otra parte, la narración no tiene forma, o mejor dicho, tiene una forma que no estamos acostumbrados a ver, en la que la historia va y vuelve en el tiempo caprichosamente, en la que se plantean situaciones que jamás se retoman y en la que se resaltan gestos, sensaciones, que no responden a ninguna narrativa conductora. Esto resulta difícil de digerir para muchos, pero creo que la mayor dificultad no está centrada en este tema, sino en lo que plantea la cinta. Hay una reflexión claramente religiosa, que cada uno trabajará en la medida que tenga ganas. Habla del sentido de la vida, del amor, de Dios, de la familia, de la naturaleza, todo entrelazado en un uso conceptual que por momentos se pasa de rosca y hace que uno se pierda del concepto que tenía picando en la cabeza. El resultado final es una experiencia cinematográfica distinta, artística y reflexiva, que puede fascinar o aburrir hasta el suicidio. A mí, me encantó.
Desde la creación del universo hasta el fin de los tiempos. Hasta ahora, al igual que la escritura garabateada en las paredes de la pirámide de Qaholom llena la mente del mago encarcelado, mis pensamientos retornan, de manera inexorable, a El Árbol de la Vida, a varios días de haberla visto en el cine...
Respuestas problemáticas El cine, que más de una vez ha sido considerado (con razón) como ámbito natural de la filosofía, suele verse cooptado en nuestros días por un espiritualismo banal, una versión industrial de los misterios de la existencia que en ocasiones busca brindar un sosiego cósmico (y mercantilista) a la legítima angustia existencial que puede experimentar el ser humano (cual manual de autoayuda), y en otras se puede volver puro oscurantismo místico al supuesto servicio del entretenimiento. Practicar la especulación metafísica con imágenes no es, además, una terea sencilla, y menos en el contexto descripto: las trampas de la búsqueda de un sentido acechan a cada paso, y el riesgo siempre latente es caer en el ridículo. Pero de tanto en tanto aparecen directores que encaran el desafío, y quizás no hubiera otro tan adecuado como el norteamericano Terrence Malick para hacerlo, a juzgar por sus antecedentes (Malas Tierras, Días de Gloria, La delgada línea roja y El nuevo mundo). Ganador de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes por la obra que abordaremos, El árbol de la vida, Malick ha compuesto tan sólo cinco películas en 38 años de carrera, un cuerpo de obra escasísimo que sin embargo lo ubica como uno de los directores más personales y venerados de la actualidad. Y no es para menos, pues sus películas constituyen obras absolutamente originales donde la especulación filosófica se intercala con una concepción panteísta del mundo, que se traduce en una puesta en escena subyugante, capaz de redescubrir la naturaleza para el espectador. El árbol de la vida es, empero, su obra más ambiciosa y más fallida al mismo tiempo, donde Malick parece haber encontrado los límites para un cine que parecía en continua expansión, en perpetuo descubrimiento del mundo (y de la relación entre la cámara, la luz y la materia). Una cita bíblica abre la película: “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra?” (Libro de Job). Luego, la voz en off de uno de los protagonistas hablará de la existencia de dos caminos, el de la naturaleza (que sirve para satisfacerse a sí mismo) y el de la gracia (divina). A continuación pasamos a los años ´50 y al seno de una familia modelo del interior norteamericano, los O’Brien, criada bajo el mandato protestante. Se trata de una visión idílica: los inconfundibles planos secuencia de Malick, que flotan en continuo movimiento entre los personajes y las cosas, muestran al padre (Brad Pitt) y la madre (Jessica Chastein) jugando con sus tres hijos varones, mientras la voz en off insiste con sus planteamientos existenciales (aunque aún no cuestiona a Dios). Pero una tragedia sobrevendrá, y la vida de los O’Brien cambiará abruptamente. El filme saltará al futuro, donde Jack (Sean Penn) el hijo mayor sigue acosado por el recuerdo de su hermano muerto, en medio de una ciudad ultramoderna, totalmente alejado del ámbito natural en el que creció; y luego retrocederá abruptamente para narrar los inicios del mundo, donde todo fue oscuridad, luz y polvo, fuego y tierra, lava y mar, hasta el surgimiento de los primeros organismos unicelulares, los peces y los dinosaurios. Acompañado por una música sacra casi omnipresente, por momentos excesivamente solemne, la reconstrucción del génesis de Malick introduce quizás una nueva veta en la filmografía del director, que abandona su proverbial naturalismo y apela a los efectos especiales (aunque se sigue concentrando aquí en los usos de la luz y los colores). El filme volverá a los años ´50, para mostrar los padecimientos de Jack en la relación con un padre severo, de raigambre militar, y su problemático vínculo con aquel hermano muerto, de quien sentirá unos celos cada vez más grandes. Las dudas existenciales no tardarán en asaltarlo, como también a sus padres, aunque el filme ya se habrá vuelto rutinario y convencional, y empezará a mostrar sus hilachas. Ambiciosa a más no poder, por momentos deslumbrante y luego ridícula, la película de Malick es una obra maestra imposible, que termina cayendo en los peores lugares comunes que se pueda pensar, desde el de-sarrollo de los conflictos de sus personajes hasta la iconografía new age que la domina en el último tramo: un reencuentro idílico en el mar, tan absurdo como innecesario, cerrará así un filme desparejo, perdido en su ambición de trascendencia. Los problemas empiezan cuando Malick pretende encontrar respuestas, y aquello que parecía profundo y poético en el inicio se revelará frívolo y artificial en el final. Ni siquiera sus deslumbrantes planos de la naturaleza podrán salvar a la película de la obsecuencia y la solemnidad, aunque allí se pueden vislumbrar algunos indicios de aquella película que pudo ser, señales sensoriales de que el mundo es un organismo viviente, acaso un misterio abierto perpetuamente a la interrogación.
En busca del sentido de la vida “El árbol de la vida” refiere directamente a una figura alegórica que alude a una cosmogonía y es lo que pretende llevar a la pantalla cinematográfica el director Terrence Malick. Para ello toma como eje la vida de una familia típica estadounidense de los años ‘50. Esa estructura básica que representaba en aquel momento el ideal del sueño americano: padre, madre, hijos, casa, trabajo, esfuerzo, más educación, cultura, ciencia, innovación... Todas esas características están reunidas en el hogar del señor y la señora O’Brien en la pequeña ciudad de Waco. El film comienza con una cita bíblica del libro de Job (“¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia”) y a partir de allí, empieza a desarrollarse una historia narrada de manera fragmentaria, con saltos permanentes en el tiempo y también en el lenguaje, el discurso. Así como a veces prefiere la voz en off, que expresa los pensamientos de alguno de los personajes, en otros momentos utiliza escenas cargadas de significado simbólico, con fuerte apoyo de la banda sonora, y en otras ocasiones apela a imágenes oníricas (con mucho soporte tecnológico). En casi 140 minutos, Malick pretende dar su visión acerca de una manera de entender la vida, desde sus orígenes. En el subtexto está la concepción judeo-cristiana y particularmente hace hincapié en las dos opciones básicas que se le presentan al ser humano a lo largo de su existencia, como una constante: la necesidad de elegir entre seguir a la naturaleza o inclinarse por una vida signada por la gracia. Para ilustrar este punto de vista, toma a la familia como lugar central donde se va a manifestar esta eterna cuestión, ya que simboliza la organización básica donde se reúnen las condiciones que la vida impone: sujeción a la naturaleza con sus ciclos vitales y a la vez búsqueda de trascendencia, mediante el trabajo, la cultura, el arte y la religión. El señor O’Brian no solamente es habilidoso para todo tipo de oficio técnico sino que además gusta de la música clásica y toca el piano. Tiene ambiciones y busca progresar en la vida en base a ideas y proyectos propios. Es sumamente riguroso en la educación de sus hijos y la disciplina del hogar. En tanto que su esposa es una mujer casi etérea, dulce, cariñosa con los niños, una perfecta ama de casa. Pero Malick pone el acento en cierta violencia apenas contenida en el marido, como rasgo aparentemente propio de los machos de la especie, lo que vuelve difícil, al fin y al cabo, el mantenimiento de la armonía del hogar. Es así que el relato va mostrando distintos momentos de la vida de la familia en la que se esboza esa idea básica donde la naturaleza colisiona con otros aspectos como los sentimientos, la moral o incluso el bienestar, en busca siempre de nuevas experiencias, nuevos horizontes, ir más allá de lo ya conocido. Un lugar en el mundo En ese marco, tiene especial significado la rivalidad entre el primogénito y el padre, y también los celos y la competencia entre los hermanos, ya sea por quién es más fuerte o por quién es más querido (el viejo asunto entre Caín y Abel). La tragedia, precisamente, estará presente desde un primer momento, a partir de la cual se irá hilvanando la mirada que va hacia el pasado, como buscando una explicación, y en el presente, cuando el hijo mayor ya es un hombre adulto y parece querer interpretar, darle un sentido a su vida y encontrar un lugar en el mundo. Se trata de una ambiciosa propuesta de Malick, quien tal vez no está del todo a la altura del desafío, pero que aún así logra momentos interesantes, acompañado de grandes actores como Brad Pitt, Sean Pean y Jessica Chastain, menos conocida pero de digna actuación. Y una mención especial merecen los niños, puesto que son lo más genuino que ofrece esta película.
Película un tanto particular que definitivamente dividirá opiniones y generará una interminable confrontación entre los que consideran que este tipo de films representa lo mejor del cine y los que creen que es todo lo contrario. Utilizando recursos poco usuales Terrence Malick nos da una experiencia un tanto extraña y hasta difícil de explicar. De todas formas no dejo de pensar que el film está sobre valorado, pero debo admitir que hay cosas buenas en él que son innegables. Aquello que la hace buena es su mismo talón de Aquíles, haciendo que la gente pueda perder el interés rápidamente. Visualmente es impecable al igual que en su técnica, pero en ese intento de deslumbrar la vista es que se pierde, además de su poca práctica, no lineal y atemporal manera de contar la historia. Carece completamente de diálogos. La mayor parte del film se expresa a través de frases que representan los pensamientos o sentimientos de los personajes. Aún así no lo necesita porque su fuerte no son las palabras, que prácticamente escasean, sino las imágenes y su poder para contar la historia a través de ellas. Es innecesariamente larga. La primer parte de la película se va en ese intento de explicar el origen de la vida. En cierto momento parece que vieras un documental de National Geographic que da la sensación de “metáfora” extensamente larga que no lleva a nada. Hay que destacar que la calidad de dichas imágenes son impecables pero no aportan nada directamente a la historia principal. Una vez que termina esa psicodelia de imágenes sin sentido aparente, que en verdad si lo tienen, se hace un poco mas lineal el relato y se centra en la historia de la familia O’Brien. Mas que nada en la relación del padre (Brad Pitt) y su hijo mayor (Hunter McCracken), que es sobre la que gira todo el film. El Sr. O’Brien es un hombre autoritario que intenta criar a sus hijos bajo un estricto régimen y su hijo mayor es un chico que nunca termina de comprender por qué su padre es así con él. Definitivamente si el film fuera solamente sobre la historia de dicho padre e hijo, y no incluyera toda la sarta de imágenes “adicionales”, sería un film mas que interesante porque la relación de ambas personas y la forma en que se desarrolla su vida es muy atrapante. Pero en el intento de hacer una pelicula mas artística el relato parece a veces dejarse de lado haciendo que el interés se pierda de forma muy rápida y es debido a la manera en que en director ha decidido plasmar la historia en el film. En este tipo de películas es donde uno puede poner a prueba los dotes actorales de cada actor y ver que es lo que puede dar cada uno. Brad Pitt en su papel de padre autoritario está bastante bien e incluso podríamos llegar a odiarlo ya que en momentos parece completamente compenetrado en el personaje. Sean Penn, quien interpreta a Jack de grande, pese a que aparece poco logra transmitir el dolor y la soledad que siente con sólo expresiones, algo que no todo actor puede hacer. Sin embargo pienso que quien mejor trabaja en la película es Hunter McCracken, quien interpreta a Jack de pequeño. Realmente nos transmite el sentimiento de un hijo que no tiene una buena relación con su padre y el sufrimiento que le ha dejado en su vida dicha situación. Hacer una crítica de este film es prácticamente imposible debido a que tiene muchos aspectos a tener en cuenta que en pocas lineas no se pueden expresar. Pero lo que si se puede decir es que este film no es para todos. La gente que está acostumbrada y disfruta del cine comercial tradicional encontrará completamente vacío este film y sin sentido. Aquellos que generalmente buscan algo poco común y diferente podrán realmente apreciar lo bueno que tiene esta película. Es una experiencia que se aconseja sólo a aquellos aventureros que quieran vivirla. Al resto de las personas les recomiendo abstenerse para evitarse malos momentos ya que difícilmente la encontrarán entretenida. Aclaracion: ¿Por qué regular? Porque considero que no es buena ni mala, es a libre interpretación del espectador. Esta es mi opinion respecto a lo que el film me dejó a mi.
Terrence Malick es un director atípico. Natural de Ottawa, creció en Texas, periodista, fotógrafo, profesor de filosofía, guionista, se toma su tiempo entre película y película. En algo más de 30 años de carrera, ha dirigido apenas cinco, y entre su celebrada “Días del cielo” (1979) y la siguiente, “La delgada línea roja”, pasaron 20 años. Favorito en los festivales, divide a la crítica y sus títulos no suelen convocar multitudes. Su cine combina esplendor visual con aliento épico y cierta morosidad en el relato. Acá sigue los pasos de Jack O Brien (S. Penn), el hijo mayor de una familia de clase media de Texas. Brad Pitt asume un severo compromiso actoral como su hijo, una devastadora fuerza de la naturaleza, enfrentado a un padre autoritario. Recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes y una nominación al Oscar para Malick como mejor director. Su cine, ambicioso, siempre despierta grandes expectativas. Un realizador de culto, a quien el éxito lo tiene sin cuidado.
EL TIEMPO DE LOS MOMENTOS De subjetividades se trata Con un comentario a la pasada, con una imagen publicitaria vista desde arriba de un colectivo, con un trailer de youtube, y de miles de maneras más es cómo empieza el vínculo entre una película y su espectador (en singular, porque cada película está hecha de forma diferente para cada espectador). También, y sobre todo, empieza con la información previa que se pueda o no tener sobre la misma: empezando por el título (gran carta de presentación), por su elenco (el "star system", el "sistema de estrellas": caras bonitas o talentos conocidos que son muchas veces las que nos llevan a comprar el producto cinematográfico, a "pagar para ver"), por su director/a y sus películas previas (las hayamos o no visto), y también por la crítica mediática, por lo que hayamos leído o escuchado del film, por lo que nos hayan dicho o contado del mismo. Y en este momento previo a la sala a oscuras, es donde nos conviene situarnos para empezar a hablar de la última película de Terrence Malick, tan elogiada como criticada, tan comercial (no hablo aquí de las formas, sino de lo estrictamente redituable, de lo que vende: tener a Brad Pitt y a Sean Penn como protagonistas) como poco común. Con puntajes críticos (en diarios, revistas e internet), que van del 1 al 10 sin puntos medios. Y el hecho de que las aguas estén tan dividas antes de meternos a navegar en ellas, claramente le da un gusto especial al asunto, hace que la expectación tome otro color, y es el de ver en qué lado nos vamos a situar nosotros. Si vamos a ser de los que se van puteando con los pochoclos en la mano, o de los que se van callados hasta que no pisan de nuevo la calle y la realidad exterior. Pero estereotipo y chiste mediante, hago la siguiente aclaración: no se trata acá de ningún extremo (público pochoclero versus público "cool" que sólo frecuenta festivales de cine), ni de mejores ni peores. Sino que se trata de subjetividades. De valores. De pensamientos. Sobre gustos no hay nada escrito, y de eso se trata. De sintonizar o no. De comprar o no. De dejarse llevar o no. Y la película, desde que empieza hasta que termina, nos pide y nos exige eso, que nos dejemos llevar. Que dejemos de lado la pretensión previa a la película (de lo que hablábamos antes) y que nos perdamos en lo que la película realmente es. En lo que nos muestra. En lo que nos cuenta o no. Lentes angulares y mucha profundidad de campo. Una estética visual llamativa y vistosa. Y esto es importante, porque creo yo que ahí está el punto del por qué tantas opiniones dispares. En la diégesis (la historia en sí) y en el relato (la forma de contar esa historia). En la construcción de sentido. A medida que vamos viendo la película, y a medida que los planos y los tiempos se suceden y se alternan (de la prehistoria a la Estados Unidos de los años 50; de ésta a la Estados Unidos actual; y etcétera y etcétera -entendiendo aquí por etcétera, todos los momentos de la creación infinita e inexplicable del mundo que una película de dos horas y diecinueve minutos pueda abarcar-), es la misma película la que nos va pidiendo que dejemos de lado la búsqueda diegética, el querer hilvanar a cada momento lo que estamos viendo, con lo que acabamos de ver y con lo que veremos a continuación (en síntesis, la construcción de la historia); es la misma película la que nos conduce hacia otro plano -el plano de las sensaciones-, la que nos lleva a preocuparnos y a darle importancia a cada plano por sí mismo y por sí solo, en su insignificancia (o no) en relación al resto de los planos. Lo que Malick pone en escena, ayudado, o mejor dicho complementado por la inmejorable fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki y la música del francés Alexandre Desplat, son las raíces y las ramas de una historia (o de varias historias) en la que el tronco deja de ser lo más importante. La historia en sí queda inconexa para el espectador en la pantalla, y será tarea de él completar los huecos o querer conceptualizar si es que siente de verdad la necesidad de completar algo de lo que vivió y sintió dentro de la sala, una vez fuera de la misma. Pero claramente eso no es aquí lo importante (contrariando la estructura de relato a la que el cine nos tiene acostumbrados). Lo que Malick hace es una película de momentos. Una película que pulsa (pulsión: energía psíquica profunda que orienta el comportamiento hacia un fin y se descarga al conseguirlo), que nos habla directamente al inconsciente y sin necesidad de usar las palabra (los diálogos son efímeros y cuando aparece la palabra, cobra una monumentalidad sonora que despierta las mismas sensaciones que la música -también monumental- que acompaña la mayor parte de la película; no hay necesidad de que interpretemos lo que las palabras nos dicen, no hay porqué conceptualizar; lo importante es lo que sentimos a nivel sensorial, la música de los susurros, el compás verbal), afirmando el hecho de que las palabras mienten, de que las palabras cubren, y de que la mejor manera de contar, es mostrar (hablar en imágenes). El Árbol de la Vida es una película que late, que roza la vida en su costado más humano, por la naturaleza de los gestos y de las acciones. Y es acá dónde más se expone el gran trabajo de dirección. No vemos actores actuando ante la cámara (por más que lo hagan) sino que vemos pura humanidad fluyendo, una interpretación sutil de cada uno de los personajes, que es lo que carga de vida cada momento. Claramente no hay alguien detrás de cámara diciéndoles "ahora hagan esto", sino que hay un guía que enmarca lo justo y necesario, para después dejar fluir, dejar hacer. Esto se ve y por eso es que Malick consigue el material que consigue. Hay una búsqueda de belleza, una búsqueda de verdad. Y esa búsqueda encuentra vida. Hay vida en el estado interior del material fílmico (como decía el cineasta ruso Andréi Tarkovsky, sobre la búsqueda que debe movilizar al realizador). Hay vida en cada gesto protector de estos dos padres, sobre todo cuando dejan de lado a "los personajes inmersos en su contexto social" (una sociedad conservadora y patriarcal, en donde el padre es la voz de la familia, y en donde la mujer queda relegada a la crianza de sus hijos, al trabajo en el interior del "hogar, dulce hogar"), y se dedican a sentir lo que de verdad les pasa a esos personajes, pero por adentro: callando (los silencios dulces de esta madre, que hablan y que comprenden), mirando, sonriendo, sintiendo el tacto (una caricia o una mano de este padre, que resume mejor que nada cualquier sentimiento). Y hay mucha vida en estos tres hermanos que corren y se tropiezan por las calles de su barrio; que se divierten de verdad en cada juego que encuentran (no son chicos actuando, sino que vemos niños jugar), y que no sólo se dedican a eso, porque también sufren y sienten con pesar la angustia de crecer. Ahora bien, de Sean Penn y de sus tránsitos por el "presente", no diría lo mismo, o al menos no lo pondría en una misma escala de valor. Pero que está perdido está perdido. Si eso es lo que buscaba Malick, lo logró, porque se ve a un actor realmente perdido y sin saber que hacer con su "actuación" (sin necesidad de hacer referencias al talento conocido de este individuo). Uno de los grandes momentos de los jóvenes protagonistas del film. Encuentro y conexión. Y a todo esto, intercaladamente, aparece el contrapunto de la magnificencia universal, que por momentos más, por momentos menos, le agrega otra gran faceta a la expectación: una intelección mucho más abstracta, más lejana y más espectacular, pero no por ello menos cercana al despertar de nuestros sentidos. Desde lo maravilloso de cada paisaje natural y los puntos de vista (la ubicación de la cámara) meritoriamente encontrados para cada uno de ellos, hasta los efectos visuales realizados por Douglas Trumbull (el mismo de 2001: Una Odisea del Espacio) que dan forma a imágenes inalcanzables y que también lo hacen, como el resto del conjunto de los aspectos formales de la película, de maravilla (y si de aspectos formales se trata, abro paréntesis para aplaudir el montaje y los movimientos de cámara que guían nuestra mirada de una forma pocas veces experimentada: la película nos invita a bailar un ritmo en donde la cámara vibra con los personajes, en donde los movimientos de los planos secuencia nos hacen vivir con verdad la intensidad espacio-temporal, y en donde los cortes del montaje se acoplan a este ritmo dado por los movimientos dichos, formando parte y acentuando esta gran sinfonía visual). Hechas todas estas apreciaciones, doy lugar por un momento a la otra cara de la moneda. A la de los otros momentos. Y es que es cierto, al último film de Malick (ganador de la Palma de Oro en el festival de Cannes) se le pueden remarcar varios momentos en que la búsqueda de verdad (de la que hablábamos antes) cae en lo ya conocido, en situaciones que pierden peso por estar al borde de lo que se conoce como cliché (sobre esto, yo haría hincapié lamentablemente en la última secuencia, que me parece que no es el punto final que la película merece; por bellas que sigan siendo las imágenes, la significación de esa playa termina cayendo en lo conceptual, y no está a al altura de ninguna de las secuencias que vemos en el jardín de la casa de la familia, por dar un ejemplo comparativo a nivel espacial). Pero también es cierto, que nada de esto cobra la fuerza necesaria para desbalancear el asunto, o por lo menos, para desbalancear mi punto de vista subjetivo (de subjetividad se trata, lo aclaramos desde el inicio). En síntesis. Una película ambiciosa por donde se la mire, a la que paradójicamente hay que ver, creo yo, sin pretender nada, sin pedirle nada a cambio. Olvidar todo lo visto y empezar de nuevo. Y aunque nada parezca cerrar, El Árbol de la Vida es una película que llena. Una película con la que hay que dejarse fluir. Bien por Malick.