Contrastes del capitalismo salvaje La pobreza no es precisamente uno de los tópicos predilectos del cine contemporáneo, como sí lo fue durante las décadas del 70, 80 y 90 en lo que respecta al enclave indie. En el nuevo milenio, a medida que el volumen de menesterosos aumentaba sin parar por esa tendencia del capitalismo a la especulación y la concentración económica en detrimento de cualquier atisbo de justicia o equidad, el grueso de los responsables de la industria -esto aconteció en todo el mundo, no sólo en Estados Unidos- se fue infantilizando cada vez más con el objetivo de refritar viejas fórmulas de los géneros de siempre bajo la quimera comercial de “apostar a seguro” en una nostalgia que nos condena a ver una y otra vez las mismas premisas hasta el hartazgo, para colmo destiladas de todo componente revulsivo. La otra cara de esta invisibilización de la escasez generalizada tiene que ver con el hecho de que la enorme mayoría de los directores actuales son burgueses de muy buen pasar y ese clásico aislamiento de la clase social poco margen deja para siquiera intentar conocer los problemas del resto de la comunidad, más allá de los clichés baratos que se suelen utilizar en el séptimo arte para retratar al paso a ese “otro” del que poco se sabe ni se quiere saber. Muy lejos de lo que podemos definir como la vertiente exploitation que pretende erigir un seudo show del horror suicida -bastante patético y facilista, por cierto- de los marginados, pensemos por ejemplo en los impresentables Larry Clark, Harmony Korine y semejantes, Sean Baker en cambio se las ingenió para dar forma a una obra sincera que simplemente desea describir un estilo de vida al límite, en primera instancia dejando de lado la opción de atosigarnos con un sermón meloso sobre el ideario de los excluidos y en segundo término concentrándose en las estrategias de los susodichos para sobrevivir en un contexto social de constante persecución por parte del estado y de ninguneo sistemático por el resto de la sociedad (lo que en este caso significa que los sectores privilegiados -cada vez más endogámicos y más poderosos- consiguen contagiar su indiferencia y falsa seguridad a los lúmpenes). El director y guionista construyó una carrera a base de seguir a los marginados con su cámara sin ser condescendiente frente al gran público sentimentaloide ni fabricar ensayos soporíferos para los festivales internacionales ni armar esas condenas implícitas para que los espectadores burgueses respiren aliviados con un “menos mal que no soy yo”. De hecho, la película que hizo conocido a Baker en el ámbito global, Tangerine (2015), era una hilarante anomalía que acompañaba por las calles de Los Ángeles a dos travestis en las vísperas de Navidad en pos de una “venganza de amor” contra una tercera en discordia y el mismísimo novio de una de ellas, nada menos que el proxeneta de ambas y un narco lelo del suburbio: si bien los opus previos del realizador tenían un marco conceptual similar y también se imponían como pantallazos inteligentes y minimalistas de los grupos excluidos del capitalismo salvaje actual, lo cierto es que aquel film terminó de cerrar su idiosincrasia como autor porque le permitió en simultáneo demostrar que todavía es posible un cine verdaderamente independiente que le escape a las romantizaciones y conseguir la proeza de apuntalar el enorme corazón de los personajes más con sus acciones -y con sus reacciones, sobre todo- que con las diatribas sobreexplicativas, redundantes, grasientas y bobaliconas del mainstream de nuestros días. The Florida Project (2017), la sucesora de Tangerine, funciona como una “obra espejo” de la anterior, ahora reemplazando a los travestis con unos niños que corretean anárquicos en un hotelucho de las afueras de Walt Disney World. Nuevamente el estadounidense hace magia con actores y actrices sin experiencia previa o con muy poco bagaje escénico a cuestas, logrando un retrato crudo aunque necesario de la negligencia parental en las capas sociales consideradas “pobres” en el país del norte (remarquemos que aquí se habla de pobreza y no de miseria, el escalón más bajo del delirio colectivo consensuado -y santificado por los estados- de no hacer nada ante la hambruna y la falta de techo de gran parte de la población). Así como en nuestro sur se forman gigantescas villas en las inmediaciones de las capitales, en el otro extremo del planeta tienen edificaciones que albergan de manera temporaria -y a condición de que se paguen las tarifas correspondientes- a todos aquellos que viven en la frontera entre el hogar alquilado y el dormir en la calle. La propuesta en sí no cuenta con una trama propiamente dicha porque se preocupa por registrar, con un claro influjo documentalista, la rutina de Moonee (Brooklynn Prince), una nena de seis años que vive con su madre Halley (Bria Vinaite), una chica que la mantiene vendiendo perfumes a turistas y con la comida que le dan los misioneros de una iglesia y las viandas que le prepara Ashley (Mela Murder), una vecina y camarera de un restaurant que le entrega alimentos a cambio de que cuide a su pequeño hijo Scooty (Christopher Rivera), a su vez amigo de Moonee. Todos residen en el Magic Castle, un motel berreta que apunta a los turistas que llegan a Orlando para visitar el complejo recreativo aunque en realidad está repleto de parias que viven con lo justo, como bien lo sabe el administrador Bobby (Willem Dafoe), quien se la pasa soportando las travesuras de los nenes y lidiando con la falta de recursos de todo tipo de los adultos, los inquilinos en sí. Luego de unos escupitajos a un auto y la reprimenda posterior, el asunto deriva en la amistad entre Moonee, Scooty y Jancey (Valeria Cotto), la nieta de la damnificada de turno. El catalizador del “no relato” es un incendio provocado por los purretes en una casa cercana abandonada y la decisión de Ashley de prohibirle a Scooty que se junte con las niñas, circunstancia que exacerba el carácter iracundo de Halley al punto de generar unas cuantas peleas a su alrededor y eventualmente recurrir a la prostitución para pagar el alojamiento, lo que la pondrá frente a las cuerdas debido a la hipocresía generalizada y la persecución de siempre de la policía y los servicios de protección infantil. El personaje de Dafoe es algo así como un representante de los parásitos que viven de esta gente desesperada y al mismo tiempo lo más cercano a la voz de la razón, porque es el único que comprende la situación que atraviesa Halley, ayudándola en más de una ocasión para que la joven no termine dilapidando las últimas alternativas de garantizarle una vida decente a su hija, la cual -al igual que su madre- se pasa sus jornadas tracción a hedonismo, despreocupación y meta puteadas a cualquiera que se cruce en su camino. El círculo vicioso de la autodestrucción por parte de individuos que no conocen otra forma de vivir, precisamente porque fueron criados con múltiples privaciones, ya ha sido analizado muchas veces en el pasado, no obstante -como decíamos al inicio- el cine actual gusta de hacer la vista gorda y encerrarse en una infinidad de pavadas triviales que nada dejan a futuro, por ello mismo opus como el presente cumplen su función con un gran sentido de la oportunidad que si encima viene respaldado de talento, como en este caso, la combinación resulta doblemente gratificante. El cineasta se las arregla para trabajar desde la sutileza el contraste entre por un lado la desesperación de Halley y todos los que, al igual que ella, padecen un eterno aislamiento tanto económico como cultural, político y hasta en términos de distancia (no nos olvidemos de la disposición de muchas ciudades del norte, con sus construcciones muy separadas entre sí destinadas a los autitos de los oligarcas, condenando a la claustrofobia de los guetos a la mayoría de los habitantes), y por el otro lado la fantochada del circo de los parques temáticos del Estado de Florida (desde ya que Baker utiliza al gigantismo apático y gélido del complejo turístico como una muestra más de las mentiras del sueño americano, la comercialización de la niñez y en especial la locura detrás del hecho de que a metros de una de las usinas más ricas del planeta exista una barriada paupérrima de atormentados por las injusticas sociales). En The Florida Project -el título es irónico, se refiere al nombre que tuvo Disney World durante su desarrollo- los mocosos se comportan como nenes reales, sobre todo jugando y gritando sin un ápice de los discursillos iluminados que el mainstream suele hacerles proferir a los pequeños, y Dafoe por su parte regresa a lo mejor de su carrera, transmitiendo su sabiduría actoral mediante el rostro, su postura física y los modismos al hablar. Mención aparte merece Vinaite, una chica hermosa que se carga muchas escenas al hombro a pura confrontación con su entorno. Como sucedía en Tangerine, aquí nuevamente el desenlace es el verdadero punto de ebullición de los sentimientos ocultos tras la máscara de una fortaleza homologada a la agresión non stop, un final memorable que le moja la oreja al emporio de Mickey Mouse y termina de subrayar el encuentro entre la enajenación del capitalismo y esa inocencia malograda que se resiste a morir con todas sus fuerzas…
Sean Baker (“Tangerine”) nos trae un duro relato sobre las familias que viven en la pobreza en el estado de Florida. Lo más interesante de la historia es que suele mostrarnos más que nada el punto de vista infantil. Hay pocas películas que abordan la inocencia y las emociones de los chicos como lo hizo “The Florida Project”. El film se centra en una niña de 6 años y en sus amigos que pasan el verano en un pequeño motel muy próximo a Disneyworld, mientras sus padres y el resto de los adultos que los rodean sufren los efectos de la crisis económica. El realizador no tiene pelos en la lengua a la hora de mostrar ese panorama socioeconómico bastante desalentador, no obstante, evita caer en golpes bajos o en una actitud condescendiente. La cámara se presenta como un testigo privilegiado que sigue muy de cerca a los personajes, dotando a la narración de cierta naturalidad y realismo. Baker incurre en la utilización de varios travellings que nos mete de lleno en ese mundo asediado por un capitalismo que no le otorga posibilidades a los más necesitados, y a ese ámbito de desidia, ineptitud y apatía parental de los progenitores modernos. Lo más atractivo recae en la narrativa y en el don del realizador para mostrar a estos individuos desamparados de una forma emotiva, desgarradora y sincera. Todo esto se puede ver reflejado en un guion inteligente escrito por el director junto a su habitual colaborador Chris Bergoch, que se centra más que nada en la visión de los niños, ese ojo que no juzga y que mira todo siempre desde un lado optimista, franco, sencillo y risueño. Además, el trabajo de fotografía de Alexis Zabe nos ofrece mediante la saturación de los colores y la estridencia de los mismos, hacer énfasis en los contrastes que nos marca la historia; los moteles precarios en los que habitan los personajes entran en oposición a los parques temáticos de Disney y los clubes privados que se encuentran en las cercanías a esas menesterosas residencias. Por el lado actoral, las interpretaciones que ofrecen tanto los niños como Bria Vinaite (Halley), la madre de la pequeña protagonista, son realmente destacables y logradas. Transmiten esa sinceridad que requiere la película. Willem Dafoe también hace un gran aporte al relato con la composición del encargado del motel, que tiene que lidiar con los individuos conflictivos y el mantenimiento del lugar. Un rol cargado de sutilidad y emotividad, algo que solo puede conseguir un actor de la talla de Dafoe. No por nada fue nominado a los Oscars como Mejor Actor de Reparto por el mismo papel. “El Proyecto Florida” es uno de esos retratos sobre la pobreza realmente bien hechos que no profundizan en los aspectos trillados o facilistas de los mismos. Un relato por demás original que nos invita a verlo para descubrir cómo los niños ven la vida real y cómo lidian con los problemas cotidianos que muchas veces los mismos adultos no pueden afrontar.
Over the rainbow El director y escritor Sean Baker nos trae una belleza cinematográfica, narrando parte de la vida de Moonee (Brooklynn Prince), una niña que vive en Florida -cerca de Disney- pero que no se parece en nada a los magníficos parques de diversiones. Podremos ver las relaciones con sus amigos Scooty (Christopher Rivera), Dicky (Aiden Malik) y Jancey (Valeria Cotto). Una banda de mini rebeldes que para divertirse hacen bromas pesadas. A pesar de lo divertido que es ver a estos chicos “jugar”, la parte más entretenida se obtiene cuando la madre de Moonee (Bria Vinaite) tiene problemas para pagar el alquiler. Representa una madre moderna, que hace lo que puede para regalarle una vida feliz a su hija. La fotografía es impresionante, desde los planos hasta los colores de la ropa y las casas. Se entiende el trabajo fino en la búsqueda de locaciones como de actores. Cada uno encaja de forma perfecta. El guion, realizado por el mismo director y Chris Bergoch, debería ser un manual para cada película, ya que acompaña de forma natural a cada personaje, haciéndolos crecer y transformándolos sin dejar de lado cada personalidad. Los giros narrativos son impactantes, al punto de cambiar parcialmente la importancia del espectador. Es un film totalmente recomendable, como toda la filmografía de Baker. Y parece ser injusto que no haya sido nominada a los Oscars este año. Dato curioso: ¡La protagonista tiene 7 años! Y es una de las mejores actuaciones que se han dado en los últimos años. Parece haber un futuro prometedor para la pequeña Brooklynn Prince.
El Proyecto Florida nos muestra una serie de hechos a primera vista arbitrarios que terminan cerrando un episodio. El tópico central el devenir de Moonee (Brooklynn Prince), una traviesa niña de seis años. Sola o con amigos, pasa todo el día correteando y haciendo travesuras en el motel de Florida donde habita. Si nos llama la atención todo el tiempo que pasa sin supervisión, tenemos que poner el foco en su madre. Halley (Bria Vinaite) es una niña más. Vive despreocupada de la vida tanto o más que su hija. Sabe que servicios sociales la supervisa, pero no se preocupa demasiado por conseguir trabajo o mejorar su situación. Y no es que no se esmere por desgano: no se da cuenta, no tiene la capacidad de medir los alcances de la realidad. Sin maldad y sin malas intenciones, vive disasociada del mundo adulto. Y todo parece indicar que sucederá lo mismo con su hija. Hay algunas cosas que hacen de Proyecto Florida una película muy diferente a lo que se estrena habitualmente. Primero, tiene una identidad visual muy marcada. Los planos amplios de los exteriores registran una decadencia pintada de colores que te llena de tristeza. La película transcurre en los alojamientos baratos de los suburbios de Florida, cerca de Disney. Los encuadres son hermosos, pero marcan un fuerte contraste con las acciones que enmarcan. Los chicos comiendo sobras, pidiendo monedas o Halley tratando de vender perfumes son acciones dolorosas que se ven pintorescas. La cámara en mano sigue a los personajes, dándole a sus emociones cierta impresión de realidad casi documental. Aunque sepamos que es ficción, el recurso nos recuerda que esta realidad existe. La sensación de estar espiando algunos momentos debería generarnos distancia, pero la empatía es automática. Las actuaciones son otro punto altísimo de la película. Los personajes más jóvenes se ven frescos, naturales, llenos de alegría. Willem Dafoe es Bobby, el encargado del motel. El experimentado actor encarna con sutileza a un hombre cansado tanto de Halley como de las tareas de mantenimiento y los inquilinos en general. A pesar de este agotamiento, cuando eventualmente tiene que sacar fuerzas para resolver algo actúa con una convicción admirable. Vinaite logra generarte una mezcla de rabia y ternura que te hace dudar de tus convicciones. Porque sabés que todo lo que hace está mal y te da bronca que no se dé cuenta. Pero a la vez tiene una impronta de sencillez infantil que a todos nos gustaría tener. Lo más importante de la película es que esconde detrás un enorme llamado a la reflexión. Te propone repensar los roles paternos, las figuras de autoridad, los límites dentro de la educación de los chicos. Plantea con sutileza que Servicios Sociales es una falsa solución a los problemas de las familias en situación de urgencia. Esboza que el problema de raíz es otro. Recuperar el amor propio y la confianza en uno mismo serían el primer paso a la hora de criar a un niño. Pero llega un punto en la vida de las personas que han sido tan maltratadas y están tan rotas que son incapaces de darse cuenta. De tiempos lentos y de cabos que parece que van a quedar sueltos, Proyecto Florida es un cachetazo. Un puñal en el corazón, la angustia de un final tan anunciado como evitable, al que nadie se pudo anticipar.
The Florida Proyect es una de esas películas que se quedó afuera de la carrera de los Oscars pero que tranquilamente podría haber estado entre las nominadas. Así lo estuvo para otros premios. Es un film chico, sin mayores ambiciones, pero muy sólido y entrador. Su principal y gran valor es su joven protagonista. Una joven llamada Brooklyn Prince (su personaje se llama Moonee), que junto con otros niños actores hace un laburo formidable. La relación que tiene con su mamá perturba. Gran trabajo de la debutante Bria Vinaite, como una joven que no tiene vocación de madre, y donde predominan las drogas, el alcohol y el sexo (a veces por dinero), pero aun así el amor hacia su hija se ve auténtico. La cara conocida aquí es la de Willem Dafoe, quien si estuvo nominado como mejor actor de reparto. Su rol es un poco como padre sustituto no solo de los chicos sino de todos los que habitan ahí. Es un hombre abatido, pero que le da ciertos toques livianos (que no llegan a ser comedia) al film. El director Sean Baker, quien viene de hacer la genial Tangerine (2015), nos sumerge en un mundo de clase baja norteamericano que no estamos tan acostumbrados a ver como espectadores. Orlado (dentro del Estado de Florida) es un gran catalizador (y un personaje más) para todo lo que ocurre. La vida en un hotel de poca monta, la cercanía a los grandes resorts y, por supuesto, Disney a la vuelta de la esquina como una utopía. Sin mayores despliegues técnicos, y con lo justo y necesario para una narrativa que fluye muy bien, El proyecto Florida da testimonio del buen cine indie que logra colarse en el mainstream.
Las niñas sólo quieren ser princesas Proyecto Florida (The Florida Project, 2017) puede abordarse geográficamente. No es caprichoso este anclaje, su mismo título lo impone y se debe a que esta historia rutinaria de clases bajas que alquilan ese enorme condominio regenteado por Willem Dafoe (Bobby se llama su personaje) no sería lo mismo si no estuviera al lado literalmente de hoteles All Inclusive a raíz de la cercanía con uno de los parques de diversiones más famosos del mundo: Disneyworld. Sean Baker sigue la lógica de su anterior película, Tangerine (2015), al retratar de manera espontánea e intuitiva (casi documental) a las personas que allí viven, sus relaciones, su comportamiento. Como con Tangerine, el travesti que deambulaba por las calles de Los Ángeles, aquí busca mostrar el universo colateral -y marginal- que se desarrolla por fuera del circuito turístico. El contraste entre los inmensos escenarios de fantasía y la rudimentaria vida de personas volcadas al rubro de los servicios, es fundamental. Pero nada sería tan imponente si el punto de vista no radicaría en Moonee (Brooklynn Prince), la hija de cinco años de Halley (Bria Vinaite), una madre soltera como varias de las que habitan el lugar. La niña junto con otros dos pequeños del condominio se la pasan haciendo travesuras, un tanto violentas producto de la desigualdad social patente en la zona. Vive al lado de un universo de princesas que le es vedado. Su personaje es el corazón de la película. Este retrato tiene grandes momentos para categorizar a sus personajes sin juzgarlos. La niña comiendo en el hotel cinco estrellas es uno: “El tenedor tendría que ser dulce, así uno se lo come después de la comida” dice la pequeña. Otro es el de Bobby, el personaje de Willem Dafoe, echando a una especie de guanacos del condominio, demostrando el absurdo de su labor. Y hay varios más que permiten visualizar con pinceladas las sensaciones que trasmiten los personajes y el espacio que habitan. Proyecto Florida es una película que se respira y siente más de lo que pueda pensarse. A simple vista no parece ir hacia ningún lado dejando el conflicto suspendido entre miles de pequeños conflictos que se suceden a diario entre vecinos. Pero la película crece con los minutos y, si uno se entrega a ella, comprende la fuerza de aquello que quiere trasmitir: la cuota de ternura que se esconde en su interior.
Proyecto Florida, de Sean Baker Por Marcela Gamberini - 28 marzo, 2018 Compartir Facebook Twitter The Florida proyect es sin dudas una de las películas del año. Sean Baker lo hizo de nuevo, después de su desoladora y a la vez brillante Tangerine vuelve esta vez con algunas de sus obsesiones. Una paleta de brillantes colores, unos niños más que encantadores, un complejo vacacional, un ir y venir de puertas que se cierran y se abren, helados que se derriten al ritmo vertiginoso de esos niños que recorren la pantalla de punta a punta. La melancolía y la angustia, el peso específico de la moral estadounidense, la fuerza de la ley sopesan la ética de unos personajes que casi vencidos, enfrentan la vida aferrándose a valores infrecuentes. La madre o las madres sin padres soportan como pueden el peso del contexto que margina a aquellos que no forman parte del sistema. Los extranjeros, los marginales, los solos aquellos que bordean el mágico mundo de Disney donde la fantasía y la idiosincrasia americana brilla con todo su esplendor y no deja de ser en el fondo un fuera de campo acartonado, lleno de brillantina y a la vez expulsivo. Tal vez lo más relevante de una película que nunca pierde la armonía y la cadencia del buen contar (lo mismo sucedía con Tangerine) es que Baker combina sutilmente el comentario político, social y económico con la brillantez y la inocencia de una puesta en escena que acomoda los saberes inteligentemente en cada uno de sus planos. La cámara es la protagonista esencial, es aquella que registra (término que Baker maneja a la perfección) los andares vacilantes de la infancia, los vaivenes de los adultos que miran desde arriba y espían desde abajo, los recorridos de esa madre y de esa hija que no son solo espaciales sino emocionales. El espacio es otra de las grandes preocupaciones del director y recorrerlo en su extensión es la meta de esa pandilla comandada por la fresca y simpática Moone – en una actuación maravillosa de Brooklynn Prince- . Esa pandilla hace del mundo de la fantasía un mundo habitable, al menos por el rato corto, cortísimo que dura la infancia. Ese edificio del condominio, pintado y vuelto a pintar, cubiertas sus manchas de humedad es el espacio que resguarda a esa madres, a esa mujeres que mal o bien se ocupan de sus niños. El edificio los sostiene y los contiene, con sus escaleras que conectan el arriba con el abajo que no alude esta vez a una cuestión de clase. Alli, en ese espacio son todos parecidos, en sus miserias y en sus alegrías, en sus bellezas y en sus espontaneidades. Cada plano de Baker tiene la información necesaria, precisa en su estecisimo y certera en su ética. Los adultos que rodean a los niños sienten en su propio cuerpo, tatuado, envejecido, camuflado la devastación de una crisis que aún no tiene fin. La crisis es económica pero también es social y su revés de trama es la crisis personal de esos personajes sin rumbo que con solo cruzar la calle se enfrentan con la desigualdad de clase; de este lado los olvidados, los marginados, las madres adolescentes, la abuelas adoptando a sus nietas, los viejos sin rumbo, los negros, los solitarios y de aquel lado una clase social que disfruta de sus vacaciones en Florida y que se fotografían en Disney con sus familias de portaretrato y sus niños rubios. La desigualdad es apabullante, pero la mano de Baker la pinta con la sutileza precisa para no hacer sufrir al espectador innecesariamente. La falta de padres de alguna manera es asumida por ese gran padre que es el gerente de ese condominio puesto en la piel ajada del magnífico Willem Dafoe; padre de los chicos pero también padre de esas madres casi adolescentes. Es él que controla el condominio pero también es aquel que no puede echar a los flamencos, solo los incita a irse; tal como hace con la mamá de Monne. La mirada de Baker, como sucedía en Tangerine está teñida de cierto documentalismo. La espontaneidad de las escenas, el concepto sonoro directo, la cámara en constante movimiento, los personajes vivos, llenos de energía y de sinceridad, la palpable cotidianeidad. Documentar la realidad es de alguna manera uno de los objetivos de Baker, hacerlo con inteligencia, con sensibilidad, con belleza, con libertad es una virtud de este director que se vislumbra como uno de los grandes de la contemporaneidad. PROYECTO FLORIDA The Florida Project. Estados Unidos, 2017. Dirección: Sean Baker. Intérpretes: Brooklynn Prince, Willem Dafoe, Bria Vinaite, Caleb Landry Jones, Mela Murder, Valeria Cotto, Christopher Rivera, Macon Blair, Sandy Kane, Karren Karagulian y Lauren O’Quinn. Guion: Sean Baker y Chris Bergoch. Fotografía: Alexis Zabé. Música: Lorne Balfe. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 115 minutos.
Injustamente relegada en la disputa por los premios Oscar (recibió apenas una nominación), la nueva película del director de Tangerine es una historia de un humanismo extraordinario: cine en estado puro. El realizador Sean Baker empezó a llamar la atención con Take Out (2004) y Prince of Broadway (2008). En ambos films, vistos en el BAFICI, se entreveían las bases principales de un estilo humanista distintivo, un norte estético y ético que terminó de explotar en Estrellita / Starlet (2012) y sobre todo en Tangerine (2015), y que ahora alcanza su punto máximo en Proyecto Florida. Baker entrevera realismo social y un profundo amor por sus personajes en esta historia que gira alrededor de las vivencias de Moonee (Brooklynn Prince) y dos amiguitos durante el inicio del verano, cuando el calor de Florida se vuelve pegajoso y el tiempo libre, una variable dilatada. Los tres viven en habitaciones de hoteles de las afueras de los parques temáticos de Disney que sus familias (monoparentales, con las madres y abuelas a cargo, sin padres a la vista) pagan semanalmente, con lo justo. Los chicos hacen lo que cualquier chico en sus vacaciones: vagabundean, se entretienen con lo que tienen a mano y, claro, se mandan unas cuantas macanas. Macanas que la jovencísima mamá de Moonee, Halley (Bria Vinaite), no está muy dispuesta a reconocer como tales. En ese contexto donde la ayuda social se vuelve fundamental para comer y la contención está ausente, sobresale la figura de Bobby (Willem Dafoe, único rostro reconocible de un casting plagado de debutantes), gerente del hotel pero también protector de peligros externos y padre putativo de esos chicos para los que, sin embargo, el mundo es un espacio de juego y diversión. Filmada en 35 mm. y nominada al Oscar en el rubro de Actor de Reparto (Dafoe), Proyecto Florida se apropia de ese punto de vista infantil y lúdico, nunca pueril, para aplicarlo a un relato libre y luminoso que acompaña a los chicos en sus aventuras. Incluso parecen ser ellos quienes arman la trama, con sus microaventuras diarias en las que la dureza de la realidad no es motivo suficiente para menoscabar a la alegría. Baker construye un retrato social sobre seres marginales sin miserabilismo ni condescendencia, siempre mirándolos de frente y nunca desde la supuesta superioridad que para muchos cineastas implica la posesión de la cámara. En una época de películas deslocalizadas y genéricas, resulta imposible imaginar el relato transcurriendo en un lugar distinto al que lo hace. Ese componente geográfico particulariza aún más a este film que emociona con nobleza y sin golpes bajos: cine en estado puro.
Los niños actores pueden ser exasperantes, pero cuando aparece uno como Brooklynn Prince, es probable que todo lo que haga resulte extraordinario. De la mano de esta nena tremenda, sin experiencia previa en la actuación, Proyecto Florida es una película inolvidable. Un conmovedor retrato de la marginalidad, pero sin golpes bajos; una tierna pintura de la infancia, pero sin empalagar. Logra algo muy difícil y raro: la convivencia armónica de la belleza con la fealdad, de lo sublime con lo abyecto. La filmografía de Sean Baker abunda en personajes que se mueven en los márgenes. Su anterior película, Tangerine (2015), que fue filmada con iphones y contaba las andanzas de dos travestis negras en Los Angeles, alcanzó la repercusión suficiente como para que este cineasta independiente tuviera más presupuesto para mostrar otro lado B de Estados Unidos: el de los “homeless ocultos”, gente que no vive en la calle pero casi. La historia transcurre en un motel barato, de los tantos que hay cerca de Disney World (de ahí el título: la empresa llamaba Proyecto Florida al futuro parque de diversiones). Ahí, Moonee (Prince) convive con su madre veinteañera, Halley (Bria Vinaite, otra debutante genial), que día a día se las rebusca como puede para conseguir comida y la plata para pagar la habitación. En un elenco plagado de brillantes no-actores, el único nombre conocido es el de Willem Dafoe, que vuelve a lucirse (recibió la única nominación de la película al Oscar), pero esta vez -raro en él- haciendo de hombre común: es el paternal conserje del motel. Todo sucede en un verano, y está contado desde el punto de vista de los chicos: Moonee y sus amiguitos del motel, que se mueven por la zona solos, libres, salvajes. Baker se esforzó por que la cámara siempre estuviera a la altura de estos demonios infantiles. Ellos son amos y señores de la película: una hábil manera de conseguir empatía inmediata. La pandilla de Moonee comete sus travesuras entre descampados agrestes y construcciones de un kitsch increíble: a la sombra de la alegría artificial de Disney, hay un paisaje desolador. En ese terreno, la magia queda a cargo de una madre tan amorosa como desastrosa y de una nena sin límites a la vista. El vínculo entre ellas con el resto del vecindario y el conserje es de una sensibilidad asombrosa, y por eso Proyecto Florida es de esas experiencias profundas que el cine entrega de vez en cuando.
Proyecto Florida: El lado B de Disney En algún lugar remoto de Florida existe un mundo que no llega a los folletos de turismo. A tan solo algunos kilómetros de Orlando habitan miles de personas para quienes el prospecto de pisar Disney es un imposible. Sin embargo, a la hora de hacer una película saturada en colores pastel y repleta de aventuras y alegrías infantiles, fue este lado B el que Sean Baker decidió retratar. Proyecto Florida cuenta la historia de Moone y su pandilla, un grupo de niños que viven en el motel Magic Castle en Kissimmee, Florida. Con tan solo seis años, deberán hacer de su entorno un parque de diversiones para sobrevivir al largo receso escolar que tienen por delante. Por otro lado, la madre de Moone, Halley, debe enfrentar la odisea semanal que es pagar el alquiler de la habitación. La película relata un sinfín de travesuras por las que pasarán las criaturas mientras muestra, a la vez, lo difícil que es la vida para una mujer de pocos recursos como Halley. Proyecto Florida es un acierto de principio a fin; son muchos los terrenos en los que Baker triunfa al relatar esta historia. En primer lugar, es un retrato muy atinado de la infancia ya que logra ilustrar los miles de mundos que se encuentran al alcance de todo niño sin detenerse en cómo la clase social de cada uno de ellos puede definirlo. Esto, sin embargo, no significa que Baker haga caso omiso a la pobreza en la que viven los personajes. Una de sus aventuras cotidianas, por ejemplo, será pedir dinero en la fila de la heladería y asegurarles a los adultos que su médico les recetó mucho helado para curar el asma. Encantado, algún adulto les comprará el tan codiciado cucurucho. Aquí yace otra gran cualidad del film, y es que logra retratar un mundo lleno de carencias sin caer jamás en el melodrama ni incitar lástima en los espectadores. En otras palabras, ¿es la vida más difícil para estos niños que para aquellos que disfrutan los fuegos artificiales de Disney que ellos vislumbran solo desde lejos? Probablemente. ¿Es la inocencia de la infancia imposible en este contexto? Claro que no. Tampoco lo es la amistad ni las peleas de Halley con su amiga, ni los vínculos pícaros entre los residentes y Bobby, el conserje del motel. A la vez, Proyecto Florida es también un fiel retrato de la sociedad estadounidense actual. Mientras los niños recorren los costados de las autopistas, plagados de tiendas ridículamente grandes y de carteles de ofertas vulgares y estridentes, es imposible no pensar en que este es, también, el lado B del capitalismo. Mientras vemos a Moone ser una niña normal y activa, observamos también a Halley fracasar bajo todos los estándares del capitalismo posmoderno. No podemos evitar pensar, aunque sea por un instante, que el futuro que le espera es probablemente similar al de su madre, y que toda aquella fantasía será engullida, tarde o temprano, por un sistema que genera la pobreza que luego expulsa. Al fin y al cabo, lo que Baker hace con muchísima destreza es transitar las dicotomías del mundo en el que vivimos, sea adultez e infancia, pobreza y riqueza o Disney y Magic Castle. Cabe destacar la monumental tarea actoral de los más pequeños del elenco – particularmente de Brooklynn Prince, quien representa a nuestra protagonista – gracias a los cuales los espectadores empatizarán muy rápidamente con una historia que quizás sientan muy ajena. En realidad, el gran triunfo de Proyecto Florida es que consigue ser fiel a la especificidad de la vida en ese lugar en el tiempo y espacio y, a la vez, ser tremendamente universal.
Proyecto Florida: Al borde del lugar más feliz del mundo Ya con algo más de renombre, el director Sean Baker nos ofrece las agridulces aventuras de unos niños divirtiéndose durante el verano en los complejos de viviendas que rodean los parques de Disney en Florida. El último trabajo del director independiente Sean Baker le había agregado a su usual buen recibimiento por parte de los críticos, un impacto mundial por las formas. Tangerine fue realizada en su totalidad con la cámara de un iPhone 5S, pero además de esa curiosidad se trató de un sentido retrato repleto de recursos cinematograficos. Ahora, con el Proyecto Florida, Baker devuelve esa atención internacional realizando un trabajo que termino ganando incluso nominaciónes en los Oscars, los BAFTA y Globos de Oro. Aventuras infantiles y colores pastel que se aseguran de que Baker ya haya dado el gran paso para colocarse entre el selecto grupo de directores que combinan una fanbase con la atención de la industria aunque permaneciendo con su espíritu independiente y tono particular, a lo Wes Anderson podríamos decir. Un ejemplo que viene bien para explicar que aunque este protagonizada por niños, no se trata para nada de una producción con el público infantil en mente. La mayoría de sus personajes sirven como muy malos, pero al fin y al cabo simpáticos, ejemplos. Mientras que su madre busca la forma de mantenerlas económicamente a flote, la pequeña Moonee de seis años intentará sobrevivir el verano jugando con sus vecinos en el complejo de viviendas “El Castillo Mágico” en la verdadera Florida, la que rodea los parques de Disney. De hecho, el “Proyecto Florida” fue uno de los nombres dados a lo que eventualmente se convertiría en Disney World. Muchas de las mini-aventuras de los niños son esfuerzos imaginativos por parte de los pequeños por replicar atracciones de los parques del ratoncito. La película no insiste demasiado en que se tenga en cuenta, pero todo cobra un especial significado cuando recordamos que todo esto suceda al borde del “lugar más feliz del mundo”. Todas las referencias están ahí si se buscan, pero no insisten en que un público despistado las reconozca. Es un tipo de película que puede sonarle conocida a cualquiera que este familiarizado con el cine independiente, pero se trata de un film con una estética particular. Inmediatamente resaltan los colores pastel, con el cielo celeste y el rosa de las paredes del motel. Cuando se habla de cine independiente con niños, visualmente es siempre con imágenes sucias, crudas de evidente pobreza, pero en este caso Baker entrega un film que visualmente transmite esa alegría y positivismo que su protagonista Moonee insiste en traer a cada segundo que pasa en pantalla. Un cambio tan pequeño como este cambia completamente el tono de la película, incluso más que recursos usualmente utilizados como la música. Es un film humilde, colorido y alegre de la forma más positiva posible en sus duras circunstancias. Aunque como parte de esta estética tenemos un detalle que quizás pueda pasar desapercibido para muchos: en la mayoría de las películas, los niños no son personajes. Por alguna razón (varias en realidad) no se le suelen atribuir a infantes la complejidad, por más simple que sea, de un personaje cinematográfico normal. Al tratar a sus protagonistas independientemente de la edad, Proyecto Florida no solo termina obteniendo el extraño detalle de personajes de menos de 10 años de edad, sino que en el proceso logra generar un guion increíblemente natural y realista. Aunque con sus contrastes dramáticos, y sin tratarse de una comedia ridícula, de improvisación o del estilo de sitcom, Proyecto Florida es una comedia. Es uno de los tipos de comedia más ignorados: una sin chistes. No hay set up ni punchline alguno, no hay tampoco dialogo ingenioso o hilarante. Es un humor realista que consigue sus risas gracias situaciones naturales y de interacciones entre personajes que no tienen intención de hacer reír, mas bien no tienen muchas mas intenciones que vivir su vida. Los niños son increíblemente simpáticos, incluso se van a ganar a aquellos que no sean muy amigo de los chicos, mientras que los adultos consiguen la simpatía por su noble intento por llevar adelante su vida diaria. Sea administrar el complejo de departamentos donde los chicos residen o simplemente ganarse la vida. Seguramente sea imposible ver la película sin sonreír, viendo como los niños se entrometen en la vida de los adultos que los rodean. El director nos lleva de viñeta en viñeta, y como ya dijimos desde el principio y por un largo rato más que una trama estaremos disfrutando de secuencias casi independientes del día a día de sus personajes. Es gracias al ritmo que Baker le da a la cinta que podemos disfrutar a su plenitud de un guion hipnótico y naturista que plantea un sinfín de aventuras infantiles en donde no hay actores ni personajes a la vista. Sin dudas ayuda que la única cara reconocible sea Willem Dafoe, realizando una interpretación tan brillante como minimalista, perdiéndose en el relato con la misma facilidad que el resto del elenco. Proyecto Florida es una experiencia agradable y entretenida que difícilmente encuentre rechazo en una audiencia que disfrutara de casi dos horas de la vida de una humilde familia de dos, viviendo al borde del lugar más feliz del mundo. Una pequeña película que hace mucho para entregar un film que parece sencillo y que seguramente esa sea su mayor virtud.
Castillos de papel La última película del director independiente Sean Baker (Tangerine, 2015) narra desde la perspectiva de un grupo de niños el lado gris de la ciudad de Florida. Conocida internacionalmente por sus atractivos parques de diversiones, el hogar de Mickey Mouse también representa un sitio de subsistencia para cientos de familias estadounidenses que conviven en los hoteles más marginales del distrito. Moonee (Brooklynn Prince) es una niña de 6 años que junto a sus amigos del hotel Magic Castle pasa las vacaciones de verano molestando a los turistas y haciendo desmanes por doquier. Su madre, Halley (Bria Vinaite), es una veinteañera desocupada que apenas puede pagar el alquiler de una minúscula habitación para ambas con el dinero que gana mediante la venta ambulante y demás changas. En uno de los hoteles vecinos, una abuela con sus pequeñas nietas acaba de llegar y para Moonee será la oportunidad de conocer a una nueva amiga y sumarla a su pandilla. A través del juego y la complicidad, los niños son los únicos que logran desconectarse un poco de aquella situación de vulnerabilidad socioeconómica que los envuelve, creando así su propio microcosmos. El encargado del hotel, Bobby (Willem Dafoe), es un tipo comprensible que tiene total conciencia de los infiernos que atraviesan las personas que llegan allí y por eso intenta de alguna manera proteger a los chicos de las sombras que bordean la miseria. El drama de Baker se siente tan natural en la forma en que la cámara sigue a los pequeños y nos muestra a partir de su mirada cómo es vivir bajo la penumbra de un lugar pensado para albergar la magia del cine y los sueños imposibles que podría decirse que roza el género documental. La interpretación de los niños, sobre todo la de Prince con ese descaro y carisma que la caracteriza, resulta sumamente realista y conmovedora. Uno de los aspectos a destacar dentro de la filmografía del director neoyorkino es que bajo ningún término pretende ser complaciente, vendiéndole al espectador un sentimentalismo barato y ultra enfatizado que constantemente es usado en la ficción para retratar a personajes excluidos por el sistema. Baker se sirve de la crudeza de la cotidianeidad y la ironía del sueño americano para entregarnos una mínima muestra de la realidad, cuyo impacto dramático radica en la simpleza narrativa. “Este es mi árbol favorito, porque se cayó y sigue creciendo” le confiesa Moonee a su nueva amiga Jancey (Valeria Cotto). Una analogía que cala perfecto en la vida de estas niñas que a pesar de la tormenta continúan firmes, quizás mucho más que aquel castillo forjado a base de las falsas ilusiones de un régimen salvaje.
Sean Baker se ganó el Oscar de mi corazón, es un director moderno, sensible e inquieto y filma una pequeña película mágica y arrolladora. The Florida Proyect, su segunda película – su opera prima Tangerine es genial- es un cuadro colorido sobre la vida de los Whithetrash en Orlando a metro de DisneyWord. La alegórica y colorida ciudad de los niños es usada simbólicamente para explorar y visualizar los alrededores sitiados de moteles en donde viven familias enteras, agolpadas, muchos de ellos dreamers. Baker, se mete en la teluria del barrio, y crea una historia sensible y poderosa, donde las protagonistas absolutas son Halley (Bria Vinaite), la madre y su pequeña hija Moonee (Brooklyn Prince). Las dos logran recrear un vínculo emotivo y compinche. Halley es madre, joven e irreverente – rebeldía propia de la juventud- y cría en soledad a esta pequeña de 8 años, pícara, traviesa y profundamente inteligente. Los diálogos entre madre e hijas son de una frescura y gracia que uno siente el amor filial y se involucra con esta dupla. Halley es una rockera hermosa, con su estilo chica de europa del este, con tatuajes inmensos, es una buscavidas que hace lo que sea para mantener a su hija y esto es interesante, porque Baker que tiene una cabeza gigante, toca temas sensibles como la prostitución o el abandono pero nunca cae en la descalificación, el director es feminista y hace que estas dos niñas – a la larga Halley, la mamá también lo es- logren enamorarnos y apoyarlas en todo. Estamos de su lado. El director toma su cámara y en un acto que parecería dotado de improvisación, sigue a Moonee con sus amigos recorrer la siesta eterna de una ciudad artificialmente colorida y calurosa, una espacio lleno de donas, de helados y de colores rosas intensos en donde la pequeña corre, grita, juega y se tira en ese cielo americano junto con su banda preciados de compinches Dicky y Jancey. The PRoyect Florida es un viaje lúdico por la infancia y por la vida de vecindario en donde los chismes, los dimes y diretes y las alianzas se vuelve parte del folklore. Y en el medio de esas mujeres, está Bobby (William Dafoe) el portero del condominio Magic Castle, quien con su parsimonia y su paciencia se convierte en el gran pacificador de la película, el que lleva la cordura a esos aires conventilleros y es el alma mater protector de los vecinos. Hay una secuencia de que sirve de modelo de esto: Bobby para en seco a un pedófilo que comienza a hablar con los niños, lo acompaña a retirararse y con su amabilidad le juega una pasada que lo posiciona como el héroe de la película. Baker toma lo mejor de estos actores: El fuck you con el dedo meñique de una Mooanee enojada, la juntada del grupo de niños en una heladería del barrio, la fantasía por correr de la mano por Disneylandia. Hasta ahora me animo y me juego, The Florida Proyect es la película del año. Valoración: Excelente
Una narración atinada sobre la pérdida de la inocencia. La pérdida de la inocencia en la niñez es un tema que se ha tratado sendas veces en el cine, pero casi siempre de una manera anunciada. Es de apreciar cuando un cineasta se anima a ilustrar dicha experiencia como lo que fue, algo repentino, doloroso y que viene para quedarse. Los norteamericanos tienen una expresión denominada “Pull the rug from under your feet” que significa “Sacar la alfombra de debajo de tus pies” Esa es la sensación que acertadamente comunica Sean Baker con Proyecto Florida. Una rodaja de vida Proyecto Florida cuenta la historia de Moonee, una niña de 6 años que vive y juega con sus amigos en un complejo hotelero de bajos ingresos. La historia oscila entre las travesuras que lleva a cabo y la convivencia con su madre, una joven mujer a quien se le dificulta alcanzar su supervivencia, teniendo que recurrir no pocas veces a métodos cuestionables para conseguirla. Inicialmente, la película da la impresión de no tener un guion y que se trata de simplemente una serie de viñetas sobre el verano de una niña bastante particular. No es así. Lentamente y con paso seguro abandona esa serie de viñetas para adentrarse en lo que realmente es: las consecuencias que paga una hija por el ejemplo que recibe de su madre. Salta a la vista que en esa relación no falta amor y no hay una onza del antagonismo típico entre madre e hija, pero del mismo modo Halley es una madre que no hace el más mínimo intento por ejercer autoridad o sentar un buen ejemplo para su pequeña, y el comportamiento de esta es una consecuencia directa de aquella negligencia. Para poder sentir esa progresiva destrucción de la inocencia como algo natural, se tiene que correr el riesgo de mostrar un montón de escenas que pueden parecer inconexas aunque ilustran la filosofía de vida de estos personajes. Se ilustra también su pequeño paraíso, muchas veces conseguido a expensas de otros, pero paraíso al fin, y cómo este puede ser destruido por la irresponsabilidad. En esa palabra nos tenemos que detener, ya que la película muy sutilmente trata de esto: el riesgo de la irresponsabilidad en la paternidad. Trata de ilustrar que ser padre es una tarea que no se enfrenta a la ligera: es una prioridad que no puede ocupar un segundo lugar de ningún modo, manera, o forma. No hay lugar para egoísmos. Sean Baker resuelve la gran mayoría de las escenas de la película en un solo plano, máximo dos. Es clave para entender cómo pudo sacar actuaciones tan eficientes de su reparto infantil, donde más de un integrante hace su debut: se requiere de intérpretes hábiles para cubrir una acción desde varios ángulos y que en todos esté la misma intensidad. Una movida inteligente que beneficia a la película y al lucimiento interpretativo. Willem Dafoe es sólido y querible como el encargado del edificio. Destaca Bria Vinaite en su rol de la negligente madre de la protagonista. Desde luego, Brooklynn Prince sostiene con mucha dignidad su papel como la niña central de la historia. Conclusión Proyecto Florida es una atinada rodaja de vida, el paraíso de la niñez retratado con plena naturalidad tanto en su establecimiento como en su dura conclusión. Un ejercicio de paciencia narrativa que sabe cuándo experimentar y cuándo valerse de la tradición. Disfrutable.
Sean Baker ha demostrado en sus películas que es un cineasta inteligente, único, que nos ha brindado filmes que hurgan en mundos que no vemos, sin caer nunca en golpes bajos o emociones de lugares comunes. En “Starlet” nos conmovió con la insólita amistad entre una joven que trabaja en producciones porno con una anciana. En la singular “Tangerine” realizada con Iphones, la amistad, las locuras, los sueños de dos chicas trans que son prostitutas y nunca caen en lo sórdido, aunque su mundo lo sea. Aquí, muestra un complejo hotelero, cercano a la concreción de las fantasías obvias de Disney World, donde están los que no tienen una casa y viven como pueden en estas habitaciones donde acumulan sus pertenencias y deben pagar día a día su permanencia. Son, como los define el director, los “homeless” encubiertos. Pero este mundo deprimente de colores estridentes, donde se sobrevive como se puede, esta visto desde los ojos de una niña inquieta, traviesa, vital. Y aunque sea una pequeña de poquitos años también es una sobreviviente, con una madre muy joven, sin padre, que sobrevuela su realidad sin que la lástima, el patetismo, la mirada condescendiente la afecte. Absolutamente conmovedora, pero también llena de humor, con muchos de sus actores como debutantes, con el profesionalismo de un Daniel Dafoe que construye un personaje también inolvidable, con escenas increíbles. Es más, cuando el se sumo al proyecto lo hizo posible. No se pierda este film distinto, de un creador que sabe encontrar siempre una mirada sobre mundos que ignoramos y que se revelan con su creatividad y original manera.
La apuesta radical de Sean Baker al realizar Tangerine le valió una efusiva aclamación por parte de un sector específico de espectadores, deviniéndose de alguna manera en lo que se entiende como “cine de culto”. El peligro de estas relaciones entre un director con el público, especialmente si se trata de un cineasta primerizo, es que este puede malinterpretar el espaldarazo como garantía de un vínculo sellado. Hacer una película con una propuesta estética o un marco de producción diferente a lo que se exhibe en los cánones comerciales no asegura la fama vitalicia para el artista. M. Night Shyamalan, Abel Ferrara o Soderbergh son víctimas de esta suerte de hybris en donde el público que en un principio lo destacó, luego se volvió despechado en su contra. - Publicidad - El proyecto Florida no es tan rupturista como Tangerine en cuanto a los temas que aborda y la construcción de la empatía a pesar de la contradicción de sus personajes. Pero indudablemente la película que hoy tiene su estreno en la cartelera argentina guarda una complejidad en la dirección actoral y la capacidad sintética y simbólica del universo que retrata. “Proyecto Florida” no es más ni menos que la representación del devenir de un grupo de niñas y niños que viven sobre la vereda de los enormes parques de Disney, pero cuya situación de emergencia los suprime de la fantasía y los sueños que pregona la industria de Walt Disney. Los primeros albores de la generación que nació en la crisis del 2008. Aunque ya esta premisa implique un proyecto inabarcable Baker también se anima a ir sugiriendo de pasada los conflictos que viven sus padres y otros integrantes de la microsociedad que viven en los moteles aledaños a los parques. De este segundo grupo de personajes emergen el gerente Bobby (le valió la nominación a actor de reparto a Willen Dafoe) y la indomable Halley (Bria Vinaite). El primero es un personaje que debe lidiar con las tensiones internas de los cohabitantes del complejo, pero aun ante personas conflictivas como Halley, Bobby adopta una actitud deferente y protectora con los huéspedes. No solo busca conciliar cualquier problema vecinal, sino que pondrá al servicio de ellos su compasión e incluso expulsará del complejo a un anciano potencialmente pedófilo. También hay lugar para un mínimo punto de fuga a su vida privada con la presencia escueta de su hijo (Caleb Landry Jones). Por el otro lado Halley representa a la madre soltera que debe criar a su hija, donde su condición maternal prematura se entrecruza con su rebeldia juvenil. Las escenas que comparte con su hija Monhee (Brooklyn Prince) son la más frescas que ha dado el cine independiente estadounidense en años. Las consecuencias de un sistema que debió reponerse de una fuerte crisis económica están representadas en ellas, quienes a pesar de todo y todos desnudan una vitalidad y personalidad capaces de trasvasar la pantalla. Las consecuencias de la crisis no son aludidas por las actrices, sino que anidan en ellas. ¿Cuál es el logro principal de Baker y qué rasgo lo vuelve singular, tratándose de un tema tan referenciado en la historia del cine? La elocuencia de su propuesta presupone la respuesta: “cuando los niños están en toma, la cámara está al nivel de sus ojos. No hay un solo momento en la pantalla donde estemos mirándolos desde arriba. Quise que fueran grandes; reyes y reinas de su mundo.”. No resulta novedosa esta filosofía técnica de homologar nuestra mirada con la de los niños. Pero sí se destaca en que esa estrategia es su correlato discursivo y actoral: nuestra identificación (y fascinación ante la naturalidad de sus palabras y miradas) no está brindada solo por el posicionamiento de la cámara, sino por la transparencia de sus actores. Salvo Williem Dafoe no hay actores profesionales que se rijan por un método del oficio, son todos humanos que materializan en clave documental su existencia. La literalidad de la contraposición entre el mundo de la fantasía de Disney con la de la infancia de estos niños marginales, que en cualquier guion sería un subrayado burdo, en Proyecto Florida es profundamente orgánico a la naturaleza de la historia. Los niños no se sientan a observar desde el otro lado de la cerca el mundo que les es prohibido sino que sucede todo lo contrario; Monhee, Jancey (Valeria Cotto) y Scooty (Cristopher Rivera) no están exentos de los juegos infantiles ni de la maravillosa fantasía que prodiga su imaginación. Baker no pierde el tiempo estilizando sus derechos vedados en busca de un escarmiento demagogo, como suele pasar en el cine latinoamericano que alaban en Cannes, o lo que intenta sermonear la última película ganadora del Palma de Oro. Con “Proyecto Florida” sitúa al espectador de la manera más literal y sincera posible en ese universo, en donde el amor, la fantasía y la compasión conviven con la miseria, como lo hiciera De Sica en la excelente “Milagro en Milán”. Ellos escupen autos, incendian casas abandonadas y mendigan comida pero no existe música que le imprima un tono trágico, ni un tratamiento visual fotogénico que apele a lo explícito para herir la sensibilidad del espectador. La naturalidad de los actores infantiles, por sobre todas las cosas de Brooklyn Price, evita las recurrencias a todos esos artificios que tanto disfruta el cine que gana premios en Cannes. La niña llorará una sola vez en la película y con eso bastará para representar todas sus penurias. Antes que eso Baker la dejará desplazarse con la misma libertad que le otorga Halley a Monhee para que junto con Snoopy y Jancey se divierta y viva su propio mundo de fantasía. Proyecto Florida es una película hermosa, con un gran compromiso político y social, que indudablemente supera en términos humanos a cualquier producción realizada en los Estados Unidos en el 2017.
Esta podria ser otra típica película "indie" sobre outsiders y chicos que crecen en ambientes marginales, si no fuera por varios detalles que hacen la diferencia. Por ejemplo, el director Sean Baker baja la edad de sus niñas "olvidadas" a los 6 años, y arma su relato en los suburbios de medio pelo alrededor de Orlando, con moteles baratos llamados Magic Castle o Futureland. Sitios rodeados de outlets truchos de Disney, sólo visitados, en el mejor de los casos, por turistas desorientados engañados por Internet. La antológica estética multicolor potencia el espíritu infantil de estas pequeñas que se portan mal hasta lo punk, ya que se sienten princesas de su propio reino mágico. Baker logra algo tan complejo como darle humor ingenuo a asuntos serios, al mostrar escenas sórdidas desde el punto de vista de una chica, que las naturaliza por no conocer otra cosa. El contraste adulto más o menos sensato lo da Willem Dafoe, como el encargado del motel tolerante y paciente con cualquier madre desmadrada, por no herir a sus chicos, lo que casi siempre lo lleva al borde del soponcio. Si bien el desenlace no convence demasiado, hay actuaciones fuera de lo común, y la fotografía y la dirección de arte dan lugar a imágenes sin desperdicio.
EL LUGAR MÁS FELIZ DE LA TIERRA Una de las mejores películas del año pasado llega finalmente a las salas. Tarde pero seguro : ( Sean Baker comenzó a llamar la atención de la crítica con “Tangerine” (2015), esa hermosa odisea navideña protagonizada por una prostituta trans en busca de revancha amorosa, filmada magistralmente con apenas cien mil dólares y unos cuantos teléfonos celulares. La economía de recursos y el corazón de esta historia pusieron al director y guionista en ese lugar preferencial que nos obliga a querer ver/saber que le depara su futuro cinematográfico. Con mucho más presupuesto (unos dos millones de dólares), una cámara de 35mm, actores con cero experiencia y el mismo espíritu independiente, Baker continuó su carrera con “Proyecto Florida” (The Florida Proyect, 2017), un drama que muestra las miserias de cierta parte de la sociedad norteamericana, pero desde la visión inocente y un tanto aventurera de Moonee (Brooklynn Prince), una nena de apenas seis años que atraviesa despreocupadamente las vacaciones de verano junto a sus amiguitos de “departamento”. ¿Será por esto que la Academia le dio un poquito la espalda a una de las mejores películas del año pasado? Sí, Willem Dafoe se llevó su merecida nominación como actor de reparto, pero la minimalista historia de Baker, su guión, su fotografía naturalista… merecían más reconocimiento a la hora de repartir las estatuillas. Lamentablemente, llega tardísimo a las salas locales, pero si se saltaron el Torrent, bien vale pasar por los cines con varios pañuelitos en mano. Moonee vive con su mamá Halley (Bria Vinaite) en un motel barato de la zona menos agraciada de Orlando, Florida, aunque a pasitos de Walt Disney World, donde los visitantes se abstraen del mundo y disfrutan su estancia en “el lugar más feliz de la Tierra”. Con su corta edad a cuestas, la nena y sus amiguitos casuales se alejan de la poca (bah, nula) supervisión de los mayores y exploran, juegan, disfrutan durante las vacaciones. Moonee heredó los malos modales y la actitud rebelde de su joven progenitora, que se dedica a vivir un tanto de la caridad o de venderles chucherías a los turistas de los hoteles de la zona. Hay algo de fantasía y mucha ingenuidad en la actitud de Moonee que sabe, pero no entiende realmente la precariedad de su situación económica, pero mucho menos la “educativa”. Su madre es irresponsable, irrespetuosa con casi todos los que la rodean, aunque se asegura que no le falte nada, sobre todo un techo y comida. Bobby (Dafoe), el gerente del motel, juega un papel fundamental al respecto, manipulando un poquito las reglas y permitiendo que gente como Halley pueda permanecer en las habitaciones más allá del tiempo estipulado. Magic Castle (así el nombre de este pintoresco establecimiento) carece de lujos y no es la primera elección de los turistas, pero él se encarga de mantenerlo como si lo fuera, y de cuidar a sus huéspedes, sean de la condición que sean. Bobby trata de no involucrarse, ni tomar partido por cada una de las situaciones que se le presentan, pero está claro que tiene sus límites y cierta debilidad por estos pequeñines sin supervisión, y por sus padres sin rumbo fijo. Un Willem Dafoe tan relajado y contenido que nos hace olvidar de todos esos papeles más histriónicos por los que es tan reconocido. Otro de los grandes aciertos del director que, a esta altura, entendemos que puede lidiar con cualquier reto interpretativo, sólo hace falta ver/sentir lo bien que “actúan” esos chicos. Baker nos pone, de alguna manera, en el lugar del gerente. Nuestra empatía juega un papel importantísimo para relacionarnos con los personajes, aunque algunos, como Halley, nos caigan para el ojete. No es nuestro trabajo juzgarla (sabemos que ella también fue una Moonee en su momento), pero tampoco podemos hacer la vista a un lado, ni celebrar sus irresponsabilidades. Por eso el punto de vista siempre está puesto sobre esta nena que sale a “vivir aventuras”, inconscientemente, para evitar la realidad que la rodea. Claro que llega el momento de poner los pies sobre la Tierra, y ese es el instante más sincero (dentro de una película súper sincera) de “Proyecto Florida”. Baker no tiene la necesidad de echar mano a golpes bajos, en cambio, la naturalidad con la que se dan los acontecimientos emociona mucho más que cualquier otro recurso narrativo. Eso sí, todo recae sobre Prince (y el director que guió sus pasos) que se merece todos los elogios y los aplausos. Lo que logra el realizador con las imágenes y, por momentos, con esa cámara en mano curiosa, merece un párrafo aparte. Baker encuentra belleza y emoción incluso donde no la hay, y juega constantemente con los contrastes (visuales y sociales, obvio). “Proyecto Florida” es una odisea fantástica, más allá de que no hay fantasía de por medio, pero el realizador nos hace creer (al igual a que sus jóvenes protagonistas) que pueden existir esos duendes y esa olla de oro al final del arcoíris. Pocas veces un drama resulta tan reconfortante, a pesar de las miserias que plantea. La idea del director no es ser condescendiente, tampoco crítico, ni mucho menos, simplemente mostrar la realidad desde otra perspectiva y pegarnos donde más nos duele: la vida misma. Imposible despegar estas situaciones de las nuestras, porque no hace falta irnos hasta Orlando para atestiguar estas desigualdades socioeconómicas o encontrar una “Moonee” vagando por los andenes del subterráneo de Buenos Aires. ¿La diferencia? La honestidad, la belleza y la visión de un realizador como Sean Baker. LO MEJOR: - La destreza visual de Sean Baker. - Moonee, siempre Moonee. - Nos encanta este Willem Dafoe paternal. LO PEOR: - Que llegue tan tarde a las salas. - Que Baker no pueda abandonar el circuito independiente a la hora de los premios.
Sean Baker es uno de los pocos realizadores actuales que arriesga y explora el universo cinematográfico, trayendo historias actuales, vívidas, alejadas de aquellas propuestas de la agenda de estrenos que privilegia lo comercial por el hecho artístico. Si en sus dos anteriores films el desarrollo de tramas relacionadas a la soledad, el paso del tiempo, la lucha diaria por la vida, eran tópicos frecuentes, más allá de si se los trabajó con más o menos solemnidad, o con más o menos originalidad, en el caso de “Proyecto Florida” (2017), su último opus, hay un gesto notable durante toda la duración que amplia esos tópicos al encarnizarlos en niños. Ese gesto, el de introducirnos en el lado B de los grandes parques de entretenimiento, es sólo el comienzo de un relato entrañable, doloroso, pero esperanzador acerca de la infancia y la imposibilidad de ser aquello que inevitablemente se es. “Proyecto Florida” profundiza su mirada en bucear, sin juzgamientos, en la miseria de la América de Trump, vomitándole en la cara aquello que decide esconder debajo de la alfombra y que nada tiene que ver con los millones y millones de dólares que se gastan diariamente en los centros de entretenimientos vacacionales. En el desgarrador y verosímil relato de las andanzas de Moonee y sus amigos, y en la supervivencia que a diario realiza la pequeña con su madre, hay algo de documental y verdad que se escapa a la fugacidad de la imagen. Sea vendiendo perfumes en las entradas de los hoteles cinco estrellas, sea peleando por un día más en el complejo de departamentos, sea peleándose con los únicos vínculos que poseen para sentirse más seguras, todo comienza a configurar un viaje cuasi antropológico hacia las vidas y rutinas de aquellos que cohabitan con Moonee en las afueras de Florida. Algunas decisiones, como la de ubicar la cámara a la altura de la mirada de los niños, refuerzan el sentido de acompañamiento, y no de juzgar, con el que Baker desanda las peripecias del relato. Conflictos sobran, pero “Proyecto Florida” prefiere potenciar los vínculos a seguir desarmando cada uno de los personajes a través de sus miserias y dolores. Moonee siente, vive, llora, ríe, al igual que su madre, quien por momentos pierde su norte y es la pequeña quien la vuelve a encauzar hacia el lugar que corresponde. Más avanza el relato, más se destaca la capacidad del director para construir entramados narrativos que contienen no sólo ya al contexto de miseria y carencia, sino que, principalmente, aporta un aire lúdico y fresco para aliviar el dolor que padecen cada uno de los protagonistas. A las revelaciones Brooklyn Prince y Bria Vinaite, se suma el experimentado Williem Dafoe, como ese capataz que hace la vista gorda ante muchísimas situaciones, porque sabe que, en el fondo, es el único contacto que tienen todos con la realidad. “Proyecto Florida” es una película de una sensibilidad notable, que ahonda en cuestiones relacionadas a la familia y el trabajo (o la falta de él), pero también en la amistad, la vida y la música como vehículo de escape.
Un estado semisalvaje de civilización El director de Starlet y Tangerine vuelve a demostrar que es un especialista en las distintas formas de marginalidad, pero de una marginalidad asumida, voluntaria, orgullosa de sí misma. Un estafador callejero en Prince of Broadway (2008), una actriz porno y una anciana con un pie del otro lado en Starlet (2012), dos travestis y su chulo en la genial Tangerine (2015), dos chicas –madre soltera de veintilargos, hija sub-10– que viven de acuerdo a sus propias reglas en El proyecto Florida: está claro que a Sean Baker le interesan las distintas formas de la marginalidad. Pero no cualquier forma, ya que hasta ahora no ha aparecido en sus películas gente sin techo, sin trabajo, sin patria o identidad. Es decir, gente carente, de la clase que se presta a la mirada paternalista o miserabilista de quien los narra. Lo que le interesa a este cineasta nacido en Nueva Jersey en 1971 es la marginalidad asumida, voluntaria, orgullosa de sí misma. Tan orgullosa como para promover en el espectador, eventualmente, alguna forma de rechazo. Ser estafador no es lo más loable del mundo. Robarle a una nonagenaria, como hacía la chica de Starlet, tampoco. Arrastrar a una rival amorosa de los pelos no es bonito. Escupir autos, como los chicos de El proyecto Florida, y después, en lugar de pedir perdón, rociar de puteadas a la dueña, no forma parte de las conductas deseables en un niño. Para no hablar de la mamá. Pero ojo que no hay en el cine de Sean Baker el más mínimo atisbo de condena de estas conductas, sino la más franca naturalización. Una forma de naturalidad en la que lo aborrecible puede coexistir con lo encantador y la desconsideración con la empatía. Ése es el mundo Baker, uno que se presenta ante nosotros como un estado semisalvaje de civilización, y cuya libertad cuestiona nuestra prisión. No son sólo dos lxs niñxs protagonistas de films de Baker (el bebote afroamericano de Prince of Broadway, la arrolladora nena de El proyecto Florida). En su ingenuidad o en su desinterés por las normas sociales, todos los protagonistas del cine del autor también lo son. La actriz porno de Starlet es una bambi que parece vivir fuera del mundo. Las travas de Tangerine, venenosas, jodidas y malhabladas, son en el fondo dos románticas del siglo XIX. Halley, la mamá desempleada de El proyecto Florida (la debutante Bria Vinaite, que queda grabada) tiene con su hija Mooney (fabulosa Brooklynn Kimberly Prince) una relación más de amigas o compinches que estrictamente de madre/hija. Mooney anda por ahí con sus amigos Scooty, Dicky, Jancey más tarde, y Halley ni se entera. Y digamos que los chicos no son de quedarse jugando jueguitos en la compu: además de escupir autos ajenos y forrear a sus dueños, pueden intrusar una casa abandonada, romper todo lo que queda por romper y finalmente incendiarla. Cuando Halley se entera, como pasa con la señora del auto, la forrea más todavía que su hija y amigos, con un gesto de desprecio crónico que consituye una gran creación de Vinaite. Sería un error suponer que por los motivos enumerados se induce al espectador a ver a los chicos de El proyecto Florida como hooligans y a la mamá de Mooney como una turra que desatiende a su hija. Por indomables que sean, los chicos no dejan de comportarse como chicos, y por volada que esté (parecería estar flotando en una eterna nube de humo), Halley no deja de interesarse –desde su nube– por la suerte de Mooney. Todos viven en un hotel, de esos en los que las habitaciones dan a pasillos exteriores, en una situación (la de Halley e hija, al menos) que el realizador definió como de “homeless escondidos” (ver suplemento Radar del domingo pasado). Halley no paga el alquiler de su habitacioncita, y cuando el administrador del hotel, Bobby (angelical Willem Dafoe, nominado al Oscar por este papel) ya se cansó de reclamárselo, ella sale de la habitación, como quien arrastra una “paja” (en el sentido que le dan los adolescentes a la palabra) extraordinaria, y va a estafar a algún incauto, o a comprar copias berretas de perfumes importados, para venderlas en algún hotel de lujo. Crédulo, ejemplarmente intencionado, dueño de una paciencia a toda prueba, Bobby es otro niño-Baker, y los colores vivos de las paredes de este hotel y de otro vecino (lila furioso, verde ídem) hacen de él algo así como el director de un jardín de infantes. ¿Pero qué pasa que son todos hoteles en este rincón de Florida, esparcidos entre los yuyos, vecinos de montones de comercios de arquitectura rematada con reproducciones gigantes de motivos infantiles, a puro plástico, y calles que se llaman por ejemplo “Siete Enanitos”? Pasa que estos proyectos habitacionales son vecinos nada menos que de Disneylandia, tierra de sueños plásticos que Baker mantiene durante toda la película fuera de campo. Porque es fuera de campo donde viven los protagonistas, al margen de Disneylandia. Tratándose de niños, podría pensarse que esa marginalidad resultará dolorosa. Pero no: los de El proyecto Florida son niños marginales-Baker. Autónomos, independientes, orgullosos de su condición.
En los márgenes del progreso Disney y niñez son dos palabras que a menudo van de la mano. En la sociedad de consumo globalizado en la que vivimos, una de las mecas de la felicidad para los infantes (y también de unos cuantos adultos) se encuentra tras las puertas de Epcot Center y Magic Kingdom, en un mundo de fantasía edulcorada diseñado para escapar por unos días de la realidad. En Proyecto Florida, el director y guionista Sean Baker describe otra realidad. Una muy distinta, más contundente y sin filtros, que se desarrolla en las cercanías del famoso parque de diversiones. Allí, tan cerca y tan lejos, una madre treintañera y su hija de 6 años subsisten como pueden al aciago día a día en un motel de mala muerte (curiosamente llamado Magic Castle), inmersas en un contexto de pobreza, necesidad, desempleo y fuerte desamparo social. Irreverentes, impetuosos y desafiantes son los personajes que pueblan las filminas de Sean Baker, pero no por ello menos queribles. Desde la impulsiva Halley (la madre en cuestión, interpretada por la debutante Bria Vinaite) hasta su rebelde y adorable hija Moonee (Brooklynn Kimberly Prince, en una interpretación para el recuerdo), ambas presentan una complejidad notable. Por un lado, cometen todo tipo de desbordes (los de Moonee, las típicas travesuras de los infantes de su edad; los de Halley, también comprensibles por lo apremiante de su situación económico-social), pero al mismo tiempo cada una de sus acciones detenta una nobleza, una honestidad y una pureza que las hace arrolladoramente encantadoras. En este marco también se destaca el enorme Willem Dafoe, que aquí interpreta a Bobby, el buenazo y paciente encargado del hotel, que en todo momento asume un rol contenedor y protector con todos sus inquilinos, pero especialmente con Halley y Moonee. La película sigue de cerca las aventuras juveniles de Moonee y sus amigos, y también las idas y vueltas de Halley con los servicios de asistencia social por la tenencia de la pequeña. Con inteligencia, el autor de Tangerine (2015), Starlet (2012) y Prince of Broadway (2008) coloca la mirada en los ojos de la niña y hace convivir la inocencia, el desparpajo y la libertad características de esa edad con la acuciante realidad de una madre soltera desempleada que vive día a día con la incertidumbre de si llegará o no a pagar el alquiler de su habitación. Sin caer en golpes bajos, Baker explora de manera contundente la realidad de una familia que vive en los márgenes del sistema, allí donde el progreso no llegó, y lo hace sin pelos en la lengua, es decir, sin suavizar el impacto de las situaciones de violencia cotidiana a la que sus personajes se ven expuestos. Con enorme sensibilidad y sin derivar en una mirada romántica o celebradora de la pobreza per se, el realizador construye un relato honesto de personajes arrolladores, en donde lo terrible y lo bello conviven con sorprendente naturalidad, y en donde aún en contextos de necesidades insatisfechas y privaciones varias, la libertad y la felicidad, de a ratos y a los tumbos, se terminan imponiendo. Por Juan Ventura
Una madre joven apenas puede cuidar a su hija. Viven en Florida, cerca de Disney, en un motel que reúne a todos aquellos que no pueden pagar un alquiler regular; el sentido de hogar es volátil, tan endeble como la economía en la que participan. ¿Cómo puede sortear esa mujer tan joven y con escasos recursos la subsistencia? De muchos modos, entre ellos, el que su hermosa juventud le prodiga: el propio cuerpo puede ser el último recurso laboral. El misterio de El proyecto Florida, sin duda su virtud más excelsa, es conjurar todo indicio de sordidez y no obstante ejercer una lectura crítica de ese mito llamado “América”, cuyo sueño ha sido siempre para pocos y que el cine ha vindicado como un destino posible, forjado por un voluntarismo ingenuo. Todos los que viven en ese motel revestido de colores esplendorosos pertenecen al otro Estados Unidos. En cada panorámica del motel, el director del filme, Sean Baker, suministra una postal que contradice la usual imagen de una potencia sumida en la bonanza. Parte de la inteligencia de Baker reside en el punto de vista elegido para desarrollar el relato. El plano inicial ya establece una altura de cámara que duplica el centro perceptivo de la niña protagonista. Todo lo que sucede con los vecinos, lo que sucede con la madre y la relación con los otros niños tiene una cierta cualidad propia de la infancia. Los niños no juzgan, más bien observan y sienten. De ese modo también fluye la narración. En efecto, las escenas se acopian y lo que se transmite en cada una reproduce la forma de estar en el tiempo de un niño y sus modos de experimentar. No es fácil trabajar con niños, menos constituir un mundo en el relato que exprese la experiencia de la infancia. El contrapunto de la perspectiva de la niña le compete al personaje que interpreta magistralmente Willem Dafoe. Bobby es el encargado general de mantenimiento del motel, un hombre medido y atento, moderadamente solidario, alguien que observa bajo una cualidad anímica parecida a la forma en que ve la chica: él también presta atención a la vida de los vecinos del motel y, como la valiente niña Moonee, no juzga a sus coetáneos. En la absoluta ausencia de un moralismo con ansias de corrección y superación, el filme encuentra su verdad y fuerza política. Las tres últimas películas de Baker constituyen un retrato preciso de la pauperización de la clase trabajadora estadounidense. En Estrellita, Tangerine y El proyecto Florida, además, la sexualidad tiene una correlación inherente con la economía. Que en este caso todo esté a pocos metros de Disney, el delirante parque temático que vindica una infancia eterna asociada desvergonzadamente al consumo, resulta indispensable. Baker sugiere que Estados Unidos es un parque temático, y como tal su película visualiza el outlet de ese sueño imaginado por muchos y vivido por muy pocos.
LOS ARRABALES DE DISNEYLANDIA El cine de Sean Baker mira de frente las miserias del mundo contemporáneo, pero a diferencia de la mayoría de sus colegas del presente, lo hace eludiendo los dos caminos que parecen inevitables: no hay regodeo miserabilista, pero tampoco un paternalismo culposo que busque la salida fácil. Lo que aparece en el recorte que hace Baker son seres humanos, con sus miserias y sus pesares, pero lejos de buscar la conmiseración o la lástima del espectador. En esa operación despojada de los vicios de cierto cine verista, Baker encuentra una verdad que es cinematográfica en el sentido que lo suyo no es documental sino una evidencia artificiosa de lo real. Y en Proyecto Florida ese artificio es un condimento fundamental, por cuanto los personajes habitan un espacio lindero, cercano, arrabalero al sueño americano y plástico que representa Disneylandia. Halley, su hija Moonee, el conserje Bobby, todos habitan una suerte de monobloc colorido que parece salido de una pesadilla kitsch. Ese lugar, circundado por calles que tienen nombres como “Los siete enanitos”, es un territorio que limita con el parque de diversiones imaginado por el Tío Walt, espacio que opera como horizonte imposible de estos personajes: madres solitarias, abuelas que se hacen cargo de los hijos de sus hijas, niños que rondan por ahí ajusticiando al mundo desde su impávida ingenuidad. Todos viviendo de la asistencia social, de laburos ingratos o de changas subrepticias que surgen entre la resaca de la industria turística. Los niños son la clave aquí: la película arranca con Moonee y sus amigos matando el tiempo muerto, escupiendo los autos de los vecinos, generando el caos con ese desquicio desprovisto de moral de la infancia. Y ahí el primer giro que muestra a Baker como un director que no sólo elude las convenciones, sino que además está muy seguro de su cine, de lo que quiere contar y cómo hacerlo: el castigo a Moonee y sus amigos no llega, y ese episodio determina el comienzo de un vínculo de amistad entre la madre de Moonee y la mujer a la que le escupen el auto. Así Baker relativiza nuestra mirada moral, nuestro mundo edificado en base a reglas de conducta y rigidez. O, en todo caso, cuando la ley se hace presente en el film, no sólo lo hace torpemente, sino que ya es demasiado tarde. Desde aquella secuencia inicial, Proyecto Florida trabajará en paralelo el mundo de los niños y el de los adultos, que colisionarán cada tanto. Aunque en verdad, lo que registra Baker no es más que una adultez consecuencia de infancias rotas: ahí está Halley, como cometa errante atravesando el cielo de una película que nunca la juzga aunque exponga sus contradicciones (y acá me viene a la memoria el personaje de Amy Ryan en la enorme Desapareció una noche de Ben Affleck). Esa marginalidad que es la sustancia principal sobre la que Baker trabaja pocas veces se vio tan libre, tan desprovista de sentencia. Proyecto Florida cobija a esas criaturas aún cuando las exponga, pero es fundamentalmente el punto de vista de los niños el que permite que todo sea visto desde un lugar si se quiere más amoral: lejos del juicio de los adultos, aunque conscientes de lo que puede ocurrir (Baker no es tonto, se centra en la infancia pero lo suyo no es infantil), Moonee y sus amigos transitan los pasillos de esa vecindad rozando todos los peligros imaginables. Cuánto de todo eso los afectará el resto de sus vidas es algo que la película no se anima ni a intuir, aunque se puede filtrar a través de lo que reflejan los personajes adultos. Proyecto Florida es una película en presente, por eso ese final falso y escapista, un viaje al mundo de los sueños para huir del horror circundante: tal vez Moonee logre atrapar el caldero con oro que hay al final del arcoiris. Por último, destacar la presencia de Willen Dafoe como el conserje Bobby. El actor nos tiene acostumbrados a sus personajes apesadumbrados, a bucear en universos bastante sórdidos, por lo que su presencia nos genera un ruido en medio de la humanidad del relato de Baker: pensamos, constantemente, que su personaje va a quebrar hacia algún lugar oscuro. Es una tensión que le suma a la película. Sin embargo, eso no sucede nunca y Dafoe nos regala una de sus actuaciones más sinceras y desprovistas de cualquier exageración. Es una actuación mínima, rodeada de gestos mesurados, que construye un personaje entrañable que desde su lugar trata de contener y proteger a los demás, aunque su tarea pueda resultar infructuosa. Es un detalle más del ojo humanizante de Baker, que no sólo humaniza a sus criaturas sino también al propio cine como herramienta que puede retratar la realidad sin distorsionarla ni convertirla en un espectáculo inmoral.
Verano pegajoso en los suburbios de Orlando. A los costados y a la espalda, está el mundo mágico de Disney. Motel barato y peligroso. Chicos que corretean. Buscan aventuras y desafiar a los adultos. Madres que hacen lo que pueden para pagar la estadía y darles algo a sus chicos. Padres ausentes, gente marginal, familias rotas. Sólo el portero del lugar es la imagen protectora. El film comienza reseñando las travesuras pasadas de rosca de unos chicos inmanejables. Son tres, pero la que lleva la batuta en Moonee, una actriz colosal. La película transmite verdad detrás de ese naturalismo crudo y potente. El autor ha dicho que admira el neorrealismo italiano. Y eso explica el estilo semi documental de este film que rebalsa humanismo y sensibilidad. El comienzo confunde, parece ser una más sobre chicos traviesos y en riesgo. Pero no. Aquí no se busca la conmiseración ni se apunta a nadie. Viven en una urbanización precaria, última parada antes de la estación de la pobreza, un motel donde abundan las quejas, las recriminaciones, las ventajeadas. Y los chicos saben que hay que estar a la altura de ese ambiente para poder conseguir un helado, un poco de comida, juegos, o alguna travesura exagerada que los lleve lejos de casa. De a poco el film va dejando el costumbrismo del comienzo para analizar con vigor y hondura de los dramas que se agitan detrás de la correría de estos chicos. El film se detiene en ellos, en su mirada y en sus arrebatos. Son rebeldes, atrevidos, aprendieron a defenderse solitos y no temen a nada. El robo, la prostitución, la violencia, todo está allí, pero sin subrayados ni escenas chocantes. No hay golpes bajos ni moralinas ni condescendencia. Hay ternura, soledad, desamparo, gestos solidarios y madres sin salida. A todos el film los humaniza para mostrarlos como víctimas de un sistema que los dejó a un costado de esos parques lujosos donde la vida despliega sus cuentos de hadas imposibles. El final es demoledor. Dos de los tres chicos escapan hacia Disneyworld. Es la mejor manera de prolongar su mundo de aventura y darle la espalda a la realidad. Llegan hasta las puertas de ese castillo que es el emblema simbólico de todos esos parques. Se refugian en la fantasía para escapar del presente. Necesitan que una mentira los contenga. Y corren detrás de esos cuentos que duran lo que dura la infancia.
Orlando, tierra de Disneyworld. Pero también de moteles sobre la ruta, pintados de fucsia, en los que viven los protagonistas de este pequeño pero extraordinario film de Sean Baker -Tangerine, otra estupenda película sobre un grupo de travestis de Los Ángeles filmada con cámaras de iPhone-. Allí vive la pequeña Monee, una nena traviesa y bastante salvaje a pesar de sus seis años, a cargo de una madre muy joven que se cuida, y la cuida, como puede. Pintura de personajes, con otros inquilinos, vecinos de al lado, otros dos niños y una especie de gran contenedor de todas esas almas a la deriva que es el gerente del hotel, maravilloso en su contención, precisamente: Willem Dafoe. El proyecto Florida mira el complicado mundo adulto desde esos chicos, a veces en peligro, a veces causantes de desastre, pequeños sobrevivientes que juegan sin juguetes. Lejos de cualquier miserabilismo, Baker encuentra, como en su film anterior, un tono entre comedia y drama, un registro entre realista y lírco, una imagen que descubre el surrealismo en un estacionamiento desangelado, un acercamiento casi documental para su ficción. Un cineasta a seguir muy de cerca, que parece no buscar grandes historias pero las encuentra, capaz de dirigir actores amateurs, consagrados y desconocidos, y transformarlos en prodigios expresivos, como estos inolvidables personajes.
El patio trasero de Disneyworld es un desolador paraje donde sobresale la marginalidad, una dura realidad social que contrasta con la felicidad banal y leve del mundo mágico de Mickey. Así al menos lo refleja "Proyecto Florida", donde el director Sean Baker ("Tangerine") intenta poner todo el tiempo su cámara y su mirada a la altura de la incontrolable Moonee y sus amiguitos del motel de mala muerte, una especie de colorido Fonavi estadounidense. La pequeña Moonee (una increíble Brooklynn Prince) es la gran estrella del filme, una niña de 6 años tan traviesa como inteligente, apenas consciente de la realidad que la rodea. En esta dura aventura que es nada más y nada menos que cómo sobrevivir día a día, Moonee está acompañada por su madre veinteañera (Bria Vinaite), una compañera fiel pero madre desastrosa, que de la mano de la pequeña comparten un permanente escape hacia adelante, es decir, hacia ningún lado preciso. Bria -como la totalidad del elenco, salvo Willem Dafoe- hace su debut frente a las cámaras. Dafoe también está estupendo, esta vez en un rol bien terrenal, el administrador del motel, una especie de ángel guardián de los desamparados y revoltosos niños de la comunidad. Una película de excepción, donde Baker a toda esta miseria y de vida al borde la pinta de colores pastel que amortiguan el puñetazo en el estómago y transmiten así la alegría inconsciente de los niños del descascarado Magic Castle.
EL PROYECTO FLORIDA (The Florida Project, 2017; Dir: Sean Baker) Premiada por asociaciones de críticos de distintas ciudades del mundo e injustamente ignorada para los premios Oscar (apenas obtuvo una nominación por Mejor Actor), llega a las salas argentinas la nueva película de Sean Baker, el joven director neoyorkino que sabe mover con habilidad y frescura ciertas piezas habituales del llamado cine independiente, como lo ha demostrado en las anteriormente estrenadas Starlet (2012) y Tangerine (2015). En este caso, sobre un guión escrito junto a Chris Bergoch, sigue los pasos de una traviesa nena que habita un hotel barato junto a su joven madre. El objetivo de los guionistas es claro: en esa modesta residencia –algo así como la comunidad de El Chavo, más prolija y colorida pero con vecinos conviviendo de manera igualmente ruidosa y hostil–, junto a una madre que parece no haber abandonado aún los desplantes propios de una adolescente sin responsabilidades, la niña encuentra en los juegos con sus amigos y su fantasía un escudo a los problemas que la rodean. En un momento asoma un arco iris, en otro un improvisado festejo de cumpleaños es interrumpido por providenciales fuegos artificiales: de esa manera, sin recurrir a efecto alguno, el film roza lo maravilloso. A Baker le gusta inquietar con lo políticamente incorrecto, de hecho los chicos hablan y se mueven por la vida de manera tal que dejarían con la boca abierta a las abuelas de otros tiempos, y ni hablar de la madre, una tal Jancey (Bria Vinaite), desprolija y fumadora compulsiva, capaz de proponerle a su pequeña hija una competencia de eructos en un bar o de salir a buscar dinero sólo cuando le hace falta (y sin demasiados límites morales para conseguirlo). Desde ya, Jancey podría entenderse con los protagonistas de Starlet y Tangerine, repitiéndose aquí el retrato nervioso de personajes a veces irritantes pero más o menos queribles. En comparación con esa incómoda figura materna, resultan tranquilizadores los otros adultos, sobre todo el bienintencionado administrador del edificio (Willen Dafoe, de modales, tonos de voz y vestuario ajustados a su rol), que trabaja ayudado ocasionalmente por su hijo (Caleb Landry Jones, visto en ¡Huye! y Tres anuncios para un crimen). Por momentos, El proyecto Florida parece El mago de Oz pasado por ácido. También una fábula concebida para discutir problemas y derechos de la niñez. En este sentido, pueden objetarse algunos facilismos: es raro que la nena (por lo que come y cómo lo hace) nunca tenga un malestar, que (por las reacciones inmaduras de su madre) tampoco tenga berrinches ni que (con lo lista que es) le haga reproches. Lo bueno es lo que el director hace con este material, sorteando el peligro de que se convierta en una mera sucesión de pequeñas anécdotas: le imprime toda la gracia de la pequeña Moonee (Brooklynn Kimberly Prince, tan encantadora como hiperquinética) y sus amigos, que ríen, dialogan, lamen helados y rompen cosas como si el rodaje mismo hubiera sido, para ellos, realmente un juego. Sus ocurrencias divierten mejor que los enredos de cualquier comedia demasiado elaborada. Sin dejar de actuar, claro: hay que ver sus caras cuando se empieza a saber que el fuego que encendieron en la chimenea de una casa abandonada trajo consecuencias. Baker aprovecha, por otra parte, la singular arquitectura de la zona, encuadrando los enormes comercios con forma de fruta o cuidando la paleta de colores, como si los chicos transitaran una gigantesca maqueta, insinuando su universo de fantasía. Hay planos generales cuando se busca generar esa sensación de estar dentro de un gran espacio lúdico, así como planos en movimiento para acompañar las idas y venidas por los pasillos del complejo o los caminos aledaños. Las decisiones del director parecen siempre acertadas, salvo en un final ligeramente efectista por su combinación de música, lágrimas, personajes ajenos al complejo habitacional actuando de manera algo imprudente (no conviene aclarar de quiénes se trata) y una moraleja algo forzada. En Tangerine también había una secuencia emotiva (la de la protagonista cantando en un bar), pero era menos demagógica. Finalmente, cabe destacar que El proyecto Florida atesora un valor que suele escasear en el cine de ficción contemporáneo: crea un mundo propio, logrando que los espectadores formemos parte de él por casi dos horas. Por Fernando G. Varea
Sean Baker construye una obra de una consistencia asombrosa desde la periferia de la falsa gloria de Hollywood, filmando en los márgenes y con total independencia. Proyecto Florida confronta el entretenimiento normalizado y mercantilista del universo Disney con la realidad que no muestran los folletos turísticos, exhibiendo un rechazo claro y contundente a cualquier estigmatización, complacencia o moralina. La película transcurre entre los hoteles rosas, amarillos y púrpuras que ocultan con la pintura las grietas de sus paredes y balcones, y los negocios de baratijas dónde se pueden comprar entradas y souvenirs a precios reducidos. La energía vital de los protagonistas es contagiosa, los colores fluorescentes y las luces de neón son una bofetada insolente a la miseria, los movimientos febriles de la cámara captan el ambiente con una fuerza y una sensibilidad apabullantes. Los niños crecen a la sombra de Disney World, escupiendo a los parabrisas de los coches de los vecinos, mangueando a los turistas para comprarse un helado, tirando un pescado a la pileta para ver si por casualidad resucita y transformando cualquier recoveco en una cueva mágica. Moonee pasa la mayor parte de su tiempo entre juegos, travesuras y amigos de paso. La pequeña hace frente a todos los adultos que la retan con facilidad por su comportamiento. A pesar de la gravedad involuntaria de alguna de sus metidas de pata, la niña genera una empatía irresistible: su propensión ilimitada a producir diversión provoca un arrebato singular que linda con la pura genialidad. Halley, la madre de Moonee, es una mujer joven que ha erigido un soberano desprecio a las normas como baluarte para su frágil dignidad. Ella siempre se ríe de los otros, de su existencia timorata, de la alienación de sus hábitos y de su lógica anodina. Sin otro horizonte que el presente inmediato, sale de su habitación solo para una fiesta o para ganar algunos dólares cuando llega la hora de pagar el alquiler. Halley es alegre y se presta a todos los juegos de los niños, pero se niega a integrar un mundo adulto que no le deja otra opción que una vida de esclavitud moderna. Halley es una niña, por eso los chicos la adoran y por el mismo motivo no puede hacer nada por ellos. Sean Baker adopta el punto de vista de sus jóvenes personajes y nunca juzga su modo de vida precario, excesivo, marginal y festivo. La película posee un ritmo narrativo frenético y un crescendo dramático asombroso que culmina de un modo desgarrador y sublime. La secuencia final es notable. El gesto puede parecer ingenuo, pero hay algo profundamente perturbador en ver a esas dos pequeñas dar la espalda a las leyes del mundo adulto para abrazar la utopía de una infancia perpetua.
Existe un Disney que no se conoce, uno en el que hay marginalidad, sueños rotos e infancia en riesgo, pero quedarse con eso es minimizar la grandeza de The Florida Project. Existe en Orlando, como también está presente en tantos lugares de Estados Unidos y el resto del mundo. Sean Baker quiere hablar sobre una problemática a la que se refiere como “indigencia oculta”, y con notable precisión sitúa su historia en las cercanías del famoso complejo. A pasos de este idílico mundo de fantasía, repleto de hoteles de primer nivel y parques temáticos, lo que hace que la historia de Moonee y Halley resulte tan demoledora.
Al lado de la magia. “Proyecto Florida” (The Florida Project, 2017) es una película dramática dirigida por Sean Baker, reconocido por la cinta Tangerine (2015). También co-escribió el guión junto a Chris Bergoch. El reparto incluye a los niños Brooklynn Prince, Valeria Cotto, Christopher Rivera y Aiden Malik. Además cuenta con las actuaciones de Bria Vinaite, Willem Dafoe y Mela Murder. Dafoe estuvo nominado al Óscar como Mejor Actor de Reparto y Brooklynn Prince se alzó con la estatuilla de Mejor Intérprete Joven en los Critics’ Choice Movie Awards. En el barato motel “Castillo Mágico”, ubicado en los alrededores de Disney, Moonee (Brooklynn Prince), una nena de seis años, pasa el verano con sus amiguitos vecinos Scooty (Christopher Rivera) y Dicky (Aiden Malik). Sus formas de divertirse muchas veces enojan a Bobby (Willem Dafoe), gerente del lugar que a la vez los quiere y protege de los peligros de la zona. Halley (Bria Vinaite), madre soltera de Moonee, recurrirá a métodos reprochables para pagar la renta y mantener a su hija. A través de los ojos de la pequeña Moonee, Sean Baker nos sumerge en la infancia, esa etapa llena de imaginación e inocencia en la que la amistad es fundamental. Pero acá los nenes no son precisamente agradables: escupen autos, dicen malas palabras, faltan el respeto a los mayores, se meten donde no deben y ensucian con helado el piso flamante de la recepción. Aunque muchas veces podamos llegar a considerarlos insoportables, al pensar en el ámbito en el que viven todo encaja: la manera en la que se los está criando es distinta y ni siquiera tienen un hogar permanente. Para muchas personas del reparto éste es el primer filme en el que actúan, lo cual parece imposible de creer ya que todos dan destacables interpretaciones. En especial Bria Vinaite, a la cual el director halló por Instagram. La joven encarna a Halley, una madre que no actúa como tal: es desubicada, fumadora y grosera; no le importa que las reglas no se respeten y los límites en su hija son inexistentes. Para subsistir recurre a Ashley (Mela Murder, también es la primera vez que actúa), mamá de Scooty que trabaja en un local de comidas rápidas y le pasa a escondidas algunos alimentos a Moonee. Sus acciones para conseguir dinero se vuelven cada vez peores, pero se nota que Sean Baker nunca pretende juzgarla sino mostrar la realidad que atraviesan un montón de mujeres. A pesar de los errores de Halley, cuando está con Moonee podemos ver el amor que le tiene, quizás más parecido a un amor entre hermanas por el gran entendimiento que hay entre ellas. Esto pone al espectador en una situación compleja: por más que los personajes no nos caigan del todo bien, la empatía se genera igual por lo que les toca vivir. No se puede dejar pasar la espectacular fotografía de Alexis Zabe, mexicano que captura la inmensidad del cielo así como los colores lila, naranja y verde en todo su esplendor. La tonalidad pastel en la que se mueven los niños otorga una belleza especial, que contrasta con los padecimientos de la clase social baja. “Proyecto Florida” es una cinta tan dura como necesaria ya que refleja cómo dos realidades 100% diferentes pueden co-existir a pocas cuadras de distancia. Enoja que una película con un mensaje de alerta tan importante haya sido casi ignorada en la temporada de premios, pero por lo menos se reconoció la enorme labor de Brooklynn Prince, niña que si continúa por este camino tiene asegurado un futuro brillante.
Nos narra los momentos que vive una niña de 6 años llamada Moonee (Brooklynn Prince, tiene tan solo 7 años y su actuación es excelente) en Florida, cercana a Disneylandia, junto su madre soltera Halley (BriaVinaite) que intenta ver a su hija feliz, aunque tiene serios problemas económicos. Esta niña vive un mundo de fantasía y hace miles de travesuras típicas de su edad junto a sus amigos Scooty (Christopher Rivera), Dicky (AidenMalik) y Jancey (Valeria Cotto), pero se contrasta con una realidad cruda, donde se puede ver: la inmadurez, la falta de dinero, los vínculos madres-hijos y la falta de la figura paterna. Todo se desarrolla en un motel muy pintoresco donde las personas que lo habitan no cuentan con mucho dinero, pero también pasan por allí algunos turistas y como una paradoja queda a pocos metros Disney. El director Sean Baker es estupendo, realiza buenos trabajos como lo hizo en “Tangerine” (2015), sabe meterse en los mundos de marginales y en los problemas que viven los sectores de clase baja. Logra muy buenos encuadres, planos, con la cámara sigue a cada uno de sus personajes y resalta sus expresiones, reflejando sus vidas y por momentos tiene algo de documental. Este film es muy sólido, con muy buenas actuaciones, entre ellas se destaca la de WillemDafoe, el encargado del motel, esta estupendo en todo momento. La historia contiene una gran carga emocional sin necesidad de llegar a la lágrima fácilmente, con esa madre joven que por momentos se sumerge en las drogas, el alcohol, en el sexo (por algo de dinero), con muchos comportamientos de niña, tiene un amor incondicional así su hija que lucha por su tenencia y por mantenerla en un mundo de fantasía, aunque ambas desean huir de la realidad. Un final que te deja pensando y reflexionando.
El castillo mágico Proyecto Florida retrata la marginalidad en las orillas de Disney World con una estrella de Instagram y una nena de siete años como estrellas absolutas. Kissimmee es una pequeña ciudad del estado de Florida, a unos 30 kilómetros de Disney World. Ahí está el Magic Castle, un hotel cuyo nombre hace alusión al parque de diversiones cercano aunque parece un poco irónico: está lejos de ser un castillo, y no hay nada de magia ahí. En una de sus habitaciones viven Halley (Bria Vinaite) y su hija Moonee (Brooklynn Prince). Halley es una madre casi adolescente, tatuada, que vive sacándose selfies, fumando, saliendo a bailar con sus amigas y tratando de sobrevivir como puede; Moonee es una nena de unos siete años, hiperactiva, que corretea por todo el hotel y sus alrededores junto con sus amigos sin demasiada vigilancia de sus padres. Lo más cautivante de Proyecto Florida es, sin dudas, ese mundo marginal que pinta su director Sean Baker. Como lo que dijo León Tolstoi sobre las familias felices y las desdichadas, asomándonos al universo de Halley y Moonee nos da la sensación de que cada familia también es pobre a su manera. Y que no es lo mismo ser pobre a 30 kilómetros de Disney que serlo en el Chaco o en Calcuta; y que tampoco es lo mismo ser pobre pero blanca, que ser pobre y para colmo negra. La marginalidad que pinta Baker es, en ese sentido, una especie de marginalidad light. Lo que el Brandoni de Esperando la carroza llamaría “una pobreza digna”. Claro que nunca hay dignidad en la pobreza, en la falta de trabajo y de perspectivas de futuro, y la genialidad de Proyecto Florida está en dar cuenta de esta complejidad con una naturalidad perfecta. No conozco Kissimmee pero la película me convenció de que es así como me lo muestran. Si es así, bien; y si no, doble mérito. Y la hazaña está en el hallazgo de los actores: todos debutantes menos Willem Dafoe, con las extraordinarias Vinaite y Prince a la cabeza, la primera descubierta en Instagram y la segunda una “veterana” actriz infantil de publicidades. Todas las películas sobre la pobreza (y aunque no me convence el reduccionismo de decir que Proyecto Florida es una película sobre la pobreza, en un punto lo es) tienen su carga ideológica: producto del capitalismo, de la corrupción o de lo que sea; con mayor énfasis en las causas o en las consecuencias, todo depende de las ideas de quienes las llevan a cabo. Y esta en particular, que transcurre cerca del corazón del capitalismo, con sus diners, sus golosinas de colores flúo, sus perfumes baratos y sus carteles de neón semiquemados, parece decirnos que el capitalismo se dobla pero no se rompe: ahí, aún los pobres pueden comer todos los días y tener smartphones, tomar gin tonic en la pileta y salir a bailar. El sistema es despiadado pero funciona, te golpea pero cuando estás tirado en el suelo te cura las heridas. Gran parte de ese tono melancólico pero no del todo pesimista proviene del punto de vista: como se imaginarán, casi todo lo vemos con los ojos de Moonee. Pero a medida que avanza la historia, adivinamos que sus gritos, sus risas y sus travesuras son una manera de evadirse, de vivir en el presente absoluto en el que todavía no hay que pagar la pieza ni conseguir la plata para comer mañana, y mucho menos terminar el verano e ir a la escuela. Pero el tiempo avanza y, claro, vamos a ver que todo es menos light de lo que creemos. Proyecto Florida puede verse como un coming of age doble: el de Halley por un lado y el de Mooney por el otro. Las dos se divierten a su manera y como pueden, hasta que hacia el final la realidad (y el Estado, que funciona pero es inhumano) las golpea y se derrumban. Se habló mucho, bien y mal, del final: Sean Baker eligió desprenderse del tono naturalista (y hasta pasó del 35mm al iPhone 6 Plus) y lanzarse al vacío en una secuencia audaz que cierra una película única.
La película del director de “Tangerine” se centra en una traviesa niña de seis años que vive con su aparentemente despreocupada madre en un motel cercano a Disney World en Florida, tratando de divertirse mientras el universo a su alrededor parece derrumbarse. Una pequeña gran película, vital, inteligente y muy humana. Traducido el título así, PROYECTO FLORIDA suena como uno de esos thrillers sobre alguna conspiración de la CIA en la década del ’50, tipo “El Proyecto Manhattan” o algo similar. Nada más alejado de aquello que esta película del director de STARLET que transcurre en un motel que funciona, en cierto modo, como lo que aquí solemos conocer como “monoblocks” al modo de los del conurbano bonaerense (lo que en Estados Unidos se conoce como “projects”). La diferencia es que este está ubicado muy cerca de Disney World, a kilómetros de Orlando, Florida, y en realidad funciona tanto como hotel económico para turistas sin recursos de sobra que planean visitar los parques de diversiones como para personas y familias que viven allí por períodos de tiempo determinados ya que las reglas del lugar, supuestamente, no permiten huéspedes fijos. Una especie de humilde y abierta pensión al borde de la autopista y “a pasitos” del Magic Kingdom. A su manera, el Magic Castle Inn (existe tal como se lo ve en el filme, búsquenlo online) es un parque de diversiones alternativo para Moonee, interpretada por ese sorprendente descubrimiento actoral/fuerza natural que es la pequeña Brooklynn Prince. Es una niña de precoces seis años, muy intensa, desprejuiciada y bromista que se pasa el verano allí con sus amigos, tratando de matar el tiempo y divirtiéndose de maneras que siempre la ponen en problemas, sea con los vecinos, con Bobby, el supervisor del lugar (Willem Dafoe) o, potencialmente, hasta con la policía. Es casi la representación viva de la clásica “niña traviesa”: pícara, hiperkinética y a la vez muy muy simpática. A su manera, con sus amigos del lugar, arman su propio y caótico Disney haciendo travesuras de todo tipo. Y si bien la realidad es bastante más oscura y complicada, su madre –con quien vive en un cuarto– parece afrontarla de similar manera, sin hacerse demasiados problemas, disfrutando lo que tiene y defendiendo a su hija y amigos en cada problema que se meten. Pero Halley (Bria Vinaite) debe finalmente lidiar con cuestiones básicas como pagar por el lugar y tener dinero para comer, algo que no es demasiado sencillo para alguien que, bien por cuidar a la niña o bien por su espíritu rebelde, no logra sostener o conseguir trabajos estables. EL PROYECTO FLORIDA sigue a Moonee en sus travesuras con sus amigos y en las más complicadas en las que la mete su madre para ganar algo de dinero, sea vendiendo perfumes truchos en hoteles caros, robando y revendiendo pases a Disney o, ante la falta de otras opciones, cuando no le queda otra que prostituirse con la niña rondando más cerca de lo aconsejable. Pero Baker está lejos de hacer de todo esto algo miserabilista ni su intención es ser sentencioso ni del todo políticamente correcto. El filme captura las vidas de la niña y de su madre durante buena parte del tiempo como si a fuerza de voluntad, energía y un grado importante de negación se pudiera construir un mundo maravilloso donde no existe. Una fantasía Disney del otro lado de la autopista. Durante su primera mitad la película se estructura más que nada de manera anecdótica. Vemos a Moonie, junto a su mejor amigo Scooty y su nueva amiga Jancey, inventarse arriesgados entretenimientos en la zona. Cada vez que es descubierta o acusada, Bobby golpea la puerta de su madre para regañarlas, pero todo parece un juego menor que ninguno se toma demasiado en serio. Bobby quiere que su motel no sea un caos, pero en el fondo es un buen tipo que se encariña con ellas y mientras puede las protege. Pero la situación se volverá más oscura para la madre en la segunda mitad del filme y ya no será tan sencillo para ella negarla ni para Bobby obviarla. Y solo la niña seguirá con lo suyo hasta último momento sin lograr entender del todo qué está sucediendo allí. Y Baker utiliza su punto de vista como organizador del relato. Si bien el espectador advierte pronto esos riesgos, asume que nada serio puede realmente pasarles. Pero sí. Puede. Con la colaboración del director de fotografía mexicano Alexis Zabe –que filmó varias películas de Carlos Reygadas–, Baker utiliza los colores y las puestas de sol para mostrar esos escenarios de una manera que logra ser idílica sin dejar de ser realista, creíble. El lugar puede ser decadente y hasta sucio, sus alrededores llenos de matorrales y anodinas autopistas, pero para los niños que viven allí tiene algo de paradisíaco. Y esa misma es la apuesta del realizador: construir un escenario en el que se puede intentar ser feliz con poco y nada pero a la vez uno que no niegue las dificultades que esa vida conlleva. Película sobre una relación madre/hija, sobre un grupo de sobrevivientes que prefiere verse y pensarse positivamente aunque el panorama en la realidad sea oscuro y sombrío, EL PROYECTO FLORIDA es un cuento de hadas para adultos, uno que refleja los mismos códigos de princesas, ogros, brujas y castillos de las películas que vende la empresa que tiene su propio palacio a unos kilómetros de distancia, pero en el que los finales felices se los tiene que inventar uno mismo para seguir viviendo.
La última entrega de Globos de Oro y premios Oscar dieron una nominación a Willem Dafoe por su tarea en Proyecto Florida. Sin dejar de ser un reconocimiento al actor, la distinción significa otra cosa: la aceptación por el mainstream de un cine del margen, que circula por la trastienda de eso que todavía se llama Hollywood. (Por las dudas, ese reconocimiento llega hasta ahí nomás. Rédito suficiente.) En otras palabras, ¿qué es Hollywood? ¿Un sueño en crisis, terminado? Tal vez. Lo curioso es que el más reciente film de Sean Baker ‑el mismo de esas otras películas cercanas y raras, casi estrambóticas, como Starlet y Tangerine‑ pone en escena esta misma cuestión, al inscribirse desde el off, en tanto costado social que es parte de ese mismo estado que se nombra Florida, famoso, entre otras cosas, por su Walt Disney World. Al respecto, no estará demás recordar una de las magistrales fotografías de Diane Arbus, aquella que retrataba el castillo Disney desde un expresionismo lúgubre. La contracara de los fuegos de artificio está allí, en esa imagen que troca en castillo de vampiro. La cercanía entre esta fotografía y la película de Baker radica en la empatía por una mirada alternativa, dedicada a eludir el retrato tradicional de la efigie Disney, asociado a sus brillos y placeres. Desde ya, la estética del film de Baker nada tiene que ver con los claroscuros de la fotógrafa, sino que se sitúa más cerca de los colores pop, de chicle masticado, marca John Waters. Esto es bien curioso, porque el kitsch de Waters es iracundo, festivo. Y en el film de Baker estos rasgos están también, pero a merced de un lazo social que los ha institucionalizado en forma de complejos de vivienda, hamburgueserías, heladerías, jugueterías. Ese mundo de colores chillones ‑que el film de Waters exponía desde un título todavía emblemático y cromático, como lo es Pink Flamingos‑ es parte inmanente de la puesta en escena de Proyecto Florida. Los escenarios que el film describe, por donde los personajes derivan, son reales, habitados a su vez por quienes están allí de veras. Baker puede, por esto mismo, hacerse piel con el lugar, con sus inquilinos, y recrear el día a día de quienes viven en una especie de micromundo de reglas propias. Este hotel de vidas pegadas ‑ventanitas miméticas, sin una definición arquitectónica que comunique rasgos diferenciales‑ no tiene para ofrecer otro glamour más que la cercanía de ese otro mundo de fantasía y fuegos de artificios diarios que es MagicKingdom. No casualmente, como ironía explícita, habrá de recabar allí una pareja recién casada, con la ilusión puesta en el hotel del ratón, porque ¿quién no quiere su luna de miel en Disney? Todos, le responden al marido furioso, confundido, que exige una explicación. Está claro, también, que ese sueño no es tan plural. Ahora bien, quien habita este complejito fucsia, en donde se grita, pelea y bravuconea, es la pequeña Moonee (Brooklynn Prince), cuya madre a duras penas puede pagar la habitación. La pequeña hace amigos, teje itinerarios de paseo, planea diabluras con amigos ‑un festival de escupitajos es el prólogo del film‑, y pone en jaque las emociones del encargado atento, siempre sensible, que compone Willem Dafoe. Moonee y amigos se erigen desde una combustión violenta, que convierte en juegos los exabruptos de los adultos, corporal y verbalmente. El trío de niños no deja de ser una variante del humor delirante, transgresor, de Laurel & Hardy. Así como ellos, los pequeños pueden poner en peligro el concepto de la propiedad privada: los destrozos serán, en este sentido, el corolario de las escupidas y cortes de energía, más otras "travesuras" con las que el film se entretiene. De tal modo, la niñez aparece en la película de Baker como un lugar tendiente al desborde, y no es casual que a lo largo del film se escuche repetidas veces la palabra "propiedad", como enunciación de pertenencia y lugar económico (Baker deja ver una publicidad de armas, de manera evidentemente intencional). Justamente, Moonee y su madre están desarraigados, como también, parece ser, quienes habitan allí, en ese hotel. Vale decir: paredes que se desgajan, sin concreto resistente, colores chillones que se reciclan, parafernalia de plásticos en vidrieras comerciales, como elementos de un paisaje tendiente a la mutación permanente. Por su parte, Baker elige depositar en esta madre e hija el conflicto dramático;ellas, a la manera de un mundo en sí mismo, a las que no duda en delinear de modos a veces insoportables: frenéticas, atiborradas de televisión y azúcar, malhabladas. Es extraordinario, por esto mismo, cómo el film retrata la sensibilidad que las une. El cariño entre madre e hija está dado, no hace falta subrayar ni darlo a entender (así como tanto cine de climas retóricos, insoportables, lo hace). El amor entre ellas es el lugar contra el cual el entorno habrá de rebelarse, policías y asistentes sociales incluidos. En ese momento, la película estará espiritualmente cercana a El pibe, de Charles Chaplin. El vínculo fílmico delata, por eso,una puesta en escena que, así como con el humor de Laurel & Hardy, dialoga con la pantomima de la niñez y también ‑cómo no‑ con la inmediatez y frescura que de ellos Francois Truffaut sabía aprovechar. Proyecto Florida se sitúa y ratifica en los niños como lugar auténtico, feliz y sufrido, supeditado a los designios adultos, en consonancia con un sector social, marginal, al que al parecer estándestinados. Vale pensar, por ello mismo, en el desenlace irónico que el film propone, en donde las correrías de las amiguitas permiten una suerte de imagen acelerada, de cine cómico, mientras el concepto familia se revela como un ideal construido por publicidades y princesitas Disney, a partir del consecuente sufrimiento de quienes no puedan caber en él.
Critica emitida en radio.
Crítica emitida en radio.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Después de “Tangerine”, Sean Baker vuelve con una película menos “radical” en cuanto al procedimiento de registro, pero mucho más en cuanto a temas y tonos. Aquí seguimos a un grupo de chicos que vive en un motel cercano a los parques de diversiones de Orlando, y cuyos padres tienen una vida pobre, difícil y casi marginal. La única protección que estos chicos tienen ante esa vida al margen de lo que, para otros, es central y bello, es el dueño del lugar, un trabajo impresionante de Willem Dafoe. La película carece de golpes bajos, y cuando lo sórdido aflora está trabajado con absoluta delicadeza. En última instancia, sin dejar de lado los problemas y las responsabilidades de una generación que no aprendió a vivir, toma partido por cierta forma de la libertad. Una gran película y, además, una de gran originalidad y audacia: un retrato realista de cierta infancia.
Se estrenó Proyecto Florida, el nuevo film de Sean Baker, director de Tangerine y Starlet. Willem Dafoe fue nominado al Oscar por interpretar al gerente de un motel de Florida en donde viven una madre y una hija que deben sobrevivir el día a día. Sean Baker sigue poniendo el ojo en personajes que viven muy alejados de “el sueño americano”. Desde su segundo film Take Out -exhibido en una edición del BAFICI hace varios años atrás- su mirada se posa en inmigrantes o marginados sociales. Lejos de pretender generar empatía, el retrato de sus personajes y sus batallas cotidianas gozan de respeto y suficiente distancia para construir una crítica sobre los prejuicios y la discriminación que sufren los protagonistas sin apelar a golpes bajos o sentimentalismo. Moonee (Brooklyn Prince, un hallazgo impresionante) es un niña que vive con Halley (Bria Vinaite, notable debut de esta actriz lituana), su joven madre soltera. Halley vive el día a día, tratando de conseguir empleos pasajeros que eviten que regrese a la cárcel. Ambas se alojan en Magic Castle, un motel donde conviven diferentes etnias, a pocos metros de Disney World. El director no se ata a una estructura clásica. Su estética narrativa remite al cine de John Cassavetes de los años 70. La cámara es testigo de las travesuras de Moonee y sus amigos por el propio motel, y otros edificios cercanos, lo que terminará irritando a Bobby (un maravilloso Willem Dafoe, alejado de los caricaturescos personajes que suele interpretar), el gerente del Magic Castle, el único aliado de los habitantes del complejo habitacional, a pesar de ser fiel a la política del dueño del motel. Baker construye un microuniverso con pocos elementos e introduce al espectador en este presente que tiene mucho de neorrealismo. Sin embargo el cuidado en la puesta en escena -en la que se destacan los planos generales-, la elección de la paleta de colores del vestuario que combinan con el estilo kitsch de las paredes de los edificios y el contraste entre la zona urbanizada y la zona natural de los pantanos de Florida, construyen un film llamativo, visualmente atractivo. A medida que avanza la narración empiezan a sucederse pequeñas tensiones entre los personajes que confluyen en un final memorable. Baker va hilvanando los puntos sueltos de la trama para generar un clímax intenso que se nutre de una banda sonora adecuada. Es cierto que si bien la narración fluye y el ritmo nunca aminora, los 111 minutos de extensión se notan. Hay bastantes secuencias caprichosas que lo único que aportan es construcción de mundo y, en varios casos, la información resulta redundante. Posiblemente si Baker hubiese derivado la edición a un montajista, el resultado final habría sido más concreto y no perdería la esencia de la narración. Más allá de eso, se trata de un film hipnotizante. La elección del punto de vista de Moonee como principal narradora del film es adecuada. La cámara a la altura de sus ojos le otorga a la historia una altura e inocencia particulares. Es fundamental el uso del fuera de campo para transformar escenas impactantes en instantes sutiles, que no necesitan de información adicional para sobreexplicar los acontecimientos.
Crítica emitida por radio.
Moonee (Brooklynn Prince) es una pequeña de seis años que se junta con los amigos de su barrio para hacer competencias de escupidas desde un primer piso. Acto seguido, corren, maldicen y escapan mientras una vecina se enfurece. Será ella quien se presente en la puerta de Magic Castle, el motel vecino, para ir a buscar a esos pequeños diablos que, según la mujer, no sólo deberían retractarse sino -y sobre todo- limpiar el desastre que hicieron sobre su auto. Halley (Bria Vinaite), la mamá de la pequeña, no tiene demasiado interés en que eso ocurra, pero en fin: lleva a su hija y al otro niño a quien cuida mientras su amiga trabaja, hasta allí. Entonces los chicos se suben al auto y juegan con el agua mientras lo lavan, ayudados por la nieta de la vecina quien pronto se convierte en la nueva aliada del grupo.
El comienzo de Proyecto Florida no podía ser mejor. Un plano que abre con chicos, travesuras, corridas y una discusión entre mayores que, lejos de terminar en escándalo, fortalece el espíritu comunitario en medio de la adversidad. Nada es fácil para este vecindario de color lila cuya fachada simula un castillo que no fue y donde lo real se materializa adentro de cada habitación. En una de ellas viven Halley y Monee, madre e hija, aunque parecen ser una ya que los roles de adulta y niña son perfectamente intercambiables. Cómplices, felizmente irresponsables e incorregibles, sobreviven en esta historia cuyo escenario es el lugar donde originalmente hubiera estado el paraíso artificial de Disney y que ahora aparece como un gran predio hotelero con gente que, como tantísimos americanos, han quedado excluidos de los planes de Mr. Trump. Ese mundo alejado del idílico parque es visto, disfrutado y padecido por Moone quien, junto con sus amigos, hace de las suyas. El encargado de mantener el lugar y de soportar todas las demandas es el enorme Willem Dafoe. Su presencia, contenida y siempre justa, está a la altura del punto de vista del director: lejos de la moralina, del sentimentalismo y bien cerca de la vida. Bobby es como un superhéroe dentro del complejo, por momentos, contenedor, y otras veces especie de guardia cárcel. Es el centro del huracán adonde confluyen todos los conflictos y si los enfrenta, trata de impartir justicia, siempre con un sentido de moderación y sin violencia. La escena clave que lo confirma como protector se da cuando echa a patadas a un pederasta que se acerca adonde juegan los niños. En este sentido, hay algo notable en la demarcación de espacios que establece la mirada de Baker: el peligro mayor no está en quienes cruzan hacia “el reino de la diversión” buscando pertenecer, tratando de vender perfumes o soñando con disfrutar aunque sea un rato de los placeres de los ricos, sino en esos mismos ciudadanos de apariencia normal que cruzan para este lado para cometer sus delitos encubiertos con máscaras de familia sana y funcional. O aquellos, como la pareja de turistas brasileños, que llegan equivocadamente al complejo y despectivamente dicen estar rodeado de “un proyecto de gitanos”. Cuando los otros, “los olvidados” como dijera Buñuel, van a la supuesta civilización, la respuesta es la indiferencia. Baker introduce dos o tres tensiones lo suficientemente elocuentes para no andar gritando, pequeñas descargas eléctricas que alteran el entorno cotidiano y nos ponen en una perspectiva ideológica clara: hay gente de mierda en este mundo dispuesta a desarmar cualquier forma de comunidad y de felicidad. Van desde pedófilos hasta oportunistas, de ricachones sin escrúpulos hasta presidentes mediáticos, pasando por todas las esferas de poder. Sin embrago, lejos de caer en una visión estereotipada, también existen los conflictos internos al vecindario, las decisiones de los padres con respecto a sus hijos y las consecuencias. En este sentido, la relación de Halley con su amiga estalla a partir de una travesura de los niños (con verdadera actitud punk, hay que decirlo) en un condominio abandonado. El problema pone en evidencia las diferencias dentro del grupo y confluye en un cuadro dramático para nada idílico, pero realista, sobre todo para los que disfrutan de la pornomiseria. El vínculo de Moone con su problemática madre es más fuerte que todas las adversidades juntas, incluso contra los obstáculos controladores de los asistentes sociales, tan torpes como las leyes que regulan la adopción y la tenencia de los niños. Si el cine es el arte del presente, el mejor ejemplo es la explosión de energía y la sensación de lo inacabado que contagian las dos mujeres cuando disfrutan y transgreden la entraña de una sociedad de consumo ajena a los problemas que atraviesan los más excluidos, una haciendo de adulta, la otra de niña, en un universo visual que Baker recrea con colores pastel. Y como es un director sumamente inteligente, no evade las perversiones de un sistema devorador pero tampoco las enuncia con trazos gruesos. Para ello recurre a pinceladas de humor y sobre todo no se resigna a perder humanidad. Por eso, el inolvidable final. Frente a la opresión y a la tristeza, lo mejor es correr, huir, ser libre. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
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El gran hallazgo de The Florida Project es la ambientación, la forma en la cual es presentado ese mundo real que se sitúa al margen del otro mundo de fantasía (Disneyworld), coexistiendo en una perpetua contradicción. Los espacios kitsch y saturados de color cobran protagonismo y conocemos a los personajes mientras los recorren. Los niños, y en particular Moonee (Brooklynn Kimberly Prince), se mueven allí como si el sitio les perteneciera. Moonee es una niña extremadamente despierta e inquieta que se ha criado oyendo discusiones y peleas en moteles, el ruido de los autos en la autopista y viendo familias que van a pasar las vacaciones de sus vidas a ese mundo de ensueño al cual no puede acceder. Al igual que en Tangerine (2015), Sean Baker logra establecer en acciones e imágenes cargadas de significación las reglas de ese universo marginal y explota al máximo las posibilidades que ofrece. Con respecto al argumento, la película se toma su tiempo para presentar el conflicto, el cual va emergiendo lentamente. Es recién rondando la hora de película cuando las cosas comienzan a complicarse realmente para Halley (Bria Vinaite), madre de Moonee, ya que comienza a tener problemas serios para subsistir económicamente y mantener a su pequeña hija. Es a través del fuera de campo que somos testigos del momento en el que Halley comienza a prostituirse, pero no lo vemos directamente sino a través de escenas en las que Moonee está en la bañera. Hay una progresión dramática que culmina cuando un cliente de Halley ingresa sin permiso al baño y luego Bobby, el encargado del motel, ve salir a un hombre de su habitación. El personaje de Bobby (Willem Dafoe), es realmente entrañable. En determinado momento de la película podríamos confundirlo con el padre de Halley, ya que intenta evitar que su vida pierda el eje. Hay dos escenas para destacar. En la primera, mientras Bobby pinta las paredes del motel, vemos como un hombre se acerca a hablar con los niños. Rápidamente, Bobby entiende lo que está pasando (se trata de un abusador de menores) y es allí donde vemos el afecto que tiene por los niños y los vecinos en general, más allá de su aparente seriedad y rectitud. En otra escena, un cliente de Halley reclama por el robo de unas pulseras de acceso a los parques de diversiones que ella ya ha vendido a otro turista a mitad de precio. Bobby, en complicidad con Halley, la ayuda a deshacerse del hombre. Es allí donde finalmente entendemos que Bobby no es el verdadero antagonista por más que le recrimine a Halley la falta de pagos y la amenace con echarla. Bobby y Halley pertenecen a ese mismo universo tan bien retratado en la película, en contraposición al otro, inaccesible. Otro punto argumental a destacar es la dinámica en la relación entre Halley y su amiga, siendo muy cercanas en un comienzo para terminar en la escena en la cual Halley la golpea violentamente. Este proceso es síntoma del descenso a los infiernos de Halley, quien finalmente perderá a su hija, probablemente para siempre. The Florida Project es una película en la que los niños son realmente los protagonistas, y los problemas de los adultos se van entretejiendo con escenas de juego, triviales. Esto no quita que la película posea muchas escenas de alto contenido dramático y con un trasfondo muy oscuro. Es curioso que la forma que tiene Halley de afrontar su vida sea también infantil. ¿Cómo y por qué llegamos a empatizar con Halley? Probablemente tenga que ver con el hecho de que debe afrontar su vida sola y tiene la responsabilidad de mantener a su hija. Esa es su gran debilidad.
Infancia en movimiento El comienzo de The Florida Project (2017), la extraordinaria última película de Sean Baker (Four Letter Words, Take Out, Prince of Broadway, Starlet y Tangerine), revela con absoluta eficacia narrativa el fundamento de su historia. Y lo hace en tanto que, como todo comienzo, asume el gesto de una insinuación. Una niña y un niño esperan apoyados sobre una pared. El tiempo, en ese instante, les pertenece. Esperan en silencio y con cierta indolencia, casi al borde del aburrimiento, que algo suceda y puedan levantarse y ponerse por fin en movimiento. La precisión abierta del plano es notable porque consigue evidenciar sin señalamientos de ningún tipo la posición concreta que adquiere la expectativa infantil. La sensación que antecede a la inquietud. Un estado de gracia que no tardará en producirse, en el momento en que otro niño se acerque corriendo, entusiasmado por la posibilidad de compartir con ellos una nueva aventura. De inmediato se pondrán a correr los tres, embriagados de felicidad por la euforia que provoca el movimiento. La irrupción musical de “Celebration”, de Kool & The Gang, fortalece una secuencia que es perfecta. Porque lo que van a celebrar los niños durante el transcurso del film será precisamente eso: la energía vital de su movimiento permanente. La fuerza de su rebeldía. Moonee (Brooklynn Prince) es la protagonista. Una niña de seis años que vive con su joven madre en una pequeña habitación en “The Magic Castle” (El castillo Mágico), un motel barato situado al margen de Disney World, el mayor imperio de vacaciones pudientes . Al costado de la autopista que separa dos realidades antagónicas, Moonee comparte el tiempo libre con otros niños del mismo hotel y de otro albergue contiguo llamado con ostensible ironía “Tierra del futuro”, en donde se hospedan desocupados y trabajadores que viven con lo justo. A diferencia de lo que sucede del otro lado, el futuro de los personajes del film de Baker no es encantador, sino premonitorio. Y sin embargo, los niños que viven ahí, a fuerza de correrías, lograrán componer para sí su propio territorio mágico. Un plano inolvidable después de una lluvia intensa establecerá un momento visual único. Moonee y sus amigos no tienen otra cosa que hacer más que circular por el motel y sus alrededores. Vagabundean, se mueven y así revelan el espacio de representación en el cual se va a desarrollar la historia: un paseo por estacionamientos, autopistas, casas abandonadas, plazas humildes, modestos safaris, hoteles de bajo presupuesto en donde se llega sin dinero o por error. Negocios de un centro comercial bizarro situado al borde mismo del castillo gigante donde habita el ratón más conocido del mundo. La exploración formal del espacio es formidable. La geografía que muestra es la de un proyecto decadente y saturado por la sobrecarga de colores chillones, pero que la mirada infantil consigue descubrir en él una particular belleza. La presencia de los niños molestará a los mayores, en especial cuando se conviertan en testigos involuntarios de una golpiza o de un trabajo inclemente. Bobby (Willem Daffoe), el incansable y siempre bien predispuesto encargado del motel, los observará con preocupación, atento a sus movimientos les exigirá una y otra vez que paren con sus travesuras por momentos demasiado peligrosas para su seguridad. “Ustedes son aburridos”, le contestará en algún momento Moonee. El aburrimiento aparecerá determinado por la falta de movimiento que define al mundo adulto. La irreverencia asombrosa de Moone, su carácter desafiante hacia la autoridad, no ocultará del todo su inocencia. El film de Baker perseguirá en todo momento el punto de vista de los niños. La cámara se mantendrá mayormente en su campo visual. La actividad de los adultos permanecerá fuera de campo o ligeramente descubierta, a distancia y mediada por la perspectiva infante. La pelicula no se permitirá caer en el golpe bajo, ni en la caracterización estereotipada de sus personajes. Más bien lo contrario, se ocupará amorosamente de ellos, de sus impotencias, sus formas de afecto y resistencia. The Florida Project presenta a fin de cuentas un relato emocionante, capaz de reconocer la fuerza irrebatible de una infancia en movimiento, justo en aquellos parajes olvidados pero bien cerca de esa enorme comarca de diversiones de acceso restringido.